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Cultura Errante 21
Hay épocas, lugares, momentos en la historia humana donde el poder de la fuerza bruta parece imponerse de tal forma en las vidas y las conciencias que el ejercicio de la palabra; más aún, el registro y difusión de la palabra escrita dan la impresión de carecer por completo de sentido. Por desgracia, nuestro país parece atravesar por uno de esos periodos. ¿Para qué escribir si no hay lectores? ¿Para qué editar libros o revistas si el “público” apenas tiene tiempo, o interés, para pasar de una nota o —peor aún— al meme siguiente? (Sí, cada vez son más quienes creen encontrar toda la información necesaria o el vehículo ideal para expresar toda una reflexión en un solo meme) ¿Para qué invertir meses, años, la tranquilidad e incluso arriesgar la vida (recordemos a los cientos de periodistas amenazados, amedrentados o asesinados por expresar lo que saben, piensan o sienten) si al final el lector, el ciudadano, el posible interlocutor está viendo para otro lado? Nos parece, en primer lugar, que vale la pena escribir, editar, disfrutar y compartir textos porque todo lo anterior es falso. Sí hay lectores, lectores de libros de revistas, de antologías. Quizá no miles, ni millones como los likes que logra la ocurrencia del momento (¿o tal vez sí? Recordemos el fenómeno que han supuesto las sagas literarias tan en boga de los últimos años) pero sí los necesarios, los precisos, los que cada texto requiere y se quedarían sin alimento si ese texto no existiera, no se hubiera escrito o no se editara. La palabra generosamente expresada da origen a una “masa crítica” de lectores, lo cual nos
permite saber que existimos, que allá hay otro cuya palabra nos conmueve, con quien cruzamos palabras, ideas e incluso sentimientos en el espacio libertario que se construye en sus escritos. Entonces sí vale la pena invertir semanas, meses o años en el oficio de escribir, o su hermano laborioso, el de editar, porque hay quien pasa la vida ejerciendo el arte de leer. Y el lector se hace leyendo, como el corredor corriendo o el amante acariciando. Y el lector se hace consistente con la palabra que “pesa”, con la que más allá de las modas o las censuras toma la forma que quiere, la extensión que requiere, la profundidad necesaria para decir lo que tiene que decirse, saberse, difundirse, etc…. Con la palabra impresa. ¿Para qué? Simple, para hacernos más o mejores humanos. Si pasamos presurosos por el meme, el chisme o la ocurrencia mediática, la palabra editada nos ofrece la posibilidad del retorno, de la re-flexión, de la vuelta, la duda, el pensamiento, de lo permanente sobre lo efímero. “A leer no se enseña sino se aprende” (como dice una sabia compañera) y porque ese arte no aprende en el aire sino en el texto, seguiremos ejerciendo el oficio de editores. Y… ¿quién sabe? Si de las intrigas isabelinas al final sobrevivió lo que Shakespeare quiso que viviera, si de las décadas de dictaduras latinoamericanas queda muy poco más de lo que los escritores dijeron y los editores publicaron (muchos de ellos perseguidos por circunstancias tan graves o peores como las que ahora padecemos), quizá en algunos años lo que se recuerde de esta época oscura sea un párrafo, un fragmento, un par de frases afortunadas o la cuidadosa edición de alguno de los autores que nos honran al confiarnos sus palabras. Quizá eso sea lo que nos salve de la deshumanización rampante.
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