Timonel 19

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Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 5 | NĂşmero 19 | Noviembre de 2015


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Contenido 3 Presentación 4

Arquitectura / Running on Faith | JE S Ú S R A MÓN IB A R R A

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La nitidez del jeroglífico | JORG E ORT E G A

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Poema | R IC A R D O B A LD OR

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Gris | A NA BE L É N L ÓPEZ

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Baudelaire / Mujer dormida | R IC A R D O E C H ÁVA R R I

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Escrito en una servilleta | AT E NE A CRUZ

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Cicatrices, de Esther Seligson. (Homenaje a cinco años de su muerte) | JO SÉ M A R Í A E SPINA S A

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Camino y retorno a Los hombres del alba de Efraín Huerta | M A RTA PIÑA

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Roque Dalton: La mística rediviva | MOI SÉ S E L Í A S FUE N T E S

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Concha Méndez y la generación del 27 | A LM A A L IC I A PIÑA L AY NE S

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Son ellos | BR AYA N E DUA R D O MOR A L E S M A RT ÍNEZ

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Apuntes mazatlecos. (Primera de dos partes) | DIE GO RODR ÍGUEZ

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Naturaleza de los objetos | E DUA R D O RUIZ

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Cortázar y la «mecánica de chicle» | JA IME MUÑOZ VA RG A S

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Poemas de Anthony Seidman | G A SPA R OROZC O/ M A RT ÍN C A MP S

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«Ese susto que da el andar matando» | G E NEY BE LT R Á N F É L I X

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Caravana de sombras | R IC A R D O E C H ÁVA R R I

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La estrategia de aproximación indirecta o Caminos que se bifurcan | CL AUDI A B A ÑUE L O S

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Luis Cernuda: la soledad del verso | A L EYDA ROJO

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Nikola Tesla: La invención mortal | AGU S T INA V. TOR R E S

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La mirada | NOE L M A RT ÍNEZ RUBIO

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Carcajada | DA I SY HIGUE R A

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En espera | BL A NC A L IL I A MON TOYA

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Miguel Ángel Valencia: actor y fotógrafo | RUBÉ N R I V E R A

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Morado blues | LUC Í A L EY VA

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Estudios fotográficos, la resistencia de los tiempos | A ZUC E NA M A NJA R R EZ

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Orbital, exploración teórica del universo gaals.

Una reflexión sobre la apreciación del arte | M A R Í A S A S T R E MOR E NO

Miguel Ángel Valencia Valdez. (Guasave, Sinaloa). Actor de teatro universitario y fotógrafo. Ha participado en el xii (1989), xiv (1991), xvi (1994), xvii (1996) y xviii (1998) Salón de la Plástica Sinaloense. Así también en la iv y vi Bienal de Artes Plásticas del Noroeste. Participó en la exposición colectiva «Contramiradas», en la Galería de Arte Frida Kahlo, en donde obtuvo una mención honorífica. Individualmente ha montado la exposición «Nostalgias del camino» en la Galería de Arte del isic. En el 2012 obtuvo una nueva mención honorífica en la Bienal de Artes Visuales de la uas, en el 2013 una de sus obras fue seleccionada para participar en la xiv Bienal de Artes Visuales del Noroeste, y el 2014 en el xxvi Salón de la Plástica Sinaloense, celebrado por la uas en la Galería de Arte Frida Kahlo, donde obtuvo mención honorífica.


PR E SE N TAC IÓN

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C

uando la fiesta y el buen ánimo que genera el Festival Cultural Sinaloa (2015) no termina todavía y dentro de los festejos por el cuarenta aniversario del Instituto Sinaloense de Cultura (en sus orígenes Difocur); y sobre todo en un espacio de total apertura, pluralidad y diversidad en lo que al quehacer y expresión de lo literario se refiere (nuestra literatura es cada vez más multitemática y multifacética, lo que resulta de lo más enriquecedor), nos congratula publicar el décimo noveno número de Timonel que en esta ocasión reúne entre sus páginas a poetas, narradores y ensayistas que en su escritura denotan un manifiesto dominio del lenguaje. Pocas veces se tiene la oportunidad de conjugar y conjuntar en una publicación lo artístico con lo académico, en el presente número de Timonel lo hemos logrado y creo que sin proponérnoslo del todo. El ejercicio intelectual y el artístico dialogan y el diálogo establecido nos hace pensar que tanto lo uno como lo otro se potencian y de ahí deriva

una nueva forma de entender y asumir el conocimiento y el arte, que desde nuestra perspectiva, en un escenario hipotéticamente ideal, debieran ser los perfiles de un mismo rostro, pero sabemos que eso no es totalmente posible y solo puede darse en situaciones especiales. En este sentido y sin la menor intención de disertar mayormente sobre el asunto, cabe reconocer, que pocos, muy pocos en realidad, sobre todo en un medio donde lo académico y lo artístico suelen mantenerse distantes, tienen el privilegio de transitar y tender puentes entre un ámbito y el otro. Y es por esto que no deja de parecernos satisfactorio (gratamente satisfactorio) el que una publicación como la nuestra, sume entre sus páginas a artistas, académicos e intelectuales. Es un verdadero privilegio poder hacerlo. Gracias a todos nuestros colaboradores (generosos siempre) por contribuir con su trabajo artístico e intelectual a mantener un proyecto como este: auténtica, total y puramente literario.

Cordialmente María Luisa Miranda Monrreal Directora General del Instituto Sinaloense de Cultura

M ario L ópe z Valde z

| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa

F r ancis co F rí a s C a st ro

| Secretario de Educación Pública y Cultura

M arí a L uis a M ir anda M onrre al

| Directora General del isic

É lme r M end oza

| Director de Literatura y Publicaciones

E rne st ina Yépi z

| Jefa del Departamento Editorial

Consejo Editorial

J uan J o sé R odrígue z | A le y da R ojo | C l audi a B añuel o s | C arl o s M a ciel | D ina G rijalva J uan E sme rio Navarro | Corrección

Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente. Culiacán, Sinaloa, noviembre de 2015.

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Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a revistatimonel@culturasinaloa.gob.mx


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Jesús Ramón Ibarra Arquitectura De la primera casa que construyó papá no queda mucho acaso el gesto de fundar ese reino sumiso de piedra tierra mojada niños sentados a la vera del amor principiante No hay árboles adentro ni ruinas adyacentes ni tesoros ocultos Los planos iniciales dice mi padre mientras tose y se cala el sombrero que le regalé no hace mucho se trazaron a mano y en el aire: era otoño Los borraron ustedes, concluye, con todo el cuerpo y los volvieron a dibujar solo que más grande y sobre polvo imbatible

Running on Faith ¿Qué te puedo decir que tú no sepas? Por las rutas de la edad incesante donde el niño que fui se topa con un muro de vértigo caminas a tientas hasta tocar un hombre blando liviano de palabras enfermo de misteriosas brocas que socavan su pecho y exhiben músculo tiempo agua turbia mediante los signos de una fe: creo en los caminos de la rabia justa en los amantes que mueren convertidos en un solo pálpito en el alcohol que trota alegre -como niño que busca pájaros de estraza en la sangre en la risa vuelta puño en los perros sombríos de la lluvia que nos ve pasar No me soborna el mundo y tú lo sabes. La realidad, sus amargos pastizales en boca de las bestias sus tumores profundos su carne mancillada diariamente me tocan Soy la herida que avanza entre la gente el aliento que perdieron muchachos en el baldío sucio

Jesús Ramón Ibarra. Premio Estatal de Poesía Inés Arredondo (1989) por Poemas dispersos; Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura (1994 y 1997) por Barcos para armar y Amigo de las islas, respectivamente. Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen (2006) por Crónicas del Minton's Playhouse. Y Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes (2014) por Teoría de las pérdidas, recientemente publicado por el Fondo de Cultura Económica.

El que toca a tu puerta cuando sabes segura que aún duermo a tu lado


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La nitidez del jeroglífico Jorge Ortega Al final del día, lo cierto es que la poesía continua siendo un misterio. Vaya paradoja: certeza y misterio, la claridad del acertijo. Por un lado escapa del asedio conceptual, y, por el otro, constituye para la especulación un muro de contención. Ni se le puede arrancar una descripción definitiva ni una generalidad. En la poesía solo caben las concepciones personales. Más que una noción objetiva, su valoración fluctua entre la interpretación y el testimonio, es decir, entre una versión conjetural de lo lírico y una declaración sobre la resonancia sensorial y anímica que ejerce la experiencia poética, radical por naturaleza, en el individuo. La idea de la poesía dispensa, pues, un ligamen de evidencias y suposiciones. Evidencias que reflejan el modo en que aquella se nos manifiesta por separado para convertirse en una forma de creencia; y suposiciones que recogen lo que pensamos de lo poético: inferencias, hipótesis, juicios de terceros. Por lo anterior, la facultad apropiada para intentar comprender el carácter a la vez escurridizo y omnipresente de la poesía concierne a la intuición, un avatar de la sabiduría no racional ni empírica consistente de un conocimiento gaseoso de la epifanía poética. La poesía se halla en todas partes y en ninguna. La ambigüedad es su impronta, de ahí que no entienda de contornos, evanescente y también confinada en la fatalidad del ser, cautiva en un tiempo y un espacio, un ahora y un aquí. Anclada en una coordenada de la historia y la geografía, la poesía gravita sin embargo en la indeterminación y la atemporalidad. Es nube y tierra firme. A eso responde su contradicción. La irresolución conforma un signo de su autenticidad. La poesía como problema, el poema como incógnita que se aborda y procura trasponer. Ya lo dijo el místico de Fontiveros: un «quedeme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo». Mas la poesía parte de un presentimiento para llegar a una ignorancia, zarpa de la perplejidad para confirmar una interrogación. Nada está asentado. La vacilación es su caballo de Troya. Ese titubeo amasa las convicciones y preguntas que despierta la asunción de lo poético y con las cuales atravesamos las islas y los meandros, iluminando el bosque de incertidumbre del poema, donde nunca está dicha la última palabra. Ascuas para combatir la sombra de las dudas. Ascuas para no andar en ascuas. Se trata de avanzar en pos de sentido. La poesía es búsqueda, salir al encuentro del espejo que nos devuelva, aunque sea por un instante, la imagen de la otra mitad de lo que somos. Quizá por ello la poesía reactiva siempre un simulacro de reconciliación con la unidad primordial. No obstante, si la poesía se muestra en un jardín cerrado o un cuerpo en fuga, en la incesante plenitud de la fruta o la memoria que se desdibuja, todo indica que la dispersión es a la par su atributo. Jamás logramos capturarla pero sí que la rozamos, puntual

en cada uno de los eslabones de la propia odisea, transida por el gozo y la tragedia, la delectación y el sufrimiento. La poesía está en el aire y en el aire posee su morada. Al respirar la evocamos y al llover nos invoca. Duerme junto a ti, como la muerte, e igual es el impulso vital que emerge en la sonrisa que dobla tu corazón lo mismo que un trozo de hule bajo el calor del sol. ¿Sentir la poesía o inteligirla? Ni lo uno ni lo otro: remitirse al texto, crucero del habla y la musicalidad, del ritmo y la palabra, elocuencia cargada de significación. Porque más allá está la poesía con un sinfín de posibilidades, cosa inabarcable, cielo sin orillas; y más acá el poema, demasiado humano, sembrado de señales e impregnado de mundo como un campo minado de registros que da fe del latido de una época en la infinita gesta de las generaciones. Para arañar la poesía hay que abrazar el poema. Para entrever la poesía hay que fatigar el poema, puerta hacia la quinta dimensión en la que gira y circula, muta y se reconfigura la potencia de los imaginarios, la electricidad del multiverso. No deja de llamar la atención la disparidad de componentes y de planos que participan de la confección de un poema, pieza forjada de vocablos que se anotan y leen, que se pronuncian y escuchan con la concisión de una vocal o una consonante. Pero en la medida que habilitan una realidad eminentemente verbal, la red de sustantivos y conjugaciones, de adjetivos y partículas gramaticales aspiran a nombrar, a la usanza del lenguaje matemático, una abstracción. Y, aun a diferencia de los números, cuya justificación se funda en la utilidad y la aplicación práctica, el poema apunta para arriba, a la sublimación de lo experimentado y lo meditado, a la exaltación de lo figurado, pasto de la poesía. Entre la inteligencia y la sensibilidad, la poesía despliega su arco de comunicación. Pide algo más: capacidad para visualizar lo inventado, la traducción metafórica, el doblez del símil, los prodigios de la analogía. No se la puede explicar ni aprehender en su totalidad. Discernirla equivale a rayar en el agua, escribir sobre arena. Su marea rebasa y cubre nuestra mente como el oleaje avasallador de un absoluto. Su reino pertenece a este planeta y a otro, al cosmos entero, ya que echa raíces en el poema que ya compusiste y el que te falta por componer, el que no habrás de concebir y que otra alma tendrá la suerte de hacerlo. Replicando a Lautréamont, la poesía debe ser elaborada tanto por uno como por los demás, pero incluso por nadie, libre como la brisa, irreductible como el azar. Jorge Ortega. Poeta y ensayista. Sus más recientes libros de ensayo son El ancla y el arado. Apuntes sobre poesía iberoamericana y otras afinidades y el poemario Guía de forasteros.


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Poema

Ricardo Baldor A María Desde hace muchos días la soledad transita por las avenidas del amanecer Hoy viernes tres vengo a acariciar tu piel con la flor de mis manos Juntos llevamos el perfume de mi voz a tus oídos para recorrer la fina trama de tu alma despierta.

Gris

Ana Belén López Hoy suena más fuerte el presente. Las olas se estrellan contra las rocas. Contra las rocas. Gris, el horizonte desaparece. Desaparecen los pájaros que volaban en círculo, arriba de las rocas.

No las sembré Se elevan solas del jardín silvestre de la casa como si su delicada materia fuera de sol Hoy me levantaré a vivir A mirar su intensidad y llevarlas frescas para ti en mis ojos A sentir que se mecen con el poderoso ritmo de tu corazón.

Ricardo Baldor. Poeta, periodista cultural. Su libro más reciente es La vía muerta.

Las rocas brillan. El día es más pesado hoy. Tiene una fuerza gris. Tiene un brillo áspero. Tiene un latido como las olas del mar, como las olas que se estrellan contra las rocas. Constante. Gris. Está en las rocas. Enterrado en la arena. Presente. Como hoy en que el sonido de las olas que se estrellan contras las rocas, estalla. Gris, constante. El día brilla distinto, hoy.

Ana Belén López. Maestra en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana. Autora de los poemarios Alejándose avanza; Del barandal; Silencios (en coautoría con Martín Gavica y Claudia Lavista); y Retrato hablado.


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R i c a rd o E c h áva rri Mujer dormida

Baudelaire

Solo la luna iluminaba su cuerpo. Torre de amor de noche de agua de fuego Digo que los dioses conspiraban a favor esa noche y la otra en que todos dormían Dormían con sus pesados párpados de desolación. Dormían con sus pesados párpados de sueños Y ella yacía en la sombra que era un lecho de agua de espuma de astros blandos Ella yacía desnuda con su color de luna, frágil como una guía de vid flor de sol que se deshoja en astillas Creo que tenía algo de planta y de tigre por su respiración bajo mi mano por su voz de relámpago y furia en el albor del goce. Y la amé como aman los desesperados como aman los que vienen de la noche como los conspiradores del amor Si entré por su ventana una noche de alba solo los dioses del amor lo saben Si puse la mano en su seno tembloroso solo los dioses de la dicha me inspiraron Si me deslicé por su lecho de sombras de agua solo los dioses del placer lo vieron La verdad es que era hermosa como una flor de fuego y todo quedó en la ley del secreto Oscuridad que como una estrella brilla en la cerrada alcoba de la blanca noche

Amaba a Satán y se paseaba con su peluca verde por los pasajes de París. Escribió un libro luminoso, Las flores del mal, que fue condenado y mutilado. Hizo el elogio del flaneur (del ocio, detención del tiempo y semilla del arte), del vino (que da inmortalidad) y del hachís (que lleva al paraíso). Amaba a su madre con corazón de hombre. Odiaba a su padrastro y gritó «muera Aupick» cuando París era un mar en llamas. Tradujo a Edgar Poe, su hermano de visiones, de ajenjo. Vivía con una mulata de Haití, mujer color de noche de fuego y vudú. Paseaba una tortuga por el Jardin des Plantes y escribió un poema a los gatos, seres femeninos, sensuales, misteriosos. La idea del bosque lo obsesionaba. Todo lo era, también París. Aún rimaba como los viejos poetas en el laúd de Arnaud y de Villon.

Escrito en una servilleta Atenea Cruz Difícil la poesía con estómago lleno —pensar por qué la rosa es rosa o si muda el perfume con su nombre—, acechar la verdad cuchillo en mano es más que complicado después de un buen filete, se olvidan tantas penas luego de un plato humeante de fideos. Pero no es despreciable esa felicidad del corazón que salta, se desborda, se hincha ante el platón de frutas al centro de la mesa. Porque la poesía, la verdadera, proviene de la carne, y tras la sazonada maravilla solo cabe el silencio.

Ricardo Echávarri. Poeta y ensayista. Doctor en Literatura por El Colegio de México. Autor de los poemarios Novísimas instrucciones para los ángeles (Maldoror, Nueva York, 2005) y Cuaderno de Durango.

Atenea Cruz. Ha publicado los libros de poesía Diario de una mujer de ojos grises; Suite de las fieras; y Apuntes al reverso de papeles diversos; así como los libros de cuentos Crónicas de la desolación y La soledad es una puta.


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Cicatrices de Esther Seligson

(Homenaje a cinco años de su muerte)

José María Espinasa Cuando un autor muere ocurre un cambio en la manera en que lo leemos, más aún si lo conocimos y tratamos personalmente, sus textos se nos muestran como la faceta de una autobiografía realizada en asedios de distinta índole, ensayos, crónicas, cuentos, novelas, poemas… formas genéricas que no disimulan ya lo que pensaba Flaubert: «Madame Bovary soy yo». Y es que esa condición de lectura póstuma implica que la emoción se deposita solo en el lector, ya no en el autor, y que allí, empozada, se transforma en una convicción clara: el autor es su obra, misma que debe ser entendida como en la obra está, en ella reside, y no es la persona que paradójicamente ya no está. No se trata de una esperanza o paliativo religioso, pero sí de una revelación del sentido implícito en la escritura: lo inaceptable por inevitable de la muerte. Así, una escritora que en sus obras utilizó muchos recursos literarios, retóricos si se quiere, para alejarse ella del texto y evitar su contaminación por la vida que, en último caso, es (fue para ella y lo es para mí) siempre anecdótica. Esther Seligson se apoderó de voces diversas, Eurídice, por ejemplo, y a la que la cultura y las religiones le dieron acceso a símbolos y mitos de muy diversa procedencia para expresar sus sentimientos y sus ideas, polos de una frase a los que la «y» inclusiva vuelve indisolubles: ¿Hay sentimientos sin ideas, hay ideas sin sentimientos? No si entendemos esos conceptos como ideas y sentimientos humanos, no abstractos o naturales, sino culturales, sentidos y pensados por alguien. Por eso la literatura crea tradición y canon, rebeldía y clasicismo. Durante mucho tiempo pensé que la vena genérica fundamental en Esther Seligson era el cuento. En ese terreno ha escrito algunos de los relatos más extraordinarios de nuestra tradición, pero con los años, y sobre todo después de su fallecimiento, se me muestra cada vez claramente que las distinciones genéricas que como crítico utilizo para referirme a ella —narradora, poeta, ensayista— son recursos discursivos que terminan por llevarme a una formulación, primero de una escritura fragmentaria y después de una autobiográfica, indisolublemente ligadas en los libros que publicó en forma póstuma. Eso, la conquista de la posibilidad autobiográfica, fue en ella muy demorada, pues le parecía que o era muy fácil

el camino y se prestaba a la cursilería y al melodrama, o se dilapidaba el sentido del texto. Y ese tránsito ocurrió poco a poco y fue visible con el desplazamiento, que he señalado en otros textos, del uso narrativo al poético, y ya instalada en este registro, de la prosa al verso, en los últimos quince años de su vida. Ya instalada en ese registro hay un libro fundamental, en buena medida por tener características distintas a otros de sus textos. Se trata del poema Simiente, escrito a raíz del suicidio de su hijo Adrián. Fue una apuesta mayúscula a la vez que puramente instintiva por el carácter curativo o sanador de la escritura, incluso catártico en sentido freudiano. Pero esa tradición elegiaca es una de las vetas más ricas en el idioma español y es gran literatura, justamente a causa de que en muchas ocasiones fracasa su condición curativa. Simiente es una bisagra que divide su obra en por lo menos dos épocas y que permite la irrupción de los numerosos libros póstumos, que aparecieron después de su muerte, y en los que la acompañó Geney Beltrán como amigo, albacea y editor. Esta división no se produce (o no solo se produce) por la calidad del texto sino por un enfoque claramente de umbral entre la vida personal y privada y la literatura como hecho público. Ese umbral es el que le abre la vía hacia esa serie de libros, por cierto absolutamente excepcionales, que deja inéditos y se han publicado en los últimos cinco años. No es tan fácil que una escritora que parecía haber entregado ya sus principales libros nos vuelva a sorprender con un nuevo impulso creativo que se diferencia del anterior al prolongarlo en nuevas vías. Que esto ocurra así es natural: todo ejercicio autobiográfico es memorioso y suele partir de la proximidad o realidad de la muerte de nuestros seres queridos, padre, hijos, compañeros, amigos, amores. Son los famosos pasos que se oyen en la azotea y a los que, sabiendo que no podemos acallar, tratamos al menos de darle un ritmo y una melodía. Uno de los primeros libros que apareció no sé si días antes de que muriera, o después, cuyo título es Cicatrices, es un buen ejemplo: se trata de relatos, cuentos en el sentido más clásico, pero cada uno de ellos puede ser visto como un retrato de sí misma, de la multiplicidad de personas que somos según la edad avanza. Ese título, que


9 ahora me parece el adecuado, yo se lo discutí en varias ocasiones: me parecía demasiado físico. Y recuerdo haberle dicho que eran títulos de una innecesaria despedida, como sentí que era Rescoldos diez años antes. Los rescoldos son las cicatrices del fuego, las cicatrices las brasas del cuerpo. A la vez no sentía yo en los textos a los que ese título da nombre el sentido de herida cicatrizada, es decir curada. Sentía demasiado abiertas aún las heridas. En Cicatrices ese impulso de lo que Esther Seligson escribía para explicar lo que ella sentía claro en su interior se transformó. Ya no había claridad, se escribía para formular esa falta de entendimiento, esa incomprensión. El gesto era diametralmente opuesto. El tiempo, contra lo que se cree, no nos hace entender más y mejor, sino menos y más confusamente, por eso se suele recalar en una escritura autobiográfica en busca de la luz perdida, o mejor en busca de una luz sin calificativos. Así los personajes posibles, curandera enfermiza, viajero disponible al azar, remedo de un Bartleby sartreano… son al mismo tiempo y en su diferencia el gran teatro del mundo que se escenifica en el escenario que ella misma conforma, alteridades posibles de una unidad que en la escritura estalla en mil personajes, como ese sentido carnavalesco señalado por Bajtín, solo que aquí no cohesionado por la unidad del texto sino justamente por su fragmentación. En la literatura moderna toda escritura autobiográfica es una antiépica, por más que en su origen esté la convicción del yo. Esther Seligson forma parte de aquellos escritores que vivieron el 68, el conflicto entre una literatura de la inteligencia que se agotaba en un acento muerto y la necesidad de vitalidad que rodea a la juventud. La gran figura con y contra la que se contrastaron fue un autor a la vez muy inteligente y muy vital: Octavio Paz. Pero a esa condición general de los artistas y escritores de su edad Esther sumó no solo la educación y formación judía sino la necesidad de una religión —no una creencia sino una fe— que formulara un más allá que permitiera un más acá. Porque de eso se trata: del más acá. Los años sesenta, en los que nuestra autora empieza su vida creadora, fue un lapso en el que se descubrió la apertura a las posibilidades exógenas de las drogas —prótesis perceptivas— del esoterismo tanto como los de los esoterismos de la religiones ajenas, es decir, no vinculadas a la tradición judeocristiana. Sin embargo en el bagaje simbólico de Seligson el simbolismo mítico griego está mucho más presente en su obra, visto desde las márgenes de esa modernidad que no puede sino imaginar admirado el mundo dionisiaco. El mundo griego le dio a esta escritora la conciencia de la forma y la claridad de las ideas, su interés por otras culturas, fundamentalmente las del texto, como la judía y la cristiana, le dieron un horizonte vital, mientras que las esotéricas o ajenas —las religiones orientales, las precolombinas en una parte menor— le dieron un anhelo de trascendencia. Su prosa se volvió más expresiva al ya no depender de una necesidad comunicativa sino de ser la huella de una autorreflexión. Su evolución es la que va de la escritura concebida como un acto sagrado —de allí, por ejemplo, la densidad de La morada en el tiempo—, a la escritura entendida como un testimonio de vida. La aspiración a lo sagrado se consigue por un sendero más humilde.

Ahora, como dije al principio, la obra ocupa el lugar de la persona en nuestro ejercicio crítico, es ella quien nos habla, y por eso lo señalado hasta aquí, su tendencia autobiográfica a partir de Simiente, es también obra, modulación de la voz. Y sin embargo esa elección creo que es más bien instintiva y no deja satisfecha al escritor cuando se le hace evidente: una autobiografía nunca se termina por mano propia, siempre tendrá una condición inacabada, que no abierta, sino precisamente lo contrario: cerrada por la muerte. Ya se sabe que ese cierre es siempre relativo. Después de Cicatrices se han publicado varios libros más. Y es posible que con el tiempo aparezcan epistolarios e inéditos o textos olvidados en revistas, traducciones. Esas «textualidades», voces del más allá, irán modificando la percepción sobre su obra completa —recopilación aún pendiente—. Así que se podría decir que en sus últimos libros ella descubrió ese género extraño que es la despedida. Cuando uno se despide quiere dejar todo en orden, al menos en el orden sentimental, no dejar atrás resquemores y rencillas, resentimientos, no tanto perdonar sino pedir perdón, poner —para usar términos de Octavio Paz— el pasado en claro. ¿Perdón, despedida? También en cierta forma huida, renuncia. Los textos empiezan a ser un lento alejarse del mundo físico para tomar posesión de la vida. Cuando en la infancia uno se arranca la costra y evita que cicatrice una herida el gesto infantil, unido al comezón, refleja cierto desconcierto ante el cuerpo como elemento orgánico, igual que ocurre cuando en la adolescencia sentimos los primeros dolores musculares por el ejercicio y la fatiga, mientras que con la edad el cuerpo se vuelve dolor, así se nos hace presente. No hablo de un dolor espiritual sino puramente físico, pero qué otro puede ser el origen de la metáfora y el lenguaje simbólico sino el dolor físico. Así el cuerpo mismo, y el lenguaje mismo, es —con el tiempo— cicatriz. Se dice que las cicatrices no duelen, pero que hacen doler a lo que está alrededor, cerca. Esa zona sin dolor es como una huella, un graffiti, un recuerdo. El texto de ficción admite ya como parte suya el apunte testimonial y la página de diario, la evocación de los últimos días de un ser querido, el paisaje que nos rodea o la casa que nos habita es una radiografía de nuestro estado de ánimo: estamos ahí porque nos sentimos de esa manera, o nos sentimos de esa manera por estar ahí. La dirección del movimiento no es lo que importa sino moverse, huir. Y vivir es una fuga constante de uno mismo y una estrategia para evitar a la inevitable muerte hasta que en algún momento se bajan los brazos, se rinde la ciudadela. ¿Por qué no empezar por ahí, y modificar el sentido de nuestra huida, ir al encuentro de ella como hecho individual? Eso es lo que hace la literatura moderna, Joyce, Proust, Musil, Pessoa, por eso es antiépica, una épica de la interioridad o, para seguir con el lenguaje médico, de entraña.

José María Espinasa. Editor, poeta y crítico literario. Su libro más reciente es Al sesgo de su vuelo.


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Camino y retorno a Los hombres del alba de Efraín Huerta Marta Piña Si tuviéramos que definir entre los poetas que nacen o se hacen, sin duda, Efraín Huerta es de los primeros. Efraín Huerta Romo (1914) nació poeta. Huberto Batis lo llama «poeta de vena» desde que Huerta era jovencísimo, es decir, poeta nato, intrépido y precoz. Su libro central es Los hombres del alba del cual expongo algunas ideas generales. Su madurez se dio a una velocidad vertiginosa, su crecimiento fue meteórico, afirma Emiliano Delgadillo.1 Para Delgadillo Los hombres del alba2 es un libro con unidad temática y estilística; pero también un libro de continuidad: mantiene el mismo tono, se robustece por momentos y planta en el panorama de la poesía mexicana del siglo xx un canon de novedad en varios niveles conjuntos: los temas, el tono de rebeldía e inconformidad, la proximidad con el habla coloquial y la presentación de un emblema identificador de su poesía: el Alba. Los poemas se suceden moldeados para no separarse de un mismo continente: el libro completo. Aunque no parezca, nada sucede fuera de la proyección literaria que contempla el alba. Los hombres del alba es un libro de motivaciones internas, de pulsaciones espontáneas de joven enamorado, de la verdad descarnada que contamina con paz y poesía por medio de un lenguaje directo y en ocasiones crudo, durante el proceso receptivo se gesta constantemente ese juego de contrarios. Poesía que se desdobla en las dicotomías inconformidad/ esperanza, amor/ desamor y odio/ amor. La voz lírica va del rescate a la pérdida, del ayer inmediato al presente, de la imagen real al sinsentido, de la furia y rabia a la ternura y —lo más trascendente— de la concientización del amor al riesgo del enamoramiento, donde termina privilegiado el desamor. Se oye una consciencia adolorida que se sostiene en vilo por los ruidos, sensaciones y percepciones enunciadas cotidianamente en el ambiente urbano de una ciudad plástica, activa, sensorial y tematizada. Los ruidos en la primera hora matutina permean sonoros y nítidos; el transcurrir del alba se resuelve en una armonía que va del singular al plural, de la indefinición entre la amada y las mujeres anónimas, de la fusión entre la calle y la alcoba: 1. Emiliano Delgadillo, «La fragua de Los hombres del alba», tesis de licenciatura, unam, 2014, p. 15. 2. La primera publicación del poema homónimo se dio en la revista valenciana Nueva Cultura, 6-7-8, sep-oct., 1937. La ficha de la primera edición del libro es Los hombres del alba, México, Géminis, 1944, con prólogo de Rafael Solana.

Mienten aquellos pájaros y esas cornisas. Nosotros no nos amamos ya. Realmente nunca nos amamos. Llegamos con el deseo y seguimos con él. Estamos en el ruido del alba, en el umbral de la sabiduría, en el seno de la locura. (De «Los ruidos del alba»)

El conjunto de poemas habla en forma directa de la frustración, la inconformidad, el frío, el temor, el desconcierto, los sinsabores pero el poeta escribe con rigor técnico, sin descuidar el aspecto musical. La métrica y el ritmo otorgan al libro un halo de misterio y de plegaria; la repetición y métrica refuerzan el tono de plegaria. La insistencia temática invita a la vitalidad del ciclo. La mención constante de los murmullos y el ámbito enigmático que estos generan lo emparentan poéticamente con Juan Rulfo, en ambos la insistencia en los murmullos, la niebla, lo tenebroso cumple la función de generar una atmósfera espectral, indefinida, prefigurada, de acuerdo con Hugo Rodríguez-Alcalá. Mientras Vicente Quirarte se pregunta: «¿Quiénes son Los hombres del alba?» Y no duda en responder que en el poema que da título al libro, Huerta parece no dejar lugar a dudas cuando afirma que son «los profesionales del desprecio»: El hombre del alba es el ser de la inminencia y la frontera, el que está a punto de ser, el que será plenamente mañana; es el barrendero que en la fotografía de Nacho López es el primer habitante de la Avenida Juárez y logra que su figura se abra paso entre la niebla y la lente del fotógrafo. Es el suicida o el enamorado caído de la gracia cuya tortura insomne es aliviada con la nueva luz3.

Son también los que pierden la patria, los que conocen el subsuelo, viajan en metro y emergen al sol trasnochados, los que aman y odian con pasión desenfrenada, los abandonados, y ¿por qué 3. Vicente Quirarte, «La ciudad en su poeta» en Revista de la Universidad, núm. 126, 2014. Versión en línea www. revistadelauniversidad.unam.mx/ojs_rum/index.php/ rum/.../16281


11 no? el hombre del alba es la muchacha ebria, los que se repiten y se vuelven cómplices del cotidiano ciclo irrefrenable; los seguidores de poetas cuyo canto es para la ciudad; son igualmente los hombres en la ciudad colapsados por la ciudad. Por tal razón se reconocen en la lectura, se identifican con el cabecilla del alba. El auténtico hombre del alba es el poeta Efraín Huerta. En medio del odio y la pasión, flanqueado por el desprecio y el amor a la ciudad, a la mujer canta abandonado y con el corazón en penumbra. Canta una plegaria: Y ha terminado la oración: esta flor es un templo y un abismo, una brillante consigna y un apretón de manos. Porque lo que existe en la sangre no es otra cosa que la verdad, la verdad a ciegas y a todas luces, la robusta verdad de los verdaderos hombres. («Poema del desprecio», vi)

Carlos Oliva anota que el esfuerzo realizado por Huerta consiste en «historiar lo que él mismo ha postulado desde siempre como una experiencia fuera del tiempo: el alba.»4 Oliva adjetiva al alba de clara, transparente y sin historia y dice que: «No hay metáfora más recurrente en la obra de Efraín que la del alba; esta construye el artificio de la semejanza y la diferencia, de la analogía con el amor, con la esperanza, con el tiempo de la venganza y con la ciudad.»5 El alba es el emblema de la poesía en el joven Efraín Huerta, asegura Rafael Vargas6 y explica que además de los significados habituales, puede entenderse como «joya, espejo, lámpara, pan, valor, resistencia, fuerza, rebelión.» Vargas esboza como insinuación en «El habla del alba» que los poemas iniciales de Huerta representan para el poeta, además de su ingreso al gremio poético generacional, su alba literaria personal, es decir, una experiencia vivencial. El despuntar de su actividad poética coindice con el momento de escritura y publicación de poemas7 alusivos a su emblema. («Línea del alba», «Los ruidos del alba» y otros.) En Efraín Huerta el alba es el parteaguas por antonomasia, momento aéreo atemporal, marca de inicio, umbral para la alianza, símbolo de la naturaleza mutante, liberación del vientre nocturno como lo señala Fernando Martínez.8«El alba es, en el mejor de los casos, la promesa de una repetición inédita. Terrible enigma, retruécano de nuestras expectaciones».9 Al conectar el amanecer con la idea de repetición, entonces el alba también responde por relación asociativa a la esperanza, la ruptura inicial, el nacimiento y renacimiento, el comienzo diario 4. Carlos Oliva, «La ciudad en su poeta» en Efraín Huerta. El alba en llamas, presentación y selección de Raquel Huerta-Nava, México, Conaculta/ Gobierno del Edo. de Guanajuato, 2002, p. 86. 5. Idem. 6. Rafael Vargas, «El habla del alba» en Gaceta del Fondo núm. 522, p. 9. 7. Cfr. Emiliano Delgadillo, «La fragua de Los hombres del alba», Opus citatum. 8. Fernando Martínez Ramírez, «Simbólica en la poesía de Efraín Huerta» en Tiempo laberinto, uam, junio de 2014. Versión en línea www.uam.mx/difusion/revista/junio2004/ martinez.pdf 9. Fernando Martínez, «Simbólica en la poesía de Efraín Huerta», Op. cit., p. 17.

y diurno, y por añadidura a la certeza de un ciclo que se realiza cada día. Refiere a la seguridad, el dominio de la rutina, la derrota de las tinieblas, el triunfo del nuevo sol, la separación del lecho y del hogar que rompe (por un periodo) la unidad de la pareja. Sin embargo, ese primer momento del día desata los sentidos y la memoria, invita a superar la afección por el destino amargo de la ciudad, pero además el alba en un amplio sentido conceptual funciona como contrapeso macro-estructural en los niveles semántico, lógico y temático a lo largo del libro. Me explico más ampliamente: en Los hombres del alba se genera una atmósfera de inconformidad, desilusión, incluso temor, y para ello el poeta se apoya con frecuencia en el campo semántico del color negro (luto, verdinegro, fango, oscuridad, noche, sombra) para externar el sentido del desconsuelo; pero simultáneamente coloca al alba como contrapeso macro-estructural en esa atmósfera oscura, es decir, se consolida una perspectiva paradójica en el plano semántico que repercute en otros niveles. Los ambientes de desconsuelo y oscuridad se intensifican en contraste con la luz blanca, y más aún, con la certeza o presagio de la luz diurna que irremediablemente llegará. Entonces un dolor desnudo y terso aparece en el mundo. Y los hombres son pedazos de alba, son tigres en guardia, son pájaros entre hebras de plata, son escombros de voces. Y el alba negrera se mete en todas partes: en las raíces torturadas, en las botellas estallantes de rabia, en las orejas amoratadas, en el húmedo desconsuelo de los asesinos, en la boca de los niños dormidos. (De «Los hombres del alba»)

El génesis de cada poema de Huerta se reveló en una epifanía. Un «poeta de vena», joven, apasionado, en plena formación literaria y desaforada aprehensión contextual vive su experiencia poética íntima y la refleja en escritura, alcanza la epifanía, la primera, la única y la última con esa intensidad; esa expresión lírica, honesta en conjunción con un estado de magia y gratitud (magia por la revelación de su propio yo poético; gratitud por la suma de coincidencias) resultan un descubrimiento, el dominio de la voz, la revelación del rito iniciático, comprometido y comprometedor de saberse, a partir de entonces, un poeta nato. Los hombres del alba es el camino hacia la obra huertiana y el retorno para los lectores hermanados con el hombre sensible que optó por la hiriente hilaridad, pero finalmente hilaridad. No volvamos a su lectura solamente en años de aniversario.

Marta Piña Zentella. Doctora en Letras por la unam. Desde 1993 es profesora-investigadora de la Universidad Autónoma de Baja California Sur y en 2006 ingresó al Sistema Nacional de Investigadores. Funge como responsable del Cuerpo Académico en Estudios Humanísticos y dirige el Seminario Permanente de Literatura en la uabcs. Es autora de Modelos geométricos en el ensayo de Octavio Paz (unam/Praxis, 2002), de ¿Ausencia/ presencia? Ciudad en Octavio Paz (uabcs/Praxis, 2014) y coautora de cuatro volúmenes sobre literatura sudcaliforniana.


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Roque Dalton: La mística rediviva

Moisés Elías Fuentes El 29 de diciembre de 1996 Álvaro Arzú, entonces presidente de Guatemala, y los representantes de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, firmaron el acuerdo de paz que dio punto final a la guerra civil que sufrió el país durante más de tres décadas. Con el acuerdo, además, culminó en Centroamérica la etapa de las guerras civiles que asolaron de manera directa a Nicaragua, El Salvador y la ya mencionada Guatemala, mientras que de modo indirecto afectaron también a los demás países del istmo. A raíz de los acuerdos de paz alcanzados en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, se inició en Centroamérica la revisión de la etapa recién concluida, revisión en que participaron por igual historiadores, politólogos y escritores, con el propósito de encontrar los asertos que explicaran los hechos sociales y políticos que desataron las guerras civiles, por qué duraron tanto y fueron tan crueles y qué beneficio lograron los pueblos que las soportaron.1 Paradójico pero comprensible, las revisiones a veces se expresaron en términos tan feroces como algunas de las posturas radicales del pasado, y también en términos de amargura ante los resultados, con el aparejo del desprecio hacia algunos de los protagonistas de aquella mortífera etapa, tildándolos de ridículos o inescrupulosos, dogmáticos o acomodadizos, valoraciones en especial evidentes en el caso de los escritores que participaron en las guerras.2 Tal el caso del autor que me lleva a escribir estas líneas, Roque Dalton. Y es que para muchos, aun hoy, resulta inadmisible, a más de absurda, la responsabilidad moral y creativa que se arrogó el escritor ante la injusticia social en que ha vivido la mayor parte de los ciudadanos de El Salvador, donde nació el 14 de mayo de 1. Aclaro que este proceso revisionista no ha terminado, a más de que no comenzó a partir de consensos preestablecidos, quiero decir, no partieron de propuestas colectivas, sino que más bien fueron inquietudes individuales que coincidieron en ciertos puntos comunes. 2. No todas las revisiones han tenido este carácter agrio y revanchista, y hay bastantes que observan y valoran con justeza y equilibrio las particularidades socio históricas de cada guerra civil y de sus actores principales. Pero aquí aludo a las expresiones de lo que algunos llaman literatura del desencanto, en la que los autores exponen sus desilusiones ante una etapa sangrienta que resultó, desde su punto de vista, inútil y estúpida. Dentro de esta literatura del desencanto hay algunas obras de considerable calidad, aunque abundan textos carentes de creatividad y banales en cuanto a valoración de la historia.

1935, por lo que este año, si viviera, se estarían festejando sus ochenta. En cambio, este año se conmemoran cuarenta de su muerte, asesinado de manera alevosa y cobarde el 10 de mayo de 1975 a manos de militantes de la organización guerrillera a la que integró en 1973, el Ejército Revolucionario del Pueblo, cuyos dirigentes principales no pudieron tolerar el humor imaginativo y contestatario que caracterizaba al autor de Las historias prohibidas del Pulgarcito. Porque, a qué dudarlo, el humor es una de las formas más agudas de la crítica. Narrador, ensayista, periodista, político, guerrillero, andarín trotamundos, Roque Dalton legó a la historia de la literatura centroamericana una de las leyendas personales más intrincadas y abundantes de que se tenga memoria, al extremo de que a veces amenaza con desbordar la significación de su legado literario. Leyenda que además no proviene de la mitomanía, pues Dalton nunca ha tenido fama de mitómano, sino que emerge de esa visión del mundo perspicaz y satírica que en él era abierta y natural.3 Pero por sobre todo Dalton legó a la literatura centroamericana la espontaneidad y vivacidad de una obra poética que lo mismo se nutrió de la imaginería popular que del vanguardismo hispanoamericano, de la Generación Perdida estadounidense que del Siglo de Oro español, poesía dispareja al sentir de ciertos lectores, pero aun así cohesionada por dos temas contradictorios que Dalton supo hacer complementarios de una manera brillante y, además, desafiante: el amor y la ironía. El amor y la ironía son dos formas de provocación: ambos proceden de visiones personales del entorno que nos rodea; ambos nos hacen vernos a través de la identidad del otro; ambos develan nuestras carencias y limitaciones. Creaciones enteramente humanas, el amor y la ironía, al exaltar nuestra individualidad, exaltan nuestros anhelos de libertad, tanto moral como social, intelectual y emocional. Es el amor que anuncia el poeta en «Me voy»: Beso los vituperios y la hierba, acostumbrándome al odio, amo la lucha, mato a mi hermano si mi hermano mata, reivindico la música del pino, lo noble en la lujuria nupcial,

3. Entre 2005 y 2010 el Consejo para la Cultura de El Salvador publicó, bajo el título general de No pronuncies mi nombre, tres tomos que recopilan la obra poética del poeta. Si se quiere ahondar en la personalidad de Roque Dalton, vale la pena consultar los prólogos de dicha edición.


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tomo las manos de los hijos incrédulos y los llevo al espejo a escucharse la sangre […]4

Influido por el Ezra Pound de Personae, en este poema perteneciente al volumen La ventana en el rostro, Dalton evade la escritura del arte poético y se decide por el arte vital. Con la dúctil enumeración que da forma al poema, el autor reafirma su credo particular, fundamentado en el amor a la vez que en la ironía. Hijo fuera de matrimonio de un estadounidense avecindado en El Salvador y una enfermera, Roque Dalton disfrutó del apoyo paterno, por lo que estudió en colegios religiosos, católicos y bautistas, y la estancia en estos se refleja, a pesar de sí mismo, en la poesía, porque varios de sus poemas tienen el acento de las misas católicas y los sermones protestantes, con la singular fluctuación entre la admonición al y la redención del pecador que es tan propia de estas dos iglesias profesantes del cristianismo. Alarde de virtuosismo técnico, en «El caos del espejo», poema que forma parte de Los testimonios, Dalton pasa de la invectiva admonitoria a la irascible rebelión con ecos de Baudelaire, porque como el poeta francés, el poeta salvadoreño se solivianta ante la moral gazmoña y la rigidez disciplinaria con que se ha pretendido «educar» a la juventud. A la rigidez y la gazmoñería Dalton opone la idiosincrasia contestataria del amor y de la ironía, irreductibles ambos al estatismo social y emocional: Hasta que llega el amanecer en que decidimos desenamorarnos del mundo, oh muchachas lánguidas, lejanas! Y todo para que aquel tipo diga «hermético», con su resplandor de bufón dormido entre los hongos, caballero azul, caballero azul, casi ahorcado con cuerda de maguey su doble filo. Sepultarémonos. Sepultaremos las exhalaciones y la mudez de las furias lívidas. Acaso para que también digas eso en la hora que veo a un tiro de piedra.

Para Dalton el amor y la ironía son realidades vitales entrañadas en el ser humano, y no conceptos inertes; por lo mismo, el amor y la ironía no se ciñen a la limitante denotación que les asigna el diccionario, sino que se despliegan en el amplio abanico de las connotaciones. Y la connotación de las palabras resulta cara a la poética de Dalton, como se corrobora en el libro de 1969 Taberna y otros lugares, poemario que le concedió a su obra una relevancia que trascendió el ámbito hispanoamericano. La connotación se transmuta en Taberna y otros lugares en iconoclasia, otredad, pluralidad, rebelión; connotación que pone en crisis por igual lo abstracto y lo concreto, porque solo de la crisis surgen la novedad y la reinvención, como acontece en «Preparar la próxima hora»: 4. Los poemas aquí citados han sido consultados en la antología Pájaro relojero. Poetas centroamericanos, seleccionada y prologada por el escritor ecuatoriano Mario Campaña, y publicada por Círculo de Lectores de Galaxia Gutenberg el año 2009 en Barcelona. La propuesta de lectura de la poesía de Dalton que ofrece el escritor ecuatoriano, a mi parecer, comprende con sentido crítico y sensibilidad poética las diversas y en más de una ocasión contrastantes facetas creativas del poeta salvadoreño.

Aleluya estricta, bien gritada ante las estrellas imposibles, qué bella viene de pronto la cólera: filo inmenso, cuánto vales a mi alma, homenaje a los sacrificados sin bellos puntos finales, cólera, cólera, oh madre preciosa, justa raíz de sed, has llegado…

Taberna y otros lugares significó una maniobra arriesgada en la evolución poética de Dalton, quien privilegió una versión exasperante de su ya de por sí hiriente ironía. Sin embargo, la maniobra acertó, toda vez que devino en el surgimiento de un escritor dueño de una equilibrada conciencia crítica en cuanto a la militancia política, a la par que brioso en cuanto al quehacer literario. Taberna y otros lugares concentra los hallazgos formales de la primera etapa creativa del salvadoreño, al tiempo que prefigura su madurez, a la que corresponden títulos como Un libro levemente odioso o Las historias prohibidas del Pulgarcito, en los que transgrede las fronteras de los géneros literarios y da rienda suelta a los poemas-ensayos y a los cuentos-crónicas, como «Brujería sumamente jodida por dos o tres razones que no vamos a explicar aquí…»: Amén mal todo de Señor líbranos mas tentación la en caer dejes nos no y deudores nuestros a perdonamos nosotros como así deudas nuestras perdónanos hoy dánoslo día cada de nuestro pan […]

Educado en colegios religiosos, Dalton deconstruye en este poema la oración del Padre nuestro,5 oración fundamental de la fe cristiana. Dicha deconstrucción despunta porque el poeta salvadoreño no se entrega a la sátira o a la blasfemia, sino que al deconstruir expone las nuevas soledades que abruman las almas de los hombres, que solo tienen para guarecerse al amor y la ironía. El amor y la ironía son elementos fundamentales de la mística revolucionaria: el verdadero revolucionario ama su causa porque la conoce, y por conocerla es capaz de ironizar sobre ella; ironía que es crítica, crítica que es amor. Roque Dalton fue un místico revolucionario, que no un fanático; por eso los fanáticos de la derecha y de la izquierda lo combatieron y lo persiguieron, por eso, aun hoy, algunos lo combaten y lo persiguen. No rememoro en estas líneas a Roque Dalton a ochenta años de su nacimiento, a cuarenta de su sacrificio, para reivindicarlo, sino para que no olvidemos que su poesía, ayer como hoy, hoy como mañana, nos reivindica y nos redime. 5. La oración susodicha no tiene en realidad nombre propio, como se constata en el Evangelio según San Mateo, 6: 9-13. Moisés Elías Fuentes. Poeta y ensayista. Crítico literario en revistas y suplementos culturales de México, Nicaragua y España.


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Concha Méndez y la generación del 27

Alma Alicia Piña L aynes De entre todas las mujeres que descollaron en el ámbito de la cultura española del primer tercio del siglo xx, el entorno de Concha Méndez fue quizá el más difícil, pues mientras a otras de sus compañeras de generación les permitían una educación más avanzada (Maruja Mallo, María Teresa León) o incluso superior (María Zambrano), a ella le fue negada toda posibilidad de acceso a la cultura o a otra actividad que no fuera la de ser madre de familia. Esto queda significativamente explícito en el siguiente pasaje de las memorias de la poeta madrileña: Recuerdo la visita de un amigo de mis padres. Al presentarnos al señor, este preguntó a mis hermanos: «Pequeños, ¿qué queréis ser de mayores? […] teniendo toda la cabeza llena de sueños, me le acerqué y le dije: “Yo voy a ser capitán de barco.” “Las niñas no son nada”, me contestó mirándome.»1

Concha Méndez Cuesta, la mayor de once hermanos, nace en Madrid en 1898; mientras sus congéneres varones recibían una esmerada educación, las niñas «recibíamos cursos de aseo, economía doméstica, labores manuales y otras cosas que nos harían pasar de colegialas a esposas, mujeres de sociedad, madres de familia.» 2 En otra parte recuerda que sus padres le prohibían leer siquiera el periódico, lo cual era asfixiante para el espíritu aventurero y la inteligencia de Concha, quien desde pequeña intuía y soñaba salir de la cárcel social en que estaba recluida: «Yo era una niña inconforme con mi medio ambiente, desde pequeña ya quería cambiar el mundo, mi mundo.»3 Terminada la educación elemental, a los catorce años, los padres de Concha la «jubilaron», etapa en que su espíritu sediento de conocimientos quedó en medio del páramo cultural que significaba el ambiente familiar. La adolescente sobrevive «entre el soñar y el vivir»; es decir, soñando con viajes, con recorrer los mares, los cielos, las ciudades; soñando con escapar a la Escandinavia, región que asociaba con la causa de la mujer, después de haber visto la representación de Casa de muñecas de Ibsen; viviendo como niña bien, pues materialmente no le faltaba nada: su padre había hecho un gran capital construyendo casas durante la primera Guerra Mundial. Así, a las señoritas Méndez Cuesta las vestían modistos como Chanel, y viajaban a París para renovar su guardarropa cada estación del año, y veraneaban en las playas de San Sebastián, donde pasaba el verano la aristocracia de la época. Entretanto, sus inquietudes intelectuales no se apaciguaban, por el contrario, la prohibición las instigaba con 1. Paloma Ulacia. Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas, p. 26. 2. Ibid, p. 27. 3. Ibid, págs. 26 y 42.

más fuerza. Para leer, Concha pedía libros prestados y los escondía debajo de la cama. Un profesor de literatura, vecino suyo, fue quien la inició de manera arbitraria en la lectura de obras literarias: Mis primeras lecturas las hice a los dieciséis años. Vivíamos en una casa de departamentos que era de mi padre. Ahí, entre los inquilinos, se encontraba un profesor de literatura con su mujer. Teníamos amistad y los visitaba por la tarde. Él me prestó obras de literatura rusa: Chejov y Dostoievski fueron mis primeras lecturas. […] Este profesor me instruía de manera arbitraria: me iba hablando, a salto de mata, de las cosas que le gustaban; y entre salto y salto, me hizo llegar a las manos algunas lecturas que me transformaban.4

Durante uno de sus veraneos en San Sebastián, conoció a Luis Buñuel, de quien fue novia durante siete años. Se puede decir que su relación con el entonces estudiante de entomología representó para Concha un pequeño oasis donde refrescar su sed intelectual, pues le permitió disfrutar del cine, de la música y en cierto modo conocer a oscuras la nueva poesía. Digo a oscuras porque aunque Luis Buñuel vivía en la Residencia de Estudiantes y formaba parte ya del famoso grupo del 27, nunca relacionó a Concha con el mundo intelectual. «Él llevaba doble vida —recuerda la poeta— . […] La vida dividida entre los amigos y la novia era una costumbre de la época; me hablaba de ellos, pero nunca me los presentó.»5 En una ocasión Buñuel le mostró a Concha un poema que había escrito, se titulaba «Instrumentación»: «era muy largo e iba citando todos los instrumentos musicales, desprendiendo de cada uno una imagen arbitraria. A mí me pareció un poema raro, porque yo no había podido leer casi nada…»6 De este modo, se puede decir que Concha Méndez entró en contacto por primera vez con la nueva poesía que empezaba a surgir, aunque en ese momento no estuviera preparada para apreciarla. Pasaron siete años, entre idas al cine, a los conciertos, a los tés danzantes, el baile del charlestón, en los que la relación de Concha Méndez y Luis Buñuel se desarrollaba de manera «extraña» a los ojos de la tradición, pues lejos de las actitudes de los novios «normales», ellos solo platicaban de cine, de música, de insectos… y la intuición intelectual de Concha se afinaba más en cada plática que Luis hacía de sus compañeros de la Residencia de Estudiantes: «Y yo, en el inconsciente, seguramente me iba enterando de la posibilidad de otro mundo, que no fuera la familia, los hermanitos: cada dos años nacía uno.»7 4. Ibid, p. 40. 5. Ídem. 6. Ídem. 7. Ibid, p. 39.


15 Terminó por fin el noviazgo, sin mucho dolor para la poeta, pues inconscientemente ella deseaba concluir la relación: empezaba ya a vislumbrar la idea de la emancipación: «Al estar con Buñuel, en mi inconsciente, yo quería irme: dejar la vida familiar, el noviazgo infinito.»8 Si Buñuel no fue la puerta de entrada a la Generación del 27 para Concha Méndez, se puede decir que fue la llave. Después de terminar el noviazgo el aragonés marchó a París, y como Concha se enteró de que estaba enfermo, llamó a la Residencia de Estudiantes con el pretexto de informarse acerca de la salud de Buñuel. Le contestó García Lorca. Con la vitalidad que desbordaba Lorca y la que excedía a Concha, de inmediato se hicieron amigos. El mundo se transformó para la poeta a partir de esta amistad. Durante una lectura de poemas de García Lorca en el Palacio de Cristal del Retiro, Concha Méndez descubrió, casi de manera fisiológica, ese mundo apenas intuido: «mientras escuchaba a Lorca, empecé a sudar: “esto también lo hago yo” —me decía—. Tuve una convulsión terrible. Sufrí tal descubrimiento que me quedé encharcada.»9 En esa misma ocasión conoció a Maruja Mallo y a Rafael Alberti, quienes habrían de influir, junto con Federico García Lorca, en la determinación de Concha de emanciparse y de ser artista, empresa sumamente difícil en un medio donde era más tolerada la transgresión moral (la cocote, la actriz, la cantante) que la transgresión artística, porque a las «buenas conciencias» no les cabía que las mujeres pudieran interesarse en la cultura. En compañía de sus nuevos amigos, Concha Méndez descubre un nuevo Madrid, el cultural, cosmopolita, el de los barrios bajos, de las verbenas; y desafía las convenciones al uso, como la de que las chicas decentes no podían salir a la calle sin sombrero; junto con Maruja Mallo inauguraron el «sinsombrerismo». Para 1929 Concha Méndez había publicado sus dos primeros libros de poemas, Inquietudes y Surtidor, había escrito dos obras de teatro para niños, El ángel cartero y El pez engañado; y había escrito un guion de cine, Historia de un taxi, el cual se filmó pero no llegó a exhibirse. Al incorporarse a la vida intelectual de su época, la poeta pronto comprendió la importancia del floreci8. Ibid, p. 42. 9. Ibid, p. 46.

miento cultural del Madrid de los años veinte, y tuvo conciencia de que ella era parte de ese florecimiento, parte de la Generación del 27. Así se desprende de la correspondencia que mantenía con sus amigos artistas e intelectuales, entre los que destaca Federico García Lorca. A propósito de las amistades, Marcia Castillo señala que estas también constituían una novedad en los años veinte, puesto que hasta entonces, a las chicas decentes se les prohibía tener amigos, por lo que estas amistades fraternas que surgen entre los jóvenes marcan un cambio en las relaciones entre los sexos. La conciencia que tenía la poeta de pertenecer a un grupo de artistas que con sus obras estaban impulsando un nuevo renacimiento cultural, se desprende de la correspondencia que mantiene con sus amigos. Carta a Federico García Lorca, San Sebastián, principios de agosto 1925. Yo realmente no estoy preparada para hacer nada interesante. Desde luego, tengo una gran vocación, pero nada más. Después viene la obra de las circunstancias (mi soledad, mi dolor, mi aventurero proyecto de viaje y, entre tanto, vuestra amistad, tu lectura de poesías y luego el conocer a Alberti). Todo influyó en mi ánimo y yo, que por naturaleza llevo en mí ya algo, con todas estas circunstancias mi espíritu se excitó y escribí. Escribir sin saber lo que escribía, sin saber lo que hago. Y ahora, entre tanta gente putrefacta con quien trato, mi consuelo es escribir y pensar en vosotros, los amigos que conocí en mi última etapa en Madrid. ¿Qué diferencia de vosotros a estas gentes nulas, a esta mala cosecha!... Verdaderamente sois lirios entre el fango. Como te digo, continúo escribiendo cosillas. Cada tres o cuatro días se las envío a Alberti […] Él tiene todas mis poesías.10

Era el principio de la amistad con los miembros de la Generación del 27. En esta correspondencia se percibe también la inseguridad de la artista; el peso de su escasa preparación académica y cultural, lo cual implica el hecho de ser mujer, prácticamente la lleva a descalificar su poesía. Pero esto no es obstáculo para que Concha deje de escribir, al contrario, opone su vocación recién descubierta, lo que la hace prolífica en la escritura. En una entrevista realizada en 1928, la poeta madrileña se define a sí misma: «Yo soy: individualidad, personalidad.[…] —De literatura solo puedo decir por ahora que estamos en un nuevo Renacimiento.»11 Se puede decir que la vida de Concha Méndez es hasta cierto punto quijotesca: el personaje de Miguel de Cervantes se vuelve «loco» después de leer novelas de caballería; a Concha su familia, fiel representante de la sociedad patriarcal, la considera «loca» o la compara con los criminales porque destaca en los medios literarios; ya se ha visto también cómo algunos intelectuales de la época la veían como un fenómeno fuera de lo común. Primera salida: por fin logra escapar de la casa paterna y viaja a Londres en un barco mercante. En esa ciudad vive seis meses y se mantiene dando clases de español y haciendo traducciones del francés al español. Se relaciona con los diplomáticos e intelectuales españoles que vivían en Londres y se incorpora a las 10. James Valender. «Concha Méndez escribe a Federico y otros amigos», en Revista de Occidente, núm. 211, 1998, págs. 137-138. 11. Gamito Iturralde. Op. Cit., p. 35.


16 actividades artísticas dando lecturas de poemas o conferencias. Ahí la visitan sus amigos Pedro Salinas, Fernando de los Ríos y Federico García Lorca. Es un período importante, pues es cuando logra su total emancipación. Poco después de su regreso a España, recordaría su viaje de esta manera: En Londres era yo como un triple receptor de emociones y sensaciones. Todo nuevo ante mí. Mientras, mis bolsillos vacíos de monedas. Y la vida de frente, mirándome fija y desconcertante. […] Fue el despertar a mi realidad: Emancipación. Libertad. Lucha verdadera. Esto de marchar a la aventura, a lo desconocido, con todas las inseguridades, es el mejor de los deportes. Es un complicado coctel de emociones deliciosas de saborear: […] yo le llamaría deseo de vivir. Las cosas y las gentes se gastan en seguida y hay que buscar cosas y gentes nuevas. Renovarse y renovarlo todo, ese es el secreto.12

Al volver a España, su madre intentó buscarla para que volviera a la casa paterna: «no comprendía que yo pudiera estar bien sin que ellos me ayudaran económicamente. Yo no podía volver: había aprendido a trabajar y me gustaba la vida independiente.»13 Segunda salida. Seis meses después, Concha Méndez viaja en un barco de emigrantes españoles hacia la Argentina. Sin conocer a nadie, sin dinero y solo con sus sueños y con cartas de recomendación, llega a Buenos Aires el 24 de diciembre de 1929. De inmediato se pone en contacto y hace amistad con la comunidad intelectual española que residía en ese tiempo en Buenos Aires: Ramiro de Maeztu, Guillermo de Torre, Consuelo Berges, y otros escritores como Alfonso Reyes, Norah Borges y Alfonsina Storni. En Buenos Aires vivió y trabajó como periodista y poeta. Su personalidad también inundó el ámbito cultural bonaerense, donde publicó su tercer libro de poemas, Canciones de mar y tierra, del cual la poeta dice: «fue una recopilación de experiencias vividas durante mis viajes: sabía que por los mares y tierras que iba recorriendo, dejaría una doble estela traducida en canciones.»14 Al triunfo de la República en España, Concha Méndez decide volver a España después de una estancia de casi dos años en Buenos Aires. En Madrid, conoce al poeta malagueño Manuel Altolaguirre con quien contrae matrimonio y empiezan juntos una labor editorial importante, pues contribuyó a dar cohesión al grupo de poetas de la Generación del 27. La primera revista de poesía que editaron se tituló Héroe y cada número iba encabezado por un retrato lírico que hizo Juan Ramón Jiménez de cada uno de los poetas, incluyendo a Concha Méndez. A partir de esta etapa se da un cambio notable en la poesía de Concha Méndez. Las experiencias humanas que fue viviendo motivaron un cambio de tono en los poemas: de la gracia, la vitalidad, la espontaneidad, en fin, de la alegría de vivir, de sus tres primeros libros pasa a un tono más reflexivo, más íntimo. De este modo, se puede decir que la experiencia del amor es el eje del siguiente libro de poemas de Méndez: Vida a vida (1932). «Borrada toda huella del vanguardismo que antes adornara sus versos, la poesía de Concha Méndez se sostiene ahora en su pro12. Anónimo. «Los raids literarios. Conversación con Concha Méndez (1929)», en Una mujer moderna. Concha Méndez en su mundo ed. de James Valender, págs 47-48. 13. Paloma Ulacia. Op. Cit., p. 67. 14. Ibid. Págs. 76-77.

pia desnudez, tal y como J. R. Jiménez, el prologuista del libro, había recomendado a los poetas en su día.»15 Al año de casada, Méndez tuvo un niño que murió al nacer. Esta nueva experiencia habría de fructificar en el poemario Niño y sombras (1936). Un año antes de que se publicara este libro, había nacido su hija Paloma Isabel, en Londres, donde los poetas se encontraban en una estancia de estudios y donde editaban la revista 1616 en conmemoración del aniversario de muerte de Cervantes y de Shakespeare. Niño y sombras es probablemente el libro en que Concha Méndez llega más lejos como poeta. Es, al menos, el libro en que su lenguaje adquiere mayor energía. Este vigor queda reflejado, entre otras cosas, en la versificación; en busca de un ritmo brusco y cortante más acorde con su nueva visión, la poeta ahora muestra una clara preferencia por versos de arte mayor (de 11, 12, y, a veces, de 14 sílabas), aunque sin por ello abandonar por completo las formas más modestas (sobre todo el octosílabo) empleadas en Vida a vida.16 Dos meses después de la publicación del libro, estalló la guerra civil. Pasa los años de la confrontación bélica entre Inglaterra, Francia y Bélgica, países donde estuvo refugiada junto con su pequeña hija. Mientras tanto, colaboraba en la revista Hora de España, donde publica poemas de circunstancias. Al terminar la guerra, Manuel Altolaguirre y Concha Méndez salieron de España junto con miles de republicanos y viajaron a América. El destino era México, pero debido a una enfermedad de la pequeña Paloma, tuvieron que desembarcar en Cuba donde permanecieron cuatro años. En la isla instalaron nuevamente una imprenta a la que llamaron «La Verónica». Lluvias enlazadas (1939) fue uno de los primeros libros en editarse. Este libro constituye una especie de antología, pues lo conforman poemas anteriormente publicados y otros inéditos, que muestran el desarrollo poético de Méndez. En 1943 el matrimonio se traslada a vivir a la ciudad de México. Al año siguiente, con el apoyo de sus compañeras de la revista Rueca, Concha Méndez publica dos nuevos libros: Poemas. Sombras y sueños y Villancicos. En este libro la poeta tematiza tres experiencias personales: el exilio, la añoranza del país perdido por la guerra; la muerte de su madre y el fin de su relación matrimonial con Altolaguirre. «Sin embargo, quizá la nota más característica de todo el libro no sea la tristeza y el dolor, sino la recia voluntad con que la poeta busca sobreponerse a todos los reveses y afirmar su fe en su capacidad por sobrevivir, por dar un sentido a la vida.»17 La poeta vivirá desde entonces una especie de doble exilio: el político y el interior, pues dejó de publicar y se abstuvo de participar en actividades públicas. No fue sino hasta en 1979 que publicó Vida o río; en 1976, una Antología poética y en 1981, Entre el soñar y el vivir. Muere en México en 1986. 15. Concha Méndez. Poemas (1926-1986), int. y sel. de James Valender. p. 18. 16. Ibid, p. 21. 17. Ibid, p. 27.

Alma Alicia Piña Laynes. Licenciada en Literatura por la Universidad Autónoma de Campeche y maestra en Literatura Española por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente es profesora-investigadora de la Facultad de Humanidades de la uac.


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Son ellos Brayan Eduardo Morales Martínez (Léase de derecha a izquierda) Tus labios... Viva fuente Viva fuente son tus labios Es como sumergirme en las profundidades de las aguas Viajo a una cercana galaxia Siento la estrella más distante tan cerca Cálida como tus labios Como tus cálidos labios que me protegen del infernal invierno Las preguntas se desvanecen en el ancho universo Las cosas se vuelven más sencillas El tiempo se detiene ante nuestros ojos Las manecillas del reloj van a toda velocidad Es en tus labios donde le robo un trozo a la Eternidad Es en ellos donde puedo descansar Es donde encuentro las respuestas a todas mis dudas Desde el primer momento me conecté a esa extraña dimensión en la que todos piden estar Son ellos los que aligeran mi carga No hay lágrimas Aquí se mató al dolor de un disparo Son tus labios los que me levantan de entre las cenizas Es como nadar por un río A veces, tranquilo A veces, salvaje Caigo a la deriva y todo se vuelve contra mí ¡No hay tranquilidad ni en la cama! Son tus labios los que hacen que hasta el día más nublado tenga luz Causantes de mis sueños son tus labios Son tus labios causantes de mis pesadillas Son ellos mi fe Son ellos los que me dicen que no necesito ir más lejos ¡Oooooooh! Es como caminar por la última playa Nuestros pasos quedan marcados y la marea no se los puede robar Son ellos los que acariciaron lo más profundo de mi alma ¡Son ellos los que fijarán mi nueva muerte! Brayan Eduardo Morales Martínez. Estudiante del primer grado de la licenciatura en Literatura, en la Escuela de Filosofía y Letras de la uas. «Son ellos», es su primer poema publicado.


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Apuntes mazatlecos (primera de dos partes)

Diego Rodríguez Hace unos meses fui a ver a un teatro de la unam Melville en Mazatlán, obra escrita por Vicente Quirarte y dirigida por Eduardo Ruiz Saviñón. El fracaso y el desaliento contrapuestos a las gloriosas ambiciones que se engendran en el corazón de quien decide consagrar su vida al ejercicio a veces ingrato de la literatura están ahí encarnados en la figura de Herman Melville, quien en la obra de Quirarte tiene un encuentro borgiano consigo mismo: el Melville joven, entusiasta aspirante a novelista, se topa en un muelle de Nueva York con el Melville viejo, quien pese a haber escrito algunos de los textos cumbres de la literatura occidental, vive en la oscuridad, minado acremente por la tragedia personal y la incomprensión del mundo. Por sí solo, esto hubiera bastado para conmoverme (tengo una debilidad sentimental por la biografía y la obra de Melville), pero el argumento de Quirarte, representado por los actores Arturo Ríos y Pedro de Tavira Egurrola, me tenía preparado un detalle mazatleco y monstruoso que me estremeció. El joven Melville narra uno de sus viajes como marinero. Cuenta que en una ocasión, quizá proveniente del sur y con rumbo a California, el barco en que iba se detuvo frente a las costas de Mazatlán para esperar un cargamento de oro. Este evento ocurrió en la década de 1840, cuando el auge minero de la sierra sinaloense transformó a Mazatlán de un territorio inhóspito y casi inhabitable por falta de agua potable a un enclave privilegiado y floreciente para el contrabando. Mientras esperaban instrucciones para desembarcar, unos heraldos del puerto avisaron al capitán que tendría que esperar porque el oro no estaba listo aún. Con el barco anclado no lejos de la costa, la tripulación se resignó a ver desde la borda la pequeña ciudad, todos frenados por la orden tajante de que nadie desembarcara: los oficiales sabían que los trabajadores, desesperados por llevar semanas o meses en altamar, aprovecharían cualquier oportunidad para desertar si tocaban tierra. Pero era miércoles de ceniza y unos marineros irlandeses suplicaron que les permitieran bajar para ir a la iglesia, permiso que, después de muchos ruegos, les fue otorgado con la condición de que regresaran al atardecer en una lancha que iría por ellos a la playa. Entre los irlandeses logró colarse Melville, que desembarcó en la arena mazatleca de la Bahía de San Félix (hoy Playa Norte), justo donde yo pasé innumerables tardes de mi infancia jugando entre las vísceras rojísimas y pestilentes que los pescadores arrojaban a los pelícanos cuando limpiaban el pescado. Aunque no lo dice el actor de la obra en su parlamento, es obvio que Melville caminó o avanzó en una carreta por la calle principal (hoy Belisario Domínguez) y llegó al corazón comercial del puerto. Pese a ser muy creyente, no fue a la iglesia y, por el contrario, se dedicó a conocer la ciudad, cuyo singular nombre de origen prehispánico lo atrapó desde el comienzo con una especie de embrujo fonético: «Ma-za-tlán», repite una y otra vez, entusias-

mado, el joven Melville ante los espectadores del teatro. Cuenta que con el dinero que llevaba comió mariscos, pescados, visitó cantinas, bebió mezcal y entró a toda clase de tugurios concurridos por gente de baja estofa: gambusinos, cuchilleros, nigromantes, marineros pendencieros y prostitutas chimuelas. Más tarde, acompañado de un escocés que conoció ahí mismo, recorrió, sin importarle que había llegado la hora de regresar al barco, el paseo de Olas Altas y el agreste Cerro del Vigía, desde cuya cima contempló, a la luz de la luna que se reflejaba, plateada, sobre el mar, los dos islotes de piedra blanca (su extraño color polar se debe al milenario guano de las aves que los sobrevuelan) que emergen, colosales e intemporales, como fieros leviatanes calcificados frente a la ciudad pecadora. Fue en ese momento cuando Melville, impactado por el paisaje, tuvo una revelación, un relámpago mefistofélico que anidó en su pecho y lo marcó con el hierro candente de la obsesión, sí, la obsesión (él mismo fue su personaje Ahab) de escribir una novela sobre una ballena blanca tan monstruosa y titánica como los islotes que, ahí en Mazatlán, vio esa noche de juerga. Así surgió, entre las olas, el germen de Moby Dick. A la mañana siguiente, con una resaca tremenda, corrió hacia la Bahía de San Félix y comprobó, para su alivio, que los marineros irlandeses tampoco habían regresado a la hora convenida por el capitán. Para su buena suerte, la lancha del barco los esperaba aún. Todos los que desembarcaron habían pasado una noche tan estupenda que a nadie le importaban los castigos y reprimendas que los esperaban en el barco. La estancia de Melville en Mazatlán no está documentada y pertenece más bien al ámbito de la leyenda, pero ¿alguna vez han importado la fidelidad y veracidad del relato? Si Moby Dick es una deidad terrible e infernal ante la cual solo es posible postrarse reverente o lanzarse en su contra con ánimo deicida, para mí el argumento obviamente ficticio de Quirarte se ha convertido en un mito fundacional, una teogonía que suscribo como principio de fe. El placer extático de ser coterráneo de un monstruo. *** Antes de conocer la obra de Witold Gombrowicz, pensaba que jamás volvería a vivir en Mazatlán porque su clima tropical de temperaturas elevadas y humedad sudorosa dilata los poros de mi piel, hace eclosionar los barros y las espinillas en mi rostro. Si viviera en Mazatlán —solía pensar—, regresaría a la adolescencia cutánea —mi acné en esos años fue severo— y eso me provocaría una angustia y un horror insoportables, espantosamente similares a los que viví en la secundaria y en la preparatoria, época de ansiedad, deseos insatisfechos, vergüenzas inexplicables e insuficiencia general y crónica. Hoy pienso diferente gracias al iluminador Gombrowicz, que reivindica la adolescencia como el estado perfecto de la huma-


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nidad, como una edad indeterminada, indecisa y balbuceante («el balbuceo de Gombrowicz está siempre cerca de la afasia […], Gombrowicz trabaja sobre la afasia como condición del estilo», dice Ricardo Piglia) que huye por convicción de los anquilosamientos rancios de la madurez. Por supuesto, Gombrowicz tenía una propuesta estética y filosófica para esto: una estrategia intelectual que permite traducir la angustia y la indeterminación adolescentes en un estilo real para el arte y la vida. Aquí un sueño que espero cumplir pronto: abandonar la Ciudad de México y mudarme a Mazatlán en los meses más cálidos del año, instalarme en una de las pequeñas casas de los suburbios mazatlecos donde pasé mi pobre adolescencia y leer los diarios y las novelas de Gombrowicz. Rodearme, como Witold lo hizo en Argentina, de jovencitos ignorantes, platicar con ellos, sumergirme de nuevo en lo más profundo de la adolescencia porteña mientras compruebo en el espejo que mi cara se cubre de acné y mi estilo literario comienza a cambiar, a perder los rasgos adultos que he ido aprendiendo en estos últimos años de profesionalización. Adquirir el acné como esos personajes de José Revueltas que se contagian adrede de sífilis: por convicción, como acto de protesta política-literaria. *** Todas las novelas (menos La casa de las lobas, ubicada en Pompeya) de Juan José Rodríguez (Mazatlán, 1970) suceden en su ciudad natal. Asimismo, todas se caracterizan por ser historias de argumentos novelescos contadas con una prosa extremadamente cuidada, llena de imágenes poéticas que, pese a su abundancia, no frenan el rápido fluir de los acontecimientos. Digo «argumentos novelescos» porque siempre hay en ellos dosis bien medidas de amor, erotismo, aventuras, personajes exóticos, acción, crímenes y soluciones felices. Para ello, el autor trabaja con estructuras o sistemas narrativos provenientes de la cultura popular. Los esquemas narrativos más recurrentes en Rodríguez son los de las historias de amor imposible y de las novelas de aventuras o de misterio que, como todos saben, desarrollan (igual que en las telenovelas o en las películas de acción) una causalidad preestablecida. Cito dos ejemplos estrictamente anecdóticos, por ser los que más frescos tengo en la memoria: En Sangre de familia (Planeta, 2011) una oscura y oculta mafia de vampiros asiáticos opera en los bajos fondos de Mazatlán, venden cocaína y son asechados por el villano Carlos Goldoni, que desea vengar un antiguo agravio cometido en el barrio chino de San Francisco. Por circunstancias extrañas, un joven mexicano de vida gris y mediocre entra en contacto con el clan de los vampiros, se enamora de la hermana del líder y, como es de esperarse, vive una serie de escollos (persecuciones, balazos, intrigas, asesinatos, problemas familiares) para concretar su amor.

Al final los enamorados descubren que son almas gemelas y consuman su unión… En La novia de Houdini (Océano, 2014), un grupo de extranjeros conformado por magos, cuchilleros y escapistas recorren los pueblos cercanos a Mazatlán. En una pequeña población minera se llevan con ellos a un apocado joven sinaloense que ha de servirles como guía. Para ello, Florissa, la afamada y bellísima novia de Houdini, lo seduce conforme a un plan dictado por el jefe de los saltimbanquis. Se dirigen al puerto y es entonces cuando le revelan al joven sus intenciones: van a robar un diamante mágico que, por rocambolescas circunstancias, pasó de mano en mano desde un lejano templo de la India —recorriendo las cortes de Francia y las filas del ejército español— hasta llegar a una opulenta casa mazatleca. Hay enseñanzas mágicas, homicidios, escapes funambulescos y, como coda, una intrincada red de soluciones para que el joven y Florissa, enamorados, logren escapar juntos. El esquema narrativo, sobra decirlo, es el mismo de las películas de súper héroes. Como dice Ricardo Piglia, el antagonismo entre alta literatura y cultura de masas consiste en que mientras la primera tiene como fundamento la innovación y la originalidad, la otra tiende a repetir modelos y esquemas estructurales. «El problema — concluye Piglia— que se presenta al que trabaja con un sistema narrativo es cómo incorporar a una forma ya estructurada algunos elementos que no pertenecen a ella.» O lo que es lo mismo: cómo volver original y distinto, es decir, literario, artístico, un modelo ya existente. Pienso que en las novelas de Juan José Rodríguez el elemento original o artístico que se inserta es no tanto la complejidad psicológica de los personajes ni el retruécano del periplo —más afín al comic que a las novelas literarias—, sino la extraordinaria calidad de la prosa: historias de vampiros y magos gambusinos (guiño al cine de serie B) narradas con un lenguaje elegante y bello que resulta seductor por el contraste que establece con la trama. Lo cual causa posibles equívocos en la apreciación de su obra al grado de que lo primero que cierto sector del público resalta —guiado por las frases mercadotécnicas de las contraportadas— cuando habla de este autor es el entretenimiento que brota de su pluma y no la delicadeza del lenguaje. Equívoco que, por cierto, el propio Rodríguez parece interesado en mantener ya que en eso consiste —creo— su apuesta literaria. Ahora bien, después de seis novelas publicadas (todas de la misma índole) y de haber consumado un estilo y una concepción del ejercicio narrativo identificable, considero que el mayor reto que tendría Juan José es crear una novela que no se sostenga gracias a esquemas narrativos preestablecidos; una novela que se levante únicamente por la complejidad psicológica de los personajes, la experimentación formal y una mayor confianza en la urdimbre lingüística, que es su verdadero capital literario. Imagino, por ejemplo, una narración que, para no abandonar el escenario mazatleco, cuente la vida fútil de un vendedor de pescado y que, pese a la carencia de eventos llamativos, resulte apasionante, profundamente humana. En ese tipo de historias yace el verdadero reto de la literatura.

Diego Rodríguez. Es columnista del periódico mensual Vicam Switch. Mantiene el blog www.traslaciondecabotaje.blogspot. com y forma parte del proyecto de «Letras callejeras» cuyo sitio en Internet es http://losonanistas.tumblr.com/. El investigador perverso y otros ensayos es su primer libro.


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Naturaleza de los objetos

Eduardo Ruiz Para Francisco Meza

XVII Una vez me contaron la historia de una mujer que regenteaba una residencia de estudiantes en su casa. Era una vieja casa colonial de dos pisos, estrecha y de techos altos y ventanas grandes, encajada en la mitad de una cuesta pronunciada que acentuaba aún más la estrechez y la estatura del edificio. En la casa vivían algunos estudiantes foráneos, la mujer y sus dos hijos. Aunque ella tenía su propia habitación en el piso inferior, pasaba casi todo el tiempo en una pequeña oficina que funcionaba como recepción y donde dormía siempre en un sofá destartalado casi al lado de la puerta. Nada hay de inusual en esto, aparentemente. Sin embargo, la mujer tenía, en aquella habitación, una numerosa distribución de espejos: en las paredes, en los muebles, en la mesa de recepción, espejos de formas y tamaños variados, a diversas alturas y en posiciones poco convencionales. Ella misma llevaba siempre un espejo redondo y articulado. El resto de la casona, al menos hasta un cierto punto de las escaleras que llevaban al segundo piso, también estaba lleno de espejos. Cuando la mujer estaba en la oficina y escuchaba el abrir envejecido de la puerta o unos pasos que bajaban del nivel superior, sin moverse de su sitio enfocaba con el espejo que llevaba consigo hacia otro de los espejos de la habitación y conseguía ver todo lo que pasaba en el piso inferior de la casa: los que llegaban, los que se iban, los que entraban o salían de la cocina o del salón: un encadenamiento de reflejos le proporcionaba, desde su inmovilidad, la visión total de aquel espacio. Los espejos eran sus ojos. O eran una extensión de sus ojos. Desde la postración vigilaba el conjunto y, si veía alguna cosa que le parecía mal, echaba un grito que nadie podía ver: los recién llegados, sorprendidos y asustados por el gesto, solo lograban ver en los espejos su propio rostro nervioso; los habituales, los que ya vivían ahí desde hacía tiempo, buscaban en los reflejos el origen de aquella mirada y alcanzaban a divisar, apenas, unos ojos arrugados que los miraban de espejo en espejo. XVIII En esos espejos leía, aquella mujer, el libro que era su casa. Y ese libro estaba lleno de personajes que iban y venían, lleno de la historia de su familia y de sus inquilinos, y esas historias, esas vidas que pasaban por ahí, eran otro espejo insondable. Lo que pasó después fue una tragedia: es cierto que en aquella casa vivía esa mujer rodeada de sus espejos vigilantes; es cierto que había varias habitaciones ocupadas por estudiantes jóvenes y que además vivían los dos hijos, varones, de la mujer; es cierto también que en la historia que escuché no se hacía mención del marido de la casera, si es que lo hubo alguna vez, y no se hizo mención de la hija, mayor tal vez, que había dejado la casa para

vivir con su esposo y su hijo; desconozco, o acaso he olvidado, las circunstancias exactas, pero recuerdo muy bien que la hija, una noche, murió a manos de su marido. No pretendo ahondar en el hecho del crimen, me faltan informaciones y el alcance de la anécdota tiene más que ver con el rastro que deja la violencia que con la violencia misma. Hablaré, en cambio, de un hecho que unifica la muerte de la hija con los espejos de la madre y con el peso trascendente de la memoria: a la hija la velaron en una de las habitaciones del primer piso de la casa: sus hermanos, se dice, cubrieron con un manto todos y cada uno de los espejos: a la usanza se creía que si había un muerto en casa y los espejos estaban dispuestos, el ánima se metía en ellos creyendo que se trataba de una ventana, o, quizás esta sea una idea más triste, viendo el alma en el reflejo su cuerpo, buscaba volver a la vida invadiendo de nuevo el plano físico, pero quedaba atrapada ahí, en el cristal, sin que nosotros podamos darnos cuenta, hasta que un día, despreocupados, al asomarnos a ver nuestra imagen vemos de golpe al fantasma querido, y podemos quedar embelesados por la añoranza, sin querer ver nada más que el espejo, o, incluso, agraviados por el susto, romper el espejo donde anidaba el alma de alguien querido, borrarlo de nuestro mundo, quebrar en esquirlas el recuerdo. Nadie supo explicar nunca qué le pasaba al alma de los que se quedaban rotos en los fragmentos del espejo cuando alguien despedazaba el cristal casi como si aquello fuera un cuerpo hecho de carne. No sé cuánto de esto lo estoy recordando o cuánto es un invento de la memoria. XIX Cuando alguna de mis abuelas me regalaba una estampa religiosa ellas creían que mi buenaventura dependía de la santidad impregnada en la imagen; yo conservo esas estampas, algunas de ellas tienen más de diez años, rotas y resquebrajadas como la


21 fotografía de alguien querido, y las conservo no por fervor religioso, sino por fervor hacia mis abuelas: para mí, la santidad que ellas veían en las imágenes reside en ellas mismas y se transmite, de alguna manera incomprensible, a los objetos. Creo que es eso lo que deseaba prevenir la familia al cubrir los espejos. Recuerdo entonces unos versos, tan útiles para mí en determinado momento triste, en los que el poeta dice: «En su bendición había la justa cantidad de Dios/ para que volviéramos a salvo de los viajes largos y las pésimas decisiones». Siempre que veo las estampas que me han dado mis abuelas pienso en esos versos: la santidad, digamos, pagana de mis esperanzas reside en que aquellas estampas me hacían bien porque me las dieron dos mujeres que siempre me hicieron bien. El objeto tiene, pues, una carga emotiva y energética poderosa porque nosotros mismos se la atribuimos: hay en los objetos algo esencial, algo de la esencia, de quien nos entrega el obsequio. XX Otra conjunción increíble: la historia de la casa y los espejos llegó a mí desde el mismo amigo que escribió los versos. Así, el libro también es objeto de esa forma de relación entre nosotros y las cosas. XXI Leibniz escribió que «se llama Almas solamente a aquellas [mónadas] cuya percepción es más distinta y está acompañada de memoria», así, pues, en esos objetos o mónadas reside la memoria o una memoria que compartimos con quienes nos han obsequiado el objeto porque, citando otra vez a Leibniz: «Lo que ocurre en el Alma representa lo que se hace en los órganos». Los espejos en aquella casa vieja, cubiertos durante el velatorio de la hija, son un ejemplo no solo de que aceptamos esa relación sino de que la tememos. Relata Robert Burton, en su Anatomía de la melancolía, que una monja comió una lechuga sin estar en gracia o sin haber hecho el signo de la cruz, y fue inmediatamente poseída; cuenta también la historia de una mujer poseída por dos demonios por comer una granada profanada; la granada y la lechuga eran capaces no solo de conservar una influencia, en este caso maligna, sino de transmitirla a quienes las comieran, transmitirla y anidarla en los otros; basta recordar el mito de Eva, Adán y la manzana: el árbol de la ciencia del bien y del mal: otro objeto que rezuma una esencia transferible. Así también pasa, por ejemplo, con otros objetos: el bastón de Borges, por ejemplo; las tumbas de amigos o desconocidos; una carta o una fotografía amarilla por los años; la casa donde crecimos, con todos sus fantasmas; una pequeña estatuilla de hierro que reproduce la imagen de un asno; el juguete más antiguo que conservamos; las últimas palabras de alguien; un sobre de azúcar de un café en Lisboa o en la Ciudad de México; el boleto de entrada a un concierto o el boleto de tren, de avión, de un viaje lejano; un puñado de canciones; una caja de madera labrada y todo su contenido; un mechón de pelo, un ombligo que conserva de su hijo la madre, el libro prestado de alguien que murió: objetos todos que conservan, para nosotros, la esencia de algo o de alguien que en estrecha relación le ha impregnado una huella de su presencia, de su pertenencia, de su paso por el mundo. Es así que comienza un hábito, una suerte de vicio incurable: el coleccionismo. XXII El coleccionista es aquel que conserva: no se trata exclusivamente de una pulsión cifrada en la acumulación ni en la construcción

de un acervo de objetos, sino en la preservación de los objetos por su esencia: el objeto deja de importar por sí mismo y cobra sentido a partir de la esencia que nosotros, o los otros, le han otorgado: un artículo puede ser coleccionable para unos o puede ser un objeto sin importancia para otros, independientemente de la naturaleza del objeto mismo. En el Libro de los pasajes, Benjamin menciona a un hombre que coleccionaba boletos de tren, estampillas postales o documentos de cualquier tipo que presentaran errores de prensa: quizá veía en ellos una unicidad especial, una cualidad irrepetible que, para él, convocaba un significado especial. Fernando del Paso nos habla, en Palinuro de México, del General con cien ojos de vidrio: cada uno de los ojos le servía para cada uno de los estados de ánimo. Ismail Kadaré cuenta la historia de una enorme colección en su libro El palacio de los sueños, donde se retrata el recinto en el cual se acumulan, precisamente, todos los sueños del reino. Aquella mujer, tal vez, coleccionaba espejos. Conservación de lo afectivo a través del objeto: el artículo en sí no necesita ser único, especial, diferente: basta con que retenga en sí mismo un hecho, una cualidad, una memoria, un alma, en el sentido en que hablaba Leibniz: un alma: un objeto con una percepción distinta y acompañada de la memoria. XIII A veces, sin embargo, tememos de aquello que acompaña al objeto: aquellos vegetales y frutas de los que hablaba Burton y que ocasionaban en quienes los comieron una posesión, la visitación de un demonio; la manzana de la tentación, de Adán y Eva, los muros de una prisión, el arma del asesino, la casa donde ha muerto alguien: la casa y sus espejos. Tratamos de alejarnos de esos objetos, de mantener una distancia prudente para que su esencia no nos toque, pero el gesto de aquella familia en la casa de los espejos es aún más definitivo: a veces tratamos de que la esencia de las cosas no impregne a los objetos, que esa alma y esa memoria no acompañen a las cosas, que no vengan a nosotros porque nos provocan llanto, desesperación o miedo. Recuerdo muy bien las palabras de aquel amigo que me contó la historia: a los pocos días se marchó de la casa: fue justamente en su habitación donde habían velado a aquella muchacha. No podía dormir, me dijo. Y a pesar de que se fue de ahí y el tiempo ha echado su arena en la memoria, no puede olvidar la sensación que pervive cada vez que evoca la historia. Quizá algo del alma que nos afecta pueda quedarse en un objeto, en un espejo, por ejemplo, y podemos conservar el objeto, atesorarlo, coleccionarlo, si creemos que ahí reside la raíz de algo que deviene necesario; podemos también alejarnos del objeto, distanciarnos de su presencia, pero ciertamente lo que nos afecta siempre se queda en nosotros, va con nosotros a cualquier parte, y entonces no hay objeto, no hace falta: la colección la llevamos dentro.

Eduardo Ruiz Sosa. Doctor en Historia de la Ciencia por la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor del libro de cuentos La voluntad de marcharse (Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo 2007); y de la novela Anatomía de la memoria. Nota: «Naturaleza de los objetos» es parte de un ensayo en proceso de escritura.


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Cortázar y la «mecánica de chicle»

J a i m e M u ñ o z Va r g a s Un campesino me describió la situación con esta metáfora: «Los que se van del rancho son como las sandías: crecen más allá de donde los plantan, pero no se despegan del origen.» Asombra la sencillez de la imagen porque describe a la perfección lo que frecuentemente pasa con quienes se van: que por más tierra o agua que pongan de por medio, se llevan la atmósfera de la niñez y la juventud adherida como un fantasma en el alma y jamás terminan por desprenderse. Entre los escritores hay muchos ejemplos de distanciamiento forzado o voluntario. Uno de los más famosos es el de Cortázar, quien luego de nacer, casi por accidente, en Bélgica (1914), pasó de niño a su espiritualmente natal Argentina. En Banfield, un suburbio del llamado Gran Buenos Aires, transcurrió su decisiva juventud y allí comenzó el largo camino que décadas después lo llevaría a convertirse en uno de los protagonistas de la literatura mundial. En Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar (Seix Barral, 2013), el escritor y periodista Diego Tomasi (Morón, 1982) rastrea el pasado del autor de Rayuela entre las calles, las amistades y los oficios que luego, cuando tomó la decisión de brincar definitivamente el Atlántico, alimentarían su nostalgia y sus papeles. Se trata entonces de un libro importante en la amplia bibliografía sobre Cortázar, ya que saca a la luz la enorme influencia que la Capital Federal tuvo sobre un autor que pese a su ulterior radicación europea jamás dejó de mirar con gratitud su pasado porteño. Tomasi escudriña sobre todo en las amistades que sobreviven a Cortázar y en su abundante correspondencia. El trabajo de investigación, ciertamente complicado debido a que entre 1930 y 1950 el inmenso cuentista era un joven absolutamente desconocido, rinde frutos espléndidos, tantos que Tomasi puede incluso calcular los días exactos que Cortázar pasó en Buenos Aires: alrededor de seis mil días, «menos de una cuarta parte de su vida». Sin embargo, más allá de ese cómputo a todas luces aproximado, apunta: «ese juego matemático es eso. Un juego. Un juego de números que no guarda relación con la enorme influencia que la ciudad ejerció sobre él.» La gravitación de Buenos Aires en el espíritu de Cortázar tiene que ver directamente con lo desafiante y enriquecedor que fue, a un tiempo, su etapa de formación. La capital fue el primer estímulo de su voraz cosmopolitismo, el sitio donde halló la literatura francesa, el jazz, la pintura, el cine, el aprendizaje de la traducción profesional como trabajo alimenticio, los afectos para siempre.

Tomasi examina cronológicamente los pasos de Cortázar, sus estancias de trabajo en Bolívar, Chivilcoy y Mendoza, su relación con familiares y amistades, el encuentro con Aurora Bernárdez, su contacto con Borges, su trabajo en la Cámara del Libro, su despacho de traductor y en general su relación, entre tersa y áspera, con una ciudad que, sin que él lo sospechara, estaba marcando para siempre su literatura. Es de suponer que la vivencia europea de Cortázar está mejor documentada que la porteña, pues la fama que construyó en París a partir de los sesenta propició una avalancha de entrevistas, reconocimientos, ensayos y fotografías. Se sabe menos, mucho menos, sobre la andanza cortazareana en el ámbito argentino, el de su juventud. Por ejemplo, sobre la nula relación con su padre. Tomasi la recuerda en un pasaje memorable, cuando Julio Cortázar padre le escribe a su hijo ya adulto y le pide que firme sus textos de prensa con el añadido del segundo nombre. El escritor, distante, le respondió así: «Con mi nombre Julio Cortázar he publicado un libro, y numerosos ensayos en revistas de B.A. Por una simple razón de mantenimiento profesional de mi nombre, sumándose a otra de eufonía que me interesa más que la anterior, no puedo incorporar mi segundo nombre, ni siquiera su inicial». La inicial a la que se refiere es la «F», de «Florencio». Cortázar tomó la decisión de abandonar Buenos Aires. Se va de allí en octubre de 1951, en barco y despedido por sus cercanos. Lo que siguió fue adueñarse de París, cierto, y comenzar el amplio armado de sus mejores libros. Pero no pudo evitar que los aires de Buenos Aires llegaran hasta su buhardilla y alimentaran sus relatos. La ciudad formativa y rechazada se convirtió entonces en una especie de chispa permanente para encender la nostalgia creativa. Lo expresó en una carta a su amigo Eduardo Jonquières, variante metafórica de la sandía que mencioné al principio: «Irse no es nada. La cosa es darse cuenta que hay una mecánica de chicle, que te has quedado adherido y te vas estirando».

Jaime Muñoz Vargas. Es escritor, maestro, periodista y editor. Ha publicado las novelas El principio del terror; Juegos de amor y malquerencia; y Parábola del moribundo; y los libros de cuentos El augurio de la lumbre; Ojos en la sombra; Monterrosaurio; Leyenda Morgan y Polvo somos.


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Poemas de Anthony Seidman Encuentro la calma en el yonke detrás del motel, y aunque el cielo es de un azul impenetrable, se levanta una brisa que disipa el calor. El golpecito de las patas de un gato que se desliza sobre el cofre de un Cadillac y salta a la pared de block. La brisa toma fuerza, y los arbustos tóxicos resuenan, una lata de cerveza rueda entre la hierba junto a un periódico viejo, y los chasis de una docena de autos americanos abandonados de los 60 y 70 comienzan a rechinar, como si estiraran, por un instante, sus estructuras corroídas. Cierro los ojos, siento el viento atravesarme, intuyo las soledades de pavimento sobre las que correrá, dejando en este chaparral y en el polvo, una breve caricia, una pluma ausente de felicidad.

I find peace in the junkyard behind the motel; although the sky is a hard azure, a breeze rises and dissipates the heat. The patter of paws, as a cat scurries over the hood of a Cadillac and leaps atop the cinderblock wall. The breeze gathers momentum, and the poisonous bushes rattle, a beer can rolls over the weeds along with a sheaf of newspaper, and the chassis of a dozen junked American models from the 60’s and 70’s commence squeaking, as if stretching their corroded frames for one instant. I close my eyes, feel wind rush through me, intuit the paved solitudes it will speed across, leaving this chaparral and dust a brief caress, a truant feather of felicity.

Versión de Gaspar Orozco

Who shares my bedroom wall? I have heard his door thump as he enters his room, or leaves for work when the air outside is wet and violet. I have smelled eggs and chorizo frying from a pan in his kitchenette, canned laughter gaggling from a morning radio show. Past midnight, the stillness is deafening; it throbs, weaving shadows through the canals of my pulse. Sweating, I sit up in bed, I hear him cry and cough up sobs as strenuously as if he were laughing. The sound of a running faucet, and then the mattress squeaking... silence that glistens like moonlight glazing a silver coin. I don’t know the man who lives next door. I don’t carry the fare to cross over into his darkness. But he hears me as I toss and cough in my own bed. He is, after all, my echo.

¿Quién vive del otro lado de la pared? Lo he oído azotar la puerta al entrar a su cuarto, o cuando se marcha a trabajar cuando el aire está húmedo y violeta. Me ha llegado el olor a huevos con chorizo de su cocina, risas grabadas de un programa de radio mañanero. Después de la medianoche, el silencio es ensordecedor; palpita, tejiendo sombras a través de los canales de mi pulso. Sudando, me siento en la cama, le oigo llorar y toser con sollozos enérgicos, como si se estuviera riendo. El sonido de un grifo abierto, y luego el chirrido del colchón... silencio que brilla como luz de la luna acristalando una moneda de plata. Yo no conozco al hombre que vive al lado. No llevo la tarifa para cruzar a su oscuridad. Pero me oye toser y moverme en mi propia cama. Él es, después de todo, mi eco. *** Cuando llega el cheque de desempleo, se me seca la boca; miro al oeste y veo los tubos de neón de cobalto en forma de un cangrejo, y la palabra cerúlea: mariscos. Las camareras balancean sus bandejas de camarones endiabladamente picantes; por debajo de los ventiladores de techo, los paneles de madera y techos de hoja de palma, los hombres amamantan sus resacas con Clamato, hunden sus cucharas en tazones de almejas y pulpo. Estamos aquí para una cosa, la manera en que una viuda va a la orilla para ver las olas que se hinchan luego y disuelven en la arena, como un dolor que se hincha, luego mengua. Las camareras son palomas fuera de alcance, y los hombres recuerdan oro que brilla debajo de las corrientes más oscuras. Yo, también, miro por la ventana, más allá de los grandes camiones, más allá de las vías del tren y las chimeneas; mi visión se extiende más allá de las colinas, alcanza el desierto, ese otro océano donde uno va a llorar, a comprender la arena, la calcificación. Versiones de Martín Camps

*** When the unemployment check arrives, my mouth puckers dry; I look west and see the cobalt neon tubes shaped like a crab, and the cerulean word: mariscos. The waitresses balance their trays of devilishly piquant shrimp; beneath the ceiling fans, the wood paneling and palm-leaf thatching, the men nurse their hangovers with Clamato, dip spoons into schooners of clams, octopus. We are here for one thing, the way a widow goes to the shore to see the waves swell then dissolve on the sand, like pain swelling, then ebbing. The waitresses are doves out of reach, and the men remember gold that glitters beneath darker currents; I, too, look out the window, past the big-rigs, past the railroad tracks and smokestacks; my vision extends past the hills, reaching the desert, that other ocean where one goes to grieve, comprehend the sand, the calcification.

Anthony Seidman. Poeta y traductor estadounidense. Autor de Where Thirsts Intersect (The Bitter Oleander Press, 2006) y Combustions (March Street Press, 2008). Estos poemas pertenecen al libro Natural History of Asphalt/ Historia natural del asfalto (Oneiros Books, 2013). Gaspar Orozco. Poeta, videoasta. Su libro más reciente es Astrodiario. Martín Camps. Poeta, ensayista, traductor. Su libro más reciente es Poemas de un zombi/ Poems zombie (edición bilingüe).


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«Ese susto que da el andar matando»

G e n e y B e lt r á n F é l i x «HON R A D O S OY Y Q U I E RO S E G U I R A S Í . HOM B R E DE L EY FU I, Y N O Q U I E RO C ON DE N A R M E M Á S » , DIC E PR IMI T I VO B A R R AG Á N L U E G O DE A S E S I N A R A S U S U E G RO Y A D O S P OL IC Í A S . AU N Q U E H A ACT UA D O E N DEF E N S A PROPI A , E L C A M PE S I N O DE L PU E B L O C H I A PA N E C O DE J I TO TOL PI E R DE E L R E S PE TO Y L O S M I R A M I E N TO S DE S U E S P O S A Y L O S V E C I N O S . A SÍ S E N O S H AC E S A BE R , C ON U N A EX PR E S IÓN R E I T E R AT I VA R E M I N I S C E N T E DE L A OR A L I DA D: «YA N O H A B Í A A M IG O S N I C OM PA DR E S . YA N O H A BÍ A AG UA R DI E N T E E N L A T I E N DA DE D ON JOA Q U ÍN . YA N O H A B Í A A MOR E N L O S BR A Z O S DE L A E U G E N I A . YA N O H A B Í A N A DA » . A pesar de su benévolo propósito de enmienda, Primitivo, conocido como El Caguamo, al poco tiempo asesina bestialmente a su mujer, prende fuego a su casa, mata a sus animales y huye a la selva. «No quiero volver a hacerlo», se dice dos años después de los hechos atroces, cuando ya vive en lo profundo de la selva, diligente en la siembra de maíz y alejado de sus conocidos. «Ese sudor pegajoso y la sangre rebotando como piedras; ese susto que da el andar matando no quiero volverlo a sentir. Que me dejen quieto. Que me dejen solo y seguiré siendo hombre bueno.» «El Caguamo» es uno de los cuentos que integran Benzulul, el primer libro de ficción publicado, a los 22 años de edad, por el escritor mexicano Eraclio Zepeda, quien falleció el 17 de septiembre pasado. La historia de Primitivo se narra en un puñado de veinte páginas, y es en esa breve distancia en la que Zepeda construye un personaje contradictorio, casi propio de una novela. ¿Qué tenemos aquí? ¿Es El Caguamo un asesino despiadado incapaz de revisar su propia conducta y que con descaro se sigue viendo a sí mismo como «un hombre bueno»? ¿Es un títere en las manos de un destino contrario e indefectible que lo persigue hasta hacerlo sacar de sí lo más feroz de la naturaleza humana? Benzulul apareció en 1959, en el sello de la Universidad Veracruzana, durante una época de notable vitalidad y renovación en las letras mexicanas. Tan solo seis años antes había salido de las

prensas la primera edición de El llano en llamas. Es en esta vena regionalista, resuelta de manera canónica por Juan Rulfo, en la que se ubica el libro de debut del autor nacido en 1937 en Tuxtla Gutiérrez. Zepeda confiere a sus ficciones un aliento de reivindicación del terruño, pues Benzulul tiene como unidad, en primer término, la geografía: se trata de una serie de textos narrativos sobre la vida rural chiapaneca, en un panorama de tiempo impreciso pero que abarcaría distintos momentos de la primera mitad del siglo xx. Visto en conjunto, Benzulul es una galería de la violencia, en más de una instancia con un sustrato de racismo. Sus páginas cuentan fusilamientos, ejecuciones, venganzas y emboscadas a sangre fría, así como casos de violencia de género, como el uxoricidio de una mujer que ha decidido abortar, la violación de una muchacha indígena. En este entorno la agresión forma parte sin más de la existencia, y por eso no es infrecuente que el simple sobrevivir se afirme por una doble dinámica de ataque o huida, afín al pasado reptil de la especie. El Chiapas profundo que se dibuja en estas páginas luce los atributos de un universo cerrado, provisto de casi nulos roces con el orbe exterior. Si bien hay personajes andariegos, que hacen del desplazamiento y la curiosidad inquietudes esenciales de su existir («El estar caminando era su vida, Juan Rodríguez


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Benzulul conocía de memoria todos estos rumbos», se lee en el segundo párrafo del texto con que abre el volumen), el libro da fe de una tierra con vocación o condena de aislada, en la cual los vecinos, los conocidos, las personas más cercanas se vuelven así los más probables enemigos. Podría afirmarse por esto que Benzulul no esboza una revisión crítica de las raíces de la violencia. Al concentrar las pulsiones de barbarie en el contexto más inmediato, Benzulul daría una visión incompleta de las fuerzas sociales y políticas que han definido el devenir expoliado y agredido del estado sureño. Zepeda habría trasladado la causa de tanta sangre derramada no a circunstancias históricas definidas, como la explotación, la impunidad y la miseria, sino a la salvedad de los atavismos, en un movimiento de interpretación indulgentemente conservador. Sin embargo, sería también posible concluir que la omisión de las conductas enemigas que habría tomado el poder foráneo en este retrato del Chiapas recóndito no sería sino la más congruente formulación con el que se traduce el olvido que los gobiernos centrales han mostrado y muestran ante estos pueblos, pues el alejamiento de las instituciones del Estado solo se rompe cuando sus agentes son enviados para castigar sin el menor respeto a la ley, como ocurre en una de las narraciones, «Quien dice verdad», en la que una cuadrilla de policías de Ciudad Real, la actual San Cristóbal

de Las Casas, irrumpe en un pueblo para cometer la ejecución extrajudicial de un indio. Ensimismado, con las crueldades nacidas y lanzadas contra sus propios habitantes, el Chiapas de Benzulul presenta a personajes espesamente vinculados con la naturaleza. No hay contradicción, por supuesto, pues la naturaleza es, a diferencia de los seres humanos, generosa; no son estos los estériles campos de Jalisco descritos por las famélicas voces que hablan en las obras de Juan Rulfo. Así, en Benzulul los trabajos de la tierra se vuelven la norma de vida, la fuente del sustento y el sentido de identidad. De un personaje se nos dice que «no olvidó nunca el buen sudor, oloroso a abono, que corre por la espalda con el esfuerzo de la tierra». Hasta el ejemplo más vagabundo del reparto, un hombre llamado Patrocino Tipá, llega a un punto en que siente el anhelo de hacerse de una milpa y tener familia. Este empeño campirano conforma una dicción, una sintaxis y una visión del mundo dictada por el vínculo umbilical con la tierra. Las descripciones del medio natural se encuentran aquí y allá, a menudo con una mirada que le descubre a lo inanimado y a lo no humano una voluntad, un poder de la conciencia. «A esa hora ya las moscas están buscando acomodo. Ya no molestan con su manía de pararse en la cara de la gente.» En otra parte se habla de «uno de esos matorrales que se han cambiado a la orilla del río porque ya conocen la época de secas». No es raro por eso que incluso el machismo acuda a la imaginería animal para sus enunciaciones. De la juventud y el deseo sexual de una joven se dice, traduciendo con el expediente del discurso indirecto libre la perspectiva de un varón de edad mayor: «Era una molestia que la Eugenia se hubiera ido así nada más, sin avisar, como si fuera una gallina que ya le anda por hallar al gallo. Era cosa muy de ver que la Eugenia quería hombre. Su natural se lo exigía. Ya estaba reventándose». Otro de los rasgos que afianzan el temple reciamente rural del libro es la expresión de una oralidad que no solo se manifiesta en el verismo localista del léxico sino en las estructuras mismas de la narración. Destacan los usos provenientes del cuento tradicional, como la prolepsis en resumen, la construcción anafórica y la repetición enfática. Sin embargo, no es esta una ficción tradicionalista ni costumbrista; la conciencia irremisiblemente moderna de Zepeda lo lleva a concentrarse en la dislocación interior de la conciencia, debido a los conflictos entre la conducta y la moral, y, por otro lado, a dar a su estilo un pulimento expresivo con la ambición de hacer de sus historias un puente entre el pasado oral del terruño y la naturaleza occidental, letrada, y por eso de aspiración perdurable, del fenómeno que llamamos «escritura literaria». El primer párrafo de «Patrocinio Tipá», salido de la voz del protagonista, encierra de forma paradigmática los caudales de la oralidad discernibles en Benzulul: «—Todo iba muy bien. Todo caminaba. La risa igual que la sangre caminaba. Pero aluego fue cuando nos cayó la sal. Todo se empezó a descomponer. Yo ya lo tenía completo mi deseo: había tierra, había agua, había dos hijos; los dientes de las mazorcas estaban ya como avisando. Pero todo se echó a perder. Vino el mal y hubo que salir corriendo». El cuento erige su diégesis alternando las voces de un narrador omnisciente, dedicado a desplegar, a veces con distancia, la cadena de los sucesos, y la del protagonista, que —como se ve en las líneas citadas— les otorga un espesor emotivo. Así, por ejemplo, cuando la viruela ataca a la familia de Tipá, matando primero a la suegra y después al hijo, el narrador consigna: «El Floreanito se murió a la semana», y de inmediato Patrocinio


26 abunda: «—Yo, palabra, lloré sobre mi hijito. Ni vergüenza me da contarlo». Este último ejemplo da la pauta para el examen del rasgo que considero más revelador de Benzulul. Habría primero que hacer la advertencia de que se trata de un libro protagonizado apabullantemente por varones (como lo revelan de entrada los títulos de varios de los cuentos: «Benzulul», «El Caguamo», «El mudo», «Patrocinio Tipá») y, como consecuencia, en más de un caso sufrido por las mujeres. También, no está de más reiterar que la voluntad viril usualmente se inserta en las potestades de la violencia, la ira y la venganza. Paralelamente a esas realidades, el primer libro de Zepeda no se guarda la representación de otra forma del ser masculino, una señalada por los moldes de la vulnerabilidad. Como acepta Patrocinio al recordar la muerte de su hijo («Ni vergüenza me da contarlo»), hay varios casos de hombres que renuncian parcialmente al código machista que exige una espartana asepsia de las emociones. Un personaje acepta mostrarse cobarde, invadido paralizantemente por el miedo; me refiero al tembloroso adolescente, un novicio revolucionario, que huye de la batalla en «La Cañada del Principio», desoyendo las exigencias de arrojo que le ha promovido un compañero de armas ya muy experimentado en la emboscada y el pillaje. Hay, de igual modo, quien ve menoscabados su hombría y su sentido de la valía personal al compararse con el déspota del pueblo; es el caso de Juan Rodríguez Benzulul, protagonista del primer relato, quien se aleja temeroso al escuchar los ruidos que salen de un camposanto y se rehúsa a tener descendencia para no transmitir la nulidad que experimenta cada día. Hay, también, quien se deja fluir en el arroyo del arrepentimiento y del duelo; así ocurre con el entristecido narrador de «No se asombre, sargento», que a la par de que atiende al padre agonizante a lo largo de varios días, busca los momentos en que pueda esconderse para soltar el llanto; en su recuento el hombre deja constancia de la aflicción que significa buscar la serenidad en medio del dolor más punzante. Conviene advertir que esta forma emocional de lo masculino se sabe reprobada ante los ojos del viejo estatuto de la virilidad que encarnan los padres y los ancestros; a pesar de eso, esta sensibilidad se revela como una ampliación y no como una negación de los rangos propios, esperables, de la hombría. Benzulul, así, ofrece las visiones de esta virilidad sensible como la contracara de la fuerza machista y agresiva. El caso más emblemático es, precisamente, el del personaje con cuya historia empecé este ensayo: El Caguamo. Orillado por las circunstancias adversas y por un temperamento irascible que no aprende a domeñar, asesina a tres hombres y a su mujer. Hay en él un ser interior que se divide entre el remordimiento y la negación: su vida, piensa, podría haber sido otra, una buena y honrada, y el castigo de las leyes no contempla esas derivaciones alternas que el destino negó. Ha provocado daño, y al mismo tiempo sufre de un ímpetu de contrición que lo lleva a castigarse mediante el aislamiento. La raíz de esta contradicción entre dos tenores encendidamente opuestos (lastimar y sufrir) se encuentra en el horizonte ético que varias de las narraciones exponen. Aunque Benzulul hace ver un Chiapas alejado del orbe citadino y su amasijo de leyes y convenciones civilizatorias, no significa que carezca de sus nociones de la moral: aquí rige un dictado ancestral de lo correcto y lo incorrecto, de lo humano y lo inhumano. La ruptura de estos cánones provoca en los asesinos un quiebre interior, pues el respeto de la otredad se halla vivamente establecido en la visión del mundo en que ha sido educado por su comunidad.

Este quiebre es lo que provoca en El Caguamo «ese susto que da el andar matando». El cuento «Quien dice verdad» hace explícita la moral de Benzulul. Su primer párrafo es este: «—Quien dice verdá tiene la boca fresca como si masticara hojitas de hierbabuena, y tiene los dientes limpios, blancos, porque no hay lodo en su corazón —decía el viejo tata Juan». Luego se narra la historia de Sebastián Pérez Tul, un indio que ha matado a un ladino, comerciante criollo de Ciudad Real, en venganza —este había violado a su hija—, y en paralelo a su devenir se van consignando los apotegmas del tata Juan, depositario de la ley antigua: «—Aquel que hiere debe ser herido, y aquel que cura debe ser curado, y el que es matador debe ser matado, y el que perdona debe ser olvidado en sus faltas. Pero aquel que hace daño y huye, no tiene amor en su espalda, y hay espinas en sus párpados y el suelo le causa dolor y ya no puede volver a cantar…» Ese dictado retribucionista tiene un nombre: es la ley del talión, otra pervivencia del pasado en el mundo-puente de Benzulul. Por el conocimiento que tiene de estas sentencias, Sebastián se niega a huir de su pueblo. Él —a diferencia de El Caguamo, que se resiste, mata a dos policías y escapa— no solo permanece en espera de ser detenido, sino que desoye las advertencias de sus vecinos y amigos, quienes le hacen recordar la catadura racista del aparato legal urbano. Lo contradictorio es que, apenas llegando, los policías deciden asesinar a Sebastián; al ser indio, no lo consideran digno de ser entregado a los jueces en la ciudad. Es decir, la ley del talión le es aplicada a Sebastián no por su comunidad sino por los representantes de la civilización. El dictamen sobre las relaciones entre el pasado rural y el presente urbano, entre la ley antigua y la ley moderna, es pesimista por entero: ¿cómo no habrán de preferir los personajes de Benzulul perseverar en su vida aislada? Pero fue Eraclio Zepeda quien en cambio sí salió del campo chiapaneco; luego de Benzulul su cuentística se volvió viajera. En 1975 publicó su segunda recopilación de ficción breve: Asalto nocturno, con relatos, algunos de ellos signados por un juguetón humor satírico, que lo mismo van a la costa que a la ciudad de México, China, Cuba… Y aunque en sus últimos años el autor dedicó una tetralogía novelística a la historia de su tierra, lo cierto es que no volvió a forjar con el elocuente poderío de su joven madurez literaria las complejas estampas de varones divididos entre la violencia y la contrición, entre el atavismo y la sensibilidad. Vehemente clásico de las letras mexicanas, Benzulul se demostró una experiencia irrepetible.

Geney Beltrán Félix. Editor, traductor, ensayista, crítico literario y novelista. Es jefe de redacción de la Revista de la Universidad de México. Colabora en Letras Libres y Tierra Adentro, y los suplementos «Laberinto» del periódico Milenio Diario y «Confabulario» del periódico El Universal (México), entre otras publicaciones. Autor del libro de cuentos Habla de lo que sabes y de la novela Cualquier cadáver.


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Caravana de sombras

R i c a rd o E c h áva rri Confieso que casi nunca leo los recientes libros de poemas premiados en los certámenes nacionales, pero este que me ocupa obtuvo una mención honorífica, y esa es una buena señal, porque estos son los poemarios originales, con médula (los premiados casi siempre son medallas que se arrebatan una mafia u otra a su favor). Soy lector solitario de poesía y, desde las primeras líneas de Caravana de sombras, que recrea la huida de Arthur Rimbaud a Abisinia, en un aparente abandono de la poesía, vi que Rubén Rivera (Guasave, Sinaloa, 1962) había escrito una estupenda réplica de ese poético viaje más interior que geográfico. La obra de los verdaderos poetas pervive. Así, a siglo y cuarto de escrita, la poesía de Arthur Rimbaud sigue sonando viva y moderna a su legión de lectores. Verdadero enfant terrible, escribió sus Iluminaciones cuando apenas frisaba los dieciocho años. Vivió un viaje pasional con Paul Verlaine (los días que la rara pareja pasó en Londres los cuenta Luis Cernuda en Births in the night, un hermoso poema). En una carta dirigida a Georges Izambard (y en otra a Paul Demeny), Rimbaud traza el programa del poeta moderno: este debe convertirse en «alquimista del verbo» y, sobre todo, en «vidente»: «El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos», dice anunciando la irrupción de lo profundamente oscuro y onírico que, con el tiempo, pregonarán los surrealistas. Lo que recrea Caravana de sombras (alusión platónica de la otra «vida ideal» de Rimbaud) son los trabajos y los días del «poeta maldito», después de que había asistido a la Comuna de París y cambiado la poesía de su tiempo. Después de haber lanzado la consigna de «cambiar la vida» y, como adolescente desdeñoso, abandonar a las musas. Viaja a África y «se dice» que «nunca más» vuelve a escribir poemas, aunque su vida se convierte en una abierta lucha del ángel con la poesía. Caravana... con una prosa poética cuidada, nos revive la vida del otro Rimbaud, la de Karani, «el malvado», en Harar y Adén («Adén es una roca monstruosa»). Cruzando en caravana las inmensas tierras desérticas de África vemos que trafica mercancías («llevo marfil, pieles, café, oro, incienso y algalia»). También armas para el rey Menelik (la leyenda negra dice que traficó esclavos, pero nadie ha podido probar eso). Es cierto, Rimbaud en África es un hombre de su tiempo, un comerciante en pequeño que forma una caravana en plena época colonial, cuando los países europeos coloreaban para sí sus posesiones en África. Vendió armas y estas no son neutrales, y menos en manos del descendiente bíblico Menelik, pero rechazó pertenecer a esa raza descendida y canalla de los traficantes de esclavos: «Mas nuestros negocios son del todo independientes de los tráficos oscuros de los Beduinos». Rimbaud no abandonó la poesía de forma definitiva, como se cree, es el alegato cifrado de Caravana... solo la hizo vida misma, o «vividura» para ser más precisos. Se dice que las suras del Corán — la lectura dilecta de Rimbaud allá— toman su ritmo sincopado del sonido de los pasos del camello por el desierto, y ese ritmo perdura hasta la actualidad en la poesía árabe (G. Tibón). Por eso, es exacto

ese pasaje donde Rivera dice: «La caravana será un poema largo llevado por el viento». Su vida en África tiene otros pasajes: vivía con una nativa, Asha («alta, hermosa… su cintura es tan estrecha como el humo de una fogata»), tenía un harem, bebía tedj, abrazó la fe islámica, escribía ensayos geográficos, todo eso es verosímil. Otra virtud del libro es su variedad textual, su tejido en heterogeneidad verbal y su polifonía: escribe en prosa poética y, en contrapunto, incluye textos de los biógrafos de Rimbaud —P. Berrichon—, trozos del Viaje a Abisinia y en Harrar y versículos del propio Rimbaud y, al final, remata con versos escalonados de rítmica frescura: Y todo ese viaje se abrasa de la nada en una huella que arde en el camino

Por último, no deja de ser grato advertir la vigencia de la poesía de Arthur Rimbaud entre los poetas mexicanos y, sobre todo, en los poetas contemporáneos (en Culiacán, donde vive el autor, también vive Víctor Luna, un conocedor, como ninguno en nuestro país, de la vida de Rimbaud; no me extrañaría que Luna le haya sugerido a Rubén Rivera el esquema general del poema… ya me confirmarán un día esta complicidad). Aún no se ha hecho el recuento de la recepción de la poesía videncial, alucinada y adelantada del poeta francés en México (como sí ha sido exhaustivo indagar la influencia de Baudelaire en los poetas mexicanos, desde José Juan Tablada, pasando por López Velarde, hasta Xavier Villaurrutia). Pero sí diré que junto a la lectura de la primera traducción en español de Una temporada en el infierno, obra de José Ferrel (Taller, 1939), la traducción de Tres poetas iluminados, de André Rousseaux, por Gutierre Tibón (Costa Amic, 1946), la de Marco Antonio Campos a Mi hermano Arthur, de Isabelle Rimbaud (Confabulario, 2004)... Caravana de sombras es desde ahora lectura obligada para la devota legión lectora del gran iluminado y gran maldito, o «el primer poeta de una civilización aún por nacer», como lo nombró René Char.

Ricardo Echávarri. Poeta y ensayista. Doctor en Literatura por El Colegio de México. Ha sido instructor de Lenguas Romances en la Universidad de Harvard y enseñado literatura en universidades de Puebla, Torreón, Campeche y Culiacán. Autor de los poemarios Novísimas instrucciones para los ángeles (Maldoror, Nueva York, 2005) y Cuaderno de Durango (iced, México, 2007). Sus ensayos se han publicado en revistas como nrfh, Confabulario, Dosfilos, Corre Conejo, Actual, Alforja, Amauta. Su Antología: México en la poesía surrealista (Pleno Margen, 2015), compilada durante su actual estancia postdoctoral en la uam-i, está próxima a aparecer.


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La estrategia de aproximación indirecta o Caminos que se bifurcan Claudia Bañuelos «EN L A PÁGINA 22 DE L A HISTORIA DE L A GUERR A EUROPE A , DE LIDDELL HART, SE LEE QUE UNA OFENSIVA DE TRECE DIVISIONES BRI TÁNIC A S (APOYADA S POR MIL CUATROCIENTA S PIEZA S DE ARTILLERÍA) CONTR A L A LÍNE A SERRE MONTAUBAN HABÍA SIDO PL ANE ADA PAR A EL VEINTICUATRO DE JULIO DE 1916 Y DEBIÓ POSTERGAR SE HA STA L A MAÑANA DEL DÍA VEINTINUEVE . L A S LLUVIA S TORRENCIALES (ANOTA EL C API TÁN LIDDELL HART) PROVOC ARON ESA DEMOR A —NADA SIGNIFIC ATIVA , POR CIERTO—. L A SIGUIENTE DECL AR ACIÓN, DICTADA , RELEÍDA Y FIRMADA POR EL DOCTOR YU T SUN, ANT IGUO C ATEDR ÁTICO DE INGLÉS EN L A HOCHSCHULE DE TSINGTAO, ARROJA UNA INSOSPECHADA LUZ SOBRE EL C A SO. FALTAN L A S DOS PÁGINA S INICIALES».

Así inicia «El jardín de senderos que se bifurcan», del eterno Jorge Luis Borges. Una historia que roza los lindes de la inmortalidad, los misterios del tiempo: ¿Somos todos yo, en el ahora? «Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y solo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí...» ¿Cómo consigue Borges la inmortalidad? Es apasionante tratar de reflexionar sobre el genio de Borges, genio que habrá de asombrar a todas las generaciones futuras mientras haya vida humana en la tierra. Desde el inicio de este relato, la manera de abordar la historia es la primera muestra de su agudeza, se toma el relato como una «declaración» del doctor Yu Tsun, un espía chino-alemán en medio de la guerra sobre el caso Albert, el nuevo parque de artillería británico. En realidad, tratar de responder esta pregunta sería un asunto de extrema complejidad, pero a simple vista, cualquiera que se haya acercado aunque sea brevemente a la obra de este extraordinario autor recordará el título de uno de los relatos de su libro Ficciones. «El jardín de senderos que se bifurcan», un título que por alguna extraña razón resulta inolvidable. En realidad no es mi intensión disertar sobre Jorge Luis Borges; me llenaría de ansiedad si tuviera que hablar de él. Para mí Borges es uno de esos genios inabarcables, su obra es como una de esas estructuras que tanto amó, laberíntica, inagotable. Además de Borges ya se ha escrito muchísimo, no sé si suficiente; aunque podría apelar en todo caso a su misma teoría de los precursores. Finalmente, como en este enigmático laberinto, el tiempo sigue su irrevocable curso y pudiera ser que otros genios reescriban la historia de Yu Tsun. Podría ser que nuevos genios arrojaran luces insospechadas sobre mi antepasado o sobre la Batalla del Somme o sobre los sinólogos franceses de la Primera Guerra Mundial. A lo que quiero referirme por ahora es al volumen de cuentos Caminos que se bifurcan, editado por el Instituto Sinaloense de Cultura en su colección La biblioteca de Babel que inevitablemente me remitió a esta historia de Borges. ¿Habrá tenido en mente la editora de este volumen, el título de Borges y si es así, habrá encontrado alguna relación entre estos relatos y el testimonio de Yu Tsun? Lo único que se me ocurre pensar es en ese laberinto y en ese libro. Un laberinto del tiempo donde confluyen diversos escritores de diversos estados, con diversas trayectorias literarias y diversos temas. Dieciocho escritores, dieciocho relatos, dieciocho cosmografías unidos en una propuesta literaria: un panorama alternativo a la tradicional


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literatura del «norte», que hasta el día de hoy, ha trabajado duro en la mercadotecnia y en la configuración de su marca. Se escribe sobre muchas más cosas en el «norte». Se escribe sobre el amor, la familia, el cuerpo, se escribe de sueños y fantasías, de odios y del mar. Se escribe literatura fantástica, realista y también se escribe metaficción. Se escribe sobre lugares lejanos y sobre lugares imaginarios; se escribe desde bares, barcos, departamentos e incluso desde un teatro abandonado. Se escribe desde la música y el cine de Hollywood. En estos relatos encontramos poderosas historias que retratan la vida en pareja, la amargura del matrimonio, la mutilación de los cuerpos, las fantasías y la imaginación de hombres y mujeres en lugares remotos. En «Una casa con jardín», de Mariel Iribe, un hombre decide renunciar al jardín de su casa para complacer a la esposa; pero no solo renuncia al jardín, renuncia a su libertad, renuncia a su integridad, no sabemos si por debilidad o por la mejor fachada del mundo: en nombre del amor. ¿Exige tanto el amor? ¿Exige contraer problemas económicos a fin de cumplir los deseos de su pareja? ¿Exige renunciar a sus propias satisfacciones? ¿Cuál es el precio y cuál la ganancia de ese amor? ¿O es necesario un amor disimulado, como el de la historia de «Cactus» de Liliana V. Blum? Un amor nervioso, inseguro e incierto. ¿Es la vida en pareja la máxima prueba del amor? ¿Suman uno la pareja? ¿O es el matrimonio el camino desengaño sobre la infalibilidad de las matemáticas? O el amor de «Sara antes del fuego» de Geney Beltrán. Se dice que el mayor vínculo de amor en una pareja son los hijos. Los hijos que corresponde a ambos educar y formar. El vínculo que mantiene unida a la familia y que deberá fortalecer la relación entre madre y padre. En este cuento, Sara y Alberto tienen tres hijos varones, uno de ellos adolescente. Alberto toma la iniciativa de acompañar a su hijo en su educación «sentimental». Solo que en esa educación la «pazguatita» de su esposa viene a ser como un obstáculo, una piedra en el camino, un recordatorio de lo retorcida de esta educación que viene a terminar en la agresión de Alberto a Sara: «Empezaba ya a sacarle el cinturón, cuando sintió en la mejilla derecha un puñetazo. —¡Pendeja!... Con Sara en el suelo y gimoteando, el hombre se puso de pie y le dio una patada. Apenas se hubo quitado el cinturón le lanzó un rayazo a su esposa». O uno de mis favoritos, «Matices» de Gerardo H. Jacobo, dice tanto de la evolución de las relaciones sexuales. En solo una generación, se acabó con la leyenda que nuestras madres nos inculcaron sobre el sexo. La historia cambió. Atrás quedó el cuento de la virginidad, el tesoro imponderable de las mujeres: la vagina como único valor. Así como el título de Borges, hay una frase que tengo grabada de un cuento de Rodrigo Fresán (Historia Argentina, 1993) que simboliza muchas cosas en mi historia literaria y en mi vida personal —Rodrigo Fresán jamás se enterará, pero algo me toca, porque su libro lo dedicó a una Claudia—: «Y el aprendiz de brujo experimentó por primera vez el regocijo intimidante de saberse Maestro Hechicero». Cualquier mujer que lea este cuento sentirá ese regocijo intimidante de saberse maestra hechicera. Pero como no creo tener espacio aquí para comentar los dieciocho relatos que conforman Caminos que se bifurcan. Tengo además mis preferencias y esto tiene que ver más con la experiencia lectora personal que con la calidad de los relatos. Por ejemplo, me declaro incapacitada para apreciar la literatura fantástica, no leí El hobbit de niña ni El Señor de los Anillos, ni he leído a Amparo Dávila ni a Mario González Suárez, ni muchas otras lecturas que

deberían el día de hoy abrir un camino a la literatura fantástica contemporánea. Y les digo, se escribe literatura fantástica en el norte. Desde unas hermanas que comen carne humana, según mi estimada amiga Aleyda Rojo. En «Las hijas del carnicero» el personaje se entrega a un diferente tipo de regocijo: «pensé en las advertencias de la tía y nada me detuvo cuando me sonrieron al reconocerme: era hora de llevarme al banquete». O en la pierna protésica que cobra vida en el cuento «Virginia», de Claudia Reina. Dos hermanas huérfanas se encuentran de un día para otro con que una de ellas, Marta, ha perdido una pierna. Desde entonces, su vida se transforma. La casa adquiere una atmósfera que me recuerda a otro grande de la literatura latinoamericana, Julio Cortázar en «Casa tomada». La pierna toma la casa, literal. Algo sucede con ella, algo sucede con Marta, algo sucede con la hermana que no puede desprenderse de esa pierna, que al contrario del cuento de Cortázar no es algo invisible que los acecha, sino algo tangible, algo físico pero a lo que se le ha atribuido un poder inexplicable. Y si llegamos casi al final del libro, encontraremos la respuesta a su título. Ernestina Yépiz, en su cuento «La escribiente», nos pone a una mujer escritora que cohabita con su propio fantasma. Pero no es un fantasma cualquiera, un doble o una sombra. Es un espectro que escribe, que lee y que además se convierte en la protagonista de todas sus historias; que invade vida, sueño, mente. Entre esas lecturas se asoma «El Aleph», «Las ruinas circulares», «Funes el memorioso», el cual roba la memoria a la fantasma y esta a su vez, invade por completo la vida de la escribiente. Dice Mario Bellatin que la escritura no acaba ni termina en el papel: —¿Vivir es un acto trágico o una forma de hacer arte? La escritura no acaba ni termina en el papel. Es la punta del iceberg. Valoro a la gente que considera su vida como obra de arte, demostrando una entrega total. Los autores que más nos interesan son aquellos que han confundido su escritura con su vida, aquellos que no saben dónde empieza la una o la otra. Pero pensar que cada acto de tu vida es una obra de arte es un disparate. (Entrevista a Mario Bellatin por José Carlos Picón, El Comercio, 7 de octubre de 2015.)

Así, para muchos escritores, entre los que intuyo se encuentra Ernestina Yépiz, la escritura es la vida misma. No hay diferencia. La escritura es esa lucha contra la muerte, es el parto, es la creación de algo vivo, que multiplique al hombre a la eternidad: «Nada debe ser peor que la muerte y la mejor forma de ahuyentarla es no dejar de escribir, pase lo que pase, mientras unos dedos golpean el teclado de una computadora, la muerte no se acercará porque el ruido de las teclas han de martillarle los oídos. Por eso tolero verla y ser cómplice de lo que ella escribe». Pero como sería un disparate pensar que todos los actos de la vida son una obra de arte, los escribientes se han concentrado en la escritura, en esas ruinas circulares, como lo demuestra también el relato ensayo que cierra el volúmen «Madame Jazmine, o noticia de la decapitación», de Eduardo Ruiz.

Claudia Bañuelos. Coordinadora de clubes de lectura e integrante del comité organizador de la Feria del Libro de Los Mochis. Actualmente es la directora del Instituto de Cultura del Municipio de Ahome.


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Luis Cernuda: la soledad del verso

Aleyda Rojo

En un diciembre de 1948, durante un «arrebato lírico», Luis Cernuda escribe seis poemas en una quincena: «Ser de Sansueña», «Silla del rey», «La partida», «Estatua inacabada», «Para estar contigo» y «Las islas». Según su biógrafo Antonio Rivero Taravillo, ese tipo de sacudimientos solían ser comunes en el sevillano, quien por entonces contaba cuarenta y seis años y continuaba su vida en el exilio. El periplo obligado por la Guerra Civil Española, había iniciado en Inglaterra para continuar en París, de nueva cuenta Reino Unido, más tarde Estados Unidos y, finalmente, en México, donde moriría en 1963. Los contemporáneos de Cernuda, lo tuvieron por un ser desolado, pesimista, de una amargura concentrada y a quien no interesaba caer bien o congraciarse con nadie. Isabel García Lorca, citada por Rivero Taravillo en Luis Cernuda, años de exilio (19381963), afirmó: «Nunca he visto a nadie que se sintiera peor en aquella escuela de Nueva Inglaterra que el pobre Luis Cernuda. ¡Qué capacidad tenía para el desprecio!» Por su parte, Guillermo Cabrera Infante, señaló: «Conocí, por ejemplo, al más triste de todos los poetas españoles exiliados, Luis Cernuda, y me pareció un hombre calmo pero desesperado: una especie de suicida que no se pegaba un tiro por temor a herir a sus amigos.» La mejor descripción del fenotipo de Cernuda, lo toma Rivero Taravillo de José Rodríguez Feo: «Un señor de porte distinguido, más bien delgado, de baja estatura, cabello ligeramente encanecido y un pequeño bigote. Su rostro parecía esculpido por algún antepasado fenicio.» Y es José Emilio Pacheco quien se aproxima de una manera más precisa a la personalidad convulsionada del autor de «Desolación de la quimera»: «Una de las formas de grandeza del escri-

Nikola Tesla: La invención mortal

A g u s t i n a V. T o r r e s

Recientemente salió la segunda edición de esta novela, publicada por Andraval Ediciones, en cuya portada aparece en primer plano la imagen de Nikola Tesla con una mirada intensa y al fondo una torre de transmisiones coronada con una serie de rayos; quizá lo más representativo del personaje. En esta obra se muestra una mezcla entre ciencia ficción, historia y espionaje. César Ibarra, a partir de una realidad que pudiéramos encontrar expresada en la red o en libros, teje una historia en torno a los sueños de Tesla, quien emigra a Estados Unidos con el propósito de relacionarse con Thomas Alva Edison, hombre que goza de gran prestigio como inventor, al que admira y de quien espera adquirir experiencia y conocimientos. Se nos revelan pasiones, debilidades, frustraciones y obsesiones de cada uno, de tal manera que estamos frente a ellos, asistiendo a un fragmento de su vida, obviamente se debe a la habilidad artística del escritor, quien nos abre la puerta de la imaginación a través de su recreación literaria. Se trata en este texto al que hago referencia, de descubrimientos e inventos, entre ellos el sistema de corriente eléctrica, el ca-

tor es quedar mal con todos, hacer las cosas para que no le gusten a nadie. De este modo, Cernuda vivió en una arisca soledad, cercada de rencor por todas partes: legítima defensa de un ser vulnerable en extremo, de una caída en el infierno que acepta el mal y, al expresarlo, lo conjura.» Cernuda fue consciente del rechazo que su persona despertaba y en los versos de «A un poeta futuro», parece responder a sus detractores: Ahora, cuando me catalogan ya los hombres bajo sus clasificaciones y sus fechas, disgusto a unos por frío y a los otros por raro, y en mi temblor humano hallan reminiscencias muertas. Nunca han de comprender que si mi lengua al mundo cantó un día, fue amor quien la inspiraba.

Y si huía de los hombres era para encontrarlos en la soledad del verso. Su eterna desolación era productiva, nunca publicaba poemas sueltos o mal escritos, prefería reunirlos en libros; su principal preocupación fue sacar a la luz la totalidad de sus obras, de tal manera que a su muerte no quedó un solo poema inédito. Sus versos reunidos en el volumen La realidad y el deseo, contiene cantos a la vida, a la nostalgia y al sol, porque fue ante todo un poeta del mediodía y en cada exhalación suya resurge el sur de España, como es el caso de la «Las islas», escrita durante el mencionado invierno del cuarenta y ocho, durante su paso por Estados Unidos. «Las islas» es una composición teñida de nostalgia, pero también de una sensualidad presentida, donde las horas, el tiempo, son determinantes para hacernos caer en el influjo de ese hombre que se llamó Luis Cernuda. Cuando el recuerdo así vuelve sobre sus huellas (¿No es el recuerdo la impotencia del deseo?), Es que a él como a mí la vejez vence; Y acaso ya no tengo lo único que tuve: Deseo, a quien rendida la ocasión le sigue.

ñón de partículas, el generador de ondas T, el rayo generador de energía alterna, el sistema inalámbrico de comunicación masiva, la radio, transmisor de potencia, el radar, radiación electromagnética, entre muchos otros, y sobre todo, del poder que dan a quienes hacen mal uso de ellos. La novela es breve, está estructurada en dieciocho capítulos que se alternan, donde cuenta, por un lado, la historia del físico, y por el otro, las desventuras de tres jóvenes ingenieros mexicanos, maestros de la unam, presos del vendaval entre Rusia y Estados Unidos. En esta parte se ve una novela de espionaje. Los jóvenes ubican satélites americanos provistos del rayo T o rayo mortal, cuya finalidad es provocar terremotos a una lista de países a quienes bautizan como «Eje del Mal». Al descubrir un satélite asechando a Irán, quieren evitar el daño, pero al alertar sobre ello, los descubren, y la cia los persigue para eliminarlos. Vronski, el amigo ruso, tiene acceso a los satélites que espían a los satélites estadounidenses y es él quien los tiene al tanto de todos los movimientos de las personas que andan tras ellos. Es una historia que se lee fácilmente, pues se maneja un lenguaje sencillo, además presenta elementos que perturban al lector desde el principio manteniéndolo ahí, atento al desarrollo de las historias, a las peripecias de los personajes que se ubican en diferentes épocas y distintos lugares y seguramente inquietos por saber mucho más de los aportes de este físico e inventor croata.


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La mirada

Noel Martínez Rubio Ningún abismo es más profundo que los ojos que nos miran. De alguna forma, sabemos que detrás de los ojos de alguien hay algo que vive. No sabemos qué, no sabemos cómo, pero sabemos que hay algo, algo que se reconoce en la mirada Dos personas que se miran se descubren, a veces evitando mirar demasiado porque mirar también es mostrarse. En las grandes ciudades nadie se mira, quizás, porque son muchos. En los pueblos la mirada del local penetra al forastero hasta dentro, como descifrándole. Dos personas que se gustan, descubren que se gustan en el roce de la mirada. Un ladrón que en la calle viene a robarte, primero te mira a los ojos y si descubre en ti una presa, un miedo que le dé entrada, entrará y te robará; si no, se marchará. Dos que se van a pelear, primero se miran a los ojos y en el instante que dura la mirada, ahí se decide la pelea, en espíritu; después pelean solo para representar esa batalla que ya se ha decidido. Si supiéramos mirar, nada en el otro nos permanecería oculto, pero también nada en nosotros permanecería oculto. Cuando la mirada se abre para ver, también se abre para mostrar. Quien mira en la calma, puede mostrarse ante el otro como un espejo. Aunque el otro, en sí, siempre será por completo un misterio. Unos ojos se asoman a una ventana y miran el mundo; aquello que mira, es más grande que lo mirado. Solamente cuando vemos a alguien a los ojos, la mirada se abisma como si miráramos dentro de nosotros mismos.

Carcajada

Daisy Higuera

En espera

Blanca Lilia Montoya Veinte minutos con el sol del mediodía le parecieron eternos, el camión anterior la dejó con la mano en el aire, pero al fin otro ya se detenía. Pagó el boleto con cincuenta pesos. No tengo cambio, se lo daré al bajar, siéntese, dijo el conductor. Con el arrancón poco faltó para rodar por el piso antes de sentarse. En el asiento delantero el amigo del chofer le cuchicheó burlón: La doñita emperifollada que acaba de subir viene asustada, dale más duro a la máquina para divertirnos un poco. El chofer asintió sonriente, metió el acelerador, la máquina rugió. La estridente música llenaba el espacio. A esa hora el transporte público llevaba estudiantes de regreso de clases, algunos tarareaban la música, otros hablaban por teléfono a gritos, solo la mujer agrandaba los ojos mirando enojada al conductor y a su amigo, quienes a hurtadillas se reían de ella. Esta señora no se vuelve a subir a un urbano, cuando diste vuelta casi se sale del asiento. Pero eso sí, la bolsota de piel no la suelta, No, pues cómo, ha de traer varios billetes, se le nota lo fino. No ha de ser tanta su delicadeza; anda en camión. Iba a continuar hablando de su pasajera cuando esta hizo la parada. El joven detuvo la unidad, intentaba disimular para ver si la mujer olvidaba el cambio pero la vio parada tras de sí hurgando en la bolsa, y la escuchó decir: esto es un asalto jovencito; mi viaje apenas inicia.

¿Quién es ese loco? Ríe sin reparo en medio de la sala. Sí, la sala, reía tan fuerte que el maestro se detuvo. No podía creer que echado hacia atrás, con ojos desorbitados y manos engarrotadas; el loco moría lentamente. Sucumbió con la locura de siempre, con las manías de siempre, con la sonrisa de nunca.

Aleyda Rojo. Narradora. Premio de narrativa Enrique Peña Gutiérrez, 2014. Su libro más reciente es Caballero dinosaurio. Agustina V. Torres.Licenciada en Literatura Hispánica. Narradora. Autora de La musa y sus caprichos. Noel Martínez Rubio. Licenciado en Filosofía. Narrador y poeta. Autor de Miedo a los humanos. Daisy Higuera. Integrante del taller La Frontera Indómita, que coordina en Mazatlán el poeta Fernando Alarriba.


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Miguel Ángel Valencia: actor y fotógrafo Rubén Rivera

¿Para ti qué es el arte de la fotografía? El arte de la fotografía, como cualquier otra expresión artística, tiene que ver con el artista, con el compromiso que se tiene frente a su obra y la sociedad, con su preparación, sus conocimientos, con su concepción del mundo y su propuesta estética. No todo fotógrafo es artista, así como no todo pintor lo es, no toda imagen fotográfica es arte, no cualquier pintura lo será. El concepto de arte tiene que ver con la fuerza y la calidad que le imprima el artista a la obra que se trate, que impacte de manera significativa en el espectador, y que la obra le cambie la vida aunque sea por un instante. No me acuerdo quién dijo esto, pero es muy bello: «La fotografía artística más allá de su belleza nos hace cuestionarnos y plantearnos una serie de preguntas. Si no lo consigue solo será una hermosa imagen más, que será relegada a ser únicamente observada y olvidada.»

que se dedicó de tiempo completo a la pintura, incluso con su enfermedad desarrolló su creación. El artista holandés es uno los pintores más conocidos y alabados de la historia del arte. Curiosamente, nunca llegó a vender un solo cuadro en vida, porque la sociedad de su época no le tenía en alta estima. Vincent Van Gogh sufría un trastorno bipolar que iba acompañado por alucinaciones, visiones y una epilepsia psicomotora. Campo de trigo con cuervos es el cuadro que mejor refleja la particular personalidad de Van Gogh, quien murió en el año 1890 debido a una herida de bala que él mismo se hizo.

¿Asocias tu estado de ánimo a ciertas imágenes que hayas visto o hayas captado? Creo que sí. He de parecer muy ingenuo o infantil al decirte que si estoy triste o me siento mal, mis impulsos me jalan a la calle, al campo o a algún bar de mala muerte y busco ahí la imagen que me alivie, que me ponga bien. Cuando estoy bien, me olvido de la cámara y de toda imagen. Me gustan más mis estados depresivos para buscar la imagen que me alivie. Unas veces la encuentras, otras no.

¿Son importantes los premios como aliciente para el artista fotográfico? Sí, son importantes y hasta necesarios para estimular al artista, ya que vivimos en una economía de mercado y pues de algo tiene que vivir el artista. Hay ocasiones en que te decepcionan los criterios que toman e imponen los miembros del jurado para seleccionar o premiar una obra determinada en ciertos eventos, como son las Bienales en nuestro estado, y es cuando dices: no tiene caso participar en este evento, pues le van a dar el premio a fulano o a sutano. En fin, los concursos están amafiados, pero lo que importa es la obra que estás haciendo y que te haga feliz.

¿Qué técnicas usas en tu trabajo creativo? Uso los químicos industriales, los ácidos, aunque más de alguno diga que dañan y deterioran la imagen, pero ya tengo un proceso de lavado bien definido para mi trabajo creativo. Uso los ácidos, porque me dan texturas que no consigo con otros elementos. Me atrevo a deformar, a reconstruir una imagen. Me gusta el «esperpento» que usó el maestro Ramón María del Valle-Inclán en el teatro, eso yo lo hago en la foto. El scanner y el Internet son mis apoyos. ¿Qué es el «esperpento» en tu trabajo creativo? Es la deformación grotesca de la imagen, es como mirar sobre espejos cóncavos. El gran Goya fue el primero en utilizar esta forma de expresión del arte en sus cuadros, presentándonos personajes mutilados, despellejados en su dolor y llanto. Una forma artística de criticar el abuso de poder. El demiurgo español Valle Inclán es el padre del «esperpento», pero en el teatro. Asimismo, yo deformo lo que capto, trato de llegar al «esperpento», porque creo que somos eso, aunque a muchos no le agrade el concepto de esta expresión artística. ¿Consideras que la vida del artista es importante para su obra? Creo que entre más problemática sea la vida de un creador, más fuerza tendrá su obra, más auténtica será. Aunque hay excepciones. Pongo un ejemplo: la vida sufrida de Vincent van Gogh,

¿Crees que ya llegaste a una madurez en tu obra creativa? No, para nada, creo que nunca se alcanza la madurez en el arte, pues la obra siempre está en proceso. No hay fin. Creo que la madurez del artista llega cuando muere.

¿Cómo se te da el proceso creativo para realizar una fotografía? Hay que saber ver siempre. Si yo capto una imagen que creo es interesante, la veo todos los días, hasta que voy construyendo lo que pienso de esa imagen. La veo y la veo sin cansarme, hasta que por fin tomo la decisión de manipularla y volverla un «esperpento». ¿Qué fotógrafos crees que están trabajando una auténtica fotografía?, en términos artísticos, claro. Hay muchos artistas, y ahora más con la gran tecnología del Internet y de las grandes cámaras. Hay una gran generación de jóvenes concentrados principalmente en el centro del país, tal es el caso de Adela Goldbard, por citar a alguien. Aquí en Sinaloa están los casos de Andrea Miranda, que ya hace mucho que no expone, los hermanos Brito, tú mismo Rubén, Jesús García, entre otros. ¿Qué fotógrafos admiras en el mundo? Al gran fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, a James Key (qepd), los Álvarez Bravo, Juan Rulfo, Pedro Meyer, Francisco Mata y muchos más. ¿En qué momento del día te gusta tomar fotos? No tengo momentos precisos, puede ser de día o de tarde, pero


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Morado blues L U C Í A L E Y VA Ella dijo: busco un morado blues. Su cara, sus manos, su sangre su aliento. Quiero: tocar su voz, beber sus lágrimas, sentir su sal en mi lengua.

siempre busco la luz que me lleve a captar la imagen lo mejor posible. Que me dé textura, profundidad y matiz. ¿Qué tan importante es el color y la composición para ti? Creo que el color es la vitalidad de una buena fotografía, aunque muchos artistas visuales prefieran el blanco y negro. En lo personal, me gusta trabajar fotos con mucho color, ya que me permite jugar más en cuanto a la composición de la imagen captada. La composición tiene que ver con la manipulación que hago de la obra, con lo que quiero contar de la misma. ¿Qué premios has obtenido como artista visual? He sido premiado en cuatro ocasiones en las Bienales que organiza la Universidad Autónoma de Sinaloa, y otras tantas con mención honorífica. Obtuve el primer lugar en un evento que organizaban en Mazatlán del pequeño formato. Según tu punto de vista, ¿qué relación existe entre el arte fotográfico con el teatro? Creo que están muy ligados, ya que el artista plástico observa y captura; mientras que el artista teatral observa y ejecuta, imita al personaje observado, y lo lleva a la escena. Además la fotografía tiene mucho que ver en lo que se refiere al decorado y la escenografía. Por último, ¿crees que las instituciones están apoyando a los artistas plásticos como se debe hacer? Creo que eso depende de la relación que tengas con las autoridades de cultura, así es esto, según mi experiencia. Eso sí, hace mucha falta una planeación y una estrategia más clara de largo alcance del quehacer cultural en todas sus áreas. Hay que dejar a un lado las formas tradicionales de improvisar y darle el poder cultural al compadre o al amigo. Hay que exigir una mejor dignificación en la cultura, es decir, que los que dirijan tengan el perfil adecuado.

Rubén Rivera. Poeta y fotógrafo. Su libro más reciente es Caravana de sombras.

Sentir, sentir: la nervadura de su compás, el quebranto del slide Ella dijo: busco un morado blues. Y aunque ría, es un triste. Más solo que ninguno; uno más entre nosotros; solo en la cantina. Bebe: un tequila, una sangrita, un limón, una cerveza. Jonás en la ballena. Jonás el elegido; el castigado; el náufrago; el salvado; el arrojado a la compasión. Él, tú, ella, nosotros, todos con Jonás en la ballena. Ella dijo: busco un morado blues.

Lucía Leyva. Fotógrafa y promotora cultural. Coautora del libro En el andén de los sueños. «Morado blues» es uno de los poemas que integran el poemario (en proceso de edición) del mismo nombre.


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Estudios fotográficos, la resistencia de los tiempos E N E L S IN A L OA DE PR I N C I PIO S DE L S IG L O X I X S E E M PE ZÓ A C ON FIG UR A R L A IM AG E N DE E S T U DIO C OMO S Í MB OL O DE C L A S E , PE RO TA M B I É N C OMO U N I M P ORTA N T E D O CU ME N TO HI S TÓR IC O.

Azucena Manjarrez En los últimos años, Sinaloa se ha configurado como un referente en la fotografía a nivel nacional, incluso internacional. Dejó de ser ese páramo en el que solo se hablaba de los maestros primeros de la imagen, que retrataron al estado de antaño con la confluencia de sus ríos, edificaciones, gente. Nadie como Mauricio Yáñez y Alejandro Zazueta recogieron en 1910 a los actores de la Revolución mexicana en esta región. Es imposible revisar la historia, sin que aparezca la firma de ambos en las fotografías, que junto a otros que desde el anonimato abonaron a las primeras luces al camino de luz que ha tenido la fotografía en el estado. Sobresale también junto a ellos, José María Guillén, quien a principios del siglo xx, abrió el primer estudio fotográfico en el puerto de Mazatlán, donde se retrató a la sociedad de esa época. A partir de entonces la imagen, como se dice en el libro Sobre la fotografía, de Walter Benjamin: «fue adoptada por la clase social dominante… industriales, propietarios de fábricas y banquetes, hombres de estado, literatos y sabios». En Culiacán, Guillermo López Castro, abrió el primer estudio de fotografía con luz eléctrica. Estamos hablando de 1930, cuando la ciudad apenas configuraba su traza urbana. Muy cerca del Santuario, en el estudio Fotografía Moderna, López Castro se convirtió más que en un fotógrafo, en un pintor de imágenes, oficio que siguió su hijo Guillermo López Infante. Ambos captaron nacimientos, primeras comuniones, compromisos matrimoniales de las familias más adineradas. En el cuarto oscuro descargaron lo que la cámara Glafex captó en el estudio, un acto de alguna manera parsimonioso, ya que invertían días para que la imagen quedara a la perfección. Cada retrato, de acuerdo a lo dicho por López Infante, significaba un acto creativo, que fueron adoptando nuevos espacios como Fotografía Escamilla, Núñez, Alcaraz, Valdés, Buck. El arte del retrato lo habían aprendido a hacerlo de otros fotógrafos de Guamúchil y Guasave, lo que significó una novedad en Sinaloa, porque en ese entonces lo único que tenía color eran aquellas fotografías que pintaban como si fueran un óleo, incluso en la actualidad perduran más de algunas en las paredes de muchos hogares. El estudio se forjó un reconocimiento propio cuando de manera paralela Arnulfo Valdés, un hombre de arte, nacido en Orizaba, Veracruz, que recorrió el estado con una carpa de titiriteros, decidió quedarse en Culiacán para abrir Fotografía Hermanos Valdés. Primero estuvo instalado en un espacio de Los Portales, después por la avenida Obregón y desde hace más de treinta y siete años por la misma avenida pero frente a la Escuela de Enfermería. Su hijo Claudio Valdés Anaya aún conserva en un cuarto oscuro, en el que los días parecieran no haber transcurrido, las fotografías de la ciudad que se fue, pero también de sus habitantes. Años más tarde, para ser más específicos, en 1945 abrió el Estudio, que empezó a hacer fotografía de carácter utilitario para inscripciones escolares.

Ese fue su fuerte, aunque no dejó de lado los acontecimientos festivos de las familias, incluso fueron ellos quienes captaron las imágenes de la galería de presidentes que actualmente se exhibe en la Sala de Cabildos del Ayuntamiento de Culiacán. Otro de los estudios fotográficos en la ciudad fue el que instaló José Refugio Núñez, en 1962 y sin un capital ostentoso, atrás del Edificio La Lonja, se apostó con su cámara Nova para retratar a la gente común; estudiantes, matrimonios, comulgantes, bautizados. Entonces no imaginaba que el color y las cámaras digitales cambiarían el rumbo de la fotografía; mucho menos que cinco de sus hijas tomarían las riendas del negocio, ahora ubicado por la calle Domingo Rubí, para evolucionar conforme los nuevos tiempos. Eva Lilia, Rosa María, Cristina, Jessy y Carmen marcarían la nueva era de las mujeres en el arte de la lente, hasta antes dominada por hombres. Las hermanas habían crecido entre los clicks de las cámaras, los revelados y la impresión de las fotografías. Era la misma historia de José Refugio, quien desde la infancia vivió en ese mundo. El estudio Valdés fue su escuela, hasta que sintió la necesidad de crecer y se animó a fundar su propio negocio familiar, en el que su lema primero fue: «Nos encanta retratar niños». Cuando la fotografía ya era accesible para todas las clases sociales, en el número 156 de la calle Hidalgo, surgió Foto Estudio Alcaraz para registrar desde 1970, a la sociedad culiacanense, sus estudiantes, maestros, funcionarios. La actividad fue incesante, días y noches para lograr la perfección de las imágenes. Víctor Alcaraz Viedas, junto a su esposa Rosa María Valdés, estuvo frente al negocio hasta que no hace muchos años fue trasladado a la casa familiar, donde aquel negocio familiar pujante no termina. En estos espacios, la fotografía afianzó su función de carácter técnico tomando uno y mil retratos, dejando fuera las imágenes que ahora se toman con un fin documental y sin mucha preocupación por lo estético. Hoy, distintas generaciones de fotógrafos se han dedicado a captar a la ciudad con sus virtudes y defectos, para ser muchos años después el registro de una nueva época, que como la anterior ha resistido el paso del tiempo. Los estudios fotográficos son actualmente sobrevivientes a la tecnología y a las nuevas temáticas de la imagen; son uno de los pocos registros que ha dejado la historia de los tiempos que se ha resistido a morir.

Azucena Manjarrez. Maestra en Historia y periodista cultural. Coautora de Las artes visuales en Sinaloa: del paisaje decimonónico a la irreverencia de las vanguardias; y coordinó el libro Arte contemporáneo sinaloense. Recuento de años 2005-2011.


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Orbital, exploración teórica del universo gaals

Una reflexión sobre la apreciación del arte

María Sastre Moreno Orbital no es un libro de arte, sino una obra de arte que trata de arte. La obra de arte se abre ante ti, te invita a que te acerques, a que la contemples, pero eso no sirve para nada si cuando te alejas sigues siendo el mismo. No. Hay que abrir más los ojos, ensanchar más el pecho, alargar la mano, dar un paso más, y pensar, pensar en ti, pero sobre todo pensar en los otros: la obra de arte nos acerca a los demás: nos acerca a lo que sienten los demás. Orbital nos plantea, en forma de libro, el mismo reto al que nos enfrentamos cuando asistimos como público a la Galería de Arte Antonio López Saenz: no basta con observar, hay que pensar; no basta con abrir el libro y ver la disposición de las letras en la página, hay que buscar las pistas, las marcas, los cabos que hablan de nosotros. Uno tiene que participar de forma activa para que el arte exista, para que el arte se nos meta dentro y nos cambie, nos modifique, nos haga más humanos. El arte nos dice que no estamos solos: alguien puso eso ahí para que tú lo vieras, lo pensaras, lo sintieras. Verlo, pensarlo, sentirlo, nos acerca al artista, sí, pero nos acerca también a todos los seres humanos: el arte es el vínculo primordial entre nosotros, porque nos demuestra que otras formas de comunicación son posibles: la comunicación no verbal, la textura de una roca, una planta blanca, una obra como una casa a la que debemos entrar y permanecer y vivir y salir cambiados. Si nos preguntan, diremos que estábamos en el museo. Pero seguramente sospechen: —Cómo te va a pasar eso en un museo. Tú acabas de volver de un viaje, no te engañes—. Nada es fortuito. Nada es casual. Alguien te está diciendo algo. Acércate. La órbita es toda marca que deja un objeto al desplazarse. La Galería, como una casa, está llena de marcas, llena de cuerdas, llena de huellas, pero aunque la casa tiene un tamaño limitado, las marcas se entrelazan y son tan extensas que podríamos lla-

marlo, mejor, galaxia. Es una galaxia. Muchas órbitas circulan por ella, y nosotros, para no desplomarnos, debemos seguir esas marcas, esas huellas, esas órbitas que dejaron los otros. Agárrate, no la sueltes, por ahí vas bien. Aquí estoy sintiendo algo, mejor me quedo aquí otro ratito. Pero la cuerda se zarandea, agárrate, sé que es difícil, sufre, aguanta. Si la sueltas, te quedarás solo. Orbital nos ofrece la posibilidad de meter una mano en el saco del pasado, de poner el ojo en el telescopio del tiempo, de percibir esas órbitas que transitaron por esta galería. Nos permite enriquecer nuestra experiencia: tanto si asistimos en su momento a los eventos y exposiciones tratados en este libro, como si no. Mediante el planteamiento teórico, o, como se dice en el subtítulo, mediante la Exploración teórica del universo gaals, esas marcas, esas huellas, esas cuerdas toman cuerpo, vuelven a brillar, las vemos de nuevo ante nosotros, pero no como cuando estuvimos en esas exposiciones, sino con un brillo distinto —con el tiempo en la mirada—: es un brillo extraño, una luz que empieza siendo tenue pero se va haciendo profunda, no más brillante, sino más completa: Orbital nos ayuda a completar nuestra experiencia artística con reflexión teórica. Parece como una neurona antigua a la que le llega, tras siglos de inactividad, el impulso nervioso: al principio no quiere despertar. Está cómoda en su sueño. Que la reflexión ilumine lo que trata de apagar el tiempo en la memoria.

María Sastre Moreno. Es filóloga hispánica e inglesa por la Universidad Autónoma de Barcelona. Correctora editorial y coordinadora de cursos de ortografía y redacción.


JE S Ú S R A MÓN IB A R R A JORG E ORT E G A R IC A R D O B A L D OR A N A BE L É N L ÓPEZ R IC A R D O E C H ÁVA R R I AT E N E A C RUZ JO S É M A R Í A E S PINA S A M A RTA PIÑA MOI S É S E L Í A S F U E N T E S A L M A A L IC I A PI Ñ A L AY NE S B R AYA N E D UA R D O MOR A L E S M A RT ÍNEZ DI E G O RODR ÍGUEZ E D UA R D O RUIZ JA I M E M U Ñ O Z VA RG A S A N T HON Y S E IDM A N G A S PA R ORO ZC O M A RT Í N C A MP S G E N E Y BE LT R Á N F É L I X C L AU DI A B A Ñ UE L O S AG U S T I N A V. TOR R E S A L E Y DA ROJO N OE L M A RT Í N E Z RUBIO DA I S Y HIG UE R A B L A N C A L I L I A MON TOYA RU BÉ N R I V E R A L U C Í A L EY VA A Z U C E N A M A NJA R R EZ M A R Í A S A S T R E MOR E N O


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