Timonel Volumen 18

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Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 5 | nĂşmero 18 | agosto-octubre de 2015


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Contenido

3 Presentación 4 Cavando / Digging | SE A MU S HE A NEY ( T R A DUCC IÓN DE Ó S C A R PAÚL C A S T RO) 5 Es un lugar tan oscuro | E DUA R D O RUI Z 6 Poema inédito | A .E . Q UIN T E RO 7 Glosa del Diluvio | JORG E ORT E G A 8 Las atribuciones erróneas | BE T INA K E IZM A N 11 Los demasiados Borges de El forajido sentimental | JA IME MUÑOZ VA RG A S 12 La intimidad de las minucias: Jorge Luis Borges, poeta | MOI SÉ S E L Í A S FUE N T E S 14 Las motivaciones de la memoria en Borges | AGU S T INA V. TOR R E S 15 La novela de Borges | A L EYDA ROJO 16 Borges, Miguel Capistrán y el olvido | VÍCTOR LUNA 17 A la manera de Borges | SILVI A M A DE RO 17 Cóncavo cristal de Borges | K A R INA C A S T IL L O 18 El crimen, los libros y el sueño en «La muerte y la brújula», de Jorge Luis Borges | E R NE S T INA YÉPIZ 20 La Guía de forasteros de Jorge Ortega | M A NUE L IR I S 22 No existe horizonte pequeño | PE DRO SE R R A NO 23 Sobre escritura | M A R Í A G A RC Í A V E L A S C O 24 Leonardo Padura, El hombre que amaba los perros | E R NE S TO HE R NÁ NDEZ 25 La duda | GUIL L E R MO S OL Í S 26 Está muy a gusto aquí | RO SY PA L ÁU 27 Plata líquida | C É S A R IB A R R A 28 El poeta / Juego de beisbol / Terra FS | NOE L M A RT ÍNEZ RUBIO 28 Ofrenda / A fuego lento / Desnudo | LUC Í A L EY VA 28 Cuando la muerte llega | M A R Í A DE L C A R ME N L IZÁ R R AG A 29 Mi dormitorio, tu dormitorio | NE TZAHUA LC ÓYO TL C EB A L L O S 30 El sonido de la sal | A NA M A R Í A JA R A MIL L O 32 Van Gogh (La percepción de lo inevitable) | NINO G A L L E GO S 33 Invidentes | DA NIE L SEPÚLV E DA 34 Arte libre | A ZUC E NA M A NJA R R EZ Guadalupe Aguilar. Culiacán, Sinaloa. En 2010 obtuvo su doctorado en Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia. Ha expuesto en México y en el extranjero, su última exposición individual tuvo lugar en 2012 en la Celda Contemporánea del Claustro de Sor Juana en la Ciudad de México, entre sus últimas exposiciones colectivas están Nuevas Adquisiciones en el Museo de Arte Carrillo Gil de la Ciudad de México, en 2013; y 18 asa en el Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez en Zacatecas, en 2014; y en la gaals en Culiacán, en 2015. Además de su trabajo como productora de arte, es autora de El arte participativo, entre otros libros y artículos publicados sobre el tema.


PR E SE N TAC IÓN

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s un gusto enorme haber alcanzado el quinto año y el décimo octavo número de publicación de Timonel, la revista literaria que sin dejar de ser institucional (lo es en todos los sentidos) mantiene una política editorial de apertura y de total inclusión hacia las diferentes expresiones de la literatura en Sinaloa y en México e incluso escritores e intelectuales de otros países han colaborado o colaboran con nosotros y el contar con el respaldo y la colaboración de tantos creadores y estudiosos de la literatura nos hace pensar que estamos haciendo un buen trabajo. En este contexto, nos hemos permitido conmemorar y homenajear, en el ciento dieciséis aniversario de su natalicio (simple y llanamente porque homenajearlo nos ofrece la posibilidad de compartirlo, leerlo o releerlo, según sea el caso), al poeta, ensayista y narrador, quien nació un 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina, Jorge Luis Borges: creador de laberintos, universos, libros y bibliotecas infinitesimales y, sin ninguna duda, aunque nunca haya recibido el Nobel, una de las más grandes figuras de la literatura no solo latinoamericana sino universal. En la presente edición vamos a encontrar ensayos y reseñas de lo más variado en torno a la figura y la obra del mítico escritor, entre ellos «Las atribuciones erróneas», de Betina Keizman, quien establece que durante décadas Borges fue la estación ineludible de todo escritor argentino; Jaime Muñoz, por su parte, en «Los demasiados Borges», se refiere a los muchos rostros de la literatura borgesiana; Moisés Elías Fuentes, con la pre-

M ario L ópe z Valde z

cisión que lo caracteriza, disecciona el discurso poético de Borges; Agustina V. Torres se deja seducir por el tema de la memoria; Aleyda Rojo se permite delinear el argumento de una novela en la que el escritor argentino sería el personaje. Desde luego son muchos más los ensayos, reseñas y relatos que el lector habrá de encontrar en Timonel, por lo que me permito citar también a la escritora Ana María Jaramillo, quien comparte con nosotros un adelanto de su novela El sonido de la sal, que será publicada en las próximas semanas; Pedro Serrano, editor de Periódico de Poesía de la unam, se refiere a Juego de solitarios el libro más reciente de la poeta María García Velasco. A.E. Quintero nos ofrece un poema en el que canta al amor ausente; y no podríamos prescindir de las traducciones de Óscar Paúl Castro, que en esta ocasión traduce un magistral poema de Seamus Heaney. Disfrutemos de la inmensa belleza que la literatura y la obra de Borges, en particular, nos ofrece, en la que cada uno de los diferentes relatos que la conforman es una auténtica joya y muestra de la capacidad artística e intelectual de su creador, quien no solo es un escritor que merece ser leído sino que debe ser leído, pues quien logra acceder a su literatura sabrá que estar en el mundo significa estar en muchos otros mundos.

Cordialmente María Luisa Miranda Monrreal Directoral General del Instituto Sinaloense de Cultura

| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa

F r ancis co F rí a s C a st ro

| Secretario de Educación Pública y Cultura

M arí a L uis a M ir anda M onrre al

| Directora General del isic

É lme r M end oza

| Director de Literatura y Publicaciones

E rne st ina Yépi z

| Jefa del Departamento Editorial

Consejo Editorial

J uan J o sé R odrígue z | A le y da R ojo | C l audi a B añuel o s | C arl o s M a ciel | D ina G rijalva J uan E sme rio Navarro | A gu st ina V. Torre s | Corrección

Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del Estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente. Culiacán, Sinaloa, agosto de 2015.

Diseño Editorial

Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a revistatimonel@culturasinaloa.gob.mx


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Cavando / Digging

Seamus Heaney Traducción de Óscar Paúl Castro

Cómodamente, como si fuera un arma, entre el índice y mi pulgar, la pluma descansa.

Between my finger and my thumb The squat pen rests; snug as a gun.

Bajo mi ventana escucho el sonido áspero y nítido que hace la pala cuando penetra la tierra pedregosa: es mi padre, cavando. Me asomo hacia abajo,

Under my window, a clean rasping sound When the spade sinks into gravelly ground: My father, digging. I look down

lo veo con su trasero correoso, inclinado sobre el jardín de flores, cuando se yergue es veinte años más joven y arremete rítmicamente en los surcos de papas donde trabaja, cavando.

Till his straining rump among the flowerbeds Bends low, comes up twenty years away Stooping in rhythm through potato drills Where he was digging.

La gruesa bota se afianza en el canto, el mango de la pala apalanca con la rodilla, por dentro de la pierna, con firmeza. Cosechaba las plantas de altos tallos, hundiendo hasta el fondo la hoja reluciente, desenterrando las papas que nosotros recogíamos, sintiendo su delicioso frescor en nuestras manos.

The coarse boot nestled on the lug, the shaft Against the inside knee was levered firmly. He rooted out tall tops, buried the bright edge deep To scatter new potatoes that we picked, Loving their cool hardness in our hands.

Por Dios, vaya que mi viejo sabía manejar la pala. Igual que su padre.

By God, the old man could handle a spade. Just like his old man.

Mi abuelo cortaba más turba en un día que cualquiera en la ciénaga de Toner. Una vez le llevé una botella de leche, tapada improvisadamente con un corcho de papel. Se enderezó, la bebió de un trago y se dobló de inmediato embistiendo de nuevo el barro con cortes perfectos, lanzando hacia atrás, sobre sus hombros, los terrones, llegando abajo, abajo, donde está la buena tierra. Cavando.

My grandfather cut more turf in a day Than any other man on Toner’s bog. Once I carried him milk in a bottle Corked sloppily with paper. He straightened up To drink it, then fell to right away Nicking and slicing neatly, heaving sods Over his shoulder, going down and down For the good turf. Digging.

El fresco olor del moho en las papas, el chapoteo al pisar la turba esponjosa y resbaladiza, los cortes secos de la pala atravesando las raíces, reviven en mi cabeza. Sin embargo, yo no tengo pala para continuar la labor de hombres como estos. Entre el índice y mi pulgar, la pluma descansa. Yo cavaré con ella.

The cold smell of potato mould, the squelch and slap Of soggy peat, the curt cuts of an edge Through living roots awaken in my head. But I’ve no spade to follow men like them. Between my finger and my thumb The squat pen rests. I’ll dig with it. Óscar Paúl Castro. Poeta. Autor de Puzzle y Poemas para leer en un camión sin aire acondicionado. Ha publicado traducciones en las revistas TextoS, Punto de Partida, Periódico de Poesía de la unam, en Re-Fundación, Espiral, Acequias y Zócalo Poets. Mantiene un blog sobre traducción: http://tradiuttore.wordpress.com/ Seamus Heaney. Escritor y profesor irlandés. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1995.


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Es un lugar tan oscuro Eduardo Ruiz Dios está oscuro y alejado Gottfried Benn. Es un lugar tan oscuro el cuerpo, un largo abismo entre la piel y el vacío, un árbol que crece dentro y fuera, un espejo es la primera sombra, un caminar por los lugares donde fuimos una misma cosa compartida y aún queda vivo el pasado y es un arroyo de perros la memoria, el largo tiempo de las ausencias: lo roto en nosotros es el presente, lo siempre quebrado del espejo y la anchura de la herida es la única medición posible para el grito. No hay palabra que dure tanto como la ausencia. Dios, si acaso, es una palabra que no se acaba nunca, y es también la ausencia Él mismo, la falta que nos hace un vocablo que lo explique todo con su lógica de piedra labrada, la oración de los creyentes se parece tanto al desconfiado celo de Su atención y Su presencia. Es un lugar tan oscuro el tiempo: una nube hecha de carne, la distancia entre lo sano y lo enfermo, la excusa necesaria y precisa que permite la violencia, esas palabras del pésame esto tanto y lo otro y más allá y la resignación ante las manos de la muerte, como si nada pudiera quedar de lo que fuimos, de lo que nunca pudimos ser en aquel tiempo cuando el presente se nos alejaba y tú eras ya la manera de un recuerdo en el futuro. Es un lugar tan oscuro el verbo: a su jardín le crecen sombras, un helecho de sombras ilumina ese vocablo que se hace carne y se mastica como un tesoro en la memoria; alguien dijo una vez: Hasta pronto, y en la voz había un espejo que anunciaba en su retrato la desgracia pero nunca fuimos capaces de ver en el pasado lo posible. Entonces me parece necesario formular una pregunta a todos los dioses conocidos, los que parecen ancianos o bellísimas jóvenes, los que tienen de perro la cabeza o en el cuerpo el torrente de los ríos más lentos que atraviesan mis ciudades, yo les pregunto, honestamente esperando su palabra, cada noche cuando ya se apagan todas las luces del alma, ¿Por qué si en mis sueños casi siempre muero yo, cada día en mi vigilia siempre mueren otros? Eduardo Ruiz Sosa. Doctor en Historia de la Ciencia por la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor del libro de cuentos La voluntad de marcharse (Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo 2007); y de la novela Anatomía de la memoria.


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Poema

A.E. Quintero

Y esos ojos, calles pisadas de noche por pájaros oscuros, hojas de un otoño principiante, llevado a la ventana como se lleva una lámpara de noche, una cubeta de agua donde el sol se ahogara hace varias horas. Esos ojos tuyos que hablan de sombras que ocurrieron dos veces en la vida; y el viento como una herramienta de la tarde. Y yo te dije que me daba celos tu adicción al aire masculino de la noche, su calor como colmillo de jabalí, sus calles hornillas donde las mujeres se oyen parpadear y oyen sus asfixias como oír el llanto de un niño pequeño. Tus afectos, leones que un adolescente recuerda haber visto de cerca, alguna vez. Y tu cabello largo como se ve un camino o una carretera, largo y atado como se atan los perros durante el día. Y este deseo que no adivinaste. Estas ganas de ti que andan perdidas en alguna parte del sábado, sin historia [propia, sin voz, buscándote entre la soledad escandalosa de la noche y los cuartos cerrados donde el miedo sueña posibilidades [y labios:

este pecho que dejó de inventar pájaros, que dejó de llevar vasos con flores a las ventanas. Estas ganas de ti que no se acaban nunca. Estas ganas de ti como marea, de ti como invierno tomando árboles, violentando ramas, manoseando hojas; ardiéndolo todo. De ti como hordas de pájaros innumerables que llegan del silencio y se van a un silencio más grande, [más amplio, esos lugares donde el cuerpo es más una invención, un tacto imaginario. De ti como lluvia ocurriendo, como viento rompiendo cristales de [casas pequeñas, como invasión, como hombre. Estas ganas de ti que me convenzo a diario, que te escribo, que me creo para que el amor no sea un hombre más sentado solo en algún parque de abril, en algún camino de mayo. De ti o de lo que yo necesito que tú seas. La soledad siempre hará que inventemos a alguien, que hagamos de una persona otra persona, e intervengamos su voz


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para que al decir noche nos parezca que habla de nosotros. La soledad siempre nos adentra falsas montañas, territorios inventados para no perderse. Gente, siempre inventa gentes imposibles. De ti o de lo que yo necesito que tú seas. Estas ganas que te imaginan terminando, vaciándote de esa enorme soledad que fumas, de ese aterrador desamparo que quemas como quien quema hojas en el invierno para tener un [sitio en sus propias manos. Y este deseo que te sueña desde siempre, que te inventa cada primavera por la tarde, cada día de cada mes de cada año. Este deseo que se quedó esperando una propuesta tuya abierta como una puerta en una vieja construcción [desocupada. Mientras hablas de una mujer que fue tuya cuando la noche era apenas una sombra en tu mano, hermosa la noche como esa oportunidad que tiene el incendio, dijimos, al llegar al bosque.

Glosa del Diluvio

Jorge Ortega ¿En qué ayer, en qué patios de Cartago, cae también la lluvia? J orge L uis B orges

Árboles más viejos que las casas que los rodean. Árboles tomados por la hiedra. Y la lluvia pródiga que no tiene para cuándo, cayendo desde ayer y desde anoche como si el firmamento [hubiera empezado a derretirse. Construyen edificios allá afuera los hombres de este mundo. Largo trasiego de albañiles como en la edad de las pirámides [o la torre de Nemrod. Torcida procesión de jornaleros por entre las pilas de cantera. Rumiante romería. No seguirán ahí cuando el paisaje recobre en los escombros su dominio, la inmune y despojada topografía del origen;

Y estos ojos que te sueñan. Estos ojos que sueñan con lo que hay debajo de tu ropa, me duelen.

cuelan los cimientos, erigen oficinas, condominios que tampoco han de estar cuando el chubasco amaine.

Me duele este deseo de no tenerte. Me duelen estas ganas de ti. Me duelen tus labios, de no besarte, de no alcanzarte nunca.

Nada habrá de durar más que el agua que se desploma de arriba. Volveremos al agua antes que el agua liquide su derrumbe, antes que el agua inunde la comarca. Volveremos al agua antes que el agua misma nos disuelva.

Pero la tarde lleva un poco de lluvia en la garganta y ya han pasado demasiados años, y aún no puedo hablar ni estar cerca de ti, ni estar cerca de tus labios sin ponerte en peligro de besarte; mientras en tus ojos pelea el mundo sus perdidas batallas, sus vencidas contiendas, sus guerras de yerba.

Solo la lluvia persiste idéntica al pasado. Solo la lluvia quedará o será lo último en parar.

Me da miedo estar cerca de ti. Me da miedo no poder evitar pedirte una noche con tu cuerpo, una noche

Jamás tuvimos tan cerca la dicha que cuando naufragamos.

y hacerte lo que jamás nadie te ha hecho. Y quererte. Y quererte luego de quererte. A.e. Quintero. Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes (2011), Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa (1996). Autor de los poemarios Cuenta regresiva, 200 gramos de almendras, El taxista saca su pene, La telenovela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse, entre otros.

Volveremos al rumor de la simiente. Moriremos a otro alumbramiento.

Volteas a la ventana y recobras la pauta, encuentras el alivio en lo que nos redime y erosiona y habrá de subsistir para contarlo.

Jorge Ortega. Poeta y ensayista. Sus más recientes libros son El ancla y el arado. Apuntes sobre poesía iberoamericana y otras afinidades (Centro Cultural Tijuana, 2014) y el poemario Guía de forasteros (Bonobos/ Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2014).


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Las atribuciones erróneas

Betina Keizman Durante muchos años, y probablemente hasta el cambio de siglo, Jorge Luis Borges fue la estación ineludible a la que debía enfrentarse cualquier escritor argentino que osara tomar la pluma, es decir, teclear en un dispositivo que por medio de una conexión de cable plasmara sobre la pantalla esa serie de caracteres que aspiraran al relato. Justamente en el año 2000, Alan Pauls publicó El factor Borges, donde se proponía dilucidar «la huella digital, esa molécula que hace que Borges sea Borges». En un primer ensayo nada casual, Pauls explora justamente el significado que adquiere en la operación borgeana el ser moderno y el ser contemporáneo, y lo vincula a la experiencia del abandono de una herencia épica que a Borges le correspondía por linaje pero que rechazó por sensibilidad, por estrategia y por contingencia. Dedicado a las letras, Borges, que ha contribuido a la rehabilitación del encanto de la eternidad y de la experiencia cíclica del tiempo, se propuso ser de «quienes no escriben los primeros contactos con la realidad, sino su elaboración en concepto», es decir, un clásico. Por esa vía regia se introdujo en ese panteón de la eternidad que, en la literatura, cobija tanto la precisión lingüística como el archivo de las reescrituras múltiples (si nos atenemos a la definición canónica de que un texto clásico se actualiza en la reescritura y en la lectura, saltando por encima de su época gracias a una cualidad atemporal que ya late bajo su materia inicial). Después viene lo que se considera el sello Borges: una escritura que reverencia la rigurosidad lingüística, inte-


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lectual y de arquitectura narrativa, la construcción de un modelo de escritor ligado al anacronismo, al eclipse del yo, la ansiedad por los sobrevivientes de otras épocas y de otros hábitos emotivos, colectivos e intelectuales, ficciones de la letra y la filosofía que fingían escasa relación con la coyuntura que en Argentina, recordemos, atravesó todo el peronismo y su proscripción, pero también los movimientos de liberación de las décadas del sesenta y del setenta, la dictadura y la represión. ¿Qué queda de todo eso? ¿Sigue siendo Borges la estación ineludible o se ha convertido en una estación material, posiblemente de tren y en abandono? ¿Qué se ha hecho de su contemporaneidad que, justamente, hacia fines de siglo se revitalizó en la encrucijada de vertiente foucaultiana con práctica posmoderna, de biblioteca infinita, mundo autónomo y proyecto de redes virtuales? Elijo tres escritos y/o relecturas borgeanas, que están entre las más recientes, para aproximar una respuesta: «El gaucho insufrible», el cuento póstumo de Roberto Bolaño, el Borges de Adolfo Bioy Casares y el Aleph engordado de Pablo Katchadjian. La literatura de Bolaño tiene sus deudas con el universo y las estrategias literarias de Borges, aunque la cautela descree de las deudas y mide homenajes, distorsiones, polémicas que se dirimen en la escritura belicosa del autor chileno. En «El gaucho insufrible», el abogado Pereda huye de una Buenos Aires desfalleciente debido a la crisis económica y se refugia en su antigua estancia familiar, donde se pone a la cabeza de una caterva de desplazados, falsos gauchos, ex internados psiquiátricos, individuos lanzados a la intemperie por las políticas de ajuste neoliberal. En estos lúmpenes, el distorsionado abogado cree reconocer la materia humana del campo, una proyección de sus lecturas destempladas (probablemente borgeanas) o de valores tradicionales que la gauchesca y los discursos nacionalistas cultivaron en dos cepas que vienen a encontrarse en este fin de los tiempos que propone el cuento de Bolaño. La referencia directa tampoco falta: «Oyó voces, alguien rasgaba una guitarra, que la afinaba sin decidirse jamás a tocar una canción determinada, tal como

había leído en Borges. Por un instante pensó que su destino, su jodido destino americano, sería semejante al de Dahlmann y no le pareció justo». En el cuento de Bolaño, el Sur de Borges está usurpado por los conejos, nuevo ingrediente esencial de un régimen culinario también decadente. Allí, los gauchos del siglo xxi han olvidado el uso del cuchillo, no están dispuestos al sacrificio ni son devotos del valor, juegan Monopoly y apenas conservan la tradición de cierta colectividad alrededor del fogón. Pereda es un Quijote que se obstina en una tradición nacionalista hueca, y por su persona Bolaño lee con mordacidad la operación borgeana que reinstaló desde la escritura una oposición civilizaciónbarbarie, letra-valentía, en la zona liminar de los suburbios y de esos encuentros del hombre con su destino latinoamericano, desde siempre una ficción francamente anacrónica, incluso en la época en que fue reactualizada por la letra de Borges. El cuento de Bolaño somete esta convicción a una realidad en que las zonas rurales y urbanas se han acoplado, doblegadas por una modernización transversal que erradica los referentes nacionales, pero sobre todo los vuelve insuficientes. Ese gaucho insufrible, por necio e insoportable, también es Borges, quien se obstinó en un universo ficcional poderoso, insistente, para medir las tensiones que marcaron el desarrollo histórico de Argentina y de gran parte de Latinoamérica. Si algo expresa el homenaje de Bolaño es la caducidad del relato borgeano en este punto, se lo reescribe desde el humor y la ironía porque ha perdido una conexión secreta con la realidad y con su universo simbólico. El cuento de Bolaño es melancólico e irreverente como solamente puede serlo quien visita a un ser querido y descubre hasta qué punto ha envejecido. Pero pasemos al siguiente movimiento. La publicación en el 2006 del Borges de Bioy Casares produjo una convulsión fugaz y una cierta decepción en los medios literarios. El libro compila en más de mil seiscientas páginas las charlas de la dupla de amigosescritores a lo largo de cuarenta años, reproduce los intercambios cebados de la crítica impiadosa a casi todos sus contemporáneos; también se dirimen cuestiones del tipo: quién es mejor escritor, Henry James o Flaubert. En los diarios aparece también la incomodidad de Bioy cuando Borges, ya ciego, orina el piso del baño. La aparición de este libro inicia una nueva etapa en la hagiografía perversa del escritor que nunca recibió el Nobel. El malévolo humor de Borges y la mezquindad supuestamente reñida con el genio no se ahorran nada en estas páginas, que se someten al registro de la oralidad, un reverso inmoderado del Borges escrito que, en todo caso, no asombró a nadie. El libro se disfruta, el ejercicio del chisme tiene indudables encantos y muchos cultores, pero implica un nuevo desgarro en las operaciones de autor que Borges trazó en su meticulosa práctica literaria. Es la incursión a una intimidad que siempre había obstaculizado: el Borges ajeno al mundo, circunscripto a la escritura, sospechoso de una sexualidad escasa y mal digerida; la misma que en otras zonas, y en un gesto de dudosa justicia poética, un lector potencial erosiona con un poema apócrifo que el escritor hubiera detestado y que circula en las redes bajo su firma («Si pudiera vivir nuevamente mi vida» viviría con mayor plenitud y renunciaría a «la bolsa de agua caliente», término que, me atrevo a suponer, jamás Borges incluyó en página alguna, aunque podría aflorar en sus conversaciones con Bioy Casares). Se ha comparado este libro con la Vida de Johnson de Boswell, pero las similitudes terminan en un único punto en común, el retrato de un hombre a través de su conversación. Especie de biografía no autorizada, pero a la vez estrictamente literaria por el lector que supone para las frases brillantes y las ocurrencias mordaces, en muchos casos la eficacia de la anécdota está atenuada por la lejanía del refe-


10 rente. En cualquier sentido, el libro de Bioy Casares representa una ruta sin salida si pensamos en los términos de la vigencia de un escritor. Puede ser una herramienta interesante para el estudioso, incluso bocado fino para el seguidor de Borges, pero resuena a arqueología viciosa porque el rescate de esos despojos de la oralidad, incluso desde la perspectiva de la colaboración y la simbiosis entre los dos escritores, no inaugura nuevas zonas de la escritura de Borges y, en todo caso, sabe a tierra seca. La última actualización de este repertorio borgeano tuvo repercusiones recientes. En 2009, Pablo Katchadjian publicó con la Imprenta Argentina de Poesía (IAP), un sello independiente que él mismo dirige, una tirada de 200 ejemplares de El Aleph engordado según un procedimiento literario que, aclara en la portada de ese volumen, agrega a las 4.000 palabras del cuento de Borges otras 5.600, es decir, un nuevo texto con personajes, escenas y ritmos alterados. En 2011, María Kodama, única heredera de los derechos de autor de la obra de Borges, lo querelló por plagio según la ley 11.723, acusación que prevé penas de uno a seis años de prisión. Después de ser sobreseído en dos instancias, Katchadjian ha sido procesado y se le cuestiona, entre otros puntos, que no diferenciara el texto original de sus propios aportes. Estos reveses judiciales promovieron la defensa corporativa de escritores, editores y personalidades del mundo literario y cultural que a través de redes sociales y vía mail se oponen a las acusaciones sobre Katchadjian, además de abrir un debate acerca de los alcances y la legislación de la propiedad intelectual. Considerar la acusación de plagio en relación con el libro de Katchadjian linda lo ridículo, entre otros motivos porque el título pone desde el inicio y en primer plano el juego de atribuciones. Es evidente que Katchadjian rinde homenaje, reescribe y contribuye a una de las operaciones fundantes de la estética borgeana. Tampoco es la primera vez que la colisión entre la literatura y la ley engendran eventos insólitos (en El origen del narrador: actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire podemos seguir la letra chica de dos casos célebres). Sin embargo, apuntar los cañones a esa bestia negra del escritor, que en general lleva falda y se personifica en la silueta de la viuda y albacea literaria, aunque razonable en el plano estrictamente legal de la defensa de Katchadjian, es una prerrogativa cuyo carácter misógino es difícil temperar, y sobre todo expresa una miopía enorme respecto a los alcances de la polémica y a los motivos del juicio. Se han esgrimido argumentos que rozan la ingenuidad, como por ejemplo que Borges jamás hubiera promovido la denuncia siendo como era el embanderado de la apropiación y la atribución errónea. Dejando de lado el carácter espiritista que subyace a este razonamiento, hay que recordar que tampoco los paladines de la muerte del autor renunciaron a las regalías por su trabajo. Lo que evidencia esta polémica, y tantas otras que se han desarrollado en los últimos tiempos, es la modificación de los regímenes de circulación de la palabra y de la producción cultural, la tensión con la colectivización de los recursos, en general, la ruptura del campo cultural y literario como terreno autónomo. Borges concibió esto en su escritura y lo anticipó en «Pierre Menard, autor del Quijote» y en textos de difícil caracterización que ya se salían de la narrativa en la década del cincuenta. Pero los juicios ponen un techo a su práctica, establecen una frontera de vigencia, un nuevo terreno en que el procedimiento borgeano modifica radicalmente sus sentidos y su efecto. En El factor Borges, Pauls rescata una crítica que Ramón Doll, un olvidado escritor nacionalista, hace en un libro titulado —no es broma— Policía intelectual. Cito a Doll, Pauls mediante, en su crítica a

Discusión de Jorge Luis Borges: «Estos artículos, bibliográficos por su intención o por su contenido pertenecen a ese género de literatura parasitaria que consiste en repetir mal cosas que otros han dicho bien; o en dar por inédito a Don Quijote de la Mancha y Martín Fierro, e imprimir de esas obras páginas enteras; o en hacerse el que a él le interesa averiguar un punto cualquiera y con aire cándido va agregando opiniones de otros, para que vea que no, que él no es un unilateral». El escándalo y la denuncia de Doll se tensa entre dos términos, parasitismo, es decir plagio y vagancia, pero también unilateralidad. Como recuerda Alan Pauls, si todo está dicho o escrito, solamente queda trabajar con lo que hay, y en esta máxima se asoma el Borges que leyó el difunto postmodernismo, la práctica por la que todo se vuelve archivo y resto, materia nunca prima porque nunca es inicial. Sin embargo, Borges no enfrentó ningún juicio. Aunque es innegable la genealogía que lo une con la experiencia de Katchadjian, apoyarse en la coartada de esa continuidad es hundirse en el terreno de la aporía, como cuando se afirma que Julio Verne anticipaba el submarino o Bioy Casares las proyecciones en 4D. En todo caso, lo que anticiparon fue una tierra prometida a la que no les sería permitido ingresar, una ficción potencial cuyas condiciones, de realizarse, serían otras. Son esas otras condiciones las que enfrentan a Katchadjian a un juicio. La práctica de apropiaciones y de escrituras apócrifas de Borges se produjo en un contexto literario y cultural que no había estallado porque las tecnologías que impulsarían la explosión apenas estaban en ciernes. En la actualidad, las acusaciones de plagio se han multiplicado, en muchos casos con motivos de mayor gravedad que en el caso de Katchadjian, y comprometen también círculos intelectuales y académicos. Son fenómenos distintos porque es distinta la intención del escritor oulipista Katchadjian y de un malversador de producciones intelectuales ajenas. Pero ambos fenómenos se desprenden de la enorme cantidad de información, la relativa facilidad de acceso, la dificultad de asegurar la supervisión, pero también de las jerarquías de la distribución y de la autoridad de la firma. Es este conflicto el que amplifica el caso contra Katchadjian, y que también muestra los límites de la invención de Borges, el punto justo en que su vanguardia se vuelve otra vez anacronía. Creo que en ese movimiento la literatura pierde su peso de especulación ficcional y recupera su carga de práctica política, en el corazón del conflicto por los derechos, en la difícil supervivencia de la práctica literaria tal como la conocemos, en la posibilidad de una proyección diferente, en la pulseada con los medios de distribución y de consagración. Más que en una estación ineludible, Borges se ha convertido en un puerto de partida a otros registros, a trazos que la escritura de Borges no podía haber previsto. Es un clásico, pero ya no es nuestro contemporáneo, tampoco el demiurgo que ha presentido y entonado lo que nos toca vivir, las materias de nuestra imaginación ni de nuestras invenciones. Es hora de aceptarlo. Betina Keizman. Licenciada en Literatura Latinoamericana por la uba y doctora en Letras por la unam. Es autora de los libros de ficción Zaira y el profesor; El museo de los niños; y Los restos. Sus trabajos de investigación más recientes consideran la intermedialidad cine-literatura en la producción literaria mexicana, argentina y chilena entre los años 1915 y 1940, y lo global, lo colectivo y lo impersonal en las narrativas latinoamericanas contemporáneas. Es profesora de la Facultad de Artes Liberales de la Universidad Adolfo Ibáñez de Chile.


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Los demasiados Borges de El forajido sentimental J a i m e M u ñ o z Va r g a s Recuerdo que durante mi estancia de agosto/2011 en Buenos Aires leí tres libros de Fernando Sorrentino: Conversaciones con Borges (entrevista), El crimen de San Alberto (cuentos) y El forajido sentimental (ensayos). De Sorrentino solo tenía noticias internéticas y amistosamente indirectas, pues fue o es amigo de mi amigo Juan Pablo Neyret; había leído algunas de sus colaboraciones en Espéculo, la revista virtual de la Complutense, y algún otro texto en su propia web. El encuentro con sus libros me deparó (lo digo así, porque así fue) tres alegrías distintas: un diálogo que no terminará con el más grande escritor de nuestra lengua, unos relatos originales y harto divertidos y un lote de lúcidas aproximaciones al poliédrico Borges. Publicado en 2011, El forajido sentimental está dividido en ocho secciones que a su vez contienen, cada una, un número variable de ensayos. El subtítulo aclara el propósito del libro: Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges. En efecto, las de Sorrentino son incursiones, exploraciones, sabrosas y asombradas caminatas por el deslumbrante paisaje que es la literatura de Borges. El autor procura en todo momento, con éxito, un tono amable, inteligente y despojado de la grandilocuencia en la que suele incurrir el ensayismo academicista, ese que abusa de jergas intragables para el mortal de a pie. Un rasgo no menos destacable es la diversidad de los temas. Dado el complejo pensamiento del argentino estudiado, es gratamente inevitable que los abordajes se disparen hacia rumbos inusitados. Borges está en el centro y de él dimanan ideas que alimentan ideas que alimentan ideas. El enamorado de Borges sabe por qué ocurre esto: no se trata de una literatura que se agota, que termina como terminan otros autores: luego de leerlos. El creador de Ficciones queda en la mente como un tatuaje, y la única forma de sacudirse esa terquedad es volviendo a él mediante la relectura, resignarse a padecer la abrumadora belleza de una obra que es una y muchas a la vez. En el tercero de los párrafos explicativos del libro, Sorrentino confiesa lo que podría confesar cualquier borgólatra de los miles que en el mundo hay: «Desde entonces, en una especie de enamoramiento eterno, continué leyendo y releyendo, una y otra vez, esas páginas que me ponían frente a una literatura única en el mundo, una literatura que no se parecía a ninguna otra que yo hubiera conocido, y que me proporcionaban lo único que mi abyecta frivolidad anhelaba (y sigue anhelando) hallar en los libros: el placer». El placer no es lo único que podemos hallar en

Borges, pero sí, en efecto, es el mejor de sus dividendos y por eso la permanente aventura de reencontrarnos con sus páginas, de escribir sobre esa obra dueña de incuantificable poder evocativo. Sorrentino leyó a Borges, lo releyó, lo releyó, y al paso de los años fue escribiendo sus impresiones y sus hallazgos hasta configurar un estimable puñado de ensayos. Creo advertir que los ensayos cumplen cabalmente con el propósito esencial de este género en el caso de El forajido sentimental: todos hallan o tratan de hallar un pliegue, un dato oculto, un rincón inexplorado de la vasta obra borgeana y sus todavía más vastas consecuencias críticas. Así entonces, en el trayecto vemos algunas zonas desconocidas o poco conocidas, como la falsa atribución que hizo Borges a su traductor en inglés; o la manera risueñamente olvidadiza que el ciego de Buenos Aires tenía para embellecer anécdotas; o la relación a veces buena, a veces mala, de Borges con otros escritores (Arlt, Lugones, el anónimo y peleonero Francisco Soto y Calvo, Cortázar, Sabato, Mallea); o Borges y el futbol; o los textos falsamente atribuidos; o las traducciones que no hizo pero le enjaretaron (como la de La metamorfosis de Kafka) y muchos otros temitas más despachados con buen juicio, justas notas y copiosas referencias biblio y hemerográficas. Un libro mencionado algunas veces en El forajido sentimental es El humor de Borges, de Roberto Alifano. Alguna vez lo leí y lo comenté en parte, y en mi recuerdo sobrevive y sé que seguirá sobreviviendo con agrado; lo mismo pasó con El año de Borges, de mi amigo Gilberto Prado Galán; luego de leer el de Fernando Sorrentino —parejamente bueno, parejamente original—, pasa a ser un acercamiento para mí memorable a la figura del más grande escritor que ha dado hasta ahora el castellano. El forajido sentimental, incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges, Fernando Sorrentino, Losada, Buenos Aires, 200 pp.

Jaime Muñoz Vargas. Escritor, maestro, periodista y editor. Ha publicado las novelas El principio del terror, Juegos de amor y malquerencia y Parábola del moribundo; y los libros de cuentos El augurio de la lumbre, Ojos en la sombra, Monterrosaurio, Leyenda Morgan y Polvo somos.


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La intimidad de las minucias:

Jorge Luis Borges, poeta

Moisés Elías Fuentes Como epígrafe a la reunión de sus libros de poesía, Obra poética, Jorge Luis Borges inscribió en inglés unas palabras de Robert Louis Stevenson, tomadas de sus Cartas, en el que el escritor escocés expresa su deseo de ser a man who talks, not one who sings… (un hombre que habla, no uno que canta). El deseo expresado por Stevenson es el mismo al que aspiraba Borges, según colegimos al comprender las palabras del escocés. Pero también colegimos, al releer el epígrafe, que detrás de las palabras se oculta la fina ironía tanto de Stevenson como del escritor argentino, pues ambos buscaron y hallaron en la poesía al intermediario ideal para comulgar con sus claroscuros íntimos. Intermediario ideal, he dicho, y debo de inmediato atemperar la aseveración. En efecto, ambos autores exploraron las posibilidades expresivas del poema, de la musicalidad a la retórica, de la estructura formal a la concisión discursiva, y en sus exploraciones descubrieron sin duda la virtud principal de la poesía, la que la hace tan bella en la lectura como peligrosa en la ejecución: su libertad creativa se basa en nuestra intrepidez para dialogar con nuestra subjetividad.1 Por supuesto, no hay que obviar que Stevenson y Borges dialogaron con su subjetividad a través de todos sus escritos, ya en los cuentos de los mares del sur o en los relatos de Buenos Aires, y así también en sus ensayos, en los que la frase «libertad de pensamiento» cobra dimensiones que parecieran desbordarla, lo que es notable en el primero, pues mientras que la prosa creativa y ensayística brillan de retórica y poética, la poesía solo tiene destellos, a veces lumínicos, pero los más puramente formales, por lo que sus poemas no han tenido la misma suerte, como lo confirma el hecho de que sea difícil encontrar traducciones de su poesía, y menos aún buenas selecciones de la misma.2 Característica que signa y distingue su producción literaria, lo mismo el cuento que el ensayo y la poesía, Borges hizo girar los tres géneros alrededor de un eje temático único, pero riquísimo y complejo en cuanto a sus variables, a saber: la existencia del ser humano y la relación de este con el tiempo y el espacio. Asiduo lector de filósofos tan contrastantes como Spinoza, Berkeley, Voltaire y Schopenhauer, el genio creativo del escritor argenti1. Estoy consciente de que existen teóricos literarios que no estarían de acuerdo con mi apreciación, pero considero que basta con observar cómo incluso la poesía con tintes políticos no es sino subjetivación de la experiencia social que es la política. Una novela histórica puede tomar los matices y afeites de la historia, pero la historia debe subjetivarse si la queremos traducir a poesía. Las demás expresiones literarias aspiran a desarrollar una poética, pero la poesía no, porque es en sí misma poética. 2. Entre esas pocas selecciones y traducciones valederas, hay que consignar De vuelta del mar, seleccionada y traducida por Javier Marías, con el no menos valioso prólogo de Juan Antonio de Villena, publicada por Ediciones Reino de Redonda, el año 2013, en Madrid.

no se afirmó desde temprano porque, en lugar de incurrir en la realización de un pastiche con las teorías de estos y otros filósofos, lo que realizó fue una serie de disquisiciones originalísimas y aventuradas, desacertadas en algunos casos, mas no por ello carentes de agudeza crítica y talento discursivo. Compañera inseparable de su mundo intelectual, tengo para mí que, al menos a ratos, el estudio de la filosofía llegó a ser para Borges más trascendente que el de la literatura, salvo en el caso de la poesía, que es la única que desde siempre se aparejó con la filosofía y que como esta, le ofreció a Borges la oportunidad de atisbar los mundos interiores de la vida diaria, las minucias que alternadamente se velan y se desvelan en sus poemas, lo que se advierte ya en Fervor de Buenos Aires, poemario de la juventud, en donde encontramos «La plaza San Martín», dedicado a uno de sus poetas tutelares, Macedonio Fernández: ¡Qué bien se ve la tarde desde el fácil sosiego de los bancos! Abajo el puerto anhela latitudes lejanas y la honda plaza igualadora de almas se abre como la muerte, como el sueño.

Los igualadores de almas son la muerte y el sueño, es decir, dos hechos en que se reúnen lo abstracto y lo concreto, el concepto y el acto. Si la muerte es la concreción de la finitud y el sueño es la realización de lo inexistente, entonces las almas de la plaza San Martín solo tienen comunión en la realidad de lo impalpable. De ahí que cobran tal relevancia, en la colección de poemas Cuaderno de San Martín, las minucias de la vida cotidiana, pues son las únicas que nos ofrecen sentido de permanencia y continuidad, como indica el poeta en «La noche que en el sur lo velaron»: Me conmueven las menudas sabidurías que en todo fallecimiento se pierden —hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre


13 los otros—. Yo sé que todo privilegio, aunque oscuro, es de linaje de milagro y mucho lo es el de participar en esta vigilia, reunida alrededor de lo que no se sabe: del muerto, reunida para acompañar y guardar su primera noche en la muerte.

Esas «menudas sabidurías» son la revelación cabal de la existencia humana, de la realidad verificable de hombres y mujeres, más allá de las disertaciones sobre la verdad y lo ilusorio que tanto atrajeron y ocuparon al Borges ensayista. Y aunque lo ilusorio se halla también presente en la poesía de Borges, en esta se mezcla con el deseo del encuentro con el alter ego y con la certidumbre de que es en la finitud que descubrimos nuestra naturaleza dual: efímeros e irrepetibles. Sin abandonar la ironía,3 en la última estrofa de «El reloj de arena», poema perteneciente al volumen titulado El hacedor, el poeta asevera: todo lo arrastra y pierde este incansable hilo sutil de arena numerosa. No he de salvarme yo, fortuita cosa de tiempo, que es materia deleznable.

El reloj de arena, que metaforiza el inexorable paso del tiempo, es, debido al último verso, no menos deleznable que aquello que quiere representar. Como en muchos de los poemas que escribió en su edad provecta, en «El reloj de arena» Borges nos deja entrever una ironía más oscura y ambigua de la que se manifiesta en sus poemas de juventud. Indubitable, el pesimismo asoma en esa etapa de la vida del escritor argentino, lo que podría entenderse como consecuencia de la vejez; sin embargo, el pesimismo se atenúa ante el poeta que se concede el derecho de arrobarse ante la grandeza implícita en la intimidad de las minucias. En 3. No hay que olvidar que la ironía era para Borges otra forma de conocimiento y de revelación, a más de un finísimo juego de humor con que embromaba a los lectores. Para apreciar el uso de la ironía en la obra de Borges, sigue siendo provechoso consultar a Emir Rodríguez Monegal y su Borges. Una biografía literaria, publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1985.

otro poema de El hacedor, significativamente titulado «Arte poética», Borges apunta: Cuentan que Ulises, harto de prodigios, lloró de amor al divisar su Ítaca, verde y humilde. El arte es esa Ítaca de verde eternidad, no de prodigios.

El veterano escritor, curtido en el estudio de lenguas antiguas, de autores casi desconocidos y de la historia de las ciencias físicomatemáticas, elucubrador de mundos en que la fantasía, la ciencia y el humor erudito campean a sus anchas, es el mismo que decide observar, con la mirada de un espíritu entusiasta e irreductible, al mundo que le ha negado la ceguera. Testimonio de ese Borges en concilio con ese mundo ya no visto pero sí profundamente sentido, en El otro. El mismo encontramos «Otro poema de los dones»: Gracias quiero dar al divino laberinto de los efectos y de las causas por la diversidad de las criaturas que forman este singular universo, por la razón, que no cesará de soñar con un plano del laberinto, por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises, por el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad […]

A diferencia de otros poemas, en los que recurrió a recursos como el soneto, la aliteración, la metáfora, o los cuartetos, en «Otro poema de los dones» Borges se decidió por la enumeración, en apariencia simplista, pero en realidad espontánea y plástica, elementos con los que consiguió una rara musicalidad, fluctuante y armoniosa, que proyecta una suerte de concordia interior entre el escritor y sus contradicciones, concordia que crece y se vivifica hasta casi desbordarse en los últimos versos del poema: por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema, por el hecho de que el poema es inagotable y se confunde con la suma de las criaturas y no llegará jamás al último verso y varía según los hombres, por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos por morir tan despacio, por los minutos que preceden al sueño, por el sueño y la muerte, esos dos tesoros ocultos, por los íntimos dones que no enumero, por la música, misteriosa forma del tiempo.

Iluso sería si quisiera limitar a estas observaciones la multiplicidad de formas en que Borges hizo comunión con la poesía. Aquí simplemente he señalado algunos aspectos que a mí en lo personal me estimulan a regresar cada tanto a los poemas de Jorge Luis Borges, invariablemente asombrado ante la capacidad de este argentino que nació en Buenos Aires un 24 de agosto de 1899 y murió en Ginebra el 14 de junio de 1986 para una y otra vez redescubrirse y reinventarse a través de la poesía. Moisés Elías Fuentes. Poeta y ensayista. Crítico literario en revistas y suplementos culturales de México, Nicaragua y España.


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Las motivaciones de la memoria en Borges

A g u s t i n a V. Torres L E E R A JORG E L U I S B ORG E S N O E S TA R E A FÁC I L , PE RO E S G A R A N T Í A DE V E R NO S I N M E R S O S E N H I S TOR I A S L U M I N O S A S , FA N TÁ S T IC A S . Uno de los relatos que tratan el tema de la memoria es precisamente «La memoria de Shakespeare». Es hasta cierto punto divertido ver cómo un poseedor de los recuerdos de este ilustre poeta se ve incapacitado para crear nada interesante, se deduce del relato que lo esencial son las circunstancias, la capacidad de cada quien para transformar su experiencia en una obra de arte. Según la Real Academia Española, la memoria es una facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado. Esto tomando en cuenta los recuerdos individuales, lo que guardamos y aflora en un momento dado, pero Borges en el «El inmortal» va más allá de esta definición, en una frase encierra la esencia pero del género humano y dice: «un solo hombre inmortal es todos los hombres» (Borges, 2014, pág. 234), quiere decir esto que los conocimientos o descubrimientos sirven a todo hombre y este no sería lo que es sin la ayuda de quienes le anteceden. Borges nos presenta a un Homero transformado en diferentes seres a lo largo del tiempo hasta olvidar quién es, quién ha sido, cuál ha sido su obra, lo cual nos lleva a pensar que cada uno de nosotros llega a ser otros a través de la lectura y uno mismo a través del alma. En «El Aleph», muestra el tema de la memoria mezclado con el del amor. El aleph es una pequeña esfera, apenas mide de dos a tres centímetros de diámetro, pero es el punto donde convergen todos los puntos, donde todo se puede ver, ahí están todos los lugares del mundo, vistos desde todos los ángulos. En este relato, Borges, el narrador, recuerda a Beatriz Elena, quien muere en 1929. A partir de ese acontecimiento se vuelve un asiduo visitante de la casa de la familia Viterbo, donde habita el padre de Beatriz y Carlos Argentino Daneri, su primo hermano. La muerte de la mujer amada le permite con mayor facilidad rendirle culto a su recuerdo, sin justificar su presencia en la casa, su relación afectiva se vuelva más fuerte a partir de la ausencia, piensa que el mundo exterior cambia, pero promete mantener su imagen intacta. Dice en una parte del relato «muerta yo podía consagrarme a su recuerdo, sin esperanza, pero también sin humillación» (Borges 2014, pág. 330). Eso hace durante muchos años, cada 30 de abril visita la casa, ve las fotos, la ve a ella de perfil, con antifaz, en la boda con Roberto Alessandri, en un almuerzo del club hípico, entre otras. Cada año prolonga la visita, profundiza un poco más, conversa con Carlos Argentino, ve sus manos y le recuerdan las de ella, conoce su afición por la poesía, reconoce las influencias de la lite-

ratura griega en su obra. La relación con este personaje lo lleva a conocer el aleph. Daneri se muestra angustiado al estar a punto de perder la casa que antaño fuera de sus padres, la casa de la calle Garay, donde desde niño tiene un aleph en el sótano, ubicado en una parte de la escalera. Este es una especie de lugar mágico, un privilegio para Daneri. Después de seguir todas las indicaciones, el narrador ve el aleph en el escalón décimonono. Se revela un párrafo exquisito, luminoso, donde vemos el infinito mundo, cada lugar, cada luminaria, cada espejo, cada hormiga, el mar, el alba, la tarde, la nieve, la muchedumbre de América, ve libros, cabelleras, sobrevivientes de una guerra, pero también descubre cartas obscenas de su amada Beatriz dirigidas a Carlos Argentino, ve el amor, la muerte, desde diferentes puntos de vista ve el aleph y en él la tierra; llora al sentir la revelación del universo. Percibimos en este párrafo cómo un diminuto objeto encierra la memoria del universo, de todos los tiempos, de las cosas simples y las complejas, de los grandes acontecimientos de la historia y de las cosas cotidianas, el aleph es esa pequeña esfera luminosa guardada en un contexto de oscuridad, acaso una parte de nuestro cerebro. Otro de los cuentos que versa sobre este mismo tema es «Funes el memorioso», cuyo personaje tiene la capacidad de guardar todos los detalles del mundo, por mínimos que sean, aprender idiomas con solo revisar un diccionario, recordar con precisión lo sucedido en un día cualquiera. Este personaje representa la memoria universal. Falta mucho por descubrir, pero cada lector reconocerá en Borges un precedente de la literatura; quiero cerrar con la condición que establece Harold Bloom, (2011, pág. 481), quien dice: «Si lees a Borges a menudo y con atención, te vuelves un tanto borgiano, pues leerle es activar una conciencia de la literatura en la que él ha ido más lejos que ningún otro». Bibliografía: Borges, Jorge Luis, Cuentos completos, Debolsillo, pp. 545. México, 2014. Bloom, Harold, El canon occidental (traducción de Damián Alou), Anagrama, pp. 585. Barcelona, 2011. Agustina V. Torres. Narradora. Autora de Toco el violín para olvidar que soy mujer y La musa y sus caprichos.


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La novela de Borges

Aleyda Rojo

Las obras completas de Jorge Luis Borges fueron hace veinte años la posesión de una fortuna que me colocaba por encima del resto de los mortales. Hoy, las páginas amarillentas de los tres ejemplares editados por Emecé, apenas atraen mi atención. Borges trajo a mi vida poesía, cuentos y ensayos cuya compañía volvía interesante una juventud austera. La lozanía pasó, la moderación continúa, pero Borges ya no me conmueve de la misma manera. Es decir, ya no le prendo veladoras y me amarga un poco recordar lo fácil que me dejaba impresionar por él y otros autores latinoamericanos y lo difícil que resulta hoy localizar libros para cubrir mis expectativas lectoras, será porque: YO: Soy esas cosas. Increíblemente soy también la memoria de una espada y la de un solitario sol poniente… SOY: Soy el que es nadie, el que no fue una espada en la guerra. Soy eco, olvido, nada.

Entonces, hojeo los tres tomos y encuentro en su poesía una respuesta más a mis MUTACIONES: No hay en la tierra una sola cosa que el olvido no borre o que la memoria no altere.

El tiempo, la memoria, las espadas, las bibliotecas, los tigres, el vino. El escritor argentino creó uno o varios poemas para cada uno, repitiéndose siempre porque le gustaba visitar los mismos sitios, a sabiendas de que en cada nueva visita encontraría un cambio de temperatura en ellos porque nada permanece igual. La mirada con la que observamos ayer a una rosa no será la misma de hoy. Porque, para empezar, la rosa tendrá otro color, otro perfume y nosotros mismos seremos alterados. Cada hora acumulada sobre nuestros hombros puede ser un metro más de proximidad con la muerte: EL INSTANTE: El rostro que se mira en los gastados espejos de la noche no es el mismo. El hoy fugaz es tenue y es eterno.

Era un autor matemático, enumerativo, frío. Algunos de sus poemas parecen los inventarios de un contador o fiscal que enlista los artículos de una bodega. Sabía mantener la distancia entre la cosa observada y la emoción generada por ella. Le atraían los enigmas, el ajedrez, los retos de la inteligencia. Aplicó sus dones a la poesía, cuento y ensayo. En este último género me sigue maravillando la querencia que tuvo hacia la literatura anglosajona.

Lo considero un puente con autores que ya no son muy leídos como John Donne, Coleridge y Milton. Hasta hoy, no se tiene conocimiento de que haya escrito una novela y para seguir un poco en su juego, vamos a imaginarnos cómo hubiese sido una novela suya:

La novela de Borges Se ubicaría en alguna ciudad inglesa, de la cual no conoceríamos sino su biblioteca, alguna calle con temperatura vespertina, en las que habría viejas casonas cuyos portones dejarían entrar y salir al mismo Jorge Luis, a los veinte, a los cuarenta, a los sesenta y a los ochenta años. Todos esos Borges tendrían un billete o moneda, pasaportes en el tiempo, pero además, serían posesionarios de cierto enigma. Supongamos de algún ejemplar valiosísimo de la Divina comedia, en el cual desfilarían los mismos Borges, ocultos con nombres renacentistas; Borgias no estarían mal. Todos los Borges jugarían una especie de carreras de relevos: el de veinte asistiría a un pasillo de la biblioteca a entregar la moneda al Borges de cuarenta y, mientras desliza el dorado disco, le susurrará un dato, una información para avanzar en el rompecabezas. El Borges de cuarenta, al tomar la moneda percibirá que no es exactamente la que le entregaron y con la sensación de ser un instrumento del azar, la dejará oculta bajo el primer ejemplar que le salga al paso y huirá, para olvidarlo todo. Al salir de la biblioteca, tropezará con un hombre maduro, que será él mismo pero a los sesenta. Y como el Jorge Luis que ingresa viene cansado, ni siquiera lo tomará en cuenta, pero se dirigirá sin prisa hasta el anaquel donde se encuentra el metal. Sus largos dedos se electrizarán al contacto. Sin embargo, la moneda ya no significa tanto para el Borges de sesenta. La memoria que tenía de ella se ha fatigado. La guarda en su bolsillo. Por costumbre recorre la biblioteca. Reconoce cada libro, son suyos, los ha escrito. No es un hombre feliz. La literatura no le entregó lo que esperaba: una inmortalidad anticipada. Creía encontrarse en Inglaterra, y está en su propia casa. Pensó que poseería la gloria y solo es dueño de papeles viejos. Recuerda que a los veinte, esos mismos escritos tenían vida, voces, tigres, laberintos. Amargado porque del pasillo a la cama acumuló veinte años, se desviste para dormir. Un sonido le devuelve el sentido de la realidad: la moneda que ya no es. En ese instante, es la espada de Tamerlán. Entonces, Borges piensa: Mi reino es de este mundo.

*Todas las cursivas son de Borges. Aleyda Rojo. Narradora. Premio de narrativa Enrique Peña Gutiérrez, 2014. Su libro más reciente es Caballero dinosaurio.


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Borges, Miguel Capistrán y el olvido

Víctor Luna

Si la memoria no me traiciona, fue en el 2000, el mes de febrero corría templado aún en este pedazo de infierno donde nos tocó vivir, cuando Miguel Capistrán vino a Culiacán, invitado por el entonces Difocur, para que hablara en una mesa redonda sobre Gilberto Owen, precisamente en lo que eran las jornadas owenianas de literatura de tan grata memoria; Verónica Volkow y un servidor completábamos el panel. Yo conocí a don Miguel en el desayuno en el hotel San Marcos, pero ya tenía noticias de su gran labor como investigador literario y promotor de los grandes escritores, pues había leído un libro recopilado por él cuyo título es Borges y México, obra de placentera lectura donde se narran anécdotas sobre las diversas visitas que Borges hizo a México, gracias a la insistencia de Don Miguel Capistrán quien fue el primero en convencer al gran escritor argentino de venir a nuestro país; con grandes dificultades Capistrán se trajo a Borges, quien quería que su madre doña Leonor Acevedo lo acompañara en el viaje, a pesar de que el argentino ya pasaba de los setenta años. En el desayuno aproveché para pedirle a don Miguel que nos contara una o dos anécdotas que se le hubieran pasado de registrar en su artículo del libro Borges y México, él accedió debido a su natural buen carácter, y a que faltaba mucho para la hora en que debíamos participar en la mesa sobre Owen. Empezó a contar la primera anécdota advirtiéndonos que no la había registrado porque al principio le había parecido malintencionada, contó Don Miguel que Claude Hornos, acompañante de Borges en el primer viaje, quería ir a ver la pirámide del Sol, y organizaron una excursión a Teotihuacan para darle gusto a la curiosa mujer, ya llegando al sitio arqueológico, lugar de reunión de chilangos snobs y hippies rezagados, Claude al ver por vez primera la imponente pirámide del Sol, exclamó arrobada con la inocencia de las mujeres hermosas: «¡Cuántos escalones!», don Miguel contestó con afan informativo: «Creo que son 365», a lo que el argentino repuso: «Como para subirlos toditos de una y luego dejarse

venir rodando cuesta abajo…». Sin dejar de mirar la imponente pirámide, Borges, que había permanecido en silencio, impávido ante tanta piedra, aprovechó para acotar el comentario de Claude y dijo como sin malicia: «No querida, eso solo podría hacerlo Ernesto Sabato«, por supuesto los que entendieron el chiste rieron a carcajadas; y es que Borges era un hombre con un gran sentido del humor y poseía un gran ingenio para burlarse de los demás cuando la ocasión se presentara, no en vano uno de sus más graciosos ensayos se titula «El arte de injuriar». La siguiente anécdota sucedió (no estoy muy seguro porque escribo confiando en mi memoria) en el segundo viaje que Borges hizo a México, esta vez acompañado por María Kodama, cuenta Capistrán que María Kodama quería ir a ver (las mujeres de los escritores, siempre quieren ver cosas inútiles, como las Cataratas del Niágara, las tiendas de la Quinta Avenida, la basílica de Guadalupe, un cerdo con dos cabezas, etc.) el retablo del niño y de la virgen, entonces tuvieron que complacerla, pero como Borges ya no podía ver nada debido a su progresiva ceguera, se quedó en una banca mientras la Kodama entraba arrobada a ver el fútil retablo, por supuesto Capistrán prefirió acompañar al argentino que hacerle séquito a María; mientras charlaban Borges y Capistrán, pasó un ciclista joven con un libro en la mano y volteó a ver de reojo a Borges con gran imprudencia pues casi lo arrolla un microbús, el joven de la bicicleta se regresó y abordó directamente a Borges con esta pregunta: «¿Es usted el gran escritor argentino?», Borges con su habitual modestia contestó: «Bueno, eso de “gran” no sería un adjetivo que me gustaría adjudicarme, pero escritor argentino sí soy», el joven, con la imprudencia de su edad, pidió a Borges que le firmara un libro diciendo: «Mire, por casualidad estoy leyendo uno de sus libros, ¿me lo puede autografiar?», el gran escritor argentino con la amabilidad que lo caracterizaba accedió de buena gana, dice Capistrán que el libro era: Final del juego de Cortázar, pero que él no se atrevió a decírselo a Borges, para no causarle la decepción de haber perdido a un lector. Hoy Capistrán ya ha muerto, guardo gratos recuerdos de él pues platicamos por muchas horas mientras se nos enfriaba el café en el San Marcos, quedé de escribirle, me dio su dirección: Enrique Rébsamen número nomeacuerdo, colonia Roma o semeolvidó, como siempre la memoria nos traiciona, será el alcohol que bebo demasiado o los años que atrofian mis neuronas e interfieren su sinapsis, no me importa, lo que sí sé es que las cosas que verdaderamente importan, esas no las olvidamos y yo no olvido la calidez y cordialidad de Miguel Capistrán. Víctor Luna. Narrador y poeta. Su libro más reciente es Canción de juventud. Antología poética de Gilberto Owen.


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A la manera de Borges Silvia M adero Un humano es todos los humanos, un hombre es un hombre detrás de otro. Solo una vez es la primera vez, después, todo es mera repetición. Borges miró por primera vez la televisión cuando el primer hombre dio el primer paso en la luna, después habría otros hombres observando las invenciones de otros hombres por medio de una caja. A la manera de Borges los hombres no tienen vida pues dan lo mismo las horas que los siglos. Diremos ante esto, que la muerte es un acto que nada vale, la muerte del cuerpo, le dice Macedonio Fernández a Borges, es del todo insignificante. Borges asiente y le pide que se suiciden para conversar sin estorbo. El mundo, según Borges, es el caos dentro del orden, es una biblioteca en la que todos somos libros desordenados, los cuales seguramente nos repetiremos a lo largo del tiempo infinito. Un caos en completo orden por medio del método. Borges no camina nunca a ciegas, va tanteando el camino literario por medio de alegorías y realidad, por medio, incluso, del algebra. Al leer «La biblioteca de Babel» de Borges, podemos remitirnos mediante la metáfora, al matemático italiano Fibonacci con su serie de números infinitos que pueblan la naturaleza mediante la espiral. Por otra parte tenemos la figura del hombre creándose a sí mismo como en la pintura de Remedios Varo «El alquimista», mediante la lectura de su propia historia («El sueño»), aquí acudiremos al existencialismo por medio de Sartre quien dice que el hombre es Dios y por tanto se crea a sí mismo. Borges, quien se introduce en todas las culturas y une religiones por medio de Dios como un signo, considera a este como un viejo decrépito que mueve al jugador que mueve las figuras del ajedrez: Dios mueve al jugador, y este, la pieza. /¿Qué Dios, detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonías? «Ajedrez»

Otro tópico fundamental en el universo borgiano es el espejo, uno de los mayores temores del hombre, ya que es la otredad, lo que no se ve pero está, la imagen del espejo aparece por medio del sueño, es decir en el subconsciente e inconsciente, ¿cuál es el ser más perverso?, ¿el que está o el que no se ve?: […] La hora nos despoja de un don inconcebible, tan íntimo que solo es traducible en un sopor que la vigilia dora de sueños, que bien pueden ser reflejos truncos de los tesoros de la sombra, de un orbe intemporal que no se nombra y que el día deforma en sus espejos. ¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño, del otro lado de su muro?

En este poema, «El sueño», Borges nos muestra de nuevo la infinitud por medio de los posibles otros, en esta abstracción es que podemos ver el panteísmo dentro del universo de Borges, «todo es símbolo» y el espejo es quien lo contiene. «La historia universal está en cada hombre», dice Borges, y hace posible creer que cada uno es el hacedor de sí mismo. Silvia Madero. Estudiante de Literatura en la Universidad de Guadalajara. Ensayos y reseñas suyas han sido publicados en las revistas literarias Elipsis, Timonel y Letrarte, y en los periódicos Ríodoce y Noroeste.

Cóncavo cristal de Borges Karina Castillo El tiempo, péndulo crucial que evidencia el paso de los años en el rostro, en los pliegues de la piel, sobre el cuerpo. Para Jorge Luis Borges, el tiempo es inadvertido, sucumbe los rieles firmes y espontáneos con que a duras penas frenan las horas. Parece homologar los términos espacio y destino, declinado en la forma fugaz y desbordante de un río. Descanso y olvido de los recuerdos. Las metáforas de su poema El reloj de arena, son memorias inmemoriales de una larga caminata por el desierto, donde surge la figura del cronómetro de arena. La actitud desolada del poeta, en sus intentos por descubrir qué hay más allá de la muerte, lo hace tropezar con un breve momento para encontrarse a sí mismo, en la suma de eternos minutos, que con inmediatez desmedida, logra unir las piezas locuaces impuestas al etéreo mundo de las horas, las cuales descubren en cada individuo la sentencia que advierte la hoz en manos de la parca y dejándose llevar por un beso de sal encaminado a tocar el polvo sobre la nada; el tiempo se torna voraz e inquieto, difícil de administrar y, en su andar, las huellas van dejando vórtices de arena. La responsabilidad cóncava del cristal, transparencia íntima para medir con ingratitud y sin detenerse reúne los pasos encaminados en su universo gradual, como si todos los granitos de arena resbalaran con la inquietud de contar sus propias historias. Karina Castillo. Escritora y promotora cultural. Es coautora de las antologías Patasalada y Ráfagas de nombres.


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El crimen, los libros y el sueño en «La muerte y la brújula», de Jorge Luis Borges Ernestina Yépiz E N L O Q U E S E R E FI E R E A B ORG E S Y S U S F ICC ION E S , T E N G O L A S E N S AC IÓN DE Q U E N A DA S E P U E DE DE C I R Q U E N O H AYA S ID O DIC HO E I N C L U S O I N TU YO Q U E L O Q U E E S CR IB O A HOR A N O E S S I N O U N A R E PE T IC IÓN DE L O Q U E A L G U I E N H A E S C R I TO A N T E S Q U E YO O P U E DE E S TA R E S CR IBIÉ N D OL O E N E S T E I N S TA N T E , PE RO L A T E N TAC IÓN E S S I E M PR E M Á S F U E RT E Q U E L A C OR DU R A Y E S POR E S O Q U E M E AT R E VO A A DE N T R A R M E E N L O S S U BT E RFU G IO S Y L A BE R I N TO S C R E A D O S P OR MI A DMIR A D O Y R E V E R E N C I A D O N A R R A D OR Y P OE TA ; POR L O Q U E E N E S TA O C A S IÓN , H E E S TA B L E C I D O MI G U IÓN T E M ÁT IC O E N TOR N O A L C R I M E N , L O S L I BRO S Y E L S U E Ñ O E N « L A M U E RT E Y L A B RÚJ U L A » , U N O DE MI S R E L ATO S PR E DI L E C TO S DE L VA S TO U N I V E R S O DE L A L I T E R ATU R A B ORG E S I A N A . Sé de antemano que mi corpus teórico en torno al abordaje que pretendo hacer de la trama y el discurso literario implícito en el relato aludido, no es para nada original; vamos ni siquiera lo pretendo; supongo que debe ser una copia de otra copia y debo haberlo leído por ahí, pero dado que el texto debe ser elaborado y aunque Borges diga que el tiempo siempre regresa sobre sí mismo y no es sino una constante repetición: un rostro es muchas veces el mismo rostro y un pasaje sucede porque ya ha sucedido y sin duda sucederá de nuevo, pero como en mi caso no estoy muy segura de que haya de volver y tampoco sé si lo tendré mañana: escribo y empiezo por establecer que Borges tampoco es del todo original. En este contexto y a la manera de Edgar Allan Poe en «Los crímenes de la calle Morgue», en donde el horror

del asesinato de una madre y su hija impacta a toda una ciudad por la violencia con que ha sido cometido y el caso debe ser resuelto por el Chevalier Auguste Dupin, quien diserta sobre el enigma de los asesinatos de las dos mujeres y crea diferentes hipótesis que lo llevan, por supuesto, a encontrar al asesino. Así también en «La muerte y la brújula», donde se suscitan «una serie de hechos de sangre», que empiezan con el asesinato del rabino Marcelo Yarmolinsky, Borges crea al detective Erik Lönnrot, quien «se creía un puro razonador», una especie de doble del investigador francés creado por Poe. Ciertamente, se puede pensar que Jorge Luis Borges (amante de las ficciones policiales) escribe «La muerte y la brújula» y crea a Erik Lönnrot como un reconocimiento a Poe, pero aquí, sin que la narración de los acontecimientos deje de ser lineal al igual que en «Los crímenes de la calle Morgue», se rompe con la estructura un tanto convencional que presenta el texto de Poe y conforme el lector avanza en la lectura se va dando cuenta que no es Lönnrot sino el criminal Red Scharlach, apodado también Scharlach el Dandy, una especie de joker, el verdadero émulo de Auguste Dupin. En el relato de Borges se deja que el azar (la muerte del rabino) favorezca al criminal y esto hace que los papeles se inviertan: el perseguidor es el perseguido y viceversa. Lönnrot y Scharlach (tan inteligente o más que su enemigo) son los perfiles de un mismo rostro: el de la justicia y el crimen. Uno cree que persigue a los integrantes de la secta religiosa de los Hasidim que tratan de impedir que se descubra el nombre de Dios, y el otro busca vengar los agravios cometidos contra su persona y la de su hermano encarcelado. Y el laberinto en el que se sustenta la trama la va tejiendo no el detective sino el criminal. Es Red Scharlach y no Erik Lönnrot, el gran estratega. Detective y criminal, perseguidor y perseguido: sin que quede del todo claro si alguno de los dos duerme, sueña o está despierto; una y otra vez se buscan, se interrogan y se encuentran desde las sombras y, por supuesto, uno de los dos gana la partida y el otro es el derrotado, pero es una lucha en la que parece no haber vencedor ni vencido, pues a la manera de El Doctor Jekyll y Mister Hide, de Robert L. Stevenson, en «La muerte y la brújula», Borges hace que Lönnrot no exista sin Scharlach y Scharlach no existe sin Lönnrot. El acompañamiento es mutuo: uno es la sombra y el otro su reflejo. Y como intuyo que ya piso el laberinto y no creo tener la suerte de Teseo (matar al Minotauro y huir ilesa), regreso a Erik Lönnrot, quien, por cierto, «no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó», me dice el narrador, quien me recuerda también que «la


19 serie de hechos de sangre» empezaron un 3 de diciembre en una habitación del Hotel du Nord, donde el doctor Marcelo Yarmolinsky, estudioso de la cábala y otros textos judaicos, había sido asesinado. En el lugar del crimen, además de Lönnrot y un par de reporteros, se encontraba el comisario Fraz Treviranus, quien pragmáticamente propuso que «no había que buscarle tres pies al gato», que el asesinato había sido cometido por error, que en realidad el asesino o los asesinos lo que se proponían era robar los zafiros del tetrarca de Galilea, personaje que se hospedaba en la suite aledaña a la habitación que ocupaba Yarmolinsky, pero Lönnrot, amante de los acertijos y los enigmas, se negó a admitir un argumento tan pobre como elemental y sostuvo que si bien la realidad pudiera ser simple y banal, la hipótesis de la investigación debería al menos ser interesante. Encontró, entonces, los libros del occiso y en la máquina de escribir el papel en el que podía leerse: «La primera letra del Nombre ha sido articulada». La bibliografía de Marcelo Yarmolinsky estaba compuesta por: «Una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Flood; una traducción literal de Sepher Yezirah; una Biografía de Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una biografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra sobre la nomenclatura divina del Pentateuco.» El detective tomó todos los libros y se los llevó a su casa y la prensa informó que estaba dedicado a «estudiar los nombres de Dios para dar así con el asesino o los asesinos», pero antes de que lo hiciera, el segundo crimen ocurrió, un mes después que el primero. Daniel Simón Azevedo, hombre del arrabal y el mundo del hampa, fue asesinado. «La segunda letra del Nombre ha sido articulada», leyó Lönnrot en la pared del edificio de una antigua pinturería. Y sin que el enigma de los asesinatos pudiera ser resuelto, un supuesto tercer crimen sucedió el día 3 de febrero. Treviranus recibió una llamada telefónica de un tal Ginzbert (o Ginsburg), quien dijo tener información sobre los asesinatos cometidos. La policía no pudo contactarlo, pues cuando Treviranus y Lönnrot llegaron a Liverpool House, taberna de la rue de Toulon, lugar desde donde se había hecho la llamada, el posible testigo había sido prácticamente secuestrado por un par de arlequines (se estaba en carnaval), pero la sentencia había sido escrita: «La última de las letras del Nombre ha sido articulada». «¿Y si la historia de este crimen fuera un simulacro?», dijo Trevinarus, al referirse al secuestro y supuesto asesinato de Ginsburg. Lönnrot, apenas lo escuchó. El primero de marzo, Treviranus recibió un sobre en el que había un plano de la ciudad y una carta de un tal Baruj Spinoza, en la que señalaba que no habría más crímenes, «pues la pinturería del oeste, la taberna de la rue de Toulon y el Hotel du Nord, eran los vértices perfectos de un triángulo equilátero místico.» Lönnrot seguía sin descubrir el nombre del asesino, por lo que supuso que sí habría un nuevo crimen (el nombre de Dios era de cuatro letras) y con la ayuda de un compás y una brújula dedujo que sucedería en la quinta de Triste-le-Roy. Después de dejar el tren y atravesar un camino, casi abandonado, hasta alcanzar la quinta de Triste-le-Roy, lugar «que abundaba en inútiles simetrías y en repeticio-

nes maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa…». Lönnrot, como en un juego de espejos, se encuentra con Scharlach y cuando esto sucede ya los papeles se han invertido por completo. El criminal es el joker que mata al rey. Es posible que Scharlach no sea sino el sueño de Lönnrot o Lönnrot el de Scharlach. Es decir que el uno sueñe y el otro esté despierto y si bien el uno ha muerto y el otro vive, habrá que tener presente que vida y muerte en algunas de las ficciones borgesianas, a la manera de la filosofía de Nietzsche, no representan sino un eterno recomienzo. Y es por eso que Scharlach no puede dejar de escuchar y tomar en cuenta la petición que Lönnrot le hace antes de morir y, desde luego, la respuesta es la promesa de un nuevo laberinto que conste de una sola línea recta, por lo que el relato podría volver a empezar. El narrador del relato, quien pudo haber sido soñado por alguien más, hace que Lönnrot y Scharlach transiten y tejan el laberinto que los lleva a perderse y encontrarse en diferentes puntos: el Hotel Du Nord, La antigua pinturería, Liverpool House, la taberna de la rue de Toulon, hasta llegar a la quinta de Triste-le-Roy: lugar del encuentro final que puede ser también el del principio. En donde, en apariencia, uno es el vencedor y otro el vencido, pero en realidad uno de los dos pierde al otro y al perderlo se pierde a sí mismo, pues si bien el enigma queda al descubierto y la venganza es consumada, todo sucede en el presente, por lo tanto sucede interminablemente. En el prólogo de Ficciones, al referirse a «La muerte y la brújula», su autor escribió: «Ya redactada esa ficción, he pensado en la conveniencia de amplificar el tiempo y el espacio que abarca: la venganza podría ser heredada; los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos; la primera letra del Nombre podría articularse en Islandia; la segunda en México; la tercera en el Indostán. ¿Agregaré que los Hasidim incluyeron santos y que el sacrificio de cuatro vidas para obtener las cuatro letras que imponen el Nombre es una fantasía que me dictó la forma de mi cuento?» Lo que de haberse hecho realidad hubiera suscitado que el encuentro entre Erik Lönnrot y Red Scharlach se repitiera en múltiples laberintos y el relato habría podido extenderse hasta el infinito.

Ernestina Yépiz. Licenciada en Ciencias Políticas por la uas, y maestra en Letras Iberoamericanas, egresada de la unam. Narradora, ensayista y poeta. Autora de los libros El café de la calle Mulberry y Los conjuros del cuerpo, entre otros.


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La Guía de forasteros de Jorge Ortega Manuel Iris El que guarde silencio tendrá lo que no pida y que desea. J orge O rtega Según el Diccionario de la Real Academia, guía de forasteros se llamaba, en España, al «libro oficial que se publicaba anualmente y contenía, con otras varias noticias, los nombres de las personas que ejercían los cargos o dignidades más importantes del Estado». Era, pues, un manual hecho no para ubicarse en lo geográfico —no recogía un conjunto de planos ni una cartografía—, sino dentro de lo simbólico: un breviario para decodificar lo invisible que afecta directamente la realidad material. Eso mismo es Guía de forasteros (Bonobos Editores/ Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2014) de Jorge Ortega (Mexicali, 1972): un libro que procura, entrando en lo físico, hablar de lo trascendente. Aquí, Ortega se nos presenta como un observador o, más bien, un contemplador, ya que la contemplación es una forma no de entender sino de consubstanciarse con lo observado: el que observa mira el objeto para entenderlo, mientras el que contempla mira el objeto para entenderse. Por ello, aunque los ojos son el instrumento, la ciencia usa la observación y la filosofía recurre a la contemplación. La observación requiere movimiento, atención epidérmica, alerta; en tanto que la contemplación silencio, introspección, calma. Los resultados de la primera configuran una ley general y comprobable, los de la segunda una verdad íntima, una revelación. Los poemas de Guía de forasteros son, por supuesto, fruto de la experiencia sensorial; incluso podríamos trazar con los elementos que aporta el itinerario del libro el mapa de los viajes de ida y vuelta de Jorge Ortega entre España y México. Sin embargo, su escritura surge de y provoca un silencio existente solamente en la contemplación. El poeta parte de la circunstancia, ascendiendo hacia otro ámbito de la experiencia. Guía de forasteros nos ayuda no a ver las cosas sino a vislumbrar su significado, como lo perfila un fragmento del poema «Pastoral de privados»: Vas acercándote al centro, un meollo en que las plantas cantan su pigmento a todo aquel que escucha con los ojos o sabe callarse para ver.

Un repertorio tan centrado en el silencio y la parsimonia se halla, en efecto, articulado de poemas que no pueden acometerse de prisa. La reflexión pide no solamente lentitud en el pensar sino en el sentir, de acuerdo con el desenlace del texto «Escalera del agua»:

Paremos un rato. Bajemos más despacio a nuestra tumba. Entre palabra y palabra, entre un paso y otro hay jardines sonoros que prolongan la vida.

Me detengo en un par de líneas del citado pasaje que no resumen el conjunto entero pero que sintetizan cierto modo de concebir la experiencia de anidar trascendentalmente en el mundo: «bajemos más despacio/ a nuestra tumba».La lentitud es una manera de agregar sentido al camino del cementerio que es la vida, pero debe ser justo una lentitud intencionada e intensa, sumergida en el silencio que perviva entre una palabra y otra, un paso y otro, para encontrar «jardines sonoros». Tal es el modo en que el poeta, contemplador que escribe testimonios de su andanza, habita la Tierra. Así, estamos no únicamente ante un volumen de madurez poética sino de una clara tranquilidad vital. Quiero decir: si es verdad que se manifiesta conflicto con la circunstancia —al discurrir sobre México, por ejemplo—, el poeta ha dado ya con su centro y su paz. El conflicto es con la materia pero no con el propio espíritu. Guía de forasteros comporta, además, un compendio de imágenes nítidas que desvelan una realidad trascendente. Los poemas parten de un evento circunstancial hacia una realidad distinta. Uno hay, no obstante, que opera en dirección contraria: ir en busca de la circunstancia, de la anécdota como solución, desde la belleza con que se realiza verbalmente la imagen. Se trata de una de las composiciones más notables y sugestivas del conjunto, «Escuela flamenca», y abre con la siguiente estrofa: La abuela emparejando calcetines frente al televisor, y una luz tenue —entre amarilla y blanca pero sin consistencia— viniendo desde afuera a esclarecer la cueva de la sala, depósito de sombras.

El título alude a la Escuela flamenca de la pintura europea de los siglos xv y xvi, reconocida por su pasión por el detalle, su captación de la quietud y su mestizaje de la luz y la sombra. No hablo del Bosco sino de Van Eyck. La escena que Ortega nos entrega no es una escena de aquel tiempo ni intenta glosar el famoso retrato de Giovani Arnolfini y esposa, sino el de una pareja normal, contemporánea y cotidiana. Su técnica de pintura —su


21 En consonancia con su tema, que es la realidad física vista como avatar de otra realidad arquetípica, los poemas de Guía de forasteros son, lo he apuntado ya, de un tono calmo. Poemas que deben abordarse sin premura y en los que el hablante se muestra como quien comprende su nimiedad, su pequeñez, su exiguo papel en la existencia, el de brindar testimonio, como reza la pieza «Historia de la creación» en su tramo final: «En tu penumbra anónima das fe/ de lo que hubo antes/ del verbo y de la luz». Dar fe, de eso se trata. Y constatamos que el que enuncia y vive está a merced del azar, como lo expresa al inicio el texto «Laberinto de fortuna»: Por qué pasillos del mundo me conduces azar, destino, causa oscura tras un señuelo de puertas abiertas, de muros abatibles que se tienden ante la espiga trémula del pie.

escuela, vaya—actúa como la de aquella escuela pictórica: todo es destellos y opacidades —los del televisor—y las figuras humanas constituyen en un instante el resumen de una vida entera o un momento histórico. La oscuridad y un diluido fulgor delinean y llenan el cuadro. El poeta nombra «una luz tenue/ —entre amarilla y blanca». La sala es un «depósito de sombras». Y la pieza continúa en su procedimiento gráfico y cromático de armar lo contemplado: A un lado su marido con la pierna cruzada y el aspecto cansino, el rostro un poco más iluminado por las detonaciones de la tele que estalla en las fugaces imágenes que ofrece.

Esas «fugaces imágenes que ofrece» la televisión vienen siendo parte de la fugaz imagen que eterniza Jorge Ortega en el texto. Imagen en la imagen, espejo en el espejo, pintura en la pintura: barroco. Dicha composición, que no transcribo completa para que el lector la rastree y valore por su cuenta, pudo haber sido también una evocación de Caravaggio. Da igual. En el fondo las referencias y los vocablos —lo reitera el autor varias veces, invocando al lenguaje como un bien mostrenco— pertenecen a nadie. Los artistas, los humanos, somos el medio por el cual la realidad se manifiesta, según lo propone un par de breves pero significativas estancias del poema «Anónimo» que tiene por epígrafe las palabras de Lautréamont en cuanto a que la poesía la hacemos todos y no uno solo: Habla. Qué importa si lo que se diga lo dices tú o el vecino. Algo quiere ser dicho. Algo pretende desesperadamente un ápice de tinta para ingresar al mundo.

Sin embargo, el azar no implica que la realidad, a escala mayor y en sus rasgos eternos, no se encuentre ya cifrada. Ortega —y esta es una convicción que comparto con él— cree en las repeticiones, en las variaciones sobre el mismo asunto, como lo denota el segmento conclusivo del poema en alejandrinos «Movimiento perpetuo»: No concluye ni empieza su marcha el calendario. Los mismos equinoccios nos ocurren, las mismas estaciones transforman los abetos del parque. La moneda va y viene. Regresa lo extraviado. Como dijera Borges, de nueva cuenta Ulises zarpará rumbo a Troya y, errando por el margen de Libia, los dardanios fundaran junto al Tíber su insigne campamento. Sin duda nada de esto nos toca atestiguar, mas en otras pupilas afilará su brillo la flama de los bronces. Cambia la circunstancia, pero no el arquetipo.

Estamos, pues, frente a un poeta que se ocupa de lo que hay debajo de la piel, pero que, desde la piel, habla. Estamos frente a una obra que desafía su propia naturaleza física, queriendo salir de sí. Y sería muy poco decir que Guía de forasateros es un trabajo bien escrito, toda vez que estamos frente a un conjunto de auténticos poemas que se ocupan, a partir de nuestros cuerpos, de lo que somos de alma, procurando el arquetipo para entender al individuo. Por personal, este volumen delicado, brillante y preciso, este acervo de revelaciones filosóficas que se nos ofrecen con belleza, nos compete a todos. Celebro, en suma, este hermoso libro de Jorge Ortega que, luego de explorar el resplandor de sus certezas, termina por asomarse al misterio, y cuyos últimos versos, en la pieza denominada, a propósito, «Final del trayecto», nos dejan la posibilidad de leer la realidad «con su fuego ilegible/ sin aclarar las dudas».

Manuel Iris. Poeta y crítico literario. Doctor en Lenguas Romances por la Universidad de Cincinnati, ciudad en la que reside como profesor de esa institución. Ha publicado recientemente el libro de poemas Los disfraces del fuego.


22 IN IC IO MI S C OME N TA R IO S C ON U N A C I TA S AC A DA DE L PROPIO L IBRO DE M A R Í A G A R C Í A V E L A S C O Q U E A PU N TA C OMO DE C L A R AC IÓN DE L A S L Í N E A S Q U E E N E S T E L IBRO S E T R A ZA N Y Q U E S E DA N E N T R E S N I V E L E S : L A PE R S ON A L , DE L A AU TOR A ; L A I MPE R S ON A L DE L A P OE TA Y S U E S C R I TU R A ; Y L A C OL E CT I VA , E N S U L E C TU R A O E N S E Ñ A , E N S U S PE R S ON A JE S Y DI Á L O G O S , E N S U S N A R R AC ION E S Y PA I S A JE S , Í N T I MO S Y E X T E R N O S . H E A H Í S U L O G RO.

No existe horizonte pequeño Pedro Serrano El verso está sacado del último poema del libro, «Otro cuento de hadas», en el que se despliega un juego de personajes que viene en parte de Alicia en el país de las maravillas pero de un País de las Maravillas habitado no por Alicia sino por una tal María, que es y no es la autora, que no es y es la poeta, y que por eso mismo es y no es la que se describe en tercera persona, el personaje que aparece: como dice en otro verso: «Así se las gasta María». El título escogido por María García Velasco dialoga con otro autor, el Hermann Hesse del Juego de abalorios, supongo, y no solo por la reminiscencia propia sino por las referencias a los abalorios dentro del libro: «Este rápido cruce de caminos, de imágenes sueltas, de abalorios». De tal manera que el horizonte de su lectura, diría yo, está marcado por el universo fantástico matemático de Lewis Carroll proyectándose desde la era victoriana, hasta el universo de un futuro de juego escribiéndose en los años de la Guerra Mundial. En efecto, no existe horizonte pequeño. Pero subrayar este palimpsesto del título no debe borrar su afirmación, que va en tres caminos también. El interminable juego de solitarios que hace una persona con las cartas (o los abalorios) en su mesa o en la colcha de su cama, el juego de las ropas como adecuación de diferencias, que señaló José María Espinasa al hablar de este libro, como cuando decimos «esta camisa no hace juego» o cuando hablamos de el juego de un traje, y el juego de los múltiples solitarios que recorren el libro. Se repite así, en el sentido de la palabra juego, las tres líneas que mencioné al principio: la vida de María García Velasco, la escritura de la poeta y los personajes que habitan el libro. Me explico un poco. El poema «Simulación» despliega un dialogo entre un «él» y una «ella» pautado por otra voz que no tiene género, que no es el o la «Poeta», sino simplemente Poeta, quien cierra el poema diciendo lo siguiente: «Bebo de esta imagen. Un

hombre y una mujer intercambian opiniones. No escucho sobre qué. Tampoco importa». No, porque lo importante en esta escritura es haber estado ahí, como Tiresias, pienso, que era hombre y mujer, visto el intercambio de los dos personajes, trayendo de sí lo que se ha adherido, siendo capaz de escribirlos. Lo que importa es que un «él» y una «ella» existan, que se hablen, que puedan ser leídos, como sucede en el cuadro «Pareja en la playa» de Alex Colville, donde el pintor nos deja ver a los personajes pero no sabemos qué está sucediendo, qué se dicen. Poeta, en este poema, los ha visto y los ha descrito. Nosotros los leemos y leemos a Poeta, como vemos a Pintor en el cuadro de Colville, y en la transición entre estas tres voces accedemos a María García Velasco, la persona que los ha hecho aparecer, a los tres, en su simultaneidad pero también en su secuencia. Porque sin ella nada de esto se habría escrito, y además, este es un libro muy habitado. Lleno de solitarios, eso sí, pero también de diálogos, de evocaciones, de recuerdos, de habitaciones, de paisajes, de bares, de cuerpos, de sexualidad, de lecturas, de dolor, de vida. Lo que María García Velasco se ha atrevido a vivir, y lo que esta experiencia le ha dado a Poeta la posibilidad de escribir y, finalmente, lo que esta escritura nos da a nosotros la posibilidad de leer. Porque los solitarios, como sucede en la lectura de este libro, aunque estén solos están en el mundo y están entonces junto a nosotros. Lo que se narra entonces es una masturbación o una escena sexual de una pareja, o las acciones cotidianas como hornear el pan, y todas estas escenas son reales. Juego de solitarios no es un libro fácil. Ni en su escritura, ni en su narración y alegorías, ni en las experiencias que aquí quedan plasmadas. En ese sentido es un libro que sabe poner en contacto lo exterior y lo interior, como sucede en «La tardor», un poema cuyo título significa otoño en catalán, pero también eso que al español llega acarreado por la propia palabra: en la tardor,


23 en el reposo del año: «Arriba el otoño diciendo tantas cosas, tantas, que no dice nada. El aire araña, traspasa, adolece a los sexos, arremete contra los sauces». Poeta logra en estos tres versos que todo el paisaje sea escritura, arriba, en la tardor, en el aire. Allí se escribe. Pero lo que se escribe ahí sucede aquí, adentro, donde también habita la tardor, y hasta allí llega para arremeter en los sexos y adolecer en los sauces. El aire es escritura. En este juego de bisagras es donde se da la complejidad de la escritura: pues aunque el aire escriba, la escritura no es de aire, sino de rasgos, señas, cicatrices. En un poema breve, «Liviandad», García Velasco escribe: «Desafío a la voz, esa que se concibe a solas». La voz, es decir la expresión de la escritura, se concibe a solas. Pero la escritura de donde emana no está sola. ¿Dónde están los otros? ¿Dónde yo? Los otros son necesarios para que la escritura aflore. Y con los otros llega el dolor. «Casa tomada», uno de los poemas clave de Juego de solitarios, recorre todo el ciclo. Al principio el poema dice: «El dolor es una eyaculación primigenia». Primigenia, es decir, original. De ahí se parte. Luego aparecen los otros, y el poema termina: «El horizonte es una piedra colgándome del cuello», en un verso que pareciera contradecir lo que al principio apunté. Pero, me imagino, así pensaba Virginia Woolf al caminar hacia el canal el último día de su vida, luego de toda esa escritura. En efecto, tampoco ese horizonte es pequeño. Y con Virginia Woolf, otro personaje entra a esta historia. Pero como dice otro poema del libro, en ese juego de desdoblamientos que es todo solitario, María es la lona que se levanta de la lona, y escribe el poema que da título al libro, una lona que se vuelve su propia tienda de campaña, y que explica que la escritura es eso, un juego de solitarios, que le debemos a ella y a nadie más, pero en el que todos, gracias a ella, participamos: «Y en cada asalto nos descubrimos solitarios asestando el golpe». Porque, como escribió María, «No existe horizonte pequeño». Y de ella es ese logro. *Este es el link al cuadro del que hablo: https://www.google. com.mx/search?q=alex+colville&biw=1722&bih=873&source=ln ms&tbm=isch&sa=X&sqi=2&ved=0CAYQ_AUoAWoVChMIxKu7av7xgIVB3ySCh3vhg55#imgrc=KrkZ8spZ6g0SHM%3A

María García Velasco, Juego de solitarios, Ediciones Sin Nombre/ Conaculta, 2014, México, 94 pp. Pedro Serrano. Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Poeta y ensayista. Autor de Ignorancia y El miedo. Ha publicado en revistas mexicanas como Casa del Tiempo, Diálogos, Gaceta del fce, Vuelta y Cartapacios. Es editor de Periódico de Poesía.

Sobre escritura María García Velasco 1 Sobre las gardenias reposa el canto azul. La soledad zozobra, resplandece. Perdura en el armario esa voz, esa extraña quietud de la noche. Arrullo. Cae la pesadez, el delirio, estertor de una emboscada. Entonces, escribo. Escribo. Tanto espacio, blancura. El corazón duele cuando el otro ignora el aroma de los ángeles entre tus piernas, el dulce sollozo de una tarde de domingo. 2 Escribo susurrando ese cuerpo, dominio de los dedos que se entumecen tras la caricia, tras el trago amargo de la evasión. Afuera, sobre el toldo de un coche, un gato observa la noche sin luz, el balcón vacío, una mujer sola susurrándose. María García Velasco. Autora de los poemarios: El infierno me pertenece; Vigilia del ego; Los amantes han de ser otra cosa; Letras vencidas. Y en narrativa ha publicado Fuera de temporada (Premio Nacional de Cuento Tintanueva). El poema que ahora publica en timonel forman parte de Juego de solitarios, de reciente publicación.


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Leonardo Padura, El hombre que amaba los perros Ernesto Hernández Esta novela de 765 páginas me la recomendó el poeta José Ángel Leyva en el marco de la Feria del Libro de Mazatlán 2013. «La vas agarrar y no la vas a soltar», me dijo como recomendación y le obedecí confiado en su buen juicio. Ahí mismo la compré y empecé de inmediato la lectura. La primera impresión fue la fotografía que ilustra la portada del libro. Liev Davidovich, mejor conocido como León Trotski, está con una vara en alto entre dos perros pastor alemán mirando fijamente al fotógrafo. Es inconfundible el antiguo jefe del Ejército Rojo, quien a la muerte de Vladimir Ilich Lenin acentuó sus diferencias con Josef Stalin sobre el futuro de la Revolución soviética. Trotski sostenía la tesis de la revolución permanente, que no era otra cosa que multiplicar la revolución proletaria en Europa; mientras Stalin argumentaba que el mejor apoyo a esta revolución era consolidarla primero «en un solo país». En esta lucha de posturas estratégicas resulta derrotado Trotski e inmediatamente comienza la persecución contra todos los miembros de la llamada Oposición de Izquierda. Trotski, con su mujer Natalia Sedova, inicia el exilio que lo lleva desde Siberia hasta el barrio de Coyoacán en el sur de la Ciudad de México donde sería asesinado por el estalinista catalán Ramón Mercader o también conocido como Jacques Mornard. La novela de Padura busca recuperar los trozos de uno de los pasajes históricos más escalofriantes de la historia del comunismo del siglo xx. Lleva al lector de la mano por los episodios que transformaron la utopía igualitaria en una carnicería donde murieron los mejores hombres y mujeres de la Revolución de octubre en los gulags, las purgas y los juicios sumarios. Es, además, una travesía por la intimidad de la familia Trotski que sufre cuando se le daña directamente o a través de los camaradas que fueron desapareciendo de la escena pública. Pero, también, es una historia de amor y de lealtades en medio de la adversidad. Quizá el mejor momento para calibrar la condición humana y sus debilidades. Ahí está de granito Natalia Sedova que soporta estoicamente las derrotas y el acecho del «profeta desarmado». Incluso, soporta con disimulo la infidelidad de Trotski con Frida Kahlo, quien junto con Diego Rivera fue a recibirlo a Tampico para llevarlo a la llamada Casa Azul donde él y Natalia vivirían al lado de los pintores comunistas. Sin embargo, también es la historia de una misión incubada en el odio del Kremlin, bajo la máxima «todo dentro de la Revolución, nada fuera de la Revolución», que trascendió fronteras y se instaló en el corazón de la Guerra Civil española, donde en 1936 luchaban de la mano estalinistas, trotskistas y anarquistas a favor de la República y finalmente resultarían todos derrotados. Empezaría así uno de los exilios más numerosos y dolorosos de la historia contemporánea y muchos de ellos alcanzarían México. En esos días aciagos donde la traición y la muerte estaban a la vuelta de cada esquina en Barcelona, miembros de una fa-

milia aristocrática se subían al vehículo de la historia, con el fin de contribuir al triunfo de la revolución proletaria. Son los Mercader del Río, encabezados por la madre de ellos, Caridad del Río, quien repentinamente se había vuelto comunista y atizaba duro contra todo lo que representaba el viejo régimen monárquico. Su hijo Ramón aprende la lección y estará en la primera línea de combate al lado de la bella África, con quien procrearía una niña y a la que nunca conocería, producto de la disciplina comunista que incluso lo llevaría a separarse del amor de su vida. En ese mundo ideológico su madre lo pone en contacto con agentes soviéticos que estaban en España dando dirección a las milicias del pce y le proponen una tarea para la historia, que es asesinar a León Trotski. Esto lo lleva a separarse de la revolución en su país para emprender un viaje sin retorno. Inicia con ello un periplo de preparación en las artes de la simulación y el engaño, bajo el principio de que cualquier cosa que se hiciera a favor de la revolución era justificable moralmente. Un revolucionario siempre debería estar más allá de las debilidades humanas y siempre al servicio del partido. Que como lo dijo alguna vez Evelio Badillo, un joven comunista mexicano que acompañó a José Revueltas en un viaje a la urss y luego ahí desapareció quince años en alguna prisión estalinista, «los hombres se equivocan, el partido nunca se equivoca». Ramón Mercader, quien es el belga Jacques Mornard gracias a un nuevo pasaporte falso, viaja a New York y luego a México. Gracias a su amante trotskista Sylvia Ageloff, logra acercarse al entorno de seguridad de Trotski hasta asesinarlo con un golpe de piolet. Es detenido y apresado más de una década en el Palacio Negro de Lecumberri y luego viaja a la urss, donde fallece en 1978, sin pena ni gloria. Padura reconstruye esta historia con las herramientas de la novela negra dando una energía vital a cada uno de los pasajes y personajes. El argumento con el que teje la historia es el de un veterinario y escritor cubano, como los podría haber en cualquier pueblo deambulando, quien un día se encuentra en la playa con un personaje que al igual que Trotski tenía una extraña debilidad por los perros finos y le empieza a contar una historia que no quería llevarse al sepulcro. Era un hombre enfermo, quizá afectado por los servicios de seguridad soviéticos, que estaba viviendo sus últimos días. Es su ajuste de cuentas con la vida, pero también es la de millones de personas de todo el mundo que vivieron la utopía comunista y sacrificaron todo en aras de la consumación de un mundo igualitario y con libertades. Quizá la gran mentira del siglo xx. No obstante, las utopías siempre serán necesarias, la humanidad no puede ni debe vivir sin sueños de justicia. Ernesto Hernández Norzagaray. Sociólogo y analista político, colaborador del diario digital Sinembargo.mx; y de los periódicos Noroeste, Riodoce y 15Diario de Monterrey.


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La duda

Guillermo Solís Duda. La pieza de un rompecabezas. La mancha que nubla la vista. El árbol atormentado por el viento en un bosque de suposiciones. La palabra suposición es una suposición, así como la palabra misterio en sí misma encierra su propio misterio. Entablamos relaciones más saludables con las certezas que con las dudas, pero son estas últimas las vías por las que transita nuestra existencia. Ellas fluyen y van palpándolo todo, penetran las cosas, se posan en los ojos, en el pensamiento y en la boca. Trabajan incesantes, a pesar de cualquier inclemencia, como trabaja la hormiga en el hormiguero. Abordar la deshabitación del ahora. Una mujer como yo, tiene derecho a decir una cosa que era y a la vez nunca fue. Estaba el fuego y en medio del fuego se encontraba la llama. Justo en su centro me encontré a mí misma, como en el espejo se encuentra el ojo con un pensamiento. Se dice «tiene la mirada perdida», pero tal cosa es imposible, la mirada no se extravía así porque sí, o se está allí o se está lejos del lugar al que la vista apunta. Mi reflejo en el tocador. Mi cabellera larga. Mis pensamientos largos. Me peino y pienso. Pienso y me sitúo. Recuerdo. Sentados alrededor de la fogata algunos de mis amigos se abrazaban, otros bebían y otros cantaban la canción que otro más tocaba en la guitarra. Había quienes se miraban, buscándose, reconociéndose. Había quienes sonreían entre sí y para sí. Había quienes conversaban y gritaban. Parece que tuviera un sentido de urgencia el estado eufórico que nos posee en los momentos en los que no hacemos nada importante y la diversión toma las riendas.

Pero lo que había encontrado en la llama me poseía. Me había puesto en los zapatos de quien no sabe si existe. Me ponía una y otra vez en medio de dos signos de interrogación. Mis pies blancos y descalzos en la arena trataban de recoger los dedos, como avergonzados, para permitir que todo siguiera sucediendo y para que en los demás siguiera pasando desapercibido el hecho de que me encontraba inmersa en la llama. ¿Habitaba yo un desasosiego o él me habitaba? ¿Qué estábamos haciendo —si acaso hacíamos algo— y para qué? ¿Hacer algo es dejarse llevar? ¿Eran todas las vidas como esa? ¿O todo estaba sucediendo en otra parte y éramos nosotros los que nos lo estábamos perdiendo, perdidos en la playa? Unas horas antes habíamos estado caminando las dos por la orilla del mar, pero esta vez no íbamos tomadas de la mano. Ella miraba sus pies, yo también se los miraba. Ella hablaba de irse a otra ciudad, yo sabía que ya se había ido, pero las dos fingíamos que no sabíamos nada y reíamos. No había motivo para decir adiós, porque no sería un adiós y porque no era momento para traer ese tipo de cosas a la luz de la luna. Ninguna se iba a atrever. La palabra es una navaja, dijo a su vez el silencio. Los dedos de mis pies se apretaron al tiempo que experimenté un ligero sobresalto cuando terminó la canción entre aplausos y risas. —Pásame otra cerveza —le dije a ella. —¡Por el futuro! —grité, brindando para todos pero sin desencajarle los ojos. Ella entendió perfectamente el mensaje y me pasó la cerveza, desviando la mirada. Vino a sentarse junto a mí y se me recargó en el hombro.

—Es mejor así —musitó. —No pasa nada —respondí yo, fingiendo seguridad en mí misma y en mis palabras, pero con la voz casi encogida. Lentamente sentía hundirme en la arena, en la fogata, en una voz que se iba apagando hasta quedarse muda. La edad es un truco que nos creemos para justificarnos o para culpar a otros de lo que nos sucede. Si ella era demasiado joven o si yo tenía más que perder con una década de por medio nunca lo sabré. Sonreí como todos y cual pastilla efervescente cayendo en el vaso de agua, salí abruptamente de mi estado retraído. Como si estuviera inspirada, brindé por todo y por lo que viniera. Los demás me veían y festejaban mi algarabía aplaudiendo y no faltó quien hiciera una broma aludiendo a como nos hacía actuar el amor. Pedí la guitarra y todos corearon lo que toqué. Ella sonreía para adentro, yo para afuera. La fogata en la orilla del mar se asemejaba a una estrella titilando en un cielo oscuro y profundo. Parecía que la tristeza había sido relegada a estar muy lejos de ahí, como si la solemnidad fuera un habitante de otro mundo, pero no de ese. Tal vez solo era el alcohol pero a pesar de que seguíamos cantando y bebiendo, sentí que había encontrado un lugar para mí en el fondo de la llama. Es tan difícil para cada quien estar donde debe estar. Y aunque quizá nadie lo haya notado aquella noche, hoy, después de tantos años, no estoy segura de estar habitando allá en la llama, en lugar de estar —por ejemplo— aquí y ahora. Siempre me quedó esa duda.

Guillermo Solís. Egresado de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ha participado en talleres de creación literaria. Escribe cuento y poesía.


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Está muy a gusto aquí

R o s y Pa l á u Ahí estaba yo, entre ramitos de flores, cerquita del altar, como perdida en el resplandor de esas velas que me adornaban el silencio. Yo le pedía al Santísimo y Él me miraba y no sé por qué se me figuró que los dos estábamos muy tristes. Luego mejor ya me iba, cuando alguien habló quedito: —Está muy a gusto aquí. Dijo. La vi de rodillas, con las manos muy juntas, fijándose en el chorro de luz que entraba por la ventana. —Sí. ¿verdad? Contesté. Era una de esas, de las que se llevan mirando, descalzas, con una esperanza que les queda muy grande y la ropa toda llena de tierra. —¿Quién eres? Le pregunté de una vez. —Nadie. Contestó. —¿Y qué quieres? —Acompañarte. —¿A dónde? —A donde sea. —Bueno. Le dije por decir y porque me dio mucha lástima. Cuando menos pensé ya me iba siguiendo entre el montonal de sombras. Afuera el cielo se ladeaba de pájaros, nos adornaba el camino que subía y bajaba, para luego perderse a cada rato entre los árboles. Por ahí nos fuimos, una detrás de otra, mudas, como si nos llevara cargando el perfume del aire hasta la orilla del río donde me gusta ir para seguir pensando en los milagros. Nada más lo vio y corrió a tirarse en el agua desparramando la nata de nubes, igual que si la arrastraran las ganas. Yo me quité los zapatos, mirándola de reojo para ver si se hundía. Luego me fui metiendo de poco a poco. «Que qué raro... De pronto estás allá y luego aquí con alguien que ni conoces. Que para qué acordarme de lo triste si siempre sí me volvía a gustar el mundo…» Eso pensaba y también otras cosas, cuando de pronto, mirándome con esos ojos que le cerraba el sol, preguntó: —¿Son feos los valles de lágrimas? Pobrecita. —Dicen. Le contesté, aguantando la risa. ¿Por qué? —Porque la viejita que me regalaba dulces no me conoce. Dice que ya no soy. Me contó tapándose con la mano la resolana. —¿Entonces? —Que cuando me ve saca un rosario y se pone a rece y rece en su mecedora. Nomás se le entiende de unos que pudieron escaparse de un dizque valle de lágrimas. —Así se hacen los viejitos. Piden por todo. Dije como para mí sola. Mientras hablaba, la vi lavarse muchas veces la cara, yo creo que para esconder ese llanto apenitas que le daba vergüenza. Luego, resbalándose por el lodo fue y se sentó en unas piedras.

Me acuerdo que me dio tristeza dejarla ahí, partiendo ramitas, que todo se me puso cristalino como si me hubieran metido adentro de un frasco donde al asomarme las cosas se ondularan. Nos volvimos a quedar, cada quien con su mirada, mirando la claridad que se apagaba en una mancha que iba bajando del cerro, rodando entre el montón de casitas donde de lejos se oía que a la gente le gustaba más andar allá afuera. La verdad no me gusta quedarme mucho en ningún lado, pero no encontraba cómo hacer que se fuera. Entonces se me ocurrió espantarla: —Aquí se aparecen. Como a estas horas sale de las sombras un alma en pena. Yo casi hasta la vi correr, pero ni se movió. —Ya sé. Dijo, como si no conociera el miedo. Pasa diciendo que va a un mandado. Pero no hace nada. —Yo me asusté deveras, saliéndome del agua que de repente se puso muy fría. Se llama Lilian como las que tienen los ojos azules y son felices. Agregó. «Milagros. Vete a tu casa.» Oí, mientras buscaba adivinar la hora en aquel puñito de estrellas que me antojó de andar allá arriba, cortándolas de los árboles. «Prometiste.» Repitieron. Y era cierto. Prometí. Aunque siempre me tardaba tantito más. No sé por qué ese dale y dale que no venga. «Porque entre más mansitos, más traicioneros, Rosaura.» Me contestaron. Entonces cogí los zapatos queriendo aprovechar lo entretenida que estaba la pobre, ahí, escarbando. Apenas di un paso cuando me llamó para enseñarme el pedazo de peine que se había encontrado. —¡Qué bonito! Le eché mentiras, mientras como si fuera de oro se lo encajó en el pelo. Yo la dejé seguir buscando y me fui yendo despacito. Siempre me salgo de mi casa porque me gusta imaginar que ando muy lejos, conociendo, y que los cerros son las olas de un mar y las luces que se prenden cuando se hace de noche, un barco del que me acabo de bajar. De seguro caminé mucho. Las calles eran hileras de ventanas apagadas alumbradas de repente por un farol. Me sentí como en esas películas en las que se oyen nomás los pasos sonando en lo solito. Entonces supe que andaba muy lejos y en eso, tropezándome en lo oscuro, divisé aquel bulto que se venía acercando. —¿Te perdiste? Preguntó. —¿Qué? ¿No tienes casa? Le contesté porque me dio coraje que me anduviera siguiendo. —Sí. Ahí. Apuntó a un como pueblito lleno de crucecitas. Y también la Lilian. Agregó. ¡Ay Diosito! Me acuerdo que dije, porque no me acordé de más. Pero las palabras me salieron a pedazos. —Mentirosa. Le grité, y corrí todo lo que pude. No sé cómo llegué otra vez a la iglesia. Ya no se veían las flores, nomás el olor a la cera derretida de las velas apagadas. —Está muy a gusto aquí. Me dijo, igualita, la llena de tierra. —Sí. ¿Verdad? Contesté. Entonces comenzó a llorar y no me da vergüenza. También yo. Rosy Paláu. Poeta y narradora. Autora de Quizá el tiempo, Territorio indeciso, La clara sombra del silencio, Sonata para una luz y La casa del Arrayán.


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Plata líquida

César Ibarra Cuando Churras dio el primer golpe del zapapico en la tierra del callejón, pensó en las monedas de oro y plata que algún habitante antiguo,imaginaba, habría enterrado en esa parte de la colonia. Popa lo acompañaba y hacía las veces de iluminador, pues Churras había urdido realizar la excavación, de madrugada, pare evitar así la presencia de vecinos. Si encontraban el tesoro, Churras planeaba comprar un auto, pues le molestaba ir al expendio de cerveza, a pie, cuando cerraban el súper y él y sus amigos quedaban, como se dice popularmente, «a medio chile». Popa, por su cuenta, soñaba comprarse unas botas, un sombrero y varios cambios de ropa, pues planeaba casarse con una chica que le hacía «jalón», por los rumbos de la colonia Siete Gotas. Churras golpeaba y Popa le daba ánimos, además de extraer la tierra y alumbrar, de tanto en tanto, el fondo del pozo. Churras no lo decía, pero pensaba en Carmela, quien años antes había enviudado y aún estaba en edad de merecer. A veces ambos guardaban silencio esperando oír el golpe que anunciara la cercanía de las monedas, pues en el pasado remoto los pobladores acostumbraban enterrarlas en bolsas de cuero u ollas de barro, a falta de bancos. El hoyo había rebasado ya el metro y medio de profundidad, cuando Popa y Churras quedaron paralizados por la sorpresa: el golpe del zapapico sonó hueco, lo que era para ellos una señal inconfundible del tesoro. «¡Sí, yo vi arder aquí!», exclamó Churras, convencido. Y ansioso ya por sentir el golpe de las monedas en su rostro, levantó el pico y dio un golpe fuerte contra el fondo del hoyo. Entonces saltó el agua como una tormenta cegadora, golpeando a Churras y mojando a Popa, quien resbaló de golpe hasta el fondo del pozo. «¡Corre, Churris!¡Corre!», alcanzó a decir Popa, con su voz aguda, luego de dejar la trampa de agua, antes de perderse en la oscuridad del callejón. Pero la tragedia real no comenzaría, sino varios minutos más tarde, cuando la población de El Barrio comenzara a desperezarse y al abrir las llaves del agua, para el baño, el precioso líquido brillara por su ausencia. «¿Ya supo, comadre, que el Churras rompió un tubo de la japac por andar buscando un tesoro?», dijo una de las vecinas, todavía con una camisa empapada de agua jabonosa en sus manos. «Y a mí me dejó a medio baño, el cabrón», respondió el marido de esta, mientras se quitaba el champú con una toalla. Las chicas, apenadas, a las seis en punto de la mañana iniciaron su desfile rumbo a la escuela o al trabajo,

algunas de ellas con el pelo engomado y con sus cuerpos olorosos a crema y a abundante perfume. Temeroso de que lo aprendiera la Ley, Churras se ocultó en su casa por diez días y solo salió para contemplar el vergel en que se había convertido toda la zona, a causa de la humedad, y a enterarse de que se había convertido en un héroe, para los niños, que disfrutaron por un día aquella magnífica fuente que los levantaba en peso sobre el suelo. Ya lejos del hecho y luego de darle un nuevo trago a su caguama, Churras afirmó que aún buscará el tesoro, pero que ahora contratará una máquina excavadora, y que lo hará, a medio metro a la izquierda del sitio.

César Ibarra. Escritor y promotor cultural. Su libro más reciente es El tiempo que regresa.


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Noel Martínez Rubio

L u c í a L e y va

El poeta

Ofrenda

Siente el frío del que duerme en la banqueta, escucha el grito de la noche que entra por la ventana y siente el dolor del mundo como cristales molidos en su cabeza. Es suya la alegría del juego de los niños y suya la tristeza de la muchacha que llora sola en la banqueta. Por las noches se asoma a la ventana de su casa en la loma, y mira las luces encendidas de las casas de la ciudad y piensa e imagina y siente o cree sentir y en virtud de ese creer llega a sentir las vidas que palpitan en esas otras ventanas. A veces llega a tener una visión y la nombra en palabras; pero sabe que realmente lo que quiere nombrar no puede nombrarlo.

Un corazón muestra sus venas: sangrante se me ofrenda sobre el lecho de bambú que flota en el estanque.

Juego de beisbol Juan Chirino es el picher de los Yanquis en el torneo del 64. Le ha ocurrido algo terrible, pero sabe que el próximo domingo tendrá que pichar en la final. Llega el día del juego, se prepara para su primer lanzamiento, trata de concentrarse y hacer a un lado lo que pensa. El bateador está en posición, llega la señal; Chirino toma impulso y lanza la bola; la bola se divide en dos bolas; el bateador ya no es uno sino dos; dos estadios distintos, con diferentes espectadores, en diferentes lugares y tiempos; la bola viaja en dos dimensiones y anota dos strikes en un mismo lanzamiento. En un lugar ganan los Yanquis y en otro los Indios de Cleveland.

Terra FS Apenas tenía tres días ahí y noté ciertos aspectos inusuales en el comportamiento de la gente. No comprendí a qué se debía tan marcadas diferencias de conducta; hasta que me invitaron a una fiesta. Pregunté qué se celebraba y me dijeron que el primo de mi anfitrión festejaba su año menos. Al principio no entendí a qué se refería la expresión y decidí por el momento no preguntar al respecto. Al llegar la noche fui a la fiesta, la cual se celebraba en grande y con gran efusión. Todo parecía un cumpleaños. La fiesta transcurrió entre comida, baile y licor. Al llegar la media noche se realizó una reunión de carácter más solemne; después de unas palabras, entre celebraciones, una persona de pie, sobre un estrado, dirigió un brindis por los diez años menos del festejado. De acuerdo a la costumbre de mi planeta me costó trabajo entender lo que eso significaba. En este lugar festejan su año menos de vida; ya que en este planeta la persona, desde que nace sabe la fecha, el día y la hora exacta de su muerte. Y cada año que pasa se acerca el final, por lo que celebran su año menos de vida. Este simple hecho marca una completa diferencia con respecto a la forma de vida que se vive en la Tierra. Debido a la premura de mi estancia, me reservo por el momento relatar los pormenores y pormayores de la forma de ser de las personas en este remoto lugar de la galaxia. Tendrá que ser en otra ocasión, ya que mi tren galáctico parte a las 5 pm y son las 4:45. Me preparo para el viaje.

A fuego lento A fuego lento fragua el dolor el demonio azul que habita la piel de las tentaciones y cuchillo en mano cercena el alma del que espera el retorno del amor ausente.

Desnudo Desnudo como el amanecer Desnudo de silencios Así te quiero: algarabía en el pentagrama de mi cuerpo.

Lucía Leyva. Fotógrafa y promotora cultural. Coautora del libro En el andén de los sueños.

Noel Martínez Rubio. Es licenciado en Filosofía. Narrador y poeta. Autor de Miedo a los humanos.


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Cuando la muerte llega

María del Carmen Lizárraga Ya no podía ladrar ni tampoco empujar su plato de comida con su hocico cuando el pájaro caminaba sigiloso para robarle su porción. Tampoco saltar hasta lamer mi mano a la altura del torso como lo había hecho siempre. Sin moverse del sofá, acurrucado, una pata trasera cobraba vida propia. Su arritmia rompía con el latido de su cuerpo. Ese trozo de carne suelto y voluptuoso pagaba demasiado caro en el resto de sus órganos. Escuché su quejido; denso, sólido, como de alguien que se muere. Su dolor abrió los ojos para verme. Este gesto transcribió una nota y una punzada recorrió mi vientre. Subió hasta la cabeza y queriendo escapar por la retina, solo lágrimas salieron. Traté de habitar su herida para mitigarla o tal vez para esquivar mi propio trance. Me fue imposible hacerlo, el sufrimiento del que muere nunca es proporcional con el que lo acompaña. Escondido cada quien

entre su piel, un abismo los separa. Escuché otro lamento, este fue largo, inacabado, angustiante. Intenté ocuparlo para seguir manteniendo mi entereza. Por cada quejido, una ocupación. Lo observé desde el agua corretear sobre la arena y trepar las puntas de los riscos levantando sus ojos para verme. Lo vi saltar la barda del jardín y retozar con la «Chiquita». Seguí ocupando el tiempo en mis recuerdos, todo para pasar de largo y eludir la tristeza de su partida.

María Del Carmen Lizárraga. Ha publicado ensayo y otros textos en revistas de distintas instituciones educativas de la entidad (uas, upn y ens) y es coautora del libro En el andén de los sueños.

Mi dormitorio, tu dormitorio

Netzahualcóyotl Ceballos

Netzahualcóyotl Ceballos. Reportero de Noroeste, colaborador de Traveler de National Geographic en Español y del suplemento literario Astillero.

Su dormitorio olía a muchos años. Se pensaría que un siglo. Un siglo que, seguramente, cualquiera descubriría tan solo entrar al umbral de la estancia. Y que ella nunca más. Ella nunca más porque en la cúspide de su vida su olfato padecía la enfermedad desgraciada de la amnesia a los perfumes, invalidez de olores, como cegada irremediablemente de la nariz. La nariz. La boca y los ojos; toda ella era una anciana. Los cabellos, orejas, piernas y brazos, hasta aquellas partes del cuerpo que la decencia decide esconder. Ella, convertida en una manifestación de que al tiempo no se le escapa nada. ¿Nada? A los ochenta y cuatro años sus recuerdos eran lo más colorido que poseía. Antes de los dieciocho había aprendido a fumar como hombre, gritar en el amor como la más mujer de entre todas las mujeres y a vivir con la indolencia de cualquier chiquilla. A los treinta años había criado a una docena de hijos y tenido tres maridos. A los treinta años, la docena de hijos y los tres maridos la habían vuelto una señora feliz. Y, cuando llegó a los cuarenta, era una abuela feliz y en ese momento pensó que cuando se le arrugaran las manos y sus dientes desfallecieran, sería entonces una bisabuela feliz. Y no obstante, un triste día de recuerdos comprendió sin comprender que el mundo la había olvidado. El mundo ahora, para ella en compañía de su soledad, era ese dormitorio con olor a echado a perder, la tranquila pero firme descomposición de sus sentidos y los daguerrotipos de la memoria que se negaban a abandonarla como todo lo demás. La víspera de su muerte se cuestionó cómo llegó ahí, cómo la vida la arrastró hasta ese lugar donde ni ella, de continuar así, sabría quién era ella. Ese dormitorio a donde pareciera, irremediablemente, todos llegamos.


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El sonido de la sal Ana María Jaramillo II Velámenes de púrpura se mecen con suavidad en mares de narciso; marineros fantásticos se esfuman y queda el muelle en la quietud sumido. Emily Dickinson El viaje y la espera son mi destino. Rainer Maria Rilke Margarita no pudo evitar las lágrimas. Su amigo más querido pronto desplegaría velas y ella quedaría atrás, anclada, sola con sus confidencias y sus sueños fracturados, con su vida que también transcurre en otra parte, ¿en qué parte? En otra parte, también pensaba, a veces escéptica, a veces esperanzada, tratando de recordar dónde, cuándo la vida se había quedado enmarañada por ahí, como cuando se brinca una cerca de alambre de púas y un trozo de la tela queda ensartado como constancia de que uno estuvo allí y tenemos esa certeza pero seguimos sin saber dónde ni con quién, pero en otra parte, de eso estaba segura. Pero, ¿era la vida la que transcurría en otra parte o simplemente había desaparecido la vida, se había mudado de cerebro, de alma, de cuerpo? Un cuerpo vivo sin vida, como un zombi, así se sentía. Le daba vueltas a una solución: viajaría a buscarse a sí misma, ¿dónde había escuchado esa expresión? Un viaje en busca de sí misma. ¿Será que sí se perdió por ahí en algún recoveco del camino o la dejaron abandonada en alguna gasolinera o no tomó el tren en la dirección correcta, acaso se bajó en la estación equivocada? ¿Llegó retrasada y ya no la esperaba nadie? ¿Perdió algo irrecuperable en el camino? ¿O dejó su alma a girones en algún alambrado, en una frontera, en un límite, en un «No Pase, Propiedad Privada»? ¿Acaso traspasó la puerta de algún lugar prohibido y de allí salió mutilada? Hace un tiempo Margarita Márquez viajó en busca de una isla desierta pero no la pudo encontrar, en todos los lugares se topó con gente: vendedores ambulantes, envases de blanqueador para la ropa y mirones, muchos mirones indiscretos. En todas partes alguien quería vender una baratija, un recuerdo, como si los recuerdos fueran comprables y vendibles: llévese este recuerdo —le dicen a Margarita— y ella mejor recoge cualquier basura de la playa, un vidrio molido por las olas, una piedra, una rama petrificada, o simplemente arranca una hoja de una planta cualquiera y la mete entre un libro para que se seque y se convierta

en su recuerdo de aquel lugar, su souvenir, porque a ella le gustan estas cosas simples. Así, cuando regresa a casa sabe que sí existió, que Margarita fue en ese entonces una viajera, la prueba la constituyen aquellos insignificantes recuerdos recolectados en ese viaje en busca de sí misma. Fragmentos del mundo, de su mundo, recuerdos que algún necio botaría a la basura sin dudarlo ni un momento, porque son solo desechos, lo que dejó el vendaval, restos tan inútiles como los letreros del camino: «Prohibido dejar piedras en el pavimento». ¿Ha visto usted a alguien dejando piedras en la carretera? A uno se le ocurre que solo los asaltantes pueden dejar piedras en el pavimento, pero a ellos qué les importa que se los prohíban. O qué tal aquellos que dicen: «Prohibido virar a la izquierda» y todas las curvas giran a la izquierda ¿qué hace uno, seguir derecho y tirarse por un barranco? Pero hay algunos letreros que son verdaderamente alarmantes: «Curva peligrosa a 100 metros», entonces uno se distrae porque ese riesgo anunciado está un poco lejos y uno empieza a tomar con confianza las curvas cercanas hasta llegar a la curva peligrosa, candoroso, pensando que cien metros son muchos metros y entonces las llantas rechinan, el volante sale de control y ya no somos los de antes, nos falta un ojo, una pierna o la vida, pero, en fin, la vida siempre está en otra parte y los letreros de la carretera son un gran chiste, porque cuando uno en realidad viaja buscando una isla desierta, es difícil asombrarse ante una puesta de sol que no esté intervenida por un cable de luz con unos zapatos viejos colgados, como recordándonos que allí habita algún hombre descalzo. Y entonces uno piensa que viaja en busca de un imposible: la isla desierta. III Sentada en una banca del parque, con Caniche echado a sus pies, ante los ojos cerrados de Margarita desfilan amigos que han cambiado de oficio, de pareja, algunos ya están muertos, otros se destruyeron, algunos simplemente desaparecieron, pero ella permanece igual, en el mismo lugar, con la misma pareja, con el mismo oficio, anclada cual barco abandonado en el puerto, barco que nunca ha de zarpar, corroída por la idea de no soltar amarras y sostenida porque algún día ha de partir, deshaciéndose lentamente como esas estatuas en los parques que se van


31 desdibujando desgastadas por el excremento de las palomas, el hollín y la acidez del aire o simplemente porque de tanto estar allí ya nadie las mira, se hacen invisibles, de pronto ya no se ocupan de ellas y hasta se las pueden robar o cambiarlas de lugar y no hay quién las extrañe, no pertenecen al inventario de ningún ayuntamiento, de ningún vecino, ni siquiera los perros cuando orinan las echan de menos, porque bien pueden orinar en otra parte, porque la vida siempre está o puede estar en otra parte; como los barcos encallados que han dejado de estorbar y un vendaval los arrastra un día lejos del puerto y ya nadie los extraña, hasta que al fin se hunden sin provocar siquiera un movimiento entre las olas. Un buen ejemplo de esto ocurre en el parque cercano a la casa de Margarita, allí descansa una estatua de Albert Einstein, una cabeza, una cabezota medio deforme, donada por la comunidad israelita del barrio, tiene una pequeña cerca a su alrededor, ya nadie, ninguno, ni una persona la recuerda, la placa es insulsa y la cabeza muy fea, hay que leer la placa para saber de quién es la cabeza porque a simple vista no se sabe que esa cabezota es de Albert Einstein, y eso que Albert Einstein es inconfundible, inolvidable, pero este Albert Einstein de piedra ya fue olvidado, si la llegaran a robar, ¿cuánto tiempo se tardarían en descubrir su ausencia? Pero si no lo reconocen a él y pueden desaparecerlo y olvidarlo, debemos pensar que así nos pasará a todos los que no somos Albert Einstein y no tendremos una cabezota fea en algún parque, porque uno se encuentra con la gente y ya no lo reconoce —aunque haya significado mucho para ellos—, intrigados piensan para sus adentros: qué gorda está, qué envejecida, qué descuidada, cómo la han tratado de mal los años, ¿y el espejo? ¿Se han mirado al espejo? Sí, claro, sí, pero esta mirada implacable siempre es para los demás, se está pensando que la vida ha sido más amable con uno, los otros son otra cosa, la vida de los otros es otra cosa que transcurre tan lejos, tan ajena, tan distante de nuestra realidad y, salvo ligeros cruces intermitentes, confirmamos que sus vidas son vidas ajenas, vidas sin sentido, de mierda, mientras uno sigue ahí, firme, como Margarita, defendiendo un peñasco, el peñasco de Gibraltar, o para no ser tan pretenciosos, al menos como el peñasco de Perejil, aquel islote tan disputado por Marruecos y España, entrada al Mediterráneo, a 200 metros de las costas africanas, latitud 35° 54’ 48, 11” N, longitud 5° 25› 03, 34» O, con una extensión de 500 metros de largo por 300 metros de ancho, que tiene 0,15 km², o sea, 150,000 m² y cuyo punto más alto mide 74 metros sobre el nivel del mar, como un edificio de aproximadamente 25 pisos, un insignificante peñasco que cualquier constructor puede superar, o ¿qué son 25 pisos y una azotea para mirar el horizonte infinito de la entrada al esplendoroso Mediterráneo? Desde punta Leona en Marruecos puedes ver el peñasco a tiro de piedra, y si desafías los vientos y bajas el camino del acantilado a la playa y nadas un poco estarás en el peñasco solitario, que solo las aves marinas circundan cuando no lo azota una tormenta, dejando como recuerdo de la visita furtiva cantidades de guano que nadie explota. Pero el Perejil o Leyla, por su nombre en árabe, sigue allí, inmóvil, deshabitado, silencioso, reñido, sangriento, agreste, ajeno a su suerte desde que hace un tiempo muy remoto se llamó Ogigia, isla que habitó Calipso, también conocida como Circe, y que retuvo a Ulises alias Odiseo, durante siete años. Calipso, la más solitaria de todas las mujeres, condenada a entretener a los navegantes en un tiempo y lugar más allá y más acá de todo lo que un guerrero conoce y ansía conocer. En esos tiempos de ocio y aburrimiento entre el fin y el principio de una guerra, don-

de los hombres se emborrachan, curan sus heridas y pierden su valor entre el coito con una oveja, su ayudante de cámara o una mujer como Calipso. Y al igual que Calipso, este islote no tiene control sobre su destino ni sobre su inmensa cueva ni sobre algunas cabras salvajes que alguien dice haber visto correteando por allí. Porque el destino de Perejil se decide en todas partes menos allí mismo, porque allí no pasa nada, no crece nada, nadie lo quiere para nada, salvo para decir que es suyo, nadie lo ama ni tiene gratos recuerdos de él, ni nostalgia por él ni nadie quiere viajar allí de picnic ni de luna de miel ni siente deseos de ir a pescar ni de asistir a una fiesta en aquel paraje. Nadie construye sus recuerdos en el islote de Perejil, porque ni Ulises se detuvo a recordar a Calipso cuando ella lo dejó partir ayudándole con maderas para construir una pequeña balsa y regalarle los víveres necesarios para que emprendiera así su regreso a Ítaca, mientras Calipso, «la que oculta», moría de pena en su cueva en Ogigia con los hijos concebidos con el ingrato que ni la promesa de ser inmortal y joven eternamente pudieron retenerlo en aquel paraje. Ya nadie recuerda ni está seguro de que allí habitó la poderosa y solitaria Calipso, ya nadie piensa en su abandono hasta que el náufrago Ulises llegó como castigo por la matanza de las vacas del dios Hiperión y partió favorecido por Atenea, que se conmovió de su nostalgia por el reino de Ítaca, mas no por Penélope. Y, sin embargo, algunos han muerto defendiendo aquel andurrial, ese peñasco árido y desolado, tierra baldía y sin recuerdos, sin memoria, trozo de arena y roca que no habita en la mente de nadie, salvo cuando alguien reclama su posesión. ¿Acaso está perfilándose en la imaginación de algún pintor, de algún camarógrafo, de algún fotógrafo? No, si aparece en los mapas es por joder, por molestar a los de enfrente, a los africanos, por decirles que España les puso un pie encima hace siglos, que se los seguirá poniendo y que la prueba es aquel peñasco de Perejil, que más le valdría hundirse para siempre, desaparecer, dinamitarse a sí mismo y dejar de ser la razón de dominio, el trofeo de un tonto. Así se pensaba Margarita, como el trofeo de un tonto: cincuenta años y se pensaba como el Perejil de alguien, la Calipso de un listillo como Ulises, mientras la vida transcurría en otra parte, en una corte lejana, disputa de extraños, litigio donde sus intereses no cuentan, asunto donde su voz no está representada, sonata interpretada en otra dimensión, en otra latitud, en otra longitud, en otra altitud, salvo cuando desea ser de alguien más, cuando piensa en qué o en cuál girón de la vida se rompió su corazón, dónde quedó colgada su alma, en qué rincón oscuro dejó de ser la sal de esta tierra. ¿Cuándo Margarita dejó de ser Margarita? Porque en algún momento ella dejó de ser Margarita, ¿cómo seguirá siendo ella ahora que lo sabe? Entonces la No Ella ya no sirve para nada, así que puede arrojársela a la calle y la gente la pisoteará. Ese es el horizonte, allí se pierde su rastro y se confunde la que fue con la que ya no es, entonces jala a su perro que se estira perezoso y a regañadientes regresa con ella a la casa.

Ana María Jaramillo. Es narradora y poeta. Autora de los libros de relatos Eclipses y Crímenes domésticos; y de las novelas La curiosidad mató al gato y Las horas secretas. Ha publicado también el libro de entrevistas Playas borrascosas y el poemario La luciérnaga extraviada, entre otros.

Nota. El presente texto es un fragmento de El sonido de la sal, novela en proceso de publicación.


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Van Gogh (La percepción de lo inevitable)

Nino Gallegos Al ser y hacerse mínima la percepción, lo inevitable puede transformarse en lo máximo de lo por venir o del peor venir. Nada de catastrofismos. La ciencia y la tecnología haciendo lo que pueden transformar: la ciencia puede prevenir a lo que de-viene; la tecnología se anticipa a lo que de-viene y de-vendrá, pasar de lo inmóvil a lo móvil, de lo sólido a lo líquido y a lo plástico, posiblemente, a una licuefacción. No es necesario imaginarse en dónde. Algunos pensarán en el fracking. Está en nuestras manos y ante nuestros ojos, lo escuchamos, lo olemos y lo gustamos: audio-gráfica-visual y textualmente está más del lado de la tecnología que de la ciencia, cuando Vincent van Gogh pensó para haber escrito lo siguiente: «El arte es el hombre agregado a la naturaleza», el confort del hombre actual está en riesgo, económica, social y culturalmente. No se trata de ricos y de pobres, y tiene más riesgo en la inclusión que en la exclusión, de donde el egoísmo y el cinismo, la indiferencia y la indolencia sociales están en la jerarquía de todo el poder humano, inhumano y posthumano. Moderna y postmodernamente cuando se piensa en el arte se está pensando más en la exposición que en la creación, de la cual esta última hizo de Van Gogh su tiempo y su espacio, y no lo que ahora es: un Vincent van Gogh para los mercaderes del mercado pictórico. La marca del ser no era la marca del hacer vangoghniano, porque estaba de frente a la naturaleza como una forma de vida en un hombre que salió de las minas de carbón al sol de la naturaleza. Hoy en el siglo veintiuno más que ayer en el siglo veinte, necesitamos de Vincent van Gogh, y en cuanto al siglo diecinueve los que se necesitaron fueron los hermanos Van Gogh. Ninguna terapia para ninguna tragedia, ni siquiera para un suicida y menos para alguien que murió de una herida por una bala perdida en la naturaleza del campo, a donde se iba a tirar y a pintar. En las cartas de Van Gogh a su hermano Theo, hay una redacción manuscrita, gráfica y visual de lo que en el hombre y en el pintor es la imaginación crítica existencial y mental, fluyendo trabajosa y alimentariamente: tabaco, café, pan, ajenjo y pintura. Nada de conceptualización en torno al taller pictórico. Más vida nómada con su taller itinerante, desde adentro hacia afuera. Lo que fue pintura antes, durante y después de Van Gogh, acaso el caos natural, mental y existencial de Van Gogh. No incapacitado sino peripatético para la Historia del Arte que ni él, por asomo, a través de una ventana, se vio exi-

giéndose ser pintor y hacer de la pintura no un catálogo de exposiciones y sí un trabajo de creaciones. Es cuando la percepción de lo inevitable, explota y se expande natural, pictórica, existencial y mentalmente: no proyectarse, trabajar(se) en el poder de crear. El cura sui (el cuidarse a sí mismo) de y para Van Gogh fue la hermanable y entrañable correspondencia y comunicación con las Cartas a Theo, donde el pintor le escribe desde adentro y acerca del arte, la estética, la sociedad: se está más cerca de Theo porque en el remitente y en el destinatario al leer lo que Vincent pensó y escribió con una resiliencia a prueba de una incipiente crisis de locura que día a noche fue más creativa hasta la extenuación humana para recuperarse en el trabajo día a día en el taller de la vida y de la naturaleza, cuando vida y naturaleza eran para él el cuidado de sí mismo. El hombre agregado a la naturaleza como uno más en la vida y en el arte es la percepción de lo inevitable en Van Gogh, y por ello es más necesario ahora en la cotidianidad de lo rural y lo urbano, aunque lo rural está desruralizado y lo urbano es lo hacinado, no contemplando la obras pictóricas de Van Gogh como una terapia, acaso contemplar para reinventar lo que para él existió y aún existe en el espacio y en el tiempo: el arte en la realidad existencial e integral que nunca pretenden separar al autor de la obra porque así se había dado la elección de vivir para el arte, y si Van Gogh no vendió, en vida, más que una obra es porque su obra se creó para no ser vendida, acaso, contemplarla, para revivirla. Cuando Antonin Artaud plantea la no separación del autor con la obra, tanto para la creación como para la crítica, tal vez, pensó, en Van Gogh, y al escribir el ensayo: Van Gogh, el suicidado por la sociedad, simple y complejamente facionalizó en lo siguiente: «¿Acaso era un loco Van Gogh? Que quien alguna vez supo contemplar un rostro humano contemple el autorretrato de Van Gogh, me refiero a aquel del sombrero blando. Pintado por el Van Gogh extralúcido, esa cara de carnicero pelirrojo que nos inspecciona y vigila; que nos escruta con mirada torva. No conozco a un solo psiquiatra capaz de escrutar un rostro humano con una fuerza tan aplastante, disecando su incuestionable psicología como con un estilete. [...] Mejor que cualquier psiquiatra del mundo, el gran Van Gogh situó así su enfermedad».


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¿Fue, también, que Artaud se dispuso al autoanálisis en la percepción de lo inevitable en Van Gogh; la situación de la enfermedad en el arte, el hombre agregado a la naturaleza del arte y la enfermedad, y cuando nadie de nosotros somos psicólogos y/o psiquiatras, tampoco nos autoanalizamos más que superficialmente y no profundamente, en el sentido estricto de la autocrítica mental, social y cultural? En la percepción de lo inevitable, la obra de Van Gogh, es una posición al des-borde de los cuadros y al contenido de lo que el dibujante y el pintor, a primera vista, lo tenía en la búsqueda y en el encuentro de los sujetos como re-encuentros en el dibujo y en el color correspondientes a la paleta y a los pinceles que trabajaban con el impulso-convulso de la sobreexcitación en un poseído de la euforia a la calma; las manos trémulas, de pasión y de color; los pinceles, exhaustos y la paleta extenuada ¿por la absorción o por la combustión humana? regresando el sol al carbón, y otra vez al proceso de trabajo, orgánico y mental. En Van Gogh no hay nada ni hay nadie ni hay alguien a quien humanizar, ¿por qué, porque es demasiado humano? En la percepción de lo inevitable están la condición y la situación humanas del hombre, la naturaleza y el arte, donde no hay escenarios ni exposiciones ni agregados ni elementos ni modelos sucedáneos que hayan contaminado la obra de Van Gogh, porque la obra del pintor es impuramente humana, asediada por el sol y la soledad en ese oscuro pedazo de carbón que titila brillante e incandescente en una noche estrellada sobre los mineros, los campesinos, los zapatos y los comedores de papas. No fue la estética conceptual en el contexto artístico y pictórico de su tiempo la que Van Gogh siguió y que Camille Pissarro anticipó y definió el trabajo del pintor holandés: «O este hombre se vuelve loco, o nos deja a todos muy por detrás de él». En la percepción de lo inevitable la obra de Vincent van Gogh es retrospectiva, presente y prospectiva con la cualidad de presentánea por el hecho de ser y hacerse referencia obligada para los críticos de arte y los artistas plásticos. A través de los años he escuchado que Van Gogh hubiese sido mejor pintor en el siglo xx, por lo de las tecnologías pictóricas, a lo que Van Gogh no lo haría sentirse mejor anímica y pictóricamente, pues el tiempo contextual y humano, social y cultural de fin de siècle xix, en Van Gogh, le produjo una ruptura natural con lo que después se llamó tradición y ruptura, no siendo, por actitud provinciana o cosmopolita, un pintor tradicional, bucólico, moderno y burgués. Las artes, y no la tecnologías, de Vincent van Gogh fueron telúricas y solares, rústicas y naturales, rizomáticas y nervadúricas, orgánicas y vitales.

Entonces, la percepción de lo inevitable, en cada quehacer del trabajo pictórico de Van Gogh, está escrito en esa vida de cartas escritas a Theo, y si uno no tiene más quehacer que leyéndolas como viéndolas en la obra del hombre agregado a través del arte a la naturaleza, he aquí: «Hoy ha hecho un tiempo maravilloso, sin viento, y he tenido tantas ganas de trabajar, que estoy muy desconcertado, pues no contaba con esto». He aquí lo que está allí, no en su catálogo como variedad y sí la variante mortal que acepta lo cotidiano como desconcertante: lo único como valor variante en el atisbo menor de un atisbo mayor: la luz natural del sol, el despliegue de los rayos solares, la paleta de colores libres con trazos burdos y fuertes de los pinceles sobre la figura dibujada y coloreada con el delicado sonido de la explosión solar: amanece siempre atardeciendo, la mañana es el mediodía como paisaje de una medianoche al temple y destemplada, vorágine anticipada lo que al día siguiente será solaz e infernal: la in-quietud del hombre por pintar la savia amarilla solar con el rojo incandescente del carbón, el negro Borinage, pues no contaba con eso, la internación del hombre y la libertad del pintor. Nino Gallegos. Poeta y periodista. Su libro más reciente es Aludra.

Invidentes

Daniel Sepúlveda Reman ciegos la tarde Un canal solar fondo de concreto. Una pareja: Él un desgarbado ángel, Su esposa una madonna de suaves sensuales redondeces Cálidas caderas en contraste con su sonrisa fresca Franca y como de fiesta En el desamparo del amor Se aferran uno al otro Formando una pareja sólida Tanteando el aire Como si pescaran sin pretensiones Entraron a un local Por su silla de masajes Continuaron hacia la plaza A esperar Sonrientes Olfateando la soterrada tormenta

Daniel Sepúlveda. Narrador y poeta. Su libro más reciente es Penumbra. Actualmente es coordinador del taller literario «La montaña mágica», en Los Mochis, Sinaloa.


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Arte libre A Ñ O S AT R Á S E L A RT E E N L A S C A L L E S S I R VIÓ PA R A Q U E L O S G RU PO S DE C HOL O S M A R C A R A N S U T E R R I TOR IO. HOY S ON E S PAC IO S PA R A L A E X PR E SIÓN S O C I A L Y C U LTU R A L .

Azucena Manjarrez Durante la década de los noventa los tags o placas, en las paredes de la ciudad, edificios abandonados, se convirtieron por excelencia en lienzos ambulantes para los grupos juveniles conocidos como cholos. Movidos por algún ideal, ellos se apropiaron de las calles para pintar con spray o viniles: letras, frases, imágenes sin un sentido estético y siempre en la clandestinidad. La idea más allá del todo era decir esto somos y este es nuestro espacio. Grupos como Los Tiburones, Los Taggers, Los VLA, fueron sometidos a persecuciones y detenciones policiacas. «Pintar» una propiedad privada o abandonada era y es un delito por pagar, aunque eso no significó el cese de esta práctica, que marcó los primeros intentos por expresarse en las calles. Y aunque actualmente en Sinaloa persisten estas manifestaciones, no siguen el mismo objetivo; los cholos quedaron atrás para que en su mayoría, artistas visuales desarrollen propuestas con un lenguaje más definido. Fundamentalmente en el Centro Histórico de Culiacán y Mazatlán; ilustradores, diseñadores y colectivos se volcaron a este tipo de propuestas con pintas, grafitis, esténciles, stickers. Estamos hablando de una tendencia nada nueva en el mundo, donde incluso sus hacedores cotizan sus obras en dólares y exponen en los museos más importantes del mundo. Creativos como Banksy, Mr. Brainwash, Obey incluso son analizados por la crítica y han dado un carácter de arte, a lo que antes eran simples placas callejeras. Lienzo urbano En Sinaloa, los casos más destacados en el arte callejero, incluye a creadores propositivos como Watchavato, Diske Onne, Stous, Dante, Be University, Emeck, Mayel, Taqhero, Víctimas Civiles, Doctor Feis, Vicker, Carlos Z, Lenin Márquez, Colectivo Buque. Ellos han estructurado una serie de propuestas frescas, que encuentran a los transeúntes en las calles. En Watchavato encontramos al principal exponente del arte libre. Desde hace quince años, ha venido plasmando en México y el extranjero serigrafías, murales con frases, huellas, signos relacionados con la narcocultura. Ilustrador de profesión, mucha de su obra la realiza en la clandestinidad, aunque también lo hace dentro de una galería. Su propuesta está totalmente ligada con los recuerdos de su infancia en Culiacán. De él es posible observar imágenes donde la figura principal es Jesús Malverde, dólares.

Otro caso similar es el de Stous, un creativo que se ha identificado con el graffiti, pero hecho siempre bajo la clandestinidad. Su idea es simple, marcar territorio pero con pintas con un sentido social. Su trabajo más conocido se encuentra frente a los campos de la Liga de Beisbol Recursos, donde se lee la frase «Verdadera realidad social», un trabajo de 5 metros por alto y 120 de largo. Para realizarlo utilizó cubetas de pintura, rodillos y dieciséis noches. Caso contrario sucede con el Colectivo Buque, que desde el sur del estado muestra una estética definida. Sus integrantes, en su mayoría son pintores, ilustradores y diseñadores, que se han replanteado el quehacer del arte fuera de las galerías con una propuesta que no le teme ni al color, ni a las formas. Ster Aguirre, por ejemplo, es diseñadora; Pilar Cárdenas, es pintora; Bacse se ha identificado con el arte callejero; Víctor Cabanillas, Iván Mayorquín, Mayk Cabrales y El Nava, son ilustradores. Ellos, desde 1999 han hecho pintas permitidas para la reactivación de espacios abiertos en la zona sur del estado y una amplia gama de trabajos con un sesgo comercial para distintas marcas internacionales. La mayoría de sus murales son parte identitaria del Centro Histórico de Mazatlán. El nuevo territorio Diske One también tomó las paredes para marcar territorio con un simple nombre, pero tiempo después buscó darle sentido a lo que hacía. Fue la cultura de los indígenas huicholes la que lo impulsó a hacerlo. Su colorido y su cosmogonía, empezaron a ocupar los espacios hasta antes incoloros. El diseñador de profesión llevó así a las calles, sus motivos rituales; el venado, el peyote, las jícaras, ojos de dios y su vestimenta. Be University es otro joven que partió de la improvisación hasta tener claro, en un boceto, las formas que lleva a un lienzo libre. Las calles del centro de la ciudad, de su colonia, saben de eso, en ellas están los personajes perfectamente pensados. Tienen color y un sentido, ha elegido los rostros de animales, de mujeres. Ahí se mueven con soltura peces; cerdos con facciones delimitadas ocupan sus pensamientos a la hora de crear. Lo ha hecho así, desde que a prueba y error fue perfeccionando su propuesta. Taqhero, quien además de ser diseñador, realiza murales siempre con mensajes positivos de la vida a través de personajes que buscan hacer sonreír a los caminantes. Mayel, Lenin Márquez, Carlos Z y Doctor Feis son artistas visuales de profesión, que han tomado las calles para realizar dibujos a gran escala. Emeck y Víctimas Civiles por su parte han tomado este trabajo para manifestar su inconformidad ante los malos gobiernos y las injusticias. Desarrollan frases, imágenes que invitan a reflexionar sobre las situaciones políticas que no benefician a los mexicanos. Junto a este grupo de creativos urbanos existen muchos más, que prefieren la clandestinidad y toman las bardas de las colonias, puentes, casas abandonadas para dejar testimonios de este tiempo. Esto ha permitido que el arte callejero esté ganando terreno y no sea necesario acudir a una galería para encontrar propuestas bien definidas con un sentido artístico. Azucena Manjarrez. Maestra en Historia y periodista cultural. Coautora de Las artes visuales en Sinaloa: del paisaje decimonónico a la irreverencia de las vanguardias; y coordinó el libro Arte contemporáneo en Sinaloa. Recuento de años 2005-2011.


Publicaciones del isic Asunto de familia

En el andén de los sueños

BERNARDO RUIZ

Varios autores

Este asunto involucra tanto un interrogatorio a este vasto protagonista humano como un depredador altamente especializado, o como un hacedor de sueños y pesadillas: un interlocutor de fantasmas y aberraciones de la imaginación, la cuna de todos los miedos.

En el andén de los sueños confluyen los pasos, las voces, las miradas de diez narradores que se inician en el oficio de escribir con una escritura que irrumpe y rompe el molde de la literatura que actualmente se hace en Sinaloa, que en su mayor parte tiene que ver con estructuras, estilos y temáticas específicas.

Brenda Ríos

E. Yépiz

Nuevo álbum de zoología JOSÉ EMILIO PACHECO El bestiario, es decir el libro que reúne versos o poemas en prosa sobre animales, es una de las tradiciones ancestrales de la poesía. El antecedente más remoto que conocemos es el Physiologus que data de los primeros siglos de nuestra era. Nuevo álbum de zoología continúa esta línea y la trae hasta nuestro siglo xxi de frenética destrucción de la naturaleza y de especies en peligro, la humana en primer término.

La musa y sus caprichos AGUSTINA VALENZUELA La musa y sus caprichos representa una confesión de amor por el lenguaje y al mismo tiempo un testimonio de fe por la escritura. En las páginas de este libro los personajes intuyen que su destino no está en ninguna parte y se van sin irse y regresan sin haberse ido. E. Yépiz

La desnudez de las palabras (antología poética)

Parábola del venado

NORMA BAZÚA

SAÚL VALDEZ

La presente antología pretende ser una muestra representativa del vasto universo poético bazuniano, que se cuenta por miles y miles de versos que conforman cientos y cientos de poemas que dan cuerpo a los doce libros publicados por la poeta y a los otros que permanecen inéditos. Habitada por la locura de la poesía, Norma Bazúa nunca dejaba de escribir.

El siguiente volumen reúne las obsesiones del autor: el universo de la muerte violenta del Pacífico norte; la imaginación; y la minificción como artefacto narrativo. Omar Nieto

E. Yépiz

Cuentos de dulce voluptuosidad DINA GRIJALVA (SELECCIÓN Y PRÓLOGO)

Caminos que se bifurcan VARIOS AUTORES En Caminos que se bifurcan convergen la pasión por la escritura y las propuestas narrativas de dieciocho escritores de la región noroeste del país.

Cuentos de dulce voluptuosidad nos muestra voces diversas y una pluralidad de tonos y matices creados por catorce escritoras latinoamericanas que indagan en el deseo y el deleite femenino.

E. Yépiz

Dina Grijalva

El tiempo que regresa

Miedo a los humanos NOEL MARTÍNEZ

CÉSAR IBARRA

En el presente libro, el lector encontrará una nostalgia por el tiempo de los orígenes, el lugar del principio, «cuando los animales, los árboles y las rocas hablaban con los hombres.» Cuando hombre y naturaleza eran uno solo. Es decir, el tiempo en que no había grandes diferencias entre lo terrenal y lo divino, lo real y lo soñado. Cuando todo era un constante fluir entre este mundo y los muchos otros. E. Yépiz

Un viaje vertiginoso donde el autor no teme datar su texto en los sótanos del Kremlin, la Sala Oval de la Casa Blanca o las cambiantes arenas de Egipto. Las horas de la noche en estas historias son las horas del mundo, y todo lector que recorra este libro, sentirá que su tiempo regresa y jamás detiene su marcha, prolífica y reveladora. Juan José Rodríguez


S E A M U S HE A N E Y Ó S C A R PAÚ L C A S T RO E D UA R D O RU IZ A .E . Q U I N T E RO JORG E ORT E G A BE T I N A K E I Z M A N JA I M E M U Ñ O Z VA RG A S MOI S É S E L Í A S F U E N T E S AG U S T I N A V. TOR R E S A L E Y DA ROJ O V ÍC TOR L U NA S I LVI A M A DE RO KARINA CASTILLO E R N E S T I N A Y É PIZ MANUEL IRIS PE DRO S E R R A N O MARÍA GARCÍA VEL ASCO E R N E S TO H E R N Á N DEZ GU I L L E R MO S OL Í S RO S Y PA L ÁU CÉSAR IBARRA N OE L M A RT Í N E Z RU B IO L U C Í A L E Y VA M A R Í A DE L C A R M E N L I Z Á R R AG A NE TZ AHUA L C ÓYO TL C E B A L L O S A N A M A R Í A JA R A M I L L O N I N O G A L L E GO S DA N I E L S E P Ú LV E DA A Z U C E N A M A NJA R R E Z


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