Accidente nocturno, de Patrick Modiano. Por Julio Serrano.

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[02] Patrick Modiano: Accidente nocturno Traducción de María Teresa Gallego Urrutia Ed. Anagrama, Barcelona, 2014 144 páginas, 14.90€

Huellas Por JULIO SERRANO

es descabellado leer este u otros libros de Modiano junto a un mapa de la capital francesa, ya que su obsesión por la deriva propone un paseo, invita a vagar por un París solitario, misterioso, que une el presente del libro (el París de los sesenta) con el París mítico de sus recuerdos, sellado en una geografía tan precisa como inalcanzable: lo que estuvo y ya no está. Nos encontramos así con personajes que aparecen y desaparecen –el olvido los desteje antes de haber podido perfilar para ellos una identidad–, la ciudad misma se va esfumando ante nuestro errabundo paseo. Lo único a lo que podemos aferrarnos son sus nombres o el nombre de las calles en las que los encontramos, un pequeño puñado de datos sin los cuales todo sería niebla.

Un accidente en la noche: un joven es atropellado por un Fiat verde mientras cruza la plaza de Les Pyramides en dirección a la plaza de La Concorde. Una topografía precisa y un coche determinado son apenas los detalles que anclan esta historia a lo concreto. El resto del libro de Patrick Modiano, Accidente nocturno, es una indagación detectivesca que camina a tientas. ¿Quién es la misteriosa conductora? ¿Qué recuerdos de una brumosa infancia ha traído a la memoria el impacto? Al adentrarnos en esta investigación comenzamos un largo deambular por París junto al joven protagonista: de Les Tuileries al mercadillo de Les Puces; de la plaza de Saint-Germain-l’Auxerrois a la glorieta de L’Alboni o a la plaza de Les Pyramides. No CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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pues antes prefiere la bruma, más cierta en su caso, más verdadera. Para conocer esta niebla en la que Modiano sitúa su propio origen hay que leer sus primeras novelas -El lugar de la estrella, La ronda nocturna y Los paseos de la circunvalación-, obras turbias que nos acercan a una época clave para él, la del París ocupado. Describen un tiempo que él no vive, pero que le obsesiona al considerarlo su «prehistoria», su germen. Es el mundo caótico de sus padres, plagado de personajes con identidades ambiguas y contradictorias, que viven entregados al instante, moviéndose rápido en direcciones cambiantes, inaprensibles en última instancia. Algunos reales, como Louis-Ferdinand Céline o Pierre Drieu La Rochelle; otros, ficticios pero plausibles, caso de un judío colaboracionista o de un agente doble que trabaja al mismo tiempo para la Gestapo y para la Resistencia, formando el caótico dibujo de una época envilecida. En medio de este «terruño–o estiércol» nace Modiano en 1945, en BoulogneBillancourt, al este de la ciudad de París. De sus padres sabe menos de lo que habría deseado. Su madre fue una bailarina y actriz belga, «una chica bonita de corazón seco» que tendió a dejarlo al cuidado de unos y otros y a quien percibimos en sus obras sobre todo como una ausencia. Su padre, un hombre de negocios italiano vinculado al «turbio mundo de la clandestinidad y del mercado negro» fue huidizo, indiferente y esquivo: averiguar la identidad de su padre es una de las obsesiones de Modiano, quien poco ha podido desentrañar de este hombre lleno de secretos. Al parecer sobrevivió, entre otros velados negocios, favoreciéndose de ciertas relaciones con distintos sujetos de la Gestapo. Mantuvieron escasas y siem-

El detective que hay en Modiano no llega a tiempo de arrojar luz sobre la sombra, el enigma es siempre el centro. La ardua indagación se resuelve en un asentamiento en el misterio mismo. No llegamos a saber muy bien quiénes son unos y otros, tampoco quién es él. Ése es el territorio de Modiano, el lugar donde el tiempo distorsiona la memoria y el presente se convierte en un deambular por «las calles muertas del domingo por la noche», por los enigmas de las ventanas encendidas, por el desasosiego de cierta calle en la que la noche abre una grieta por donde el pasado retorna. Tratar de acercarse a la identidad de Modiano, trazar un pequeño perfil, nos adentra paradójicamente en una aventura muy modianesca. Hay que decir que el autor no destaca por su introspección –más bien, huye de los exámenes de conciencia– y antepone el misterio a este tipo de análisis. En las entrevistas se muestra escueto, algo tímido, y pese a la invasión mediática que ha supuesto el Nobel, protege su intimidad amparado en sus «relaciones difíciles con la palabra», pues se siente más seguro escribiendo que hablando. En una entrevista realizada para El País finalizaba diciendo: «Todo ha sido un poco confuso, ¿no?». Intuyo, no una forma de pudor ante su tendencia hacia lo impreciso, sino un alivio: el del que no se siente cómodo ante una luz que le dibuje bajo una falsa nitidez. Puede ser que Modiano, como uno de los personajes de su célebre obra En el café de la juventud perdida, tienda a ocultarse, a «embrollar las pistas». No obstante, aquí y allá hay huellas que el lector puede seguir, participando del mismo juego, el vano intento de dar forma a una identidad, consciente de lo que tiene de invención, de mentira, que es a lo que no cede Modiano, 99

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pre presurosas conversaciones, de las que recuerda sólo unas pocas confidencias. En una ocasión le dijo: «Nunca hay que descuidar los detalles pequeños… Yo, por desgracia, siempre he descuidado los detalles pequeños…». Consejo presente en la obra de Modiano, que busca la concreción en la bruma. Su infancia y adolescencia estuvieron marcadas por el abandono, el desafecto y la soledad. Un Pedigrí, su libro más claramente autobiográfico, nos lleva a esa época. Es especial en el conjunto de su obra porque nos aporta las pistas biográficas que vamos a encontrar de manera difuminada en Accidente nocturno. Es un libro seco, escrito a modo de curriculum vitae, impregnado de un dolor digerido, madurado. En él trata de librarse del peso de unos años negros, de un tipo de dolor que desdeña, que no le sirve «para nada», con el que «ni siquiera se puede hacer un poema». No hay lírica en esta exposición; sólo una carta de identidad escrita desde la distancia, sin juicio ajeno, sin autocompasión. Y entorno a esta crónica del desarraigo, el caos. Un mundo extravagante lleno de esos personajes extraños que a la vez nos resultan familiares de sus obras anteriores y unos padres a los que trata de entender para deshacerse del rencor: «Curiosa gente. Curiosa época entre dos luces». Es entonces «cuando se conocen mis padres, en esa época, entre esas personas que se les parecen. Dos mariposas extraviadas e inconscientes en una ciudad sin mirada». Podría quejarse, ahondar en las razones del desafecto, pero narra los hechos con frialdad y calla. Es un libro que se silencia a cada paso, que perdona. «Todo queda tan lejos ya…». No habrá más rastro en el resto de su obra de esta «pueril tentación» –a la que no cede– de la queja o el reproche. Una frase de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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François Mauriac, que Modiano reproduce en una de sus obras, habla de esto mismo, pero vinculado a la topografía: «Esa ciudad en donde nacimos, en donde fuimos niños, y adolescentes, es la única que deberían prohibirnos que juzgásemos. Se confunde con nosotros mismos, la llevamos dentro». Un pedigrí es clave para asomarse a aquello de lo que Modiano se aleja pese a constituirlo. Y parece que lo consigue –zarpar, huir– «antes de que se derrumbe el pontón podrido». Pero «por poco», última frase de este frío testimonio de despedida de una infancia vista ya sin emoción, sin pertenencia. Dos pulsiones distintas: la de la reconstrucción de un tiempo que no ha vivido –el mundo de sus padres–, para comprender el caos del que proviene, y la de alejarse, mediante una escritura escueta y asordinada, del mundo de su infancia. Y gravitando sobre todo ello, su gran enigma: la identidad. ¿Y tú quién eres, veedor de sombras? La frase de Dylan Thomas que abre Villa Triste está en cada nueva novela. La pregunta que nunca se resuelve porque la memoria distorsiona los hechos, porque es frágil y cambiante, y Modiano huye hasta de su propia investigación. En cada obra hay una búsqueda –de sí mismo, de otros– normalmente ficticia, pero también real, como en la curiosa novela de Dora Bruder, un libro que resulta de la investigación de un suceso que halló en las páginas de un periódico parisino de los años cuarenta. Se buscaba a una chica de quince años desaparecida. Modiano se obsesionó con esa ausencia e inició una investigación en la que descubrió que Dora Bruder era judía y que, tras escaparse de casa, fue detenida por la policía colaboracionista y deportada a Auschwitz, donde murió. No es la única vez en la que –fuera de la ficción– se ocupa


de seguir los rastros de otros que aparentemente le son ajenos. El distrito XVI, cerca de Trocadero, es el barrio que una y otra vez aparece en sus novelas, un barrio aparentemente banal, pero importante para Modiano por ser una zona en la que durante una época desaparecieron un número no desdeñable de personas, como él mismo ha comprobado con las guías de teléfonos. Curiosa afición, la de rastrear las guías en busca del que ya no está. De Modiano se ha dicho, hasta bien entrados los años noventa, que escribe una y otra vez el mismo libro. Ahora se sigue diciendo, pero ya más bien esperando, como dice José Carlos Llop, ese «mismo libro» que es un libro distinto. Itinerarios diferentes en torno a –eso sí– las mismas obsesiones: el misterio, la memoria y el olvido, aquello que retorna amenazando quebrar la estabilidad lograda, su infancia, la persecución de identidades que se difuminan… todo ello entretejido con nombres de calles, listados «a lo Perec», exhaustivos datos, sucesiones de nombres históricos o compilaciones que pretenden amarrar aquello que el tiempo destruye. Esta desconcertante antítesis está presente en toda su obra: lo concreto y lo impreciso, conviviendo con una infrecuente naturalidad. En Accidente nocturno señala la imposibilidad de esta fusión de contrarios y define su empeño «tan vano como el de un geómetra que hubiera querido levantar un catastro del vacío». Pero lo que sí consigue es crear un espacio literario propio, extraño, equívoco, tan suyo que para tratar de definirlo la crítica usa desde hace ya algún tiempo el adjetivo modianesco. A Modiano no parece incomodarle esta crítica con respecto a su recurrencia a ciertas obsesiones y, con cierto humor o humildad, alguna vez ha comentado: «Mira –me 101

digo–, has vuelto a hacer la misma cosa, qué curioso», pero precisa: «es cada vez el mismo libro pero desde ángulos diferentes. No hay repetición, pero es la misma obra». Una obra que se completa en la siguiente sin que consigamos percibir que el puzle se cierra. Y es que su obra no está concebida como una arquitectura o con una estructura catedralicia. No es la meticulosa reconstrucción de Proust, o no del todo, ya que el pasado de Modiano es más bien una losa de la que quiere deshacerse. No hay nostalgia en su mirada hacia atrás. A diferencia de En busca del tiempo perdido, su escritura es fragmentaria. Avanza «a golpes, de repente, desordenadamente». Al igual que esta, está vinculada a la memoria, pero más bien reproduce el modo en el que funciona la memoria misma, con flashes que llegan de forma imprevista. El pasado se filtra en el presente de los protagonistas y vuelve a irse, está un momento y se disgrega al siguiente, es inasible: sus novelas se limitan a recoger esas intromisiones emulando los mecanismos de la memoria y a seguir caminando, igual que su autor, entregado durante tantos años al goce de perderse por las calles de París. Si la novela negra y detectivesca de la que tanto se nutre Modiano camina hacia atrás, avanza para reconstruir la escena de un crimen o un asalto sin resolver, Accidente nocturno deambula y se pierde, hace de París un laberinto. Nos adentramos en una fantasmagoría, más desconcertante cuanto más nítida: Modiano ha comparado esta irrealidad con la obra de Magritte, dibujada con precisión, pero fantasmal en su conjunto. El detective amnésico que es, en parte, Modiano, ha logrado transformar la nebulosa de la historia y de la identidad en algo real: su literatura. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS


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