Kabuki. El álbum pánico, Édgar Pérez Pineda

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© alejandro arteaga

Édgar Pérez Pineda (Acapulco, 1977), escritor, periodista, docente universitario, estudió comunicación en la Universidad Loyola y creación literaria en la Sogem. Obtuvo el primer lugar del Concurso Estatal de Cuento Liliana Huicochea (2003). En 2006, en el Distrito Federal, ganó un concurso de cuento breve del Colectivo Cultural Todos los Muertos y obtuvo el segundo lugar en el Concurso Estatal de Cuento José Agustín (2007). En 2008 fue incluido en la Antología de cuento dañado. Fantasiofrenia ii. En 2010 publicó la novela Vida mía. Fue beneficiario del Programa Estatal de Estímulo a la Creación Artística en 2012. Ha colaborado en Tierra Adentro, Zócalo, Revista Mexicana del Derecho de Autor, Cuiria, Blanco Móvil, Casa del tiempo, Metapolítica, Replicante, La Jornada Guerrero. Es creador de Wikipulcos.com, estrategias para pensar la identidad acapulqueña.

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Kabuki El álbum pánico

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Kabuki. El álbum pánico © Édgar Pérez Pineda Publicado originalmente por Editorial Praxis en 2012 Diseño de portada: cuadronegro

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l a f ug a l unar de emma r o s ĂŠ



Emma fregaba trastos cuando escuchó que algo rechinaba en la terraza. Prestó atención y le vino un soponcio por semejante cálculo, parecía que las maderas del suelo llegaban a su última resistencia antes de tronar. Fue a la sala de inmediato, corrió las cortinas y encontró a un sujeto corpulento, pero de expresión mansa y extraviada. Encima de su impresión Emma Rosé descubrió que el enorme tipo no la miraba directamente, sino hacia algún punto sobre su cabeza. Fue precavida y llamó a Rudy, quien enterado del asunto fue a la recámara por la escopeta, mientras el sujeto continuaba prendido de algo que sólo él veía. El señor Rosé salió de inmediato a encañonarlo en la cabeza, pero aquel extraño ni se enteró. Rudy le gritó majaderías, logró echarlo un poco atrás y hacer crujir el suelo de modo sobrecargado, pero sin enterarse de qué sucedía. Los Rosé tuvieron la impresión de que la carpeta rompería bajo los pies de este hombretón, la tarima sufrió un lamento extenso. Emma murmuró jaculatorias y suplicó a su marido enterarle de qué era esto que tenían enfrente. El señor Rosé mantenía el arma en alto, seguro de disparar en cualquier caso. Pero sucedió lo inamovible, es decir, nada. El gran sujeto se mostraba inofensivo y obstinado en su interés por algo del interior de la casa que contemplaba ansiosamente a través del cristal, hamacando su cuerpo como un niño, mientras las maderas del suelo bajo sus pies reportaban desplazamientos de una fuerza descomunal. Los Rosé no consiguieron averiguar más, éste ser como piedra permaneció sencillamente anclado ahí, con sus pantalones anchos y viejos, descalzo. Emma y Rudy lo contemplaron durante el transcurso aletargado y confuso de aquella tarde, era un prodigio incomprensible que comenzaba a inspirarles cierto absurdo, a angustiarlos. Y así rodeados del silencio de la casa en el campo más un moscardón zumbando, ocurrió de modo imperceptible, como inicia lo siniestro, que nuestra querida Emma fue cautivada por una ocurrencia de contentillo, contagiada por la identidad marmórea de este suje11


to extraño, ahí nada más ocupando un sitio y excitado por su objeto de interés, como una roca lunar profundamente abandonada en el tiempo y el espacio, según lo pensó Emma, quien se descubrió inspirada y etérea, y adelantó posición a su marido, aproximándose resuelta al raro sujeto. Aunque Rudy quiso detenerla, terminó intrigado por la osadía de Emma, que fue a colocarse detrás para hablarle delicadamente. Al principio fue precavida, luego confiada hasta tocarle la espalda; narraría estremecida acerca de una sensación de corteza en lugar de la suavidad de la piel humana. Rudy no dejaba de instarla a procurar cuidado, estuvo tentado de advertirle que con la naturaleza no se juega, pero desistió, contagiado, bajó el arma y también se aproximó. Murmuraron entre ellos. —Es muy triste, ¿ya viste?, una bestia profundamente deprimida —resopló Emma—, observa su mirada. De repente los devaneos de Emma sublimaron y parecieron demasiado airados. Mientras Rudy, después de abandonarse también al ensueño de un instante, consideró que tendrían que aterrizar a la realidad de que podían estar en peligro. Aquel día insólito terminó con los Rosé durmiendo en la estancia para vigilar al tremendo monigote. Éste permaneció ensimismado, ahora bajo tenue iluminación de la solana, impertérrito entre una nube de mosquillas nocturnas. La pareja continuaba conmocionada, se levantaron varias veces durante la noche a contemplar el prodigio de ser y de suceso. En ocasiones despertaron alarmados por el rechinar del suelo, evocaciones de martirios, seguros de que reventaría en cualquier momento. Al día siguiente los Rosé estuvieron más familiarizados y acercaron sin temores al fenómeno, quien amaneció en el mismo sitio, durmiendo acuclillado y con una capa de rocío cubriéndolo. La pareja lo interpeló resuelta y definitivamente, quiso empujarlo, pero no consiguió desplazarlo ápice, sólo despertaron su expresión de incertidumbre, su búsqueda fascinada y ansiosa de esa intriga ubicada al interior de casa de los Rosé. Por la tarde del segundo día los esposos sacaron una mesa a la galera para almorzar fren12


te al inexplicable ser de tonelada. Los distinguidos Rosé llegaron a enfebrecerse discutiendo todo género de hipótesis acerca de la naturaleza y procedencia del engendro, sin dejar de increparlo. El matrimonio Rosé experimentó emociones contradictorias; entonces, en el éxtasis de la incomprensión, una vehemente Emma resolvió ir a plantar una bofetada al extraño hombre inmune que sólo sirvió para un dolor de mano y para enfadarse más. Otra vez sucedió la noche y los Rosé continuaban empantanados en lo bizarro, pero esta vez acompañados de vasos de coñac; los esposos habían puesto francos. Rudy de plano tocaba uno de sus discos de romanza francesa, esforzado en asumir la experiencia con sabiduría. Ambos Rosé acusaban un profundo desgaste. Emma lo comparó con el ánimo abatido de quien acompaña un sepelio. Rudy describió la sensación de haber pintado la casa en un sólo día. —¡Rudy, por Dios, ya no sé si espantarme más o reírme como una loca, me rindo, no sé qué pensar. Sólo sé que esa cosa está ahí, aquí, en mi casa, como un pedazo de meteoro venido desde muy lejos, que quiere entrar a mi casa —Emma casi llora—, no se da cuenta que no cabe, ¿me entiendes?, un hombre de roca que viene del espacio no debe entrar en mi casa, por Dios, Rudy! Rudy pudo ver cuán afectada estaba Emma, sin forma de consolarla. La música llegaba erótica desde de la sala, impertinente al menos para ella. —¿Quieres hacer el favor de quitar tu música, Rudy, acaso crees que es el festival de Montpellier? Rudy obedeció la reprimenda. Mientras cruzaba hacia el interior de la casa lo aguijoneó el buen humor, iba por el tercer coñac. Pero ¿qué podían hacer?, justificaba en mente, la criatura estaba ahí, sin avanzar un sólo hito, es decir, sin peligro para ellos, porque de lo contrario ya lo habría hecho, porque si es tan pesado como una tonelada de 2.83 metros cúbicos, ¿cómo subió la escalerilla sin romperla? Entonces consideró que alguien más, desde algún sitio inaccesible, podría estar divirtiéndose. Entonces Rudy quitó la música y regresó para arrellanarse junto a Emma con otro vaso y avivado por una chispa conciliatoria. —Sólo te diré algo, querida Emmet, incluso suponiendo que hemos ingresado a un paralelismo interdimensional —Rudy 13


hizo una pausa para fijar la mirada, de repente perdida, sobre el hombre como de piedra—, no puede hacernos daño, como sea que haya llegado esa cosa hasta ahí —Rudy exhaló eufórico y quijarudo—, ya demostró que es un condenado. Pajarita, no temas. Rudy besó la cabeza de Emma y ella se prendió de él, permanecieron pensativos, dirigían la mirada hacia la presencia indiferente de aquel hombre de gran tonel. Aquella noche regresarían a dormir a su habitación otra vez sin alguna respuesta. Pero cuando iban al interior y apenas cruzaban el umbral sonaron los crujidos de suelo más violentos escuchados hasta ahora, la madera acusó un avance en los grados de fractura. Los Rosé quedaron paralizados escuchando con espanto. —¿Te das cuenta? —musitó Emma—, no quiere que nos vayamos. Pero Rudy fue punzado por el terror, no por lo insólito de aquel mastodonte reaccionario, sino por la convicción que creyó descubrir en Emma. Y no pudo evitar su ardor. —¿Acaso te conmueve el Roca? —Rudy tampoco controló la intención ni el tono de su indignación—. —Rudy, por Dios, qué cosas dices. Continuaban a expectativa de que el suelo viniera abajo en cualquier momento. Pero afortunadamente no ocurrió. Los Rosé fueron a acostarse, estaban exhaustos. Por la mañana Rudy despertó aguijonado, inquieto por la resaca y angustiado por una sensación admonitoria, su mujer habíase levantado antes que él, entonces se precipitó a la terraza sólo para descubrir a una Emma total y apaciblemente abstraída en la contemplación del petrificado y rechoncho sujeto, con el alma de tal modo en vilo, que Rudy sintió no existir para ella y esto encendió su ira. La señorita Emma Rosé yacía apoltronada en el mismo sitio de ayer, pero ahora lanzaba largos y sutiles soplos en dirección del mastodonte en quien Rudy pudo distinguir, no sin horror, un éxtasis refinado y dulcísimo. Tuvo que jalonar a Emma para desprenderla de su enajenación. Entonces ella se le anticipó precipitada, arrebatada de un hermoso sueño profundo. —Rudy, tenemos que construirle una historia… o morirá. —¡¿En verdad, es necesario que susurres, Emma?! 14


Rudy estaba espantado y la idea de traición se le disparó, censuró a su mujer, pero sólo trataba de esquivar la verdad; entonces enfatizó un aspaviento que Emma Rosé no percibió o simplemente no quiso, y en lugar de ello lo invitó a callar. —Escucha… —sugirió extraviando su lucidez, como flotando. Rudy aceptó la invitación de Emma, pero sólo captó la vibración de la bomba del agua y un rumor lejano venido de carretera abajo. Rudy se empeñó el doble para sacar a Emma de su catatonia, la regañó enérgicamente hasta agredirla, luego la condujo adentro por fuerza y aseguró las puertas. Ella lo acusó de haberse convertido en un maldito. De este modo, aquella tarde definitiva los Rosé encarnizaron y encararon lo suyo, hasta revelar pulsiones indecibles de la unión de un hombre y una mujer. —¡Déjame —Emma escupió en su cara—, no te alcanza para retenerme! Rudy evocó, al parecer sin motivo, aquella primera partida de ajedrez en que la dulce Emma le hizo mate sin demasiado preámbulo. Afuera el suelo resquebrajó, estaba claro para Rudy, éste ser de tonelada tomaba partido en la disputa matrimonial. Adentro, prisionera de su casa, Emma se puso demasiado agresiva con Rudy, pues tenía una de esas miradas instintivas que hablan de quien lo arriesga todo. Rudy comprendía mejor que nadie que semejante brote de furor sólo se conduce bajo propias y fieras pasiones, así que depuso las llaves de la puerta y la dejó realizar su apetito. De inmediato Emma regresó a apoltronarse en el sitio que había adoptado para su nuevo estado existencial, epifanía que transportó a Rudy al terreno gélido de la frustración, el atesoramiento del polvo. Aquella fue la última noche de los Rosé. Rudy simplemente permaneció junto a su esposa, no más que resignado de esta exaltación metafísica que la transmigraba en sus narices. Mientras, el desproporcionado hombre piedra yacía ahí nada más, con esa insolente expresión bovina, horadando el parqué con su gran peso, que durante casi cinco días lo soportó, por lo que Rudy consideró que se trataba de buena madera. Cinco largos días, suspiró, que para él hubiesen sido intolerables sin el coñac. 15


Así termina la historia de la fuga de Emma Rosé, con Rudy Rosé conciliándose pírricamente con la imagen beatífica de Emma, ausente en su presencia; nunca antes Rudy conoció esa expresión virginal de su esposa. Finalmente vio en ella a un ser humano, aunque un poco tarde. Eran las siete de la mañana y la luz del quinto día comenzaba a iluminar el dulce rigor mortal de su querida Emma Rosé. Rudy consideró beberse un último vaso de coñac, hacer la comparsa al canto de cisne de su pequeña y astuta cocotte. Alrededor de las ocho, Rudy tomó la escopeta y disparó al hombrepiedra, quien cayó sordamente al fondo de la terraza, donde continúa obstinado e intentando levantarse.

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l as h i stor ias de monel



Viejecilla y misteriosa niña, Monel contaba acerca de una repentina avalancha de pelotas que hizo cundir el pánico entre la gente en las calles del pueblo, hace muchos años. Las pelotas salieron en fuga al descomponerse el viejo camión que las conducía, que al hacer un reparo despegó llantas del suelo y rebotando zafó sus puertas. Monel advierte que no es un acontecimiento fútil, sino altamente destacado en su misma naturaleza, un prodigio de las experiencias del arrebato colectivo, uno de los misterios más grandes y vedados de la grandeza de Dios, que es la humorística divina. A pesar de los años, la fascinación de aquel acontecimiento no cesa en Monel: montones de gente arrojándose por ganar unas pelotas. ¿Todo un monumento a la chanza? Monel mantiene su creencia, se trató de un rasgo del carácter de Dios. Incluso las señoras rodaron como pelotas, Monel apunta discreción, gran cantidad de niños arrebatados por la histeria y hombres frenéticos. Aquí las emociones ahogan a nuestra Monel y siempre la obligan a un suspiro. Lo maravilloso de esta historia es que todos fuimos sacudidos por unas carcajadas siniestras. Aquí también es el momento de la esperanza de Monel. Entonces, recuerda, en medio de aquel extraordinario suceso, ahí estaba Marcelo, con su figura tristísima, traicionado por el mecanismo dislocado de sus piernas enfermas. Pero él reía. ¡Ah, cómo reía! Aquella fue su última felicidad. Es cuando Monel siempre solicita que la dejemos sola. Entonces Nina saca a los chicos al patio y yo, que siempre soy el último en salir, cierro la puerta con perfecto cuidado para no interrumpir su melancolía.

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ay, q uĂŠ c ha m ac a



Estuve a punto de besar una cucaracha. La atrapé jugando entre cazuelas de la cocina. La verdad es que no quiero besarlas, pero dice mamá Juana que debo amar a los animalitos. Antes besaba a Sargento, el perro de la casa, hasta que un día me mordió el carrillo y me lo dejó marcado para siempre. Por eso ahora prefiero los insectos. Chapulines, arañas y gusanos son mis favoritos, pero los escarabajos saben raro. Dice mi hermano que es porque traen la cara abajo, entonces se ensucian de lodo y hace que sepan así. Tonterías, le dije. Aseguró que por eso se llaman es-cara-abajo. Entonces no entendía cómo miraban al frente si llevaban siempre la cara abajo. Para descubrirlo fui escarabajo por un día y metí mi cara al lodo. Cuando mi hermano entró a la habitación se burló porque estaba tirada en el suelo con mi cara pegajosa. Dijo que para ser un coleóptero honorable había que asumir un compromiso. No entendí, pero dije que estaba bien. Acomodó sobre mi espalda el sillón de bola, me lo amarró con sábanas y me obligó a mascar la caca de Sargento. ¡Todo un escarabajo! Corrí muy torpe hacia mamá Juana para que me viera hecha escarabajo y me diera un beso porque ella sí ama mucho a los animalitos; pero me dio un coscorrón y dijo: ¡Ay, qué chamaca tan pendeja! Entonces ya no sabía si era escarabajo o si era pendeja. Salí al patio a sentarme, como ella cuando tiene problemas, porque dice que se reflexiona y encuentra una solución. Yo me doblé hasta bajo y con la cabeza en el suelo descubrí a Sargento. Si no me hubieras mordido te daría besos y no debería amar a los insectos, me enojé, le dije ¡perro idiota! Sargento movió su cola y ladró queriendo jugar. Así que lo perseguí, lo atrapé, le amarré el sillón de bola y le embarré su propia caca en el hocico. Adentro, mamá había llegado de trabajar y yo le dije: Sargento-es-cara-abajo. Y yo-gran-jefa-mamá-cara-pintada. ¡Ay, que mamá tan pendeja!, piensa que juego apache. Pero ella sí sabe que es mamá, aunque le digan como sea. Le platiqué mis aventuras con 23


los escarabajos y le dije que yo quiero ser como todos ellos juntos. Ordenó que me bañara y dijo que acabaría con esta comedia. ¡Al otro día fuimos al Museo de Historia Natural! Había muchos insectos. Me gustaron esos que parecen palitos voladores. Ella se salió porque le dio asco. Luego comimos en la tienda de hamburguesas y yo pedí una de escarabajo y la gente se rió de mí y me explicaron que eran de la carne de la vaca y no del insecto y yo pregunté si las vacas comen caca. Mamá dijo que mejor comíamos en casa. Luego subí con mamá Juana a la azotea del edificio para coger la ropa limpia, entonces tomé una sábana y me hice un cuerpo y fui a pararme en el borde. La gente se amontonó como insectos cuando se dio cuenta. Me gritaban ¡no te estires!, o ¡no respires! Yo no sé. Sólo que Mamá Juana dijo: ¡Ay, pero qué chamaca tan rependeja! Fue cuando mis brazos aletearon y salté. La gente se volvió loquita. Lo que ellos no saben, es... que... ahora... prefiero... las... libélulas.

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t ul i pan e s a l a p uerta



La impresión de que a esta mujer, apenas décadas más joven, la vida se le rinde a los pies, incita a la señora Durante a sospechar una inocencia tardía respondiendo escandalosamente a una primavera extemporánea. Y seguro que la tomará a manos llenas, y que aquélla, la vida, le responde incluso con promiscuidad. Resultaba demasiado para conservar la compostura, así que la señora Durante se extravió en profundidades, pero repuso inmediatamente haciendo un gesto de amabilidad. Notó el tapiz de sombras que proyectaba el matorral de buganvilias, las motas de luz, descubrió la sonrisa de aquella mujer, tan inspirada, tan emocionada, no precisamente joven pero todavía bella; la señora Durante sintió perfectamente la humedad del macizo de vegetación. A la mujer que estaba ahí, tomada de la mano de su hijo (tenía la impresión de que se le aferraba), con qué alegría le brillaban esos ojitos. Luego hablaron de las pequeñas manías de Eduardo; ambas se mostraron competitivamente halagüeñas con él y lo dejaron ensancharse golosamente. La señora Durante declaró una sentencia: el amor de una madre es la roca en que asienta la vida. Entonces se enteró de que aquella mujer tenía la misma condición. Aquí el entusiasmo de la invitada acaso fluctuó un poco. Aquí también la bien realizada señora Durante acaso exhaló un dejo discrecional, pero inmediatamente estableció los derechos y las libertades universales, sobre todo, la bendición que es prodigar la vida. En general, les dio la bienvenida a casa, estaba tan contenta. Anunció que ordenaría la recámara de visitas, pues debían venir cansados del viaje. Fue amorosa al abrazar largamente a su hijo y luego al tomar entre sus manos las de una nueva hija o una intrusa. No, no tenía por qué pensar de ese modo. La señora Durante no comprendía qué es esto que la incomoda. A lo largo de aquel día la pareja de enamorados fue generosa y servicial con la señora Durante, principalmente la novia de su hijo. Luego colaboraron en el arreglo del jardín y todos se pu27


sieron sombreros, se ensuciaron de tierra y se embebieron de flores y poética del hogar. La señora Durante expresó con ilusión que no imaginaban cuánto amaba esta libertad que le prodigaba la soltería, acaso la soledad, suspiró, la hermosa soledad. Hablaba, dijo, justamente de esa libertad audaz que había aprendido de su hijo Eduardo. Todos estuvieron de acuerdo sin más que otros cumplidos al romanticismo. Y Eduardo estaba radiante. Luego por la tarde, después de compartir una comida deliciosa y una más que exquisita conversación animada por el espíritu del vino, cuando la pareja de enamorados se retiró a su pieza, la novia comentó que estaba encantada con mamá, pero que la sentía algo incómoda, aunque no se atrevía a opinar sobre los motivos. Eduardo no quería enterarse, la embestía amorosamente, incitándola. Más tarde, nuestro Eduardo se ocupó de lo propio de un hombre de casa. Así que siguiendo indicaciones de su madre y complaciéndole algunos melindres, puso en orden la vieja bodega del patio, para lo que requirió de martillazos y otros escándalos que anunciaron una masculinidad excitada. Cuán pertinente es admitir que era Valeria quien propiciaba semejante ardor, por el delirio secreto y evidente de saberse poseída hasta la extinción. Finalmente Eduardo tomó el coche y salió hacia el pueblo a conseguir enseres y los antojos de sus mujeres. El sujeto iba de suyo, entregado a la corriente e inspiración de la vida. Ahora vemos a la señora Durante de pie ante la habitación de huéspedes, erguida y como afianzando su dignidad, trae una macetita de tulipanes entre las manos, toca la puerta suavemente. El pasillo está umbroso como una escena de Monet. La puerta se abre y la novia de su hijo se muestra alegre y sorprendida. La señora Durante hace una pausa, está adusta, parece que iniciará un discurso, genera expectativa en Valeria, quien acaso en adelante será como una hija. Ciertamente, Valeria tiene algo de irreprochable, algo que la hace adorable y bonita en cada ocasión. Algo sospechoso para el ojo agudo de la señora Durante, quien mantuvo su inquisición devorándola, en un encuentro gélido de almas opuestas que la entereza de Valeria apenas fue capaz de sostener. No olvide quién soy, advirtió la señora Durante. Ahora le diré cómo debe proceder con Eduardo: admítale toda proeza, hasta las osadías 28


que parezcan desprovistas de sentido, la vanidad de usted es muy inferior a la de él, y al final, solamente hasta el final, usted y su alma sublimarán en el instante preciso en que el alma de Eduardo reconozca que llegó al límite de sus lancinantes imperios. Solamente asegúrese de que así ocurra, si es que dice amarlo. El corazón de Valeria da un vuelco. Permanece de pie ante la puerta escuchando los pasos de la señora Durante alejarse por el pasillo, con una macetita de tulipanes que dejaron entre sus manos, más el desconcierto de la angustia. Del galimatías recibido no advierte más que esta noción de severidad. ¿Qué es esto que acaba de presenciar, por qué la han hecho sentirse profundamente sola en la vastedad del frío universo, por qué, por qué? Afuera se escucha roncar un motor, qué salvación, Eduardito ha llegado.

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m e jor e s p er s p ec t ivas



Su familia, y principalmente su mujer, lo reconvinieron y ahora Vladimiro trabaja como cartero. Colocación a regañadientes para él. Está confundido porque no precisa si ofenderse por el favor que le han hecho. Esperaba que por lo menos le proporcionaran un motociclo, pero carece de licencia y no sabe conducirlos. Hizo una pausa para descansar del pesado rondín del primer día y comer solitario en una fonducha. Los pies le punzan y anda agobiado del brío de sol, trae ímpetus de coraje, pero en el fondo admite que algo bueno acontece, casi estremecido ante la sopa caliente que le traen, porque es suya, se la ha ganado. Vladimiro se arrima el bolso de misivas, le gustaría sentirse libre para llorar un poco. Comió sin percatarse de balancear su cuerpo, con las palabras de su padre percutiendo cansinamente en su cabeza: “Siempre en guerra contra ti, contra todo el mundo”. Se cuelga el bolso y retoma el camino, agradecido de que el sol haya menguado. Va pensando vagamente en que a partir de ahora comprenderá la relación entre el tabaco y el deber cumplido, ya puede comportarse señorial y escoger una marca de cigarrillos que lo identifique. Se mira hacia los años, hombre maduro, en este mismo sitio, con un cigarrito prensado entre labios, el rostro labrado por una vida laboral bajo el sol. Por ahora se iba con cuidado. Busca el número 8 del callejón Veleta, una casita discreta de techo bajo, plantitas colgadas y un mosquitero verde como antepuerta, todo precedido por una breve escalinata empinada. Vladimiro gusta de la pieza y siente un picón de envidia. Observa que el número ha sido pintado sin habilidad sobre la pared; él lo habría hecho mejor. Antes de anunciarse repone aire, la puerta está abierta, pero la malla cerrada. Buenas, grita. Nadie responde. Asoma a través de la tela verdosa, pero sólo mira sombras. Adentro suena la estática de una televisión, a intervalos una risilla gutural termina en gañidos. Vladimiro empuja la puerta de red y cuela medio rostro, ¡buenas tardes!, observa una sala tradicional y barata, la atmós33


fera conservadora con indicios de nacionalismo. Se deja ir un poco y la portezuela rechina. ¡Buenas tardes, soy el cartero!, da tres sonoros toques al marco de madera. Era la última llamada de cartero. Observa en la pared el retrato de una mujer de porte dignatario. Interrumpido el ruido de la televisión, un muchacho viene corriendo torpemente, parece enorme para su edad, anda descalzo, es moreno, tiene el rostro abotagado, trae la cabellera hirsuta y abombada. El chico va a ponerse frente a Vladimiro y apenas es capaz de balbucir algo incomprensible; sonriente, apaña trágicamente su gran cabeza. El cartero toma iniciativa: ¿está tu mamá? El chico es presa de una timidez que lo obliga a sonreír incontrolablemente, entonces señala hacia algún sitio, allá muy lejos, tanto, que Vladimiro se figura tiempos del mito. El chico tiene el rostro bombardeado de granos y picado de hoyos. Vladimiro le entrega unos sobres dirigidos a una tal señora Severina Landa Corral. El joven recibe alegremente los documentos como si fueran premios. Vladi siente como si el destino se burlara, que este muchacho poseído por un éxtasis ridículo ofende su dignidad; extiende el tablero y le solicita rubricar el acuse. El muchachote está incrédulo de que le pidan semejantes responsabilidades de mayores, recibe la pluma con verdadera estupefacción, pasa largo rato estampando concienzudamente su nombre con una caligrafía del terror. “beto MOntes”, finalmente consigue redactar. Vladimiro detecta un tufo de sudor impregnado en el ambiente, nota que el muchacho hace una especie de gimoteo y que está inquietándose en aumento, hasta alcanzar el clímax emitiendo un horrible balido desesperado. El cartero siente el terror. ¿Qué te pasa, carajo?, suplica. El gran chico de gran figura macilenta comienza a tirar de Vladimiro por la camisola y a suplicarle algo incomprensible, lloriquea señalando el viejo retrato de un militar de expresión iracunda. Vladimiro no comprende, pero está intrigado. De pronto las cosas viran, el muchacho improvisa una gran sonrisa, se le ha ocurrido una idea, arrastra a Vladimiro con entusiasmo pueril tomándolo de la mano, y éste se deja llevar hasta la sala, un lugar que también huele rancio no obstante estar limpio y ordenado, hay una pecera que compite en tamaño y presencia con la enorme pantalla de televisión, más retratos de personas y de aquel militar enojado; de la 34


pantalla se destraban varios negros desafiantes andando por las calles, con un fondo musical de pandillas. Entonces el muchacho, acompañando con gruñidos y una excitación que ya parece normal, adopta una actitud dura y entrega el cartucho de la película a Vladimiro, quien observa un título que dice Kennet and Bennnet. De modo que concede, un tanto conmovido, a la hospitalidad que le ofrecen y se arrellana en el sofá, deja las cartas en el suelo y nota que en esta casa el decorado de flores está en todo, flores y el ejército, apunta mentalmente. Vladimiro cruza pierna y estira brazos mientras el chico habla de la película atragantándose guturalmente; según parece, la historia es interesante. Luego el muchacho comienza a excitarse y rebasar sus cabales, vocifera, escupe al hablar, destartalándose, de modo que de repente tira manotazos sin control y empieza a gritar algo que dice: ou, ou, ou. Vladimiro se pone de pie espantado, no soporta más pánico y cree que debe golpearlo; pero de improviso el enorme chico se adelanta y abalanza sobre Vladi para darle un gran abrazo cariñoso, así, cuando lo tiene sometido bajo su corpulencia, delicadamente depone su cabeza en el pecho de su amigo, el cartero horrorizado. El muchachote comienza a ronronear mimoso, le apesta la cabeza. Por fin Vladimiro puede liberarse, impotente de ira. ¡No chingues!, lo zurra. Es lo único que puede expresar ante la contracción de su dignidad. El muchacho se arrincona al extremo del sofá, consciente de su fechoría. ¡Y no vuelvas a hacerlo!, remata Vladimiro. El niño se pone a seguir la cancioncilla rimada de la película, ostenta indiferencia e imposta como un infante incorregible pasándola súper. Luego mira la escena y se pone a farfullar excitado y señalando la pantalla, donde un par de sujetos negros con atuendo deportivo, uno obeso en silla de ruedas y el otro empujándolo, avanzan por un parque y muchos de los chicos que pasan junto a ellos se afanan por saludarlos. Vladimiro escucha unos azotes venidos de habitaciones contiguas y en seguida una especie de brama. Así que finge interés en la película esperando notar otros indicios. El sujeto de la tele parece desgarrarse: “No, Kennet, no”. Pero su aludido es insensible a los desplantes y se limita a desnudar la verdad, “para qué, Benny, hemos ganado el respeto de todos, hemos hecho historia, y ¡¿para qué demonios, Benny, qué sigue ahora?!” Entonces 35


Bennet responde sobrecargado de un entusiasmo artificioso, “el mundo, ¿comprendes?, el mundo nos espera allá afuera. ¿Te imaginas a esos malditos rusos o a los asquerosos chinos cantando nuestras letras y pidiendo comprar de esa gran fórmula de la felicidad del único y original tío Kenny de Nueva York? ¿Puedes imaginártelo, K.?”. Vladimiro no sabe de dónde proviene este nuevo ruido. El enorme muchacho se acerca de rodillas a la pantalla y señala a Kennet y luego a sí, luego a Bennet y en seguida a Vladimiro. El muchacho se pone a gimotear las groserías del Kennet de la tele. Entonces el protagonista inválido desenvuelve una pistola de su chaqueta, se apunta y agujera la cabeza frente a su amigo incondicional, quien queda paralizado y salpicado de salsa catsup, emulando un dolor falsete. Vladimiro descubre que corren lágrimas por el rostro del muchacho, que está conmovido y solemne ante el drama. El cartero detecta un rumor, pero de inmediato ubica que es la caja de la televisión vibrando con el tenor del cierre musical, aparecen los créditos en la pantalla. Luego algo cruje claramente y el joven mastodonte se arroja armando escándalo, pasa empujando a Vladimiro mientras regaña a, según Vladimiro puede ver, una niña con la cabeza calva, más bien con un globo de piel por cabeza, de mirada divergente y ansiosa por averiguar quién es Vladimiro, como si la vida dependiera de ello. Pero no se trata de una niña, sino de una mujercita en batín, que además tiene una extraña joroba en el pecho e hilos en lugar de piernas. El muchacho Beto Montes le impide el paso y así comienza una batalla encarnizada. Aunque es evidente la diferencia de tamaño y de fuerza, la chiquilla opone una gran resistencia clavando sus dientes en la pierna de Beto Montes, quien ruge, y en respuesta descarga un mazazo en el frágil cráneo de su contrincante, haciéndola trastabillar, le rasguña el rostro y termina arrojándola dentro de la habitación. El enorme chico está desconcertado, pero el cartero mucho más. Yo me largo de aquí, anuncia Vladimiro, está de locos, toma su bolsón de cartas y se dirige a la salida cuando el muchacho se pone a desgañitar de un modo que Vladimiro identifica con una lubricidad bestial, entonces siente el verdadero terror, se apresura a escapar, pero el chico le ha caído por la espalda, aprehendiéndolo con sus brazos sudorosos y reclamándole algo a gruñi36


dos. Las cartas caen regándose por el suelo. Vladimiro lucha, reprende con autoridad al chico, pero obtiene no más que su complacencia y más de su excitación. Miden fuerzas y resultan mayores las del chico. Vladimiro es arrastrado otra vez a la sala, donde en la pantalla se despiden los últimos créditos de la película. Así, tras largo y complicado forcejeo permanecen quietos y extenuados; Vladimiro percibe muy cerca el rostro de su rival y su aliento fétido. Acaece lo imperdonable, el contacto con el miembro despierto de Beto Montes. ¡Hijo de puta!, Vladimiro prepara un pisotón de furia al sapo que el chico tiene por pie cuando rechina la puerta de malla y se anuncia una presencia. ¿Oso?, ya llegué. ¿Oso? Entonces el niño Oso se transforma alquímicamente en niño mimado, en macabra inocencia para Vladimiro atravesado de confusión. En la sala encuentran a una señora sobre la que Oso abalanza cariñosamente, pero es rechazado. Quítate, le dicen, apestas. ¿Qué es esa basura regada por el suelo? Vladimiro, afanado, recoge la correspondencia. Soy el cartero, anuncia. Ella es desatenta y recuerda a Oso que los amiguitos sólo pueden venir a casa los domingos, porque si no papá se enoja. Sí, joven, como usted diga, la señora parece ofendida y se niega a mirarlo siquiera, ordena a Oso ir a la sala a cantar una alabanza, le asignan “la canción de la Victoria”. El muchacho obedece. La señora va a encarar dignamente a Vladimiro para establecer su filiación, mientras él continúa recolectando sus cartas. Mi marido es hombre de pistola, amenaza. En la otra habitación el niño Oso aplaude y recita atropelladamente, “la victoria es mía, la victoria es mía, me la da el Señor”. La digna señora reconoce los ruidos de la casa entonces, alarma, ¡viene hacia acá!, dice, de un cajón saca una pieza de bordado y se concentra en la faena arácnida. Oso ha dejado de balbucir y ahora se le escuchan quejosas mellas. De algún rincón de la casa alguien entona una marcha marcial: ¡Hoonor!, ¡leaaltad!, ¡sacriificio! Luego así: Pero quée bonito que viene trotaando… Es extraño que ahora la voz de Oso sale clara y precisa, a responder puntualmente a la arenga: Fuerzas especiales se están adiestrando. Luego a coro: Ohí, oh oh. Vladimiro, nervioso, no comprende un ápice. Descubre el enigma, un viejo colérico trae marchando y a rastras a Oso, con un candado al cuello, lo arroja sobre una silla. El 37


viejo hace una pausa para dejar cundir un dramatismo telúrico, hay marcas de almohada en su rostro que lo hacen parecer aún más despiadado, trae el cabello a rape y respira estentóreamente; entonces se vuelve para reconocer a Vladimiro. ¡¿Quién es éste?! Es amiguito de Oso pero yo ya le dije que…, la mujer quiere enunciar una letanía defensora en nombre de su vástago, pero mejor observa disciplina. Oso luce trastornado por el terror, todos están a la expectativa del iracundo militar de los retratos, quien ahora hunde el rostro entre sus manos, muy, muy decepcionado. Así que cuando se yergue trae la mirada inyectada de rabia: ¡¿Soldado?! El pobre Oso es llevado prendido de las greñas y recibiendo puños en la barriga y costillas como si fuera un merecido castigo. Permítame un momento, joven; el militar se dirige amablemente a un Vladimiro perturbado. Llevan a Oso hacia el interior. Severina, angustiada, se ocupa de sus deberes, saca un paquete de las bolsas y lo lleva a la cocina. Al fondo comienza un caos sordo, luego horribles quejidos a intervalos. Váyase, por favor, ruega la mujer; pero Vladimiro descubre a Severina muy atractiva para su madurez, adivina auténticas grupas bajo ese vestido de gasa, de modo que pretende agradar y acercarse a la señora, exagerando su preocupación por Oso, así espera halagarla, pero en realidad arde por tomarla de la cintura, a esta señora esquiva y grosera. Demasiado tarde. Ya escuchan al General y al Oso viniendo. La mujer sirve unos vasos de leche tibia y unos pedazos de rollo dulce. El General obliga a Vladimiro a aceptar la invitación y compartir una merienda familiar. Él nunca querrá comprender por qué motivo no se largó en aquel momento. Oso luce devastado, con el ojo moro y la boca reventada sangrándole, esforzado en sonreír por encima del trauma, insiste en mostrarse coqueto con su amigo el cartero. El General se enconcha para tomar su merienda, baña su pan en leche y lo hace papillita antes de tragar, parece un lechón prendido de una tetona. Así, en medio de semejante tensión moral y emocional, transcurre el convite familiar. El General obliga a Vladimiro a relatar su vida según el interrogatorio que le inflige; es hábil para descubrir y evidenciar las miserias de la vida del joven. De modo que ahora usted trabaja en el servicio postal, pues es usted un imbécil, acusa el marcial. Escandalizando, ordenó a Oso 38


traer el libro. Puede verse cómo la humillación obliga al muchacho a caminar abierto. En su corazón, Vladimiro condena a este sujeto militar, quien se le planta con un ejemplar enorme y de forro elegante, lo abre y presiona su índice sobre un nombre escrito con letras doradas: Donato Montesinos, primer general de no sé qué. El general vocifera brutalmente la historia y vicisitud de cada presea y de cada reconocimiento del muestrario, a gritos y golpeando la mesa para enfatizar cada aspecto dogmático del servicio militar, arrojando consignas que Oso replicó diligente. El general cierra el libro de un golpazo y condena: ustedes los jóvenes necesitan una verguiza, así que planta una bofetada al mensajero. ¡Levántese, soldado!, el general está arrebatado de ira. Vladimiro obedece bajo la perturbación propia de un caso semejante, y sin menor indicio descarga un puño en los testículos del general, logrando, sin proponérselo, evocar la estética olímpica de antiguos competidores griegos. Mientras, Oso y doña Severina lo contemplan como a un salvador. El general tendido en suelo vocifera con sacar la pistola y dar plomo a Vladimiro; el viejo dicta a Oso que se la traiga, luego a Severina, pero ninguno lo obedece. Cuando finalmente el cartero se larga, exhorta a Oso a tomar su libertad y a bañarse. Afuera ya está la noche, Vladimiro comprende que tendrá serios problemas en su primer día de trabajo. En casa toda su familia lo reprende, su hermano se ahoga en pestes, arrepentido de conseguirle la colocación. El silencio de Vladimiro justifica absolutamente nada. Todo él es decepción. Al final, en la intimidad de la habitación, Vladimiro escucha lo que su mujer tiene que decirle. Vladimiro, recuerda siempre las palabras del Pastor, siempre, siempre hay que buscar las mejores perspectivas. El joven cartero reclama; las tengo, Isa, te juro que las tenemos. Vladimiro está perfectamente convencido de ello.

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l a s e 単ora r obi n ba jo l a l l uv ia



Nerviosa, a media noche tras el ventanal observaba la tormenta que durante días azotó la ciudad. Panorama acuoso y distorsionado, impresión de soledad. Más allá de las cortinas de agua sabía que su jardín estaba arrasado, que no resistía tan desalmado embate. Se abrigó como si le hubiera susurrado el abandono. La cerca frontal de la casa estaba desnuda de sus enredaderas habituales. Por la luz del farol de la calle las líneas de agua del ventanal parecían escurrir directamente sobre la sala. Todo era agua. El interés de la anciana atizó de improviso. La puerta del jardín fue abierta de golpe por un joven que parecía estar borracho, más bien, parecía agonizar; fue a caer de bruces sobre el césped encharcado. Tanta violencia la impresionó, pensó en asegurar las entradas de la casa, pero le intrigó más el drama del joven luchando por erguirse otra vez; vestía una gabardina raída y pesada por el agua. Quizá había recibido un disparo o algo así porque se presionaba el vientre. No podía verle el rostro. No sabía qué hacer. No saldría aunque reconocía inhumano proceder así, en su interior se disculpaba, también desde su impotencia ajusticiaba al mundo, entonces se limitó a observar: se trataba de un joven delgado y de cabellera rizada. La vieja se paralizó, ahora el sujeto levantaba su rostro e imploraba al cielo. Conmocionada, la mujer tomó el teléfono para llamar, pero la línea muerta anticipaba lo siniestro. El de afuera, luego de un esfuerzo superior, puso en pie trastabillando; desgarró de dolor, gritando largamente. El cielo tronó arrojando por todas partes líneas eléctricas y luces blanquecinas. Tan fuerte fue la impresión, que la viejecita comprendió que todo estaba perdido para ese hombre. La vista de esa expresión dislocada, que parecía expulsar al mismo demonio, permanecería en su memoria hasta su último día. Por Dios, el muchacho traía el torso desnudo y pudo verle las costillas descarnadas por la apasionada sístole. Las heridas no eran un accidente, sino trazos de extraños pictogramas; entonces participó del drama con su angustia impotente; recordó 43


a su marido difunto y dudó que descansara en paz. Ahora que lo traía a cuenta, este joven sin esperanza se parecía mucho a su querido atormentado. Pero una mujer como ella no podía entregarse a tales fibras, ese nunca sería su loco marido. Y qué inconveniente no tener mejor modo para descartar la idea; declinó o comenzaría a espantarse. Afuera, el muchacho avanzó pesadamente hacia el fondo del jardín, hasta donde yacía derribada aquella escultura, posesión de su marido, traída de uno de sus viajes egoístas. El infame se arrodilló ante la escultura como si el hallazgo le produjera un quebranto irreparable. El joven se abalanzó sobre la pieza pétrea de alguna diosa o virgen, la cogió entre sus brazos y la consoló con ternura, entonces se desnudó y con su abrigo la arropó en su regazo. La anciana experimentó emociones contrarias, reapareció el resentimiento con que había despedido a su marido aquella noche del funeral, la incomprensión que tuvo de su alma, un espíritu de tempestades, para admitir que nada más anhelaba libertad; la devoraba una sensación de ahogo. Todos estos años, tantos años. Entonces, involucrada con el vértigo del drama de afuera, corrió las cortinas y se pegó al cristal, desesperada, entregada a mitigar con su piadoso testimonio el sufrimiento de aquel extraño, con un género de comprensión que nunca antes experimentó, se alentó a reconocerlo con valentía, con un amor luminoso, deseó con la fuerza de su alma cansada devolver la vida a ese sujeto devastado, generarla desde sus años gastados, con el torrente de comprensión de que era capaz, porque, por Dios, qué excitada estaba, como para admitir que la naturaleza del instante era realmente mágica; uno de tales momentos en que la vida se desnuda y juega descarada ante nosotros. Acaso se burla, consideró, pues la libertad que necesitaba aquel desgraciado de afuera, ahora tenía la certeza, era amargamente costosa. Pues aun así, ella se la habría otorgado de ser posible; surgió una corriente de emociones desde sus entrañas. Es la vida, se dijo con un golpe de fe, y de pronto se llenó de alegría; es la vida, es la vida, se puso a cantar en su interior como una niña feliz ante inmensos plantíos de tulipanes de colores. Afuera el delirante sujeto arrastraba la escultura, pero caía tortuosamente, se levantaba para consumar su robo. La mujer observó atónita la tersura con que aquél hablaba a la piedra, cómo le juraría prodi44


gios, entonces sufrió otro impacto: ¡cómo llega un alma a alienarse de tal modo con la idea! Luego el cielo volvió a irrigarse de luces y desató la mayor iracundia que hizo retumbar el ventanal. La anciana pudo ver ese rostro hermoso pero desencajado; mojada de lágrimas y pegada al ventanal, perdonó a su marido con devoción, absolvió al fervoroso ladrón de afuera, incluso esta tormenta, a sí misma y su historia; respecto a la vida, un reconocimiento conciliado. Por supuesto que no estaba loca para creer semejante idea, ése de afuera no era su marido, sólo un extraño personaje de las noches de tormenta. Se despidió de esa figura revelada tan familiar, sin reconocerlo claramente, de su marido; pero insistía, el de afuera no podría ser su héroe. La anciana atisbó el imbricado universo de símbolos en que vivió su gran perdido. Cambió de ventanal para observar cómo el loco empapado se llevaba su deseo, la fantasía que ahora lo colma de vida, misma que ella siente trastocada esta noche. Observó al personaje irse lleno de un extraño porvenir. El agua se desvanecía absorbiendo la atención de la mujer y sus pensamientos, se abrigó ante la escena de soledad. Ya no había por qué preocuparse, ni siquiera de esta tormenta. Regresó a dormir con un aire de fe en el alma; al parecer, después de tantos años sintió paz y estuvo segura, como si fuera ella la vida misma. Entonces cerró los ojos para descansar.

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kab uk i



A la salida del reclusorio hay una escalinata formada por unas placas que no se abarcan con uno ni con dos pasos, sino con uno y medio, de tal modo que obligan al peatón a cierta descompostura. La mañana en que Montiel saldó su condena y recuperó su libertad iba recorriéndolas, sometido a este ritmo sincopado; sentía felizmente el espacio abierto otra vez; le habría gustado recorrer a pie cada palmo. Respiró profundo, peinó el panorama con deleite cinematográfico: descubrió que ahí estaba su mujer, esperándolo. No lo tenía previsto y su corazón se marchitó al instante. Vilma comenzó a chillar conforme Montiel se aproximaba, casi atemorizado y con ese andar cojo. Frente a Vilma no supo qué hacer; ella no se atrevía a tocarlo; sin embargo, estaba radiante de emociones. Montiel la examinó a detalle. —¡Quieres hacer el favor de limpiarte la boca! Vilma tenía una pasta blanquecina entre labios, gimoteó y jaló mocos pesadamente al estirar la manga de su camisón para asearse. No se contuvo más, fue sobre Montiel para abrazarlo, pero éste se mantuvo obscenamente indiferente hasta obligar a Vilma a distanciarse y dejar de lloriquear. Vilma no comprendía, cambió su actitud, empezó a jalonarlo por la camisa y a exigirle la correspondiera, reclamaba enterarse de qué le había ocurrido allá dentro, mientras se convencía a dolorosos tractos de entendimiento, por la melancolía y la mirada torva de Montiel, de lo fútil que era no resignarse. Vilma se descubrió tremendamente sola; algo grave le ocurría a su esposo. —¡¿Qué te sucede, Monti, por qué arrugas la cara así?! —No me gusta el sonido viajando de allá hacia acá —explicó Montiel, señalando en dirección a una máquina excavadora trabajando a la distancia. Vilma reprimió su pasmo de atestiguar lo siniestro. Montiel notaba que su mujer le parecía más pequeña que siempre y esto lo repugnó. 49


—Iremos a casa —rogó Vilma—, te prepararé un bistec. —¿Un bistec? —Grande y bien jugoso —respondió entusiasmada de atinar su ánimo. Montiel dudó seriamente. —Pero yo no soy Manolo Moreno —censuró precipitado. La mujer sencilla que es Vilma pensó que le habían devuelto un marido con el alma torcida, a este hombre que en sus días fuertes y racionales había sido un tirano con ella, y aún ahora se atrevía a tratarla como estúpida. Sin embargo, hay en la gente de alma simple como Vilmanema Santiago David algo de agudísima intuición. Así que los destellos de lucidez en la mirada de Montiel no pasaron inadvertidos. Ya vería éste si no le costaría su libertad, hablaba el orgullo herido de una mujer austera. En casa, Montiel devoró el bistec sin decir palabra, mientras Vilma fingía trajinar, haciendo labores, pero vigilando esa mirada biliosa que deja la cárcel en sus huéspedes. —¡¿Quién es Manolo Moreno?! —acuchilló. Vilma dejó a Montiel como abducido, lo que en el sano juicio de ella, más bien hacía francamente al payaso dándole semejante respuesta; la exageración de ponerse a estirar su oreja izquierda, cada vez más hasta la atrocidad de desprenderse el pabellón cartilaginoso, inmolarse insólitamente, trastornado por el martirio, hasta que la sangre brotó profusa, conformando una escena de horror. —¡Haaanaaamaaakkkiiiiiiiiii! —dijo Montiel. El pánico de Vilma terminó con un golpazo de sartén en la cabeza a su marido. Montiel dio un costalazo en el suelo, pero antes farfulló su rechazo a ser Manolo Moreno. Vilma se largó para siempre de este sitio donde compartió la vida con un desquiciado al que nunca comprendió. En una bolsa cupieron perfectamente una estampilla de la Virgen de la Soledad, su monedero y algo de comer, sin olvidar su alma. La primera visión de Montiel al despertar fue de las patas de las sillas; reconoció el tufillo grasiento de la cocina de su casa, el frío a ras de suelo, el dolor agudo en su sien y la amplia silueta de sangre, pero estaba sonriente al recapitular. Montiel era realmente 50


libre y estaba más vivo que nunca; su oído sanaría pronto. Es verdad, nunca le gustó el sonido viniendo de allá hacia acá.

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m i c a m i s a t r op ic al



Donde sea nada ocurre, desasosegado aquí igual que en la antípoda como en quimbamba. Sin novedad en ningún frente, sé perfecto cómo termina todo, porque ¿dónde quedaron las ideas? Dramatizo una cascarrabia intelectual existencial, decido que definitivamente soy otro cosmos. Pero creo que uno debe mantenerse en movimiento aunque sea sin derrotero. Así que mientras bebo simplificado y solo, decido que esta camisa tropical es lo más importante en mi vida. Las luces neón reflejan psicodelia en los charcos. En la esquina, el lugar de hoy; adentro, la barra iluminada y la gente. Me instalo; noto que ellos también me repasan. Saludo al grupo de gente de la mesa de allá, sonrisa artificial, muy a gusto, todos unos figurines y ellas unas beldades, lúbricos y excesivos. Entonces, una transición de magia rítmica, bajeo grave con sabor a glamur. Ahí está Eva, ninfa, con todos menos conmigo; es mi prima. Miro cómo se hace mujer a cada paso, metida en ese vestidito incapaz de contener a venus ofertando y suplicándome, devórame, primo, sangre de mi sangre. Angelito dotado de lo que hay que saber. Un saludo desabrido, qué onda, se va. Duran Duran confecciona lirismos libertinos, mientras bebo elegantemente. Avanzada la noche, repentinas zagas de pensamiento lúcido podrían aclararme la realidad, pero desaparecen antes de poder comprenderlas, dejando las cosas simplemente como están. Yo queriendo emparejarme con Prima, que es un torbellino en la pista y ahora está frotándose con un desconocido. Detecto la canción y me pongo a cantarla: under trash you and me, we are the litter on the breeze, we are the lovers on the streets… Prima está desquiciándome. Entonces me juego la carta e intercepto su camino al baño, la abrazo, dice que sí baila conmigo, pero primero el baño, lo que seguramente determinó mi suerte. Entre el vodka que he bebido desconozco todo y prima alegría me informa a gritos que canta Suede, y el humo de su cigarro me provoca un horrible 55


asco hasta las agruras subiéndome por la garganta al impulso de contracciones digestivas: ¡Atómico! Prima huye de mí antes de la devolución; la gente al rededor esquiva el salpicón. Lo peor no es mi camisa tropical manchada, ni instalarme en la pista de baile frente al rompecabezas de mi detrito, ni estos cibernoides que me arrojan a la calle. Afuera parezco un reptil con estos hilos de saliva escurriéndome por las fauces. Me largo, indiferente de lo que se diga de mí. Lo importante es que tengo el teléfono de una tal Karla Pons en el bolsillo, rojo e indeleble de la servilleta. Entonces me prendo un cigarrito y echo andar sofisticadamente, por si algún director de cine me pone el ojo para rodar un filme de oro.

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e l dist ing ui d o s e単or ol ea y l as raz one s del s er g ig an t e



Por la desproporción, para cierto tipo de persona resulta mortificante viajar en microbús. Una mañana, uno de estos hombres de aspecto pulcro abordó uno de esos vehículos; se dirigía a sus labores como cada día. Primero se formó en la fila y llegado el vehículo subieron. Siendo de los primeros, el señor Olea escogió su lugar con preferencia. La gente fue acomodándose en los asientos, entre roces y torcimientos esquivos, iniciando seguramente la irritación citadina de cada día. El señor Olea era un hombre delgado y de expresión lúcida; tanto, que por momentos parecía desconcertado; participaba de aquel ritual ciudadano comportando un aire de tolerancia. El microcamión se puso en marcha. El señor Olea dejó perder la mirada en la luz matinal recortada por casas, árboles y bártulos de ciudad. Iba empleado en su éxtasis cuando una señora le solicitó amablemente recorrerse para ocupar la correspondencia con el pasillo, pues venía cargada con un racimo de bolsas. El señor Olea se negó y tuvo que explicar a la señora que no cabía en el asiento, le demostró cómo tenía que acomodarse oblicuamente porque no cabía. Una ancianita algo descarnada se inmiscuyó para hacer notar a la mujer qué tan largas tenía las piernas el señor Olea. Mire, dijo sorprendida, señalando, insistiendo en captar y dirigir la atención de la pasajera a tales extremidades. Entonces la anciana hizo un recorrido demostrativo con su índice según la distancia de esas formidables piernas extremadamente longas. La otra señora transigió con una clara risita frívola y entre ambas mujeres hicieron un caldillo de la situación. Sin opción, la señora de las bolsas realizó un ominoso tránsito al único sitio disponible en el carro, pasando casi por encima del señor Olea, quien a su vez intentó ocupar el menor espacio, mientras inevitablemente parecía compenetrarse con el cuerpo y las bolsas de aquella mujer regordeta. La pasajera finalmente pudo ocupar su lugar dejándose caer en el asiento, haciendo hinchar su 59


abrigo, luego puso las bolsas encima; en conjunto parecía un racimo de botones de cacto. La mujer sonrió algo ruborizada. Mientras esto ocurrió la anciana tuvo oportunidad de estudiar cuán largas eran las piernas del señor Olea, pues había tenido que torcer la mitad del cuerpo para ceder el paso, echando las extremidades en dirección de la anciana. Olea volvió a la posición de por sí oblicua de sus piernas, pero ahora también tenía encima las bolsas de la pasajera, de modo que ante semejante disposición poco natural procuró mantener una actitud digna. La anciana fue licenciosa al contemplar las piernas de Olea. Luego se dirigió a la mujer de bolsas para recalcar que habría sido imposible que este amable señor cediese el lugar. La determinación de la vieja expresaba su sentido lógico, meneó la cabeza largo rato, enfatizando la total imposibilidad material. No, el señor no puede, porque tiene sus piernas muy largas, insistió con solemnidad, más de varias veces. La otra mujer simplemente se abrigó con resignación. La viejecita se dirigió al condescendiente Olea para decirle ¿verdad, joven?, tiene usted sus piernas bien largas, convidarle una sonrisa artificiosa y chimuela, que no obstante el señor Olea recibió con amabilidad y simpatía. La anciana no tardó mucho en volver a la carga, pero ahora se dirigió a Olea con abierta complacencia. No se puede, ¿verdad, joven?, ni modo de troncharle las piernas con un serrucho, entonces hizo ademán de aserrar con la mano sobre la pierna del señor Olea, al tiempo mostrando su dentadura carcomida y lanzando risitas de sorna. La vieja se regocijaba con algo que sólo hacía gracia a ella, pero sus risas terminaron en un feroz despeñadero de flemas que le provocaron convulsiones de tos, aunque sin dejar de hacer el efecto de rebanar a Olea, lo que continuó avivando el excelente sentido del humor de la anciana. Ella evidentemente no quería salir del trance de placer. La otra señora fue incapaz de reprimir su bochorno. Olea asumió la situación con buen talante, se permitió reír con la faena de la menuda anciana. Ella cabía a la perfección en los asientos, venía sentadita, sujeta con sus piecitos en puntas, llevaba unos choclos raídos y sin agujetas, la cabeza cubierta con un pañol; se veía impelida a terminar su breviario humorístico, porque no había más efecto ni tensión que liberar; 60


la energía del extrañamiento estaba disipándose; hasta entonces, se acomodó dignamente en el amplio espacio del asiento y sujetó firme de la barandilla, con ambas manitas, mientras era sacudida por el inmisericorde del microbús. De este modo evocó a Olea la estampa de una pécora que sentíase confortada por algún íntimo capricho. La mujer de las bolsas volvió a solicitar la amabilidad y comprensión del señor Olea, ahora para salir, y ahora también con algo más de confianza y con su dignidad ciudadana. Volvieron a efectuar la misma operación de reduccionismo, la talla forzada de cuerpos y bolsas, los dobleces corporales del señor Olea. La anciana se mantuvo intrigadísima, no perdió detalle del procedimiento complejo, miró a la señora de las bolsas equilibrar arriesgadamente su cuerpo grueso, luego las extravagantes contorsiones del ectomorfo Olea para permitir el paso. Cuando consiguieron destrabarse, y antes de que la señora de las bolsas tomara salida, la anciana la miró sonriente y conciliadora, alzó hombros con resignación, negando con la cabeza: ni modo, no se puede, las piernas del joven son muy largas. Y luego se dirigió a Olea, ¿verdad, joven, que tiene usted las piernas muy largas? Esta vez la mujer de las bolsas dedicó a la anciana una sonrisa cómplice antes de apresurar su bajada, tocó el timbre, detuvo el camioncito, la puerta aulló, la robusta dama bajó, luego en marcha. La anciana no resistió más, miró al señor Olea y sonrió, comentó que por lo menos esas piernas tan largas le saldrían buenas para caminar velozmente por la ciudad. Remató comparándose, tendió su pierna sacándola del faldón y mostrando su enjuta pantorrilla cubierta por una calceta roja de futbol; no me sirven de mucho, lamentó. Había logrado del señor Olea una disposición franca y noble a admitirle estas cosas. Entonces de repente la anciana anunció categórica el cierre del caso. Bueno, ya me voy a voltear, ¿eh?, y sus manitas se aferraron a la baranda y su mirada se fijó en algún pensamiento. El señor Olea se tomó el derecho de estudiarla; no distinguía si la anciana estaba mostrándose flemática, quiso penetrar en su expresión rústica, pero ésta no volvió a reconocerlo ni dedicarle algún tipo de atención. Sólo hasta que Olea se levantó para bajar, la anciana se dirigió a él en tono de reproche: ándele, joven, ándele, que le vaya muy bien. 61


Abajo del bus, el distinguido señor Olea pudo estirarse según su talla. Reconoció el escarnio que había recibido a manos de una anciana inmisericorde y necia. Sintió un suave ramalazo de coraje, pero bastante tardía e inútilmente. Aún pudo ver la figura de la pequeña anciana en su asiento, cómo se la llevaba el microbús.

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t i n t i nรกb ul i



Días pulverizados, horas, minutos, uno a uno sin menor asunto ni remordimiento. Su rutina consistía en despertar y yacer en la cama hasta que semejante espesura existencial fuese intolerable. Entonces levantaba para ir a la cocina a sentarse y abstraerse mirando viejos restos de comida, un centro de mesa con flores artificiales, cenicero, salero, todo cubierto de polvo. A veces hojeaba la revista que un día cogió de la calle, las mismas imágenes siempre. De repente estiraba el cuello hacia la ventana. Nada. Volvía a sus profundidades. Transitaba de la concentración a la ausencia en una metamorfosis que podía durar la mañana entera. Luego finalmente se enteraba de nada. Solía poner cereal en el mismo tazón y abandonarse a un letargo profundo de masticar involuntario, extendía la sobremesa hasta bien entrada la tarde. Iba a la sala, se ponía a mirar por la ventana hacia ambos lados de la calle. Nada. Las tardes solían ser húmedas. Permanecía de pie ante el ventanal, entre los visillos y la cortina, picándose la muela con el dedo hasta que sangraba; entonces se dejaba en paz la boca, con el dolor impreso en el rostro. Luego se dejaba arrobar clavando la mirada en ristras del patio seco. Y más tarde, al sillón a extenderse sin remedio, mientras las palomillas hacían orgía bajo el único foco de la casa, tomado del baño, a su vez del recibidor, conforme han ido fundiéndose. Si algún insecto se estrellaba contra su cara, él permanecía indiferente si no resultaba demasiado molesto. La cantidad de polvo en la alfombra y en los sillones le provocaba alergia crónica, sufría convulsiones de tos interminables, la cara se le ponía roja e inflamada y parecía que las venas del cuello le reventarían. Luego prefería ir a la recámara porque básicamente ya era de noche. Respiraba profundo, tomaba aliento para continuar con nada. De noche optaba por la inmovilidad para evitar tropiezos con la cantidad de objetos regados por la casa, sobre todo porque había un molino de acero que en verdad lastimaba. Una vez atoró 65


el pie en una cubeta y cayó como tabla, permaneció en el suelo soportando el dolor a conciencia. De ese modo se entregó al sueño sin percatarse, junto a una caca de Doris, la gata, que hacía tiempo fue a morirse al cuarto de servicio. El cuerpo estaba descompuesto cuando lo descubrió y apestaba horriblemente. Prefirió asegurar la puerta y abandonar el área para siempre. La recámara también era un lugar arrasado; en la mesita, sobre objetos tan misceláneos como absurdos, un filamento sin globo iluminaba rojo el espacio. Para esos momentos solía sentirse con cierta energía. Cogía un bolígrafo y continuaba con un decorado que hacía al colchón desde hacía meses. La superficie de abajo, por ejemplo, no tenía ápice sin exornar. Eran sus noches volcadas al silencio y las formas. De repente abandonaba la creación y fugaba a Saturno. Fumaba las mismas colillas, acostumbrado ya al sabor del filtro quemado. El colchón también estaba lleno de quemaduras. Si tenía que orinar, lo hacía por la ventana. Un día, por algún motivo abrió el clóset y encontró un patín, se lo calzó y así anduvo todo el día, sin diversión, porque no tenía ruedas. Nada más sustituyó la vieja sandalia. Ese día anduvo cojeando, y luego otro y otros más. Llevó puesta la bota durante más de un mes; se la quitó hasta que tuvo que usarla de modo especial, como arma contra el gato que invadía de noche la cocina y que una vez le robó una bolsa de jamón, la única comida en días. Traía guerra contra ese gato que antes venía a cogerse a Doris, luego por la comida, ahora también le disputaba la casa. Se hizo habitual confrontarse en el pasillo, intimidarse con tal fiereza. Cuando lo sorprendió husmeando en la cocina, le arrojó el patín, pero el animal había escapado desde mucho antes. El pesado objeto fue a colapsar contra una pata de la vieja alacena, que perdió el equilibrio y se vino abajo con la cristalería. El escándalo y la atmósfera tonante que dejó lo perturbaron. Apenas se recobró, aproximó cauteloso a dar fe de la tragedia. Pasó con cuidado por encima del derrumbe, observando cada detalle lamentable. Vio que la pecera también se había roto, contempló los restos, la colonia de hongos que había mirado alguna vez durante todo un día. La recogió con un pedazo de cristal; era grande y babosa, oscuro terciopelo con centro de tornasol, con hijitos azulosos alrededor. Fue poniéndo66


se de pie sin dejar de estudiarla, se la comió; de su boca sacó la concha de vidrio rajándose la carne por dentro. Entonces retuvo largamente una expresión contrita de dolor. Mejor optó por ir a acostarse, con la sangre a punto de escurrirle por las comisuras. Por la noche decidió levantarse y tuvo que caminar sorteando los objetos tirados, a tientas como si no supiera dónde encontrar el baño. Una vez ahí quiso lavarse la herida, pero del grifo nada más salió un eructo. Y cuando quiso volver a la recámara, la manija de la puerta crujió y dejó de controlar el mecanismo de la cerradura y todo quedó inútil dando vueltas. Todo se hizo absurdo. No pudo salir, sólo resignarse a abrir las persianas, desde donde miró el pedazo de mundo que le tocó, un fragmento de cielo. La habitación era fría y estaba sucia. Había una cortina raída con los aros plagados de óxido, un trapeador podrido, un cementerio de huevecillos de cucaracha y el retrato antiguo de una ballenita disfrutando un baño de burbujas en su tina. No tuvo mejor idea que acostarse en el suelo a dormir. Lo despertó un golpazo de fiebre. No paraba de vomitar, sudaba copioso y las punzadas de estómago lo retorcían tanto que apenas pudo abrir los ojos. Cuando lo hizo descubrió al gato paseándose tras la persiana y marcando territorio. Nuestro héroe murió después de una larga noche de agonía. Su última reacción fue prenderse de la cortina; también hizo caer el viejo retrato. La ballenita quedó feliz ante el insólito rictus de muerte, el mismo que tuvo siempre.

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índice

la fuga lunar de emma rosé....................................................................... 9 las historias de monel.............................................................................. 17 ay, qué chamaca.......................................................................................... 21 tulipanes a la puerta................................................................................ 25 mejores perspectivas................................................................................. 31 la señora robin bajo la lluvia................................................................. 41 kabuki........................................................................................................... 47 mi camisa tropical..................................................................................... 53 el distinguido señor olea y las razones del ser gigante................... 57 tintinábuli................................................................................................. 63

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Kabuki. El álbum pánico, de Édgar Pérez Pineda se terminó de maquetar en febrero de 2016 en la ciudad de México

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