4 minute read
Viaje de ida y vuelta
Juan Bautista Nieto Ramírez
Este escrito nace de la petición de ACAL tras la conferencia Vanitas o El Arte de Vivir incluida en su ciclo anual
Advertisement
El viajero volvió a acomodarse en su asiento y dirigió su mirada esta vez hacia la amplia ventana que tenía a su izquierda. Se dejaban ver pequeños huertos, lindes de propiedades más extensas que venían a morir justo al cierre perimetrado de la red viaria y algunas casas, en su mayoría restos de antiguas aparcerías, salpicadas por el valle.
Afanados jornaleros acababan de disponer la carga de melocotones recién recolectada en un camión. El viajero no pudo evitar que se fundiera la imagen en su mente con otra que tantas veces había disfrutado, Tres melocotones y una mariposa, exquisita obra la de Coorte. Lo efímero y caduco, la eternidad, la simplicidad y nada más.
“Una rama sostiene en su extremo una solitaria y caprichosa hoja de la que cuelga -in extremis- una trémula gota de agua…”. El viajero recordó esa frase que había oído hacía poco.
El sonido monótono y acompasado que inundaba la estancia, unido a la charla intrascendente de los pasajeros con los que compartía vagón, se vio interrumpido por otro mucho más intenso, metálico e iterativo.
Volvió a mirar esta vez en dirección contraria. De forma intermitente, una arboleda repleta de chopos y álamos servía para encauzar un río. El transcurrir de sus calmosas aguas embarradas competían en interés con el hipnótico y mágico cambio de color que parecían sufrir los álamos. Ahora plata clara, ahora verde oscuro.
Sonó el aviso de llegada a su destino. El viajero se puso en pie, recompuso su pantalón y estiró su chaqueta de lino. Decidió no usar corbata esta vez. Llevó su mano hasta el cuello de la camisa blanca que lucía, abotonada hasta arriba, haciéndolo ceder algo de espacio buscando comodidad.
Aunque era la primera vez que se bajaba en esta estación, no tuvo dudas. Enfiló una calle amplia bordeada de árboles que moría en una avenida muy transitada. Una figurilla que descansaba sobre una generosa base, con su brazo derecho en alto, mano extendida y portando en el otro lo que parecía una atestada cornucopia, signo de prosperidad y afluencia, le daba la bienvenida.
No podía empezar mejor.
Dejó atrás vacíos y deslucidos escaparates que hacían presuponer tiempos mejores. Siguió andando. Todo empieza y todo acaba, pensó el viajero.
“Círculo Mercantil Cultural” rezaba en un letrero que coronaba una puerta de medio punto que junto a unos ventanales amplios con la misma estructura servían de esquina a “Rafael Gasset”. Hasta ahora todo parecía tranquilo.
Fachadas escrupulosamente blanqueadas y relucientes por la acción del sol que se derramaba sobre ellas servían de fondo inerte a grupos de gente con atuendos, sobre todo el de las mujeres, muy vistosos y coloridos que, entre saludos y amables gritos, andaban en la misma dirección.
Hasta el viajero llegó, solapado, un tañido solemne, monótono y premonitorio que paulatinamente se hacía más evidente pero que no supo ni quiso justificar.
A lo lejos, el grupo, ahora crecido, se había detenido. Podía apreciar una mezcla caprichosa de festivos crespones, carey, refulgente bisutería y artificios florales componiendo una sinfonía cromática difícil de imaginar en otro contexto. Todos miraban en la misma dirección. El viajero, una vez que los alcanzó, hizo por entender el motivo de la parada. Cruzando perpendicularmente, un grupo de enlutados dolientes seguían con paso lento y cadencioso un féretro que impertérrito portaba en dirección a la iglesia un coche negro, muy negro. El viajero fue bien recibido y agasajado a su llegada. Lo estaban esperando. Tras las presentaciones y saludos de rigor le ofrecieron acomodarse. Se sentó en una silla de madera, típica de acontecimientos muy concurridos. Su estructura listonada hacía juego con un velador que vestido con mantel blanco cumplía de largo con su finalidad. Acodó su brazo izquierdo sobre una barandilla de hierro lustrosa que lo separaba de la ombría alameda. Curiosamente ningún álamo justificaba su nombre. Bullicio, deslenguados, risas, polvo, olor a estiércol y color, mucho color. El viajero cerró sus ojos y sintió, sólo sintió.
Al poco, alguien le ofreció una copa y el viajero aceptó. Recordó de nuevo algo que había oído, un ancestral ritual. En las grandes celebraciones romanas el anfitrión, a los postres y a forma de regalo, se acercaba a cada comensal y destapando un pequeño féretro mostraba un huesudo y desnudo esqueleto al tiempo que incitaba a su invitado a beber y comer ahora que tenía oportunidad. Plausible muestra de caridad, pensó el viajero.
Tomó su copa con intención de llevarla hasta su boca, pero se detuvo. Un rayo caprichoso la alcanzó en el trayecto haciendo llegar a los ojos del viajero, hasta cegarlo, un reflejo nítido del sol. Acercándose la copa observó la nobleza del vino, su generosidad, palidez y transparencia. Recordó a Bizet y a Simón de Beauvoir.
A Roma se va por bulas, por tabaco a Gibraltar, por manzanilla a Sanlúcar, y a Cádiz se va por sal.
Dolor, caducidad, simplicidad y nada más.
Volvió, aún sin haber bebido, a poner la copa sobre el velador. Observó el ir y venir de la gente por el paseo. Desconocidos, siempre con biografías propias y de mérito en su mayoría, inadvertidos como todos de que la vida, sus vidas, frágiles y
delicadas como la del melocotón, precisamente por ser, pueden dejar de hacerlo.
Volvió a acercarse a la boca el delicado cristal con intención de embocarlo, pero cambió de opinión volviéndolo a posar sin soltarlo esta vez.
Entonces el viajero entendió: “Sólo lo caduco y perecedero puede llegar a convertirse en hermoso”.
Simplicidad y nada más.
Volvió a acercarse la copa que tenía sujeta por su base, cerró sus ojos y acordándose de los suyos se la acercó a los labios. Esta vez sí bebió.