DON JOSE LAZARO(1862 – 1947)

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Se han impreso quinientos ejemplares == 156 ==

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DON JOSE LAZARO (1862 – 1947)

VISTO POR RUBEN DARIO

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MIGUEL DE UNAMUNO

(1899)

(1909)

Nota preliminar de

A. RODRÍGUEZ – MOÑINO

VALECIA

EDITORIAL CASTALIA 1951

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Al Dr. Juan Francisco Ibarra.

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on ocasión del fallecimiento de D. José Lázaro (1947) y de la apertura

del Museo que lleva su nombre (1951), constituido con los tesoros artísticos y bibliográficos que reunió aquel ejemplar coleccionista, han visto la luz pública multitud de notas y biografías, hechas, en su mayor parte, con loable buen deseo, aunque bastantes con escaso conocimiento. En efecto: perteneciendo Lázaro a una generación de la que eran ya contadísimas excepciones los supervivientes; alejado desde hacía muchos años de círculos políticos y literarios, apenas si su nombre sonaba en la prensa española más que en telegramas del extranjero que recogían la noticia de alguna conferencia suya en París, Lisboa o Nueva York. Hemos leído sobre D. José Lázaro las más peregrinas y curiosas noticias que pueda imaginarse. Él, amigo de la verdad y de la belleza, se hubiera sonreído al leer lo que algunos -¡que afirman haberle conocido bien!- han asegurado. (*) Día ha de llegar en que la personalidad de Lázaro vaya rompiendo esa tupida red de inexactitudes y fantasías y surja con el positivo valor que para la cultura y el arte español tuvo. Sólo hace falta, para esto, tiempo y luz. A medida que vaya pasando aquel y vaya proyectándose ésta –clara, radiante– irá la generación actual, y las futuras, conociendo el inmenso espíritu de aquel hombre extraordinario, a quien muchos no han sabido apreciar porque no llegaron a conocer. Berenson, Venturi, Justi, Salomón Reinach, Mayer, Andrup, Delteyl, Post –que son nombres que significan mucho en la historia del arte universal–, sólo han tenido para Lázaro palabras de admiración y para sus conjuntos artísticos frases como ésta, espigada en la Gazette des Beaux Arts, la más prestigiosa revista parisina: “La riqueza y variedad de esta colección madrileña, que no parece ser apreciada en España en su justo valor, confunden la imaginación”. Dejando para más adelante la tarea de recoger en volumen especial los testimonios de sus contemporáneos, queremos hoy reavivar la memoria de D. José Lázaro reuniendo en el presente opúsculo dos artículos escritos por firmas tan ilustres como las de Rubén Darío (1899) y D. Miguel de Unamuno (1909). 7


Tal vez la lectura de esas páginas hará a algunos meditar sobre Lázaro y rectificar el concepto injusto que plumas irreflexivas o ansiosas de notoriedad han contribuido a difundir. Al frente de ellas hemos querido poner la magnífica inscripción latina que el eminente paleógrafo inglés Mr. E. A. Loewe, de la Universidad de Oxford, compuso en honor de D. José Lázaro, y que debería grabarse en piedra, a la entrada de su Museo, para perpetua memoria y como testimonio de la gratitud que España le debe. A. RODRÍGUEZ – MOÑINO

__________________ (*) Exceptuamos, claro está, los artículos escritos por plumas solventes, aunque se haya deslizado tal cual error. Merecen destacarse los de Eugenio D’Ors, Sánchez Canton, M. Fernández Almagro, Mariano Tomás, Rodríguez de Rivas y muy pocos más, por su seriedad y justeza.

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J. L. VIRO ILLUSTRISSIMO ARTIUM LIBERALIUM PATRONO EXIMIO ANTIQUITATUM HISPANIAE CULTORI INSIGNI QUI THESAUROS UNDIQUE COLLECTOS ERUDITIS OMNIUM GENTIUM SUMMA CUM COMITATE PATEFACIT OB BENIGNITATEM ERGA NOS GRATIAS AGIMUN MASIMAS

E. A. Loewe.

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RUBEN DARIO: UNA CASA MUSEO

Febrero 24 de 1899.

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i del borrascoso conde de las Almenas que al abrirse las Cortes ha vuelto a ser la voz que clama después del desastre, el hombre que dice a los generales verdades corrosivas y heridoras; ni del banquete que se le ha dado a Luis París, empresario de la Opera, por su triunfo de la reciente temporada del Real bajo cuyas techumbres aun resuena el paso de la cabalgata de las Walkirias; ni de la próxima venida, en la primavera, de la compañía de Beyreuth, con sus directores y orquesta, lo cual implica una excepcional victoria de Wágner en este país del Sol; ni del maestro Zumpe, que ha traído con su batuta alemana un aliento de vida nueva al movimiento musical de esta corte, que es por cierto digno de larga atención; ni de las reuniones de Zaragoza en donde se ha tratado de la regeneración de España en sonoras y pintorescas arengas; ni de otros tópicos de ocasión os hablaré, por transmitiros las sensaciones de arte que acabo de experimentar en una casa que es al mismo tiempo un museo, y que, indiscutiblemente, es la mejor puesta a este respecto, de todo Madrid, con ser famosa y admirable la del conde de Valencia de don Juan; me refiero a la garçonnière que en la cuesta de Santo Domingo habita el director de La España Moderna, José Lázaro y Galdiano. Es José Lázaro acreedor al elogio por su amor a las letras y artes; ha sostenido y sostiene la revista de más fuerza que hoy tiene España entre los grandes periódicos: ha publicado más de quinientos libros de autores extranjeros, haciéndolos traducir para su propagación en ediciones baratas y elegantes; su correspondencia, en ese punto, ha sido con escritores que se llaman Tolstoi, Gladstone, Ibsen, Richepin; ha llenado su casa de preciosidades antiguas, de armas, libros, joyas, encajes, cuadros, bronces, autógrafos; ha viajado por toda Europa y se prepara este año para ir a Spitzberg; es el amigo de todo sabio, de todo escritor, de todo artista que visita este país; es joven, soltero, muy rico; sus aficiones intelectuales no le impiden hacer una vida mundana; y cuando vuelve, por ejemplo, de una 10


excursión del interior de España, ocupa la tribuna del Ateneo y obtiene el aplauso y la aprobación de todos: creo que su camisa está muy cerca de ser la camisa del hombre feliz. Yo le fui presentado hace siete años, al mismo tiempo que dos escritores extranjeros, el novelista griego Bikelas –de quien os he hablado ya ha tiempo en La Nación– y Maurice Barrès. A este propósito recuerdo una curiosa anécdota referente al célebre jardinero de su “yo”. Sucedió que Barrès tenía gran interés en presenciar una corrida de toros; era el momento en que se movía en su cerebro más de un capítulo “de la sangre, de la voluptuosidad y de la muerte”. Quería, ya que no documentarse, impresionarse, y manifestó a Lázaro el deseo que tenía de ir a la plaza, en compañía de una moza que se trajera de París, graciosa de su persona, fina y pimpante, flor de bulevar. Lázaro le consiguió un palco; pero el amigo y prologuista del general Mansilla díjole que prefería impregnarse de color local, de ambiente, y que para ello deseaba ver la función desde el tendido, mezclado a la gente popular. Se le hicieron algunas observaciones, mas no se pudo vencer el capricho de los parisienses, y se enviaron a Barrès dos asientos de tendido, a la sombra. Cuéntase por acá que el viejo Dumás se presentó en la plaza de toros de Sevilla, en una tarde de oro y alegría, con chaqueta de torero, pantalón ajustado, faja y… sombrero de copa. Os podéis imaginar la “ovación” de que sería objeto entre los habitantes el barrio de Triana el hombre del Monte Cristo. Algo semejante ocurrió cuando en el tendido de Madrid se vió aparecer una pareja originalísima: él, trajeado como para el Gran Prix, y ella con una de esas toilettes primaverales que encantan la Cascade o Armenonville. Pero la cosa fué en aumento cuando al comenzar los banderilleros sus suertes, el francés y su compañera aplaudían desusadamente; y cuando, al llegar los picadores, comenzó el desventrar de los caballos por los toros, Barrès se puso en pie, y sus protestas a gritos desolados llamaron la atención y las aceitunas de sus vecinos, que comían rebanadas de salchichón y bebían vino en bota. Las interjecciones llovieron y hubo que ir a sacar de su puesto a la dama desmayada y al cultivador del Yo. He recordado esta historia divertida tiempo después, al leer esas páginas supremas de pensamiento y de hondura psicológica, con ese estilo personalísimo del renaniano y stendhaliano –¡poderosa suma!– que ha dado tan bello libro sobre la sangre, la voluptuosidad y la muerte. La casa de Lázaro está cerca de la de don Juan Valera y el general Martínez Campos; y enfrente de la del duque de Frías, el gran señor de romántica vida que arrebatara en época hoy legendaria la mejor joya de la embajada inglesa… De los balcones se ve la casa de la novela, –que costó la inmensa fortuna del duque; y, al dulce oro de una tarde que hubiera podido ser de primavera, hablábamos de esos sueños vividos. 11


Luego fui a visitar las telas viejas, los cuadros auténticos y admirables –¡oh, mi buen amigo Schiaffino, y cómo le he recordado!– Lo de Tiépolo, cabezas dibujadas con la conocida magistral manera. Un hermosísimo cuadro de la época rafaelita, de tonalidad única, a modo de creerse imposible que se haya podido lograr la conservación de tanta riqueza de color. Un Ribera que desearían muchos museos; riquísimos trípticos bizantinos; retratos de valor histórico y de un abolengo artístico que desde luego se impone; y más y más preciadas cosas en que resalta con aristocracia absoluta, ¡cómo soberano, santa “panagia” de esa casa del Arte!, un Leonardo de Vinci. Esta presea de la pintura es un cuadrito pequeño, un retrato, el de un tipo seguramente contemporáneo de la Gioconda; maravilloso andrógino, de una fisonomía sensual y dolorosa á un tiempo, en la cual todo el poema de la visión del artista incomparable está cristalizada, como en un suave y prodigioso diamante. En una “ficción que significa cosas grandes”, como decía el maestro en palabras que han florecido en el alma d’annunziana. Me gusta más todavía este retrato enigmático que el mismo sublime retrato de Monna Lissa. La mirada está impregnada de luz interior; el cabello es de un efecto que sobrepasa los efectos esencialmente pictóricos; el ropaje –que es más hermano del de la Gioconda– muestra la mano original; y el fino y delicado plasticismo de las armoniosas facciones, denuncia, clama la potencia del porfirogénito poeta-sapiente de la Anatomía, del príncipe de los maestros de la pintura de todos los siglos. Del museo de Berlín vinieron a intentar llevarse tan magnífica obra, pero el dueño no quiso la buena suma del oro alemán. Al Louvre fué en persona a mostrar su tesoro, y también recibió propuestas. El cuadrito sigue imperante en tierra española. Entre tanta rica colección de cosas de arte, me llaman la atención dos mantillas que pertenecieron a una altísima dama de la nobleza madrileña, que pasó sus últimos años en apuros y pobrezas y tuvo un entierro modesto, humilde, después de haber recibido, en tiempos de pompa, a los monarcas en sus salones. De ella era también un anillo de solitaria belleza, una perla cuyo oriente se destaca singular entre finas chispas, todo de un gusto de exquisitez hoy no usada, y que seguramente adornó en no muy lejanos tiempos dedos principales que muestran su gracia nobiliaria en los retratos de Pantoja. De ella asimismo una peineta que ostenta en su semicírculo tantas amatistas como para las manos de diez arzobispos. De las joyas, en mi rápida visita, paso a los libros: primero los incunables alemanes e italianos; eucologios de Amsterdam; hermosas ediciones de España, las espléndidas de Monfort, de Sacha, de la Imprenta Real; varios infolios pertenecientes a la biblioteca del infante D. Sebastián; una crónica de Pero Niño de severa elegancia tipográfica; rollos hebreos, pergaminos gemados de mayúsculas que revelan la fina y paciente labor de la mano monacal; sellos de D. Alfonso el Sabio; prodigiosas caligrafías 12


arábigas, autógrafos de un valor inestimable. Buena parte de todo lo que adorna esta mansión fué expuesta en la Exposición Histórica europea y americana que se celebró en esta capital, con motivo del centenario de Colón, y en el actual palacio de la Biblioteca y Museo de arte moderno. Al ir revisando tan estupenda colección de riqueza bella, pensaba yo en cómo muchas de las cosas que atraían mis miradas eran parte del desmoronamiento de esas antiquísimas casas nobles que, como la de los Osunas, han tenido que vender al mejor postor objetos en que la historia de un gran reino ha puesto su pátina, oros y marfiles rozados por treinta manos ducales en la sucesión de los siglos, hierros de los caballeros de antaño; muebles, trajes y preseas que algo conservan en sí de las pasadas razas fundadoras de poderíos y grandezas… Y recordaba la amarga comedia de Jacinto Benavente: La comida de las fieras… Y antes de partir, fuí otra vez a dar mi saludo de despedida a la creación del divino Leonardo. Y parecíame que la majestad del arte diese razón a la caída de todo edificio que no tenga por base la potencia mental. Esa faz, reproducida o imaginada por el maestro luminoso, vive y comunica su inmortal misterio, su hechizo supremo, a toda alma que se acerque a su mágica influencia, cual si desprendiese de la obra del pincel la maravilla avasalladora de una virtud secreta. Y a través de la fugaz onda temporal, esa dominación arcana se perpetúa, y la imperecedera diadema se hace más radiosa al tocar sus perlas invisibles el vuelo de las horas.

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MIGUEL DE UNAMUNO: UN FORJADOR DE CULTURA

Salamanca, julio de 1909.

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stá otra vez más ahí, en esa ciudad de Buenos Aires, José Lázaro. Y ¿Quién es José Lázaro?, se preguntarán, sin duda, al leer esto los más de mis lectores de La Nación. Ahí entran a diario multitud de personas, unas más conocidas y otras menos, y la prensa da noticia de su llegada. Unos, como France, Blasco Ibáñez, Altamira, excitan la curiosidad pública –en los tres citados casos con harta justicia–; otros pasan casi inadvertidos, mas no, sin duda, sin llevar a cabo la parte de la labor que en la vida les corresponde. La labor de José Lázaro por la cultura ha sido en España empeñadísima, tenaz, a las veces casi heroica. Este hombre benemérito ha tenido la virtud que aquí más escasea: le fe. Es un hombre a prueba de desengaños y reveses. Hoy mismo leo en La Correspondencia de España un artículo de Maeztu titulado Un hispanista nuevo, y en que habla del libro de mi íntimo amigo Royal Tyler: Spain, her Life and Arts. Royal Tyler es, sin duda, un desengañado de nuestras cosas, pero no tanto como cree Maeztu. Y Royal Tyler tiene razón al decir que el rasgo predominante hoy aquí es el de un brutal, ingenioso y materialista escepticismo. El escepticismo, en efecto, el antiquijotismo, es lo que hoy aquí priva. Sansón Carrasco, el inventor de frases como aquellas de “menos doctores y más industriales”, “más administración y menos política”, “la cuestión es pasar el rato”, etc. etc., Sansón Carrasco es el que rige nuestros destinos. En una ambiente así es labor heroica la que desde hace más de veinte años lleva José Lázaro. ¿Y quién es este señor?, volverá a preguntar más de un lector después de haber leído todo esto. Pues José Lázaro es un editor, es el director de La España Moderna. ¡Bah!, exclamará más de uno. Entre gente de letras el editor sirve para hacer a su costa ingeniosidades fáciles como las que se hacen a costa de las suegras y de los caseros. Pero a la gente de letras no debe en general hacérsele caso.

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En la historia de la cultura humana hay editores que significan muchísimo más que los más de los autores a que editaron. Fácil me sería aquí coger cualquier libro e ir haciendo la historia de aquellas dinastías de editores del Renacimiento, de los que dieron vida a la invención de la Imprenta. Pero sin remontarnos tanto, y atentos tan sólo a nuestro propio tiempo, ¿qué persona culta no conoce a los Charpentier, Lévy, Hachette, Garnier, Zanichelli, Hermanos Bocca, Macmillan, Dent, Teubner, Tauchnitz, y aquí en España, Bailly-Baillière, Fe, Suárez, etc.? Se cuenta, no sé con qué fundamento, que durante mucho tiempo estuvo Zola escribiendo novelas sin lograr apenas éxito alguno favorable. El público no fijaba en ellas. Y Zola seguía produciendo e iba levantando, ante la indiferencia pública, el formidable monolito de sus RougonMacquart. En alguna parte dejó escrito que cuando ya las gentes tropezaban con aquella mole empezaron a decirse: y éste ¿quién es? La verdad fué, me parece, que llegó una novela de escándalo –acaso fué Naná– y ésta sacó a todas. Y en este caso de Zola hay que ver quién era el que tenía más fe, si él mismo, Zola, o su editor, Charpentier, que seguía editándole novela tras novela. El que un hombre tenga fe en sí mismo es meritorio siempre, cuando no es una locura; pero el que la tenga en otro hombre es más meritorio aún. Los que hayan leído mi Vida de Don Quijote y Sancho –que es mi evangelio– recordarán cómo hago resaltar ahí que el heroísmo de Sancho –y Sancho no fué lo que de ordinario se le supone, sino un honrado labrador profundamente idealista y heroico– consistía en creer en D. Quijote hasta cuando éste desfallecía. El heroísmo de Charpentier fué creer en Zola. Y Zola permaneció fiel a Charpentier hasta el último momento. Y ahora permitidme un recuerdo personal. Hace ya años de esto que voy a contar. Mi nombre era entonces, fuera de mi tierra nativa y de un reducido círculo de personas, desconocido. Llevé a La España Moderna el primero de mis ensayos: En torno al casticismo. Otro que no fuera Lázaro me lo hubiera rechazado de plano. Los ensayos aquellos –debo decirlo– no estaban construidos con arreglo a la pauta normal. Resultaban, sin duda, un tanto arbitrarios, de un estilo atormentado, a trechos enigmático, rudo. No había allí rastro de la muelle preocupación de redondear el párrafo. Y Lázaro me los publicó. Sospecho que alguien debió de preguntarle quién era aquel extravagante, pero tampoco faltó quien, como Cánovas del Castillo, se interesó por aquellos desahogos de un muchacho a busca de renombre. Clarín tomó mi nombre por un pseudónimo. Y desde aquellos días en que hice en La España Moderna mis primeras armas he permanecido fiel a Lázaro, que fué quien primero me dió la mano. En La España Moderna, en esa venerable y sólida revista, que es algo así como La Revue des Deux Mondes en Francia, sólo que con 15


muchísima más amplitud de criterio que la francesa, en la revista de Lázaro, es donde he publicado lo que estimo mejor mío, lo más mío. Tengo el presentimiento de que de todo cuanto llevo escrito, los diversos ensayos publicados en La España Moderna han de ser los que tenga más tiempo lectores, aunque no sea lo que los tenga más. Y nunca olvido a este respecto la frase de Gounod: “la posteridad es una superposición de minorías”. Se ha dicho que el Ateneo de Madrid fué en España el castillo roquero de la libertad de pensamiento y de conciencia. En el Ateneo podía decirse lo que en ninguna otra parte. A raíz de la Restauración, cuando Cánovas contenía con mano dura ciertas manifestaciones, en el Ateneo de Madrid podía decir cada uno lo que quisiera y se discutía en él libremente todo lo divino y lo humano. Pues bien; posteriormente, cuando se nos infiltró esta inquisición tácita y mansa que todavía dura; cuando la ramplonería empezó a prosperar bajo la paz del cansancio; cuando los diarios no admitían ciertas cosas por miedo al público y no a las autoridades, era La España Moderna el castillo roquero de la libertad de conciencia. Difícilmente habrá habido una revista más amplia, más comprensiva, más hondamente liberal que La España Moderna. La colección de esta revista es acaso el monumento más sólido a la cultura española en estos últimos veinte años. Y La España Moderna ha llevado anexa una editorial, en la que se han publicado muchas de las traducciones que más han influido últimamente en la formación del pensamiento patrio. Para esta casa traduje: La Historia de la Revolución Francesa, de Carlyle; el libro de Wolf sobre la Literatura castellana y portuguesa; la Estética, de Lemcke, y algún otro. En ella han aparecido obras de Aguanno, Concepción Arenal, Bagehot, Baldwin, Boissier, Buisson, Bunge (el argentino), Darwin, Doellinger, Dorado Montero, Engels. Emerson, Fichte, Fitzmaurice-Kelly, Fouillée, Garófalo, George, Gladstone, Goethe, Goschen, Grave, Green, Gumplowiez, Guyau, Heine, Hoffding, Martín Hume, Huxley, Ihering, Kidd, Kropotkin, Lemonnier, Leroy Beaulieu, Lombroso, Lubbock, Macaulay, Martens, Max Müller, Monseñor Mercier, Meyer, Mommsen, Nansen, Neumann, Nietzsche, Novicow, Quinet, Renan, Ruskin, Sainte Beuve, Sighele, Schopenhauer, Savigny, Spencer, Sthal, Stirner, Stuart Mill, Summer-Maine, Taine, Tarde, Wallace, Wolf, Wundt y otros. Esta Biblioteca de Jurisprudencia, Filosofía e Historia, ha sido para España como la Bibliothèque de Philosophie Contemporaine que edita en París Alcan, aunque acaso con un criterio más amplio, no tan científicoortodoxo como el de ésta.

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Y hablo de criterio científicoortodoxo porque la ciencia, o más bien los que toman su nombre, tienen en cada época una ortodoxia no menos intransigente y estrecha que la religiosa. Además de esa biblioteca ha editado Lázaro Vidas de personajes ilustres, más de treinta y cuatro, y la Colección de Libros Escogidos, a tres pesetas tomo, de que van publicados ya ciento cuarenta. Esta colección comenzó con La sonata de Kreutzer (estaría mejor “a Kreutzer”), de Tolstoi, que tanta impresión produjo aquí, en España, y en ella se han publicado otras obras de Tolstoi, y de Turgueneff, Goncourt, Barbey d’Aurevilly, Zola, Daudet, Renan, Dostojewsqui, Ibsen, Balzac, Taine, Lambroso, Kropotkin –cuyo libro La conquista del pan creo fué en esta colección donde primero se publicó en España–, Cherbuliez, Tarde, P. Merimée, etc. Después han venido otras bibliotecas, más baratas acaso, pero menos escrupulosas, no tan bien seleccionadas, y para el gusto de la galería. Así como después de La España Moderna han salido a luz otras revistas, que responden a otros gustos y a otra necesidades intelectuales, pero que no pueden substituirla. Los meros literatos, los que sólo buscan amenidad y ligereza, los jóvenes que se alistan para poetas, podrán tal vez preferir alguna de estas otras, pero es, sin duda, La España Moderna la que más merece ser archivada. Alguna otra se ha fundado que se le parece, revista de las que suelen llamarse por antonomasia serias, de estudios críticos, de filosofía, historia, literatura, ciencias y artes; pero es una revista de eruditos y… Y de los eruditos en España os hablaré otra vez. Toda su enorme labor, en un público lento y receloso, ha permitido a Lázaro dar la mano a no pocos jóvenes estudiosos que buscaban su camino. Yo le he recomendado a varios de ellos, y no podrán quejarse del que primeo me dió la mano en mi carrera. Y no basta dar a uno la mano para que éste se lo agradezca de por vida; el agradecimiento depende del modo como a uno se le ayuda. No agradecemos el favor, sino la manera como nos lo hacen. Olvidamos un socorro pecuniario y recordamos siempre una palabra de aliento. Y puedo aseguraros que no he conocido protección más delicada, más noble, más franca que la de Lázaro. Hay quien con la mejor voluntad, cuando hace un favor o un servicio, hiere, aun sin quererlo. Todo lo contrario es Lázaro. “Hay algo de embarazoso siempre en eso de pagar y cobrar” –me decía un amigo mío que ha traducido mucho para la casa de Lázaro– “y en el modo de pagar y de cobrar se conoce a los caballeros”. “Y le aseguro a Vd. –me añadía– que no he encontrado en esto caballero como Lázaro; cuando voy a su casa, hablamos de mil cosas, de amigo a amigo, y al salir me encuentro, sin saber cómo, con el dinero en el bolsillo”. Y es que este hombre, que tanto ha hecho por la cultura española es cultísimo, y ha hecho todo eso en obsequio de la cultura y no precisamente 17


del lucro. Su obra ha sido en gran parte una obra quijotesca, y, por serlo, lleva un sello que les falta a empresas parecidas, en lo exterior al menos, pero de hombres tal vez sin cultura, que sólo perseguían el negocio. Para ser editor al modo entre nosotros desgraciadamente común, no hace falta ni aun saber leer y escribir. No falta quien diga que esto estorba, añadiendo groseramente que el tabernero no debe beber sino agua. Y así podrá acaso hacerse fortuna –y no siempre–, pero no se hace cultura. Persíguese entre nosotros todavía el libro barato, como, v. gr., los que componen la colección inglesa titulada Everyman’s Library, que publica J. M. Dent and Co., a chelín cada tomo encuadernado en tela, de los trescientos cincuenta que lleva publicados, y en los que figuran las obras de Dickens y de Walter Scott, en un tomo cada novela. Pero a esto aun no hemos llegado. Es cuestión de consumo y cuestión también de mayor carestía en la producción. Y volviendo a Lázaro he de deciros que a otras personas con quienes he tenido tratos y contratos las busco para el negocio, estimándolas si son honradas y leales en él, pero a Lázaro lo he buscado siempre como amigo ante todo. En aquella su casa, que es un museo, llena de preciosidades artísticas, de cuadros, de tallas, de muebles antiguos de toda especie, de objetos de arte seleccionados con la más exquisita inteligencia, en aquella casa radiante de reflejos de pasadas grandezas, me era un encanto hablar con Lázaro de arte, de literatura, de cultura general. Y allí en su casa es donde hay que buscarlo, pues no acude a cotorrillos, “peñas” y tertulias de desollamiento mutuo, ni pertenece a asociaciones de prensa o de bombos mutuos. Cuando se le ha encontrado fuera de su casa, ha sido de paseo, en una biblioteca u oyendo alguna conferencia que mereciera ser oída. En aquella casa, en que tan buenos ratos pasé, y donde oí palabras de aliento cuando más reciamente luchaba con la indiferencia de la mayoría del público y la hostilidad de la minoría de él; en aquella casa, en que primero se me dió trabajo y más que trabajo fe; en aquella misma casamuseo conocí a no pocos literatos. Allí se celebró una fiesta durante los días de la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América, y allí estreché por primera vez la mano de algunos de mis mejores amigos americanos. Si continuando mis Recuerdos de niñez y mocedad sigo escribiendo mi autobiografía, en derredor de Lázaro y de su casa tendré que trazar no pocas páginas de ella, para mí las más interesantes acaso, las referentes a mis comienzos de publicista. Si esos comienzos no fueron para mí tan dolorosos como para otros suelen ser, déboselo a la generosidad de unos pocos, muy pocos amigos, y en primer lugar de ellos, Lázaro. No faltará lector malicioso –éste le hay siempre, pues hay quien lee más con la malicia que con la inteligencia– que suponga pago con este artículo algunos servicios. Ruin sea quien por ruin me tenga. Si yo trabajé 18


para la casa editorial de La España Moderna, su director me pagó mi trabajo en lo que estipulamos, y asunto concluido. El que debe y paga, no debe nada, dice el refrán. Pero lo que no puede olvidarse es la ayuda espiritual, es la voz de aliento y de consuelo, es el entusiasmo por la cultura. Lázaro, que es, lo repito, hombre cultísimo, ha hecho de su casa un museo donde se aprende mucho, ha viajado mucho y ha dado conferencias muy interesantes sobre sus viajes; pero su labor, su honda labor de generosidad patriótica, de liberal cultura, ha sido su labor editorial. De lo que otros han echo (sic) negocio, y alguna vez negocio vil, ha hecho él obra de patriotismo y de educación. Tengo que repetirlo: su obra ha sido una obra quijotesca. Y ahora que él se encuentra ahí, en esa tierra argentina, de donde es la compañera de su vida, me creo en el deber de saludarlo desde estas columnas y de presentarlo a mis lectores de La Nación. Y puedo añadir que si aquí me estáis leyendo con alguna frecuencia, a él, a Lázaro, más que a otro se lo debo, pues sin él no sé si acaso hubiese tenido que colgar mi pluma.

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SE CONCLUYÓ DE IMPRIMIR EN VALENCIA, AL CELEBRARSE EL CUARTO ANIVERSARIO DEL FALLECIMIENTO DE DON JOSÉ LÁZARO, A EXPENSAS DE SU AMIGO Y ALBACEA TESTAMENTARIO DON ANTONIO RODRÍGUEZ-MOÑINO

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