Manuel Monterrey. Apuntes biográficos

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PRÓLOGO (Apuntes biográficos de Manuel Monterrey)

Señalábamos en los apuntes que en 2004 hicimos a la figura del poeta pacense Manuel Monterrey, en un trabajo titulado Escritores extremeños en los cementerios de España, tomo II, págs. 199-212 (Beturia Ediciones), como también lo comenta el profesor Manuel Simón Viola en su Introducción y Notas a la Antología de Manuel Monterrey que se publicó por la Diputación Provincial de Badajoz, Colección “Clásicos extremeños”, 1999, la falta un estudio serio y profundo sobre el 1


Modernismo y sus seguidores secundarios, que, a la postre, son los que mejor reflejan las corrientes de sensibilidad y el gusto de una época. Y seguíamos diciendo, que la bibliografía existente sobre este movimiento literario de principios de siglo, solamente estudia a sus seguidores de más envergadura, dejando olvidados a lo que podríamos llamar poetas menores, normalmente arrinconados en provincias, sujetos a condicionantes sociales atávicos y sin ningún nexo de unión con los círculos bohemios de Madrid, ciudad en la que creció y se desarrolló este movimiento literario (y artístico en todas sus ramas), tan importante para el posterior devenir de la literatura española y de la lírica principalmente. Efectivamente, y podemos verlo en infinidad de ocasiones, cuando se hace un estudio sobre un movimiento literario o artístico, y más concretamente sobre lo que se ha dado en llamar generaciones literarias, normalmente se tiende a simplificar el estudio señalando a los personajes que han conseguido alcanzar fama o prestigio literario, olvidando completamente a aquellos otros artistas o literatos que aún habiéndose quedado en posiciones menos brillantes por falta de apoyos publicitarios (muchas veces inmerecidamente), son tan importantes como los primeros a la hora de hacer un estudio pormenorizado de una época concreta. Esto que estamos señalando lo podemos ver perfectamente cuando se estudia a la llamada Generación del 98, cuyo Santo y Seña, decimos nosotros, podríamos encontrarlo en las palabras de Miguel de Unamuno, cuando señala que España les dolía en el cogollo del corazón, y en el que siempre ha prevalecido en su estudio, más la cronología de los escritores reseñados como tales, que el espíritu de sus vidas y de sus obras, faltando siempre en esa lista hombres de la talla de un Ricardo Macías Picavea, uno los personajes más representativos del 98, pero el menos recordado, por poner un claro ejemplo de lo que venimos señalando, cuyo libro: El problema nacional, Madrid, 1899, sería muy interesante fuera lectura obligada por nuestros universitarios, para entender hoy día los problemas que convulsionaron a España en aquellos fatídicos y angustiados años de incertidumbre política, económica y social. No digamos ya si de lo que se trata es sobre los numerosísimos y contradictorios estudios realizados a partir de los años setenta de pasado 2


siglo sobre la mal denominada Generación del 27, donde ha prevalecido (no siempre, ¡claro!, pero sí en innumerables ocasiones) la intencionalidad política como resultado de los acontecimientos surgidos a partir de la incivil confrontación del 36-39, y en la que se ha realzado hasta la categoría de mitos exclusivos a ciertos poetas, principalmente a los sacrificados por el bando nacional, hasta el punto de ser convertidos en mártires de la causa democrática, mientras que a otros poetas, escritores y artistas se les condenaba al ostracismo, al repudio y al olvido, por el único pecado de haber sido tibios o estar claramente a favor de los que se alzaron en armas contra la República, sin tener nunca en cuenta el valor y la importancia de su obra artística o literaria. Sucede lo mismo en el trabajo que ahora le entregamos: es el Modernismo, una cierta corriente heterodoxa que se contrapone con el movimiento postromántico vigente hasta esos momentos, cuyo inicio se ha fijado en 1888 con la publicación del libro Azul, de Rubén Darío, que queda consagrado desde ese momento como el gran santón de esta nueva y provocadora corriente literaria. Esta nueva tendencia, que denominaba y designaba una cierta tendencia de renovación social y religiosa, se aplicó en el campo de las artes a movimientos literarios surgidos en los últimos veinte años del siglo XIX, cuyos rasgos más comunes eran un marcado anticonformismo y un gran esfuerzo de renovación. Naturalmente, en un principio, el apodo de modernistas era empleado con un cierto matiz despectivo. Fue Rubén Darío y otros importantes personajes de las letras hispanoamericanas los que deciden coger el término con un punto de provocación y orgullo, hasta hacerle perder su denominación peyorativa. En Hispanoamerica, donde surge y tiene mayor fuerza en los primeros momentos dicho movimiento literario, son muchos e importantes los escritores que participaron de una estética semejante a la del Modernismo: José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Enrique Gómez Carrillo, Amado Nervo, José Asunción Silva, Salvador Rueda, Leopoldo Lugones, Enrique Larreta, José Santos Chocano, etc., y fueron considerados como precursores o de pleno derecho del nuevo movimiento literario que con tanto vigor iba a introducirse en España de la mano de Rubén Darío y en el que destacarían escritores de la talla de Francisco Villaespesa, Manuel Machado, Alonso Quesada, Manuel Reina Montilla, 3


Eduardo Marquina, Alberto Álvarez de Cienfuegos, etc., dejando sin nombrar un numeroso grupo de poetas menos conocidos para el gran público, no queriendo nosotros cansar innecesariamente al futuro lector. Naturalmente, estos movimientos literarios estaban siempre vinculados a grandes ciudades –en este caso, como en otros muchos, a Madrid, ciudad a la que acudía todo aquel que quería triunfar en el desconcertante y complicado mundillo de las letras–, quedando muy alejadas el resto de poblaciones de segundo y tercer orden –refiriéndonos siempre al número de sus habitantes–, a los que raramente llegaban, o llegaban muy tarde, las convulsiones que de vez en vez se producían en el anquilosado mundo de la cultura española. Extremadura era por aquellos años de principios de siglo una región pobre en donde los muchos recursos naturales de su feraces campos eran mal explotados y, desde luego, injustamente mal repartidos sus beneficios, que repercutían directamente a favor de los grandes propietarios de los inabarcables latifundios. Sin embargo, a diferencia de otras regiones españolas con los mismos grandes problemas de tipo social y económico, el hecho de ser dos provincias con un gran número de tropas acuarteladas en su interior –sobre todo en la ciudad de Badajoz–, hacía que este desfase económico entre dos mundos sociales antagónicos y siempre enfrentados, pareciera que suavizaba la convivencia, al haber muchos pequeños comerciantes que vivían directamente del negocio con dicha tropa, y que recaudaban el suficiente dinero como para hacer más llevadera la vida económica de la pequeña ciudad fronteriza. Por otra parte, a principios de siglo XX, Cáceres y Badajoz eran dos provincias que vivían una de espalda a la otra, sin ningún tipo de relación política o comercial, como bien se encargaron de potenciar con fines determinados los políticos madrileños: en lo militar, Badajoz pertenecía a la 3ª Región Militar con base en Sevilla; Cáceres a la 1ª con sede en Madrid. En lo religioso, Badajoz pertenecía a la Diócesis de Sevilla; Cáceres a la de Toledo. En lo cultural, sin ningún tipo de centros para el estudio de grados medios o superiores, los estudiantes que tenían la fortuna –nunca mejor dicho– de/para estudiar una carrera superior, los pacenses se inclinaban preferentemente por Sevilla o Salamanca, mientras que los 4


cacereños marchaban a la ciudad charra o Madrid. Estos desfases interprovinciales, perfectamente estudiados y orquestados desde Madrid, hicieron, durante muchos años, que las dos provincias hermanas ni se conocieran, ni se trataran, ni mucho menos sintieran los problemas de la otra como algo que les compitiera, pertenecientes ambas de la misma región extremeña. Fue a partir del desastre del 98, con un país arruinado en lo económico tanto como en lo moral y con miles de hombres extremeños – entre otros, ¡claro!– muriendo en campos de batalla completamente desconocidos para el ciudadano humilde mientras que los hijos de los pudientes terratenientes y comerciantes, que habían pagado en dinero contante y sonante su excedencia de cupo, paseaban tranquilamente las calles de los pueblos y ciudades españolas, lo que hizo levantar la voz y enfrentarse directamente con un gobierno incapaz y corrupto que había llevado al país a una onerosa ruina y a la muerte a sus hombres jóvenes, a cambio de prebendas para la elitista clase militar a la que no le cabían las medallas en el pecho por unos hechos de guerra en los que nunca participaron y de llenar las bolsas de los miserables comerciantes que hacían con sus negocios de armas y comestibles pingües beneficios. Es partir de este momento cuando el mundo de la cultura española se alza en armas (naturalmente literarias) contra los gobiernos de turno y buscan otras soluciones para un país que ya no aguanta por más tiempo tantos despropósitos. Y aunque la mayoría de ellos eran personajes de la burguesía más conservadora, y reaccionaria, completamente ajenos al drama en el que vive el pueblo llano, consiguen despertar a éste pueblo de la apatía en el que hasta esos momentos viven sesteando y en la más cristiana resignación, a la espera del milagro que les resuelva los problemas de supervivencia. Es en 1899, aún en pleno desconcierto político por la pérdida de los últimos territorios de Ultramar, cuando aparecerá en Cáceres uno de los proyectos culturales más importantes de Extremadura y en el que van a participar, por primera vez y conjuntamente, tanto escritores de la Alta como de la Baja Extremadura, en un estimable afán por darle a la tierra extremeña unas señas de identidad cultural que hasta esos momento 5


carecía. Nos estamos refiriendo, naturalmente, a la publicación de la Revista de Extremadura, cuya singladura, afortunada y fructífera singladura cultural, llegará hasta 1911, bajo de la dirección de Publio Hurtado y Daniel Berjano, dejando tras de sí una maravillosa etapa de divulgación cultural y científica y en la que participaron todos los grandes hombres de la cultura extremeña. Cuando cerró su cabecera por falta de recursos económicos, la sustituyó, con el mismo empuje y ganas de servir a la región, la Revista pacense Archivo extremeño, dirigida por don Juan Rincón, entre cuyas páginas podemos encontrar colaboraciones de hombres tan importantes como: Menéndez Pelayo, Reyes Huertas, el mismo Jesús Rincón, López Prudencio, Mario Roso de Luna, Enrique Segura, Carolina Coronado, etc. y que hoy es presa difícil de encontrar para los bibliófilos extremeños. Archivo extremeño duró, como la cacereña Revista de Extremadura, hasta 1911. Estos primeros proyectos de agitación y reivindicación cultural en Extremadura dirigidos al gran público desde una revista, van a sembrar las bases para otros proyectos de mayor dimensión, proyectos que afortunadamente siguen vigentes y con renovados bríos en los momentos actuales. El primero de ellos nacerá en Badajoz con la fundación en 1925 del Centro de Estudios Extremeños, con la finalidad, según rezan sus estatutos de: promover, impulsar, proteger y realizar trabajos de investigación de la historia y el estado coyuntural de Extremadura; publicación de documentos referentes o que para Extremadura tengan interés, la edición de obras inéditas o deficientemente publicadas de autores extremeños; reconocimiento y publicidad de las bellezas artísticas y naturales de Extremadura, de sus fuentes de riqueza, de sus problemas, de sus posibilidades, de sus peculiaridades fonéticas, lexicográficas y sintácticas, de sus caracteres etnográficos y antropológicos, de sus costumbres en todos los órdenes. Poco tiempo después aparecerá su órgano de difusión llamada por entonces Revista del Centro de Estudios Extremeños, para, años más tarde, a partir de 1945, pasar a llamarse, Revista de Estudios Extremeños, que ha llegado hasta nuestros días con renovadas fuerzas, siendo considerada una de las mejores revistas culturales y científicas españolas. 6


Sería impensable intentar enunciar en tantos años como lleva de fructífera vida a tantos y tan buenos colaboradores como ha tenido y tiene actualmente la Revista de Estudios Extremeños, cuyo primer director fue el insigne escritor y periodista pacense don José López Prudencio. El segundo proyecto, nacido en tierras cacereñas en 1945, bajo la dirección de Tomás Martín Gil, Fernando Bravo y Bravo, José Canal Rosado y Jesús Delgado Valhondo, es la Revista literaria Alcántara, que ha tenido varias etapas pero que sigue actualmente con mucho vigor y en la que a lo largo de su trayectoria han colaborado personajes tan importantes como: Antonio Rodríguez-Moñino, Miguel Muñoz de San Pedro, Fernando Bravo, Pedro Caba Landa, Manuel Monterrey, Jesús Delgado Valhondo, Miguel Serrano Gutiérrez, Enrique Segura, Juan Luis Cordero, Valeriano Gutiérrez Macías, etc. que, todos ellos, han conseguido darle un prestigio reconocido por el mundo de las letras españolas. Después vendría el venturoso nacimiento de numerosas revistas literarias y artísticas a llenar el amplio espacio cultural extremeño, entre las que podemos recordar Alor, Alor Novísimo, Capela, Guadalupe, El Urugallo, Ars et Sapientia, Saber Popular, Etnicex, Piedras con raíces, Cuadernos populares, etc., y muchas otras que vamos a dejar de nombrar en este artículo para no aburrir al lector. Creemos, y estamos muy seguros en este caso de lo que decimos, que nada nace por generación expontánea. Muy por el contrario, sobre todo en el mundo de la cultura, los cimientos que se pongan hoy, son el seguro éxito del mañana, como muy bien vamos a poder ir viendo a continuación. Extremadura, lo venimos diciendo desde el comienzo de estos apuntes, no tenía en los primeros años del siglo XX una base cultural que sustentara sus pretensiones por salir del atraso que la paralizaba y que la señalaba como una de las más atrasadas regiones españolas, tanto en su desarrollo cultural y académico como en el económico, siendo sus hombres, en una sociedad preferentemente campesina sin tierra, sujetos de explotación y emigración a otras tierras, si no más ricas, sí mejor administradas y distribuidas sus riquezas.

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Pero estos movimientos culturales que hemos venido señalando a través de sus revistas, irán dando con los años sus deseados resultados y harán florecer en Extremadura un nuevo campo donde la Justicia, la Igualdad, y la protección al ciudadano ya no serán un regalo generoso de los poderosos de la tierra, sino una conquista de libertad personal a través del trabajo y de la cultura, que tendrá su glorioso epílogo con la creación de la Universidad de Extremadura, tan importante, tan fundamental para nuestra tierra. A partir de los años veinte del pasado siglo se van a ir dando en Extremadura –preferentemente en Badajoz, en un principio– las condiciones necesarias para creer que lo que venimos diciendo no es un sueño, sino una realidad fruto del trabajo de unos hombres que han apostado muy fuerte para sacar a Extremadura de la frustración en la que se vive. Pero el comienzo es de muchos años anteriores: Un acontecimiento aparentemente tan simple como fue la llegada a Badajoz, en 1902, de regreso a Madrid desde Portugal y después de visitar a su amigo Felipe Trigo, del insigne poeta modernista Francisco Villaespesa, va a ser el detonante que inicie una de las aventuras más brillantes y enriquecedoras de la recoleta capital de provincias. Villaespesa, por aquel entonces joven, gallardo y en plenitud de su fama como poeta, alteró el sosiego de los círculos literarios de la ciudad y entusiasmó a casi todos los jóvenes extremeños de principios de siglo. Congenió rápidamente con Monterrey, un humilde poeta relojero que tenía el respeto de los demás poetas extremeños, así como con otros conocidos hombres de letras pacenses. Es conocido y fue muy comentado en aquellos tiempos, el enamoramiento del bohemio y caprichoso poeta, de una joven emeritense amiga de Trigo; amores turbulentos como corresponden a un Don Juan en plenitud de fama y truncados por la falta de sinceridad del galán. Hasta tal punto, que tuvo que salir de mala manera de la ciudad, ayudado por el escritor Enrique Segura y por nuestro poeta, con quien había intimidado, de tal manera, que años más tarde, en 1908, prologaría uno de sus mejores poemarios: Madrigales floridos. Vamos nosotros ahora a recoger los datos biográficos apuntados en nuestro anterior trabajo:1 del hombre que, a nuestro parecer, y motivo de estas páginas, fue el aglutinador y más tarde dinamizador del mundo 8


literario pacense y, por consiguiente, del extremeño: “Manuel Monterrey había nacido en Badajoz, en la plaza de San Andrés, un 15 de octubre de 1877, hijo de una humilde familia en la que el padre regentaba una barbería en el humilde barrio de La Estación, donde casi todos sus habitantes trabajaban como peones de la misma estación de ferrocarriles. Poeta de amplia trayectoria, fue introductor y principal impulsor y protagonista de importantes iniciativas literarias en nuestra región, como muy bien nos lo recuerda el escritor Enrique Segura. Son muchos los factores que contrarrestan el buen hacer y el mejor querer de Monterrey: su propia reclusión en una ciudad como Badajoz, tan alejada y abandonada de toda inquietud cultural, anclada en convencionalismos conservadores; su poco cuidado en seleccionar los trabajos que con asiduidad se le solicitaban desde diferentes medios, dando siempre y con generosidad respuesta a lo pedido; su falta de preparación académica; su autodidactismo, etc. han hecho que su figura y su obra se hayan ido difuminando y olvidando con el paso de los años, no habiendo merecido la atención –salvo rara excepción, como es el caso de Álvarez Lencero, y poco más– de los estudiosos regionales posteriores. Pero no siempre fue así: considerado en sus comienzos de escritor como un miembro menor de la Generación del 98, Monterrey fue un poeta elogiado por hombres tan importantes de su tiempo, como lo fueron Ángel González-Blanco, Francisco Villaespesa, así como de sus paisanos y amigos Antonio Reyes Huertas, José López Prudencio o Enrique Segura. Lo primero que uno observa y siente cuando lee la poesía de Manuel Monterrey y vamos conociendo los escasos datos que de su biografía se poseen, en su sencillez elevada a virtud. Hombre humilde, hijo de una familia donde ganarse el pan diario era un ejercicio de imaginación, toda su vida laboral estará ligada a una de las familias pacenses dedicadas a la joyería–relojería: los Álvarez Buiza, en cuya tienda de la Plaza de San Juan, los que hemos vivido en dicha ciudad, hemos visto durante años al entrañable poeta –relojero detrás de las cristaleras, con su lente incrustada en su ojo, reparando incansable y tenaz las maquinarias estropeadas, una vez que los años le fueron apartando de la actividad comercial por los

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pueblos de Extremadura, Andalucía y Portugal, siempre ligado a la misma familia pacense. Los únicos datos biográficos que conocemos, sobre todo referentes a su infancia, son los que el mismo poeta nos da en un poemario narrativo titulado: Como se empieza, incluido más tarde en su libro: Viajante de vía estrecha (1929). Por ellos sabemos que tuvo que dejar los estudios para ponerse a trabajar como recadero en una tienda. Esta falta de formación académica, siempre será una losa en toda su vida de creación literaria, aunque lo superará con su gran sentido de observación, su riqueza de léxico, la brillantez de imágenes y metáforas, así como la cristalina sonoridad de su rima. Salvo una corta etapa de su vida, en la que por motivos profesionales como viajante de una casa comercial tiene que viajar y conocer Andalucía y Portugal, Monterrey permanecerá siempre en Badajoz, donde se instalará definitivamente en el año 1897 como empleado para todo de la relojería de don José María Álvarez-Buiza, que se inaugura ese mismo año, y en la que permanecerá hasta su jubilación 50 años más tarde, datos que él mismo comunica en una carta a su amigo y confidente Antonio Reyes Huertas. Esta es la imagen más conocida que se tiene del poeta–relojero: sus amigos, siempre se lo encontrarán en sus idas y venidas por el Campo de San Juan, detrás de la luna de los, por entonces, bien surtidos escaparates, faenando en el diario arreglo de las estropeadas maquinarias de relojería o atendiendo solícito a presuntos clientes compradores. Como señalábamos anteriormente, poca era la actividad cultural que se desarrollaba en una pobre y olvidadas ciudad de provincia como era Badajoz por aquellos primeros años del nuevo siglo XX. Monterrey frecuentaba en su juventud la Sociedad Espronceda, donde se daban representaciones teatrales de Echegaray y de los hermanos Quintero, siendo nuestro joven e inquieto poeta uno de sus actores, junto a otros jóvenes de la ciudad; por aquellos primeros años del siglo escribiría una obrita dialogada, titulada: Estampas íntimas. Nubes que pasan.

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Otro de los lugares de reunión literaria existentes en la ciudad y a la que existía Monterrey, era el Café La Estrella, donde había una tertulia en la que lo jóvenes pacenses medían sus armas y en donde se comentaban las pocas noticias que a la ciudad llegaban sobre el mundo de las letras. En 1903, Manuel había contraido matrimonio con una hermosa joven, Elena Olguera Torres, con la que se instala a vivir en el barrio de La Estación, en la Plaza del Progreso, y con la que tardará en tener descendencia: los hijos del matrimonio mueren al poco de nacer, sumiendo a la pareja en un mundo de tristeza y melancolía que arrastrarán hasta la muerte. En este domicilio hacen amistad con la familia Benedicto, cuyos hijos le querrán como a un padre; apadrinan al menor, José Manuel y a la muerte del poeta, éste nombrará a otra hija, Isabel, depositaria de los pocos libros y papeles que le quedaban en su nuevo y expoliado domicilio. Debido a las frecuentes enfermedades y achaques que sufre su esposa Elena y para que no se quede sola en una barriada tan extrema y carente de toda comodidad –carecían de luz y de agua– el matrimonio decide trasladarse al centro de la ciudad, donde alquilan una vivienda en la calle Vasco Núñez de Balboa, nº 28. Monterrey, más tranquilo ante la proximidad del nuevo domicilio, seguirá trabajando como relojero hasta que su salud va acortando sus quehaceres profesionales: sobre 1930 deja su representación comercial y deja de hacer viajes, a los que había vuelto, y en 1935 dejará definitivamente el taller para dedicarse exclusivamente a la atención de los clientes. Elena, su mujer, que durante los años que vivieron juntos había cuidado con mimo al poco realista y poco práctico poeta, fue consiguiendo alcanzar una cómoda posición económica que le permitió –no con el total agrado de ella– financiar algunas ediciones a Monterrey. Enferma, sorda y minada por múltiples achaques, murió en el año 1947.

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Hay un antes y un después de la muerte de su esposa Elena en la vida de Manuel Monterrey; si con su esposa la vida le fue cómoda y su tiempo corresponde al período más fructífero de su creación poética, a la muerte de ésta, viejo, sin hijos, viviendo en una casa alquilada y enfermo, su vida profesional se reducirá a supervisar el trabajo de los demás empleados de la relojería, como hombre de confianza de los Álvarez-Buiza. En cuanto a su creación literaria durante los años 30 y 40, sus colaboraciones en prensa fueron disminuyendo hasta casi desaparecer, como consecuencia del menor espacio que los diarios de la época ofrecían a la poesía. Tan sólo en los años 50 y hasta el final de su vida, hay un resurgimiento en su labor de creación, que aparecerá en revistas especializadas regionales, alguna de las cuales, Gévora, –por ejemplo–, había fundado y dirigido el mismo Monterrey. Son los años en que conoce a poetas jóvenes tan importantes para las letras extremeñas como lo serán Manuel Pacheco, Jesús Delgado Valhondo y Luis Álvarez Lencero, entre otros muchos, con quienes, aparte de su magisterio, les unirá una sincera amistad que llevará a este último a velar por el viejo poeta en los momentos más tristes de su vida, enfermo y totalmente dominado en su pobre voluntad por la familia que había metido en su casa para que lo cuidaran. Monterrey, desasistido, viviendo en unas condiciones infrahumanas en su propia vivienda alquilada, muere de neumonía el 14 de diciembre de 1963, a los 86 años de edad. Recuerdo, recien llegado de mi pueblo a la ciudad de Badajoz y viviendo en la barriada de San Roque, cómo en las excursiones que hacíamos los muchachos al Parque de la Legión, o a la jardines de la Plaza de San Andrés, muchas mañanas nos encontrábamos paseando por entre los bien cuidados parterres al viejo y sucio poeta, en un estado de total abandono, cuya mirada seguía jubilosa las cortas faldas de las muchachas estudiantes que nos acompañaban y su petición, educada y lastimosa de algún cigarrillo, que siempre conseguía de nuestras manos, y su agradecimiento por prestarle atención a sus graciosos chascarrillos o al recitado de alguna de sus poesías. Tengo que reconocer que no supimos nunca, en aquellos años de juventud alocada, de la verdadera importancia 12


de aquel pobre hombre cubierto con una sucia gabardina y tocado permanentemente con su roída boina que suplicaba atención y cariño, y que hoy pretendo enmendar en lo que pueda con estos apuntes biográficos. Decíamos anteriormente, refiriéndonos a la fructífera semilla cultural sembrada a través de las revistas literarias extremeñas, que, por aquellos años finales de los 40 y hasta los 70 del pasado siglo, Badajoz conoce un auge sin precedentes en lo que al mundo literario y cultural se refiere, cuya cabeza visible es un humilde relojero y buen poeta modernista, cuyo maestro había sido Rubén Darío a través de Villaespesa, y viejo conocido nuestro de anteriores trabajos 2, Manuel Monterrey, con quien rápidamente congenia Lencero, que lo hace su maestro, preceptor y amigo, y con el que va a comenzar una de las aventuras literarias más interesantes del mundo cultural extremeño de la época. Nos referimos a la publicación de la revista de poesía Gévora, cuyo primer número confeccionado por Álvarez Lencero y dirigido por Manuel Monterrey va a aparecer el 10 de septiembre de 1952, dando entrada a un importante y – hasta esos momentos– desconocido número de poetas extremeños, así como a confirmar la obra de otros ya conocidos como era el ya nombrado Manuel Pacheco. El máximo techo lo consigue Gévora cuando abre sus páginas a poetas de Hispanoamérica, principalmente con ocasión del número extraordinario dedicado al pintor Pablo Picasso, en 1958. Del origen de esta revista nos habla Antonio Salguero Carvajal en su magnífico trabajo: Gévora. Estudio de una revista poética de Extremadura, publicada por la Diputación de Badajoz, en 2001, y en la que hace un amplísimo estudio del panorama cultural de Extremadura durante las décadas de los 50 a los 70. De los primeros pasos de Gévora nos dice: Gévora nació el 10 de septiembre de 1952 por una iniciativa de Manuel Monterrey Calvo y Luis Álvarez Lencero que, desde hacía tiempo, venían madurando publicar en una revista la producción lírica de los poetas de Badajoz a semejanza de otras publicaciones que, en muchos lugares de la geografía nacional, difundían la poesía de su entorno inmediato: "Gévora nació entre aquel mueble escritorio que tenía el poeta relojero Manuel Monterrey y la mesa de trabajo de Luis Álvarez Lencero, en el Instituto Nacional de Previsión. El (río) Gévora brotó de las zapatillas de paño de orillo de Monterrey y la juventud de Luis”. 13


El germen de esta empresa editorial se localiza en el deseo de Monterrey de crear una publicación parecida a un periódico de antaño y editada a ciclostil. La idea, largamente madurada por el viejo poeta, sedujo a Lencero y el empeño de ambos tomó cuerpo cuando los dos amigos comenzaron a difundirlo y encontraron una acogida entusiasta entre los escritores de la capital pacense: “Y un buen día pensaron en crear unas hojas de poesía, hecha por ellos en ciclostil y lanzarlas al mundo poético, gratuitamente. Cada uno puso cuarenta duros en el negocio. Y el número 1 de Gévora salió a la calle (…). Luis debía andar por los veintinueve años y don Manuel frisaba en los setenta. El proyecto editorial enseguida contó con la colaboración del Grupo de Gévora y el beneplácito de los poetas de Badajoz, que necesitaban una revista donde poder publicar sus escritos”. El alma de la nueva revista fue Manuel Monterrey hasta el número 56-57, que apareció en noviembre de 1957: “Toda esta labor desinteresada se la impone este poeta insigne que se llama Manuel Monterrey. Sin embargo, en Gévora no aparece en ningún momento su nombre como responsable directo de la edición, porque su humildad no le permitía atribuirse honor alguno. No obstante, él mismo descubre su paternidad en una carta que le dirigió a Jesús Delgado Valhondo: Desde luego la revista gusta y se lee porque raro es el día que no me trae el cartero 3 ó 4 cartas con colaboradores nuevos lo mismo de España que de América. En fin creo que mientras yo viva GÉVORA vivirá” 3. La Revista Gévora había sido anteriormente estudiada por Arsenio Muñoz de la Peña, de cuyo trabajo saca Salguero Carvajal los entrecomillados, y publicado anteriormente en la prestigiosa Revista de Estudios Extremeños, Volumen 40, nº 3, 1984.. Muchos son los méritos que podemos atribuirle al poeta Manuel Monterrey, no siendo el menor su obra poética ya publicada, pero, creemos nosotros, que el mayor de ello es el de haber sabido aglutinar a su alrededor –es verdad que con la ayuda impagable de Álvarez Lencero– a la mayoría de los hombres de letras o con inquietudes culturales de Extremadura. La lista sería larga y como ejemplo de ellos nombraremos al poeta afincado en Montijo (Badajoz) Rafael González Castell, el incombustible mecenas Pepe 14


Díaz–Ambrona, quien merecería un trabajo de reconocimiento por su impagable labor en aquellos años, Leonor Trevijano de Pruneda y su esposo, el zafrense Antonio Zoido, Antonio Vaquero Poblador, Manuel Pacheco, Jesús Delgado Valhondo, Rodríguez Perera, Enrique Segura, Julio Cienfuegos, el uruguayo Hugo Emilio Pedemonte, afincado en Badajoz y casado con una extremeña… etc. Durante cerca de diez años y 83 números en la calle, la Revista Gévora, siempre dirigida (por lo menos aparentemente y así queda para la historia) por Manuel Monterrey y maquetada en su totalidad por Lencero, será el órgano de expresión de un grupo de hombres de letras inasequibles al desaliento. Releer en nuestros días van valioso documento es un verdadero gozo, así como un reconocimiento a los hombres que la hicieron posible. (Gévora, hojas de poesía. Biblioteca Nacional, signatura Z/10736).

El día 15 de diciembre, siguiente a la muerte de Monterrey, aparecerán en el periódico Hoy de Badajoz tres esquelas anunciando la muerte del poeta (de sus familiares, de los empleados de la relojería Álvarez–Buiza y de sus compañeros los poetas de la capital), así como un artículo de Julio Cienfuegos al que seguirán otros de Manuel Pacheco, Tomás Rabanal Brito, etc. Un año más tarde, el 21 de marzo de 1964 y en el mismo periódico Hoy se publica un: Homenaje de los Poetas de Extremadura a Manuel Monterrey. Fue, que nosotros sepamos, si exceptuamos el poemario de Álvarez Lencero en 1970, titulado Tierra dormida (el libro fue escrito poco después de la muerte de Monterrey, pero no sabemos el por qué Lencero tardaría muchos años en darlo al público), con un sentido prólogo de Antonio Zoido, del que nosotros, en homenaje al poeta pacense y al prologuista vamos a recuperar algunos pasajes, el último recuerdo a un hombre excepcional como lo fue Manuel Monterrey: Álvarez Lencero, poeta de tremenda inspiración pero de delicadísimas y susurrantes motivaciones en su obra, se tropieza con un anciano cristalizado en niño y poeta. Y le fascina su humanidad, casi desvalida, pero de luminosos aunque vergonzantes méritos. Descubre en su figura, paleta y arriscada, un oculto tesoro de virtudes elementales, un humano resplandor andante. Y en su fe y 15


monolítica inclinación amorosa, un extraño ejemplo de ascética renuncia impregnada de viviente lirismo. Luis ve en don Manuel al poeta-hombre y al hombre-poeta. No al poeta-signo que destacara nuestro Pemán frente a Goethe, sino al poeta realidad vital cuyo sendero merece ser seguido y admirado. Es, ya lo hemos reseñado, el último recuerdo por escrito a un hombre bueno, excelente poeta, que amó a su tierra y que se sintió comprometido con el mundo literario extremeño, mucho más allá de sus posibilidades personales e intelectuales, y del que vamos a recuperar uno de los poemas, concretamente el soneto Cuerpo presente, para nosotros el más triste, rotundo y dolorido de dicho poemario: CUERPO PRESENTE Te miro y quiero hablarte y no me atrevo esta noche ante ti, cuerpo presente, y te lloro y te lloro amargamente muerto mío lo mucho que te debo. Me parece mentira y te compruebo con tus manos cruzadas, seriamente, tú ahí tan cerca y tan distante, enfrente, y yo ahogado en el llanto que me bebo. Dime por qué me miras de ese modo si estoy para escucharte aquí callado y me espanta tu boca así entornada… Pero ya tu silencio lo habla todo: Mañana tu cadáver enterrado será sólo ceniza, olvido y nada. Las mismas personas que tenían el deber de cuidarle y que tan mal se portaron en los últimos años de vida del poeta, cometieron el imperdonable desaguisado de quemar o de deshacerse de los papeles que Monterrey guardaba con tanto cariño, privándonos de parte de su creación y, 16


seguramente, de sus papeles más íntimos, tan necesarios hoy que de nuevo renace la obra de este entrañable hombre de letras, para conocer en profundidad su amargada existencia. Decíamos al principio, que Monterrey era un poeta limitado por su precaria formación intelectual; él era el primero en reconocerlo y en carta del 17 de diciembre de 1945 a su gran amigo y confidente Antonio Reyes Huertas le confiesa: No me hará mella la crítica, dirá de mí lo que soy y está en los tuétanos de mis huesos, un escritor mediocre y tan contento. Sólo puedo decir a esas diatribas que soñé con ser poeta, pero que la vida no me dio tiempo a serlo, porque me faltó disciplina literaria, tiempo y escenario para construir el guiñol de la imaginación. Sin embargo y a pesar de estas quejas, era un hombre de una fuerte personalidad, muy amable, humilde y reconocido tanto por la gente popular de la ciudad como por los propios poetas que le admiraban y le respetaban en su trabajo de creación. El 21 de abril de 1959, tanto las autoridades como los poetas pacenses le hicieron un homenaje y le pusieron su nombre a una glorieta del Parque de Legión, tan conocido por el poeta en sus diarios y solitarios paseos. Muchos años más tarde, en 1982, y estando presente quien esto escribe, en la misma glorieta, le fue levantado un busto de bronce, obra del escultor José Sánchez Silva. Monterrey fue durante toda su vida un lector incansable; conocedor de la literatura de su tiempo, en su biblioteca estaban los mejores poetas del Siglo de Oro, de la moderna poesía española e hispanoamericana, como también lo mejor de la poesía portuguesa, que él tradujo a los diarios y revistas regionales. Isabel Benedicto, la ferviente depositaria de sus libros, guarda lo que quedó de su biblioteca, obras de los más importantes novelistas de su época: Felipe Trigo, Ricardo León, Valle–Inclán, González–Blanco, J. Octavio Picón, Amado Nervo, Martínez Sierra, etc., así como un considerable número de obras maestras de autores franceses: Flaubert, M. Prevot, Verlaine, Gautier, Zola, Shendhal, etc. Manuel Monterrey mantuvo durante muchos años de su vida un intenso intercambio epistolar y de manera muy señalada con su gran amigo el escritor de Campanario, Antonio Reyes Huertas, cartas hoy en manos de 17


José María Basanta Barros, inéditas en su mayoría, o dadas a conocer con cuentagotas. Sin embargo, el amigo de ambos escritores, el también escritor navarro afincado en Badajoz, Enrique Segura Otaño, en su: Para un estudio crítico–biográfico del novelista Antonio Reyes Huertas, Diputación Provincial de Badajoz, 1953, publicado en una tirada de 100 ejemplares (en mi poder el número 60), pone a disposición del lector hasta un total de 36 cartas de Reyes Huertas a Manuel Monterrey, donde de una manera precisa pueden sacarse datos de su vida y de sus obras por un espacio de siete años (la primera está fechada en febrero de 1944 y la última el 6 de agosto de 1951), que complementan la escasez de noticias sobre nuestro autor, anteriormente citado. El nombre de Monterrey era ya conocido desde principios de siglo por los habituales de la prensa diaria, en donde el poeta y en lugar preferente –normalmente– va dando a la luz algunos poemas sueltos que más tarde servirán como grueso de su obra cuando publique sus poemarios en forma de libro. Así, aparecen composiciones suyas en Nuevo Diario de Badajoz, Noticiero Extremeño, etc.; su primer libro se publicará en 1906, con el título de Mi primer ensayo. En 1907 le seguirá Mariposas azules, prologada por López Prudencio y en 1908 Madrigales floridos, con prólogo de Francisco Villaespesa; en 1910 ve la luz Lira provinciana, cuyo prólogo está firmado por el crítico Andrés González–Blanco. Como curiosidad, señalar que en el mismo año de 1910 aparecerá Nostalgias, un librito con obras de Monterrey y de Reyes Huertas que habían conseguido un premio por la congregación de los Luise de Badajoz y que será el último libro de poesía que escriba Reyes Huertas, que se dedicará desde ese momento a la novela costumbrista, preferentemente, el cuento, etc. en el periódico Correo de la mañana de Badajoz, dirigido por el escritor y periodista López Prudencio aparecerá reseñado por Enrique Segura su poemario Palabra líricas, 1916, el 28 de mayo de 1917, cuyo prólogo corre a cargo de Marcos Suárez Murillo. Es muy difícil hacer una crítica objetiva sobre la obra de Manuel Monterrey. La personalidad entrañable del poeta fue siempre un escudo protector que nadie quiso traspasar para no herir los sentimientos de tan querido personaje. Por otra parte, Monterrey siempre elegirá para prologar

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sus poemarios a escritores relevantes de las letras, pero amigos suyos o muy cercanos al grupo literario del que formaba parte. Salvo excepciones como Los quince abriles (1925) y Rosas de amor, todos los poemarios restantes, los ya reseñados, así como los escritos posteriormente, serán arropados por prólogos que buscó en el entorno de sus amistades. El viajante de vía estrecha (Julio Acha); Medallones extremeños I (1945, Enrique Segura); Medallones extremeños II (1949, Francisco Vaca Morales); Pétalos de sombra (1958, Enrique Segura). Siendo un poeta cuyas obras no traspasan las fronteras regionales, las críticas sobre su obra se centrarán en la presa de la región extremeña, sobre todo en la de Badajoz, en la que Monterrey venía participando asiduamente desde principios del siglo, la cual era –además– dirigida por amigos íntimos del poeta, como los ya nombrados repetidamente López Prudencio, Reyes Huertas o Enrique Segura Otaño. Este respeto y enorme cariño por tan querido personaje que, como decimos, anula la tan necesaria crítica a cualquier obra literaria, se prolongará después de su muerte con la etopeya de tono elogioso y elegíaco que Julio Cienfuegos publica en el periódico Hoy, de Badajoz, el día después de su muerte (15-12-63) y en el ya citado Homenaje póstumo a Manuel Monterrey publicado en el mismo periódico el 21n de marzo del 64, con la colaboración de lo más granado del mundo de la letras extremeñas del momento. Pedro Romero de Mendoza se queja de esta toma de posiciones y les reprocha: ¡Qué fácil habría sido para nosotros pasar como de largo ante estos testimonios de prosaísmo! No decir nada en estas ocasiones es más cómodo que hacer un reproche. De los cucos es el callar cuando conviene. Empero, tal silencio no sería una obra buena, una acción ejemplar. Manuel Monterrey no es un valor sin cotización, es en todo caso un valor perdido, extraviado del verdadero camino de la poesía. Y hay que decírselo, aunque nos duela dar este fuerte aldabonazo en su conciencia estética.

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Hace ya algunos años que la ciudad de Badajoz, en su imparable expansión, traspasó el límite de los muros del viejo cementerio; ya nada es silencio alrededor de los tapiales donde descansan los restos del querido vate extremeño y el ruido de los automóviles que raudos circulan por las amplias avenidas que circundan los viejos enterramientos, harán imposible el tranquilo platicar del poeta con su admirada Carolina Coronado, o con su querido y admirado alumno e hijo adoptivo Luis Álvarez Lencero, allí también enterrados y olvidados. Un mundo nuevo se expande por los alrededores, donde la muerte no tiene ningún sentido. Lujosos restaurantes, barrios bulliciosos, discotecas ruidosas hasta altas horas de la madrugada, viven de espaldas a unos muros donde el poeta duerme su sueño eterno, sin una mano hermosa que le acerque una flor, ni unos bellos labios, que él con tanto acierto cantó, le recen una oración. En un humilde nicho del citado cementerio pacense, situado en el Departamento 4º, Fila 2ª, número 238, comparten los restos del poeta su reducido espacio con otros dos enterramientos: su madre Soledad Calvo Vázquez, fallecida el día 2 de agosto de 1933, y los de su esposa Elena Olguera (¿) Torres, fallecida el 28 de febrero de 1947. Una lápida de mármol negro, arruinada por el paso del tiempo y la humedad nos denuncia, acusándonos, del olvido del lugar de reposo, a la espera de que algún estudioso de estos nuevos tiempos autonómicos rescate su figura de escritor y poeta, que sirva de homenaje a tan entrañable como humilde personaje. Con ese deseo y esa ilusión se han pergeñado estos sencillos apuntes biográficos”.

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