La inmovilidad del movimiento. Poética de José Emilio Pacheco. Por Luis García Montero

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La inmovilidad del movimiento Poética de José Emilio Pacheco Por Luis García Montero

Con la publicación de Los elementos de la noche (1963), su primer libro de poemas, José Emilio Pacheco quizá no configuraba de manera completa su voz lírica, pero sí fijó un mundo propio de inquietudes. Me refiero a los matices sentimentales, intelectuales y estéticos provocados por una fatalidad cíclica: el tiempo fluye e insiste en sus repeticiones sucesivas, en sus capítulos momentáneos hacia la nada. La toma de conciencia de este proceso nos constituye, fija nuestra condición. Es decir, somos conciencia de lo momentáneo, la pérdida y la nada. El día, como la vida, es un resplandor entre dos noches, quizá el fuego que nos hace mientras nos consume, como quedó expuesto en la perfección poética de su segundo libro, El reposo del fuego (1966). Esta es la dinámica de deriva y retorno que fija el tiempo con su fluido y sus repeticiones. En un poema titulado «Volver al mar», perteneciente a Los trabajos del mar (1983), acude a la plegaria de las olas, que insisten en su ir y venir para dibujar la vida como la unidad cósmica de lo diverso y lo fugitivo: «Nada se mueve bajo el sol si el mar / es la inmovilidad del movimiento» (267). La experiencia particular supone en este flujo un «átomo de la nada o de la vida invencible / en la totalidad del océano unánime» (267). La conciencia humana introduce dentro del ciclo cósmico de la vida otra circunferencia que rueda en dirección contraria. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Foto: Vasco Szinetar


El ser humano necesita afirmarse, encontrar sentido en sus raíces individuales, en un sentimiento de pertenencia. Así que tenemos un fluido que va a la nada y otro que arrastra una memoria y la búsqueda de una identidad. Los dos movimientos se cruzan en los instantes de las vidas particulares y de las épocas colectivas. Son esos instantes y esas épocas, por necesidad fugitivos, los que intenta capturar la poesía. El cruce entre el tiempo y la conciencia sitúa la voz de José Emilio Pacheco en un espacio irónico. Y no me refiero sólo al humor, la sátira o el quebrantamiento oblicuo de las apariencias que utiliza a menudo para dejar hueca por dentro la vanidad de los tiranos, las consignas y las ambiciones. Quiero aludir, sobre todo, a otra cosa: la distancia íntima que se condensa en una lírica que no sólo habla, sino que decide no olvidar nunca el lugar desde donde se habla. El decir es inseparable del lugar que se ocupa al decir. ¿Qué lugar? Podemos llamarlo con José Emilio Pacheco «El lugar de la duda», según un poema de Como la lluvia (2009), uno de sus últimos libros: No vivimos en calma, nunca hay paz, La vida toda es un combate incesante. Por eso nos conviene el tal vez, el acaso, El quizá, el sin embargo y el no obstante. El lugar de la duda sería entonces El territorio de la reflexión, La conciencia de ser también el otro Para quien vemos siempre como el otro, El campo de la crítica y la puerta Que cierra el paso al dogma y a sus crímenes. (731) Conciencia del otro y conciencia de ser otro, de que existe en el siempre y en el nunca, en toda afirmación tajante, un matiz, una distancia interior. Esta dinámica sitúa la palabra en la lógica del sí, pero no. Hablamos aquí, claro está, de una lectura profunda de la tradición romántica y de la poesía occidental que ha marcado la melancolía de la modernidad. Y vale la pena tomar un ejemplo de ironía que apunta al doble sentido del humor y la distancia interior. El poema «No me preguntes como pasa el tiempo», que dio título al libro publicado en 1969, lleva una cita de Li Kiu Ling, traducido por Marcela de Juan: «El polvo del mundo se pierde ya en mis huellas, / me alejo sin cesar. / No me preguntes como pasa el tiempo». Luego vienen los versos de José Emilio Pacheco: CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Al lugar que fue nuestro llega el invierno y cruzan por el aire las bandadas que emigran. Después renacerá la primavera, revivirán las flores que sembraste. Pero en cambio nosotros ya nunca más veremos la casa entre la niebla. (79) Al lector de poesía le despierta una sonrisa la cita y la alusión al mundo oriental para componer un poema que en realidad es una glosa de la famosa rima LIII de Gustavo Adolfo Bécquer: Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar y otra vez con el ala a sus cristales jugando llamarán. Pero aquellas que el vuelo refrenaban tu hermosura y mi dicha al contemplar, aquellas que aprendieron nuestros nombres, esas…¡no volverán! Son importantes el «otra vez» y la capacidad de nombrar, de aprender los nombres. En la inmovilidad del movimiento, de cultura en cultura, de siglo en siglo, de voz en voz, retorna todo bajo el sol de la poesía. Y, además de la glosa perpetua, está el sí, pero no, el volverán, pero no volverán, que marca el fluir del tiempo y la conciencia de vivir situados dentro de ese fluir, una realidad que le da valor a lo fugitivo, peso humano a la levedad e importancia a lo perecedero. Este amor a la vida y esta conciencia todopoderosa del tiempo inevitable contienen la poesía de José Emilio Pacheco y definen su apuesta por el protagonismo de la lucidez. La conciencia es siempre un modo de hacerse presente, actualidad, en el fluir. Los asuntos, las tradiciones, el lugar del poeta, se fijan así y desde aquí. La lectura da protagonismo enseguida a algunas perspectivas: 1 . La cuna y la sepultura. La muerte es una compañía meticulosa de la vida y de la poesía. El ciclo del tiempo impone el diálogo barroco entre la cuna y la sepultura, un retorno al origen, el polvo que regresa al polvo, convirtiendo la vida en un paréntesis o en un puente entre las dos orillas de la nada. La poesía se caracteriza como el reflejo sobre el agua que provoca el caminante al cruzar ese puente. Esta realidad cíclica de comienzo, final y retorno al 5

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origen puede aparecer en sus versiones más clásicas o apoyarse en las escenas de la vida contemporánea. El poema «Tierra incógnita», de Como la lluvia (2009), identifica el origen y el final con el uso de los pañales que hace un enfermo de Alzheimer, vuelto a la inocencia, la desmemoria y la dependencia: «Su victoria es ser un recién nacido. / Pero esta vez ha llegado al mundo / En una tierra incógnita que llamamos Alzheimer» (620). Después de la inocencia recuperada, queda sólo el último paso de regreso a la tierra y la desaparición completa de la identidad. 2 . La violencia como estado natural. Es la condición propia del juego entre la vida y la muerte, la lógica de una existencia en la que se devoran las especies, los cuerpos envejecen, las ciudades se deshacen, los palacios se arruinan, las piedras se desgastan y las sociedades se llenan de crímenes. Una vez comprendido que sólo nos da vida aquello que nos consume, adquiere predominio el eje de la violencia como orden natural de la respiración. Se trata de una realidad que aparece a lo largo de toda la obra de José Emilio Pacheco y que podemos resumir en unos versos de «Live Bait», poema de Ciudad de la memoria (1989): Live bait, live bait: todos hijos de nuestra inmisericorde Madre Vida que se alimenta de Muerte. O de la Madre Muerte que se alimenta de Vida. Una de dos o las dos son la misma. (381) 3 . La responsabilidad. Una grieta dentro del Todo. Sí, es evidente que todo responde al ciclo de la naturaleza: el signo de las cosas es gastarse, la araña consume la vida del insecto que cae en su tela, bajo la hermosura de los pájaros que nos despiertan al amanecer hay una guerra abierta contra otros pájaros y la ferocidad es un requisito de la supervivencia. Pero la conciencia del ser humano impone una perspectiva diferente. Resulta inevitable sentirse aludido y responsable. La mano del ser y su capacidad de decidir rompen la inocencia de la rueda. «No quiero nada para mí, sólo anhelo / lo posible imposible: un mundo sin víctimas» (228), escribe en «Fin de siglo», poema de Desde entonces (1980), un libro marcado por el inventario generacional. Matanzas como la ocurrida en Tlatelolco, guerras como la de Vietnam, los campos de concentración y las cámaras de gas, la destrucción de las ciudades y la naturaleza por culpa de la especulación, la tiranía de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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los políticos sin escrúpulos y, en fin, las huellas de Caín sobre la tierra, transforman la violencia cósmica en un hecho de responsabilidad humana. Llega entonces la culpa. «La tierra desconoce la piedad» (318), afirma un verso de «Las ruinas de México», la elegía inicial de Miro la tierra (1986). Pero el privilegio de la violencia inocente no es compatible con la condición humana. 4 . La culpa es compañera del ser humano y de la escritura, porque escribir significa reconocer, reconocerse. En «Circo de Noche», metáfora del Estado y de la sociedad que cierra El silencio de la luna (1994), el empresario expone así el sentido del espectáculo: En la arena del mundo somos tigres y leones. Nacemos con las garras bien afiladas. No hay nadie que no tenga agudos colmillos, disposición para la lucha, talento innato para la herida, para el desprecio y la burla. (484) Como había escrito antes en «El gran teatro del mundo», poema en prosa de Desde entonces (1980), «Seguimos viviendo el tiempo de los asesinos» (239). José Emilio Pacheco se enfrenta al fin de siglo desde muy pronto, porque su milenarismo es una profecía que se funda en la experiencia del pasado, en la memoria personal y en la historia de la humanidad. El predominio de los medios de comunicación ha convertido al mundo en un espectáculo de noticias, donde los ciudadanos son comparsas de un melodrama, espectadores del horror. Pero, «¿por cuánto tiempo?» (239), se pregunta el poeta, consciente de su propia responsabilidad. La literatura puede volver a Calderón de la Barca y a La vida es sueño en nombre de la culpa, como lo demuestra el poema «El vecino de arriba» de Como la lluvia (2009): «Y sin tregua protesta noche y día / Contra el crimen sin noche de haber nacido» (618). La literatura se glosa a sí misma, porque la historia cumple el ciclo de sus repeticiones. De eso se lamenta una de las «Astillas» de El silencio de la luna (1994), titulada «Limpieza étnica»: «Dijimos: nunca más. / Y ahora, monstruosa, / se repite la historia» (440). El paso inevitable del tiempo, la violencia como estado natural, la responsabilidad y la culpa: este es el escenario, la geografía. Y situados así, ¿qué sentido tiene la poesía? Como primera apuesta, conviene responder que la poesía es el lugar de la verdad. Tal vez alguien considere contradictorio reunir en un mismo destino poético el lugar de la duda con el lugar de la verdad. ¿Existe incompatibilidad entre verdad y duda? Creo 7

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que no, si le quitamos a la verdad la mayúscula de los dogmas, las consignas y las urgencias de los doctrinarios. Como defendió Albert Camus para legitimar el periodismo, se trata de la voluntad de no mentir. Nadie puede reclamarse poseedor de la verdad absoluta, pero todos podemos decidirnos por el compromiso moral de no mentir. Se trata también de responder a la llamada de la lucidez y la conciencia. De ahí el peso ético y la negociación con el pesimismo que adquiere valor a lo largo de la obra de José Emilio. Más que un pesimismo acomodado a la sospecha sistemática sobre el futuro y el devenir de las cosas, aparece un ejercicio de lucidez, una demanda de la conciencia, un acto de valentía. Desde la verdad se mira hacia el mundo, se habita el mundo, se asume la valentía de descubrir la razón y el destino de las realidades. Significativa es la reflexión que le provoca al poeta el recuerdo de los frijoles saltarines que compró de niño en una tienda turística. El poema «Mexican Curious: Junping Beans», de La edad de las tinieblas (2009), elabora la experiencia dolorosa de descubrir el motivo malvado de la gracia, ya que en cada semilla, convertida en sarcófago, se agita un gusano en busca de aire: «La infancia terminó, la vida pasó, se fue la Casa Cervantes, el desastre borró la antigua Avenida Juárez. Nunca he vuelto a comprar frijoles saltarines. Ante ellos sólo caben dos actitudes. La primera, la más cobarde y tranquilizadora, descansa en no indagar jamás acerca de lo que hay en el fondo de las cosas. Si lo hacemos nuestra búsqueda revelará siempre alguna forma de horror. / La segunda actitud invita a pensar sin resignarse en que cuanto nos divierte, nos deleita, nos complace o exalta implica por necesidad un sufrimiento al que, para protegernos, debemos sentirnos siempre ajenos» (745-746). La poesía entendida como lugar de la verdad supone el compromiso de este mirar hacia «lo que hay en el fondo de las cosas», una operación que nos moviliza en primer lugar en el camino de la indagación interior y el autoconocimiento: «Tú, como todos, eres lo que ocultas» (353), le dice el poeta al «Caracol», y se dice a sí mismo, en Ciudad de la memoria (1989). El proceso de interioridad se produce también a la hora de mirar la vida exterior, porque el poeta habita la existencia con sus propios ojos, la lee, le da un sentido personal, una significación, ya se trate de animales o de ciudades, paisajes, noticias, episodios familiares del pasado, acontecimientos históricos o referencias literarias. La mirada y sus versos habitan la realidad, la convierten en fábula humana, le dan valor, abren un ciclo que tiene que ver más con el tiempo que con la biología, es decir, transforman un planeta en un mundo. La poeCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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sía, en este sentido, matiza la lógica ciega de la vida y la muerte. Posibilita otras dialécticas: belleza-muerte, memoria-muerte, valor humano-muerte, dignidad-muerte. Cabe la posibilidad de iluminar con la verdad una existencia hostil y de contar la belleza de un amanecer, un paisaje o una obra de arte. Cabe también el deseo de crear y añadir belleza a una realidad árida. El poema titulado «El centenario de Flaubert», perteneciente a Los trabajos del mar (1983), comienza enfrentando la «aridez industrial del nuevo paisaje» (300) con la tarea meticulosa del escritor para evitar cacofonías y repeticiones. El primer compromiso es con el estilo, con el respeto a la lengua: Pero todo escritor debe honrar el idioma que le fue dado en préstamo, no permitir su corrupción ni su parálisis, ya que con él se pudriría también el pensamiento. (300) El estilo es la libertad de pensamiento, el modo personal de vivir una comunidad, una herencia. Más adelante el poema acaba fijándose en el lector, que habita el poema a través de la mirada del mismo modo que el poeta habita el mundo: Hay seis o siete libros de Flaubert: mil quinientos sobre Flaubert. Y a pesar de todo lo único que cuenta (decía Revueltas) no son estatuas ni homenajes: es sólo aquel diálogo silencioso que un lector establece con cada libro, su libro. Y hay conexión o no circula la corriente. (301) La poesía, como lugar de la verdad, encuentra sentido en el diálogo con el lector. Es importante dar calor, compañía, consuelo o emoción. Debemos aplicarle al poema, condenado a la larga a desaparecer en el fluir del tiempo, la meditación que hace José Emilio Pacheco ante un trozo de madera en «El fuego», una composición de Islas a la deriva (1976): Y te preguntas si habrá dado calor, si conoció alguna de las formas del fuego, si llegó a arder e iluminar con su llama. De otra manera todo habrá sido en vano. (181) 9

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La poética de José Emilio Pacheco es hospitalaria, consciente de que el hecho literario necesita al lector para cumplirse. Por eso espera a que otro ser habite sus palabras, las haga suyas. Antes que ningún tipo de precepto académico y muy lejos de las convenciones del siglo XX que han pretendido identificar la calidad con las oscuridades retóricas, son la búsqueda de diálogo y el encuentro con el lector los que perfilan el esfuerzo poético de José Emilio Pacheco. En Irás y no volverás (1973), para acentuar esta hospitalidad, toma incluso posición «Contra los recitales»: Si leo mis poemas en público le quito su único sentido a la poesía: hacer que mis palabras sean tu voz, por un instante al menos. (153) La importancia del lector en el hecho literario es clave a la hora de pensar el proceso de la escritura. Es decir, la conciencia del lector forma parte de la creación. José Emilio Pacheco, que se reconoce a sí mismo lector y heredero de la tradición mexicana –López Velarde, Sabines, Paz, etc.–, sabe que al ocupar las palabras del otro hacemos una indagación personal. «No leemos a otros: nos leemos en ellos», afirma en la «Carta a George B. Moore en defensa del anonimato», poema de Los trabajos del mar (1983). Asume así una dialéctica de ida y vuelta. Si leer es encontrase en el otro, escribir será preparar un encuentro del otro consigo mismo: No nos veremos nunca pero somos amigos. Si le gustaron mis versos qué más da que sean míos / de otro / de nadie. En realidad los poemas que leyó son de usted: Usted, su autor, que los inventa al leerlos. (304) Escribir es provocar efectos, preparar la casa para la invención del lector. Este es el sentido último de la poética hospitalaria de José Emilio Pacheco. El autor deja hueco, borra una parte de sí mismo en el anonimato, para dejar espacio a la llegada del lector. «Escribo y eso es todo. Escribo: doy la mitad del poema» (303). La otra mitad es el hueco que se deja hospitalariamente para que el lector pueda colocar sus experiencias y su memoria. No es un dato menor que las casas tengan tanta importancia en la poesía de José Emilio Pacheco. Casas habitadas, recordadas, perdidas. Lugar de la duda, lugar de la verdad, lugar de la vida, o lugar, lugares, de la poesía. Una página es una casa. Lo afirma en el poema «Página», de Siglo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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pasado. (Desenlace) (2000): «La página no es, como se dice ahora, un soporte: / es la casa y la carne del poema» (589). Como la obra de José Emilio Pacheco dialoga consigo misma a lo largo de sus libros, podemos acentuar más el significado de la casa y del hecho literario en la poética de la hospitalidad. Dejar espacio para el otro significa no ocuparlo todo con la identidad propia, o sea, la conversión del yo biográfico en experiencia literaria. El personaje de un poema tiene así algo de fantasma. El poema «Souvenir», de Islas a la deriva (1976), nos sitúa en el momento en el que unas personas dejan de vivir en una casa: «Seguirá la casa / con algo de nuestras voces y nuestras vidas» (186). En un libro anterior, Irás y no volverás (1973), le había dedicado –y no podía ser de otro modo– un poema a los fantasmas. Si en «Souvenir» el fantasma propio se queda en espera de los próximos habitantes de una casa, en «Tarde otoñal en una vieja casa de campo» se hereda el fantasma de unos habitantes anteriores: Alguien tose en el cuarto contiguo. Un llanto quedo. Luego pasos inquietos, conversaciones en voz baja. En silencio me acerco, abro la puerta. Como temí, como sabía, no hay nadie. ¿Qué habrán pensado al oírme cerca? ¿Me tendrán miedo los fantasmas? (133) Ejercicio fantasmal de la escritura, el autor convive con el fantasma de un lector ideal en el proceso de creación y el lector entra en la casa del autor y la habita, la hace suya, a costa de convivir con su fantasma. La poesía es entonces el lugar de la memoria. Hay un sí, pero no, en la fatalidad del tiempo hacia la desaparición y la nada. Es verdad que todo fluye, se va, desaparece, pero la poesía consigue capturar el instante y guardar memoria, no como un archivo arqueológico, sino como una posibilidad de volver a vivir lo desaparecido, de hacerlo presente en la emoción. Las ciudades que se deshacen, los paisajes perdidos en las ventanas de las casas abandonadas, las personas muertas, siguen con nosotros gracias a la poesía como lugar de una memoria viva. Ya lo había avisado José Emilio Pacheco en «D. H. Lawrence y los poetas muertos», poema que sabe convivir con los fantasmas, porque también forma parte de Irás y no volverás (1973): 11

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«No desconfiemos de los muertos / que prosiguen viviendo en nuestra sangre» (151). Y lo mantendrá a lo largo de toda su obra, porque la verdad de la poesía permite pronunciar nombres que han quedado escondidos para siempre en el silencio de la vida cotidiana o en las tachaduras de las agendas de teléfono. El poema «Despoblación», de La edad de las tinieblas (2009), se enfrenta a una agenda remota hallada entre papeles destruibles. La muerte ha cumplido con su tarea implacable, pero la vida se justifica en la memoria abierta: «Entre tanta destrucción queda una parte edificante. En el zafarrancho general de la vida, en la guerra perpetua y la separación interminable, sobreviven, y nada ya puede borrarlos, el segundo de amor, el minuto de acuerdo, el instante de amistad. Basta para vivir agradecidos con esos nombres que no volveremos nunca a pronunciar» (747). ¿Por qué dice que no se volverán a pronunciar esos nombres? Bueno, en una comunicación telefónica no se puede hablar con los muertos, por mucho que haya avanzado la tecnología. Pero si la poesía llega a conseguir que unas golondrinas aprendan el nombre de los enamorados, bien puede retener también, aunque sólo sea en el espacio de la historia y la experiencia humana, el recuerdo vivo de lo que desaparece. Un pequeño reducto contra el olvido. En el poema «Souvenir», anteriormente citado, resulta necesario hacer el equipaje en el momento de la despedida: Es demasiado el equipaje. No puedo guardarme ni siquiera una hoja muerta y calada de invierno. A falta de una cámara, un pincel o habilidad para el dibujo, me llevo –como única constancia de haber estado– unas cuantas palabras. (186) Se deja testimonio de vida en las palabras, se hace equipaje de palabras para cruzar por la inmovilidad del movimiento. Esta es la tensión que consigue matizar la poesía al suplantar a la vida en sus batallas y sus abrazos con la muerte. Lugar de la lucidez, el poema nunca borra la conciencia y dice la verdad de la forma más valiente y radical posible. El camino hacia la nada impone su evidencia de negatividad. Si Antonio Machado había escrito «Hoy es siempre todavía», José Emilio Pacheco desenfunda la rotundidad de un endecasílabo para afirmar: «Todo es nunca por CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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siempre en nuestra vida» (721). Es el verso final de «Los días que no se nombran» de Como la lluvia. La poesía consigue que en la dialéctica del siempre y el nunca haya también un sí, pero no. No se borra la conciencia, pero tampoco lo nombrado. Se trata de buscar un lugar para la dignidad en lo perecedero. No hace falta renunciar a la lucidez y acogerse a la inmortalidad para legitimar la dignidad de la vida humana, su capacidad de sentir y de recordar. ¿Quién ha dicho que la eternidad sea un requisito imprescindible para la dignidad de las cosas? Se puede llegar en ocasiones a «un total acuerdo / entre el estar aquí y estar vivos» (339). Esa es la emoción, la sólida fragilidad de la poesía, su diálogo con el tiempo y la verdad, su tarea de mirar el mundo y de nombrarlo. Ese es el reconocimiento de plenitud mortal que se canta en «Alabanzas» de Miro la tierra (1986). También hay espacio para el decoro, la belleza y la honestidad en lo efímero. La poesía representa aquellos lugares en los que el ser humano consigue edificar, sin engañarse, un sentimiento de permanencia a través de unas cuantas palabras verdaderas: Alabemos el agua que ha hecho este bosque y resuena entre la inmensidad de los árboles. Alabemos la luz que nos permite mirarla. Alabemos el tiempo que nos dio este minuto y se queda en otro bosque, la memoria, durando. (339)

*  Todas las citas de José Emilio Pacheco han sido extraídas de Tarde o temprano. (Poemas 1958-2009). Barcelona, Tusquets, 2010.

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