Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 5 | NĂşmero 17 | Mayo de 2015
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Contenido 3 Presentación 4
La doble vida de Jesús: Enrique Serna y la sinceridad expatriada | MOI SÉ S E L Í A S FUE N T E S
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Víctimas en la novela mexicana de crímenes | É LME R ME ND OZA
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La imagen de Gonzalo Rojas mira hacia el mar de la ballena | E DUA R D O RUIZ S O S A
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La orfandad es un país extranjero| G E NEY BE LT R Á N F É L I X
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Sentí un funeral en mi cerebro | E MILY DICK IN S ON/ Ó S C A R PAÚL C A S T RO
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Amor después del amor | DE R EK WA LC O T T/ Ó S C A R PAÚL C A S T RO
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La impunidad del absurdo: Centenario de la metamorfosis kafkiana | MOI SÉ S E L Í A S FUE N T E S
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Un breve vistazo a la literatura mexicana |JORG E I VÁ N C H AVA R ÍN MON TOYA
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Apunte al poemario Caravana de sombras (Rimbaud en su infierno final) | DA NIE L SEPÚLV E DA
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La precaria verdad de un hombre y su labio | I S ABE L HION
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Poema al aire | JA NN Y L AUR E A N
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Coito | DA NIE L SEPÚLV E DA
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Poemas disolutos| SILVI A MIC HE L
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Ondas no circulares | SIR I A I V E T T E/ NOE L M A RT ÍNEZ
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Una carta | DA I SY HIGUE R A
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Santa | JO SÉ BR AVO
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Fantasía I/ Fantasía II/ Suspendida, al fin | M A F E R H A N SE N
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Paraísos | HE R IBE RTO DÍ A Z-PE ÑA
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En la línea | AGU S T INA . V. TOR R E S
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Periplo del frío | G E R A R D O H. JAC OB O
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Jálale los pelos... ¡Sácalo del ring! |A N SE LMO L EÓN
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Hora libre | HE R NÁ N RUIZ
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Pier Paolo Pasolini (1922/ 1975/ 2015) | NINO G A L L E GO S
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Fado | VÍCTOR LUNA
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El erotismo en las artes plásticas: Elogio y censura en el tiempo | C A R L O S M AC IE L S Á NC HEZ
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Arte y violencia, una relación simbólica | A ZUC E NA M A NJA R R EZ
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Húmedo acento |MOI SÉ S E L Í A S FUE N T E S
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La liviandad / Autodeterminación | M A R Í A G A RC Í A
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Ausencias | E R NE S T INA YÉPIZ Rubén Rivera. Poeta y fotógrafo. Autor de Sewa yoleme y Baari segua (fotografía); y de los volúmenes de poesía: Cuerdas de mar; Flores y relámpagos; Al fuego de la panga; Música de cuatro espejos; Defensa de oficio; La llama de los cuerpos; Fulgor del regreso. Ha recibido los premios Interamericano de Poesía Navachiste (1997); Nacional de Poesía «Clemencia Isaura» (2000); además, obtuvo mención honorífica en el segundo Concurso Nacional de Poesía «Benemérito de las Américas» (1998); y, mención honorífica también el Certamen Internacional de Literatura «Sor Juana Inés de la Cruz» (2013).
PR E SE N TAC IÓN
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E
n el marco del cuarenta aniversario del Instituto Sinaloense de Cultura (en sus orígenes Difocur) y dentro de un ambiente de apertura y manifiesta vitalidad de la narrativa y la poesía que se genera en Sinaloa. Baste con citar como muestra de ello el xlvii Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2014, otorgado a Jesús Ramón Ibarra, lo que nos congratula enormemente. En este contexto Timonel llega a su quinto año de publicación y a su décimo séptima edición. Timonel mantiene la diversidad y la pluralidad en lo que a temáticas y formas literarias se refiere. En esta ocasión confluyen entre sus páginas narradores, poetas y ensayistas tanto locales como de otras regiones del país. Élmer Mendoza da cuenta, no de sus habilidades narrativas en el cuento y la novela (que ya le conocemos), sino de su capacidad ensayística en el análisis que hace de «Las víctimas en la novela mexicana de crímenes», un texto en el que ofrece un más que interesante recorrido por los diferentes autores y obras que han tocado el tema de la violencia en México y en el mundo. Y como si Moisés Elías Fuentes se hubiera puesto de acuerdo con Élmer Mendoza, aunque de ninguna manera lo hizo, nos ofrece también, dentro de la temática de la literatura social y de la violencia, una puntual reseña de La doble vida de Jesús, novela de Enrique Serna, en la que confluyen personajes y situaciones que dan cuenta, desde una perspectiva absolutamente literaria, de la impunidad, la corrupción y el malestar social presente en México desde hace varias décadas.
Geney Beltrán, por su parte, joven escritor y una de las figuras más representativas de lo que es el ejercicio de la crítica literaria en México, en esta ocasión no toma el tema de la literatura social o de la violencia, sino que se introduce y transita dentro de los territorios narrativos de la más auténtica ficción y casi como un cirujano, disecciona y nos invita a transitar por «Nocturno de Bujara», uno de los relatos más bellos y perfectos de la literatura en español y de la obra, por supuesto, de ese gran escritor, que es Sergio Pitol (Premio Cervantes 2005). En el terreno, también del ensayo, Azucena Manjarrez, quien trabaja con apasionamiento el tema de las artes visuales, se refiere a la relación arte y violencia presente en las diferentes expresiones artísticas. Y como nos queda claro que las temáticas del presente número son de lo más diversas y complementarias, nos alegra que Carlos Maciel, sume a las páginas de Timonel un más que documentado ensayo en torno al erotismo en las artes plásticas, desde las pinturas rupestres hasta la modernidad. En lo que a poesía se refiere publicamos las traducciones que de Derek Walcott y Emily Dickinson hace Óscar Paúl Castro. Así como un poema de Víctor Luna, uno más de Eduardo Ruiz Sosa y otros más de los integrantes del taller La Frontera Indómita, que coordina en Mazatlán Fernando Alarriba. Y en narrativa podemos encontrar cuentos de diferentes autores, entre ellos: Isabel Hion, Gerardo H. Jacobo, Agustina V. Torres, Anselmo León y los jóvenes escritores Hernán Ruiz y Heriberto Díaz-Peña.
Cordialmente María Luisa Miranda Monrreal Directora General del Instituto Sinaloense de Cultura
M ario L ópe z Valde z
| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa
F r ancis co F rí a s C a st ro
| Secretario de Educación Pública y Cultura
M arí a L uis a M ir anda M onrre al
| Directora General del isic
Wendy F éli x | Coeditora
Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente.
J uan E sme rio Navarro | A gu st ina V. Torre s | Corrección
Culiacán, Sinaloa; mayo de 2015.
É lme r M end oza
| Director de Literatura y Publicaciones
E rne st ina Yépi z
| Jefa del Departamento Editorial
Consejo Editorial
J uan J o sé R odrígue z | A le y da R ojo | C l audi a B añuel o s | C arl o s M a ciel | D ina G rijalva
Diseño Editorial
Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a revistatimonel@culturasinaloa.gob.mx
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La doble vida de Jesús:
Enrique Serna y la sinceridad expatriada
Moisés Elías Fuentes DU R A N T E L A S D O S PR I M E R A S DÉ C A DA S DE L S IG L O X X I MÉ XIC O H A AT E S T IG UA D O Y S U F R I D O E L AU ME N TO E XPON E N C I A L DE L A C OR RU P C IÓN Y, POR E N DE , DE L A IM P U N I DA D Q U E L A PRO T E G E , Q U E H A N C OR ROÍD O L A S E S T RU C TU R A S DE BU E N A PA RT E DE L G OB I E R N O Y DE L A I N IC I AT I VA PR I VA DA E N S U S DI S T I N TO S N I V E L E S , A M Á S DE F ORTA L E C E R A L CR I M E N ORG A N I ZA D O, Q U E A HOR A S E DA E L L UJO DE DI V E R S I F IC A R S U S AC T I VI DA DE S DE L IC T I VA S . Grotescas e insolentes, corrupción e impunidad ostentan además el componente de la violencia, que no es solo cruel y feroz, sino también descomunal. La actitud timorata y evasiva de muchas de las autoridades de gobierno ante tales hechos, inevitablemente lleva a pensar que son cómplices, sea por comisión o por omisión, de las mafias que han convertido al país en una inmensa fosa común. Esa es la verdadera «verdad histórica» que a lo largo de estos años ha llevado el país a cuestas, y ese es el contexto en que se desenvuelven los personajes de La doble vida de Jesús, novela de Enrique Serna (México, 1959) con la que el autor ratifica su maestría para el manejo del relato negro, el thriller político y la narrativa erótica, subgéneros que alterna de modo ágil y equilibrado, lo que da por resultado un tenso juego de enmascaramientos en el que las sinceridades se vuelven oblicuas y los ardides francos. Porque en la ciudad de Cuernavaca en que vive y sueña Jesús Pastrana, militante de un partido conservador hasta lo obtuso, todos saben diferenciar la verdad de la mentira, pero también saben que sobrevivir depende de jugar a la simulación y al autoengaño. En esta atmósfera viciada por el fingimiento y la doble moral, Pastrana oscila entre la anomalía y la ridiculez, pues ha decidido hacer de la honradez un lema de vida personal y social, con lo que se agencia más desprecios que amistades y más frustraciones que laureles. Desde sus primeros trabajos, Serna ha tenido buen ojo para el desarrollo de personajes, que en sus relatos y novelas se advierten complejos y a ratos oscuros, aunque también plenos de cotidianidad e incluso de maneras políticamente incorrectas. Los hombres y las mujeres que habitan la prosa creativa de Serna tienen personalidades propias, distinguibles de libro a libro, lo que
es otro rotundo acierto del escritor mexicano, toda vez que no utiliza a sus personajes como moldes intercambiables, sino que les confiere la libertad de crecer, buscar sus problemas y vérselas con las soluciones de aquellos. Así, en La doble vida de Jesús, Serna consiente que los hombres y mujeres de la novela descubran ante nosotros sus vidas que se bambolean entre la acción y la desidia, entre la franqueza y el disimulo, en un ejercicio de travestismo emocional e intelectual que los personajes utilizan como refugio para mantener la ilusión de libertad e intimidad. Sin embargo, hay que acotar que el novelista no se solaza en tal travestismo, sino que este surge como desesperada medida de sobrevivencia de la sociedad, rebasada por un sistema político y económico que al despedazarse a sí mismo despedaza todo aquello que lo rodea. Ironías del travestismo, los personajes solo se reconcilian con su condición humana al disfrazarse, al sentirse otros, así sea por medio del fingimiento. Si Pastrana se asquea y se entristece ante la auto represión sexual de su esposa, incapaz de disfrutar su cuerpo ni siquiera cuando se entrega a los escarceos de la masturbación, no menos se asquea y se entristece al aceptar su situación de hombre incompleto, que se prohíbe la posibilidad de explorar su verdadera orientación sexual, y que al hacerlo, se llega incluso a regodear en una actitud de autoflagelación no exenta de masoquismo. Dueño de una narrativa que, sin renunciar al diálogo, se inclina más por la descripción, Serna alterna el retrato con la caricatura para establecer a los personajes en el imaginario de los lectores, tal es el retrato que hace Pastrana de uno de sus excompañeros de bachillerato: A pesar de la calvicie y las bolsas oculares lo reconoció de inmediato, por su corpulencia y sus anchas espaldas. ¿Cómo olvidar a esa lacra que a cambio de una torta o un refresco, fungía como una especie de sicario en el patio escolar, golpeando sin piedad a los enemigos de sus benefactores?
Feroz, la descripción que hace Pastrana aun así no tergiversa al individuo en cuestión. En cambio, hay otras ocasiones en que el retrato y la caricatura coquetean de manera impensada, como en la burla que lanza Manuel Azpiri, enemigo político de Pastrana, contra este y su honradez: —No me dejes en ascuas, suelta la sopa. —Está bien, pero no te vayas a ofender conmigo, yo nomás soy el mensajero —Meneses hizo una pausa teatral—. Dijo que eres tan pendejo que si te hubiera invitado a esa orgía hubieras llevado a tu esposa.
Prisioneros de la mascarada social, en La doble vida de Jesús los personajes son a la vez sus más encendidos apologistas y sus más
5 —Hola mi candidato —bromeó Israel—. Felicidades por tu discurso, lo han repetido en todas las estaciones de radio. Yo sigo aquí en la clínica al pie del cañón. Te llamaba porque ya dieron de alta a Leslie. Le dije que tú le habías dado asistencia legal y está muy agradecida contigo. —Tráela para acá. —¿A tu departamento? No mames, Jesús. ¿Quieres ser alcalde o reina de la primavera? —No te metas en mi vida, Israel. Vámonos respetando. Ya veré cómo me las arreglo, pero Leslie se queda conmigo.
acérrimos infamadores, porque aun cuando la novela está relatada por un narrador omnisciente, este pareciera situarse al margen de los hechos y actuar siempre como intérprete de los pensamientos y actos que avasallan a los protagonistas y antagonistas. Aunque, para mejor decirlo, el narrador omnisciente en La doble vida de Jesús interviene en la trama de una forma pasiva, algo parecido a los traductores (llamados lenguas) de la Conquista, que trasmitían los mensajes sin dar opiniones personales, como si no sintieran lo que trasladaban de una lengua a otra. Por ello incluso en los párrafos descriptivos son los personajes los que dictan las impresiones. He ahí, como ejemplo, la manera en que Pastrana se muestra seducido por el poder: Con razón el poder intoxicaba a la gente: ninguna droga podía compararse al placer de convertir los deseos en actos. En la entrega de la sindicatura estuvo locuaz y bromista, rompiendo el rígido protocolo con un dominio de la escena que dejó perpleja a la concurrencia. El joven licenciado Salvador Contreras, a quien hizo entrega del puesto, lo miraba con una admiración embobada, y los compañeros que lo conocían de años atrás no podían creer que ese opaco burócrata, formal y esquivo con todo el mundo, se hubiera convertido de pronto en un mago de las relaciones públicas.
Como los compañeros de Pastrana, también nosotros nos quedamos abatidos por esa realidad chapucera que se camufla detrás de cortinas de humo y falacias, con las que intenta engañarnos. Y es que en el mundo de las apariencias el más ilusorio es rey, algo que seduce a Pastrana, quien ha vivido en la simulación desde que se regodeaba en su señorial honradez, y vuelve a hacerlo al dejarse llevar por su reprimida homosexualidad a los brazos del travesti Nazario, hermano gemelo del otrora poderoso narcotraficante Lauro Santoscoy. Pero si el travestismo de Nazario es fiel a la persona, que a través de la careta devela su deseo de haber sido ella, y no él, en los demás personajes los disfraces y afeites, las quimeras y duplicidades no hacen más que evidenciar su carencia de asideros morales y emocionales, carencia que los despendola y los hace oscilar del amor al rencor y de la furia al miedo, como lo experimenta Pastrana al conocer al otro Israel, que poco tiene que ver con el asistente servicial y discreto que conoció antes de la campaña electoral por la alcaldía de Cuernavaca:
Novela sobre el México contemporáneo dañado por las corruptelas políticas y el poder omnímodo e inhumano del crimen organizado, La doble vida de Jesús es también el retorno de Serna a uno de los temas caros a su obra creativa: el erotismo. A un tiempo reprimido y rebelde, disparatado y sensato, el erotismo, en la narrativa de Serna, ha cobrado carta de autenticidad, al punto de evolucionar a la par de los personajes, contradecirse como ellos y de la misma forma reafirmarse. Y no hablo de ese erotismo para regocijarse en devaneos sexuales más o menos «audaces», sino del erotismo como expresión de emociones y pensamientos que crispan a los personajes por su imperiosidad y por su reclamo, que es el de la entrega plena al placer erótico en su doble vertiente, la sentimental y la física. Entrega que es metáfora y realización de la libertad ansiada, desatada de los tapujos morales de un sistema social pacato e hipócrita, de la ética falsaria de la que se desentienden los amantes en Ángeles del abismo, pero que frustra los deseos amorosos de la madre del protagonista en Fruta verde. Erotismo que desarropa las farsas de honradez y pundonor con que se abriga una clase política revolcada en la podredumbre de su alianza con los criminales que expolian al país, y que redime de la vida pusilánime a quienes se atreven a mirar sin remilgos sus propios anhelos, como aprende a tumbos y castigos Pastrana, quien culmina su emancipación erótica en casa de su jefa de campaña, Cristina: Jesús dedujo que Felicia era la novia de Cristina. ¿O quizá debía llamarla marido? Estaba, pues, invitado a una cena de matrimonios. Seguramente Cristina había reconocido la voz de Leslie en el mitin después de hablar con ella por teléfono y quiso aclarar malentendidos entre las dos. Admiró su sagacidad y le cobró un afecto mayor. Restañada la herida de su amor propio, se fundieron en un beso férvido y mordelón de amantes sometidos a cuarentena, sazonado con lágrimas de alegría.
En un país del que se ha expatriado la sinceridad en tanto valor moral, Enrique Serna propone una narrativa libertaria que se arriesga a exaltar el erotismo, el libre pensamiento y la creación artística, que se imponen como la única realidad inestimable de una sociedad enajenada por la necrofilia y la codicia. Dura, sangrienta, inhumana en sus momentos más atroces, La doble vida de Jesús no es, con todo, una novela pesimista o derrotista, sino que se resuelve en una actitud contestataria que entraña una vitalidad preñada de delirio y sensatez, de tozudez y sentido común. Prosa creativa surgida de un escritor en el que el apasionamiento se alía con el razonamiento, y se vuelven una sola voz, contenida e intensa. Moisés Elías Fuentes. Poeta y ensayista. Crítico literario en revistas y suplementos culturales de México, Nicaragua y España.
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Víctimas en la novela mexicana de crímenes Élmer Mendoza En Sólo las cruces quedaron, literatura y narcotráfico (2013), Ramón Gerónimo Olvera asegura que: «A manera de arquetipo, la sangre se ha arraigado en la mentalidad del lector como un elemento casi universal en la literatura» (p. 35). Recuerden Cosecha roja, de Dashiell Hammett, publicada en 1929; es una obra que entre narradores se menciona como una novela cargada de cadáveres, que fue importante en la formación de mi generación de escritores y por supuesto, en mi generación de lectores; las carnicerías bíblicas o las de la Guerra de Troya que cuenta Homero en la Iliada, también pintan numerosas páginas de rojo; igualmente llaman la atención los acribillados de estos tiempos, lo mismo que los crímenes pasionales, las víctimas de los asesinos en serie o las de migrantes que cruzan el territorio nacional y que son cruentas, inexplicables e injustas. Menciono de memoria a algunos colegas mexicanos de novelas policiacas que han realizado una obra importante: Rodolfo Usigli, quien publicó la primera novela policiaca mexicana, Ensayo de un crimen (1944), en donde hay un victimario indirecto que desea la muerte de personajes que luego mueren; Rafael Bernal, quien hace de El complot mongol (1969) una obra maestra, en la que un detective es un duro y cínico exmilitar que genera muertos sin mayor remordimiento; Paco Ignacio Taibo II, autor emblemático, su famoso detective Héctor Belascoarán Shane nace con su novela Días de combate (1977), y en donde las víctimas son el arranque de la investigación; Rafael Ramírez Heredia, en La Mara (2004), va al fondo con el problema de los migrantes centroamericanos; Enrique Serna y El miedo a los animales (1995), se mete con el mundo cruel de los artistas; Juan José Rodríguez, con Mi nombre es Casablanca (2006), explora el mundo del narco; y también Mario González Suárez en A wevo, padrino (2008). Y en la nueva generación, que viene muy fuerte y mejor formada, las víctimas tienen una carga social muy poderosa y son representativas de la guerra y sus secuelas. Así, tenemos nombres como Bernardo Fernández, BEF, que publica Hielo negro (2011), donde las víctimas son numerosas; Jorge Moch con ¿Dónde estás, Alacrán? (2008); Orfa Alarcón con Perra Brava (2010), narrada en prime-
ra persona por la mujer de un joven y exitoso sicario; Iris García, en 36 toneladas (2011), cuenta cómo anda el asunto del narco en Guerrero; Imanol Caneyada, con su novela de narcos y políticos corruptos, Tardarás un rato en morir (2013), entre otros; algunos más los mencionaré en líneas posteriores. El caso de Cristina Rivera Garza es interesante, publicó en 2009 La muerte me da, una novela donde una detective investiga el caso de los asesinatos de varones castrados, marcados con versos de Alejandra Pizarnik, donde crea símbolos atrevidos en relación al género. En México, no es demasiado visible la investigación participativa de los escritores, o las novelas surgidas de experiencias reales en el trasiego de drogas o de gatilleros, como en algunos casos colombianos o bolivianos de gran éxito. El más notable puede ser el del ex agente policiaco Guillermo Rubio, autor de Pasito tun tun (2008) y El Sinaloa (2012), novelas en que se narra el mundo sangriento de la tortura policiaca y las relaciones entre traficantes y policías corruptos hasta el descaro. Tenemos autores que investigan sin participar directamente, aunque han logrado entrevistas con personajes notables dentro del mundo del delito, entre ellos Alejandro Almazán, autor de Entre perros (2009) y El más buscado (2012), obras surgidas de sus investigaciones como periodista en este proceloso mundo de conflicto; esta segunda, es una aproximación al perfil del Chapo Guzmán, uno de los capos más famosos y populares en la actualidad. Forman parte de este grupo, F. G. Haghenbeck con su reciente novela histórica sobre el narco en México, La primavera del mal (2013) y Alejandro Páez Varela con su Corazón de Kalashnikov, publicada en 2009. El territorio físico en que se desarrollan estas ficciones es el norte de México y en las tres encontramos la frontera, esos tres mil kilómetros por los que atraviesan, además de legumbres, trabajadores y turistas, toneladas de estupefacientes de ida, y cientos de armas de última generación de venida. Hay hechos que ocurrieron, están ocurriendo o van a ocurrir en este contexto que ponen los pelos de punta: las muertas de Juárez, por ejemplo, o Tamaulipas, que se ha convertido en una auténtica tierra de nadie. Los minutos negros (2006), novela de Martín Solares, puede acercarnos a
7 este caso. Existe una ficción poderosa y representativa, que tiene estrecha relación con la realidad. Hay hechos y hay ficción, y creo que para nosotros que vivimos en países en gran parte imaginados, ambos territorios se mezclan sin remordimientos y con toda libertad; por eso no es extraño encontrar elementos de ficción que nuestros lectores aseguran que son verdad y viceversa. «Los confines entre la literatura de hechos y la literatura de ficción, son abiertos, carecen de mojones» (p. 436), afirma Timothy Garton Ash, en su libro Los hechos son subversivos (2012), y agrega: «En ocasiones la transgresión de fronteras no se produce en el propio texto, sino en el contexto establecido por el escritor» (p. 437). Cuando esa frontera implica el territorio del delito, la identificación parece perder completamente los límites. Señalo, solamente, que tenemos periodistas que trabajan en el filo de la navaja, allí donde en un abrir y cerrar de ojos, pudieran convertirse en víctimas. Del año 2000 a la fecha, hay un registro de ochenta y cinco bajas sin que las autoridades logren llevar a alguien a prisión. Las víctimas colgadas de un puente en Mazatlán, México, que presenté en mi novela Nombre de Perro (2012), la mayoría de mis lectores que las han mencionado, las identifican como víctimas reales que en años recientes amanecieron en un puente en la misma ciudad. Nada que ver con que la idea me haya venido de una de las novelas mencionadas de Alejandro Almazán, o de Policía de Ciudad Juárez de Miguel Ángel Chávez, publicada en 2012, que conocí antes porque su autor participó en uno de mis cursos de narrativa. Las víctimas son noticia porque penetran en la mente y se extienden por todo lo que rodea a los lectores. Son sus hijos vivos y sus hijos muertos. Sus hermanos o padres. Los que salieron en el noticiario de las nueve o el hijo de la vecina que todos dicen que anda en malos pasos. Una víctima arrastra a su barrio y a su pueblo, a veces a su país, a su época y a su raza. No es que sirva de ejemplo, más bien es parte de las señales de una sociedad sin sosiego que genera toda clase de delincuentes. En la Revolución de 1910 hubo un millón de muertos, dicen, pero nosotros sabemos que las víctimas fueron más. Mariano Azuela y Rafael F. Muñoz, novelistas de la Revolución, cuentan de algunos difuntos y de infinidad de ex combatientes campesinos que quedaron en la miseria y la desesperanza. En México somos expertos en ocultar víctimas. ¿Cuántos estudiantes murieron en el 68 en Tlatelolco?, ¿cuántos en la guerrilla de los años setenta?, ¿cuántos en el temblor del 85? Misterio, varias cifras. Y cuando hay misterio aparece la ficción con toda su fuerza. ¿Existió realmente Helena y de verdad fue la causa de la guerra de Troya? También es un misterio. Para la novela tienen importancia las víctimas pero más la atmósfera que se genera alrededor de ellas. ¿Por qué? Porque en las atmósferas está el último segundo en que víctima y victimario se vieron las caras, está el aire que se detuvo a verlos y las ventanas que se cerraron para no mirar. Para crear un personaje víctima es necesario descubrir y utilizar elementos de impacto. Una víctima no es nada ni nadie si no penetra la mente de los lectores. La atmósfera real y palpable, debe tener su correspondiente en la ficción tan bien trabajada que no se note el
punto de unión. Una víctima debe ser muchas víctimas y también la víctima en que podríamos convertirnos en un momento dado. Ver tantas víctimas como una, como pocas, contribuyó a concebir una poética del dolor; quizá siguiendo la idea de lo inútil que fue el primer muerto de la guerra de Troya, que se perdió ante los célebres decesos de Patroclo y Héctor, domador de caballos. Un novelista debe seccionar, debe elegir, debe crear a partir del exceso el conjunto de caracteres que simbolicen todas las muertes. Como el muerto de Edmundo Valadés en La muerte tiene permiso (1955), que hasta en Colombia le contaron que habían hecho lo mismo con un abusador. Un novelista no puede cerrar los ojos pero sí su ventana, y no permitir que una vez que ha decidido los elementos necesarios para crear una atmósfera terrible, penetren nuevos elementos, la mayoría de lo más interesantes, a poner ruido a un perfil que pudo llevarle meses construir. Un novelista finge que lo que pasa fuera no es importante para la pieza de ficción en que trabaja. Finge que el temor a los hechos reales no se convierte en miedo creador que es muy complicado controlar. Les conté de ciertos colgados. Desde luego que supe de ellos e incluso me asusté, pero yo tenía una escena imaginada, quizá incompleta, donde un hecho real podía usurpar la ficción. Sé que ceder malogra, corrompe y destruye un párrafo, por decir lo menos. Que con eso el discurso se disloca y confunde. Al menos yo, no permito que mis personajes se liberen y vayan por donde se les pegue la gana. Las víctimas duelen, claro, pero mientras sean parte de mi mundo de ficción el que comanda la narrativa soy yo y mis oídos. De momento asumo que mi compromiso literario es firme y quiero que se note. Claudio Magris sostiene que la esencia de la vida es irrepetible, esgrime que es lo «que siempre queda más allá del lenguaje» (p. 25), Literatura y derecho ante la ley (2008). Y esa esencia, al menos su hálito, es lo que podría percibirse en un texto perfecto, ese en que el lector se toma su tiempo para reflexionar y sonreír. Ese texto que no termina en el punto final. Creo que el asombro sigue siendo el indicador más poderoso en el universo de los lectores, de que algo ha quedado bien escrito, aunque a todos nos resulta claro que la ficción jamás sustituye a la realidad. A Rubem Fonseca le preocupa este impacto y se pregunta: «¿Será tarea del escritor traer más miedo a este mundo? ¿Será este un propósito digno del ser humano?» (p. 169), Novela negra y otras historias (2012). ¿Cuál sería una poiesis de nuestro tiempo tan convulso? Las víctimas son muchas y sus representaciones tenaces y difíciles, pero el arte no es tímido, y en la novela policiaca mexicana funcionan solo aspectos de representación agresivos: colgados, acribillados, masacrados, mutilados, decapitados. Desde El complot mongol de Rafael Bernal, hasta la obra citada de F. G. Haghenbeck, sin dejar fuera a nuestro maestro Paco Ignacio Taibo II. Un día la Marina acabó con un capo; alguien pegó billetes en el cuerpo, seguramente quería simbolizar el poco valor del dinero frente a la vida y cómo, a pesar de que el muerto tenía mucho, de nada le había servido. Hubo señalamientos de gentes que pensaban que eso no era correcto, que era una vejación y falta de humanidad; ¿por qué? Quizá por-
8 que aquel gran jefe ahora era una víctima, un cadáver en algo parecido a los demás. Como es sabido, una buena novela gira alrededor de la víctima. La identificación y el análisis de su contexto pueden otorgar los indicios que fortalezcan la trama. Hay autores que consiguen traer miedo a este mundo, sin duda, algunos tan afortunados que viven de eso. Podríamos mencionar a Stephen King y sus numerosos herederos. El otro miedo, el que no tiene como fuente la literatura, el contemporáneo, nace de las camionetas hummer que cruzan las ciudades con sus vidrios oscuros, de las camionetas cheyenne que aparecen a las dos de la mañana con las cajas llenas de hombres armados, de los que controlan las carreteras y asaltan y matan, de las nutridas balaceras que se escuchan en la madrugada, de los noticiarios y el parte cotidiano del estado de la guerra dado por el Gobierno. Ese miedo era, y quizá es, el preámbulo de la muerte, del cambio de status a víctima. Sergio González Rodríguez dice en su libro El hombre sin cabeza (2009), que hay siete focos de miedo: la violencia, la crisis económica, el fracaso de las ideologías políticas, la alteridad extrema respecto a lo normativo, la salud física y moral, la invisibilidad del poder y las presencias sobrenaturales. Y remata: «El miedo se vuelve un conductor y gestor del caos, cuyos signos palmarios son la desinstitucionalización (por ejemplo, las corruptelas y la indiferencia, la pérdida de credibilidad y la anarquía)» (p. 85). En Los muertos indóciles, necroescrituras y desapropiación (2013), Cristina Rivera Garza recupera la visión de Fonseca y hace nuevas preguntas: «¿Qué tipo de retos enfrenta el ejercicio de la escritura en un medio donde la precariedad del trabajo y la muerte horrísona constituyen la materia de todos los días? ¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos?» (p. 19). Un escritor que se asuma como un ente social debe tomar cartas en el asunto y lograr que sus libros inciten a fijar el momento, está obligado a encontrar las expresiones adecuadas para compartir esa realidad tremenda con sus lectores presentes y futuros. En América Latina, pocos escriben libros inocentes, siempre hay una carga adicional que nos define.
Un buen escritor es el que crea personajes entrañables, lo que da como resultado que ciertas víctimas de ficción no salen del corazón de los lectores; se ha establecido una relación tan estrecha que se niegan a concebir que no aparecerán más en otra historia. ¿Por qué regresó Sherlock Holmes después de su desaparición forzada en una caída mortal? ¿Por qué aún me reclaman la muerte de la Charis en mi novela Un asesino solitario de 1999? ¿Por qué no les gustó la muerte de David Valenzuela, que fue lanzado al mar desde un helicóptero de la policía, en El amante de Janis Joplin de 2001? ¿Por qué muchos lectores de la serie Mendieta me exigen que no mate al Zurdo, que no sea tan cruel con él, que le ponga una amante fija? Bueno, son los que lloraron enternecidos por la muerte de Don Quijote, los que jamás estuvieron de acuerdo con el fallecimiento de Superman, los que sufrieron desconcierto con el suicidio de Ana Karenina, los que odiaron a Juárez por no impedir el fusilamiento de Maximilano de Habsburgo en Querétaro, los que aún padecen porque a Arturo Cova se lo tragó la selva colombiana. Son víctimas señeras, sin duda, como la de Héctor o la de Pedro Páramo; pero, ¿qué tanto representa Héctor, la caída de miles de troyanos atravesados de parte a parte, y Pedro Páramo a ese millón de miserables que murieron durante la Revolución mexicana de 1910? Creo que nada. No todos los muertos son iguales, al menos en la ficción, y aunque Homero y Juan Rulfo no hayan pretendido plasmar algo representativo en sus obras maestras, creo que lo consiguieron: uno, que hay muertes necesarias para concluir ciertas conflagraciones sangrientas, y el otro, que el parricidio es explicable. Como escritor he sido criticado por tener como fuente la oralidad de las bandas, por confiar en el lenguaje callejero, por trabajar con perfiles comunes. No pocas veces he señalado a mis maestros, entre los que se encuentran Aristófanes, Dante Alighieri, François Rabelais, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Jorge Luis Borges, Fernando del Paso y Rafael Bernal. Puro de Ligas Mayores que pudiera traerme un poco de comprensión, que tampoco importa demasiado. Sé quién soy, diré como Don Quijote y también como Pedro Infante. Debemos crear una literatura tan tremenda como la realidad, una literatura que represente la época y que sea merecedora, una literatura que señale y suponga, donde lo terrible conduzca hacia el conocimiento y la justicia. No sé si la idea sea correcta, al menos es lo que intento en relación con mis lectores, sin perder de vista que soy finito y que mi tiempo de especulación es mi tiempo de ser artista. Esto no significa, de ninguna manera, que me alejo un centímetro del caos que define mi país y de la idea, como pide Jaime Labastida, de ser un hombre justo. Y bueno, parafraseando al poeta hondureño Roberto Sosa, termino manifestando que: las víctimas son muchas y por eso, es imposible olvidarlas. Élmer Mendoza. Escritor. Premio Tusquets Editores de Novela 2007, miembro de la Academia Mexicana de la lengua. Su novela más reciente es El misterio de la orquídea calavera.
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Eduardo Ruiz Sosa La imagen de Gonzalo Rojas mira hacia el mar de la ballena Como si uno decidiera dónde comienza el mar, o dónde parió el desierto tanto animal sangriento y habitado por el hambre; como si fuera posible decir: «Aquí, aquí mismo empieza y vuelve a empezar siempre el oleaje en cada ola, aquí es donde termina, como una lúcida muerte, la lengua de la espuma en el canto de la playa, lamiendo con todas sus letras el albor de nuestro estanque». Nuestro estanque, no lo dude usted, es la tierra firme: son los peces los que nos observan de vez en cuando sorprendidos tienen los ojos acuáticos ante las costumbres del amor y el andar bípedo; son ellos los que asoman el hocico palpando nuestro aire, y juegan a ser perros y se persiguen la cola en la manera en que nos ven a nosotros persiguiendo a los locos perros del destino. La ballena, albina de los sueños negros del marino, vino al mundo en Lebu, decimonónica, herida desde el nacimiento como una flor que tiene que ser espina, que sueña con espinas, que es más que nada espina, pura herida de mañanas, de cosas posibles que no llegan, la ballena es, blancamente, la esperanza de la estatua. Una estatua hecha no con piedras, sino con palabras esdrújulas todas para que llegue muy alto en la estatura de las vértebras, donde la nube es una lengua que sabe que Dios solo escucha las plegarias de los que piden que nada cambie en este mundo. Allá lejos los ojos de los barcos, sus pestañas velas repujadas por el soplo de Dios en los pulmones, allá donde huye de la ballena el mar mismo se trepa en los montes y se duerme blanco: nieve de tus sueños en la cima, en lo más hondo de la sima que es el amor, una espuma herida que cuaja entre costillas, la promesa y el vocablo, el seno donde se espejan como en la cópula el futuro y la memoria, tú lo sabes, Gonzalo, es el dolor lo que domestica a los recuerdos: no fui ni barco ni ballena, un iceberg caprichoso que tiembla, ni mar helado en tus montañas, fui el ancla, si acaso una piedra seca en el desierto, una palabra escrita en una piedra en el momento mismo en que comienza a perderse el camino, poco más que eso y la distancia, una distancia de cuerpos enverdecidos en el bronce de la muerte, poco más que eso,
Pero antes de que me rompa, me oirán crujir. Hermann Melville, Moby Dick.
poco más, y un lugar partido por el cuchillo de los ríos; allá, lejos, naciste tú, Gonzalo, el lejano día en que un arpón le atravesó la cabellera y los bigotes a ese buque de nostalgia enferma de marinos que se tiran por la borda porque en sus ojos vieron el reflejo de sus destinos, y ¿quién hay, Gonzalo, que soporte en los huesos de la mente la escritura previa de su vida o el manotazo que emborrona y pretende inaugurar la era del olvido? Ella en el mar, tú en el desierto carbonífero de tu padre, los dos comparten el mar como una herida: para ella era el surco sangriento de los barcos, para ti era el surco sangriento de la escritura. ¿Qué ves más allá, ahora, con tus ojos de piedra, cuando el cetáceo grave abandonó tus mares para irse al norte de las palabras que terminaron de matarlo? ¿Qué miras en el vacío del desierto, a las mujeres y los hombres agrarios que vienen de las minas con un lápiz inútil en la mano? No lloraste en vano ni una sola vez: ¿quién hay que llore hoy sin causa ni motivo, quién hay que sea capaz de no llorar ante la efigie de un pasado que se parece tanto a nuestro presente? Tú lo sabes, Gonzalo Rojas, el futuro es el lugar donde nunca estamos, allá donde somos felices sin haber llegado todavía, sin llegar nunca, nada más que en los sueños, ese momento repetido en que entregado al fuego, sin pausa, sin que nadie eche un soplo de agua, arde sin remedio el porvenir. Eduardo Ruiz. Doctor en Historia de la Ciencia por la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor del libro de cuentos La voluntad de marcharse (Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo 2007); y de la novela Anatomía de la memoria, publicada por Candaya en 2014.
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La orfandad es un país extranjero
G e n e y B e lt r á n F é l i x «Habíamos vuelto al comienzo de los tiempos». He aquí la voz de un mexicano que reconstruye el episodio más significativo de su viaje por Asia Central. Junto a dos amigos, se encuentra en el aeropuerto de la antiquísima ciudad uzbeca de Bujara. Mientras esperan para subir al avión, el hombre trata de recordar los pormenores de la ceremonia nupcial que por acaso presenciaron en una calle la noche anterior. Pero la memoria es evasiva: se le escapa un elemento muy importante y ha particularizado solo algunos retazos. Puede recordar, «como si estuvieran ante mis ojos, la intensidad de algunas miradas ebrias, los saltos y cabriolas, un fragmento de una túnica de brocado de oro, una chaqueta escarlata, el ritmo monocorde del tambor, los gritos, la expresión del joven novio...». ¿Por qué solo le regresan a la mente, cuando no ha transcurrido ni siquiera un día de atestiguado el extravagante ritual, apenas algunos planos por lo demás insuficientes? A partir de una reflexión atribuida a Jan Kott, el narrador especula que la visión fragmentada, igual a la que imperaba en ese instante en su rememoración, puede «aplicarse a todo tipo de experiencia sensorial intensa. Como aprehendido por el tacto, el mundo se disgrega, los elementos se separan, se desencadenan y solo son perceptibles uno o dos detalles que por su vigor anulan al resto». Eso mismo habría sucedido: la aglomeración de elementos dispersos, de tan vehemente irrupción cada uno por su cuenta, llevó a ese extranjero a sentir, en una ciudad ubicada en las antípodas de su país de origen, un estado de fusión primitiva con la realidad: «…la expresión del joven novio, a quien tomaban por los brazos y sacudían al son de la danza, la plácida cara de algunas mujeres que se asomaban desde el patio… Habíamos vuelto al comienzo de los tiempos. Una intensidad desconocida me devolvía a la tierra. Hubiera querido saltar con los nativos, vociferar como ellos…». Estamos en el punto culminante de «Nocturno de Bujara», escrito en noviembre de 1980 en Moscú y con el que cierra el libro de Sergio Pitol dado a la imprenta con ese mismo título en 1981y puesto en circulación posteriormente como Vals de Mefisto. El volumen se forma con cuatro relatos de compleja estructura. En sus páginas se dramatiza el acto de narrar: se integran varios planos de la ficción en los que los personajes leen y analizan textos y testimonios, recuerdan o inventan historias que transmiten a otros, propiciando un desdoblamiento en el pacto lector que toca a la confianza misma en las posibilidades de conocer sin fisuras los hechos que se nos despliegan. Por ejemplo, «Nocturno de Bujara» abre sus páginas con la fabulación —en torno a un inexistente pianista húngaro que llega a la remota Samarcanda— que años atrás en Varsovia el narrador y un amigo suyo idearon para los oídos de una enojosa pintora italiana a la que querían convencer de hacer una expedición lo más lejos posible dentro de Asia Central. El carácter
ficticio de esa aventura precede a la evocación del propio viaje a Bujara que, por esa vecindad, concitaría nuestro recelo: ¿cómo creerle ahora a alguien que acepta haber mentido antes? Pero el narrador se adelanta y confiesa no recordar sino inciertamente el devenir de sus andanzas en las calles de la vieja ciudad. ¿Qué clase de titubeante ficción es esta? Es una operación literaria consciente de su naturaleza equívoca e inaprehensible. Los cuatro escritos de Vals de Mefisto afincan su estructura en las formas imperfectas, fallidas o interesadas en que los personajes recapitulan, conciben o leen relatos. Pitol desnuda a través de su sofisticada armazón el haz y el envés del acto de narrar, es decir, las elusivas condiciones que se delatan, con mayor o menor transparencia, en la necesidad humana de contar y conocer historias. El cuestionamiento va de las orillas al corazón mismo de la ficción: ¿qué resta de lo real en toda tentativa de recuento?, ¿cuánto se pierde o trasmuta y qué revelan esas trasfiguraciones, acaso todas ellas falibles?, ¿el sentido del relato depende enteramente del ánimo y la voluntad del lector?, ¿hay un nudo medular en la experiencia humana inaccesible a todo propósito de memoria e imaginación? No se trata, sabemos, de una búsqueda en sí novedosa, pues cuenta con orgullosas raíces cervantinas, pero en Pitol destaca, hay que precisarlo, el talante dramático, muy orgánico, del doble pliegue que hay enrelatar al tiempo que se hurga en la sustancia esquiva de lo narrativo, pues este ejercicio no se queda en las abstracciones sino que cobra carne: deviene la experiencia inmediata de sus personajes. Pero regresemos a Bujara. Hay dos elementos que conviene resaltar en el episodio nocturno. Primero: la «experiencia sensorial intensa», que se manifiesta en la memoria a través de una visión fragmentada, tiene un efecto desestabilizador en la conciencia. En el aeropuerto, al conversar con sus amigos sobre la vivencia nocturna, el hombre se percata de cómo «empezaron a surgir los viejos recuerdos que habían estado tratando de afluir desde la noche anterior: los años de estudiante en Varsovia, las inolvidables conversaciones con Juan Manuel en el café del Bristol […] y, sobre todo, una inmensa nostalgia por la juventud perdida». Es revelador que un viaje a —como se describe a Bujara en algún momento— «uno de los ombligos del universo», uno de los siete lugares «en que la tierra logra establecer contacto con el cielo», en el que por azar presencia una ceremonia de muy añeja raigambre preislámica, lo haya llevado, según reporta, al «comienzo de los tiempos» en un instante de disolución cuasidionisiaca con la multitud y lo haya compelido a resucitar en su mente esos años perdidos de la juventud en que habría iniciado su periplo por la extranjería. El segundo elemento: «Nocturno de Bujara» es el último relato del último libro que Sergio Pitol publicó en el terreno de la ficción breve, luego de varios tomos con que se dio a conocer en esa distancia desde 1959. Y ocurre que no sabemos el nombre
11 del narrador. Dice haber vivido en Varsovia y haber tenido un amigo de nombre Juan Manuel. También cita al ensayista Jan Kott. Estos rasgos los comparte con Pitol, quien vivió en la ciudad polaca, fue amigo del escritor y cineasta Juan Manuel Torres y en algunos ensayos se ha suscrito como un admirado lector del teórico teatral que dio a las prensas el clásico libro Shakespeare, nuestro contemporáneo. Todo esto permitiría suponer que el narrador es menos un personaje de ficción que un álter ego de Pitol. Me explico: discierno en él, ciertamente, la última transfiguración de un personaje recurrente en los cuentos de Pitol, el mexicano en su condición de extranjero perdido, vulnerable o psíquicamente trastocado en una tierra distante —ya sea Varsovia, Pekín, Venecia o Bujara—, pero también advierto aquí la aparición del protagonista cuyos perfiles dan unidad a la ensayística posterior de nuestro autor examinado: él mismo. Narrar las andanzas foráneas de un mexicano significa para Pitol fijar la mirada en una estación convulsiva, una suerte de ritual de transformación en un entorno ajeno. Ejemplos hay varios en el primer Pitol, esa etapa de juventud y primera madurez en la que predomina la ficción breve y que desembocaría en Vals de Mefisto, libro-bisagra que da pie a la visión carnavalesca y fársica de las novelas publicadas a partir de 1982, de Juegos florales a La vida conyugal. Uno de estos ejemplos es «Cuerpo presente», datado en Roma en 1962 y en el que un mexicano, exfuncionario y hoy empresario de vacaciones por Italia, se enfrenta a la revelación de «la vacuidad del mundo»; se descompone interiormente a como un cuadro del Pinturicchio le hace recordar, no menos ebrio que contrito, a su primera esposa y las traiciones y vilezas que lo llevaron a ascender en la política y a turbiamente prosperar en los negocios. También está «El regreso», escrito en Varsovia en febrero de 1966, demencial recuento de los días de enfermedad de un muchacho en la ciudad polaca cuyo suplicio deviene más doloroso por su inermidad de solitario; recapitula amargamente en algún punto: «¡si también él pudiera sentirse ligado a alguien! Con los años ha sufrido una especie de aridez emocional que todo lo corroe». Los personajes comparten varios rasgos. Son mexicanos pero se hallan en el Viejo Continente. Se mueven en entornos cultos. Y un lance particular los revuelve y confronta. Revisitan su pasado, hurgan en los sucesos más emblemáticos de su vida, reexaminan su trato con personas cercanas en la trayectoria de su espíritu. Y el saldo es desasosegante. Parecerían verse lanzados a un combate emocional de vida o muerte del que su psique saldrá trastornada. Ni cómo dudar que el surgimiento de estos personajes se vio espoleado por las odiseas del escritor veracruzano en naciones lejanas. Sin embargo, conjeturo que el estado de íntimo quebranto de estos seres a la deriva se hallaría discernible ya desde antes, en los orígenes de la ficción breve del autor, concretamente en su relato «La casa del abuelo», datado en México en 1959 e incluido en Infierno de todos, que la Universidad Veracruzana publicó en 1964. Llamo la atención sobre el año. Es 1959: previo a las estancias de Pitol en Europa y Asia. Justamente, en «La casa del abuelo» no estamos en un país centroeuropeo, pero sí hay un pasajero en tránsito. El personaje es Ismael, un chico de ocho años que acaba de perder a sus padres y es enviado a vivir en la ominosa casa de su abuelo materno. El huérfano se despide de su nana en la estación, con el temor de que ella no cumpla la promesa de ir a vivir con él más adelante. Durante el traslado le vuelven a la mente las
12 discusiones y tensos secretos de la fría vivienda que lo acogerá. Conoce una «aprensión angustiosa», desamparo, soledad, terror a como entiende que ya no habrá un regreso a la nación familiar de sus padres. Padece, pues, su nueva condición como una punzante forma de la extranjería. La prosa es, como ocurre en Pitol, densa e intrincada, un río de afluentes numerosos, con una pluralidad de referencias y pormenores gracias a una porosa percepción de los estímulos que avivan la sensibilidad, y cuyo efecto es el de crear una figura narrativa dominada por «oquedades, pliegues, reticencias, desvanecimientos y oscuros fulgores». Una escritura así se funda en una «pérdida de confianza, abstracta por supuesto, en la posibilidad de comunicación y de un convencimiento en la soledad ontológica del ser». El narrador llega a «saber que no existen absolutos, que no hay verdad que no sea conjetural, relativa y, por ello, vulnerable». He citado sin pudor estos apuntes que Pitol dejó en su ensayo autobiográfico «Vindicación de la hipnosis», perteneciente a esa joya absoluta titulada El arte de la fuga (1996), porque ese texto, datado en 1994, se enlaza muy transparentemente con «La casa del abuelo». En esas páginas el autor visita a un médico. Reflexiona sobre el perfil de su labor literaria a lo largo de las décadas al tiempo que consigna un suceso radicalmente transformador, «la experiencia más profunda que he conocido en mi vida adulta»: se refiere a una sesión de hipnosis en que el doctor Federico Pérez lo hace recordar primero una sucesión desbocada de fragmentos visuales propios de diversos momentos de su existencia, hasta que revive, por primera vez en cincuenta años, un hecho traumático de su infancia: cuando falleció su madre, ahogada en un río veracruzano. El autor concluye: «Se fue abriendo paso en mí la noción de que había vivido todos esos años solo para evitar que aquel dolor bestial volviera a repetirse, para impedir las circunstancias que lo pudieran provocar. El sentido de mi vida había consistido en protegerme, en huir, en acorazarme». Escribir sobre Pitol es un reto distintivo porque se trata de uno de esos autores de genialidad bifronte, dotados con natural gracia para la creación y la reflexión en iguales dosis. Su consciencia sobre la naturaleza de la escritura lo ha llevado a volver la vista atrás y deliberar con lucidez en torno a sus búsquedas y hallazgos. Sin embargo, ahora discrepo con la lectura de sí que deja en «Vindicación de la hipnosis». El sentido de su vida habría sido en efecto protegerse del dolor; su memoria habría bloqueado los tejidos en que se grabó el suceso terrible de la orfandad. Pero el sentido de su escritura —y en él, en Sergio Pitol, cómo negarlo, escritura y vida son gemelas— en muchas instancias fue el opuesto: hacer vivir a sus personajes la fase extrema en que la existencia parece estar regida por la despiadada lógica de la supervivencia, un eco del «dolor bestial» primitivo que se ve gobernado por el desamparo, la soledad y la angustia como tercas repercusiones. Varsovia o Roma, Belgrado o Venecia, ciudades deslumbrantes pero ajenas, culturalmente ricas pero afectivamente desérticas, habrían sido los escenarios en que Pitol realizó una trasposición de ese viaje iniciático hacia la orfandad a raíz de la pérdida y el enfrentamiento de una realidad áspera sin los brazos protectores de la familia. La escritura de Pitol es un tejido que con generoso y agradecible descaro se adentra en las parcelas más internas de la fabulación y el pensamiento, de la memoria y la sensibilidad. Mi apunte tiene como fin, más que un análisis psicologista, solo señalar las afinidades, profundas y por eso no necesariamente advertibles a simple vista, que hay en la agónica travesía de sus personajes a
lo largo de una extensa franja de su ficción breve. Sus personajes han viajado a Polonia e Italia, a China y Uzbekistán, pero más que en la geografía física han realizado un itinerario por los horizontes de la orfandad entendida como la extranjería primordial, una condición del individuo y, claro, de la especie. Es esta la confrontación con «la soledad ontológica del ser»: es la revelación de un estado de no pertenencia agravado por la «aridez emocional» de quien ha perdido asideros y raíces y que ante una experiencia agudamente perturbadora creería solo aprehender retazos aislados de una realidad incoherente, de modo tal que no hay manera de impedir que salten y reinen las «oquedades, pliegues, reticencias, desvanecimientos y oscuros fulgores» en el devenir de la creación narrativa. Sin embargo, pienso que sí es posible arribar a un punto absoluto —aunque efímero, por personal— en el que una verdad no conjetural ni falible sino potente, rotunda, impetuosa, se presenta ante la consciencia del personaje y el lector. Lo digo por esto: El primer viaje es el de Ismael, en «La casa del abuelo». Se reitera con tonos sufrientes, aunque ya en las esferas interiores de adultos en el extranjero, en «Cuerpo presente», «El regreso» y otros relatos más a lo largo de la década de 1960, incluidos en Infierno de todos, No hay tal lugar y Los climas, ciclo narrativo que podría verse como una saga de episodios y personajes vinculados por trastornos existenciales afines. Y no es sino hasta «Nocturno de Bujara» en que el protagonista conoce ya no una revulsión destructiva sino una plenitud fundacional, una religación con el mundo: en esa calle de Bujara se siente de vuelta al «comienzo de los tiempos». La pregunta es pertinente: ¿cuál habría sido ese comienzo? Lo revelador está, creo, en un dato en apariencia baladí: el narrador atestigua con sus amigos, como he dicho, un ritual de bodas en el que una hoguera es señalada como el elemento esencial. El narrador significativamente había olvidado ese pormenor, y es en el acto de recontarse la historia al día siguiente, en el aeropuerto, cuando sus amigos —como en «Vindicación de la hipnosis» lo hace el doctor Federico Pérez— lo ayudan a recordarlo: había una «gran fogata donde la muchedumbre aullante hizo saltar varias veces al novio». Lo siguiente es mera especulación: a través de un personaje tan parecido a sí mismo Pitol regresa en «Nocturno de Bujara» al más íntimo génesis de la temporalidad: no a revivir el peregrinaje a la siniestra casa del abuelo ni a ver de nuevo el cadáver ahogado de la mamá, sino a la boda de los padres, reactualizada merced a un ritual venido desde las fuentes más arcaicas de la humanidad y durante el cual él vivió una «intensidad desconocida» que lo «devolvía a la tierra». La era de las ordalías ha llegado a su fin. La soledad queda sin más privilegios. Parecería iniciarse una nueva pauta de reencuentro compasivo con el ser. En Bujara, un sitio en que el cielo y la tierra están enlazados, la orfandad deja de ser una extranjería porque ahí vuelve a inaugurarse la historia individual con la reiteración de la boda primigenia, y todo esto gracias a una hoguera: es el fuego de los orígenes que todo lo purifica, incluso el dolor más oscuramente adentrado. Geney Beltrán Félix. Editor, traductor, ensayista, crítico literario y novelista. Colabora en las revistas Letras Libres y Tierra Adentro, y los suplementos «Laberinto» del periódico Milenio Diario y «Confabulario» del periódico El Universal (México), entre otras. Autor de Cualquier cadáver, su novela más reciente.
Traducción de Óscar Paúl Castro
Sentí un funeral en mi cerebro
Amor después del amor Derek Walcott
Sentí un funeral en mi cerebro, los dolientes iban y venían, arrastrando arrastrando el eco de sus pasos tanto que mi cordura estuvo a punto de quebranto.
Llegará el día en que, con regocijo, te saludarás en el umbral de tu puerta, en el espejo, sonriendo ante la propia bienvenida,
Emily Dickinson
Cuando todos estuvieron sentados inició la liturgia como un tambor, retumbando, retumbando hasta que mi mente entumeció. Luego los oí levantar el féretro, y un crujido me atravesó el alma con esas mismas botas de plomo, otra vez, y el universo comenzó a tañer como si todos los cielos fueran una campana y el Ser fuera un oído, y yo —y el silencio— una raza devastada, solitaria y extraña, aquí. Entonces se quebró un tablón bajo los pies de la razón, y yo caí y caí, y en cada zambullida me golpeaba con un mundo, y terminé sabiendo, así.
y te dirás: ven, siéntate, come algo. Aprenderás a amar de nuevo a este desconocido que alguna vez fuiste. Te ofrecerás vino, pan, regresarás tu corazón a ese extraño que te ha amado toda tu vida, a quien olvidaste para ser otro y que aun así te conoce como la palma de tu mano. Busca las cartas de amor en los libreros, saca las fotografías, las anotaciones desesperadas, quítale la máscara a tu rostro en el espejo. Siéntate. Estás ante el festín de tu vida.
Love after love
I felt a Funeral, in my Brain
The time will come when, with elation you will greet yourself arriving at your own door, in your own mirror and each will smile at the other’s welcome,
I felt a Funeral, in my Brain, And Mourners to and fro Kept treading —treading —till it seemed That Sense was breaking through—
and say, sit here. Eat. You will love again the stranger who was your self. Give wine. Give bread. Give back your heart to itself, to the stranger who has loved you
And when they all were seated, A Service, like a Drum— Kept beating —beating —till I thought My Mind was going numb—
all your life, whom you ignored for another, who knows you by heart. Take down the love letters from the bookshelf,
And then I heard them lift a Box And creak across my Soul With those same Boots of Lead, again, Then Space —began to toll, As all the Heavens were a Bell, And Being, but an Ear, And I, and Silence, some strange Race Wrecked, solitary, here— And then a Plank in Reason, broke, And I dropped down, and down— And hit a World, at every plunge, And Finished knowing —then— Emily Dickinson. Poetisa estadounidense cuya obra, por su especial sensibilidad, misterio y profundidad, ha sido celebrada como una de las más grandes de habla inglesa de todos los tiempos.
the photographs, the desperate notes, peel your own image from the mirror. Sit. Feast on your life.
Derek Walcott. Poeta, escritor de obras de teatro y artista visual. Premio Nobel de Literatura en 1992.
Óscar Paúl Castro. Poeta y traductor. Su libro más reciente es Puzzle. Mantiene la página de Internet tradiuttore.wordpress.com
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La impunidad del absurdo:
Centenario de la metamorfosis kafkiana
Moisés Elías Fuentes
Como al cine de Luís Buñuel o al teatro de Eugene Ionesco, a la narrativa de Franz Kafka muchos han preferido valorarla a partir del tamiz del absurdo, la alucinación y la confusión, lo que resulta más cómodo que habérselas con la realidad «normal», que altanera se desplaza con sus aberraciones por las páginas del legendario checoslovaco. Y es que el prosista nacido en Praga el 3 de julio de 1883, atestiguó por sí mismo las aberraciones de la realidad con la caída del imperio austro-húngaro al final de la Primera Guerra Mundial, en la que no participó, pero de la que vio los inhumanos resultados antes de morir, víctima de tuberculosis, en esa Austria venida a menos de la posguerra, el 3 de junio de 1924. Tomando como base la desestructuración de las sociedades europeas provocada por la Primera Guerra, no es difícil comprender la demoledora visión de Kafka sobre ese mundo de principios del siglo xx, en que se traspasaba a sangre y fuego el poder de las decadentes monarquías al capitalismo triunfante. Sin embargo, lo primero que en verdad nos avasalla de la narrativa kafkiana no es tal visión, sino la corrección estilística con que expone historias crueles e impares en las que la justicia es una puerta vedada y el poder es un castillo mudo, relatos en los que la sinrazón se despliega con desenvoltura insolente por la vida común y corriente, trastocando en infierno aquella Europa Central que antes de la guerra aspiraba a arrellanarse en la serena paz de la comodidad burguesa. Con desolación, pero con brutal socarronería, el checoslovaco invitó a sus contemporáneos a participar en el desfile triunfal de la ilógica y la necrofilia, de la autodegradación y la falacia. Porque las vidas que Kafka llevó a cuentos y novelas son comunes, sin mayores aspavientos y, sin embargo, las advertimos descaminadas, seducidas a la vez por la renovación y por el colapso. Tal es la vida de Gregor Samsa, el gris protagonista de La metamorfosis, cuento largo publicado por vez primera en octubre de 1915, y que desde ese año con la misma fuerza ha fascinado y horripilado, iluminado y desorientado a generaciones de lectores, al tiempo que ha trastornado el sueño de críticos y especialistas, empeñados en dilucidar las claves para la interpretación de la obra, si es que alguna tiene. Y es que, en efecto, el problema con Kafka, como con todo gran artista, estriba en la interpretación de sus intenciones comunicativas, de eso que a falta de mejor definición llamamos el mensaje, concepto que de inmediato nos insatisface, pues rechazamos la sola idea de que la intención comunicativa del escritor se reduzca a un mensaje, a unos escuetos pensamientos más o menos bien hilvanados. Ello explica por qué la narrativa kafkiana ha desatado tantos esfuerzos por esclarecerla, varios por lo demás acertados, aunque indefectiblemente acompañados por otros que oscilan entre lo simplista y lo chocante.
Favorecida por la rara virtud de la renovación, desde hace cien años La metamorfosis dialoga sin cortapisas con las nuevas generaciones de lectores y escritores, quienes una vez y otra también perciben nuevos acentos, nuevas imágenes en la historia de Gregor Samsa, el viajante de comercio que un día amanece «transformado en un insecto monstruoso», pero cuya única y confesada desazón en dicho trance es la impersonalidad de su trabajo: ¡Qué profesión lamentable fui a elegir! Viajar todos los días, sin pausa. El trabajo mismo se hace más difícil que en una oficina, y además están los inconvenientes del viaje, los apuros para hacer las combinaciones de trenes, la comida mala y a cualquier hora, lo inestable de la relación con la gente, siempre despidiéndose, sin poder hacer amigos. ¡Al diablo con todo eso!1
Desde las primeras páginas, el narrador omnisciente nos hace escuchar la voz interior de Gregor Samsa, y lo que escuchamos resulta tan perturbador y opresivo como el espacio exterior, que no es sino la diminuta recámara en que duerme Samsa, su espacio privado y sin embargo también su celda de ser humano o su escondrijo de insecto. Hecho único, tan irrefutable como inexplicable e inexplicado, Gregor Samsa amanece convertido en un «insecto monstruoso», pero a Kafka obviamente no le interesa lo que sabemos del hecho, sino lo que podemos vivir del mismo, por lo que en un par de jugadas de su ajedrez literario, nos convierte en Samsa, a saber: la descripción del grabado recortado por el personaje, que adorna una de las paredes de su cuarto, y la queja sobre su profesión. De ahí en más, nos atrapan los monólogos interiores del protagonista, reflexiones que lo hunden en un pantano tan irreversible como su absurda transmogrificación. Relatada por un narrador omnisciente, La metamorfosis deja sin embargo la impresión de ser un extenso monólogo, lleno de giros y titubeos, es cierto, pero en esencia congruente y hasta monolítico. En ningún momento de la historia permite Kafka que nos alejemos del punto de vista de Gregor, y así como este sufre para moverse por su recámara-celda desde la incómoda posición de un insecto patas arriba, así nosotros sufrimos al advertir que no es la condición de insecto la que sojuzga y nulifica a Samsa, sino su condición de empleado: A Gregor le bastó con escuchar la primera palabra de saludo del visitante para saber quién era: el jefe de oficina en persona. ¿Por qué a Gregor, de todos los hombres, le había tocado trabajar en una firma donde bastaba la menor impuntualidad para que se despertaran las
1 Franz Kafka. La metamorfosis. Traducción y prólogo de César Aira. Ediciones Era. México, 2006. Los fragmentos citados aquí provienen de esa edición.
15 sospechas más graves? ¿Tenían que ser tratados como delincuentes todos los empleados, sin excepción?
El tema del relato, su leit motiv, es la degradación moral, intelectual y emocional de Gregor Samsa, no su transmogrificación física, hecho que es solo tangencial, pues lo que motiva el rechazo de la familia a la nueva condición de Gregor es que se ha vuelto un ser inútil, una carga económica y social para sus padres y su hermana. En especial los padres no están dispuestos a observar en ese Gregor-insecto al hombre que fue, sino al hombre que ya no es, y ante todo el padre observa con horror en el insecto al hijo que ya no es proveedor, el que rescataría a la familia de una onerosa deuda de la que no sabemos nada, salvo que existe, pecado que Gregor no cometió pero que debe expiar. He aquí que entra con toda impunidad el absurdo, el sin sentido que deviene en ley, que como aseveraba la sentencia latina, es dura, pero es la ley, o dicho de otro modo, que es inapelable a tal grado que casi siempre el sentenciado es el último en comprender lo ineludible de su situación, como lo atestigua Gregor en el desesperado intento de hacer llevadera su nueva existencia, intento que se inutiliza al enfrentarse a la realidad cotidiana: «¡Qué vida tan tranquila lleva la familia!», se dijo Gregor, y mientras contemplaba fijamente la oscuridad, sintió un gran orgullo por haber podido permitirles a sus padres y hermana llevar una existencia tan apacible, en un departamento tan agradable. ¿Acaso toda esta calma, esta comodidad, todo este bienestar, terminarían en el terror? Gregor prefería no perderse en pensamientos como esos, por lo que se puso en movimiento y recorrió arrastrándose todo el dormitorio, en un sentido y en otro.
El pasaje es sosegado y familiar, un hombre que medita en el bienestar de su familia mientras disfruta la soledad de su habitación; pero resulta que este hombre es ahora un insecto gigante, inútil como hombre y también como insecto; es un hombre estático en su soledad por más que recorre su dormitorio, por más que medita o por más que procura verse con naturalidad, pues su naturaleza humana ya había sido suplantada por la del viajante de comercio, sujeto hecho para el rendimiento y la utilidad, y no para la existencia. Pero más allá de tal realidad, está el instante de intimidad en que Gregor Samsa se encuentra consigo mismo, con sus pequeños triunfos y satisfacciones, con sus miedos inconfesados que pretende conjurar arrastrándose por ese cuarto-celda que lo aísla del mundo pero que a la vez, paradójicamente, es el refugio para resguardarse del rechazo familiar, hiriente eco del rechazo social que, confusamente lo intuye, acecha allá afuera. Relatada por un narrador omnisciente que sin embargo pareciera limitarse a transcribir el monólogo interior de Samsa, como dije antes, no por ello La metamorfosis debe entenderse como un relato monocorde, sino por el contrario, esa llaneza es el disfraz en que se emboza un drama coral en definitiva extraño, eso sí, pues emerge de las observaciones y los pensamientos y emociones que al mismo tiempo apaciguan y arrebatan, equilibran y desemparejan la existencia de Gregor. Aun así, lo incuestionable es que las otras voces están ahí, en un permanente estira y afloja de concordias y discordias, interrumpiendo con murmullos o con alaridos el monólogo de
Gregor, monólogo que busca conciliar al hombre interior con el insecto exterior, pero que no logra encontrar tal concilio, debido en buena medida al contradictorio barullo que la familia despliega de manera descortés y hasta impúdica a su alrededor. Por ese barullo descubre la molestia creciente de su hermana al atenderlo: Por supuesto, se metió de inmediato bajo el sillón, pero debió esperar hasta el mediodía a que la hermana volviera, y entonces parecía más agitada que nunca. Esto le hizo entender que su mero aspecto seguía resultándole insoportable, y que sin duda seguiría siéndolo siempre, y que ella probablemente debía hacer un esfuerzo para no salir corriendo al ver siquiera la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía de abajo del sillón.
Broma cruel de los roles sociales, Samsa pasa de ser el no aceptado pero inevitable sostén de la familia, a ser la pesadilla de la que los padres y la hermana deben deslindarse. La única libertad plausible para Gregor es su muerte, que entraña además la libertad moral, emocional e intelectual de la familia. Por ello las páginas finales de La metamorfosis son las más alegres del relato para los familiares, casi festivas si tenemos en cuenta que la muerte del «monstruoso insecto» los libera de llorar a Gregor Samsa, el pariente que para ellos había muerto en sus almas de una manera oscura, infamante incluso, mucho antes de convertirse en la presencia indescriptible e insoportable en que devino una aciaga mañana lluviosa. Como contraste, el primer paseo de la familia ocurre ya entrada la primavera: Los tibios rayos del sol inundaban el coche, del que eran los únicos pasajeros. Cómodamente instalados en sus asientos, conversaron sobre las perspectivas para el porvenir, y resultó que vistas con atención no eran nada malas, porque los tres empleos (y en realidad no se habían interrogado entre sí sobre este punto hasta ahora) eran muy ventajosos y muy prometedores, especialmente a largo plazo.
La muerte del insecto gigante que al final era y no era Gregor, otorga independencia a la familia, que encuentra formas de relacionarse entre sí con mayor naturalidad y expresividad, casi sin advertirlo apartados del poder omnímodo de la figura paterna, que había pasado del padre al hijo, y que el padre retomaba pero que no se atrevía a ejercer más. Moral e inmoral, emotivo e intelectual, La metamorfosis no se reduce a un solo significado, porque es un relato acerca de la cotidianidad social y las absurdas maneras que hemos inventado para vivirla, al grado de que lo absurdo se vuelve impune, entidad incomprensible que nos observa a la vez con odio y con cariño, con temor y con agrado. Es la impunidad del absurdo que nos sonríe con sorna y compasión desde las páginas de un relato que en su centenario sigue cuestionándonos, develándonos con murmullos sordos lo que quisiéramos ignorar de nosotros mismos: nuestros personales absurdos, nuestras metamorfosis inconfesas. Moisés Elías Fuentes. Poeta y ensayista. Crítico literario en revistas y suplementos culturales de México, Nicaragua y España.
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Apunte al poemario Caravana de sombras (Rimbaud en su infierno final)
Daniel Sepúlveda ¿Acaso el enfant terrible no había profetizado sus días, tristes y endemoniados, de Abisinia? Si uno vuelve a Una temporada en el infierno, que lo colocó como uno de esos genios precoces del arte, en este caso de la poesía, quizá encuentre una coherencia en lo que fueron sus últimos infaustos meses, no una ruptura abrupta como se considera quizá con razón pero que resulta insuficiente para explicarse la vida de un poeta de la estatura de Jean Arthur Rimbaud. El absoluto moderno que un día sentó a la Belleza en sus rodillas y le supo amarga. Tal compleja y luminosa vida es la que con devota admiración sigue, en su último dramático tramo, el poeta Rubén Rivera con su escritura del poemario Caravana de sombras, fundiéndose en las peripecias de un Rimbaud que sin escribir ya poesía sigue siendo un poeta infernal empeñado en construir inevitable y fatalmente su leyenda de maldito. La obra de Rivera utiliza el recurso de la narratividad para contarnos paso a paso la ruta rimbaudiana en la búsqueda del camino siniestro y cruel de los traficantes de armas, marfil y esclavos, de los que el también autor de Iluminaciones se hará compinche, uno de los más temerarios de acuerdo a lo que poéticamente conocemos; poema en prosa que recurre a los personajes en primera persona, en este caso los amigos, familiares y los que conocieron a Rimbaud en ese trance, dándonos una ver-
sión del poeta simbolista francés y de cómo habría sucedido todo. Incluso los rasgos de embriaguez y de llanto sentimental que no hubiéramos pensado en Rimbaud, pero que Rivera los vuelve creíbles y disfrutables, ¿acaso el poeta no puede ceder a la tentación de proyectarse en el personaje del que habla?, atribuyéndole unos propios rasgos. A mi juicio es válido, y es lo que vuelve a la literatura una actividad tan entrañable. Indudablemente uno de los aciertos del poemario es el trabajo esmerado en el lenguaje, la elaboración de metáforas novedosas, sorprendentes en algunos casos, y que dotan al conjunto de la obra de una atmósfera mágica. Caravana de sombras viene a sumarse a este tipo de obras que son biografía de poetas y artistas icónicos. Entre ellas un poemario de Francisco Hernández, Imán para fantasmas, en homenaje a Octavio Paz, Salvador Díaz Mirón y Aimé Césaire. El poeta chiapaneco Balam Rodrigo que escribió sobre una fotógrafa excepcional, Diane Arbus, y también en el solar sinaloense Jesús Ramón Ibarra con su Crónicas del Minton´s Play house en honor de los jazzistas John Coltrane, Miles Davis y el pájaro Charlie Parker. El filón es grande y muy probablemente se escribirán obras de este tipo en los años que vienen, biografías poetizadas. Un abandono momentáneo del yo poético. Invocaciones a los grandes dioses de la poesía para que permitan la aparición otra vez de originales obras.
Un breve vistazo a la literatura mexicana J org e I vá n C h ava rí n M on t o ya La literatura mexicana posee una gran cantidad de rasgos que vienen a convertirse en objetos identificadores de las diferentes zonas geográficas y culturales del país: desierto, violencia, frontera, urbes, selva, por mencionar unos cuantos. El empleo de los mismos los podemos encontrar desde obras que se remiten al siglo xix (inclusive antes). Las crónicas de Prieto y la narrativa de Altamirano son muestra de ello, donde ya es posible observar las aglomeraciones migratorias en la capital o la violencia hostil en el norte. El desierto y la selva estuvieron ahí y siempre estarán como una parte fundamental de la vida de sus habitantes. No son los rasgos identificativos los que van cambiando en las obras literarias, sino el tratamiento de los mismos, afines a la
condición del momento. Tomemos como ejemplo el norte y el desierto deshumanizado presentado en las crónicas de Nuño Beltrán de Guzmán, que posteriormente se convertiría en el desierto hostil, fluido y poblado de la actualidad, visible en las obras de Toscana y Parra. No se puede cambiar lo que nos rodea pero sí podemos darle un nuevo enfoque. Los escritores actuales siguen hablando de las grandes urbes, de los mares, el desierto, las fronteras, la violencia, la familia, pero no de la misma forma que hace algunos años. La violencia vedada ha quedado atrás para ser remplazada por una más explícita y estética; y las abruptas fronteras por un espacio de intercambio vertiginoso. Llegar al otro lado ya no es el final feliz del cuento.
Si bien la literatura mexicana posee rasgos propios, fáciles de identificar, característicos de cada región y pueblo; el escritor debe entender que la originalidad no radica en omitirlos, sino en la forma de representarlos. Las obras que han pasado la prueba del tiempo no son las que se deslindan de su contexto ni las que buscan alejarse de su realidad inmediata, sino las que al contrario lo retoman y le dan un nuevo tratamiento. Ibargüengoitia toma en sus cuentos y dramaturgia los problemas comunes de las grandes urbes en los años cincuenta (ya empleado por muchos autores anteriores) pero es el manejo del humor negro que las vuelve trascendentes. No es en el qué contar sino en el cómo contarlo donde radica la verdadera literatura.
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La precaria verdad de un hombre y su labio Isabel Hion Era tal la naturaleza de su labio superior, leporino, que el beso de este con sus fosas nasales le hacía creer que ambos cumplían un papel igual de importante en su existencia. Después su madre insistió en pagar una operación para él y, sin poder objetar, le fue arrebatado ese pequeño vínculo encarnado entre el respirar y el contacto con su boca. Se sintió ofuscado por mucho tiempo, pues solo contaba con diez años de edad. A partir de eso debió reconfigurar su visión del mundo y otorgarle a sus labios una personalidad autónoma que nuevamente tuviera cabida en lo cotidiano. Así, este pasó de ser un manojo aprensado a su nariz, para convertirse en un elemento que hablaba por sí solo. Fue triste para él; no estaba acostumbrado. Ahora su boca figuraba como un túnel desierto e inexplorado que debería adaptarse más a su rostro, y no él a ella. Fue difícil. La belleza no le interesaba, tampoco los elogios ni aplausos al ser recibido como un ser normal, según las personas que lo rodeaban, aunque para este hombre aquello no tuviera ni el más mínimo sentido. Comenzó a juguetear con su labio inferior (que era más grueso que el de arriba) y lo amasó entre los dientes; esperaba ingenuamente que un día lograra cierta uniformidad. En su cumpleaños veinte quiso recuperar aquella uniformidad que le había caracterizado; pensó en coser ambos labios y alimentarse vía intravenosa. Hablar le resultaba indiferente, porque su voz la desconocía y solía comunicarse consigo mismo mediante austeros aunque apreciados monólogos internos, así como el parloteo del hemisferio izquierdo en su cerebro con su vecino incauto, tan distinto a él. Prensó sus deseos encerrados en tejer durante meses, y usó las bufandas que había tejido aun en verano, para sentir que una soga benevolente obstruía su cuello, a manera de presidiario condenado a la horca, a la muerte; al silencio defectuoso que a él jamás le molestó. Fue penoso y raquítico ver cómo se arrastraba por los parques y avenidas; sembraba una bandera blanca con su boca, hasta que la aceptó como su compañera. No lo consiguió. Las bufandas se volvieron tan extensas que, al final, las apadrinó como extensión de su lengua, después como una simulación de la misma. Y ya que estas eran igual de rugosas y accidentadas como escaldada su lengua, encontró paz somnolienta, aunque triste, en llevarlas y suponer que esta se enredaba en su propio cuello. Un cogote blanquecino, tejido por venas, engusanado por dentro mientras sus conductos sanguíneos, decía, se alimentaban al transitar a lo largo y por dentro de su piel. Gusanos revestidos, mimetizados; inquietos.
Olvidó a sus labios, violento resquebrajar en su memoria. Olvidó que alguna vez, cuando era muy pequeño, a cada uno lo apadrinó con un nombre para él digno, así como la manera alienada en que los sentía juguetear sobre el mentón; una duela pequeña y en crecimiento, donde tantas veces trasquiló su sembradío capilar, encrespado por días, hasta que llegaba el día de la semana donde este era podado, para que Carlos, su labio inferior, estuviera al tanto de Carlota, la mujer que llevaba encima; delgada y más humilde que él. Después se dio por vencido y dejó crecer un matorral en su barbilla, como raíces devastadas bajo Carlos, que ante el desuso, como Lamarck alguna vez lo soñó, dejó que las hojas se apoderaran de él. Aquel arbusto se presentó como Sergio, un habitante en el vecindario, quien jamás tuvo la oportunidad de existir, debido a la existencia de aquel cúmulo de carne inflado, como un hígado, con el cual nació nuestro hombre. Sebastián Guerrero se llamó, por cierto, aquel niño mutilado que no pudo siquiera encontrar muletas para que su nuevo labio no cayera ante la impotencia de sostenerse por sí solo, sin hilos y sin bases. Ni siquiera la rendija que enjaulara, con salivar, la terrible diferencia y el eterno alejamiento que impuso su madre; una mujer más, entre tantas, que con mucha lucidez supuso que la belleza prensada sobre el nuevo rostro de su hijo lo haría un ser más feliz, lo redimiría ante la sociedad, ante ella, e incluso él mismo. El declive de Sebastián y su órgano indispensable; su pulmón, su corazón en miniatura que se convirtió en un desprendimiento absoluto de alegría, transmutó su existencia, hermosa para él antes de que la pesadilla de la belleza estética arremetiera sobre su rostro, en una triste esperanza de idiotas a la cual jamás se acostumbraría ni con la que habría de vivir en armonía. Lo que para él, de forma irónica, solo pudo ser una broma de las costumbres; mera respiración artificial.
Daniel Sepúlveda. Narrador y poeta. Su libro más reciente es Penumbra. Jorge Iván Chavarín Montoya. Licenciado en literatura. Ensayista y narrador. Coautor de Todos los nombres cuentan. Isabel Hion. Narradora y ensayista. Ha publicado en Numen y El guardagujas. Su obra forma parte de las antologías Los abisnautas y Lados B.
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Poemas disolutos
Coito
1 En el mar profundo Travesías de su lengua Por mi espalda.
En tu líquida piel naufragan mis manos temblorosas encrespado mar tu cuerpo oleaje imposible de escalar arrástrame abatido a una playa de desconcierto
Silvia M ichel
Daniel Sepúlveda
2 La brisa de tu cuerpo Metida en el mío Convierte a nuestras sombras En gaviotas.
Tus muslos montañas marinas de vértigo caída babeante abajo hasta lo salobre sexo muralla de espinas corona de dolor para un desfalleciente
3 Desnuda en su fragancia Las sombras danzan perdidas en el viento.
Declaro mi capitulación dejo una marca endeble un seminal:::::::::Aquí estuve antes del derrotado adiós.
4 La espuma matutina Extendió las alas. Tras el resplandor Su espalda y dieciocho centímetros de estrellas. 5 Cuando la soledad nos encuentre Seremos otros Sobre el río que dibuja La sombra del pasado. 6 En las calles los cuerpos escriben sus historias.
Poema al aire
Janny L aurean
A alguien le escribo Yo escribo Te escribo No te escribo A nadie le escribo Escribo Poemas al aire Poemas para nadie.
Ondas no circulares Siria Ivette/ Noel Martínez
Silvia Michel. Poeta y promotora cultural. Daniel sepúlveda. Narrador y poeta. Autor de Penumbra Janny Laurean. Estudiante de la Facultad de Medicina de la uas. Siria Ivette. Integrante del taller de Fernando Alarriba, en Mazatlán. Noel Martínez. Poeta. Autor de Miedo a los humanos.
No estamos aquí en una cafetería Estamos frente a un lago lanzando piedras Un lago de té verde bajo un cielo de manzanas doradas Las manzanas caen en nuestras cabezas Pero no tenemos cabezas Nuestras cabezas son manos Las manos son ojos que escuchan ecos en el agua Somos dos criaturas que se miran de espaldas Lanzamos piedras Las piedras son nuestras cabezas Las manos son las ramas de los árboles que lanzan piedras Un lago son nuestros ojos Un par de lagos que flota frente a otro par de lagos Ondas singulares que retornan detenidas En el fondo de una taza de té.
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Santa
Mafer Hansen
José Bravo
Fantasía I
Un halo de esperanza emite su mirada tierna como los colores de la noche
No hay silencio, el ruido reina. No es que huyas de la nada, huyes de ti misma.
Sonríe y las estrellas brillan en la comisura de sus labios Ella es una estela más en el paisaje.
Una carta
Daisy Higuera Ella lloraba, no pregunté, sacó su pañuelo y secó sus lágrimas.
Fantasía II Derecha, izquierda, derecha, izquierda, frío. Más frío, más frío. Izquierda, derecha, izquierda , derecha. Una ola sube y se lleva tus pisadas, así de simple, como quien se llevó sus palabras.
Se puso los lentes y empezó a leer...
Suspendida, al fin
Seguía sentada... Su piel, agrietada y bella; sus canas cubiertas de tinte; sus ojos, rojos y grises.
A veces me gustaría detener el tiempo. Saborear eternamente la tarde de un lunes, congelar los tres metros cuadrados que me rodean y sonreír. Saciar las ganas de ser una hormiga. Sin tener que hablar, ni tomar un baño. Escapar de la humillación ante el propio reflejo.
Seguía sentada... Vestida de turquesa y coral; los labios de un suave rosa; y una pluma en la mano. Seguía sentada... mirando al vacío, sin fuerzas soltó la pluma y suspiró por última vez...
Daisy Higuera, José Bravo y Mafer Hansen. Integrantes del taller de poesía La Frontera Indómita que coordina en Mazatlán Fernando Alarriba.
Solo quiero que por vez primera, el viento y yo tengamos la misma densidad, el mismo contenido: Ser vacío.
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Paraísos
Heriberto Díaz-Peña H AC Í A F R ÍO PE RO YO S OL O DI S I M U L A B A S E N T I R L O. M E R E P U DI A B A N DE C IE RTO MOD O L A S B A NQ U E TA S RO TA S , L A PE S T E DE L A S C OL A DE R A S Y E S E OL OR R A N C IO Q U E S A L E DE L A S C A N T INA S .
La gente pasaba cerca de mí sin verme. Yo les devolvía la mirada colocando mis manos dentro de la chamarra. Susurré unas palabras inconscientemente, no recuerdo si fueron puta madre, chingada madre o vale madre, para el caso el efecto era el mismo. La razón por la que no sentía frío era porque la sangre me circulaba aceleradamente. Además, gracias a lo largo de mi chamarra no se veía mi erección al caminar. Di vuelta en tres esquinas distintas, cada una peor que la anterior, aun así no encontré más que bares y cantinas. Fue entonces cuando me acordé de un día cuando caminaba cerca de la estación del metro Cuauhtémoc: eran alrededor de las cuatro de la tarde, yo regresaba del banco y me llamó la atención el tumulto de hombres que se amontonaban en un callejón en medio de dos tiendas. Puse más atención y pude ver cómo pasaban de uno en uno por el pasillo, luego a otra habitación y de ahí se perdían lejos de la luz. El lugar al que entraban los hombres era bastante simple: había dos o tres sillones donde los esperaban varias muchachas, luego otra puerta por la que se perdían ya acompañados de la mujer seleccionada. Eso era todo lo que podía ver y no era necesaria más información para saber lo que ahí se hacía. «Putas en pleno centro», murmuré con mi tono de sorpresa mientras veía a la chica recargada en la puerta de entrada, misma que daba el pase a los hombres. Detrás de ella había otra muchacha que aparentaba menor edad que la primera, también era mucho más bonita. «Pásale, mi amor», dijo la mujer de la primera puerta. Me detuve, sonreí unos segundos como idiota, di unos pasos al
frente y estuve seguro de que se dirigía a mí. Di media vuelta y huí como un cobarde pero decidido a volver al día siguiente. Así vuelvo al punto donde inicia este relato, conmigo apresurándo los pasos hacia donde estaba ese pasillo y pensando en que esas dos geishas de piel morena y labios carnosos que vi aquella ocasión, me estarían esperando. Lo que ocurrió fue lo siguiente: el escenario era el mismo, solo que inundado por la noche. Al acercarme con curiosidad al pasillo observo que no hay nadie en la puerta. De la habitación brota luz cálida, no aparece ninguna de las mujeres que estaban aquella tarde. Pasan algunos segundos que siento eternos, también tengo la sensación de que la intensidad de la luz disminuye. Su atmósfera es áurea y sórdida, como si los fabricantes de esos focos supieran para qué tipo de lugares están destinados. Se escuchan murmullos. Me doy cuenta de que son dos puertas y no solo una las que impiden la entrada al pasillo. La primera es metálica con rendijas que permiten la vista hacia el fondo, la segunda es de un plástico transparente y grueso. Los murmullos aumentan, son de mujeres, entonces me hago a la idea de que es una de las muchachas que vi aquella vez de improviso, o quizá sean las dos, aguardando fielmente a que llegue a pagarles para poder estar con una de ellas, solo espero que no terminen peleándose por mí. Sale alguien de la habitación. Se acercan a mí dos siluetas, una delante de la otra, puedo notarlo gracias a la luz. Me doy cuenta de que no son las chicas que había
21 visto antes, lo noto simplemente por el ancho de sus hombros. La primera persona retira la puerta de plástico mientras la segunda se recarga en la pared detrás de ella. No puedo ver sus ojos pero estoy bastante seguro de que me están mirando. «Ochocientos», dice una de ellas. No me atrevo a contestarle. En segundos descubro que son travestis, se desenmascaran sin piedad ante mí, las voces ya no son de mujeres sino de hombres agudizando la voz. Ambos son más altos que yo y bien pudieran jugar futbol americano si así lo quisieran. Suelto una risa nerviosa planeando en mi mente la manera más disimulada de salir huyendo de ahí. Empiezo retrocediendo dos pasos. «Vente, m’hijo, tenemos tetas, tenemos culo, la mamamos bien machín», dice el tipo recargado en la puerta metálica. No sonríe pero el que está detrás de él sí. Creo que ha notado mi cara de repulsión. «Acércate tantito para agarrarte la verga», continúa el primero. Retrocedo dos pasos más. No huí repentinamente porque tenía la sensación de que si lo hacía, ellos saldrían corriendo tras de mí y entonces sí se pondría mal todo. «Con doscientos pesos la haces, vente.» Para entonces los dos ya se estaban riendo en mi cara. «¿Entonces qué?», me cuestiona el de atrás pero su esfuerzo para disimular una voz femenina ha disminuido. De pronto, el de enfrente saca una de sus tetas. «Mira», me dice tomándosela con una mano y lamiendo el pezón. «Nel», les digo mientras me río de verlo maniobrar. Doy media vuelta y me alejo apresurado pero aún alcanzo a escuchar sus risas y cómo uno de ellos dice «Uy, se me hace que tú me la querías agarrar a mí, wey», luego se oyen carcajadas. Yo también me voy riendo pero mi risa tiene más nerviosismo que otra cosa. «Qué cabrones», pensé mientras volvía a mi caminata, «tienen morritas bien buenas de veinte años por las tardes y travestis de treinta y ocho por las noches». Me sentí estafado. Aun así, no perdí la fe en encontrar putas de verdad. El ambiente de esa zona daba para ello. Esquina tras esquina, no puedo decir que no encontré mi objetivo. «Pst pst», me llamó una mujer de alrededor de cincuenta años, con la piel color de obsidiana y sin algunos dientes en la parte inferior. Sentí una profunda lástima cuando me alejaba de ella. Caminé un rato y encontré dos lugares más de travestis y fue cuando comprendí que estaba en la zona equivocada. Deambulaba tranquilamente, ya no buscaba nada más que largarme. Eran los pasos de quien se ha cansado en el desierto urbano. No tengo cambio para pagar el metro, por lo que decido comprar goma de mascar a la mujer que está cerca de la estación. Me detengo frente a ella para sacar mi billetera y es en ese momento de embriaguez cuando se me viene a la mente esa imagen: la mujer no es tan fea ni tan mayor, además, es bastante agradable a la vista. Sus hijos están jugando no muy lejos de ella, me estremezco, no sé si tendré el valor de ser un desgraciado. Saco un lápiz y un papel y se lo escribo lo más directo posible. Después de leerlo me mira con asombro. Yo solo esquivo su mirada para no sentirme miserable. Se pone de pie, ha aceptado pero hay dos acuerdos tácitos: que soy una persona asquerosamente ruin, y que doscientos
pesos es una cantidad considerable tanto para la persona que la da, como para quien la recibe. Llegamos al motel, cien pesos por dos horas: la mejor promoción de mi vida. El tipo de la recepción nos mira sin decir nada más que lo que tiene que manifestarle a cualquier otro cliente. Su mirada punzante se vuelve mi cómplice en vez de recriminarme algo al ver a los niños. Me incomodaba verlos caminar al lado de nosotros. Ella me dice que puede dejar a los niños en recepción, le contesto que no es necesario, que con tanto vago que hay por la ciudad ya no es seguro ninguno de esos lugares. Le digo que no tengo inconveniente en que nos acompañen, entonces la mujer se detiene espantada. «No es lo que cree», le digo, «ellos pueden quedarse en la habitación y nosotros en el baño». Está de acuerdo. Las dos horas pasaron rápido. Primero le pedí que se bañara y que podía duchar a los niños también, pues se les miraban manchas de mugre en la cara, brazos y cualquier parte del cuerpo que no estuviera bajo una prenda. Aceptó la oferta. Después de un rato, los niños están en la habitación sonriendo y con el cabello mojado. Prenden el televisor y yo me decido a entrar al baño. Cuando ella me mira hace accionar de nuevo la regadera, apenas se estaba desnudando para mojarse. Nos metemos desnudos, el chorro es tan débil que apenas y la cubre, hago maniobras para tocarla como si la estuviera bañando y mientras lo hago mi verga pulsa como si dentro de ella estuviera mi corazón palpitando agitadamente. Le doy media vuelta y su espalda encorvada junto con su cuerpo flácido era en parte lo que esperaba. Mientras ejerzo la tarea carnal no pienso en su piel ni en mi piel, ni en su espalda encorvada ni en su vagina ni en sus hijos con el cabello mojado. No pienso porque no estoy para pensar. Ella gime silenciosamente, me excita saber que sus hijos están a escasos dos metros viendo El chavo del ocho mientras esperan a su madre. Luego me hago una metáfora: los mexicanos somos los hijos, la madre el país y yo, pues el gobierno, qué más da. Ese tipo de estupideces que se piensan cuando no estás en lo que haces. Me pide que no me venga dentro de ella, le contestó que no lo haré pero francamente no me interesa si lo hago. Para su suerte, se la alcanzo a sacar antes de venirme, o al menos eso creo al ver el semen resbalando por nuestros cuerpos. Me salgo de la regadera y me visto rápidamente. Ella se queda bañándose. Una vez en la habitación los niños me están mirando como el extraño que en realidad soy. Ninguno dice nada y yo tampoco tengo el valor de decírselos, solo se escucha el sonido de la televisión. La mirada del mayor parece más retadora que la del otro, en ese momento creo que él sí ha escuchado algo, si lo ha hecho, supongo que jamás olvidará ese día. Camino frente a ellos y salgo de la habitación. Le he dejado el dinero a su madre en el baño. Heriberto Díaz-Peña. Ha asistido a talleres de cinematografía. Actualmente asiste al taller de Creación Literaria con Mariel Iribe Zenil en Cuadrante Creativo. «Paraísos» es su primer cuento publicado.
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En la línea
A g u s t i n a V. T o r r e s H A S TA A N T E S DE L ACC I DE N T E M E C ON S I DE R A B A U N HOM BR E C OMPL E TO. ME S AT I SFAC Í A S E R L O Q U E E R A AU N Q U E E L S OL H U B I E R A TO S TA D O L A PIE L DE MI C A R A Y BR A Z O S . VI VÍ A M I S E R A B L E M E N T E PE RO ME M A N T E NÍ A C ON T E N TO.
La faena diaria me obligaba a salir antes del alba, abordar la camioneta donde apiñonado con los otros compañeros me dirigía a la obra. Por muchos años realicé lo mismo: pegar ladrillos, preparar la mezcla de arena, cal, mortero. Logré cierto grado de experiencia en elaborar esa argamasa. Permanecí ahí, como si hubiera caído a este mundo solo para eso. La gente nace para algo, trae un destino, el mío: la construcción de casas, departamentos, edificios, y no dudaba que pronto fuera yo a formar parte del equipo de magnas construcciones, cuya elegancia y suntuosidad fuera reconocida por la historia; tenía mis ambiciones. Nadie sabría de mí, de mi nombre; ningún albañil trasciende su tiempo, ni firma sus obras, como las catedrales o conventos o rascacielos, pero bastaba contribuir con mi fuerza, orgulloso de ser una de las hormigas colocando sus respectivos ladrillos. Mis manos, como las de todos nosotros, se volvieron toscas, llenas de callos, pero yo era feliz cuando con esas mismas manos ajadas por el trajín me llevaba a la boca un pan después de la media jornada, me congratulaba sentir esa pieza entrando a mi cuerpo enclenque para vigorizarlo; mi cuerpo no resultaba especial, sino moreno como el de muchos otros, un cuerpo equis, pero mío, el único que poseo o el único que me posee a mí, mi alma estaba ahí, habitándome y se ponía contenta cuando llegaba a casa y mi mujer me atendía como a un rey. La paga mayor a mi existencia resultaban las noches en su compañía. Nunca pensé en trocarme por nadie, ni ambicioné la fuerza ni la fortuna de otros, ni la juventud ni belleza de los muchachos, siempre acepté ser lo que era; siempre me quise, sin peros, aunque otros, si pudieran, hubieran considerado cambiarme por otro más afortunado.
Jamás molesté a Dios con peticiones. El sueldo me alcanzaba para vivir, o tal vez deba decir sobrevivir, en una casa humilde, en obra negra aún, los muebles de segunda y algunos de tercera. Mi mujer era modesta, se acoplaba de acuerdo a mis posibilidades. Ella me comprendía y yo la quería a ella. Muchas veces sequé sus lágrimas y seguimos la vida. Ahora me falta vigor para consolarla porque yo mismo no sé cómo aceptar el pedazo de ser que me queda. Un segundo es capaz de transformar la existencia; una cimbra en falso troca los días soleados en llorosos. Mi pierna derecha quedó destrozada bajo los maderos. Mi mujer agradeció que no hubiera muerto. Qué voy a hacer cuando mi sostén dependía de mis brazos, piernas, columna, de mi fuerza; estoy convertido en un escombro. Mi pierna derecha ha sido sustituida por una muleta fría de madera. Ir por el mundo mostrando mis carencias me desagrada, no he podido entregarme a mi mujer, cómo dejarme ver desnudo, mutilado, cómo dejarme sentir sin mi pierna derecha, cómo dejar ver mis faltas. No debía estar en el momento del percance, no era un área de mi incumbencia, yo estaba encargado de la mampostería del piso de abajo, pero quise ayudar en el cuarto piso porque a los compañeros les faltaba fuerza. Usurpé un lugar, pero ahora cómo retrocedo, cómo regreso mi pierna a su lugar, cómo restituyo las venas, la sangre, el espíritu de mi pierna. No hay marcha atrás, el tiempo va para adelante aunque parezca estático, es como una niebla densa que impide virar: solo hacia adelante o hacia lo que creemos es hacia adelante. Mi mente con insistencia me instala en el segundo anterior al accidente, al segundo en que yo era uno, uno completo, al instante en que mi pierna aún era mía, no del infierno o paraíso, no de la podredumbre, sino pendiente de la vida mía. Nunca entendí mejor la posesión sino hasta ahora, cuando me falta algo, cuando quiero apoyar mis pasos y solo está la ausencia o la presencia de un madero, del que nunca correrá sangre de mi tipo. Mi mujer me incita a saltar el instante, olvidar lo que era, superar el vacío de mi pierna ausente. Agustina V. Torres. Autora de Toco el violín para olvidar que soy mujer y La musa y sus caprichos.
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Periplo del frío
Gerardo H. Jacobo Miércoles 5 de noviembre Ensayo un cuento. Mentira. Tengo dos personajes sin historia: Lucas es un viejo y consagrado pintor que sufre de priapismo y Bruna una joven prostituta con anorgasmia. Lucas, en la cúspide de su carrera comercial, gasta fortunas en tratar su problema, sin éxito. Bruna vive con la eterna sospecha de que ha contraído una letal enfermedad venérea, pero su miedo es tal que se rehúsa a hacerse ver del médico. Desarrollo ambos personajes con fluidez y calma durante tres o cuatro horas, pero nunca consigo juntarlos. La trama sencillamente no se configura. El conflicto no existe, o está pálido y casi invisible. El día decae mientras bebo un café tras otro y lucho contra la imposibilidad de ponerle apellido a Lucas. Con Bruna no ha sido difícil. Guardo el documento en la carpeta «En proceso» y me masturbo salvajemente viendo en un monitor de cincuenta pulgadas y en alta definición cómo dos negros enormes se cogen a una adolescente de coletas. La tarde se diluye rápido. Detesto que en invierno oscurezca temprano. Doy de comer a Julio y al Cáscaras directo de la lata. Hace tres días que no encuentro sus platos. Viernes 7 de noviembre Salgo. La ciudad es amarilla bajo el sol torpe de las once. He dormido mal y entrecortadamente, perseguido por un sueño en el que un monstruo hecho de varillas me acechaba a través de múltiples casas abandonadas. Logré escapar de él, pero no así otros niños (ah, es verdad, en el sueño yo era un niño), a los que alcanzaba y consumía. La parte más bizarra del sueño es que, una vez comidos, los niños se convertían en vidas de Megaman. El termómetro marca veinte grados. El clima me es tan agradable que termino la caminata en una banca de la Plaza 6 de Abril, buscando el sol con la piel de la cara. Me agradan los cientos de hormigas que parecen recorrerme cuando ese calor sutil descubre mis corpúsculos de Ruffini. Con los ojos cerrados, intento visualizar la actividad eléctrica generándose en los mi-
crorreceptores, viajando a través de nervios electroconductivos y decodificándose en la corteza cerebral, donde las sinapsis neuronales los traducirán a una sensación placentera que el hipotálamo manifestará secretando endorfinas. En mi mente predominan los azules. Lunes 10 de noviembre Llamada de Ágata. El periódico le ha encargado una entrevista con un intelectual y ella me llama para pedir recomendaciones. Hago una breve lista de mis conocidos, ordenándolos por el largo de la barba. A mayor barba, mayor importancia. Ágata me pide los números telefónicos de tres y prometo enviárselos por mensajería instantánea, pero lo olvido. El resto de la mañana, como Froot Loops sin leche, rellenando un tazón cada vez que lo vacío y discriminando los aritos por color. Los naranja son, sin dudar, mis favoritos. Liga Premier Inglesa: Manchester-Chelsea: 3-1, Stoke-Liverpool: 2-2, Newcastle-West Ham: 1-0. Liga bbva. Madrid 5-Getafe 0, Barcelona 2-Rayo Vallecano 1, Real Sociedad 2-Villareal 1. Bundesliga. Stuttgart 1-Borussia 2, Bayern 3-Hertha Berlin 0… Ágata, visiblemente histérica, llama de nuevo. La mala calidad de mis excusas no disimula mi voz adormilada. Al fondo, José Ramón Fernández desglosa jugada por jugada un Boca-River de 1983. Dicto los números con un sonsonete que me aburre y seguro aburriría también a Ágata en un día menos frenético. Antes de cortar, recuerdo preguntar por Altagracia. Está en la guardería, dice su madre. Luego escupe un Gracias frío y cuelga. Encontré los platos de Julio y el Cáscaras. Estaban debajo del lavadero, escondidos tras las botellas de blanqueador. Martes 11 de noviembre La auxiliar de recursos humanos me llama a las ocho de la mañana para cuestionar mi asistencia el día anterior. Ante mi airado reclamo de que no tengo por qué asistir los domingos a la oficina, me responde con voz
24 glacial que ayer fue lunes. El calendario en mi refrigerador le da la razón. Prometo conseguir un justificante médico. Tampoco hoy iré a trabajar. Contemplo la ciudad por la ventana. Todo es caos. Red social: @NewYorker: Jordan Sullivan approaches photos not as documents, but as visual stories. A look at his work @taquerosatanico: hoy ando más perdido que Yuri en su etapa cristiana sayajin. @revistaproceso: Zedillo a Peña: «estamos mal, muy mal, en materia de estado de derecho» @DiegoEOsorno: Nuestro desamparo no empieza ni acaba en Iguala. Hoy cumple un año en la cárcel Gonzalo Molina, uno de los 17 presos políticos de Guerrero. @BoingBoing: Billy Corgansurelovescats!
Retomé la partida de Plantas versus zombis que Altagracia había dejado en pausa la noche anterior. La mecánica del juego es sencilla: se eligen siete plantas con distintas capacidades destructivas para resguardar una casa suburbana de horda tras horda de cómicos zombis hambrientos. Mi favorita es una papa/ mina de contacto. La de Altagracia, una catapulta de repollos. Jugué por casi dos horas, luego salí a la calle a procurarme algo de comer. Por la tarde no pasó nada que valga la pena relatar, pero en la noche, mientras buscaba un cajón para el montón de ejemplares de Máscaras, me encontré con un calzón de Ágata y lo olí hasta quedarme dormido. Eyaculé durante el sueño. El divorcio, al parecer, es una segunda adolescencia. Por cierto: Bruna terminó siendo poco más que un personaje secundario. No estoy del todo satisfecho con eso, pero han pasado más de quince días. Lo dejaré así.
Viernes 14 de noviembre Por quinto día consecutivo, me siento en la misma banca de la Plaza 6 de abril. La chica que atiende el puesto de libros antiguos me mira con una curiosidad mal disimulada. Sé que me fotografía cuando cierro los ojos y recibo el sol en la piel. Me ha crecido la barba, pero es normal en noviembre. Imagino el texto que acompañará a la foto cuando ella la cuelgue en alguna de sus redes sociales. La imagino una mala poeta, o una narradora pretenciosa. No es un prejuicio causado por su bufanda oscura o sus lentes de pasta, sino una mera intuición. Partida de ajedrez con el maestro Pedraza, de la que, como siempre, salgo destrozado. Alfil negro de regalo. Nueve partidas más y tendré completo mi propio tablero. He decidido que Lucas no solo sea un pintor de ochenta años con priapismo, sino que utilice su herramienta viril (siempre dispuesta) para la pintura. Me paso el resto de la tarde visitando locales de arte, en busca de un aditamento que permita pintar con el pene. Tengo éxito en el sexto. Apellidos probables para Lucas (hasta el momento): a) Berriozábal. b) Montes de Oca (pero ya lo he utilizado). c) Viñedo (no me convence).
Martes, 2 de diciembre El domingo bebí dos vasos de ponche en uno de los puestos de la plazuela de Catedral. Me gusta el sabor del rompope y la canela en pequeños vasitos de hielo seco. Me recuerdan, de una forma que no estoy seguro de entender, a una infancia lejana en los panteones de un pueblo que no conozco y en el que quizá estuve cuando niño. Jamás lo sabré. Un grupo de muchachos muy erguidos y morenos, tres hombres y seis mujeres, se reunieron en un punto de la plaza y bailaron durante varios minutos canciones africanas. Los muchachos tocaban djembés y dundunes con manos ágiles, mientras las chicas bailaban envueltas en un sudor invernal. El viento, frío, soplaba desde el este. Una paloma comía migajas de churros de un charco en el jardín. Después de cada canción, una de las muchachas, alta y magnífica, trazaba un círculo grande con sus pasos de antílope, recogiendo monedas en un sombrero idéntico al de Magritte (o al que Magritte pintaba sobre su cabeza en sus autorretratos) y sonriéndole a los extraños. Le di todo lo que tenía en los bolsillos, excepto diez pesos, que utilicé para un tercer vaso de ponche. Caminé hasta la banqueta del restorán de Rosales. Hugo el Violinista aceptó el ponche a cambio de tocar medio Nocturno. Me dijo que lo tocaría completo a cambio de un hotdog, pero me negué. Hace frío de noche.
Viernes, 28 de noviembre Por fin terminé el cuento y Ágata me recomendó con Fa Esparza, la editora de Máscaras. Menos de una hora después, uno de los mensajeros de su diario arrojó a mi puerta un legajo con los veinte números más recientes de la publicación multicolor de Esparza. Busqué un mensaje escrito con la letra de Ágata, pero lo único distinto de las revistas era el lazo de plástico irrompible que las ataba con un cincho. Desistí y las transporté a la mesa del café.
Miércoles, 10 de diciembre Fa Esparza se comunica conmigo por correo electrónico. Envía breves notas numeradas sobre mi cuento. Las notas dicen así: Apuntes someros sobre Periplo, de JxxxxTxxxxxxx 1. Entiendo que el narrador acuda con frecuencia a la licencia poé-
25 tica, pero quisiera asegurarme que entiendes bien el concepto de priapismo clínico. Recomiendo estos vínculos: (http://es.wikipedia.org/ wiki/Priapismo) (http://www.mediprimer.com/Urology/priapism/) 2. Aclaro que no pretendo influir en aspectos estructurales del cuerpo narrativo, sino únicamente cuidar que la propuesta estética reúna la calidad estándar que ofrecemos al lector de nuestra publicación. El estilo y redacción me parecen muy buenos, pero es arriesgado escribir sobre un tema que se desconoce. Habla de inmadurez. 3. Me hubiera gustado que en algún momento de la narración crearas un paralelismo entre Lucas y la figura del Príapo mitológico. Considéralo. 4. El personaje de Bruna parece estar de más. 5. Si decides no publicar, sino corregir y reservarte para nuestro próximo número (tenemos un formato bimestral), te haremos un depósito provisional de 50%, a saldar cuando nos envíes tu versión final. De lo contrario, te depositaremos el total el día lunes. En cualquier caso, envíanos tus datos bancarios. Un beso, Fa. Al parecer, Fa es mujer. Jueves, 11 de diciembre Sueño con madre cuando estaba viva. Su cutis lozano y siempre perfumado. Me recuesta en su cuerpo mientras canta la canción del carrito que pitaba. Huele a uno de esos ungüentos con los que embadurnaba mi pecho en las largas convalecencias de mi infancia. Iodex, VapoRub, 666. En el buró hay un quinqué cuyo fuego tiembla eternamente. No entiendo el sueño. No extraño a mi madre. Cuando la muerte llegue, espero que tenga el mismo aroma. Viernes, 12 de diciembre Altagracia. Sus rizos negros bailan al compás de su cuerpo. Salta con una energía que yo no recuerdo haber tenido nunca. En las bocinas suenan sus canciones favoritas. Ha secuestrado desde temprano mi computadora y se deleita escuchando música y viendo clips de youtube. Shakira, Miley Cyrus, Robin Thicke. Todos esos nombres me son terriblemente ajenos. También Altagracia lo es, a veces. Comemos tamales que su madre nos trajo (anoche, en casa de la abuela, velaron a la virgen, me dice Altagracia en un susurro, y todos teníamos que hablar así, completa) y bebemos un champurrado espantoso que a ella le fascina. Le digo que el lunes recibiré algún dinero y la llevaré al lugar de hamburguesas que le encanta. No le gusta la carne, pero adora jugar en una alberca donde miles de pelotas de colores consumen niños como un agujero negro. Me obliga a llamar a su madre y conseguir el permiso necesario. Ágata no contesta antes del tercer intento. Dice que sí. Altagracia sonríe triunfal. Es una reina de cabellos negros y cachetes profundamente sonrosados. Mi corazón gana calor con su sonrisa. Domingo, 14 de diciembre Regreso caminando de casa de Ágata. No es demasiado tarde, pero hay una brisa helada sobre el mundo. Con las manos en los bolsillos, camino y busco con los ojos lugares con esquinas. Cerca del centro, los negocios encienden sus primeras luces. Infinidad de canciones navideñas se traslapan, creando un solo coro infernal. Frente a mí caminan dos mujeres obesas y magníficas. Visten ropas sensuales. Hay en sus cuerpos una abundancia victoriana, morbosa. Hablan de cosas que no entiendo. Al parecer, el primo de una de ellas es marido de la otra, pero tuvo un amorío con su hermana. La ofendida parece conforme.
Por la noche, escribo. Se me ha ocurrido que Bruna, en la frontera de la madurez, encuentra el amor en un hombre diez años más joven. Es un poeta sin recursos, pero leal. La conquista despacio y con dulzura, pero ella, atribulada por el temor de su enfermedad imaginaria, se resiste a dejarlo entrar en su cama. El poeta construye un poemario exitoso sobre el punto nuclear de la prostituta enamorada que niega sus favores. Ante el éxito repentino y el rechazo sexual de ella, la abandona. ¿Y luego qué? a) Bruna, atormentada, se suicida (aburridísimo). b) El poeta, sin ella a su lado para darle tema, no vuelve a escribir nada medianamente bueno. Regresa y le suplica perdón (cursi y asqueroso). c) Bruna, educada por el poeta en la ingeniería literaria, publica una novela sobre el oficio, cuyo éxito entierra el del poeta y la envidia lo cocina por toda su vida (me gusta). Solo días más tarde caeré en la cuenta de lo parecida que es Bruna a la protagonista de María dos Prazeres. Lunes, 15 de diciembre Llamada de recursos humanos a las diez. La licenciada Orduño me informa que se ha transferido a mi cuenta la cantidad de blablablá por concepto de finiquito. Debo pasar a firmar algunos papeles, pero mi relación con la empresa puede darse por terminada. Hay una melancólica alegría en todo aquello. Correo electrónico de Fa. Está hecho el depósito por mi colaboración para Máscaras. Aun no es mediodía y ya he recibido dinero dos veces. Red social: @GeCo: la cocina es ese lugar donde no hay respeto @ArmandoVegaGil: Vivos se los llevaron, vivos los queremos @ Palacio de Bellas Artes @calbert57: al igual que los árbitros los miembros de la «comisión de arbitraje», son títeres y marionetas de los dueños del balón… de unos cuantos @Faitelson_espn: Messi, Cristiano, una batalla para la posteridad... ¿Quién tiene más ventajas para terminar como el goleador histórico de la Champions? @GFadanelli: En verdad me lo dijo: «Estoy perdiendo la memoria y a veces se me olvida beber». @AristeguiOnline: #Quenosetepase Francia y eu rechazan programa nuclear de Irán. @Sopitas: La cruel venganza de la novia de un gamer… jejeje. Atardecer. La mano pequeña y limpia de Altagracia envuelta en la mía. Cruzamos la calle amplísima que nos separa del Burger Kids. Pedimos nuggets y papas a la francesa, con enormes refrescos. Ella come apresurada y luego corre sin zapatos hasta la enorme alberca de pelotas. Juega durante horas. Su rostro es el de una suricata traviesa que surge de pronto entre las esferas de colores y me busca por el lugar. Es un submarino ruso en la guerra fría. Cada vez que me encuentra, me sonríe. Como una hamburguesa gigantesca y bebo varios vasos de root beer. Leo a Élmer Mendoza. Cuando la luz decae, Altagracia regresa hasta mis rodillas y me abraza las piernas. La beso en el cabello. Su melena negra huele a chocolate, cátsup y refresco de fresa. Cuando la muerte llegue, más le vale que no tenga ese olor. Gerardo H. Jacobo. Autor de las novelas Dos píldoras azules y Crucigrama. Ambas ganadoras del Concurso del Libro Sonorense (2006 y 2010). Y con Ficciones de ocasión (libro de próxima publicación) obtuvo, en 2013, el premio del Concurso Regional de Cuento Ciudad de La Paz.
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Jálale los pelos... ¡Sácalo del ring!
Anselmo León
E N A Q U E L L E JA N O 197 0 M I FA M I L I A VI VÍ A E N M E X IC A L I ; PA PÁ E R A U N ING E NIE RO C I VIL DE L A SE CR E TA R Í A DE R E CU R S O S H I DR ÁU L IC O S Y DE S A R ROL L A B A E L S I S T E M A DE C A NA L E S E N A Q U E L VA L L E DE S É RT IC O D ON DE S E PR E T E N DÍ A I R R IG A R C ON L O S C HOR R I TO S M I SE R ABL E S Q U E L O S G R ING O S L E DE JA B A N A L R ÍO C OL OR A D O. Mi madre se dedicaba al hogar y a educar a mis hermanas, mientras, al mundo bicultural de todos, llegaban Pizza Hut y la Diet Pepsi que, por desgracia, aún no portaba en su etiqueta algo así como: «contiene fenilalanina», o «consumo no recomendable durante el embarazo»; esa es la razón por la cual siempre hemos bromeado con que mi tercera hermana primero actúa y luego piensa —además del resistol que mamá usó para pegar el zoclo de la pared con ocho meses de gestación—. En fin, era una época donde la veracruzana Meche Carreño escandalizaba a la sociedad, y las microfaldas de terlenca entraban a escena; donde la fama de Queta Basilio aún se equiparaba a la de Susana Dosamantes y todo el país hervía: cada región o grupo específico lo hacía por su causa particular. Papá y mamá adoptaban un estilo de vida propio de un matrimonio de procedencia rural que encontraban en el camino la diversificación de hábitos, que llegaban por medio de la modernidad desde ambos lados de la frontera; opinaban acerca de Vietnam y Tlatelolco; escuchaban Las cuatro estaciones de
Vivaldi y a José Alfredo Jiménez; papá «trapeaba el piso» con mamá al ajedrez, y ella le regresaba los honores con la «canasta uruguaya»; comieron hamburguesas y conservaron —hasta el final— el gusto por las cenadurías donde los sopes, las gorditas y el asado norteño eran las estrellas de la carta; pero en aquel mundo nuevo no estaban solos: cientos de matrimonios jóvenes en la franja fronteriza vivían la misma fusión cultural. ¿Por qué pretendo platicarles esto? Por asombro, porque a pesar de más de cuarenta años de diversificación de hábitos y folclore producto de la globalización, siempre habremos de tener nuestra escencia inmaculada. En aquel 1970, a nuestra casa llegaron visitas un sábado a mediodía; el presidente municipal de Tijuana y su esposa —de quien olvidé el nombre—, una exótica mujer morena, de corte porteño, primera dama de la ciudad fronteriza con más movimiento en el continente, y oriunda de Escuinapa; en otras palabras: paisana de mi papá, y amigos desde la infancia. La tertulia comilona fue agradable, del mismo modo mamá
27 comentó alguna vez que aquella paisana escuinapense era exuberante en la plática y, como nueva rica, vestía elegante, saturada en accesorios, luchando contra ella misma para comportarse de forma propia y mesurada... hasta que dieron las cinco de la tarde: —¡Viejo! ¡Son las cinco, muévete! ¡Pícale, que debemos irnos! La premura se apoderó de los visitantes que ipso facto comenzaron el retorno por La Rumorosa: debían alcanzar Tijuana antes de las siete de la noche. —Disculpen, no sabíamos que tenían compromisos, de ser así no...— la mujer interrumpió a mi mamá: —¡No! ¡Qué compromisos ni que la madre! ¡A las siete empieza la lucha libre! ¡Van a pelear el Bulldog y la Tonina Jackson! Estados Unidos de América, en sus discursos patrióticos, ha comentado cientos de veces que su país se ha destruido y vuelto a reconstruir pero el beisbol siempre ha permanecido intacto. Europa expresa lo mismo con el futbol. India, y demás excolonias inglesas en Asia y Oceanía adoptaron al rugby, criquet, badminton y tenis de mesa, al grado de ser mejores hoy día que aquellos que fueran sus maestros. México ha elevado a la lucha libre a nivel de piedra clave en ese surrealista arco que llamamos siglo xx y podríamos presumir también que, aunque hemos vivido un vórtice de desgracias de todo tipo, la tercera cuerda siempre ha permanecido donde mismo: inmaculada. Mamá nunca fue aficionada a la lucha libre, podríamos decir que hasta la aborrecía un poco aunque, de niño, me compró las máscaras y las capas del Huracán Ramírez, El Santo, Blue Demon y la de Tinieblas, que era la más difícil de conseguir en la verbena. Mamá siempre recordó aquella premura de la primera dama de Tijuana que —adornada en perlas— deseaba llegar a cualquier costo a la arena antes de dos horas, y a pesar que buscó darle diez explicaciones distintas al hecho de que una dama con carrera ascendente en el mundo de la política —con todo y vestido de dos mil dólares comprado en Palm Springs— se aferrara a sus orígenes formativos. Crecí en Culiacán. Mis hermanas entraban al instituto católico antes de las siete de la mañana y yo lo hacía hasta las ocho pues iba a una escuela de gobierno a pocas cuadras de la casa, así que, si me levantaba temprano, mamá me permitía irme de paseo hasta el Colegio América por toda la avenida Álvaro Obregón que en sus cruces con otra calle importante, presumía letreros de lámina con dos barrenos por donde pasaban una cadena abrazada a un poste. En aquellos anuncios siempre leía: «¡luuuchaaa liiibreee!» «¡Parque revolución!» «¡Sábado a las 5:00!»: —¿Mamá... me llevas a las luchas? —¡No! Cuando tienes ocho años y tu mamá te dice «¡No!», aquello termina en una batalla perdida y no está sujeta a armisticio, sino más bien, es una rendición incondicional. En el lejano 1983 el canal de televisión local comenzó a transmitir la lucha libre todos los lunes de 8 a 10 de la noche desde la Arena México, puros relevos australianos. Mamá me gritaba desde su recámara: «¡Apaga eso! ¡Te vas a secar el cerebro, muchacho cabrón!» y creo, fue la primera vez que decidí buscar un plan de contingencia para salirme con la mía; le sustraía el audífono a la grabadora Sanyo de mi hermana Zalevi, bajaba al televisor de la sala, lo giraba hacia el ventanal que daba a la calle y... ¿qué puedo decir?: fue un mundo nuevo que al día de hoy se ha mostrado reacio a abandonarme. Me desesperaba cuando el Volcán de Colima le estaba dando su patiza a Lizmark, se montaba en él aplicándole «la tapatía» mientras —mordiéndome los puños para no gritar— veía cómo
aquel miserable rudo comenzaba a desabrocharle la máscara a mi héroe, lentamente, mientras reía perverso. ¡El referee! ¿Por qué no hacía nada para impedirlo? Al final Lizmark se soltaba de la llave y yo respiraba de alivio. Me emocionaba al ver a Dardo Aguilar que volaba desde la tercera hacia afuera del ring para aplanar al Pirata Morgan y dejarlo fuera de combate. En aquellos días me dieron una noticia: un señor de la calle de atrás de mi casa era el referee del parque Revolución y nos había ofrecido a todos los baquetones de la cuadra un asiento en ring side, a cambio de que lo ayudáramos a poner la lona, y desdoblar butacas para la lucha de aquella tarde. Mamá me dejó ir. Aquel sábado presentaron solo unas cuantas estrellas de la lucha, y mayormente, contendientes locales pero no importó, fue mi primer contacto con aquel público del que hoy me cuento. Dos luchadores me cayeron encima al grado que mi ropa quedó penetrada de sudor y más me emocioné cuando la señora atrás de mí gritaba: «¡Chíngalo, chíngalo! ¡Con la silla!». Pirata Morgan llegó hasta mí: —¡Párate! Mi adminículo para posar las sentaderas —de lámina, con un anuncio de Carta Blanca en el respaldo— terminó arriba del cuadrilátero; se convirtió en un arma con la que le dieron una tunda al Delfin. Terminé de ver la lucha compartiendo silla con mi hermana pero no me importó: estaba desbocado de emoción y hasta una salpicada de sangre del Perro Aguayo me llevé a casa de recuerdo. Los siguientes años los viví espiando a otra generación de gladiadores desde el sillón de la casa: Supermuñeco, Octagón, Atlantis, La Parka, El Último Dragón, Marta Villalobos, Lady Apache, Superporky, el Místico... la cuenta sigue. También he vivido frases inmortales para este país como: «Declaro a la nación en época de austeridad», «Defenderé al peso como perro», «Veo un México con sed de justicia», «Esta economía me la entregaron agarrada con alfileres», «Los mexicanos hacemos trabajos que ni los negros quieren hacer», «No era penal», y otras joyas que solo nos han dado el conocer que en muchos sentidos hemos sido hamsters dando vueltas en una rueda sin movernos a ningún lado. México se ha destruido y reconstruido varias ocasiones en cuarenta años, protestamos, nos callamos, y nos anestesiamos ante una pantalla de veintidos pulgadas todas las noches. Nos hemos olvidado de nuestros problemas viendo bailar a Olga Breeskin y Gina Montes; lloramos con el sufrimiento de Angélica Aragón en Mirada de mujer; hemos visto mover el derrière a Niurka Marcos y Edith González caracterizándose en Aventurera; nos emocionamos todos al ver a Mar Castro bailando «Chiquitibum a la bim bom ba» en aquel lejano mundial de México 1986; y nuestro orgullo patriótico —algo raspado— salió a flote de forma escandalosa, en un segundo, cuando Luis Hernández le anotó a Francia en 1998. Hemos sufrido un lento e inevitable proceso de pérdida de identidades a causa de las invasiones culturales procedentes de los países de habla inglesa; confundimos los conceptos de patria y gobierno al grado de creer que son uno mismo y al final, descubro una expresión que siempre ha estado en nuestras vidas, latente o lejana, pero que nos identifica y la tenemos a flor de piel, enorgulleciéndonos en mayor o menor medida, pero, al fin y al cabo, presente. La lucha libre. Porque pegar un tope y mandar al contrario a estrellarse hasta las butacas de la tercera fila, eso, también es poesía. Anselmo León. Escritor. Su libro más reciente es Playball.
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Hora libre
Hernán Ruiz A Q U Í N O E S R A RO Q U E FA LT E N D O S O T R E S M A E S T RO S A L DÍ A . L O S PR IME RO S D O S A ÑO S E SE T IE MPO L IBR E E R A E N V E R DA D R E C ON F ORTA N T E , P OR Q U E C A BE M E N C ION A R Q U E DE SDE Q U E E N T R É A L A U NIV E R S IDA D H E T R A B A JA D O. S I N E M B A RG O, C UA N D O L L E G U É A L T E R C E R A ÑO C OME NC É A H A RTA R ME DE TOD O E S O Y S E N T Í Q U E N O E R A T I E M PO L IBR E SINO T IE MPO PE R DID O. Es por eso que he aprovechado las horas muertas estos dos últimos semestres para leer un poco. Al principio fueron libros relacionados con la carrera: Filosofía del Derecho o Teoría del delito, solo por mencionar algunos, pero luego me cansé de los textos jurídicos y pasé a la literatura. Devoré libros de García Márquez, de Altamirano, Quiroga y Cortázar. Fue entonces cuando sentí que ya no perdía el tiempo. Incluso llegué a pensar que dos o tres horas libres no eran suficientes. Así que empecé a irme a los cafés, a los parques, y entonces era yo el que faltaba a la escuela. Sin embargo, hoy que me encuentro en el salón de clases el maestro de Derecho Civil no aparece, por eso saco de mi mochila un ejemplar de los cuentos completos de Inés Arredondo y comienzo a leer «La sunamita», cuando «¿Me das permiso?», pregunta Fernanda, pues quiere pasar por el estrecho espacio que queda entre mi butaca y la de atrás. Le sonrío, me recorro un poco hacia adelante y la sigo con la mirada, después paseo los ojos por el salón de clases. Está casi vacío, en una esquina unos compañeros copian una tarea, un poco más al centro un grupo de mujeres se pasan de una en una un recipiente que contiene chile en polvo y, justo a mi derecha, Rolando pregunta si alguien le presta un cargador para su celular. Yo regreso al libro y cuando menos pienso la ventana se estremece con un ruido sordo y varias compañeras lanzan un grito. «¿Qué fue eso?», pregunta Fernanda. Un balonazo, le contesto. La puerta se abre y entra Manuel con el balón en las manos y una sonrisa tonta dibujada en el rostro. «Como eres bruto», le grita Rolando agachándose para conectar el cargador a un toma corriente. «Fue sin querer», contesta el otro soltando la carcajada, mientras pone el balón en el suelo y lo patea en dirección a Rolando, quien logra esquivarlo y mientras se insultan la pelota rebota en la pared y se estrella en el rostro de Fernanda. —Le está saliendo sangre —grita Victoria, asustada. En ese momento me levanto y le aviento con fuerza el libro a Manuel, golpeándole la cabeza. —¿Qué traes tú? —grita caminando hacia mí. —¿Quién te dijo que aquí es cancha? —pregunto frunciendo el ceño. De pronto un inesperado zumbido me llena la cabeza y la visión se me hace borrosa. Con dificultad me recargo en una butaca para no caer al suelo por el puñetazo de Manuel y cuando recupero el equilibrio le regreso el golpe directamente a la nariz. Lo veo retroceder y lanzo una patada que no se estrella en ninguna parte, él aprovecha ese momento de estupidez y me da un tremendo rodillazo en el estómago. Se me va el aire, la voz y también las ganas de seguir peleando y quiero aclarar que no es mi
intención perder el conocimiento, pero de repente estoy tendido sobre el suelo rodeado por varios compañeros. —¡Ya se despertó! —dice Victoria. —¿Qué sucede? —Manuel te pegó un chingazo en el estómago y te desmayaste. Comienzo a recordar, más que por las palabras de Victoria, por los espasmos que me llegan de pronto a la cabeza y también por el terrible torzón en la boca del estómago. Hago una mueca de dolor y me ayudan a levantarme. Pregunto por Fernanda y sus amigas contestan que ya la llevaron con la doctora de la Facultad e insisten en llevarme a mí también. Les hago caso con la única intención de ver a Fernanda. En el camino me acuerdo de Manuel y pregunto por él, una de ellas contesta que se fue por el rumbo de Ingeniería, otra añade que iba muy asustado y todas se echan a reír. Llegamos al consultorio: abren la puerta y cuando entro descubro a Fernanda acostada en una camilla con una bolsa pequeña de hielo en su ojo izquierdo. Levanta un poco la cabeza cuando nos escucha llegar. —Mira nomás cómo te dejaron, Roberto —dice sentándose en la camilla. Le contesto con un «no pasa nada», y ella sonríe. Se quita la bolsa de hielo del ojo y deja a la vista un tremendo morete en forma de media luna. Yo me asombro y le pregunto si está segura de que el balón fue el causante de aquella herida. Fernanda contesta que sí, que golpearon la pelota con mucha fuerza y comienza a reír con sus amigas. En eso aparece la doctora, molesta, y le pide a mis compañeras que se retiren. Se van. Doña Luisa, que es como todos llamamos a la doctora, me da un paracetamol, me revisa los ojos, el estómago, y mientras se dirige a la puerta nos dice que debe ir por algo a la bodega. Fernanda vuelve a acostarse y se coloca de nuevo la bolsa de hielo sobre el ojo, yo me siento en un banquito metálico, trueno los dedos y rápidamente fijo mi vista en aquel cuerpo tendido. Lleva un pantalón ajustado y una blusa con escote. —¿Por qué te peleaste? —Es que te lastimaron. Ella pregunta si habría echo eso por alguien más y yo me quedo un rato pensativo. Primero me invade el miedo de confesarle que me gusta, luego pienso en lo tonto que se escucharía si digo que ando por ahí peleándome con todos y por todo. Trago saliva. Siento una gota de sudor cayendo por mi mejilla derecha. —Solo por ti —digo cabizbajo. Fernanda deja escapar una risa débil y nos quedamos en silencio. La doctora tarda tanto que comienzo a sentirme incómo-
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do. El aire de este consultorio es pesado y, como cualquier otro, huele a medicina. Fernanda dice que ya se cansó de la misma posición y se acuesta boca abajo, entonces mis sentidos se activan y la vista corre libre por su espalda, deteniéndose justo al llegar a sus nalgas porque me doy cuenta que me está observando. Tomo el control de mis ojos y volteo hacia la lámpara, me encandilo, volteo hacia la puerta. Una segunda gota de sudor baja por mi mejilla hasta llegar al cuello. Fernanda se sienta en la camilla y se quita la bolsita mostrando el morete. Inclina su tórax hacia adelante y descubro el inicio de sus senos. Ella sonríe y yo me hundo en el banquito, incrédulo pero también ciertamente crédulo de esta realidad maravillosa. —Te pusiste rojo —susurra mientras se levanta. Camina despacio hacia mí, y yo tengo el pendiente de que aparezca la doctora y arruine la escena. Por eso me levanto del banquito y con pasos largos me encuentro con Fernanda. Nuestras miradas se cruzan, quiero averiguar a través de sus ojos lo que piensa pero me sumerjo en ellos y me voy olvidando de todo, y sigo olvidando cuando siento su aliento en la comisura de mis labios, cuando rozamos nuestras narices y ella me pide que la bese. Entonces la beso, siento el calor de su boca y le comparto un poco del calor de la mía, muerdo sus labios y un gemido corre por su garganta. En este momento ya no me interesa que llegue o no la doctora, porque toda mi atención la dedico a este beso inesperado, a este cuerpo que comienzo a recorrer con las yemas de mis dedos. La humedad de nuestras bocas aumenta y yo atrapo su lengua con los dientes, entonces siento cómo se le forma una sonrisa mientras trata de librar el músculo del encierro. Levanto su blusa y con un poco de dificultad le desabrocho el brasier para conocer sus senos, ellos aparecen como si fueran un par de grandes y rosados ojos, les sostengo la mirada y luego los acaricio con la boca. —Pon seguro a la puerta. Rápidamente obedezco y regreso hasta ella. Con pasos cortos nos dirigimos a la camilla, y mientras seguimos besándonos acaricio su nuca, su espalda. Fernanda pregunta si me gusta todo eso y yo le digo que sí, que siempre había querido estar con ella. La acuesto cuidadosamente y cuando lo hago da un respingo porque los bordes metálicos están fríos. Me quito el pantalón. Me acuesto a su lado y le beso el cuello. Sin poder contenerme me acerco a su oído y le susurro que muero por hacerla mía, pero que no traigo condón. Fernanda suelta una
carcajada y yo me siento el hombre más tonto del mundo. Señala hacia el escritorio y cuando volteo descubro un frasco lleno de condones de esos que regalan en el Centro de Salud. Estiro el brazo y saco uno, quiero abrirlo pero la calentura provoca que mis manos tiemblen y se convierte en una tarea sumamente difícil. Ella sonríe y su sonrisa me sabe a una mezcla de ternura y compasión, entonces me quita el condón de las manos y lo abre con una facilidad extraordinaria, y yo supongo que es por la experiencia. —¿Quieres que te lo ponga? —pregunta, y yo le digo que sí. El miedo de que la doctora toque la puerta vuelve a acariciarme la nuca, pero deja de importarme cuando la veo tendida sobre la cama y ella se va quitando de forma lenta el pantalón, seguido por unas pantis blancas dejando al descubierto las lampiñas comisuras de una ardiente boca vertical. Mi mano derecha la acaricia suavemente y hasta parece que lo hago con cariño. Y posiblemente así sea, quizá me he enamorado un poco más de ella que de Fernanda. La beso, los vertiginosos movimientos de mi lengua producen sonidos que se quedan reprimidos en su garganta, y yo me hundo en aquella salada boca, la saboreo, la respiro. Con uno de mis dedos acaricio sus bordes y exploro su interior como si todas las cosas que yo buscara en el mundo las fuera a encontrar ahí dentro. Poco a poco voy subiendo por el cuerpo de Fernanda, beso su ombligo y ella da un respingo acompañado de risas. Abrazo su cuerpo con fuerza. Ella se coloca sobre mí y hacemos una nuestras carnes mientras sus caderas se mueven en un vaivén acelerado y las respiraciones son cada vez más entrecortadas. Entonces el grifo de placer que hay en mi cuerpo estalla dejando correr un torrente de fluidos que se estrellan en el látex del preservativo, y ella se detiene exhausta mientras una gota de sudor cae por su barbilla. Fernanda sonríe desde su butaca al tiempo que una amiga le pasa el recipiente con chile en polvo, inicia una plática con Victoria y yo vuelvo la vista al libro, lo acomodo de tal manera que nadie pueda notar mi erección, mientras un balón de futbol allá afuera golpea la ventana con un ruido sordo. La puerta se abre y entra Manuel con el balón en las manos y una sonrisa tonta dibujada en el rostro. Hernán ruiz. Es integrante del taller de Creación Literaria de Mariel Iribe en Cuadrante Creativo. «Hora libre» es su primer cuento publicado.
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Pier Paolo Pasolini
(1922/ 1975/ 2015)
Nino Gallegos A S Í L O E S CR I B IÓ PI E R PAOL O PA S OL I N I : « TOD O E L M U N D O E S MI CU E R PO IN SE PULTO», Y A S Í Q U E D Ó DE S P U É S DE H A BE R S I D O G OL PE A D O, A R ROL L A D O, DE SFIG UR A D O, F R ACT U R A D O Y A S E S I N A D O. H A N PA S A D O L O S A Ñ O S DE S U A S E S I NATO. UN CR IME N NO NA DA M Á S POR S U HOMO S E X UA L I S MO, S I N O, P OR S U AC T I VI S MO I DE OL Ó G IC O, R A DIC A L , POL Í T IC O, M A R X I S TA -G R A M S C I A N O S O C IO C U LTU R A L , E S T É T IC O Y C R E AT I VO. AÚN H AY Q UIE NE S NO C OMPR E N DE N A L P OE TA , A L DR A M ATU RG O, A L C I N E A S TA , A L PIN TOR , A L NOV E L I S TA , A L E N S AY I S TA : SÍ, PA SIÓN E IDE OL O G Í A . Quienes fueron los más cercanos a su presencia pública, revulsiva, polémica y polisémica y que lo han sobrevivido demandan que sea aclarado el crimen, que en la desaparición-en la aparición de un capítulo de la novela Petróleo, está el autor intelectual de su asesinato. En las décadas de los sesenta y setenta, la confrontación ideológica izquierda y derecha fueron años de radicalizaciones políticas y partidistas, de grupos clandestinos paramilitares, la mafia en su Cosa Nostra, el Vaticano en su causa democristiana, la conservadora clase burguesa italiana industrial y la Italia pobre rural. Pasolini, de origen rural y un hermano muerto por su militancia partisana, era el hijo amado por la madre y el hijo que tuvo que hacerse a sí mismo intelectualmente con su cabeza de piedra y su rostro tallado y huesudamente en la cara y correosamente atlético para el futbol, llegó a mamma Roma con su madre, trayéndose el friuli y Casarsa a una casa de barriada periférica romana: de aquí, Los muchachos de la vida, su enamoramiento homosexual casi obsceno y promiscuo, provocador y atractivo, para el sexo en donde los cuerpos desnudos eran como las calles desnudas de la Roma marginal. El duro y poliédrico aprendizaje intelectual, conceptual y práctico con la pasión y la ideología de la pronta e impronta gramsciana, el neorrealismo italiano cinematográfico, el teatro greco-latino, la investigación socioestética en lo rural, lo urbano y lo étnico-tribal, las bellas artes con sus escenocoreografías feas y decadentes de lo grotesco medieval y lo dictatorial decadente del fascismo: a los cincuenta y tres años, Pier Paolo Pasolini, era un insatisfecho de sí mismo y el testigo directo de sus polémicas y expuestas figura y opinión públicas para lo que era un escándalo en los medios impresos y televisivos de
la Italia del consumismo, lo que él había visto venir desde antes, de la dolce vita al american way life. Desde el asesinato de ppp, no han faltado quienes lo han visto como un personaje trágico de la condición humana, y casi nadie ha considerado que ppp fue un ser humano que nació entre las guerras mundiales, perdiendo al hermano menor, Guido, en la resistencia partisana contra el fascismo de Mussolini, que su aprendizaje de la vida fue duro y doloroso, y que esa dolorosa dureza fue suavizada por una madre al tanto de su niñez, la cual se distanció de la presencia paterna, desarrollándose en la vibrante y vital condición del joven y el adulto en lo que fue su condición de hombre-homosexual: la pasión por la vida y la ideología. Sí, de una ideología que se materializó en lo histórico y lo dialéctico, un marxista gramsciano que hizo de Las cenizas de Gramsci, el polvo poético y riguroso del amante enamorado que resurgió de «la cultura campesina italiana, agotada y derrotada» por la industria urbana, acendrándosele la crítica de la estética social en lo medieval, en lo meridional, en lo rural, en lo urbano, en lo arcaico y en lo moderno, en lo industrial del consumismo capitalista, en lo feo, lo grotesco y lo violento en la forma y en el contenido de lo humano, lo católico y lo ateo. Las amistades y las afinidades fueron más productos que frutos en un aprendizaje del todo disciplinario autocrítico y crítico con Antonioni, De Sica, Fellini, Antonio Gadda, Alberto Moravia, Cesare Pavese, Giorgio Bassani, Ítalo Calvino, Elsa Morante, Leonardo Sciascia, Natalia Ginzburg, y Rossana Rossanda, aún viva y sobreviviente de lo que fue y sigue siendo una generación de escritores italianos comprometidos con la literatura, con el arte y con la cultura del siglo xx y con lo que tarde en terminar lo que ha empezado con el siglo
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xxi. Por eso, Roberto Saviano, ha escrito en nombre de la cultura, del arte y de la información, no sin antes haber aprendido el Yo sé pasoliniano frente a la tumba de Pier Paolo en el cementerio de Casarsa. A Pasolini hay que leerlo y releerlo con la pasión de su entrega, donde la pasión pasa de la ideología a la poesía, a la creación y a la producción de la poiesis, al calcio violento è giusto rispondere con la sospensione dei campionatio con le partite a porte chiuse: la poesía y/o la prosa. El Pasolini periférico siempre fue radioso y rabiosamente irradiante hacia el centro de la cultura italiana, nunca fue atraído por la burguesía cuando su-causa-sui fue la independencia en el sentido estricto del origen y de la orientación que involucró una educación modesta y una formación onmiabarcante en todos los sentidos, en todos los niveles y en todos los signos socioculturales, estéticos, éticos y creativos: fue un artista íntegro que con toda la contundencia de los golpes mortales que recibió en la playa del Idroscalo de Hostia, en la mamma Roma, se defendió aun sabiendo de que su muerte la había escenificado en una obra literaria-poética, en una obra cinematográficateatral, en un ensayo-guión actuado con un final que no ha acabado con su vida, ética y moralmente, no ejemplar y políticamente incorrecta, de un Caravaggio renacentista a un Pasolini realista, los claroscuros de la vida, la pintura y la poesía. En Vita di Pasolini, Enzo Sicialiano, al final de la biografía, escribe: «En un manojo de cartas, fechables en 1969 ó 1970, se ha encontrado un dibujo “abstracto”. La hoja está llena de dobleces, los mismos que vemos en las hojas en que dibujó los retratos de María Callas, coloreados con vino, vinagre y café. En esta hoja, en cada compartimiento formado por los dobleces, aparece en diagonal, repetida, una línea que asimilarse a labios, o a colinas, o a un pájaro en vuelo. La repetición es obsesiva; pero, enmarcada en los distintos cuadrados, la obsesividad parece calmada, reducida a consejo. Abajo, en el centro de la hoja —una de esas hojas llamadas “de estarcido”—, Pier Paolo escribió: “El mundo no me quiere ya y no lo sabe”. El Vértice del orgullo (¿o el vértice de la desesperación?). Pasolini estaba dominado por el sentimiento de la supervivencia. Este sentimiento impuro nacía en su interior cada vez que la agresión de la realidad —ya se le mostrase directa o indirecta— se hacía más cruel. Tal vez su muerte fue la manera valerosa de pedir al mundo que “supiera” de él, aun cuando ya no lo “quisiera”». El poliédrico ser humano-pasoliniano está en la cabeza y en el rostro en líneas planas y huesudas sobre una cara acabada en la desfiguración cuando lo golpearon, lo arrollaron, lo fracturaron y lo asesinaron. Los ángulos faciales fueron herméticos y hermenéuticamente duros a las cámaras fotográfica y cinematográficas que, solamente del mármol o del granito, pudo ser y hacerse en la dureza y en la fineza de la educación bruta en la formación delineada de la piedra primigenia, protohistórica, prehistórica e histórica: Pier Paolo Pasolini, bajo una lápida volcánica, por siempre, en humana y en trashumana erupción, piedra y poesía, en forma de rosa, trashumanizándola y organizándola.
Fado
Víctor Luna Yo soy aquel que parte a bordo de todas las naves Yo estoy siempre con un pie a bordo de cualquier navío Yo soy el que lloran de adiós en adiós En los muelles, ardientes mujeres lejanas Que hilvanan rosarios de lágrimas Cada mañana Yo soy el que parte, por todos los que se han quedado En la tierra deseando partir Yo soy el que va arrastrado en las redes De una canción marina Tan solo esperando que el viaje comience Y agradecido de poder vivir en el mar Yo soy el que en un caracol escuchó cantares de cuna Y ahora duerme en los barcos al alba Arrullado por canciones de sirenas y mecido en su cama Por las manos maternas y azules del mar. Víctor Luna.Narrador y poeta. Su libro más reciente es Canción de juventud. Antología poética de Gilberto Owen.
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El erotismo en las artes plásticas: Elogio y censura en el tiempo Carlos Maciel Sánchez —Amémonos sin tasa ni medida puesto que para amar hemos nacido, adora mi gorrión cual yo tu nido pues sin ellos, ¿valdría algo la vida? P ie t ro A re t ino (Arezzo, 1492-1556)
Dentro de todas las manifestaciones del arte, hay un género, que definido por su temática e intencionalidad se le conoce como erótico: literatura erótica, pinturas o esculturas eróticas, cine erótico, fotografía erótica e inclusive arquitectura erótica. Y si bien, por ahora nos centraremos solamente en las artes plásticas, hay que decir que se suele nombrar como arte erótico aquel que provoca un placer que involucra al cuerpo y a los sentidos. Es claro que el mundo de Eros con sus disimuladas y a veces abiertas alusiones sexuales ha sido perennemente parte indisoluble de las distintas manifestaciones artísticas. Una faceta más de ese misterio que es el hombre. Lo erótico y lo sexual han sido una constante en todas las culturas y en todos los confines del planeta; desde las pinturas rupestres de Dorchester, Inglaterra, hasta las de Fezzan, en Libia. Pasando, por supuesto, por las representaciones espigadas y solemnes del antiguo Egipto y desde luego, incluyendo a las nada tímidas damas y rijosos caballeros de las múltiples pinturas rupestres de Baja California Sur, ya en suelo patrio. Representaciones y relatos de relaciones sexuales y no solo heterosexuales, sino entre dos, tres o más del mismo sexo y aun entre dioses y especies animales diferentes, sean humanos, aves, bípedos o cuadrúpedos, siempre los hubo y siempre los habrá en ese fascinante mundo de la diversidad sexual. Baste tan solo atisbar a la historia; baste correr la mirada sobre esculturas, pinturas, dibujos, fotografías y películas; baste con pasar de una hoja a la otra de un cuento, una novela, un poema o una obra de teatro, para entender que la sexualidad, con su carga de vida, amor, muerte, pasión y lujuria es, invariablemente, uno de los fundamentos, que con su gama infinita de vivencias, desde lo fisiológico hasta lo religioso, identifican y definen con mayor exactitud lo que de humano tienen mujeres y hombres. En sus mayores desenfrenos y aun en su pudor más íntimo. La sexualidad con su etéreo alo de erotismo es la esencia misma de la vida humana, y si el arte es la manifestación más sublime y acabada de la existencia del hombre, significaría ello que lo erótico es parte inalienable de la cultura de todos los tiempos. En el mundo clásico el pensamiento religioso, los hábitos sociales, la disparidad de papeles entre lo masculino y lo femenino, el desencuentro y encuentro de hombres y mujeres conformó un peculiar arte erótico cuyo estudio ayuda a entender la compleja naturaleza de estas sociedades. En el transcurso del tiempo, la historia por lo que de sabrosa
y seductora tiene, la encontraremos plasmada por distintos artistas en distintas épocas. Pero la representación de lo erótico en el arte no ha sido atributo exclusivo de europeos y africanos, también lo encontramos en el remoto continente aislado de Australia, así como en las tierras altas del Pirú y en toda la arrugada orografía del suelo mexicano. En la India, cuyo pueblo era excelso en los menesteres de la espiritualidad pero ducho también en los quehaceres reproductivos, se creó uno de los sistemas más espléndidos en la tradición del placer, que con el paso del tiempo devino un clásico del género artístico erótico. El Kama Sutra se compone de treinta y seis capítulos que versan sobre siete temas diferentes, cada uno de los cuales fue escrito por un experto en el campo. El Kama Sutra, que data del siglo I a. de C, y que en su traducción más literal significaría «ciencia del amor», fue compilado por un santón hindú llamado Mallanaga Vatsyayana. Este, seguramente preocupado por dejar a su pueblo un legado cultural digno de sus ímpetus engendradores, que hiciera este esfuerzo aún más placentero y hermoso de lo que ya de por sí es, ideó con un golpe único de inspiración, las más diversas técnicas y poses que hasta nosotros han llegado, y que aún siguen ruborizando a las buenas conciencias. En Occidente como ya lo hemos señalado, ha existido una actitud ambivalente respeto al arte erótico, de aproximación y de rechazo, de aceptación incondicional y de prohibición absoluta. Así durante las primaverales luces del Renacimiento con su armazón de humanismo, comenzó a desarrollarse la primera etapa del culto a la naturaleza, a la libertad individual y a la apertura a todos los saberes, sensoriales y espirituales, incluido desde luego el amor y el gusto por el cuerpo ajeno. Representar el amor con todas sus implicaciones, no era tarea fácil, tampoco imposible si se recurría a la estratagema de usar el pasado como pantalla y a la vez como el hilo conductor que permitiera dar sustento a una época, cuya tarea era, justamente, el rescate de los valores culturales de la antigüedad. Es decir se trataba de un volver a nacer, con todas las implicaciones que esto conllevaba y que se reflejaría en la traumática y a la vez obligada ruptura con la concepción teológica del mundo, que en adelante sería suplantada por la imagen del hombre, como centro del universo, con toda su carga de pecados y virtudes. Así lo imposible y lo prohibido se vuelven realizables y permisibles. A partir de este momento los artistas recurrirán a temas mitológicos o del Antiguo Testamento para introducir los desnudos de que están llenos los lienzos y paredes del arte renacentista. Y si bien, la sensualidad de las formas y de la piel, era permitida, no siempre la desnudez fue bien vista. Baste tan solo recordar algunos ejemplos, que dan muestra de la intolerancia y la censura de entonces. Artistas de la talla de Donatello, Miguel
33 Ángel, y Leonardo Da Vinci, padecieron la carga de intolerancia social y eclesiástica, cuando algunos de sus desnudos, como en los del Juicio Final, fueron tapados con parches que simulaban ropa, nada más y nada menos que en sus partes retozonas, por ende pecadoras, puesto que ya presuponían blasfemia y ofensa a la moral de aquella sociedad de hijos libertinos y descarriados. Son tiempos, cuando después de los vientos frescos y desprejuiciados del Renacimiento, Roma lanza su contrarreforma, que no solo quería ser fiel a la tradición cristiana, acentuando su oposición al protestantismo, quería servirse del arte ante todo, como arma contra las doctrinas de las supuestas herejías. Se prohíben así las representaciones de desnudos, tanto como la exhibición de representaciones excitantes, inconvenientes y profanas en los lugares sacros y aun en aquellos a donde la mano «redentora» del clero pudiera llegar. Sin embargo la actitud de hombres y mujeres frente al arte erótico, al margen de las veladuras de su ejercicio reproductor, no siempre fue la misma. La tolerancia y la bonhomía en el mirar no han sido de indulgencia en todas las épocas. A veces, oculto o denigrado durante siglos, a este género artístico se le han endilgado epítetos que van desde considerarle la expresión de artistas mediocres hasta confundirlo con la variante mercantil de la pornografía. Sin entender que mientras lo erótico sugiere, lo pornográfico muestra y exhibe. No obstante las obscenas censuras de inquisidores de cualquier ralea, los artistas de todos los tiempos han sucumbido y sucumben a la deliciosa tentación de abordar la temática del desnudo, masculino, femenino o neutro, así también se han volcado a la representación de las distintas poses y maneras del amor, en todas, absolutamente todas, sus variantes y diversidades. Cómo no recordar a Parmigianino con sus Witches’ Sabbath, en la que cabalgando y rodeando un enorme pene, se han congregado una serie de monstruosas criaturas; Hans Sebald Beham, cuyos personajes con las manos diestras hurgan y acarician sus respectivos rescoldos de pecadores contumases (The Helping Hand, 1530); y ni qué hablar de los cachondeos de los
abuelitos Adán y Eva en Callipygous Eve and Adoring Adam (1510) del exquisito y místico maestro Durero. Es notable también la colección de grabados de Agostino Carracci Aretino, dedicada a inmortalizar las cachonderías, deslices y demás fechorías erótico-sexuales de dioses, ninfas y sátiros. En una serie de aguafuertes fechada en 1602 y titulada (The Loves of the Gods) Los amores de los Dioses, Carracci da vuelo a su imaginación representando a toda la divinidad del mundo clásico en las más distintas poses y en los más insólitos encuentros, en los que el deseo tiene como único e íntimo limite la imaginación y el cuerpo del otro. La serie en cuestión inicia con el descenso a la tierra de Venus, tal y como otro Dios la echara al mundo, sentada en un hermoso carruaje, tirado por un cupido regordete de nalgas respingonas. Abajo la tierra es aireada por dos angelicales criaturas que con sus carrillos inflamados soplan para limpiar de nubes el aterrizaje de Venus con toda y su enorme carga de lujuria. Carracci nos presenta veinte grabados en los que el goce de la carne y el entrelazamiento de los cuerpos son los elementos que los aglutinan, debajo de cada imagen va el nombre: Paris et Cenone; Angelique et Medor; Le satyre et la nimphe; Julie avec un athlete; Hercule et Dejanire; Mars et Venus; Culte de Priape; Baches et Ariane; Júpiter et Jano, entre otros. Bueno, y qué decir de Rembrandt, el genio del claro oscuro, con sus series de mujeres orinando y de monjes fornicando y sus grabados eróticos «obscenos». Y don Francisco de Goya con su ya famosa Maja desnuda, y Dominique Ingres con sus personajes de poses neoclásicas, en el desenfreno absoluto, entre los que sobresale la imagen de un encuentro apasionado entre una bella y exuberante dama con un descomunal cisne. Y en la misma sintonía del desenfreno de la carne y en las sinfonías del placer podemos encontrar las más que sugestivas orgías de Jean Frederic Maximilien de Waldeck, quien a sus 109 años atribuía el milagro de su longevidad a sus prácticas de malabarista contumaz en las lides del amor. Aquí la elocuencia del detalle, el delineamiento preciso de las formas y gestos, van más allá de la mera representación estética, se trate acaso, o de un gesto de liberalidad absoluta o de propósitos eminentemente comerciales, en los que la elocuencia del acto sexual y la representación formal, buscan un consumidor no siempre abierto en un mundo cuyo conservadurismo victoriano ha terminado por condenar este tipo de expresión del arte. Durante el siglo xviii, lo que triunfa es la voluptuosidad, una idea del amor y del placer a través de la sugerencia, esto es, el amor galante. El ideal del hombre ya no es Hércules, sino Adonis. En las mujeres ya no es llamativa la robustez, sino la delgadez y cierta palidez. Ya no importan las mujeres maduras de cuerpos contundentes, ahora se trata de jovencitas, casi adolescentes, de piel tersa y ligeramente sonrosada, redondeados los muslos y caderas y de senos duros y tiernos, listos para embestir al primer descuido. Artistas como Manet, Gauguin, Toulouse-Lautrec, Rodin, Klimt, Schiele, Groz, Modigliani, Rivera, Orozco, Siqueiros, Cuevas, Maciel, Toledo, Picasso, Dalí, Balthus, Bacon y miles más, en distintos periodos de sus vidas, han caído y cayeron en la sublime tentación de dejar su huella en el largo y complejo camino del arte erótico, el arte de la vida. Carlos Maciel (Kijano). Pintor e historiador. Sus libros más recientes son Bibliografía mínima de Sinaloa: de la historia y otras disciplinas y Las artes visuales en Sinaloa: del paisaje decimonónico a la irreverencia de las vanguardias (coautor).
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Arte y violencia, una relación simbólica Azucena Manjarrez Las representaciones de la violencia en el arte para muchos pareciera ser moda, porque cada vez más pintores, escritores, músicos, bailarines, actores la toman como motivo principal. En distintos soportes; la sangre, muerte, cuerpos abatidos, balas, luto, dolor perpetúan lo acontecido en esta época, no más violenta que las pasadas. La constancia está en aquellas guerras, sacrificios, que han sido parte de nuestra historia. En el caso específico de Sinaloa, testigo de homicidios dolosos, levantones, secuestros, actos de corrupción y prepotencia, el tema se ha vuelto inherente a la creación. Se ha convertido en la simple muestra de la decadencia que se vive. Esto ha obligado a plantear una reflexión profunda al respecto y descartar el posible interés del manejo del tema, solo para ser reconocido. Sabemos que el morbo vende. No es desconocido que la insensibilidad ha tocado a los sinaloenses, baste recordar que los escenarios de los ajustes de cuentas, son ahora un «espectáculo» familiar de moda. Lo que no será así, es el arte y su relación simbólica con la violencia, porque son parte de la construcción que será historia, las mismas historias que ahora recogen los artistas.
«Siempre digo que es importante discutir de esto desde términos artísticos, el arte puede estar dentro de la sociedad, no solo para la contemplación, el adorno, decorar casas de ricos, sino para discutir lo que está pasando en la sociedad.» Otro caso, también movido por la violencia, es el de Lenin Márquez, quien llegó a Culiacán en 1995. Venía de un lugar tranquilo, Guamúchil, donde entonces esto no era tan cotidiano y eso lo enfrentó a una realidad apabullante. La nota roja se lo mostraba a diario. Todos hablaban de los ejecutados. Él empezó a hacer lo mismo pero a través de la pintura. Realizó series de desaparecidos, de iconos de la ciudad, de ajusticiados pero inmersos en paisajes. No tenía intención de culto, ni de apología, solo era un tema que le llamó la atención desde niño y fue rebasado por la realidad. «Todo lo que yo pudiera decir con la pintura sería ridículo. Nunca he buscado caer en ese juego de la moda que digamos que se está viviendo por el tema, todos apuntan a Sinaloa por la violencia, pero el sentido de mi trabajo no es ese. Es mostrar lo que yo veo», asume como parte de su discurso.
Visualizar la muerte En el recuento de creativos, que en la época contemporánea de las artes visuales en Sinaloa, llevan a las galerías la violencia, es meritorio nombrar a Teresa Margolles como la representante que más ha sobrepasado fronteras. Desde los noventa, junto al grupo Semefo, irrumpió en la escena del arte mexicano con una consigna: No callar, que la muerte no fuera solo un paso, experimentando con cuerpos de animales y del hombre mismo. A partir de entonces ha buscado dar seguimiento al cuerpo muerto para comprender su dimensión social. Estar en la línea de dos dimensiones: la que la une con los familiares que viven la pérdida y la que provoca el dolor y la ausencia. Margolles lleva consigo la muerte violenta, la que es inherente a la vida diaria en Sinaloa a través de la instalación y la fotografía, a los museos más importantes del mundo. Habla con certeza de la realidad, presencia y ausencia del cuerpo, sobre el vacío y el hueco que deja una persona muerta. «Se cree que la muerte, es un tema exclusivo para el periódico y que el arte no tiene cabida, es un reclamo que siempre me hacen, me preguntan: “¿Por qué meterse con el cuerpo de una persona asesinada? ¿Por qué llenar de sangre los museos?”», ha sido parte de su discurso.
Replantear el tema Siempre aguerrida y arrojada con su arte, la escultora Rosa María Robles, primero tomó a la naturaleza, la religión para hacer escuchar su voz. A ella le interesaba que la creación no solo fuera un producto decorativo, tanto así que está consciente que su arte molesta y no es vendible. En su caso, el narcotráfico se sumó a sus temáticas porque consideró que había alcanzado niveles terribles, y es necesario denunciarlo para que no se vuelva una costumbre. El arte no resolverá el problema, pero sí planteará un debate y una reflexión. Lo importante para esta artista, es poner el dedo en la yaga, así como lo hace Elina Chauvet con una propuesta enfocada a denunciar los feminicidios. La creadora que vive en Mazatlán, tomó a la pintura, instalación, fotografía como una forma para sobrellevar la pena de la ausencia de una hermana. Ha tratado de no hacerlo de manera muy cruda y sin que agreda, pero los tiempos han superado a la fantasía. El arte y la violencia han estrechado su relación simbólica. Azucena Manjarrez. Periodista cultural e historiadora. Coordinó el libro Arte contemporáneo sinaloense. Recuento de años.
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Húmedo acento
Moisés Elías Fuentes El frío de las tumbas
preserva el húmedo acento de las palabras hechas llanto, las que no se disgregaron con la hojarasca de las flores secas, abandonadas a su sed de agua y de memoria. Moisés Elías Fuentes. Poeta y ensayista. Crítico literario en revistas y suplementos culturales de México, Nicaragua y España.
María García La liviandad 1 Desafío a la voz, esa que se concibe a solas, sin el ritual amoroso de la noche —aguardiente.
Ausencias Ernestina Yépiz 1 Sin detenerse a sentir el olor de los jazmines Cruza el jardín Un par de mariposas negras lo guían Como sombra se fue Como sombra regresa Cómo decirle Que de tanto ver las distancias el olvido me fue llenando Me dejó sin palabras para poder nombrarlo.
2 Cuchillo en mano De un solo tajo Parto una sandía La muerte a mi lado Se sorprende un poco Luego sonríe Pinta sus labios pálidos Color durazno Deseosa de mí Se desnuda.
2 Desafío a la sombra. Muerte de mariposas —tus ojos.
Autodeterminación Aún el espejo dibuja el mismo rostro, la campana tañe el mismo nombre, la sombra raspa la misma melancolía, aún es temprano para que arribe el verano.
María García Velasco. Autora de los poemarios: El infierno me pertenece; Vigilia del ego; Los amantes han de ser otra cosa; Letras vencidas. Y en narrativa ha publicado Fuera de temporada (Premio Nacional de Cuento Tintanueva). Los poemas que ahora publica en timonel forman parte de Juego de solitarios, de reciente publicación.
3 Y ahora Desde el balcón Sentada como una reina en mi silla de cedro tallada por carpinteros de Concordia Contemplo la noche Pregunto ¿Cuál es el misterio que debo develar? Busco en la luna el crepitar del fuego No encuentro nada Solo el silencio Una débil llama amarilla Es entonces que me doy cuenta Que amo a los que se fueron para no volver.
Ernestina Yépiz. Ensayista, narradora y poeta. Autora de El café de la calle Mulberry, Los conjuros del Cuerpo, entre otros.
MOI S É S E L Í A S F U E N T E S ÉLMER MENDOZA E D UA R D O RU I Z S O S A G E N E Y BE LT R Á N F É L I X Ó S C A R PAÚ L C A S T RO J ORG E I VÁ N C H AVA R Í N MON TOYA DA N I E L S E P Ú LV E DA I S ABE L HION DA I S Y HIG U E R A S I LVI A M IC HE L JA N N Y L AU R E A N JO S É B R AVO SIRIA IVET TE N OE L M A RT Í N E Z MAFER HANSEN HE R I BE RTO DÍ A Z - PE Ñ A AG U S T I N A V. TOR R E S G E R A R D O H. JAC OB O A N S E L MO L E ÓN HE R N Á N RUIZ N I N O G A L L E GO S V ÍC TOR L U NA C A R L O S M AC I E L S Á N C HEZ A Z U C E N A M A NJA R R E Z MARÍA GARCÍA E R N E S T I N A Y É PIZ