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© Ángel Remón Ruiz, Albalate de Cinca (Huesca), 2008 Edita: Ángel Remón Ruiz ISBN rustica: 978-84-613-3514-5 ISBN ebook: 978-84-686-3066-3 D.L.: HU178-2009 Imprime: BUBOK PUBLISHING, S.L. Esta obra ha sido publicada por su autor mediante el sistema de autopublicación de BUBOK PUBLISHING, S.L. para su distribución y puesta a disposición del público en la plataforma on-line de esta editorial. BUBOK PUBLISHING, S.L. no se responsabiliza de los contenidos de esta OBRA, ni de su distribución fuera de su plataforma on-line. Página Web del autor: http://angelremon.bubok.es
Esta obra la dedico especialmente a mi mujer Ana y a mi hija Idoia ya que sin su ayuda, comprensión y compañía ni mi vida ni mi Cetrería tendrían sentido.
MENCIONES Y AGRADECIMIENTOS Mi agradecimiento especial a Ana Mª Martín Estremo, por su inestimable ayuda y entrega en la revisión de esta obra; también por su magnífica valoración personal, que he decidido incluir en la contraportada al haber sabido reflejar a la perfección la esencia de esta novela. A los hermanos Ferrán y José Mª Ferrer, por su impagable ayuda así como por mantener su finca ‘Valonga’ preciosa y llena de vida. A todas las aves de presa que han compartido, y comparten, sus magníficos y espectaculares vuelos de caza conmigo. A todos los cetreros que con valentía, amor y respeto por las aves de presa mantienen viva la llama de la Cetrería.
Indice Preludio___________________________________________________ 11 1. De la pérdida de ‘Roncaleño’ _______________________________ 12 2. Del sorprendente hallazgo _________________________________ 13 3. Del castigo ______________________________________________ 18 4. De los inicios como aprendiz _______________________________ 23 5. De las clases de equitación ________________________________ 38 6. De los aperos y su confección ______________________________ 41 7. De cómo manejar las aves _________________________________ 44 8. De las clases de lectura y escritura __________________________ 47 9. De los intereses de don Rodrigo ____________________________ 51 10. De la preparación del viaje ________________________________ 54 11. De la captura de los halcones______________________________ 57 12. De los sentimientos ______________________________________ 71 13. Del desvelo _____________________________________________ 75 14. De cómo hacer que coma en el puño________________________ 81 15. Del placeo ______________________________________________ 84 16. De la primera vez que le retiramos la caperuza _______________ 92 17. De los primeros paseos sin caperuza _______________________ 98 18. De la primera vez que come en el exterior___________________ 103 19. De los primeros saltos al puño____________________________ 107 20. Del temple_____________________________________________ 114 21. Del placeo sin caperuza _________________________________ 118 22. De la introducción al señuelo _____________________________ 124 23. De las primeras lecciones en el campo _____________________ 128 24. De los primeros vuelos sin fiador__________________________ 144 25. De la aclimatación del caballo al halcón ____________________ 148 26. De la altanería__________________________________________ 158 27. De cómo enseñar al halcón a tomar altura __________________ 163 28. De la caza salvaje_______________________________________ 168 29. De la visita a don Rodrigo ________________________________ 172
30. Del desvelo de los niegos ________________________________ 178 31. Del amansamiento de los niegos __________________________ 186 32. De la musculación de los niegos y su introducción a la caza ___ 199 33. De la captura del azor ___________________________________ 205 34. De los escapes _________________________________________ 213 35. De la introducción a la caza de mano por mano ______________ 220 36. De la introducción a la caza del halcón troquelado ___________ 221 37. De la caza de ‘mano por mano’____________________________ 227 38. De la introducción a la caza de la perdiz ____________________ 233 39. Del desvelo del azor_____________________________________ 237 40. De los primeros saltos al puño del azor ____________________ 245 41. De cómo enseñar al azor a acudir al puño sin mostrarle comida 247 42. De cómo jugar con el azor _______________________________ 252 43. De la introducción del azor a la caza del conejo y la liebre _____ 255 44. Del adiestramiento del peuco gallinero _____________________ 263 45. De la caza de la liebre con azor ___________________________ 267 46. De la introducción del peuco a la caza _____________________ 269 47. De la captura del águila real ______________________________ 273 48. Del amansamiento de la real______________________________ 276 49. De los saltos al puño de la real____________________________ 285 50. De los vuelos sin fiador de la real _________________________ 289 51. De la introducción al señuelo de la real_____________________ 293 52. De la caza del zorro con la real____________________________ 296 53. Del noviazgo___________________________________________ 302 54. Del injerto de plumas____________________________________ 308 55. De la complicidad de doña Inés ___________________________ 314 56. De la jubilación del Maestro ______________________________ 317 57. Del primer encuentro con los nobles _______________________ 320 58. Del Torneo de altanería __________________________________ 330 59. Del Torneo de bajo vuelo ________________________________ 339 60. De la llegada del Rey ____________________________________ 342
61. De las votaciones y las carreras___________________________ 344 62. De las carreras _________________________________________ 350 63. De la exhibici贸n de las 谩guilas ante el Rey __________________ 358 64. Del embaucamiento a don Ordu帽o_________________________ 363 65. Del compromiso________________________________________ 366 I .Vocabulario cetrero II .Descripci贸n de las plumas del ala y cola de una rapaz
Preludio El Conde de Miralbán, don Orduño, había obtenido las tierras del Norte de la región dieciocho años atrás cuando, un año después de sus esponsales con doña Inés –hija de don Isidro, anterior Conde de Miralbán, por un matrimonio concertado cuando ella era todavía una niña– en un desgraciado accidente de caza, su suegro había sido herido de muerte por una flecha perdida que le atravesó el cuello y murió desangrado sin que se pudiera hacer nada por él. Su suegra, doña Úrsula, no pudiendo soportar el dolor por la muerte de su marido, se suicidó arrojándose de la torre más alta del castillo quince días más tarde. Aunque… cuentan las ‘malas lenguas’ que el accidente de caza no fue fortuito, sino que la flecha que mató a don Isidro, “llevaba el nombre” de Orduño, y que el suicidio de doña Úrsula había sido un empujón de su yerno, aunque no se había podido demostrar ninguna de estas habladurías. De su matrimonio con doña Inés, nació Eleonora. Era una chica de piel clara, como su madre, muy dulce, amable y hermosa. Eleonora contaba dieciséis años recién cumplidos y solía acercarse por el mercado para disfrutar de los ‘Cuentacuentos’ y los juglares, por lo que era muy conocida entre los aldeanos. Don Isidro, abuelo de Eleonora, había sido gran amante de la práctica de la cetrería y había tenido como cetrero uno de los más afamados de aquella época, don Iñigo, quien no tenía familia y había dedicado por completo su vida a aprender y descubrir los mil y un procedimientos necesarios para la práctica de este noble arte. Don Orduño, hombre tosco, brusco y ambicioso también gustaba de la cetrería y, aunque don Iñigo –por su rango de maestro cetrero– tras la muerte de su Señor don Isidro, tenía libertad de permanecer o no con el nuevo Conde, decidió servirle, aunque no le agradase nada don Orduño, por apego a la esposa de éste, doña Inés, a la que conocía desde niña y por la que sentía un gran cariño, pues además de hermosa, siempre había sido muy dulce y amable con todos, incluso con los sirvientes. Aparte, siempre la había sentido como de la familia, como una ahijada, porque con don Isidro, además de la práctica de la cetrería, les había unido una gran amistad, y siempre había sido tratado como uno más de la familia, cosa que, con don Orduño, había cambiado bastante.
1. De la pérdida de ‘Roncaleño’ Aquella mañana Orduño estaba especialmente furioso. Iñigo, su cetrero, no había vuelto todavía con ‘Roncaleño’, su torzuelo de Azor –que había recibido ese nombre por haber sido capturado en el valle Navarro de Roncal–. Lo había perdido la tarde anterior, cuando iba de caza, pues haciendo caso omiso a Iñigo – que le instaba a que, tras cinco conejos capturados, echándose la niebla y la noche encima, debían retirarse ya pues el azor, por sus continuas debatidas en el puño, daba muestras de querer ir a descansar– quiso lanzarlo de nuevo a otro conejo que salió lejos y cerca de su cado. ‘Roncaleño’ fue a por él decidido, aunque el conejo, alertado por el tintineo de los cascabeles que el azor llevaba en sus tarsos, lo vio y se escondió en su cado antes de que éste pudiese atraparlo, por lo que, sobrevolando el lugar dónde se había escondido el conejo, se posó en una rama alta. La niebla había espesado bastante y la noche hacía su entrada muy rápidamente, por lo que ‘Roncaleño’, aunque oía desde su atalaya la llamada del cetrero, no lo veía y debió decidir dar por terminada la jornada de caza y quedarse allí a dormir, que mañana sería otro día. Iñigo siguió llamándolo con el silbido al que había acostumbrado a ‘Roncaleño’ a acudir, pero conociéndolo, sabía que había optado por quedarse allí a dormir y, por mucho que insistiera, estaba perdiendo el tiempo y así se lo hizo saber a don Orduño quién, muy enfadado, culpó a Iñigo de la pérdida del azor, pero éste le tranquilizó asegurándole que regresaría allí al alba y lo recuperaría enseguida. Iñigo detestaba a Orduño como persona y como cetrero porque, aunque gustaba de la cetrería, no trataba las aves de caza con el respeto necesario y las ‘resabiaba’, debiendo emplearse a fondo en su adiestramiento para que quisieran cazar con él. También sentía que estaba mayor; el reuma y la artrosis le iban haciendo mella. Ya no podía estar tantas horas en el campo y las jornadas de caza se le hacían muy duras. El frío y las continuas nieblas le entumecían las articulaciones y los dolores eran cada vez más fuertes, tanto que en ocasiones sus rodillas no le aguantaban, teniendo que sentarse largo rato a descansar.
2. Del sorprendente hallazgo Estaba siendo especialmente frío aquel invierno, aunque aquella mañana de febrero había salido el sol, razón por la que Padre me había enviado a por más leña al bosque cercano a la aldea ya que, seguramente, no iba a alcanzar para todo el invierno la que habíamos almacenado en el otoño. El bosque, poblado por frondosos pinos y arbustos, sonaba con los cantos de los pajarillos, pero toda esa algarabía cesó de repente, y lo único que se oía fuertemente sobre aquel repentino silencio era un chillido agudo y desgarrador, que me recordó al emitido por los conejos que caían en las trampas lazo que solía colocar con Padre, en las inmediaciones de nuestra huerta, para evitar que nos dejaran sin verduras y que nos permitían, a la vez, comer un buen rancho de conejo de los que Madre preparaba y con los que todos nos rechupeteábamos los dedos. No recordaba que hubiésemos puesto lazos por aquella zona pero corrí hacia el lugar de donde surgían aquellos lamentos, cada vez más débiles, y de repente lo vi. Me clavó su mirada y detuve en seco mi carrera. A mis diecisiete años había visto otras veces ‘rapiños’, pero jamás tan de cerca. Pasaron unos segundos mientras esperaba que, al verme, echara a volar enseguida perdiéndose rápidamente en lo más oscuro del bosque, pero no fue así. Dejó de mirarme y comenzó a picotear el conejo –que al no moverse ni emitir sonido alguno supuse que estaba muerto– arrancando mechones de pelo de su lomo tan tranquilamente como si yo no estuviera allí. Permanecí inmóvil, observando cada detalle de su anatomía, y me pareció un ave fascinante, sus fuertes garras; su plumaje perfecto, gris pizarra por la espalda y barreado finamente de blanco y negro por el pecho, tan pegado al cuerpo que parecía que fuera de una sola pieza y no un conjunto de plumas; sus impresionantes ojos rojos, casi granates y la gran fuerza con que desgarraba, tirando con su agudo y ganchudo pico, los trozos de carne de aquel conejo. Mi estómago me advirtió que se acercaba la hora de comer y que, por cierto, hacía ya varias semanas que no habíamos tenido el placer de saborear ningún guiso de conejo de los de Madre, así que se me ocurrió dejarle comer un poco más, acercarme para que se espantara de mi presencia y así quedarme con su presa. ¡Lo contentos que se iban a poner en casa cuando apareciera con aquel manjar! ¡Seguro que Padre me dejaba para mi una de las patas
delanteras tan sabrosas! Además, esa sobremesa iba a ser mía, para relatar mi hazaña y sentirme el más importante de la casa, notando la mirada de orgullo de Padre que tan bien me hacía sentir. Sin darme cuenta, imbuido por esos pensamientos ególatras, me había ido acercando al ave, la cual, para mi sorpresa, continuaba comiendo tan tranquila sin prestarme la más mínima atención. Seguí acercándome a ella lentamente, creciendo en mí el temor de que fuera capaz de leer mis pensamientos y me atacara para defender su comida pero, cuando estaba a pocos pasos, advertí que en sus patas llevaba unas correas de cuero y unos cascabeles. ¿Quién le habría puesto aquello y por qué? No sabía que hacer, ya que el temor se iba apoderando cada vez más de mi al ver que el ave no huía, aunque me tranquilizaba un poco el que siguiera comiendo tranquilamente sin ni siquiera mirarme mientras me acercaba. No me atrevía a decir nada para no provocar su ataque, pero tampoco conseguía que se alejara de la presa y me detuve cuando estaba a menos de un paso. Seguía picando del conejo, aunque cada vez con menos ganas. Vi una rama en el suelo junto a mí y agachándome muy despacio la cogí con la idea de empujarle suavemente para poder quitarle su presa pero, al ver acercarse la rama, me miró, dejándome petrificado cuando, de repente, saltó del conejo y se poso en la punta de la rama que yo sujetaba horizontalmente frente a él. Fue en aquel preciso instante cuando sentí que aquella majestuosa ave me cautivaba para siempre, que quería enseñarme todo lo que era capaz de hacer y que nunca me cansaría de admirarla. Comenzó a arreglarse tranquilamente las plumas con su pico. Lo que más me trastornaba es que actuaba como si yo no estuviera allí y llegué a pensar que quizás estuviera soñando, pero todo parecía muy real, sobre todo el frío que hacía aunque hubiese salido el sol. Eso hizo que me diera cuenta de que llevaba bastante rato en el bosque y en casa se estarían preocupando. Cogí el conejo, lo metí entre mis ropas como pude con una mano y decidí llevar a casa al pájaro que me había encontrado para que Padre lo viera. Se mantenía erguido sobre la rama que yo agarraba por el otro extremo y caminando despacio llegué hasta mi casa, que se encontraba ligeramente apartada del resto de las de la aldea. Era una construcción pequeña de piedra y madera, con un porche a la entrada rodeado por una cerca, en el que solíamos cenar en verano. Cuando me acercaba a la puerta, el ave saltó de mi rama posándose en la cerca del porche y de ahí a una rama que sobresalía de la leña, que teníamos almacenada bajo éste para que
no se mojara cuando llovía y así disponer de troncos secos para la lumbre. Entré corriendo en la casa, gritando muy alterado: –¡Padre, Padre, venga corriendo! ¡Mire lo que he encontrado! Oí a mi padre en el otro cuarto acercarse rápidamente reprendiéndome: –¡Qué son esos gritos! ¿Has traído la leña? ¿Cómo has tardado tanto? ¡Ya me estaba preocupando! Saqué el conejo de entre mis ropas rápidamente, lo puse sobre la mesa y antes de dejar que Padre dijese nada más, lo agarré del brazo y lo saqué corriendo de la casa. –¡Corra, corra, antes de que se vaya! ¡Mire! –le dije entusiasmado, pero la reacción de mi padre no fue, ni mucho menos, la que yo habría esperado, pues con aire de gran enfado me gritó: –¿De dónde lo has sacado? ¿Sabes lo que has hecho? –y sin siquiera dejarme contestar añadió: –¡Dios mío, esto es terrible! ¿Te ha visto alguien con el bicho? Yo estaba aún más alucinado que al encontrar el pájaro ¿por qué Padre se enfadaba de aquel modo? No entendía nada. Al no contestarle, me agarró por los hombros zarandeándome fuertemente mientras me repetía aún más enérgicamente: –¡Contéstame! ¿Te ha visto alguien? –Entonces recordé que Nuño, un hombre de la aldea de aproximadamente la edad de Padre, estaba cerca del bosque cuando salí con el pájaro y me vio, pero no me dijo nada, se montó en su mula y se fue. Le conté esto a mi padre a lo que replicó exaltado: –¿Nuño? ¿Seguro que era Nuño? ¡Ahora si que estamos perdidos! ¡No sé como vamos a solucionar esto! –Entró en la casa, le dijo a Madre que metiese el conejo en un zurrón y que le diese un paño grande. Salió con el trapo, lo extendió y, mientras se acercaba lentamente al pájaro, me indicó: –¡Ve al establo y coge una de las jaulas de las de llevar los pollos al mercado! ¡Corre! –pero, antes de que me diese tiempo a moverme, el pájaro debió ver las intenciones de Padre, que eran echarle el trapo por encima para capturarlo, y saltó a la cerca que rodeaba el porche, quedando justo a mi lado. Del sobresalto, Padre soltó el paño, que cayó a mis pies y, sin saber qué me llevó a hacerlo, lo cogí, lo enrollé en mi mano y extendí el brazo frente al pájaro. Para nuestra sorpresa, el ‘rapiño’ subió a mi puño tranquilamente, sin ejercer presión alguna con sus garras, tan solo
la de su propio peso. Agarré con la otra mano las correas de cuero que colgaban de sus patas. –Creo Padre, que prefiere ir así, pero ¿me puede explicar que pasa? –Te lo digo por el camino. Voy a sacar la mula. ¡Que no se te escape ese ‘bicho’, puede que sea lo que nos salve un poco de la que se nos viene encima! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea la hora que se te ocurrió cogerlo! ¡Maldita sea! –y siguió renegando de esa forma mientras preparaba la mula y el carro. Yo no comprendía nada de lo que estaba pasando, pero nunca había visto así a Padre. Realmente… las cosas no estaban saliendo tal y como esperaba. Padre me hizo subir al carro. Madre le entregó el zurrón con el conejo que yo había traído, además de varios tarros de miel de los que cosechábamos de nuestras colmenas, pues la familia de Padre había sido siempre ‘los abejeros’ de la aldea, desde su bisabuelo, y ese oficio lo habían transmitido de padres a hijos. A mí no me gustaba nada. Odiaba aquellos insectos que zumbaban a mi alrededor dándome picotazos, aunque a Padre jamás le picaban, ni en los días de viento que se ponían especialmente agresivos. Creo que debían sentir por mi tanta simpatía como yo por ellos y por eso me picaban. Padre se enfadaba conmigo por hacer todo el trabajo relacionado con las abejas tan a disgusto, diciéndome con enojo y sarcasmo: –A que te vas a dedicar si no ¿a bufón, como esos de los mercados que tiran bolas al aire? ¡El oficio de la familia es este! ¿Vas a romper tú la tradición? –Ante esas observaciones tan solo me quedaba callar y continuar con el trabajo; pero lo que a mi realmente me encantaba era ir de caza con Padre, colocar trampas, pescar cangrejos en el río… cualquier cosa menos hacer miel y tener que lidiar con las ‘zumbonas’. Madre nos deseó suerte, rogándonos que tuviésemos mucho cuidado. –¿Dónde vamos? –le pregunté a Padre, una vez ya en camino. –Mira Friso, ese pájaro que llevas es del Conde Orduño. Lo utiliza para cazar y seguro que anda buscándolo. Ahora creerá que lo hemos robado y nos castigará duramente, ya sabes como las gasta. Acuérdate lo que le hizo al ‘Canuto’ cuando se enteró que había capturado un corzo. Mandó que le cortaran un pie para que se acordara siempre de quien eran los corzos, y eso que ‘Canuto’ le
explicó que, estando con las cabras en la montaña, el perro empezó a ladrar al borde de una grieta y pensó que habría caído una de sus cabras, pero al acercarse descubrió que era un corzo el que había caído muriendo allí atrapado y, al comprobar que llevaba pocas horas muerto, le pareció que no hacía ningún mal al llevárselo. Nuño le vio cuando bajaba con el corzo en los hombros y tardó poco en ir a contárselo al Conde, quien justificó el castigo por quedárselo y no habérselo entregado a él, ya que vivo o muerto, el corzo era de su propiedad. Ahora ‘Canuto’ ha tenido que malvender todas las cabras porque ya no puede subirlas a la montaña, y eso que, después de la infección que tuvo, no creíamos que se salvara, pero… para la vida que le queda… no sé lo que hubiera sido mejor. ¡Pues si Nuño es el que te ha visto, ya se lo debe estar contando al Conde! ¡Vete tú a saber lo que se le ocurre para castigarnos! ¡Maldita sea! ¡En qué lío nos has metido! Espero que llevándole al Conde el ‘bicho’ cuanto antes sea un poco comprensivo, aunque lo dudo. Me quedé alucinando, más por enterarme que esas aves se podían domesticar que por la historia de ‘Canuto’, que ya sabía, aunque se me encogía el corazón al pensar que mi padre pudiese correr la misma suerte por mi culpa, así que le dije con gran aplomo: –Mire Padre, aquí el único responsable soy yo, y creo que siendo un muchacho el Conde comprenderá que no lo he hecho con mala intención. Además, como usted dice, se lo vamos a llevar porque nos lo hemos encontrado, y como lo está buscando pues… ¡no creo que nos castigue! Padre me respondió con tristeza: –Te quedan muchas cosas por aprender en esta vida, hijo mío y, por desgracia, los que mandan suelen ser muy malos… – hizo una leve pausa, como analizando lo que había dicho y añadió como hablando más consigo mismo que conmigo –… debe ser por eso que son los que mandan–. Y ya no dijo nada más. Ambos proseguimos el camino imbuidos en nuestros pensamientos. Los de Padre no se cuales eran, pero los míos se centraban en aquel maravilloso ‘rapiño’ que portaba sobre mi puño, hasta que tomé la decisión de aprender a domesticarlo como fuera. Al cabo de un par de horas, llegamos hasta la puerta del castillo, donde los guardias nos dieron el alto.
3. Del castigo –Mi Señor, un aldeano, que dice llamarse Nuño, desea veros–. Le dijo uno de los guardias al Conde que se encontraba en la sala principal del castillo. –¿Ha dicho que quiere? Debe ser importante para venir a incordiarme cuando estoy preparándome para el almuerzo. –Dice que es por un tema relacionado con una de vuestras aves de presa. –Hazlo pasar –ordenó, intuyendo que debía ser sobre el azor que había perdido el día anterior, pues Iñigo todavía no había regresado. –Gracias por recibirme, mi Señor. –¿Que nueva te trae por aquí, Nuño? –Mi Señor, he visto un joven aldeano que portaba una de vuestras aves en un palo. Es hijo del ‘mielero’ y lo llevaba a su casa, seguramente para quedarse con él. Doña Inés, que en ese momento llegaba a la sala con su hija, oyó la información que Nuño estaba dando a su esposo y le susurró a Eleonora: –Ve con un guardia a buscar a Iñigo, que está desde el alba en el bosque buscando un azor que perdió ayer tu padre y le traes, que ya ha aparecido. Búscale por la zona de ‘La Pedrera’, que es donde me dijo tu padre ayer que lo habían perdido. Eleonora se apresuró en prepararlo todo para ir a buscarlo. Todos los guardias apreciaban mucho a la Condesa y a su hija, ya que el carácter de ambas era especialmente dulce y amable, por lo que cumplían gustosos sus órdenes. Cuando Eleonora y uno de los guardias se disponía a salir del castillo, llegaba otro de los guardias con Iñigo. –Lo he encontrado en el bosque –le aclaró a Eleonora–. Tiene el cuerpo entumecido por el frío, pero no quería acompañarme. Dice que estaba buscando uno de los pájaros del Señor, pero le he obligado a venir conmigo, pues le he visto muy pálido y con mala cara. Creo que en cuanto entre en calor y coma algo estará mejor. Eleonora ayudó a entrar a Iñigo, llevándole a la cocina para que se sentara junto a la chimenea. Pidió que le prepararan algo caliente de comer, le echó una manta por encima y mandó llamar a su madre. Iñigo fue recuperándose poco a poco con el calor de la lumbre. Cuando llegó la Condesa, Iñigo le explicó preocupado que ‘Roncaleño’ ya no estaba en las inmediaciones de la zona dónde lo
habían perdido cuando llegó allí, pero doña Inés le tranquilizó, comentándole lo que Nuño había contado al Conde. –¡Con razón no lo conseguía encontrar! ¡Ya me extrañaba que no acudiera a mi llamada! –exclamó Iñigo exaltado. Mientras tanto, en la sala principal, don Orduño, tras las explicaciones de Nuño, gritó encrespado: –¡Cómo que un aldeano tiene una de mis aves! ¡Tú y tú! ordenó señalando a dos de sus guardias– ¡Partid ahora mismo a la aldea y traedme a ese sinvergüenza! ¡Se va a enterar lo que le pasa al que intenta robarme! En aquel momento, el guardia de la puerta volvió a llamar la atención del Conde: –Mi Señor, hay un muchacho de la aldea, acompañado por su padre, que viene a traeros una de vuestras aves. –¡Mira que bien! ¡Vamos a resolver esto enseguida!– exclamó con satisfacción el Conde. –Yo ya me voy, Señor –advirtió Nuño algo inquieto– no quiero que me vean aquí. –Está bien, retírate, ya te recompensaré en otro momento por tu información. Cuando Nuño se hubo retirado, mandó que les hicieran pasar. Inés:
A la vez, en la cocina, Iñigo, intranquilo, comentó a doña
–Me voy enseguida a casa de ese aldeano. Tengo que recuperar a ‘Roncaleño’ cuanto antes. –Que te acompañe un guardia –le propuso ella–. Vamos a decirle a Orduño que ya estás aquí y que vas a ir a buscarlo. Cuando Iñigo y doña Inés, acompañados por Eleonora, llegaron a la sala principal oyeron al Conde dictar una sentencia: –No necesito oír ninguna de vuestras excusas. Ya sé que me habéis robado y estaba dispuesto a condenaros a muerte, pero al haber recapacitado y haberme devuelto lo sustraído, seré magnánimo, así que: ¡Por el robo de una de las aves de presa de vuestro Señor, os condeno a que este azor coma de vuestras nalgas dos onzas de carne a uno de los dos! –Y con tono soberbio, acercándose a nosotros pero sin mirarnos directamente, añadió– y para que comprobéis mi benevolencia, os dejo elegir a vosotros mismos sobre cual de los dos recae el castigo.
A
En aquel momento entendí claramente lo que mi padre me había dicho cuando íbamos hacia el castillo “…los que mandan suelen ser muy malos”. ¡Ni siquiera nos había dejado abrir la boca para explicarle lo sucedido! ¡Antes de que pudiéramos decir nada ya nos había juzgado y condenado! Lógicamente no iba a permitir que mi padre cargara con una culpa que me correspondía a mí, por lo que, antes de que Padre pudiese abrir la boca, asumí la condena. –¡Así sea! –indicó el Conde. –Pero… un momento Señor…deje que le explique –suplicó Padre. –¡He dicho así sea y no hay más que hablar! –le reprendió don Orduño enérgicamente. Eleonora –que cuando vio a aquel muchacho había sentido que su corazón se aceleraba, pues le había parecido muy guapo y bien formado– al oír la sentencia que su padre dictaba, agarró fuertemente la mano de Iñigo, como instándole a solucionar aquello como fuese, aunque sabía que era muy difícil hacer cambiar a su padre de opinión una vez había tomado una decisión. –Perdóneme, Señor –solicitó Iñigo. –¡Hombre Iñigo, por fin has vuelto! –Exclamó don Orduño, pues no se había percatado antes de su presencia en la sala. –¿Has visto lo que he tenido que hacer por tu incompetencia? –Lamento enormemente lo sucedido, mi Señor, aunque, seguramente, la pérdida de alguna de sus aves se podría volver a repetir, pues los años no perdonan, y ya me voy haciendo viejo para solventar con presteza los lances de caza. Por eso le rogaría que perdonara al muchacho y me lo asignara como ayudante personal, ya que ha demostrado tener suficientes dotes para ello al recuperar a ‘Roncaleño’ y… ya sabéis que llevo tiempo buscando un buen ayudante que se pueda convertir en mi digno sucesor, para que os pueda servir como vos merecéis, y el hecho de que haya traído a ‘Roncaleño’ en el puño y no en una jaula, como sería lo habitual en gentes que no conocen la cetrería, demuestra que el muchacho tiene posibilidades. –¿De veras crees que este patán aldeano merece de tu atención? – le preguntó el Conde extrañado. –Las aves no conocen de clases sociales, tan sólo de quienes saben tratarlas con el debido respeto, y creo que este muchacho, con mis enseñanzas, podría llegar a ser un buen cetrero. Orduño se quedó pensativo, pues sabía que Iñigo estaba envejeciendo y llevaba tiempo buscando un aprendiz, aunque no había encontrado a nadie que le agradara. Realmente, necesitaba B
un sustituto y conociéndolo sabía que no le engañaría solo por librar al aldeano de su condena. Tras meditarlo, le respondió: –Pues… si crees que puede ser tu sucesor, deberá demostrarlo en el torneo de caza que se celebrará en las fiestas para homenajear a mi hija Eleonora en su decimoctavo cumpleaños, es decir, de aquí a dos años, y al que acudirán muchos nobles del reino con sus mejores aves y cetreros–. Y mirándome amenazadoramente, añadió: –Pero ten muy claro zagal que, si me decepcionas, se cumplirá la sentencia. Así pues, Iñigo, queda a tu cargo y todos los gastos que ocasione correrán de tu cuenta. No tengo nada más que decir. ¡Podéis retiraros! Iñigo, colocándose un guantelete de cuero en la mano izquierda, se acercó a mí y extendió el brazo, momento en el que el ‘rapiño’ saltó con presteza a su puño y, con un gesto, nos indicó a Padre y a mí que le siguiéramos, conduciéndonos hacia la salida. –Tu hijo lo hará bien –le dijo don Iñigo a mi padre– no te preocupes. Eso sí, deberá permanecer conmigo en el castillo mientras dure su instrucción en el arte de la cetrería. Hoy puede regresar contigo a casa para despedirse de su madre y hermanos, pero mañana, al amanecer deberá presentarse aquí para quedarse. Padre, enseguida le replicó: –¡No podemos prescindir de su trabajo en la casa! ¡Tiene que ayudarme con las abejas! –Con la cojera que le provocaría el castigo que le ha impuesto don Orduño tampoco te sería de gran ayuda, contando con que no le matara la infección que tal herida podría provocarle, así que obedece y que esté mañana aquí al alba. Padre no dijo nada en todo el camino de regreso a casa. Seguramente iría pensando en como darle a Madre la mala noticia y cómo se la iba a tomar. Por mi parte pensaba que no se lo tomaría muy mal, porque sería una boca menos que alimentar y tendría un hijo viviendo en el castillo del Conde. Yo tampoco me atrevía a decir nada, y aunque por una parte me sentía triste por tener que abandonar mi hogar, por otra me sentía inmensamente feliz de poder conocer ese desconocido mundo que se abría ante mí, y también porque iba, ¡por fin!, a librarme de las picaduras de las ‘zumbonas’. esposo:
Durante el almuerzo, doña Inés le manifestó satisfecha a su
–Ha sido un noble gesto por tu parte el concederle ese muchacho de ayudante a Iñigo, pues es cierto que está muy mayor y realmente el chico parece espabilado. –Todos esos harapientos son espabilados, pero solo para holgazanear y planear las mil y una villanías posibles, aunque espero, por su bien, que Iñigo haya tenido buen ojo con él, ya que necesito al mejor cetrero porque me juego mi prestigio contra Rodrigo, quien en la última partida de caza no dejaba de alardear de las aves que iban a traerle desde tierras lejanas, y al que reté ante todos los nobles, harto de oírlo, a que lo demostrara en el torneo que organizaremos para el cumpleaños de Eleonora. ¡Tengo que callarle la boca a ese fanfarrón engreído! –Clamó el Conde airadamente– Además, si cree que va a quedarse con todas mis aves de caza ¡Va listo! –¡Has sido capaz de jugarte las aves, Orduño!– le recriminó doña Inés muy enojada– ¿Y si pierdes? –¡Pues vaya confianza que tienes en nuestro halconero! Siempre lo has defendido con uñas y dientes y ahora ¿dudas de él? –le preguntó su marido cínicamente. –No es que no confíe en Iñigo –respondió algo contrariada– pero es que está un poco achacoso y… –¡Pues por eso mismo le he entregado al zagal ese, para que le ayude! –¡Seguro que lo conseguís vencer, Padre! Iñigo es un gran Maestro –prorrumpió Eleonora con gran entusiasmo. Orduño, gracias a la dulzura de su hija y esposa, había suavizado bastante su carácter tosco y arisco hacia ellas, sobre todo con Eleonora, a la que adoraba. Era sangre de su sangre y su futura heredera, además de que también a ella le apasionaba la cetrería y le acompañaba muy a menudo en sus jornadas de caza, lo que hacía que compartieran bastantes momentos de diversión entre padre e hija. Además, era muy inteligente y despierta, lo que él valoraba mucho.
4. De los inicios como aprendiz Madre lloró bastante, pero se alegró de que mis nalgas siguieran intactas y no hubieran servido de alimento a aquel ‘pajarraco’. Y allí estaba yo, al alba, ante la puerta del castillo. Un guardia me acompañó ante el que, a partir de ahora, iba a ser mi instructor. Don Iñigo, cogiéndome del hombro, me pregunto: –¿Y tú como te llamas? –Friso, Señor. –Puedes llamarme Maestro; lo de “Señor” guárdalo para el Conde. Acompáñame, Friso, que voy a enseñarte dónde vivirás a partir de ahora. Cruzamos el patio de armas, pasamos por delante de los establos y entramos en un cuarto donde había unas estanterías, una pequeña chimenea, un camastro y una mesa grande rodeada por seis sillas. También había varias puertas. –Aquí es dónde vivirás –me dijo– y tras esas puertas –indicó señalando a izquierda y derecha– es donde se encuentran las aves de caza del Conde. Todo esto es la halconera. Deja aquí tus cosas. Tenemos dos años para salvar tu ‘trasero’ pero, aunque parezca mucho tiempo, tienes todavía mucho que aprender y, como comprobarás por ti mismo, el arte de la cetrería requiere mucha dedicación, tiempo y saber hacer, así que vamos a empezar ahora mismo con tus clases. Abrió una de las puertas y accedimos a una larga sala, de unos diez pasos de larga por cuatro de ancha, atravesada en toda su longitud por dos varas situadas a unos cuatro pies del suelo, una frente a la otra, de la que pendían unas telas que llegaban casi hasta el suelo. En las varas permanecían posadas varias aves, que me parecieron tan impresionantes como la que me había llevado allí, aunque no eran iguales. –Estas varas en las que descansan los halcones, se llaman alcándaras. Aquí permanecen los halcones atados, a una distancia suficiente para que no se puedan tocar entre ellos. La tela que pende de las varas es para evitar que, con las debatidas, se enrollen en ellas –comenzó a explicarme. Se acercó al primer pájaro que había en la alcándara y lo subió a su puño enguantado.
–¡Es un ‘rapiño’ precioso! –exclamé impresionado por su belleza.
–¡Los ‘rapiños’ no existen en cetrería Friso! –Me advirtió algo enojado.– Todas las aves que empleamos son aves nobles y tendrás que tratarlas con respeto; para que así puedas hacerlo, tienes que empezar a conocerlas por lo que son y por lo que hacen. Esta que tengo en mi puño es un ‘halcón peregrino pasajero de rapela altanero’. Se llama halcón porque pertenece a la familia de los halcones, que los diferenciarás de cualquier otra especie de ave por su cabeza redondeada; sus grandes ojos redondos y oscuros; sus ‘narinas’, recubiertas por la ‘cera’ y que tienen en su interior un ‘botón’; su pico ancho, corto y provisto del llamado ‘diente del halcón’. Como puedes observar, la forma del cuerpo de los peregrinos es triangular, con anchas espaldas, talle estrecho y cola mediana, con el plumaje muy apretado, tanto que no penetra el agua de la lluvia. Sus alas son largas y puntiagudas, y plegadas, casi llegan al borde de la cola. Se le dio el nombre de peregrino, porque cuando son jóvenes y antes de su primera muda, viajan por tierras desconocidas al estilo de los clérigos y hombres de fe que peregrinan a tierras santas. Éste, en concreto, es ‘pasajero de rapela’ porque fue capturado cuando volvía de su peregrinar, antes de hacer su primera muda, ya que si hubiera sido capturado después de la primera muda lo denominaríamos ‘zahareño’; y es ‘altanero’ porque su técnica de caza es el ataque a la presa desde la altura. Me sentí abrumado por aquella explicación. ¿Cómo había podido ser tan ignorante y llamar vulgarmente ’rapiño’ a esa magnífica ave que tenía más títulos que un Señor? “¡Será por eso que son aves nobles!” pensé. Por el rabillo del ojo vi a una muchacha que nos observaba desde la puerta de la halconera. Mi maestro la invitó a entrar. –No quería interrumpiros– aclaró con una voz dulce pero que denotaba cierto nerviosismo al haber sido descubierta. –Mira Friso, te presento a doña Eleonora, la hija del Conde. También ella gusta de volar halcones y los trata con tal dulzura que gozan de permanecer largo rato en su delicado puño. Esas observaciones, hicieron enrojecer las blancas mejillas de doña Eleonora, quien, al sentir que empezaba a ruborizarse, se despidió rápidamente y se fue antes de que pudieran darse cuenta de lo que le sucedía.
Eleonora jamás se había sentido así, ni siquiera cuando tenía que bailar con los hijos de los nobles que asistían a las fiestas que organizaba su padre. En realidad, siempre había preferido escuchar las historias de caza que relataban los mayores que los tontos juegos que proponían los muchachos de su edad. A lo mejor era consecuencia de no haber tenido hermanos. Pero aquello que sentía cuando Friso la miraba la desconcertaba mucho y no podía pensar en otra cosa. Necesitaba verle. No comprendía lo que le atraía de aquel muchacho, ya que sus ropas distaban mucho de ser elegantes, pero le sentaban bien y su media melena no estaba cuidada, pero era bonita, de un tono castaño, ondulada y brillante. Pero lo que realmente le impresionaba era su mirada. Tenía los ojos de un color entre verde y azul pero la forma de mirarla… era como si leyese sus pensamientos y pudiese descubrir lo que sentía. Don Iñigo, muy observador, cualidad que debido a su oficio tenía bien desarrollada, se había percatado perfectamente del nerviosismo de Eleonora y, aunque le preocupaba que cualquier cosa pudiese distraer la atención de su pupilo, no le dio importancia, pues Friso no había mostrado ningún interés especial hacia ella. Incluso antes de que Eleonora hubiera desaparecido tras la puerta el muchacho tenía la vista clavada de nuevo en el halcón peregrino que le había mostrado. –Maestro, no me ha quedado clara una cosa. El ave que yo encontré no tenía ese bultito en el centro del agujero de la nariz, que creo que lo habéis llamado ‘botón’. ¿Es que sólo lo tienen los halcones? y ¿por qué lo tienen? –Sí Friso, sólo lo tienen los halcones y lo tienen porque suelen cazar picando sobre sus presas desde mucha altura a gran velocidad. Por ello, el chorro de aire que entraría por sus fosas nasales sería tan fuerte que no les permitiría respirar, así que la misión del botón es dispersar ese chorro de aire y facilitar que puedan respirar con normalidad en los picados. “¡Qué sabia es la Naturaleza!” pensé, mientras continuaba explicándome: –Este halcón que te he mostrado es una ‘prima’, que es así como se denomina en cetrería a las hembras, y su nombre es ‘Saeta’. Al macho, se le llama ‘torzuelo’. ‘Saeta’ tiene doce mudas, que son las veces que ha mudado su plumaje y todas las aves de presa lo hacen una vez al año. El tiempo de muda dura desde la primavera al otoño. Hay que tener especial cuidado durante la muda, porque si se le rompiera una de las plumas ‘en sangre’, es decir, cuando le está saliendo y todavía tiene irrigación sanguínea
en su interior, esa pluma no le saldría hasta la muda del año siguiente, y si la rotura se produjese en su base, lo más probable es que no volviera a salirle nunca más. Mi Maestro se percató de que yo estaba embobado mirando otro de los halcones que estaba en la alcándara, motivo por el que, elevando un poco su tono de voz, me preguntó: –¡Me estás escuchando, zagal! –Sí, Maestro, me decíais que hay que tener especial cuidado en la temporada de muda. Y ¿cuántas mudas tiene este halcón? Debe ser más joven que ‘Saeta’, pues es bastante más pequeño ¿no es así?– Esperaba su primer halago al haberme percatado de ese detalle, pero su respuesta me dejó claro que más vale callar si no sabes de lo que hablas. –¡No Friso, no, todo lo contrario! ¡Ese halcón tiene quince mudas, y si es más pequeño de tamaño es porque es un torzuelo! ¡Haz el favor de atender y no te adelantes a mis explicaciones! ¿De acuerdo? Me pareció, por su tono de voz, que empezaba a enojarse por mi estupidez, así que decidí asentir con la cabeza y no decir nada más. Continuó con la explicación y poco a poco su tono de voz se fue sosegando. –Mira Friso, en la mayoría de las aves rapaces, el torzuelo es más pequeño que la prima. Se cree que es debido a que, al ser ésta última la que debe cuidar a los pollos en el nido y defenderlo, es de mayor tamaño. El macho, por su parte, tiene que ser muy ágil en la caza para abastecer de comida a toda su familia, y por eso es de menor tamaño. Además las rapaces solo crecen durante sus dos o tres primeros meses de vida, hasta que están completamente emplumados o ‘descañados’, que es el término que se emplea en cetrería. El tamaño que tengan en ese momento será el que tengan durante toda su vida. Lo único que variará a partir de entonces es el color y tamaño de su plumaje y, claro está, su desarrollo muscular. ¿Te has enterado? De pronto se escuchó un ruido en la habitación contigua. –¿Quién anda ahí? –preguntó mi Maestro mientras dejaba a ‘Saeta’ de nuevo en la alcándara. –Soy yo, Pascual, que te traigo los guanteletes y el morral que me encargaste. Es que te he oído hablando y no quería interrumpirte. –Pasa Pascual, que voy a presentarte a mi nuevo aprendiz. Se llama Friso, y cuando tengas un poco de tiempo, te agradecería que le enseñaras a confeccionar los aparejos básicos que se
emplean en cetrería–. Le estreche la mano a Pascual y mi Maestro me comentó: –Es un magnífico guarnicionero y artesano, Friso. ¡Mira que lúas ha traído! –comentó mientras me mostraba uno de los guantes.– Son muy cómodas y flexibles–. Y dándole unas palmaditas en el hombro a Pascual, le dijo con gran satisfacción: –Pascual, has hecho, como siempre, un trabajo estupendo. –Gracias Iñigo –le contestó muy complacido– ya sabes que la experiencia hace maestros y ya son muchos años los que llevo sirviéndote. No estabas tan contento con mis servicios cuando nos conocimos ¿recuerdas? ¡Me hiciste hacer una caperuza siete veces! Mi Maestro y Pascual siguieron recordando viejos tiempos. A mi me quedó la duda de qué era una caperuza, pero preferí no decir nada, no fuera que me cayera otra reprimenda. También me había parecido entender que Pascual me tenía que enseñar a confeccionar cosas de cuero. ¿Para ser cetrero también hay que ser guarnicionero? Las dudas se iban acumulando en mi cabeza y no sabía si sería capaz de acordarme de tantas cosas. Me estaba empezando a parecer demasiado complicado y no sabía si realmente era necesario aprender todo aquello. “¡A ver si esto va a ser peor que las abejas!” pensé. Pero realmente, aquellas aves me apasionaban; deseaba portarlas en mi puño y tener la oportunidad de ver cómo cazaban, por lo que decidí emplearme a fondo en el aprendizaje. Mi maestro se despidió de Pascual, volvimos de nuevo junto a los halcones, y prosiguió con sus enseñanzas donde lo habíamos dejado. –Este torzuelo de halcón peregrino es ‘roquero’ porque fue capturado cuando contaba unos veinticinco o treinta días de edad; se les denomina así porque ya empiezan a ejercitar las alas y se mueven por la pared del nido. La mayoría de los halcones crían en cortadas. Los azores, como ‘Roncaleño’, crían siempre en árbol, por lo que a los pollos capturados a esa edad se les llama ‘rameros’. A los que son capturados a edad temprana dentro de sus nidos se les denomina ‘niegos’. Hizo una pausa para permitirme asimilar todos los datos que me estaba dando y al poco continuó: –Todos los peregrinos, hasta su primera muda, presentan un plumaje diferente, ya que suelen ser de colores pardos y oscuros, y no de colores azulados y blancos como los adultos; esto es así para que los jóvenes puedan dedicarse a la caza por
cualquier territorio sin que los adultos que lo regentan les ataquen, porque los peregrinos son muy celosos de sus territorios de caza, y no permiten la entrada en ellos de otros congéneres adultos. Como puedes observar, los peregrinos tienen los dedos largos y finos, especialmente dedicados a la captura de aves en vuelo, a la par que sus tarsos son cortos y gruesos, lo que les dificulta el trabar las presas que estén posadas en el suelo. El plumaje de la cabeza, en jóvenes y adultos, es siempre oscuro y presentan grandes bigoteras, que son estas manchas de plumas que recorren sus mejillas hacia el pecho a modo de bigotes. El color de la cera, las manos y los tarsos, en los adultos, es de color amarillo y en los jóvenes, varía del verde azulado hasta el amarillo pálido, dependiendo de las latitudes de que proceda pues, aunque en líneas generales todos los peregrinos son iguales, los del norte son de cuerpos más grandes y de colores más claros, siendo los más albos y grandes los llamados “neblí” y los más pequeños, que crían en los cantiles marítimos del sur, se les denomina “baharí” y “tagarote”, siendo éstos últimos los que tienen fama de ser los peregrinos más rápidos. Junto al torzuelo de peregrino, había un halcón de plumaje pardo, y le pregunté: –Entonces, ¿éste es un peregrino que aún no ha cumplido su primera muda? –No Friso. Debes saber que hay diferentes especies de halcones y que cada una tiene distinto plumaje. Tienes que fijarte bien en los detalles para diferenciar las distintas especies de halcones. Éste al que te refieres es una prima de halcón sacre niega de tres mudas. En los sacres, el color que predomina en sus espaldas es el marrón, con las plumas orladas en blanco, crema o rosa, y en el pecho siempre presentan pintas de color negro o marrón sobre fondo crema o blanco, a diferencia de los peregrinos que lo tienen barreado horizontalmente de negro sobre fondo blanco o crema. La cabeza es siempre más clara que el resto del cuerpo y tienen las colas muy largas, de igual tamaño que los azores. Como puedes observar, son más corpulentos que los peregrinos y sus dedos también son más cortos y recios. Los sacres jóvenes, son de un plumaje muy parecido al de los adultos, aunque siempre son más oscuros, y la cera, las manos y los tarsos son de un color verdoso azulado, mientras que los adultos presentan un tono amarillo pálido o intenso, dependiendo de la alimentación que les demos o de si están en época de celo. Las bigoteras, son finas en jóvenes y adultos.
–Otra de las especies que se suelen emplear en cetrería – continuó explicándome– son los halcones lanarios, denominados en cetrería “borní” o “alfaneque”, dependiendo de si provienen de Europa o de África. De tamaño y plumaje son similares a los peregrinos, aunque se diferencian claramente de estos por tener la parte posterior de su cabeza ‘pintada’ de color ladrillo, pero de jóvenes, su plumaje no difiere mucho del de los peregrinos y, como el valor de los lanarios para la cetrería es menor, algunos mercaderes te pueden intentar engañar. Para que eso no te ocurra, deberás comparar la longitud de su dedo central con la longitud del tarso, siendo en el lanario más largo el tarso que el dedo central y al contrario en el peregrino. –Veo que tenemos muchas especies de halcones para manejar, Maestro. Y entre todas las especies que habéis nombrado ¿cual es la preferida de don Orduño? –Ninguna de estas, Friso. Acompáñame. Nos dirigimos hacia una puerta cerrada con un gran candado que había al fondo de la sala de las alcándaras. Mientras abría la puerta, me informó: –Aquí está el preferido de don Orduño. Esta muda es solo para ella. Entramos en la muda, de grandes dimensiones, y vi un gran halcón posado sobre un tocón. Su tamaño era prácticamente el doble de los que hasta ahora había visto. Su plumaje era blanco puro por el pecho y la cabeza, mientras su espalda era de fondo blanco, moteada ligeramente de un negro brillante. –Es realmente preciosa –murmuré sin quitarle la vista de encima al halcón. –Es una prima de halcón gerifalte blanco pasajero de cuatro mudas, y su nombre es ‘Nieves’. Son halcones muy difíciles de conseguir porque crían en latitudes muy, muy al norte. Muchos ejemplares perecen durante el viaje al ser éste muy largo y porque muchos de los mercaderes que los traen son poco duchos en las labores de cetrería. Ésta, en concreto, fue un obsequio de un noble noruego al que don Orduño había regalado varios baharís adiestrados por mí. Los gerifaltes son los halcones más grandes que existen y, por lo tanto, no los podrás confundir con ningún otro. Esta especie de halcón tiene varios plumajes que van desde el negro hasta el blanco puro. Por ser los más grandes y difíciles de conseguir, suelen ser los preferidos de todos los nobles. De pronto, un sonido emitido por mi estómago, interrumpió su explicación, por lo que, con una sonrisa, me indicó: A
–Es la hora de comer. Vamos a la cocina, que ya nos estarán esperando. Nos dirigimos a la cocina, donde nos esperaba María, la cocinera. Era una mujer de unos treinta y cinco años, un poco entrada en carnes, de cara redonda y mofletes sonrosados por el calor de los fogones. Llevaba su larga melena recogida en un moño que tapaba con un sombrerito blanco de tela que anudaba bajo su barbilla, lo que remarcaba la redondez de sus facciones. Cubría su vestido con un gran delantal azul con peto que le llegaba casi hasta los pies. Estaba de espaldas a la puerta removiendo algo en un puchero y, sin dejar de hacerlo, giró levemente la cabeza pero sin llegar a mirarnos, pues reconoció la voz de mi Maestro cuando la saludó al entrar. –Hola Iñigo, pasa, que enseguida está la comida. –¿Qué deliciosos manjares nos has preparado hoy? –le preguntó mi Maestro, a lo que ella, halagada, sin dejar de remover lo que hubiese en el puchero respondió: –Tenemos un delicioso cocido de gallina vieja de las que matamos ayer porque ya casi no ponían huevos, Solo comen y comen, pero de poner ya nada, así que… ¡a la olla! ¡Menudo caldo bueno que hacen! Le he añadido algunas verduras, unos tacos de tocino, algunas hierbas y unos garbanzos de esta cosecha, que han salido muy gordos y de pellejo fino, no como los de la pasada que eran pequeños porque… –y antes de que siguiera con su explicación ‘garbancera’, mi Maestro la interrumpió. –Te presento a Friso, mi aprendiz. María dejó de remover el cocido y se giró rápidamente para mirarme de arriba abajo. –¿Así que tú eres el muchacho que trajo el pájaro del Señor? –Me preguntó mientras se acercaba– ya me han contado que estuviste a punto de perder un trozo de ‘culete’ y que si no es por Iñigo… ¡Pues menos mal, porque con lo flaco que estás! ¿Comes poco, hijo? –y sin darme siquiera tiempo a contestar a ninguna de sus preguntas, me agarró por los hombros y me condujo hacia una gran mesa rectangular de madera recia, rodeada por cuatro bancos y dispuesta para varios comensales mientras me decía: –Vente por aquí, que hay que solucionar esto. A ti hoy te voy a poner la mejor pizca, a ver si engordamos un poco ese trasero ¡qué como el señor te vuelva a castigar, el pájaro no va a tener nada que comer! –agregó socarronamente mientras me empujaba de los hombros para que me sentara en el banco.
B
Mi maestro se sentó junto a mí y María volvió a su puchero, retomando su disertación sobre la calidad de los garbanzos. –Es muy buena mujer y magnífica cocinera, pero hablando no tiene fin –me susurró mi Maestro con una expresión de resignación y acercándose un poco a mi oído para que María no le oyera. De sopetón, se abrió la puerta y entró jadeando una muchacha de unos quince años, un poco regordeta pero muy guapa. –¡Aquí tienes la albahaca, Madre! –exclamó la muchacha. –¡Menudo susto nos has dado, Antonia! –la reprendió María– ¡Pero qué brusca eres! ¡No ves que está aquí Iñigo con su nuevo ayudante! ¿Qué crees que van a pensar de ti, hija, si entras como una mula? –y sin darle tiempo a responder, y con el mismo tono de indignación, le preguntó: –¿Cómo has tardado tanto en traer una simple mata de albahaca? ¡Ahora ya no la necesito! Con la cara colorada por el sofoco, provocado más por la vergüenza de que su madre la reprendiera delante de nosotros que por haber llegado corriendo, replicó enojada: –¡Es que a Matías se le escapó otra vez el cabrito y se ha comido las matas de albahaca y también las de romero! ¡He tenido que ir a buscarla a la otra punta del castillo! –¡Ese maldito cabrero no tiene ningún cuidado con sus cabras! ¡Ya es la tercera vez que uno de sus cabritos se come mis hierbas! ¡Voy a ir luego a advertirle que, la próxima vez que ocurra, le mataré el cabrito y nos lo comeremos asado! Además a ese no habrá que añadirle hierbas, porque como ya se las habrá comido… –murmuró sarcásticamente. – Hola, soy Antonia –me dijo la muchacha acercándose hacia mí.– ¿Tú cómo te llamas? –Soy Friso. –Encantada de conocerte, Friso. Perdonad mi brusquedad, pero no sabía que estabais aquí. – No pasa nada, Antonia –le respondió mi Maestro– los jóvenes sois todos así de impetuosos. Sírvenos ya que tenemos trabajo. Y cogiendo un par de cuencos, se los acercó a su madre, que seguía refunfuñando contra el cabrero mientras removía el cocido. Antonia nos sirvió gentilmente la comida y se fue a ayudar a su madre en el fregadero.
–Le has caído bien, Friso. ¡Te ha puesto dos pizcas de tocino! –Apuntó mi Maestro observando mi comida– no se te ocurra dejar nada o se ofenderá. No era mi intención dejar nada. Aquel cocido olía de maravilla y hacía rato que mi estómago me pedía que le echara algo. Comencé a comer con avidez y a toda prisa. –¡Qué forma de comer es esa, zagal! ¡Que no estás en una zolle!– me regañó mi Maestro elevando la voz. –¿Qué he hecho? –le pregunté balbuceando con la boca llena a dos carrillos. –En primer lugar no se habla con la boca llena, ni se inclina uno abrazando el plato como si se lo fueran a quitar, ni se coge la cuchara como si llevaras un palo. Además, no debes emitir esos ruidos al sorber el caldo y hay que masticar con la boca cerrada. Hasta que no hayas tragado el anterior bocado no debes llevarte otro a la boca. ¡Tampoco llenártela tanto, que te vas a ahogar! No debes arrancar a mordiscos el pan directamente de la tajada, sino que tienes que cortar con las manos el trozo que vayas a comer de un bocado –me increpó mirándome muy serio. Me quedé perplejo, con los dos carrillos hinchados y sin saber qué hacer. ¡Con lo fácil que me había resultado comer hasta aquel momento! –Traga, anda traga, que te tengo que enseñar incluso a comer. ¡Qué cruz! –Dale tiempo al muchacho, Iñigo, que todo es nuevo para él –alegó María en mi defensa.– Además, seguro que come con tanta ansia porque tiene mucha hambre y mi cocido está muy bueno ¿verdad, Friso? – Si señora, muy bueno– respondí una vez hube tragado. – ¡Tiene que aprender buenas maneras, María! –Replicó él.– Un cetrero tiene que saber relacionarse con todo tipo de clases sociales. ¿Te lo imaginas comiendo así estando a la mesa del Señor? ¡Seguro que le echaba el plato al suelo y le hacía comer con los perros! A Antonia, que seguía fregando cacharros, se le escapó una risita imaginándolo. Cuando acabé de comer, pedí permiso a mi Maestro para salir fuera. –Vale, pero no te vayas muy lejos– me advirtió, y se quedó conversando con María. Salí de la cocina y observé los alrededores. A la derecha estaba el corredor que llevaba a la halconera, al frente un gran patio
empedrado, y al fondo, junto a la muralla que rodeaba el castillo, se veía un pequeño huerto. A la derecha había unos cuantos aperos de labranza, y más allá se divisaba otro callejón. Junto al huerto, en un carro de los que se emplean para acarrear forraje, me pareció ver un ave posada. Me acerqué poco a poco y comprobé que era un halcón peregrino como los que me había enseñado mi Maestro en la halconera, por lo que deduje que se habría escapado. Pensé en salir corriendo hacia la cocina a avisarle, pero junto a mí había un palo largo y se me ocurrió recogerlo como había hecho con el azor cuando lo encontré en el bosque. Entre que tenía miedo de que el halcón se fuera mientras iba a avisar a mi Maestro y que si conseguía recuperarlo se sentiría muy orgulloso de mí, agarré el palo por un extremo y se lo fui acercando al halcón, que me miraba con cierta extrañeza. Ya tenía el palo bastante cerca del halcón y de pronto, una voz de mujer a mi espalda me gritó: –¡Qué haces! Me sobresalté y el halcón saltó a volar. Mientras me quedaba mirando como se iba, muy enojado le grité: –¡Por tu culpa se ha escapado el halcón de mi Maestro! ¡Ya casi lo tenía!– y me volví hacia ella para seguir abroncándola: –¡Lo ves…! ¡Oh, mil perdones doña Eleonora, no sabía que erais vos!– Ya me veía de nuevo ante don Orduño por haberle gritado a su hija. No salía de una que ya me metía en otra. –¿Por qué ibas a pegarle a mi halcón con ese palo?– me preguntó muy enfadada. –No iba a golpearlo, iba a recogerlo como hice con el azor de vuestro padre– me excusé. Eleonora cambió su expresión de enojo por una sonrisa sarcástica y me aclaró: –¡Cuán ignorante eres, Friso! ¡Mira y aprende!– Levantando su puño izquierdo enguantado y emitiendo un silbido, al momento, el halcón que permanecía sobrevolando el castillo, picó hacia nosotros y se posó suavemente en él. Ella, mirándome con aire de superioridad, me explicó: –Para coger un halcón no hace falta ningún palo, solo tienes que llamarlo y viene. Iñigo, que había observado todo lo ocurrido desde la cocina se acercaba hacia nosotros. –¿Ya has aprendido algo más? –me preguntó con una sonrisa irónica.
–Sí –le contesté–, he aprendido que no tengo que coger los halcones con un palo, sino que les silbas y acuden, pero lo que no entiendo es por qué éste está suelto y los demás atados. –Buena pregunta, Friso –respondió él– eso es porque éste halcón está troquelado. Eso quiere decir que ha sido criado, desde que tenía unos diez días de edad, por la delicada mano de Eleonora, por lo que ‘Cascabel’ la identifica a ella como su madre, y a las demás personas como tú o yo, como sus hermanos, lo que le convierte en un halcón manso y confiado con todas las gentes. Además, al haberle permitido volar libre desde pequeño, se le puede mantener siempre en libertad, pues considera el castillo como su casa y los alrededores como su territorio de caza. De momento, con esta aclaración te vale; ya te explicaré los diferentes sistemas de criar halcones cuando llegue su momento. Lo que tienes que hacer ahora es ir a las caballerizas a ver a Pablo, que te asigne un caballo y te diga cuando puede enseñarte a montar, que yo he quedado con el herrero para unos trabajos. Cuando acabes allí, vuelves a la halconera–. Y mirando a Eleonora le preguntó: –Llego tarde, ¿serías tan amable de acompañarlo? –Por supuesto, Iñigo, además quería salir un rato a montar–. Ella, con un grácil movimiento de su brazo, soltó a volar el halcón, que partió hacia el torreón, y nos dirigimos a los establos. –¿Has montado a caballo alguna vez, Friso?– me preguntó Eleonora. –A caballo no, pero soy un experto jinete de burros y mulas. Al escuchar mi respuesta, soltó una fuerte carcajada. No entendía que le hacía tanta gracia. Desde pequeño montaba en la mula de Padre y en el burro de mi tío. No sabía como tomarme aquella reacción. Llegamos a las caballerizas y nos asomamos a los establos. –¡Pablo! ¿Estás ahí?– gritó Eleonora. –¡No! –respondió un muchacho desde dentro.– Mi padre está donde Sebas, que ha ido a herrar un caballo. ¿Qué tal, doña Eleonora? –¡Marcelo! –Replicó ella enfurruñada– ¡Ya sabes que no me gusta que me llames “doña”! ¡Me hace sentir vieja! –Sí, pero como mi padre se entere que te tuteo, me la cargo– alegó él. –Pero ahora no está, así que no tienes de que preocuparte. –¿Y éste quién es? –le preguntó Marcelo haciendo un gesto con su cabeza, como señalándome, y mirándome de arriba abajo. Yo le devolví el repaso visual.
Marcelo tenía el pelo moreno y ensortijado, parecía más o menos de mi edad; era de complexión fuerte y un poco más alto que yo. –Es Friso, el nuevo aprendiz de Iñigo. Hemos venido para que tu padre le asigne un caballo y le enseñe a montar, aunque ¡es un experto jinete en burros y mulas!– apuntó socarronamente Eleonora. Marcelo dibujó una sonrisa burlona en su cara y volvió a mirarme de arriba abajo. Estaba empezando a arrepentirme seriamente de haber hecho ese comentario. –Hola, soy Friso– le dije para intentar romper aquella situación tan incómoda para mi. –Encantado, Friso. Yo soy Marcelo, el hijo de Pablo. Pasad y os enseñaré los últimos potros que hemos domado. Estábamos viendo los caballos cuando llegó el padre de Marcelo. –Hola doña Eleonora. Nos honra con su presencia. –Hola Pablo– le respondió ella. –Tú debes ser el nuevo aprendiz de Iñigo –me dijo. –Me lo he encontrado en la herrería y me ha dicho que estabas esperándome aquí para que te asignara un caballo. ¿Sabes montar? Eleonora iba a aprovechar la ocasión para ridiculizarme de nuevo, pero antes de que lo hiciera, la miré de reojo fulminantemente, lo que hizo que se sonrojara levemente y no dijera nada. –Dice que es experto… –comenzó a decir Marcelo y, antes de que terminara la frase, me apresuré a decir: –¡No!, no he montado nunca a caballo. –Pues habrá que solucionar eso, pero primero vamos a elegirte un caballo– me propuso Pablo. –Voy a salir un rato con ‘Zalamero’ ¿me lo puedes preparar, Marcelo?– le pidió Eleonora. –Enseguida, doña Eleonora– le contestó y despidiéndose de Pablo y de mí, ambos se fueron. Pablo echó su brazo por mis hombros y me enseñó los establos. Cuando me hubo mostrado todo, me llevó hacia un caballo, parándonos frente a él. –¿Qué te parece éste, Friso? Es un potro árabe alazán. Esta raza es ideal para los cetreros porque es un caballo ágil, rápido y resistente, a la par que muy noble. –¡Es precioso!– murmuré mientras acariciaba la frente de aquel caballo.
–Así pues, ¿te gusta? ¡Pues ya tienes caballo! Se llama ‘Leyenda’ y seguro que os llevaréis bien. A partir de mañana empezaremos con tus clases de equitación y ya hablaré del horario con Iñigo. –Pues mañana vengo. Muchas gracias. Ahora me voy, que mi Maestro me espera–. Y me dirigí a la halconera. Iñigo estaba esperándome sentado, disfrutando de un buen vaso de vino y con el azor que yo había encontrado -que se dedicaba a acicalar sus plumas-, posado tranquilamente en su puño. –Bueno Friso ¿ya tienes caballo? –me preguntó. –Sí, Maestro, un potro árabe que se llama ‘Leyenda’. Me ha dicho Pablo que mañana comienzo mis clases de equitación y que hablará con usted del horario. –Bien. Bueno, retomando lo que hablábamos esta mañana de las diferentes especies de halcones, te diré que hay muchas más, pero las que te he nombrado esta mañana son las que básicamente se emplean en cetrería por ser las más rápidas y hábiles en la caza. Hay otro tipo de rapaces que no son halcones y que también empleamos en cetrería, como son los azores, gavilanes y águilas. A los azores ya los conoces y, al igual que en los halcones, son más grandes las primas que los torzuelos. El plumaje en los azores jóvenes es de tonos marrones, y no presentan el barreado horizontal en pecho y flancos de los adultos, sino ‘lágrimas’ marrones sobre fondo crema. Cuando nacen tienen los ojos de color azul cielo que durante sus primeros meses de vida pasa a ser amarillo pálido; con dos mudas es amarillo intenso; con cuatro, anaranjado; con seis rojo, y con más de diez granate. En los adultos, el plumaje de la espalda de los torzuelos es de un gris azulado, y en las primas de un gris pardo, mientras que el de los jóvenes es marrón. En la primera muda el barreado del pecho ya es como el de los adultos, pero de color marrón en vez de negro. Sus colas son largas y las alas cortas y redondeadas. Sus dedos son cortos, gruesos y armados de potentes garras, mucho más grandes que las de los halcones. Los gavilanes son de plumaje casi idéntico al de los azores, pero son mucho más pequeños que éstos, y tienen unos dedos finos y largos semejantes a los de los peregrinos. En cuanto a las águilas, en cetrería empleamos casi exclusivamente al águila real, por ser la más grande y potente. –Tenéis alguna en la halconera, Maestro. ¡Me encantaría verla!
–No, pero el invierno que viene capturaremos un pollo pasajero, ya que el Conde gusta mucho de la caza del zorro y del corzo. Apuró su vaso de vino y fue a dejar a ‘Roncaleño’ en su sitio. –Bueno –consideró– por hoy ya es suficiente y se hace tarde. Vamos a cenar porque mañana por la mañana, a primera hora, empiezas tus clases de equitación con Pablo y yo estaré toda la mañana de caza con don Orduño, así que debo descansar. –¿No voy a poder acompañaros a cazar? ¿Cómo voy a aprender si no?– argumenté fastidiado. –Mira Friso, antes de correr hay que saber andar, y tú aún gateas en este arte, así que no te preocupes, que si pones interés tendrás tiempo de cansarte de ir a cazar. Vamos a ver que nos ha preparado María. Me dio mucha rabia que no me permitiera acompañarle, pues deseaba ver cazar a esas nobles aves, pero seguramente mi Maestro tendría razón ya que ni siquiera sabía montar a caballo… Fuimos a cenar y nos acostamos temprano. Había sido un día muy intenso y me dormí enseguida.
5. De las clases de equitación Aquella mañana María me había preparado un gran tazón de leche recién ordeñada y unas grandes tostadas de pan con mermelada. –Tienes que comer bien, hijo, que estás muy flaco– argumentó ella. Apuré rápidamente el desayuno, aparte de porque estaba delicioso, por no darle pie a María a que hiciera más comentarios sobre mi físico. Además no quería llegar tarde a mis primeras clases de equitación, así que en cuanto acabé, me despedí de ella y me dirigí a los establos. Al llegar, vi que me estaban esperando Marcelo, Eleonora, Antonia y un muchacho al que no conocía, por lo que deduje que esa mañana yo iba a ser el entretenimiento principal y que todos esperaban divertirse a mi costa. Armándome de valor, me dirigí hacia ellos. –Buenos días– saludé. –Buenos días– contestaron al unísono. –Hola, Friso, soy Silverio, el hijo de Sebas, el herrero –se presentó el muchacho al que no conocía acercándose a mi. –Ayer estuvimos herrando tu caballo con mi padre, así que ya está listo para galopar–. Todos rieron su ironía. –Hola, encantado de conocerte, Silverio. Estaba ya claro que iba a ser el bufón, pero bueno, “quien ríe último ríe mejor” pensé. En ese instante apareció Pablo con ‘Leyenda’. –Buenos días, Friso–. Al comprobar la expectación que mi primera clase de equitación había despertado, añadió: –Como ves, hay muchos voluntarios hoy para limpiar las cuadras. A todos se les borró rápidamente la sonrisa de sus rostros al captar la ironía de Pablo, por lo que Antonia y Silverio inventaron rápidamente sus excusas para desaparecer. –Bueno, Friso, lo primero que debes aprender es a ensillar un caballo. Marcelo, trae la silla –le ordenó Pablo. Lo de ensillar había resultado fácil, ya que tenía práctica en colocar los arreos a la mula de mi padre, pero había llegado el momento de subirse por primera vez al caballo, aunque me sentía confiado gracias a las explicaciones que me iba dando Pablo. –Tú, como vas a ser cetrero, debes acostumbrarte a montar siempre por el lado derecho del caballo, ya que cuando vayas de
caza, llevarás el ave en la mano izquierda. Para montar, tienes que sujetar con la mano derecha las riendas del caballo y asirte al borrén delantero de la silla; apoyar la mano izquierda, que será en la que llevarás el ave, en el borrén trasero; poner el pie derecho en el estribo y subir, procurando al hacerlo que el pájaro revolotee lo menos posible, para que no asuste al caballo. Monté en ‘Leyenda’ al estilo cetrero y cuando estuve arriba me sentí ya como el gran cetrero que quería llegar a ser. Sólo me faltaba el pájaro. Y al paso de mi caballo fue transcurriendo la mañana, hasta que llegó Antonia para avisarme de que me esperaban para comer. – Bien Friso, a partir de hoy te espero todas las mañanas aquí– me indicó Pablo mientras se llevaba a ‘Leyenda’ al establo. Eleonora, que había estado muy atenta a mi progresión como jinete durante toda la mañana, se acercó a mí. –Muy bien, Friso. Pronto podremos ir a galopar por los alrededores del castillo. –Gracias, “doña” Eleonora. Estoy deseándolo– le respondí remarcando el ‘doña’ para que se molestara, en venganza de sus burlas del día anterior. –Te digo lo mismo que a Marcelo, ¡no me llames “doña”!– Y dando media vuelta, algo enojada, se fue. Cuando llegué a la cocina, mi Maestro ya estaba allí y rápidamente le pregunté cómo había ido la cacería. –Bien, Friso, bien. Hemos capturado unas cuantas perdices y conejos. ¿Qué tal te ha ido a ti? –¡Creo que muy bien también! ¡Tengo un caballo magnífico! Pablo es un gran maestro. ¡Ojala mis padres y mis hermanos supieran todo lo que estoy aprendiendo y lo bien que me encuentro aquí! –¿Y por qué no les escribes una carta?– me sugirió Antonia mientras nos servía la comida. –Nadie de mi familia sabemos leer ni escribir. Cuando nos llega algún escrito, se lo llevamos al clérigo de la aldea para que nos lo lea– respondí, a lo que mi Maestro determinó: –Pues debo buscar a alguien que te enseñe a leer y escribir pues, como te comenté ayer, un Maestro cetrero debe saber relacionarse con todo tipo de clases sociales y, para ello, también es imprescindible saber leer y escribir–. Se quedó pensativo un momento frotándose la barbilla con su mano derecha y añadió: –Me parece que ya sé quién te enseñará. A
–¡Pero eso de las letras es muy aburrido!– protesté algo fastidiado. –¡Aprenderás a leer y escribir o no serás cetrero!– me advirtió muy serio.
B
6. De los aperos y su confección Cuando terminamos de comer, salimos de la cocina dirección a la halconera, pero la pasamos de largo. –¿Dónde vamos?– le pregunté a mi Maestro. –A ver a Pascual, el guarnicionero, para que te vaya enseñando a confeccionar los diferentes aparejos que empleamos en cetrería para el manejo de las rapaces. Entramos en el taller de Pascual y lo encontramos sentado ante una gran mesa repleta de trozos de cuero y diferentes tipos de cuchillas, agujas, punzones y demás herramientas, confeccionando una silla de montar. En una de las paredes había una estantería repleta de diferentes pieles y cueros, y otra estaba llena de sillas de montar, riendas y cabezadas. Todo ello proporcionaba al taller un olor muy característico. Tras saludar a Pascual, mi Maestro le comentó: –Como hemos quedado, te dejo aquí al zagal para que le vayas enseñando. –¡Vale! Ven, Friso, coge esa silla y siéntate aquí– me indicó Pascual señalando una silla que había bajo una montaña de retales de cuero. Mi Maestro se despidió y se fue. Pascual se dirigió a una de las estanterías y trajo una gran caja de madera repleta de objetos de cuero. –Empezaremos por lo más fácil –dijo mientras sacaba varias tiras de cuero de la caja, dejándolas sobre la mesa ordenadamente.– A esta tira larga se le denomina lonja y es con la que se ata al pájaro a cualquier sitio. Su longitud mínima ha de ser 1 2 de cinco palmos , con una anchura máxima de un dedo para primas y de un poco menos para torzuelos. El cuero debe tener un 3 grosor mínimo de una línea , y que no presente grietas ni cortes en toda su longitud. Va rematada en un extremo con este nudo, que se llama botón y es muy sencillo de realizar. La misión del botón es de hacer de tope en el tornillo destorcedor que hace de unión entre la lonja y las pihuelas, que son estas otras dos correas cortas que se anudan al tarso del ave. Deben confeccionarse con un cuero mas fino que el de la lonja, con una anchura de un dedo para primas y de un poco menos para torzuelos. La longitud de las pihuelas la
DEF E
AB C B C A B C
calcularemos para cada ave en particular, ya que deben ser mas largas que la longitud de la cola del ave posada para evitar que el roce del tornillo la rompa. Cada pihuela lleva tres cortes longitudinales, dos en un extremo, para efectuar el nudo con el que se sujetara al tarso del ave, y uno en el otro extremo, para sujetarla al tornillo. Otro tipo de pihuelas son dos muñequeras independientes que se anudan a los tarsos del ave y que tienen un corte o agujero por el que se introducen unas pequeñas tiras de cuero, rematadas en uno de sus extremos por un nudo botón, que completan las pihuelas. Para estas muñequeras hacen falta dos pares de tiras: un par con un corte en el extremo para anudar el tonillo cuando haya que atar el ave, y otro par, sin ningún corte, para cuando la llevemos a cazar o volar. –Y ¿como se anudan las pihuelas al tarso del ave? ¿y al tornillo?– pregunté. –Yo te enseñaré cómo confeccionarlos, pero será Iñigo el que te enseñará a utilizarlos. Estuve practicando con unos retales de cuero a hacer nudos botón y pihuelas, labor que me resultó muy sencilla, incluso divertida. –Bueno, Friso, ya veo que esto lo dominas. Ahora voy a enseñarte las caperuzas, cuya confección es mucho más difícil. Tienes que saber que hay varios modelos, que se diferencian entre si por la curvatura que toman sus costuras y por el tipo de cerradero que tienen. La piquera es esta abertura que tienen las caperuzas para que asome el pico del ave, y debe tener una amplitud suficiente para no dañarle la cera, pero, a su vez, que no le permita la visión, por lo que la mayoría hay que adaptarla a cada ave en particular. El cerradero lo componen dos correas que se entrecruzan para poder abrir y cerrar la caperuza. Me mostró varios modelos de caperuza, sus diferentes partes y tipos de costura. Me pareció realmente complicada su confección, pero Pascual me animó diciendo que “la práctica hacía maestros”, así que confié en él. –Todo esto que te he enseñado hasta ahora, es el equipo básico para el manejo diario de todas las aves, pero para su adiestramiento y práctica de la caza, necesitarás este aparejo que se llama señuelo, que intenta imitar la forma de las presas de las rapaces. Hay que confeccionarlo con un cuero muy resistente ya que anda casi siempre por el suelo. Me enseñó varios modelos diferentes: unos tenían forma de corazón, otros de herradura, algunos estaban recubiertos con alas
de perdiz o pato, y otros, con forma de conejo o liebre, forrados con pelo de estos animales. –Por último, y muy importante, necesitarás una lúa, que es este guantelete, reforzado en las zonas donde apoyan sus garras las aves. Prueba a ver cual de estos te va bien y te lo quedas, pues me ha dicho Iñigo que necesitas uno. Escogí uno negro, con adornos en blanco. Me lo puse y, extendiendo el brazo, miré que tal me quedaba mi nueva lúa. Me iba como un guante, nunca mejor dicho, y pensé: “¡No me la quito ni para dormir!” En ese momento llamaron a la puerta y Pascual fue a abrir. –Hola doña Eleonora. ¿Qué desea?– le preguntó Pascual. –Venía a ver a Friso, que me ha dicho Iñigo que estaba aquí– respondió. –Aquí lo tiene, todo suyo, que por hoy ya hemos acabado– le indicó él señalándome. –¡Bonito guante, Friso! ¿Lo has hecho tú?– me preguntó ella. –¡Qué más quisiera! ¡Si yo no he cogido una aguja en la vida! –le respondí mientras me dirigía hacia la puerta. –¡Pues no te preocupes, que mañana comprobarás lo que pinchan!– me aclaró socarronamente Pascual. Eleonora sonrió también mientras ambos nos íbamos. De camino hacia la cocina, pues era ya hora de cenar, me dijo muy seria: –Toma Friso, estas cuartillas y estas plumas para tus clases de escritura y de lectura. –¿Cómo te has enterado? –Porque aquí yo me entero de todo y, sobre todo, porque a partir de mañana voy a ser tu Maestra. ¡Por cierto! que sepas que le he pedido a Marcelo una larga fusta para mantenerte a raya, porque como dice el refrán: “¡La letra con sangre entra!” Me quedé mirando a Eleonora con cara de preocupación y pensé “¡Dios mío, de tal palo tal astilla!” Al ver mi expresión de inquietud, Eleonora rompió a reír a carcajadas y se fue corriendo mientras me gritaba: – ¡Mañana, a mediodía, en la halconera!
7. De cómo manejar las aves Tras la cena y ya en la halconera, mi Maestro me indicó: –Ven, Friso, que habrá que estrenar esa magnífica lúa. Te voy a enseñar la manera de portar correctamente un ave en el puño. Nos acercamos a la alcándara, donde reposaban los halcones con aspecto somnoliento, con el plumaje hinchado y encogidos de hombros. Desató la lonja de ‘Saeta’ y comenzó a explicarme lo que tendría que hacer a la vez que él lo hacía: –Para coger correctamente un ave, debes acercar el puño enguantado a sus manos, asir las pihuelas entre el dedo índice y el pulgar de la lúa y, con la otra mano, levantar levemente su dedo central y apoyarlo en tu puño. En ese momento, lo levantas hacia arriba suavemente y el ave subirá sola, quedando posada en él. Para caminar portando el ave, debes colocar el brazo flexionado de la misma forma que si llevaras un vaso lleno, evitando girar la muñeca al caminar, pues de igual manera que derramaríamos el líquido, haríamos que el ave se debatiera. Debes procurar al caminar que el ave mueva las alas lo menos posible y que se encuentre cómoda ya que, de lo contrario, tendremos un ave que se debatirá constantemente en nuestro puño, con el consiguiente quebranto emocional y físico para ella. Debes mantener tus hombros relajados y el antebrazo a la altura de tus costillas, porque si lo llevas más bajo, para equilibrarse, el ave tiende a subir por el brazo, y si lo llevas más alto, a ir hacia la punta de los dedos. Toma, coge a ‘Saeta’ de mi puño y pasea por la estancia. Me empezaron a temblar todos los músculos del cuerpo y pensé “¡Hay que ser equilibrista!” Mi Maestro, advirtiendo mi nerviosismo, me aconsejó: –Tranquilo Friso, tendrás que pasear simplemente como si llevaras un vaso. Piensa que cuanto más cómodo vayas tú más cómoda irá ella. Subí a ‘Saeta’ en mi nueva lúa y empecé a caminar un poco tenso, pero al dar unos cuantos pasos se disiparon mis grandes temores. ¡Realmente era tan fácil como llevar un vaso! Y con mi guante nuevo y un halcón al puño me paseé por la estancia; fui estirándome orgulloso y sacando pecho como hace un gallo cuando quiere impresionar a una gallina, mientras pensaba “¡Ahora me tendría que ver Eleonora!” –¡Si te estiras un poco más, tocarás el techo! –comentó mi Maestro socarronamente, haciéndome salir de mi estado de euforia.– Ahora, aprenderás a bajar un ave del puño para poder
dejarla en cualquier sitio cuando esté encaperuzada. Acércate a la alcándara. Me acerqué y continuó explicándome: –Tienes que colocarte de forma que el ave dé la espalda al sitio donde quieres dejarla, levantas su cola con la mano para salvar el obstáculo y acercas sus tarsos hasta que toquen, en este caso, el borde de la alcándara, momento en el que ella se subirá sola. Ten especial precaución siempre con la cola, porque si no se le estropeará enseguida, y has de tener muy en cuenta que el plumaje del ave dice mucho del Maestro que tiene. Me obligó a repetir estas lecciones de subirlo, pasear y bajarlo, varias veces, para que fuera tomando confianza. También me enseñó cómo atar la lonja a cualquier sitio usando el nudo cetrero, que se hacía y deshacía con una sola mano; a poner y quitar el tornillo de las pihuelas, así como el modo de colocar éstas en el tarso del ave. Cuando consideró que realizaba con cierta soltura todas esas acciones, me asignó mi nueva tarea. –A partir de mañana, lo primero que harás cuando te levantes será enjardinar a todos los halcones. En el jardín permanecerán durante todo el día hasta que empiece a anochecer, momento en el que deberás colocarlos de nuevo en la alcándara para que pasen la noche. De momento, ese será tu trabajo de cetrero, para que vayas adquiriendo soltura en el manejo y cuidados de las aves. –Y ¿por qué hay que enjardinarlas todos los días? –Porque para que nuestras rapaces de cetrería mantengan un buen estado de salud, hay que ofrecerles una vida lo más parecida a la de sus hermanas salvajes; para ello tiene que darles el sol, el aire y tienen que poder ver el cielo para que se mantengan espabiladas y alerta. De todas maneras, deberás tener precaución, si hace mucho calor, de colocarlas a la sombra, pues podrían perecer por insolación. También deberás guarecerlas si se presenta tormenta o lluvia fuerte, por lo que tendrás que permanecer siempre alerta, estés dónde estés, por si tienes que venir a socorrerlas. También es muy importante que no coloques nunca dos aves tan próximas entre sí que puedan tocarse, porque se pelearían y podrían llegar a matarse. Así que, a partir de mañana, tus tareas serán las siguientes: a primera hora, enjardinar los halcones, después equitación, luego lectura y escritura. Por la tarde, confección de aparejos y, a última hora, recoger las aves. Ahora a dormir.
Aquella noche también dormí como un tronco. Cuando me levanté mi Maestro ya me esperaba en el jardín de la halconera, que se encontraba tras la puerta central de la estancia. Era un jardín interior muy amplio, similar a un claustro de convento, con el suelo cubierto por hierba que el jardinero se encargaba de mantener bien cortada. Estaba en parte sombreado por una tupida enredadera. –Buenos días, Friso, ven que te enseñaré qué posadero tiene asignado cada uno. Estos se llaman ‘bancos’ y están destinados a los halcones –me explicó señalando uno de los posaderos. –Como ves, se componen de un vástago cilíndrico con un extremo rematado en punta para poder clavarlo en el suelo y, en el otro extremo, una plataforma plana y de forma circular, donde descansa el halcón. Las plataformas están recubiertas de piedra, por ser ésta la superficie que más utilizan los halcones salvajes para posarse, a la vez que es la más fácil de limpiar y más resistente a la intemperie. Llevan una anilla alrededor del vástago para anudar la lonja. Nos acercamos a otro posadero distinto y me explicó: –Este otro tipo se llama ‘arco’ y se utiliza para todo tipo de aves que no sean halcones. Como puedes comprobar, su forma es la de un arco, con dos varillas en sus extremos para clavarlo al suelo. Va recubierto en su parte central con cuerda, con el fin de que tenga el grosor adecuado para las manos del ave que lo utiliza. La lonja se ata a la anilla que corre por esta varilla que une los dos extremos del arco. La altura de ambos posaderos no debe exceder de dos palmos. El ancho mínimo de la plataforma de los bancos, debe ser de un palmo y, dicho esto, ya puedes empezar a sacarlos para que te enseñe cual es el de cada uno, porque aunque llevan grabado el nombre del pájaro, tú no sabes leer y los tendrás que aprender de memoria. Y uno tras otro fui colocando, bajo la supervisión y las indicaciones de mi Maestro, a cada uno en su posadero. En mi clase de equitación, Pablo me había empezado a enseñar a dirigir a ‘Leyenda’ con una sola mano, pues como me había explicado, la mayoría del tiempo, los cetreros, tienen una de ellas ocupada portando al ave y deben saber dirigir su caballo incluso sin manos. Cuando terminé, fui a la halconera para tomar mi primera clase de letras con Eleonora.
8. De las clases de lectura y escritura Me sentía un poco ridículo, pues iba a tener como Maestra a una muchacha más joven que yo y que, además, aprovechaba cualquier ocasión para mofarse de mi ignorancia. ¡Se lo iba a pasar en grande dándome clase y riéndose de mí! Además, seguro que luego le iba a contar a Marcelo, Silverio y Antonia lo tonto que yo era, pero bueno, sólo me quedaba una solución: aprender lo más rápido posible para quitármela de encima enseguida. –Hola Friso, ¿qué tal con ‘Leyenda’? –me preguntó Eleonora cuando entré en el cuarto de la halconera. –Hola doña Eleonora –le contesté, usando el trato de cortesía pues mi Maestro también estaba allí–, me ha ido bastante bien. Dice Pablo que en poco tiempo ya podré salir por los alrededores del castillo. –Me alegra oír eso, Friso –apuntó Iñigo. –Necesito que seas un buen jinete en poco tiempo porque tendremos que ir a capturar pronto los nuevos halcones. Además, las clases de equitación te quitan mucho tiempo y tengo todavía mucho que enseñarte. ¿Había oído bien? ¿Qué íbamos a ir a capturar halcones? ¡Eso sí que me apetecía, y no aprender letras! ¿Para qué me iba a servir? ¡Si hasta ahora no las había necesitado para nada! Total, para saber en qué posadero iba cada pájaro, ¡eso me lo había aprendido en una mañana! Muy entusiasmado le pregunté: –¿Cuándo, cuándo? –Tranquilo, tan pronto como puedas escribir tú solo una carta a tus padres – me respondió, lo que hizo desaparecer de un plumazo mi entusiasmo. Dirigiéndose a Eleonora le dijo: –Bueno, todo tuyo. Si te da cualquier problema, me avisas. –De acuerdo, Iñigo, no te preocupes – le contestó ella con una sonrisa. –Pórtate bien con Eleonora, que tienes que estarle muy agradecido de que dedique su tiempo a enseñarte– me advirtió muy serio y se marchó. Eleonora se sentó en la mesa y tomó una de las cuartillas de las que me había dado la noche anterior. Puso frente a ella una pequeña botella llena de un líquido negro viscoso y untó la punta de una pluma en él. –Siéntate a mi lado, que vamos a empezar por las vocales. Dibujó un garabato en la parte superior de la cuartilla.
–Esta letra es la ‘a’ –me señaló, pasándome la cuartilla–. Ahora coge una pluma, úntala un poco en el tintero y escríbela tú. Unté la pluma en el tintero y, en cuanto la acerqué a la cuartilla, una gota de aquella sustancia negra cayó sobre ella, tapando completamente la ‘a’ que Eleonora había escrito. Rápidamente, froté con la mano la gota para quitarla, pero aquello se extendió por toda la cuartilla. –¡No!– me gritó cuando vio lo que hacía, pero ya era tarde. Me tapé la boca con la mano, viendo el desastre que había hecho. –¡Noo!– volvió a gritarme ella pero de nuevo, era tarde. –¿Ahora que he hecho?– pregunté extrañado apartando la mano de mi boca. –¡Qué cara te has puesto de tinta!– Y rompió a reír a carcajadas hasta que se le saltaron las lágrimas. Me miré la mano y vi que tenía toda la palma negra, por lo que deduje que la parte de la cara que me había tocado estaría del mismo color. Se reía tan a gusto que me contagió la risa. Después de todo, no iban a ser tan aburridas esas clases. Y así fueron pasando las semanas, entre mis labores de enjardinado de aves, curso de equitación, confección de aparejos y clases de letras, me iba gestando como futuro cetrero, aunque mi Maestro todavía no me había enseñado nada de cómo se adiestraban las aves, que era realmente lo que a mi me interesaba. Ya me dejaba darles de comer. Me había explicado que la alimentación ideal para ellas era la carne de ave, pues era de fácil digestión para las rapaces. También que había que dársela con plumas y huesos para que desgastaran pico y para que hicieran sus plumadas o egagrópilas, que son los restos de huesos y plumas que no digieren y que regurgitan en forma de bola al cabo de unas cuantas horas de haber comido. En las clases con Eleonora, se fue forjando entre nosotros una gran amistad, lo que no pasó desapercibido para mi Maestro, que en las dos últimas semanas no se iba de la halconera durante la clase y, por una cosa u otra, siempre encontraba la excusa para quedarse: que si reparando un señuelo, que si poniendo la cuerda a una percha, que si cambiando el cerradero a una caperuza porque se había roto…, en fin, que Eleonora y yo hacía días que no nos veíamos a solas y empezaba a echar de menos nuestras risas por mis torpezas y su cara de asombro cuando le contaba mis correrías
y aventuras de mi vida en la aldea, así como mi lucha con las abejas. Además, de vez en cuando me hacía el favor de escribir una carta a mis padres contándoles mis progresos y me leía dulcemente las que ellos me enviaban, que eran muy pocas, pues tenían que pedirle al clérigo de la aldea que se las escribiera y, aunque sólo les pedía a cambio la voluntad, salía caro en tarros de miel. También había hecho una gran amistad con Marcelo, que cuidaba a mi caballo con gran esmero y dedicación, aunque lo hacía así con todos. Al principio no me cayó muy bien porque me pareció muy altivo y fanfarrón, pero en realidad no lo era, pues demostraba ser muy valiente cuando se enfrentaba a algún potro desbocado, y tenía una habilidad innata para domarlos. Los comprendía a la perfección; sabía cómo tratarlos y calmarlos en cualquier situación. Debía influir el que se hubiese criado entre ellos desde niño, pues me contó su padre que, desde que era tan pequeño que apenas sabía andar, al menor descuido de su madre se le escapaba y siempre lo encontraban en el establo entre las patas de los caballos, sentado en la paja balbuceando y riendo como si les hablara, durmiendo en el regazo de alguno de ellos o gateando entre sus patas, y que jamás había tenido ningún percance. Marcelo me acompañaba en mis salidas con ‘Leyenda’ por los alrededores del castillo y habíamos hecho alguna carrera pero, de momento, siempre me había ganado, y no porque ‘Leyenda` no fuese rápido, sino porque a mí me faltaba todavía algo de experiencia y soltura como jinete, aunque mi caballo y yo estábamos empezando a ser uno, es decir, yo su cabeza y él mi cuerpo. Marcelo y Eleonora eran, en realidad, mis mejores amigos. Me lo demostraron la noche en la que consiguieron que él pudiera llevarme con su caballo a escondidas hasta la aldea a ver a mis padres, pues era el cumpleaños de mi madre y hacía días que me sentía muy añorado de los míos después de tanto tiempo sin verlos, y ambos se habían percatado de mi abatimiento. Debido al gran riesgo de que alguien de la aldea nos viera, especialmente Nuño, y le fuera con el cuento a don Orduño, pudimos estar en casa de mis padres muy poco rato, lo justo para abrazarlos, comprobar que estaban bien y que mi madre me comiera a besos. Me sorprendió que esas muestras de cariño de mi madre que antes me molestaban tanto ahora me hicieran sentir tan bien. Nuestra escapada fue posible gracias a que Eleonora había conseguido convencer a los guardias de la puerta para que nos A
dejaran salir y entrar al castillo sin que nadie se enterara. Realmente y conociendo a don Ordu単o, ambos se la jugaron por mi.
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9. De los intereses de don Rodrigo De repente, se oyó el parpar de los patos saliendo apresuradamente de la marisma, asustados por los perros que habían seguido su rastro. Al momento se oyó la fuerte y sonora ‘grita’ de don Rodrigo. Un silbido lejano comenzó a oírse bajar del cielo a toda velocidad y, con una puntería exquisita, el peregrino golpeó con la llave posterior de su mano a uno de los ánades en la nuca y, sin batir las alas, tan solo con la inercia del picado, realizó una punta y dando una voltereta, volvió a lanzarse tras la pieza que caía inerte, atrapándola entre sus garras antes de que tocara el 4 suelo para aterrizar unos pasos más adelante, no sin dificultad, pues el ánade casi doblaba el peso del halcón. Don Rodrigo y Pedro, su cetrero, se acercaron galopando en su montura hasta donde se encontraba el halcón sobre su presa, agarrándola firmemente de la cabeza. Pedro desmontó, acercó su puño enguantado al halcón, tomó el ánade del pescuezo y levantó a ambos a la vez, dejando que el peregrino disfrutara de la ‘cortesía’ permitiéndole tomar unas picadas de la cabeza del pato. –¡Un lance magnífico, Pedro! Has hecho un buen trabajo con ‘Sombra’. ¡Y eso que la anterior temporada parecía que no apuntaba maneras! Cuando me has dicho que íbamos a cazar con ella, creía que volveríamos con las manos vacías, pero estoy muy satisfecho con su progresión. Está claro que la has hecho trabajar duro. –¡Muchas gracias, mi Señor! –Respondió Pedro con cara de satisfacción y le explicó: –Es que la temporada pasada todavía era joven y aún no había podido desarrollar todo su potencial, pero se la ve cada vez más fuerte e interesada en agradaros. –Espero que realices el mismo trabajo con los halcones nuevos que nos han de llegar del norte. Me han asegurado que son muy fuertes y ágiles. Recuerda que en dos años tienes que prepararlos para ganar al necio de Orduño, que nos retó en la última partida de caza y me juego mucho en ese torneo. ¡Hay que callarle la boca a ese insoportable! Tengo unas ganas locas de quedarme con sus aves, sobre todo con ‘Roncaleño’ y ‘Nieves’, que es preciosa. ¡Estoy ansioso por ver la cara que se le queda! Se quedó callado, reconfortado por sus pensamientos y con una sonrisa de satisfacción en su rostro.
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Pedro retiró sutilmente el ánade a ‘Sombra’ mientras pensaba para sí mismo con semblante acongojado “¡Qué seguro tiene que vamos a ganar! Parece que no se da cuenta que el cetrero de don Orduño es Iñigo, el antiguo halconero de su suegro don Isidro, y que siempre eran sus aves las que destacaban sobre todas las demás en las partidas de caza. Vale que don Orduño es muy brusco con las aves y no se sienten a gusto con él, pero creo que realizan esos lances impresionantes por evitarle problemas a Iñigo”. Tras encaperuzarla, se la entregó a don Rodrigo. –¿Quiere que continuemos la batida, mi Señor? –No, debemos regresar ya, pues tengo asuntos pendientes que resolver– le respondió don Rodrigo un poco malhumorado por haber tenido que abandonar sus pensamientos de triunfo. Don Rodrigo era un hombre de mediana edad, complexión fuerte y semblante serio. Estaba orgulloso de sí mismo y de lo que había conseguido con su esfuerzo, pues en realidad, gracias a él, el Condado de Solaneras había aumentado sus tierras y riquezas, por lo que se regodeaba en alardear de ello ante sus amistades, pero, sobre todo, frente a los que consideraba ‘nobles necios’ porque habían conseguido sus posesiones sin esfuerzo o con artimañas, como Orduño. Deseaba con todas sus fuerzas ganarle, aparte de por orgullo, para poder llevar a cabo su plan. Necesitaba tener algo que Orduño ansiara. Sabía que éste había tardado diez años en conseguir a ‘Nieves’ y que perderla iba a ser un gran trauma para él y haría lo que fuera para recuperarla. Don Rodrigo había tenido que urdir este plan porque estaba totalmente convencido de que Gregorio, su propio hijo, no era digno de su legado porque se lo había encontrado todo hecho, y cada vez que intentaba enseñarle las labores y negocios propios del Condado, éste inventaba las mil y una excusas para no poder acudir, y cuando le obligaba a asistir, lo hacía de mala gana y sin mostrar el más mínimo interés. Eso sí, Gregorio no se perdía ninguna fiesta, torneo o partida de caza, engalanándose más que un príncipe para asistir a los eventos y alardeando en ellos de sí mismo y de la grandeza del Condado de su padre, lo que por un lado le halagaba, pero por otro hacía que le viera como uno más de los ‘nobles necios’ que se beneficiaban de la labor y esfuerzo de otros. Culpaba de esta actitud de Gregorio a su madre, doña Berta, quien le había mimado en exceso por haber estado a punto de morir de niño de una grave enfermedad y ser además hijo único,
pues debido a un aborto difícil, doña Berta había quedado estéril y no habían podido tener más descendencia. A don Rodrigo, Eleonora le parecía muy despierta e inteligente. Tenía claro que había heredado de su abuelo don Isidro la inteligencia, y de su madre doña Inés belleza y dulzura, así que, casándola con Gregorio conseguía unir su condado con el de Orduño, y una buena futura Condesa para encargarse de guiar a Gregorio en los negocios, pues estaba seguro que ella no consentiría que el condado de Miralbán perdiese categoría ni riquezas, y lo mismo haría con el condado de Solaneras cuando su esposo Gregorio fuese el Conde. Seguramente Gregorio, cuando heredase, estaría encantado de delegar en su esposa las labores de ambos condados, aunque jamás lo reconocería públicamente sino todo lo contrario, se jactaría de lo bien que sabía llevar los negocios ante los demás nobles. Pero, para conseguir que el padre de Eleonora quisiera entregarle a Gregorio la mano de su hija, debía ofrecerle algo que no pudiese rechazar. Cuando Orduño le retó, vio la oportunidad de ganarle sus aves para poder después ofrecérselas a cambio de que accediera al casamiento. Eso sí, como perdiera, su plan se iba al cuerno y lo peor es que se quedaría sin aves y haría el máximo ridículo ante todos sus nobles amigos. Pero contaba con los nuevos halcones que le iban a llegar y con que Iñigo estaba muy mayor y achacoso por lo que no podía dedicarles a las aves el tiempo y el esfuerzo necesario para que estuviesen al cien por cien, así que daba por sentado que iba a ganar. Pero con lo que no contaba don Rodrigo es que Iñigo era consciente de sus limitaciones y ya estaba transmitiendo todos sus conocimientos a su discípulo.
10. De la preparación del viaje Había pasado ya casi tres meses en el castillo, y nos encontrábamos a finales de abril. El tiempo me había pasado muy rápido pues no había tenido ni un momento para aburrirme con tanto aprendizaje. Hacía ya una semana que había escrito la primera carta a mis padres de mi puño y letra, lo que me hacía sentir muy orgulloso. Ya sabía confeccionar todos los aparejos de cetrería con un acabado bastante aceptable e incluso había terminado gustándome la confección de los mismos, eso si, quitando los pinchazos. Mis correrías con ‘Leyenda’ ya estaban en boca de todos y mi caballo ya era la envidia de muchos, incluso de Marcelo, porque en nuestras carreras ya no éramos capaces de determinar quién había ganado, pero lo que estaba claro era que Eleonora con ‘Zalamero’ siempre perdía, aunque no era culpa de su caballo, pues estaba considerado como el más rápido del condado, sino porque como ella decía: “¡estábamos locos!” Aquella tarde, Eleonora, Marcelo y yo volvimos al castillo a galope tendido, ya que se acercaba una tormenta y debía darme prisa en recoger las aves que permanecían enjardinadas. Paré en la halconera mientras Marcelo y Eleonora se llevaron los caballos al establo. Entré rápidamente. Mi Maestro estaba allí. –No corras, Friso, que ya los he recogido. Tengo una buena noticia que darte. Pasado mañana saldremos a capturar los nuevos halcones. –¡Por fin! –Exclamé– Y ¿cuántos traeremos? –Intentaremos traer tres, dos niegos y un pasajero de rapela. –¿Primas o torzuelos? –Un torzuelo niego y los otros dos primas. Nos acompañarán Marcelo y Silverio, y como mínimo estaremos fuera tres días. –¿Y quien se va a hacer cargo de nuestras aves? –No te preocupes. Doña Eleonora ya se ha hecho cargo de ellas otras veces que he debido ausentarme y sabe cuidarlas a la perfección. Aunque todavía no se lo he dicho, seguro que estará encantada de hacerlo. Pablo y Sebas ya saben que sus hijos nos van a acompañar. En ese momento llegaron Marcelo y Eleonora.
–¡Marcelo, por fin nos vamos a buscar los halcones!– le grité entusiasmado dando saltos de alegría. –Eleonora ¿querrás hacerte cargo de los halcones en nuestra ausencia?– le preguntó mi Maestro. –Por supuesto, Iñigo –respondió ella con resignación, pues le habría encantado poder acompañarnos en la aventura –¿Hacia qué zona os dirigiréis? –Iremos hacia el Norte, a las cortadas del Cinca– le especificó. –Y ¿cuándo os vais? –Partiremos pasado mañana al amanecer. Eleonora se despidió de todos nosotros y se fue. –Marcelo, tendrás que ir preparando el carro pequeño con todo lo necesario para mantenernos cinco días –le concretó mi Maestro– y ahora, durante la cena, hablaremos con María para que nos prepare los víveres. Así que vamos para allá. Durante la cena, le dimos el encargo a María, quien rápidamente se puso a prepararlo todo. Tras la cena volvimos mi Maestro y yo a la halconera. –Tenemos que preparar todo lo necesario para la captura y transporte de los halcones, Friso. Trae aquel baúl– me indicó señalando hacia los pies de la cama. Fui presto a buscarlo y lo arrastré junto a la mesa. Lo abrió y sacó dos grandes rollos de cuerda y un arnés, poniéndolo todo sobre la mesa. –¡Espero que no tengas vértigo! –me dijo sonriendo–. Tenemos que revisar estas cuerdas para comprobar que no tengan desperfectos, ya que de ellas dependerá tu vida cuando te encuentres colgado en la cortada para coger los niegos de su nido. Volvió a hurgar en el baúl. –También tenemos que revisar estas redes que emplearemos en la captura de la prima pasajera. Una vez capturada, tendremos que ‘armarla’ en cuanto la saquemos de la red, así que, entre todo el material que has estado confeccionando hasta hoy, tendrás que elegir el que le vaya a ir a la perfección, poniendo especial cuidado en la elección de la caperuza. –Pero… si no la he visto ¿cómo sé cual le va a ir bien? –Tendrás que llevar tres o cuatro, con una pequeña variación de tamaño entre ellas, pero todas del mismo modelo, así que elige el que más te guste. Bajo mi cama guardaba, como oro en paño, una caja con todos los aparejos que había confeccionado con Pascual. Había
aprendido a hacer tres modelos distintos de caperuza: árabe, holandesa y marroquí. Coloqué los tres modelos uno junto al otro y me decidí por la marroquí. También elegí unas pihuelas, un tornillo y una lonja para prima. –También tenemos que llevar ese ‘alcahaz’ para transportar los pollos –comentó señalando un gran cesto redondo de mimbre con tapa que había en una esquina, y que hasta ese momento, para mí, había sido el cesto de la ropa sucia– y mañana, pasas por la herrería y te traes los tres bancos nuevos que le encargué a Sebas, que tendremos que llevarnos uno. Ahora a dormir, que se ha hecho tarde.
11. De la captura de los halcones Amanecía y yo ya estaba en los establos preparado para partir. No había podido pegar ojo en toda la noche, porque me consumían los nervios y la emoción por empezar cuanto antes aquel viaje. El día anterior habíamos dejado el carro cargado con todo lo necesario. Por fin llegó Marcelo. Nos pusimos a ensillar los caballos y enganchar la mula. Mientras estábamos en ello, llegó Silverio, que iba a ser el encargado de conducir el carro y de la intendencia de la expedición. Allí estábamos los tres, presos de la euforia ya que nunca nos habíamos visto en una igual. Mi Maestro llegó caminando tranquilamente. Se notaba que no compartía nuestro nerviosismo. –¡Seguro que no habéis desayunado! así que ¡vamos! todos para la cocina que hay que salir de viaje con el estómago lleno. María nos había preparado un copioso desayuno que devoramos a toda velocidad sin prestar atención a guardar las formas en la mesa, pues queríamos salir cuanto antes. –¡Madre mía, qué locura estos zagales! –dijo ella haciendo un aspaviento–. Te van a dar más faena ellos que los halcones, Iñigo. –No lo creo, aún recuerdo la vez que fui a capturar mi primer halcón y estaba tan nervioso como ellos. Nos despedimos rápidamente de María y salimos corriendo hacia los establos, pero frenamos en seco al ver que, junto al carro, estaban don Orduño y Eleonora. –¡Buenos días, Señor!– saludamos al unísono. –Buenos días– nos contestó él ásperamente. Al momento llegó mi Maestro. –Buenos días, Señor; ya tenemos todo listo para salir. –Esmérate en la elección de los halcones, no vaya a ser que nos sorprenda Rodrigo. Y tú, zagal –me sugirió muy seriamente– ya puedes espabilar, si no… ya sabes lo que te toca–. Y dando media vuelta se fue. –Gracias por hacerte cargo de las aves en nuestra ausencia, Eleonora –le agradeció mi Maestro–. Espero que no tengas ningún problema. –Tranquilo Iñigo –respondió ella y, dirigiéndose a todos nosotros, nos dijo con cierto aire de envidia: –Espero que todo vaya bien y ¡que os divirtáis! Nos despedimos de ella y, por fin, nos pusimos en marcha.
Eleonora, viéndolos partir sintió una gran tristeza, aunque no supo determinar el motivo, pues solo iban a estar fuera menos de una semana. 5
Nos habíamos alejado unas dos millas del castillo y mi Maestro detuvo la marcha justo antes de que el camino se adentrara en el bosque, y señalando hacia la izquierda me indicó: –Mira Friso, ¿Ves aquel cajón colocado encima de aquella estaca, cerca de aquella gran encina? –Sí– contesté mirando hacia dónde señalaba. Había un 6 poste de madera de unos once pies de altura. Soportaba un cajón grande de madera, que solo tenía abierta una de sus caras, orientada hacia la salida del sol, de la que sobresalía una especie de pasarela. –Ahí es dónde colocaremos los halcones niegos para que completen su desarrollo físico. Los mantendremos allí hasta comprobar que cazan su primera presa, momento en el que los capturaremos para comenzar su adiestramiento. A esta técnica de cría la llamamos ‘crianza campestre’. La edad ideal de los niegos para poder criarlos de esta manera es que tengan alrededor de quince días, cuando ya comienzan a salirles las plumas verdaderas y la cola tiene unos dos centímetros de longitud y, por lo tanto, ya saben comer solos. La comida tendremos que administrársela mediante el empleo de una pértiga, y deberemos llegar procurando que ellos no nos vean y siempre en silencio, porque si no, identificarán comida con cetrero, tornándose piones y de poco esfuerzo, recordando en sus actitudes a las aves troqueladas. Mil preguntas bullían en mi cabeza, pero le hice la que me pareció principal: –¿Y no se irán en cuanto sepan volar? –Sabía que me harías esa pregunta, Friso. La respuesta es no, no se irán al menos hasta que aprendan a cazar por su cuenta y, como te he dicho antes, será el momento en el que los capturaremos. El motivo por el que no se irán antes, es porque ellos identificarán el cajón como su nido, es decir, su casa, y mientras no sepan cazar siempre volverán a pernoctar allí, como harían si estuvieran en el nido de sus padres. Es más, si no los capturáramos, como su propio nombre indica, los peregrinos se irían a recorrer mundo, pero cuando sintieran la llamada de la reproducción, volverían aquí para adueñarse del nido, su territorio, y C E
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pasar aquí el resto de sus días. Esta técnica de crianza no es invento de los cetreros, sino una adaptación al comportamiento natural de todas las rapaces jóvenes, pues sienten en su interior la necesidad de volver al lugar donde nacieron para intentar proseguir allí su vida como adultos reproductores. Es por esto que hay nidos habitados de halcones, azores y águilas en los mismos lugares desde hace siglos. Aquello me parecía fantástico, casi irreal, y me hizo ver que la cetrería no solo era saber portar aves en el puño. Pero la siguiente pregunta estaba clara: –¿Y cómo sabremos que han cazado por primera vez? –Lo más sencillo es verlo con tus propios ojos, aunque la verdad, eso te resultará muy difícil, así que cuando llegues a cebar los halcones y encuentres que no han comido la ración del día anterior, habrá llegado el momento de capturarlos, porque significará que ya han cazado por su cuenta y tendrás, desde ese día, más o menos una semana de tiempo para capturarlos, pues a partir de ese momento, se van alejando progresivamente de la zona del nido hasta que inician su peregrinar. Hizo una leve pausa y continuó explicándome: –Ésta es la mejor técnica para criar halcones fuertes, sanos y con la cabeza ‘bien amueblada’, siendo los más parecidos a los halcones pasajeros, que son las mejores aves para la práctica de la cetrería. Proseguimos la marcha, adentrándonos en un precioso bosque de encinas, mientras seguíamos conversando del tema. –Hay una cosa que no tengo muy clara, Maestro. ¿Qué diferencia hay entre un pasajero y un pasajero de rapela? –La diferencia estriba en la época en que se capturan. Los pasajeros son los pollos errantes que se capturan hasta el mes de enero, mientras que los de rapela son los pollos que se capturan cuando vuelven de su peregrinar a sus lugares de nacimiento, como es el caso del que pretendemos capturar. –¿Y no sería más seguro criar los niegos en una muda? Se lo pregunto porque en el cajón los pueden robar, les pueden atacar las alimañas… y allí no cuentan con la protección de sus padres. –En cuanto a lo de robarlos –me argumentó sonriente– tú recuperaste un ave del Conde, la entregaste enseguida, y ya sabes el resultado. ¡Imagínate si la hubieras robado! así que por esa parte no hay miedo ninguno. En cuanto a las alimañas que pudieran subir por el poste, si te has fijado bien en él, habrás visto un cono de metal que lo abraza a media altura y que les impide subir. En cuanto
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a las rapaces, tan sólo el azor les podría atacar dentro del cajón y en esta zona no hay. ¡Qué sabiduría y tranquilidad mostraba mi Maestro! “¡Tiene respuesta para todo!” pensé. Y continuó explicándome: –Por supuesto, se pueden criar en una muda; la mayoría se crían así y también salen muy buenos halcones, aunque se necesita más tiempo para ejercitarlos y ponerlos fuertes, y se corre más fácilmente el riesgo de que te identifiquen con la comida, por lo que, si no se tiene tiento en que no te vean, muchos de ellos salen piones y, por lo tanto, de poco valor, ya que un pájaro pión es insoportable y ¡no se lo deseo ni a mi peor enemigo! El sol estaba en lo alto y hacía ya rato que las tripas de Sebas nos estaban dando un concierto, por lo que mi Maestro decidió hacer un alto para comer. Nos deleitamos con las viandas que nos había preparado María, regadas con el buen vino que llevábamos en la bota. De pronto Marcelo gritó: –¡Mirad, un halcón! –¡No, es un azor! – exclamó Sebas. Yo no tenía claro qué especie era y ya iba a dar mi opinión, pero me di cuenta de que mi Maestro me miraba expectante y decidí no decir nada, pero él me preguntó: –¿Tú que crees que es? ¡Ya me había puesto entre la espada y la pared! El ave estaba en vuelo, a unos doscientos pasos de nosotros y dije lo que yo veía: –Un pájaro negro, Maestro. Él se echó a reír a carcajadas. –Muy bien, Friso, por lo menos eres sincero, pero tendrás que afinar un poco más porque deberás aprender a distinguir unas aves rapaces de otras a cualquier distancia, así como las que son rapaces de las que no, y saber, en todo momento, cual es tu halcón o tu azor cuando se encuentre en vuelo o posado, y también cuando vuele en solitario o en compañía de otras aves. Ese pájaro es un ratonero y todos lo vemos negro porque, a cierta distancia, todas las aves se ven negras, sus tonalidades no se diferencian a causa de la distancia, incluso no determinaremos bien su silueta: si presenta cola ahorquillada, corta o larga, alas en punta o redondas... Tampoco podemos determinar bien su tamaño real si no tenemos una referencia para compararlo. Así que, para poder distinguir aves en vuelo a una distancia de más de cien pasos, tendrás que fijarte en los sutiles detalles del vuelo de cada una de ellas, ya que cada especie de ave tiene una forma de vuelo diferente; también en la B
intensidad del brillo de su plumaje si le incide el sol directamente. Mira, que casualidad, os voy a poner un ejemplo. ¿Qué diríais que son aquella bandada de aves que vuelan allá lejos y parecen una bandada de mosquitos?– nos preguntó señalando a nuestras espaldas. –¡Buitres!– contestamos al unísono, pues eran aves que veíamos muy a menudo y conocíamos bien. –¡Perfecto! –exclamó– pero ahora decidme ¿cual de ellos es un quebrantahuesos? Los tres nos reímos y pensamos que nos estaba tomando el pelo, porque realmente se veían como mosquitos, pero él permaneció serio y añadió: –Entre ellos hay un quebrantahuesos, y es el que brilla diferente. –Los tres escudriñamos la bandada de ‘buitres mosquito’ detenidamente y localizamos uno que, efectivamente, destellaba de vez en cuando como si llevara un espejo. –¡Ya lo veo, aquel es!– grité señalándolo. –Sí, aquel de la derecha ¿verdad?– dijo Marcelo. –Muy bien, chicos, pero ¿sabéis por qué brilla? –No ¿por qué?– le preguntó Silverio que acababa de localizarlo. –Pues, sencillamente porque los buitres tienen la espalda marrón y no reflejan los rayos del sol, mientras que el quebrantahuesos tiene la espalda de un negro lustroso, lo que provoca que al incidirle el sol sobre ella brille. La explicación estaba clara, pero, si aún nos quedaba alguna duda, quedó disipada cuando el ave ‘que brillaba diferente’ se fue acercando hacia dónde nos encontrábamos. Nos sobrevoló a una altura de unos ciento cincuenta pies y pudimos comprobar que, efectivamente, no se trataba de un buitre, sino de un quebrantahuesos. Proseguimos la marcha y mi Maestro me fue descubriendo infinidad de especies de aves en las que yo nunca me había fijado como gangas, ortegas, carracas, críalos, aguiluchos laguneros y cenizos, primillas… Me daba, de cada una de ellas, descripción detallada de su fisonomía, tipo de vuelo y comportamiento en estado salvaje. En un árbol seco que se veía a lo lejos, junto al camino, vi la silueta de un ave posada en una de las ramas más altas. Se veía a contraluz, pues el sol estaba tras ella. Me pareció prácticamente
imposible que me supiera decir de qué ave se trataba, así que pensé “con aquella, ¡seguro que duda!” y le pregunté: –¿Qué ave es aquella de allá que está parada en aquel árbol seco? –Un águila culebrera –respondió al instante y sin dudar lo más mínimo– es un ave que no se emplea en cetrería y su plumaje es pardo en la espalda; tiene el vientre y pecho blancos, aunque algunos ejemplares presentan el pecho marrón. Se diferencia de cualquier otra ave rapaz diurna por su cabeza, que se asemeja a la de los búhos, con grandes ojos amarillos. ¡Pero si yo sólo veía un bulto negro en una rama! ¡Qué vista tenía mi Maestro, mejor que la de las águilas! Contra eso no se podía competir, ya que estaba claro que yo era un ‘topo’ a su lado. Nos fuimos acercando. Cuando estábamos a unos cincuenta pasos pude ver que el ave era exactamente como él había descrito y exclamé: –¡Tiene una vista prodigiosa, Maestro! ¡Ha podido verle hasta el color de los ojos! ¡Yo solo veía un bulto negro! Él empezó a reírse a carcajada limpia, tanto que casi se cae del caballo. –No, Friso, estoy seguro de que tu vista es mejor que la mía y, desde allá atrás, veía el mismo bulto negro que tú, pero fijándome en su silueta he deducido que era una culebrera y, como ya conozco su aspecto, te lo he podido explicar sin necesidad de verle los colores. Procura grabar en tu mente esa silueta para poder reconocerla la próxima vez que la vuelvas a ver ya que, como te dije, no solo tienes que diferenciar las aves en vuelo, sino también posadas. Casi a la caída del sol llegamos al pie de las cortadas del Cinca, donde nos dispusimos a montar el campamento en un claro que había en los sotos del río. Las cortadas estaban situadas al otro lado del río, a unos doscientos pasos de dónde nos encontrábamos y tenían una longitud de más de una legua, con una altura media de unos doscientos pies. El pie de las cortadas estaba cubierto por un bosque de encinas, con algunas manchas de pinares. La zona era preciosa. El río en aquel tramo se podía vadear, pues su profundidad no pasaba de dos palmos, aunque había colocado un cable que unía las dos orillas, del que pendía una silla metálica, completamente oxidada y que disponía, en uno de los extremos del cable, de un mecanismo de manivela, para poder cruzarlo en caso de riada.
Silverio preparó una cena exquisita. Mi Maestro se fue pronto a dormir, pues se encontraba muy fatigado del viaje. Hacía una noche estupenda y de luna llena, por lo que Marcelo, Silverio y yo nos dedicamos a jugar largo rato con la silla, yendo y viniendo de un lado al otro del río. A la mañana siguiente, poco antes de amanecer, mi Maestro nos levantó a campanadas de sartén: –¡Venga, Silverio, a hacer el desayuno! ¡Marcelo, ensilla los caballos! ¡Friso, ven conmigo! ¡Vamos, vamos, vamos, holgazanes! Nos levantamos como ‘liebres del encame’, obedeciendo sin rechistar. Le seguí hasta una gran piedra al borde del río, donde nos sentamos. Desde allí se podía ver una gran extensión de la cortada. –Estas cortadas –me reveló– son el territorio de cría de varias parejas de halcones. Tenemos que localizar el lugar exacto dónde anida el peregrino y, para ello, deberemos verlo entrar con una presa. Son ideales las primeras luces del alba, ya que el torzuelo, que es el que abastece de comida a toda la familia, se pone en vuelo una hora antes de la salida del sol. No iluminaba el sol aún la cortada cuando se escucharon unos chillidos de halcón que salían de ella. –¡Ya llega con el desayuno!– exclamó. –¡No lo veo! –Tranquilo, que es la prima la que chilla, pues ya ha visto que viene su consorte, pero aún tardará un poco en llegar. Ten en cuenta que los halcones sí tienen una vista prodigiosa y ven a mucha distancia. Al momento vi un halcón volar por el borde de la cortada, pero no pude precisar de dónde había salido. –Esa es la prima, que sale a recoger el desayuno, pues el torzuelo le entregará la presa en vuelo y seguramente se volverá a ir para seguir cazando. Transcurrió un minuto y de la cortada comenzó a salir una algarabía de chillidos. –¡Mira Friso, ahí viene el torzuelo! ¡Ya lo han visto los pollos! Efectivamente, llegaba un peregrino con una presa en las garras, que soltó al ver acercarse a su pareja y que ésta atrapó en el aire, dirigiéndose inmediatamente a la cortada y desapareciendo en una oquedad situada cerca de su borde superior. –¡Ahí está, ahí está el nido! –indiqué loco de contento. –Bien, ya lo tenemos localizado. ¡Que no se te olvide dónde está! Y ahora, a desayunar.
Tomé referencias para no olvidar su ubicación exacta y volví corriendo al campamento para contarles a mis amigos lo que habíamos visto. Tras el desayuno, mi Maestro nos expuso el plan del día: –Nosotros tres nos marchamos a pie y tú, Silverio, te quedarás aquí guardando el campamento. No nos prepares comida, pero sí la cena ya que, seguramente, pasaremos todo el día fuera. Ahora, prepáranos algo de comida para llevar. Cogimos las redes, las cuerdas, el arnés, la bolsa con la comida y un palomo vivo de los cinco que habíamos traído en la jaula, poniéndonos los tres en marcha. Vadeamos el río y nos adentramos en el bosque de encinas. –Mira, Friso, ahora te enseñaré un nido de azor. Aprende bien la zona porque seguramente tendrás que volver aquí sin mí para coger una prima ramera. Paramos bajo una gran encina y, señalando hacia arriba, dijo: –Ahí tienes el nido de azor. Ahora comprobaremos si ya ha puesto y está incubando los huevos. Para saberlo, sólo hace falta que golpees suavemente en el tronco. Si está incubando y a los pollos les falta poco para nacer o tienen menos de una semana de edad, la prima se asomará por el borde del nido para comprobar quién es el intruso, pero no se irá y, si treparas hasta él, aguantaría tumbada en el nido hasta que te asomaras. Por el contrario, si hace poco que han puesto o los pollos ya se encuentran algo crecidos, ni la verás. ¡Comprueba a ver que pasa! Le di unas palmadas al tronco de la encina y no ocurrió nada. –¿Puedo subir, Maestro? –No. Es casi seguro que el nido está ocupado y no hay por qué molestar más de lo necesario. Fíjate en todas estas ramas que hay por el suelo que han sido cortadas recientemente. Eso quiere decir que han estado arreglando el nido y en estas fechas es casi seguro que tendrá huevos. Ahora, teniendo en cuenta que los azores tardan en emplumar completamente alrededor de cuarenta días, calcula el tiempo en el que tendrás que venir para capturar la prima ramera. Proseguimos la marcha y accedimos a la parte superior de las cortadas por un sendero muy empinado. Tuvimos que parar la marcha varias veces, pues a mi Maestro, realmente, ya le pesaban los años.
Estábamos a unos quinientos pasos de la vertical en la que, según mis referencias, se encontraba el nido de los peregrinos y allí, junto al borde de la cortada, mi Maestro montó la trampa para el pasajero. Por fin, llegamos a la vertical del nido. Me acerqué al borde de la cortada y se me pusieron los pelos de punta al comprobar la altura que había. ¡Desde abajo no parecía tan alta! –Bien Friso, colócate el arnés, y tú Marcelo, asegura la cuerda muy fuerte a aquella piedra. Con mi arnés bien colocado y la cuerda bien atada me coloqué de espaldas al vacío y pensé: “¡Dios mío, ayúdame, que yo no tengo alas!” Viendo mi cara de entre ilusión desbordada y terror absoluto, mi Maestro me comentó: –Tranquilo Friso, piensa sólo en los peregrinos y en que lo que verás hoy es un privilegio reservado a muy pocas personas. Me armé de valor y comencé a descender lentamente por la pared. Cuando ya me encontraba suspendido a unos treinta pies del borde, oí la voz de mi Maestro que, asomándose, me indicaba: –¡Está más arriba! ¡Está más arriba seguro! –¡Hasta aquí no he encontrado ningún agujero!– grité. –¡Pues sube un poco y balancéate a derecha e izquierda hasta que lo encuentres!– me sugirió. En ese momento, se oyó un griterío ensordecedor y oí un sonido que se acercaba hacia mí, semejante al producido por un enjambre de abejas. Miré hacia arriba y una ráfaga de aire acarició mi cara. –¡Me atacan, me atacan!– grité. La pareja de peregrinos picaban sobre mi cabeza a un palmo de distancia mientras chillaban constantemente. –¡Tranquilo, Friso, que no te tocarán! ¡Balancéate y encuentra cuanto antes el nido!– me gritó mi Maestro. De mi mente ya se había borrado el miedo a la altura y sólo pensaba en encontrar el nido, así que apoyé los pies contra la pared y me impulsé para salir disparado hacia la derecha y ¡eureka! Mientras volaba, vi unas ‘bolas de algodón’ dentro de un gran agujero. Me agarré a la pared, pegado como una araña, y me fui acercando hasta el nido. Cuando llegué hasta él vi las cuatro ‘bolas de algodón’ más bonitas que he visto nunca. Me miraban indiferentes con sus redondos ojos negros. –¡Ya lo he encontrado!– grité con entusiasmo. –¡Hay tres primas y un torzuelo!– No tuve problemas en distinguirlos ya que, aparte de por el tamaño general, las primas tenían el tarso mucho
más grueso que los torzuelos, como me había explicado mi Maestro esa misma mañana. –¡Bien, cuando los tengas, avísanos y te ayudaremos a subir! Cogí una de las primas y el torzuelo, los introduje en el zurrón, y les avisé para que me subieran. Una vez arriba, mi alegría era inmensa. La sangre hervía en mis venas, me embargaba la euforia y no sabía si bailar, saltar, chillar, correr…. Había conseguido mis primeros peregrinos y no había sido nada fácil. Marcelo se contagió de mi alegría y al final mi Maestro tuvo que poner un poco de calma y tranquilidad, aunque en su rostro se podía ver que estaba tan ilusionado como nosotros y hasta noté que se sentía orgulloso de mi hazaña cuando me felicitó por mi valentía. Nos alejamos apresuradamente de la zona del nido para que sus inquilinos se tranquilizaran, dirigiéndonos hacia la zona donde habíamos montado la trampa. Cuando llegamos a ella, comprobamos que no había caído nada y, siguiendo las indicaciones de mi Maestro, nos escondimos a cierta distancia para comer y pasar el resto del día vigilándola. Faltaban un par de horas para la puesta del sol y mi Maestro decidió recoger la trampa y volver al campamento, donde nos esperaba Silverio con la cena. Cuando llegamos, colocamos los niegos en el alcahaz, lo que pareció que agradecían, ya que pasar casi todo el día en el zurrón no debió resultarles muy agradable. Mi Maestro estaba tan cansado que apenas cenó nada y se fue a descansar. Por nuestra parte, Marcelo y yo no podíamos parar de hablar y le contábamos una y otra vez nuestras hazañas a Silverio que nos escuchaba alucinado. Como el día anterior, antes de amanecer mi Maestro nos puso a todos en pie. Desayunamos y partimos de nuevo con las redes y un par de palomos a lo alto de la cortada, para montar de nuevo la trampa con el fin de capturar la prima de peregrino pasajera. Mi Maestro volvió a padecer fuertes dolores en sus piernas durante la subida, pero haciendo algunas paradas para que tomara aliento, conseguimos llegar arriba antes de que el sol hiciera su aparición, aunque ya asomaban las primeras luces del alba. –¡Es dura la vida del cetrero!– Me dijo con resuello y frotándose las rodillas para calmar el dolor– ¡Y los años no perdonan! Montamos la trampa en el mismo lugar que el día anterior.
–¡Y ahora, a escondernos y esperar!– comentó mi Maestro. –¿Cuánto rato tendremos que esperar?– preguntó Marcelo un poco hastiado, pues la tarde anterior se le había hecho eterna. –A lo mejor nada, a lo peor dos días –le contestó él–, así que tranquilo. –Pero ¿no pueden caer también los propietarios del nido?– le pregunté. –Sí, Friso, pero en ese caso, lo soltaremos. –Y ¿cómo distinguiremos a la prima del nido de la pasajera? –Por el color del plumaje, Friso, y ahora ¡silencio!– me ordenó. Llevábamos alrededor de una hora en el escondite y Marcelo ya dormitaba vencido por el aburrimiento, mientras yo jugueteaba con mi lúa y los aparejos que llevaba para armar al halcón cuando, de repente, mi Maestro se levantó de un salto y exclamó: –¡Corre, Friso, corre, que algo ha caído! Salí disparado como una flecha hasta la trampa y, cuando llegué, vi un gran halcón inmovilizado contra el suelo por la presión de las redes. –¡Lo tenemos, lo tenemos!– grité loco de contento. Al momento llegó mi Maestro y se dispuso a sacar el halcón de la red. –Pero Maestro, es un halcón sacre, ¿verdad?– le pregunté extrañado, ya que el plumaje que presentaba, en su mayor parte, era de color paja. –No Friso, no, es la prima de peregrino que esperábamos. El color de su plumaje es debido al desgaste por efecto del sol–. En cuanto la hubo sacado de la red y la tenía inmovilizada entre sus manos me apremió: –¡Ponle la caperuza! ¡Rápido! Entre los tres tamaños que llevaba, elegí la más grande, pues la prima de peregrino aparentaba tener una gran cabeza. Se la coloqué y pudimos comprobar que le quedaba como un guante. –Buena elección, Friso, ahora las pihuelas, el tornillo y la lonja. Una vez armada, me indicó: –Ponte la lúa y sujétala fuerte por las pihuelas. Así lo hice, y la colocó sobre mi puño, momento en el que pareció volverse loca, sin dejar de debatirse, y no conseguía que se mantuviera erguida en el puño. –Agarra fuerte el extremo de la lonja y déjala en el suelo para que calme su bravura– me indicó.
Así lo hice, y la prima de peregrino permaneció un minuto dando botes en el suelo igual que hacen los pollos cuando les cortan la cabeza. –¡Está loca, Maestro!– le dije. –No pasa nada, Friso, enseguida se calmará. Hay dos tipos de halcones, los que aceptan la caperuza sin rechistar y se mantienen desde el principio erguidos en el puño y los que, por su bravura, se comportan como lo hace ésta, resultando luego mejores en su comportamiento y en la caza los más bravos. Cuando se hubo calmado la recogí del suelo y ya se mantuvo erguida en el puño como si lo hubiera hecho toda la vida. –De momento, Friso, no la toques para nada ya que si no volverá a debatirse. –¡A la orden!– contesté. Marcelo recogió todo y bajamos hacia el campamento. Yo abría la marcha loco de contento, no sé cual de los dos iba más erguido, si el halcón o yo. No olvidaría en toda mi vida la experiencia vivida durante aquellos tres días. Al llegar al campamento, mi maestro dio la orden de recogerlo todo y ponernos inmediatamente en marcha hacia el castillo. Monté en ‘Leyenda’ al estilo cetrero, con mi halcón al puño y, a buena marcha, tomamos el camino de regreso, pues queríamos llegar, a ser posible, antes del anochecer para instalar los niegos en su casa de crianza campestre. –Bien Friso, ahora comienza el desvelo del halcón –me expuso mi Maestro– y debes saber que se hará igual con todo tipo de rapaces. Lo primero que hay que conseguir es que el halcón se deje acariciar por todo su cuerpo. Para ello, debes empezar a acariciarlo por el pecho, procurando que no te pique en la mano ya que, aparte de hacerte mucho daño, si consigue picarte varias veces, adquirirá el vicio de picar al ser tocado. Lo ideal es que ahora, al principio, lo empieces a tocar con una pluma larga de cualquier ave, que en cetrería llamamos ‘fris fras’, para evitar que te pique en la mano y para que no se asuste tanto al ser tocado estas primeras veces, porque la textura de la pluma no le asusta tanto como la aspereza de la mano. Una vez que se deje tocar por el pecho sin inmutarse con el fris fras, pasaremos a acariciarlo por la espalda, lo que los enoja mucho más que las caricias por el pecho. En cuanto se deje acariciar por pecho y espalda con el fris fras, comenzaremos a acariciarlo con la mano por pecho y espalda hasta que no muestre ningún síntoma de defensa.
–¿Cuánto rato suele pasar hasta que se dejan acariciar sin atacar?– le pregunté. –Depende mucho de la bravura del halcón. Pero tres o cuatro horas, no te las quitará nadie– y ofreciéndome una pluma de ala de paloma, me indicó: –Toma este ‘cuchillo’ de palomo, comienza a acariciarlo y procura que no te lo coja, si no también adquirirá el vicio de picar. Tomé la pluma y, en cuanto el halcón notó el roce de ésta en su pecho, atacó en un visto y no visto con su pico y me la arrancó de las manos, destrozándola en un instante. “¡Uf! ¡Menos mal que no era mi dedo!” pensé. –Friso ¿no crees lo que te digo o es que eres lento de reflejos? –me increpó. –¡Toma otra pluma! Cogí la nueva pluma, volví a intentarlo y, esta vez, no me la cogió. Seguí así durante al menos una hora y el halcón ya se dejaba acariciar por pecho y espalda sin inmutarse apenas. –Ahora con la mano, Friso y ten cuidado, que en cuanto note la nueva textura, atacará como la primera vez. Ya puedes tirar el fris fras, pues no lo utilizarás más. Tiré la pluma de paloma y con el dedo índice toqué el pecho del halcón a tal velocidad que ni yo noté que lo había tocado. Mi Maestro reía a carcajadas y me aclaró: –¡Tranquilo, ahora ya has cogido experiencia con la pluma y será difícil que te pique en la mano si andas un poco hábil! Volví a probar, toqué el halcón, atacó, pero no me pilló. –Bien, Friso, bien. Sigue así hasta que ni se inmute. Y así lo hice. Durante el camino, rememorábamos una y otra vez las aventuras vividas y tenía unas ganas locas de llegar para contárselo a todos, pero, en especial, a Eleonora. Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a la torre de crianza campestre y, utilizando una escalera que mi Maestro tenía escondida en la maleza, colocó los dos niegos en el cajón, cerrándolo con una portezuela de barrotes que trajo junto con la escalera. –Tendrán que permanecer varios días cerrados –me explicó– ya que al no conocer su nuevo nido, podrían saltar. La noche ya se nos había echado encima y nos extrañó una gran algarabía que provenía del castillo. A
–¡Debe haber festejos!– exclamó Silverio. –¡Serán en nuestro honor!– apuntó Marcelo. –¡Seguro!– murmuró irónicamente mi Maestro. Seguro que los festejos no eran en nuestro honor, pero entramos al castillo sintiéndonos como auténticos héroes.
B
12. De los sentimientos Doña Inés había partido a visitar a una prima suya que había dado a luz, para verla y además conocer a su nuevo retoño. Aprovechando que ella iba a estar fuera unos días y que esa semana era el cumpleaños de su madre, a Eleonora se le ocurrió montarle una fiesta sorpresa, pero, tenía que convencer a su padre. Al principio parecía que estaba un poco reacio a celebrarla, pero viendo la ilusión que le hacía a su hija, se le ocurrió que era una buena oportunidad para que ella practicara labores de coordinación, organización y control de gastos, así que le asignó un presupuesto para el festejo y delegó en ella prácticamente todo, elección de menús, decoración, espectáculos, mercaderes... Él se limitaría, exclusivamente, de hacer llegar las invitaciones a sus destinatarios. Aquella tarde, en el castillo estaban muy atareados terminando de preparar los festejos para celebrar el cumpleaños de doña Inés, engalanándolo todo para recibirla a ella y a los nobles invitados que llegarían en unas horas. Tenían que acabar de habilitar la zona de los espectáculos donde iban a amenizar la fiesta los músicos, tragafuegos, juglares, malabaristas… así como distribuir los puestos de los mercaderes que acudirían a vender sus productos. Eleonora quería que todo quedara perfecto, cambiando el orden de muebles, adornos y demás, las veces que hiciera falta, hasta que consideraba que quedaban en su ubicación correcta. También iba muy a menudo a la cocina para comprobar que todos los manjares que se servirían en la cena estuviesen en su punto, eligiendo el vestuario de los sirvientes, etc. pues quería que la fiesta sorpresa para su madre fuese todo un éxito y que su padre se sintiera orgulloso de ella. Además de la preparación de la fiesta, Eleonora tenía que atender las aves de su padre y aunque lo hacía de muy buena gana, estaba deseando que Iñigo y Friso volvieran pronto porque tenía mucho trabajo y ansiaba ver los nuevos halcones pero, sobre todo, porque echaba muchísimo de menos a Friso. Le parecía que hacía semanas que no le veía. No entendía por qué no sentía lo mismo por Marcelo o Silverio, pues llevaban el mismo tiempo fuera y también los consideraba muy buenos amigos. Le daba mucha pena que no estuvieran para la fiesta y pudieran comprobar lo bien que la había organizado. Además se lo habría pasado mejor con ellos que con las hijas de los nobles que iban a asistir, con las que no congeniaba muy bien. Menos mal que estaba Antonia, con la que se
llevaba estupendamente, aunque a su padre no le gustaba que pasara mucho tiempo con ella, pues le decía que tenía que mantener las distancias con los sirvientes y no darles muchas confianzas, porque a la mínima se te ‘subían a la chepa’ y se volvían unos holgazanes despreocupados. Pero Eleonora no tenía hermanos, y los únicos muchachos de su edad que había en el castillo eran Marcelo, Silverio, Antonia y ahora Friso. Además necesitaba contarle a Antonia los sentimientos que estaba teniendo hacia Friso, porque cada vez que le veía notaba cómo se le encogía el estómago por la emoción, y aquello la desconcertaba mucho. Quería preguntarle a su amiga si aquello le había pasado alguna vez. A media tarde, fueron llegando los invitados a la fiesta y Eleonora los recibió a todos con su mejor sonrisa. Se había vestido para la ocasión con un traje blanco de gala adornado con pedrería. Parecía una princesa. Llevaba el pelo recogido en un moño del que salían varios tirabuzones y coronado por un adorno de flores. Estaba realmente preciosa y así se lo hicieron saber todos los que la veían. Poco antes de la cena, los soldados avisaron de que se acercaba el carruaje de doña Inés. Salieron todos a recibirla y cuando descubrió la sorpresa que le habían preparado se le saltaron las lágrimas de la emoción y abrazó a su hija agradeciéndole muchísimo el detalle. La cena fue todo un éxito, tanto en la calidad de los manjares como en el servicio y decoración. Al terminar la cena, celebraban un baile en el salón principal para los asistentes y el que lo deseara podía salir a disfrutar de los espectáculos de fuego y malabares, así como visitar los puestos de los mercaderes que se habían instalado en la plaza con sus mercancías. Eleonora no dejaba de recibir elogios por la fiesta y se sentía muy orgullosa de ello. Los Condes anfitriones abrieron el baile y don Rodrigo, que había asistido a la fiesta junto a su esposa e hijo, obligó a Gregorio a ser el primero en sacar a Eleonora a bailar, a lo que ella, de mala gana pero con una sonrisa, tuvo que acceder. Los demás se fueron añadiendo al baile. Eleonora no soportaba al pedante de Gregorio y poniendo una excusa, se escabulló del baile para evitar tener que bailar más con él ni con nadie, pues con quien ella realmente deseaba bailar no estaba allí. Salió fuera a ver el espectáculo y también buscando a Antonia, porque necesitaba contarle lo que le pasaba con Friso y que le echaba mucho de menos. La encontró en el patio que había frente a la cocina. La cogió de la mano y la llevó a un rincón apartado para que nadie oyera lo que iba a decirle.
–¡Estás enamorada!– Le aseguró Antonia cuando Eleonora le contó lo que le pasaba– ¡Pero muy enamorada! ¡Solo hay que verte la cara cuando hablas de él! ¡Te brillan los ojos y suspiras constantemente! –¡No, qué dices!– replicó Eleonora muy convencida. –¡Cómo que no! Vale, pues entonces dime que no te gusta. –No me… –pero no pudo acabar la frase y añadió– mujer, hay que reconocer que es guapo, pero de ahí a que esté enamorada de él… –Yo solo te digo lo que parece, porque a mi… –y se quedo callada mirando al suelo y añadió con un suspiro– ...a mi me pasa lo mismo con Marcelo. –¡¿Estás enamorada de Marcelo?! ¡¿Desde cuándo?! –Pues creo que desde hace bastante tiempo, pero no me he dado cuenta hasta ahora, cuando he visto que a mi me pasaba con Marcelo lo mismo que a ti con Friso. Desde que se fue con Iñigo y los demás no hago más que pensar en él y espero con ansiedad volver a verle pero… no sé si siente algo por mí. –Pero… ¡si siempre estáis riñendo como el perro y el gato! –Pues sí, por eso no entiendo por qué me siento así. Si además siempre me ha parecido un fanfarrón engreído, pero, ya ves… tengo unas ganas locas de volver a verle… como tú a Friso. ¡Hasta mi madre me ha dicho que estoy como atontada y que parece que tenga la cabeza en otro sitio! ¡No veas la de broncas que me he ganado preparando la fiesta! Me pedía que le trajera una cosa y le traía otra; fíjate, me pidió que fuera al corral a buscar huevos y ¡le traje tomillo! –Eleonora soltó una carcajada. Antonia le preguntó: –¿Sabes si a Friso le gustas? –No, no lo sé, no creo. Además, no puedo estar enamorada de él. ¡Mi padre jamás lo admitiría! ¡De ninguna manera! ¡Esto se me ha de pasar como sea! –¿Y qué vas a hacer para que se te pase? ¿Vas a ir al curandero? –No lo sé, pero como mi padre se entere de que me gusta, me la cargo, pero a él seguro que lo condena a muerte o lo destierra y entonces seguro que no le volvía a ver más. No podría soportar que por mi culpa le pasara nada malo. A lo lejos, se oyó la voz de María: –¡Antonia! ¡Antonia! ¿Dónde se habrá metido esta zagala? ¡Pues como no aparezca pronto se va a enterar! –¡Me tengo que ir! Ya hablaremos otro rato–. Y Antonia se fue corriendo hacia donde estaba su madre.
Eleonora volvió a la plaza, donde los malabaristas seguían con su función y se dirigió a la halconera para comprobar que las aves estaban bien. Una vez habíamos entrado en el castillo, nos dirigimos directamente a la halconera y, cuando estábamos llegando, Eleonora salía por la puerta. Cuando nos vio llegar a los cuatro, salió corriendo hacia nosotros y se abalanzó sobre mí, abrazándome fuertemente. –¡Por fin has vuelto!– exclamó, pero dándose cuenta de lo que estaba haciendo me soltó rápidamente. Me quedé muy sorprendido por su efusividad, y sobre todo porque cuando me abrazó, noté una emoción que no había sentido nunca hasta entonces, además, la cara de sorpresa que se les quedó a Marcelo y Silverio, con los ojos como platos y la boca abierta, me hizo comprender que aquello significaba algo más que un saludo. Por supuesto, mi Maestro también se dio cuenta, pero disimuló muy bien al comprobar que a Eleonora se le estaban tornando sus blancas mejillas a un tono rojo intenso. –¡Hola! –le dije– ¡Yo también me alegro mucho de verla, doña Eleonora! Guardando la compostura, Eleonora añadió: –¡Hola a todos! ¡Qué halcón más bonito habéis traído! Perdonad mi efusividad, pero es que no os esperaba tan pronto y me ha hecho mucha ilusión que hayáis llegado a tiempo para la fiesta –aclaró para disimular. –Espero que vayáis a la plaza a ver el espectáculo y los puestos de los mercaderes. Yo me voy ya, nos vemos luego, que me tenéis que contar la aventura. Se despidió de nosotros sin atreverse a mirarme a los ojos directamente, pues sus mejillas todavía no habían recuperado su tono habitual, y se fue. Con una cantinela burlesca Marcelo declaró: –¡Creo que le gustas, Friso! –¡Un respeto a Eleonora!– exigió muy enfadado mi Maestro, aunque sabía que Marcelo tenía razón– Por si lo has olvidado, es tu Señora y aunque ella no esté delante le debes respeto absoluto. ¿Ha quedado claro? ¡No quiero oír ni una palabra más sobre este tema! Ahora, a descargar el carro y cada uno a su casa– añadió confiando, por el bien de todos, que las muestras de cariño de Eleonora hacia Friso no llegaran a oídos de don Orduño.
13. Del desvelo Entramos en la halconera y mi Maestro me indicó: –Deja a la prima en esa pequeña alcándara que dejé preparada, aséate y ponte ropa limpia, pues seguro que don Orduño quiere ver su nuevo halcón y nos manda llamar en cuanto se entere que hemos llegado. Me aseé y cuando aún me estaba calzando, apareció un guardia por la puerta. –Iñigo, don Orduño te espera en el salón principal– le avisó. –Enseguida voy– le respondió. Mi Maestro salió de su cuarto y casi no lo reconocí. Se había vestido con sus mejores galas. –¿Estás ya listo?– me preguntó. –Sí, Maestro. –Pues recoge a la prima y vámonos. Llegamos al Salón principal, donde se encontraban todos los invitados participando del festejo. Nos acercamos hasta don Orduño, que se encontraba conversando con otros nobles. –¡Hombre, Iñigo, no esperaba que volvieras tan pronto!– exclamó al vernos. –Las cosas nos han ido muy bien – le comentó mi Maestro–, Friso nos ha dado suerte. –¿Quién, el joven delincuente?– preguntó el Conde irónicamente. –Sí, mirad el magnífico halcón que hemos capturado. Acércate, Friso– me mandó. –¡Sí señor! ¡Precioso halcón!– exclamó uno de los nobles mirando detenidamente la prima que portaba en mi puño y añadió– Por su plumaje deduzco que su peregrinar habrá sido largo. ¿Dónde lo habéis capturado? –En las tierras de mi Señor, don Rodrigo– le respondió Iñigo. –¡Imposible! –replicó él– ¡En estas tierras no tenéis halcones tan bellos! –¡Los hay incluso más bellos!– le contradije con gran soberbia. –¡Cómo te atreves a hablarme así, miserable!– me recriminó don Rodrigo muy enojado levantándome la mano. –Se atreve a hablarte así porque tiene razón, y mis halconeros nunca mienten, Rodrigo –le replicó pausadamente don
Orduño– ¿No será qué tienes envidia de mis aves?– le insinuó irónicamente. –¡Envidia yo! ¡Espérate a ver los halcones que me han de llegar!– replicó elevando el tono de su voz. –¡Ya los veremos! –le contestó don Orduño– ¡El mío ya lo estás viendo! Doña Inés, viendo que se iba caldeando el ambiente, se acercó y me dijo: –¡Bonito halcón, Friso!– y dirigiéndose a don Rodrigo le sugirió: –Acompáñame, Rodrigo, que quiero presentarte a mi tío José, que está muy interesado en conocerte–. Y tomándolo del brazo, se lo llevó. –Buen comentario, Friso– me indicó don Orduño– pero la próxima vez procura mantener la boca cerrada. Ya podéis retiraros. Salíamos del Salón y mi Maestro me advirtió: –¡Te has salvado por los pelos! ¡Recuerda que ante los nobles siempre debes mantener la compostura y dirigirte a ellos con el máximo respeto! Llegamos a la plaza, y me ordenó: –Ahora, ve a la halconera y dejas el halcón en la alcándara. Luego vienes a la cocina a ver que tiene por ahí María para cenar. María.
Entré en la cocina e Iñigo estaba contándole mis hazañas a
–¡Pero qué valiente este zagal! –exclamó María al verme– ¡Ven aquí y siéntate, que en tres días fuera y con tanta aventura, ya te me has quedado como un palo! María me atiborró a comida mientras le contábamos, entre bocado y bocado, nuestras peripecias. Cuando terminé, le pregunté por Antonia. –Se acaba de ir a ‘zanganear’ por ahí. –Maestro, ¿puedo ir yo a dar una vuelta a ver el festejo? –Si, pero tendrás que llevarte el halcón para seguir con su desvelo y, en cuanto acabe la fiesta, te espero en la halconera. –¡Trato! ¡Hasta luego!– y salí disparado. Con la prima de peregrino pasajera de rapela en mi puño, me fui a buscar a Marcelo para que me acompañara a ver el espectáculo y los puestos de los mercaderes. Por el camino me crucé con Antonia y Silverio que se dirigían a disfrutar del entretenimiento. –¿Dónde vas?– me preguntó Antonia. –A buscar a Marcelo.
–¡Te acompañamos!– exclamó ella muy entusiasmada, a lo que Silverio replicó: –¡Pero no íbamos a ver los malabaristas! ¡Pues vamos a verlos nosotros y ellos ya vendrán! –¡He dicho que le acompañamos y punto!– ordenó ella mirando a Silverio muy enfadada. –Pues vamos– murmuré muy sorprendido por la reacción de Antonia. Llegamos a casa de Marcelo y él salía por la puerta bien peinado y acicalado para ir de fiesta. –¡Hola Marcelo!– le saludó dulcemente Antonia con una gran sonrisa– ¡Qué guapo te has puesto! Silverio y yo miramos a Marcelo de arriba abajo tras el comentario de Antonia. –¡Hola “gordi”!– respondió él, pues sabía que cualquier tema relacionado con su lozanía le molestaba mucho. Ese saludo hizo que la sonrisa de Antonia desapareciera de su rostro sustituida por una mueca entre vergüenza y enfado, pero no dijo nada. Marcelo añadió: –¿Vamos a ver el espectáculo? –Te veníamos a buscar para eso– le aclaré, y nos dirigimos hacia allí los cuatro. Antonia no dijo nada durante el camino. Se la veía molesta. Marcelo se extrañó de su reacción, pues hasta entonces, siempre que le hacía algún comentario de ese tipo, Antonia enseguida se ponía como una fiera y a él le hacía mucha gracia discutir con ella, por lo que la ‘chinchaba’ constantemente para que se ‘picara’ con él, pero nunca había reaccionado como ese día. Marcelo se sintió un poco culpable y le preguntó: –¿Te pasa algo ‘Antoñita’? Ella le clavó la mirada muy seria un momento y siguió andando, cabizbaja, sin decir nada. Cuando llegamos a la plaza había una gran algarabía, pues el come-fuegos lanzaba por su boca grandes llamaradas que asombraban a todos. Disfrutamos del espectáculo y cuando terminó, fuimos a ver los puestos de los mercaderes. Vimos a Eleonora que estaba visitándolos también. Antonia la llamó y se acercó a nosotros. Nos apartamos un poco del gentío para hablar con más tranquilidad. –¡Qué color más curioso tiene este halcón! ¡Es de color paja!– advirtió Eleonora. Vi mi oportunidad de demostrarle los conocimientos que iba adquiriendo y respondí:
sol.
–Es porque el color de su plumaje está desgastado por el
–¡Oh, no lo sabía!– exclamó ella y añadió: –¡Bueno chicos, contarnos a Antonia y a mi vuestra aventura! Y Marcelo, Silverio y yo les relatamos, con gran efusividad y aspavientos, todo lo acontecido en nuestro viaje. Durante la explicación, a Antonia se le olvidó su enfado y ambas disfrutaron y rieron mucho con el relato. Cuando acabamos de contarles nuestra historia, Eleonora me preguntó señalando la prima de peregrino. –¿Y ya tiene nombre? –No– respondí. –¡Pues habrá que buscarle uno enseguida! –alegó– Su nombre debe reflejar algo que la identifique, ya sea su velocidad, su bravura, su tamaño, su lugar de nacimiento, su carácter, su color… no sé, ¿qué se os ocurre? –Hombre, dijo Antonia, su color es muy peculiar. Es como la paja o la arena. –¿Qué os parece ‘Arenisca’? –sugirió Marcelo apoyando la idea de Antonia para que ésta se sintiera mejor con él– además, la piedra de la cortada donde la capturamos es de ese tipo. Cuando la tocas desprende arena. –A mi me parece bien –asentí– ¿Te gusta, Eleonora? –¡‘Arenisca’! –repitió ella, y en ese momento, la prima, aunque permanecía encaperuzada, giró su cabeza hacia Eleonora. –¡Parece que al halcón le gusta!– observó Silverio. –¡Pues ya tienes nombre ‘Arenisca’!– exclamó Eleonora y añadió: –¡Es ya muy tarde! Tengo que ir a despedirme de los invitados, que algunos ya empezarán a retirarse para descansar. ¡Nos vemos mañana!– y se fue. –¡Yo también me voy!– dijo Antonia. –¡Me voy contigo! Es que mañana tengo que levantarme pronto a atender los caballos– aclaró Marcelo, y ambos se fueron juntos. –Bueno Friso, yo también me voy –me dijo Silverio bostezando– que tengo mucho sueño y seguro que mi padre me levanta mañana temprano. ¡Ya me ha avisado que tengo mucha faena acumulada!– Y también se fue. Marcelo acompañaba a Antonia hasta su casa. Ella no decía nada y volvía a ir cabizbaja como antes. Marcelo no comprendía que le pasaba, así que le preguntó:
–¿Qué te pasa? –Nada –¡Algo te pasa! –¡No te he dicho que nada! ¡Déjame en paz! –¡Lo ves como te pasa algo! Antonia se paró, se volvió hacia él y le aclaró: –¡Pues sí, mira sí me pasa! ¡Que eres un grosero! ¡Te saludo con todo mi cariño porque tenía muchas ganas de verte y tú me respondes con una ofensa! –¡Pero mujer, si sólo era una broma! ¡No te pongas así! –¡Pues sí me pongo así, que ya me he cansado de que siempre te burles de mi!– replicó mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. –¡Si a mí también me ha hecho mucha ilusión verte, tonta! ¡Anda, ven aquí!– y agarrándola por el brazo la acercó hacia él, abrazándola cariñosamente y acariciándole la cabeza. A Antonia le rodaban las lágrimas por sus mejillas y se le escapó un sollozo. –No llores, por favor –le suplicó él muy apenado– perdóname si te he hecho llorar, no seré nunca más grosero contigo, te lo prometo. Perdona –y la besó en la mejilla mientras la abrazaba–. Ven, mírame– le pidió, y cogiéndole la barbilla suavemente, levantó su cara para secarle las lágrimas con la otra mano y mirándola a los ojos le dijo: –Anda, guapa, perdóname– y delicadamente la besó en los labios. De repente, se oyó la voz de María que se acercaba parloteando sola: –¡Esta zagala se la va a cargar! ¡Pero tú te crees lo tarde que es! ¡Mañana la voy a levantar a las cinco y la voy a tener fregando todo el día! Marcelo se escabulló escondiéndose antes de que María le viera. –¿Se puede saber dónde estabas?– le gritó María cuando vio a Antonia que se le acercaba. –¡Pero tú que te has creído! ¡Te parecen horas! Por si no lo recuerdas, mañana a primera hora hay que preparar los desayunos de los invitados del Señor y ya veremos quien se levanta. Su madre seguía reprendiéndola, pero entonces le vio la nariz muy colorada y los ojos enrojecidos por lo que le preguntó calmando su ira: –¿Qué has llorado? ¿Qué te ha pasado?– A lo que Antonia, al verse descubierta respondió inventando una excusa: A
–Es que… como era tarde… venía corriendo y he tropezado. Me he dado un golpe en el codo con la pared y me he hecho mucho daño–. Esperaba que su madre se tragara la invención. –¡Hija mía! A ver, que te has hecho. –No se ve nada, solo ha sido el golpe. –Pues no te preocupes, que ahora mismo te hago unas friegas con aceite de romero y ya verás como mañana ya no te duele nada. Los mercaderes ya estaban recogiendo sus bártulos y me quedé allí solo, con ‘Arenisca’ en mi puño. Hacía una noche estupenda de luna llena que permitía ver con bastante claridad, así que me fui a la parte más alta del castillo y me senté allí un momento para observar el paisaje de los alrededores del castillo, iluminados por la luna, antes de ir a la halconera. ‘Arenisca’ ya se mostraba muy tranquila y se dejaba acariciar por todo el cuerpo sin inmutarse. No se parecía en nada a su actitud de las primeras horas en las que tuve que estar acariciándola con un fris fras para evitar que me picara en la mano.
B
14. De cómo hacer que coma en el puño Cuando llegué a la halconera, mi Maestro me esperaba tumbado en la cama, pero despierto. –¿Qué tal ha ido, Friso? –Muy bien, ya le hemos puesto nombre al halcón. –El nombre del halcón lo elige el Señor. –¡Ah, no lo sabía! Lo ha elegido doña Eleonora. –Bueno, pues en ese caso vale igual. ¿Qué nombre le habéis puesto? –‘Arenisca’, ¿le gusta? –Bueno, está bien. Se levantó de la cama y se acercó a ‘Arenisca’. La acarició por delante y por detrás, y murmuró: –¡Perfecto! Ha llegado la hora de darle de comer. Fue a la fresquera, trajo un muslo de pollo y me explicó: –En estas primeras veces tendrá que comer encaperuzada, y hasta que no duerma sin caperuza, habrá que darle siempre la comida sin huesos ni plumas, para evitar que la caperuza no le deje devolver la ‘plumada’, pues sería un riesgo muy importante para su salud, ya que si no la regurgitara, se le fermentaría en el buche y podría morir–. Y dándome el muslo de pollo me indicó: – Toma, colócaselo entre las garras. Ahora tenemos que conseguir que encuentre la comida y, para ello, necesitamos una respuesta de ataque. Cuando comience a comer, emitiremos un chasquido con la lengua que mantendremos hasta que termine. Deberemos permanecer en silencio, para que solo se oiga el chasquido y lo relacione con la comida. Para obtener la respuesta de ataque, debemos tocar el pájaro. –¡Pero no atacará! ¡Si ya se deja tocar por todo el cuerpo!– le aseguré mientras la acariciaba por pecho, espalda y patas para demostrarle que no tenía ninguna reacción de ataque. –Por todo el cuerpo no –me rebatió sonriendo– siempre hay algún truco. Mira, –me indicó mientras introducía su mano entre la cola y los muslos de ‘Arenisca’ –debes pellizcar o tocar suavemente aquí detrás este tendón que sale de la articulación que une el tarso con el muslo. Eso molesta a cualquier ave. ¡Atento! Lo tocó en aquel punto y, automáticamente, el halcón atacó con su pico, encontrándose en su ataque con el muslo de pollo, al que le arrancó un trozo sin piedad. Lo mantuvo unos segundos en el pico y lo engulló. Mi Maestro me indicó con el dedo que guardara silencio y comenzó a emitir un chasquido constante. ‘Arenisca’
parecía mostrarse desconcertada sin saber qué hacer. Bajaba un poco la cabeza, la levantaba, la volvía a bajar… Debía estar luchando entre el hambre que debía tener y su desconfianza ante la nueva situación. Pero, al poco, bajó la cabeza moviéndola levemente de un lado a otro como buscando, hasta que encontró el muslo de pollo, momento en el que apretó sus garras en él y comenzó a comer con tal habilidad que parecía que viera a través de la caperuza. Le permitimos comer mientras quiso, sin dejar en ningún momento de emitir el chasquido. Cuando cesó de comer, mi Maestro dejó de emitir el chasquido y le retiramos los restos del muslo de pollo de entre las patas. –¡Muy bien, Friso! Si todo va bien, mañana le podremos retirar la caperuza por primera vez durante la comida, que será, aproximadamente, a esta misma hora, ya que, hasta entonces, no volverá a tener hambre. Ahora debemos seguir manteniéndola despierta para que se vaya cansando un poco más y pierda agresividad. –¡Pero si ya no está agresiva! –No está agresiva con la caperuza, pero, ¡ya verías si se la retiráramos ahora!, se comportaría igual que cuando la cogimos en la trampa. –¿Y por qué con la caperuza se mantiene calmada y si se la quitamos no? –Porque todas las aves, rapaces o no, rigen sus reacciones por lo que ven, así que, al privarles de la visión, se mantienen tranquilas, ya que no tienen de qué preocuparse, pues tampoco tienen imaginación. –Y ¿no se amansaría antes sin caperuza? Creo que si nos viera, comprobara que no le hacemos ningún daño y le proporcionamos comida, se acostumbraría antes a nosotros. –La teoría está bien Friso, pero la realidad es que todas las aves salvajes, en especial los halcones, le tienen terror al hombre y, antes de acostumbrarse, mueren de miedo. Es por esto que, para poder introducirlas en nuestro mundo, debemos hacerlo poco a poco y para eso no hay nada mejor que una buena caperuza, con la que podemos dosificar sus momentos de miedo innato al hombre. Como has podido comprobar, ‘Arenisca’ ya se deja tocar por todo su cuerpo y come en nuestro puño. Si no hubiera llevado la caperuza ya habría muerto de un ataque de pánico, pues lo que para ti son caricias, ella las habría entendido como agresiones directas. Sin embargo, al llevar la caperuza y ser acariciada, sólo se defiende bruscamente durante un pequeño periodo de tiempo, porque al no
ver al agresor y comprobar que no le sucede nada, no tiene de que preocuparse. Acarició a ‘Arenisca’ por el pecho y me sugirió: –Bueno, sigue acariciándola de vez en cuando para que no se duerma, que yo me voy a descansar. Después de desayunar te relevaré para que puedas acostarte un rato. Si quieres puedes salir a pasear por ahí para que no te venza el sueño. ¡Buenas noches! Siguiendo el consejo de mi Maestro y ante la espléndida noche que hacía, decidí subir a la muralla del castillo para ver amanecer con mi halcón al puño.
15. Del placeo Amanecía y se presagiaba que iba a hacer un día estupendo. El cansancio ya hacía rato que se había apoderado de mí. No parecía que hubiera hecho lo mismo con ‘Arenisca’, que tras haber pasado la noche ‘embolada’ y con una pata recogida entre su plumaje, en cuanto aparecieron las primeras luces del alba, se sacudió, se estiró en el puño y comenzó a acicalarse. Empezaba ya a haber movimiento de gentes por el castillo y decidí acercarme hasta la cocina a esperar que vinieran María o Antonia. Al momento aparecieron. Las dos traían cara de sueño, aunque creo que la mía debía mostrar lo mismo, dado el comentario de María: –¡Buenos días, madrugador! ¡Parece que la noche ha sido larga! –Casi no se te ven los ojos – me dijo Antonia bostezando. –Sí –respondí– un poquito larga sí que ha sido. –¡Ale, vamos ‘p’adentro’, que desayunaremos los tres!– propuso María abriendo la puerta. Tras el copioso desayuno y allí sentado, oyendo la monótona charla de María y Antonia, se fue apoderando de mí un sueño terrorífico, hasta el punto de que, no fiándome de quedarme dormido, até la lonja de ‘Arenisca’ a la pata del banco ‘por si acaso’. Por suerte, pronto apareció mi Maestro. –¡Buenos días!– dijo al entrar. –¡Buenos días!– contestamos todos. –¡Ahí tienes al zagal dando cabezazos contra la mesa! –le indicó María riendo– ¡No sé a quién me recuerda!– exclamó irónicamente, pues había visto a Iñigo en esa situación muchas veces. –Sí, ésta es una hora muy mala –aseguró él– Anda, Friso, dame a ‘Arenisca’ y vete a dormir, que ya te llamaré al mediodía. Me fui corriendo a la halconera, me descalcé y sin desvestirme siquiera, me tiré sobre la cama, quedándome ‘seco’ al instante. Antonia canturreaba mientras hacía sus faenas, por lo que su madre le comentó: –¡Qué contenta estás esta mañana! Por lo que veo, ya no te duele el codo. Antonia ni se acordaba de su mentirijilla, pero rápidamente argumentó:
–No, Madre, ya no me duele. Las friegas que me hiciste anoche fueron ‘mano de santo’. –Así, hoy continúan los festejos ¿no?– preguntó Iñigo. –Si, hoy también habrá bastante jaleo– le contestó María. Me desperté al sentir que mi Maestro me zarandeaba. –¡Venga Friso! ¿Estás muerto o qué? –No, ¡ya voy, ya voy! Mientras me calzaba, me recordó: –Debes ir a dar de comer a los niegos, que estarán hambrientos. Pasa por el palomar, mata dos palomas y se las llevas. –¿Dónde está ‘Arenisca’?– le pregunté. –La tengo en el jardín, a la sombra. Recogí las palomas y me fui a buscar a Leyenda. Encontré a Marcelo muy atareado pues tenía que atender los caballos de los invitados. –¡Buenos días, Marcelo! –¡Buenos días, Friso! ¿Y ‘Arenisca’? –Está descansando a la sombra. Ahora me voy a dar de comer a los niegos. Me llevo a Leyenda. –Vale, luego nos vemos que te tengo que contar una cosa que me pasó anoche. ¡Ah!, Eleonora también está ahí, ensillando a ‘Zalamero’. –Bien, pues luego nos vemos. Entré en el establo y vi a Eleonora enfrascada en la colocación de la silla. Me acerqué silenciosamente por detrás y solté un grito para darle un susto. Pegó un bote que casi se sube al caballo. –¡Pero qué tonto eres! ¡Ésta me la pagas!– replicó muy enfadada mientras yo me reía a carcajadas. –¡No te pongas así, era una broma!– le dije todavía riéndome. –¡No me gustan nada los sustos! ¡La próxima vez te mando al patíbulo! ¿Está claro? –Vale, mujer, vale… lo siento. Bueno, yo me voy a dar de comer a los halcones niegos que dejamos en la caseta de crianza campestre. –¡Ah! , pues te acompaño. –¡No! Tú no puedes venir. –¡Pero cómo que no! ¡Tú quien te has creído que eres, si los halcones son míos!– me aclaró con gran arrogancia.
–Tuyos no… –le dije con una sonrisilla y levantando una de mis cejas– …de tu padre. – Vale –alegó ella imitando mi actitud– pues vamos a preguntarle a él si puedo ir o no ¿te parece? –Bueeeno, tu ganas, puedes venir conmigo a darles de comer. Terminamos de ensillar nuestros caballos y nos pusimos en marcha. Íbamos a pasar por delante de la halconera cuando vi a don Orduño, don Rodrigo y a varios nobles más, junto a mi Maestro, disponiéndose a entrar en ella. –Si quieres, le pregunto ahora a mi padre, chico listo – me propuso Eleonora con retintín. La fulminé con la mirada advirtiéndole: –¡Ni se te ocurra! Ella comenzó a reír. –Vas muy contenta Eleonora– le comentó su padre. –Sí, voy con Friso a ver los halcones nuevos que están en la caseta de crianza campestre. –Vale, ten cuidado. Proseguimos nuestra marcha, salimos del castillo y le grité: –¡El último tonto! Y salimos a galope tendido. Llegamos a las inmediaciones de la caseta de los halcones. Desmontamos, cogí las dos palomas y le indiqué: –Ahora en silencio. Cogí la pértiga que teníamos escondida e introduje las dos palomas que previamente había abierto en canal. –Vámonos –le susurré y ella, en el mismo tono de voz, me replicó: –¡Pero yo quiero verlos! –¡Pues ahora no se pueden ver! –Pero ¿por qué? –¡Pues porque se volverán piones! –Hombre, por una vez… –Vaaale– accedí con resignación ante su insistencia. Cogí la escalera y la coloqué para que pudiera subir. Al verlos exclamó: –¡Qué bonicos! ¡Me recuerdan a ‘Cascabel’ cuando era pequeño! –¡Venga, baja ya!– la apremié. En cuanto bajó, recogí la escalera y nos alejamos hasta colocarnos a unos cincuenta pasos del frente de la caseta, desde dónde los podíamos ver, ya que quería comprobar si comían. Vimos
que cada uno había cogido una paloma y se habían puesto a desplumarla en rincones opuestos, como escondiéndose el uno del otro. Permanecimos un rato allí observándolos y emprendimos el regreso al castillo. Entre tanto, Iñigo, don Orduño, don Rodrigo y otros nobles se encontraban en el jardín de la halconera contemplando las aves. –¿Qué tal llevan la muda, Iñigo?– preguntó don Rodrigo. – Bien, van todos bien. –¿Y Nieves, la prima de gerifalte? –También va muy bien, ya ha cambiado doce cuchillos y cuatro timoneras. –¡Pues mis halcones…– comentó don Rodrigo, cabeceando un poco fastidiado –…están mudando muy lento esta temporada! ¡No sé qué pasa!– y mirando a ‘Arenisca’ indicó: –¡Esa prima nueva parece muy buena! ¡Tiene una línea magnífica! –Sí –respondió Iñigo– creo que será un halcón excepcional y tiene una musculación espectacular. –¿Puedo tocarla? –¡Por supuesto! Don Rodrigo se arrodilló delante de ‘Arenisca’, la acarició un poco y palpó sus pechugas para apreciar su musculación. –¡Tiene el pecho duro como una piedra! –comentó– ¡Sí que está musculada, sí, y también muy tranquila! ¿La capturasteis ayer, no? –Así es –confirmó Iñigo– es que mi nuevo aprendiz está haciendo un gran trabajo con ella. Serán un gran halcón y un gran cetrero. –¿Quién? ¿El insolente de anoche?– preguntó don Rodrigo preocupado al confirmar que Iñigo tenía un ayudante para adiestrar las aves y que sus planes podían irse al traste. –El mismo. Se llama Friso y tengo grandes esperanzas puestas en él, pues es muy despierto y valiente, y le estoy preparando a conciencia. –¿Y los niegos que has traído, cómo los ves, Iñigo?– le preguntó don Orduño. –Creo que saldrán muy buenos también Señor porque estoy casi seguro que son hermanos de ésta. Al saber de la calidad de las aves, don Rodrigo le propuso al Conde: –¡Te compro esta prima pasajera, que tú puedes ir a capturar otra!
–¡Ni hablar!– contestó él tajantemente. –¡Pues uno de los niegos! –¡Ni de broma! ¿No son tan buenos los que te van a traer del norte? ¿Para qué quieres los míos?– le interrogó irónicamente. –¡Es igual, de todas maneras te los ganaré todos!– aseguró orgulloso don Rodrigo– ¡Así que disfrútalos mientras puedas! Don Orduño, lo miró con desdén y con una sonrisa dibujada en su rostro replicó: –¡Eso ya lo veremos! Además, ya le he dicho a Iñigo que vaya ampliando la halconera, pues tienes un equipo de caza bastante completo. Cuando Eleonora y yo llegamos al castillo, vimos a don Orduño y los demás nobles alejarse de la halconera discutiendo acaloradamente. Ya había de nuevo un gran gentío por todos los rincones del castillo, pues los mercaderes habían vuelto a montar sus puestos, mientras acróbatas y malabaristas actuaban en la plaza. Fuimos a dejar los caballos y al pasar por la cocina, Antonia salió corriendo hacia nosotros diciéndole muy alterada a Eleonora: –¡Tengo que contarte una cosa! A lo que ella le respondió: –Ahora no puedo, nos vemos después de comer. Llegamos a las caballerizas y Marcelo seguía muy atareado con los caballos. También estaba allí Silverio, que acababa de llegar con unos caballos recién herrados. –¡Qué tal chicos! ¿Nos vemos esta noche?– les sugerí. –¡Sí! ¿Quedamos a las siete aquí?– preguntó Silverio. –¡Espero haber acabado a esa hora!– se quejó Marcelo. –¡Me voy, que seguro que me esperan!– dijo Eleonora. –Yo también me voy a comer ¡qué tengo un hambre!– exclamé. Después de comer mi Maestro me mandó que llevara a ‘Arenisca’ de ‘placeo’ por el castillo para que fuera acostumbrándose a todo tipo de ruidos. Así que, con ella al puño, aproveché para ir a ver a Marcelo y saber lo que tenía que contarme. Lo encontré limpiando una silla y me contó lo ocurrido con Antonia la noche anterior. –¡Yo alucino!– le dije– ¡Pues si estáis peleando todo el día! –¡Yo también! pero desde anoche no me la puedo quitar de la cabeza. –Pues entonces ¿sois novios?
–Pues no lo sé ¿cómo se hace uno novio? –¡Puf! ¡Ni idea! Si quieres se lo pregunto a su madre– le propuse riéndome. –¡Ni se te ocurra, eh! ¡Ni se te ocurra! –¡No hombre, no, tranquilo! Y seguimos conversando del tema hasta que su padre lo llamó para que fuera a ayudarle con un caballo. –Nos vemos luego– le dije y me marché hacia la plaza. Eleonora, después de la comida se fue a la cocina a buscar a Antonia para enterarse que era eso tan urgente que le tenía que contar. Llegó a la cocina y salieron fuera. –¡Me besó en los labios!– le espetó Antonia muy emocionada. –¿Quién?– preguntó Eleonora sorprendida. –¡Pues quién va a ser! ¡Marcelo! –¡En serio! ¡Cuenta, cuenta! Y Antonia le contó con todo detalle cómo había ocurrido todo. –Pero tu madre no te vio ¿no? –Creo que no, de lo contrario me habría dicho algo. Seguro. Ya sabes cómo es mi madre. –Y ¿ahora qué? –Pues no tengo ni idea. No nos hemos vuelto a ver desde anoche. ¡Tengo unas ganas de volver a verlo! Cuando me besó, tuve una sensación inexplicable por todo el cuerpo, como una descarga que me recorrió entera– se quedó extasiada por unos instantes como recordando y de repente, cambiando su expresión a una de gran preocupación señaló: –Espero que no fuera otra de sus tretas para burlarse de mí… parecía sincero. –¡Antoniaaaa!– se oyó llamar desde la cocina. –¡Ya voooy! –contestó ella– ¡Que pesada esta mujer!– murmuró refiriéndose a su madre. –Vete, que yo también tengo que irme –le sugirió Eleonora– ya nos veremos luego. Pasé la tarde charlando con los distintos mercaderes. Cuando estaba en un puesto que vendía abalorios, a ‘Arenisca’ se le cayó una pluma de la cola, pues estaba mudando. Al mercader, le hizo gracia tener una pluma de halcón y me la cambió por una
A
pulsera confeccionada con conchas marinas, y me la guardé en el bolsillo. Cuando llegó la hora convenida, fui a encontrarme con mis amigos. Silverio, Marcelo y yo nos dirigimos a la plaza, donde un mago estaba a punto de empezar su espectáculo. –¿Pasamos primero por la cocina, a ver si Antonia ya ha acabado y puede salir?– propuso Marcelo. Yo comprendí sus motivos al instante, pero Silverio, que no sabía nada de lo ocurrido entre Marcelo y Antonia, exclamó: –¡Pero que os pasa a los dos! ¡Ayer Antonia empeñada en irte a buscar a ti, y hoy tú en ir a buscarla a ella! Y mientras tanto, nosotros ¡ale, a perdernos el espectáculo! ¡Ayer el traga-fuegos y hoy el mago! ¡Pues ya vendrá ella cuando pueda! ¿Y si nos dice que la esperemos un momento qué? ¡Nos perdemos el espectáculo otra vez! ¡Ya sabes como son los “momentos” de las mujeres! Marcelo, molesto por la bronca que le estaba montando Silverio, le aclaró elevando el tono de su voz: –¡Yo voy dónde quiero y cuándo quiero! ¡Estamos! ¡Vete tú a la plaza a ver al “puñetero” mago, que nosotros ya llegaremos!– Y dirigiéndose a mí, añadió: –¡Tú que haces! ¿Te vas con él o me acompañas? –¡Tranquilizaros los dos! ¡Será posible la que estáis montando por una tontería! – Y con tono pacificador les propuse: – Vamos a buscar a Antonia, que además nos viene de paso, y si nos dice que la esperemos, le decimos que la esperamos en la plaza. ¿De acuerdo? Ambos asintieron y se miraron como pidiéndose mutuamente disculpas, pero no se dijeron nada. Llegamos a la cocina y María nos dijo que Antonia hacía un rato que había ido a ponerse guapa para ir a la plaza a ver el mago. Pusimos rumbo a la plaza y vimos a Antonia y Eleonora que se dirigían hacia allí. Se habían puesto realmente guapas. Eleonora llevaba un vestido largo hasta los pies, de color azul oscuro con adornos en plata, entallado hasta la cintura y una diadema de flores blancas adornaba su pelo. Antonia llevaba también un vestido largo de color verde musgo que estilizaba su figura y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Iban hablando entre ellas muy enfrascadas en su conversación. Marcelo, cuando las vio, se acercó sigilosamente por su espalda y, con las manos, le tapó los ojos a Antonia. –¿Quién soy?– le preguntó con una cantinela.
AB
–¡Hola chicos!– nos saludó Eleonora mientras Marcelo soltaba a Antonia para que pudiera darse la vuelta. –¡Qué guapas os habéis puesto!– les aseguré. Ellas se ruborizaron levemente por mi cumplido. Eleonora y yo estábamos muy pendientes de la reacción de Marcelo y Antonia al verse de nuevo, aunque entre nosotros dos no sabíamos que ambos estábamos al corriente de lo sucedido. –Llevas un vestido muy bonito, Antonia– le indicó Marcelo. –¡Gracias! ¿De verdad te gusta? Me lo ha hecho mi madre– respondió mirándose el vestido mientras se lo atusaba. –Sí, te queda muy bien– confirmó con una sonrisa. –Bueno, ¿vamos o qué?– espetó Silverio entre enojado y desconcertado por el comportamiento de Marcelo y Antonia– ¡Esto de trasnochar no os sienta bien! ¡Estáis como “alelaos”! Nos dirigimos a la plaza y vimos el espectáculo del Mago. Nos gustó mucho a todos y fue muy aplaudido. Después estuvimos por el mercado y al pasar por delante del puesto de los abalorios, el mercader me saludó. –¿Lo conoces?– me preguntó Eleonora. –Sí, antes le he cambiado una pluma de ‘Arenisca’ por esto– y le mostré la pulsera que llevaba en el bolsillo. –¡Es preciosa!– exclamó ella cuando la vio. –¿La quieres? ¡Te la regalo! Al fin y al cabo ‘Arenisca’ es tuya ¿no?– le apunté irónicamente recordando la conversación que habíamos tenido por la mañana. –¡Muchas gracias, Friso!– Y me besó en la mejilla. Al estar tan cerca, me encantó el olor a flores que ella desprendía, y no pude evitar decirle: –¡Qué bien hueles, Eleonora! –Ella, ruborizada por mi halago, respondió: –Deben ser las gardenias que llevo en la diadema. –¿A ver?– le dije para que me permitiera volver a disfrutar de su olor. Ella inclinó levemente la cabeza y volví a embriagarme con su aroma. – Sí –asentí– son las flores. ¿Cuáles has dicho que son? –Gardenias. Son mis favoritas. De repente, Silverio aseguró: – Definitivamente, estáis los cuatro “alelaos”. ¿Vamos a comer algo? ¡Me muero de hambre!
A
16. De la primera vez que le retiramos la caperuza Pasamos la noche de aquí para allá hasta que terminaron los festejos y mis amigos se fueron a dormir. Me fui a la halconera y mi Maestro no estaba allí. Dejé a ‘Arenisca’ en la pequeña alcándara para descansar el brazo, pues no sabía ya si era mío o ‘un palo amarrado a mi hombro’. Al momento apareció mi Maestro y me preguntó: –Que tal ¿Lo has pasado bien? –Sí, muy bien. ¡Hasta he cambiado una pluma de ‘Arenisca’ por una pulsera! –¿A ver? enséñamela. –Ya no la tengo, se la he regalado a doña Eleonora. –Ah, bien. –¿Dónde ha estado, Maestro? ¡No lo he visto desde la hora de comer! –He estado prácticamente todo el día de protocolo con don Orduño y sus amigos. –Y ¿se lo ha pasado bien? –Bueno… no ha estado mal. Se acercó a ‘Arenisca’, la acarició y me preguntó: –¿Qué tal se ha portado? –Muy bien, pero tengo el brazo y la mano hechos polvo. –Ya te iras acostumbrando. –¿Vamos a poder quitarle esta noche la caperuza, Maestro? –Ya veremos, de todas maneras, antes tienes que aprender a encaperuzar. Voy a buscar a ‘Saeta’. Volvió con ella en el puño, se sentó en una silla y me dijo: –Ven, Friso, siéntate aquí. Me senté junto a él y comenzó a explicarme: –Ahora probaremos a dar de comer a ‘Arenisca’. Para ello, la cogeremos en el puño y, sin colocarle aún la comida entre sus manos, emitiremos el chasquido. Si baja la cabeza con intención de empezar a comer, significará que ha aprendido la lección y le pondremos la comida entre las manos. Cuando haya comido tres o cuatro bocados, le retiraremos la caperuza. Si por el contrario, emitimos el chasquido y el halcón no ha aprendido la lección y no baja a comer, deberemos proceder como el día anterior y no podremos retirar la caperuza. Este detalle es muy importante, ya que, si no ha aprendido la lección, en cuanto retiremos la caperuza se debatirá asustada, por lo que tendríamos que encaperuzar de cualquier manera y el halcón sufriría un gran ‘resabio’. Si, por el A
contrario, todo va bien, como espero que ocurra, desencaperuzaremos al halcón y su primera reacción será mirar fijamente a la cara del que lo porta que, en este caso, serás tú. En ese momento, no deberás moverte ni tú ni nadie que esté contigo, pues cualquier movimiento provocaría la debatidura del halcón. Seguidamente, mirará a derecha e izquierda para investigar a su alrededor. Tú, en todo momento, seguirás emitiendo el chasquido que el halcón ya conoce y que le invita a comer. Pasado el primer momento de sorpresa del halcón, comenzará a comer tranquilamente. Cuando ya esté comiendo, deberás acariciar al halcón suavemente por un costado, acercándole la mano con un movimiento tranquilo y siempre, que la vea llegar. El halcón ni se inmutará, porque ya reconoce tus caricias. Es muy importante también, a la hora de desencaperuzar por primera vez, que te coloques en un rincón de la estancia o pegado a una pared, para que el halcón sienta su espalda protegida y no tenga miedo de que alguien le ataque por detrás. Si te colocaras en medio de la estancia, lo más fácil es que el halcón se debatiera, al no sentirse seguro en ese primer día que le mostramos una parte de su nuevo mundo. Contando que todo va bien, es decir, que el halcón ha relacionado chasquido con comida, que nos hemos colocado en el lugar correcto de la estancia, que el halcón ha comenzado a comer y que lo podemos acariciar mientras come sin caperuza, antes de que acabe de comer, deberemos encaperuzarlo de nuevo ya que, de no hacerlo así, en cuanto terminara de comer se debatiría, porque aún no está lo suficientemente amansado y no confía en nosotros. Es importantísimo encaperuzar, éste primer día, correctamente y a la primera, para no resabiar al halcón de la caperuza. Ten en cuenta que un resabio es muy difícil de arreglar y, en algunas ocasiones, imposible, así que, para que no falles, ahora vas a aprender a encaperuzar con ‘Saeta’. –¿Y ‘Saeta’ no se resabiará si lo hago mal?– le pregunté con cierta preocupación. –No, te aguantará bastantes errores y sólo se enfadará contigo si lo haces muy mal, porque ella ya conoce la caperuza, y sabe que es amiga y no enemiga. Si lo haces mal, para ella, el enemigo eres tú. Cogió la caperuza de ‘Saeta’ y me indicó: – Para encaperuzar correctamente, debes actuar de la siguiente forma: tienes que coger la caperuza de una manera que te resulte cómoda, colocar la piquera hacia abajo, acercarla al pecho del halcón y con un movimiento suave, pero decidido, subirla hasta su cara introduciendo el pico por la piquera de la caperuza y, A
haciendo un movimiento como de peinarle la cabeza, dejarla colocada. A la vez que me explicaba el proceso, había colocado a ‘Saeta’ la caperuza con una facilidad asombrosa. –Mira Friso, te lo repito. Y volvió a desencaperuzar y encaperuzar a la perfección. La dejó encaperuzada pero con el cerradero abierto y me propuso: –¡Venga Friso, ahora tú! Cógela. Subí a ‘Saeta’ a mi puño y ya se apoderaron de mí los nervios. Así que le pregunté: –Y para desencaperuzar ¿cómo lo hago? –¡Hombre, eso es muy fácil! Sólo tienes que coger la caperuza por el copete y tirar suavemente hacia delante y hacia abajo. Desencaperucé y me advirtió: –Ahora tranquilo. Lo más importante es que si acercas la caperuza a la cara del halcón y no aciertas a la primera a introducir el pico en la piquera, retires la caperuza tranquilamente de su cara y lo intentes de nuevo, antes de probar a encontrar el pico girando la caperuza en su cabeza, ya que es esto lo que enojará al halcón y lo resabiará. Me armé de valor, subí la caperuza hasta la cara de ‘Saeta’ y el pico no salía. Empujé suavemente hacia atrás pensando que aún no había llegado a él, momento en el que oí: –¡Retírala! ¡Retírala! No le puedes doblar la cabeza hacia atrás al halcón. Si no encuentras el pico y notas que empujas la cabeza del halcón hacia atrás, retira la caperuza y vuelve a intentarlo, porque si sigues empujando ¡tiras al halcón de la mano! Lo intenté de nuevo y esta vez sí acerté con el pico, hice el movimiento de ‘peinar’ para asentar la caperuza en su cabeza y de nuevo volví a oír. –¡Para! ¡Para! ¡Ya está colocada! Cuando veas que asoma todo el pico por la piquera, la caperuza ya habrá quedado asentada, y si continuas empujando ¡le vuelves a doblar la cabeza al halcón hacia atrás! Prueba otra vez. Volví a probar y esta vez me quedé corto y deje la caperuza colocada a mitad de su cabeza. “¡Puf, no lo voy a conseguir!” pensé. –Quítasela. Tranquilo Friso, no te pongas nervioso, que encaperuzar es fácil. “¡Si, fácil!” pensé “¡Y luego tengo que hacerlo a la primera con ‘Arenisca’! ¡Aquí acabará mi vida como cetrero! Pero bueno ¡allá voy!” Volví a probar y ¡esta vez sí! A
–¡Muy bien Friso! ¡Así me gusta! ¿Ves como no era tan difícil? Prueba otra vez. –¿Otra vez? –¡Pues claro! ¡Otra vez, otra vez! ¡Y las que hagan falta! ¿O prefieres resabiar el nuevo halcón del Conde? Encaperucé a ‘Saeta’ unas cuantas veces más; ya lo hacía bastante bien y con confianza. –Ahora, cuando tengas que encaperuzar a ‘Arenisca’, te vas a encontrar con una pequeña diferencia y es que el halcón estará comiendo cuando tengas que encaperuzar, moviendo su cabeza arriba y abajo. Para encaperuzar tendrás que situar la caperuza a la altura de las manos del halcón y acompañar el movimiento de la cabeza hacia arriba, encaperuzándolo cuando se encuentre derecho. Siempre debes intentar encaperuzarlo cuando levanta la cabeza y nunca cuando la baja. Mi Maestro dejó de nuevo a ‘Saeta’ en su sitio y yo cogí a ‘Arenisca’. Volvió y, entregándome un muslo de pollo, me dijo: –Ahora tranquilo y demuéstrame lo que has aprendido. Cogí el muslo de pollo y lo coloqué cerca de las manos del halcón, pero sin tocarlas, y comencé a emitir el chasquido. –¡Muy mal!– me soltó muy serio. Me quedé paralizado y pregunté: –¿Qué he hecho? –¡Pregúntate qué no has hecho! Recuerda desde el principio todos los pasos que debes seguir. “¡Vaya!” pensé. ¡Me encontraba en medio de la estancia! Cogí una silla y me coloqué en una esquina. Mi Maestro se llenó un vaso de vino y se sentó mirándome fijamente. “¡Qué miedo!” pensé, aunque se debía reflejar en mi cara, pues me sugirió: –Relájate Friso, lo harás bien seguro. –¡Yo no estoy tan seguro!– respondí con cierta angustia. –¡Sí hombre, sí! Cuando te parezca bien, empiezas. ¡Tenemos todo el tiempo del mundo! –y con una sonrisa añadió– pero acuérdate que tendrás que encaperuzarla antes de que acabe de comer. –¡Bueno, allá voy!– dije, y volviendo a colocar el muslo de pollo cerca de las manos de ‘Arenisca’, comencé a emitir el chasquido. Al oírlo, ella hizo un gesto como de mirar hacia abajo. Permaneció unos segundos como pensando y bajó la cabeza decidida a buscar su comida, momento en el que coloqué la carne entre sus manos. Arrancó un pedazo, lo engulló y, como el día anterior, agarró el muslo con una de sus manos y, decididamente, empezó a comer. Mi Maestro se levantó y, sin mediar palabra, abrió A
el cerradero de la caperuza de ‘Arenisca’ y se volvió a sentar. Desencaperucé y automáticamente ‘Arenisca’ clavó sus grandes ojos redondos y negros en los míos. Tenía una mirada desafiante como diciéndome “¿Tú quién eres?” Estuvimos mirándonos unos segundos, a menos de un palmo de distancia, para girar nuestra vista al unísono hacia el lugar de donde provenía un sonido que me recordaba al chasquido que yo debía estar emitiendo, y que había dejado de emitir impresionado por la mirada de ‘Arenisca’. Mi Maestro emitía el chasquido y me miraba como instándome a que lo hiciera yo. Volví enseguida a emitir el chasquido. ‘Arenisca’ repasó con su mirada todos los rincones de la habitación. Volvió a mirarme, esta vez, con una cara más amable y comenzó a comer tranquilamente. Fui acercando la mano poco a poco hasta su hombro. Cuando estaba a punto de tocarla, giro su cabeza y miró mi mano otra vez con mala cara, como diciéndome “¿Qué haces?”. Paré mi mano un instante y a continuación, con el dorso de mis dedos, acaricié suavemente su ala. Al notar el contacto que, como me había dicho mi Maestro, ya conocía, siguió comiendo tranquilamente. La acaricié dos o tres veces más y con voz muy suave, mi Maestro me dijo: –Deberías ir preparándote para encaperuzarla. Inténtalo cuando veas claro que es el momento oportuno. No pruebes por probar. Cogí la caperuza que había dejado preparada en mi rodilla y armándome de valor e intentando templar al máximo mis nervios, acerqué la caperuza a las manos de ‘Arenisca’. Ella la miró indiferente y siguió comiendo. No veía el momento claro de encaperuzar, pues ‘Arenisca’, encelada con la comida, bajaba y subía la cabeza con gran rapidez. Oí otra vez la voz suave de mi Maestro, que me advirtió: –Te queda poco tiempo. En ese momento, ‘Arenisca’ arrancó un gran pedazo de carne, levantó la cabeza y comenzó a tragarlo con cierta dificultad “¡Es mi momento, está quieta!” pensé. Y acercando la caperuza a la cara del halcón ¡zas!, acerté a la primera. Mi Maestro se acercó y cerró la caperuza. –Muy bien, Friso, muy bien. Ahora, que acabe de comer, que ya no tardará mucho. Continué emitiendo el chasquido. ‘Arenisca’ siguió comiendo y, efectivamente, comió tres o cuatro bocados más y dejó de comer. Cuando acabó, le pregunté: –¿Puedo dejarla un rato en la alcándara? –Por supuesto, Friso. A
Me levanté, la puse en la alcándara y en ese momento, me empezaron a temblar todos los músculos del cuerpo, debido a la tensión acumulada. –Maestro, ¿podría tomarme yo también un vaso de vino? ¡Es que estoy que no me tengo! ¡Qué nervios! –¡Si, hombre, sí! ¡Toma! ¡Que sepas que lo has hecho muy pero que muy bien!– y levantó su vaso para brindar conmigo por el éxito conseguido. – Bueno –me dijo– aquí acaba el desvelo de ‘Arenisca’. Ahora se podrá dejar descansar al halcón y al halconero. Mañana tendrás que seguir portándola en el puño durante un buen rato, pero, en vez de por la noche, ya le daremos de comer a última hora del día, dentro de la estancia. Y ahora, a dormir.
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17. De los primeros paseos sin caperuza Mi Maestro me despertó a media mañana. Fui a desayunar algo y me marché a dar de comer a los niegos. Los festejos habían acabado y los nobles ya se habían marchado. El castillo volvía a su tranquilidad habitual. Después de comer, fui a recoger a ‘Arenisca’, a la que mi Maestro había enjardinado, junto con todos los demás. Ella estaba bajo la sombra de la enredadera, ya que un halcón con caperuza siempre hay que dejarlo a la sombra. Me fui con ella a pasear por los alrededores del castillo, rememorando todo lo que había aprendido y preocupándome por lo que aún me quedaba por aprender. Al atardecer, llegué a la halconera y mi Maestro estaba recogiendo las aves, pues desde que capturamos los halcones, él había decidido hacer las faenas de aprendiz y que yo hiciera las de cetrero. – ¿Ya estás aquí? Pues coge un ala de pollo desplumada que he dejado en la fresquera y siéntate en el rincón, que ahora voy. Hice lo que me dijo y, cuando entró en la sala, siguió el mismo ritual que la noche anterior, es decir, se sentó, se llenó su vaso de vino, me miró y me dijo: –¡Cuando quieras! Igual que ayer, salvo que hoy dejaremos que acabe de comer sin encaperuzarla y la mantienes en el puño hasta que se ponga excesivamente nerviosa. Ya te avisaré. –¿Y por qué le damos hoy un ala y no un muslo?– pregunté intrigado. –Porque necesitamos que esté más rato comiendo y también que vaya bajando un poco de peso porque, a partir de ahora, tenemos que enseñarle a hacer cosas que no querrá hacer si está ‘gorda como una bola’. Necesitamos el hambre de cada día. Empecé a emitir el chasquido y ‘Arenisca’ comenzó a comer enseguida. Aflojé el cerradero y desencaperucé. A diferencia de la vez anterior, no se fijó en nada y continuó comiendo tranquilamente. –Ya puedes dejar de emitir el chasquido– me dijo en un tono de voz normal– y también puedes hablar tranquilamente, pues nuestras voces las conoce a la perfección. Ahora, debes acariciarla repetidamente para que pierda cualquier temor a ver acercarse tu mano. Así lo hice. La acaricié por el pecho, la espalda y las manos y ella permanecía tranquila mientras comía. A
Mi Maestro se levantó y, al verlo de pie, ‘Arenisca’ dejo de comer y le miró fijamente. Dio una vuelta alrededor de la mesa y se volvió a sentar. ‘Arenisca’ que no había dejado de observarlo mientras él daba su ‘paseo’, en cuanto se sentó, volvió a comer de nuevo. –Ahora levántate tú, Friso, pero no camines hasta que ‘Arenisca’ comience a comer de nuevo. Me levanté y dejó de comer. Me miró a la cara, miró alrededor, y volvió a comer. –Y ahora, despacito, da una vuelta por la estancia y te vuelves a sentar. Comencé a caminar y siguió comiendo. Cuando me senté dejó de comer, no porque no tuviera más hambre sino porque ya hacía un rato que se peleaba solo con el hueso. Entonces comenzó a cabecear arriba y abajo mirando hacia una estantería situada en la pared de enfrente. –Sujeta las pihuelas fuerte, que va a saltar. Dicho y hecho. ‘Arenisca’ saltó de mi puño y se quedó colgada debatiéndose con furia. –Tranquilo –me sugirió– ponte de pie, estira el brazo y subirá sola. Así lo hice. Se mantuvo unos segundos debatiéndose y, por fin, volvió a subir al puño. –¿La encaperuzo ya?– pregunté preocupado. –No, todavía no. Aún está tranquila. Simplemente ha querido irse a un sitio más alto donde ha pensado que estaría más segura. Vuelve a dar el paseo por la estancia y asegúrate que la tienes bien sujeta, porque cuando pases por mi lado me levantaré y ella saltará. Y de nuevo, dicho y hecho. En cuanto él se levantó, ‘Arenisca’ saltó, pero esta vez con más furia que antes. Empezaba a pensar que mi Maestro era adivino. Con ‘Arenisca’ aún debatiéndose, me indicó que me acercara al rincón y que esperara a que el halcón subiera al puño. Cuando lo hizo, me dijo: –Mira la cabeza de ‘Arenisca’ y fíjate que tiene las plumas de la nuca erizadas. Eso quiere decir que ya está muy enojada, por lo que ha llegado el momento de encaperuzarla, ya que, a partir de ahora, ya no aprende, sino que se resabia. Efectivamente, ‘Arenisca’ volvía a presentar una mirada ‘fiera’, resaltada por las plumas erizadas de su cabeza. “¡A ver quién la encaperuza ahora!” pensé. Pero al escuchar una voz que me decía, en tono más fiero que el aspecto del halcón: –¡Encaperuza ya! AA
Sin pensarlo, y como un acto reflejo ¡zas!, halcón encaperuzado. –Muy bien Friso, muy bien. ‘Arenisca’ automáticamente, se quedó tranquila. “¡Qué pena no tener una caperuza para mi!” pensé. –Ahora, cierra la caperuza. Para ello debes colocar la cabeza de ‘Arenisca’ a la altura de tu boca, coger las correas largas del cerradero, una con la mano y la otra entre tus dientes, procurando no mover al halcón cuando estires de ellas, porque si mueves el puño hacia arriba o hacia abajo en el momento que tires de las correas, puedes llegar a desencaperuzarlo otra vez. También es muy importante que tires de las dos correas a la vez, ya que si no, le girarás la cabeza, corriendo el mismo riesgo. Sujeté una de las correas largas del cerradero con mis dientes y la correa larga del otro lado con la mano, tiré de ellas a la vez y la caperuza quedó cerrada. –Muy bien, Friso. ¿Alguna pregunta? –No, en este momento no, pero seguro que mañana se me ocurren mil. –Bien, pues hasta mañana. Y nos fuimos a dormir. Al fin se habían acabado las ‘trasnochadas’ y, aquella noche, pude retomar mi ritmo de sueño normal, así que a la mañana siguiente, me levanté a la hora que acostumbraba a hacerlo antes. Ayudé a mi Maestro a enjardinar las aves y nos fuimos a desayunar. –¡Ya tienes mejor cara, Friso! –afirmó María– ¡Estos días atrás llevabas unas ojeras…!– y con una sonrisa, dándole unos golpecitos con el codo a mi Maestro, le comentó: –Qué bien te ha venido el ayudante ¿eh, Iñigo? ¡Que ya vas estando mayor! –Pues la verdad es que sí –respondió él– Además, está resultando ser el mejor alumno que he tenido. –¡El mejor! – me dijo María– ¿Has oído, Friso? –Si mi Maestro lo dice…– contesté ruborizado. A lo que él, mirándome con una sonrisa pícara, me aclaró: –El mejor… de momento. Acabamos de desayunar y nos fuimos al palomar a coger unas palomas para dar de comer a las aves que teníamos enjardinadas.
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Nos encontrábamos en el jardín de la halconera y mi Maestro ya había preparado las raciones para las aves, media paloma para cada uno. –Coge al pájaro que quieras y dale de comer –me dijo–. Mientras lo haces, encaperuza y desencaperuza varias veces para que vayas cogiendo más soltura y confianza. Subí a ‘Saeta’ a mi puño; comenzó a desplumar y comer, mientras yo probaba a encaperuzar y desencaperuzar. Terminó de comer y la dejé en su banco, para coger uno de los sacres y repetir la operación. Ya lo hacía muy bien y sin nervios, así que le pregunté: –¿Por qué no me ha dejado practicar esto antes del desvelo? –Por que no habrías prestado la atención necesaria al creer que ya encaperuzabas muy bien, pero no es lo mismo encaperuzar un pájaro caperucero que uno que no lo es, y podrías haber llegado a pensar que ‘Arenisca’ te habría aguantado los mismos errores que te aguantan estos, y no es así. –Y ¿por qué no se le puede encaperuzar cuando baja la cabeza para picar la comida? ¿No metería él solo la cabeza en la caperuza? –Pruébalo– me propuso. Coloqué la caperuza encima de la paloma, el halcón bajó la cabeza, esquivó la caperuza y arrancó un bocado. Volvió a bajar la cabeza y antes de que esquivara la caperuza, intenté encaperuzar, pero la volvió a esquivar. A la tercera vez, bajó la cabeza, se la conseguí colocar, pero sacudió la cabeza y la caperuza salió volando. El halcón levantó la cabeza, me miró con mala cara y me soltó un chillido. –¿Ves, Friso?, ya lo has enfadado. ¿Has comprobado porqué no se puede? –Si, Maestro –contesté resignado– pero ¿por qué no acepta la caperuza cuando baja a comer? –Porque él ya baja la cabeza decidido a comer y tú lo único que haces, al intentar encaperuzarlo entonces, es estorbarle en su afán por conseguir la comida, sin embargo, cuando el halcón ya ha conseguido su bocado y se yergue para tragarlo, ya no le molesta que le encaperuces. Imagínate que fueras a comer de un plato como hace un halcón, yo quisiera colocarte un sombrero y para ello te lo pusiera delante de la cara cuando tú bajas a comer del plato, ¡seguro que intentarías esquivar el sombrero! Por el contrario, si te lo coloco cuando ya has cogido tu bocado y te encuentras erguido, no te molestaré en nada. B
–¡Está claro!– contesté. Seguimos dándoles de comer a las aves y pregunté: –Ahora están mudando todas ¿verdad? –Si. –Y ¿no se pueden sacar ahora a cazar o volar para que no pierdan fuerza? –Pues sí, se podría, pero ahora no debemos ir a cazar pues hay que dejar a los animales salvajes que se reproduzcan con tranquilidad. Y, en lo referente a volar, se podría hacer, pero correríamos el riesgo de que se le rompieran las plumas ‘en sangre’, y la fuerza que puedan perder, la recuperan en una semana. –¿Y cuánto tiempo dura la muda? –Depende de la especie de ave que se trate pero, la mayoría, vienen a comenzar a tirar las primeras plumas en el mes de abril y tienen su traje nuevo hacia mediados de septiembre. Algunos no cambian todas las plumas y a esos se les denomina entremudados. –¿Por qué el gerifalte y el azor están sueltos en las mudas y no se mantienen atados como éstos? –Porque sueltos mudan más rápido. –Entonces, ¿por qué no los tenemos todos sueltos, ya que no los empleamos ni en la caza ni los sacamos a volar? –Primero, porque no tenemos mudas suficientes y lo segundo y más importante, es porque, cuando acaben de mudar ‘Nieves’ y ‘Roncaleño’ y los saquemos, estarán casi tan bravos como ‘Arenisca’ y habrá que hacer con ellos un pequeño readiestramiento. Por el contrario, todos estos que mudan atados, manteniendo su misma rutina durante todo el año, se comportan siempre mansos y tranquilos. Cuando acabamos de dar de comer a las aves, me fui a llevar la comida a los niegos.
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18. De la primera vez que come en el exterior A media tarde me encontraba confeccionando un señuelo, cuando se levantó mi Maestro de la siesta y, cogiendo una silla, me indicó: –Coge una silla y vamos al jardín. –¡Voy! –Vamos a sentarnos en aquella esquina, apartados un poco de las demás aves y a la sombra. Toma éste ala de pollo, coge a ‘Arenisca’ y prueba a ver si quiere comer. Recogí a ‘Arenisca’, me senté en la silla y me comentó: –Ahora, seguramente, en cuanto le quites la caperuza saltará, ya que nos encontramos al aire libre y en la mayoría de los halcones, al ponerlos en esta nueva situación, su tendencia es a huir en los primeros momentos. –¿Aunque haya empezado a comer con la caperuza puesta y esté engolosinada con la comida cuando se la quite? –Sí; si tuviera mucha hambre, sí que se preocuparía por seguir comiendo y no por escapar, pero ese no es nuestro caso, ya que nuestro halcón aún está bastante gordo. –¿Y por qué no le hacemos pasar más hambre antes de probar? –Porque ésta es una lección muy sencilla de aprender para el halcón y no hace falta que tenga mucha hambre. El hambre verdadera hay que dejarla para cuando tenga que aprender cosas mucho más difíciles y ten en cuenta que, si ahora lo bajáramos mucho de peso para que aprendiera una lección fácil, tendríamos que bajarlo mucho más para una difícil y, seguramente dejaríamos al halcón sin ‘carnes’ suficientes para poder sobrevivir. Hay que bajar de peso al halcón en progresión con la dificultad de lo que aprende. Comencé a emitir el chasquido y ‘Arenisca’ empezó a comer al instante. Desencaperucé, miró hacia arriba y saltó. Se debatió unos segundos, subió al puño y de nuevo volvió a saltar. Permaneció así, subiendo al puño y saltando, alrededor de un par de minutos, hasta que se quedó quieta en el puño, muy estirada y escudriñando cada rincón del jardín, prestando especial atención a cada uno de los compañeros que había enjardinados. Todos ellos la miraban a ella con indiferencia. –Ahora debes ir acariciándola como cuando la llevabas con caperuza. Con esta lección pretendemos que ‘Arenisca’ se vaya acostumbrando a nosotros a la luz del día y en el exterior. Así que la B
mantendremos el mayor tiempo posible sin caperuza, quiera comer o no, hasta que, como ayer, muestre síntomas de enojo verdadero y tengamos que encaperuzarla de nuevo, para volver a repetir este proceso un cuarto de hora más tarde, y así sucesivamente hasta que consigas que permanezca tranquila en tu puño mientras paseas por el jardín. ‘Arenisca’ estaba muy tranquila pero atenta a todo y se dejaba acariciar por todo el cuerpo. Habían pasado alrededor de diez minutos y seguía tranquila en el puño. –Levántate y da un paseo por el jardín a ver que pasa– me dijo. Así lo hice y en cuanto comencé a andar, ‘Arenisca’ saltó. Se debatió un poco y volvió a subir. Continué andando y di dos o tres vueltas por el jardín sin que se debatiera ni una sola vez. Parecía contenta de aquella movilidad que le permitía ir descubriendo todos los rincones y observar de cerca a sus nuevos compañeros. Me senté de nuevo y al poco ‘Arenisca’ comenzó a comer, ya que seguía llevando en mi puño el ala de pollo. –¡Es un halcón fantástico!– murmuró mi Maestro hablando más para si mismo que para mí, y añadió– ¡En pocos días estaremos volándolo suelto! –¿Cuándo se termine el ala de pollo la encaperuzo?– le pregunté. –No, ya te he dicho que ahora tiene que estar el mayor tiempo posible sin caperuza para que vaya conociendo y perdiendo el miedo a su nuevo mundo. Cuando acabó de comer, se sacudió y comenzó a acicalarse el plumaje. –Agarra fuerte las pihuelas, que le voy a dar un susto– me advirtió. Se levantó de su silla y se colocó de pie delante de ‘Arenisca’. Automáticamente ésta saltó, debatiéndose con furia, y no dejó de hacerlo hasta que él se agachó. Entonces ella subió al puño y se quedó mirando a mi Maestro con cara de extrañeza. Él se volvió a levantar despacio; ella abrió las alas y erizó el plumaje de su cabeza, con una expresión de fiereza que nunca le había visto. –¡Si parecía que estaba mansa, mansa! –le dije– ¡Vaya susto más tonto! ¡Si sólo se ha colocado de pie delante de ella! Mi Maestro se echó hacia atrás un par de pasos y se volvió a sentar. ‘Arenisca’ fue cerrando lentamente las alas y plegando el plumaje de su cabeza, aunque mantenía la mirada fija en él. B
–¿Has visto, Friso? ‘Arenisca’ aún reconoce al hombre como su enemigo, pero sólo si está erguido y a cierta distancia, como has podido comprobar, así que ahora hay que trabajar en ese pequeño detalle de que no se asuste cuando vea a los hombres erguidos. En el momento que lo consigamos, ya la podremos considerar mansa. Hasta entonces, no. –¿Y para conseguir eso, qué tenemos que hacer?– le pregunté con curiosidad. –Pues ya lo has visto. Acercarte, y en cuanto dé síntomas de agresividad, alejarte de ella o agacharte, ya que la figura de un hombre agachado no la conoce y no se asusta tanto de ella. Este halcón es valiente y se ha calmado enseguida al agacharme y alejarme de él, pero en el caso de que no se calmara, encaperuzaríamos y al cabo de un rato, volveríamos a probar hasta que asimilase que el hombre no le va a hacer ningún daño. Es muy importante encaperuzar si el halcón no se calma ya que, si insistimos creyendo que a fuerza de vernos se acostumbrará, lo que conseguiremos, en el mejor de los casos, es que se resabie y, en el peor, que se muera de miedo. Mi Maestro se levantó. –Voy a buscar un vaso de vino– me dijo mientras se alejaba. ‘Arenisca’ le siguió con la vista hasta que desapareció por la puerta y se quedó mirando hacia allí como si supiera que iba a volver. Al minuto él apareció con su vaso de vino y, andando tranquilamente, se paró frente a nosotros como a unos dos pasos. ‘Arenisca’ ya había erizado el plumaje de su cabeza nada más verlo entrar por la puerta, pero no abrió las alas, sólo le miraba fijamente. –Ahora acaríciala, Friso, para sacarla del estado de tensión que tiene y que vea que nadie le va a hacer ningún daño. Empecé a acariciarla y, efectivamente, se fue calmando. Mi Maestro empezó a dar vueltas en círculos, manteniendo siempre la misma distancia con respecto a nosotros. Luego se alejó, volvió y repitió ese proceso varias veces, hasta que vio que ‘Arenisca’ se despreocupaba de él. –Bien –dijo– voy a por otro vaso de vino y cuando vuelva comprobaremos si ya ha aprendido la lección. “¿Qué irá a hacer ahora cuando vuelva?” pensé. Volvió y se paró de pie en frente de ‘Arenisca’. Ella erizó levemente las plumas de la cabeza. Él se arrodilló y acercó suavemente su mano al pecho de ‘Arenisca’. Ella se echó un poco hacia atrás como recelosa y erizó totalmente el plumaje de la cabeza, como advirtiéndole “¡Cómo me toques…!”, pero mi Maestro B
no se echó para atrás y comenzó a acariciarle el pecho con el dorso de su mano y ella, contra todo pronóstico, empezó a tranquilizarse. Mientras la acariciaba, dio un sorbo a su vaso de vino y comentó: –¿Ves? ¡Perfecto!– Se levantó y fue a sentarse. –¡Yo no me habría atrevido a tocarla! –aseguré– ¡Pensaba que le iba a dar un fuerte picotazo! Y va… y es todo lo contrario ¡no entiendo nada! –La cetrería, Friso, es el arte de observar y comprender el comportamiento animal, así como el de estar atento a todos los pequeños detalles de su conducta y poder discernir entre un modo u otro de actuar para su correcto adiestramiento. Me he decidido a tocarla y no me he echado para atrás, porque ella no mostraba un alto grado de agresividad, y también sabía que, en cuanto la tocara, se tranquilizaría al comprender que no iba a hacerle ningún daño, porque ya está acostumbrada a que la toquen. –¿Y cómo sé cuando muestra el punto de agresividad en el que no la podría tocar y me tendría que echar atrás? –Deberás fiarte de tu instinto, porque en cetrería uno más uno no siempre son dos. Hay cosas que se dejan al entendimiento y sutileza del cetrero, y es esta capacidad lo que diferencia a los cetreros buenos de los mediocres o malos. Debes tener en cuenta que no hay ningún halcón malo, sino malos cetreros. –¡Puf! ¡No sé si sabré ver lo invisible! –Eso ya lo comprobaremos, pero ¡seguro que sí! –¿Y cuándo la podré sacar sin caperuza de paseo por el castillo? –Para eso, primero hay que enseñarle que salte al puño a una distancia mínima de cinco pasos. Mañana por la tarde comenzaremos con esas lecciones y la mañana la pasarás aquí con ella desencaperuzada, por supuesto, sin ofrecerle comida ninguna. Ahora, encaperúzala, que recogemos las aves y nos vamos a cenar.
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19. De los primeros saltos al puño A la mañana siguiente, me encontraba con ‘Arenisca’ en el puño dando paseos por el jardín cuando oí la voz de Eleonora que me llamaba desde la halconera. –¡Friso! ¿estás ahí? –¡Espera un momento!– le grité mientras encaperuzaba a ‘Arenisca’– Ya puedes venir. Ella se asomó al jardín y le hice un gesto con mi mano para que entrara. –¡Hola! ¿Qué haces?– me preguntó. – Ya ves, aquí paseando con ‘Arenisca’. Se acercó a ‘Saeta’ que se encontraba enjardinada y se agachó para acariciarla suavemente por el pecho. Al hacerlo, vi que portaba en su muñeca la pulsera que le regalé. –Veo que llevas la pulsera – le dije– te queda muy bien. Ella se levantó y vino hacia mí. –¿Verdad que sí? A mi madre no le ha gustado, dice que es muy chabacana y que con las pulseras tan bonitas que tengo por qué me pongo ésta. –¿Y tú que le has dicho? –Pues que le voy a decir, que a mí me gustaba más ésta. Me sentí orgulloso de que hubiera elegido la pulsera que yo le regalé antes que cualquier otra de las que debía tener, que seguro eran verdaderas joyas. –¡Bien dicho!– exclamé. –¿Sabes que Marcelo le ha regalado una parecida a Antonia? –¿Si? ¡Entonces la cosa va en serio! –¿Qué cosa? –¿No te ha contado nada Antonia? –Algo me ha contado, pero ¿qué sabes tú? –¿Y tú? –¡Pues lo que me contó Antonia! –¡Pues yo lo que me contó Marcelo! Ninguno de los dos queríamos ser el primero en aclarar lo que sabíamos, pero al final nos lo contamos. –¿Silverio lo sabe?– le pregunté. –Creo que no, aunque nosotros mejor no se lo decimos. Que se lo digan ellos si quieren. Hacen buena pareja ¿no crees?– me preguntó.
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–No sé, no se me ha ocurrido pensarlo, pero creo que sí. ¿Así son novios en serio? –Hombre, no sé, pedida de mano no ha habido, pero primero tendrán que conocerse bien antes de dar ese paso. Igual en un tiempo dejan de gustarse. ¿Tú tienes novia, Friso? –¿Yooo? ¡No! – aseguré un poco avergonzado por su pregunta. –¿No hay ninguna chica que te guste?– me interrogó evitando mi mirada. –Pues no sé, ¿por qué me lo preguntas? –No, por nada, por saber. –¿Y tú? ¿Tú tienes novio? ¿Te gusta alguien?– le pregunté mirándola inquisitivamente. De repente, ella enrojeció como un tomate ante mi pregunta. –¡A ti que te importa!– replicó, y dirigiéndose hacia la puerta añadió: –Bueno, yo me voy ya–. Y se fue rápidamente. Me quedé un poco perplejo por su reacción ante mi pregunta. “¡Esta chica está muy rara!” pensé, y desencaperucé de nuevo a ‘Arenisca’ para proseguir con mi trabajo. Esa misma tarde, estaba sentado en el jardín, con ‘Arenisca’ posada tranquilamente sobre mi puño. Entró mi Maestro y se acercó a nosotros. Se agachó, la acarició y ésta se mantuvo ya bastante tranquila. –Bien, ha llegado el momento de que salte al puño por primera vez –me dijo–, así que colócala en aquel banco que hay cerca de la pared, para que se muestre más tranquila al tener la espalda cubierta. Luego te agacharás para ponerte a su altura y te colocarás de lado, de forma que sólo quede tu brazo extendido frente a ella, a una distancia aproximada de un palmo, y le presentarás en tu puño esta suculenta ala de paloma sin desplumar. Por supuesto, debes sujetar la lonja con la mano, por si decidiera escapar. ¡Toma! –y me entregó el ala de paloma– ¡A ver que pasa! Dejé a ‘Arenisca’ en el banco y me coloqué cómo me había indicado. Él se apartó y se sentó en la silla. Al ver el ala de paloma, ‘Arenisca’ empezó a estirar la cabeza hacia ella, a intentar cogerla con la pata, pero no saltaba. –¡No se decide a saltar, Maestro! –Tranquilo, aguanta ahí hasta que salte a por el ala o pierda el interés. Estuvo más de tres minutos intentando alcanzar el ala por todos los medios pero sin querer saltar, hasta que, por fin, dio un
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salto hacia arriba, se elevó más de dos palmos y bajó suavemente al puño, donde se agarró al ala y empezó a comer. –¡Ha saltado! ¡Ha saltado! – le dije muy entusiasmado. –¡Muy bien! Levántate y deja que acabe de comer. Cuando termine, toma esta otra ala y pruebas de nuevo a ver si tarda menos tiempo en saltar. –¿A la misma distancia? –No, esta vez prueba a tres palmos. Así lo hice y esta vez fue presentarle el puño con el ala de paloma y saltar al instante, haciendo el mismo vuelo parabólico que la vez anterior. –¡Jo, esta vez no ha tardado nada! –¡Es una chica muy lista! –me aseguró sonriente–. Ven aquí y siéntate para que acabe de comer. ¿Tienes alguna pregunta? –Sí, varias. –¿Cuáles son? –¿Por qué le hemos dado de comer carne con plumas, si aún duerme con la caperuza? –Por dos motivos. Uno, porque a partir de ahora ya no dormirá con caperuza, pues cuando un halcón salta hacia ti, es porque ya casi ha perdido todo el miedo que te tenía, y a partir de mañana, también la podremos enjardinar sin caperuza como hacemos con los demás, teniendo la precaución de colocarla siempre cerca de la pared. Y el segundo motivo es porque un halcón pasajero siente mucha más codicia por la comida que ya conoce, como es un ala de paloma, que por un trozo de carne desplumado. Seguramente si le hubieras ofrecido en tu puño el ala desplumada no habría saltado. –¿Y por qué me he tenido que colocar agachado, de lado hacia ella y no de frente? –Te has tenido que agachar porque, en los primeros saltos, hay que colocar el puño a la misma altura a la que está el ave, y como en este caso, estaba en un banco y es bajito, pues nada, a agacharse, y debes colocarte de lado con el brazo extendido para que el halcón vea un sitio despejado donde posarse y con salidas para poder huir si lo considerara necesario ya que, hasta que no pierda totalmente el miedo al hombre, no te podrás colocar de frente a él, pues al venir volando hacia ti, vería acercarse la figura humana y le podría más su miedo natural que el hambre, y cambiaría de dirección para intentar escapar. He visto azores morir de hambre porque su cetrero no observaba este detalle. Es más, por este motivo conseguí que don Orduño ganara a ‘Roncaleño’ en una
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apuesta – dijo mientras dibujaba una sonrisa de orgullo en su rostro, y comenzó a contarme como había ocurrido: –El cetrero que adiestraba a ‘Roncaleño’, dijo que llevaba veinte días intentando que saltara al puño a tres palmos y que ya no podía bajarlo más de peso porque el azor moriría. Después de preguntarle lo que hacía para llamarlo, y observar al azor, le dije que yo podría llamarlo a veinte pasos y que acudiría en cuanto levantara el puño. Él y su Señor se echaron a reír, lo que molestó a don Orduño, ya que si su cetrero queda en ridículo, él también, así que confiando plenamente en lo que yo había dicho, se apostó nuestro mejor peregrino a que yo lo hacía y, por supuesto, ellos aceptaron apostando el azor. ‘Roncaleño’ estaba posado sobre una cerca y tenía colocado el ‘fiador’ que es una cuerda larga y fina, que se usa en el adiestramiento de las aves para evitar que se escapen en caso de que no acudan. Su dueño dijo, entre risas, que, por supuesto, le quitáramos el fiador. Midió los veinte pasos y colocándome allí me sugirió que lo intentara. Le arranqué el ala con la pechuga a una paloma que llevaba en el morral, me situé de la misma manera que te acabo de explicar, el azor se lo pensó unos diez segundos y vino como un rayo a mi puño. ¡Se quedaron todos de piedra!– Y el orgullo se dibujó de nuevo en su cara. –¡Uf, qué suerte Maestro!– dije impresionado por el relato. –Eso tuvo poco de suerte, Friso –me dijo muy sonriente– fue sencillamente entendimiento. Ya te he dicho antes, que un buen cetrero debe saber ver e interpretar en todo momento los ‘mil y un’ detalles invisibles que hacen que la cetrería sea un arte. –¿Los halcones también se dejarían morir de hambre? porque sólo ha nombrado a los azores. –Los halcones también podrían llegar a morir de hambre, pero son menos orgullosos que los azores y al final, con mucha hambre, saltarían, aunque ten en cuenta que saldrían halcones malísimos, lo que delataría el arte de sus maestros. Se quedó un poco imbuido en sus pensamientos, y al momento me preguntó: –Bueno Friso, ¿tienes alguna otra duda sobre lo que hemos hecho hoy? – Sí. ¿Por qué ‘Arenisca’ ha dibujado esa parábola para venir al puño y no lo ha hecho en línea recta, que es un vuelo más corto? –Ese vuelo parabólico lo suelen hacer casi en exclusiva los halcones pasajeros o zahareños, porque están acostumbrados a cazar piezas salvajes a gran velocidad y, por lo tanto, ahora, lo que
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intenta ‘Arenisca’ es ganar un poco de altura para atacar con mayor velocidad el ala de paloma, que ella considera una presa. –¡Qué curioso!– contesté sorprendido. –Pues sí, así es la naturaleza de las aves. –Otra pregunta, ¿y cómo sabía que ‘Arenisca’ saltaría a tres palmos, con lo que le ha costado saltar a uno, y habiéndose ya comido un ala de paloma con su parte de pechuga? –Pues porque el primer salto es lo que más le cuesta hacer a cualquier ave, pero una vez que ha cogido confianza, tres palmos son una insignificancia para ella y ten en cuenta que, si la dejáramos comer todo lo que quisiera, no dejaría ni las uñas de la paloma–. Y levantándose de la silla, añadió: –Bueno, me voy, que tengo que ir a ver a Pascual. Tú quédate aquí con ‘Arenisca’ y luego recoges los halcones. A ella la colocas sin caperuza en la alcándara pequeña de dentro de la estancia. Ya nos veremos a la hora de cenar. Al ir a cenar me encontré con Silverio y Marcelo. –¡No se te ve el pelo! ¿Dónde te metes?– me preguntó Silverio. –Me paso casi todo el día en la halconera con ‘Arenisca’, ya que ahora la tengo sin caperuza y todavía no la puedo sacar– respondí. –Ah, ¿y cuándo la podrás sacar?– quiso saber Marcelo. –Pues no sé, mi Maestro dirá, aunque sí que nos podemos ver después de cenar, porque ya he acabado el desvelo. –¡Vale! –dijo Marcelo, y acercándoseme al oído me susurró– ¡Dile a Antonia que intente escaparse un rato! –Bien –me comprometí guiñándole un ojo– ¡Hasta luego! Acabamos de cenar y me acerqué a Antonia, que comenzaba a fregar cacharros, y le susurré disimuladamente al oído: –Me ha dicho Marcelo que a ver si te puedes escapar un rato. Estaremos por los establos. Ella me miró y asintió con la cabeza. –Bueno –dije para que todos me oyeran–, yo me voy a dar una vuelta. –No vengas muy tarde– me advirtió mi Maestro. Me fui a los establos pues era allí dónde solíamos quedar siempre. Estaba solo Marcelo y sin ni siquiera saludarme me preguntó:
–¿Va a venir? –No lo sé. Yo ya le he dicho que estaríamos por aquí. Así pues ya sois novios ¿no? –Pues creo que sí. –Ya me dijo Eleonora que le habías regalado una pulsera. –¿Y ella cómo lo sabe? –Pues porque son amigas. Lo sabe todo. De todas maneras está un poco rara últimamente ¿no lo has notado? –Hombre, yo no, pero sé que tú le gustas. –¿Cómo? ¡Qué va!– le contesté incrédulo. –Antonia también lo sabe todo– me aclaró sonriendo pícaramente. Apareció Silverio, nos saludó y nos propuso: –¿Vamos a ‘mangar’ cerezas al huerto del Avelino? –¡No!– contestó rápidamente Marcelo. –¿Pero si me has dicho esta mañana que querías ir?– le replicó sorprendido Silverio. –Si, pero ya sabes que tiene muy ‘mala leche’ y ahora no me apetece correr – contestó Marcelo. En ese momento llegó Antonia. –¡Hola Marcelo! ¡Hola chicos!– saludó muy vivaracha. –¡Ah, acabáramos! –exclamó Silverio con retintín– ¡Ahora comprendo por qué no le apetece correr al señorito! –¿Qué quieres decir con eso?– preguntó Marcelo un poco molesto por su tono de voz, a lo que Silverio le contestó refunfuñando: –¡Pues porque seguro que estabas esperando a Antonia! Debéis ser novios y yo, como siempre ¡a enterarme el último de todo! Antonia se ruborizó, pero le replicó muy orgullosa: –¡Pues sí! ¿Pasa algo? –Pues no, no pasa nada, pero podrías habérmelo dicho, Marcelo– contestó. –¡Es que yo no lo sabía hasta ahora!– se excusó, a lo que Antonia replicó enfadada: –¿Cómo qué no lo sabías? ¡Pues ahora ya lo sabes! Y ahora me voy, que me he escapado y mi madre no tardará en darse cuenta. ¡Acompáñame, Marcelo!– le ordenó en un tono de voz poco amistoso. Marcelo, con aire de resignación, no dijo nada y se fue con ella. Silverio y yo nos quedamos en silencio mientras ellos se marchaban, y cuando ya calculó que no nos podían oír, me dijo con un tono de compasión:
–Buenoooo… la que le va a caer a Marcelo. ¡Pues no es nadie la Antonia! –Igual que su madre– contesté compartiendo su opinión. –Bueno –me dijo con una sonrisilla perversa–, ¿vamos a mangar cerezas? –¡Vale!– contesté maliciosamente.
20. Del temple Ya llevábamos cinco días adiestrando a ‘Arenisca’, y aquella tarde, en el jardín, íbamos a intentar que acudiera al puño a más distancia. Mi Maestro me mandó: –Quítale la lonja y átale este fiador al tornillo. Cogió un ala con media pechuga de paloma, la cortó en dos trozos, y entregándomela me explicó: –Toma, hoy vamos a intentar que haga tres vuelos. Utilizaremos cada uno de estos trozos para los dos primeros vuelos y la otra ala de la paloma, con el resto de la pechuga, para el tercer vuelo. Coloca a ‘Arenisca’ en el banco y apártate de ella un paso y medio; sujeta el fiador con la mano y llámala, en el primer vuelo, agachado. Así lo hice. Ella, al ver el trozo de pechuga en mi puño, cabeceó unos instantes y, describiendo su típica parábola, vino. Cuando se terminó el trozo, me indicó: –Ahora la dejas en el banco y te colocas a cinco pasos y de pie. Hice lo que me dijo. ‘Arenisca’ se lo pensó un poco más, pero también vino. –¡Perfecto! Cuando se acabe ese trozo, lo repites a la misma distancia. Y cogiendo la otra ala de paloma que quedaba, la volví a llamar y volvió a venir. –Muy bien, Friso. Mañana ya podrás pasear con ella sin caperuza por el castillo, aunque deberás estar atento para evitarle sustos innecesarios, como por ejemplo que alguien a quien ella no conozca la toque y, por supuesto, si ves que se pone muy nerviosa por algo, la encaperuzas inmediatamente. Me pareció que la clase había sido muy corta y que ‘Arenisca’ había respondido muy bien en todos los vuelos, así que le pregunté: –¿Y por qué sólo la llamamos tres veces si acude perfectamente? Si cortáramos la carne en más trozos, podríamos llamarla más veces y aprendería más rápido. – Tu lógica es buena, pero ten en cuenta que ‘Arenisca’ ya ha aprendido que en cuanto levantas el brazo con comida, debe venir y lo que nos interesa ahora no es solamente que venga, sino que lo haga con fe en cuanto levantamos el brazo y, para eso, lo ideal es llamarla sólo tres veces por sesión y día, recompensando muy bien cada vuelo que hace. Si le hiciéramos más saltos, como tú
dices, tendríamos que recompensar muy poco en cada uno de ellos, con lo que iría perdiendo fe en venir y llegaría un momento en el que ya no vendría. Claro que, si empleáramos el halcón sólo para hacer vuelos de exhibición a corta distancia, sí que nos valdría el método que propones, ya que su falta de fe la arreglaríamos con un poco más de hambre, pero nosotros vamos a preparar halcones de caza y, en este caso en especial, un halcón que ya lleva un año cazando por su cuenta, que tendremos que llamarlo al puño cuando se encuentre volando libre a media milla de distancia y deberá acudir a nuestra llamada sin dudarlo un instante, y eso no se consigue con más hambre, y mucho menos defraudando al ave con recompensas exiguas y vuelos innecesarios al puño. –Pues no entiendo por qué no se consigue que venga sin dudarlo con más hambre. –Porque un halcón que ya sabe cazar, es más, que ya ha cazado cientos de presas sin ayuda de nadie, si le ‘metemos’ mucha hambre, cuando se encuentre alejado de nosotros, automáticamente se irá a cazar por su cuenta, ya que el hambre le aprieta en exceso y no nos necesita para cazar, y si además le hemos acostumbrado a que, cuando acude a nuestra llamada, la recompensa es exigua, es seguro que no va a venir y te quedarás sin halcón. –Bueno, entonces ¿por qué un halcón que sabe cazar por su cuenta y vuela libre, lo llamaremos y vendrá? –Mira Friso, te puedo explicar las mil y una razones de por qué no vendrá, pero ¿el por qué viene? exactamente no. Eso es la ‘magia’ del arte de la cetrería. –¡Pues espero llegar a ser un buen ‘mago’ algún día! –Lo serás, pero vete quitando ya de la cabeza que la cetrería es sólo hambre, pues ya has visto que aunque a un ave se le haga pasar hambre extrema, no ganamos nada, como te he explicado con el caso de ‘Roncaleño’ que no saltaba ni a tres palmos de distancia estando prácticamente ‘muerto de hambre’. –Pero, hambre tienen que tener ¿no?– le pregunté algo contrariado. –Por supuesto, Friso, por supuesto. Hambre tienen que tener, pero tienes que conseguir que te hagan caso y cacen para ti sólo con el hambre justa de cada día, al igual que tú sientes hambre todos los días y comes lo necesario para pasarlo, y no necesito dejarte sin comer para que realices tus faenas. –Y… ¿cómo sabemos cual es el hambre justa de cada día? y ¿cómo calculamos cuanto le tenemos que dar de comer para mantenerlos así?
–Bien, comenzaré por el principio. Debes saber que todos los animales comen la cantidad necesaria para mantenerse, una vez que han almacenado una gran cantidad de grasa en su organismo. Antes, para almacenarla, comen más de lo necesario, lo que les permitirá vivir en los muchos días que no podrán conseguir comida. Nosotros, con las rapaces, lo que tenemos que conseguir es el peso ideal del ave, que es lo que pesaría sin esa reserva de grasa adicional, lo que hará que se mantenga siempre codiciosa por conseguir comida pero con su musculatura y condición física intactas. Si, una vez que ha perdido esa grasa, la tuviéramos que bajar más de peso, a causa de nuestra ineptitud, lo que conseguiríamos es que el ave perdiera masa muscular y por lo tanto, condición física y, cuanto más la bajáramos, peor, hasta que llegáramos al punto en el que la mataríamos de hambre. A la combinación entre peso, estado físico y respuesta a la llamada del cetrero, se le llama ‘temple’, y lo que nosotros vamos a buscar en cualquiera de nuestras aves es el ‘temple ideal’. –Pero bueno, entonces a todas, para adiestrarlas, hay que bajarlas de peso ¿no? –No. Ya te he dicho que el temple es una combinación de muchos factores, pero lo primero que tienes que saber es cuando un pájaro está gordo o flaco, ya que podría llegar a tus manos un ave que esté flaca y tendrías que subirla de peso a la vez que la adiestras. Ten en cuenta que el hambre sólo es una herramienta para hacernos entender por las aves y, de la misma forma que tenemos que bajar de peso un ave gorda para adiestrarla, tendremos que engordar a una que esté flaca para conseguir lo mismo. Para saber si un pájaro está gordo o flaco, debes palparle las pechugas, desde la base de las alas hasta la ‘quilla’. En un ave gorda, la ‘quilla’ se notará muy poco o nada y las pechugas estarán redondas; si tiene un peso ideal, se notará claramente la ‘quilla’, pero las pechugas seguirán redondas y en un ave flaca se le podrían pellizcar las paredes de la ‘quilla’ y las pechugas ya no se mostrarían redondas y llenas, sino hundidas. Y en aves con peso de muerte, palparás perfectamente su esqueleto. De todas formas, podrás apreciar a simple vista si un pájaro está flaco o muy flaco cuando permanecen embolados durante todo el día y con apariencia triste. Aparte, en vuelo verás que no tienen fuerza ninguna y, en el caso de los halcones, cuando los lanzas a volar, se posan en el suelo enseguida. –Y ¿cómo podemos saber cuándo hemos llegado a ese temple ideal si no podemos verle la grasa?
–Debes fijarte en las reacciones del ave ante los ejercicios que tú le pidas; por ejemplo, un halcón, como en el caso de ‘Arenisca’, que aún estamos haciendo saltar al puño a una distancia menor de treinta pasos, debe permanecer quieta en el banco hasta que tú la llames. Si, por el contrario, tiene excesiva prisa por venir y va hacia ti antes de que tú la llames, es decir, te persigue, es que ya tiene excesiva hambre y, si siguieras bajándola de peso, llegaría el momento en el que no acudiría a tu llamada o vendría corriendo. Entonces, tendrías al ave a punto de morir, y si veo que llegas a esos extremos con algún ave después de haberte enseñado ¡te despido en el acto! En el caso de que el ave esté gorda, es muy fácil de saber, porque si hasta entonces todo lo ha hecho bien y un día permanece posada en el banco, mirándote indiferente cuando la llamas, es porque no tiene hambre. Ya verás, lo hará ‘Arenisca’ en cuanto lleguemos a llamarla a los diez o quince pasos, pues hasta llegar a esa distancia no hay que bajarlos prácticamente nada de peso, pero a partir de ahí hay que empezar a bajarlos un poquito. –Bueno, pues si dice que ahora no tenemos que bajarla prácticamente nada de peso y que ella se comería toda la paloma entera, ¿por qué no se la damos? –¡¿Qué hablo, para la pared?! –exclamó algo enojado– ¡Una cosa es no bajarla del peso que ya tiene y otra engordarla más! ¿O tú crees que está flaca? ¡Tócala! La toqué y resignado contesté: –Está ‘cómo una bola’, pero aún tengo otra duda en la cabeza– y con un poco de miedo por si mi pregunta le enfadaba de nuevo, se la hice: – Entonces Maestro, si tenemos que quitarle la grasa que le sobra, ¿por qué no se la quitamos antes de comenzar el adiestramiento? ¡Así acabaríamos antes! Él resopló y me explicó: –Pues sencillamente, porque si comienzas el adiestramiento con ese peso, lo acabarías con un pájaro ‘muerto de hambre’, ya que, como te he dicho antes, las aves no vienen sólo por el hambre, sino por lo que les inculcamos en su cabeza. Todo esto que te he explicado ya lo irás entendiendo mejor conforme vayamos avanzando en el adiestramiento de ‘Arenisca’. Por ahora lo dejamos aquí, porque te voy a poner la cabeza como un ‘bombo’ y, al final no vas a entender nada. Recuerda que la cetrería no es una ciencia exacta y que, en ella, dos más dos da cualquier resultado. ¡Por eso es un arte!
21. Del placeo sin caperuza Al día siguiente, después de comer salí a pasear, por primera vez, con ‘Arenisca’ sin caperuza por el castillo. De lo primero que se asustó fue de Sebas cuando pasó junto a nosotros con un carro. Se debatió un poco, volvió al puño y le siguió con la mirada como diciendo “¿Qué era eso?”, hasta que se alejó. Fui a los establos para que conociera a ‘Leyenda’, con el que seguro compartiría grandes momentos. Al llegar, salió Marcelo. –Hola, ¿qué tal? –¡Quieto, no te acerques más!– le indiqué al ver que ‘Arenisca’ había erizado las plumas de la nuca. –¡Qué pasa!– dijo sorprendido. –Es que ‘Arenisca’ se ha asustado al verte. –¡Vaya! ¡No me había fijado que iba sin caperuza! –Espera un poco a ver si se calma y entonces te acercas. Ésta se calmó enseguida. –Ya te puedes acercar, pero no la toques. –Vale– dijo mientras se acercaba. –He venido para que conozca a ‘Leyenda’. –Bien, buena idea. Vamos para allí. Mientras nos dirigíamos a la cuadra de ‘Leyenda’, le pregunté: –Parece que Antonia se enfadó un poco la otra noche. –¡Jo, si se enfadó, no veas! ¡Me echó una bronca! Pero bueno, hicimos las paces enseguida. Eso sí ¡ya me dejó muy claro que somos novios! Me dijo que si te besas en los labios es que eres novio. Oye, ¿y Silverio y tú dónde os metisteis? porque cuando volví ya no estabais. –Al final nos fuimos a coger cerezas– le dije poniendo cara de ‘pillo’– ¡Nos pegamos un hartón! Llegamos a la cuadra de ‘Leyenda’ y éste asomó la cabeza por encima de la puerta. Acerqué a ‘Arenisca’ a su morro. Ella se echó un poco hacia atrás sorprendida mientras el caballo la olisqueaba. –Parece que se llevarán bien– dijo Marcelo. –Sí, eso parece. –Aunque no te fíes, porque cuando estés montado y ‘Arenisca’ venga volando hacia ti ¡ya veremos si no se rebrinca! pues los caballos son muy miedosos con algo que no conocen. –¡Por eso se la estoy presentando!
–Si, pero no es lo mismo para él verla aquí parada, que verla venir volando pasándole por encima de sus orejas. –¡Pues si eso ocurre, lo tendrás que arreglar! –¿Yo te lo tengo que arreglar? –Hombre, ¿tú no eres amigo mío y el entendido en caballos? –y, para ‘picarle’, le pregunté– o… ¿es que no sabrás hacerlo? A lo que él, inflando su pecho contestó: –¡Hombre, pues claro que sé hacerlo! –Pues no se hable más. El primer día que se rebrinque, te llamo. –No, será mejor que antes de que tengas que ir a volar el halcón a caballo, practiquemos aquí en el picadero. –Vale, tienes razón –asentí con una sonrisa–, mejor hacerlo así que esperar a que me tire. Bueno, yo me voy a seguir placeando el halcón. –Bien… –y con un suspiro de resignación añadió– yo voy a seguir sacando fiemo. Me acerqué hasta la plaza y ‘Arenisca’ se mostraba ya más tranquila ante las personas que nos íbamos cruzando. Al llegar, me encontré a Eleonora, quien al verme, se acercó y dijo mirando a ‘Arenisca’: –¡Es guapísima de cara! ¿La puedo acariciar? Observé que ‘Arenisca’ se mantenía completamente tranquila. –Sí, parece que le has caído bien. Ni se ha inmutado al verte– a lo que ella, orgullosa, contestó: –Hombre, ¿qué esperabas? –Nada chica, nada. –Voy a ver a Pascual, a ver si ha terminado mi nueva silla de montar. ¿Me acompañas, Friso? –Sí claro, tengo que placear a ‘Arenisca’ y es mejor hacerlo en compañía que solo–. Y nos pusimos en marcha. –¿Cómo llevas tus prácticas de escritura y lectura? –¡Bua! ¡Ya hace días que no practico! Desde que acabé las clases contigo ya no me he preocupado más–. Muy indignada me recriminó: –¡Pero bueno! Tú que quieres ser ¿un cazurro toda tu vida? –¡Hombre, ya me defiendo leyendo y escribiendo! ¡Qué un cazurro ya no soy! –¡Tú crees que mi cetrero puede ir por ahí leyendo sílaba por sílaba! –Y ¿qué son las sílabas? A
–¡Ves como eres un cazurro! Tú no lees, tú balbuceas palabras como los niños pequeños–. Y con tono de burla, imitó mi forma de leer: –Ca … ba …llo. –¡Oye! –le dije irritado por su sarcasmo– ¡Que yo ahora tengo mucho trabajo con los halcones y no tengo tiempo de practicar! –¡Cómo que no! Ahora podrías estar leyendo un libro. –Bueno, y por qué no hablamos de otra cosa. ¿Ya sabes que Antonia y Marcelo son novios? –Sí, ya me lo ha contado Antonia esta mañana –y con una sonrisa y mirada pícara añadió– Qué bien ¿verdad? –Pues no sé, ni bien ni mal– respondí. –¡Qué poco romántico eres, Friso! –Poco no, creo que nada. –Pues a mí no me gustan los hombres poco románticos. –¿Qué quieres decir con eso, que ya no te gusto? Y poniéndose colorada como un tomate me gritó encolerizada: –¡Y quién te ha dicho a ti que me gustas! ¡Eso es mentira! –Pues… yo tengo otra información– le contradije con una sonrisa sarcástica. –¡Pues es mentira! ¡Y ya hemos llegado, así que adiós! Eleonora entró en el taller y decidí esperarla escondido en la esquina. Al rato salió, me acerque a ella por detrás, sin que me viera, y le dije: –¡Hombre, que casualidad! ¡Tú por aquí! –¡Qué susto! –exclamó volviéndose hacia mí rápidamente– ¿Pues no te he dicho que adiós? –Sí, pero de eso ya hace un rato, así que ¡hola de nuevo! Y sonriendo murmuró: –¡Eres de lo que no hay! –Sí, seguro que cazurros poco románticos hay pocos– afirmé, y los dos nos reímos. –Bueno Friso, ya nos veremos, que tengo prisa–. Y se alejó corriendo. Me dirigí a la halconera, pues ya era la hora de las clases de vuelo de ‘Arenisca’. –¿Qué cantidad de comida crees que le debes dar de comer hoy a ‘Arenisca’?– me preguntó mi Maestro. –Pueees…. –dije con aire pensativo– ¿la misma que ayer? –¿Por qué? B
–Bueno, porque… porque… porque… –¡Venga, arranca!– me instó sonriente– ¿o es que te has vuelto tartamudo? Me decidí a contestar lo que pensaba y ¡que fuera lo que Dios quisiera! –Pues porque como hasta ahora lo ha hecho todo bien, no hay por qué bajarla más de peso ¿no? –Muy bien, pero te falta un detalle. Hasta hoy lo ha hecho bien, pero hoy no sabemos cómo lo va a hacer. –¡Hombre, pero para eso hay que ser adivino!– repliqué. –Vale, entonces ¿cual es la respuesta correcta? –Pues que dependerá de lo que haga hoy. –¡Perfecto, esa es la respuesta! así que tendrás que prepararte la misma comida que el día anterior, pero la cantidad que le darás, dependerá de su respuesta. ¡Venga! colócate hoy a unos cinco pasos, porque cada día deberemos doblar la distancia. –Pero ¿hoy le hacemos los tres a la misma distancia? –Si, cada día doblamos la distancia pero ejecuta los tres saltos a la misma. Así lo hice y ‘Arenisca’ hizo los tres saltos a la perfección, sin dudar un instante pero, como me había dicho mi Maestro, esperaba atenta en el banco hasta que yo levantaba el brazo, lo que significaba que su peso, de momento, era bueno. Como todos los días, me preguntó: –¿Alguna duda? –Si. ¿Por qué si en el primer salto viene a la primera, no alargamos ya la distancia en el segundo, y en el tercero si el segundo también lo hace bien? ¡Avanzaríamos más! –¡Buena pregunta, Friso! ¡Tiene su lógica!– Sorbió un largo trago de vino, acarició su barbilla varias veces mirando al cielo y dijo: –A ver si te lo sé explicar para que lo entiendas… Bueno, debes saber que todos los animales salvajes, en especial los depredadores y, en nuestro caso, las rapaces, sólo vuelan cuando necesitan cazar y no vuelan por volar, porque necesitan ahorrar energía para los días en los que no consigan cazar y que, por lo tanto, no van a comer. Eso quiere decir que sólo atacarán a las presas que ellos consideran que pueden capturar, para no gastar energía en persecuciones que consideran inútiles. Por ejemplo, un halcón salvaje, con un estado físico normal, que caza un ave del tamaño de una paloma, no volverá a intentar cazar otra hasta, al menos, dos días después, que es lo que le dura la energía que ha conseguido con esa presa. Ese tiempo lo pasará tomando el sol o la
sombra tranquilamente. En el caso de un águila real, que debido a su gran tamaño y tipo de vuelo, tiene un metabolismo más lento, es decir, que tiene un consumo de energía menor, captura un conejo, se lo come entero ‘de una sentada’, pero al menos entre cinco días y una semana no vuelve a intentar cazar y pasa, como el peregrino, su tiempo posada al sol o a la sombra. Ahora que ya sabes que las rapaces no vuelan por volar, nos ponemos en la situación que estamos ahora, es decir, llamando a un halcón a cinco pasos y que lo ha hecho bien a esa distancia. Si en el segundo vuelo nos colocamos a diez pasos, que es lo que propones, corremos el riesgo de que el halcón considere que no tiene tanta hambre como para gastar una energía innecesaria en ese vuelo más lejano y por lo tanto no vendría, con lo que habríamos arruinado la lección. Sin embargo, si repetimos el vuelo a la misma distancia, el halcón vendrá porque le compensa el gasto energético que va a hacer con la recompensa que va a recibir y nos aseguramos de que, en su cerebro, se vaya asentando la idea de que siempre compensa el acudir a la llamada del cetrero. Por eso, para grabar ‘a fuego’ en su mente que cuando lo llamemos venga sin dudarlo a cualquier distancia, deberemos hacerlo poco a poco y recompensando muy bien el esfuerzo que ha realizado, para que esté convencido de que siempre le compensa venir, pues en el momento que lo dude cuando vuele suelto, te has quedado sin halcón. ¿Lo has entendido? –Creo que sí. Lo que viene a decirme es que para que el halcón aprenda, hay que enseñarle poco a poco y que no va a aprender más rápido porque tenga más hambre. –¡Exactamente! Al igual que tú, no aprenderás a leer ni a escribir más rápido por tener más hambre. Podrás poner más interés, pero no aprenderás más rápido. Por la tarde del día siguiente, en la lección de ‘Arenisca’, mi Maestro me hizo colocarme a quince pasos. Levanté el brazo y esta vez, no vino. Miraba indiferente aquí y allá como si yo no existiera. Estuve con el brazo levantado alrededor de veinte segundos. –Baja el brazo, Friso, no va a venir. Quítale el fiador y átala con la lonja que probaremos más tarde. –Hombre, la he llamado muy poco rato. Puedo insistir un poco más. –Ya lo has intentado el doble de tiempo de lo que deberías, así que haz lo que te digo. Tienes que contar hasta diez desde que levantas el brazo para que venga. Si no viene en ese tiempo, hay que dejarlo para más tarde o para el día siguiente.
–Y ¿por qué no la podemos llamar más rato?– le pregunté mientras ataba a ‘Arenisca’ al banco. –Porque buscamos una respuesta inmediata. Para ir bien, a esta distancia, no tendrías que esperar a que acudiera ni dos segundos. Si te mantienes más rato llamándola, seguro que al final vendrá, pero, a partir de ese momento, cada día te haría esperar más rato. Ahora no viene porque está demasiado gorda y, al no tener suficiente hambre, como te he explicado antes, no saldrá a ‘cazar’ tu guante. Así que hay que esperar a que tenga más hambre y, por supuesto, a partir de ahora, le reduciremos un poco la ración de comida. Probamos otra vez un par de horas después y ‘Arenisca’ lo hizo bien, pero ya le redujimos la ración. –Muy Bien –dijo mi Maestro– mañana repetiremos la lección a esta misma distancia y, si lo hace bien, al día siguiente ya la introduciremos al señuelo. –¿Y por qué no le doblaremos mañana la distancia? –Pues sencillamente porque la primera vez no lo ha hecho bien y tiene que hacerlo bien a la primera. Y ahora a recoger y a cenar.
22. De la introducción al señuelo Estábamos en el noveno día de adiestramiento y nos disponíamos a introducir a ‘Arenisca’ al señuelo. El día anterior había realizado sus tres saltos perfectamente y a la primera. Mi Maestro se encontraba colocando la carne en el señuelo. Íbamos a utilizar uno del modelo llamado ‘de corazón’ y sin recubrimiento de plumas. –Debes atar un pedazo de comida a cada lado –comenzó a explicarme– para que, cuando caiga al suelo, el halcón siempre encuentre comida. Tienes que colocar en él la mayor parte de la ración total de comida que le vas a dar ese día, y te reservas un trozo para poder sacarlo del señuelo. A partir de hoy ya sólo llamaremos a ‘Arenisca’ con el señuelo, pues a los halcones sólo hay que enseñarles a venir al puño a una distancia de unos quince pasos, distancia suficiente para asegurarnos de que ya no tiene miedo a acercarse al hombre. Esta primera lección al señuelo y las tres o cuatro siguientes son las más importantes, ya que de ellas dependerá que ‘Arenisca’ adquiera una fe ciega en él o no, y ten en cuenta que el señuelo es la única herramienta que tendrás para atraer a tu halcón desde cualquier distancia, es más, tendrá que abandonar la persecución de una presa lejana en cuanto se lo muestres. Para conseguirlo, lo primordial es que nunca lo defraudes con él, es decir, siempre que se lo muestres, tiene que comer sobre el señuelo. Cogió el señuelo por la lonja que lo sujetaba, comenzó a voltearlo y me explicó: –Su manejo es así de sencillo. Sólo tienes que cogerlo, voltearlo y tirarlo al suelo para que el halcón se pose en él. Lo más importante es que lo tires al suelo a tu derecha o a tu izquierda, nunca frente a ti, a una distancia de tres o cuatro pasos y, de momento, siempre debe tocar el suelo antes de que el halcón llegue a él. Dejó de voltear el señuelo, me lo entregó y me dijo: –Ahora, para presentárselo a ‘Arenisca’ y que lo conozca, debes cogerlo en tu puño, colocarte a la misma distancia que ayer y llamarla, para que acuda como hasta ahora. ¡Venga, hazlo! Desencaperucé a ‘Arenisca’, me alejé quince pasos y la llamé. Ella al ver aquel artefacto en mi puño, dudó unos instantes, cabeceó un poco y vino. Estaba ya engolosinada con la comida del señuelo cuando mi Maestro se acercó y me especificó:
–Esto que voy a hacer ahora, sólo se debe hacer este primer día, nunca más –y, literalmente, ‘arrancó’ a ‘Arenisca’ del señuelo, me lo entregó y, mientras se la llevaba hacia el banco, me indicó –cuando la deje, comienzas a voltearlo enseguida, y lo tiras hacia la izquierda en cuanto salte. Si no salta, no lo tires. Dejó a ‘Arenisca’ en el banco y se apartó un par de pasos. Yo comencé a voltear el señuelo y ‘Arenisca’ me miraba cabeceando, pero sin decidirse a saltar. Pasaron unos quince segundos y saltó. Tiré el señuelo inmediatamente y ella lo ‘cazó’ con tanta fuerza que lo arrastró un par de pasos. –¡Estupendo! –dijo– Bien, pues ahora, mientras come, debes acercarte de frente a ella, que te vea venir, y pararte en cuanto veas que quiere ‘cubrir’ la comida. Así lo hice y, cuando estaba a un par de pasos de ella, erizó las plumas de la nuca. –¡Quieto! –me gritó– Ahora, manteniendo esa distancia, camina alrededor de ella con tranquilidad hasta que casi acabe de comer. Empecé a andar a su alrededor y cuando había dado un par de vueltas, ‘Arenisca’ ya se había sosegado y comía tranquilamente en su señuelo. Ya le quedaba poca comida, mi Maestro se acercó y dijo: –Fíjate ahora cómo debes hacer para sacar a ‘Arenisca’ del señuelo. Lo harás igual para sacarla de una presa. Cogió el ala de paloma que habíamos reservado de su ración. Se colocó frente a ella y se agachó. –Siempre tienes que acercarte de frente para que el ave te vea llegar y no se asuste. En estas primeras lecciones tienes que pisar la lonja del señuelo para que no se lo pueda llevar. Debes agacharte con tranquilidad y sin movimientos bruscos; colocas tu puño con la comida sobre sus manos, tapándole la que ella está comiendo y, por inercia, comerá de la que tú tienes. Cuando comience a comer, subirás un poco el puño para que esté incómoda, suelte la comida que tiene agarrada y se suba a tu puño para seguir comiendo cómodamente. Recoges el señuelo o la presa y lo guardas en tu morral; la sujetas por las pihuelas y te levantas para que acabe de comer plácidamente. ¿Entendido? –Sí, parece fácil, pero ¿por qué se va a querer llevar el señuelo? –Para que tú no se lo quites y poder comer tranquilamente en otro sitio. A ese vicio se le llama ‘llevar en mano’ y comienzan a adquirirlo en estas primeras lecciones al señuelo. Son más propensos a coger este vicio los halcones sacres, gerifaltes y
lanarios. Para evitarlo desde el principio, lo ideal es, como te he dicho, inmovilizar el señuelo antes de ir a sacar el halcón de él para que no se lo pueda llevar a ningún sitio. También es muy importante acercarse siempre de frente al halcón y nunca por la espalda, pues de no hacerlo así, es seguro que se pondría nervioso e intentaría alejarse de ti, por supuesto, llevándose su comida. Este vicio de ‘llevar en mano’ es muy difícil de quitar y deja al halcón que lo padece inutilizado para emplearlo en la caza de presas medianas o pequeñas. Aunque ‘Arenisca’ no ha mostrado síntomas de querer llevarse el señuelo hoy, siempre debes tener en cuenta estas advertencias, ya que si un día te confías y logra arrastrar el señuelo o una presa cuando te acerques a recogerla, casi habrá adquirido ese vicio, pues sólo hará falta que lo consiga un par de veces para cogerlo, así que recuérdalo, acércate siempre a cualquier rapaz posada en el suelo con su presa o con su señuelo, siempre de frente. Y ten en cuenta que un cetrero que tenga un pájaro con algún vicio, él mismo no lo va a saber arreglar, ya que, si supiera cómo arreglarlo, no le habría permitido adquirirlo. –¡Claro, tiene razón! Pero tengo otra pregunta, Maestro ¿por qué ha arrancado de malas maneras a ‘Arenisca’ del señuelo cuando estaba en el puño si luego hay que ser tan sutil y delicado para sacarla de él? –En esta primera vez que el halcón está comiendo en el señuelo, para inculcarle mayor codicia hacia él, lo ideal es quitárselo sin miramientos cuando ya lo considera su presa, para que quiera volver a recuperarlo con mayor interés. Así, cuando seguidamente lo llamamos volteándolo, que es un modo diferente a como lo hemos llamado hasta ahora, atacará más fácilmente a lo que ya considera su presa, porque tenemos que conseguir que, desde el primer momento, ataque al señuelo, no que sólo se pose en él. Ahora, déjala en el banco para que ‘piense de si’, que a partir de mañana ya haremos las lecciones en el campo. Mientras ataba a ‘Arenisca’ a su banco y pensaba en cómo habíamos realizado todo el proceso, me asaltó otra duda: –Perdón Maestro, pero hay otra cosa que quería preguntarle. –¡No tienes que pedirme perdón, Friso! ¡Pregunta lo que quieras! –¿Por qué no puedo echar el señuelo al suelo frente a mí? –¡Vaya, tienes razón, se me ha olvidado explicártelo! Eso es para evitar que obstaculices la salida del halcón cuando ataca al señuelo, ya que la mayoría de los peregrinos lo acuchillan antes de
trabarlo, incluso en cortas distancias. Mañana, en el campo, seguro que ‘Arenisca’ lo hace. –¿Y cómo está tan seguro? –Pues porque ‘Arenisca’ es un halcón pasajero que ya ha cazado muchas presas, e intentará ‘matar’ el señuelo de una ‘cuchillada’ antes de trabarlo. Si hubiera sido un niego no te lo habría asegurado. –Entonces, ¿el adiestramiento de los niegos es diferente? –En general no, pero hay pequeños detalles diferentes. Ya te los iré explicando.
23. De las primeras lecciones en el campo Por fin estábamos en el campo con ‘Arenisca’. Mi Maestro me había regalado un morral precioso para que lo estrenara ese primer día de campo con el halcón. Habíamos ido a un gran prado que se encontraba en las inmediaciones del castillo y que mantenía la hierba rasa, pues allí solían pastar las vacas del Conde. Me había comentado que ese era el lugar que utilizaba habitualmente para adiestrar los halcones que aún usaban el fiador, porque no había matas altas ni piedras en las que se pudiera enganchar. Mi Maestro portaba a ‘Arenisca’ en su puño. –Ata el fiador al tornillo, extiéndelo una distancia de diez pasos y allí lo atas a este aro. Me entregó un aro recio de hierro, de aproximadamente un 7 palmo de ancho, que pesaba alrededor de dos libras . –Y ¿por qué lo atamos al aro y no clavamos una clavija al suelo como la que hay en el jardín de la halconera? –Pues porque aquí cabe la posibilidad de que ‘Arenisca’ no quiera acudir al señuelo e intente huir a toda velocidad, y para que el fiador no la frene en seco, lo que podría provocarle alguna lesión, lo atamos a ese aro que pesa lo suficiente para que no se lo pueda llevar volando, pero sí que lo pueda arrastrar unos pasos evitando el tirón seco. Dejé extendido el fiador hasta los diez pasos y lo até al aro. –Ahora, colócate cinco o seis pasos más atrás –me indicó– comienzas a voltear el señuelo y, a la vez, ya debes emitir el silbido que quieras que ‘Arenisca’ relacione con él. Tienes que silbar desde que empieces a voltear el señuelo hasta que el halcón se pose en él y comience a comer, nada más. –¡Pero la distancia que me ha dicho que extienda de fiador, da para que me ponga más lejos! –No– me contestó muy seguro. –¡Sí! –le aseguré pensando que no lo comprendía– ¡No ve que me puedo poner cuatro pasos más atrás y todavía llegaría! –¡Te he dicho que no! –Y ¿por qué no? –¡Comienza a voltear el señuelo y calla! Empecé a voltear el señuelo y a silbar. Él desencaperuzó a ‘Arenisca’ y la elevó en el puño por encima de su cabeza. Ella miró A A!C
hacia un lado y hacia otro, se fijó en mí y empezó a cabecear. Al momento saltó, y yo, como el día anterior, tiré el señuelo hacia la izquierda. La distancia era corta, pero ‘Arenisca’ la recorrió a una velocidad mucho más rápida de cómo lo había hecho hasta ahora, hasta el punto de que el señuelo casi no había tocado el suelo y ya lo había ‘acuchillado’, haciendo, acto seguido, una voltereta amplia hacia atrás en el aire, en la que casi tensó el fiador completamente, para terminar trabando el señuelo en el suelo. Comenzó a comer y dejé de silbar. –¡Ha sido un vuelo fantástico! ¿Ha visto que voltereta ha dado en el aire?– le pregunté muy impresionado. –Sí. Ya te dije ayer que la daría– y con tono socarrón agregó: –¿Ahora entiendes ya lo del fiador, listo? –Sí, no había caído –respondí un poco avergonzado–. Era para que pudiera dar la voltereta. –Ahora, repite lo que hiciste ayer. Me acerqué de frente a ‘Arenisca’, para que me viera llegar, como me había dicho mi Maestro, y comencé a andar a su alrededor. Apenas me miró y siguió comiendo muy tranquila. –¿Para qué sirve dar vueltas alrededor del halcón? – le pregunté. –Para que pierda miedo al hombre al encontrarse en campo abierto. Sabremos que lo ha perdido totalmente, cuando consigas pasar sobre ella corriendo sin que apenas se inmute. –¿Aguantará que haga eso?– le pregunté incrédulo. –Por supuesto, antes de lo que crees. Tal y como está reaccionando hoy, mañana ya intentarás pasarle andando por encima, teniendo la precaución, claro está, de no pisarla ni caerle encima– dijo sonriendo. Al poco, me advirtió: –Ya está acabando de comer, tendrás que recogerla. Cogí en mi puño el ala de paloma, pisé la lonja del señuelo y me agaché frente a ella. Me miró e intentó dar un salto para llevarse el señuelo. Fui a sacarla de él, pero mi Maestro, adivinando mi intención me gritó: –¡Quieto! Debes esperar a que se calme y comience a comer de nuevo para poder sacarla del señuelo, si no la enojarás cada vez más. Esperé junto a ella agachado a que se calmara y volviera a comer, lo que no tardó en hacer. –Ahora ya puedes recogerla– me indicó.
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Coloqué mi puño sobre las manos de ‘Arenisca’. Empezó a picar el ala de paloma y fui subiéndolo. Ella subió a él una pata y seguí subiendo el puño hacia arriba hasta que soltó el señuelo y subió la otra pata. Recogí el señuelo en mi nuevo morral, sujeté sus pihuelas y me levanté. –Muy bien Friso, pero quiero que mantengas siempre la calma ante cualquier circunstancia inesperada, como la de querer llevarse el señuelo, para que puedas pensar la forma de actuar más conveniente en cada situación. –Pero… es que he pensado que lo más conveniente era recogerla enseguida. –Si lo hubieras pensado detenidamente te habrías dado cuenta de que esa no era la mejor decisión ya que, si ‘Arenisca’ intenta llevarse el señuelo y tú quieres cogerla entonces, lo que haces es ponerla más nerviosa y con más ganas de llevárselo y, si la apuraras mucho, dejaría el señuelo y se marcharía, con lo que ya habrías empezado a instaurar en su mente el ‘llevar en mano’. Recuerda siempre esta regla básica de cetrería: cuando un ave rapaz se pone nerviosa o enojada, antes de seguir trabajando con ella, hay que esperar a que se calme porque si no, toda la confianza que has ganado en un mes, puedes perderla en un minuto. Oímos el trote de un caballo que se acercaba. Era Eleonora, que había salido a pasear con ‘Zalamero’. ‘Arenisca’ ya había terminado de comer y miraba muy atenta a la amazona y su caballo, mientras se acercaban. –Hola, ¿qué hacéis?– nos preguntó cuando llegó a nuestra altura. –Hola Eleonora –saludó mi Maestro–. Ya ves, aquí, dando unas clases al halcón y al halconero. Desmontó del caballo. –¡Ah! Pues me quedo a verlo. –Ya hemos terminado– le dije. –¡Pues vaya, que suerte!– exclamó. –Sería conveniente que te quedaras un rato paseando a ‘Arenisca’ por el campo– me sugirió mi Maestro–. Yo me voy a la halconera para ir recogiendo las aves. –¡Pues me quedo contigo, Friso!– dijo ella muy pizpireta. –Pero… aún es pronto para recogerlas, Maestro– le repliqué, pues no quería quedarme a solas con Eleonora ya que, últimamente, se enfadaba por cualquier cosa. –¡Cómo te atreves a contradecir a tu Maestro!– me increpó ella muy arrogante, a lo que él, socarronamente, me aclaró:
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–Ya has oído a la Señorita, Friso, y ‘el que manda, manda’, así que hasta luego–. Y se marchó caminando hacia el castillo. Eleonora tomó las riendas de su caballo y nos pusimos a pasear. Nos dirigimos hacia el cercano río. –¿Que te pasa? ¡Parece que no querías que te acompañara!– exclamó enfurruñada. –No es eso, pero… es que últimamente te ‘mosqueas’ por cualquier cosa, no se te puede decir nada, me echas bronca por todo…– alegué. –¿Yoooo? ¡Oye, que yo no me ‘mosqueo’! –¿Ah, no? ¿Y lo que estás haciendo ahora, que es? Además, que sepas que te pones muy fea cuando te enfadas– le dije con un tono ligeramente despectivo. Ella pareció que se ofendía aún más por mi comentario, pero de pronto, cambió su expresión de enojo a una de dulzura y amabilidad. –Vale, ¿hacemos las paces?– me propuso extendiéndome su mano. –De acuerdo, paz– acepté mientras se la estrechaba. Llegamos al río y Eleonora ató a ‘Zalamero’ a la rama de un árbol y empezó a rebuscar en las alforjas que éste llevaba en su lomo. Sacó una pequeña manta y la extendió en una gran roca plana que había al borde del agua. –¿Qué vas a dormir la siesta?– le pregunté con curiosidad. –¿Qué siesta? – replicó con sarcasmo. Y continuó sacando cosas de la alforja: una hogaza de pan, un pedazo de queso, un trozo de chorizo y otro de longaniza seca. –¿Te apetece merendar?– me preguntó risueña. –¡Jo! ¡Vas bien preparada! ¿Y tú sola te ibas a comer todo eso? –No, iba a venir con Antonia, pero tenía mucho trabajo y no me ha podido acompañar. ¡Pero como nos hemos encontrado, ya no tendré que merendar sola!– exclamó muy contenta. Encaperucé a ‘Arenisca’, la posé sobre una piedra y até su lonja a una rama que había junto a ella. Me senté frente a Eleonora y nos pusimos a merendar. Me llamó la atención lo delicadamente que comía. Daba pequeños mordisquitos al queso y los acompañaba con pellizquitos de pan, que arrancaba de su tajada, con los dedos. Por el contrario, yo me había metido en la boca un gran trozo de queso y lo había acompañado con un gran bocado que había dado directamente a la tajada de pan y lo masticaba, no sin dificultad, con la boca hinchada a dos carrillos. Ella me miró sorprendida por mi voracidad y comprendí, en ese momento, que mi Maestro tenía razón cuando
me reprendió por mi forma de comer. Eleonora me preguntó con cierto enojo: –¿Qué tienes prisa? ¡Si no quieres merendar conmigo, no hace falta que comas como un buitre! ¡Si quieres te vas! “¡Cómo me voy a sentar a la mesa de alguien que come tan delicadamente como Eleonora!” pensé, así que cuando conseguí tragar, me excusé un poco avergonzado: –Perdona, no es eso. Yo es que… me cuesta mucho comer ‘finamente’. Entonces, se me ocurrió una idea y se la comenté: –Ya que hemos acabado las clases de lectura y escritura, si quieres, me podrías enseñar comportamiento en la mesa. Podríamos quedar a merendar de vez en cuando y me enseñas. ¿Te apetece? –¡Hombre, si esa es tu forma de comer, realmente lo necesitas! Me estuvo dando unas pequeñas indicaciones durante la merienda y cuando terminamos, nos tumbamos en la manta y nos pusimos a contemplar las grandes nubes algodonosas buscando diferentes formas en ellas. Tras divertirnos un rato con las nubes, nos quedamos en silencio disfrutando, allí tumbados, de la preciosa tarde, del rumor del río y del canto de los pájaros. De repente, con la mirada fija en el cielo me preguntó: –¿Has besado a alguna chica? Me quedé un momento en silencio, muy sorprendido por su pregunta. –Sí, a mis primas– le respondí mirando también hacia el cielo. –No me refiero a ese tipo de besos –contestó contrariada– me refiero a besos de novios, en los labios. –No ¿y tú? –Sí…pero no me gustó, más bien… ¡me dio asco!– dijo con un tono de repugnancia. No sé por qué, pero me sentí un poco molesto al saber que alguien la había besado, así que me incorporé un poco, apoyándome en mi codo, la miré y le pregunté con un tono levemente irritado: –¡¿Con quién te besaste?! Ella me miró y contestó tranquilamente: –Con Gregorio, el hijo de don Rodrigo. Me estuvo persiguiendo todo el día durante una fiesta y me prometió que si le
daba un beso me dejaría en paz, así que, aunque no me gusta nada, para quitármelo de encima, se lo di. Pero… –Pero ¿qué?– pregunté intrigado, a lo que ella respondió con inquietud: –Pues… es que… me ha dicho Antonia que, cuando se besa con Marcelo, le recorre un cosquilleo por todo el cuerpo muy agradable y era por saber si a ti te había pasado lo mismo. Como a mí no me pasó… –Pues no lo sé, como ya te he dicho no he besado nunca a nadie– le contesté mientras empezaba a sentir unos deseos irremediables de besar sus labios para comprobarlo y, sin darme cuenta, había ido acercando mi cara a la suya y sólo nos separaba un palmo. Ella me miró y cerró los ojos, pero en ese momento oímos una voz… –¡Hola chicos! ¿Qué hacéis? Era Silverio, que se acercaba. Eleonora y yo nos incorporamos inmediatamente, mirándonos con frustración y complicidad mientras nos poníamos a recogerlo todo. Él continuó diciendo: –Me ha mandado Iñigo a buscaros. Dice que se hace tarde y tienes que ir ya para allí, Friso. –¡Hola Silverio! Estábamos recogiendo para marcharnos, que ya empiezan a picar los mosquitos– le comenté. Recogí a ‘Arenisca’ y nos pusimos de camino al castillo. Al día siguiente, mi Maestro me acompañó a dar de comer a los niegos para comprobar como marchaba su desarrollo. Les introduje la comida con la pértiga en el cajón y me fui hasta donde se había situado él, desde donde se veían los halcones. –Bien –murmuró– ya están bastante emplumados. Ahora les abriremos la puerta, pues en una semana ya empezarán a salir del cajón. Así que ve a abrirla y la atas a un lateral. Por la tarde fuimos con ‘Arenisca’ al mismo prado del día anterior para su segunda lección al señuelo. Esta vez me hizo extender el fiador lo suficiente para volar una distancia de treinta pasos. Al igual que el día anterior, me coloqué frente a mi Maestro, comencé a silbar y a voltear el señuelo. Desencaperuzó a ‘Arenisca’ y saltó hacia mí sin darle tiempo de levantarla por encima de su cabeza, y ejecutó un vuelo idéntico al del día anterior, con voltereta incluida. Comenzó a comer y empecé a dar vueltas a su alrededor. –Bueno –me indicó– ahora párate en frente de ella e intenta pasarle por encima. Hazlo despacio y procura mantener el equilibrio.
Levanté la pierna y cuando ‘Arenisca’ vio la planta de mi pie sobre su cabeza, se agachó y la miró sorprendidísima. Me quedé parado sin saber qué hacer, si dar el paso hacia delante o hacia atrás. Mi Maestro me sacó de dudas al instante gritándome: –¡Ahora no te pares! Y terminé de dar el paso. –¡No te quedes pegado a su espalda, Friso! ¡Sepárate de ella y sigue caminando alrededor! Si te quedas parado detrás de ella, intentará irse. ‘Arenisca’ había dejado de comer y me miraba con aire intranquilo. –Amplía un poco la distancia de tus vueltas para que se calme y comience a comer de nuevo– me advirtió. Así lo hice y ‘Arenisca’ se calmó comenzando a comer de nuevo. –Ahora, Friso, sigue dando vueltas hasta que acabe y la recoges. Esta vez, al recogerla, no hizo ningún ademán de intentar escapar o de llevarse el señuelo a otra parte. –¿Alguna pregunta hoy, Friso? –Sí. ¿Por qué sólo la llamamos una vez al señuelo y no tres como hacíamos en los vuelos al puño? –Pues porque tenemos que fijar en su mente que el señuelo es una presa segura – y recalcó– pero segura, segura, y cada vez que la ve, come, y come bien. Eso se fija en pocas lecciones bien hechas porque, como has podido comprobar, viene al señuelo mucho más alegre que al puño. Mañana ya la volaremos a cincuenta pasos y será la distancia máxima a la que lo haremos con fiador. A partir de entonces ya no usaremos el fiador. –¿Así pues, pasado mañana ya la volaremos suelta?– le pregunté ilusionado. –¿Tú crees que ya la podremos volar suelta? –Hombre, si viene perfectamente al señuelo y dice que mañana ya la volaremos a la máxima distancia del fiador… –Te falta un detalle, Friso. –¡Ya estamos con los detalles! –exclamé un poco fastidiado– pero éste… creo que sé cual es –le dije con una sonrisilla. –Vale, perfecto, explícate. –Pues que dependerá de lo que haga mañana–. Le dije todo convencido. –Hombre, mira, tienes razón –me contestó con una sonrisa– pero… no era ése el detalle que te faltaba. Piensa en otro.
–Pues… ahora no caigo cual es– respondí resignado. –Pues es el detalle más importante que debes tener en cuenta, antes de poder volar suelto el halcón. De pronto me vino la luz. –¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé!, que tenemos que colocarle los cascabeles. Se echó a reír. –No, Friso, no. Los cascabeles son importantes, pero tampoco son los cascabeles el detalle que te falta. –¡Déme una pista!– le imploré. –La pista es que hasta que no lo averigües, no vas a poder volar suelto el halcón, por lo que ¡ve pensando! y ten en cuenta que don Orduño ya está impaciente por verlo volar, así que… Resoplé varias veces estrujándome literalmente los sesos intentando recordar todo lo que me había explicado desde el principio, pero al final exclamé: –¡Me rindo! ¡Me rindo! ¡Por favor Maestro, dígamelo! –¡Qué es eso de rendirse! ¡No te puedes rendir tan pronto! Si quieres ser cetrero, no te puedes rendir al primer problemilla esperando a que otro te lo solucione. Tendrás que intentar resolverlo por ti mismo. Así que, vamos para el castillo y placeas un rato a ‘Arenisca’, a ver si, ‘pensando de ti’, das con el detalle. Mi Maestro se quedó en la halconera y yo me fui a ver a Marcelo. Lo encontré comiendo unas cerezas. –Tienes mala cara Friso, ¿Qué te pasa? –¡Puf! –le dije preocupado. – ¡Tengo un problemón...! –Cuéntame, cuéntame– me insistió intrigado. –Pues que tengo que saber un detalle que me falta para poder volar suelto el halcón y no sé cuál es. Mi Maestro me ha dicho que hasta que no lo sepa no lo puedo volar suelto. –¿Y tan difícil es adivinar el detalle? –¡Para mí sí!– le dije ansioso. –Bueno, pues tranquilo hombre. ¡Toma unas cerezas! A lo mejor te ayudan a pensar– comentó socarronamente. –¡Cerezas! ¡Cerezas! ¡Yo aquí jugándome mi futuro como cetrero y tú ofreciéndome cerezas!– murmuré enojado. –Hombre, si quieres voy a ver a Antonia y le pido unos rabos de pasa, que dicen que son buenos para la memoria. –¿Sabes qué? ¡Me voy!– le dije muy enfadado por su sarcasmo.
–¡No hombre, no te vayas! ¡Tranquilo, que era broma! Te lo decía para que te tranquilizaras un poco, que te veo muy ‘atacado’. Lo mejor es relajarse para poder pensar con lucidez. En ese momento apareció Eleonora. –¿Qué tal chicos?– saludó. –¡Mal, muy mal!– exclamé. –¿Y eso? ¿Qué te pasa?– preguntó. –Pues nada –le comentó tranquilamente Marcelo–, que le ha puesto Iñigo un problema y no sabe resolverlo. –¿De matemáticas?– preguntó ella con sorna. –¡Pero… qué matemáticas! ¡Que pasa! ¿Os queréis burlar todos de mí? ¡De cetrería, Eleonora, el problema es de cetrería! Ella, con una sonrisa burlona, me propuso: –Ah, pues… si es de cetrería, hay otra persona en el castillo que, a lo mejor, te podría ayudar. –¡Quién, quién!– le pregunté ansioso. –¡Pues mi padre!– Y Marcelo y ella se echaron a reír. Viendo que, si seguía con esa actitud, el ‘cachondeo’ a mi costa no iba a cesar, me relajé un poco y con una sonrisilla le dije: –¡Qué graciosilla eres, je, je! –De todas maneras –alegó ella–, no sé por qué te preocupas tanto. Si no lo resuelves, ya te lo explicará Iñigo. –Yo no estoy tan seguro… – le contesté. –Hombre, pues claro que te lo explicará, porque estás aquí para aprender, pero seguro que lo que intenta es que te esfuerces en pensar por tu cuenta– me aseguró muy convencida. –Bueno, visto así… ya me tranquilizas un poco– comenté algo más calmado. –¿Vamos a buscar unas cerezas?– preguntó Eleonora. –¿Cómo? ¿Tú también le mangas cerezas al Avelino?– le pregunté incrédulo. –¡Pero qué dices, insensato!– exclamó orgullosa– ¡A mi me regala todos los días una cestillo lleno! ¿No me digas que tú vas a robarle cerezas? –¿Yoooo? ¡Que va! ¡No se me ocurriría en la vida! ¿Verdad Marcelo? Éste, engulló de un golpe las dos últimas cerezas que le quedaban y contestó: –¡Verdad! ¡Verdad de la buena! –¡Pues vamos!– indicó Eleonora, y los tres tomamos rumbo a casa de Avelino.
Estábamos comenzando a cenar cuando entró mi Maestro en la cocina. –Llegas tarde– le recriminó María. –Sí, me he retrasado un poco– se excusó mientras se sentaba. María se puso frente a mi Maestro y le espetó: –¿Se puede saber por qué le pones esos problemas tan difíciles al pobre Friso? –¿Problemas difíciles?– preguntó él sonriendo, asombrado por el enojo de María. –¡Sí, sí! ¡Difíciles, difíciles! ¡Lleva aquí el pobre una hora muy preocupado por ese problema que le has puesto y que no sabe resolver! Antonia reía por lo ‘bajini’, y yo estaba colorado como un tomate, avergonzado por la reprimenda que María le estaba echando a mi Maestro. ¡Para qué le decía nada! –Ahora mismo, Iñigo –continuó María enérgicamente–, le estás explicando la solución del problema, que si no, le va a sentar mal la cena. –¿Así que aún no has dado con la solución? –me preguntó mirándome sonriente–. Bueeeno… te voy a dar otra pista. –Pues… si es como la de antes… ¡no la quiero!– repliqué orgulloso. –¿Seguro?– me inquirió burlonamente. –Bueno, sí la quiero– respondí resignado. –La pista es que, hay algo muy importante que debe saber hacer el halcón a la perfección, aparte de acudir a tu llamada, antes de poder volarlo suelto por primera vez. Y con una sonrisa tranquilizadora añadió: –Es muy sencillo, Friso, así que no te vuelvas loco pensando cosas raras. –¡Pero mira que eres cabezón, Iñigo! –le recriminó de nuevo María– ¡Díselo ya! –¡Tiene que aprender a pensar por si mismo, María!– replicó justificándose. –¡A pensar, a pensar! –se quejó de nuevo María. –¡Cuánto más viejo, más pellejo! –¡Ya vale, María, no te preocupes más! Te aseguro que sabrá por si mismo la respuesta en el momento en que tenga que decidir si vuela suelto el halcón. Y ahora ¡venga, a cenar! ¡No enfermará por pensar un poco!– exclamó mi Maestro.
Había pasado casi toda la noche en vela y ya tenía la cabeza como un bombo de tanto pensar. Había llegado la hora de la verdad. Nos encontrábamos en el prado para la clase de ‘Arenisca’ y Eleonora había venido a ver el espectáculo, intrigada por saber si yo había dado con la respuesta al problema o no. –Bien, Friso –me explicó mi Maestro–, hoy ya la llamarás a cincuenta pasos, así que prepáralo todo. Hazlo como si yo no estuviera, pensando todo lo que vas a hacer y cómo lo vas a hacer. Dependiendo de cómo se comporte hoy, al final de la clase, cuando ya hayas recogido a ‘Arenisca’, me dices si mañana la vuelas con o sin fiador. Ya me empezó a temblar todo y hasta Eleonora mostraba un semblante muy preocupado. Él, viendo mi nerviosismo, me aclaró: –Tranquilo, muchacho, que no voy a dejar que cometas ningún error ni que pierdas el halcón. Eso me tranquilizó un poco, pero poco. No sabía si lo iba a hacer bien, mal… pero había que hacerlo, así que, como cuando estaba al borde de la cortada, me armé de valor y empecé. ‘Arenisca’ ejecutó perfectamente su vuelo al señuelo, ni se inmutó cuando caminaba a su alrededor, pero, cuando fui a pasarle por encima, me miró con aire enojado y abrió las alas. –¡Quieto! –oí que me gritaba mi Maestro– ¡Atrás o saltará! Me retiré un par de pasos y esperé a que cerrara las alas y continuara comiendo. Cuando empezó a comer de nuevo, fui a intentar pasarle por encima otra vez. –¡No!– volvió a gritarme– Debes esperar a que se despreocupe completamente de ti para volver a intentarlo. Sigue caminando alrededor de ella hasta que lo haga. Di unas cuantas vueltas a su alrededor hasta que comprobé que, efectivamente, ya se había despreocupado de mí, volví a intentar pasarle por encima y, esta vez, aguantó perfectamente. La recogí del señuelo para que acabara de comer en mi puño. Eleonora saltaba de alegría y gritaba: –¡Muy bien! ¡Muy bien! –Muy bien –dijo mi Maestro sin tanto aspaviento– Así pues, ¿mañana volará suelta o no? –¡No!– contesté enseguida. –¿Por qué no?– preguntó. –Porque no me fío– aseguré muy convencido. –Bien, y ¿por qué no te fías, si viene perfectamente al señuelo?– dijo sonriente.
–Sí, pero… falta un detalle– respondí emulándole con una sonrisa irónica. Eleonora ya no pudo más y estalló: –¡Queréis dejaros ya de tantas zarandajas y decirlo de una vez, que me tenéis en ascuas! –Anda, Friso, díselo. –Pues porque, aunque venga bien al señuelo, cuando me acerque a ella, aún se puede ir volando asustada. ¿O no lo has visto?– pregunté arrogantemente a Eleonora. –Pues vaya… ¿Ese era el gran problema que no sabías resolver?– murmuró desilusionada. –Pues sí, realmente era sencillo de saber –le contesté–, pero sí que es un gran problema y, si no lo tienes en cuenta antes de volarlo suelto, te puede costar el halcón. –¿Ves como era fácil, Friso?– me dijo mi Maestro. –Pues me ha traído loco, eh, no crea. No lo he visto claro hasta el último momento, cuando le he tenido que contestar si mañana la volaba suelta, como aseguró anoche cenando. –Sí, Friso, tu miedo, en una décima de segundo, te ha hecho ver el detalle que falta para poder volarla suelta– me contestó él. –Así pues, Maestro, ahora lo que tenemos que hacer es poner hincapié en que permanezca tranquila en el suelo y se deje pasar por encima sin inmutarse ¿no? –¡Exacto! Pero tiene que aguantar en el suelo a que saltes por encima de ella llegando a la carrera, así que, seguramente, tardaremos unos días. –Y ¿por qué no podemos llamarla a más distancia con el fiador? Así aprovechamos a que aprenda a venir desde más lejos– alegué justificando mi pregunta. –No es conveniente usar el fiador a más distancia, porque ahora ya le ofrece mucha resistencia al ir rozando por el suelo; además corremos el riesgo de que se enganche más fácilmente y le impida al halcón llegar al señuelo, con lo que la lección quedaría arruinada. –Y si se enganchara, ¿qué deberíamos hacer? –Hay que acercarse lo antes posible al halcón y echar el señuelo a su lado para que lo trabe, dando la lección por terminada, procurando que no vuelva a engancharse, ya que cada vez que el halcón no puede llegar al señuelo es un pequeño resabio que se va instaurando en su mente, hasta el punto de que, si se incurre varias veces en ese fallo, dejaría de venir. Además, un halcón que acude al señuelo a una distancia de cincuenta pasos a la perfección, como A
hace ‘Arenisca’, sólo necesitará tres o cuatro lecciones más de ‘vuelos a la tira’ para venir desde cualquier distancia. –Y ¿qué son los ‘vuelos a la tira’? –¿No te lo he explicado ya?– me preguntó extrañado. –No. ¡Estoy seguro!– le dije temiendo que dudara que le engañaba. –Pues los ‘vuelos a la tira’ son todos aquellos que hace un ave en línea recta partiendo desde el puño o un posadero hacia la llamada del cetrero o de una presa, es decir, todos los vuelos que has realizado hasta ahora con ‘Arenisca’ son ‘vuelos a la tira’. Cuando este tipo de vuelo se realiza en la caza, con cualquier especie de halcón, se denomina ‘mano por mano’ y el mismo tipo de vuelo, realizado con cualquier otra rapaz, se denomina ‘bajo vuelo’. Asimismo, cuando a un halcón se le enseña a seguirte por el campo trazando círculos a tu alrededor, independientemente de la altura a la que te siga, a ese tipo de vuelo se le denomina ‘altanería’. –Bien, así que ‘Arenisca’ es –y añadí lentamente pensando cada palabra para no equivocarme– una prima de halcón peregrino… pasajera de rapela… de mano por mano ¿no? –Sí, así es… de momento, porque a ‘Arenisca’ la vamos a hacer de altanería– aclaró sonriendo. Muy contento por haber acertado y ávido de información, le pregunté: –Y ¿cómo le enseñaremos altanería? –¡No corras tanto! –exclamó– ¡De momento ni vuela suelta! Y ahora, a seguir placeando. Te interesaría ir al picadero para que se vaya acostumbrando a ver correr los caballos. –¿Podré ya montar en ‘Leyenda’ con ella?– le pregunté emocionado. –De momento, hasta que no vuele suelta, no. Eleonora que había permanecido en silencio y muy atenta escuchando nuestra conversación dijo tajantemente: –Iñigo ¡tienes respuesta para todo! Mi Maestro, orgulloso del halago, le respondió: –Para casi todo, Señorita. Eleonora me acompañó al picadero, donde estaban Pablo y Marcelo domando un potro. –Parece que va bien ese caballo– le comenté a Pablo. –Sí –contestó– ya va respondiendo. ¿Qué tal tu halcón? –Pues también va bien. Lo he traído para que vaya acostumbrándose a los caballos.
B
–Pues me vienes muy bien. Pasa para aquí Friso, que este caballo también tiene que acostumbrarse a los pájaros, así aprovechamos los dos. Entré con ‘Arenisca’ y Pablo me indicó que me colocara en el centro del picadero. Comenzó a dar vueltas a nuestro alrededor, de la misma forma que yo hacía en mis lecciones con ‘Arenisca’, manteniéndose a una distancia de cinco o seis pasos de nosotros. ‘Arenisca’ se mostraba muy atenta e intrigada a las evoluciones de caballo y jinete, pero, aparentemente, tranquila. El caballo miraba de reojo al halcón y bufaba de vez en cuando. Todo iba bien hasta que, de repente, el caballo relinchó cabeceando bastante nervioso y, automáticamente, ‘Arenisca’ se debatió violentamente. Al instante, el caballo se levantó de manos y comenzó a saltar como loco. –¡Sal del medio, Friso, sal!– me gritó Pablo mientras intentaba controlar su caballo desbocado. Eleonora, desde la barrera, le hacía los coros gritándome histéricamente: –¡Corre, corre, que te aplasta! Me fui corriendo hacia la orilla del picadero con ‘Arenisca’ todavía debatiéndose en mi puño y en cuanto conseguí subirla, la encaperucé rápidamente. Pablo ya casi tenía dominado al caballo. Me sentía muy mal por lo ocurrido. –¡Lo siento mucho, Pablo! ¡Es que no he podido evitar que se debatiera! –Tranquilo. ¡Son gajes del oficio! ¡Pues no tiene que saltar este potro para tirarme!– Y con una sonrisa, sin darle ninguna importancia al asunto, añadió: –Vuelve a entrar pero, de momento, mantén el halcón encaperuzado. Eleonora, a quien aún no se le había pasado el susto, exclamó: –¡¿Otra vez?! ¡Pues ten mucho cuidado, Friso! Me coloqué de nuevo en el centro del picadero, aunque algo acongojado, y volvió a dar vueltas a nuestro alrededor. Marcelo, que se lo estaba pasando en grande viendo mi cara de miedo, dijo socarronamente: –¡Ya estoy deseando verte montado en ‘Leyenda’ y llamando a ‘Arenisca’! ¡Tendremos que forrar todo el suelo de colchones!– y se echó a reír a carcajadas. –Hombre, yo pensaba que me ibas a ayudar– le contesté todavía más aterrorizado al pensar que yo sería el jinete cuando tuviéramos que acostumbrar a ‘Leyenda’ al halcón, a lo que él replicó:
–Sí, claro, te ayudaré a volver a montar una y otra vez–. Y volvió a estallar en carcajadas. –¡Ya está bien, Marcelo! –le increpó Eleonora enfadada– ¡¿No ves que le estás asustando?! –¡Pues bien tendrá que practicar!– le replicó. Pablo, viendo que me estaba poniendo nervioso y que a Eleonora no le hacían gracia los comentarios de su hijo, le dijo: –Marcelo, te aclaro que Friso sólo tiene que practicar con los halcones y el que tiene que practicar para domar caballos eres tú, así que no te rías tanto que serás tú el que irá montado en ‘Leyenda’ para acostumbrarlo al halcón, y asegúrate que, cuando él esté montado y llame al pájaro, no le va a tirar, o de lo contrario ya hablaremos tú y yo muy seriamente. A Marcelo se le cortó la risa de repente y fue a mí al que se le dibujó una sonrisa de alivio en la cara. –Hombre, ya pensaba hacerlo así –se excusó con resignación– sólo estaba bromeando. –Por si acaso, que te conozco –le dijo su padre seriamente– y no creo que ni a Iñigo ni a don Orduño les hiciera ninguna gracia que lesionáramos a su aprendiz. –¡Eso, eso! ¡Bien dicho Pablo!– exclamó Eleonora con aire de satisfacción. Pablo siguió dando vueltas a nuestro alrededor y cuando el caballo ya no mostraba tanta desconfianza, me sugirió que desencaperuzara a ‘Arenisca’. Ésta, volvió a mirar fijamente al caballo con cierta desconfianza, pero la fui acariciando, hablándole ‘mansamente’ y al poco se calmó. Pablo, cuando consideró que el caballo se mostraba lo suficientemente tranquilo, dejo de dar vueltas a nuestro alrededor y me hizo subir a la valla para realizar otro ejercicio que consistía en acercarse y alejarse de nosotros; primero al paso, luego al trote y finalmente al galope. ‘Arenisca’ se debatió un par de veces cuando Pablo se acercaba galopando, pero enseguida permaneció tranquila observando indiferente las evoluciones que éste le hacía realizar al caballo, el que, por su parte, parecía que tampoco prestaba ya atención al halcón. –Vale, Friso –me dijo Pablo– Me has ayudado mucho esta tarde. Si quieres ya te puedes marchar. –Nos hemos ayudado mutuamente, porque ‘Arenisca’ parece que también ha aprendido la lección. ¡Mira que tranquila está!– le demostré acariciándola por el pecho.
Eleonora hacía un rato que se había ido. Me despedí de Marcelo y Pablo, y fui a dejar a ‘Arenisca’ a la halconera para irme a cenar.
24. De los primeros vuelos sin fiador Habíamos pasado tres días placeando el máximo tiempo posible a ‘Arenisca’ y, en las lecciones al señuelo, haciendo hincapié en que se mantuviera en el suelo, casi sin inmutarse. Ya habíamos conseguido pasarle por encima corriendo y que aguantara todo tipo de aspavientos a su alrededor sin que intentara huir, por lo que mi Maestro había decidido que ese sería mi gran día. Nos encontrábamos en el prado de todos los días y me preguntó: –¿Preparado para quitar el fiador Friso, o tienes alguna duda? –Pues hombre, quizás la tendríamos que haber templado un poco más para asegurarnos que va a venir– le dije un poco acongojado. –¿Acaso la has visto dudar en algún momento durante estos días cuando la llamabas al señuelo? –No, realmente no. No ha dudado nunca ni un instante en acudir a mi llamada. –Entonces, ¿por qué quieres bajarla de peso si no hace falta? Qué pasa, que hay ‘mieditis’ ¿No? –Pues sí, bastante– asentí nervioso. –Pues tranquilo hombre, que ‘Arenisca’ no sabe que ha volado estos días con fiador, así que, para ella hoy es un día más. Acuérdate cuando te expliqué que por más hambre que ‘le metas’ a un pájaro, no obtendrás mejores resultados, sino seguramente peores, pues un pájaro con hambre excesiva es mucho más propenso a llevar en mano y ¡no queremos que eso ocurra hoy! ¿Verdad? –¡Verdad, verdad! –Pues venga, tendrás que realizar el ejercicio como todos los días, excepto que, cuando la vayas a recoger, lo hagas directamente sin más preámbulos. –O sea, que no tengo que andar a su alrededor ni nada ¿no? –Exacto, te agachas y la recoges sin más, y sobre todo tranquilidad, pensando lo que haces, por qué lo haces y cómo lo haces. ‘Arenisca’ llevaba los cascabeles desde por la mañana, para que se fuera habituando a ellos, aunque no les había prestado ni la más mínima atención durante todo el día.
Mi Maestro me preguntó: –¿Ya lo tienes todo preparado? –¡Sí, sí, desde por la mañana!– le aseguré. –Bien, así me gusta. Enséñame el señuelo, a ver cómo lo has preparado. Mientras rebuscaba en mi morral, le comenté: –Lo he ‘encarnado’ con el mejor palomo que he encontrado. –¡A ver pues, enséñamelo!– me apremió. Rebuscaba por mi morral. No conseguía encontrarlo y me fui poniendo histérico: –¡No lo encuentro! ¡No lo encuentro! ¡Se me debe haber caído!– exclamé mientras me ponía a rebuscar por el suelo como un loco. –¡Hay que ver! ¡Lo que hacen los nervios de esta primera suelta!– Y sacando mi señuelo de su morral, añadió: –¡Toma, anda! que te lo habías dejado en la mesa de la halconera. Eso sí, está muy bien preparado. –¡Pufff! –resoplé aliviado. –¡Gracias, Maestro! –Te vuelvo a repetir que estés tranquilo –me aconsejó muy sereno–, pues en el momento que ya vuelas un halcón suelto, con cualquier error que cometas te puedes quedar sin él. Graba esto en tu mente ‘a fuego’: ¡Un error, un pájaro! “¡Pues que bien!” pensé “¡Menudos ánimos! Aunque… seguro que tiene razón”. –Venga Friso, colócate a la misma distancia que ayer y, cuando quieras, la llamas. Me fui alejando de él, inconscientemente, con pasos cada vez más cortos, y cuando me giré para llamar a ‘Arenisca’ me indicó sonriendo: –¡Más lejos! –¡Pero si eran cincuenta pasos! –¡Sí, cincuenta pasos, no ‘pasitos’!– me aclaró socarronamente. Fui andando hacia atrás hasta que me gritó: –¡Ahí vale! ¡Cómo podía ser ahí! A mi me parecía muchísima más distancia que cualquier otro día, pero en fin, tenía que llamar al halcón. Miré a ‘Arenisca’, templé mis nervios y oí: –¡Cuando quieras, eh Friso, cuando quieras, que llevas ya ahí un buen rato mirándonos! A mi me había parecido un instante, pero me decidí a actuar. Empecé a voltear el señuelo y a silbar. Mi Maestro
desencaperuzó, levantó a ‘Arenisca’ por encima de su cabeza y en vez de saltar al instante, como había hecho siempre, comenzó a cabecear como si estuviera dudando. “¡Ay de mí, si el halcón no viene!” pensé. Pero ‘Arenisca’, al momento, saltó hacia mí, tiré el señuelo al suelo y lo acuchilló con tal furia que lo levantó más de tres pies en el aire para, acto seguido, hacer una punta hacia arriba y picar para trabarlo como si de una presa viva se tratara. A continuación, comenzó a comer tranquilamente, Me disponía a salir corriendo hacia ella para recogerla rápidamente, por si acaso se iba, pero mi Maestro a lo lejos vio mis intenciones y me gritó: – ¡Quieto! Quédate ahí y espera a que coma más o menos la mitad de la ración y entonces vas, le colocas el tornillo y la lonja, y la dejas que termine de comer en el suelo. La espera se me hizo eterna, pero lo peor fue cuando tuve que colocarle el tornillo, ya que me temblaban las manos por los nervios, aunque miré a ‘Arenisca’ y pensé “¡Yo tan nervioso y ella tan tranquila!” así que me empapé de su tranquilidad y coloqué el tornillo y la lonja, lo que me calmó bastante, pero sujeté la lonja dándole tres vueltas en mi mano ¡por si acaso! Estaba a punto de terminar de comer y le pregunté a mi Maestro, que se había acercado hasta nosotros: –¿La recojo ya? –No –me contestó– esperaremos a que termine de comer. –¡Pero si eso no lo hemos hecho nunca! –Ya lo sé, pero a partir de hoy, cambiaremos la manera de recogerla. ‘Arenisca’ terminó la comida del señuelo y me miró. –Ahora –me explicó– te agachas y la llamas al puño a punta de lonja. Lo miré incrédulo y le pregunté: –Pero… ¿vendrá? –¡Por supuesto! Venga, hazlo. Me agaché, la llamé y ella saltó al puño tan contenta y empezó a comer de nuevo. –Qué, ¿más tranquilo?– me preguntó sonriente. –¡Buf! ¡Sí, pero me late el corazón que se me va a salir del pecho! –Pues ya has comprobado que no era para tanto, o ¿has visto alguna intención de fuga en ‘Arenisca’? –La verdad es que no, pero… ¡se pasa mucho miedo! –Los cetreros, no pasan miedo al volar un halcón libre de ataduras, sino que disfrutan con ello, aunque reconozco que, la
primera vez que vuelas suelto tu primer halcón ¡los nervios te comen! y siempre recordarás esa primera vez. –A todo esto, Maestro, ¿por qué hemos cambiado la manera de recogerla del señuelo?– le pregunté intrigado. –Porque con esta nueva técnica de recogerla, le vamos grabando en su mente que no le vamos a quitar su comida, sino que siempre tenemos más en nuestro puño para compartir con ella. Haciéndolo así aún desechamos más de su cabeza la idea innata que tienen de escapar de nosotros para comer o, lo que es lo mismo, llevar en mano. Repitiendo esta lección cada vez que la recojamos, al final conseguirás que te suba al puño las presas que haya capturado y que pueda levantar del suelo. –Entonces… ¿por qué no lo hicimos así desde el primer día? –Pues porque lo primero e imprescindible que tiene que aprender un ave es a estar tranquila en el campo comiendo en el suelo cuando aparezcas por cualquier parte para recogerla; aparte, tiene que dejar, de buena gana, que le cambies su presa, en este caso el señuelo, por la comida de tu puño. Como en estos días hemos trabajado para conseguir eso y ya lo hemos logrado, ya podemos aplicar esta técnica, menos engorrosa y más fiable para el cetrero, de recogerla. Si desde el primer día hubiéramos intentado recoger a ‘Arenisca’ del señuelo usando esta técnica, cuando hubiera acabado de comer la ración del señuelo, es seguro que habría intentado marcharse, pues aún no confiaba plenamente en ti y la lección habría sido un fracaso.
25. De la aclimatación del caballo al halcón Mi Maestro se quedó en la halconera para ponerle el baño a ‘Arenisca’ y me dio fiesta hasta la hora de cenar, viendo que ardía en deseos de contarles a mis amigos la experiencia vivida ese día. Me fui corriendo a contarle a Marcelo mi hazaña. Llegué a los establos y estaban allí también Silverio, Antonia y Eleonora, todos enfrascados en una situación casi circense, pues Marcelo, montado en ‘Leyenda’, recorría el picadero de aquí para allá mientras Silverio y Antonia, uno a cada lado del picadero, se lanzaban un halcón disecado, con las alas abiertas, que pendía de una cuerda que cruzaba el picadero a unos diez pies de altura. Eleonora contemplaba el espectáculo ‘partiéndose’ de risa y jaleando a uno y a otro, sobre todo cuando se rebrincaba ‘Leyenda’ o Silverio tenía que entrar corriendo al picadero cuando el halcón se les quedaba a mitad del recorrido. Me situé junto a Eleonora y le pregunté: –¿Cómo va la cosa? –¡Hombre! ¿Ya estás aquí? ¿Has visto como estamos preparando tu caballo? –Sí –le contesté–, pero no sé si lo estáis preparando o volviendo loco. En estas me vio Marcelo y, acercándose a galope, me dijo muy alterado: –¡Mira, Friso, mira como aguanta ya ‘Leyenda’ pasando por debajo del halcón en vuelo! –y gritó– ¡Antonia, lánzalo fuerte!– Salió disparado hacia el centro del picadero mientras ella lanzaba el ‘pajarraco’ con todas sus fuerzas, aunque no avanzó más de tres pasos. –¡Jo! ¡Te he dicho fuerte! ¡Ya has estropeado esta carrera!– le gritó. –¡Oye, la culpa es tuya por tener esta birria de cuerda y de ‘bicho’! ¡Se engancha!– replicó ella muy molesta. –¡Tranquilo Marcelo! –le grité– que ya imagino que ‘Leyenda’ lo aguantará a la perfección–. Él respondió frustrado: –¡Hombre, es que ahora que estás tú aquí, va y sale mal!– a lo que Silverio le recriminó gritando desde la otra punta del picadero: –Pero ¿qué dices? ¡Si lleva saliendo mal la mayoría de las veces! –¡Tú te callas, ‘herrerucho’!– le contestó Marcelo muy irritado. Viendo que la cosa se caldeaba, les sugerí:
–¡Bueeeno, haya paz! Yo venía a deciros que, por fin ¡he volado suelta a ‘Arenisca’! –¡Fantástico! –exclamó Marcelo muy contento– ¿Así que mañana ya la podrás traer aquí para practicar? –Pues no lo creo –respondí– ya que sus lecciones, de momento, van por otro camino. Además, esta técnica que utilizas con el halcón disecado me parece muy buena. –¡Buena no, es buenísima! –contestó él orgulloso– pero al final hay que probar con un halcón de verdad para asegurarnos que el caballo reacciona bien. –Pues no sé cuándo podrá ser, tendrá que decirlo mi Maestro. –¡Se me ocurre una idea! –soltó de pronto Eleonora– ¿Y si probamos con ‘Cascabel’? –Me parece una idea estupenda –contesté– pero ¿cómo lo harías? ¡Si ‘Cascabel’ hace lo que quiere! Además, hace días que no lo veo por el castillo –a lo que ella me contestó arrogantemente: –Si ‘Cascabel’ no ha comido lo puedo llamar cuantas veces quiera ¡listo! Aunque… ahora que lo dices –añadió algo preocupada– sí que es cierto que hace varios días que no lo veo. De todas formas, no creo que tarde mucho en aparecer y, en cuanto lo haga, lo probaremos. –Vale, vale, de acuerdo– acepté algo incrédulo. Entonces Eleonora nos propuso a todos: –¿Vamos a dar una vuelta por el castillo a ver si lo vemos? Aceptamos su propuesta y pasamos el resto de la tarde buscándolo, pero no apareció, aunque dejamos recado a todo el que nos encontrábamos que nos avisara en caso de que lo viera. Cuando estábamos cenando en la cocina, le expliqué a mi Maestro la técnica que utilizaba Marcelo y que queríamos probar a hacerla con ‘Cascabel’ pues les había comentado a mis amigos que, de momento, no lo podríamos probar con ‘Arenisca’. También le comenté que habíamos estado buscándolo, pero no lo habíamos encontrado. –Sí –me explicó– la técnica del halcón disecado la ideamos con Pablo hace muchos años ante la imposibilidad de que él mantuviera un halcón vivo en los establos y de que yo pudiera ayudarle, llevando uno de los míos, cada vez que tenía que acostumbrar un caballo a las rapaces. Como muy bien has dicho, de momento no puedes utilizar a ‘Arenisca’ para esos menesteres, aunque, ahora que lo dices, ‘Cascabel’ sí que desempeñaría ese
A
trabajo a la perfección. Y por cierto, no lo busquéis más que lo tengo yo. –¿Qué lo tiene usted?– le pregunté sorprendido. –Sí. Tuve que recogerlo cuando comenzamos a salir con ‘Arenisca’ al campo ya que si no habría venido a atacarla. –Pues no lo he visto en la halconera. –Está atado a un banco, en la torre donde se crió, pero podéis ir allí a cogerlo cuando queráis. De todos modos, mañana os explicaré lo que debéis hacer para emplearlo en la doma de los caballos. Por la mañana, antes de ir a dar de comer a los niegos, había ido a buscar a Eleonora para que viniera conmigo y con mi Maestro a ver a ‘Cascabel’ a la torre y nos explicara lo que teníamos que hacer. –¡Me podrías haber avisado de que lo habías recogido, Iñigo!– le recriminó Eleonora un poco molesta. –Lo siento, Eleonora, pero con tantas cosas en la cabeza, lo había olvidado– se excusó. –Me ha dicho Friso que nos tienes que explicar cómo manejar a ‘Cascabel’, pero… ¡si yo ya sé! Es tan sencillo como que lo llamo y viene, es más, no sé por qué no preparáis todos lo halcones como a éste y os dejáis de tanto rollo que si desvelo, caperuza, fiador, placeo y demás– le argumentó un tanto arrogante. –¡Hombre! –murmuré como meditando lo que Eleonora le había cuestionado– tiene su lógica lo que dice–. Ambos nos quedamos mirando a mi Maestro inquisitivamente. Él, sonriendo irónicamente pues, al fin y al cabo estábamos cuestionando todas sus enseñanzas, nos explicó: –Lo primero que tenéis que saber antes de empezar a adiestrar un ave rapaz, es que hay que tener claro para qué la queremos utilizar y, una vez que tenemos eso claro, aplicar en ella una técnica u otra de adiestramiento o de crianza. El ‘troquelado’ es una técnica más de las muchas que se emplean, y si sólo empleáramos ésta, se perdería el arte de la cetrería, que es el conjunto de técnicas que te permite adiestrar cualquier especie de ave rapaz independientemente de su edad y de la forma que haya sido criada. En el caso de ‘Cascabel’, que es un halcón cuyo destino principal no iba a ser la caza sino el entretenimiento de la señorita Eleonora, quien, por otra parte, no es una gran entendida en cetrería, se necesitaba preparar un halcón con riesgo nulo a la tendencia de querer escapar, así como que tuviera mansedumbre absoluta. Para ello, lo mejor es ‘troquelar’ o ‘humanizar’ el ave, que B
como ya sabéis, consiste en criarlo desde pequeño a mano, solo o en compañía de otros congéneres. ‘Cascabel’, al criarse solo, no reconoce a los otros halcones como de su especie, por lo tanto, en caso de que no haya comido, si ve alguno, lo ataca para cazarlo y por eso se encuentra recluido aquí en la torre. Por otra parte, si se hubiera criado con otros congéneres, no los atacaría para cazarlos, en todo caso los atacaría para expulsarlos de su territorio y lo podríamos seguir teniendo suelto aunque voláramos otros halcones en los alrededores del castillo, eso sí, siempre con muchísima precaución. Eleonora, en un principio, se había sentido un poco molesta por el comentario que había hecho sobre su capacidad cetrera pero ahora escuchaba sus explicaciones tan interesada como yo. Él continuó: –Hasta aquí, por lo que os he dicho, parecería que es el pájaro ideal, y realmente, para lo que él tiene que hacer, así es. Por supuesto, todas las rapaces cazan, incluido ‘Cascabel’, pero cuando lo tienen que hacer para el hombre, o pretendemos que hagan un ejercicio determinado cuando nosotros queremos, la cosa cambia. Como ya sabéis, para que una rapaz nos haga caso inmediatamente o cace para nosotros en el momento que queramos, no cuando a él le venga bien, debe tener una determinada sensación de hambre, y en cuanto a un pájaro troquelado se le baja de peso, irremediablemente, pía. En el mejor de los casos, sólo piará cuando nos vea, pero lo normal es que píe durante todo el día y en el peor de los casos, pía día y noche. Aparte, siempre cubrirá la comida con sus alas y cola abiertas, con el riesgo que conlleva a que se deteriore gravemente su plumaje y, si nos excedemos con el hambre, puede pasar de ser un pájaro manso a muy agresivo con el que lo maneja. –¡Mi ‘Cascabel’ nunca ha hecho nada de eso que dices ni creo que lo haga!– le rebatió Eleonora incrédula. –A ‘Cascabel’, nunca se le ha bajado de peso y, por supuesto, antes de haber comido, lo llamas y viene, pero de ahí a que ahora pretendas ponerte en el picadero a hacerle más de diez vuelos seguidos al puño y en un sitio en el que él no se va a sentir a gusto, hay una gran diferencia. Inexorablemente –dijo con contundencia– vamos a tener que bajarlo de peso y, en cuanto lo hagamos, comenzará a piar y cubrirá en el puño, aunque tranquila Eleonora, que no lo vamos a bajar tanto de peso como para que te ataque. –¡Pues… si se ha de volver malo, no os lo dejo!– nos advirtió ella muy descontenta.
–No es que se vuelva malo –la tranquilizó– es una reacción normal y lógica de un pájaro troquelado, porque como para él, tú eres su madre, en cuanto tiene un poquito de hambre, te pía para que le des de comer y, como no le das toda la cantidad que él quiere, cubre para que no se la quites. ¿No te has fijado en los de crianza campestre? Aunque les sobre comida, cuando comen, entre ellos son enemigos. ¡Cada uno a un rincón, cubriendo su paloma! Y después, tan amigos. –¿Y por qué dice, Maestro, que los troquelados no son buenos para la caza, si ‘Cascabel’ vive casi exclusivamente de lo que caza por su cuenta?– le pregunté. –La diferencia está en que él caza ahora cuando quiere y lo que necesitamos es que lo haga cuando y sobre la presa que nosotros queramos. Por lo que volvemos a lo de antes, tendremos que mantenerlo en un peso determinado para que cace cuando nosotros queremos. Llegado ese momento, hemos de conseguir que se aleje de nosotros detrás de una presa, cosa que en muchos casos no resulta fácil ya que, antes de esforzarse en perseguirla, prefieren darse la vuelta y pedirnos comida enganchándose a nuestros pantalones, morral, o dónde sea buscando la comida fácil. Y, aunque persigan la presa, nunca se esfuerzan al máximo, sólo hacen un pequeño esfuerzo como ‘para quedar bien’ y que les des de comer cuanto antes, mostrándose más perezosos y ‘pedigüeños’ cuanta más hambre tienen. Por todos estos inconvenientes, para la caza siempre es mucho mejor un ave no troquelada, porque la única ventaja ‘aparente’, que no real, que tienen las aves troqueladas, es su mansedumbre y su falta de interés en huir del cetrero aunque éste la maneje mal, ventaja que queda anulada en cuanto ves el comportamiento de una rapaz no troquelada y perfectamente adiestrada, ya que nunca pían, nunca cubren, nunca intentan apartarse de su amigo, el cetrero, y se emplean con toda su energía en la caza. –Pero… si un ave troquelada la mantenemos con el ‘hambre de cada día’ no tendría que ofrecer esos síntomas– argumenté. –A ver, Friso –me contestó–, te voy a explicar dos conceptos diferentes del ‘hambre de cada día’ en un ave, lo que significa para ti y lo que significa para el halcón, y que esto te quede muy claro porque es de lo más importante que has de entender para llegar a ser un buen cetrero. Para ti, ‘el hambre de cada día’, como ya te expliqué, es conseguir reducir la grasa de reserva que posee cualquier rapaz salvaje para que se mantenga despierta, atenta a tus órdenes y a sus instintos de caza, ya que ese es su ‘peso ideal’ para cetrería, es decir, ni flaca ni gorda, ¡no como yo, que ya tengo
esta barriguita! –dijo dándose palmaditas en la barriga con una sonrisa, y prosiguió– sin embargo, lo que nosotros consideramos su ‘peso ideal’, el halcón lo considera estar flaco, ya que su instinto le pide estar ‘gordo’ para poder afrontar los días de infortunio en la caza, lo que hace que, aunque esté en su ‘peso ideal’, él no lo sienta así, por lo que un ave troquelada nos pía pidiendo comida aunque ya haya comido su ración diaria y seguirá haciéndolo así hasta que considere que está lo suficientemente gorda, momento en el que sólo nos hará caso cuando quiera y no cuando nosotros queramos, como es el caso de ‘Cascabel’. Eleonora aún se mostraba un poco incrédula de que su amiguito ‘Cascabel’ se llegara a comportar como mi Maestro decía, así que le dijo: –¡Eso que dices, habrá que comprobarlo, Iñigo! –¡Por supuesto, Eleonora, por supuesto! –¡Pues venga! –indicó ella– ¡Ahora mismo! –¡Perfecto!– le contestó, y me mandó: – Friso, ve a la halconera y trae todo lo necesario, incluido el fiador. –¿Cómo que un fiador? –preguntó Eleonora contrariada– ¡Si ‘Cascabel’ ha volado siempre suelto! –¡Exactamente! Y es eso lo que no quiero que haga, si no, no podríamos seguir con las clases de ‘Arenisca’. Ella, muy enfadada le advirtió: –¡Pues me niego rotundamente a que ‘Cascabel’ vuele atado a una cuerda, ya que confío plenamente en él y sé que lo va a hacer a la perfección! –Muy bien –respondió con condescendencia–, sus deseos son órdenes para mí. Vámonos pues a los establos, aunque tenga en cuenta ‘Señorita’ que esto nos va a costar un retraso en el adiestramiento del halcón de su padre. –¡Eso ya lo veremos!– replicó ella orgullosamente. Mi Maestro cogió en su puño a ‘Cascabel’ y lo encaperuzó. Llegamos a los establos y encontramos allí a Marcelo. Mi Maestro le pidió: –Hola Marcelo ¿Puedes ensillar el caballo de Eleonora y traerlo al picadero? –Ahora mismo, don Iñigo– le contestó. –Bien, Eleonora –le empezó a explicar– ahora haremos unos vuelos de puño a puño desde diferentes puntos del picadero, como si estuviésemos acostumbrando un caballo al vuelo del halcón.
puño:
Ella montó en ‘Zalamero’, se alejó y le gritó levantando el
–¡Cuando quieras, Iñigo! Mi Maestro desencaperuzó y ‘Cascabel’ fue a la perfección al puño de Eleonora, donde comió una pequeña picada. –¡Para ti, Iñigo!– dijo ella lanzándoselo. Éste, lo recibió en el puño con otra pequeña picada. Ella puso su caballo a galope y exclamó muy segura de si misma: –¡Lánzamelo otra vez, que vendrá sin dudar! Mi Maestro lo dejó ir, pero, esta vez, en vez de parase en el puño de Eleonora, pasó de largo y fue a pararse al tejado de los establos. Ella lo llamaba diciéndole: –¡Ven ‘Cascabel’! ¡Ven ‘Cascabel’! Éste permaneció un par de minutos posado en el borde del tejado, mientras Eleonora se ‘desgañitaba’ llamándolo, hasta que al final saltó y desapareció por encima de las almenas del castillo. Irónicamente, mi Maestro comentó: –Bueno… parece que por hoy ya se ha acabado la clase. Ella, no dando su brazo a torcer, le aclaró: –No, habrá que esperar un poco más, ya que como lo has tenido encerrado en la torre varios días, ahora lo que tiene son ganas de volar. –¡Muy bien! –apuntó él con cierto grado de enojo– ¡Eso debe ser! pero te doy de tiempo hasta mañana a esta misma hora para que recuperes a ‘Cascabel’, si no lo haré yo, pues ahora no puede permanecer suelto por ahí. ¿De acuerdo?– le preguntó muy seriamente. Viendo el rostro serio de mi Maestro y pensando que seguramente tendría razón, ella le contestó, bajándose del caballo: –¡Está bien! Intentaré recuperarlo– y mirándome me propuso: –Friso, ¿vendrás conmigo esta tarde a ver si lo vemos? –Pues… no sé si puedo…– le contesté mirando a mi Maestro. –Sí puedes ir, tranquilo –me autorizó él– que como te he dicho antes, hasta que no recuperemos a ‘Cascabel’ no podemos seguir con las clases de vuelo de ‘Arenisca’. Bueno, y ahora me voy que tengo que hablar con don Orduño. Eleonora palideció y exclamó angustiada: –¡No le irás a contar nada a mi padre! –¡No, mujer, no! ¡Que va! No tiene nada que ver con esto, pero empléate a fondo en buscar a ‘Cascabel’.
Él se fue y Marcelo preguntó: –No me entero de que va esto. ¿Qué es lo que pasa? ¡Es muy raro ver a Iñigo con los halcones por aquí! –Pues nada –le contesté socarronamente–, que Eleonora piensa que sabe más de cetrería que mi Maestro. A lo que ella histéricamente replicó: –¡Eso es mentira! ¡Además, los dos queríamos comprobar si Iñigo estaba en lo cierto! –Si, en cierto modo, tienes razón. Siempre te queda la duda de si será verdad lo que dice, pero… visto lo visto… ¡espérate a que ‘Cascabel’ empiece a piar! –¡Vaya! –exclamó ella y le preguntó a Marcelo preocupada– ¿Cuánto tiempo tardará ‘Leyenda’ en acostumbrarse a que le pase un halcón por encima de las orejas? Marcelo, haciéndose el interesante y viendo que Eleonora estaba ‘atacada’ de los nervios le dijo: –Hombre, pues intervienen varios factores. Habría que tener en cuenta el estado anímico del caballo, la climatología, la dureza del terreno… –¡Marcelooooooo! –le gritó ella totalmente fuera de sí– ¡Me quieres decir de una vez cuanto tiempo va a tardar exactamente! –¡Dos días, dos días! –le respondió acongojado–. ¡Las pruebas con el halcón vivo, dos días! –¡Pues, por tu bien, que así sea!– le puntualizó aún nerviosa, y añadió– Ahora me voy, que tengo muchas cosas que hacer– y se marchó rápidamente. Marcelo me miró y, resoplando, comentó: –¡Uf! ¡Es todo un carácter esta mujer! –¡Dímelo a mi! –asentí preocupado– ¡Ya verás como no encontremos a ‘Cascabel’! ¡Entre ella y mi Maestro… me la voy a ‘cargar’ por los dos lados! –No te quejes, Friso, que yo también tengo lo mío porque, como no consiga acostumbrar a tu caballo en dos días ¡ya la has oído! –Bueno, me llevo a ‘Leyenda’, que tengo que dar de comer a los niegos. Por la tarde, fui con Eleonora a buscar a ‘Cascabel’ y lo recuperamos enseguida, pues no debía haber conseguido cazar nada. Fuimos a ver a mi Maestro, para que nos diera las pautas a seguir con él, ya que, al fin y al cabo, no sabíamos lo que teníamos que hacer concretamente.
–No habéis tardado mucho en recuperarlo. ¡Así me gusta! – nos felicitó con una sonrisa–. Ahora, lo único que tenéis que hacer es dejarlo sin comer hoy, y mañana hará a la perfección lo que hemos intentado hacer hoy. Quedamos con Marcelo que a primera hora de la mañana, iríamos Eleonora y yo con ‘Cascabel’ a realizar las clases de ‘Leyenda’. Cuando fuimos a buscar a ‘Cascabel’ a la torre, en cuanto oyó nuestros pasos, empezó a emitir un chillido fuerte y lastimero, igual que el que había oído a los niegos en su nido de la cortada. Eleonora lo recogió en su puño y nos dirigimos al picadero. Cuando llegamos, Marcelo nos preguntó: –¿Qué le pasa a ese halcón, que no calla? ¡Está poniendo nerviosos a todos los caballos! Ella y yo nos miramos, y contestamos al unísono: –¡Nada!– y Eleonora lo justificó: –Es que está muy contento por venir a ver a ‘Leyenda’. –Pues… no sé. ‘Leyenda’ no parece tan contento de verlo– comentó Marcelo mientras montaba en él, y nos explicó –Ahora, os colocáis uno a cada lado del picadero y lo vais llamando de puño a puño mientras yo voy caminando con ‘Leyenda’, para que lo vaya viendo volar cerca de él. Así lo hicimos y ‘Cascabel’ respondió a nuestras llamadas perfectamente, aunque no dejó de piar ni un solo instante, pero no cubría la comida del puño, lo que nos pareció mejor de lo esperado. Al cabo de más de veinte vuelos, ‘Cascabel’ empezó a mostrar falta de interés por venir al puño y decidimos entre todos, dejar la clase para el día siguiente, porque a su vez ‘Leyenda’ ya se mostraba indiferente al ver pasar el halcón por encima de él. –Mañana –me indicó Marcelo– montarás tú en ‘Leyenda’ y llamarás al halcón para que acuda a tu puño como lo harías si estuvieras cazando con él, así comprobaremos si ya está totalmente acostumbrado, aunque, viendo como ha reaccionado hoy, estoy casi seguro que será así. –¿Cómo va, chicos?– oímos de repente. Eran mi Maestro y Pablo que debían haber estado espiando lo que hacíamos. –¡Muy bien!– respondimos al unísono. –¡Si señor, muy bien, Marcelo! –le felicitó su padre– Has hecho un magnífico trabajo con ese caballo desde el principio. Y por supuesto, felicito también a los halconeros, aunque… si estáis
muchos más días por aquí con ese halcón me voy a tener que poner unos tapones para los oídos. ¡Chilla tan fuerte que lo deben oír desde el condado vecino!– exclamó sonriendo irónicamente. –Sí –murmuró Eleonora resignada– ya nos advirtió Iñigo que esto ocurriría. Al día siguiente, volvimos con ‘Cascabel’ al picadero y con él en el puño, monté en ‘Leyenda’. Confiaba en que Marcelo tuviese razón y mi caballo aguantara tranquilo que el halcón le sobrevolara, porque, aunque había adquirido ya mucha experiencia como jinete, no sabía si iba a ser capaz de mantenerme sobre él si se rebrincaba como un loco. –¡Preparada!– me gritó Eleonora levantando su puño. Desencaperucé y ‘Cascabel’ fue como un rayo a su puño, rozando al salir las orejas de ‘Leyenda’. Éste, simplemente, miró cómo se alejaba. –¡Lánzamelo!– le grité levantando el puño sobre la cabeza de ‘Leyenda’. Mi caballo, viéndolo venir de frente, levantó las orejas y bufó nervioso, pero, calmándolo con la voz, se mantuvo quieto. ‘Cascabel’ llegó a mi puño, y se lo volví a lanzar a Eleonora. Hicimos unos veinte vuelos para que ‘Leyenda’ lo viera llegar desde diferentes posiciones, de frente, de costado, por detrás… En los últimos vuelos, ya ni se inmutaba, así que Marcelo dio por terminada la aclimatación del caballo al halcón. –¡Que ganas tenía de acabar! –murmuró Eleonora– ¡No puedo soportar ver así a ‘Cascabel’! ¡Parece otro, chillando y cubriendo como un loco! En éstas, apareció mi Maestro para interesarse por cómo había ido la clase. –¡Muy bien, Iñigo, tenías razón! –comentó Eleonora con resignación– ¡Pero ahora ya me lo puedes arreglar para que deje de hacer esto! –Es muy fácil –le contestó muy sonriente– sólo hay que darle de comer hasta que se sienta ‘gordito’. En un par de días volverá a ser el mismo de siempre, no te preocupes. –¿Y cuándo podrá volver a estar suelto?– le preguntó ella. –Aproximadamente en una semana, pues para entonces, los vuelos con ‘Arenisca’ los realizaremos alejados del castillo. Ahora bien, habrá que volver a encerrarlo cada vez que haya que preparar un halcón cerca del castillo. –Vale, lo entiendo– asintió ella.
26. De la altanería Habíamos pasado varios días haciéndole a ‘Arenisca’ vuelos a la tira hacia el señuelo, doblando cada día la distancia. El día anterior había realizado a la perfección un vuelo de alrededor de ochocientos pasos y mi Maestro me había comentado que ese día empezaríamos a enseñarle a volar por altanería. Nos fuimos a caballo hacia unas praderas que se encontraban a unas dos millas del castillo, cerca de un riachuelo que encharcaba varios campos, de los que, al llegar, salieron abundantes patos. Al verlos salir, le grité ansioso a mi Maestro: –¿Desencaperuzo y lanzo a ‘Arenisca’? ¡Seguro que ése lo coge! –le sugerí señalando a un macho de azulón que había salido a menos de diez pasos de mí. –Seguro que lo cogería, Friso, pero no estamos aquí para cazar. –Pero… ‘Arenisca’ ya podría cazar de mano por mano. –Sí. Si fuera un halcón destinado a la caza de mano por mano ayer ya habríamos dado por terminado su adiestramiento, pues ya ha superado perfectamente todas las fases, es decir, es caperucera, está mansa, no cubre, se deja recoger perfectamente del suelo y viene a la perfección al puño y al señuelo y, por supuesto, hoy ya podríamos cazar con ella, pues al ser un halcón pasajero, no hace falta soltarle ‘escapes’ para que aprenda a cazar ni para que muscule, pero, como ya sabes, a ‘Arenisca’ la vamos a destinar a la altanería, por lo tanto, de momento, te olvidas de cazar. –¡A la orden!– contesté resignado mientras observaba como se alejaban los patos. Desmontamos y atamos los caballos a un chopo que había cerca del riachuelo. –Bien Friso –empezó a explicarme, –ahora tenemos que conseguir que el halcón se mantenga en vuelo pendiente de nosotros. Para ello, lo primero que vamos a hacer es desencaperuzarla, levantarla en el puño como siempre y esperar a que salte hacia donde quiera. Su primera reacción será permanecer quieta en el puño escudriñándolo todo, buscando dónde está el que la llama con el señuelo, pues es a lo que está acostumbrada. Al ver que no hay nadie, seguramente, se sacudirá el plumaje y se echará una ‘cagadeta’, como para aligerar peso –dijo con una sonrisa– momento en el que saltará del puño y se alejará a la tira. Cuando veamos que se encuentra a unos cincuenta o sesenta pasos de nosotros, la llamaremos silbando como cuando lo hacemos al
señuelo, pero sin mostrárselo. Ella puede reaccionar de dos maneras distintas. Una es que gire hacia nosotros al escuchar la llamada conocida. Si es así, permaneceremos quietos hasta que nos pase de largo y se aleje de nuevo. Cuando se encuentre de nuevo a la distancia de antes, la volveremos a llamar y seguiremos repitiendo la operación hasta que no acuda al oír nuestra llamada, instante en el que sacaremos el señuelo. Al verlo, ella acudirá, se lo entregaremos como siempre y daremos por finalizada esta lección. La otra opción es que no gire cuando la llamemos y tengamos que sacar el señuelo directamente, entregándoselo en cuanto acuda. Ambas opciones son buenas, aunque el halcón que opte por la primera, demuestra ya en la primera lección que será mejor para altanería que el que opte por la segunda. Este ejercicio se realiza para hacer el halcón ‘redondo’, es decir, que se mantenga volando a nuestro alrededor pendiente de nosotros a la espera de nuestra llamada. Hay que repetir el ejercicio diariamente hasta conseguir que el halcón nos siga volando en nuestro caminar por el campo, sin posarse, al menos durante diez minutos. ¿Has entendido lo que tienes que hacer? –Sí, Maestro. –Pues venga, desencaperuza a ‘Arenisca’ y, en cuanto salte, coges el señuelo y te lo escondes en la espalda para usarlo en el momento que te haga falta. Desencaperucé a ‘Arenisca’, levanté el puño, cabeceó mirando hacia un lado y hacia otro y después de sacudirse y ‘aliviarse’, como había dicho mi Maestro, saltó a volar con gran fuerza. Se alejó a la tira. –¡Llámala ya!– me gritó, pues en un instante había sobrepasado con creces la distancia convenida y a mí no me había dado tiempo ni de reaccionar. Le silbé enérgicamente y ella, dando un amplio círculo, giró y volvió directa hacia mí, pasándome por encima a gran velocidad, casi rozándome la cabeza y se alejó en la misma dirección que llevaba. La volví a llamar y volvió a acudir. Esta vez, pasó a mi lado a ras de suelo, como buscando el señuelo que no acababa de aparecer y se alejó nuevamente. La volví a llamar, y esta vez no giró. Le silbé más fuerte y tampoco giró. –¡El señuelo, Friso, el señuelo!– me indicó. Lo saqué enseguida, volteándolo mientras la llamaba ya casi desesperado, pues se había alejado a más de quinientos pasos, pero mis inquietudes se disiparon en cuanto vi girar a ‘Arenisca’ y que venía hacia mí tomando altura. Cuando se encontraba a unos cincuenta o sesenta pasos, oí otra vez a mi Maestro que me gritaba: A
largo!
–¡Tíraselo ya! ¡Tíraselo ya o no podrá frenar y se pasará de
Lo tiré al instante y, efectivamente, de no haberlo hecho así, se habría pasado de largo, ya que venía a una altura de unos sesenta pies y cuando le faltaban unos cien pasos para llegar a mi vertical, comenzó a picar hacia mí a gran velocidad y justo cuando tocaba el señuelo el suelo, lo acuchillaba ‘Arenisca’ con gran violencia, para, acto seguido, hacer una gran punta hacia arriba de más de cuarenta pies, para poder frenar el enorme impulso que llevaba, y acabar posándose sobre el señuelo tan suavemente como ‘una linda mariposa’. –¡Ha sido fantástico! –le grité muy emocionado– ¿Ha visto a qué velocidad ha atacado el señuelo? ¡Impresionante! –Sí Friso, sí –me contestó bastante menos eufórico que yo– el halcón lo ha hecho de maravilla, pero tú… no tanto. –Ya –le dije aplacando mi euforia– es que… entre los nervios y que no pensaba que ‘Arenisca’ volaría tan rápido… –Las excusas no son válidas en cetrería, Friso –me dijo muy serio–. Recuerda que “un error, un pájaro” y hoy, casi pierdes uno. Puedes poner excusas si no sabes hacer algo, pero si te lo acaban de explicar, no hay excusa que valga. Lo que tienes que hacer es estar atento en todo momento a las reacciones del pájaro para poder adelantarte a ellas. No olvides que aún estamos adiestrando a ‘Arenisca’ y no te confíes porque te parezca que la tienes controlada, porque no es así. A ver ¿dime en que momento crees que has corrido más riesgo de perderla? –Pues… creo que tras la segunda pasada, en la que tendría que haber sacado el señuelo antes de que se alejara tanto– le contesté. –No –me contradijo–, ahí el riesgo que has corrido es mínimo. Cuando la podrías haber perdido es cuando has tardado tanto en echarle el señuelo al suelo, porque si se hubiera pasado, lo más seguro es que no hubiera vuelto a girar, ya que habría sido la cuarta vez seguida que la defraudabas con el señuelo. –Pero ¿si era la primera vez que se lo enseñaba?– le pregunté extrañado. –Sí pero, para ella, cada vez que le silbas, significa señuelo y, se lo enseñes o no, es indiferente. En esta fase del adiestramiento en la que nos encontramos, sólo se la puede defraudar un número muy limitado de veces. Para ir bien, como máximo tres. Como has podido comprobar, la tercera vez que la has llamado ya no hubiera venido si no ve el señuelo y, si no llega a capturar esa vez, no sé lo que hubiera pasado. B
–Entonces, ¿cómo haremos para conseguir que esté girando a nuestro alrededor durante diez minutos si sólo podemos llamarla tres veces? –Pues porque te sobrarán veces –me aseguró sonriendo–. Tienes que entender que éste era el primer día que ‘Arenisca’ hacía este ejercicio y que, por lo tanto, todavía no sabe realizarlo aunque, en general, aprenden a hacerlo enseguida. Mañana, ya verás como sólo hay que llamarla una vez sin señuelo y otra con él para conseguir que realice cuatro o cinco ‘tornos’ a nuestro alrededor y, en dos o tres días más, habremos conseguido hacerle comprender que tiene que esperar cerca de nosotros para poder capturar su presa, en este caso, el señuelo. Al día siguiente, volvimos al mismo lugar para la segunda lección de vuelo por altanería de ‘Arenisca’ – Bueno, a ver que tal va hoy –comentó mi Maestro cuando me encontraba a punto de desencaperuzarla–. Recuerda que sólo puedes defraudarla tres veces. Arenisca saltó de mi puño y, como el día anterior, se alejó a la tira; la llamé y giró. Pasó como una flecha a mi lado, hizo una punta hacia arriba, giró y volvió a pasar junto a mí, esta vez sin haberla llamado. Me dio un par de pasadas más y se alejó de nuevo a la tira. –¿La llamo con el señuelo?– le pregunté. –Sí, llámala– me contestó. Volteé el señuelo, ella volvió hacia mí a toda velocidad y esta vez, tiré el señuelo con tiempo suficiente. –Muy bien –comentó– ¿Ves? Ya vamos consiguiendo que esté pendiente de ti. Recogí a ‘Arenisca’, la encaperucé y le quité los cascabeles, pues sólo se los poníamos cuando la sacábamos a volar. –¿Alguna pregunta, Friso? –Sí. ¿Podría haberla llamado una vez más sin mostrarle el señuelo para que hubiera dado algunas vueltas más? ¡Es que sólo la he llamado una vez sin el señuelo! –Podrías, pero a mí me gusta defraudar a las aves lo mínimo posible cuando aún se están adiestrando ya que, por mi experiencia, sé que se obtienen mejores resultados haciendo las cosas despacio para que las aves lo comprendan bien. Ten en cuenta que este vuelo lo ha ejecutado a la perfección, pero quizás si hubieras apurado a llamarla más veces, no habría salido tan bien y la lección no habría sido buena, por lo que habrías retrocedido más que avanzar. Las rapaces necesitan su tiempo para comprender lo
que les pedimos. Aprenden antes lo malo que lo bueno, y a ti te cuesta el mismo trabajo hacerlo bien que mal. No por intentar avanzar más rápido las lecciones, te saldrá mejor el adiestramiento, porque, a la larga, será peor. Recuerda que ya te dije que el señuelo es el único recurso que tienes para recuperar el halcón y que si lo defraudas en él, tendrás poco tiempo ese halcón.
27. De cómo enseñar al halcón a tomar altura En cuatro o cinco lecciones habíamos conseguido que ‘Arenisca’ nos siguiera dando tornos a nuestro alrededor, pendiente de nosotros, mientras caminábamos por el campo. Ese día, según me dijo mi Maestro, nos disponíamos a enseñarle a coger altura, ya que, hasta ahora, realizaba los tornos a una altura de no más de noventa pies sobre nuestras cabezas. Habíamos llevado dos palomas vivas y una ‘mini caperuza’ tamaño paloma. También, ese día, nos acompañaba ‘Peludo’, el perro favorito de mi Maestro que, según él, valía para todo tipo de caza y, por supuesto, estaba perfectamente adiestrado y respetaba a los halcones. Mi Maestro comenzó a explicarme en qué iba a consistir la nueva lección. –Lo primero que debes saber es que la altura a la que caza un halcón depende de la presa a la que lo destinemos y es innato en ellos elegir la altura a la que se colocan dependiendo de la presa que saben que van a ir a cazar. Por ejemplo, en el caso de que fuéramos a cazar urracas, con la altura a la que se coloca actualmente ‘Arenisca’, sería más que suficiente, pues éstas, cuando ven el halcón, no quieren volar y se defienden de él saltando de mata en mata o de árbol en árbol, e incluso llegan a esconderse entre las piernas de los cetreros para no ser capturadas por él, por lo que al halcón, volar a más altura, no le valdría de nada. Sin embargo, como a ‘Arenisca’ la vamos a dedicar a la caza de patos y ánsares, que son aves rápidas y voluminosas, necesita gran velocidad para poder herirlas con fuerza en la cuchillada, por lo que deberá partir de una gran altura para el ataque. – Entonces –le pregunté extrañado– ¿para qué le vamos a enseñar a tomar altura si dice que son ellos mismos los que la deciden dependiendo de la presa? –Entiendo tu pregunta, pero nosotros no le vamos a enseñar a ‘Arenisca’ a qué altura se tiene que colocar para cazar patos, ya que además es un halcón pasajero y eso lo sabe a la perfección, si no que le vamos a enseñar a seguirnos a gran altura y, lo más importante, a que nosotros y el perro somos los que le sacaremos la presa fácil que ella puede capturar ya que si no, se iría a cazar por su cuenta y perderíamos el halcón. Para enseñarle esto, emplearemos escapes de paloma, que son aves que siempre se defienden del ataque del halcón volando, es decir, sin esconderse ni pararse y, a la vez, son ágiles y complicadas de capturar para
nuestro halcón. En cetrería, denominamos escape a todo aquel animal precapturado que le soltamos a cualquier rapaz para que entrene en la caza y, como su propio nombre indica, la mayoría de los que le soltamos son para que se escapen y enseñen así a la rapaz a mejorar su técnica de caza para capturarlo. –¿Y por qué no le soltamos patos de escape, que es a lo que la vamos a destinar? –Pues porque un pato que nosotros soltemos como escape, siempre le resulta mucho más fácil de capturar al halcón que uno que se encuentra en su entorno natural, por lo que, en cuanto capturara dos o tres de estos escapes fáciles, los salvajes ni los miraría. –Pero… si le soltamos de escape patos salvajes recién capturados, que serán difíciles de capturar para el halcón… –Pues a esos me refiero, Friso. Ten en cuenta que no se van a defender de la misma manera que en su entorno natural, porque un pato precapturado, lo vamos a soltar a volar donde y cuando nosotros queramos y no cuando él hubiera decidido, mermando enormemente sus capacidades defensivas frente al halcón, y de estos escapes al halcón no se le escapa ni uno. Ya verás cómo se comportan los patos en su entorno natural cuando vean al halcón y entonces comprenderás por qué vamos a emplear palomas. Pero bueno, vamos a lo que estamos. Para hacer ganar altura a un halcón y que aprenda a que nosotros o el perro somos los que le sacamos la presa, vamos a tener que actuar de la siguiente manera. Primero, hay que soltarle un escape difícil, en este caso de paloma, para que, a ser posible, el halcón no la capture debido a la poca altura a la que se encuentra y así comprenda que, situándose a más altura, tendrá más facilidad para cazarla. En el caso de ‘Arenisca’, al ser pasajera, lo entenderá a la primera y se colocará a más altura, momento en el que le soltaremos un escape fácil para que lo capture seguro y así afianzamos en su mente que altura es igual a éxito en la caza. Mi Maestro, cogió una de las palomas, le colocó la mini caperuza y me explicó: –Cuando le tapamos la visión a un escape, en cetrería lo denominamos ‘pestañear’ y sirve para que éste no vea al halcón y le resulte fácil capturarlo. En el caso concreto de la paloma pestañeada, realizará un vuelo vertical, llegando a más o menos altura dependiendo de la potencia física que tenga, presentando un blanco facilísimo para cualquier halcón, pues prácticamente se encuentra parada en el aire. Y dicho esto, Friso, desencaperuza a ‘Arenisca’, que yo soltaré las palomas.
Ella saltó a volar y se situó a la altura de siempre. Mi Maestro, mandó sentarse a ‘Peludo’ a un par de pasos de nosotros. En uno de los giros de ‘Arenisca’, cuando se encontraba a unos treinta pasos detrás de nosotros, pero en nuestra dirección, mi Maestro dio un grito gutural que me heló la sangre, a la vez que lanzaba el escape sin pestañear hacia arriba. La paloma salió disparada, y tras ella ‘Arenisca’, a una velocidad como nunca hasta ahora la había visto volar. Alcanzó la paloma en menos de cincuenta pasos, pero el escape la esquivó frenando en seco en el aire y dejándose caer un poco con una sutil finta para, a continuación, salir como una flecha hacia el lado contrario del que ‘Arenisca’ estaba haciendo una punta espectacular de más de cien pies de altura para acabar girando sobre si misma y volver a atacar a la paloma, con más velocidad incluso que la vez anterior, pero cuando volvió a alcanzarla, ésta, realizando otra finta, volvió a esquivarla y, esta vez, en el quiebro consiguió sacarle unos cien pasos de ventaja a ‘Arenisca’; pero el halcón no se rendía, así que volvió a perseguirla y, cuando se encontraba a unos quinientos pasos de nosotros, mi Maestro me indicó: –¡Llámala con el señuelo, que tiene que abandonar la persecución! Saqué el señuelo y la llamé. Ella siguió la persecución durante unos segundos pero al final giró, momento en el que mi Maestro me mandó guardar el señuelo, y acto seguido, él se puso a voltear su lúa sobre su cabeza a la vez que daba voces al halcón: –¡Haip! ¡Haip! Cuando ‘Arenisca’ se encontraba a unos doscientos pasos, dejó de voltear la lúa y de dar voces. Nos pasó volando por encima a una altura de unos ciento cincuenta pies. Esperó a que girara hacia nosotros de nuevo y emitiendo el mismo grito gutural de antes, lanzó la paloma pestañeada, que voló verticalmente hacia arriba, a la que ‘Arenisca’, implacable, acuchilló encima de nuestras cabezas y dando una voltereta de espaldas asombrosa, capturó la paloma antes de que tocara el suelo y se posó, con ella en sus garras, a unos veinte pasos de nosotros. –¡Impresionante, Maestro, impresionante!– le grité saltando muy emocionado. –Tranquilízate, Friso, que aún no hemos terminado. Falta recogerla –me advirtió– y ten en cuenta cuando lo hagas, que es un halcón pasajero que se encuentra con una presa entre sus garras, lo que le podría recordar sus tiempos de halcón salvaje y olvidar de golpe todo lo que le hemos enseñado, así que concéntrate muy bien
en lo que haces, pero tampoco tengas miedo. Hazlo como siempre, sin euforia y sin nervios, es decir, con tranquilidad. Mientras ‘Arenisca’ desplumaba la paloma, le coloqué el tornillo y la lonja, y antes de que comenzara a comer, me indicó: –Llámala ahora a tu puño. Me agaché frente a ella y le mostré mi puño encarnado con su ración habitual. Acto seguido ‘Arenisca’ subió a mi puño arrastrando su presa con ella. Comenzó a comer la comida de mi puño y le retiré sin problemas la paloma que había capturado. Cuando acabó de comer la encaperucé. Mi Maestro, muy orgulloso, me dijo: –Muy bien. Ahora ya puedes brincar Friso, que te lo has ganado. Fíjate que, de momento, has conseguido que un halcón pasajero capture una presa y te la suba a tu puño. ¡Eso no lo hace cualquiera! Montamos en nuestros caballos y nos dirigimos hacia el castillo. ‘Peludo’ iba caminando junto al caballo de mi Maestro. Me lo quedé mirando y le pregunté: –¿Para qué hemos traído a ‘Peludo’, si no ha hecho nada? –En esta primera lección no ha hecho nada, pero tenía que estar presente para que ‘Arenisca’ también lo relacionara con la salida de la presa. En clases sucesivas, ya será él el que muestre y saque la presa, aunque sea un escape, para que ella esté también pendiente de él en la caza. Recordando el susto que me había dado mi Maestro cuando dio aquel sonoro grito al soltar la paloma, le pregunté: –¿Por qué ha gritado de esa forma al soltar la paloma? ¡Menudo susto me ha dado! ¡Pensaba que le había pasado algo! Él, sonrió, aclarándome: –A eso, en cetrería, se le denomina ‘dar la grita’ y se hace para que el halcón sepa que hay una posible presa en vuelo. De esta forma, aunque el halcón se encuentre de espaldas a la presa y no la vea salir, al oír la grita, automáticamente la buscará para atacarle. Tu debes buscarte la grita que mejor te parezca, pero debe ser fuerte y sonora, para que el halcón la oiga desde lejos. Yo digo ¡ahí va!, aunque muchas veces no se entienda, pero, el que lo ha de entender, que es el halcón, lo entiende a la primera. –¡Pues tendré que practicar mi grita! Espero que sea tan fuerte como la suya. En mi cabeza seguía dándole vueltas a la lección de ese día y me surgió una duda.
–¿Por qué le hemos hecho abandonar la primera paloma llamándola al señuelo y luego no se lo hemos entregado? Pues me ha recalcado muchas veces que defraudar al señuelo… lo justo. –Vamos a ver –respondió con una sonrisa irónica y levantando una de sus cejas– Teníamos que hacer abandonar la persecución de ‘Arenisca’, ya que si no habría seguido detrás de la paloma hasta que la hubiéramos perdido de vista y, como aún no hemos terminado su adiestramiento, nos habríamos quedado sin halcón. Para que abandonara la paloma, como aún no conocía otro tipo de llamada, hemos tenido que utilizar por fuerza el señuelo, porque sólo con el silbido, no habría abandonado, pero se lo hemos mostrado un instante, lo justo para despistarla de la persecución y que viniera hacia nosotros, momento en el que he aprovechado, como has visto, a enseñarle otro tipo de llamada, empleando para ello la lúa y mi voz. –Entonces ¿a partir de ahora la tengo que llamar siempre así? –No hombre, no. Espera que termine de explicártelo, y luego preguntas. Mira, éste otro tipo de llamada volteando la lúa, lo emplearemos siempre que queramos que el halcón se centre sobre nosotros para esperar la salida inminente de alguna presa, por eso, mientras lo volteaba, he soltado la paloma, para que ‘Arenisca’ lo relacione; además, no se ha defraudado con el señuelo porque, cuando ha venido, ha comido. ¿Está claro? –Sí, Maestro, muy claro. Y ¿cuánto tiempo tardaremos en poder llevar a cazar a ‘Arenisca’? –En cuanto haya entendido estas últimas lecciones, pero, si todo va como hasta ahora, no será más de tres o cuatro días.
28. De la caza salvaje Había pasado alrededor de un mes desde que habíamos capturado a ‘Arenisca’ y ese día nos disponíamos a probarla en caza salvaje. Para la ocasión, iban a estar presentes don Orduño y Eleonora. Nos dirigíamos a una zona que había elegido mi Maestro próxima a dónde habíamos realizado las últimas clases de ‘Arenisca’. ‘Peludo’ también venía con nosotros. –¡Pensaba que este año ya no sacarías a cazar a este perro! –comentó don Orduño irónicamente a mi Maestro mientras miraba a ‘Peludo’– ¡Está más viejo que tú! –Sí, pero los viejos son los más sabios– replicó él orgulloso. –Así, Iñigo, parece que el zagal éste va haciendo las cosas bien ¿no?– le preguntó mientras me miraba de reojo. –Sí –afirmó– aprende muy deprisa. Este halcón prácticamente lo ha adiestrado él solo. Me sentí halagado por la respuesta de mi Maestro, aunque no fuese cierto. Don Orduño le preguntó de nuevo: –Y ¿cómo ves ese halcón? ¿Será bueno? –Creo que será de los mejores que hemos tenido nunca, pues es muy ‘recazador’, muy veloz y temerario en la cuchillada. –Bien, bien… –murmuró el Conde– tiene que ser así, porque Rodrigo no hace más que picarme con sus ‘súper halcones’ del norte… –y con tono burlesco intentando imitarle agregó– …que si son hermanos de los que le han enviado al Rey, que si son los más fuertes y rápidos… ¡es que me tiene harto! –Hizo una leve pausa y añadió– ¡Ah, por cierto!, se me había olvidado, Iñigo. Mañana me acompañarás a verlos, que ya se los han traído y quiere enseñármelos. –¿Cuánto tiempo vamos a estar fuera? –Yo estaré varios días, pero tú con que estés un día, para verlos y decirme que te parecen, será suficiente. –Muy bien. ¿Podrá venir Friso?– Don Orduño, se quedó pensativo. –Sí, que venga, al fin y al cabo es también mi cetrero–. Y girándose hacia mí con cara de pocos amigos me advirtió: –Tienes que aprender a tratar con los nobles, así que, de momento, tú ver, oír y callar. ¿Entendido? –Sí, mi Señor– respondí acongojado pero contento de que me llevara y me considerara a mí también su cetrero. Me miró despectivamente de arriba abajo y añadió:
–¡Y ponte ropa decente, que pareces un harapiento! –Sí, mi Señor– contesté con poca convicción, pues toda la ropa que tenía era muy similar. –No se preocupe, Señor –aseguró mi Maestro– que mañana irá como un ‘pincel’. “¡Buf!” pensé “¡Menos mal!” Llegamos a la zona de caza. Era una gran extensión de terreno de pastos, sin árboles, con una serie de charcas de poca profundidad cercanas al riachuelo, rodeadas de carrizos y espadañas. Cuando nos encontrábamos a unos doscientos pasos de la primera charca, mi Maestro desencaperuzó a ‘Arenisca’ y ésta, siguiendo su ritual, se sacudió, se ‘alivió’ y saltó a volar. Comenzó a subir dando tornos hasta colocarse a una altura de unos trescientos pies sobre nosotros. –¡Ha tomado altura muy rápido! –comentó don Orduño– ¡Me empieza a gustar este pájaro! ¿Cómo has dicho que se llama? –‘Arenisca’– le dijo mi Maestro. –¿‘Arenisca’? –repitió con tono disgustado y mirándome fijamente– ¿Pero quien le ha puesto ese nombre? –Se lo puse yo, Padre, ¿no te gusta?– le preguntó con voz dulce Eleonora. Éste, cambiando rápidamente su expresión, repitió de nuevo: – ¡‘Arenisca’! ¡Un nombre precioso! ¡Buena elección, hija mía! Cuando ‘Arenisca’ hizo techo, que según me había explicado mi Maestro era cuando ya no tomaba más altura –lo que se sabía porque el halcón dejaba de batir alas y planeaba– mi Maestro indicó que avanzáramos al paso hasta la primera charca. Cuando estábamos a unos sesenta pasos, me ordenó: –Desmonta y ve con ‘Peludo’ a ver si podéis sacar algún pato de ese carrizo. Desmonté como un rayo y salí corriendo con ‘Peludo’ hacia el carrizo. El perro desapareció enseguida en él. Yo sabía por donde se movía debido al gran estruendo que provocaba buscando de aquí para allá. De repente, cesó el ruido de carrizos rotos y saltó a volar un gran macho de azulón. Al instante oí la grita de mi Maestro y miré hacia arriba para no perderme el picado de ‘Arenisca’, pero ésta sólo hizo el ademán de dejarse caer y siguió planeando “¿Por qué no ataca?” pensé. Bajé la mirada para ver el vuelo del azulón pero no estaba en el aire “¿Dónde se ha metido?” pensé. En estas, mi
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Maestro, montado en su caballo, se había acercado hasta unos veinte pasos de dónde yo me encontraba y me susurró: –¡A tu derecha, a tu derecha! ¡Se ha escondido allí! –añadió indicándome el sitio con la cabeza– ¡Manda a ‘Peludo’! –¡‘Peludo’! ¡‘Peludo’! ¡Busca aquí!– y fui hacia donde me había indicado. ‘Peludo’ cruzó la charca en cuatro saltos y se lanzó como un ‘poseso’ hacia dónde yo le indicaba. Comenzó a rebuscar por allí y de repente, se volvió a parar. El azulón saltó y mi Maestro me gritó: –¡Persíguelo, Friso, persíguelo! ¡Haz que vuele! Corríamos ‘Peludo’ y yo tras el pato como locos, que volaba raso a la charca con intención de volverse a esconder, mientras oíamos la grita de mi Maestro, que en cierto modo, nos animaba a seguir. Tras una corta carrera, el azulón se decidió a salir de la charca volando en dirección a otra cercana que se encontraba a unos cien pasos. Dejé de correr y miré hacia arriba pues oí un silbido agudo que provenía del cielo. El silbido lo provocaban los cascabeles de ‘Arenisca’ que ya bajaba a una velocidad a la que jamás la había visto, ni con los escapes de paloma. El azulón, viendo que no iba a llegar a la charca antes de que lo cazara el halcón, paró en seco y se dejó caer, momento en el que ‘Arenisca’ lo acuchilló. El impacto sonó como cuando se rompe una rama seca y el azulón cayó inerte al suelo. ‘Arenisca’ finalizó el picado tras la cuchillada con su habitual punta y bajó a trabar su presa. Yo saltaba de alegría aunque estuviera tan empapado como ‘Peludo’ que seguía buscando patos por el carrizo. Mi Maestro se acercó a mí y le pregunté calmando mi euforia: –Recojo a ‘Arenisca’, Maestro. –No, hoy lo hará don Orduño. –¿Y ya sabrá cómo hacerlo?– le pregunté ingenuamente en voz baja. –¡Calla Friso! –Me ordenó seriamente– ¡Si te oye decir eso estás muerto! ¡Por supuesto que sabe hacerlo! ¡Vamos! Nos dirigimos hasta donde estaba ‘Arenisca’ desplumando el azulón. Llegaron don Orduño y Eleonora sonriendo gratamente. Éste, desmontando de su caballo, nos felicitó: –¡Enhorabuena! ¡Buen trabajo! ¡No pensaba que en tan poco tiempo fuera a ir tan bien este halcón! –¡‘Arenisca’, Padre, se llama ‘Arenisca’!– puntualizó Eleonora. –¡Eso! Pues vamos a ver cómo se deja recoger ‘Arenisca’– le contestó él.
B
Mi Maestro le entregó la ración de ‘Arenisca’; don Orduño se agachó a unos dos pasos de ella. Dejó de desplumar y se acercó a su puño arrastrando el pato. Él, mirando muy sonriente a su hija exclamó: –¡Has visto, Eleonora, hasta me quiere subir el pato al puño! ¡Muy bien ‘Arenisca’, muy bien!– y le acercó su puño para facilitarle que subiera. Ella soltó el pato y subió. –Realmente, un gran trabajo –le dijo don Orduño a mi Maestro agarrándolo por el hombro– ¡Se va a enterar Rodrigo! –y mirándome añadió– Y tú, zagal, has estado muy avispado para sacar el pato de la charca. –¡Friso, Padre, se llama Friso!– le volvió a puntualizar su hija. –¡Eso, Friso!– dijo él cabeceando.
29. De la visita a don Rodrigo Estábamos cenando y ya les había contado mil veces a María y Antonia nuestra gran cacería, incluyendo, claro está, las felicitaciones de don Orduño. –¡Ya me la sé de memoria, Friso! ¡No me la vuelvas a contar! –me gritó María– ¡Eres peor que yo! – ¡Ah!, se me olvidaba, María –le dijo mi Maestro– necesito que mañana Friso vaya como un ‘pincel’ ¿puedes ayudarnos? –¡Claro que sí! Tengo ropa de mis sobrinos en el arcón –y cogiéndome por los carrillos me dijo– ¡Qué guapo te voy a poner! ¡También tendré que cortarte esas greñas! Yo, echándome las manos a la cabeza, le dije rotundamente: –¡Ni hablar! ¡Mis greñas son mías! –Pues, por lo menos, habrá que peinarte bien ¡que pareces el perro de Iñigo! Venga, acaba rápido de cenar que hay que probarte la ropa. –Bueno –murmuró mi Maestro levantándose de la mesa–, yo me voy a dormir, que mañana será un día largo. –Buenas noches– le dijimos al unísono. María me tuvo dos horas probándome ropa como si fuera un muñeco de trapo. Al final conseguimos dar con el conjunto adecuado pero se lo quedó para plancharlo y dejarlo listo para la mañana siguiente. Partimos muy temprano hacia el condado de Solaneras. Llegamos alrededor de mediodía y don Rodrigo recibió a don Orduño y a mi Maestro muy cordialmente, aunque a mí no me miró con muy buena cara. Le acompañaba Pedro, su cetrero, con el que mi Maestro y yo fuimos a la halconera mientras don Rodrigo llevaba a nuestro Señor al interior del castillo para la recepción que le había preparado. El castillo de don Rodrigo era mayor que el nuestro, y estaba edificado en lo alto de un monte, a cuyas faldas, se encontraba la villa de Solaneras, que era un pueblo grande y bullicioso. Llegamos con Pedro a la halconera y nos dirigimos a la zona en la que se encontraban las mudas individuales que albergaban a todas las aves de don Rodrigo. Contaban con bastantes más ejemplares que nosotros y cada uno tenía su propia muda. Pedro sólo paraba ante la de alguno de los ejemplares que eran más de su agrado y nos contaba sus virtudes…
–Mira Iñigo –le dijo señalando al ave que se encontraba en la muda– ¿Qué te parece esa prima de azor? Nos llegó el verano pasado de Finlandia. Me pareció muy grande, pues yo hasta entonces no había visto ninguna prima de azor y exclamé: –¡Es enorme! Pedro, me miró sonriente al ver que me había impresionado el azor y comentó: –Sí, así es, y tiene una fuerza terrible en las manos–. Y mirando a mi Maestro, señaló: –Lo vas a tener difícil en la competición, Iñigo, pues vosotros aún ni tenéis prima de azor ¿verdad? –Verdad, Pedro –le contestó él muy sereno– pero no te preocupes, que este verano ya empezaremos a preparar una. –¿De dónde te la traen?– le preguntó curioso. –De ningún sitio. La irá a capturar Friso a uno de los nidos de nuestro condado. –¡Bah!, entonces… lo tendrás muy difícil para que supere a ésta– aseguró Pedro con gran desdén y arrogancia. –Bueno, eso ya lo veremos. Tiempo al tiempo –le replicó muy templado. –Yo no valoro ningún ave ni por el tamaño de su cuerpo ni por la fuerza de sus manos. Además, la valía de un pájaro depende, en gran medida, del trabajo que realice el cetrero con él. –¿No insinuarás que no sé realizar bien mi trabajo?– preguntó Pedro un poco molesto. –Por supuesto que no. Yo sólo te digo que el valor de un pájaro para la caza no lo da la belleza del ejemplar. Pedro, cambiando de tema, avanzó y nos llevó hasta otra muda… –Mirad por esa mirilla. Ahí están los nuevos halcones. Mi Maestro se acercó, mirando por el pequeño agujero. –Son muy bonitos y grandes –y apartándose me indicó: –Mira, Friso, a ver que te parecen. Me acerqué y miré, pero me desilusioné un poco al verlos. –Pues… bonitos, son bonitos, pero los nuestros… son igual de bonitos. Y grandes… yo creo que ‘Arenisca’ es igual o más grande– a lo que Pedro respondió: –Hombre, la verdad es que esa pasajera vuestra es un gran ejemplar. Don Rodrigo ya se quedó prendado de ella cuando la vio. A todo esto, ¿qué tal va? ya casi estará volando suelta– preguntó. Vi de nuevo mi oportunidad para contarle a alguien la cacería con ‘Arenisca’ y me disponía a empezar cuando mi Maestro, adivinando mis intenciones, me propinó disimuladamente una
patada suave en el tobillo dándome a entender que no abriera la boca y contestó con gran aplomo: –Sí, ahí estamos trabajando con ella. –Pero ¿llegará a ser un gran pájaro para la caza?– volvió a preguntarle Pedro. –Es pronto para decirlo– respondió mi Maestro con la misma actitud y le preguntó– ¿Cuándo empezaréis vosotros a trabajar con estos halcones? –Los dejaremos aún toda esta semana en la muda para que descansen y se repongan bien del largo viaje. –Muy bien, es lo mejor– asintió con la cabeza. Después de haber visto casi todas las aves que, realmente, eran todas preciosas y se veía que estaban cuidadas con gran esmero, pregunté: –¿Dónde tenéis el gerifalte?– a lo que Pedro, con cara de resignación, me contestó: –Actualmente no tenemos, Friso. El último que tuvimos, murió hace tres años y don Rodrigo no puede conseguir ninguno, aunque anda loco buscando uno. De todas maneras –añadió con una sonrisa pícara– si ganamos la apuesta, nos traeremos a ‘Nieves’. – Usted lo ha dicho, –puntualicé– si nos ganan, porque si no ¡a lo mejor le tiene que pedir trabajo a don Orduño! Mi Maestro soltó una gran carcajada y Pedro, sonriendo, le dijo: –Tiene valor este aprendiz tuyo ¿eh?– y como con aire de venganza añadió: –No tendremos gerifalte, pero… tenemos uno que vosotros no tenéis. –¿Cuál, cual?– pregunté muy intrigado, pues ansiaba ver todo tipo de rapaces. Y señalando una pared, en la que había otra mirilla, me dijo: –Mira en esa muda, Friso. Miré y vi un pájaro inmenso, precioso, majestuoso, con unas manos y garras que daban miedo y con una mirada que helaba la sangre. Me giré hacia Pedro, y le pregunté: –¿Qué es? ¡Me gusta más que el gerifalte! –Una prima de águila real. –¡Es fantástica!– Y le aclaré: –Ahora no tenemos, pero vamos a tener una enseguida ¿verdad Maestro? –Verdad, Friso. –¿Cuántos años tiene?– le pregunté a Pedro. –Dos. –¿Y qué tal se comporta?– volví a preguntarle.
–Bueno… tenemos bastantes problemas de agresividad con ella –contestó un poco desalentado– y si no lo soluciono… ya veremos. Don Rodrigo quiere impresionar con ella en el torneo de don Orduño, pero… no sé–. Y le preguntó a mi Maestro: –¿Así que vas a capturar una para emplearla en el torneo? –Sí. –Pero… si tú ya estás mayor para portar águilas en el puño– le dijo irónicamente. –Sí, tienes razón, pero Friso no– le contestó tranquilamente. –¿Pero al muchacho le vas a dejas que maneje el águila?– preguntó sorprendido. –Pues claro, no tendrá ningún problema. Ya sabes que mis águilas son tranquilas– aseguró cínicamente. –Sí, ya lo sé, ya –y con tono humilde le solicitó: –Si no te importa… podría pasarme algún día cuando la estéis adiestrando para que me des algún consejo. –Por mí, no hay ningún problema –aseguró mi Maestro con una sonrisa– aunque tendrás que pedirle permiso a don Orduño. –Bueno… ya veremos que hago– murmuró resignadamente y cambiando de tema añadió: –¡Vamos, que os invito a comer en la taberna del pueblo, que hacen un ternasco… para chuparse los dedos! Salíamos de la halconera cuando nos encontramos a don Orduño y don Rodrigo, que iban a ver los nuevos halcones. –¿Qué, Iñigo, cómo has visto mis aves?– le preguntó don Rodrigo. –Son muy bonitas, con buenas líneas y grandes cuerpos, aunque, a la mayoría, ya las conocía– le contestó. –Y los nuevos qué, impresionan ¿eh?– volvió a interrogarle, pero, antes de darle tiempo a responder, Pedro comentó: –¡Pues a Friso no le han impresionado nada! Dice que los de su Señor son iguales o mejores. Don Rodrigo, borró instantáneamente la sonrisa de su rostro y, mirándome fulminantemente, replicó: –Hombre, como no ¡el chico listo! ¡Pero si estoy seguro que no sabes ni distinguir un halcón de un azor! Don Orduño, tras ese comentario y con una gran sonrisa en su rostro, aclaró: –Pues es posible que no sepa distinguir un halcón de un azor, pero unos peregrinos de otros sí, y… ya lo has oído, los de su Señor ¡iguales o mejores!
Deseaba decirle al pedante de don Rodrigo que sí que sabía distinguir un azor de un halcón, pero, siguiendo las instrucciones de mi Señor, yo ‘ver, oír y callar’, así que me mordí la lengua. –Bueno, Iñigo –le interrogó don Orduño– ¿parecen tan magníficos como pretende hacernos creer Rodrigo? –Sí –aseguró– se ven halcones muy buenos. –¿Entonces, tengo que preocuparme?– volvió a preguntarle algo inquieto, a lo que le respondió tajantemente con una amplia sonrisa: –No. Don Rodrigo, viendo el aplomo y seguridad que mostraba mi Maestro en su respuesta y con aire ligeramente encolerizado, increpó a don Orduño: –¡Cuánto les has pagado a estos dos para que me lleven la contraria! ¡Mis halcones son los mejores y punto! ¡Pasa, que los verás por ti mismo! Iñigo comunicó a don Orduño: –Bueno, nosotros vamos a comer y después marcharemos. –Muy bien –asintió– ya nos veremos. –¡Eso, marchad, marchad!– nos espetó don Rodrigo muy airado. Tras una copiosa comida, que por cierto, estaba exquisita y en la que lo pasé en grande escuchando las historias de caza de mi Maestro y Pedro, quienes, aunque siempre se estaban encizañando, se notaba que eran muy buenos amigos, nos pusimos rumbo al condado de Miralbán. Por el camino, mi Maestro me preguntó: –¿Que te han parecido las aves de don Rodrigo? –Realmente eran todas preciosas, pero las que más me han gustado han sido la prima de azor y la de águila real. ¿Nuestro azor será tan grande como ese? –No. Será algo más pequeño. –Entonces… igual tienen razón y nos ganan. –No lo creo. Lo que más tienes que valorar en un azor es su velocidad, su valentía y su afición a la caza; ten en cuenta que, cuanto más grande y pesado, más lento vuela, por lo que no tienes que preocuparte si la nuestra es más pequeña. Además, como ya has oído que le he dicho a Pedro, es mucho más importante la calidad del adiestramiento que la del ave, y los azores… son complicados de tratar. –¿Y cuándo tendremos el águila real? ¡No me la puedo quitar de la cabeza!
–Tranquilo, cada cosa en su momento. El águila requiere para su adiestramiento dedicación exclusiva y manejo exquisito para conseguir un buen resultado y, por supuesto, antes de intentar adiestrar un águila, debes saber adiestrar un azor a la perfección, así que ahora, tú a lo tuyo, pues te recuerdo que te esperan dos nuevos halcones que adiestrar, y luego un azor, así que quítate de momento el águila de la cabeza ¿de acuerdo? –De acuerdo– contesté un poco fastidiado, pero comprendiendo que tenía razón. –¡A todo esto! –le comenté– hoy no les he dado de comer a los niegos. –Ya lo sé. Ahora de regreso pasaremos por allí, a ver si han cazado algo, que ya hace varios días que vuelan y pronto tendremos que capturarlos. ¡Quizá mañana! –¿Tan pronto? –Ya veremos, cuando lleguemos te lo diré.
30. Del desvelo de los niegos Ya casi anochecía cuando llegamos a la torre de crianza campestre. Los dos halcones permanecían posados sobre el cajón y, debido a la poca luz y la distancia, no llegábamos a apreciar si tenían el buche lleno o no, por lo que mi Maestro comentó: –No sabemos si han cazado o no, pero ya llevan varios días volando por ahí y es más que suficiente, así que mañana vendremos a capturarlos con las redes, pues parece que ya no entran al cajón para dormir. A primera hora de la mañana, colocamos la trampa cerca de la torre y enseguida cayó el torzuelo, que se encontraba por los árboles cercanos. Lo sacamos de la red, lo encaperuzamos y armamos enseguida; lo metimos en el alcahaz y volvimos a colocar la trampa. Aproximadamente una hora después capturamos a la prima. Ambos estaban impecables de pluma y habían pasado de ser ‘bolas de algodón’ a halcones grandes y fuertes. Al llegar a la halconera, los sacamos y los colocamos en la pequeña alcándara de la estancia. –Bien, Friso. Ya tienes faena –me dijo con una gran sonrisa– estos dos halcones tendrás que adiestrarlos tú solo. –¿Yo solo? ¡Si sólo tengo dos manos!– exclamé un poco asustado por la responsabilidad. –Suficiente para dos halcones. –¿Y ‘Arenisca’? –De ella y de los demás, me ocuparé yo hasta que tengas preparados a éstos. –Bueno, pues espero saber hacerlo bien. De todas formas podré preguntarle sobre lo que tenga dudas ¿no? –Por supuesto, hombre, y espero que así lo hagas. Tranquilo que yo estaré aquí ‘¡mirándote de reojo!’ –Me deja más tranquilo, Maestro. –Ahora, vete a comer que yo los vigilo mientras. Me disponía a entrar en la cocina cuando me encontré con Eleonora. –Ya tenemos en la halconera los halcones de la torre de crianza campestre– le informé. –¿Sí? ¡Pues esta tarde pasaré a verlos, que habrá que ponerles nombre!
–Bien. Yo estaré allí toda la tarde. Además, como son dos, si quieres me puedes echar una mano. –¡Vale! ¡Luego nos vemos!– y se marchó. Llevaba acariciando al torzuelo con el ‘fris fras’ más de una hora, pero parecía que no se iba a calmar jamás. Seguía bufando y lanzando picotazos en cuanto lo tocaba. En estas, llegó Eleonora. –¿Cómo va?– preguntó. –¡Ya lo ves, aquí intentando calmar al ‘loco’ este! –¿Cómo loco? ¡Si es tan bonico! Se acercó a la prima, que estaba en la alcándara y dijo: –Esta tiene pinta de ‘princesita’. ¿La puedo tocar?– preguntó cuando ya estaba casi a punto de hacerlo. –¡No! –grité– ¡Mira que te arrancará el dedo! Ella apartó rápidamente la mano y le entregué una pluma de paloma. –Toma, acaríciala con este ‘fris fras’ si quieres, pero intenta que no te lo quite. –¡Pero si no lo ve con la caperuza puesta! –¡Pero lo siente! –Creo que exageras. ¡A ver, trae! Cogió la pluma de paloma y tocó a la prima por el pecho. Ésta abrió las alas y con un rápido y certero picotazo, le arrancó la pluma de la mano y la destrozó en un instante. –¡Pero, qué bruta!– exclamó. –¡Ves, ya te lo he dicho! ¡Mejor que te estés quieta, que me vas a estropear el halcón! –¡Oye! –me gritó muy indignada– ¡Que yo no voy a estropear nada y además, el halcón es mío! –¡Sí! –le repliqué orgulloso– ¡El halcón es tuyo pero el halconero soy yo, así que mando yo! –¡Eso ya lo veremos!– y salió dando un portazo. Al rato, apareció de nuevo con mi Maestro. “¡Vaya!” pensé “¡Será chivata!” –Hola Friso, ¿cómo va?– me preguntó él. –Pues no muy bien –contesté fastidiado– ¡No hay manera de que el torzuelo se calme! ¡Y encima, viene doña Eleonora a complicármelo todo más! –¡Ves Iñigo! ¡Tú crees que esas son maneras de tratarme!– replicó ella con enojo. –A ver, haya paz –sugirió él–. Tú, Friso, cuando venga alguien a ver los halcones, debes explicarle lo que puede o no puede hacer y por qué, y más si es doña Eleonora ¿estamos? Y tú, A
Eleonora –le propuso– cuando no sepas algo, te dejas aconsejar, y más tratándose de aves rapaces, ya que puedes poner en peligro tu integridad física ¿de acuerdo? –De acuerdo– contestamos al unísono. –Bueno –le comenté a mi Maestro– como ya le he dicho, a éste no hay manera de calmarlo. ¡Lleva igual desde que he empezado con él hace tres horas! ¿Quizá debería dejarlo para que descanse y probar más tarde? –No –contestó rotundamente. –Si paras ahora, será peor, porque él entenderá que te ha ganado la partida. Ten en cuenta que, cuanto más encolerizado esté ahora, más fácil será su adiestramiento, además ya demuestra con esa bravura, que será un gran pájaro de caza. –¡Pues ‘Arenisca’ no tardó tanto en calmarse!– comenté. –Cada pájaro es un mundo y además, los pasajeros y zahareños son las aves que más fácilmente se amansan. –¿Y eso por qué?– le pregunté. –Pues… exactamente no lo sé, pero por mi experiencia te puedo decir que es así. Pienso que podría ser porque los pasajeros ya conocen las dificultades y adversidades de la vida salvaje y se adaptan más fácilmente a la vida placentera y sin sobresaltos que le ofrece el cetrero. Bueno, ahora yo tengo que marcharme. ¡No os matéis!– nos advirtió irónicamente. Eleonora subió la prima a su puño y se dispuso a acariciarla con el ‘fris fras’; su actitud ante las caricias de la pluma, era igual que la de su hermano, lo que me hizo presagiar que el desvelo sería largo y duro. Habíamos pasado toda la tarde Eleonora y yo acariciando a los halcones con el ‘fris fras’ y charlando animadamente de nuestras cosas. Cuando llegó la hora de cenar, ya se mostraban tranquilos a las caricias de la pluma, no así a las de la mano. Dejamos los halcones en la alcándara y nos fuimos a cenar. –¿Vendrás mañana?– le pregunté. – Si puedo, sí– contestó ella. –¡Vale, pues nos vemos mañana!– me despedí ilusionado por tener compañía y ayuda. Entré en la cocina y ya estaban cenando. –¿Qué tal los halcones? me preguntó mi Maestro. –Bien –contesté– los he dejado en la alcándara. –¿Ya has comprobado que saben subir solos?– me preguntó. B
–¡No, vaya, se me había olvidado! –Pues, ya sabes–. Y dirigiéndose a María le indicó: –Ponle la comida en una fiambrera que éste hoy cena en la halconera. –¡Pero hombre! –le replicó ella– ¡Que cene rápido y ya está! –¡No! –contestó muy serio– ¡Cenará en la halconera! María me dio la fiambrera y salí corriendo hacia allí. Llegué y los halcones estaban tranquilos, pero, realmente, mi Maestro tenía razón, ya que, si un halcón se debate en la alcándara, queda colgando y no sabe volver a subir, en menos de una hora podría estar muerto. A medianoche llegó mi Maestro y me encontró tratando de acariciar la prima con la mano pero… ¡no había manera! El ‘fris fras’ ya lo aceptaba perfectamente, pero la mano ¡nada! –¿Has cenado bien, Friso?– me preguntó. –Sí. Estaba todo muy bueno, como siempre, aunque un poco aburrido aquí yo solo. –Para otra vez, ya aprenderás– me dijo con una sonrisa irónica. –De todas formas, no he comprobado todavía si saben subir o no, porque no tenía claro como hacerlo y he preferido esperar a que viniera. –Bien. Mira, es muy fácil –me indicó mientras se acercaba al torzuelo, que estaba posado en la alcándara–. Le tocas detrás de la pata, dónde te expliqué cuando tenía que comer encaperuzado, y ya verás como salta inmediatamente y se queda colgado debatiéndose. Dicho y hecho. El torzuelo estuvo debatiéndose alrededor de veinte segundos, balanceándose de izquierda a derecha hasta que giró sobre sí mismo y con un pequeño impulso se volvió a subir. Jadeaba bastante agotado por el esfuerzo. –¿Ves? Este ya sabe subir. Con una vez que suba por sí mismo es suficiente para saberlo. Cada vez le costará menos. Hay que dejarlos debatirse hasta que veas que intentan subir y no pueden o que dejan de debatirse y quedan colgando. Esto siempre ocurre en menos de treinta segundos. En ese caso, debes cogerlos suavemente por el pecho y subirlos a la alcándara para, cuando se hayan recuperado totalmente del esfuerzo, volverlo a probar, aunque, normalmente, aprenden a la primera. Venga, deja a la prima en la alcándara y prueba. Ésta no fue tan hábil como su hermano, y se quedó colgando con las alas abiertas. Mi Maestro la cogió por el pecho y
colocándola erguida, a un dedo por encima del travesaño de la alcándara, la soltó y ésta, se aferró a ella. –¿Por qué la ha soltado justo antes de que tocara con las patas la alcándara en vez de posarla? –Porque normalmente, si los posas, no se agarran y vuelven a dejarse caer, sin embargo, si los sueltas desde una pequeña altura siempre se agarran. –¡Qué curioso!– murmuré sorprendido. Al cabo de media hora volvimos a probar y esta vez, aunque le costó un poco, subió por sí misma. –¿Cree que esta noche ya podré probar a darles de comer en el puño por primera vez? –No, no creo. Ya sabes que para poder darles de comer, se tienen que mostrar completamente tranquilos en el puño, y, como puedes ver, no es el caso. –¡Buf! –resoplé un poco agobiado–. Es que… cuando uno ya se deja tocar y parece tranquilo, lo cambio por el otro, y cuando vuelvo a coger el primero, vuelve a estar otra vez arisco. ¡No avanzo casi nada! Mi Maestro rió ante mi desesperación y como meditando la situación murmuró: –Claro, ahora tienes que adiestrar dos a la vez, pero tiempo… tienes el mismo. Además, son halcones fuertes, que tardarán en cansarse y claro, cuando los dejas… se descansan y vuelven por sus ‘fueros’–. Y sonriendo, añadió –pero no te preocupes, que siempre hay alguna solución. Te voy a enseñar un sistema, que sólo empleo con las águilas reales y con algún azor especialmente ‘”duro”, que te va a ir de perlas con estos dos halcones. Sácalos al jardín que hace una noche buenísima. Mientras yo sacaba a los halcones y los colocaba a cada uno en un banco, mi Maestro rebuscaba tras la enredadera del jardín. Sacó una vara de unos quince palmos de longitud. –¡Esta nos irá perfecta! –exclamó–. Trae un fiador y una tijera y, ya de paso, sacas dos sillas y un vaso de vino. Le llevé todo lo que me pidió y me explicó: – Ahora, vamos a construir un ‘columpio’. Cortó diez palmos de cuerda del fiador y lo ató a un extremo de la vara, y el otro extremo de la cuerda lo ató a una argolla que había en la pared, cerca de la esquina. Realizó la misma operación en el otro extremo de la vara y ató el extremo de la cuerda a otra argolla que había en la otra pared que formaba la esquina, quedando la vara suspendida como una hamaca, a una altura aproximada del suelo de tres pies. Luego ató el resto del fiador a
uno de los extremos de la vara y se sentó en su silla como a un par de pasos del columpio. Tomó un sorbo de vino y me indicó: –Coloca los halcones en la vara y átalos a ella con la lonja; uno a cada extremo para que no puedan tocarse cuando abran las alas. Cuando hube colocado los halcones, tiró suavemente hacia él del fiador y los halcones comenzaron a columpiarse. Abrían las alas y la cola, aferrándose a la vara con gran fuerza para no perder el equilibrio. –Ves, Friso –señaló– ahora, para mantener el equilibrio, gastarán mucha energía, lo que te ahorrará muchísimas horas de desvelo. Sentado tranquilamente junto a mi Maestro, y viendo al columpio trabajar por mí, me pareció un invento fantástico, así que le pregunté entusiasmado: –¿Y por qué no usamos siempre este sistema? ¡Es muchísimo más cómodo! –Pues sencillamente, porque desgasta mucho físicamente a las aves, y en rapaces pequeñas, si te excedes en su uso, podrías provocarles lesiones por sobreesfuerzo físico. Pero, con mucho tiento, lo puedes utilizar con cualquier ave. A la hora de manejar el columpio, debes tener en cuenta que, al cabo de un rato, el ave que hayas puesto en él, le pilla el truco al vaivén y se columpia tranquilamente, pues todas tienen un gran sentido del equilibrio, por lo que, cuando eso ocurra, tendrás que variar de vez en cuando el sentido del movimiento para que tengan que esforzarse en volver a mantenerlo. Por otro lado, si ves que el pájaro se cansa en exceso, hay que parar el vaivén o saltará del columpio. –¿Y cómo sé que está muy cansado?– le pregunté. –Porque empieza a abrir el pico jadeando. –¿Y cuánto tiempo hay que tenerlos ahí? –Hasta que el pájaro acepte dejarse tocar, lo que, en el caso de los halcones, ocurrirá en poco tiempo. Para que la lección del columpio sea correcta, debes actuar de la siguiente manera: primero, lo cansaremos diez minutos o un cuarto de hora, tiempo suficiente para que la mayoría de los halcones hayan aprendido a columpiarse. En ese momento, paramos el columpio, lo subimos al puño y lo acariciamos con la mano. Si intenta picarnos, vuelta al columpio, moviéndolo suavemente pero de manera que tenga que esforzarse en equilibrarse. Al poco, volvemos a probar, y así, hasta que aprenda que las caricias significan estar quieto y descansando y que picotazo significa movimiento y cansancio. Verás como, en poco rato, lo han aprendido. El columpio hay que utilizarlo siempre
cuando el ave ya se deja acariciar con el ‘fris fras’, o de lo contrario, tardaría demasiado en aprender la lección e incluso podría resabiarse de ser tocado. Los dos halcones ya se columpiaban tranquilamente a no ser que mi Maestro les variara, tirando del fiador, el ritmo del vaivén. –Venga Friso, prueba a tocar el que quieras. Subí al torzuelo a mi puño, pues era el más arisco, y pareció agradecer aquello de estar quieto, pues inmediatamente se sacudió el plumaje, pero en cuanto notó que lo acariciaba, lanzó un picotazo ¡y no me pilló por los pelos! –¡Al columpio, Friso!– ordenó. Lo coloqué en él, y comenzó de nuevo a moverlo. –¿No pruebo con la prima?– le pregunté extrañado. –Ahora probarás. Primero hay que mover al otro en cuanto lo dejas, de lo contrario no relacionará una cosa con otra. Esperamos alrededor de un minuto, y cogí a la prima. Se dejó acariciar dos o tres veces por el pecho, pero, en cuanto le toqué el borde del ala ¡picotazo! y ¡al columpio! –Bueno, ya sabes lo que tienes que hacer –me dijo–. Yo me voy a dormir. De todas maneras, si en una hora no has conseguido que se dejen tocar, los sacas del columpio. Hasta mañana. Allí me quedé, solo, amansando a las ‘fieras’. Parece que aprendieron pronto la lección, la prima antes que el torzuelo y, en cuatro o cinco intentos más, ya se dejaban acariciar con la mano por todo el cuerpo sin inmutarse, así que los coloqué en los bancos y recogí el columpio. Como se mostraban ya muy tranquilos, decidí probar a darles de comer. La prima comió bien, no así el torzuelo, que no mostraba ningún interés por la comida, ya que le tocaba el tendón de la rodilla, atacaba con fuerza, pero el trozo de carne que arrancaba, lo escupía a continuación, así que tras probar dos o tres veces, decidí dejarlo estar y seguir acariciándolos, por turnos, el resto de la noche. Serían las ocho de la mañana cuando apareció mi Maestro en el jardín. –Buenos días– le saludé. –Buenos días. ¿Qué tal ha ido la noche? –Muy bien. El columpio ha funcionado a la perfección. La prima ya ha comido en el puño, pero el torzuelo no. Cogía la comida y la escupía. –No te preocupes, eso es porque no tiene hambre, y los torzuelos son más ‘tiquismiquis’ que las primas para comer y,
cuando no tienen mucha hambre, solo quieren los bocados más selectos de la presa; normalmente la carne más cercana al hueso. Bien, ahora vete a desayunar y descansa luego un rato, que yo me ocuparé de que no se duerman. Dormí como un tronco hasta que mi Maestro me despertó para que fuera a comer. Por la tarde, llegó Eleonora y ambos salimos a pasear por el castillo con los halcones. –¡Aún no les hemos puesto nombre!– dijo ella. –Al torzuelo, le podríamos llamar ‘Trueno’– sugerí. –¿‘Trueno’? –repitió con gesto de desagrado– Si parece tan simpático. ¡Ya está! –exclamó con entusiasmo– se llamará ‘Pituso’. –¿‘Pituso’? ¡Pero qué nombre es ese! Creo que a tu padre no le va a gustar nada. –¡A mi padre, seguro que le encanta!– aseguró muy convencida. –¡Vale, vale, tu mandas! Pues ‘Pituso’, pero déjale claro a tu padre que lo has elegido tú ¿eh?, de todas formas, a la prima, podrías dejar que se lo eligiera él, que le hará ilusión. –Sí, porque de momento no se me ocurre ninguno para ella. –¡Mejor! –¡Tú calla, que menudo nombre te pusieron! ¡Friso! – dijo con desdén. –¡Qué pasa! Pues bien chulo. Así se llamaba mi abuelo. Seguimos conversando y debatiendo sobre los nombres y otros temas que fueron surgiendo hasta que llegó la hora de cenar y Eleonora se fue.
31. Del amansamiento de los niegos Fui a cenar y volví con mis quehaceres de halconero, esperando que esa noche ya pudiera quitarle por primera vez la caperuza a la prima y confiando que ‘Pituso’ ya comiera. Con la prima todo fue bien y conseguí que comiera en el puño sin caperuza, pero ‘Pituso’ seguía tirando la comida. A la noche siguiente, con la prima todo fue a la perfección, y la mantuve más de media hora sin caperuza después de que hubo comido. La encaperucé y la saqué a su banco del jardín. Cogí a ‘Pituso’ y entré en la estancia. En ese momento llegaba mi Maestro, a quien en esos dos días, parecía que se lo había tragado la tierra. ¡Nunca estaba cuando lo necesitaba! –¡Dichosos los ojos!– exclamé. –¿Qué tal, Friso, te pasa algo?– me preguntó sonriente. –Pues no lo sé, porque este halcón ¡parece tonto! –comenté bastante desalentado. – ¡Sólo hace que tirar la comida! –¿Ya has probado hoy a darle de comer? –No. Ahora me disponía a hacerlo. –Pues venga, cuando quieras. Cogí un trozo de pechuga de paloma en el puño y, cuando iba a tocarlo en la rodilla para que bajara a comer, –pues yo creía que al no haber tragado ningún bocado no relacionaría todavía el chasquido con la comida–, me sugirió: –No lo toques. Sólo haz el chasquido. Así lo hice y ‘Pituso’ bajó inmediatamente a picar la pechuga. –¿Lo ve? ¡Pica y lo tira, pica y lo tira! ¡Parece tonto! –¡Tú si que eres tonto, Friso! Retírale esa pechuga. Ya te dije que algunos machos son muy sibaritas a la hora de comer, y más si están ‘gordetes’. Toma, coge este ala –me dijo entregándome un ala de paloma desplumada. –El halcón lo que hace es buscar el trozo de carne de su agrado, por eso ‘despluma’ la pechuga. Cogí el ala, emití el sonido, bajó a comer y el primer bocado que arrancó lo mantuvo unos instantes en su pico y lo tragó para continuar picando el ala con gran avidez sin tirar ningún trozo. Mi Maestro, siguiendo su ritual de los desvelos, cogió un vaso de vino, se sentó y me dijo: –Desencaperúzalo. –Pero… ¡si es el primer día que come!– le advertí.
–¿Y…? Ya has comprobado que sabe la lección. De todas maneras, tranquilo, que lo más seguro es que salte nada más desencaperuzar. Tú no te muevas y sigue emitiendo el chasquido, como si no pasara nada. Desencaperucé, ‘Pituso’ me miró a la cara sorprendido y saltó. Se debatió con fuerza, pero enseguida volvió a subir al puño. Yo estaba quieto como una piedra y emitiendo constantemente el chasquido, pero él ni miraba la comida, sólo miraba aquí y allá con mucho interés descubriendo su nuevo mundo. Con voz muy baja, le dije a mi Maestro: –No quiere comer. –¿Te has quedado afónico o qué Friso? –me preguntó irónicamente en su tono de voz habitual– ya sabes que puedes hablar normalmente, pues el halcón ya conoce tu voz. Da igual que no coma, mientras permanezca tranquilo en el puño… y, como puedes comprobar, parece muy contento de poder ver lo que le rodea. La verdad es que ‘Pituso’ permanecía tranquilo observándolo todo con interés. –Acércale la mano muy despacito, que la vea llegar y acaríciale por el pecho– me indicó. Acerqué mi mano y cuando estaba casi a punto de tocarlo, la miró, erizó las plumas de la nuca y yo paré. –Sigue, Friso. No pares ahora. No te hará nada. Confié en mi Maestro y lo toqué suavemente por el pecho. ‘Pituso’ se estiró hacia arriba, mirando mi mano, y al momento se volvió a relajar volviendo a su recorrido visual por la estancia. Continué acariciándolo y exclamé: –¡Pues vaya! ¡Pensaba que me iba a tirar un mes de desvelo con éste! ¡Pfff, si está mucho más tranquilo que la prima! –Ya te dije que cuanto más ariscos son al principio, más fácil resulta su adiestramiento, aunque no tengan nada de hambre. Al cabo de un cuarto de hora, en el que seguro que ‘Pituso’ no había dejado ni un solo rincón de la estancia sin escudriñar, volvió a interesarse por el ala de paloma, y como había dicho mi Maestro, sólo se entretenía en repelar los huesos, despreciando las zonas en las que había más carne. Así estuvo alrededor de diez minutos en los que prácticamente no comió nada, abandonando definitivamente el ala de paloma para acomodarse en el puño, ahuecando el plumaje y levantando una pata escondiéndola entre él, mostrando un aspecto de tranquilidad absoluta. –¡Pero si ya está totalmente manso!– aseguré muy sorprendido por la actitud de ‘Pituso’.
–Ya te dije que cada pájaro es un mundo y tienes que adaptar todo lo que sabes sobre ellos a cada caso en particular. De todas maneras, al acercarse el amanecer, seguramente querrá irse de tu puño, momento en el que tendrás que encaperuzarlo, pues todavía es pronto para que permanezca sin caperuza durante el día. Pasé un par de horas más con ‘Pituso’, que aguantaba perfectamente que caminara con él en el puño por la estancia, lo encaperucé y lo coloqué, junto a su hermana, en la alcándara para irme a dormir, pues ya podía dar por finalizado el desvelo. A media tarde, nos encontrábamos en el picadero Eleonora y yo con ‘Pituso’ y su hermana, viendo a Marcelo realizar sus labores de mozo de cuadra y a Pablo trabajando con uno de los caballos, cuando llegó don Orduño con mi Maestro. –¡Hola Pablo!– gritó don Orduño. –¡Buenas, Señor!– le contestó. –¡Padre, ya has vuelto!– exclamó Eleonora muy contenta. –Sí, ya hace un rato, pero no te encontraba. ¡Ya veo que te estás volviendo halconera!– le comentó al verla con el halcón en el puño. –Estoy ayudando a Friso a preparar los nuevos halcones. –¿Le gustan, mi Señor?– le pregunté. –Sí, están impecables y tienen muy buena línea. ¡Me gustan!– respondió con satisfacción. –Mira Padre, éste es ‘Pituso’– le dijo su hija con una gran sonrisa. –¿Pituso?– repitió él con cara de asombro y disgusto. –Sí, se lo he puesto yo ¿te gusta?– le preguntó ella con una sonrisa dulce. –¡Qué remedio! –murmuró con un suspiro de resignación y añadió– ¡Yo había pensado en ponerle ‘Trueno’! Eleonora, al ver que su padre había elegido el mismo nombre que yo, un poco enojada exclamó: –¡Es que os habéis puesto todos de acuerdo en elegir nombres horribles! A Friso también le gustaba ese nombre ¡pero ‘Pituso’ le queda mucho mejor! –Sí, hija mía, sí, no te preocupes, que se llama ‘Pituso’, pero ya veo que Friso tiene buen gusto con los nombres–. Y condescendientemente le preguntó: –Y a la prima ¿qué ‘refinado’ nombre le has puesto? –Me sugirió Friso que te lo dejara poner a ti, que te haría ilusión– le contestó ella, a lo que su padre exclamó:
–¡Este zagal está empezando a caerme bien! Además tiene razón, porque ya tengo el nombre. Se llamará ‘Valonga’, que es el nombre de los nuevos viñedos que he adquirido al norte del condado. –Bueno… ‘Valonga’ –repitió Eleonora–, suena bien ¡me gusta! –Pues decidido –dijo don Orduño enérgicamente– ‘Pituso’ y ‘Valonga’. Bueno y ¿qué tal van? –Bien –le contesté– mañana seguramente ya podremos empezar con los primeros saltos al puño. –Perfecto– comentó. Pasamos un rato charlando sobre nuestras aves y de las de don Rodrigo, así como la ubicación de la nueva halconera que habría que construir para albergarlas cuando don Orduño ganase el torneo. Esa tarde los halcones ya comieron al aire libre y desencaperuzados, bueno, en realidad comió ‘Valonga’ pues ‘Pituso’ apenas probó bocado. En la primera lección de saltar al puño, ‘Valonga’ dio los tres saltos de rigor, a una distancia de un par de palmos, a la perfección, pero su hermano iba a ser otro cantar. ¿Cómo le iba a enseñar a saltar al puño si no tenía hambre? “De todas maneras ¡a ver si hay suerte!” pensé, y coloque a ‘Pituso’ en un banco situado en una de las esquinas del jardín. Mi Maestro miraba muy atento. Cogí un ala de paloma con su trozo de pechuga en mi puño, me agache y extendí mi brazo a menos de un palmo de distancia de él. ‘Pituso’ miró tranquilamente la comida. Me miró, levantó la cabeza y se quedó observando un jilguero que cantaba posado entre la enredadera. Me levanté y me dirigí hacia mi Maestro mientras le decía muy desanimado: –¡No me hace ni caso! ¡No sé qué hacer! ¡Si sigue sin comer, se va a morir de hambre! –Tranquilo, hombre, no morirá de hambre –me dijo con gran seguridad–. Lo que pasa es que aún le debe quedar bastante grasa de reserva y su máxima preocupación no es la comida, más bien, como ves, pasar el día tranquilo a la sombra. –Así pues ¿no lo intento más hasta que no tenga ‘hambre verdadera’? –Eso sería una posibilidad, aunque sería un error. Si conseguimos que acuda al puño sin hambre, sería fantástico ¿no crees? A
–Sí, pero eso no lo va a hacer– le dije muy convencido. –Eso ya lo veremos. Ya sabes que es mucho mejor que un ave venga a nuestro puño por convencimiento que por hambre. El hambre es realmente la herramienta más rápida de la que disponemos para que el ave esté atenta y predispuesta a entender lo que queremos que haga una vez que está mansa, pero si no tiene hambre y está mansa, tampoco tenemos por qué esperar a que la tenga para realizar un simple ejercicio como es acudir al puño a corta distancia. –¿Y qué hay que hacer?– le pregunté totalmente desconcertado. –Pues pensar, Friso, pensar. Vamos a ver. Tenemos que conseguir que el sitio más cómodo de estar para ‘Pituso’, sea tu puño. Para ello lo primero que hay que hacer es que en el sitio donde esté se encuentre incómodo, así que, cógelo y colócalo, en su banco, al sol, pero de forma que, si quiere, pueda saltar y llegar a la sombra. Así lo hice y me sugirió: –Ven y siéntate, que hay que esperar a que tenga calor. Estuvimos alrededor de diez minutos mirándolo. ‘Pituso’ comenzó a abrir el pico de calor, pues aunque ya eran alrededor de las siete de la tarde, hacía una temperatura sofocante. Al momento, saltó hacia la sombra. –Bien –me indicó– ve allí, recógelo y colócalo de nuevo en el banco, pero lo alejas de manera que no pueda llegar a la sombra. Lo alejé de la sombra y me volví a sentar. Al poco, saltó de nuevo intentando llegar a la sombra. –Recógelo ahora, Friso, y tenlo en el puño a la sombra un minuto, hasta que se le pase el sofoco y cuando se le haya pasado, lo vuelves a dejar al sol y colocas tu puño al borde de la sombra de forma que él pueda llegar. Así lo hice y al poco ‘Pituso’ saltó a mi puño. –¡Ha saltado!– exclamé fascinado. –Aguántalo un poco a la sombra y repite la operación. ‘Pituso’ tardó en saltar a mi puño bastante menos que la vez anterior y se mostraba feliz y tranquilo en mi puño a la sombra. Los saltos habían sido cortos, de un par de palmos. –Ahora, Friso, desátalo del banco, pero déjalo en él y aléjalo a punta de lonja de la sombra y le ofreces el puño. –¿Cree que saltará a más de un paso? – le pregunté incrédulo. –Y más, pero… por pereza de sacar el fiador…
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Cogí la punta de la lonja con mi mano, coloqué a ‘Pituso’ en el banco y extendí mi puño. Éste estuvo alrededor de un minuto al sol, mirando hacia mi puño cabeceando, para acabar viniendo a él. –Muy bien, Friso, ya ha hecho sus tres saltos de rigor. Ahora ven aquí, siéntate y tenlo un ratito más en el puño. Habían pasado varios días y ‘Pituso’, al que ya le había entrado el hambre y devoraba casi la misma cantidad de comida que su hermana, había entendido las lecciones al puño de maravilla y esa tarde ya le había hecho la primera lección al señuelo con éxito. Sin embargo, con ‘Valonga’ no estaba resultando tan fácil, pues aún no había conseguido que acudiera al puño a más de cinco pasos, por lo que había recurrido a mi Maestro para que me supervisara aquella tarde, pues estaba seguro que él vería algo que yo no conseguía ver. –A ver ¿qué pasa?– me preguntó cuando nos encontrábamos en el jardín dispuestos a llamar a ‘Valonga’ al puño a cinco pasos. –¡Pues que un día lo hace bien y otro mal!– respondí desalentado. –Llámala, que vea su reacción. La llamé levantando mi puño, encarnado con una pechuga de paloma, y se mostró totalmente indiferente. –Parece que no tiene hambre –observó– ¿Qué ración de comida le estás dando? –Pues le doy un poco más que a su hermano cuando lo hace bien y la mitad el día que lo hace mal. En cambio ‘Pituso’, comiendo prácticamente lo que quiere, todos los días lo hace a la perfección y hoy ya lo he introducido al señuelo. –Has de saber que los torzuelos, a proporción, comen más que las hembras, pues su metabolismo es más acelerado y consumen energía más rápidamente; además, ‘Pituso’ ha ejecutado los saltos al puño mejor porque se le enseñó a hacerlo sin necesidad de comida y eso hace que, aunque te excedas en la cantidad de comida que le des, no sea tan importante para mantenerlo atento e interesado en las lecciones, pues ya trabaja con el ‘hambre de cada día’. Por lo que veo, en el caso de ‘Valonga’ la llevas un día gorda y otro con hambre. Si siguieras así te estancarías y al final ‘Valonga’ lo haría mal todos los días y tendrías que bajarla muchísimo de peso para que te hiciera caso. Ten en cuenta que sólo la llamas a cinco pasos y si para que salte esa distancia ya hay que bajarla demasiado de peso, para cuando la A
pudieras volar suelta, estaría en el esqueleto, habiendo inutilizado el halcón de por vida. –Hombre, de por vida… si luego consiguiéramos engordarlo… –le comenté pensando que exageraba. –Un halcón, y muy especialmente los peregrinos, desarrollan totalmente su musculatura durante los primeros cuatro o cinco meses de vida y si en ese tiempo los bajáramos excesivamente de peso, eliminando parte de su masa muscular, atrofiaríamos su musculatura para siempre y, aunque luego lo engordáramos, ya no podría volver a recuperar potencia de vuelo y, simplemente, tendríamos un halcón gordo, no fuerte. Por eso, es muy importante hacer entender al halcón lo que queremos de él sin tener que hacerle pasar mucha hambre y ahí entra la sutileza y saber hacer del buen cetrero. Como ya te he dicho en varias ocasiones, si un pájaro te hace caso sólo por el hambre, te durará poco. –Pero… es muy difícil calcular la comida que le doy a ojo, basándome en las reacciones del pájaro y palpando su musculatura, ya que todavía no tengo la suficiente experiencia– me excusé esperando que me diera alguna solución milagrosa que pudiera solventar mi falta de práctica. –¡Ahí tienes razón, Friso! Pero eso tiene fácil solución. Sólo tendrás que pesar el halcón. Ve a la cocina y pídele a María una báscula de las que tiene para pesar las medidas de harina y azúcar para las tartas. Salí disparado hacia la cocina y encontré a María y Antonia canturreando mientras trabajaban por la cocina. –¡Qué sorpresa! –exclamó María al verme aparecer– ¿Vienes a merendar? –No, necesito una báscula de las que empleas para hacer las tartas. –¿Vas a hacer un pastel?– me preguntó Antonia sorprendida. –No, es para pesar el halcón. –¿Para pesar el halcón?– exclamaron al unísono muy sorprendidas. –Sí, sí, para pesar el halcón. –¡Ah, no! –me dijo María– No te dejo una de mis preciadas básculas para pesar un ‘bicho’ de esos. –Pues mi Maestro me ha dicho que es imprescindible y que la necesita ¡ya! –¿Qué Iñigo necesita una báscula para pesar un halcón? – preguntó María y añadió– ¡Creo que este hombre ya ‘chochea’! A
Pero… bueno– y dirigiéndose a Antonia le dijo– déjale la báscula grande y los pesos. Antonia fue a buscarla a la despensa, la metió en un cesto y me la entregó. María me advirtió muy seria: –¡Cómo me estropeéis la báscula… os vais a enterar los dos! Cogí la cesta, le di las gracias y volví a la halconera. –¡Aquí está la báscula, Maestro! Le he tenido que decir que era para usted, sino no me la dejaba. –Sí, ya imagino, así que cuídala bien. Sacó la báscula de la cesta y la colocó sobre la mesa. La componían dos platillos, uno a cada lado. En uno se colocaba lo que se quisiera pesar y en el otro las diferentes pesas hasta conseguir equilibrar ambos platos. Entonces se sumaban las pesas y el resultado era el peso de lo que había en el otro platillo. –Habrá que cambiar uno de los platillos por aquel pequeño banco para poder posar al halcón en la báscula –me indicó señalando un banco de madera cuya base se adaptaba perfectamente al soporte del platillo y me explicó: – Ahora, lo que más te interesa saber es la cantidad de comida que tiene que comer ‘Valonga’ para que ni suba ni baje de peso, es decir, para que se mantenga. Para ello, primero debes pesarla a ella y después pesar la ración que le vas a dar. Al día siguiente, a la misma hora y con los mismos aparejos que llevara la primera vez, si llevaba caperuza, con caperuza, si llevaba el tornillo, con el tornillo, etcétera, debes volver a pesarla y comprobar si ha ganado o ha perdido peso. ¡Qué ha ganado peso… pues ese día un poco menos de ración! ¡Qué ha perdido… pues un poco más! Haciéndolo así, en dos o tres días ya sabrás la ‘gorga’ o ración de comida que le tienes que dar para mantenerla en el mismo peso. Una vez que sabes la gorga necesaria para que se mantenga, debes estar igualmente atento a sus reacciones. Con ‘Valonga’, que sabemos que está perfectamente amansada y que, por lo tanto, si no acude a la llamada es porque está excesivamente gorda, hoy la pesaremos y pasará el día sin comer nada y mañana, antes de su lección, la pesas a ella otra vez y luego la gorga que creas conveniente para que se mantenga en ese peso. ¡Qué mañana lo hace bien! pues al día siguiente la vuelves a pesar y compruebas si ha bajado, ha subido o se ha mantenido. Si ha bajado, tienes que aumentar la gorga para igualar el peso del día anterior, ya que ella lo había hecho bien y no habría por qué bajarla de peso. Si ha subido, tendrás que disminuir la gorga para igualar el peso del día
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anterior, y si se mantiene en el peso, la misma gorga. ¿Lo has entendido? –Creo que sí. –De todas maneras ¡no hace falta un peso del halcón exacto 8 al tomín ! Ten en cuenta que un halcón bien adiestrado, también lo 9 hará bien con un peso hasta una onza superior a su peso ideal de vuelo sin correr riesgo de perderlo. –¿Y por debajo de su peso ideal de vuelo? –En un halcón bien adiestrado, sólo debe preocuparte el exceso de peso. ¡Venga! trae a ‘Valonga’ que veremos cuanto pesa. Colocamos a ‘Valonga’ encaperuzada sobre el banquito y fuimos colocando pesas en el otro platillo hasta que éstos se equilibraron. Mi Maestro sumó las pesas y dijo: 7 –Dos libras y tres onzas. Apúntatelo en una cuartilla y mañana a ver cuanto pesa. “¡Qué bien me ha venido aprender a leer y escribir!” pensé mientras lo anotaba. lección.
Al día siguiente, pesamos a ‘Valonga’ antes de comenzar su
–Pesa media onza menos que ayer– dije. –Vale, ahora pesa la gorga de hoy. –¿Y cómo sé cuanta le tengo que dar? –¡Pues eso intentamos averiguar! pero bueno, para hoy… pesaremos dos onzas de pechuga de paloma sin plumas ni huesos, que será casi media pechuga. Pesé esa cantidad y pasamos a ejecutar la lección. ‘Valonga’ lo hizo bien, pero algo reticente. –Ves, Friso. Para mañana, debería pesar un poquito menos, porque se lo ha pensado un poco y aumentaremos la distancia, así que a ver cuanto pesa mañana con lo que le hemos dado hoy. La tarde siguiente, volvimos a pesar a ‘Valonga’ y había bajado un cuarto de onza. –Bien –dijo mi Maestro– casi se ha mantenido, así que marca el peso de la gorga de ayer como el que más o menos la mantiene en su peso, pero, para hoy, le daremos un poquito menos, porque ayer no lo hizo del todo bien y a ver hoy que pasa.
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Llamé a ‘Valonga’ a ocho pasos. Hizo bien el primer salto, pero no el segundo, por lo que mi Maestro decidió terminar ahí con la lección y que con la tercera parte de la gorga que ya había comido en el primer salto, le valía. –Hoy está en dos libras y dos onzas, Maestro– le dije tras pesarla. –Perfecto. Pues hoy le daremos, si lo hace bien, una gorga de dos onzas, que sabemos que casi la mantiene en el mismo peso. Esa tarde, repetimos la distancia, y lo hizo a la perfección. Le dimos toda la gorga de dos onzas y la tarde siguiente, ‘Valonga’ volvió a dar el mismo peso. –Bien, Friso ¿Ya has cogido la mecánica de la báscula y de las reacciones de ‘Valonga’? –Sí. –Pues a partir de ahora, sigues solo. En esos cuatro días ‘Pituso’ ya había empezado sus clases al señuelo en el prado. Eleonora me ayudaba encantada y se había implicado mucho en su adiestramiento. A mí, su ayuda me venía de perlas y su compañía, cada vez me resultaba más grata. Nos disponíamos a introducir, por fin, a ‘Valonga’ al señuelo. Gracias a la báscula, ya había conseguido manejar su peso correctamente y aquella tarde, estaba en un peso de dos libras y una onza y media. A Eleonora le hacía mucha gracia el hecho de que la pesáramos y había venido a ayudarme con ella. Mi Maestro también estaba allí, en el jardín, pues acababa de llegar de volar a ‘Arenisca’. –¿Qué tal ha ido?– le pregunté. –Muy bien. Le he soltado tres escapes de paloma y lo ha hecho de maravilla, va mejorando día a día. ¿Qué tal ‘Valonga’? –Ahora íbamos a darle su primera lección al señuelo. –Estupendo, vamos a ver. Preparé todo, coloqué el señuelo en el puño y le pedí a Eleonora que la desencaperuzara. ‘Valonga’ saltó sin pensar y, cuando empezaba a comer, la ‘arranqué’ del señuelo para que cogiera más codicia, colocándola de nuevo en el banco. Me alejé quince pasos y comencé a voltear el señuelo. ‘Valonga’ me miraba cabeceando, pero no se decidía a saltar y al cabo de unos veinte segundos, mi Maestro me dijo: –Tíralo al suelo.
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En cuanto el señuelo tocó el suelo, ‘Valonga’ saltó pero se paró tres o cuatro pasos antes de llegar, se acercó caminando como reticente hacia él e intentó arrancar un trozo de comida con el pico pero sin agarrar el señuelo con sus ‘manos’, por lo que, del tirón, se volcó hacia ella y reculó de un salto un par de palmos como asustada. “¿Qué va mal? ¿Está gorda, está flaca, tiene miedo, le habré atado mal la comida al señuelo…?” pensé. No sabía que hacer, pero en ese momento volví a oír la voz ‘salvadora’ de mi Maestro, que me indicaba: –Coge el señuelo en el puño y recógela. Me agaché, cogí el señuelo y la llamé. Ella se lo pensó un poco, pero de un salto subió al puño y comenzó a comer de nuevo. –‘Arráncala’ de nuevo del señuelo, Friso, y la vuelves a llamar; cuando ella se acerque a él, le das pequeños tirones arrastrándolo, como simulando que quiere huir. Así lo hice y ‘Valonga’ en este segundo vuelo se posó más cerca del señuelo, entonces, le di dos pequeños tirones, que lo alejaron de ella alrededor de un paso y cuando comenzaba a moverse al darle el tercer tirón, saltó sobre él, aferrándolo con fuerza. –Sigue tirando un poco más del señuelo suavemente, Friso, para que se encele con él. Arrastré el señuelo dos o tres pasos, y ella se agarró a él aún más fuertemente, intentando matarlo con su pico como si de una presa real se tratara. –Perfecto –comentó– ahora déjala que acabe de comer en el señuelo tranquilamente y la recoges. –¡Mira que hace cosas raras este pájaro! –murmuré– ¡A este paso, me va a volver loco! ¡Si no llega a estar usted aquí, ya no habría sabido qué hacer! –Pues muy mal, Friso, ya sabes que la cetrería no son ‘uno y uno dos’, y lo que te funciona perfectamente con unas aves, a otras les cuesta más entenderlo y hay que variar en ese instante la técnica para adaptarla al ave en particular y conseguir que la lección sea un éxito. –Sí, pero eso se consigue con experiencia y después de haber adiestrado muchos. –Ahí te equivocas, pues como te he dicho, lo que te vale para uno no te vale para otro y quizás un caso como éste no te lo vuelvas a encontrar jamás, pero puedes encontrarte en otra situación con un ave, que nunca la habrás vivido y tendrás que buscar la solución al instante. A eso es a lo que se llama el A
‘entendimiento del cetrero’, y se tiene o no se tiene. No se puede enseñar. Es simplemente sentido común, ayudado por el conocimiento del comportamiento de las rapaces en su medio natural. No creas que por haber adiestrado muchas, serás un buen cetrero, ya que puedes haber cometido los mismos errores pájaro tras pájaro achacando tu falta de entendimiento a que las aves que has tenido son malas y esperas a encontrar la buena. Ten en cuenta que un cetrero que cambie habitualmente de aves, será porque espera esa “suerte” de encontrar la buena, sin reconocer que la culpa es suya, y estropeará una tras otra esperando. En cambio, el buen cetrero es al que le va bien desde que consigue su primer ave y tiene la “suerte” de que “todas le salen buenas” e incluso alguna, excepcional. No olvides nunca que un halcón es un tesoro y como tal hay que tratar de conservarlo. Recuerda el riesgo que te supuso conseguir a ‘Valonga’ y ‘Pituso’ y que si no realizas bien tu trabajo, además de haber estropeado dos magníficos halcones, tendrás que volver a jugártela el año que viene “buscando la suerte” para, seguramente, volver a estropearlos. Una rapaz no es un juguete y no se puede “practicar con ella”, sino que hay que “trabajar con ella” y, si no tienes los conocimientos necesarios para realizar ese trabajo, procura buscar asesoramiento antes de estropear aves e incluso matarlas por tu negligencia. –Hombre, Maestro, le aseguro que yo pongo todo mi empeño en hacer las cosas bien. –Ya lo sé, Friso, por eso sigues aquí. Y, por supuesto, aún estás aprendiendo, por lo que tus errores son todavía admisibles, aunque tienes que intentar pensar por ti mismo la búsqueda de soluciones cuando te encuentres ante una situación que no conoces, pues siempre hay algo nuevo que aprender o una técnica nueva que inventar. Eso es lo que yo todavía hago y seguiré haciendo durante toda mi vida de cetrero. Y cómo tú serás el que me releve en el cargo de cetrero de este Condado, debes aplicarte al máximo, pues nuestras aves siempre han estado consideradas entre las mejores del reino y allá donde van, su fama las precede. Ten en cuenta que a la mayoría de los grandes cetreros que hay en este reino, les he enseñado yo, así que no lo vas a tener fácil. –¿Le enseñó a Pedro?– le pregunté intrigado. –Sí, y ya te digo desde aquí, que será difícil ganarle –y con una sonrisa irónica añadió– pero… él sabe todo lo que yo le enseñé, aunque no todo lo que yo sé. –¿Y yo lo sabré? –Quizás– me respondió.
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–Bueno, todo esto que dices está muy bien, Iñigo –dijo Eleonora– pero a mí me gustaría saber por qué ‘Valonga’ no ha atacado la primera vez al señuelo. –Esta actitud que ha mostrado ‘Valonga’ es relativamente normal y hay dos posibles causas. Una es la falta de hambre, y la otra, como es nuestro caso, un miedo lógico a un artefacto que el halcón aún no conoce y, para hacerle superar su miedo, hay que incitarlo haciendo que crea que es una presa viva y el mejor sistema es el que hemos empleado, ya que cualquier rapaz, con el hambre suficiente, ataca por instinto a algo que refleje a una presa con actitud de huida. Mañana –me explicó– realizarás el ejercicio de igual manera, pero antes de que ‘Valonga’ se llegue a parar en el suelo, arrastras el señuelo como hoy para que le ataque directamente.
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32. De la musculación de los niegos y su introducción a la caza Había pasado un mes desde que empezamos con el adiestramiento de ‘Pituso’ y ‘Valonga’. Ya hacía una semana que volaban sueltos los dos, pues aunque con ‘Valonga’ tardé más en que aprendiera las primeras enseñanzas, tardó poco en alcanzar a su hermano en las lecciones posteriores. Esta vez no pasé tanto miedo al quitarles el fiador como con ‘Arenisca’, pues ya iba sintiéndome más seguro de mi trabajo con ellos pero, por supuesto, pasé más miedo al soltarle el fiador a ‘Valonga’ que a ‘Pituso’, pues éste último se comportaba como el halcón más feliz del mundo y prefería mi puño a cualquier otro posadero, no debatiéndose jamás ni asustándose por nada. El día anterior cada uno había realizado un vuelo a la tira de más de seiscientos pasos por lo que decidí que había llegado el momento de empezar con la suelta de escapes, así que se lo comunique a mi Maestro para que me supervisara y me indicara la forma correcta de actuar, pero me advirtió que era pronto para esa lección y que primeramente les enseñaríamos a dar ‘pasadas’ al señuelo. Nos encontrábamos en el prado cercano al castillo para enseñarles esa nueva lección. –Lo que les enseñaremos hoy –me explicó mi Maestro– nos sirve para ir musculando al halcón y, lo que es más importante, que aprenda a no posarse en el suelo tras el primer ataque a una presa y que continúe atacándola desde el aire, pasada tras pasada, hasta que consiga acuchillarla. Como ya te he dicho, es muy importante que el halcón se mantenga en vuelo hasta que consiga vencer a la presa que está posada en el suelo ya que si no, cuando los llevemos a cazar presas salvajes y éstas se echen al suelo atemorizadas, el halcón bajaría a intentar trabarla en el suelo, pensando que ya la tiene, momento en el que la presa aprovecharía para hacerle un sutil recorte y dejarlo ‘sentado’ en el suelo, obteniendo así tiempo suficiente para salir disparada hasta la ‘herida’ o escondite más cercano, salvando seguro su vida, pues para cuando el halcón consiguiera rehacerse, ella ya estaría a salvo porque, como ya sabes, los halcones son torpes en el suelo y lentos en la salida. Para enseñarles esto, llamarás al halcón con el señuelo a la tira, como hasta ahora, pero cuando vaya a llegar, echas el señuelo al suelo, sujetándolo por su lonja para, justo antes de que el halcón lo vaya a trabar, lo retires con un tirón seco en la dirección que lleva el halcón pero girando a la vez sobre ti mismo, de forma AA
que éste, al no poder ejecutar un giro tan cerrado en tan poco espacio, no logre trabarlo y pase de largo, al igual que cuando lo esquiva una paloma. En cuanto pase de largo, seguirás volteando el señuelo, esperando un nuevo ataque para repetir la operación. Seguirás realizando el ejercicio de igual manera hasta que veas que el halcón se cansa o que te gana la partida tocando el señuelo. Entonces, se lo echas al suelo para que lo trabe, dando por finalizada la lección. Tendrás que repetir con ellos estas lecciones hasta que consigas que realicen más de veinte pasadas seguidas con ‘fe’. En este ejercicio, es muy importante que controles muy bien la velocidad que lleva el halcón para poder retirarle el señuelo a tiempo. También que se lo sueltes instantáneamente en el caso de que notes que lo toca, o de lo contrario podrías producirle alguna lesión si lo hubiese trabado. Tampoco debes permitir que se canse en exceso y se pose antes de capturar el señuelo, porque en pocas lecciones adquiriría el vicio de posarse, y ése es un vicio muy malo para un halcón de caza. –Pero… el quitárselo justo cuando lo va a trabar ¿no sería defraudarlo al señuelo?– le pregunté. –No, porque ahora, en todo momento, tú le estás ofreciendo el señuelo, aunque no tan fácil como siempre y, en cuanto lo consigue capturar, come. Primero, para que lo veas, lo haré yo con ‘Pituso’ y luego lo harás tú con ‘Valonga’. Cogió el señuelo y le indicó a Eleonora: –Aléjate cien pasos y lo desencaperuzas. –¡Vale, voy! Se alejó y cuando estuvo preparada, mi Maestro comenzó a voltear el señuelo. Eleonora desencaperuzó a ‘Pituso’ y salió raudo y veloz hacia él. Cuando se encontraba a unos quince pasos de mi Maestro, echó el señuelo al suelo para, acto seguido, hacer un elegante giro sobre si mismo elevando y apartando el señuelo de las garras de ‘Pituso’ quien no pudiendo seguir el giro que hacía el señuelo alrededor de mi Maestro, siguió recto hacia arriba, haciendo una punta, para girar sobre si mismo y repetir de nuevo el ataque, que se saldó con otra victoria para mi Maestro que conseguía mantener el señuelo a pocos dedos de las garras de ‘Pituso’ lo que hacía que éste entrara cada vez con más interés y velocidad a por él. Le dio diez pasadas y cuando vio que ‘Pituso’ abría el pico por el cansancio, echó el señuelo al suelo y el halcón lo trabó violentamente, arrastrándolo cinco o seis pasos por el suelo, pues tal era el ímpetu que traía. –¡Muy bien, Iñigo, muy bien! –gritó Eleonora desde lejos– ¡Qué elegancia en los giros! ¡Pareces un bailarín! BB
El comentario de Eleonora nos hizo reír a ambos, aunque tenía razón. Mi Maestro lo había hecho con una facilidad y una elegancia pasmosa. Lo malo era que ahora me tocaba a mí y ¡yo no había bailado nunca! Mi Maestro recogió a ‘Pituso’ y lo encaperuzó. –Venga, Friso. Tu turno. A ver como lo haces. Es muy fácil. Sobre todo, lo que has de controlar es la velocidad del halcón para poder retirar el señuelo de su trayectoria en el momento exacto, que será cuando veas que estira sus patas para atraparlo. Si lo retiras antes, el ejercicio no vale de nada ya que optará por mantenerse dando vueltas a tu alrededor sin entrar con fe al señuelo, esperando a que decidas tirárselo, y eso no es lo que buscamos. –No sé si seré capaz de esperar a ver cuando saca las patas y reaccionar a tiempo de retirar el señuelo, pues con la velocidad que trae ¡es instantáneo! –Fíate de ti mismo y de tu intuición, pero, sobre todo, disfruta de lo que haces, así que… ¡ve a jugar con el halcón! Encarné el señuelo, y Eleonora, mientras se alejaba con ‘Valonga’, me dijo: –¡Ánimo, Friso, que tú puedes! “Ya veremos” pensé. ‘Valonga’ saltó hacia el señuelo en cuanto Eleonora la desencaperuzó y, antes de darme cuenta, ya había ejecutado la primera pasada y, acto seguido, la segunda. Realmente me estaba divirtiendo con ella y más cuando a lo lejos oía una voz de mujer que me decía a cada pasada: –¡Olé! ¡Oooolé! A la quinta o sexta pasada o… vete a saber cual, porque con la emoción del momento no me había parado a contarlas, noté a través de la lonja que ‘Valonga’ había tocado el señuelo, e instintivamente, lo solté; ella aterrizó con él unos pasos más allá y comenzó a comer. Eleonora se acercaba corriendo hacia mí, dando saltitos, muy contenta mientras gritaba: –¡Bravo! ¡Muy bien, muy bien! Mi Maestro también se acercó, aunque él andando tranquilamente y menos efusivamente me dijo: –Muy bien. ¿Ves como no era tan difícil? Sólo tienes que disfrutar de lo que haces. Dentro de tres o cuatro días, les haremos una prueba para reforzar más estas lecciones y comprobar si lo han entendido.
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Los halcones y yo habíamos adquirido cierta práctica en las pasadas al señuelo y ambos hacían tranquilamente más de veinte pasadas. Ese día íbamos a hacer la prueba que había dicho mi Maestro. –Hoy les vamos a enseñar que cazar no es sólo cuestión de fuerza y rapidez, y comprobaremos que tal han asimilado las lecciones al señuelo. Para ello, vamos a emplear una gallina negra– me dijo. –¿Una gallina? –pregunté incrédulo– ¡Pero si la van a cazar al instante! ¡Que una gallina no vuela! –Al igual que tus halcones –me contestó– eres un novato orgulloso y ese orgullo te hará fallar en la caza, así que ¡mira y aprende! Colócate a cien pasos y desencaperuza a ‘Pituso’. Yo soltaré la gallina. Me alejé y desencaperucé. Mi Maestro lanzó hacia arriba la gallina, que enseguida, con su torpe revoloteo, cayó al suelo. ‘Pituso’ salió como una flecha hacia lo que consideraba, como yo, una presa más que segura. La gallina, al ver al halcón dirigirse hacia ella, se quedó inmóvil y permaneció así hasta que ‘Pituso’ estiró sus patas para trabarla, momento en el que, dando un pequeño salto hacia un lado, lo esquivó limpiamente. El halcón, muy sorprendido, hizo una punta hacia arriba, se cernió un momento, para atacarla de nuevo a más velocidad, pero la gallina volvió a ‘recortarlo’ hábilmente. ‘Pituso’ lo intentó cinco o seis veces más, pero, la gallina era ‘incapturable’ y cuando ya parecía un poco agotado, más por la desazón que le producía la impotencia de no poder capturar aquella presa aparentemente fácil, que por el cansancio físico en sí, mi Maestro me gritó: –¡Lánzale el señuelo para que lo trabe y abandone la gallina! ‘Pituso’, al ver caer al suelo el señuelo, lo trabó con gran fuerza y violencia, incluso se alejaba de él cuatro o cinco pasos para volver a atacarlo con furia, como volcando sobre él toda su frustración. –¡Perfecto! –exclamó mi Maestro– ¡’Pituso’ lo ha hecho a la perfección! No se ha parado en el suelo en ningún momento, intentando todas las veces recazarla desde el aire. –¡Me parece increíble que una gallina sea capaz de zafarse tan fácilmente del ataque de un halcón! –murmuré muy sorprendido–. Menos mal que hoy no ha venido Eleonora, sino habría pensado que tenemos unos halcones malísimos, seguramente por culpa del cetrero que los adiestra, que en este caso soy yo. B
Dejé que ‘Pituso’ acabara su ración del señuelo y lo recogí. –¡Venga! –me dijo– aléjate con ‘Valonga’, que repetiremos la operación con ella. Desencaperuzas y yo haré que la gallina revolotee, para que la vea y le ataque. Desencaperucé a ‘Valonga’ y mi Maestro corrió hacia la gallina, que picoteaba por el suelo tranquilamente como si la cosa no fuera con ella, para hacerla correr. ‘Valonga’ salió con la misma convicción que su hermano, y la gallina la recortó en el primer ataque tan limpiamente como a él. Pero ‘Valonga’, en vez de atacarle de nuevo desde el aire, decidió bajar al suelo y perseguirla corriendo y ¡aquello ya me pareció patético! ¡La gallina ni siquiera tenia que correr para esquivarla! ‘Valonga’ siguió persiguiéndola durante aproximadamente dos interminables minutos, para acabar dándose por vencida y quedarse jadeando, con las alas entreabiertas, mirando a la gallina a unos dos pasos de distancia. –Vale –me indicó– acércate a un par de pasos y la llamas al puño. Dale sólo unas picadas y la encaperuzas. Ya comerá más tarde. La recogí y me dijo: –Bueno Friso, ya has aprendido que la presa aparentemente más fácil es muy, pero que muy difícil de capturar. Ya has visto los recursos que tiene una simple gallina para eludir los ataques de un halcón. Ahora, imagina los que tiene una presa salvaje y lo que tienes que trabajar con ellos para que consigan cazar. Me había quedado claro que la gallina era una presa mucho más difícil de capturar de lo que había pensado, pero me asaltaban varias dudas, así que le pregunté: –¿Por qué a 'Valonga’ no la hemos llamado al señuelo como a su hermano? –Pues, porque ‘Pituso’ ha realizado el ejercicio a la perfección y antes de que se posara cansado en el suelo, lo ideal es llamarlo al señuelo para que abandone la presa y premiarlo como le corresponde. En cambio, su hermana lo ha hecho mal, intentando capturar a la gallina desde el suelo y en ese caso, no hay que premiarla, y mucho menos enseñándole el señuelo, ya que si lo hicieras así, con sólo un par de veces, cogería el vicio de posarse a la mínima dificultad para esperar el señuelo. –¿Y el color de la gallina tiene alguna importancia? –Pues sí, Friso, sí. Tiene su importancia. Hemos utilizado una gallina negra para ‘matar dos pájaros de un tiro’. Por un lado, para que los halcones aprendan a atacar siempre desde el aire y por otro para introducirlos ya en la presa que será la habitual de B
‘Valonga’: la corneja o la graja, cuya actitud y plumaje, posada en el suelo, son idénticos a los de la gallina. Así que el plumaje negro les habrá valido para que cuando vean una corneja, posada o volando, la ataquen sin pensar, por lo que nos habremos ahorrado de paso, la introducción a este tipo de presas. –¿Pero al haberles resultado tan difícil y además no haber capturado, no pueden ‘resabiarse’ de la gallina y a consecuencia de las cornejas? –No hombre. Ningún halcón niego se resabia porque su primer ataque a una presa les resulte fallido. Mañana ya verás como aún le atacarán con más intensidad que hoy y seguro que ‘Pituso’ ya la captura, pues hoy ha estado muy cerca y ‘Valonga’… en uno o dos días más. –Pero… ¿y si mañana vuelve a fallar ‘Valonga’ y pasado y al otro y al otro y al otro…? –Hombre… si tanto falla… que no será el caso, seguro, podría resabiarse de esa presa, pero, de todas maneras, jugamos con la ventaja de que son halcones niegos y que su principal preocupación, por instinto, es aprender a cazar y, por lo tanto, perseguir una y otra vez, a la presa que sea, hasta conseguir capturarla. Mi Maestro tuvo razón. ‘Pituso’ al día siguiente capturó la gallina, no sin cierta dificultad, y ‘Valonga’ tardó un día más.
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33. De la captura del azor Estábamos comiendo y le pregunté a mi Maestro: –Ahora que ya han capturado la gallina los dos halcones, ¿mañana podré empezar con los escapes de paloma? –No. Ni mañana ni pasado. En estos dos días, tienes que hacer otro trabajo y no vas a poder atender a los halcones. –¿Qué trabajo?– pregunté muy intrigado. –Deberías saberlo– me contestó. –¡No me diga que ya ha llegado la hora de ir a buscar el azor! –¡Exacto! –¡Viva! ¡A por el azor! –grité brincando por la cocina– ¡María, que me voy a por el azor! –No hace falta que me grites, Friso, que ya te he oído. ¡Otro que te hará pasar sueño, ya ves tú! No sé por qué tanta ilusión. –Pero María, ¿es que no lo entiendes? ¡Qué es un azor! ¡Un azor! –Que sí… que muy bien… pero mejor sería un capón para hacerlo asadito bien bueno– contestó ella. –¡Bah! ¡No entiendes nada!– repliqué despectivamente. Ella un poco ofendida, me contestó: –¿Ah sí? ¡A que te preparas tú la alforja para el viaje! Y dándole un beso en la mejilla, me disculpé: –Perdona, es la emoción… no te enfades, mujer. Me voy a decírselo a Marcelo y Silverio–, y salí disparado de la cocina gritando: –¡Marceloooo! ¡Silveriooooo! ¡Qué nos vamos de excursióooooon! María, le comentó a Iñigo: –¡Hay que ver este chico! ¡Está loco con esto de los pájaros!– y con una sonrisa burlona, añadió– ¡No sé a quien me recuerda! Preparamos el viaje y el equipaje era bastante más ligero que la vez anterior, pues simplemente teníamos que transportar nuestra comida, tres mantas y un pequeño alcahaz para traer al azor. Cuando estábamos a punto de partir a primera hora de la mañana, justo cuando cantaba el gallo, mi Maestro me sugirió que capturara la que me pareciera más agresiva, no la más grande. B
Realizamos el trayecto más rápido que la vez anterior, pues no llevábamos el carro y, a media tarde, ya habíamos llegado al río. Todavía nos quedaban varias horas de luz por lo que decidimos ir a buscar ya el azor y partir, de vuelta al castillo, por la mañana temprano. Dejamos a Silverio preparando la cena y Marcelo y yo nos dispusimos a cruzar el río justo por el tramo en el que estaba la silla que lo cruzaba. Nos remangamos los pantalones, nos descalzamos y empezamos a vadearlo. Cuando estábamos a mitad y el agua nos llegaba poco más que a la altura del tobillo, Marcelo comentó bromeando: –¿Te imaginas que a la vuelta hubiera una riada que no pudiéramos cruzar? –¡Bah!, si pasa eso, ya nos mandará la silla Silverio, y mucho tiene que subir para que no lo podamos cruzar, ya que la silla está al menos a diez pies de altura sobre el agua. Nos adentramos en el bosque y llegamos hasta la carrasca que albergaba el nido del azor. Trepé hasta el nido con mucho esfuerzo y cual fue mi sorpresa al ver que el nido estaba completamente vacío. –¡Hemos llegado tarde! –exclamé– no hay nada. Marcelo, desde abajo, me gritó: –¡A tu derecha, en la punta de aquella rama, hay algo parado! Miré hacia donde me indicaba Marcelo y, efectivamente, había un torzuelo de azor ramero, que me miraba indiferente con sus preciosos ojos azules. Miré por las otras ramas y no ví ninguno más, así que escudriñé las encinas de alrededor y descubrí dos primas posadas en una gran rama que también me miraban con curiosidad. Descendí de la carrasca del nido y trepé a la de al lado, que era en la que estaban posadas las dos primas. Conseguí acercarme hasta unos dos pasos de ellas, momento en el que, la que se encontraba más cerca de mí, pasó de una actitud curiosa y tranquila a abrir las alas y la cola, erizar todo el plumaje y comenzar a chillarme como histérica. La otra, dio un pequeño salto y se posó en otra rama cercana, permaneciendo quieta y expectante. “¡Ésta es la más brava!, pero… ¿cómo la cogeré?” pensé. Estaba seguro que la rama se partirá por mi peso si avanzaba más, así que rompí una pequeña rama que había a mi derecha, azuzándola con ella para intentar asustarla y que saltara, confiando que cayera al suelo, ya que deduje que no podría volar mucho porque, aunque estaba totalmente emplumada, todavía tenía bastante plumón cubriéndole la cabeza y la cola aún distaba mucho
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de tener toda su longitud. Mi idea fue buena, porque saltó y, con vuelo torpe, aterrizó en el suelo. –¡Cógela, cógela!– le gritaba a Marcelo mientras bajaba de la carrasca. –¡Yo no pienso coger ese bicho!– contestó él asustado. Bajé maldiciendo su ineptitud pues podíamos perder la oportunidad de capturarla, ya que cuando tocó el suelo, volvió a saltar a volar torpemente para intentar encaramarse en otra encina, lo que, por suerte, no consiguió. Una vez llegué al suelo, me lancé corriendo a por ella y cuando se vio perdida, se tumbó de espaldas al suelo, enseñándome las garras. Con un rápido movimiento, la cogí por los tarsos y le grité a Marcelo: –¡Trae el alcahaz! ¡El alcahaz! ¡Rápido! Marcelo lo trajo al instante e introdujimos en él la prima de azor. Nos abrazamos muy contentos por el éxito de la captura y nos pusimos en marcha hacia el campamento. Cuando nos encontrábamos a unos doscientos pasos del río, empezamos a oír un rumor, que no conseguíamos averiguar qué lo producía, pero cuanto más nos acercábamos al río, más fuerte se oía y cuando nos encontrábamos a punto de salir del bosque, desde dónde ya podríamos divisar el río y el campamento, el rumor pasó a convertirse en un estruendo constante y Marcelo comentó: – ¡A que, con la tontería, va y hay riada! –¡No, hombre, no! Será alguna caravana de carros. –¡No sé yo!– murmuró poco convencido. Realmente, Marcelo tenía razón, pues cuando divisamos el río, nos quedamos helados. Daba verdadero terror. Bajaba con un caudal y una fuerza increíble, arrastrando troncos y peñascos. El agua pasaba tan solo a tres palmos por debajo de la silla y el aire que provocaba la riada, la balanceaba como si fuera de papel. –Pues… yo no sé si pasaré en esa silla– apuntó Marcelo sobrecogido. –Pues no queda otra. Y la silla está para eso. Además, el puente más cercano, debe estar a medio día de camino. Vamos a acercarnos a la orilla y llamaremos a Silverio para que nos mande la silla. Empezamos a llamarle a gritos, y de repente, una voz a nuestra espalda dijo: –No hace falta que gritéis, que ya os oigo. Marcelo y yo nos miramos perplejos y le preguntamos al unísono: –¡¿Qué haces aquí?! ¡¿Cómo cruzaremos ahora si no hay nadie que nos pueda enviar la silla?! B
Silverio se justificó: –Es que he ido a ver si encontraba unas setas para la cena y cuando he vuelto estaba esto así. –¡Pffff! ¿Y ahora qué hacemos?– preguntó angustiado Marcelo. –Pues alguno tendrá que cruzar por el cable para enviar la silla –les propuse. Los tres nos miramos esperando a ver quien era el valiente que se ofrecía a hacerlo. –Lo mejor será… que esperemos a que pase la riada o buscar un puente para pasar– comentó Silverio. –¡Eso es imposible! –le grité – ¡No ves que llevamos un azor en el alcahaz! –¡Pues pasa tú por el cable y mandas la silla!– replicó. –¡De acuerdo! Paso yo– confirmé. –Mira que… como caigas al agua… ¡estás muerto! –me avisó Silverio– ¡No creo que por un azor valga la pena correr ese riesgo! –¡Para ti no, pero para mí, lo que hay en ese cesto es un tesoro!– le aseguré con gran aplomo. Trepé hasta el cable y me aferré de manos y pies a él quedando suspendido de espaldas al agua. –¡Ten mucho cuidado! –me gritaron– ¡Agárrate fuerte! Comencé a cruzar el río y el peor momento fue cuando llegué a mitad del recorrido, pues el cable, a causa de mi peso, se combaba, por lo que el agua, en su turbulencia, salpicaba mi espalda y el aire que movía me balanceaba de aquí para allá. El ruido era ensordecedor y no quería mirar a otro sitio que no fuera el cable que tenía a cuatro dedos de mis ojos para que el miedo no me bloqueara y poder cruzar lo más rápido posible. Por fin, conseguí llegar a la otra orilla, y cuando miré a mis compañeros, saltaban y se abrazaban locos de alegría. A mí me temblaban todos los músculos del cuerpo, tanto por el esfuerzo como por el terror que había pasado. ¡Pero ya estaba hecho! Sólo faltaba mandar la silla para que ellos pudieran cruzar. Accionando la manivela, la envié a la otra orilla, y Marcelo y Silverio empezaron a discutir por ver quién era el primero que cruzaba, pues ninguno quería serlo. Yo les grité: –¡Venga cobardes! ¡Si sólo tenéis que sentaros! Silverio se sentó en la silla y comencé a girar la manivela para traerlo. Se había agarrado fuertemente a los brazos de la silla y gritaba: –¡Qué me caigo, qué me caigo! ¡Date prisa, que se romperá el cable y me ahogaré!
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La cara de terror que traía Silverio, era todo un poema y cuando por fin llegó y tocó suelo firme, se arrodilló y lo besó emocionado. –¡Venga Marcelo! ¡Te toca! ¡Coge el alcahaz y sobre todo, que no se te caiga!– le grité. –¡Gracias por pensar en mi!– me gritó irónicamente. –¡Estoy seguro de que tú no te vas a caer! ¡Pues no te has montado en caballos peores!– le respondí con la misma ironía. Marcelo cruzó aferrado al alcahaz, con las piernas encogidas para que sus pies no tocaran el agua e iba como rezando una extraña letanía. –¡Una vez y nunca más! –aseguró en cuanto pisó tierra firme– ¡En la vida he pasado tanto miedo! Prefiero domar mil caballos salvajes que pasar otra vez por esta tortura. Llegó la noche y tras una copiosa cena que Silverio había preparado a las mil maravillas, el miedo se tornó en risas y bromas sobre la experiencia vivida. De todas formas, los tres pensábamos que lo contáramos como lo contáramos, nadie nos iba a creer… pero no por eso íbamos a dejar de contarlo y, aquella noche, tumbado mirando las estrellas, pensé: “¡Qué razón tenía mi Maestro cuando me dijo que una rapaz es un tesoro! Después de lo que hemos sufrido para conseguir este azor, aunque sea el primero que tenga en mi vida, tengo que adiestrarlo como si fuera el único que vaya a tener, y conseguir que su fama le preceda y que su nombre sea recordado por siempre entre las mejores aves de cetrería”. E imbuido en estos pensamientos, me dormí. Llegamos al castillo al atardecer y, si la primera vez con los halcones habíamos llegado con aire triunfal, esta segunda vez ¡no se nos podía aguantar! Llegamos a la halconera, desmontamos de los caballos y Antonia se acercó corriendo a saludarnos, en especial a Marcelo. Eleonora venía con ella, pero con una actitud más comedida. –¿Qué tal ha ido todo?– preguntó Antonia. Marcelo con arrogancia le contestó: –¡Casi morimos en el intento! –¿Cómo? ¿Acaso os han atacado los bandidos?– preguntó ella de nuevo. Silverio, riendo, le contestó: –¡Qué bandidos ni qué ocho cuartos! ¡Lo que le pasa es que le tiene miedo al agua! BA
–¡Miedo yo! ¡Miedo tú, que pasabas llorando! – le replicó. –Pero… ¿se puede saber de qué estáis hablando?– dijo Eleonora con aire confundido. –De nada, de nada –le dije–. No te preocupes, que ya te contaré. En ese momento, salía mi Maestro de la halconera. –¡Habéis vuelto pronto! ¿Traéis el azor? – Sí –contestamos los tres al unísono mientras yo le entregaba el alcahaz. –Bien. Lo voy a dejar en la muda que he preparado, para albergarlo allí hasta que esté completamente ‘descañado’. Podéis ir a guardar los caballos y descansar del viaje. Le entregué mi caballo a Marcelo y, le pregunté a mi Maestro: –¿Le importa que le acompañe para verlo cuando lo suelte en la muda? Es que yo apenas lo he visto. –Por supuesto, Friso. Acompáñame. Me despedí de mis amigos hasta más tarde y le acompañé. Entró en la muda, tumbó el alcahaz y lo abrió. El azor tardó un poco en salir, pero cuando al fin salió, lo hizo corriendo y se situó en una esquina, mirándonos inquisitivamente. –¡Es preciosa, Friso! –murmuró con tono emocionado– ¡Fíjate qué corazones tiene dibujados en los flancos! ¡Y qué grandes manos tiene!– a lo que yo sólo pude atisbar a decir: –¡Tiene una mirada que paraliza! ¡Me recuerda a la de la real! –Sí, los azores no tienen la mirada dulce de los halcones – contestó cerrando la puerta y añadió– Aquí estará, por lo menos, quince días más. –Mejor, así podremos avanzar un poco más con los halcones– dije. Después de dejar el azor me reuní de nuevo con mis amigos, para dar mi versión a las chicas de lo ocurrido en nuestra aventura, pues no me fiaba de la que les dieran ‘esos’ dos. Al llegar, me encontré a Marcelo, a pecho descubierto, mostrando las supuestas heridas que había sufrido al trepar al árbol para capturar el azor. Antonia lo miraba embobada. Marcelo, al verme, intentó variar el tema de la conversación, pero yo le pregunté irónicamente: –¿Así que te has arañado todo el cuerpo al subir al árbol a coger el azor? –Pues sí– afirmó él cabeceando. B
–¡Vaya! Yo sólo recuerdo verte en el suelo gritando: “¡Yo no cojo ese bicho!” Antonia le miró muy seria y le reprendió: –¡Así que intentabas engañarme! ¡Farsante! Yo, para suavizar la situación, alegué en su defensa: – Hombre… una mentirijilla la dice cualquiera, aunque también te digo que ayer se comportó como un valiente–. A lo que Silverio añadió: –¿Y yo qué? ¡Yo fui el más valiente, pues fui el primero en pasar en la silla! –¿De qué silla hablas?– le preguntó Eleonora. –Ah, ¿aún no os han contado lo de la silla?– pregunté. –No– contestaron las dos al unísono. Nos enfrascamos los tres en contarles nuestra peligrosa aventura y conforme avanzábamos sus caras iban cambiando de una expresión de normalidad a una de gran angustia, y cuando acabamos de contar nuestra aventura, Marcelo y yo nos encontrábamos, con Antonia él y con Eleonora yo, aferradas a nosotros fuertemente, como protegiéndonos. Antonia exclamó: –¡Tú no te vas más con Friso, Marcelo! ¡Tú no te vas más! ¿Qué quieres, qué me quede viuda antes de tiempo? –Hombre, Antonia, que no es para tanto –le contesté, pero Eleonora, zarandeándome, me recriminó: – ¡Tú calla, eh, tú calla, que estás medio loco, igual que Iñigo! Silverio, con arrogancia dijo: –Pues vaya… yo que he sido el más valiente, nadie se preocupa por mí. Eleonora le respondió: –Tú calla también, que si hubieras estado en tu puesto, Friso no habría tenido que arriesgar la vida cruzando por el cable y tú no habrías tenido que cruzar montado en la silla. ¡Aquí el más valiente es Friso! –A lo que Antonia le replicó enseguida: –No confundas valiente con ‘loco perdido’. –Vale, vale… –murmuró Silverio socarronamente– parece que aquí… ya no hay sólo una parejita de novios. –¡Qué insinúas!– dijo Eleonora muy seria, y soltándome precipitadamente, añadió– Friso es mi cetrero, nada más. –Bueno, bueno… –contestó Silverio– no te pongas así. Ella, levemente ruborizada pero muy altiva, dijo: –¡Me voy! ¡No tengo por qué aguantar las insolencias de un ‘herrerucho’!– y se fue.
Antonia exclamó: –Silverio ¡es que pareces tonto! –Si, hombre, ahora la culpa será mía de que “a la doña” le guste Friso. ¡Si se le nota a la legua! A lo que yo respondí: –No, hombre, no, te equivocas. Sólo somos buenos amigos y, como bien ha dicho ella, yo sólo soy su cetrero. –Bien… no voy a discutir… lo que tú digas–. Y cambiando de tema, añadió– Yo me voy a cenar, que tengo hambre. –¡Vaya! Ya es tarde. Nosotros también nos vamos, Friso. Hasta mañana Marcelo– le dijo Antonia dándole un beso en los labios. Durante la cena, Antonia y yo les contamos a María y a mi Maestro la aventura varias veces y, por supuesto, Antonia ensalzaba a Marcelo como el gran héroe de la expedición.
34. De los escapes En mi ausencia, mi Maestro se había limitado a dar de comer en el puño a ‘Pituso’ y ‘Valonga’. Me había aclarado que antes de soltarles escapes de paloma, debía hacerlos ‘redondos’. Mientras preparaba lo necesario para ir a volarlos, le pregunté: –¿Los vamos a hacer a los dos altaneros? –Sí, aunque a ‘Valonga’ la dedicaremos posteriormente a la caza de la corneja en la modalidad de mano por mano. –Entonces ¿por qué hay que enseñarle a ella a volar por altanería?– le pregunté. –Pues sencillamente porque así su adiestramiento será mucho más completo y el día que queramos volarla por altanería, lo podremos hacer. Ten en cuenta que un halcón de altanería sirve igual para mano por mano, pero no al revés. –¿Me va a acompañar hoy? –No. Lo puedes hacer perfectamente solo. No te preocupes, que te resultará mucho más fácil que con ‘Arenisca’, pues como éstos ya los has trabajado dándoles pasadas al señuelo, en cuanto los sueltes y les des las voces, comenzarán a volar a tu alrededor esperando el señuelo. Con ellos, lo más importante que tienes que tener en cuenta es que no se posen esperando a que les saques el señuelo, pues tienen mucha menos fuerza de vuelo que ‘Arenisca’. –Y si se posan… ¿qué hago? –Lo mejor es que no se posen. Para ello, en estas primeras lecciones no arriesgues demasiado. En cuanto hagan cuatro o cinco tornos, les volteas el señuelo y les das cuatro o cinco pasadas. Pero, en el caso de que alguno se posara, debes ir a recogerlo al puño, encaperuzarlo y volver a probar un poco más tarde. –Bien, pues me voy, a ver que tal se me da. Probé primero con ‘Pituso’ y lo hicimos perfectamente. Dio cuatro o cinco tornos a mí alrededor y cinco o seis pasadas al señuelo, así que di por finalizada la lección. Pero con ‘Valonga’… la cosa fue diferente. La desencaperucé, la levanté en el puño, la lancé a volar, pues no quería salir, y avanzó unos quince pasos hacia delante. Giró y volvió para posarse a mis pies. La recogí la encaperucé y esperé un poco. La volví a lanzar y esta vez dio una vuelta a mi alrededor y se volvió a parar a mis pies. La llamé al puño y subió como un rayo. La volví a lanzar y lo mismo, así que decidí dar por terminada la lección e ir en busca de mi Maestro. Cuando lo encontré, le expliqué lo ocurrido y me dijo:
–Tiene demasiada hambre y por eso no se despega de ti. Simplemente, tendrás que subirla un poco de peso. –Pero… si pesa lo mismo que con las lecciones a la gallina– le aclaré. –Sí, pero entonces ella salía directamente hacia una presa y si el hambre le aprieta un poco, aún saldrá con más decisión hacia ella en esos vuelos de mano por mano, pero si no hay ninguna presa a la vista, ella tiene prisa por comer y lo más fácil es pedírtela, por eso se posa a tus pies. Tienes que saber que los halcones de altanería tienen que volar normalmente más gordos que los de mano por mano para que no tengan esa prisa por comer. –Bien, pues hoy le voy a aumentar un poco la gorga, a ver que tal lo hace mañana. –Ten en cuenta también que ahora ambos necesitarán comer más que antes para mantenerse en un mismo peso, pues van a realizar más ejercicio. –Entonces ¿se la aumento también a ‘Pituso’? –De momento no, sólo cuando por sus reacciones veas que lo necesita. Pasé una semana enseñándoles a hacer tornos y ya nos disponíamos a soltarles sus primeras palomas de escape. Mi Maestro me acompañaba y dijo: –Lo haremos igual que con ‘Arenisca’. Primero una paloma difícil y luego otra pestañeada. Como siempre, por costumbre, empezamos con ‘Pituso’. Hizo dos o tres tornos a nuestro alrededor a una altura de unos sesenta pies y cuando lo tuve casi en mi vertical, le solté la paloma acompañada de la grita. Picó hacia ella. La paloma lo esquivó, volvió a recazarla y le volvió a esquivar, por lo que abandonó la persecución. Llamé su atención volteando la lúa sobre mi cabeza y cuando se encontraba a unos sesenta pasos de nosotros, mi Maestro lanzó la paloma pestañeada hacia arriba. Ésta subió verticalmente a gran velocidad, ‘Pituso’ aceleró su vuelo y ‘montando sobre cola’ trabó la paloma en el aire a más de ciento cincuenta pies de altura, para bajar con ella en sus garras y posarse a unos treinta pasos de nosotros. –¡¿Ha visto como ha subido y la ha trabado, Maestro?!– exclamé. –Sí. Demuestra tener bastante fuerza de vuelo este halcón. Muy bien, lo ha hecho muy bien, aunque hubiera sido mejor que no la hubiera cogido.
–¿Mejor que no la hubiera cogido?– pregunté sorprendido. –Ya te lo explicaré luego. Ahora a ver como lo hace su hermana. ‘Valonga’ dio dos o tres tornos a nuestro alrededor y se mantenía a una altura de diez o doce pies pues, hasta ahora, siempre había ejecutado los tornos a mucha menor altura que su hermano, normalmente, a ras de suelo. Le soltamos la primera paloma difícil y ‘Valonga’ la persiguió a la tira, pegada a su cola, unos cien pasos antes de abandonar y volver hacia nosotros rasa al suelo, como había venido su hermano, incitada por mi llamada y el volteo de mi lúa. Mi Maestro hizo lo mismo que con ‘Pituso’, lanzando al aire la paloma pestañeada. ‘Valonga’ subió a por ella ‘montando sobre cola’ pero no pudo llegar y se quedó planeando a unos ciento veinte pasos de altura, momento en el que mi Maestro sacó otra paloma pestañeada de su morral y, volteando su lúa y dando la grita, la lanzó hacia arriba. ‘Valonga’ picó hacia ella instantáneamente y la trabó con gran facilidad en el aire, para acabar posándose con ella a unos cincuenta pasos de nosotros. –Muy bien. Ha salido perfecto. Ve a recoger la otra paloma pestañeada, Friso– me indicó mi Maestro cuando aterrizó la primera paloma pestañeada a unos veinte pasos de nosotros, pues suben verticalmente hasta que se cansan y empiezan a descender aleteando hasta que llegan al suelo. Recogí la paloma, recogí a ‘Valonga’ y volvimos al castillo. Por el camino, le pregunté: –¿Por qué ha dicho que habría sido mejor que ‘Pituso’ no hubiera capturado la paloma pestañeada? –Pues para poder haberle dado la misma lección que a su hermana, porque aunque está muy bien que la trabe, si el halcón está muy fuerte, tarda más en aprender la ventaja que le da la altura, que es lo que hemos conseguido enseñarle a ‘Valonga’, pues, como has visto, primero le hemos soltado una paloma difícil, que no ha podido capturar; luego otra pestañeada, en teoría fácil para el halcón porque presentaba un vuelo lento y estático, aunque tenía trampa, pues no es tan fácil para el halcón subir aleteando en vertical hacia la presa; pero nosotros hemos conseguido con ello que ‘Valonga’ se situara a cierta altura, para finalizar con otra pestañeada por debajo de ella para que la capture seguro y entienda que la altura le da ventaja sobre la presa. Así deberemos hacerlo en los siguientes días, combinando palomas difíciles y fáciles para que los halcones vayan entendiendo la ventaja de la
altura y para que aprendan también a acuchillar y trabar las presas en el aire, a la par que se van musculando pues, lo que más muscula a cualquier rapaz, es la persecución directa sobre la presa. Al día siguiente, mi Maestro había elegido para el primer escape de ‘Pituso’ un palomo viejo. –Desencaperuza –me dijo– a ver si tenemos suerte y este palomo hace subir a ‘Pituso’. –Pero si el palomo es viejo… tendrá menos fuerza y lo atrapará antes ¿no?– le pregunté. –No lo creas. Si logra esquivar el primer ataque, se defenderá del halcón cogiendo altura y… ya verás lo que pasa. Solté a ‘Pituso’ y se situó, dando tornos, a una altura de unos cincuenta o sesenta pies. Cuando se encontraba en el punto más alejado de nosotros, en uno de sus tornos, mi Maestro volteó la lúa, dio la grita y soltó el palomo. ‘Pituso’ le atacó, pero el palomo esquivó el primer ataque y comenzó a ganar altura, dando amplios tornos. ‘Pituso’ intentó seguirlo ‘montando sobre cola’, pero, al poco, desistió, pues el palomo se le escapaba en altura. Entonces, optó por tomar altura como el palomo, dando tornos, pero a unos cien pasos de la vertical del palomo. Subieron ambos a una altura de más de trescientos pies y ahí permanecían ambos, dando pequeños tornos, uno frente al otro, como vigilándose. Llevaban aproximadamente un par de minutos así, cuando el palomo decidió salir de su torno y dirigirse hacia unos árboles que había a unos quinientos pasos. Automáticamente, ‘Pituso’ picó tras él. El palomo no había avanzado ni treinta pasos cuando, al ver que el halcón le seguía, volvió a la posición anterior y ‘Pituso’ dejó la persecución e hizo lo mismo. –¿Qué hacen? –le pregunté extrañado– ¿Por qué no le ataca? –Ahora jugarán al ‘gato y el ratón’. El palomo esperará sin salir de su torno hasta que vea una posibilidad de poder escapar y el halcón no le atacará con fe hasta que no vea que el palomo no puede volver a subir. –¿Y cuánto rato estarán así? –Hasta que uno pierda los nervios o se canse, ya sea el halcón o el palomo, pero he visto lances de este tipo llegar a durar más de media hora y, casi siempre, es el palomo el que antes pierde los nervios y se tira al suelo buscando refugio, momento que aprovecha el halcón para picar sobre él y trabarlo. En ese momento, vimos a ‘Pituso’ que salió de su torno para intentar atacar al palomo, pero éste, al verlo, comenzó a subir aún
más, por lo que ‘Pituso’ volvió a su vertical para igualar su altura con la del palomo. –Ves –señaló– así estarán todo el rato. Cuando el halcón pierde los nervios y le ataca, el palomo sube aún a más altura y, si es el palomo el que los pierde y se deja caer, es el halcón el que le ataca. Así estuvieron más de un cuarto de hora, continuando con sus amagos de huída y ataque, cada uno en su vertical e intentando mantener ambos la misma altura, esperando el despiste del otro. –Bueno –dijo– vamos a aprovechar, ahora que lleva gran altura, a soltarle una pestañeada y comprenda lo fácil que resulta el ataque si la tiene debajo. –Y ¿por qué no lo dejamos un poco más, a ver quien gana? Es que este ‘duelo’ es muy interesante. –Pues porque estamos enseñándole la ventaja de la altura a un halcón fuerte y si consiguiese capturar al palomo, aún creería más en su fuerza y no habríamos conseguido enseñarle lo que queremos. Y dicho esto, mi Maestro agitó la lúa, dio la grita y soltó la pestañeada. ‘Pituso’ bajó a por ella verticalmente y, en un visto y no visto, la acuchilló con gran violencia. –¡Ha sido un picado fantástico!– dije impresionado por su velocidad. –Hoy ha recibido una gran lección –comentó– a ver que hace mañana. Recogí a ‘Pituso’ y cogí a ‘Valonga’. –Bueno –murmuró– a ver si hoy toma un poco más de altura que ayer. ‘Valonga’ saltó a volar y comenzó a dar tornos a nuestro alrededor a ras de suelo. –Pues… ¡parece que no aprendió nada ayer!– le dije un poco defraudado. –Vamos a esperar un poco, a ver que hace –me contestó– pues en su mente aún están grabadas las clases al señuelo y si te fijas en ella verás que te mira esperando a que lo saques. Vamos a caminar un poco para que entienda que no se lo vas a mostrar. Empezamos a andar y ella comenzó a dar tornos de más amplitud, ganando altura, hasta hacer techo a unos ciento veinte pies. –¡Ves como sí ha entendido la lección de ayer, Friso! Así que le soltaremos una paloma fácil para premiarla. –¿Y por qué no soltamos primero una difícil y luego otra fácil como ayer?
–Eso lo haremos mañana, porque hoy hay que premiar que haya tomado más altura al haber comprendido lo que pretendíamos enseñarle ayer. Si ahora le soltamos una difícil, la fallará seguro y corremos el riesgo de que el halcón vuelva, tras la persecución, a poca altura para soltarle la paloma fácil, así que le estaríamos enseñando lo contrario de lo que queremos. Por lo tanto, cada vez que el halcón hace algo bien, hay que premiarlo, como es el caso de hoy. Si hoy no hubiese tomado altura, sí que habríamos soltado primero la difícil. De todas maneras, la regla general es que si el halcón lo hace bien, hay que premiar con una presa fácil y si lo hace mal, con una difícil y esa decisión de presa difícil o fácil se deja al entendimiento del cetrero. Le soltamos una pestañeada y la capturó sin ningún problema, dando por terminada la lección. Al día siguiente, ‘Pituso’ había hecho techo a unos ciento ochenta pies y se mantenía dando tornos a una distancia de trescientos pasos de nuestra vertical. –Hoy vamos a soltarle un escape medio difícil –me explicó–. Será una paloma a la que previamente le habremos quitado las plumas de la cola, lo que hará que no pierda velocidad de vuelo pero sí maniobrabilidad para poder evitar el ataque del halcón. Céntralo con la lúa y, cuando esté en nuestra vertical, suéltale la paloma. Así lo hice, y ‘Pituso’ acudió rápidamente a la llamada de la lúa colocándose sobre nuestra vertical a la espera de su paloma. Di la grita y solté el escape. La paloma volaba rapidísimo, pero ‘Pituso’ la alcanzó en un momento, consiguió acuchillarla, pero no la paró, aunque quedó tocada y tras una persecución de unos trescientos pasos, la paloma se echó al suelo, donde la trabó. –Muy bien –dijo– pero, como has visto, le falta decisión y precisión a la hora de acuchillar, y tendrá que ir aprendiendo a base de escapes. – Maestro, y si ésta no la hubiese capturado ¿le habríamos soltado una pestañeada? –No. Le habríamos soltado otra igual. Una vez que sabe que la altura le da ventaja, sólo debemos emplear las pestañeadas para premiar persecuciones fallidas en las que el halcón haya trabajado muchísimo, porque si abusamos de las pestañeadas, al final sólo querría atacar a éstas, así que, a partir de ahora, las pestañeadas con ‘cuentagotas’.
Recogimos a ‘Pituso’ y soltamos a ‘Valonga’. Salió del puño volando a la tira y cuando estaba a más de cien pasos, le pregunté a mi Maestro: –¿Pero a dónde va? ¿La llamo con el señuelo? –No, vamos a esperar. Seguramente, se irá lejos a tomar altura para volver a nuestra vertical cuando haga techo. Efectivamente, ‘Valonga’ se alejó unos cuatrocientos pasos para comenzar a montar allí y una vez que hizo techo a unos ciento veinte pies, volvió a nuestra vertical. –¿Ves, Friso? Ésta es una reacción muy normal en algunos halcones. Los hay que toman altura cerca de ti y otros que se van lejos para tomarla y regresar cuando han hecho techo. Bueno, pues a ésta le soltaremos otra paloma sin cola, como a su hermano. ‘Valonga’ picó hacia el escape, pero no consiguió acuchillarlo y, tras una persecución de unos doscientos pasos, lo abandonó. La volví a centrar con la lúa y esta vez se colocó a más altura. Le volvimos a soltar otro escape de paloma sin cola. Ella se lanzó tras él y esta vez sí consiguió acuchillarlo, pero, al igual que le había pasado a su hermano, no lo paró en seco y tuvo que perseguirlo unos cien pasos más hasta trabarlo en el suelo. Recogimos a ‘Valonga’ y, de regreso al castillo, le pregunté: –¿Cómo ha sabido que ‘Valonga’ se alejaba a la tira para tomar altura y no para escaparse o ir a cazar alguna presa que hubiese visto al desencaperuzarla? –Pues hombre, escaparse ya tenía claro que no se iba a escapar ¿o tú pensabas que se iba a escapar? –No, escaparse no. –Pues entonces sólo te queda que hubiera visto alguna presa y efectivamente hubiese salido hacia ella, pero por su forma de volar, ya te das cuenta de que no es así porque no iba en vuelo de ataque, sino de paseo. De todas maneras, a partir de mañana, ‘Valonga’ sólo hará vuelos de mano por mano, pues ya sabe seguirnos por el campo y que la altura le da ventaja frente a la caza, así que mañana variaremos su entrenamiento.
A
35. De la introducción a la caza de mano por mano La tarde siguiente ‘Pituso’ lo había hecho a la perfección, fallando el primer escape de paloma difícil y capturando el siguiente, al que le faltaba la cola. Con ‘Valonga’, mi Maestro me explicó que su entrenamiento iba a consistir en enseñarle a atacar a las presas a gran distancia. Para ese primer día, yo me había colocado con ‘Valonga’ a unos seiscientos pasos de mi Maestro. Él, agitando su lúa, me indicaba que tenía que desencaperuzar. Así lo hice, ‘Valonga’ partió rasa y cuando se encontraba a unos cien pasos de él, le soltó una paloma pestañeada, acompañada de la grita. El escape subió rapidísimo, obligando a ‘Valonga’ a hacer un vuelo ‘montando sobre cola’ para trabarlo a unos ciento ochenta pies de altura. Salí corriendo hacia allí. –¡Qué bien ha subido! Se nota que está mucho más fuerte que los primeros días– le comenté. –Sí. Ahora, durante dos días, repetiremos esta operación pero con palomas negras para que lo relacione con el color de su presa, que será la corneja. –Pero ¿también pestañeadas? –Sí, Friso, sí, pestañeadas. Ahora, lo que nos interesa es un escape que permanezca en vuelo a mucha distancia del halcón pero que cuando llegue, le sea relativamente fácil de capturar, para que tome fe en recorrer esa gran distancia que le separa de él. –Y ¿también tendremos que soltarle una corneja de escape para que la reconozca? Como su vuelo es muy diferente al de las palomas…– justifiqué. –No, no hará falta. Procuraremos que su primera corneja salvaje le salga bastante cerca y, al ser su vuelo mucho más lento que el de la paloma, seguro que la atacará sin dudar. Así que dentro de dos días intentaremos ir a capturar la primera. –¿Podré avisar a Eleonora por si quiere venir? –Por supuesto.
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36. De la introducción a la caza del halcón troquelado Eleonora y sus padres habían pasado la última semana visitando a su tío, don José, que había estado bastante enfermo, pero había llegado noticia de que regresaban esa tarde. Tenía muchas ganas de volver a verla, y de que viera la progresión de los halcones. Echaba de menos su compañía y comentarios en el campo de vuelo. Me encontraba en la halconera con mi Maestro cuando aparecieron Eleonora, don Orduño y un joven noble, de unos veinte años, al que no conocía. –¡Hola! ¡Ya hemos vuelto!– saludó ella muy alegre. La miré y la vi radiante y hermosa. –Buenas tardes– dijeron don Orduño y el noble al unísono. –Muy buenas– contestamos nosotros. –¿Te acuerdas de mi sobrino Mínguez, Iñigo?– le preguntó don Orduño. –¡Sí que has crecido muchacho! –exclamó mi Maestro estrechándole la mano– me alegro mucho de volver a verte. –Igualmente –contestó él– ¡Estás igual que como te recordaba! –Te presento a Friso, mi nuevo aprendiz– le indicó mi Maestro. Nos estrechamos la mano y me dijo: –Tienes un gran Maestro, así que no desaproveches la oportunidad. –No la está desaprovechando –le aseguró mi Maestro– por ahora, es el mejor alumno que he tenido. Me sentí muy halagado por su comentario y más aún por haberlo hecho delante de Eleonora y de su padre. –Mi sobrino –explicó don Orduño– acaba de retornar de las Américas, y el gobernador de las tierras que ha visitado le ha obsequiado con un halcón peregrino de los que habitan allí. Además, me ha traído como regalo una prima de bajo vuelo de una especie que allí llaman ‘Peuco gallinero’. Acompañadnos y os los mostraremos, que están en el carro. Fuimos a ver las aves con mucho interés y curiosidad, pues no se nos había presentado nunca la oportunidad de conocer aves provenientes de las Américas. El halcón estaba encaperuzado, posado en un ‘varal’. Era un peregrino inmenso, mucho más grande que ‘Arenisca’. Presentaba plumaje de pollo. –¡Es un peregrino gigante!– señaló mi Maestro sorprendido.
–Sí –contestó Mínguez– allí lo llaman ‘halcón de los patos’. –Hombre, la verdad es que, por su tamaño, no debe tener problemas para trabarlos. –Por eso he venido, Iñigo, a ver si me das algún consejo para hacerlo cazar, pues yo he sido incapaz hasta ahora. –Mira Iñigo –le indicó Eleonora– a ver que te parece el peuco, que está aquí en este alcahaz. –Son pájaros muy tranquilos y mansos –aclaró Mínguez– aunque éste está totalmente arisco y fuera de sí, pues es ramero y lo capturaron justo una semana antes de embarcar y nadie lo ha manejado hasta ahora. Mi Maestro abrió la tapa, y nos asomamos los dos. Allí estaba el peuco encaperuzado. Era del tamaño de una prima de azor. Presentaba un plumaje de color totalmente pardo. Tenía largos tarsos y grandes manos parecidas a las del azor aunque con las garras más pequeñas. La cola era larga, negra y rematada con una franja blanca. –Parece un azor cruzado con aguilucho o con ratonero – observó mi Maestro y le preguntó a Mínguez– ¿Éste es su plumaje definitivo? –No. De adultos son de color totalmente negro excepto por una mancha grande, en cada una de sus alas, de color ladrillo, al igual que las calzas. –Bueno… pues ya veremos que tal resulta el peuco. En cuanto al halcón, si te va bien, mañana por la mañana podemos ir a probarlo. –¡Estupendo! – contestó él – pues quedamos así. –Friso –me pidió mi Maestro– lleva el halcón al jardín y le pones el baño, que yo llevaré el peuco a una muda para que se recupere del viaje. –Te acompaño, Friso –dijo Eleonora– que quiero ver como están ‘Pituso’ y ‘Valonga’. –¡Vale!– respondí complacido. Llegamos a la halconera y coloqué el halcón de Mínguez en el banco. Mientras le preparaba el baño, le pregunté a Eleonora: –¿Así que tu primo ha estado en las Américas? –Sí. Ha traído cosas muy curiosas. –Debe ser muy valiente. Yo no me atrevería a ir en un barco hasta tan lejos. Bueno, es más, ni siquiera he visto el mar… Dicen que es muy grande. ¿Tú lo has visto? – Sí, hace un año, cuando fuimos a despedir a mi primo al puerto, y sí que debe ser grande, sí, pues no se ve el final mires hacia dónde mires.
–Y ¿probaste el agua? ¿Es verdad que es salada? –Sí, es muy, muy salada. –Y los barcos ¿son muy grandes? –Sí. Piensa que el viaje dura más de un mes y tienen que llevar todo lo necesario para subsistir en el barco durante toda la travesía. –Y ¿si se hunde el barco durante la travesía? –¡Pero qué cosas tienes! ¡Pues se ahogarían! –Pues… he oído decir que hay monstruos que se comen los barcos enteros. Jo, que miedo… ¡yo no iré nunca!– le aseguré totalmente convencido. –¡Pero qué cazurro eres!– exclamó ella riendo. Una vez que le hube preparado el baño al halcón de Minguez, lo desencaperucé y comenzó a chillar al estilo de ‘Cascabel’. En ese momento llegó mi Maestro. –¡Vaya por Dios! ¡Si está troquelado!– exclamó. –¿Eso quiere decir que estará todo el día chillando?– preguntó Eleonora. –Sí, seguramente sí– le contestó. –Pues vaya –dije– y ¿cuánto tiempo lo tendremos aquí? –No lo sé. Espero que poco– respondió. –Al menos, con la caperuza puesta no chilla –apuntó Eleonora– pues no lo he oído en todo el viaje. –¡Algo es algo!– murmuré. Al día siguiente, después de desayunar, aparecieron Mínguez y Eleonora en la halconera. –Buenos días– saludaron al entrar. –Muy buenos; va a hacer calor hoy– comentó mi Maestro. –¿Qué tal ‘Indiana’?– preguntó Mínguez. Ambos dedujimos que ese sería el nombre que le había puesto a su halcón. –Muy bien, ya la puedes oír –le contestó mi Maestro y añadió: –Así pues, está troquelada ¿no? –Sí, troquelaron a todos los hermanos juntos –aclaró– el Gobernador me dijo que así no correría riesgo de perderla. –Y tenía razón– le confirmó mi Maestro. –¿No tenéis cetrero?– le pregunté. –No. Mi padre no gusta de la caza y éste es el primer halcón que tengo– respondió. Mi Maestro le preguntó: –¿Sabes si, una vez emplumada ‘Indiana’, la dejaron volar un tiempo libre? ¿o ha estado siempre cautiva?
–No, siempre ha estado cautiva. –Bien… pues vámonos. Friso, adelántate a los establos y ayuda a Marcelo a ensillar los caballos mientras lo preparo todo. –¡Voy!– contesté. Llegamos los cuatro a la zona de vuelo con ‘Indiana’. Desmontamos de los caballos y mi Maestro dijo: –Bueno Mínguez, a ver que sabe hacer este halcón. Mínguez desencaperuzó a ‘Indiana’ y ésta comenzó a chillar. La levantó en el puño y la lanzó. Dio un par de tornos a su alrededor y se posó a sus pies. Mínguez, echó a correr y ella le siguió, alcanzándole enseguida y colgándose de su morral. Eleonora y yo nos reíamos por lo ‘bajini’, aunque mi Maestro permanecía, aparentemente, muy serio. Mínguez desenganchó el halcón del morral y se acercó hacia nosotros. –Esto es lo que hace todos los días. No consigo que se despegue de mí– comentó con cierto abatimiento. Mi Maestro palpó las pechugas de ‘Indiana’ y le explicó: –Está demasiado delgada para ser un halcón troquelado. Lo primero que hay que hacer es subirla de peso para evitar que se apegue tanto a ti. ¿Ha matado alguna presa? –Sí –contestó Mínguez– en su muda ha matado varias palomas. –Eso está bien. –Pero le he soltado varias en el campo y ni las mira– añadió con frustración. –Vamos a hacer una prueba a ver que pasa. Mínguez, encaperúzala y tú, Friso, coge una paloma y, a cincuenta pasos de distancia, átala al suelo con un cordel largo y vuelves. Así lo hice y la paloma quedó revoloteando por el suelo. –Desencaperúzala, a ver que reacción tiene– le indicó a Mínguez. Desencaperuzó e ‘Indiana’ empezó a cabecear mirando la paloma, pero sin decidirse a saltar a por ella. –¡Lánzala!– exclamó. La lanzó e ‘Indiana’ fue hacia la paloma. Ésta última la recortó varias veces, pero al final, el halcón consiguió trabarla. –Dame otra paloma, Friso– me ordenó mi Maestro. Se la di y mi Maestro le quitó todos los ‘cuchillos’ de un ala y me la devolvió. –Toma, cuando te lo diga, la lanzas fuerte hacia arriba y ahora, vamos todos a recoger el halcón.
Mi Maestro dejó a ‘Indiana’ desplumar la paloma. El halcón permanecía en el suelo, cubriendo la presa totalmente con sus alas abiertas, y con lo que quedaba de su cola, pues no me había fijado antes, pero la tenía bastante deteriorada. Cuando empezó a comer, mi Maestro se agachó y lo subió al puño, arrancándole la paloma sin miramientos. Se apartó de mí unos quince pasos. –¡Lanza la paloma hacia arriba! ¡Fuerte! La lancé lo más fuerte que pude y ésta comenzó a volar muy torpemente, tanto que pensé que no aguantaría en el aire ni veinte pasos. Por su parte, en el instante que yo lancé la paloma, él lanzó a ‘Indiana’, que siguió el vuelo torpe de la paloma para acabar trabándola en el suelo. –Ahora, la dejaremos que coma lo que quiera –explicó–. Cuando vaya a terminar de comer, la recoges, Mínguez. Mañana comprobaremos si ataca ya a una paloma en vuelo. –Ha usado la misma técnica que para introducirla al señuelo ¿verdad Maestro?– le pregunté. –Sí. Mínguez recogió a ‘Indiana’. –¡Creo que al final sí que conseguirás hacerla cazar, Iñigo! –¡Por supuesto que lo conseguirá!– aseguramos Eleonora y yo al unísono. –Bueno, bueno…. habrá que esperar a ver que pasa – advirtió mi Maestro– de todas maneras, Mínguez, tendrás que aprender un poco más sobre cetrería. –¡Claro! ¡Para eso he venido! – aseguró mientras acariciaba a Indiana que comía en su puño cubriendo totalmente la comida. –Bien, pues lo primero que tienes que intentar es mantener siempre en perfecto estado el plumaje de tu halcón y, en tu caso, tienes que conseguir que cubra lo menos posible. Para ello es imprescindible no tocarlo mientras come, pues cuanto más lo acaricies, más cubre, pues piensa que le vas a quitar la comida, así que… deja de acariciarlo ¡que lo vas a gastar!– le pidió sonriente pero con firmeza. –Vaya –comentó Eleonora–, si sigue cubriendo así se va a quedar sin cola, pues ya le faltan la mitad de las plumas y las demás las tiene dobladas… –¿Se le podrían enderezar estas plumas dobladas?– preguntó Mínguez. –Sí, y también injertar las que le faltan– le contestó mi Maestro. –¡¿Ah, sííí?! –pregunté muy sorprendido– ¿Y cómo se hace?
Eleonora con una cantinela exclamó: –¡Yo sé cómo se hace! ¡Yo se cómo se hace! –No te preocupes, Friso, que ya lo haremos– me aseguró mi Maestro.
37. De la caza de ‘mano por mano’ Por la tarde, Eleonora y Mínguez nos iban a acompañar al que iba a ser el primer día de caza con ‘Valonga’. ¡Por fin íbamos a probarla sobre corneja salvaje! Salimos del castillo a caballo y mi Maestro portaba a ‘Valonga’ encaperuzada en su puño. –¿A qué zona nos dirigiremos?– le pregunté. –Hacia cualquiera, pero, sobre todo, por zonas cultivadas, que son las que más les gustan. Daremos vueltas por los caminos hasta encontrar alguna corneja. Habían pasado un par de horas y habíamos visto alguna corneja, pero todas salían demasiado lejos para aquel primer lance. De repente, Eleonora exclamó: –¿Aquello de allí son cornejas? Miramos todos en la dirección que señalaba y, efectivamente, había cinco cornejas dentro de un pequeño huerto que lindaba por dos de sus márgenes con un campo de almendros y por los otros con una gran extensión de campos de cereal. –Bien –indicó mi Maestro– tenemos que acercarnos sin ser vistos para que nos salgan cerca, así que lo haremos a través del campo de almendros. Llegamos a los almendros y desmontamos de los caballos para atravesar el campo a pie sigilosamente. Llegamos al borde que lindaba con el huerto y lo escudriñamos en busca de las cornejas. –¡No están!– exclamé. –¡Allí, allí!– apuntó Mínguez señalando hacia la derecha. Las cornejas se alejaban volando. Tres de ellas ya estaban demasiado lejos, pero otras dos se encontraban a unos cien pasos alejándose de nosotros a ras de suelo. Mi Maestro desencaperuzó a ‘Valonga’, levantó su puño, y esperó a que saltara. Ésta cabeceaba mirándolas fijamente pero sin decidirse a ir a por ellas, mientras las cornejas, cada vez se encontraban más lejos. Al final, la lanzó con gran fuerza, a la vez que le daba la grita y partió hacia ellas, que se encontraban ya a unos doscientos pasos. Al ver al halcón que las seguía, empezaron a tomar altura, pero ‘Valonga’, que se percató de ese detalle, también comenzó a subir mientras se les acercaba a gran velocidad. Las cornejas, al comprobar que tomando altura no iban a poder escapar, pues ‘Valonga’ se les acercaba a más de treinta pies por encima de ellas, comenzaron a volar con todas sus fuerzas hacia unos ‘arbolillos’ que tenían a unos doscientos pasos. ‘Valonga’ atacó a la más rezagada, picando sobre ella y
acuchillándola con gran fuerza, haciéndola descender unos diez pies para, acto seguido, dar una voltereta de espaldas en el aire y volver a golpearla, haciéndola descender de nuevo unos cinco pies y repitió la voltereta para acuchillarla otra vez y estamparla contra el suelo. Dio otra voltereta de espaldas en el aire, para acabar trabando la corneja en el suelo. –¡La ha cogido! ¡La ha cogido!– gritaba yo loco de contento mientras corría hacia allí. –¡Cámbiasela enseguida por su gorga de paloma, que no quiero que coma de la corneja!– me gritó mi Maestro. –¡Es fantástico ese halcón! ¿Has visto, Iñigo, las volteretas que ha hecho en el aire?– le comentó Mínguez. –Sí. Para ser su primera corneja, ha hecho un vuelo espectacular. Eleonora venía corriendo tras de mí y llegamos casi a la par donde se encontraba ‘Valonga’ aferrada a su presa. –¡Le ha levantado la ‘tapa de los sesos’ con las cuchilladas!– murmuró Eleonora asombrada. ‘Valonga’ había comenzado a desplumar la corneja y me apresuré a cambiársela por su gorga. Aceptó el cambio de buen grado. Eché la corneja al morral y volvimos hacia los almendros, comentando apasionadamente el lance, donde nos esperaban mi Maestro y Mínguez. Llegamos con una sonrisa de oreja a oreja y mi Maestro me estrechó la mano diciéndome con una expresión de satisfacción y orgullo: –¡Enhorabuena, Friso! ¡Qué pena que no haya estado don Orduño para ver este lance! –No te preocupes, Iñigo –le dijo Eleonora– que ya se lo contaré yo con ‘pelos y señales’. –¿’Indiana’ llegará a hacer algún lance así?– preguntó Mínguez. –A lo mejor sí– le contestó mi Maestro condescendientemente. Y enfrascados en la conversación sobre el lance, regresamos al castillo. Durante la cena, les puse la cabeza como un bombo a María y Antonia, relatándoles una y otra vez el lance, hasta que María me dijo: –Bueno, ya está bien de cornejas, que eso no se come. ¡A ver cuando traes algo que se pueda echar a la sartén!
Ese comentario de María, me hizo recordar que mi Maestro me había dicho que no quería que ‘Valonga’ comiera de la corneja, así que le pregunté los motivos. –Pues porque los córvidos, al ser muchos de ellos carroñeros, suelen tener parásitos intestinales y… ‘más vale prevenir que curar’. –Y ¿si dejamos al halcón que coma del ala y de la pechuga? – a lo que él, muy serio me contestó: –Friso, ¿qué te he dicho? ¿No entiendes el castellano? Por la mañana fuimos de nuevo los cuatro con ‘Indiana’ al campo de vuelo. Cuando llegamos, Mínguez le preguntó a mi Maestro: –¿La desencaperuzo y la lanzo, a ver si quiere hacer unos tornos? –No hombre, no –le contestó–, haría lo mismo que ayer. Antes hay que hacerle comprender que puede valerse por sí misma y que no depende totalmente de ti para comer, al igual que habrían hecho con ella sus verdaderos padres. –¿Y ellos cómo lo hacen?– le preguntó Eleonora. –Pues una vez que los pollos ya saben volar, normalmente el padre les trae una presa muerta o herida, que suele ser un ave de pequeño tamaño, y se pasea volando con ella en sus garras por delante de los pollos para incitarles a que lo sigan, ya que éstos suelen permanecer posados en el cantil dónde nacieron, chillando incansablemente cómo hace ‘Indiana’. Un vez que le siguen, él ‘monta sobre cola’, se sitúa a gran altura por encima de ellos y suelta su presa. En ese momento, todos los pollos intentan capturarla y, las primeras veces, no suele conseguirlo ninguno, pues aún son torpes para trabar en el aire, pero antes de que la presa toque el suelo, el padre baja en un picado espectacular, adelantando a todos sus hijos y recoge la presa en el aire para volver a subir a casi la misma velocidad que bajó y repetir la jugada una y otra vez hasta que uno de los pollos consigue capturar la presa en el aire y así les va enseñando a cazar y a desarrollar su musculatura para que, al cabo de un mes desde que salieron del nido, ya puedan valerse por si mismos, momento en el que ya sus padres no les aportarán más comida y los echarán sin miramientos de su territorio. –¡Qué curioso! –exclamó ella– ¿Así que les enseñan a cazar?
A
–Sí, e incluso muchas de las presas que les traen están vivas y vuelan. –Yo pensaba que era innato en ellas el saber cazar– dijo ella. –Y lo es –le aclaró– lo que les enseñan los padres es la técnica que deben emplear. –¡Me encantaría ver eso, Iñigo!– comentó Eleonora. –Pues… hasta la primavera que viene… mal lo tenemos. –¡Vale! Pues queda pendiente para el año que viene– dijo ella muy contenta. –Bueno, vamos a lo nuestro. Friso, coge una paloma, pestañéala y colócate a cien pasos. Cuando oigas la grita, la lanzas fuerte hacia arriba. Me coloqué y esperé la grita. –Venga Mínguez. Desencaperuza y cuando Friso suelte la paloma, lánzala. Desencaperuzó, mi Maestro dio la grita, yo solté la paloma y Mínguez lanzó a ‘Indiana’, que salió hacia ella, pero no pudo trabarla en el aire, pues la paloma había subido muy rápido e ‘Indiana’ estaba muy poco musculada, así que permaneció en vuelo, dando ‘tornos’ por debajo de la paloma, vigilándola, a unos sesenta pies de altura. Cuando ‘Indiana’ había dado tres tornos, la paloma comenzó a descender y cuando estuvo a su altura, la atacó y la trabó en el aire, posándose en el suelo. Todos fuimos hacia donde se encontraba ‘Indiana’ con su presa, pero Mínguez lo hacía saltando y gritando muy exaltado: –¡La ha cazado! ¡La ha cazado! ¿Lo habéis visto? ¡La ha cazado! Llegamos allí y mi Maestro le dijo a Mínguez: –Colócale el tornillo y la lonja, dejas el morral en el suelo, la atas a él y vamos a retirarnos diez o quince pasos para que coma tranquila y deje de cubrir la presa. Así lo hicimos e ‘Indiana’, que había permanecido casi aplastada contra el suelo en su intento de cubrir la paloma, fue dejando poco a poco de hacerlo para acabar comiendo con la elegancia que debe mostrar un halcón. –¡Esto habrá que celebrarlo! ¡Os invito a unos vinos!– dijo Mínguez. –Vamos a la halconera, que probaréis el mío, y le pondremos el baño a ‘Indiana’, que se lo ha ganado– propuso mi Maestro.
B
Ya en la halconera y sentados todos alrededor de la mesa, disfrutando del ‘piscolabis’ que había preparado mi Maestro, Mínguez le comentó: –Creía que no podrías hacer cazar a ‘Indiana’ en tan poco tiempo. ¡Eres todo un Maestro! –Hombre, para cazar, cazar… aún le queda, y tendrás que trabajar mucho con ella. –Pues yo mañana por la mañana ya me marcho, así que ¿qué me aconsejas que haga con ella? –Pues tendrás que hacer que capture unas cuantas palomas pestañeadas más, cada vez soltadas a más distancia, para después empezar a soltarle palomas sin pestañear, que se esfuerce en perseguirlas y, una vez que hayas conseguido esto y tenga fe en si misma, ya podrás dejarla hacer tornos para introducirla en la altanería. –Bien, pues así lo haré, pero ¿si quisiera emplearla en la caza de mano por mano a la corneja? –Pues más fácil te resultaría el adiestramiento. Una vez que hayas conseguido que ataque y persiga con fe las palomas ¡a cazar!– le contestó. –¡Ya me la estoy imaginando acuchillando la corneja como hizo ‘Valonga’!– exclamó Mínguez entusiasmado. A lo que Eleonora le sugirió: –¡Pues cuando lo consigas, vuelves para que lo disfrutemos todos! –¡Eso está hecho! Yo aún estaba intrigado en cómo se debía injertar una pluma, así que le pregunté a mi Maestro: –¿Por qué no le arregla la cola a ‘Indiana’? Cambiaría mucho su aspecto y luciría mucho mejor. –¡Eso, eso!– exclamó Mínguez, ya con sus mejillas sonrosadas por efecto de los ‘vinillos’. –Ahora no serviría de nada –comentó– pues todavía cubre mucho y se la volvería a estropear enseguida quedándole, seguramente, peor de lo que la tiene, aunque las plumas que tiene dobladas se le pueden enderezar enseguida sumergiéndolas unos segundos en agua casi hirviendo. –¿Así de sencillo?– pregunté. –Sí, así de sencillo. –Y para injertar ¿cómo se hace? –Ya te he dicho que más adelante lo haríamos. Tranquilos, que cuando ‘Indiana’ ya cace, le pondremos una cola nueva. –¡Ah! entonces… ¡será enseguida!– alegó Mínguez riendo.
–Maestro –le pregunté– ¿Cuándo comenzaremos con el adiestramiento del azor? –Pronto, muy pronto, Friso. Y a todo esto, Mínguez ¿qué suelen cazar allí en las Américas con el peuco? –Pues no participé en ninguna cacería cuando estuve allí, pero me dijeron que cazaban las mismas presas que con los azores y que además, los peucos, se pueden volar en ‘copla’, pues en estado salvaje son aves gregarias y muchas veces aúnan sus esfuerzos varios individuos para ayudarse en la caza. –¿Qué es volar en ‘copla’?– pregunté rápidamente. –Pues es cazar con dos o más aves de presa al mismo tiempo– me explicó mi Maestro. –¿Y no se matan?– le pregunté sorprendido. –Antes hay que ‘hermanarlos’ para no correr ese riesgo. Ya lo haremos con ‘Pituso’ y ‘Arenisca’. –Pues con dos halcones… ¡se deben ver lances fantásticos!– exclamé. –Si se compenetran bien en la caza sí, sino no, más bien se estorban– aclaró. –Bueno, Eleonora –le sugirió Mínguez levantándose de la silla– tendremos que ir a comer, aunque yo, con este ‘piscolabis’, ya casi no tengo hambre. Nos levantamos todos y fuimos hacia la puerta, pues nosotros también nos íbamos a comer. –Mañana partiré a media mañana, así que antes de irme pasaré a recoger a ‘Indiana’. –Muy bien –le dijo mi Maestro– pero no te preocupes que ya te la llevaremos nosotros. Después de desayunar, Mínguez y su séquito ya lo tenían todo listo para partir y fuimos a despedirnos y llevarle a ‘Indiana’. –Muchas gracias por todo, Iñigo –le dijo Mínguez mientras lo abrazaba–. He disfrutado muchísimo en estos dos días. Espero poder volver pronto para ir a cazar con ‘Indiana’. A ver si para entonces ya tenéis preparado el peuco y vamos también de caza con él. Y a ti, Friso –me comentó estrechándome la mano– ha sido un placer conocerte. Sigue así y serás un digno sucesor de Iñigo. –Gracias– le contesté muy contento por el cumplido. Y tras despedirse de sus familiares, partió.
38. De la introducción a la caza de la perdiz Tras la partida de Mínguez, esa misma mañana, mi Maestro decidió que había llegado el momento de soltarle a ‘Pituso’ su primer escape de perdiz, pues era ésta la presa a la que, inicialmente, lo íbamos a destinar. Para esta lección, el lugar elegido eran unos campos en barbecho que lindaban con unos viñedos. ‘Peludo’ nos acompañaba, pues mi Maestro me había aclarado que era muy importante el perro en la caza de la perdiz por altanería, ya que es una de las presas más reacias a emprender el vuelo cuando las sobrevuela un halcón y son capaces hasta de esconderse en los cados de los conejos antes que salir a volar. La perdiz de escape, la transportábamos en una cajita de madera cuya puerta era abatible y la podíamos abrir a distancia mediante el empleo de un cordel. –Bien, Friso, colocaremos la caja con la perdiz aquí, a unos doscientos pasos del viñedo, con la puerta encarada hacia éste, para que el escape salga con querencia a esconderse en él y vuele con fuerza, ya que, si lo encaráramos hacia un lugar donde la perdiz no viera escondite, al ver el halcón se limitaría a peonar por el campo, no queriendo saltar a volar. Nos colocaremos a unos quince pasos por detrás de la caja y sujetaremos a ‘Peludo’ con una cuerda larga, para que haga la muestra cerca de ella pero que no la pueda tocar. Dejamos la caja colocada y nos alejamos de ella unos cien pasos. Desencaperucé a ‘Pituso’ y comenzó a tomar altura dando tornos. Cuando hizo techo, mi Maestro, que llevaba sujeto a ‘Peludo’ con una cuerda de quince pasos, y yo, comenzamos a andar hacia la caja. ‘Pituso’ nos seguía, desde arriba, muy atento y centrado. Cuando faltaban unos veinte pasos para llegar a la caja, ‘Peludo’, que había ido con el morro pegado al suelo buscando caza, se paró de golpe haciendo una muestra perfecta en dirección hacia ella. Fuimos avanzando, poco a poco, al ritmo que marcaba ‘Peludo’. Cuando nos encontrábamos a unos diez pasos de distancia y ‘Peludo’ estaba quieto como una estatua a dos pasos de la caja, mi Maestro me indicó que cogiera el extremo del cordel que accionaba la puerta y esperáramos a que ‘Pituso’ se situara detrás de nosotros, momento en el que me mandó que tirara fuerte para liberar el escape. Al caer la portezuela, la perdiz salió con un vuelo rapidísimo y raso en dirección al viñedo. Mi Maestro dio la grita y ‘Pituso’ picó hacia ella con más velocidad y ganas de como lo había hecho hasta
ahora con las palomas, pues no se limitaba a dejarse caer a peso, sino que bajaba plegado y batiendo la punta de las alas acelerándose cada vez más. La perdiz, que también volaba con una velocidad endiablada, se acercaba rápidamente al viñedo pareciendo que podría salvarse, pero cuando se encontraba a unos cinco pasos de la salvación, ‘Pituso’ la acuchilló con tal fuerza que la estampó contra el suelo, haciéndola rebotar varias veces, para frenar haciendo una punta y acabar trabándola en el suelo. Corrí hacia él con una alegría inmensa. –¡Que cuchillada, Maestro! ¡La ha dejado ‘seca’ en el aire! Dejamos que pituso desplumara y comiera en el suelo, manteniendo a ‘Peludo’ apartado de él unos pasos para que no lo incomodara y mientras comía pregunté: –¿Mañana le soltaremos otra? Es que este lance es mucho más espectacular que el de las palomas y ‘Pituso’ se emplea más a fondo… ¡y eso que nunca había atacado a ninguna perdiz! –Normalmente, todos los halcones atacan con más fe a las perdices que a las palomas, pues su vuelo, aunque es más rápido, es recto y sin quiebros. Pero no creas que le resultará tan fácil acuchillar las perdices salvajes como a este escape pues, casi siempre, le saldrán cerca de alguna ‘herida’ donde esconderse y evitarán el primer ataque del halcón, por lo que deberá volver a tomar altura en la vertical donde se ha escondido la perdiz, ‘bloqueándola’ allí, esperando a que nosotros lleguemos para sacársela de nuevo. Esto es lo que intentaremos enseñarle mañana soltándole otro escape de perdiz, pero lo liberaremos más cerca de la herida, para que le dé tiempo a esconderse, en el primer ataque del halcón. La tarde la dediqué a preparar todo el equipo necesario para manejar el azor, pues me había informado mi Maestro que al día siguiente, por fin, comenzaría con su adiestramiento. ¡Tenía unas ganas locas! Esa mañana nos encontrábamos con ‘Pituso’ y ‘Peludo’ en el mismo campo del día anterior para hacerle el segundo escape de perdiz. Preparamos un montón de sarmientos a unos cien pasos del viñedo para que la perdiz se refugiara allí cuando le atacara el halcón.
Colocamos la caja con el escape a unos cien pasos del montón y repetimos la acción del día anterior y cuando ‘Peludo’ se encontraba haciendo la muestra a un paso de la caja, tiré del cordel y el escape salió volando con gran potencia. ‘Pituso’ picó hacia ella al instante, pero la perdiz logró llegar a la herida que le habíamos preparado y esconderse allí antes de que pudiera tocarla. ‘Pituso’ se cernió unos instantes sobre el montón de sarmientos para comenzar a dar tornos a su alrededor a ras de suelo. –¡Hay que evitar que se pose!– me gritó mi Maestro, y salimos corriendo hacia allí dando voces y volteando la lúa, para que se despistara de la herida y se fijara en nosotros. En cuanto comenzó a venir, dejamos de llamarlo y, haciendo tornos más amplios, empezó a subir de nuevo. Cuando se encontraba a unos cien pies de altura, sin haber hecho aún techo, mi Maestro soltó a ‘Peludo’, lo azuzó para que entrara en el montón de sarmientos e hiciera salir de él a la perdiz. El perro desmontó en un instante el escondite de sarmientos y la perdiz salió volando, pegada al suelo, hacia el viñedo, con ‘Peludo’ corriendo detrás. Di la grita y ‘Pituso’ picó hacia ella, trabándola en el aire con gran elegancia y aparente facilidad. Aterrizó con la perdiz y cuando estaba rematándola llegó ‘Peludo’, se paró a un par de pasos, olisqueó como comprobando que esa perdiz ya no se escapaba, y salió corriendo con el morro pegado al suelo buscando más caza. –Muy bien –apuntó mi Maestro– ha salido perfecto. –Sí, ha sido un lance precioso –le contesté– pero… ¿por qué no hemos esperado a que ‘Pituso’ hiciera techo para el segundo ataque? –Porque necesitábamos que estuviera a poca altura para asegurarnos que capturaría la perdiz, pues si le hubiéramos dejado tomar mucha altura, seguramente al escape le habría dado tiempo de llegar al viñedo y de allí, probablemente, no habría querido volver a salir a volar y la habría cogido ‘Peludo’, por lo que, al halcón, la lección no le habría quedado muy clara. –A ver si lo he entendido. Hoy le hemos enseñado a que se mantenga en vuelo, a la espera de que le volvamos a sacar la presa que se le ha escondido, pero… si se la sacamos antes de que haga techo y la traba con la facilidad con que lo ha hecho hoy, ¿no estaremos inculcándole que no tome altura? –No –me respondió–. Si te hubieras fijado bien en el vuelo de la perdiz, cosa que el halcón sí hace, te habrías dado cuenta que en el primer vuelo, el escape sale con todas sus fuerzas, pero en el segundo, ha salido con un vuelo mucho más lento y con menos fe en si mismo, y por eso le ha resultado tan fácil de capturar aunque
se encontrara a menos altura. Pero ‘Pituso’ no olvidará que para el primer ataque necesita mucha velocidad, pues no sabe ni dónde le va a salir, ni dónde se va a intentar esconder la presa, aunque sí sabe que va a salir muy fuerte. –Y si, cuando se ha escondido la perdiz, el halcón se hubiera parado en el suelo ¿qué habríamos tenido que hacer? –Pues le habríamos tenido que hacer entender que desde el suelo no va a poder capturar la presa, pues la salida de la perdiz es mucho más rápida que la del halcón, por lo que habríamos hecho salir a la perdiz de la herida y habría salido con la misma fuerza que en el primer vuelo, pues es consciente de su ventaja, y seguro que consigue ponerse a salvo en el viñedo, momento en el que, si el halcón se vuelve a posar lo recogeríamos y encaperuzaríamos para repetir más tarde la lección. Y si, por el contrario, no se posara y se mantuviera en vuelo, le intentaríamos sacar la perdiz o le soltaríamos la de reserva para que la capture. De todas formas, estaba casi seguro de que ‘Pituso’ no se posaría, pues esa lección se la enseñamos con las gallinas y ya sabe que desde el suelo no tiene ninguna opción. –¿Y si cuando se ha posado, lo recogemos, lo ponemos de nuevo en vuelo y entonces le sacamos la perdiz de la herida…? –Pues no aprendería nada y en el siguiente lance, en cuanto la perdiz se escondiera, se volvería a posar. Tiene que entender por si mismo que no puede alcanzar la perdiz saliendo a por ella desde el suelo. –Pues entonces, no se pueden cazar perdices de mano por mano ¿no? –Sí hombre, sí, claro que se puede. –Pues ¿no me ha dicho que saliendo los dos de parado la perdiz tiene ventaja? –Pues claro, y en los vuelos de mano por mano, la mayoría de las perdices se capturan en el segundo vuelo, pues en el primero, casi todas consiguen llegar a la herida, momento en el que el halcón deberá permanecer en vuelo esperando a que se la saquemos, ya que sino, iremos de herida en herida sin llegar nunca a capturar nada. Como ya te he explicado antes, el halcón debe permanecer siempre en vuelo para bloquear la perdiz, es decir, infundirle miedo para que en el segundo vuelo salga con menos fuerza y menos fe en si misma y así poderla capturar más fácilmente.
39. Del desvelo del azor Por la tarde, en la halconera, le mostré a mi Maestro el equipo que había elegido para armar el azor. Estaba formado por unas pihuelas confeccionadas con un cuero un poco más grueso que el que había utilizado para los halcones, pues los azores se debaten con más fuerza; un tornillo, una lonja y una caperuza árabe, pues consideré que, por su forma, se adaptaría mejor a la cabeza del azor, que es alargada y no redondeada como la de los halcones. –A partir de ahora, Friso –me informó– te dedicarás en exclusiva al azor, pues podemos dar por finalizado el adiestramiento de los halcones ya que todos ellos pueden emplearse ya sobre caza silvestre y lo único que requieren es práctica. –De acuerdo –asentí– y ¿cuando lo sacaremos de la muda? –Esta noche, cuando ya haya oscurecido, para que no se asuste demasiado y lo podamos coger más fácilmente sin tener que perseguirlo por la muda, porque eso lo resabiaría mucho. –¿Pero la técnica del desvelo es la misma que para los halcones? –Sí, es exactamente igual para cualquier rapaz. La única diferencia que vas a encontrar con los azores es que al principio son más ‘duros de mollera’ y por su orgullo tardan más en doblegarse a tu voluntad. También aceptan la caperuza peor que los halcones, por lo que deberás ‘hilar muy fino’ las primeras veces que se la coloques, pues no te permiten ni un solo error. –¿Podré usar el columpio? –Sí, te ahorrará muchísimas horas de sueño, pero no todas, así que deberías echarte una buena siesta, pues te esperan unos días duros. Cuando salimos de la cocina, después de cenar, ya había oscurecido y fuimos a por el azor. Nos encontrábamos en la puerta de la muda y mi Maestro se había colocado un par de guantes de lana para no estropear su plumaje al cogerlo. Antes de entrar, me explicó: –Cuando te avise, entras en la muda, pero no hables hasta que le hayas colocado la caperuza, las pihuelas y se encuentre posado en tu puño. Mi Maestro entró en la muda y cerró la puerta. Los nervios me comían esperando su aviso. Oí un par de revoloteos y al momento su voz que me decía susurrando:
–¡Pasa, pasa! Rápidamente entré en la muda, donde apenas se veía nada. Un poco al ‘tentón’ le coloqué la caperuza. Mi Maestro con el azor entre sus manos salió de la muda y a la luz del candil le coloqué las pihuelas, el tornillo y las agarré con mi puño, momento en el que él soltó al azor que se aferró a mi puño con una fuerza, como hasta ahora no había sentido. “¡Menos mal que el guante es nuevo y lleva buenos refuerzos!” pensé. Con la prima de azor en el puño, nos dirigimos a la estancia de la halconera. Mi Maestro la observó detenidamente para comprobar que estaba en perfecto estado físico y que, tanto la caperuza como las pihuelas le sentaban correctamente. –Es preciosa –le comenté– ¡Qué garras tiene! ¡Casi dan miedo! –Esperemos que seas fino y no las pruebes nunca en tus carnes –me advirtió sonriente mientras se servía un vaso de vino. La prima de azor permanecía en mi puño con una postura que me preocupó, pues se mostraba con las alas entreabiertas y colgando, y tan cabizbaja que su pico casi le tocaba la barriga. –¿Por qué está así, Maestro? ¿Le apretará mucho la caperuza? –le pregunté inquieto. –No, tranquilo, es una postura normal en todos los azores y en la mayoría de las aves de bajo vuelo cuando se les coloca por primera vez la caperuza. Al cabo de un rato ya verás como permanece erguida igual que los halcones. Me pareció curiosa esa actitud, y ya más tranquilo, sabiendo que no le pasaba nada, cogí un ‘fris fras’ para comenzar a acariciarla. –Sujeta fuerte las pihuelas, Friso –me advirtió– y mantén las manos del azor bien pegadas a tu puño, porque al contrario que los halcones, que casi siempre intentan defenderse con el pico, éste lo hará con las garras, y si te coge, será difícil soltarlo. De todas formas, si te agarrara, lo que nunca debes hacer es forcejear para liberarte, pues cada vez apretaría más fuerte y podría destrozarte la mano. Tendrás que aguantar inmóvil el dolor hasta que notes que afloja la presión, momento en el que aprovecharás para retirar la mano, pero vamos, mucho mejor que no te pase. Miré detenidamente sus garras, y si antes me habían dado un poco de respeto, ahora me daban miedo, pues estaban afiladas como agujas. Pero bueno, me armé de valor, sujete fuerte las pihuelas y la comencé a acariciar por el pecho con la pluma de paloma. Su reacción fue intentar picar la pluma, como habían hecho los halcones, pero al no conseguirlo, lanzó un zarpazo rapidísimo y
me quitó la pluma limpiamente, para, acto seguido, empezar a apretar con rabia mi puño, tan fuerte que parecía que me apretaban con una tenaza. –Friso, te lo acabo de decir. ¡Sujeta fuerte las pihuelas!– volvió a advertirme mientras reía. –¡Le prometo, Maestro, que las agarraba fuerte, fuerte! ¡Un halcón no se habría movido! –Pero no tienes un halcón en el puño, Friso, no lo olvides. Agarré las pihuelas, enrollándolas en el dedo índice de mi puño para repetir la operación, pero esta vez, pese a su empeño, no pudo separar de mi lúa ninguna de sus manos, así que optó por atacar con el pico, pero ahí… yo ya tenía experiencia. Al ver que no podía atrapar de ninguna forma a su agresor, comenzó a debatirse con gran violencia, tanta, que me resultaba difícil mantenerlo sujeto, ya que, a diferencia de los halcones que siempre se debaten hacia abajo, éste parecía un molinillo, debatiéndose en todas direcciones. Al final conseguí volverlo a posar en el puño. –Maestro, ¿por qué no le hemos colocado la lonja? Me resultaría más fácil dominarlo, pues tengo miedo a que en una de estas debatidas se me escape del puño. –¡Pues que no se te escape! No le colocamos la lonja para evitar que en una de esas debatidas se le enrede la cola en ella y se la estropee. Ten en cuenta que los azores tienen un plumaje muy delicado, mucho más que el de los halcones. Además, por su tipo de vuelo, necesitan tener la cola intacta. –Pero se le puede injertar ¿no? –Esa pregunta es de desidioso, Friso. Si no sabes conservar la cola del azor, estarás constantemente injertando plumas hasta que no tengas dónde injertar. Tu trabajo, como buen cetrero, es mantener las aves en perfecto estado físico y no escatimar esfuerzos en hacerlo bien desde el principio, pensando en que si se estropea ya lo arreglaré, porque muchas veces ya no tendrá arreglo. ¡Estamos! –Sí, Maestro– y para cambiar de tema, le pregunté–: Cuando se deje acariciar con el ‘fris fras’, podré usar el columpio ¿no? –Sí, pero ten en cuenta que el azor aprenderá rápido a mantener el equilibrio en él. Mi Maestro hacía un rato que se había ido a dormir y yo me encontraba en el jardín acariciando a la prima de azor con el ‘fris fras’. Ya permanecía tranquila y erguida en el puño, aceptando las caricias de buen grado, así que opté por acariciarla con la mano, A
eso sí, con mucho cuidado, para ver cual era su reacción. En un principio, se mostró muy tranquila, pero cuando menos lo esperaba, ¡zas!, lanzó un zarpazo que no me cogió de milagro, aunque me llevé un arañazo como recuerdo. Acto seguido abrió la cola en abanico, indicándome que se había acabado la calma. En ese momento, decidí utilizar el columpio, que previamente había dejado preparado mi Maestro. Le puse la lonja, la subí en él y empecé a columpiarla. Se agarraba fuertemente, abriendo las alas y la cola para intentar equilibrarse. La mantuve en el columpio, sin tocarla, hasta que empezó a mostrar síntomas de cansancio, momento en el que la subí a mi puño para acariciarla primero con el ‘fris fras’ y luego con la mano. Su reacción fue de tranquilidad absoluta durante un par de minutos, hasta que, como había hecho antes, me intentó cazar por sorpresa, así que… al columpio otra vez. La mantuve en él alrededor de un minuto y la volví a subir al puño para acariciarla de nuevo con la mano y, esta vez, lo aceptó de buen grado. La seguí acariciando alrededor de una hora y decidí probar a darle de comer, pues mostraba ya una tranquilidad total y se dejaba acariciar por todas partes, incluidas las manos. Lo hice de la misma forma que con los halcones. Comió poco, pero rápidamente y con interés. El sueño parecía que quería ya apoderarse de mí, así que decidí, como ya casi tenía por costumbre en los desvelos, ir a ver amanecer a lo alto del castillo con mi prima de azor al puño. Mi Maestro se levantó temprano y se interesó por como había transcurrido la noche. Le comenté que había ido mejor de lo que esperaba y que me daba la sensación de que, al contrario de lo que me había dicho, esta prima de azor no era tan ‘dura de mollera’. –‘Duro de mollera’ no quiere decir que sea tonto, Friso –me aclaró–. Los azores, aprenden antes que los halcones y, sobre todo, aprenden antes las malas lecciones que las buenas, por eso tienes que cometer los mínimos errores posibles en su adiestramiento, porque si no, te darás cuenta lo ‘duros de mollera’ que son. Y ahora, comprueba que sepa subir a la alcándara y te acuestas un rato, que yo me voy a volar los halcones. Después de comer, cogí la prima de azor y me fui a ver a Marcelo para enseñársela y también presentársela a ‘Leyenda’. Lo encontré, para variar, sacando fiemo. B
–¡Hombre! –exclamó– ¿éste es el azor que cogimos? ¡Sí que ha crecido! –Lo puedes acariciar si quieres– le indiqué. –No, yo paso. ¡Fíjate que garras tiene… si te coge…! –¡Qué cobarde eres! ¡Si te digo que lo toques es porque sé que no te va a hacer nada! –No es por eso, –se justificó– no lo puedo tocar porque llevo las manos sucias del fiemo. –Ya, ya. Bueno, ¿has visto a Eleonora? –Sí, por ahí viene– contestó señalando a mi espalda. Me giré y nos saludó: –Hola chicos. Me he encontrado con Iñigo y me ha dicho que estabas por aquí con el azor. ¿A ver? Déjame que lo vea bien. Extendí mi brazo para que pudiera observarlo detenidamente y exclamó: –¡Qué grande es, y qué cola tan larga tiene! ¿Ya se deja acariciar? –Por supuesto –contesté orgulloso– llevo desde anoche con él. Eleonora lo acarició y me dijo: –Para que no te quejes, voy a permitirte que le elijas tú el nombre, pues todavía no tiene ¿no? –No, pero… ¿y tu padre?– le pregunté. –Ya le diré que lo he elegido yo. Bueno, dime, –me instó– que nombre se te ocurre. –Llámalo ‘Patazas’– sugirió Marcelo con una sonrisa. –No, mejor lo llamaremos ‘Mano de fiemo’– le contesté irónicamente. –¡Ya basta! –exclamó Eleonora irritada– dejaos de tonterías y elígele un buen nombre, Friso. –Bueno pues… –comenté– he decidido que se llamará ‘Carrasca’, en honor al árbol donde nació. –Jo, anda que ‘Carrasca’… ¿Y por qué no ‘Bellota’?– sugirió Marcelo riendo. –¿Te gusta Eleonora?– le pregunté sin hacerle ni caso al bromista. –Bueno, es un árbol bonito. No es el nombre que yo le habría puesto, pero… está bien. –¿A tu padre le gustará? –No creo, pero se tendrá que conformar. Seguimos charlando de nuestras cosas hasta que, al cabo de un rato, Antonia vino a buscar a Eleonora para irse a merendar al
río. Marcelo continuó con sus labores de cuadra, así que me volví para la halconera. Esa noche, me dispuse a dar de comer a ‘Carrasca’, y nada más comenzar a emitir el chasquido empezó a comer. La desencaperucé y me miró fijamente con sus ojos de color amarillo pálido y con una expresión de fiereza que pensé que me iba a atacar, pero no fue así y enseguida comenzó a comer con gran rapidez. Mientras comía la acaricié por todo el cuerpo y se mantuvo tranquila, indiferente a las caricias y, antes de que acabara de comer, le coloqué la caperuza a la primera dejando que terminara su ración. Pasé el resto de la noche paseándola. La tarde siguiente, mi Maestro me comentó que daríamos de comer a ‘Carrasca’ a la luz del día. Faltaba una hora para que anocheciera y nos encontrábamos en la estancia de la halconera mi Maestro y yo con ‘Carrasca’. –Bien Friso, dale de comer– me indicó. Emití el chasquido, empezó a comer, la desencaperucé y antes de que acabara, la volví a encaperuzar, como siempre. Cuando terminó su gorga, mi Maestro me ordenó: –Ahora desencaperúzala de nuevo. –¡Pero si ya ha acabado de comer!– exclamé sorprendido. –Tú desencaperuza y sujeta fuerte las pihuelas. Obedecí y ‘Carrasca’ comenzó a observar cada rincón de la estancia, cosa que no había hecho hasta ahora pues, en sus momentos sin caperuza, sólo se había preocupado de comer. Cuando hubo escudriñado todo, se debatió con fuerza intentando irse del puño, pero al poco, subió a él con una facilidad asombrosa. –Ahora, Friso, pasea un poco por la estancia y, si se mantiene tranquila, saldremos al jardín, pues, desde este momento, el azor permanecerá ya siempre sin caperuza. –¿No se la pondremos aunque se ponga nerviosa?– pregunté extrañado. –No. ‘Carrasca’ ya no se pondrá muy nerviosa pues, a diferencia de los halcones que todo les asusta, a los azores les puede más la curiosidad que el miedo. En realidad, los azores se podrían amansar ‘a las bravas’, es decir, sin el empleo de la caperuza, pues la mayoría no morirían de miedo como en el caso de
los halcones. De todas formas, los azores amansados sin el uso de la caperuza saldrán ‘debatidores’ y asustadizos, y siempre habrá que llevarlos más bajos de peso de lo que convendría. Di unas cuantas vueltas por la estancia y ‘Carrasca’ se mantenía tranquila, así que salimos al jardín. Nada más ver el cielo, ‘Carrasca’ se debatió con fuerza. Mi Maestro me indicó que caminara por el jardín, ya que así se calmaría antes que si permanecía quieto. Efectivamente, se debatió dos o tres veces más, pero al final ya se mostraba tranquila escudriñando todos los rincones del jardín por los que íbamos pasando. Me llamó mucho la atención que mostraba gran interés por cualquier cosa, a diferencia de los halcones que se mantenían en el puño casi inexpresivos, como ‘tacos de madera’. Di un sinfín de vueltas por el jardín hasta que anocheció y ‘Carrasca’ ya se aposentó en el puño con actitud de pasar la noche en él, levantando una pata y escondiéndola entre su plumaje. –Bueno Friso, ahora, aprovechando la oscuridad de la noche y que el ambiente en el castillo está más tranquilo, te la llevas a placearla, ya que al ser de noche no se asustará tanto de su nuevo mundo como si fuera de día. Eso sí, ten precaución de que nadie se acerque a tocarla. –¿Ni Eleonora? –le pregunté– Ya sabe que se enfada por cualquier cosa y… –Nadie es nadie, Friso. Si alguien se acercara ahora a tocarla, echaríamos a perder todo el trabajo que has realizado con ella pues todavía no está mansa del todo. Salí a pasear por el castillo, y ‘Carrasca’ permanecía muy atenta a todo lo que veía; se estiraba, se agachaba, miraba a un lado, al otro, a su espalda… pero, en cuanto algo no le gustaba, abría la cola en abanico y se mostraba a la defensiva, para volver a investigarlo todo en cuanto consideraba que había pasado el peligro. Menos en mí y en mis caricias, se fijaba en todo. Sólo se debatió una vez, al ver pasar a Silverio corriendo mientras me decía sin detener su carrera: –¡Llego tarde a cenar! ¡Llego tarde a cenar! Alrededor de medianoche, volví a la halconera y allí me esperaba mi Maestro con la cena que me había traído de la cocina. –Déjala en la alcándara y ponte a cenar –me dijo–. ¿Qué tal ha ido el paseo? –Muy bien. Me encanta la expresividad que tiene este pájaro. ¡No se le escapa ni un detalle!
Mientras yo daba buena cuenta de la cena, pues tenía más hambre que ‘un halcón muy templado’, mi Maestro se dedicó a dar vueltas alrededor de la alcándara donde se encontraba ‘Carrasca’. En cuanto pasaba a su espalda, abría la cola y lo miraba desafiante. Se debatió un par de veces pero mi Maestro siguió caminando tranquilamente a su alrededor sin detenerse. Viendo lo que hacía, me recordó las vueltas que yo daba a los halcones cuando estaban en el señuelo, así que le pregunté: –¿Eso no hay que hacerlo cuando esté sobre la presa o el señuelo? –No, con los azores hay que hacerlo antes, al principio de su amansamiento, para evitar el vicio de cubrir la presa y, por lo tanto, que se rompan la cola, más que para evitar que puedan llevar en mano. Este ejercicio debes practicarlo varias veces al día, siempre cuando no esté comiendo, al contrario que con los halcones, ya que si lo hicieras mientras come, cada vez cubriría más. Dejó de darle vueltas, se sentó y me comentó: –Esta noche ya podrás dormir y mañana deberás placearla todo el día por el castillo y, de momento, que nadie la toque.
40. De los primeros saltos al puño del azor Había placeado a ‘Carrasca’ todo el día, y al final de la tarde nos encontrábamos en el jardín para hacerle sus primeros saltos al puño. –Pon su percha junto a la pared, para que tenga la espalda cubierta; le das unas picadas en el puño, para que se le abra el apetito; la colocas en la percha y la llamas a su altura, a un par de palmos de distancia– me indicó mi Maestro. Lo hice tal y como me había dicho y ‘Carrasca’ intentaba llegar al puño de cualquier manera menos saltando; estiraba el cuello, las patas, caminaba por la percha a izquierda y derecha para ver si mi puño le caía más cerca… Estuvo así un buen rato, hasta que por fin saltó. Le dejé comer cinco o seis picadas del ala de paloma y la dejé de nuevo en la percha. Volví a mostrarle el puño, y saltó al instante, pero, esta vez se aferró al él y a la comida con gran fuerza y empezó a comer. –Voy a tener que arrancarle el ala de malas maneras para poder hacer el tercer vuelo, Maestro. –No, Friso, ni se te ocurra. Si no se la puedes retirar sin que te vea, daremos por terminada la lección, pues si un azor ve que le quitas la comida, con un par de veces que lo hagas, comenzará a cubrir y con un par más, empezará a tirarte zarpazos, por lo que en vez de un azor manso, harás un azor loco; aparte, lo resabiarías de acudir al puño y ten en cuenta que el guante es el único recurso que vas a tener para llamar al azor, porque con él no vamos a emplear el señuelo. Es preferible no hacer el tercer vuelo que enseñarle una mala lección. Así que, para mañana, tienes la precaución de dividir la comida en tres trozos y no tendrás ese problema. –¿Y por qué no vamos a emplear el señuelo con el azor?– pregunté sorprendido. –Pues porque los vuelos que hace el azor son siempre más cortos que los de los halcones; además se hacen muchos más lances de caza con los azores que con los halcones y el empleo del guante para llamarlo es más que suficiente, bueno, es más, tiene que acudir al puño sin que le muestres comida en él. El guante debe ser para los azores su atalaya preferida de caza, y el señuelo no es una atalaya, sino que, para él, es una presa más, en la que hay que recompensarlo adecuadamente. Por lo tanto, su uso te limitaría mucho en la cantidad de lances de caza, pues cuando él descubriera la diferencia entre la dificultad de atrapar una presa y la de atrapar el señuelo, sólo estaría preocupado en saltar de tu puño
para que lo llamaras al se単uelo y comer, despreocup叩ndose casi por completo de la caza. Ten en cuenta que un azor introducido al se単uelo deja de acudir al pu単o y, con los azores, debemos reservarlo como un recurso para llamarlo en casos extremos.
41. De cómo enseñar al azor a acudir al puño sin mostrarle comida Habían pasado cinco días desde el primer salto al puño de ‘Carrasca’, y la había mantenido haciendo tres vuelos diarios, doblando la distancia del día anterior, por lo que ese día la íbamos a llamar a diez pasos. Me encontraba con mi Maestro en el jardín. –Hoy, Friso le haremos seis vuelos. Para ejecutarlos, te prepararás cinco picadas de carne, reservándote el resto de la gorga para el último vuelo. En cada vuelo te colocarás una picada sobre tu puño, de manera que ‘Carrasca’ la vea bien. La llamé y acudió al instante. Se comió la picada de un bocado y rebuscó por el puño aferrada a él con muchísima fuerza. –Abre el puño, Friso, para que vea que no hay más comida y deje de apretar. Así lo hice, y al poco dejó de apretar. La coloqué de nuevo en la percha y la volví a llamar. Saltó al instante y, como siempre, vino rasa al suelo y cazó el guante con tal fuerza e ímpetu que hasta me movió el brazo. Acabamos los vuelos y en el último le di toda su gorga. –Muy bien, Friso. Mañana repetiremos lo mismo pero ya sólo dejaremos que vea la primera picada; las demás las esconderás dentro de tu puño, para conseguir que el azor acuda a él sin ver la comida, pero consiguiéndola. Al día siguiente, por la tarde, me coloqué a unos veinte pasos para llamarla. Levanté el puño con una picada a la vista. ‘Carrasca’ miraba y no se decidía a saltar. –Quizá es demasiada distancia para hoy, Maestro. ¿Me acerco un poco? –Ni hablar. En estas primeras lecciones, jamás debes acercarte al azor si no acude, esperando que desde más cerca lo haga, porque es casi seguro que lo hará, pero si caes en esa trampa, a partir de ese día tendrás que llamarlo cada vez más cerca en vez de más lejos, pues al azor llega un momento en que le cuesta saltar a volar distancias largas y probará a ver si te acercas tú. Si lo consigue, te habrá adiestrado él a ti y no tú a él. –Entonces… insistiré un poco más desde aquí– le dije. –Tampoco, Friso. Necesitamos que el azor tenga una respuesta instantánea en cuanto le mostramos el puño y para ello, en estas distancias cortas, no debes permanecer llamándolo más de
diez segundos. Si lo llamas y no acude en ese tiempo, probaremos otra vez más tarde, si no cada día te haría esperar más rato y no conseguirías que viniera antes aunque lo bajaras más de peso. Debes tener claro que los azores inventan las mil y una tretas para engañarte con el fin de hacer el mínimo esfuerzo posible. Por el contrario, si comprueban que no caes en sus trampas, harán lo que les pides enseguida y a la perfección. Así que ahora, guarda la picada y le colocas la lonja para dejarlo un rato atado en la percha, que ‘piense de si’. Acércate a él con el puño hacia abajo, pues en cuanto vea que te acercas intentará saltar hacia ti creyendo que has ‘picado’, por lo tanto, que no tenga dónde posarse. Me acerqué a ‘Carrasca’ y efectivamente, según me iba acercando, me miraba con actitud de saltar en cuanto levantara el puño, pero yo lo mantenía a mi espalda para que ni lo viera. Llegué hasta ella y en cuanto saqué el puño saltó a él, pero cuando comprobó que no había comida y que le colocaba la lonja, volvió a saltar a la percha dándome la espalda como enfadada. Al cabo de aproximadamente media hora, volví a probar a la misma distancia. Coloqué la picada para que la viera, levanté el puño y ¡zas!, ya estaba en él, pues ‘Carrasca’ volaba hacia el puño mucho más rápida que los halcones. La volví a dejar en la percha y esta vez la llamé con la picada escondida dentro del puño. Ella, al no ver comida, se lo pensó tres o cuatro segundos, pero vino como una flecha. Abrí el puño y comió la picada. La llamé de la misma forma tres veces más y, para el último vuelo le di el resto de su gorga, que también había mantenido oculta en el puño mientras la llamaba. –Perfecto, Friso. Mañana ya la llamaremos en el campo. Al día siguiente, fuimos al prado habitual y la coloqué en una percha para llamarla a una distancia de unos treinta pasos. La llamé, en el primer vuelo con una picada a la vista y no dudó un instante. Cuando me acercaba a la percha para volverla a dejar y me encontraba a unos quince pasos, mi Maestro me indicó: –Espérate ahí Friso, que le voy a colocar una picada en la percha para que aprenda a volver sola a ella. Colocó la picada y extendí mi brazo encarando a ‘Carrasca’ hacia la percha, invitándola a saltar. No se lo pensó ni un instante. Se posó en la percha, comió la picada y se giró hacia mí como diciendo: “¡Llámame que voy!”
Me coloqué rápidamente a la distancia de llamada, levanté el puño con la picada oculta y ¡zas!, cazó mi puño con el ímpetu que ya la caracterizaba. Mi Maestro colocó otra picada en la percha y me dijo: –Ahora, camina despacio hacia la percha y cuando ella salte, la dejas ir. Había andado cinco o seis pasos y se fue como un rayo hacia la percha. Después del tercer vuelo, mi Maestro ya no colocó ninguna picada en la percha pero yo repetí la acción anterior y ‘Carrasca’, cuando nos encontrábamos a unos quince pasos, saltó y se posó en ella girándose hacia mí rápidamente atenta a mi llamada. Los tres vuelos siguientes los hizo a la perfección. Mientras ella acababa su gorga en mi puño, le comenté a mi Maestro: –Esto de que vaya sola a la percha, es un buen invento. ¡Me ahorra muchos pasos! Además, lo ha aprendido enseguida. –Sí, ya te dije que los azores aprenden todo lo que les interesa a la primera y tienes razón, esta técnica es muy buena porque nos permite doblar los vuelos que ejecuta el azor y, lo que es más importante, vamos grabando en su mente el alejarse de nosotros hacia un objetivo para, una vez alcanzado, esté atento a nuestra posterior llamada. Esa actitud es imprescindible en la caza con azor, para que cuando falle una presa, su siguiente objetivo sea, exclusivamente, tu puño. Así que, a partir de ahora, repetirás estas lecciones cinco días más para grabarlo ‘a fuego’ en su mente y al sexto día ya le quitaremos el fiador. –¿Pero sin aumentar la distancia? –Sí, Friso, sin aumentarla. Si consigues que el azor aprenda perfectamente lo que tiene que hacer a esta distancia, lo hará igual de bien a cualquiera. Pasé los cinco días realizando los vuelos como me había indicado mi Maestro, y también placeándola por todas partes, paseando con ‘Peludo’ a nuestro lado, acompañando a merendar a las chicas, yendo a ver los caballos… y ‘Carrasca’ se comportaba como el pájaro más feliz del mundo. Se dejaba acariciar por todos y seguía observándolo todo con gran curiosidad y expresividad. Por fin había llegado el día de quitarle el fiador. Mi Maestro eligió para la ocasión la zona cercana al río donde se encontraban los cuatro árboles bajo los que solíamos merendar. A
–Bien, Friso –me indicó–, coloca la percha, posa a ‘Carrasca’ en ella sin lonja ni tornillo, te alejas a unos treinta pasos y la llamas sin mostrarle comida. Así lo hice y acudió al instante. –Muy bien. Ahora, lánzala hacia ese árbol. El árbol se encontraba a unos quince pasos de nosotros. La lancé y, subiendo verticalmente, se posó en una de las ramas más altas. –Aléjate unos treinta pasos y la llamas, mostrándole la picada. –Pero… nunca ha venido desde tan lejos y menos desde lo alto de un árbol… ¿no sería mejor llamarla desde aquí, más ‘cerquita’? –¡No, hombre de poca fe! Tranquilo que vendrá seguro, pero más lejos de donde estamos ahora, ya que casi nos encontramos en la vertical del árbol y, si la llamas desde aquí, seguro que no bajará, pues a los azores no les gusta bajar en vertical hacia el puño, prefieren que les des distancia para que el vuelo les resulte más cómodo. Me alejé, levante el puño y ‘Carrasca’ dio un salto para colocarse en una rama desde la que tenía mejor salida, para, a continuación venir hacia mi puño a tal velocidad que, cuando impactó en él, me pareció que me habían pegado con un palo. –¡Es fantástica! ¡A qué velocidad ha venido!– exclamé emocionado. –¡Venga, lánzala otra vez hacia ese otro árbol y te alejas corriendo a la vez que la llamas!– me sugirió. Lancé a ‘Carrasca’ con todas mis fuerzas y, en cuanto se aferró a una rama, salí corriendo como una flecha, con el puño en alto gritando: –¡Vamos ‘Carrasca’! ¡Vamos! Saltó rauda y veloz, cazando mi puño al instante. ¡No había corrido ni diez pasos! Me sentía eufórico, pues venía a mi puño con una alegría desbordante que te contagiaba. ¡Me lo estaba pasando en grande! Al finalizar el sexto vuelo, me sentía ‘enganchado’ al vuelo del azor y le comenté a mi Maestro: –¡Seguro que si la llamo más veces sigue viniendo! –Eso seguro, pero, de momento, no lo harás. –¿Por qué?– le pregunté muy desilusionado. –Sencillamente porque aún se está adiestrando y recuerda que son siempre mejor pocos vuelos y buenos que muchos y malos. Tú tranquilo, que pronto podrás llamarla las veces que quieras, pero, B
te repito, de momento, durante cuatro días más, sólo seis veces y de la misma manera que hoy. ¿De acuerdo? –De acuerdo, pero ¿la podría volar de puño a puño con otra persona? ¡Sería muy divertido! –Todavía no. Cuando pasen estos cuatro días, para que ‘Carrasca’ asimile perfectamente esta lección de bajar de los árboles.
42. De cómo jugar con el azor Tras los cuatro días, Eleonora nos acompañó a mi Maestro y a mí al prado dónde solíamos realizar los vuelos con fiador, para enseñarle a ‘Carrasca’ a acudir de puño a puño. –Bien chicos –nos explicó–, ahora, para esta lección, le haremos hacer primero un par de saltos de puño a puño mostrándole la picada a tres pasos de distancia, así que colocaos uno frente al otro y hacedlo. Yo extendí mi brazo, invitando a ‘Carrasca’ a saltar hacia el puño de Eleonora, que la citaba con su puño levantado mostrándole una picada. ‘Carrasca’ miraba su puño, pero no se decidía a saltar. –Qué raro, no salta… –comenté– ¡Si está al lado! –Tranquilo, Friso –me dijo mi Maestro–. Dale su tiempo. Permanecimos así más de treinta segundos y al final saltó, pero reticente y mirando a Eleonora con desconfianza. ¡Y eso que estaba harta de verla! –Ahora llámala tú Friso, sin mostrar comida– me indicó mi Maestro. Levanté mi puño e, instantáneamente, ‘Carrasca’ saltó a él. –Está claro que reconoce a los buenos cetreros– comenté orgulloso. Eleonora me miró con cara de pocos amigos, pero no dijo nada. –Venga, Eleonora, otra vez –le instó mi Maestro. Ella levantó su puño con una picada a la vista y esta vez ‘Carrasca’ saltó enseguida a su puño y a Eleonora se le dibujó una sonrisa de satisfacción en la cara. –Ahora, aléjate con ella quince pasos y que la llame Friso– le ordenó mi Maestro. En cuanto levanté mi puño, ‘Carrasca’ acudió. –Ahora tú, Eleonora– le dije. Ella levantó su puño y ‘Carrasca’ partió hacia ella, pero cuando iba a llegar a su puño giró y fue a posarse a la percha que se encontraba junto a mi Maestro. –Parece que no le cae bien, doña Eleonora– le dije sarcásticamente. –¡A qué me voy!– replicó enfadada. –Friso, vale ya de tonterías– me advirtió mi Maestro con tono poco amigable. –Perdón, era broma– me excusé.
–Ven, Eleonora. Acércate a cinco pasos de la percha y la llamas– le indicó mi Maestro. Ella se acercó, la llamó y ‘Carrasca’ subió a su puño. –Bien. Déjala que vaya a su percha y llámala de nuevo a veinte pasos. Así lo hizo y ‘Carrasca’ acudió al instante. –Venga, colocaros de nuevo a quince pasos el uno del otro, a ver si ahora ya quiere hacerlo. Hicimos cuatro vuelos de ida y vuelta y esta vez ya lo hizo a la perfección. En el quinto vuelo, Eleonora mantenía a ‘Carrasca’ en el puño con el brazo extendido, pero no saltaba hacia mí. –¿Por qué no viene, Maestro? ¿Ya se ha cansado o es que no tiene hambre? –¡Seguro que es porque ahora ya reconoce a los buenos cetreros de verdad!– exclamó Eleonora con una sonrisa maligna en su rostro. –¿Está apretándote el puño, Eleonora?– le preguntó mi Maestro. –Sí –contestó– no puedo mover ni los dedos. –Pues gira suavemente la muñeca a un lado y a otro para que deje de apretar, porque mientras apriete no saltará. Ella giró un poco la muñeca y exclamó: –¡Ya ha dejado de apretar! La llamé y acudió a mi puño. –Perfecto, ahora Eleonora, coge el resto de su gorga y la llamas para que acabe de comer en tu puño. Mientras ‘Carrasca’ terminaba de comer, mi Maestro nos comentó: –Bueno chicos, a partir de mañana ya podréis ‘jugar con el azor’. Para ello, lo ideal es que vayáis a zonas arboladas para que ‘Carrasca’ vaya tonificando su musculatura al tener que subir y bajar de los árboles. Debéis intercalar los vuelos, es decir, que vuele de puño a puño, del puño a un árbol… y llamarla indistintamente uno u otro. Podréis hacerle, aproximadamente, unos treinta vuelos al puño, ya que, cada vez que acuda a él comerá una picada, y treinta picadas son casi la gorga entera que se come cada día. Así que los vuelos más complicados, que son los que tenga que acudir a más distancia, hacédselos al principio, pues si los hacéis al final, corréis el riesgo de que no acuda al estar casi saciada su hambre. –¿Y si le damos una picada sí y otra no? ¡Conseguiríamos llamarla el doble de veces!– le pregunté.
–¡Siempre con las prisas, Friso! ¿Cuántas veces te tendré que repetir que todavía estás adiestrando a ‘Carrasca’? Eso significa que tiene que acudir a tu llamada en cuanto la llames. –¡Pero si ya lo hace! Estoy seguro que, regulándole las picadas, acudiría las veces que yo quisiera. –Exactamente, pero hay que hacer que eso lo recuerde toda su vida y para que así sea, ahora deberá estar volando así, sin defraudarla ni una vez en el guante, es decir, que cada vez que acuda a él coma, durante al menos quince días, pues cuando la introduzcamos a cazar cambiará su mentalidad, porque ella ya se verá como un azor autosuficiente y si no has conseguido mentalizarla de que tu puño es su atalaya más preciada, empezará a darte muchísimos problemas por lo que pasarás de disfrutar con el azor a correr detrás de él. Eleonora y yo pasamos unos días fantásticos con ‘Carrasca’. Era una maravilla verla volar entre los árboles y acudiendo a nuestros puños en cuanto la llamábamos. Me encantaba ver salir corriendo a Eleonora, con su larga melena al viento, gritando y silbando a ‘Carrasca’ para que acudiera a su puño y cuando más disfruté como cetrero hasta ese momento, fue cuando ‘Carrasca’ se encontraba en lo más alto de un árbol y la hice acudir a mi puño por primera vez montado en Leyenda a galope tendido. Hasta Eleonora aplaudió por lo bonito y espectacular que había sido el vuelo. También fue muy entretenido el día que mi Maestro trajo a ‘Peludo’ para que ‘Carrasca’ perdiera todo el miedo que pudiera sentir hacia él. Para ello, hizo sentarse a ‘Peludo’ entre Eleonora y yo, que nos encontrábamos a unos treinta pasos de distancia el uno del otro, para que hiciéramos vuelos de puño a puño con ‘Carrasca’ y ésta le tuviera que pasar volando por encima. ‘Peludo’ era una auténtica estatua pues ni se la miraba aunque le pasara rozando las orejas, pues volaba rasa al suelo y lo sorteaba como dibujando su silueta.
43. De la introducción del azor a la caza del conejo y la liebre Estaba amaneciendo cuando salíamos del castillo mi Maestro, Eleonora y yo en aquel primer día de caza con el azor. Eleonora había insistido mucho en acompañarnos, pues estaba encantada con ‘Carrasca’ y no se lo quería perder bajo ningún concepto. El día anterior habíamos dejado a ‘Carrasca’ sin comer, pues siempre volábamos por la tarde y ese día lo íbamos a hacer por la mañana. Aparte, mi Maestro la quería un poco más templada para ese primer día de caza. Nos fuimos a caballo a un paraje abrupto, cubierto de monte bajo que se encontraba a unas dos leguas del castillo y que, según mi Maestro, estaba infestado de conejos. Para ese primer día no llevábamos a ‘Peludo’ pues también me había dicho que más estorbaría que ayudaría en esta ocasión. Desmontamos y dejamos los caballos atados a la sombra de unos árboles y comenzamos a andar. Mi Maestro portaba a ‘Carrasca’ mientras Eleonora y yo caminábamos a su altura, a unos diez pasos el uno del otro. –Pero nunca ha visto un conejo –le comenté a mi Maestro–. A lo mejor no le ataca. ¡Podríamos haberle soltado primero uno de escape! –Con un azor no hace falta, Friso. Sólo tenemos que esperar a que nos salga un conejo cerca, a menos de treinta pasos e irá a por él seguro. –Y… ¿por qué no me deja llevarla a mi? ¡Usted ha cazado ya muchas veces con azor!– le dije con tono pedigüeño. –Pues porque hoy hay que enseñarle a cazar y cazar no es sólo que ataque al conejo, sino que vaya por el campo quieta en el guante y atenta a la salida de una posible presa, cosa que hasta hoy no ha hecho y, por lo tanto, en cuanto pase un ratito de paseo, intentará irse a cualquier sitio esperando a que, automáticamente, la llamemos, como ha estado haciendo hasta ahora y cuando intente irse, no hay que dejarle hacerlo, pero también hay que saber diferenciar si se debate queriéndose ir para que la llamemos o porque haya salido una presa, y en eso tú todavía no tienes experiencia. –Vale, y ¿cómo se diferencia? –Tienes que fijarte en la expresión de la cara y en la posición del azor en el puño. ¿Ves?, ahora ‘Carrasca’ va como sentada en el puño, con el plumaje un poquito ahuecado y sin
escudriñar el suelo, con la mirada perdida en cualquier sitio y, para cazar, debería ir con el plumaje totalmente pegado al cuerpo, erguida y escudriñando cada mata en busca de una presa. Mira, ¿ves aquel arbolito que hay allá enfrente? Ya verás como en cuanto nos acerquemos, se debate hacia él. Nos fuimos acercando hacia el árbol, y cuando nos encontrábamos a unos veinte pasos, ‘Carrasca’ se debatió en su dirección. –¿Ves? En su mente aún está el jugar, y hoy tiene que aprender que no va al campo a jugar, sino a divertirse cazando, pues lo que más les gusta a los azores, una vez que la conocen, es la caza. Llevábamos andando alrededor de media hora y, efectivamente, aquella zona estaba infestada de conejos, pero hasta ahora todos nos salían a más de cien pasos de distancia. ‘Carrasca’ los miraba, pero no se decidía a saltar a por ellos, aunque su actitud ya había cambiado, pues se mantenía en el puño muy atenta al campo, sin embargo alguna vez aún se debatía sin ‘ton ni son’. Subíamos por una empinada ladera cuando Eleonora gritó señalando: –¡Allí, allí, allí! Miré en la dirección que indicaba y vi el conejo que corría, que debía haberle salido de los pies. En ese instante oí la grita de mi Maestro, y ya vi a ‘Carrasca’ pasar como una exhalación junto a Eleonora en dirección al conejo, que corría como un galgo, pero no había corrido ni cuarenta pasos cuando ya tenía a su cola pegada a ‘Carrasca’ y desaparecieron los dos dentro de un gran arbusto. –¡Lo ha cogido! ¡Lo ha cogido!– gritaba yo loco de contento, mientras corría hacia allí. –¡Sí, seguro, seguro!– gritaba también muy emocionada Eleonora. –¡Quietos! ¡No corráis que no lo ha cogido!– nos gritó mi Maestro–. Y ahora hay que llamarla al puño, así que llámala, Friso. Me encontraba a unos cincuenta pasos del arbusto. Coloqué una picada en mi puño y la llamé. Al momento, se oyeron los cascabeles y vi a ‘Carrasca’ que salía andando del interior del arbusto. Miró hacia ambos lados, como buscando todavía el conejo, pero enseguida fijó su mirada en mí y acudió a mi puño. Comió la picada y al momento volvió a fijar su mirada en el arbusto. –A lo mejor está escondido dentro– le comenté a mi Maestro.
–Sí, pero seguro que hay un cado. De todas maneras, acércate hasta allí y pateas un poco el arbusto. ¡Ya verás que atenta se muestra ‘Carrasca’! Me acerqué hasta allí y, efectivamente, bajo el arbusto estaba la boca del cado. ‘Carrasca’ estaba con el cuello completamente estirado como indicándome: “¡Ahí está escondido!” –Bien, sigamos. Tú Friso, ve por la parte alta de la ladera que nosotros iremos por aquí abajo, que si sale alguno, le será más fácil atacar desde lo alto. Llévala suelta, sujetándole levemente las pihuelas, pues para cuando tú veas el conejo, ella ya no estará en tu puño. No habíamos caminado ni cien pasos cuando ‘Carrasca’ saltó de mi puño a por un conejo que corría a media ladera, a unos cuarenta pasos de dónde me encontraba. Di la grita y, en un visto y no visto, azor y conejo desaparecieron en el interior de una gran mata, pero, esta vez, se oyó un agudo chillido. Mi Maestro me gritó: –¡Esta vez sí! ¡Corre, Friso, corre! Corrí ladera abajo como un suicida, pues mis zancadas eran cada vez más largas a causa de la velocidad que iba cogiendo y pensaba que me iba a estampar contra el suelo de un momento a otro, pero, me daba igual, ‘Carrasca’ había capturado el conejo… y había que ayudarle. Llegué hasta la mata, frenando mi carrera como pude; miré en su interior, pero no encontraba ni azor ni conejo. Entonces, oí el tintineo de los cascabeles y vi a ‘Carrasca’ al otro lado de la mata, a unos tres pasos de ella, trabando el conejo por la cabeza. –¡Lo tiene, lo tiene!– grité saltando loco de alegría. Al momento llegaron mi Maestro y Eleonora. –¿Has visto, Eleonora? –le dije– ¡Ha entrado como una suicida en la mata! –¡Sí, impresionante! ¡Menuda velocidad! ¡Y eso que me parecía que venía rápida al puño! –Bueno, Friso –me indicó mi Maestro–, ahora hay que sacarla del conejo. Asegúrate de que esté muerto antes de intentar sacarla, pues si nota que está vivo no querrá soltarlo. Recógela igual que haces con los halcones y, esta primera vez, le ofreces en el puño toda su gorga de paloma. Comprobé que el conejo estuviera muerto, cogí el ala de paloma con su parte de pechuga en mi puño y lo coloqué sobre sus patas. Comenzó a picar de la paloma y, poco a poco fue soltando la cabeza del conejo para subir a mi puño y comer en él tranquilamente, momento en el que recogí el conejo y lo metí en mi morral.
–¿Le doy toda la gorga o haremos otro lance?– le pregunté a mi Maestro con ganas de seguir cazando. –No. Por hoy es más que suficiente, y hay que cebar bien en este primer conejo. A la mañana siguiente volvimos los tres a la zona de caza de conejos con ‘Carrasca’. Caminábamos por un terreno cercano a un ‘bosquete’ de encinas. ‘Carrasca’ iba en mi puño, muy atenta al monte, tensándose en él cada vez que veía correr un conejo de los que salían lejanos. –¿Podríamos enseñarle a atacar a aquellos conejos que salen lejos?– le pregunté a mi Maestro. –No hará falta, lo aprenderá por si misma. Con pocos días de caza, atacará a todo conejo que se mueva a cualquier distancia. En ese instante, ‘Carrasca’ salió de mi puño, rasa al suelo, en dirección al ‘bosquete’ de encinas. Al no ver ningún conejo correr, no di la grita, pues pensé que iría a posarse en alguno de los árboles que se encontraban a unos cien pasos de nosotros, pero al momento, vi un conejo que salió disparado del interior de una mata en dirección a los árboles. ‘Carrasca’ le acortó distancias, pero en cuanto estaba a punto de trabarlo, el conejo se zambulló dentro de un gran arbusto. Ella pasó de largo y fue a posarse en una de las encinas que se encontraba a unos veinte pasos del escondite del conejo. Fui corriendo hacia allí y comencé a rebuscar por el arbusto intentando sacar al conejo de su escondite, pero entonces mi Maestro me gritó: –¡Llama primero al azor, antes de sacar el conejo! –Me aparté de la mata, coloqué una picada oculta en mi puño y la llamé, pero no se decidía a bajar del árbol. Se la veía pendiente, exclusivamente, del lugar donde se había escondido el conejo. Al poco, ‘Carrasca’ saltó pero, en vez de venir a mi puño, se poso en el árbol de al lado. En éstas llegaron mi Maestro y Eleonora. –No quiere venir, Maestro– le dije preocupado. –Esto ya me lo esperaba, Friso. Colócate la picada para que la pueda ver y llámala delante del arbusto. La llamé y ‘Carrasca’ saltó al instante y vino, pero en vez de preocuparse en comerse la picada, rebuscaba con la mirada en el interior del arbusto. –Bien, ahora intentaremos hacer salir el conejo –advirtió mi Maestro–. Apártate cinco o seis pasos para que ‘Carrasca’ pueda ver por donde sale.
Eleonora y él comenzaron a patear la mata, pero nada, el conejo no salía. –Debe haber salido y no lo hemos visto– comentó Eleonora. –Estará cerca –aseguró mi Maestro–. Vamos a patear bien esta zona, que no puede estar muy lejos, pero seguro que hasta que no lo vayamos a pisar no saltará. Su defensa es ‘quieto en la mata’. Eleonora, que se dirigía a otra gran mata cercana, dio un agudo grito y exclamó: –¡Qué susto!–, pues el conejo le había salido de los pies y no corrió ni cuatro pasos cuando ya lo había trabado ‘Carrasca’. –¡Ya lo tenemos!– exclamé. –¡Qué susto me ha dado! ¡Casi lo piso!– repitió Eleonora aún sofocada. –Muy bien, Friso; Déjala pelar un rato el conejo y la recoges, que haremos otro lance– me indicó mi Maestro. Mientras ‘Carrasca’ recibía su ‘cortesía’, me explicó: –No debes dejar jamás que el azor ataque a una presa saliendo desde otro sitio que no sea tu puño, porque si eso ocurre y tiene la suerte de capturarla, a partir de ese momento, cuando lo saques al campo se irá a cazar por su cuenta, haciendo caso omiso de tu llamada, habiendo estropeado todo el trabajo que has hecho con el hasta ahora. Esto de irse a cazar por su cuenta, lo intentan los azores en sus primeros días de caza, pero, si se les corrige a tiempo, ya no lo vuelven a intentar, así que cuando falle una presa porque se le ha escondido, lo primero que tiene que hacer es volver al puño y, desde éste, volver a atacarla, como hemos hecho ahora y así, en pocos lances, entenderá que el puño es su mejor atalaya, pues siempre que captura lo hace saliendo de él. –Pero quizá no ha querido venir porque esté un poco alta de peso, pues ni se ha mirado la picada del puño cuando ha llegado– comenté. –No, Friso, no. Cuando un azor va de caza, si está en su peso ideal, sólo se preocupa de buscar la presa y, como ya te he dicho, tu puño es simplemente su atalaya y, por lo tanto, no busca en él comida, sino una posición ventajosa para el ataque. –Pero entonces… ¿por qué no ha venido hasta que no la he llamado con la picada a la vista?– le pregunté contrariado. –¡Pffff! –resopló–. Vamos a ver, Friso. Tenemos en el árbol un azor pendiente de una presa a la que ya ha perseguido y que está escondida cerca de él. Su mayor interés entonces no reside en acudir a tu puño, ya que entiende que ésa no es la posición más ventajosa para capturar la presa, porque él se encuentra a mayor altura. Entonces, para que acuda, le mostramos la comida e, A
instintivamente su cerebro, acostumbrado a acudir a tu puño a comer, le hace bajar a comer pero, en cuanto está posado en tu puño junto al escondite de su presa, se olvida de la menudencia de ‘botín’ que le ofreces y ya sólo vuelve a pensar en el que le espera dentro de la mata y, como te he dicho anteriormente, en cuanto el azor asimile que tu puño es su mejor atalaya, en cuanto falle una presa, volverá a él para repetir el ataque y eso es lo que le estamos intentando enseñar en estas primeras lecciones de introducción a la caza, porque no le enseñamos a que cace, sino a como hacerlo con nosotros. Es por esto que no traemos a ‘Peludo’ en las primeras lecciones, pues sacaría conejos a diestro y siniestro y acabaríamos corriendo detrás del azor para siempre, pues se iría seguro a cazar por su cuenta con el perro. ¿Te ha quedado claro? –Sí Maestro, bastante claro. –Pues venga, recoge a ‘Carrasca’ del conejo y ¡a ver si nos sale otro! Íbamos caminando por la falda de una ladera cuando ‘Carrasca’ salió como una flecha hacia un conejo que corría lejos de nosotros en dirección a un montón de piedras situadas casi en lo alto de la ladera. Mucho antes de que ‘Carrasca’ lo alcanzara, ya se había escondido entre ellas y se posó encima del montón. Me disponía a salir corriendo para acercarme a llamarla e intentar sacar el conejo, pero mi Maestro me advirtió: –Llámala desde aquí, que ese conejo no lo saca ni ‘Peludo’, pues seguro que tiene el cado ahí. –Pero… está casi a doscientos pasos y pendiente de ‘su’ conejo– le comenté. –Estará pendiente de él poco rato, pues le llevaba mucha ventaja. No es lo mismo que cuando lo llevan delante del pico y ya lo ven comida segura. Espera unos veinte segundos para que se desbloquee y la llamas. –Pero… ¿le enseño picada o no?– pregunté dudoso. –Como quieras. Por muy buena vista que tenga, a esa distancia no creo que vea la picada, pero… ¡ahora comprobaremos si has hecho un buen trabajo con el azor!, porque, cuando ya no esté pendiente del conejo, éste es un vuelo rutinario al puño, como los que has estado enseñándole hasta ahora, y que tendría que ejecutar a las ‘mil maravillas’. Recuerda que la base de la cetrería es que ‘llamo a un pájaro de caza y viene’ y si no viene, no tenemos nada, y volvemos a casa sin caza y sin pájaro. Asentí con la cabeza mientras me colocaba una picada oculta en la lúa y me separé de ellos un par de pasos. Levanté mi B
puño y le di la voz a la que la había acostumbrado a acudir, pero sin mucha convicción: –¡Haip, haip!– pero ni se movía. –Friso –me indicó mi Maestro–, hay que llamar a los pájaros con ganas y alegría–. Y a continuación, dio un grito que resonó por toda la ladera. –¡¡¡Haip!!! Al instante, ‘Carrasca’ se descolgó ladera abajo a una velocidad impresionante y dibujando el relieve del terreno con su vuelo, acabó trabando mi puño con un impacto terrible. –¡Ha sido impresionante este vuelo! –exclamó Eleonora– ¡Un día de estos se hará daño golpeando tan fuerte el puño! –Bien, sigamos– sugirió mi Maestro. No habíamos andado ni treinta pasos cuando ‘Carrasca’ salió a por otro conejo que corría frente a nosotros a media distancia. Cuando estaba a punto de trabarlo le hizo una finta y ‘Carrasca’ barrió el suelo con la cola, para en un visto y no visto, rehacerse y volver a ponerse en vuelo para atacar de nuevo al conejo que corría hacia nosotros. En este nuevo ataque, ‘Carrasca’ lo trabó y el conejo pegó un bote hacia arriba de más de cuatro pies de altura dando una voltereta espectacular, para acabar los dos cayendo en el interior de una mata. Me acerqué corriendo y estiré de una de las patas del conejo para sacarlo del arbusto con ‘Carrasca’ aferrada a su cabeza. –¡Qué voltereta! ¿Has visto, Eleonora? ¡Lo más impresionante es que no se ha doblado ni una pluma!– exclamé mientras la examinaba. –Déjala pelar un rato en el conejo y se lo retiras dándole toda su gorga, pues por hoy ya es suficiente– me dijo mi Maestro y añadió: –Será raro que veas a un azor estropearse una pluma en un lance de caza. Las colas se les estropean por un mal manejo en el puño, por un deficiente adiestramiento y por el uso de perchas inadecuadas. Recogí a ‘Carrasca’, y me explicó: –Esta semana la pasarás cazando conejos con el azor para que se grabe bien en su mente que cuando falla debe volver al puño, además estos vuelos al conejo en ladera desarrollan mucho su musculatura al tener que emplearse a fondo en las persecuciones cuesta arriba. De todas formas, darás por finalizada cada jornada de caza cuando captures un máximo de dos conejos. Y, para la semana siguiente, iremos a cazar alguna liebre con don Orduño, que ya tiene ganas de verla actuar.
–¿Y por qué no puedo capturar más de dos? ¡Si hay muchos!– le pregunté. –Lances puedes hacer los que quieras, pero, de momento, con dos capturas vale, porque si no, al tener que dar una recompensa muy exigua en cada captura, puede aborrecer la caza o lo peor, irse a cazar por su cuenta. No te preocupes que ya habrá tiempo de estirarla para que haga todas las capturas que pueda. Ten en cuenta que, el primer año que tenemos el pájaro es para dedicarlo exclusivamente a su correcto adiestramiento, e incluye el que aprenda a cazar a la perfección para, al año siguiente poder determinar si tenemos un pájaro de caza bueno o excelente, ya que, hasta entonces, tenemos un aprendiz. –¡Pues a mí me parece que ‘Carrasca’ ya va de maravilla!– exclamó Eleonora. –¡Y a mí!– asentí apoyando su observación. –Pues… ya veréis el año que viene. Entre el cambio de plumaje y su depurada técnica de caza os parecerá otra. De todos modos, ese cambio lo apreciaréis más en los halcones. Entré en la cocina con una sonrisa de oreja a oreja y los dos conejos que habíamos capturado esa mañana. –Mira María lo que te traigo. Uno lo guisas y otro para el arroz. Ella, muy contenta exclamó: –¡Hombre… ya va valiendo de algo el haber pasado tanto sueño con esos pajarracos! Durante la comida, no callé un momento contando a María y Antonia los lances de ‘Carrasca’ a los conejos. Los explicaba gesticulando con tanta pasión que hasta tiré un vaso sin querer y mi Maestro me tuvo que llamar al orden: –Sosiega, Friso, sosiega, ¿no entiendes que ellas no lo viven como tú?
44. Del adiestramiento del peuco gallinero Aquella misma noche, sacamos al peuco de la muda, pues mi Maestro iba a comenzar con su adiestramiento. Quería hacerlo él, pues no conocíamos el comportamiento del ave. No había transcurrido ni una hora desde el momento de armarlo que el peuco ya se mostraba indiferente a las caricias de mi Maestro, por lo que decidió darle de comer. Comió tranquilamente y con ganas, pues lo había dejado sin comer el día anterior. Al cabo de un rato, mi Maestro dijo como para sí mismo: –Este pájaro es muy manso. ¡Vamos a probar!– y dicho esto lo desencaperuzó. Al verse sin caperuza, miró a mi Maestro, abrió las alas, la cola y emitió un fuerte y largo graznido semejante al que hacen las cornejas, pero no se parecía en nada al que emitían halcones o azores. Cuando le acercó su mano para acariciarlo, se debatió con fuerza, pero mi Maestro, con un sutil giro de muñeca, lo volvió a subir al puño. El peuco permanecía con las alas, cola y pico abiertos, mirando a mi Maestro desafiante. Él lo miraba tranquilamente y le decía: –Tranquilo, peuco, no tengas tanto miedo. Al poco, fue cerrando las alas y la cola, y empezó a fijarse en todo lo que le rodeaba. Cuando ya parecía bastante calmado, mi Maestro acercó de nuevo su mano abierta hacia su pecho. Entreabrió levemente las alas y se echó un poco hacia atrás, mirando la mano con desconfianza, pero mi Maestro no se detuvo y comenzó a acariciarlo. Se mostraba un poco receloso de las caricias, pero permanecía quieto en el puño y en cuanto mi Maestro veía que podía debatirse apartaba su mano para volver a acariciarlo un poco después. –Definitivamente… es un pájaro muy manso, Friso. Un azor ya me habría agujereado la mano varias veces. Su adiestramiento parece que no va tener ninguna complicación. –Sí, pero… si no hubiera resultado tan manso, al haberle quitado la caperuza tan pronto y sin mostrarle comida ¿no habría resabiado al pájaro? –Pues seguramente un poco sí, pero… de vez en cuando hay que arriesgar si ves que la cosa puede ser fácil. ¡Si sale bien te ahorras mucho tiempo! De todas maneras, yo arriesgo a sabiendas de que podré arreglar cualquier pequeño resabio que le pudiera provocar, sino no arriesgaría. –¡Yo no habría arriesgado!
irónica.
–Claro, por eso no eres tú el Maestro– dijo con una sonrisa
–Y ahora… ¿para encaperuzar? Lo pregunto porque al no estar entretenido con la comida, será difícil, pues sólo estará pendiente de la caperuza y… si no acierta a la primera…se podría resabiar de ella– le comenté como para ponerle en un aprieto. Él me miró sonriente y me aclaró: –Encaperuzar no será problema, Friso. ¡Mira!– y cogiendo la caperuza, la acercó despacio al pecho del peuco, fue subiéndola lentamente hacia su cabeza y, antes de que el pájaro y yo nos diéramos cuenta, ya estaba encaperuzado. Lo volvió a desencaperuzar. –¿Ves que fácil? Realmente, había encaperuzado con una facilidad pasmosa… ¡y yo que pensaba que encaperuzaba bien! –Has de recordar, Friso, que el pájaro, al no haberle molestado nunca con la caperuza, no la conoce y, por lo tanto, se deja encaperuzar a la perfección. Otra cosa sería que no supieras encaperuzar, pero ese no es nuestro caso ¿verdad? –¡Verdad, verdad!– contesté rápidamente. –¿Quieres probar?– me preguntó cínicamente. –No, gracias, prefiero verle trabajar a usted. ¿Quiere que le ponga un vino?– le pregunté con intención de cambiar de tema y evitar a toda costa tener que encaperuzar al peuco bajo su mirada inquisidora que me ponía tan nervioso. Él, sin dejar de sonreír, me contestó: –Sí, gracias… trae un ‘vinillo’ que saldremos al jardín. Hace una noche estupenda y ¡aquí dentro me estoy asando! Cuando salimos al jardín, el peuco se debatió un par de veces, y mi Maestro comenzó a pasear por el jardín, con él en el puño y el vaso de vino en la mano. “¡Menuda estampa!” pensé. Permaneció dando vueltas alrededor de una hora y mientras lo encaperuzaba, me dijo: –Toma, Friso, paséalo tú un rato, que estoy cansado. Comencé a pasear con el pájaro y mi Maestro me indicó: –Pero… ¡desencaperúzalo! –Ah, pensaba que ahora tenía que portarlo con caperuza. –Y ¿por qué pensabas eso? –Pues… no sé… como a mí aún no me conoce… –Sí, pues… ¡con la caperuza puesta te va a conocer mucho! Mientras lo desencaperuzaba, le pregunté: –Entonces ¿para qué lo ha encaperuzado?
–Pues para que no se asustara y se debatiera al cambiarlo de puño, pero una vez pasado el trance, ya puedes desencaperuzar. –De todas formas, Maestro, se muestra ya muy tranquilo. –Sí, pero hay que evitar cualquier susto y debatida innecesaria. Que un pájaro sea bastante manso por naturaleza, no quiere decir que no se asuste de lo que no conoce y una de las máximas del amansamiento es evitar todos los sustos posibles. Además, este pájaro, no parece que sea muy valiente. Estuvimos un par de horas más y, viendo la actitud del peuco, mi Maestro me indicó: –Venga, encaperúzalo, que nos vamos a dormir. ¡Ya me había liado! ¡Ahora me tocaba a mí encaperuzarlo! Viendo que me empezaba a poner nervioso, me dijo: –Parece mentira, Friso, que con la experiencia que ya tienes, no te fíes todavía de ti mismo–. Y espoleado por su comentario, sin pensarlo dos veces, lo encaperucé perfectamente. La mañana la había pasado con Eleonora, cazando con ‘Carrasca’. Le comenté que habíamos empezado con el adiestramiento del peuco y quiso venir por la tarde a la halconera para verlo. Cuando llegó a la halconera, mi Maestro no estaba, pues se había ido de placeo por el castillo con el peuco y así se lo hice saber. –Pues vamos a buscarlo– me pidió. Lo encontramos a la sombra de un cerezo, con Avelino y Sebas –que junto a Pablo y Pascual formaban la cuadrilla de amigos de mi Maestro–, charlando amigablemente mientras tomaban unos vinos. –Buenas tardes– les saludamos. –Venía a ver el peuco– indicó Eleonora. –Pues aquí lo tienes –señaló mi Maestro– acarícialo si quieres. –¿Ya está manso?– preguntó sorprendida y, mirándome incrédula me preguntó: –Pues… ¿no me has dicho que empezasteis a adiestrarlo ayer? –Sí, no te ha engañado, Eleonora –le aclaró mi Maestro, y añadió:
–El que sea un ave gregaria facilita mucho su amansamiento. Me recuerda, en su comportamiento, al milano negro. –¿Ha adiestrado milanos?– le pregunté con curiosidad, a lo que Avelino comentó sonriendo: –¡Ha adiestrado hasta gorriones! Estuvimos charlando con ellos un rato y Eleonora y yo nos fuimos a dar una vuelta por el castillo, dejando a los tres enfrascados en su conversación.
45. De la caza de la liebre con azor Esa mañana, íbamos a probar a ‘Carrasca’ a la liebre. La partida de caza, la componíamos don Orduño, Eleonora, mi Maestro y yo. Nos dirigimos a unas huebras situadas cerca de la zona donde cazábamos los conejos. Antes de partir, le pregunté a mi Maestro que si influiría en el lance el que ‘Carrasca’ no hubiese visto nunca una liebre , a lo que él me aclaró que no, ya que al azor, la caza de la liebre, le resulta más fácil que la del conejo, pues sale siempre en terreno abierto y su defensa es fuerza y velocidad, y una vez ha saltado del encame, no intenta volver a esconderse, tan solo corre, por lo que un buen azor la atacará sin dudar. Íbamos a caballo por el barbecho, separados unos quince pasos uno de otro. Don Orduño portaba a ‘Carrasca’ en su puño, y me comentó: –Me ha dicho Iñigo que ‘Carrasca’ ya va muy bien, además Eleonora no calla, alabando sus virtudes. –Sí, mi Señor, por lo menos en la caza del conejo lo hace muy bien y ya se le nota que va mejorando su técnica de caza. –Bien, pues ahora comprobaremos lo bueno que es – murmuró–, a ver si nos sale una liebre cerca–. Se quedó un poco pensativo y me preguntó: –¿O crees que atacará a alguna que salga lejos? –Pues no sé, pero… va sin dudar a los conejos a cualquier distancia que le salgan. Seguimos al paso de nuestros caballos y de repente, Eleonora gritó: –¡Allí, allí! A la vez que ella gritaba, ‘Carrasca’ saltó del puño de su padre en dirección a una liebre que corría a más de doscientos pasos de distancia. Volaba pegada al suelo a una velocidad endiablada hacia la liebre, que corría como ‘alma que lleva el diablo’ y, cuando se encontraba a unos cincuenta pasos de ella, ‘Carrasca’ disminuyó su velocidad y don Orduño exclamó: –¡Demasiado largo el vuelo! ¡Va a abandonar! Pero… no fue así, y ‘Carrasca’, aunque a menor velocidad, se pegó a la liebre para trabarla en el momento que frenaba para intentar hacerle un quiebro y esquivarla. Habíamos permanecido quietos durante todo el rato que duró el lance, pero en cuanto vimos que ‘Carrasca’ trababa la liebre, salimos los cuatro a galope hacia el lugar de la captura, que distaba más de cuatrocientos pasos de donde nos encontrábamos.
Al llegar desmontamos y cuando don Orduño se disponía a rematar la gran liebre, a la que ‘Carrasca’, jadeante por el gran esfuerzo realizado, sujetaba fuertemente por la cabeza, mi Maestro le indicó: –Ya está muerta, Señor. Don Orduño, con gran efusividad, nos felicitó a los dos, diciéndonos: –¡Fantástico, un lance fantástico! Y, encima ¡era su primera liebre! Eleonora, celosa de que a ella no la felicitara exclamó: –¡Yo también he contribuido en su adiestramiento, eh! Él, condescendientemente, le respondió: –Por supuesto, hija mía, felicidades a ti también, incluso por el precioso nombre que le has puesto: ¡‘Carrasca’!, aunque a lo mejor, dentro de poco habrá que llamarla ¡‘Carrasca la Magnífica’!, pues hoy ha demostrado que será un magnífico azor de caza–. Y mirando a mi Maestro, añadió: –¿Quizá podríamos hacer otro lance, Iñigo? –Yo no lo haría, pero… si es su deseo. –No, si tú dices que no, será por algo, pero… ¿cuándo consideras que estará preparada para hacer varios lances? –En un par de semanas, Señor. –Y, a todo esto, ¿el peuco como va? –Va muy bien, Señor, se ha amansado con mucha facilidad y es un pájaro noble y tranquilo, aunque aún lo tenemos que probar en la caza, pero, desde aquí le digo que, en velocidad de vuelo, es mucho más lento que el azor y se parece mucho al de los aguiluchos laguneros. Don Orduño cebó bien a ‘Carrasca’ y regresamos al castillo.
46. De la introducción del peuco a la caza Aquella tarde acompañé a mi Maestro para soltarle un conejo de escape al peuco, pues aunque pareciera increíble, en una semana había conseguido volarlo sin fiador, así que le pregunté: –¿Había amansado algún pájaro antes que le hubiera costado tan poco tiempo como éste? –Sí, hay una rapaz que se amansa, siendo pasajera, en menos tiempo. –¡¿Ah sííí?!– pregunté muy sorprendido. Pero recordando lo que dijo cuando estaba con Avelino y Sebas, añadí: –Ya sé; el Milano negro. –No, Friso. Es el Gavilán. –¿El gavilán? –Sí, Friso, en cuatro días ya tienes un gavilán pasajero volando suelto y acudiendo a tu puño a la perfección para, el quinto día, ir a cazar con él. Por supuesto se sobreentiende que para conseguirlo has ejecutado todo el adiestramiento a la perfección, sin cometer ni el más mínimo error. –¡Pfff! –resoplé– ¡Creo que para eso aún me falta! –Sí, aún te falta, pues para conseguir esos resultados, tienes que haber conseguido un gran entendimiento del carácter, comportamiento y reacciones de las rapaces ante los estímulos, para poder anticiparte y acortar el tiempo de adiestramiento, como yo he hecho con el peuco. Si veo que un ave está lo suficientemente mansa en su primera noche de desvelo ¿para qué le tengo que hacer una segunda o una tercera? –Para asegurar, pues a lo mejor no está tan mansa como aparenta– le respondí. –Y tienes razón, pero el saber observar esos pequeños detalles, es el entendimiento del cetrero. Eso significa que puedes intuir cosas que no se ven pero sabes que ocurrirán. Mira, tienes que poder llegar a ver si un pájaro está preparado para volar o no aunque no sea tuyo, sólo por la actitud que muestre posado en su banco o percha. –Jo. ¡Eso no se puede saber! –Pues eso es lo que yo veo, así que si yo puedo, tú también podrás. Sólo debes abrir tu mente y prestar atención. Mira, en una cacería que hicimos con unos amigos de don Isidro, el abuelo de Eleonora, uno de los nobles soltó a volar su halcón altanero. Era un día de mucho viento y el halcón, dio un par de tornos y se posó en el suelo. Su cetrero, lo incitaba con la lúa para hacerlo volar y yo, con A
muy buena intención, le sugerí que lo recogiera, porque observé que ese día no mostraba ninguna intención de volar para cazar, pues era un halcón que, claramente para mí, no tenía la fuerza suficiente para volar con aquel viento. Al oír la recomendación que le daba a su cetrero, el noble me dijo con gran desprecio: “¡Qué sabrás tú si mi halcón va a volar o no!”, a lo que le respondí que ese halcón no tenía fuerza para mantenerse en vuelo de caza sobre nosotros con aquel viento y que si lo hacía saltar a volar lo perdería, pues se dejaría arrastrar por el aire. El noble, ante mi respuesta se enfureció aún más y le gritó a su halconero: “¡Haz que vuele!” Éste, sacó su señuelo y cuando el halcón saltó a volar lo escondió a su espalda, esperando que, una vez había despegado, se elevara haciendo sus tornos, pero se dejó llevar por el viento y ¡aún deben estar buscándolo! –Y ¿qué es lo que vio en el halcón concretamente para saber lo que haría? –¡Pues te lo acabo de explicar, muchacho! ¡Por su forma de volar vi claro que no tendría fuerza para pelear contra el viento! ¡Friso, diferencia el quebrantahuesos de la bandada de buitres ‘mosquito’! –Tiene razón, Maestro. Está claro que hay que aprender a fijarse hasta en el más sutil detalle. ¿Y no les ayudó a buscar el halcón? –No, yo ya les había ofrecido mi ayuda y la despreciaron, así que… no iba a insistir– dijo cínicamente y, cambiando su expresión añadió: –Bueno, a lo que estamos. Suelta el conejo a unos veinte pasos. Lo solté y me aparté. El conejo se quedó quieto mirando tranquilamente aquí y allá, pues era ‘casero’, pero el peuco tampoco se mostró interesado en él. Mi Maestro se fue acercando despacio hasta que se paró a unos cinco pasos del conejo. El peuco, desde su puño, lo miraba con recelo mientras comía tranquilamente a los pies de mi Maestro, quien se agachó y en ese instante el peuco abrió totalmente las alas y la cola, emitiendo su largo graznido. –¡Vaya, empezamos bien! ¡Le tiene miedo al conejo!– exclamó mi Maestro. –¿Cómo puede ser?– pregunté incrédulo. –Pues siendo, Friso, siendo ¿o es que no lo ves? Esto también ocurre a veces con algún torzuelo de azor. –Y ahora… ¿qué haremos?
B
–Pues de momento, cuatro vuelos al puño, recoger el conejo y para casa. Mañana comenzaremos a enseñarle a perder el miedo a los conejos con un señuelo. La tarde siguiente, para la lección del peuco, habíamos preparado un señuelo con una piel de conejo al que, a la altura de su cuello, le habíamos atado un suculento trozo de pechuga de paloma desplumada y que disponía de un cordel, de veinte pasos de largo, para tirar de él. Mi Maestro me indicó que me alejara de él quince pasos y escondiera el señuelo tras una pequeña mata que había en el prado y que, a su señal, le fuera dando pequeños tirones al cordel para que simulara la salida de un conejo, ya que el movimiento es lo que más incita a cualquier rapaz para atacar. Mi Maestro levantó su puño con el peuco y me gritó: –¡Tira! –Fui tirando del señuelo poco a poco y cuando se encontraba a cuatro o cinco pasos de la mata en la que lo había escondido, mi Maestro lanzó al peuco con tal fuerza que más que batir alas para alcanzar el señuelo, tuvo que abrirlas para frenar y no pasárselo, aunque lo trabó bien. Una vez lo agarró, mi Maestro me indicó: –Sigue arrastrándolo un poco más, para que le dé la sensación que pelea con él. Así lo hice y, el peuco, cada vez se encarnizaba más con su señuelo. Lo dejamos pelar del señuelo y le dimos una buena gorga. Repetimos la lección durante tres días, cada vez a más distancia e imprimiéndole más velocidad al señuelo, para terminar el cuarto día soltándole el conejo vivo, al que capturó sin dificultad. –Bien, chicos, mañana a cazar– comentó mi Maestro, pues Eleonora nos había acompañado todos los días para comprobar la evolución del peuco. –No sé si tiene la suficiente velocidad para cazar un conejo– murmuró Eleonora–. Yo no soy una experta cetrera, pero… me parece que es mucho más lento que el azor, aunque… es muy simpático. –En eso tenía razón. Realmente el peuco era un pájaro simpático, pues se dejaba acariciar por todo el mundo y hasta parecía que le agradaba estar rodeado de gente, que lo admiraba por su rareza, pues todos con los que te cruzabas, querían ver y tocar al afamado ‘peuco de las Américas’.
–¿Ya le has puesto nombre, Iñigo?– le preguntó Eleonora. –Sí, se llama ‘Peuco’– contestó enseguida. –Hombre, ‘Peuco’… – se quejó ella. –Todo el mundo en el castillo lo llama ‘Peuco’, incluido tu padre, así que ¡no le vamos a cambiar ahora el nombre! Estábamos en la zona de caza de conejos con el peuco y, al igual que ‘Carrasca’, permanecía indiferente a la salida de los conejos lejanos. Al poco de ir pateando el campo, nos salió un conejo ‘a huevo’. ‘A huevo’… si hubiéramos llevado a ‘Carrasca’ en el puño, pues el conejo, que nos había salido a unos diez pasos de distancia, corría ladera arriba y el peuco lo seguía con interés, pero no le conseguía acortar distancias, por lo que, tras un vuelo de unos cincuenta pasos, se posó en una mata de tomillo. Mi Maestro lo llamó al puño y, eso sí, acudió al instante, con un vuelo de planeo grácil y posándose en su puño con la suavidad de una linda mariposa. –¡Qué delicadamente se ha posado, Iñigo! –exclamó Eleonora–. Me lo estoy imaginando cruzando el salón principal del castillo para ser la admiración de todos los nobles en alguna de las fiestas que celebremos. –Sí, los vuelos al puño los hace a la perfección, pero creo que tu padre preferirá verlo cazar, así que vamos a ver si conseguimos que capture un conejo–. Y me indicó: –Friso, llévalo tú y colócate a media ladera, que está claro que los vuelos hacia arriba no son su fuerte. Avancé a media ladera y al rato salió un conejo a los pies de mi Maestro, que se encontraba a unos cincuenta pasos por debajo de mi. El peuco saltó de mi puño y dando cinco o seis aletazos adquirió bastante aceleración para ir recortándole distancia al conejo. Esquivó el primer ataque pero el peuco se rehizo a las mil maravillas y acabó capturándolo a la entrada de una pequeña mata. –¡Lo ha cogido!– grité exaltado. Llegamos los tres a la altura del peuco y su conejo, y mi Maestro comentó: –Bueno, no es el azor, pero está claro que cazar, caza.
47. De la captura del águila real Fueron pasando los días y los meses. Tanto los halcones como el azor y el peuco volaban ya a las mil maravillas. Habíamos participado ya en varias cacerías organizadas por don Orduño o por alguno de sus amigos, aunque no habíamos coincidido con don Rodrigo en ninguna de ellas. Había notado que don Orduño cada vez me trataba mejor y ya no me miraba con desprecio. Hasta le había oído presumir de mi habilidad como cetrero ante sus amigos, lo que hacía que cada vez me sintiera más a gusto en el castillo. Eleonora ya había cumplido los diecisiete años hacía poco y le regalé una nueva lúa que había confeccionado yo mismo. Le gustó mucho, y me lo agradeció con un beso. Antonia y Marcelo continuaban con su noviazgo. Ya todo el mundo estaba enterado de su relación y María se mostraba encantada con su futuro yerno, al que invitaba a comer a menudo para conocerlo a fondo y para, como hacen todas las madres, intentar organizarles su futura vida juntos. Había pasado varios días en las navidades con mis padres, a los que había entregado algún dinero, pues, de vez en cuando, me caía alguna propina de don Orduño durante las cacerías. Todos estaban bien y se les veía muy orgullosos de mis progresos. Decían que parecía un noble por mis exquisitas formas en la mesa. Mi Maestro iba delegando progresivamente en mí los cuidados de las aves e incluso en muchas jornadas de caza con don Orduño, ya no nos acompañaba, pues los fríos del invierno provocaban que padeciera fuertes dolores en sus articulaciones. Ese día, después de comer mi Maestro me preguntó: –¿Cómo llevas la lúa que te estás haciendo para el manejo de la real? –Ya la tengo terminada. La he confeccionado con un doble cuero de venado y solo lleva libres los dedos índice y pulgar; el resto de los dedos en manopla para evitar que las garras penetren por las costuras. –Parece buena idea, Friso. Pues pronto la estrenarás, porque pasado mañana iremos a intentar capturar la prima que campea por la zona de caza de conejos. –¡Por fin!– exclamé entusiasmado, pues deseaba con ansiedad sentir en mi puño aquella poderosa y majestuosa ave.
Aquella mañana, muy temprano, nos encontrábamos mi Maestro y yo en la falda de una ladera en la que sabíamos que cazaba habitualmente una prima de real de las nacidas en la primavera del año anterior y que tenía su atalaya de caza en una de las encinas situadas en la cima. Colocamos las redes y, de cebo, una paloma viva, como habíamos hecho para capturar a ‘Arenisca’, Nos escondimos en una pequeña choza que mi Maestro había preparado con ramas en los días anteriores y desde la que apenas veíamos la paloma. No había pasado ni media hora cuando vi entrar una gran ave que capturó a la paloma. Mi Maestro accionó la trampa y yo salí corriendo a por ella gritando: –¡Ya la tenemos! ¡Ya la tenemos!– pero, cuando llegué a la trampa, se terminó mi alegría, pues no era una real, sino un milano real, así que, lo saqué de la red y lo liberé. –¡Vaya, ya me había hecho ilusiones!– exclamé. –Bueno, colocaremos otra paloma, Friso. Nos quedan dos… cuando se acaben, a casa. Mi Maestro tenía razón pues, aquella zona infestada de conejos, atraía a multitud de aves rapaces, incluidos todos los pollos de águila real que habían nacido por las inmediaciones y con los que teníamos que tener mucho cuidado cuando cazábamos por allí con el azor o el peuco. Llevábamos dos horas escondidos y mi Maestro, aunque se había echado una manta sobre sus rodillas, se las frotaba constantemente para calmar el dolor, pues hacía un frío que pelaba. La paloma ya había dejado de saltar y revolotear hacía rato, y permanecía tranquila picoteando el suelo. Yo ya comenzaba a cabecear somnoliento, pues esa noche, por los nervios, no había podido pegar ojo y el aburrimiento ya hacía mella en mí, cuando mi Maestro me dio un golpe en el hombro y, señalando hacia lo alto de la ladera, susurró: –¡Ahí está, va hacia la encina! Miré rápidamente hacia donde me indicaba, pero no vi nada, así que le pregunté ansiosamente: –¡Dónde, dónde! –Se ha posado en el interior de la encina; A ver si hay suerte y ataca la paloma. Pensé que lo haría enseguida, pero… pasó más de una hora… y nada, así que le comenté a mi Maestro: –¡Se habrá marchado!– a lo que él, que mantenía su mirada clavada en el interior de la encina, me aclaró:
–No, está ahí, esperando. –¿Y a qué espera? ¿Es que no ve la paloma? –Seguro que sí, pero esperará al momento que considere oportuno para atacarle. Ya perdimos la noción del tiempo y tanto mi Maestro como yo permanecíamos en nuestro escondite medio adormilados. Yo, de vez en cuando, echaba un ojo hacia la trampa y, en una de éstas, me pareció ver un gran pájaro en el lugar dónde debería estar la paloma y, a causa de mi atontamiento por el sueño, tardé unos segundos en reaccionar, pero… ¡ahí estaba! ¡Era la real! Le di un codazo a mi Maestro para despertarlo, quien instintivamente, sin llegar a abrir los ojos, dio un fuerte tirón de la cuerda que accionaba la trampa. En mi violenta y rápida salida hacia ella, destrocé el escondite y oí a mi Maestro que me gritaba: –¡Corre, corre!–, pues el entumecimiento de sus piernas le impedía levantarse con rapidez. Llegué a la red y, efectivamente, ahí estaba la reina de las aves, inmovilizada, mirándome desafiante. Al momento, llegó mi Maestro, apartó la red de la cabeza del águila y rápidamente le colocó la caperuza para, acto seguido, terminar de liberarla e inmovilizarla entre sus brazos para que pudiera colocarle las pihuelas. Las había confeccionado con una polaina independiente que abrazaba el tarso y sobre la que se montaba la muñequera de la pihuela, lo que iba a prevenir que se le desplumaran los tarsos. –¡Qué garras tiene! ¡Las del azor parecen de juguete!– exclamé. Cuando estuvo armada, la introdujimos en el alcahaz y nos dirigimos hacia el carro.
48. Del amansamiento de la real Al llegar a la halconera, mi Maestro me comentó: –Bueno, Friso, espero que esa lúa que te has hecho aguante bien la presión, porque ahora vas a comprobar la fuerza que tiene un águila. –¡Estoy deseándolo, Maestro!– le respondí emocionado. Destapó el alcahaz, sacó la real agarrándola por sus tarsos y me indicó que le colocara el tornillo: –Ahora, agarra sus pihuelas fuerte, fuerte, fuerte, pero fuerte, que la dejaré en tu puño. Agarré las pihuelas y mi Maestro soltó el águila sobre mi puño como si lo hubiera hecho sobre una alcándara. Se agarró a mi puño, pero con menos fuerza de la que yo había esperado. Permanecía posada en él como habían hecho ‘Carrasca’ y el peuco, es decir, con las alas entreabiertas y la cabeza gacha. La lúa me llegaba hasta el codo, pero al ver el tamaño de las manos del águila posada en mi puño, dudé si no me habría quedado algo corto, pues su mano izquierda abarcaba todo mi puño y la derecha mi muñeca. –Pues pesar, pesa. No sé cómo me irá el brazo dentro de un rato, pero apretar… no aprieta tanto– le comenté a mi Maestro. Él, con una sonrisa, señaló: –¡Atento!– y la acarició levemente por el pecho. Automáticamente, la real apretó sus manos sobre mi pobre puño como una mordaza de las que empleaba Sebas en la herrería. Tenía inmovilizados completamente mis dedos dentro de la lúa. –¡Ahora sí que noto la fuerza, sí!– exclamé. –Pues aún tiene bastante más ¿quieres sentirla toda? –¡No, no, no, gracias, ya me vale!– supliqué. Mi Maestro comenzó a recoger los aparejos que habíamos empleado en su captura y había pasado un rato cuando le pregunté: –Pero… ¿no va a parar nunca de apretar? Lleva apretándome igual de fuerte desde que la ha tocado. ¡Ya no siento los dedos! Él soltó una carcajada y me espetó: –¡No querías águila! ¡Pues ahí la tienes! –No, en serio, ¿no va a dejar de apretar? –Sí hombre sí, tranquilo, pero aún tardará un rato y, ten en cuenta que cada vez que la toques mientras la estás amansando ¡apretón! –¿Y se amansará tan rápido como el peuco?
–Seguro que no, más bien como el azor. Su respuesta me preocupó un poco, pues daba a entender que el desvelo iba a ser muy duro pero… ¡me daba igual! Estaba dispuesto a aguantar ‘carros y carretas’, pues aquella rapaz enorme y fascinante ya me había cautivado y ardía en deseos de que Eleonora me mirara con admiración portando aquella majestuosa ave al puño. Llevaba un par de horas acariciándola con el ‘fris fras’ y por fin ya no apretaba, aunque hacía rato que, entre los apretones y el peso, no sentía mi puño. Al caer la tarde ya comenzaba a dejarse acariciar con la mano, así que mi Maestro montó el columpio, dentro de la sala de la halconera, y la posé en él. Sentí un alivio inmenso y, tras quitarme la lúa aún tardé un rato en poder mover los dedos y la muñeca con normalidad. –Es dura la vida del cetrero, Friso– me recordó mi Maestro viéndome abrir y cerrar la mano repetidamente para estimular su riego sanguíneo. Comenzamos a columpiar a la real y se agarraba con tanta fuerza que hacía crujir la madera. –Acaríciala a la vez que se columpia, Friso, pero con mucho cuidado no vaya a lanzarte un zarpazo, que si te coge… la visita al médico es segura. Ya había anochecido hacía rato, y apareció Antonia para traernos la cena, pues así se lo había pedido mi Maestro a mediodía, cuando había ido a buscar la comida. –¡Qué bicho más grande!– exclamó Antonia nada más ver al águila– ¡Ya podéis tener cuidado, que con esas patas…! ¡Si te abarcarían la cabeza! –¡Qué exagerada eres, Antonia!– le dijo mi Maestro. –Sí, sí, exagerada… ¡el cabrero me ha dicho que esos bichos levantan un cabrito en cada uña!– explicó ella. –El cabrero es como tú, igual de exagerado– le aclaró. –Bueno, yo me voy– dijo ella y añadió– ¡Ah, por cierto! me ha dicho doña Eleonora que vendrá después de cenar con su padre a ver el águila, pues ya es la comidilla del castillo que la habéis capturado. Acabamos de cenar y al rato llegaron don Orduño y Eleonora. Ella, nada más verla exclamó:
advirtió.
–¡Es inmensa! ¡Con ésta no te voy a ayudar, eh Friso!– me
–Tranquila, doña Eleonora, que no hará falta– le aclaré. –¡Magnífico ejemplar!– exclamó el Conde y mirando a su hija le propuso– pero a ésta le elegiré yo el nombre ¿de acuerdo, Eleonora? –Bueno… si me gusta– murmuró ella. –Seguro que te gusta. Se llamará ‘Bruma’. Los tres miramos a Eleonora esperando su opinión, y ella asintiendo con la cabeza comentó: –Está bien… ‘Bruma’… me gusta. –Pues ya estás bautizada, ‘Bruma’– le dije al águila. Don Orduño y Eleonora estuvieron observándola, charlando con nosotros y, al rato, se fueron a descansar. A medianoche, ‘Bruma’, mientras permanecía en el columpio, ya se dejaba acariciar con la mano por todo el cuerpo, así que mi Maestro decidió probar a darle de comer. La subí a mi puño y me entregó un pequeño muslo de pollo deshuesado. –¿Sólo le damos esto de comer? –le pregunté– ¡Si ‘Pituso’ come más cantidad diariamente! –Sí, Friso, tenemos que bajarla de peso y, además, no creas que comerá tanto, pues las águilas son aves de metabolismo muy lento e ingiriendo muy poca cantidad de comida se mantienen en su peso. Cuando esté adiestrada, ya verás como su gorga diaria no será ni siquiera el doble de lo que come ‘Carrasca’, aunque, eso sí, de una sentada, se podría comer un conejo entero, pero luego estaría más de una semana sin hambre ninguna. Comencé a emitir el chasquido y toqué a ‘Bruma’ en el codo de su pata. Ésta reaccionó apretando mi puño brutalmente para, acto seguido asestar un picotazo con el que me arrancó del puño todo el trozo de carne que le ofrecía, lo saboreó un momento, y lo engulló de un solo bocado. Mantuve el chasquido, después que hubo tragado, y al transcurrir unos cuantos segundos, mi Maestro me dijo: –Ya vale, Friso, ¿no ves que ya no hay comida? –¡Bua! ¡Se lo ha tragado de un bocado! –Sí, le ha durado poco el ‘piscolabis’. Deberías haber sujetado el trozo de carne ayudándote con la mano para que no te lo pudiera arrancar del puño, así hubiera dado cuatro o cinco picotazos. –¿Con la mano? Sí, hombre. ¡Si me coge el dedo se lo come de un bocado!
–Pues… que no te lo coja– contestó sonriendo y me indicó–: Déjala ahora en la alcándara y la sigues acariciando. Cuando veas que se tranquiliza demasiado, es decir, cuando levante una pata o ahueque el plumaje como para ponerse a dormir, la subes al puño y le das una vuelta por la estancia para que se despeje; haciéndolo de esta manera, no tendrás que sufrir portándola toda la noche en tu puño. Y ahora yo me voy a dormir, que es tarde. Sobre todo, Friso, que no te engañe su aparente mansedumbre, así que no te confíes. Pasé toda la noche con ‘Bruma’, observando detenidamente cada detalle de su anatomía y, cuanto más la miraba, más me gustaba. Era perfecta y desprendía una sensación de potencia increíble. Al amanecer, se levantó mi Maestro y me sustituyó. Cuando me levanté, mi Maestro estaba preparando la mesa para comer los manjares que había traído Antonia, mientras la real permanecía quieta en el columpio. –Buenos días. ¿Cómo va ‘Bruma’?– le pregunté. –Ya ves, muy tranquila en su columpio– señaló. Mientras comíamos, le pregunté: –¿Puedo llevarla luego a los establos, para enseñársela a Marcelo? –Llévala dónde quieras, aunque ten muchísimo cuidado de que nadie la toque, pues todavía podría soltar algún zarpazo inesperado. Después de comer, me dirigí a los establos y, como no, allí estaba Marcelo sacando fiemo. En cuanto me vio con ‘Bruma’ en el puño, exclamó: –¡Dios, que bicho! ¡Eso debe comer un cordero entero cada día! –¡Otro exagerado como Antonia! –y altivamente, le expliqué: –Para que lo sepas, listillo, sólo come un poco más que los halcones. –¡Qué dices! ¡Eso se come un halcón de un bocado!– aseguró muy convencido. –Hombre, claro que se lo puede comer de un bocado. –Ves como tengo yo razón, este ‘bicho’, si lo dejáis, os limpia la alcándara de halcones.
A
–¡Bah, para qué perder el tiempo intentando explicarte nada! ¡Anda, sigue sacando fiemo, que de eso sí entiendes! Me voy a que la vea ‘Leyenda’. –Pues… mejor que se lleven bien, porque si no ¡ya veremos quién le prepara el caballo al “Señorito” cetrero!– replicó en tono burlesco. Me acerqué con ‘Bruma’ a la cuadra de ‘Leyenda’ y éste, que había permanecido asomado, mirándome mientras me acercaba, cuando llegué a su altura, se echó hacia atrás y empezó a resoplar. –Ven, Leyenda, ven, que no hace nada– le dije con voz suave intentando calmarlo. Se acercó con la cabeza en alto, venteando y resoplando con gran desconfianza aunque al final acabó olisqueando a ‘Bruma’ a dos dedos de su pecho. Marcelo, que se encontraba a mi espalda, comentó: –¡Ja! ¡Ya veremos cuando vea volar semejante ‘bicharraco’!– a lo que yo, orgulloso, contesté: –¡Pues se quedará maravillado, igual que tú! –Bueno, bueno, ¡si consigues que el águila no te mande al médico…! ¡Esas patas dan miedo! ¡Cuánto más la miro, más miedo me da! –Bueno oye, me voy, que no tengo ganas de oír más tonterías, además, aquí hace un frío que pela. Volví a la halconera, más que por el frío y el pique con Marcelo, porque ya no sentía la mano y mi brazo iba perdiendo fuerza por momentos así que no sabía por cuanto más tiempo podría mantener a ‘Bruma’ en él con seguridad. Entré en la halconera y encontré a mi Maestro adormilado cerca del fuego. Dejé a ‘Bruma’ en la alcándara. –Qué Friso, pesa ¿no? –¡Jo si pesa! ¡Al cabo de un rato parece que lleves un yunque en la mano! –Sí, cuando la pasees por ahí o vayas de caza, deberías llevarte un bastón para poder descansar el puño sobre él, porque a pulso todo el rato… Pasamos toda la tarde en la halconera, pues con la niebla y el frío que hacía, daban pocas ganas de salir a pasear, aparte, por el castillo no se movía ni un alma.
B
Mi Maestro se fue a cenar a la cocina con María y Antonia, pues le apetecía cambiar un poco de aires y a su vuelta me trajo mi cena. Cuando acabé, me indicó: –Ahora le toca cenar a ‘Bruma’, así que toma este muslo de pollo con su contramuslo y lo sujetas fuerte, muy fuerte en tu puño, porque quizás podamos quitarle la caperuza por primera vez, pues ya sería interesante que pudiera estar un poquito sin caperuza. –No creo que ayer aprendiera la lección– le comenté, aunque su propuesta era muy atrayente, pues ardía en deseos de verle la cara. –Eso es lo que tú crees Friso, pero las águilas son muy listas, así que vamos a probar. Sobre todo, sujeta el muslo fuerte. –Que sí, hombre, que sí, además éste es más grande y lleva hueso, no como ayer. Y, dicho esto, comencé a emitir el chasquido: –Tchic, tchic, tchic, tchic… ‘Bruma’ bajó la cabeza y arrancó un trozo de carne sin ningún esfuerzo. Desencaperucé y se estiró en mi puño, por lo que su cabeza se situó a mayor altura que la mía; me miró fijamente, helándome la sangre. Realmente, deseaba que dejara de mirarme, pues empezaba a sentir miedo y mi chasquido comenzaba a sonar tembloroso. Se mantuvo así cerca de diez interminables segundos y bajó a comer. Agarró el muslo con su pico y lo sacó limpiamente de mi puño para, a continuación engullirlo entero. En ese momento oí la voz de mi Maestro: –¡Encaperuza! Y, en un acto reflejo, la encaperucé a la primera y a la perfección para, acto seguido, dejarla en la alcándara y empezar a temblar como una hoja. –¿Que te pasa, Friso?– me preguntó mi Maestro que reía a carcajadas. –¡Lo ha visto! ¡Se ha tragado toda la pata de un bocado, con hueso y todo!– exclamé impresionado. –Ya te he dicho que la sujetaras fuerte. –¡Y qué mirada! ¡Daba miedo! ¡Si tienes el pico a dos dedos de la cara! ¡Realmente, impresiona! ¡Pfff! ¿No tiene por ahí un vinillo para templar los nervios? –Sí, hombre, sí– y mientras servía dos vasos de vino, yo daba vueltas nervioso por la estancia. –De todas formas, Maestro, he pasado miedo, pero… ¡ya tengo ganas de volver a verle la cara! ¡Esto del águila engancha!
–Sí, además, aunque te haya quitado la pata de pollo, lo has solucionado a la perfección encaperuzando al instante y a la primera. –No se crea, no sé ni cómo lo he hecho, ha sido totalmente instintivo. –Sí, el águila es lo que tiene, saca lo mejor o lo peor de cada cetrero y con una real no se pueden cometer errores. Ten en cuenta que, si no hubieras encaperuzado a la primera, se habría liado una gorda. –Pero, a este ritmo de quince segundos al día sin caperuza… ¡vamos a estar un mes de desvelo! –No, hombre, no. Ya has visto que hoy se ha comportado a la perfección. Ya te he dicho que las águilas son muy listas y, si no cometes errores, va todo como la seda, así que mañana ya la podremos tener un rato sin caperuza. Pasé la noche y el día siguiente acariciándola y paseándola de aquí para allá, deseando que llegara el momento de verla cara a cara otra vez. Ya se mostraba totalmente indiferente a las caricias y no daba ningún apretón en el puño, lo que agradecía. Después de la cena, mi Maestro volvió a darme un pequeño muslo de pollo como el del primer día, pero esta vez con hueso, para que pudiera intentar sujetarlo. Emití el chasquido. ‘Bruma’ enseguida arrancó un trozo de carne y desencaperucé. Esta vez tuve suerte, pues al intentar agarrar con su mano el muslo de pollo, apretó a la vez mi puño con tal fuerza que ya no se me podía escapar. De todas formas, se lo comió en cuatro o cinco picotazos, hueso incluido. Cuando acabo de comer, mi Maestro me indicó: –Ahora sujeta las pihuelas, ayudándote con la otra mano, para mantener las patas de ‘Bruma’ pegadas a tu lúa y así evitar que cuando se debata y la vuelvas a subir a tu puño pueda agarrarse fuera del guante. Las agarré muy fuerte, por la cuenta que me traía, pero de momento ‘Bruma’ no se debatía y como hacían todos, escudriñaba muy interesada todos los rincones de la estancia. Permaneció así un par de minutos, hasta que, al final, se debatió. Saltó con tal fuerza que me levantó de la silla. Dio cuatro o cinco aletazos con los que tiró dos sillas un vaso de vino que había sobre la mesa y alguna cosa más para acabar girando sobre sí misma y volver a subir a mi puño. Me miró fijamente a la cara con un
aspecto de fiereza total, pues mantenía la melena completamente erizada. –¿Encaperuzo Maestro?– pregunté asustado, pues tenía su pico a menos de un palmo de mi cara aunque yo tenía el brazo totalmente extendido y mi cabeza echada hacia atrás para alejarme de ella lo máximo posible. –No, espera un poco, que se calmará, y relájate, no te hará nada, tranquilo. Eso sí, tienes que ser tú el que domine la situación. Si dejas que la domine ella, estás perdido. Siéntate despacio, te enrollas las pihuelas en tu puño para tenerlas bien sujetas y la acaricias por el pecho, que seguramente la calmará. Enrollé lentamente y con cuidado sus pihuelas en mi puño y empecé a acercar mi mano a su pecho. Se irguió y comenzó a echarse hacia atrás manteniendo erizada la melena. –¡Me va a arrancar un dedo!– murmuré a mi Maestro. –¡Acaríciala de una vez!– me increpó. –Le eché valor y la acaricié. ‘Bruma’ no dejaba de mirar mi mano, pero fue relajando la melena y su postura ante mis caricias, para, al poco, volver a mostrarse casi tranquila, aunque aún mantenía levemente erizada su melena. –En dos debatidas más ¡destroza la estancia!– comenté. –Sí, cuando se debata procura situarte donde tenga más espacio. Calcula que tiene una envergadura de, al menos, diez palmos. –Jo, cuando levanta la melena ¡da terror! ¡Tiene una mirada…! –De águila, Friso, mirada de águila. –Tiene el pico tan cerca de mi cara que me da miedo que me saque un ojo. –Tranquilo que no lo hará. Si quisiera atacarte, lo haría con las patas pero… ves claramente que su actitud no es la de atacarte ¿no? –Sí, pero… –Al águila le has de tener respeto, no miedo ya que, para pasar miedo no la tengas. Además, ten en cuenta que, aunque sea más grande, no por eso se va a comportar de peor manera que un azor o un halcón y nunca te han atacado ni crees que lo hagan ¿verdad? –Verdad. –Pues entonces tranquilo, que si lo haces bien no tienes nada que temer porque el águila se comportará en tu puño como la rapaz más mansa.
La mantuve un par de horas más sin caperuza, durante las que se debatió tres o cuatro veces, pero ya se mostraba muy tranquila y no volvió a erizar totalmente la melena en ningún momento, así que la encaperucé y nos fuimos a dormir. Al día siguiente, después de desayunar, me fui a placearla por el castillo y, esta vez, me llevé un bastón que tenía mi Maestro, alto hasta la cintura y rematado por un pequeño travesaño. ‘Bruma’ se comportaba, durante el placeo por el castillo, al estilo de ‘Carrasca’, investigándolo todo con curiosidad y erizaba su melena en mayor o menor grado dependiendo de la desconfianza que le provocaba lo que veía. Al principio le ponía muy nerviosa el que alguien se nos acercara por la espalda, hasta el punto que tuve que encaperuzarla en varias ocasiones para que se calmara, así que opté por pegarme a una de las paredes de la plaza, para que tuviésemos la espalda cubierta y esperar allí a que la gente se fuera acercando, pues al contrario que cuando placeaba los halcones, a los que casi nadie prestaba atención, con ‘Bruma’ hasta nos buscaban para verla de cerca. “¡Qué suerte que es invierno!” pensé, pues la actividad en el castillo era mucho menor que en los meses de buen tiempo. Me encontraba rodeado por unos mercaderes cuando apareció mi Maestro y me dijo sonriendo: –¿Qué tal, Friso? Sólo se oye hablar de ti por el castillo. –Aquí, ya ve, aguantando. Me he tenido que colocar aquí, contra la pared pues, cuando la gente hace corro a nuestro alrededor, se pone muy nerviosa. –Muy bien hecho, Friso –asintió. – ¡Veo que haces uso del bastón! –Sí, si no fuera por él, ya no estaría aquí. –Bueno, me voy, que tengo que ir a hablar con el Conde– y se marchó. Pasé todo el día placeando a ‘Bruma’ y creo que no hubo ni un solo habitante del castillo y de los alrededores con quien no me encontrara, por lo que el águila mostraba ya una tranquilidad absoluta, aunque todavía no había permitido a nadie que la tocara.
49. De los saltos al puño de la real Al caer la tarde estaba con mi Maestro en la halconera para probar a que ‘Bruma’ saltara por primera vez al puño. –Toma esta pata trasera de conejo y prueba a unos tres o cuatro palmos, que no llegue con sólo estirar su mano. Me acerqué a ‘Bruma’, que permanecía posada en la alcándara y extendí mi puño frente a ella con la pata de conejo. La miró y estiró su cuello para intentar cogerla con el pico y, al ver que no llegaba, sin pensárselo dos veces, dio un pequeño salto y ¡al puño! Agarró con su pico la pata de conejo y la engulló de un bocado, mientras yo, por mi parte, ya había sujetado sus pihuelas firmemente. –¡No se lo ha pensado ni un instante!– comenté– ¿le haremos otro salto? –No. –Pero… un muslo de conejo es poca comida. –No, Friso, no. Ten en cuenta que tiene que ir bajando poco a poco de peso. –Pero ha saltado a la primera. Eso quiere decir que tiene hambre. –No, eso quiere decir que no tiene miedo. Mañana la haremos saltar en el jardín. Allí comprobaremos cuanta hambre tiene y espero que sea poca pues si a cualquier ave hay que procurar volarla con el hambre de cada día, con el águila esa norma hay que llevarla a rajatabla pues si le haces pasar excesiva hambre, se volverá agresiva y peligrosa. Así que con ‘Bruma’ deberás esforzarte al máximo en su temple y, para conseguir que vuele lo más alta de peso posible, no deberás cometer ni el más mínimo error en su manejo y adiestramiento. Volví a pasar toda la mañana placeando a ‘Bruma’ y por la tarde, salimos al jardín para llamarla al puño. Mi Maestro me entregó otra pata de conejo. Coloqué a ‘Bruma’ en una percha y me alejé de ella un par de pasos para llamarla, pero, esta vez, hizo caso omiso de mi puño y comenzó a atusarse el plumaje. –Tenía razón, Maestro. Parece que el hambre le aprieta poco, más bien nada.
–Sí, así que recoge y vámonos dentro, que esta maldita niebla se te mete en los huesos y hace un frío que pela. Mañana creo que ya empezará a tener un poco de hambre. Pasé el día igual que el anterior y ya, el águila, hasta se pavoneaba ante la mirada de las gentes, dejándose acariciar por casi cualquiera que llegaba, dando a entender claramente con su melena quien le caía bien y quien no. Esa tarde me volví a colocar a dos pasos para llamarla. Esta vez no se lo pensó y recorrió los dos pasos de distancia que nos separaban de un salto, sin apenas abrir las alas. Agarró con su mano la pata de conejo y la devoró en tres o cuatro picadas. ¡Partía los huesos con una facilidad increíble! Era impresionante verla llegar al puño ¡y eso que sólo estaba a dos pasos! ¿Cómo sería cuando viniera desde quinientos? –Mañana le podríamos dividir la gorga en tres trozos, para hacerle tres saltos– le sugerí a mi Maestro. –No. Con el águila sólo un vuelo por día. –¡Pero si a las demás aves les hemos hecho siempre tres vuelos! Sí, pero el águila es diferente y si queremos que se mantenga siempre tranquila en el puño y el señuelo a la hora de comer, de momento y hasta que finalice su adiestramiento, cada vez que llegue al puño o al señuelo, comerá toda su gorga diaria. De no hacerlo así, y repartieras su gorga en varias veces, lo más seguro es que al terminar la ración que le ofreces en el puño, buscaría más, y eso provocaría que comenzara a cubrir y lanzarte zarpazos. Si lo hicieras así con el señuelo no podrías ni acercarte a ella para recogerla e incluso te atacaría. –Al señuelo ya tenía claro que sólo una vez, como hacemos con las demás aves, pero al puño… es una pena llamarla sólo una vez. –Sólo una vez mientras dure su adiestramiento; luego, la podrás llamar las veces que quieras, como al azor, pues ‘Bruma’ también deberá acudir a tu puño sin mostrarle comida. Mientras entrábamos a la estancia me dijo: –Mañana ya la volaremos en el prado, pues el jardín se queda pequeño para ella. La tarde siguiente, en el prado, me coloqué a cinco pasos de distancia y mi Maestro me advirtió:
–Coloca tu puño casi vertical para que ‘Bruma’ aprenda a parar en muy poco espacio, pues de lo contrario corres el riesgo de que una pata pare en tu puño, pero la otra en tu hombro o en tu cabeza. Levanté mi puño, ‘encarnado’ con su habitual pata de conejo, de manera que quedara más alto que mi cabeza, no fuera a ser que tuviéramos un accidente; saltó de la percha y en dos aletazos, se posó delicadamente sobre él. –¡Es impresionante verla venir! Se ha posado incluso con más delicadeza que el peuco. Pasaron tres días y la llamé ya a una distancia de quince pasos. ‘Bruma’ saltó de su percha pero ese día venía a más velocidad de la habitual y, sin frenar, se agarró brutalmente a mi puño y casi me tira al suelo. Agarró la pata de conejo y la engulló en tres picadas, para a continuación erizar levemente su melena mirándome desafiante. –¿Qué le pasa hoy a ésta, Maestro?– le pregunté angustiado. –Que ya nos hemos pasado de hambre, Friso. Mañana le aumentaremos la gorga. –Pero entonces mañana, vendrá como hoy ¡o peor!– comenté amedrentado. –No tengas miedo, que todavía no te comerá. Hasta que no erice totalmente su melena no hay peligro. –Pues espero no verla así nunca en mi puño. –Yo también. Al día siguiente, mi Maestro me indicó que aprovecharíamos su exceso de hambre para doblarle la distancia de llamada. Bastante angustiado por lo que pudiera ocurrir, la llamé, levantando mi puño, ofreciéndole en él los cuartos traseros de un conejo. ‘Bruma’ saltó al instante acudiendo a gran velocidad, pero se posó suavemente en mi puño para comenzar a comer tranquilamente. –Pensaba que hoy ya me arrastraría por el suelo. –Pues ya ves que no. –De todas maneras viene siempre en cuanto la llamas. Mañana ya le podríamos quitar el fiador– comenté.
–No. Usaremos el fiador hasta que aprenda a parar perfectamente en tu puùo sin necesidad de ponerlo casi vertical y hasta que hayas encontrado su temple exacto.
50. De los vuelos sin fiador de la real Pasamos con estos vuelos un par de semanas y ‘Bruma’ se mantenía en el temple perfecto comiéndose casi una paloma diaria. Ya se posaba a la perfección en mi puño manteniéndolo casi horizontal, pues había ido bajándolo un poco cada día cuando la llamaba. El día que decidimos quitarle el fiador hacía un viento helador que cortaba el cutis. Mi Maestro portaba a ‘Bruma’ y me indicó: –Colócate a sesenta pasos, en la dirección que quieras. Yo me alejé caminando en la dirección del viento y mi Maestro me advirtió: –Hacia allí no, Friso. –Pues… ¿no me ha dicho hacia dónde quiera?– le pregunté contrariado. –Hacia dónde quieras y puedas. –¡Pfff, no le entiendo!– exclamé. –Vamos a ver, Friso. ¿Hacia dónde sopla el aire? –Hacia dónde yo iba. –Bien, pues debes colocarte en el lado contrario, para que ‘Bruma’ vuele hacia tu puño en contra del viento, pues si vuela a favor no podrá frenar, empujada por el aire, y seguro que te arrastra. Ten siempre en cuenta la dirección del viento a la hora de llamar al águila al puño. Me dirigí en sentido contrario y paré a unos sesenta pasos. Levanté el puño y mi Maestro desencaperuzó a ‘Bruma’ que saltó al instante hacia mí y se elevó a más de sesenta pies en un instante. El corazón me dio un vuelco al pensar que podría no venir, pero acto seguido, sin dar un solo aletazo, plegó sus alas y picó hacia mi desplegándolas totalmente cuando se encontraba a un paso para acabar posándose en mi puño con una delicadeza exquisita. –¡Qué maravilla!– exclamé. Pasamos alrededor de quince días con vuelos de puño a puño, sólo uno por día, cada vez a mayor distancia, hasta llegar a llamarla a la tira a más de seiscientos pasos. –A partir de hoy, la volaremos tres veces por sesión, Friso – me dijo mi Maestro–. Para ello te colocas una picada en el puño y cuando ‘Bruma’ llegue y se la coma, la encaperuzas, para evitar que siga buscando comida. Colócate a unos cien pasos y la llamas. A
La llamé, mi Maestro desencaperuzó y, como siempre, acudió al instante. Comió la picada y la encaperucé. Al momento, mi Maestro la llamó; desencaperucé y fue hacia él e hizo lo mismo que había hecho yo. –¿Le doy el resto de la gorga en este vuelo?– le grité. –No, una picada, como antes. Hicimos el tercer vuelo y cuando nos juntamos, le pregunté: –¿Y cuándo va a acabar de comer? –Dentro de un rato le daremos el resto de la gorga, cuando ya no piense que la vamos a seguir llamando. –No entiendo lo que estamos haciendo, Maestro– le dije algo confuso. –Haciéndolo así, evitaremos que ‘Bruma’ se vuelva agresiva en el puño y en la presa a causa de la comida. Así que, a partir de mañana, le haremos los vuelos como si de ‘Carrasca’ se tratara, es decir, lanzándola para que se pose donde quiera y llamándola a continuación, eso sí, de momento tres vuelos, y, como en el caso del azor, unos vuelos largos y otros cortos. –Pero… en el último vuelo no le doy el resto de su gorga ¿no? –Ya te he dicho que no, se la das de camino a casa o en casa. Al día siguiente nos habíamos dirigido a una zona de colinas bajas, cercanas al lugar dónde la habíamos capturado. Nos acompañaba Eleonora, pues ardía en deseos de ver volar al águila y no había podido asistir hasta ese día, ya que mi Maestro no había permitido que nadie nos acompañara hasta ahora. Mi Maestro se situó con ‘Bruma’ en lo alto de un cerro y Eleonora y yo al pie, a unos seiscientos pasos de él. Levanté mi puño y grité las voces acostumbradas. Desencaperuzó y ‘Bruma’, sin perder altura ni dar un solo aletazo se dirigió hacia nosotros. Cuando había recorrido la mitad del camino, plegó sus alas y picó hacia nosotros a gran velocidad. Eleonora que se encontraba a unos veinte pasos de mí, comenzó a ponerse nerviosa y exclamó: –¡Qué viene, qué viene! –¡Pues claro que viene, la estoy llamando! Tranquila que no te hará nada– le aseguré. ‘Bruma’, seguramente picada por la curiosidad de ver quien era el nuevo acompañante, se dirigió directamente a Eleonora y la sobrevoló a unos sesenta pies de altura para hacer un torno sobre ella y acabar picando hacia mi puño y posarse en él suavemente. AB
La cara de Eleonora era un ‘poema’. –¿Te ha gustado el vuelo? ¡¿A que ha sido precioso?!– le pregunté. –¡Sí, ha sido magnífico, pero… qué miedo he pasado! ¡Pensaba que venía a por mi!– contestó ella bastante impresionada. –¿La quieres llamar?– le propuse con una sonrisa irónica. –¡De momento, no! –¡Pues si has estado dándome la lata todos estos días queriendo saber qué se sentía al verla acudir al puño! –No, si por hoy ya he sentido bastante. Ya la llamaré otro día. ¡Es que impresiona mucho! Y cuando se acerca con esas patazas colgando… ¡Bfff! Piensas que no vas a tener brazo suficiente para que se pose. –Pero ya has visto que se posa en el puño con una delicadeza exquisita. No tiene nada que ver con ‘Carrasca’. –Sí, sí, si, ya lo he visto, pero… mejor otro día, que ni siquiera la he portado en el puño. –Eso lo solucionamos enseguida. Toma, cógela. Eleonora, ante mi insistencia, se fue enojando y me gritó: –¡Te he dicho que no quiero, que otro día! –Vale, vale, no te pongas así. Mi Maestro, que ya estaba cerca y había oído a Eleonora gritarme, me advirtió: –Friso, no le insistas a nadie para que maneje el águila si no quiere, ya que si una persona tiene miedo, lo único que puedes conseguir es que el águila le haga daño sin querer. –Tiene razón, Maestro. Perdone doña Eleonora. Hicimos dos vuelos más y volvimos al castillo. Por el camino, le di el resto de su gorga a ‘Bruma’ y, al verla comer, Eleonora exclamó: –¡Dios mío! ¡Cómo traga! –Sí, ésta no es ‘Cascabel’– comenté. –Si estuviera troquelada como él, quizá no le tendría tanto miedo– sugirió ella, a lo que mi Maestro le aclaró: –Tanto miedo no, tendrías que tenerle mucho más. –¿Y eso? ¿Qué no se comportaría mansa y confiada como mi ‘Cascabel’? –Mientras no se la empleara para cazar y no se la bajara de peso sí, pero en cuanto se la hambreara un poquito, intentaría cazar a quien la manejara como si fuera un conejo, volviéndose un ave intratable y muy peligrosa. E incluso sin bajarla de peso, cuando estuviera en celo, podría igualmente atacar a cualquiera que ella
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considerara que invade su territorio. Por eso, jamás se os ocurra tener un águila troquelada para cazar. –¿Y las águilas niegas, se amansan más fácilmente que las pasajeras como ésta, Maestro?– le pregunté. –No, igual, sólo que habría que tener la precaución de mantenerla en una muda, alimentándola con presas vivas durante, al menos, dos meses más después de que acabara de emplumar completamente porque si no, se socializaría en exceso con el hombre, y su comportamiento, al final, sería casi idéntico al de las troqueladas. Esto es debido a que las águilas permanecen durante varios meses después de haber abandonado el nido, dependiendo de sus padres. Así que, antes de empezar con su adiestramiento, hay que procurar que el águila se sienta lo más independiente posible con el fin de evitar ese apego excesivo al cetrero. –Pero luego, su adiestramiento ¿se hace igual que el que estamos realizando con ‘Bruma’?– le pregunté. –Sí, exactamente igual, lo que pasa es que nos encontraríamos con problemas que con ésta no hemos tenido, como por ejemplo que, al principio, no sabe frenar a la hora de posarse en el puño cuando la llamas a cierta distancia y, hasta que aprende, hay que tener mucho cuidado, pues llega al puño a gran velocidad y puede tirarte o agarrarte por cualquier sitio. Otro problema que nos encontraríamos con un águila niega es que, en los primeros vuelos, no sabe aprovechar el aire para planear y, por lo tanto, para volar, debe aletear constantemente y las águilas no están preparadas para este tipo de vuelo de aleteo constante. Por eso, en cuanto el águila pudiera hacer ya vuelos de más de sesenta pasos, debemos seguir volándola en zonas de ladera, lanzándola de arriba hacia abajo para que vaya aprendiendo a planear y volar sin esfuerzo.
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51. De la introducción al señuelo de la real Pasamos otra semana haciéndole tres vuelos en cada lección y ese día íbamos a introducirla al señuelo de zorro. Mi Maestro sacó de un baúl un señuelo que era una piel de zorro rellena de trapos y arena para darle peso. En la zona que correspondía a la cabeza, llevaba las correas para atar la comida y la parte correspondiente a la tripa del zorro, que es la que se arrastraba por el suelo, era plana, para evitar que al tirar de él, girara sobre sí mismo. Nos dirigimos a la zona de las colinas y una vez allí mi Maestro ‘encarnó’ el señuelo de zorro con una cuarta parte de la gorga de ‘Bruma’. –Bien, Friso. Con este señuelo, lo que pretendemos es que el águila aprenda a atacar a gran distancia. Para ello yo me colocaré con ‘Bruma’ en lo alto de ese cerro –señaló– y tú cabalgas con Leyenda, tirando del señuelo por este campo llano, de manera que cruces por delante de nosotros. –¿Y qué cabalgo a galope tendido o más despacio?– le pregunté. –No, hoy, como es el primer día, lo haces al trote y cuando veas que ‘Bruma’ traba el señuelo, paras–. Y dándome un rollo de cuerda me indicó–: Toma, añádele estos cincuenta pasos de cuerda al señuelo, para que esté alejado de ti y de Leyenda. –Pero… si Leyenda no le da ningún miedo. –No es porque le de miedo, Friso, sino para que pueda distinguir bien el señuelo, pues si lo llevas muy pegado a ti, seguramente en vez de atacar al señuelo esperaría que le sacaras el puño, que es a lo que está acostumbrada. Mientras mi Maestro subía con ‘Bruma’ a lo alto del cerro, añadí la cuerda a la que ya llevaba el señuelo. La extendí totalmente, monté en ‘Leyenda’ y esperé su aviso. Nos separaba una distancia de aproximadamente cien pasos y, con un gesto de su brazo, me indicó que comenzara a trotar. Arreé y él desencaperuzó, lanzando a ‘Bruma’ mientras le daba la grita. Salió y, sin perder altura, se situó sobre la vertical del señuelo, que realmente, visto a cierta distancia, parecía un zorro siguiéndome. Lo siguió unos segundos para acabar haciendo un precioso picado sobre él y trabarlo con fuerza por la zona de la cabeza, momento en el que detuve la marcha.
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Mi Maestro, que ya se había ido acercando mientras ‘Bruma’ estaba en vuelo me dijo: –Desmonta y, cuando acabe la ración del señuelo, la llamas al puño, a unos diez pasos de distancia, mostrándole una picada. Cuando terminó, la llamé y acudió enseguida. Se comió la picada y la encaperucé. –¿Por qué no la he recogido directamente del señuelo? –Para que aprenda a no defender la presa y la abandone voluntariamente. –Sí, pero cuando tenga un zorro de verdad, que para ella es gran cantidad de comida ¡no la va a cambiar por una picada! –¿No lo hacen los halcones, Friso? ¿No lo hace el azor? ¡Pues el águila también lo hará! –Tiene razón. ¿Por qué no lo va a hacer ésta también?– murmuré como para mí mismo. –¿Y cuánto tiempo la haremos volar al señuelo antes de ir a cazar el primer zorro? –Cuatro o cinco días más y, a partir de hoy, que ya lo conoce, lo haremos a bastante más distancia y a galope tendido. El día que Eleonora nos acompañó para ver como la volábamos al señuelo hizo un vuelo espectacular, pues yo iba a galope tendido tirando del señuelo, alejándome de mi Maestro y ‘Bruma’. El águila se lanzó tras el señuelo a tal velocidad que en vez de trabarlo, lo acuchilló, como si de un halcón se tratara, y lo levantó en el aire más de seis pies. En ese momento me detuve y ‘Bruma’, hizo una punta para frenar y girando lateralmente se lanzó hacia el señuelo para trabarlo. Cuando ya la había llamado al puño, llegaron Eleonora y mi Maestro. Ella comentó: –¡Tiene un vuelo precioso y elegante! ¡Vuela con tanta facilidad que parece que vaya despacio! –Tiene razón, porque yo voy a galope tendido y la ves acercarse a tal velocidad, sin dar casi ningún aletazo, que parece que voy montado en una burra. Eleonora fue a recoger el señuelo y cuando lo levantó exclamó: –¡Pero si esto pesa como un muerto! ¡Cómo lo ha podido levantar a esa altura! ¡Pensaba que pesaría muy poco! –Pesa aproximadamente como un zorro– le aclaró mi Maestro y añadió: –Pasado mañana iremos a por su primer zorro con tu padre. –Ah, pues yo voy– se apuntó ella rápidamente, a lo que yo, en tono pícaro le comenté: A
–Aunque le tenga miedo… el águila engancha ¿eh? doña Eleonora. –Pues la verdad que sí, pero yo no le tengo miedo, le tengo respeto, Friso, que te quede claro.
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52. De la caza del zorro con la real Amanecía cuando salíamos a caballo del castillo don Orduño, mi Maestro, Eleonora y yo, que portaba a ‘Bruma’ en mi puño. Nos dirigimos a la zona dónde habíamos capturado a ‘Bruma’, en la que abundaban los conejos y, por supuesto, los zorros. Ya había entrado la primavera y el día era precioso. –Bueno –dijo el Conde–, habrá que probar como viene el águila. Me voy a alejar y la llamaré al puño. ¡Espero que no me lo arranque!– exclamó mirándome inquisitivamente. –Bien, cuando usted quiera la desencaperuzo– respondí muy tranquilo mientras le entregaba una picada. Él se alejó unos sesenta pasos y levantó su puño. Desencaperucé, ‘Bruma’ miró a su alrededor y en cuanto localizó al Conde, saltó hacia él posándose en su puño suavemente. Mientras ‘Bruma’ comió su picada, se apresuró a sujetar sus pihuelas y se acercó a nosotros manteniendo el águila alejada de su cuerpo y, sobre todo, de su cara, lo que hizo que a todos se nos dibujara una leve sonrisa en el rostro. Al llegar a nuestra altura, su hija le comentó: –Tranquilo, Padre, puedes pegar el codo al cuerpo, que no te hará nada. –¡Hombre, ya sé que no me hará nada!– se justificó mientras acercaba el codo a su cuerpo y se relajaba un poco, pues estaba realmente tenso. Comenzó a acariciarla por el pecho y exclamó: –¡Es fantástica!– y dirigiéndose a mí me solicitó: –Dame la caperuza, que la portaré yo. La encaperuzó y proseguimos la marcha hasta situarnos en lo alto de una loma desde la que dominábamos una gran extensión de terreno. Permanecimos allí quietos alrededor de media hora, a la espera de ver campear algún zorro. Nos hartamos de ver conejos y, al final, cuando ya planeábamos cambiar de oteadero, a mi Maestro le pareció haber visto un zorro meterse en un barranco que distaba de nosotros alrededor de trescientos pasos. Él y don Orduño avanzaron por lo alto de la loma hacia el barranco y Eleonora y yo desmontamos, dirigiéndonos hacia allí a pie, por la falda de la loma, para intentar sacar el zorro de su encame. Pateamos por el barranco hasta que por fin salió el zorro, que se dirigía a toda velocidad hacia un cañar que se encontraba de nosotros a unos doscientos pasos. Al instante oímos la grita y vimos pasar frente a A
nosotros a ‘Bruma’ con las alas medio cerradas, a velocidad de peregrino; en un instante, estaba pegada al zorro y cuando parecía que ya lo tocaba, la ‘rabosa’ giró bruscamente rodeando un arbolillo en el que ‘Bruma’ se estampó, quedándose enganchada en él. –¡Uyyyy!– exclamó Eleonora. Corrí hacia ella, pues pensaba que a esa velocidad se habría matado contra el árbol, pero antes de llegar, se rehizo y saltó a volar de nuevo a por el zorro, aunque ya se encontraba a escasos metros del cañar y le dio tiempo de sobras para esconderse en él. ‘Bruma’ sobrevoló el cañar y la llamé. Acudió prontamente a mi puño, y una vez en él la palpé por todas partes pues parecía mentira que no se hubiera lesionado tras el brutal impacto con el arbolillo. –¿Se ha hecho daño?– preguntó Eleonora con preocupación mientras se acercaba. –Por suerte no, parece increíble– respondí. Don Orduño y mi Maestro llegaron hasta nosotros. –¡Un lance impresionante!– exclamó don Orduño y, observando a ‘Bruma’ añadió–: Bien, no se ha roto ni una pluma. ¡Ya casi lo tenía! –Podemos intentar sacar el zorro del cañar– sugirió Eleonora, a lo que mi Maestro respondió: –¡De ahí no lo sacamos ni con fuego! Proseguimos la cacería, pero no hubo suerte y no salió ningún zorro más, aunque don Orduño estaba muy satisfecho del trabajo que habíamos realizado con su nueva águila real y así nos lo hizo saber de vuelta al castillo. Al día siguiente, volvimos los cuatro a la misma zona. Nos situamos en la cima de un cerro y esperamos a que apareciera algún zorro campeando, buscando su almuerzo o un encame para pasar el día tras sus correrías nocturnas. Tuvimos suerte, pues al poco divisamos un zorro que venía hacia nosotros caminando tranquilamente. Le dejamos que se acercara y cuando se encontraba a unos doscientos pasos don Orduño, que portaba a ‘Bruma’, la desencaperuzó. Saltó del puño y dio dos aletazos, saliendo como una flecha a por el zorro, que al oír la grita, se percató de la presencia del águila que ya se encontraba a menos de cien pasos de él y, ante el asombro de todos nosotros, excepto de mi Maestro, el zorro, en vez de huir a la carrera, se paró y levantó su cola verticalmente. Entonces, ‘Bruma’ frenó su vuelo, lo sobrevoló y se posó en una piedra cercana al zorro, mirándolo. Éste, con su cola A
completamente vertical, se fue andando despacito y, cuando se encontraba a unos veinte pasos de ‘Bruma’ salió disparado hacia los carrizos de un barranco cercano. Todos, menos mi Maestro, murmurábamos: –Pero ¿Por qué no le ha atacado? –¿Habéis visto lo que ha hecho el zorro? –Pero si iba directa a por él… –Parece que a ti no te ha sorprendido, Iñigo –le dijo don Orduño al darse cuenta que no decía nada– ¿Sabes por qué no le ha atacado? –Pues exactamente no sé decirle por qué no le ha atacado, pero lo que sí le puedo decir es que esta situación ya la he visto varias veces. No sé por qué el zorro decide hacerla, pero, las veces que lo he visto ha sido cuando el águila les ataca de frente y, aunque parezca increíble, ningún águila entra a trabarlos. Es un mecanismo de defensa muy curioso que tienen los zorros ante el ataque de un águila, en determinadas circunstancias que sólo sabe el zorro, pero siempre que lo he visto, le ha salido bien, evitando el ataque. La primera vez que lo vi fue cuando estaba observando una real salvaje, que estaba posada en su atalaya preferida de caza, que era una gran piedra de unos diez pies de altura en lo alto de una ladera. De pronto apareció un zorro, que campeaba tranquilamente, dirigiéndose hacia la piedra en la que estaba posada la real. Ninguno de los dos podían verse entre sí, pues la maleza se lo impedía. El zorro, salió de unas espesas matas para pasar bajo la piedra del águila, momento en el que ella hizo ademán de saltar a por él, pero en ese instante el zorro la vio y levantó su cola verticalmente, como ha hecho éste, y ella detuvo su ataque, se quedó mirándolo mientras cruzaba por debajo de ella muy, pero muy despacio, y cuando se encontraba a unos veinte pasos de distancia de la real, bajó la cola y salió disparado como una flecha. Y lo más curioso es que luego, no los siguen para atacarlos aunque aún tengan posibilidades de capturarlo, como ha pasado hoy. –Pues ha sido más espectacular este vuelo que si lo hubiera trabado –comenté– porque esto no se debe ver muy a menudo ¿no? –Yo sólo lo he visto cuatro veces– contestó mi Maestro. –Pues yo es la primera vez que lo veo –dijo el Conde– ¡Y mira que he ido veces de caza con águilas! Pero esto, ni lo había oído comentar. –Sí –expuso Eleonora– en la caza con aves de presa, lo más interesante es el desarrollo del lance y no la captura en sí. Fijaros hoy, no hemos capturado nada pero recordaremos y contaremos este lance toda la vida. A
–Tienes razón, hija mía –asintió, y le preguntó a Iñigo: –Oye, Iñigo, ¿y no se podría preparar un lance así los días del torneo con un zorro de escape? ¡Se quedarían todos maravillados! –Pues no. Ya le he dicho que no sé en que se basa el zorro para hacerlo o no, aunque cabe la posibilidad de que casualmente ocurra los días del torneo, como hoy. –¡Mmmm! ¡Qué lástima! –murmuró, mientras nos dirigíamos a recoger a ‘Bruma’. Pasaron las horas y no apareció ningún zorro más y, de vuelta al castillo, mi Maestro sugirió pasar por el muladar, donde los pastores echaban las reses muertas para que fueran devoradas por los buitres, pues muchos zorros pululaban por allí. –¡Pero allí huele muy mal!– exclamó Eleonora con cara de asco. –Sí, pero allí tenemos asegurada la presencia de zorros –le justificó mi Maestro– y tranquila, que vamos a mirar por unas laderas algo alejadas de allí, pues seguramente a estas horas ya estarán encamados. Eleonora y yo íbamos por la falda de una ladera mientras mi Maestro y don Orduño, que portaba a ‘Bruma’ en su puño, por la cima. De repente, Eleonora, que parecía tener la suerte de ser siempre la primera en ver la presa, gritó: –¡Allí, allí! Efectivamente, un zorro corría a toda velocidad a media ladera y a unos cien pasos de nosotros. Don Orduño desencaperuzó, y ‘Bruma’ salió lanzada a por el zorro. Como siempre, se impulsó con tres o cuatro aletazos para, a continuación entrecerrar sus alas para picar hacia él acelerándose a cada instante y, aunque el zorro corría como un galgo, acortó la distancia que los separaba en un instante para, sin frenar, trabarlo, arrastrándolo por el suelo, envueltos en una gran polvareda. Al instante, partí a galope hacia ellos y, cuando llegué, ‘Bruma’ tenía trabado al zorro con una de sus patas sujetándolo por la espalda y la otra le cerraba el morro como un cepo, pues la uña posterior le entraba por debajo de la mandíbula inferior y asomaba por encima de la superior, atravesándole todo el morro. El zorro, que permanecía inmóvil, al verme llegar forcejeó para liberarse, momento en el que ‘Bruma’ soltó la pata con la que lo agarraba por la espalda y le clavó sus garras en la base del cráneo, matándolo en el acto. Entonces ‘Bruma’, que permanecía con las AA
alas entreabiertas tras la pelea con el zorro y totalmente echada sobre él para ejercer la máxima presión posible con sus manos, se irguió orgullosa por el triunfo conseguido, erizando toda su melena. ¡Daba impresión verla! ¡Qué poderío! Al momento llegaron todos muy emocionados. –¡Fantástica ‘Bruma’, eres fantástica!– exclamó don Orduño dirigiéndose al águila. Mi Maestro me preguntó: –¿Está muerto el zorro, Friso? –Sí, Maestro. –Bien, pues aléjate de ella diez pasos y la llamas con una picada. Así lo hice y ‘Bruma’, abandonando el zorro, saltó a mi puño. Comió la picada y permaneció en mi puño manteniendo la melena medio erizada con aire orgulloso. La encaperucé y don Orduño exclamó altivo: –¡Pffff! ¡Rodrigo, cuando vea esto, se va a estirar de los pelos! Regresábamos al castillo más contentos que ningún día. Hasta don Orduño estaba muy simpático y todo eran alabanzas hacia ‘Bruma’ y al trabajo que habíamos realizado con ella. Quiso ser él quien le diera de comer de camino al castillo, y la llevó desencaperuzada durante todo el trayecto, hablándole y acariciándola constantemente. Realmente, ‘Bruma’ enganchaba emocionalmente a todo el que la manejaba. Una vez en la halconera, mientras le ponía el baño a ‘Bruma’ y al observar que mi Maestro la miraba como no miraba a ninguna otra de las aves que teníamos, le pregunté: –¿Qué especie de rapaz de las empleadas en cetrería es su favorita, Maestro? –Todas me gustan. –Sí, pero… si sólo pudiera tener una ¿con cuál se quedaría? –Yo siempre tendría dos, un halcón y un azor. –Esa respuesta no vale. He dicho uno solo. –Me lo pones difícil –murmuró pensativo acariciando su barbilla– pero… mmmm… sí, tendría un azor. –Pues, tal y como mira a ‘Bruma’, pensaba que me habría dicho un águila real, es más, yo elegiría un águila ¡es una maravilla de animal!
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– Sí, el águila es una maravilla y no niego que, seguramente, sea mi pájaro favorito, pero también agota mental y físicamente como ningún otro, ya que siempre tienes que estar pendiente de no cometer el más mínimo error. De todas formas, te recuerdo que tu primer pájaro favorito fue el halcón, luego estabas maravillado con el azor y ahora entusiasmado con el águila. ¿Ves? todas las rapaces son maravillosas y la preferida es la que en ese momento llevas en el puño. –Tiene razón, Maestro. Cada pájaro es un mundo, aunque el águila tiene algo especial que no tienen las demás. Cuando te mira a los ojos, te cautiva para siempre ¿o no se ha dado cuenta de que el Conde no podía quitarle los ojos de encima durante todo el camino de regreso? –Sí, es normal. Si gustas de la cetrería y tienes la suerte de manejar un águila perfectamente adiestrada, te enamorará seguro, pero si su adiestramiento es malo, renegarás de ella por siempre. Y retomando mi primera pregunta, le dije: –¿Y por qué elegiría un azor? –Porque, para mí, el azor es el pájaro más completo, ya que tiene la belleza de su plumaje, la capacidad de volar y cazar en cualquier terreno sobre cualquier presa y, para su correcto manejo, sólo es necesario el empleo de una lúa. ¿Te parece suficiente mi respuesta, Friso? –Sí, Maestro.
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53. Del noviazgo Pasamos casi todo el verano cazando zorros con el águila y a principios de Septiembre, empezamos a preparar también las aves con las que participaríamos en el torneo que se iba a celebrar en Febrero, para el cumpleaños de Eleonora, incluyendo a ‘Nieves’, aunque a ésta don Orduño sólo nos permitía llamarla al señuelo, pues no quería que sufriera ningún accidente de caza ni que se pudiera perder tras alguna presa. Se preveía que el evento iba a ser multitudinario, pues incluso el Rey había confirmado su asistencia, por lo que, aún faltando cinco meses para su celebración, en el castillo ya andaba todo el mundo de los nervios organizándolo todo. Por aquellas fechas, se celebraba una feria de ganado en los alrededores del castillo. Por la tarde y noche había bailes y juegos populares. A dicha feria acudían gentes de todo el condado para comprar y vender vacas, ovejas, caballos, pavos, etc. así como productos de la huerta y artesanías diversas, y también para disfrutar del festejo. Aquel año había muchísima concurrencia al evento y después de realizar nuestros quehaceres habituales, Marcelo, Antonia, Silverio, Eleonora y yo nos reunimos a media tarde para visitar y disfrutar de la feria. Mis padres habían acudido para vender la miel de esa temporada, así que aproveché para presentarles a mis amigos. A Marcelo ya lo conocían de cuando me llevó a la aldea, pero no así a los demás. Cuando les presenté a Eleonora, quedaron prendados de su simpatía y le regalaron un pequeño tarro de jalea real y unas velas perfumadas con lavanda para su madre, además de invitarnos a todos a unas tostadas con miel. Vendieron rápidamente toda la miel que traían y se fueron pronto a la aldea, pues no querían que se les hiciera de noche por el camino. Los tres chicos, animados por Eleonora y Antonia, participamos en varios de los juegos, como el tira–soga, carreras de sacos y lanzamiento de barra aragonesa, en el que Silverio quedó el primero, pues aquello de lanzar barras de hierro le iba como anillo al dedo, y de premio le tocó un fantástico lote de embutidos y una gran hogaza de pan, de lo que dimos buena cuenta rápidamente. Una vez bien cenados, Antonia y Eleonora se emperraron en que había que ir a bailar. Antonia arrastró a Marcelo rápidamente y Silverio bailaba a su aire, invitando a bailar a todas las mozas que veía sin compañía. B
–¡Venga, Friso, vamos!– se empeñó Eleonora. –¡Quita, quita, que yo no he bailado en mi vida! ¡Yo, como mucho, daría brincos como hace Silverio! –¡Pues ya te enseño yo!– insistió. –¡Que no! –¿Cómo que no? ¡Te ordeno que bailes ahora mismo conmigo, o llamo a la guardia y pasas la noche en la mazmorra! –No serías capaz de hacerme eso. –¿Qué no? Tú prueba. ¡Venga, a bailar! Y tirándome del brazo me arrastró hasta el centro de la zona de baile. Yo me quedé quieto como un palo, mientras ella daba vueltas a mi alrededor diciéndome: –¡Muévete así! ¡Venga! ¡Uno y dos, adelante y atrás! Yo intentaba seguir sus pasos, pero cuando creía que lo había pillado, ella cambiaba de paso y de movimiento, así que volvía a perderme. Marcelo y Antonia nos miraban partiéndose de risa de lo patoso y patético que resultaba mi baile, pero… al final acabe riéndome de mí mismo e importándome un bledo si me perdía o no, haciendo como Silverio, un brinco para aquí y otro para allá. De tanto bailar y reír me entró sed. Eleonora me acompañó a la fuente que se encontraba en los lavaderos que estaban situados junto a la muralla sur del castillo, cerca de donde se celebraba la feria. Había luna llena y la visibilidad era bastante buena. Bebimos y, cuando volvíamos hacia el baile, Eleonora se resbaló y cayó de culo al suelo. Rápidamente me agaché frente a ella y le pregunté preocupado: –¿Te has hecho daño? – No, sólo ha sido el susto. Ayúdame a levantar. La agarré de las manos y tiré hacia arriba con tanta fuerza que acabé cayendo de espaldas arrastrando a Eleonora que cayó sobre mi. Los dos nos echamos a reír pero, al momento, nos quedamos serios mirándonos fijamente cara a cara. Su rostro quedaba iluminado por la luz de la luna, su melena acariciaba mi cara y embriagado por el aroma a gardenias que desprendía su diadema, no pude evitar susurrarle: –¡Estás preciosa a la luz de la luna! A lo que ella, sin mediar palabra, acercó sus labios a los míos y nos besamos apasionadamente. Ese beso nos transportó a otro mundo en el que sólo estábamos ella y yo. No sabría decir cuanto tiempo permanecimos en aquel mundo de sensaciones tan
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perfecto, del que nos sacaron unas voces que se acercaban gritando nuestros nombres. –¡Eleonora! ¡Friso! Nos separamos y nos levantamos de un brinco, sacudiendo nuestras ropas y atusándolas rápidamente. –¡Hombre, aquí estáis! ¡Hace rato que os buscábamos!– exclamó Antonia acercándose. –Habíamos venido a beber agua, que con tanto baile…– me excusé. –¿A beber agua? –preguntó Marcelo incrédulo y, con una sonrisa y mirada pícara, añadió– Sí, nosotros a veces también venimos a beber agua. ¡Está tan fresquita! Eleonora, algo nerviosa, replicó: –¡Qué pasa! ¿No se puede venir a beber agua? ¡Las fuentes están para eso! –Sí, sí, claro– respondió Antonia y, acercándose a Eleonora le indicó– Ven, que te coloco bien la diadema, que al agacharte a beber se te ha torcido. Y tú, Friso, sacúdete esa manga, que la llevas llena de arena y cualquiera podría pensar que os habéis estado revolcando. –Bueno, vamos para el baile –dije zanjando el tema mientras me sacudía la manga– y de esto, ni una palabra a nadie. ¡Estamos! A lo que Antonia, muy pizpireta exclamó: –Ya ves tú… ¿A quién le va a importar que hayáis venido a beber agua? –Pues eso. De regreso al baile, encontramos a Silverio bailando con una muchacha. –¿Dónde estabais? –nos preguntó sin dejar de bailar. –Hemos ido a beber– contestó Marcelo. –¡Pues podrías haberme traído a mi algo!– exclamó. –Lo siento, como te he visto tan ocupado…– le respondió. Acabó el baile y todos nos retiramos a descansar. Acompañé a Eleonora hasta la puerta de la residencia Condal. –¿Nos veremos mañana? –le pregunté– Creo que tenemos que hablar. Por la tarde iré a volar el azor y el peuco a la orilla del río dónde solemos merendar. –Allí estaré– aseguró con una sonrisa.
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A la mañana siguiente me encontraba enjardinando las aves silbando y canturreando cuando se levantó mi Maestro y me comentó: –Te veo muy contento hoy, Friso. ¿Por algo en especial? –No, nada en especial… hace un día precioso y… ¡Estoy contento! –Muy bien. ¡Da gusto ver trabajar a la gente con alegría por la mañana temprano! ¿Ya has desayunado? –No, ahora cuando acabe voy. –Pues yo me voy ya. Te veo allí. me dijo:
Cuando llegué a la cocina, Antonia, con una gran sonrisa,
–Ya nos ha comentado Iñigo que estabas muy contento hoy. –Claro –me excusé– es que ayer me reí mucho aprendiendo a bailar. –¡Cuenta, cuenta!– exclamó María. –No hay nada que contar. –¿Cómo que no? ¿Quién te enseñó? ¿Con cuantas chicas bailaste? ¡Ya estás contando algo o no hay desayuno!– me amenazó María. –Solo bailó con doña Eleonora– contestó Antonia rápidamente, a lo que yo le eché una mirada de águila que la hizo palidecer. –¿Ah sííí? ¡Nada menos que con doña Eleonora! Y dice que no había nada que contar… ya, ya. –¡Pues no, no hay nada que contar! ¡Me enseñó a bailar y punto! –respondí– bueno, y cambiando de tema, Maestro, esta tarde iré a hacerles unos vuelos al puño a ‘Carrasca’ y a al peuco cerca del río. Mi Maestro, me miró y, como si me leyera el pensamiento, me preguntó: –¿Vas a ir solo? –Sí– me apresuré a contestar. –Pues… igual te acompaño, así les haremos unos vuelos de puño a puño. –No, mejor… había pensado… hacerlos bajar de los árboles y… además… esta tarde hará mucho calor. Mejor que se la pase usted a la sombra ¿no? –sugerí–. Total, para hacer unos vuelos aburridos al puño… –Hombre, si me lo planteas así… y viendo que te preocupas tanto por mi bienestar… tendré que hacerte caso.
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Me encontraba haciéndole al peuco unos vuelos al puño cuando a lo lejos, divisé a Eleonora que se acercaba. Noté como la emoción y los nervios de volver a verla me encogían el estómago. Mientras se acercaba, encaperucé al peuco y di por finalizada la sesión con las aves. Ella llegó, desmontó y con una sonrisa me saludó: –Hola ¿cómo estás? –Pues, si te digo la verdad, ansioso por volver a verte. –Sí, yo tampoco he podido pensar en otra cosa. Hasta mi madre me ha notado que estaba algo alterada. –Pero… ¿no le habrás dicho nada? –¡Claro que no! ¡Si se entera mi padre que nos hemos besado te destierra! ¡Y a mí me mete en un convento! –Sí, pero… es que a mi… me gustas mucho Eleonora y… después del beso de ayer creo que estoy enamorado de ti. Ella, ante mi declaración de amor, se ruborizó y me reveló: –Yo me enamoré de ti en el primer momento que te vi, y he intentado luchar contra ese sentimiento hasta ayer, porque sé que será casi imposible que mi padre acepte nuestra relación. –Bueno, pero nosotros somos novios ¿no?– le pregunté. Ella, acercándose a mí, contestó: –Sí– y nos volvimos a besar apasionadamente. Pasamos la tarde paseando por el río y estudiando cómo poder seguir con nuestro noviazgo ‘furtivo’, pues no iba a resultar nada fácil, aunque Eleonora comentó que su madre, doña Inés, sería fácil de convencer, pero con su padre… ¡iba a tener que caerle muy bien! Al caer la tarde regresamos al castillo. Después de cenar, cuando estaba a punto de acostarme, llegó mi Maestro y con tono muy serio me indicó: –Ven, Friso. Siéntate aquí que quiero comentarte algo. Aquel tono de voz me heló la sangre. No presagiaba nada bueno. Me senté frente a él y me dijo: –Sólo te lo preguntaré una vez… En aquel momento habría deseado ser mago y desaparecer, o que me tragara la tierra o… cualquier cosa menos estar allí, pues imaginaba cual iba a ser su pregunta, ya que a mi Maestro, por desgracia, no se le escapaba ni un solo detalle. –… ¿Eleonora y tú sois novios? “¡Lo sabia! ¡Qué mala suerte!” pensé, pues no podía mentirle a mi Maestro. Así que, armándome de valor pero temblando como una hoja le contesté: B
–Sí, desde ayer. –Me lo temía. Lo vi en sus ojos desde que me imploró que te librara del castigo de don Orduño– y con gesto fastidiado murmuró– ¡Pffff! No os tendría que haber dejado estar juntos ni un momento… pero bueno, no se puede luchar contra el amor– y acariciándose pensativo la barbilla murmuró– ¿Qué haremos? ¿Cómo podemos solucionar esto? –y mirándome fijamente me advirtió – ¡Esto no lo puede saber nadie! –¡Por supuesto! –le aseguré– pero… ¿usted cómo lo ha sabido? –Hombre, llevo muchos días viéndoos y, que a las seis de la mañana estuvieras tan contento, ya sonaba raro, pues siempre enjardinas las aves arrastrando los pies y sin decir palabra… –¡Pues don Orduño también se puede haber dado cuenta! Quizá Eleonora no deba acompañarme más a volar las aves. –No, si hacéis eso seguro que sospecha. Tenéis que hacerlo todo como hasta ahora, como si nada nuevo ocurriera. –Sí, claro, tiene razón. De todas maneras, Eleonora me ha dicho que doña Inés sí que aceptaría nuestra relación, pero que su padre… –Sí, a su padre… tienes que impresionarle, Friso, y sólo tienes una oportunidad. –¿Cuál, cuál?– le pregunté ansioso. –Tú esmérate en preparar a la perfección las aves para el torneo, en especial a ‘Bruma’, pues en ella se esconde tu pequeña oportunidad.
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54. Del injerto de plumas El tiempo había pasado muy rápido y nos encontrábamos a tres días de la inauguración de los festejos, que iban a durar cuatro días. Se habían construido unos cobertizos cerca de la muralla para albergar las más de cuarenta aves que iban a participar en las jornadas de caza. El castillo estaba precioso, pues había sido engalanado con pendones y adornos para la ocasión y la guardia llevaba semanas haciendo instrucción para la recepción del Rey. ¡Me parecía increíble que yo, un simple aldeano, fuera a ir de caza nada menos que con su Majestad! El día anterior había llegado Mínguez y aquella mañana nos acompañó a cazar con ‘Pituso’, ‘Valonga’ y ‘Arenisca’, que junto con ‘Roncaleño’ ‘Carrasca’ ‘Peuco’ y ‘Bruma’ iban a ser las aves con las que íbamos a participar en las jornadas de caza. Él trajo a ‘Indiana’. Nuestros halcones volaron de maravilla y hasta ‘Indiana’ capturó una corneja, aunque en un vuelo de poco mérito, pues la corneja nos salió a menos de cuarenta pasos de distancia. A mediodía, de vuelta al castillo, le comenté a Mínguez: –Ha mejorado notablemente ‘Indiana’ y, aunque sigue piando como una loca, apenas cubre. –Sí, estoy encantado con ella y, aplicando los consejos que me dio Iñigo, creo que he conseguido muy buenos resultados. –¿Vas a participar con ella en las jornadas? –Sí, por supuesto. –Pues creo que tendremos que arreglarle la cola, pues le quedan cuatro plumas y rotas, y… que quieres que te diga, yo no me presentaría ante el Rey con ese pájaro, aunque fuese una maravilla volando. Mi Maestro, que estaba atento a nuestra conversación dijo: –Creo que Friso tiene razón. Después de comer se la dejaremos como nueva. Cuando llegamos a la halconera después de comer, ya nos esperaba allí Mínguez. –Hola, Mínguez –le saludé– ¿No te ha acompañado Eleonora?
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–No, me ha dicho que le apetecía mucho venir, pero está muy liada con los preparativos, aunque me ha insistido que cuando se la hayamos arreglado vaya a enseñársela. Entramos y mi Maestro sacó una caja de madera de un armario en la que almacenaba las plumas que mudaban las aves. De un pequeño monedero de cuero, sacó una cuchilla y unas agujas de tacto rugoso y sección triangular, afiladas por los dos extremos y algo oxidadas. Había de varios grosores y las colocó sobre la mesa ordenadamente. Rebuscó por la caja, sacó un haz de plumas caudales de prima de peregrino, las colocó ordenadamente encima de la mesa y comentó: –Bien, aquí está la cola entera de una gran prima de peregrino que murió hace tres años y, aunque sean un poco más cortas, pues no era tan grande como ‘Indiana’, como se la vamos a reconstruir entera, ese pequeño detalle no se apreciará. A continuación, cogió un ‘cuchillo’ de halcón y nos comenzó a explicar: –Mirad, a esta parte rígida y central de la pluma, se le denomina ‘cañón’ y es hueco por su parte más ancha y macizo en su parte más estrecha. Los filamentos de pluma adheridos al cañón se denominan ‘barbas’ y si os fijáis podéis apreciar que tienen una especie de ganchitos en toda su longitud para adherirse entre ellas y configurar el aspecto normal de una pluma. Como podéis ver en esta cola que tenemos sobre la mesa, cada pluma tiene una curvatura diferente y por lo tanto cada una tiene una ubicación concreta en la cola, por lo que hay que elegir exactamente la pluma que ocupa el lugar de la que tenemos que injertar. En este caso, como tenemos que injertar toda la cola, comenzaremos por un extremo hasta el centro y luego por el otro extremo de nuevo hasta el centro, donde se ubican las dos únicas plumas rectas de la cola y son las que se ven cuando un ave está posada con la cola plegada, pues las plumas de la cola se solapan una sobre otra de los extremos hacia el centro. Cogió de nuevo la pluma de muestra, la cuchilla y nos indicó: –Mirad, el corte en el cañón hay que hacerlo de forma oblicua para evitar que pueda girar el injerto. Lo más importante a la hora de hacer el corte es separar las barbas y cortar exclusivamente el cañón para que, a la hora de injertarla, no se note ningún hueco y las barbas del trozo de pluma que queda en el pájaro y las del injerto coincidan a la perfección. Primero haremos el corte en el trozo de pluma que aún mantiene el ave, y lo haremos por la parte del cañón que esté sano y a continuación tomaremos la pluma de BA
injerto y la solaparemos a la del ave para calcular el punto exacto por dónde debemos cortarlo y, por supuesto, el corte lo haremos en el ángulo contrario al que hemos hecho en la pluma del ave, para que encajen a la perfección. Y haciendo un corte diagonal en el cañón de la pluma de muestra, separando los dos trozos y volviéndolos a unir, nos mostró: –¿Veis? Así debe quedar. Cuanto más preciso sea el corte en ambas plumas para que coincidan, mejor quedará el injerto. Realmente, cuando unía los dos trozos de pluma, parecía intacta. –Bien, –continuó explicando– una vez hecho el corte, tomamos la aguja que mejor se adapte al grosor del cañón para que no lo reviente y que previamente la habremos mantenido varias horas en una solución de vinagre y sal para acelerar su oxidación con el fin de que haga pronto cuerpo con el cañón, clavándola hasta la mitad en el interior de la pluma que vamos a injertar para, a continuación clavarla en la pluma del ave, quedando finalizado el injerto. ¡Ah, otra cosa! La mejor zona para injertar es el tercio superior de la pluma, donde la parte maciza del cañón ya se va ahuecando. Y sacando unos guantes de lana del bolsillo y entregándomelos me dijo: –Póntelos, sujeta firmemente a ‘Indiana’ y coloca su cola encima de la tabla que he dejado al borde de la mesa. Así lo hice y mi Maestro abrió lo que quedaba de la cola de ‘Indiana’ en abanico. Fue cortando con mucho cuidado todas sus plumas a la misma altura. Una vez hecho esto, cogió una a una las plumas de injerto y las fue midiendo y cortando con el mismo cuidado que las anteriores. –Bien, Minguez, coge a ‘Indiana’ en tu puño para que descanse mientras coloco las agujas. Una vez colocadas me indicó que volviera a sujetar a ‘Indiana’ y comenzó a colocarle una a una las plumas tal y como nos había explicado. Cuando hubo terminado cogió una jarra, la llenó de agua tibia e introdujo la nueva cola de ‘Indiana’ en ella durante unos momentos. Después me pidió que la dejara en la alcándara de frente a nosotros, pues no quería que viéramos cómo le había quedado hasta que no se le secara. ‘Indiana’ sacudía de vez en cuando su nueva cola y a Mínguez y a mí nos comía la impaciencia por ver como le quedaba. Mientras esperábamos, mi Maestro nos comentó:
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–¿Veis? es una técnica muy sencilla. Lo importante es hacer bien el corte y en el punto exacto. –Sí, ya nos hemos dado cuenta, –dijo Mínguez mientras intentaba cortar algunas plumas de las que le había dado mi Maestro para practicar – pero no es tan sencillo. ¡A mí no me casan muy bien! –Hombre –le aclaró mi Maestro mientras servía unos vasos de vino–, tendrás que practicar un poco. Pasamos un rato charlando sobre el tema y, por fin, mi Maestro se acercó a la alcándara, comprobó que se le hubiera secado la cola a ‘Indiana’, la subió a su puño y poniéndola de espaldas a nosotros nos dijo: –A ver qué os parece. Minguez exclamó: –¡Así, de espaldas, parece otro halcón! Y ambos nos levantamos para observarla de cerca y buscar el más mínimo defecto. Mi Maestro, al ver que nos acercábamos, le abrió la cola en abanico. Yo, con la nariz casi pegada a la cola de ‘Indiana’ exclamé: –¡Impresionante! ¡No consigo ver dónde están los cortes! ¡Es un artista, Maestro! Mínguez, que estudiaba minuciosamente como yo la cola de su halcón señaló: –¡Aquí están, casi ni se ven! ¡Fantástico, Iñigo! ¡Pfff… no se va a dar cuenta nadie! Le queda impecable esta cola. Realmente ¡parece la suya! Hasta el Rey quedará impresionado con mi halcón, pues como cazador no es el mejor, pero como grande…. ¡aún no he visto otro como éste! Mínguez estaba más contento que unas castañuelas y en agradecimiento por todos los servicios que le había prestado con ‘Indiana’ le pagó con una bolsa de monedas y se fue con su halcón para enseñárselo a todo el mundo. Ya a solas, mi Maestro me entregó la bolsa de monedas. –Toma, Friso, para ti. Ve a ver a los mercaderes que han llegado esta mañana y te compras ropa elegante, pues no puedes aparecer en las jornadas como un cualquiera, pues ya no lo eres. Y abriendo la bolsa exclamé: –Pero Maestro… ¡aquí hay mucho dinero! –Pues mucho mejor ¿no? –Sí, sí, claro.
Salí muy contento de la halconera y me dirigí a la plaza del castillo, que ya comenzaba a estar llena de puestos que traían mercancías de todo tipo, pero tenía un problema. ¿Qué ropa era elegante? Necesitaba ayuda para elegir y la única persona que seguro me asesoraría bien era Eleonora; pero tenía otro problema, y era cómo avisarla, pues no podía aparecer en la residencia Condal a preguntar por ella. Preocupado por esto, en el centro de un corro de mercaderes encontré a la persona que solucionaría mi problema: Mínguez. ¡Él podría avisar a Eleonora! Me acerqué a él, que estaba fardando de su halcón, y le comenté mi problema, a lo que, muy orgulloso y contento, me respondió: –Hombre, Friso… ¡no puedes ir con una chica a comprarte ropa elegante! Debes presentarte ante ella con tu ropa elegante para impresionarla y… no es por nada, pero has topado con el ‘rey’ de la elegancia. ¿O no te parece que voy siempre muy elegante? –Por supuesto, Mínguez. Siempre llevas ropajes exquisitos… ¡hasta para meterte en el barro! –Pues espérame aquí un momento, que dejo a ‘Indiana’ y vuelvo. Al poco volvió y, cogiéndome del hombro me dijo: –Vamos Friso que, sin ánimo de ofender, pareces un trapero. ¡No sé cómo mis tíos y mi prima te dejan ir por ahí así! Fuimos de puesto en puesto y Mínguez me hizo probar infinidad de trajes, combinando camisas, chaquetas, pantalones y zapatos de todas las formas posibles, hasta que, por fin, me eligió tres trajes distintos, combinables entre sí. –No es calidad de sastre, pero… valdrá para presentarte ante el Rey con cierta presencia. –No sé yo si me veo con estos ropajes… ¿seguro que me quedan bien? ¡Me siento ridículo! –Confía en mí, hombre. Tú sabrás más que yo de halcones, pero en esto… ¡no tengo rival! –De acuerdo Mínguez, me fío de ti. Terminamos las compras, y le dije a Mínguez: –Tendría que ver a Eleonora, para comentarle unas cosas, pero no sé por dónde anda… y hace un par de días que no la veo. –¡Bua! Está histérica, como su madre, supervisándolo todo aquí y allá para que esté perfecto. De todas formas, seguro que la veo, porque me ha pedido que luego la asesore con no sé qué adornos que quiere poner en el salón principal. Si quieres le digo algo.
–Pues me harías un gran favor si le dices que la espero a las siete bajo las arcadas de la plaza. –Vale, yo se lo digo, pero… no te garantizo que vaya. –De acuerdo, gracias. Me voy a guardar mis trajes nuevos.
55. De la complicidad de doña Inés Estaba bajo las arcadas, deseando ver aparecer a mi Eleonora, pues sólo hacía dos días que no la veía y me parecía una eternidad. La plaza estaba casi vacía de gentes, pues había anochecido hacía un rato y las noches de febrero son bastante frías. Oí las campanas dar un cuarto y pensé que ya no vendría, así que puse rumbo a la cocina para cenar algo e irme a dormir pronto, pero decidí dar un rodeo para pasar cerca de la residencia Condal, por si acaso me la encontraba y, por suerte, así fue. Venía hacia mí corriendo por el callejón. –Hola, Friso. Perdona, pero es que me he liado… ¡tengo tantas cosas que preparar! Bueno, ¿qué querías decirme? –Pues… que te quiero y te echo de menos. –Yo también te quiero y te echo de menos, pero es que… tiene que estar todo perfecto y, además, hay tanta gente ya por el castillo que tenemos que tener mucho cuidado con lo que hacemos. –Sí, si tienes razón, pero por cinco minutos que nos veamos no se acabará el mundo. –Vamos, Friso, acompáñame hasta la salida del callejón y ya nos veremos. –¿Cuándo? –Pues no lo sé. Mi casa está llena de familiares y todos están muy pendientes de mí. Y además, ahora cuando vuelva me van a preguntar que qué querías y… ¡no les voy a decir que me querías y me echabas de menos! –Diles que tengo un halcón cojo– le dije sonriendo. –¡Cojo! ¡Cojo te va a dejar a ti mi padre como se entere de lo nuestro, graciosillo! Llegamos a la salida del callejón y nos dimos un beso de despedida. Cuando Eleonora llegó, su madre le pidió que la acompañara a la biblioteca para comentarle unas cosas. –¿A la biblioteca?– preguntó ella extrañada. –Sí, vamos– le contestó su madre cogiéndola del brazo para que no preguntara más. Cuando llegaron, doña Inés cerró la puerta e hizo sentarse a Eleonora en una butaca frente a ella y le comentó: –Hace tiempo que lo sospecho, pero quiero saber si mis sospechas son fundadas o no.
Eleonora empezó a palidecer, pues al igual que Friso con Iñigo, también intuía cual iba a ser la pregunta. –La expresión de tu cara casi me lo confirma, pero… ¿estás enamorada de Friso? Eleonora, se quedó mirando al suelo, deseando que todo fuera un mal sueño, pero su madre se acercó a ella y le acarició la cabeza murmurándole: –¿Eso es un sí? –Sí, Madre, lo siento, pero… este sentimiento es mucho más fuerte que yo. He luchado contra él todo lo que he podido, pero ha sido en vano. –Lo sé hija. Contra el amor no se puede luchar. Pero… tenemos un problema muy grave. Tu padre… –Lo sé, Madre, lo sé. No sé lo que podemos hacer. Vivo angustiada pensando en que se entere. A todo esto ¿cómo lo has sabido? –Porque soy tu madre, y te conozco. Además nunca habías mostrado tanto interés por las aves de tu padre como desde que llegó el muchacho. Y, aparte, desde mi ventana, hace un momento, he visto algo que ha confirmado mis sospechas. Eleonora, entre sollozos, le confesó a su madre: –Pues… yo le quiero, Madre, y quiero casarme con él. ¿Puedes ayudarme? Doña Inés siguió acariciando la cabeza de Eleonora consolándola. –Pues… no sé cómo hija, algo pensaré, pero, de momento, que tu padre no se entere. Eleonora se sintió aliviada al saber que su madre no se oponía e incluso la iba a ayudar, así que le comentó: –Iñigo también lo sabe, y le dijo a Friso que, con el águila, tendríamos una oportunidad. Su madre, con cara de gran asombro exclamó: –¿Con el águila? ¿Y qué pinta ese bicharraco en todo esto? –Pues no lo sé, Madre, pero eso es lo que le dijo. Doña Inés empezó a pasear por la sala musitando: –Con el águila… con el águila…– y de repente prorrumpió– ¡Claro, con el águila! ¡Pero qué listo es el viejo Iñigo! ¡Ya está, ya sé por qué! –¡Pues yo no! ¿Por qué?– le preguntó Eleonora ansiosa. –Pues porque al Rey le encantan las águilas y tu padre quiere impresionarlo con la que Friso está adiestrando para, si lo consigue, regalársela y así ganarse sus favores y ser la envidia de todos los nobles. Y claro, si lo consigue, tu padre estará encantado
con su cetrero y ¡ahí tendréis la posibilidad que dice Iñigo! Así que ya le puedes decir a Friso que cuide muy bien del águila. Eleonora, muy contenta, se levantó, abrazó a su madre y le dijo: –Muchas gracias, Madre. Te quiero mucho. –Bueno, bueno, vale de carantoñas y no te hagas muchas ilusiones que todavía no hay nada decidido y ahora, vamos a cenar –. Y con tono muy serio, le advirtió– ¡Ah! y ten cuidado con lo que haces en los callejones oscuros, que hay mil ojos por el castillo ¿de acuerdo? –Sí Madre. Al salir de la biblioteca se encontraron de frente con don Orduño, que las estaba buscando y, con el semblante serio preguntó: –Eleonora, me han dicho que has ido a ver a Friso hace un rato. Las dos se quedaron blancas, pero Eleonora contestó al instante: –Sí, ¿por qué? –Por si te había comentado algo de cómo está ‘Bruma’–. A lo que ella, con una sonrisa de alivio, contestó: –¡Ah, sí! Me ha dicho que va de maravilla. Su padre, dibujando una leve sonrisa, murmuró: –Bien, bien. Ese muchacho es un artista. Ante ese comentario Eleonora y su madre se miraron con complicidad y doña Inés, agarrando a su esposo por el brazo le dijo: –Anda, guapetón, vámonos a cenar.
56. De la jubilación del Maestro Faltaban dos días para el comienzo de los festejos y esa mañana, después de desayunar, me disponía a preparar los halcones para sacarlos a volar cuando mi Maestro me dijo: –Ven, Friso. Siéntate aquí que quiero hablar contigo. Me senté frente a él y me comentó: –He hablado con don Orduño para hacerle saber que he tomado la decisión de retirarme como su Maestro cetrero cuando terminen los festejos y te he propuesto a ti para sustituirme, lo que él ha aceptado de buen grado, pues todo hay que decirlo, está muy contento contigo. –Pero Maestro, no me puede dejar solo. Aún me faltan muchas cosas por aprender– repliqué angustiado. –Yo no he dicho que te vaya a dejar solo. Si no te parece mal, seguiré viviendo aquí en la halconera. –Pero… ¿cómo me va a parecer mal? ¡Si ésta es su casa! –No, Friso. Cuando me retire, será la tuya. –Lo que usted diga, pero para mí, ésta será siempre su casa– alegué muy convencido. –Gracias, Friso. Y no te preocupes, que yo te ayudaré en cualquier problema que tengas con las aves, aunque, a estas alturas, ya no creo que tengas muchos. Y pasando a otro tema, te diré que esta nueva categoría que vas a adquirir, te servirá de ayuda para lo tuyo con Eleonora, pues ya no serás un don nadie, sino un Maestro cetrero y gozarás de privilegios, además de codearte con la nobleza e incluso, como va a ser tu caso dentro de unos días, con la realeza. –Pues sí, y sólo de pensar que tengo que acompañarle a usted cuando tenga que volar las aves ante el Rey, me provoca un pánico terrible. –Pues… ya puedes pedirle a María que te prepare un cubo de tila, pues no me vas a acompañar, sino que vas a ser tú el que vuele las aves y yo el que vaya de ayudante. –¡Ah, no! ¡De eso ni hablar!– exclamé alterado. –Pues tú mismo. Si no lo haces o lo haces mal… ve olvidándote de Eleonora, pues tu oportunidad de casarte con ella reside en que impresiones al Rey con ‘Bruma’. Y a continuación, me explicó cual era el plan que tenía el Conde para con el águila. –¡Pfffff! –resoplé– ¡Qué lío! ¿Y si me sale mal?– y comencé a dar vueltas por la estancia como un gato enjaulado.
–Vamos a ver, Friso, tranquilízate o te encaperuzo– bromeó. –Ese día sólo tienes que pensar que es una jornada de caza más en la que sales a disfrutar de tus aves, que sabes que se comportan de maravilla, y deseando que todo el que las contemple disfrute igual que tú de sus fantásticos vuelos, comportándote igual que cualquier día que vas con don Orduño y Eleonora, intentando sorprenderles con las habilidades de tus aves. Tienes que tener total confianza en ti mismo y en el trabajo que has realizado, para disfrutar de ese día, pues es una oportunidad única que no olvidarás jamás. –Visto así, hasta resulta atractivo, pero… –Ni ‘pero’ ni ‘manzano’. ¡A ver si al final me vas a dejar en ridículo! –No, Maestro. No lo querría por nada del mundo. Y con guasa, agitando lateralmente su mano me advirtió: –Pues eso, a ver si voy a tener que sacar la vara. –De todas formas, Maestro, me da pena quedarnos sin ‘Bruma’. Ya le he cogido cariño. –Pues sí, pero más cariño le tienes a Eleonora ¿no? –Sí, claro. –Bien, pues ahora te voy a dar la penúltima orden como tu Maestro. Estos dos días quiero que los pases en el campo todo el día, exclusivamente con ‘Bruma’, sólo haciéndola volar. –¿Y las demás aves? –De esas me ocupo yo, ¿o no te fías de este viejo? –Me ofende, Maestro, con esa pregunta. ¿Y la última orden cuál es? Sonrió ampliamente, me miró y me ordenó: –A partir de ahora, llámame Iñigo. En aquel momento me emocioné por la confianza que él me otorgaba, aunque para mí siempre sería mi Maestro. Así que, dándole un abrazo le dije: –Gracias, Maestro. –Qué te he dicho, Friso. A partir de ahora somos amigos. Mi Maestro también estaba un poco emocionado, pero haciéndose el duro, me instó: –Venga, vete ya con ‘Bruma’ que tienes faena. Preparé el águila y cuando salía por la puerta, miré a mi Maestro y me despedí: –Hasta luego, Iñigo. Él me miró, sonrió y levantó la mano despidiéndome, pero no dijo nada y me fui.
Al salir del castillo montado en Leyenda y con ‘Bruma’ en el puño, pasé por delante del cobertizo que se había construido para albergar las aves de los invitados, cuando vi a don Orduño, don Rodrigo y a Pedro que estaba descargando aves de un carro. Parecía que acababan de llegar. Al acercarme a ellos, oí como don Rodrigo le explicaba a don Orduño que su hijo Gregorio no había podido venir por encontrarse enfermo, lo que me alegró enormemente. Don Rodrigo, al verme miró al águila y me preguntó: –¿Ésta es la famosa ‘Bruma’? –Sí. –Pues… no parece muy grande–. Comentó con cierto desprecio, a lo que le respondí: –Eso no tiene importancia. En ese momento, don Orduño me dijo: –Buenos días, Friso. ¿Dónde vas? –Por ahí, a volar a ‘Bruma’. Don Rodrigo, rápidamente propuso: –Pues te podría acompañar Pedro–. Pero don Orduño se apresuró a responderle: –No, no. A mi cetrero le gusta trabajar solo. ¿Verdad Friso? –Verdad, Señor. –Pues ala, vete ya– me dijo don Rodrigo malhumorado. –¿Cuándo vuelves? –me preguntó don Orduño– Es que quiero enseñarles el águila a unos amigos que llegarán más tarde. –Pues seguramente cuando oscurezca. –¿Vas a pasar todo el día fuera con ‘Bruma’?– preguntó contrariado. –Sí. –¿Y las otras aves?– replicó. Y con gran aplomo, pues ya comenzaba a sentirme como su nuevo Maestro cetrero, le respondí: –Se ocupará Iñigo de ellas. –¡Bua! ¡El viejo!– exclamó don Rodrigo y mirando a don Orduño con una sonrisa irónica le comentó a su halconero. –Ves, Pedro, ya te dije que hacíamos bien en traer el carro grande, pues creo que nos iremos cargados de aves. Con gran temple y devolviéndole la irónica sonrisa, don Orduño le contestó: –Sí, me han comentado que vienen mercaderes con abundantes aves de corral con las que podrás llenar tu carro para que no se vaya de vacío. Viendo que el ambiente empezaba a caldearse les dije: –Bueno, yo me voy. Hasta la noche. A
57. Del primer encuentro con los nobles Al día siguiente comenzaban los festejos. Ese día también lo había pasado entero con ‘Bruma’ en el campo. Oscurecía cuando llegué a la halconera y allí estaban Iñigo y Mínguez. –Buenas noches– saludé al entrar. –¿Qué tal ha ido, Friso?– me preguntó Iñigo. –Bien, muy bien. –¡Jo, qué bonita es! –exclamó Mínguez– Aunque… han llegado hoy varias águilas y todas me han parecido más grandes que ésta. –Sí. Ayer por la mañana me crucé con don Rodrigo y no tardó nada en hacérmelo saber– le contesté. –¿Puedo tocarla? Y desencaperuzándola, le dije: –Claro, acércate. –¡No, hombre, con la caperuza puesta! ¡Así me da miedo! –Venga Mínguez, si no te va a hacer nada. –Bueno, bueno… esta tarde, la de Rodrigo le ha lanzado un zarpazo, que si lo engancha… –Pero ésta no es la de don Rodrigo y si yo te digo que la puedes tocar es porque estoy completamente seguro de que no te va a hacer nada. Es más, la podrías llamar al puño sin correr ningún riesgo. Mínguez se acercó y, mientras acariciaba a ‘Bruma’ por el pecho, comentó: –De momento, con tocarla, me conformo, gracias. Mientras la acariciaba, para gastarle una broma, le lancé un sonoro grito: –¡UAAAAAH! Mínguez, del susto, dio un gran salto hacia atrás y si no lo para Iñigo, se habría caído de espaldas. Yo comencé a reír a carcajadas y Mínguez, aún pálido por el susto que se había llevado, me reprendió: –¡Esto no me lo vuelvas a hacer más o dejamos de ser amigos! ¡Qué susto! Fui a dejar a ‘Bruma’ en su alcándara y, cuando volví, Iñigo me informó: –Después de cenar tenemos que ir al salón principal para hacerle unos vuelos al puño al peuco, pues don Orduño quiere que sus amigos puedan ver de cerca la rapaz de las Américas, ya que
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casi ninguno de ellos ha visto nunca un ‘Peuco gallinero’. Así que, para la ocasión, deberás estrenar uno de tus nuevos trajes. –¿Por qué no puedo ir así? ¡Yo pensaba que sólo tendría que ponérmelos cuando estuviera el Rey! Mínguez, ante mi pregunta me increpó: –Pero hombre, Friso. ¡Si hoy es la cena de inauguración de los festejos y en ese salón está casi toda la ‘flor y nata’ del reino! Además ¡si mi tío te ve presentarte ante sus invitados con esos harapos que tú llamas ropa… te manda decapitar en el acto! Venga, quítate esos ropajes, que apestas a caballo y aséate un poco mientras te elijo el traje adecuado para hoy. ¡No te va a conocer ni tu madre! Cuando estuve vestido, Mínguez, que para esto de la ropa era peor aún que María, me indicó: –A ver, pasea por la estancia, que te vea. Di un par de vueltas por la estancia, e Iñigo comentó: –Realmente, si te veo por la calle ¡no te conozco! Pero… a ese traje tuyo le falta un complemento– a lo que Mínguez, sorprendido por esa observación exclamó: –¿Qué complemento? ¡Si va perfecto! –Le falta una lúa adecuada al nivel– y sacando una lúa nueva de un cajón, me dijo: –Toma, Friso. Para ti. Se la he mandado confeccionar a Pascual con tu patrón de manopla y dedo libre para que te sirva también con el águila. Era una lúa preciosa, confeccionada con serraje negro y rematado por el borde con adornos en blanco y oro. Llevaba un precioso escudo bordado en tela y cosido en el faldón exterior. –Muchas gracias, Iñigo. Es una maravilla. ¿Y este escudo? –Es el escudo de los cetreros del Condado de Miralbán. Mínguez, al verme trajeado y con mi nueva lúa murmuró: –Tenías razón, Iñigo, le faltaba ese complemento. En ese momento, se oyeron las campanas y Mínguez nos dijo: –Yo me tengo que ir a cenar y vosotros deberíais hacer lo mismo, pues en dos horas tenéis que estar en el salón. ¡No te vayas a manchar cenando! ¿Eh, Friso? Llegamos a la cocina y entré primero. María estaba de espaldas a la puerta y mirándome de reojo me dijo: –Se ha confundido, Señor. Esto es la cocina.
Antonia, que estaba poniendo la mesa exclamó impresionada: –¡Pero si es Friso, Madre! María se giró como un rayo y mirándome con los ojos como platos chilló: –¡Dios mío! ¡Pero si te he confundido con un noble! Ven aquí que te vea–. Me agarró por un brazo, comenzó a darme vueltas como si fuera una peonza y muy exaltada comenzó a preguntarme: –¿De dónde has sacado estas ropas? ¿Y el dinero para comprarlas? ¿Dónde vais tan elegantes? Iñigo, que ya se había sentado a la mesa la reprendió: –¡Vale ya de vueltas y preguntas, que le vas a marear y estropear el traje! Ella, algo enojada por la reprimenda, se justificó: –¡Oye, pues bien tendré que preguntar para enterarme de las cosas, que no contáis nunca nada! –Pues cálmate, siéntate a cenar y ya te las contaremos– le contestó. Se sentó y le explicamos lo que teníamos que hacer esa noche. Antonia, tan atenta como su madre a nuestras explicaciones murmuró: –Qué envidia me das, Friso –y moviéndose con aires de gran Dama añadió en plan teatral–, ahí, en el salón principal, pavoneándote con tu traje nuevo y codeándote con la nobleza… –Bueno… ya te lo diré cuando acabemos– repliqué con cierta inseguridad. Recogimos al peuco y cuando nos dirigíamos al salón principal le pregunté a Iñigo: –¿Seguro que el peuco querrá volar en el salón? –Seguro, Friso. Ya lo ensayé ayer con Eleonora. –¿Ayer? ¿Cuándo?– pregunté contrariado. Y con una cantinela contestó: –¿Aaaaaaaaah…? –¡Pues podría haber ido yo a ensayar con ella!– repliqué algo molesto. –Sí, hombre, y qué más. Seguro que habríais hecho de todo menos ensayar, así que no te quejes tanto. –¿Cómo vamos a hacer los vuelos? – Haréis tres o cuatro vuelos de puño a puño con Eleonora, de una punta a la otra del salón y luego harás lo mismo con los
invitados a los que ella les pase el guante. Sólo tú le darás picadas, una cada dos vuelos ¿entendido? –Sí. –Pues venga, templa los nervios, que ya hemos llegado. Un guardia nos acompañó hasta el salón principal. Era una sala inmensa, de unos cuarenta pasos de larga por veinte de ancha. Las paredes estaban engalanadas con pendones, escudos de armas, cuadros y tapices. La mesa, que prácticamente bordeaba todo el salón, estaba dispuesta en forma de una gigantesca herradura para que todos los comensales quedasen de frente al centro de la sala, dónde juglares, músicos y actores amenizaban la velada, además de ser la zona de baile tras la cena. Me sentí abrumado ante tanta belleza y opulencia, y mis piernas empezaron a temblar cuando, al final del salón, frente a la puerta, don Orduño se levantó y exclamó: –¡Hombre, por fin! Ahora podréis contemplar el ‘Peuco gallinero’ que trajo mi sobrino de las Américas. Se oyó un gran murmullo, y don Orduño me indicó: –Friso, acércate al centro del salón. Iñigo, a la vez que me daba con disimulo un codazo, me susurró: –Adelante. Tranquilo, que no pasa nada y… disfruta del momento. Me armé de valor y me dirigí hacia el centro del salón, procurando no mirar hacia los lados para no ponerme más nervioso, pues sentía la mirada de todos, tanto invitados como sirvientes, clavada en mí. Cuando llegué al centro, pude ver a Eleonora, sentada a la izquierda de su padre, con la vista clavada en mí y mostrando una gran sonrisa, lo que me tranquilizó un poco y quedé a la espera de los acontecimientos. Don Orduño dio un pequeño discurso en referencia al peuco para terminarlo diciendo: –…Y ahora, lo veréis volar al puño de mi hija. Ella se levantó, se acercó a mí y me susurró: –¡Qué guapo estás! –¿Qué hay que hacer?– pregunté con cierto nerviosismo sin atender a su piropo. –Colócate junto a Iñigo y yo me iré junto a mi padre. Cuando levante el puño, desencaperuzas y después lo llamas tú. –Vale– y nos dirigimos cada uno a nuestra posición. Eleonora levantó su puño, desencaperucé y el peuco saltó al instante hacia su puño, posándose en él con su habitual suavidad, escuchándose entonces una sonora exclamación por parte de todos los asistentes:
–¡OOOOOOH! Ella encaró al peuco hacia mí y lo llamé, respondiendo perfectamente. Repetimos varias veces esos vuelos y después, Eleonora se dirigió a don Rodrigo, ofreciéndole su guante para que pudiera llamar al peuco. Él se levantó y aseguró: –¡A mí no me vendrá! ¿No ves que no me conoce? A lo que don Orduño, rápidamente le ordenó: –Rodrigo, levanta el puño y calla. Levantó su puño y el peuco cruzó el salón con gran elegancia, sobrevolando algunas cabezas que se agachaban atemorizadas, para acabar posándose en él. Don Rodrigo, sorprendido por la delicadeza del peuco al posarse en su puño, exclamó: –¡Casi ni se siente! Lo acarició un poco por el pecho y me avisó: –Ahí va, Friso– y lo lanzó hacia mí. Hicimos bastantes vuelos más, con diferentes invitados e invitadas y, cuando vi que el peuco empezaba a cansarse por tanto vuelo, di por terminada la sesión acercándome a don Orduño para informarle: –Señor, no creo que quiera hacer más vuelos y sería prudente terminar aquí el espectáculo. –Bien, Friso, como tú veas. Si no ha de volar más, llévalo a la halconera y vuelves, que tengo unos amigos que quieren consultaros algo a Iñigo y a ti sobre el comportamiento de sus aves. –De acuerdo. Pues vuelvo enseguida– y mirando a doña Inés y a Eleonora que no me quitaban la vista de encima en ningún momento, con una leve reverencia, me despedí: –Señora…, Señorita… Cuando llegué a la puerta del salón, comuniqué a Iñigo las órdenes recibidas del Conde. –De acuerdo –asintió y me preguntó– Qué ¿ya estás más tranquilo? –Sí, ahora estoy eufórico. Creo que ha salido a las mil maravillas. –Me alegro. Venga, date prisa en volver. Regresé como un rayo, y me encontré con Eleonora que me estaba esperando en la puerta. –¡Hola guapo! –me saludó sensualmente–. Eres la comidilla de todas las Damas.
–¿De verdad te parece que voy guapo? –pregunté mirándome. –Pues claro. Hasta mi padre ha comentado: “menos mal que se ha presentado con ropa decente”. Bueno, acompáñame, que mi madre quiere hablar contigo. –¿Tu madre?– pregunté preocupado. –Sí, le has causado una grata impresión hoy, así que ¡vamos, no te hagas el remolón!–. Atravesamos el salón sorteando a los asistentes que bailaban y charlaban animadamente, y nos pararon varias veces para felicitarnos por el espectáculo con el peuco. Llegamos ante doña Inés, que se encontraba hablando con otras Damas. Se apartó de ellas para hablar con nosotros. –Hola chicos. Lo primero, felicitaros a los dos por lo bien que lo habéis hecho hoy. ¡Está todo el mundo encantado! Y a ti, Friso, enhorabuena, pues me he enterado que vas a ser nuestro nuevo Maestro cetrero. –Gracias, Señora, pero… aún no es oficial. –Lo será pronto–. Se quedó mirándome y dibujando una sonrisa en su rostro, me preguntó: –¿Tienes novia? Aquella pregunta me dejó helado, pero contesté sin vacilar: –Sí. –¿Y es guapa? –Hombre, para mí, es la más guapa del mundo. –¿Y cómo se llama? Yo ya temblaba como una hoja y Eleonora exclamó: –¡Basta ya, Madre! ¡Si ya lo sabes! –¿Qué ya lo sabe? –exclamé perplejo– ¿Y el Conde también? –¡No! –aclaró doña Inés– y de momento, por vuestro bien, que no lo sepa. –Así pues… ¿Usted apoya nuestra relación?– le pregunté tímidamente. Ella, mirando a Eleonora, dijo: –No me queda más remedio, aunque ahora que te voy conociendo un poco más, me cuesta menos aceptarlo, aunque para impresionar a mi marido, no te va a bastar con ponerte ropa elegante. –Ya, ya imagino. –Bueno, Eleonora, tu padre nos está mirando. Ir hacia allí, no sea que sospeche algo, pues sabe que mi interés por las aves es nulo.
Llegamos hasta don Orduño, que estaba con Iñigo, don Rodrigo, Pedro, Mínguez y varios nobles más, con sus halconeros, charlando animadamente. –¿De qué hablabas con mi esposa, Friso? Eleonora se apresuró a contestar: –Bah, de nada importante, sólo de la ropa que llevaba, que era muy bonita. Mínguez, muy orgulloso comentó: –Sí, yo he tenido algo que ver en eso. ¿No es así Friso? Miré a Eleonora y le aclaré: –Es que me la eligió él–. A lo que ella, con un aspaviento, exclamó: –¡Ahora lo entiendo! ¡Ya me extrañaba a mí que tuvieras tan buen gusto! Don Orduño, me indicó señalando a uno de los nobles: –Mira Friso, éste es Jaime, y os quiere hacer una consulta a Iñigo y a ti del comportamiento de uno de sus halcones. Le estreché la mano, y nos expuso: –Mirad, tengo una prima de peregrino altanera, que vuela de maravilla y hace un techo altísimo, más que ninguno de mis torzuelos, pues alcanzará fácilmente más de mil pies. Es fantástica para la caza de ánades, pero la llevamos a la caza de perdiz, que es una presa que, como ya sabéis, aceptan atacarla todos los halcones sin necesidad de escapes previos, y no muestra ningún interés por ellas. ¿Por qué creéis que no les ataca? Esperaba que Iñigo le respondiera, pero éste me miró y me dijo: –Contéstale tú. –¿Yo? –Sí, tú. –Pues… ¿ya ha probado a darle de comer perdiz alguna vez, para saber seguro que conoce la presa? –Sí, hasta le hemos puesto varias atadas y le hemos soltado algunos escapes para que los capture de mano por mano, y les ha atacado sin vacilar pero, por altanería… ¡nada! ¡Sólo hace mención, pero no ataca! Baja unos metros al darle la grita pero, al momento, vuelve a subir. –Bien, ya sé que es lo que pasa. El problema está en que el halcón, para la caza de perdiz, vuela demasiado alto pues sabe, por instinto, que no tiene nada que hacer ante una presa que vuela pegada al suelo a mucha distancia por debajo de él. Así que la solución es soltarle algunos escapes de perdiz cuando aún esté ‘montando’ y se encuentre a una altura no superior a los doscientos
pies. En cuanto entienda que no necesita tanta altura para la caza de perdiz como para la de los ánades, creo que se habrá acabado el problema. –Tiene lógica tu respuesta, Friso. Lo probaremos mañana mismo– dijo Jaime. –¿Qué te parece a ti, Iñigo?– le preguntó don Orduño. –Yo no habría encontrado una solución mejor– respondió con convicción. “¡Uf, menos mal!” pensé. Don Rodrigo, que había permanecido muy atento a mi explicación, me preguntó: –A ver, Friso, yo también tengo un “problemilla”. Don Orduño, sonriendo irónicamente soltó: –¿Tú, Rodrigo… un problemilla?– a lo que él, muy serio, dijo: –Sí, todos tenemos algún problemilla, ¿o no, Friso? –Por supuesto, Señor. Siempre surge algún problema– respondí. –Pues mira, como sabes, tenemos una real. El problema es que su comportamiento es muy agresivo. ¿Qué se podría hacer para ‘dulcificarlo’? –Pues mi consejo es que habría que readiestrarla– le contesté al instante. –Hombre, yo esperaba una solución más rápida y fácil, como la que le has dado a Jaime. –Se la daría si la hubiera, pero en cetrería no hay milagros, así que la única solución que tiene es readiestrarla sin cometer los errores que se han cometido hasta ahora en su adiestramiento. Algo enojado, don Rodrigo espetó: –¿Qué quieres decir, qué no hemos sabido adiestrarla? –Yo no, lo ha dicho usted, pues si se comporta de forma agresiva, es señal inequívoca de un mal adiestramiento. –Tú estás de acuerdo, Iñigo– le preguntó don Rodrigo. –Sí, totalmente de acuerdo. –Bien, pues acepto tu consejo, Friso. Entonces ¿qué errores crees que hemos cometido en su adiestramiento? Iba a empezar a explicárselo, cuando don Orduño me lo impidió: –Ahora no, Friso. Ya se lo explicarás después de los festejos– a lo que indignado, don Rodrigo, le increpó: –¡Cómo! ¡No le vas a dejar al muchacho que se explique!
–Sí, claro, pero después de los festejos. Te recuerdo que ahora ya estamos en competición y, como comprenderás, ‘al enemigo, ni agua’. –Hombre, pero tú y yo somos amigos. –Sí, claro, por eso has traído el carro grande ¿no? –¡Bah! ¡Cómo eres!– murmuró don Rodrigo dando por zanjado el tema. Continuamos charlando animadamente; ya me sentía ‘como pez en el agua’ y podía sentir el respeto con el que todos me trataban, incluido don Orduño, que alabó mi trabajo varias veces durante la conversación. Eleonora, que había estado también muy enfrascada en la tertulia, me dio una patadita disimuladamente y dijo: –Padre, voy a buscar algo de beber. ¿Quieres algo? –Sí, tráeme un vino de nuestros nuevos viñedos. –Iñigo, ¿quiere un vino? –le pregunté–, pues yo también voy a buscarme algo de beber ¡que tengo la boca seca! –Sí, tráeme a mí también un vino de Valonga –y mirando a Mínguez, le comentó– ¡Es un vino exquisito! Me lo dio a probar don Orduño el otro día. –Bien, pues ahora venimos– dijo Eleonora. Cuando nos habíamos alejado unos pasos, su padre le gritó: –Manda a un sirviente que traiga vino para todos, pues no vamos a dejar a nuestros invitados con la boca seca. Seguimos caminando y le susurré a Eleonora: –¡Uf! Pensaba que no escapábamos. –¡Calla y vamos a por el vino! Llegamos a la mesa en la que servían las bebidas. Mientras nos servían, le comenté a Eleonora: –¿Así que tu madre ya lo sabe? ¡Me lo podrías haber dicho! –¿Cuándo? Si apenas nos vemos. –Parece que se lo ha tomado bien ¿no? –Sí. Mi madre es muy comprensiva. Además, me explicó que tenemos una oportunidad con el águila. –Sí, ya lo sé. Me lo comentó Iñigo. –Bueno, y ¿cómo lo ves? ¿le gustará el águila al Rey? –No, no creo que le guste –ella palideció, pero sonriendo añadí –¡Le va a encantar! Y yo me quedaré sin águila… –y cogiendo disimuladamente su mano a la vez que la miraba a los ojos le susurré– …pero ganaré la mujer más bella que habita bajo las estrellas. Ella, halagada, me contestó:
–Dios lo quiera, pues yo también ansío poder compartir mi vida con el hombre que me ha robado el corazón. En ese momento vi a lo lejos a doña Inés que no nos quitaba la vista de encima, así que le dije a Eleonora: –Vámonos, que tu madre nos vigila. Eleonora le dijo al sirviente que nos siguiera y fuimos de nuevo junto a su padre y los demás. La tertulia era muy animada, pero cuando más a gusto estaba, Iñigo anunció: –Bueno, Friso y yo nos vamos, que mañana nos espera un largo día. Y nos despedimos de todos.
A
58. Del Torneo de altanería Esa mañana, en la plaza del castillo, se expusieron las normas del torneo de cetrería. Las aves se volarían por turnos, que se decidirían mediante sorteo. Los azores lo harían sobre caza silvestre de conejo y liebre, pero los halcones, dada la dificultad de hacer lances sobre caza silvestre por la cantidad de participantes y acompañantes, los vuelos se harían sobre escapes de perdiz, azulón y corneja, que previamente habían sido capturados con trampas por varios cazadores de la zona. Participaban, quince azores, treinta halcones y un peuco gallinero, aunque este último sólo de exhibición. También cuatro águilas reales que se volarían sobre zorro silvestre, en una zona en la que previamente los habíamos estado cebando y sabíamos que, al menos, había una veintena, aunque las águilas, tampoco entraban en concurso, sino que se volarían como exhibición al Rey. Para los invitados que no quisieran asistir al torneo de cetrería, se habían organizado diferentes espectáculos y entretenimientos en el castillo y alrededores. El ganador se determinaría por votación de todos los participantes del torneo, durante la cena de recepción al Rey, que llegaría en la tarde noche del día siguiente. Cada participante votaría varias veces, a viva voz, las aves que más le hubieran gustado sobre cada una de las diferentes presas. Ese primer día se iban a realizar los vuelos con los halcones, así que todos los participantes, con sus respectivos acompañantes, nos dirigimos a la zona de vuelo, que comprendía una gran extensión de terreno llano donde se entremezclaban grandes campos de rastrojo con otros de trigo incipiente, al final de los cuales había un gran pinar y, en el extremo opuesto, una zona de pequeñas marismas surcadas por un riachuelo. El primer vuelo se iba a realizar sobre los ánades, y cuando estábamos próximos a la zona de las marismas, salió una gran bandada de ellos, asustados por el barullo que organizábamos las más de ochenta personas a caballo que componíamos la partida de caza. Empezaron los vuelos por el orden que había salido en el sorteo. Participaban en este vuelo siete halcones. A don Rodrigo le había tocado volar en quinta posición y a nosotros los últimos, con ‘Arenisca’.
B
Los azulones iban a ser liberados a unos trescientos pasos de una de las charcas, para que tuvieran querencia a volar hacia allí y lo hicieran con gran fuerza y fe. Los primeros vuelos fueron magníficos, y le comenté a Iñigo: –Está la cosa complicada. ¡Son todos muy buenos! –Sí, no esperaba menos, y atento, que ahora le toca a don Rodrigo. Éste desencaperuzó a su magnífica prima de peregrino del norte y montó rápidamente, haciendo techo a gran altura. Pedro se había situado a unos cuarenta pasos de don Rodrigo para lanzar el pato a volar en el momento que creyera conveniente. Cuando el halcón se situó en su vertical, lanzó al azulón al aire, que salió hacia la charca con un vuelo potente, y rápido como una flecha. Don Rodrigo dio la grita y el halcón realizó un picado en tirabuzón precioso, para acabar acuchillando al pato a una velocidad extraordinaria, cayendo fulminado. Incluso don Orduño aplaudió aquel espectacular lance. Por fin, nos tocó a nosotros. Se había levantado algo de aire y cuando cogía el pato para dirigirme al punto de suelta, Iñigo me indicó: –Lánzalo cuando ‘Arenisca’ esté a tu espalda bastante alejada de ti, pues con este aire ‘pico a viento’, si lanzas el pato cuando ella esté en tu vertical, el azulón se echará al suelo y deslucirá el lance. –De acuerdo. Don Orduño se adelantó unos cuantos pasos de los asistentes. Desencaperuzó a ‘Arenisca’ y la levantó en su puño. Salió a volar e hizo techo enseguida, y al igual que la prima de don Rodrigo, a muchísima altura, pero a diferencia de ésta ‘Arenisca’ daba tornos mucho más amplios. En un momento dado, don Orduño me indicó disimuladamente: –¡Lánzalo! Pero yo me quedé quieto, pues ‘Arenisca’ no estaba en la posición adecuada. Mientras esperaba, al Conde se le estaban comiendo los nervios y me volvió a susurrar alterado: –¡Pero Friso, lánzalo! Yo seguí sin hacerle caso, siguiendo el vuelo de ‘Arenisca’ y cuando consideré que estaba en la posición que me había propuesto Iñigo, lancé al pato con todas mis fuerzas. Don Orduño dio la grita con desesperación, y ‘Arenisca’ hizo un picado oblicuo ‘pico a viento’ para finalizarlo a unos quince pasos por detrás del azulón. A continuación se volteó para, de espaldas al suelo, pasar
por debajo del pato, con toda la inercia del picado y, acuchillándolo por el pecho, terminar haciendo una punta y bajar a rematar al azulón que yacía en el suelo. Salí corriendo hacia dónde se encontraba ‘Arenisca’ impresionado aún por el lance vivido, mientras don Orduño gritaba: –¡Fantástico! ¿Lo has visto, Rodrigo? –Sí, realmente un lance espectacular– le contestó impresionado. Cuando volví con ‘Arenisca’ y el pato, el Conde me dijo: –La próxima vez me avisas de lo que quieres hacer. ¡Ya pensaba que te habías quedado lelo! –De acuerdo Señor– Y a continuación, me acerqué hasta Iñigo y extendiéndole mi mano le dije: –Muchas gracias por el consejo. Él estrechó mi mano y me sonrió con complicidad. Eleonora, a lo lejos, pues se encontraba más alejada junto al resto de los acompañantes, me hacía aspavientos con las manos en señal de victoria. Terminados los vuelos a los patos, había llegado el turno de los lances a corneja. Iban a participar ocho halcones. En el sorteo nos había correspondido salir los primeros con ‘Valonga’. Íbamos muy confiados, tanto por el lance anterior como porque a ‘Valonga’ no se le había escapado nunca ninguna corneja. –Bien, Friso –me comentó Iñigo– en este lance de mano por mano, lo importante es que la corneja vuele y tome altitud, para que el halcón la persiga y le gane en la carrera por la altura, por lo que es muy importante que la lances ‘pico a viento’ y le des voces para espantarla y que enseguida quiera elevarse para escapar de ti. Me coloqué a cien pasos de don Orduño, lancé la corneja y desencaperuzó. En ese momento perseguí al córvido dando voces como me había indicado Iñigo. Enseguida empezó a tomar altura, pero al ver que ‘Valonga’ venía a por ella como una flecha, se dirigió hacia un almendro raquítico que se encontraba a unos cincuenta pasos para refugiarse dentro de él. ‘Valonga’ llegó hasta el almendro y comenzó a sobrevolarlo a unos sesenta pies de altura. Llegué hasta el árbol e hice volar a la corneja, a la que ‘Valonga’ trabó sin piedad a escasos pasos. Me quedé muy decepcionado porque no había conseguido hacer volar a la corneja como todos esperábamos. Regresé junto a don Orduño, quien viéndome con el semblante triste me consoló:
–No te preocupes, Friso. El halcón lo ha hecho a la perfección y nadie puede saber a ciencia cierta lo que harán las presas para escapar de él. Don Rodrigo, que volaba segundo, había aprendido la lección y Pedro soltó la corneja bastante alejada del ‘almendrucho’. Consiguieron hacer un lance espectacular pues, tanto corneja como halcón, subieron a una altura increíble dando tornos muy cerrados para que, al final, la corneja se dejara caer en picado hacia el suelo, perseguida por el halcón que acabó acuchillándola y trabándola en el aire. Realmente fue un lance extraordinario ante el que todos aplaudimos. En los demás lances a corneja hubo de todo, lances buenos y malos, aunque ninguno de los malos fue por culpa del halcón sino, como en nuestro caso, por la reacción de las cornejas. Antes de los vuelos a la perdiz, paramos un rato para comer un ‘taco’ campero. Los vuelos a perdiz eran los que más participación tenían, pues competían quince halcones. Los lances se hacían en los campos de rastrojo que daban al pinar. Se fueron sucediendo los vuelos y le tocó el turno a don Rodrigo. Soltó su halcón, que enseguida hizo techo colocándose muy centrado sobre él y Pedro, que se encontraban separados entre sí alrededor de veinte pasos. Pedro lanzó la perdiz, que salió en vuelo muy fuerte hacia el pinar. El halcón picó hacia ella y la cuchillada fue tan brutal que impulsó la perdiz contra el suelo a tal velocidad que parecía que era el halcón el que se estampaba contra el suelo y no la perdiz, pues éste, al golpearla, frenó en seco, y se quedó ocupando la misma posición que tenía la perdiz en el aire, habiéndole transmitido a ella toda la velocidad que llevaba en el picado. Don Rodrigo había vuelto a conseguir un lance magnífico. Los dos siguientes halcones se escaparon, pues se había levantado un viento bastante fuerte y ninguno de los dos tuvo la fuerza suficiente para luchar contra el aire. Era nuestro turno y antes de salir Iñigo me comentó: –Con este viento ‘Pituso’ se mantendrá a su altura bastante alejado de vosotros. No intentes centrarlo con la lúa pues al acudir
‘desemballestaría’ toda su altura, así que, cuando veas que hace techo, esté dónde esté, lanza la perdiz ‘pico a viento’ hacia el pinar. Don Orduño soltó a ‘Pituso’ para que tomara altura y nos colocamos a unos trescientos pasos del pinar. El halcón, como muy bien había dicho Iñigo, se dejó llevar por el cierzo e hizo techo a unos trescientos pasos por detrás de nosotros. Vi la intención de don Orduño de voltear su lúa para centrar a ‘Pituso’, así que en ese instante lancé la perdiz con fuerza hacia arriba y salió disparada hacia el pinar. –¡Pero qué haces! –me gritó el Conde, quien al ver que no había marcha atrás, lanzó una sonora grita. ‘Pituso’ volaba rápidamente hacia la perdiz, pero sin perder altura. La perdiz estaba cada vez más cerca del pinar y pensé: “Es imposible que la alcance”, pero entonces ‘Pituso’ ideó un ataque que maravilló a todos los asistentes, pues picó verticalmente hacia el suelo cuando se encontraba a más de cien pasos de la perdiz y ésta a menos de cien pasos de su salvación, lo que hizo que todos pensáramos que se había vuelto loco pues parecía que se estrellaría contra el suelo, pero cuando se encontraba a menos de tres pies de altura, enderezó su vuelo bruscamente y con las alas medio plegadas, a una velocidad que ponía los pelos de punta, iba rozando con el extremo de sus alas las cañas del rastrojo, lo que producía un estrepitoso ruido y, en ese momento, la perdiz, que tan solo se encontraba a unos diez pasos de su salvación y a más de sesenta del halcón, al oír ese ruido que se le acercaba rápidamente, se lanzó al suelo aterrada, donde ‘Pituso’ la trabó sin ninguna dificultad. Yo me acerqué a ellos gritando loco de contento: –¡Qué maravilla! ¡Qué maravilla!– mientras los asistentes aplaudían fervorosamente. Cuando regresé con ‘Pituso’ y su bien ganada perdiz, don Orduño desmontó de su caballo y me estrechó la mano diciéndome: –Enhorabuena, Friso. Un lance fantástico, aunque te he de confesar que cuando te he visto lanzar la perdiz, para mi entender a destiempo, habría mandado que te decapitaran. ¡Con este lance tan espectacular ganamos seguro! –Gracias, pero… la idea ha sido de Iñigo. Éste que estaba junto a nosotros, con una gran sonrisa comentó: –Sí, la idea ha sido mía –y mirando a don Orduño añadió–, pero hay que tener valor para ejecutarla. ¡Si sale mal…!
–¡Pero no ha salido mal! –exclamó don Orduño– ¡Dame la perdiz que se la voy a pasar por los morros a Rodrigo, que ya he visto que se reía cuando la has lanzado! En aquel momento vi a Eleonora y a Mínguez que se abrazaban y brincaban de alegría. Los siguientes vuelos también fueron muy bonitos, incluido el de don Jaime, que puso en práctica el consejo que le había dado la noche anterior y su halcón trabó la perdiz sin ninguna dificultad. Debido al alto nivel de los participantes, Mínguez decidió no participar con ‘Indiana’, aunque se lo estaba pasando en grande ‘fardando’ de su gran prima de halcón con todo el que se cruzaba en su camino. Terminada la primera jornada del torneo, toda la comitiva nos pusimos rumbo al castillo, dónde nos esperaba una gran cena amenizada por juglares y músicos. Cuando me dirigía a cenar, me encontré con Marcelo. El pobre tenía un trabajo terrible con la gran cantidad de caballos que había para alimentar y cuidar, aunque el Conde había contratado varios mozos de cuadra eventuales para la ocasión. –¡Hombre, Marcelo! ¿Qué tal? –le pregunté– ¡No nos hemos visto en cuatro días! Él, con un tono poco amigable me contestó: –Ya, es que parece que el “Señorito”, desde que lleva ropajes finos, ya no se trata con los pobres y andrajosos. –¡No digas bobadas! Sabes de sobra que los dos tenemos mucha faena durante estos días. –Sí, era broma. ¿Saldrás esta noche al baile? –No sé si me podré escapar, pues estoy invitado a cenar con los nobles y… ya veremos, pero a la mínima oportunidad me escapo, no te preocupes. –¡Oye! ¡Y si no mejor! ¿No nos puedes colar a Antonia y a mí en el baile de los nobles? ¡Pfff, no sabes la ilusión que le haría! –Ya imagino, pero… si nos pillan, se nos cae el pelo. ¡Colarse ahí no es como ir a ‘mangarle’ cerezas al Avelino! –Bueno, pues lo dicho, nosotros estaremos por el baile de la plaza, por si puedes escaparte.
Llegué al Salón Principal e Iñigo me llamó para que me sentara a su lado, en la zona reservada a los cetreros de los nobles. Me senté y me dijo: –¿Ves que bien te van a venir las clases de buenos modales en la mesa? Cuando el Salón ya se encontraba casi repleto, entraron don Orduño, doña Inés y Eleonora. Todos los invitados nos levantamos pero el Conde, con un gesto, indicó que nos podíamos sentar. Don Orduñó nos saludó con la mano y se dirigió hacia su lugar presidencial en la mesa, mientras doña Inés y Eleonora se acercaron hasta nosotros. –¡Enhorabuena! –nos felicitó doña Inés– Ya me han dicho Eleonora y mi esposo que os ha ido muy bien. Iñigo le contestó: –Muchas gracias. No nos ha ido mal. –Ah, por cierto, Iñigo –le dijo doña Inés con aire de complicidad–. Después de la cena, tenemos que hablar tú y yo un momento de un tema muy importante–. Y despidiéndose de nosotros ambas se marcharon a sus asientos. Intrigado por el comentario de doña Inés, le pregunté a Iñigo: –¿Sabes cuál es ese tema tan importante?– Y tras sorber tranquilamente un trago de vino me contestó: –Pues seguramente de ti. Pasamos la cena charlando animadamente con nuestros compañeros cetreros y cuando comenzó el baile le susurré a Iñigo: –Voy a ver si me encuentro casualmente con Eleonora. –Ten mucho cuidado– me advirtió. La busqué disimuladamente con la mirada, pues casi todos los invitados se encontraban ya de pie, algunos charlando en corros y otros bailando, y vi que todavía estaba sentada junto a su padre, pero, por suerte, también Mínguez se encontraba allí, así que tuve la excusa perfecta para acercarme. –Hola Mínguez –le saludé– ¿Cómo has visto los vuelos? –¡Hombre Friso! ¡Ha sido un día magnífico! ¡Me lo he pasado en grande! ¡Venga, vamos a dar una vuelta a ver el ambiente de la plaza, que ya tengo el culo plano de estar tanto rato sentado!– A lo que Eleonora replicó enseguida: –Yo también voy, que ahora empezará el tragafuegos –y mirando a su padre le preguntó: –¿Puedo?
–Sí hija, sí, anda. Pásalo bien. –Los tres salíamos hacia la plaza más contentos que ‘chupilla’. Iñigo y doña Inés se habían apartado a un rincón para hablar más tranquilos. –Muy enfadada estoy contigo. ¿Cómo no me dijiste nada de lo del chico con Eleonora? –Lo siento, pero no lo consideré oportuno. Esperaba que su relación se acabara pronto. –Pues ya ves que no ha sido así. Bueno, y lo del águila ¿cómo lo ves? ¿le gustará al Rey? –Seguro. –Ten en cuenta que para darle a Orduño la noticia… ¡tiene que estar encantadísimo con Friso! Y, para eso… ¡el Rey tiene que estar encantadísimo con el regalo de mi marido!– Iñigo, con una pícara sonrisa, le aclaró: –Conozco al Rey, conozco a Orduño, conozco a Friso, conozco a nuestra águila y, te aseguro que, por esa parte, todo saldrá bien. Eso si, dependerá de ti el camelártelo para darle la noticia y que la acepte. Tú que eres su esposa sabrás cómo y cuando hacerlo, pues yo sólo entiendo de aves. –Está bien. Me dejas más tranquila, pues yo en el tema de camelarme a Orduño también tengo escuela– aseguró ella con cierto orgullo–. Voy a empezar ahora mismo, pero tú vente conmigo, que tienes que hacer que vea a Friso como indispensable. –En ese caso, no hace falta que vaya, pues tu marido ya lo sabe. –¡Da igual! ¡Pues más! Hay que hacer que hasta sueñe con él, así que ¡vamos! Mientras iban en busca de don Orduño, doña Inés le preguntó a Iñigo: –A todo esto ¿dónde está Eleonora?– Él, con su habitual sonrisa irónica, le contestó: –Pues dónde va a estar. ¡Con Friso! Había una gran algarabía en la plaza y aprovechando que Mínguez se había parado a hablar con unos amigos, Eleonora y yo nos escabullimos de él. Al momento nos encontramos con Antonia, Marcelo y Silverio, quien intentaba sacar a bailar a una de las hijas de los mercaderes. Antonia, al vernos exclamó: –¡Qué guapos vais! ¡Me dais una envidia!
–Tú también vas muy guapa Antonia– le dije. –Sí, pero yo no he cenado con los nobles, es más, no habría salido en toda la noche de allí ni loca. Marcelo, un poco molesto por el comentario de Antonia le preguntó: –Qué quieres decir, ¿qué me cambiarías por un noble?– Ella, después de darle un beso, le dijo: –¡Qué bobadas tienes, tontorrón! ¡Anda, vamos todos a bailar! Pasamos un rato muy divertido, bailando y gastándonos bromas, hasta que de pronto llegó un guardia y, muy serio, me dijo: –Ha dicho el conde que te lleve ante su presencia inmediatamente. A Eleonora y a mí se nos encogió el corazón, pero nos dirigimos rápidamente al salón. Al llegar, encontramos a don Orduño en la puerta, charlando con varios nobles. –Hombre Friso. ¿Dónde estabais? –Po…po…por el baile– dije temeroso. –Pues ya vale de bailar, que tenemos que pensar cómo haremos los vuelos de mañana, pues hoy ya me has tenido, por dos veces, al borde del infarto. Eleonora y yo nos miramos y sonreímos aliviados. Ella se despidió, alegando que tenía frío y entró al salón, mientras nosotros nos enfrascamos en las habituales charlas de cetrería.
59. Del Torneo de bajo vuelo La zona elegida para la caza de conejo era a la que habitualmente solíamos ir a cazar con nuestros azores. El público asistente se colocó en lo alto de las lomas, desde donde podían divisar los diferentes lances que se sucederían por debajo de ellos. La mayoría de los azores eran primas y casi todos iban a participar sobre conejo y sobre liebre, aunque nosotros, para la caza de liebre emplearíamos a ‘Carrasca’ y, para la del conejo, íbamos a utilizar a ‘Roncaleño’. Esa mañana, antes de salir de la halconera, le pregunté a Iñigo: –¿Algún consejo para hoy? Es que a ‘Roncaleño’, ahora que lo pienso, nunca lo he visto en acción, pues siempre has puesto alguna excusa para que no pudiera acompañaros a cazar con él. –Nunca has venido porque durante este tiempo estabas aquí para aprender, y este azor no te habría enseñado nada, más bien te habrías defraudado del trabajo que has realizado con ‘Carrasca’ después de que hubieras visto cazar a ‘Roncaleño’. –¿Tan bueno es? –Sólo te diré que ganaremos seguro, y que para ir de caza con ‘Roncaleño’ sólo te hace falta un guante. Ni siquiera has de llevar comida. –Jo, pues… ¡ya tengo ganas de verlo volar! En el sorteo nos había tocado volar los últimos, lo que disgustó a don Orduño pues, aunque la zona de caza era grande, después de tanto ‘pateo’, cuando nos tocara, ya habría menos conejos fuera de sus cados. Aunque, de todas formas, la zona estaba infestada. Se permitían tres lances por azor para conseguir una captura. Se dejaba a elección del participante el llevar perro o no. Nosotros no llevaríamos. Se fueron sucediendo los lances y, la mayoría, fueron muy bonitos, aunque algunos de los azores mostraban un mal adiestramiento al tener que ir a recogerlos e incluso tener que correr tras ellos para recuperarlos tras un lance sin captura. Uno de ellos fue el finlandés de don Rodrigo.
A
Cuando por fin nos tocó a nosotros, comenzamos a batir el terreno. Don Orduño portaba a ‘Roncaleño’ caminando a media ladera mientras yo, situado a unos cincuenta pasos de él, lo hacía golpeando las matas con una vara. No había transcurrido ni un minuto cuando ‘Roncaleño’ saltó del puño a una velocidad endiablada para intentar capturar un conejo que corría a más de trescientos pasos de distancia de nosotros y, aunque parecía increíble que el azor pudiera llegar hasta él, se salvó por los pelos introduciéndose en su cado a toda velocidad cuando ‘Roncaleño’ casi lo rozaba. Éste desapareció tras el conejo dentro del cado y al poco volvió a salir. Don Orduño que, como yo, no se había movido del sitio, levantó su puño y lo llamó. ‘Roncaleño’ dio un pequeño salto a una piedra cercana y desde allí saltó al instante para acudir al guante de don Orduño con un vuelo rapidísimo y precioso. Al llegar, golpeó su puño con gran fuerza y a continuación se colocó de nuevo erguido sobre él como si nada hubiera pasado, preparado para el siguiente lance. Aquel vuelo me dejó con la boca abierta, pues nunca en la vida había visto un azor tan rápido y que acudiera al puño con la misma fuerza y fe con la que había ido a por su presa. Pero bueno, no había conseguido capturar, así que comenzamos a caminar de nuevo. No habíamos andado cincuenta pasos cuando ‘Roncaleño’ volvió a saltar del puño, alejándose a toda velocidad. Yo no acertaba a ver ningún conejo correr, y me pregunté: “¿A dónde va?” ‘Roncaleño’ volaba hacia lo alto de la ladera con una fuerza y velocidad espectacular, como si lo hiciese hacia abajo en vez de hacia arriba, y al cabo de unos doscientos pasos de vuelo, picó hacia el cielo en una punta espectacular de más de treinta pies de altura para a continuación bajar en un picado vertical e introducirse en una gran mata con toda la velocidad que llevaba. En aquel momento pensé que se habría matado, pero, al instante, salió un conejo disparado del arbusto con ‘Roncaleño’ pegado a su cola, para terminar trabándolo a los pocos pasos y bajar rodando aferrado a él ladera abajo. Corrí como alma que lleva el diablo hacia él gritando: –¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! Cuando regresé junto a don Orduño con el azor y el conejo, le pregunté: –¿Lo ha visto? ¡Ha sido el lance más espectacular que he visto en mi vida! ¡Qué potencia de vuelo tiene este azor! ¡Es una maravilla! –Sí. No tiene rival– me aseguró muy orgulloso don Orduño–. Es el pájaro preferido de Iñigo. B
Cuando llegué a la altura de Iñigo le dije: –¡Enhorabuena por tener este azor! ¿Cómo le has enseñado a atacar así? –Yo no le he enseñado a atacar así. Tan sólo lo he preparado física y mentalmente para que se sienta seguro de sí mismo, y él hace el resto. Ten en cuenta que ‘Carrasca’ será tan buena como ‘Roncaleño’, sólo le hace falta un poquito más de tiempo. Todo el mundo alababa el vuelo de ‘Roncaleño’ y me causó una gran sorpresa, que la mayoría de los asistentes lo conocieran por su nombre, ya fuera por haberlo visto cazar en alguna otra ocasión o por haber oído hablar de él. Tras disfrutar todos del ‘taco’ campero que nos ayudó a reponer fuerzas, comenzaron los vuelos a la liebre. Se iban a realizar en unos campos de barbecho en los que había abundancia de ellas, y todos los asistentes nos dispusimos uno junto al otro, formando una gran barrera para avanzar por el campo a la vez, con el fin de levantar las liebres de su encame. El primero en volar iba a ser don Rodrigo. Tuvo suerte, pues la primera liebre salió muy larga y el vuelo fue muy bonito por la gran distancia que tuvo que recorrer su azor para trabarla. Nosotros no tuvimos tanta suerte, pues volábamos segundos y nuestra liebre salió de su cama casi cuando la íbamos a pisar y ‘Carrasca’ la trabó al instante, por lo que la mayoría de los asistentes, ni se percataron del lance. Se sucedieron los vuelos y todos los azores capturaron su liebre. El colofón a esa jornada de caza lo puso el peuco, que también capturó su liebre, aunque, al igual que nos había pasado con ‘Carrasca’, salió muy cerca y el lance no fue vistoso, pero todos aplaudieron con entusiasmo, pues no todos los días se podía contemplar un lance con un ave exótica, además de por la gran simpatía que había despertado en los asistentes tras la exhibición que les había hecho en la cena de inauguración de los festejos. Todos nos apresuramos en regresar al castillo, pues era inminente la llegada del Rey y había que preparar la recepción.
60. De la llegada del Rey Comenzaba a oscurecer cuando empezaron a redoblar las campanas. Todos nos apresuramos para ocupar nuestro lugar en la calle principal y en la plaza, con el fin de dar la bienvenida al Rey. Iñigo y yo nos colocamos en la plaza junto a los demás cetreros y frente a nosotros se encontraba el cuerpo de guardia que ejecutaría un pequeño desfile ante su Majestad. Los Nobles se habían dispuesto formando un pasillo en la escalinata del salón principal y, en lo más alto de ésta, se encontraban los anfitriones: Don Orduño, doña Inés y Eleonora. Al poco empezamos a oír una gran algarabía que procedía del portón principal de la muralla del castillo. “¡Ya ha llegado!” pensé. El griterío se nos acercaba y todos estirábamos el cuello para ver cuándo aparecía por el fondo de la calle, hasta que por fin el Rey y su comitiva hicieron entrada en la plaza. Dicha comitiva estaba compuesta por tres carruajes preciosos, tirados, cada uno de ellos, por cuatro caballos y escoltados por, al menos, veinte soldados. Se detuvieron en medio de la plaza y los cocheros se apresuraron en abrir las portezuelas de los carruajes. Primero descendieron varias Damas y, posteriormente los caballeros. –¿Quién de ellos es el Rey?– me apresuré a preguntarle a Iñigo. –Es el de la capa roja –me indicó– y la Reina, la Dama de capa negra. –Pensaba que llevarían corona– comenté algo confuso. –Normalmente no la llevan, Friso– me aclaró Iñigo. Cuando todos los acompañantes del Rey hubieron salido de los carruajes, los Condes de Miralbán bajaron a saludarles. Una vez terminado el saludo, que por cierto fue muy protocolario, los carruajes y los soldados de la escolta real abandonaron la plaza y, a continuación, dio comienzo el desfile de nuestra guardia. Una vez finalizado el desfile, el Rey ofreció un pequeño discurso de agradecimiento a todos los asistentes, especialmente a los anfitriones y, cuando concluyó, todos los que nos encontrábamos en la plaza vitoreamos a nuestro Rey. Los anfitriones, el Rey y su séquito, seguidos por los demás nobles, entraron en el salón principal, mientras en la plaza comenzaba una gran fiesta paralela a la que se celebraba en el interior del salón.
–Aún faltan un par de horas hasta la cena con el Rey ¿verdad Iñigo?– le pregunté. –Sí. –Pues me voy a dar una vuelta. –De acuerdo ¡pero ni se te ocurra llegar tarde! –Tranquilo, que seré puntual. Me fui a ver si encontraba a mis amigos. Localicé pronto a Marcelo y Antonia, y ésta estaba histérica. –¿Los has visto, Friso?¿Has visto qué guapo es nuestro Rey? –Sí, pero… ¡si es más viejo que Iñigo!– le contesté. –¿Y eso qué más da? ¿Has visto qué porte, qué elegancia? ¿Y la Reina? con ese traje… ¡qué maravilla! Les he tirado dos docenas de flores. –Esta chica… ¡está histérica! ¿Eh, Marcelo?– le indiqué perplejo. –¡Bua! Lleva así todo el día y, ahora que los ha visto… ¡más! Fíjate que hasta se ha ofrecido voluntaria para servir en la cena… –Pues mira Antonia que ahí tendrás mucho trabajo y acabarás muy tarde –le comenté– y como se te caiga un plato… ¡ya verás! –¡Oye, listo, qué a mí no se me ha caído nunca un plato! – me recriminó– y yo no me pierdo esa cena ¡por nada del mundo!–. Y comenzó a danzar imitando a los nobles, canturreando y hablando sola como si estuviera poseída. –¡Le ha dado fuerte!– le dije a Marcelo. –Sí, a ver si acaban pronto estos festejos… ¡porque no hay quién la aguante! Aunque no creas que su madre está mejor. Antonia se fue enseguida, pues era cierto que tenía que servir en la cena, por lo que yo me quedé un rato más con Marcelo y nos entretuvimos observando a Silverio en su incansable afán de buscar novia.
61. De las votaciones y las carreras Nos encontrábamos todos los asistentes terminando la fastuosa cena, que esa noche estaba presidida por el Rey. Antonia y María se asomaban cada poco rato por la puerta de donde salían los sirvientes que atendían a los comensales, y muy sonrientes me saludaban haciendo grandes aspavientos con sus brazos. Yo hacía ver que no las veía. Terminada la cena, comenzaron las votaciones de los vuelos. Había llegado la hora de saber quién ganaría la apuesta, si don Orduño o don Rodrigo. Siguiendo el orden de como estaban sentados a la mesa, debían votar, a viva voz, todos los propietarios de las aves que habían participado en el torneo. La primera votación fue de la caza de ánades por altanería. Estuvo reñida hasta el final y, como era de esperar, resultó en empate entre don Rodrigo y don Orduño, quienes honradamente votaron cada uno al halcón del otro. La segunda votación fue la de la caza de mano por mano a la corneja. En ésta hubo unanimidad, ganando don Rodrigo, poniéndose a la cabeza de la votación general. La tercera votación fue la caza de perdiz por altanería, y gracias al espectacular y sonoro lance de ‘Pituso’ en el rastrojo, ganamos casi por unanimidad, por lo que volvíamos a quedar empatados. La cuarta votación fue para la caza de liebre con azor, en la que sabíamos seguro que no íbamos a ganar, aunque esperábamos que Rodrigo tampoco, pues había habido otros lances también muy buenos, pero… no hubo suerte y por un solo voto, volvió a ganar don Rodrigo, poniéndose de nuevo a la cabeza. La última votación fue para la caza de conejo con azor. Estaba prácticamente convencido de que ganaríamos, pero los nervios nos comían a Iñigo, a mí y a don Orduño, quien llevaba una enconada lucha de miradas con don Rodrigo. Este último ya sabía seguro que no podía perder y tanto en su rostro como en el de su cetrero Pedro ya se dibujaba una gran sonrisa. En ese instante caí en la cuenta de que si don Rodrigo nos ganaba ¡también se llevaría a ‘Bruma’! lo que echaría por tierra todo nuestro plan para conseguir que don Orduño aceptara mi noviazgo con Eleonora. Eso hizo que mi corazón diera un vuelco y aún me pusiera más nervioso de lo que ya estaba. Lo que tenía claro es que, en esta última y decisiva votación, la honradez de don Rodrigo
y de don Orduño no iba a estar presente y, cuando llegaron sus respectivos turnos, ambos votaron al peor lance, aunque, gracias a Dios, ganamos por amplia mayoría. Iñigo y yo, por fin, respiramos tranquilos. No habíamos ganado, pero tampoco habíamos perdido. Al terminar las votaciones, el escribano del Rey, don Luís, Duque de Saidí, hizo, a viva voz, un recuento de los votos, para terminar anunciando como resultado final un empate entre don Rodrigo, Conde de Solaneras y don Orduño, Conde de Miralbán. Don Rodrigo, quien con un empate no se conformaba, se levantó y exclamó: –¡Pues habrá que desempatar!– A lo que el Rey le contestó: –¿Y cuál es tu propuesta para el desempate? Por lo que he oído hoy, ambos poseéis un magnífico equipo de caza. –Pues… no lo sé Majestad, pero… a ver si entre todos se nos ocurre cómo. A mí hacía días que me barruntaba una idea por la cabeza, por lo que le di un suave codazo a Iñigo para que me atendiera y le susurré: –Creo que tengo la solución. Él, con gesto de duda, me preguntó: –¿Seguro? –¡Seguro! –Pues levántate, pide permiso para hablar y exponla. Un poco tembloroso, me levanté y dije: –Perdón Majestad. Soy Friso, cetrero de don Orduño, y creo que tengo la solución para el desempate. Don Orduño me miró entre perplejo y algo asustado por lo que pudiera decir. –Pues muy bien Friso –me indicó el Rey–, expón tu propuesta, que te escuchamos. –Pues creo que se tendrían que organizar unas carreras de velocidad, y que el ave más rápida sea la que gane, pues ha quedado sobradamente demostrado que para la caza son todas fantásticas, así que creo que ahora habría que premiar a la más fuerte y de vuelo más rápido. Se oyó un gran murmullo en el salón y el Rey, volviendo a tomar la palabra, dijo: –No me parece mala idea, es más, me parece muy interesante, pero ¿cómo tienes pensado organizar esas carreras? –Pues había pensado en construir unos pasillos con telas, para que las aves, que volarían en paralelo, no pudieran verse y así evitar que se agredieran. Los pasillos serían de unos cuatro pasos de ancho y doscientos de largo. Se podrían aprovechar los pasillos
naturales que ofrece la nogaleda que hay pegada a la muralla norte del castillo, sujetando las telas al tronco de los nogales. Desde lo alto de la muralla, todos los asistentes podrían ver perfectamente a las aves participantes volar. La competición constaría de varias categorías, por especies y por sexos. La carrera se regiría por las siguientes normas: en un extremo del pasillo o calle, se colocaría al ave encaperuzada en su banco o percha, dependiendo si es halcón o azor, y en el otro extremo se colocaría el cetrero que ha de llamar al ave, ya sea al puño o al señuelo. Las aves se desencaperuzarían a la vez, a la orden de un juez elegido para la ocasión, momento en el que los cetreros podrían llamar a sus aves, siendo vencedora la primera que cruzara la línea de meta, que estaría dibujada a una distancia de unos diez pasos antes del cetrero, dónde habría otro juez que determinaría qué ave la ha cruzado primero, en el supuesto de que la carrera fuera muy igualada. Con esta prueba podríamos averiguar qué ave vuela más rápido y cual está mejor entrenada para acudir, a la primera, a la llamada del cetrero. –¡Me parece una idea estupenda! –exclamó el Rey–. Y dirigiéndose a don Orduño y don Rodrigo, les preguntó: –¿Qué os parece a vosotros? –Perfecta, una idea perfecta– respondieron ambos casi al unísono. Don Orduño indicó: –Ahora mismo daré orden de que mañana, al alba, comiencen a construir los pasillos a las órdenes de Friso. El murmullo iba en aumento en el salón, pues todos estaban encantados con la idea, y de pronto Mínguez se levantó y exclamó: –¡Pero yo también quiero participar con mi halcón en las carreras, porque aunque no sea un gran halcón de caza, sí que es muy rápido! Al momento, se sumaron a su propuesta todos los nobles que habían traído aves, gritando: –¡Yo también! ¡Yo también quiero participar! Ante la algarabía general, el escribano del Rey tuvo que poner orden: –¡Señores, por favor, callen y siéntense!– Y su Majestad volvió a tomar la palabra: –Bien, en vista que esto es otra competición totalmente diferente a la anterior, entiendo que podrá participar todo el que lo desee y, aunque no ganaran ni Orduño ni Rodrigo, el que quedara en mejor posición de los dos se nombraría ganador del torneo ¿de acuerdo? Y, por supuesto, en cada categoría, el que gane la
carrera, será nombrado campeón de las Primeras Carreras de Cetrería y su ave la más rápida del Reino. Todos asintieron y el Rey añadió: –Y dicho esto, puede comenzar el baile. Todos nos levantamos y al momento me sentí agobiado, pues muchos de los asistentes se acercaron a mí para preguntarme más detalladamente sobre las carreras. Al poco rato, un guardia vino a buscarme y me indicó: –Friso, el Rey y don Orduño quieren verte. –¿El Rey?– pregunté incrédulo. –Sí, así que no lo hagas esperar. Iñigo me susurró: –Adelante, Friso. ¡Los tienes en el bote! Llegué a la zona presidencial de la mesa, en la que aún permanecían sentados el Rey, la Reina, don Orduño, doña Inés y Eleonora, charlando animadamente. Me quedé quieto como un palo a unos pasos de la mesa sin saber muy bien qué tenía que hacer. Don Orduño me vio y me pidió: –Acércate, Friso, acércate, que el Rey te quiere preguntar una cosa. Me acerqué y dije: –Su Majestad dirá. Por el rabillo del ojo vi a Eleonora que me miraba embobada, y su madre, que se encontraba a su lado, mostraba una gran sonrisa. El Rey me felicitó por mi idea y me preguntó cómo se me había ocurrido, a lo que le respondí que la idea me vino el día que un amigo me preguntó cuál era el ave más rápida que teníamos, y tuve que contestarle que no lo sabía. Sí que sabía que las hembras eran más lentas que los machos, pero ¿qué hembra era la más rápida? ¿qué macho era el más rápido? Por lo que llegué a la conclusión que la única forma de contestar a esa pregunta era con una carrera de velocidad. –¡Vaya! –exclamó el Rey– Yo también me he hecho alguna vez esa pregunta ¿cuál de las aves que tengo es la más rápida? ¡Qué lástima que no haya traído ninguna! –y mostrando una gran sonrisa me aclaró: –Porque yo también tengo aves muy veloces. Rápidamente aseguré: –¡Estoy convencido de que sus aves habrían sido las que habrían ganado las carreras! El Rey soltó una sonora carcajada y le dijo al Conde: –¡Lo tienes bien enseñado, Orduño!– a lo que doña Inés comentó:
–Sí, y está claro que es un chico muy listo. –Y por lo que me han contado… muy buen cetrero – continuó el Rey–, pues dicen que has adiestrado un águila y, los pocos que la han visto volar, “la cuentan por maravilla”–. Y con una sonrisa irónica preguntó: –¿Quizá exageran? –No lo creo –le aseguré orgulloso–. De todas formas, mañana tendrá oportunidad de juzgarla usted mismo. –Muy bien, Friso. Ya puedes retirarte– me indicó su Majestad. Me despedí con una reverencia y me marché rápidamente a por un vaso de vino para calmar los nervios que había pasado. Estaba sirviéndomelo cuando apareció Eleonora, quien muy alterada y dando saltitos de alegría, me dijo: –¡Has estado fantástico! ¡Te daría mil besos! ¡Todo el mundo habla de ti! Bueno, es más, mi padre no deja de alabarte delante del Rey, al que, por cierto, le has caído muy simpático. En ese momento, oí unas voces de mujer a mi espalda que me llamaban: –¡Friso! ¡Friso! Eleonora y yo nos giramos y vimos a Antonia y María que, muy sonrientes, nos hacían gestos para que nos acercáramos hasta la puerta de servicio. –Si no nos acercamos no pararán –le dije fastidiado a Eleonora– ¡Llevan toda la noche igual! –Venga, vamos a darles una alegría –sugirió ella. –¡No ves que quieren saludar al héroe de la velada! Nos acercamos hasta allí y madre e hija se abalanzaron sobre mí totalmente alteradas. –¡Pero qué bien ha hablado mi chico ante el Rey!– gritó María. –¡Muy bien! ¡Muy bien, Friso! –exclamó Antonia. –¡Qué contenta estoy de ser tu amiga! ¡Cuando le cuente a Marcelo lo que has hecho hoy no se lo va a creer! –Te hemos visto hablando en privado con el Rey. ¡Cuenta, cuenta! ¿Qué te ha dicho?– me preguntó María, a lo que un poco agobiado, las reprendí: –¡Ya vale, cotillas! Marchad para dentro que como os pillen aquí cotilleando ¡verás tú! Eleonora y yo decidimos escaparnos a la plaza, pero resultó imposible, pues a cada paso que daba me paraban cetreros o nobles para comentarme una cosa u otra.
La fiesta estaba muy animada, pero Iñigo se me acercó y me sugirió: –Más valdría que te fueras a dormir, que has de estar en pie antes del alba, y recuerda que mañana es el día más importante de tu nueva vida. –Tienes razón, Iñigo– y despidiéndome de él y de Eleonora, me fui a dormir, pues efectivamente, el día siguiente iba a ser largo y de fuertes emociones.
A
62. De las carreras Me levanté antes del alba y, cuando salí de la halconera, ya me estaban esperando varios trabajadores con un carro cargado de telas. –Buenos días, Señor Friso– me dijo uno de ellos. “¡Dios mío!” pensé “¡Es la primera vez en mi vida que me llaman Señor!”. Él continuó diciéndome: –Nos ha mandado el Conde para que nos dirija en la preparación de todo lo necesario para las carreras. –Bien –les indiqué–, pues vámonos hacia la nogaleda. Una vez allí, ordené que se colocaran las telas, sujetas a los troncos y las ramas. Trabajábamos a buen ritmo y para las diez de la mañana ya habíamos extendido cuatro líneas de tela, lo que iba a permitir que compitieran cinco aves a la vez. La nogaleda y la zona de la muralla del castillo que daba a ésta se fueron llenando de público, y también empezaron a llegar los primeros participantes con sus aves. Iñigo llegó acompañando a un cetrero de su misma edad al que yo no conocía, aunque lo vi en la cena de la noche anterior. –Buenos días, Friso– me saludaron. –Buenos días– contesté. Iñigo, señalando a la persona que le acompañaba, me indicó: –Mira, te presento a don Félix. Es el Cetrero Mayor del Rey. Estreché su mano, mientras le decía: –Es un honor conocerle, Señor. –Lo mismo digo, Friso –me respondió cortésmente–. ¿Cómo van los preparativos de las carreras? ¡Menuda idea se te ha ocurrido! ¡No creas que es fácil sorprender al Rey y tú, con esto, lo has conseguido! Realmente, es una lástima que no haya traído ningún ave. –Otra vez será– contesté. –Será pronto, pues el Rey, si esta carrera sale bien, ya está pensando en organizar una en cuanto regresemos a Palacio. En ese momento, uno de los nobles llamó a don Félix y éste se apartó de nosotros para hablar con él, instante en el que Iñigo aprovechó para comentarme: –Don Félix está muy interesado en ti, Friso, pues él también está pensando en retirarse y está buscando a su sustituto. Me ha comentado que tú eres un serio candidato. –¿Ser cetrero del Rey? ¿Yo? B
–Cetrero no, Friso, que cetreros ya tiene muchos. Te he dicho ocupar el puesto de don Félix, es decir, ser su Cetrero Mayor. –¡Buf! ¡Sería increíble!– exclamé halagado. –Sí, pero no te hagas ilusiones, que no hay nada seguro, pero… conozco desde hace mucho a Félix y sé que no dice nada por decir. Bueno, pasando a otro tema, necesitamos un torzuelo de peregrino que gane la carrera. –Hombre, creo que ‘Pituso’ está muy fuerte. –Sí, pero tenemos otro halcón más fuerte. Le miré algo perplejo y le pregunté: –¿Cuál? –‘Cascabel’, él es el más fuerte de todos los que hay aquí, pues vive libre. –¡Vaya! Pero estará gordo como una bola y no va a hacernos ni caso– le aseguré. –Ahí te equivocas, porque lo volví a llevar a la torre para que no estuviera por ahí incordiando durante el torneo y, con este trajín, se me ha olvidado llevarle de comer durante dos días, así que estará en su punto. –Pero será mejor que lo llame Eleonora ¿no? A ella es a la que más confianza le tiene y, si aún no tiene el hambre suficiente, si lo llama otro, puede que dude en acudir. –En eso tienes razón, así que, en cuanto la vea, le comentaré que va a participar, en nombre de su padre, en las carreras. Cuando vayas a buscar las aves, traes a ‘Cascabel’ y, a ‘Pituso’ lo dejas. –Y de primas, ¿cuál traigo, a ‘Valonga’ o a ‘Arenisca’?– le pregunté. –¿Tú cuál crees que es la de vuelo más rápido? –‘Arenisca’. –Pues estamos de acuerdo, Friso. –Vale, me voy ya a buscar las aves, porque aquí ya está todo preparado, sólo falta nombrar los jueces y determinar el orden de participación, y eso… mejor lo deciden el Rey y los nobles ¿no? –Sí, será lo mejor– me aseguró con una sonrisa. Cuando volví con nuestras aves, ya se encontraban allí todos los participantes y el Rey con su escribano que tomaba nota de todas las normas por las que se regirían las carreras y el orden de los participantes. Habían decidido que el Juez de salida fuera don Félix, Cetrero Mayor del Rey, y el juez de llegada, don Luís, Escribano
Real, quienes darían fe, con imparcialidad, de los ganadores de la carrera. Me acerqué a Eleonora que estaba hablando con Iñigo cerca de donde se encontraba su padre, el Rey y don Rodrigo. Ésta, al verme, exclamó: –¡Pero en qué lío me habéis metido!– a lo que, con una sonrisa irónica, le contesté: –Que pasa, no queréis ganar, doña Eleonora. –Sí, claro, pero… ¡y si ‘Cascabel’ no acude a mi llamada qué! ¡Además, hace muchos días que ni lo veo! Me acerqué a ella para que no oyeran los demás lo que le decía y le susurré: –Te recuerdo que, a mi llegada al castillo como aprendiz, lo primero que me dijiste fue: “levanto el puño y viene”, así que ahora ¡a demostrarlo! Ella, algo enfurruñada contestó: –Como no salga bien… ¡te vas a enterar! Don Orduño, al verme hablando con su hija, se acercó y algo preocupado, me dijo: –Pero… ¿tú estás seguro de presentar a ‘Cascabel’? –Segurísimo, Señor. –Y en las demás carreras, ¿qué aves vamos a presentar?– volvió a interrogarme con cierto nerviosismo. –A ‘Arenisca’, a ‘Carrasca’ y a ‘Roncaleño’ –Bien, esos me parecen bien elegidos, pero ‘Cascabel’… ¿seguro que no sería mejor ‘Pituso’? –No. Iñigo y yo estamos seguros de que ‘Cascabel’ es el halcón más fuerte que tenemos. –Bien, bien, confío en vosotros –alegó resignado– y no te entretengo más, que esto está a punto de comenzar. El Rey se fue a lo alto de la muralla para contemplar mejor el desarrollo de las carreras, donde además lo esperaban la Reina y doña Inés. Las primeras en competir iban a ser las primas de peregrino. Se habían inscrito un total de veinte, por lo que se realizarían cuatro carreras de cinco participantes cada una y de las que saldrían cuatro finalistas. Don Félix, nombró, a viva voz, a los cinco primeros participantes, entre los que se encontraba Mínguez con ‘Indiana’, quien, al no tener halconero, le había pedido a Iñigo que fuera él quien desencaperuzara su halcón. Todas las primas estaban en sus bancos, y don Félix ordenó:
–¡Preparados! ¡Listos! ¡YA! Desencaperuzaron y salieron todos los halcones casi a la vez menos uno, que se quedó cabeceando, mirando a quien le llamaba, pero sin decidirse a salir. “¡Ése ya ha perdido!” pensé. De lo alto de la muralla, donde se congregaba gran cantidad de público, surgía un sonoro griterío animando a los participantes. Cada calle se identificaba con una bandera de un color, que era ondeada en el caso de que el ave que corriera por ella hubiera ganado, para enterarnos desde la salida. Además, a cada ave se le colocaba una cinta en el tarso del color de la bandera de su calle. Iñigo y yo que estábamos atentos al vuelo de ‘Indiana’, comenzamos a brincar de alegría al comprobar que la bandera del color que representaba su calle, era la que ondeaba. Mientras los participantes de la primera carrera regresaban, se fueron colocando los de la segunda, entre los que estaba don Rodrigo con su prima de halcón de mano por mano y, por supuesto, nosotros estábamos muy atentos a su calle. Esta vez, todos los halcones partieron al unísono y cuando el halcón de don Rodrigo trababa su señuelo, vimos como se levantaba su bandera. Había ganado. En la tercera carrera ganó don Jaime con su prima altanera y llegó la cuarta carrera en la que íbamos a participar con ‘Arenisca’ por la calle de color verde. Iñigo desencaperuzaba y yo la llamaba al señuelo. Los cinco cetreros que estábamos en la llegada, nos mirábamos unos a otros con nerviosismo. Estábamos situados a unos veinte pasos del final de las calles y a unos diez pasos de éstas había dibujada en el suelo, con cal, una línea recta. En uno de sus extremos, se encontraba don Luís, muy atento, para ver cual era el halcón que cruzaba el primero la línea de meta. Al ver a Iñigo acercarse a ‘Arenisca’, comencé a voltear el señuelo y, al instante, la vi partir hacia mí. Cada cetrero llamábamos a nuestro halcón de una forma diferente, por lo que se oía un galimatías de voces y silbidos que se añadía al griterío de los espectadores. El vuelo se me hizo eterno, pues parecía que nunca iba a llegar, y por el rabillo del ojo miraba la salida de las otras calles por ver si asomaba algún otro halcón antes que ‘Arenisca’. Por fin llegó y trabó el señuelo, y al instante vi a don Luís acercarse ondeando nuestra bandera verde. Habíamos ganado y mi alegría era inmensa. Mirando al punto de partida de nuestra calle, pude ver a Eleonora que se abrazaba a Iñigo dando saltos de alegría. Una vez determinadas las cuatro primas de peregrino finalistas, tocó el turno a los torzuelos de peregrino. Había inscritos
diez torzuelos, por lo que se harían dos carreras para determinar los dos finalistas. La primera eliminatoria, que fue muy reñida casi hasta el final, la ganó el halcón de don Rodrigo. En la segunda carrera participaba Eleonora, a la que yo acompañé a colocarse en la llegada, pues estaba ‘atacada’ de los nervios. Me aparté, situándome en una orilla, intentando calmarla diciéndole: –Tú tranquila, piensa que no hay nadie. En cuanto veas que Iñigo se acerca a ‘Cascabel’, empiezas a voltear el señuelo. Ella asintió con la cabeza y al poco comenzó a voltearlo y a gritar: –¡‘Cascabel’! ¡Ven ‘Cascabel’! Pasaron unos segundos; Eleonora lanzó el señuelo hacia arriba y al instante vi salir a ‘Cascabel’ de la calle como una flecha, para trabarlo en el aire. Al momento, llegaron los demás halcones, muy parejos entre sí, pero no había duda, habíamos ganado. Eleonora, que permanecía muy seria pues no se había percatado aún de que había ganado, comenzó a gritar y dar saltos de alegría al ver a don Luís ondeando nuestra bandera. Yo recogí a ‘Cascabel’ pues Eleonora partió corriendo por la calle hacia el punto de salida gritando: –¡Padre, he ganado, he ganado! Había llegado el turno de las primas de azor. Había inscritas diez. Nos tocó competir en la primera carrera y, nuestro máximo rival era claramente don Jaime, pues tenía una prima de azor rapidísima y muy bien entrenada. Los azores serían llamados al puño para comprobar, a la vez que su velocidad, su buen adiestramiento. Al igual que con los halcones, Iñigo desencaperuzaba y yo llamaba. Me encontraba al lado de don Jaime, a quien le deseé amablemente suerte. –Lo mismo digo, Friso– me contestó con voz temblorosa por los nervios. Al momento, levanté mi puño pues vi a Iñigo acercarse a ‘Carrasca’. Ésta saltó hacia mí al instante, realizando un vuelo rapidísimo hasta mi puño, pero antes de oír su impacto en él oí otro casi al unísono. Don Jaime y yo nos miramos y acto seguido miramos a don Luís, que parecía un poco indeciso sobre el color de la bandera que debía coger, pero al final ondeó la ‘roja’ de don Jaime. ¡Por los pelos no estábamos en la final!
La segunda eliminatoria la ganó don Rodrigo, aunque tuvo mucha suerte, pues tres de las primas de azor se lo pensaron antes de saltar de sus perchas y entre ellas estaba la única que le podría haber ganado. Se nos estaba poniendo la cosa difícil, pero todavía no estaba nada decidido, aunque en el rostro de don Rodrigo se empezaba a dibujar una sonrisa de triunfo. Comenzaron las finales, y la primera iba a ser la de los torzuelos de azor, pues sólo participaban cinco y no había que hacer eliminatoria previa. Competíamos con ‘Roncaleño’ y esta vez quiso ser Iñigo quien lo llamara. Eleonora se encontraba a mi lado y, muy alterada, me preguntó: –¿Ganaremos? –Eso espero– le contesté algo nervioso. Nuestro máximo rival en esta carrera era don Rodrigo, que competía por la calle de al lado e iba a ser él mismo quien desencaperuzara su azor. Don Félix dio la salida y desencaperucé. ‘Roncaleño’ saltó hacia Iñigo sin pensar y, raso al suelo, a toda velocidad, recorrió la calle para acabar en su puño. Eleonora, que se encontraba tras de mí, me agarró por los hombros con la fuerza de un águila, presa de los nervios, a la espera del color de la bandera y, cuando vimos a don Luís ondear la de nuestro color, comenzamos a saltar y a abrazarnos presos de la euforia, hasta que oímos la voz de don Orduño a nuestro lado diciéndonos: –¡Bueno, vale ya! ¡Guardad la compostura! Nos separamos inmediatamente, quedándonos muy serios y cabizbajos. A lo que él, con una gran sonrisa nos aclaró: –Hombre, tampoco es eso ¡qué no estamos en un velatorio!– y abrazando a su hija añadió: –¡Enhorabuena, chicos! ¡Hemos ganado la primera final! La siguiente final era la de las primas de peregrino, y competíamos don Rodrigo, Mínguez, don Jaime y nosotros. Esta vez quiso ser don Orduño quien llamara a ‘Arenisca’, pues quería sentir la tensión del momento en el que su halcón ganara o perdiera. Don Rodrigo no quiso ser menos y también se colocó tras la línea de llegada para llamarla, entre Mínguez y don Jaime.
A Eleonora, a Iñigo y a mí se nos comían los nervios esperando la orden de desencaperuzar. Cuando don Félix dio la orden, todos los halcones partieron rápidamente. El gentío de la muralla gritaba dando ánimos al igual que nosotros, que saltábamos exclamando: – ¡Vamos! ¡Vamos ‘Arenisca’! Nuestra alegría fue inmensa cuando vimos ondear de nuevo nuestra bandera, pues habiendo ganado esta final, ya no podíamos perder, como poco, empatar. Le tocaba el turno a Eleonora con ‘Cascabel’. Sólo competían ella y don Rodrigo, que en ese momento ya tenía cara de pocos amigos, porque si nosotros ganábamos esta carrera, él ya habría perdido seguro. Se colocaron ambos en la línea de meta y yo volví a acompañar a Eleonora. Ella y don Rodrigo estaban muy serios y concentrados. Ambos comenzaron a voltear el señuelo y esta vez el público enmudeció muy atento a la carrera; sólo se oía el sonido de los cascabeles de los halcones acercándose y a Eleonora que de vez en cuando animaba a su halcón gritando: –¡Ven ‘Cascabel’! ¡Ven ‘Cascabel’! El tiempo pareció haberse detenido hasta que por fin salió el primer halcón de la calle y casi a la par el segundo y ambos trabaron sus señuelos. Los tres nos quedamos mirando a don Luís esperando el color de la bandera. El silencio era absoluto, pues todos estaban a la espera del resultado, hasta que, por fin, don Luís ondeó la bandera de nuestro color. Los espectadores estallaron en una gran ovación y Eleonora comenzó a llorar de alegría, mientras yo le quitaba la bandera a don Luís y la ondeaba con frenesí para que Iñigo y don Orduño la vieran. Don Rodrigo se acercó a Eleonora y a mí diciéndonos abatido: –Enhorabuena, habéis ganado. Al llegar a la zona de la salida, vimos que se había acercado hasta allí doña Inés, que había permanecido junto a los Reyes en la muralla disfrutando de las carreras, y había bajado a felicitarnos. Eleonora, en cuanto la vio corrió hacia ella, llorando muy emocionada, gritándole: –¡Hemos ganado, Madre, hemos ganado! –Sí, hija mía, sí. Tranquila. ¡Qué bien lo has hecho!– la consoló abrazándola. Había una gran algarabía general y don Félix tuvo que poner orden para poder celebrar la última carrera y determinar la
prima de azor ganadora, si la de don Jaime o la de don Rodrigo, y para más amargura de éste, ganó la de don Jaime. Don Rodrigo, muy abatido, se fue hasta don Orduño, le felicitó y, con gran tristeza, le dijo: –Cuando quieras, puedes venir a mi casa a recoger las aves que me has ganado–. A lo que don Orduño, pletórico de felicidad, le contestó: –No, hombre, no. Te perdono tu deuda. ¡Para qué quiero tus aves si las mías son las mejores! Además, si me las quedo… ¿a quién le iba a ganar en el próximo torneo?– A lo que don Rodrigo, orgulloso, le replicó: –Eso de que vas a ganarme en el próximo torneo… ¡habrá que verlo! Doña Inés que iba cogida del brazo de su marido, exclamó sublevada: –¡Ya estáis otra vez igual! ¡No hay quien os aguante! ¡A cual de los dos más fanfarrón y orgulloso!– Ante ese comentario, ambos se miraron con complicidad y callaron prudentemente. De vuelta al interior del castillo, todo eran felicitaciones por parte de todos, espectadores y participantes, pues se lo habían pasado en grande. Los nobles fueron a comer al salón principal acompañados por sus cetreros, pero Iñigo y yo fuimos a la cocina de María para comer rápidamente, pues debíamos preparar a ‘Bruma’ para la exhibición de la tarde.
63. De la exhibición de las águilas ante el Rey Después de comer nos dirigimos todos hacia la zona donde se volarían las águilas. Era un terreno de ladera empinada que formaba una especie de media luna y tenía una longitud aproximada de una milla y media. El público se situó en la cima de la ladera, al igual que los cetreros con las cuatro águilas. Don Luís realizó un pequeño sorteo para determinar el orden y a nosotros nos tocó los últimos, siendo el primero don Jaime, quien iba a volar sus dos águilas en copla. Se ordenó a los batidores que empezaran a resacar la ladera, mientras don Jaime y su cetrero, portando cada uno un águila, comenzaron a andar en paralelo a los resacadores por la cima de la ladera. Al poco, salió un zorro de su encame. Don Jaime desencaperuzó primero y lanzó su águila al aire, para, unos instantes después, hacerlo su cetrero con la otra. Las dos se dirigían a gran velocidad hacia el zorro que corría como una flecha por mitad de la ladera. La rabosa esquivó el ataque de la primera real, pero no pudo hacer nada para esquivar a la segunda. Dieron un par de volteretas y el zorro quedó inmóvil con la real aferrada a él. Todos aplaudíamos el lance, pero en ese momento ocurrió algo inesperado, pues la otra real, que había frenado contra una mata al esquivarla el zorro, se acercó corriendo hasta donde se encontraba su compañera y se abalanzó salvajemente sobre ella. Jaime y su cetrero corrían ladera abajo desesperados por llegar enseguida y separarlas antes de que se mataran. Lograron separarlas y encaperuzarlas y, por suerte, no se habían infringido ninguna herida de gravedad, aunque el cetrero de don Jaime no tuvo tanta suerte, pues cuando intentaba encaperuzarla, se le soltó del puño y le dio un zarpazo en el muslo, por lo que el médico del condado tuvo que darle varios puntos. Yo estaba cerca de don Orduño y él junto al Rey, al que oí comentar: –El lance ha sido precioso, pero el final… El siguiente en volar era don Rodrigo y comenzó la caza de la misma forma que don Jaime, es decir, desde lo alto de la ladera paralelo a los batidores. Al poco rato saltó otro zorro y don Rodrigo desencaperuzó lanzando su águila. Voló muy rápido hacia la presa pero, en el último instante, la rabosa consiguió esconderse en el interior de un cado. En ese momento se oyó una gran exclamación del público asistente:
–¡Uuuuy! La real se había parado encima de la boca del cado y don Rodrigo, que había bajado corriendo tras ella en cuanto salió hacia el zorro, pues no esperaba que el lance acabara sin captura, se paró a unos sesenta pasos de su águila y la llamó al puño. Acudió inmediatamente a su llamada, pero en vez de pararse suavemente, trabó su puño como si de un gigantesco azor se tratara, lo que desequilibró a don Rodrigo que casi cayó al suelo. Se rehizo como pudo, pero tuvo que luchar contra su águila para poder encaperuzarla de nuevo. Volvió a subir hasta la cima para hacer otro lance, pues se permitían dos por águila en caso de que el primero fuese fallido. Los batidores comenzaron a caminar y todos los asistentes avanzábamos a la par por la cima, con don Rodrigo y su águila al frente. Habíamos recorrido unos trescientos pasos cuando salió otro zorro, muy cercano a don Rodrigo. Desencaperuzó y a la vez dio la grita. El zorro no tuvo salvación, pues salió muy cerca y la real lo arrolló sin contemplaciones. Don Rodrigo y su cetrero Pedro corrieron hacia ella; se detuvieron a unos cinco pasos por detrás de ésta, que cubría el zorro con sus alas, manteniendo a la vez su melena totalmente erizada. Pasaron unos instantes y el zorro dejó de moverse, por lo que deduje que ya habría muerto. Don Rodrigo se acercó a ella con cautela, pero no había dado ni dos pasos cuando la real, inesperadamente, le atacó, saltando hacia él como una flecha. Se tiró al suelo para esquivarla y Pedro, que estaba tras él, levantó su brazo, enguantado hasta el hombro, con una actitud más de proteger su cuerpo que de llamarla. La real se aferró a su puño, en el que le ofrecía un palomo entero y con la misma actitud agresiva que tenía sobre el zorro, comenzó a comer. Pedro se apresuró a sujetar las pihuelas fuertemente, pues en aquel momento su cara corría muchísimo peligro ya que, en cuanto acabara de comer, era seguro que intentaría lanzarle un zarpazo. Cuando acabó la encaperuzó y se la entregó a don Rodrigo, quien se acercó hasta el Rey. –¿Qué os han parecido los lances, Majestad?– le preguntó. –Sinceramente, me han parecido muy bonitos… no así el comportamiento de las tres águilas que he visto hasta ahora, pues hay que acercarse a ellas casi protegido con una armadura. –Sí, es lo malo que tienen las águilas. Son un poco agresivas–. A lo que don Orduño, en tono irónico murmuró: –¿Sólo un poco?– Don Rodrigo, molesto por su sarcasmo, rápidamente le contestó: –Ya veremos ahora lo que hace la tuya… A
Por fin había llegado nuestro turno y antes de entregarle el águila a don Orduño le comenté: –Podríamos aprovechar este suave viento para dejarla volar a su aire y que todos los asistentes puedan contemplar la belleza de su vuelo. Don Orduño me miró extrañado por mi propuesta y me preguntó: –¿Dejarla volar como un halcón de altanería? ¿Lo hará bien? –Sí, por supuesto. He recorrido esta ladera con ella en vuelo infinidad de veces. –De acuerdo, pero mejor hazlo tú y… ¡espero que sepas lo que haces, no vayamos a quedar en ridículo! –Confíe en mí, Señor y disfrute del vuelo– le sugerí con una amplia sonrisa. El público bordeaba la cima de la ladera ocupando unos cien pasos de largo y me situé en el centro con ‘Bruma’; me acerqué al borde de la ladera, la desencaperucé y la levanté en el puño al igual que se hace con los halcones. Rápidamente escrutó el terreno, esperando localizar alguna presa, pero al no haber ninguna, se sacudió tranquilamente, saltó de mi puño y sin batir ni una sola vez sus alas se alejó de mí, a la tira, unos cincuenta pasos. Le di una voz y ‘Bruma’ giró rápidamente hacia la izquierda, viniendo hacia mí dando un amplio círculo, que la llevó a pasar a escasos pies sobre las cabezas de algunos de los asistentes que la contemplaban boquiabiertos. Yo me quedé quieto, ‘Bruma’ me sobrevoló y, al entender que todavía no iba a llamarla al puño, comenzó a dar desdibujados tornos frente a todos nosotros, alejándose y acercándose pasando a nuestra altura a corta distancia, mirando con curiosidad a todos sus espectadores. Había un gran silencio, pues el público no sabía si aplaudir o salir corriendo cuando la real se les acercaba. La mantuve volando unos minutos y cuando decidí llamarla, me coloqué a escasos pasos del Rey, levantando mi puño con una picada oculta en él. ‘Bruma’ se acercó a gran velocidad pero en el último instante frenó, posándose con la suavidad del peuco. Comió su picada tranquilamente, trabé sus pihuelas y la encaperucé, momento en el que todo el público asistente rompió en una gran ovación, incluidos los Reyes. Eleonora se me acercó corriendo y me comentó: –¡Qué bonito! ¡Habéis estado fantásticos! ¡Ha sido impresionante verla pasar tan cerca volando! Cuando me acercaba a don Orduño para entregarle a ‘Bruma’, ordené a los batidores que comenzaran a andar. B
–¡No dejas de sorprenderme! ¡Eres un artista, muchacho!– Me felicitó con gran alegría agarrándome por el hombro. –Bien, gracias, pero todavía no hemos acabado– y dejé a ‘Bruma’ en su puño. Recorrimos casi toda la ladera y ya pensaba que no tendríamos la suerte de que saliera ningún zorro, pero la grita de don Orduño me puso alerta y vi uno que corría al pie de la ladera, a más de trescientos pasos de donde nos encontrábamos. ‘Bruma’ se dirigía ya hacia él sin perder altura. Mantuvo ese vuelo durante unos segundos y a continuación se lanzó en un picado vertiginoso, al estilo de los peregrinos, para acabar trabando al zorro y arrastrarlo, en medio de una gran polvareda, más de diez pasos, debido a la gran velocidad que llevaba. –Corre tú, Friso, que están lejísimos y ésta ladera es muy empinada– me gritó el Conde. Corrí ladera abajo loco de contento y cuando llegué, el zorro ya había muerto. ‘Bruma’ aún se encontraba jadeando por la dura pelea. Esperé a que se recuperara un poco y me coloqué frente a ella a diez pasos para llamarla, mostrándole en el puño un ala de paloma. Abandonando su presa, acudió y se la comió tranquilamente en dos bocados. La encaperucé, cogí al zorro y volví a la cima. Llegué jadeante, pues entre el peso del zorro, el del águila y la empinada cuesta… Todo eran felicitaciones y halagos hacia ‘Bruma’. Uno de los batidores se llevó el zorro y me dirigí hacia donde se encontraba don Orduño con el Rey. –¡Enhorabuena, Friso! –me felicitó su Majestad–. Has hecho un gran trabajo con esta real y ahora entiendo que la “cuenten por maravilla”. Ni corto ni perezoso le ofrecí: –¿Queréis llamarla al puño, Majestad? Don Luís, que estaba junto a él exclamó con una expresión en su jerga materna: –¡A ver si vas a hacer que su Majestad acabe “cul per amunt”! –¿Cómo?– preguntamos don Orduño y yo al unísono, a lo que el Rey haciendo aspavientos de desdén con su mano, nos dijo: –No le hagáis ni caso. ¡Acepto tu propuesta, Friso! pero… no tengo lúa. –No hay problema, siempre llevo otra en el morral, y ésta es nueva–. Le entregué mi lúa de manopla y dedo libre, se la puso y la examinó detenidamente. –Es extraña esta lúa, pero muy cómoda– comentó.
Dándole una picada, le indiqué: –Ahora le entregaré a ‘Bruma’, se sitúa al borde de la ladera, la lanza, y, cuando quiera la llama. Para hacerlo, sólo tiene que dar una voz y levantar su puño. El público asistente se separó de él unos pasos. Desencaperuzó a ‘Bruma’ que se alejó volando a la tira y, cuando se encontraba a unos cincuenta pasos, el Rey dió una voz y levantó su puño. Ella giró inmediatamente, volviendo a él y, posándose suavemente, comió su picada. Sujetó sus pihuelas y comenzó a acariciarla por el pecho mientras ‘Bruma’ lo miraba fijamente a escasos dedos de su cara. –¡Qué maravilla de ave!– exclamó mientras la observaba con deleite. Don Orduño se acercó a él. –Si le gusta, es suya, Majestad. Se la regalo. –¿Me la regalas?– preguntó incrédulo. –Sí, y sería un honor para mí que la aceptara. –Pues muchísimas gracias, Orduño, la acepto, pues nunca he visto un águila como ésta–. Y girándose hacia su esposa le comentó: –¿Has oído? ¡Nos la regalan! ¡Esto habrá que celebrarlo por todo lo alto! Y junto al Rey, encandilado con su nueva águila, regresamos todos al castillo.
64. Del embaucamiento a don Orduño Todos los nobles se retiraron a sus aposentos con el fin de acicalarse para la cena de cumpleaños de Eleonora. Cuando llegué a la halconera, Iñigo ya estaba allí. –¿Dónde te has metido? ¡Me has dejado solo toda la tarde!– le increpé. –Hoy he estado de espectador y de cháchara de aquí para allá, charlando con viejos amigos como don Félix, y, la verdad, me lo he pasado muy bien. Además vete acostumbrando, pues yo, a partir de mañana, me dedicaré a la vida contemplativa, ya que hoy, si todo va bien, serás nombrado mi sucesor. Y pasando a otro tema; hoy piensas pedirle a don Orduño la mano de Eleonora ¿no? –Sí, creo que esta noche es el momento adecuado, pero aún no tengo claro cómo hacerlo– le comenté inquieto. –Bueno, tú de momento tranquilo y ponte guapo. Por cierto, ¿ya tienes anillo de compromiso? –¡Vaya! ¡No había caído! ¿Y de dónde lo saco ahora? Iñigo sacó de su bolsillo una pequeña bolsita y me la entregó. Mientras la abría y sacaba la sortija que había dentro me explicó: –Este anillo me lo entregó mi madre en su lecho de muerte, para que se lo entregara a la mujer que fuera a ser mi esposa, pero… no creo que ya, a estas alturas, encuentre ninguna, y creo que tú sabrás sacarle mejor partido que yo. Me quedé mirando la sortija, que por cierto era preciosa, y le comenté: –Pero… yo no puedo aceptarlo. Es un recuerdo de familia. –¡Pues claro que lo puedes aceptar! Eres la única familia que me queda– me dijo algo emocionado. Yo también me emocioné y acercándome a él nos dimos un fuerte abrazo. Doña Inés que, sentada frente a su tocador, se colocaba las joyas que luciría en la cena mientras su marido terminaba de ajustarse el traje contemplándose en un gran espejo, le comentó: –¿Está muy contento el Rey, verdad? –Sí, en dos días lo he encandilado– contestó orgulloso, pero su esposa replicó: –Hombre Orduño, sinceramente… creo que el que lo ha encandilado ha sido Friso con sus ideas y el magnífico trabajo que ha hecho con tus aves.
–La verdad es que sí. Es un gran muchacho y no deja de sorprenderme siempre gratamente. Iñigo tuvo muy buen ojo con él. –Pues hoy… en la cena… te va a sorprender como aún nadie lo ha hecho. Él, con una gran sonrisa preguntó: –¿Cuál es esa sorpresa? pues da la impresión de que tú sabes algo. Ella se levantó, colocándose frente a su marido; armándose de valor y con gran dulzura, le dijo: –Te va a pedir… la mano de tu hija para casarse con ella. Él borró rápidamente su semblante alegre y, muy serio, exclamó: –¿Cómo? ¿Pero qué dices? –Lo que has oído. Don Orduño empezó a caminar como un lobo enjaulado por la estancia despotricando: –¡Pero cómo se atreve! ¡Lo trato como si fuera un hijo y me traiciona!–. Pero, de repente dejó de dar vueltas y miró inquisitivamente a su esposa, preguntándole: –A todo esto, ¿tú cómo lo sabes? –Me lo contó Eleonora, y te informo que también está locamente enamorada de él. –¿Desde cuándo? –Pues creo que desde que le vio por primera vez y claro… han estado casi todos los días juntos. –¡Pues haberle prohibido acercarse a él desde el principio! –¿Yooo? Te recuerdo, Orduño, que aquí el que manda eres tú, y por cierto, estabas encantado en que tu hija le ayudara con las aves, le acompañara a cazar y todas esas cosas que hacéis con los pájaros. –Sí, pero… si llego a saber que Eleonora podía enamorarse de él ¡para ratos le dejo que se le acerque! ¡Ni siquiera que lo hubiera visto de lejos! –Bueno, cálmate –le dijo dulcemente mientras acariciaba su hombro–. Lo hecho, hecho está y no tiene solución, así que ahora hay que pensar en las cosas positivas. –¡Ya me dirás tú qué tiene de positivo que un “don nadie” se quiera casar con mi hija. –Pues hombre… es un “don nadie” al que tú hoy vas a nombrar Maestro cetrero y Cetrero Mayor del Condado de Miralbán; es un “don nadie” al que le debes el haber conseguido los favores del Rey, y es un “don nadie” al que hasta el Rey aplaude y al que, para que lo sepas, le va a ofrecer hoy ser su Cetrero Mayor, que me
lo ha dicho la Reina. Además es el “don nadie” que hace feliz a tu hija. ¿Cuáles son ahora tus argumentos para no aceptarlo como yerno?– le preguntó. Don Orduño resoplaba agobiado, dando vueltas por la habitación reflexionando sobre lo que doña Inés le había expuesto, y comentó: –Pero… si acepta el puesto que el Rey le ofrece… ¡se marcharía del condado y con él Eleonora! Es nuestra única hija y nuestra heredera, y yo deseo que se quede para gobernar nuestro condado. –Bueno, quizá Friso no acepte la oferta del Rey– apuntó ella. –¡Cómo no la va a aceptar! ¡Es el sueño de cualquier cetrero! Doña Inés, ya más tranquila sabiendo que su esposo aceptaba la relación, comenzó a urdir el plan que haría que Friso se quedara en el condado, así que le hizo ver a su esposo: –Bueno, bueno. Como decía mi abuela… “tiran más dos tetas que dos carretas”, y si Friso no sabe que tú estás dispuesto a concederle la mano de Eleonora, antes de que el Rey le ofrezca el puesto de ser su Cetrero Mayor, seguramente no lo aceptará para poder permanecer cerca de ella. Don Orduño se quedó pensativo un momento y concretó: –Bien, ya lo tengo. No diremos nada hasta que el Rey le ofrezca el puesto. Si Friso lo acepta, no le concederé la mano de Eleonora, pues demostrará que no está tan enamorado de ella, pero si por el contrario no lo acepta, anunciaré públicamente el compromiso. Doña Inés le dio un cariñoso beso a su marido y con una expresión de gran admiración hacia él, le susurró: –Eres un cielo–. Él, con una sonrisa irónica, le contestó: –Sí, claro, una vez engatusado, muchos besitos y halagos.
65. Del compromiso La cena transcurrió muy animada pero yo no podía pensar en otra cosa más que en encontrar el momento oportuno para pedirle a don Orduño la mano de Eleonora. De vez en cuando, ella y yo, nos hablábamos con la mirada, y ambos notábamos el nerviosismo del otro. De repente, los sirvientes comenzaron a apagar las velas y candiles. Entonces entraron dos de ellos con una gran tarta adornada con dieciocho velas y todos los asistentes aplaudieron con una gran ovación vitoreando a Eleonora. La colocaron frente a ella, quien, de un fuerte soplido, las apagó todas. Seguramente pidió el mismo deseo que habría pedido yo. Los sirvientes iluminaron de nuevo el salón y comenzaron a repartir la tarta. En ese momento, el Rey se levantó con intención de hablar. Todos callaron y comenzó su discurso: –En primer lugar, quiero agradecer públicamente la hospitalidad con la que hemos sido tratados por parte de los Condes de Miralbán. En segundo lugar, como regalo de cumpleaños a la bellísima Eleonora, la Reina y yo, hemos decidido regalarle las tierras que lindan al sur de este condado denominadas ‘Las Lecineras’. Ante su regalo, don Orduño y doña Inés, quedaron gratamente sorprendidos pues eran unas tierras muy fértiles y de gran extensión. Cuando el Rey le entregó a Eleonora las escrituras, ella, debido a su gran nerviosismo, sólo acertó a decir: –Muchas gracias, Majestad. Todos aplaudimos con una gran ovación el magnífico regalo. El Rey, con un gesto de su mano, nos indicó que guardáramos silencio para continuar con su discurso. –Todos sabéis de mi gran pasión por la cetrería, y he descubierto en el Condado de Miralbán a un cetrero excepcional. Recomendado por don Félix, mi Cetrero Mayor, quiero hacerle una propuesta a Friso–. Y mirándome me indicó: –Acércate, Friso. Me acerqué tembloroso mientras se oía un gran murmullo por todo el salón. Me paré a unos pocos pasos frente al Rey y me dijo: –Debido a que mi Cetrero Mayor, al que ya conoces, dejará en breve su cargo, te ha propuesto a ti como su sucesor. Yo estoy completamente de acuerdo con él, así que te ofrezco nombrarte
Cetrero Mayor del Reino, lo que conlleva trasladarte a residir en la corte. ¿Aceptas? El murmullo volvió a oírse en la sala. Yo miré a Eleonora, percibí cierta angustia en su mirada y respondí: –Le agradezco enormemente su ofrecimiento Majestad, pero… no puedo aceptarlo. El Rey me miró incrédulo pues estaba convencido de que yo, o cualquier otro cetrero aceptaría ese título sin pensar, pues era de gran prestigio, incluía muchos privilegios y estaba muy bien pagado, por lo que rápidamente me preguntó: –¿Cuál es el motivo, seguramente muy poderoso, que te impide aceptar el magnífico cargo que te ofrezco? Me quedé en blanco, mirando a Eleonora, quien me regaló una sonrisa. Don Orduño y doña Inés al ver que me había quedado paralizado y mudo, se levantaron y el Conde anunció: –Disculpe Majestad, pero yo sé el motivo y… es el amor, pues Friso me ha pedido la mano de mi hija y cuando se desposen serán mis herederos que deberán, en un futuro, dirigir este condado, lo que le impide aceptar su nombramiento. Yo miraba a los padres de Eleonora boquiabierto, pues no entendía nada. ¡¿Cuándo le había pedido yo la mano de su hija?! Pero, en fin, él lo había dicho, así que miré a Eleonora y noté que a ambos nos iba embriagando un sentimiento de euforia indescriptible. Don Orduño continuó anunciando: –Así que aprovecho la ocasión para anunciar públicamente el compromiso de doña Eleonora, futura Condesa de Miralbán con don Friso, que queda nombrado desde este momento Maestro cetrero y Cetrero Mayor del Condado de Miralbán, cuyos esponsales se celebrarán el próximo verano y a los que estáis todos invitados. Los asistentes comenzaron a aplaudir y vitorearnos a Eleonora y a mí, pero el Rey volvió a pedir silencio para decir: –Bien pues, Friso, no tengo más remedio que aceptar tu renuncia al título y felicitaros a Eleonora y a ti por vuestro compromiso. Tened por seguro que la Reina y yo asistiremos encantados a vuestro enlace. Di mi agradecimiento al Rey y los músicos comenzaron a tocar, formándose una gran algarabía de gente bailando y charlando animadamente. Salí corriendo, para encontrarme con Eleonora en una esquina del salón. Nos fundimos en un abrazo y aproveché para felicitarla por su cumpleaños, pues todavía no lo había hecho y a continuación, saqué la sortija de mi bolsillo y le pregunté:
–¿Te quieres casar conmigo?– A lo que ella, con los ojos llenos de lágrimas me susurró: –Sí, quiero. Coloqué el anillo en su dedo y nos dimos un apasionado beso. Y… Friso y Eleonora fueron felices y con sus halcones cazaron perdices.
Continuará…
Vocabulario cetrero A las bravas: Amansamiento de una rapaz sin el empleo de la caperuza. A la tira: Vuelo recto de un posadero a otro. Alcahaz: Cesto para transportar aves en su interior. Alcándara: Barra larga de madera o metal que incorpora una tela que pende de ella, que sirve de posadero a las rapaces. Alfaneque: Halcón lanario africano. Aliviarse: Defecar. Altanería: Técnica de caza, practicada mayoritariamente con halcones, que consiste en que la rapaz nos siga volando a la espera de la salida de una presa. Armar: Colocación de caperuza, pihuelas, tornillo y lonja. Atalaya: Posadero de las rapaces desde el que suelen cazar. Baharí: Halcón peregrino que habita en las costas del Mediterráneo. Bajo vuelo: Práctica de la cetrería con rapaces que no sean halcones. Banco: Posadero usado para que pasen el día las rapaces, en especial los halcones. Barbas: Filamentos que componen la pluma. Bigotera: Manchas de plumas oscuras en ambos lados de la cara de las rapaces que recuerdan un bigote. Borní: Halcón lanario europeo. Botón: Protuberancia que tienen los halcones en el interior de las narinas. Nudo realizado en uno de los extremos de la lonja. Cañón: Raquis de la pluma. Caperuza: Cofia de cuero para privar de la visión a las aves. Cera: Piel que recubre las narinas y que recuerda a este material. Cerradero: Parte de la caperuza que sirve para cerrarla y abrirla. Copla: Vuelo de caza en el que participan dos rapaces. Cortesía: Permitir al ave comer un poco de la presa recién capturada. Crianza campestre: Técnica de cría de rapaces en libertad. Cuchillada: Herida que infringen las rapaces a sus presas al golpearlas con la garra del dedo posterior. Cuchillo: Una de las siete rémiges primarias. Debatirse: Lucha de las aves al intentar soltarse de los posaderos o del puño. Descañar: Emplumar. Desemballestar: Perder altura. Desvelo: Técnica para amansar rapaces. Diente del halcón: Muesca que tienen los halcones en la parte superior del pico.
Embolado: Plumaje erizado. Encarnar: Colocar carne en el señuelo, el puño… Enjardinar: Sacar las aves de cetrería al jardín. En sangre: Plumas que aún están creciendo y, por lo tanto, tienen riego sanguíneo. Escape: Presa destinada a enseñar a cazar a las rapaces. Fiador: Cuerda empleada para atar las rapaces en sus primeras lecciones de vuelo. Finta: Quiebro, recorte. Fris fras: Pluma empleada para acariciar rapaces. Garra: Uña. Gorga: Ración diaria de comida. Grita: Voz que se da a las rapaces para advertirles de la salida de una posible presa. Halconera: Conjunto de instalaciones utilizadas para albergar a las rapaces y a los cetreros. Herida: Escondite elegido por la presa para evitar ser capturada por la rapaz. Lance: Acción de caza. Llave: Uña central y posterior de las rapaces, las más grandes. Lonja: Correa larga de cuero para atar las rapaces a cualquier sitio. Lúa: Guante. Mano: Pata de las rapaces sin el tarso. Mano por mano: Técnica de caza empleada con los halcones que consiste en soltarlo del puño cuando hemos avistado la presa. Montar: Coger altura. Montar sobre cola: Coger altura el halcón sin necesidad de dar tornos. Muda: Periodo de cambio de plumas en las aves. Nido de las rapaces. Jaula para albergar rapaces. Narinas: Orificios nasales. Neblí: Halcón peregrino del Norte de Europa y Asia. Niego: Rapaz joven que aún no ha abandonado el nido. Pasajero: Ave rapaz joven capturada durante su migración. Pasajero de rapela: Ave rapaz joven capturada durante la migración primaveral. Pensar de si: Frase hecha que se dice cuando dejamos al ave sola para que medite y asimile la lección aprendida. Percha: Posadero usado para que pasen el día las rapaces, en especial las que no son halcones. Pestañear: Técnica empleada para privar de la visión a las aves antes de la invención de la caperuza. Peuco gallinero: Busardo mixto (Parabuteo unicinctus)
Picada: Pequeño trozo de carne. Pico a viento: En contra del viento. Pihuelas: Correas que se anudan al tarso de las rapaces. Pión: Rapaz que pía. Piquera: Parte de la caperuza por la que sale el pico del ave. Plumada: Egagrópila. Bola indigerible de plumas, huesos y pelo, que regurgitan las rapaces por vía oral, después de la digestión. Prima: Hembra de rapaz. Punta: Vuelo vertical después de un picado. Puño: Mano enguantada. Quilla: Esternón. Ramero: Rapaz joven que ha sido criada en árbol y que aún permanece en las proximidades de éste. Recazar: Al ser esquivado el primer ataque de la rapaz por la presa, intentarlo una segunda vez, una tercera… Redondo: Halcón que ya sabe ejecutar los tornos alrededor del cetrero. Resabio: Mala costumbre adquirida por las rapaces, provocada siempre por las malas maneras empleadas por el cetrero en su adiestramiento. Roquero: Halcón joven que todavía vive en las proximidades del nido. Señuelo: Artilugio que imita las presas de las rapaces. Tagarote: Halcón peregrino africano. Techo: Altura máxima. Tornillo: Aparejo compuesto por dos anillos metálicos, unidos por un eje, que sirve de unión entre las pihuelas y la lonja. Torno: Vuelo circular que ejecutan las rapaces. Torzuelo: Macho de rapaz. Trabar: Agarrar, coger. Troquelado: Animal criado, desde su nacimiento, por el hombre y que, por lo tanto, identifica a éste como su progenitor. Varal: Alcándara o transportín. Zahareño: Rapaz adulta.
Descripci贸n de las plumas del ala y cola de una rapaz