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La pistola del director
El director provenía de una antigua familia de intelectuales de Stuttgart. La casa familiar, de 3 pisos junto al Neckar era señorial y muy elegante. Conseguir un trabajo de mucama ahí en 1932 fue una gran suerte para mí, por lo que me esforzaba en ser diligente y no llamar la atención. El aseo de la casa terminaba cada día en el escritorio del director. El dirigía una escuela de niñas y nunca volvía antes de las 5 de la tarde a la casa.
Entrar en ese salón con muros de madera y cortinas de terciopelo, con una librería que llegaba hasta el cielo, repleta de libros que yo no sabía leer, siempre me inmovilizaba por algunos segundos. Mi ritual antes de empezar a limpiar y ordenar era disimuladamente, tantear la pistola que estaba debajo de la cubierta del escritorio, en su escondite secreto.
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La había descubierto el año que entré a trabajar con la familia, al recoger lápices y papeles que habían caído al suelo, por un ventarrón de primavera que entró por la ventana abierta. Al levantar la cabeza, agachada bajo el escritorio, me pegué con la cubierta, que estaba un poco más baja de lo que yo intuí. Un brillo atrajo mi atención, era el mango de la pistola que sobresalía de la tabla protectora, por debajo del escritorio. Me asusté mucho al darme cuenta lo que era y salí del escondite. Dejé las cosas del señor ordenadas en el exacto lugar como me habían enseñado, y me fui a terminar otras labores en la casa. Desde entonces, cuando estaba limpiando ese lugar, me sorprendía mirando a cada rato hacia la esquina secreta del escritorio. Ya no me agachaba a mirar, sino que disimuladamente tanteaba con la mano por la espalda hasta tocarla. Nunca la saqué de su lugar, tenía mucha curiosidad, pero más miedo.
Por mucho tiempo mis manos encontraron la misma forma. Hasta que hace unos meses noté que había cambiado de posición, y de ahí en adelante siempre la sentía movida y jugaba a descubrir qué parte de la pistola estaría rozando.
Sobre el escritorio todo mantenía un lugar exacto, pero bajo el escritorio noté que algo cambiaba.
El resto de la casa funcionaba como reloj suizo en Alemania. La señora mandaba, decidía y manejaba todo a la perfección y se daba cuenta de todo lo que pasaba, aunque fuera a sus
espaldas. Salvo en el escritorio del señor al que rara vez entraba.
Ella era una mujer bellísima, austera, enérgica, con clara idea de lo que quería, correspondía y debía hacerse. Tenía ojos intensamente azules, transparentes, de esos que se presienten lejanos y un poco fríos. Nunca se daba un rato para descansar. Era un espectáculo verlos cuando salían a un concierto. Ella espléndida, distinguida con la elegancia de la gente que la trae siempre puesta. El director la miraba con admiración y cariño, y ella buscaba esa mirada justo un momento antes de que salieran de la casa.
Él no hablaba mucho y si se refería a cualquiera del personal era siempre en forma gentil y clara. Era un hombre amable que lo que más disfrutaba era leer antes de comer, en compañía de Trudy y Thorsten, sus 2 hijos universitarios que aun vivían en la casa.
El mayor de los 3 hijos del matrimonio estaba en Sudamérica, en Chile. Un lugar del que yo nunca había oído hablar. Cada tanto llegaban cartas de él, y desde la cocina casi entendíamos cuando las leían en voz alta en el salón.
Por 1935 Alemania estaba transformándose. Se notaba aun dentro de la casa, donde todo seguía igual. El nuevo gobierno de Hitler estaba imponiendo cambios radicales en la vida de
las personas. Muy tarde me di cuenta cuanto nos afectarían. Los amigos de la familia, que solían venir a comer cada semana, dejaron de visitarnos. La señora criticaba cada pequeño error en el manejo de la casa, para un rato después con algún otro gesto dar una especie de disculpa por la no tan merecida crítica anterior. Cuando caía la tarde y llegaba el señor, ellos se evitaban y él empezó a quedarse más y más tiempo solo en el escritorio. Empezaron a llegar cartas del hijo ausente todas las semanas. Me di cuenta de la cara de asombro y miedo de la señora cuando recibió la primera carta con claras marcas de haber sido abierta. Ella pensó que había sido alguien de la casa y decidió de ahí en adelante recibirlas personalmente del cartero. Las cartas siguieron llegando parchadas. Trudy y Thorsten llevaban insignias del partido en sus uniformes, y regresaban de sus reuniones cantando himnos. Los ratos de lectura con su padre se hicieron cada vez más escasos y sobre todo menos tranquilos. Dejaron de leer y aprender francés y criticaban a su padre cuando él los instaba a seguir con ese estudio. El admiraba profundamente la cultura francesa. Cuando explotaban en acaloradas discusiones, la señora intervenía y las voces se ahogaban. Pero la tensión se mantenía en cada espacio y la pistola del escritorio seguía cambiando de posición todos los días.
Una noche mientras comían, tocaron a la puerta. Eran uniformados que querían hablar con el director. Los atendió en el salón. Cuando las visitas salieron a paso largo, ni siquiera
gastaron un gesto en la puerta para despedirse. El señor se quedó esa noche hasta muy tarde en el escritorio. Al día siguiente no solo la pistola había cambiado de posición, la botella de Pernod estaba vacía y el cenicero lleno.
Desde ese momento todo fue caos y tensión en la casa. Aun la alegría de saber que Wolf el hijo mayor llegaría pronto de regreso a Alemania no lograba un momento de relajo para la familia. La señora se notaba ausente aun manteniendo una rutina que ya a nadie le parecía normal. El señor llegaba y salía sin horario. Cambios en la educación, impuestos por el nuevo gobierno, lo habían relevado de la dirección de la escuela. No entendí bien que era lo que había pasado, aunque el chofer, que estaba más al tanto, me lo explicó un par de veces. Empecé a hacer el aseo del escritorio, en cualquier momento, apenas veía que el director salía de la casa.
Hasta esa tarde en que todo estaba en completo silencio. La señora había salido sin arreglo ni entusiasmo, a una reunión de señoras en la municipalidad. La casa entera se estremeció con su grito desgarrador al entrar a la casa, cuando leyó la nota que el director le había dejado en el recibidor. No sé por qué pero al oírla, corrí al escritorio, abrí la puerta sin tocar y miré hacia la esquina donde yo sabía que estaba la pistola. Todo estaba en su lugar. Hasta que levanté la vista. El señor colgaba de la lámpara de lágrimas. Estaba muerto. No pude dejar de gritar mientras corrí a la cocina. En alguna parte me crucé con
el chofer, después supe que con ayuda del jardinero lograron bajar al director antes de que llegara la señora.
Muchos años después de terminada la guerra volví a Stuttgart por un fin de semana de descanso con mi familia. Paseamos por calles que pensé reconocería, pero la ciudad había cambiado demasiado. Tomamos el tranvía a Esslingen en el último paseo del domingo esperando poder mostrarles esa casa que había llenado gran parte de mi vida en esos años, pero no quedaba nada de ella.
De pie frente a lo que alguna vez fuera una elegante casona, mirando a través de la guerra, entendí que esa tarde el director había abandonado la idea de seguir defendiéndose.
Zoológico de la vergüenza
Desde que estudiaba arquitectura que Paula se había interesado en urbanismo, específicamente en la rehabilitación de íconos urbanos obsoletos. Había seguido de cerca el cierre de varios zoológicos en el mundo, como los de Barcelona y Buenos Aires, para luego seguir su reconversión a otros usos. Ese tipo de transformaciones era aún un tema nuevo, pero estaba tomando fuerza. Paula guardaba registro de cada nueva noticia del tema, ya que intuía que pronto llegaría el momento de reconvertir el Zoológico Nacional de Santiago y no quería perder la oportunidad de trabajar en ese proyecto.
Reservó su pasaje el mismo día que vio el aviso de un Seminario especializado en el tema, que se daría en septiembre en Ciudad de México. Tampoco esperó para inscribirse y reservar hotel. Dos meses después aterrizaba en el aeropuerto Benito Juárez.
Llegó el mismo día de la apertura del evento. Una interminable tarde de exposiciones interesantes pero pesadas y complejas para alguien que venía aterrizando de un vuelo largo. Al terminar la sesión Paula estaba muy cansada por lo que se fue directo a dormir a su hotel.
Al día siguiente, en el salón del desayuno del hotel, le pareció reconocer un par de caras de la tarde anterior.
Las charlas se dictarían en la preciosa casa Arreola, junto al lago de Chapultepec al lado del zoológico del mismo nombre. Paula llegó al lugar de la charla junto con uno de los personajes que había reconocido al desayunar. Se saludaron con algo de complicidad y comentaron que se estaban quedando en el mismo hotel. Roberto, arquitecto como ella, venía de Costa Rica y trabajaba en reconversión urbana. Costa Rica había sido el primer país en cerrar todos sus zoológicos, por lo que ellos tenían mucha experiencia en el tema. Al par de minutos, entendió que Roberto no era un participante más, sino que el charlista estrella de ese día.
La conversación siguió naturalmente y fue obvio para ambos que se habían caído bien. Al rato un par de personas se acercaron a Roberto a saludarlo, Paula le hizo una seña como de “más tarde nos vemos” y se fue a sentar esperando que comenzara la charla.
Cuando salieron al break, Roberto apareció a su lado ofreciéndole una taza de café y galletas. Disfrutaron del café conversando sentados en un balcón con vistas al lago. Un tema llevaba al otro, la familia, hijos, intereses comunes. Los dos estaban separados, trabajaban para sus comunas. Ambos vivían con sus hijos. El break se acababa y aún les quedaba mucho tema esperando turno. Se sintió muy natural quedar de acuerdo en almorzar juntos, por ahí cerca, junto al lago. En la tarde tocaba visita al Zoológico, así que era ideal almorzar cerca.
Paula no logró retener nada de la segunda charla del día. Revisó internamente toda su tenida y sí… había organizado bien su maleta y se sentía cómoda y bien para el inesperado y coqueto almuerzo. La sesión de preguntas final le pareció eterna y cada vez que pensaba que ya podrían salir, aparecía alguien más con una brillante pregunta que requería de una larga explicación. Sus pensamientos estaban muy lejanos a cualquier zoológico cuando una lluvia de aplausos la trajo de vuelta a la charla. Finalmente había terminado y vio que Roberto la buscaba con la mirada desde el escenario. Paula le indicó la salida con un gesto y lo esperó ahí.
Se sentaron en un restaurant a orillas del lago y mientras conversaban de todo menos de urbanismo, vieron pasar botecitos a remos y patos nadando por la orilla. Supieron que habían estudiado un semestre en Francia el mismo año.
Las dos hijas estudiaban nutrición. Les gustaba viajar. Paula conocía bien Europa y Roberto mejor Centro y Sudamérica. Como conocía bien la comida mexicana, pidió un menú muy variado para que ella pudiera probar de todo. A medida que llegaban los platos le iba explicando de qué parte de México venían, le detallaba los ingredientes, en algunos casos hasta la receta. Mole, chiles, enchiladas. Cuando llegaron al postre había más dulce en sus miradas que en el plato que compartieron. Cerraron el almuerzo con unas frescas y aromáticas cocadas y café mexicano, con olor a canela y azúcar morena.
Caminaron hacia el zoológico con esa sonrisa boba de los primeros encuentros, mientras flotaban muy lejos del resto del mundo que los rodeaba. Llegaron al lugar de encuentro del grupo con un sutil revoloteo en el estómago. Los demás participantes ya estaban ahí. Roberto se separó de Paula, se concentró en el recorrido que debía guiar y empezó la caminata.
Avanzaron por el insectario, Roberto comentaba las instalaciones y edificios explicando las opciones de uso y remodelación que podían acoger. El grupo fue intercambiando comentarios y observaciones, logrando un recorrido muy interesante y aportador.
Cuando se acercaron al herpetario Paula comenzó a sentirse incómoda, hinchada, un segundo después, muy hinchada, mal, muy mal. Las mariposas que sentía hacía solo un rato,
se convirtieron en una sensación de globo inflado dentro del estómago. Recordó las enchiladas, los chiles, frejoles y demás platos, y toda ella quiso arrancar. Pero en cuanto buscaba por dónde huir, se encontraba con la alegre sonrisa de Roberto mirándola. El grupo se detuvo en la sala de ranas tropicales. Paula se sentía bajo una presión infinita. Apretaba todo, hasta los dientes, y por momentos creía ya no oír ni ver nada. Estaba segura de que sus ojos habían salido un poco fuera de sus órbitas, pensó que se debía notar. El grupo disfrutaba el espectáculo de ver aparecer y desaparecer las diminutas ranas venenosas, profundamente azules. De pronto un grupo de ranas saltó y el grupo aclamó la acrobacia. En ese segundo y contra su voluntad, el globo interno de Paula se desinfló. Lenta y sonoramente, como un globo que se arranca de las manos de la que lo infla y vuela sonando su ruta por el aire. Fue un ruido con acentos, con saltos, con energía y carácter, que llegó a romper el silencio y fue ahogándose en un silencio aún más sepulcral. Paula sintió el alivio un momento antes de darse cuenta de lo que había pasado. Solo supo mirar al suelo. Los largos segundos del desinfle mantuvo la vista fija en la punta de sus lindos zapatos que combinaban tan bien con la blusa. Sentía la mirada de todos sobre ella, y sobre todo la de Roberto. No necesitaba mirar para saber que era el foco de las miradas del grupo entero. Estaba rígida e inmóvil y solo pudo susurrar:
“Los míos no huelen…”
Roberto reaccionó y continuó con el recorrido hacia la salida del herpetario. El grupo lo siguió.
Paula se quedó un buen rato inmóvil, mirando al suelo. Solo después de estar convencida que todos habían salido, dio media vuelta y salió del zoológico.
Volvió al hotel y se dio una larga ducha. Dejó caer el agua hasta que la vergüenza se lavó de su cara y dio por terminada su naciente incursión romántica. Después del numerito aquel no volvería a saber de Roberto. Decidió disfrutar lo que le quedaba de esa tarde y el par de días hasta su regreso, se arregló bien y salió a pasear.
Caminó toda la tarde por el centro. Al regresar entró muy rápido por el hall sin fijar la mirada en nada ni en nadie hasta llegar a su habitación. Al abrir la puerta la esperaba un alegre ramo de flores con una tarjeta que decía:
“Vamos a bailar hoy?”