JUGUETES PARA ADULTOS
Las personas grandes han inventado el veinticinco de diciembre para jugar con los cachivaches que el Niño-Dios ha traído a los pequeños. A las doce de la Nochebuena, los adultos andan por la casa, midiendo la lenta y esperanzada respiración de los niños, sin poder contener los deseos de dar un fuerte redoble de tambor o sentarse a tocar en la sala el caramillo mecánico que ha permanecido en el armario desde la última quincena. Los niños se han acostado temprano porque son lo suficientemente astutos como para saber que mientras más a tiempo se acuesten a mejor hora les llegarán los juguetes. Pero su sueño no es el de todos los días. Es un sueño parecido al del hombre que va a viajar en la madrugada y que se acuesta perfectamente convencido de que va a descansar y pasa la noche dando vueltas en la cama, oyendo todos los ruidos exteriores, creyendo que está completamente dormido. Sin embargo cuando suena el despertador, descubre que no ha dormido nada y que las horas han transcurrido casi dolorosamente, arrastrándolo en un sueño artificial y como de papel molido. A la hora del viaje, el hombre está completamente cansado y convencido de que la noche es siempre más larga de lo que se cree. Así los niños, durmiendo con un ojo y vigilando con otro la sigilosa llegada del Niño-Dios, despiertan a media noche sobresaltados. Para ellos ha amanecido realmente. Porque para los niños, en la Nochebuena, al amanecer no es la salida del sol sino la llegada de los juguetes.
En la mañana del veinticinco, han transcurrido seis horas de juego. Los niños están fatigados y los cachivaches empiezan a ser objeto de un melancólico aborrecimiento. Nada tiene una vida más efímera que el tambor y la flauta, el globo de material de plástico o el caballito de madera.
Pero ya no importa. Los mayores, cuando los juguetes quedan abandonados en el rincón, tienen la oportunidad de disfrutar de lo que secretamente habían estado deseando durante todos los días anteriores. Y a las once de la mañana el papá, serio y trascendental, le da cuerda al automóvil de carrera o se divierte con la bailarina mecánica que él mismo adquirió antes con cierta indiferencia, con ese aire de dramático perdonavidas con que llegan a las cacharrerías los padres de familia. La madre está arreglando la casa con mobiliario en miniatura y los tíos, las tías y hasta los abuelos, están viviendo un nuevo instante de la remota infancia, haciendo reventar la casa con una atronadora fiesta de tambores y pitos, mientras los niños, jugueteando como de costumbre en el corredor, piensan: «¡Qué viejos tan idiotas!». Es hora de que los adultos reconozcamos que lo más agradable que tiene la Navidad, es la oportunidad que ella nos brinda para poder regresar, impunemente, a la época en que el mundo podía echarse a andar con sólo enroscar la cuerda de un juguete mecánico.