Revista literaria del Fondo Regional Para la Cultura y las Artes
Secretaría de Cultura Mtra. María Cristina García Cepeda Secretaria Lic. Saúl Juárez Vega Subsecretario de Desarrollo Cultural Lic. Francisco Cornejo Rodríguez Secretario Ejecutivo Mtro. Antonio Crestani Director General de Vinculación Cultural Lic. Amalia Galván Trejo Directora de Vinculación con Estados y Municipios
Timonel es una publicación trimestral del Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Noroeste. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente. Culiacán, Sinaloa, diciembre de 2017. Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a: revistatimonel@ culturasinaloa.gob.mx
Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Noroeste Papik Ramírez Bernal Director General del Instituto Sinaloense de Cultura Lic. Christopher Alexter Amador Cervantes Director General del Instituto Sudcaliforniano de Cultura Lic. Manuel Felipe Bejarano Giacomán Director General del Instituto de Cultura de Baja California y Coordinador del forca Noroeste Lic. Mario Welfo Álvarez Beltrán Director General del Instituto Sonorense de Cultura Lic. Pedro Arath Ochoa Palacio Director General del Centro Cultural Tijuana
D.R. © Instituto Sinaloense de Cultura Imagen de portada: Maria Auxiliadora Álvarez, realizado por:
Fotografía de interiores: Leonardo González IMPRESO Y HECHO EN MÉXICO
PR E SEN TACIÓN
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on el ánimo de lograr un mayor acercamiento con nuestros lectores –y acaso una mayor permanencia-, Timonel cambia de formato y de estructura. La revista, no obstante, permanece fiel a los motivos de su fundación: ser el medio expresivo de los creadores que generosamente se acercan a sus páginas. En este número el poeta Alejandro González Lee nos entrega una conversación con María Auxiliadora Álvarez. Se habla, con luminosidad, de poesía, pintura, infancia y migraciones. Luis Jorge Boone, por su parte, colorea las páginas con una vivaz prosa de ecos norteños. La suya es una historia que salpica la conciencia. Marco Sanz, con la lucidez de los primeros tragos, explora la antropología del bar, el espacio donde reside el antídoto contra “los síntomas de la represión y la censura”. Fruto del gran trabajo de promoción desplegado por Eduardo Ruiz Sosa durante estos años —primero en Cuadrante Creativo, luego en el Departamento de Literatura del isic—, ha emergido una nueva promoción de jóvenes que escriben distintos géneros. Timonel da la bienvenida a Iliana Cervantes Llamas, Y. Tamez, Claudia Blanco Montaño y Arián Castro Murillo. El mismo Eduardo, con pulso de entomólogo, nos entrega en una crónica de gran vitalidad. El poeta Ernesto Lumbreras traduce un escrito de Elsa Morante, la gran novelista italiana que blinda el espíritu libre como reacción a cualquier sociedad intolerante.
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La obra de Luis Brito es abordada por Francisco Alcaraz, y Timonel ofrece un puñado de sus fotos, cuyo logro, al decir del poeta Alcaraz, “es haber fotografiado el espíritu de nuestra época”. María Auxiliadora Álvarez, Jorge Esquinca, Samuel Jambroviz, Arián Castro Murillo, Raúl Durán y Mónica Zepeda hacen respirar la revista con sus poemas. Y para completar desde otras latitudes el género poético, ofrecemos las traducciones de Cristina Rascón Castro del poeta japonés Shuntaro Tanikawa; y las de Óscar Paúl Castro del premio Nobel caribeño Derek Walcott; mientras que un colectivo nos acerca a Charles Bukowski. Francisco Meza inaugura una de nuestras nuevas secciones con un ensayo sobre María Auxiliadora Álvarez; y Luis Guillermo Ibarra aborda un libro de Selva Almada. El cierre de Timonel lo hacen Jorge Luis Mendívil Ayala, Viridiana Carrillo y Miguel Bojórquez. Las fotografías, con la dignidad y la contundencia del blanco y negro, son de Leonardo González. Y la portada es de B, el artista urbano que salta de los muros de la ciudad a nuestras páginas. Timonel estrena casa. Es nuestro deseo que se convierta en un hogar amable. Sean ustedes bienvenidos Papik Ramírez Director General del Instituto Sinaloense de Cultura
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María Auxiliadora Álvarez acostado el herido no cabe en la noche de mis ojos aunque ambos compartan la misma rotura
Del libro inédito La mano colgante.
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l pasado veinticinco de octubre, en el marco del Encuentro de Escritoras 13 habitaciones propias, el estado de Sinaloa tuvo como invitada a la poeta venezolana María Auxiliadora Álvarez y con ello se nos dio la oportunidad de realizar esta entrevista con el propósito de echar un vistazo a su quehacer literario e indagar en cuáles son sus puntos de inflexión en la escritura: ¿Qué debe tener un poema de María Auxiliadora Álvarez para María Auxiliadora Álvarez? Su formación en las artes plásticas y la calidad de su obra poética es seguramente un binomio interesante para el lector. Esa posible conjugación entre diferentes expresiones artísticas de lo cual María Auxiliadora Álvarez nos comenta su postura e ideas. Nos habla, además, de la importancia que tuvo y tiene en su escritura los cambios de ciudad a lo largo de su vida, el lenguaje, el mundo de las ideas y la traducción, entre otros temas mencionados en esta entrevista que estoy seguro servirá y gustará a los lectores de Timonel. Sin más que añadir los dejo con una charla amena sobre la poesía.
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EN T R EVI STA
María Auxiliadora Álvarez Alejandro González Lee
¿Qué la llevó a los libros y a la escritura? La biblioteca de mi papá. Él era escritor también. En realidad la escritura fue muy cercana a la lectura. Yo empecé a leer un libro de la biblioteca de mi padre cuando todavía no entendía las metáforas. Tenía unos ocho años. El libro se llamaba Barco de piedra, era de un escritor venezolano, y yo me pasé la noche angustiada porque ese barco se iba a hundir y a nadie le importaba. Así descubrí la metáfora. Supe que las palabras no eran literales. Como a los doce años, empecé a escribir después de leer Las mil y una noches, vivíamos en Brasil. Era un poema larguísimo, didáctico, moral, todo rimado. Ahora, tras años de escritura y lectura, la experiencia que puede dar la vida ¿por qué se escribe? ¿Por qué sigue escribiendo? Bueno, yo creo que si no escribiera no aguantaría la vida.
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¿Cuáles fueron sus primeras lecturas y qué lee actualmente? y ¿a qué puede responder ese proceso de lectura? A mí me influenciaron mucho los poetas brasileños. Yo empecé a escribir en portugués, no en español. Ese otro imaginario, esa cosa telúrica, esas palabras directas. Es muy distinta la tradición literaria en la lengua portuguesa que en la lengua española. Aquella es mucho más sucinta, mucho más directa. Realmente esa fue mi primera experiencia. Después, cuando vivíamos en Colombia, de los dieciséis a los veinte, empecé a leer a Miguel Hernández. Día y noche. Fue como una transformación total de los sentimientos. El poema emocional. La música del poema. Y entonces empezaron a moverme una serie de influencias, principalmente de la poesía francesa porque tuve un maestro que venía de vivir en Francia y a través de él conocí a René Char, Guillevic, Jaccottet… Y ellos utilizaban también la economía verbal, ambas tradiciones se conjugaron. Después Rilke, Paul Celan. Toda esta gente ha venido conmigo. Yo me debo a ellos. Pero cada día descubres una nueva escritura fascinante. Es como una familia que crece y no se detiene. Igual encontrarás hermanos aquí y allá y te abrazarán. Tú sabes que eres su hermana también. La poesía me ha dado lo mejor de mi vida. Aparte de mis hijos, mi familia, mis afectos de sangre, la poesía me ha dado lo mejor, los mejores amigos, los mejores momentos. ¿Cuáles son sus influencias extraliterarias (música, cine, pintura…)? Yo antes de ir a la escuela de literatura me gradué de la escuela de artes plásticas. Mis poemas están llenos de imágenes porque yo pienso en imágenes. La mayor influencia que tengo es la imaginística. Pero la música también me influye mucho. Siempre estoy escuchando música, me encanta la música medieval, Monteverdi. Me gusta la ópera, me gustan los violines, el piano, el chelo es mi favorito, me parece que tiene una voz humana.
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¿Entonces la música también se mira reflejada en sus libros? No lo sé, quizás no, quizás más lo gráfico. La música es más acompañante, pero la imagen está encarnada. No produzco música, pero sí produzco imágenes. En relación a la poesía y a la influencia que significan las artes plásticas en su obra, para usted ¿una pintura y un poema tienen un mismo origen o responden a una forma de pensamiento distinta? Qué interesante pregunta. Fíjate, que no sé la respuesta, porque ya esa parte cognitiva, científica, no la conozco. Pero según Lacan, el ser está conformado por el lenguaje; según Hölderlin, vivimos en la casa del lenguaje: hay una coincidencia desde el punto de vista de la ciencia y desde el punto de vista de la poesía. Yo sí creo que estamos hechos de formas de lenguaje, pero la imagen es también una forma de lenguaje. Tal vez sea posible optar por una expresión verbal, una expresión en imágenes, una expresión en sonidos, una expresión en el silencio, yo creo que hay distintos modos de producción y me imagino que están interconectados. En mi experiencia personal, cuando yo pintaba formalmente me di cuenta de que pintaba los pensamientos, y por otro lado escribía las imágenes, pero la mezcla no era voluntaria ni opcional. Entonces presentí, alrededor de los veinte años tal vez, que me hacía falta vida, que la vida me daría el gesto propicio, la separación, y así fue, pero no del todo tal vez, porque la gente dice que mi poesía está llena de imágenes. Posiblemente se separaron primero y se fundieron después. De haberme dedicado más a la pintura, no sé si hubiera escrito tanto. Cierto es que me hace falta la pintura, el dibujo, el intenso trabajo con las manos, y creo que de alguna manera eso irrumpe en el poema. ¿Qué lugar ocupa en su poesía su origen geográfico? Porque ya decía Kavafis en el poema «Ciudad» que aunque partiéramos de nuestra
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tierra, esta nunca nos dejaría. Como una especie de condena o pacto inquebrantable. Sí, «irás a otro lugar/ y otros lugares encontrarás mejor que éste/ […] pero si pierdes tu vida en este rinconcito/ en toda la tierra la has perdido». Esa enseñanza apenas ahora la acabo de aprender. Yo he vivido en muchos países y ciudades diferentes desde niña por el trabajo de mi padre, y la verdad, me siento en el extranjero como en mi casa, así que ya no siento identidad geográfica. El mundo físico no me llama mucho la atención, no me doy mucha cuenta. Me doy cuenta del mundo mental y de las coordenadas culturales que nos relacionan o no. Por ejemplo, en América Latina yo me siento súper bien, pero también me siento bien en Croacia, porque somos culturas muy emocionales. Los croatas son como los griegos. Me conecto en la manera de sentir. En Estados Unidos no me conecto porque para ellos es de mal gusto darle un espacio a la emoción. Entonces, es como si estuvieras en un acuario, todos haciendo submarinismo, y nadie deja escapar una sola burbuja, nadie cuenta si está alegre o triste, si está sufrido o emocionado. Esta forma de ser me resulta difícil de comprender porque soy muy emotiva. Entonces, siento las diferencias de las culturas, pero no necesariamente las geográficas. Es otro tipo de contexto, ¿no? hay contextos físicos y contextos… Contextos psicológicos. Ahí sí puedo sentir la extranjería. En el entorno físico no. Como te digo, se me ha ido desdibujando un poco el contorno tangible, material. No me doy cuenta si una persona es alta o baja, gruesa o delgada, si estamos viejos ya o todavía estamos jóvenes, no me percato de esos detalles. ¿De qué manera incumbe ese viaje o ese cambio de residencia en su poesía? ¿Y cómo la merma o la nutre? Bueno, ahí entran las otras lenguas, porque el viaje implica el cambio de lengua.
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No soy una persona muy talentosa para aprender lenguas diferentes, pero me ha tocado aprenderlas. No es que me interese decir la misma tontería de distintas maneras. Aprender lenguas por aprender lenguas no me parece tan interesante. Ya con una sola lengua es difícil pensar. Pero manejándome en distintas lenguas romances me sucede lo mismo: portugués, español, francés, tienen más o menos la misma sintaxis. Puedo pasar muy fácilmente entre ellas, pero el cambio de sintaxis, por ejemplo, en el inglés, sí me parece que me cambia la relación con el pensamiento. Por ejemplo, percibí un gran cambio en la voz cuando leí a Paul Celan, en inglés, un poeta que —traducido al español— había sido para mí una compañía de cabecera (por décadas ha estado en mi mesa de noche y me
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sé sus poemas de memoria, su presencia es constante en mi mente), pero cuando fui capaz de leerlo en inglés, se convirtió en otro poeta, porque no hay cambios tan dramáticos en la traducción del alemán al inglés, tratándose de dos lenguas muy cercanas, pero la traducción al español es algo diferente. Yo disponía de una magnífica traducción al español de Amapola y memoria, creo que era de Hiperión. Años después me asombré cuando leí la obra de Celan en inglés. Ambos traductores ofrecieron pulcras traducciones con hondas diferencias entre sí. Me encanta la traducción, me parece indispensable, y me interesan las distintas versiones que (casi) producen nuevos creadores y nuevas creaciones. La traducción es otra realidad. Por ejemplo, si ahorita estoy leyendo un texto en otra lengua y no puedo entender alguna palabra no me hace diferencia, porque las palabras están en la superficie, como los nenúfares en una laguna, pero si desciendes del nivel de las palabras, si te sumerges debajo de la superficie, las ideas te dan el mundo primordial que estabas buscando. Las ideas son más fuertes que las palabras. Si puedo encontrar la idea no importa la lengua. Es un ejercicio de profundización de la mirada en la aproximación a las cosas. La lengua no es el pensamiento, «la lengua es el traje del pensamiento», como decía Foucault, y yo también pienso así. Hay una lengua de comunicación para transmitir una idea, y hay una lengua de expresión, pero finalmente la lengua es una herramienta, un canal que te lleva de un lugar a otro. ¿Qué busca en un poema María Auxiliadora? Es decir, ¿qué tiene que tener para María Auxiliadora un poema de María Auxiliadora Álvarez? Bonita pregunta. Tiene que presentarme una extrañeza. Es como un interlocutor que me dice algo nuevo, algo que no me dijo antes, una conversación que trae nuevos intercambios. El poema me presenta una extrañeza, el vislumbre de una región de mi mente hasta entonces desconocida.
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Entonces, definitivamente va más allá de la forma del poema. Sí, sí, la forma resulta realmente aleatoria. El poema no está en la palabra, está en la percepción. Como un calidoscopio que se va moviendo, que va dando distintos ángulos y siempre hay uno nuevo donde pienso que hay un trabajo, una estancia, un ser vivo, una respiración, pero no es literaria, es mental. ¿Tiene la misma exigencia cuando se trata de la lectura? ¿Qué busca al leer un poema? La misma. Es una exigencia general, o, mejor dicho, una necesidad más que una exigencia, como decía Cintio Vitier: «Poesía, hambre de todo». Necesidad. Por último, quisiera mencionar a Eugenio Montejo, quien escribió en la presentación de «Todos han muerto», libro que reúne la obra poética de José Barroeta, el concepto de «versos dados»: «esos infrecuentes versos que parecen imponérsele a un poeta de modo autónomo y con pleno adueñamiento de su voz […] Guían al conjunto de la composición y en cierta manera lo ordenan, pues son estos los que aportan las respuestas antes de que las preguntas lleguen a formularse» ¿Qué opina sobre los llamados versos dados? ¿Son una especie de alumbramiento o son respuesta a algo más? Eso para mí es el inconsciente. Lo que Eugenio llamó verso dado, yo lo llamo el inconsciente. Yo no había leído eso, es muy bonito. Yo creo que en general el poema es un don: hay un verso dado, hay un poema dado, hay una vida dada. O sea, en el sentido del don yo no creo que alguien pueda decir «yo quiero ser poeta» como decir «yo quiero ser arquitecto» o «yo quiero ser científico». No es que piense que el arte hace a una persona diferente de otras, pero no pienso que sea una decisión que dependa de la voluntad. Como decía Rimbaud: «el poema responde a un mantenido desorden de todos los sentidos», la cita no es literal pero quiere decir que las
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pulsiones de los sentidos se mezclan, o trabajan juntas o se separan y ofrecen una perspectiva interior del mundo y eso es algo dado. Yo creo que hay distintos tipos de inteligencia y esos distintos tipos de inteligencia te dan distintas formas de aproximación al mundo. El verso dado es parte del poema dado que es parte de la naturaleza de la mente dada a cada quien. Hay muchos buenos poetas, que son buenos ensayistas y hay buenos ensayistas que son buenos poetas pero son casos raros, en general cada quien tiene una fortaleza en un área más que en otra. Hay gente genial que puede tener un talento multiplicado, pero yo sí creo en las distintas inteligencias. Creo que funciona con la poesía. Yo siento que en la poesía no hay automatismo bajo la razón de escoger una palabra y no otra. ¿Por qué? ¿A qué responde eso? Yo creo que hay una máquina ahí trabajando. Nunca había pensado en eso, pero en mi caso yo sé realmente cuándo está aquí el poema. Ese es. Así es. Yo puedo hacer cambios de otro tipo, pero no de nacimiento, no lo puedo controlar. Y no quiero hacerlo. •
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POEMA
Arián Castro Murillo La palabra perro se ha quitado los zapatos, ha consumido su sombrero y se ha arrancado su propia desnudez para recorrer la garganta en la inasimilable forma del ladrido. No sabemos qué perro sea el perro pero ladrido tampoco nos ofrece ladrones para desordenarnos el insomnio ni para desentumirnos los ladrillos. Sólo sabemos que es posible que perro sea algo que penetra al viento con eso que desconocemos llamándolo ladrido. Pero ni perro ni ladrido responden la llamada mientras el auricular juega a gritar silencio. No entendemos más que llamarlos; su inasible reflejo nos taladra la lengua y se bebe en los ojos de un intento de ver. La palabra perro recorre la garganta del ladrido.
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CUENTO
La sangre Luis Jorge Boone
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a entrada de la casa era el orgullo de doña Susana. Entre todo el caserío jodido, donde abundaban desde jacales improvisados para la pobreza eterna hasta las construcciones muy apenas armadas y sin enjarrar, la suya había sido la primera mansión de verdad en el pueblo. Luego había habido otras, pero no se habían impreso de manera tan profunda en la historia local. Luego todo había sido a ver quién meaba más lejos y quién se la mata a quién construyendo casonones brutos. Empezó la competidera y cundió el gusto por lo grandote. Pero eso fue después. Doña Susana era orgullosa y casi no le hablaba a nadie. Eso era desde siempre, por lo menos desde antes de que se cambiara de vivir en los dos cuartos de cara al monte en los que vivía, sola, esperando al marido que la giraba en una empacadora de una retirada ciudad gringa, dizque de supervisor. Entonces, un día, se convirtió en la dueña de la mansión, la primera, un caserón que ocupaba una
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cuadra entera, todo para ella sola, porque nunca habían tenido hijos, y porque además decían las malas lenguas, que son todas las que se mueven ¿o a poco puede alguien decir que las palabras no se le caen de la boca a la hora de hablar por hablar y sacar trapos ajenos por deporte?, nadie en kilómetros a la redonda, y malas, todas entonces, y decían que el marido de doña Susana nunca iba a regresar, de pendejo decían, si ya se agenció a una güera de por allá que le va a conseguir la verde. Así que ese era el premio de consolación de doña Susana. Ventanales por todos lados, una entrada amplia con lugar para estacionarse frente a la casa para seis carros grandes, todos a cubierto, porque el sol cómo jode la pintura. Arbolitos medio desmayados a lo largo de la cerca, tres pisos con terrazas aquí y allá, mosaico del caro hasta donde no debía ir, en paredes y techos, nomás de pura exageración, una ristra de cuartos vacíos que nadie iba a usar nunca. De ese tamaño el despropósito. De ese mismo la soledad. Pero ella se sentía a salvo de las habladurías. Sin dirigirle la palabra a nadie, el veneno no la alcanzaba. Se mudó a su casa nueva al cabo de dieciocho años de construirla, al pasito, estirando bien los dólares que le llegaban, y aquí es donde uno puede decir que por lo menos el marido conciencia sí tenía, tantita madre, porque le cumplió la promesa y la ñora ya tiene su casota y ahí le sigue mandando para que la mantenga y se mantenga, porque sola doña Susana pues de dónde, y pues cómo. Y así era feliz. En su torresota de marfil. Hasta la noche esa. Aunque doña Susana dormía en una de las recámaras del fondo, hasta su cuarto refundido en el laberinto de pasillos y puertas le llegó el ruidazo. Sonaba como un grupo de hombres gritándose cosas incomprensibles pero urgentes. Órdenes, llantos, maldiciones, risas, así todo mezclado, como si al mismo tiempo hubiera velorio, contaran chistes y alguien se estuviera agarrando a madrazos a otro más güey.
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Luego se oyeron ruidos de carros. Arrancones, patinazos, motores que aceleran más a huevo que queriendo y se pierden a lo lejos. Luego ya nada. Doña Susana no pudo dormir esa noche, pero sí salió… claro que no, para qué chingados iba ella a salir. Fue hasta la mañana siguiente cuando encontró la reja de la calle tirada, halló destrozos en la fachada y así fue que supo que alguien se le había metido en la propiedad y usado el tejabán de la entrada durante la noche. Nada de eso hubiera debido causar gran alboroto, de no ser porque sobre el empedrado del estacionamiento, esa como cochera al
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aire libre que se había mandado hacer como capricho de mandarín porque ella ni manejaba ni tenía mueble, ahí había un charco de sangre que a esa primera hora de la mañana ya daba trazas de empezar a podrirse. Tanta sangre. Mucha. Demasiada para provenir de un solo cuerpo. No sólo era el charco en medio del empedrado. Manchas en todas partes, a lo largo del porche, abajo en las jardineras, en los caminos y las banquetas que la llevaban a otras áreas de la casa. Ríos de un rojo intenso y oscuro regaban la tierra y las plantas de la entrada, regueros de chispa como constelaciones de dolor, salpicones, gotas deformes como resecos gritos de horror. Apenas vio ese infierno entró de nuevo. Cerró con llave y no volvió a salir. El corazón le latía tan fuerte que ya se le hacía que se le iba a salir de puro cansancio. Pasó la tarde en cama. Se sentía enferma aunque no se pudiera reconocer ningún síntoma más allá del miedo cabrón que la tenía paralizada, bañada en sudor. Una y otra vez a su mente volvía la imagen de la sangre embarrada, cubriéndolo todo. Aunque se había negado a fijar la vista en aquello, tenía suficiente material para elaborar alucinaciones y malos sueños. El charco creciendo como si lo alimentara, desde debajo de la tierra, un manantial de venas mutiladas, un subsuelo de cuerpos destazados. Pensó, ¿a quién hablarle?, ¿a quién pedirle ayuda?, y ¿para qué? Nadie en este pueblo me ha dirigido la palabra en los últimos veinte años, y aunque fuera muy por mi gusto, qué, ahora voy a ir a rogarles que… ¿qué?, se preguntó. ¿Por qué les hablaría?, ¿para qué les voy a pedir nada? ¿Que me proteja la policía? ¿Que cualquier desconocido me venga a decir qué pasó anoche aquí afuera de mi puerta? ¿Que gente curiosa venga a fisgonear mi casa? Nunca. Pero nunca. Pensó, una vez que se hubo calmado con dos vasos de tequila, que tenía todo el tiempo del mundo para hacer lo que correspondía.
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Que nadie la apuraba. Que otro trago a la botella y ya estuvimos. Salió de nuevo cuando la tarde ya había empezado a caer. Atravesó con estoicismo el porche, el estacionamiento con su quieta marea de sangre, no necesitaba moverse para saltarte encima, rojos movimientos que contaban una historia a quien supiera y se aguantara a quedarse a descifrarlos. Recorrió el camino hasta la entrada y alcanzó la reja de la calle. Estaba tirada, doblada y rota, a un lado del hueco. El paso estaba por completo despejado, abierto, libre de obstáculos para el que quisiera meterse. Dio media vuelta y volvió a la casa. Con paso sereno. Como si de veras no hubiera pasado nada. Se paró enfrente del ventanal que miraba hacia la entrada. No era tonta. Bien sabía lo que estaba sucediendo bajo sus propias barbas, que eran ninguna, porque siempre había sido una mujer lampiña. Era bien conocido que el mal asolaba la región. Que Los Arroyos les había gustado a esas gentes para venirse a vivir. Que no había que meterse en donde a uno no lo llaman, eso ni antes ni ahorita, pero ahora había quien te lo cobraba caro de a madre. Salió de nuevo cuando la noche empezaba. Notó que habían jalado las mangueras con que regaba las matas y que había charcos en los que el agua adelgazaba la sangre. Fue ahí cuando lo supo. Habían usado su casa como un confesionario. Un lugar donde se lavan las culpas, donde las manchas del alma se tallan hasta desprenderlas, hasta que el rojo que es sangre y es vicio y es la marca de nuestra mortalidad se borra y se va. Hizo lo único que podía hacerse. Se puso de rodillas y empezó a rezar. De rato sacó todos los implementos de limpieza que guardaba en el armarito al fondo de la cocina. Se armó de escobas, trapos limpios, cepillos, trapeadores. Se aprovisionó de detergentes, jabones, desinfectantes, aerosoles, cloro, agua bendita, sus rosarios. Se calzó
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los guantes con los que interminablemente lavaba los baños de la mansión, se puso unas botas de hule grueso que alguna vez había usado para hacerle a la jardinería y salió de nuevo. La sangre parecía de una tonalidad más artificial bajo la luz de los focos. Charcos de plástico sólido. Imposibles de remover. Eternos. Empezó a orar de nuevo, en silencio, pidiendo el perdón por los pecados que habían ido a empozarse a la entrada de su casa, por las culpas que el agua no había alcanzado a borrar. Usó mucha más agua de la que creyó necesaria, más padrenuestros y avemarías de los que había usado nunca para frotar cualquier episodio negro de su vida y devolverle el brillo. Terminó cuando todavía era noche cerrada. Entró a la casa y no pudo dormir. La vida continuó como siempre y doña Susana tuvo tres días de normalidad. Entraba y salía de su casa sin hablar con nadie más que lo estrictamente indispensable para comprar esto o aquello. Sólo echaba en falta la reja de la entrada, así que hizo tratos en la herrería del pueblo para que le construyeran una nueva y la pusieran la siguiente semana. La cuarta noche volvieron a escucharse los mismos ruidos. De nuevo gritos y voces transidas de urgencias, risas disfrazadas de espanto o quizá era al revés. La mujer no tuvo que asomarse por la mañana para comprobar lo que ya sabía. De nuevo la sangre había invadido la entrada de su casa. De nuevo almas muy sucias habían ido a lavarse sobre las piedras del camino de su casa a la calle. Charcos nuevos, manchas nuevas, regueros de rojas verdades salpicando paredes, árboles, ventanas. Otra vez el agua tratando, en vano, de limpiar todo, de ayudar al mundo a olvidarse de tanto sufrimiento.
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Con mayor desazón que la vez anterior salió, armada con implementos y químicos de limpiar, a hacerse cargo de que el mundo recuperara su estado de pureza. Sabía que no podía dejar de confiar en el poder sanador, en el olvido y la renovación espiritual que estaban dentro de la naturaleza del agua y sus rezos. Pero ya no estaba tan segura de que bastara con esas cosas. Se sintió mal por la blasfemia y se ocupó de las impurezas de sí misma y de la entrada sin elaborar ningún pensamiento por miedo a caer de nuevo. Esta vez terminó antes. Tuvo tiempo de beberse un vasito de tequila, de pensar en lo que haría mañana, de sentir que al menos por ahora todo había acabado. Ahora sólo pasaron dos días. De nuevo el horror de la sangre. Lo primero que pensó, al escuchar los ruidos que lo anunciaban, era que estaba cansada, mucho, de repetir tantas veces lo mismo. Pensó en escobas y jabón. Pensó hasta que dejó de oír los ruidos y se quedó dormida. Canceló la reja nueva. Tuvo que pagar la mitad del trabajo porque el herrero ya llevaba bastante avanzada la soldadura y el montado de las piezas. ¿Algo no le gustó?, le preguntó a doña Susana. Nada. Me deja en las mismas. Así andamos todos, aclaró, y se fue sin decir más. Salió temprano por la mañana, ignorando la peste de la sangre coagulada. Nunca había dejado tanto tiempo que las moscas y el hedor se juntaran en el aire. Pero supo lo que tenía que hacer. Esta vez tardó varios días en terminar su tarea. Su tarea, ahora distinta. Nadie le prestó ayuda, de nuevo, porque no se la pidió a nadie. Ella debía cambiar sola el estado de las cosas.
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El material para hacerlo le llegó en un camión. Tuvo que hacer el pedido a la ciudad. Los de la entrega le preguntaron si ya tenía a los trabajadores para tantísima chamba. Ella dijo que sí. Les dio la espalda para poner manos a la obra. Ya no rezaba. Una semana después estaba hecho. Había tomado la decisión de no volver a limpiar la sangre. Se le ocurrió una posibilidad teológica que la dejó estupefacta. Lavar dos veces la misma culpa es casi seguro que equivalga a borrarla y luego restituirla. Por eso no se va realmente, por eso regresa el color maldito. Tenía las manos cubiertas de un rojo encarnado. La ropa, el pelo, la piel que se asomaba entre el vestido. Pero el trabajo estaba completo. Las piedras de la entrada, las columnas de la fachada, el porche, las ventanas, las paredes, las plantas, los árboles, la tierra, las matas, las macetas, todo. Todo lucía un color rojo sangre que no iba a limpiarse nunca, con nada. Rojo sangre imposible de cubrir. Había dado los primeros brochazos usando el contenido de los charcos como pintura. Extendió por todas las superficies lo que tanto la molestaba. El que estuviera por todas partes cambiaba ligeramente el color, lo volvía un tono natural, le daba un uso cotidiano al espanto. Rojo sangre imposible de cubrir. De no ver, y de olvidar. •
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POEMA
Preludio Raúl Durán El estertor se anuncia cada cosa reacomoda su filo. Ahora me dispongo rostros espejos donde contemplarse. Pago mi precio: tenso el hilo de mi sangre el instante en que el día tiende su mano pesadamente como anunciando un tigre no ya el reposo entre la hierba rizada no ya la flor en su abrirse indefinida. La retórica de los pájaros cesa asida al aire (¿cómo si no el verbo espuma?) El mediodía grita su fuego inmenso indefine los contornos y la palabra se va aquietando respira como bestia cansada su condición de niebla.
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Brevísima Antropología del bar Marco Sanz
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entro de un bar, ese purgatorio de los entes opacados por el pudor y la costumbre, por el craso e imputable efecto de los horarios de oficina, después de navegar entre el aplomo y la familiaridad de una vida contagiada por el aburrimiento, uno es seducido por la posibilidad de abandonarse a un modo alternativo de ser. Quizás en ningún otro sitio se sienta con mayor intensidad el imperativo de sazonar la insípida cadencia de los días con algún tipo de estimulante. Como los habitantes de un monasterio, los visitantes del bar parecen, pues, obsesionarse con la vetusta idea de recuperar el estado de gracia anterior a la caída al mundo, pero a diferencia de aquellos, más honestos con respecto a sus creencias y propósitos, los convidados báquicos lo hacen bajo otra premisa: para ellos el costo de la renuncia significa ofrendar una importante tira de neuronas a la voluntad divina de
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Dionisos. Y así ocurre que en el bar una experiencia de alejamiento y abandono refleja el irresoluble inconformismo al que, por esencia, tiende el ser humano. Entonces, el bar es probablemnete el último reducto selvático de las consagraciones citadinas. Me gusta pensar que adentrarse en él supone abandonar una parte sustancial de mundo: rotosa paradoja que incita a situarse en un lugar paralelo a la cotidianidad, a hacer que la experiencia sólita de los días resbale por las comisuras de la inhibición y caiga en un modo exaltado del ánimo. Pero no siempre todo es exaltación. Hay veces en que el bar nos recuerda otras cosas menos dulces —por ejemplo, el dolor que supone vivir rodeado de fantasmas, de espectros guarecidos entre garra y sangre por un yo enamorado de sí mismo y que se aferra a persistir como el portavoz de nuestro espíritu.
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Con todo, en el bar se altera el carácter lineal del tiempo: la indeseable experiencia de las horas es inversamente proporcional al número de copas que uno resiste o decide beber. Si esto es así y, por otra parte, es verdad aquello de que el tiempo lo cura todo, es viable afirmar que el alcohol, nervio dueño de las pericias cantineras, es para el bienestar espiritual lo que la consejería psicoterapéutica para una mente neurótica y enajenada por las desalmadas garras del capitalismo. Esto lo supo bien Baudelaire, quien vio en el licor el contrapeso ideal de las jornadas de trabajo. Por ello, en la medida en que casi por instinto buscamos que las emociones encuentren su afuera reconfortante, al lado del consultorio típico del psicólogo de los buenos consejos y apapachos, el bar es una dura competencia —sin mencionar que para unos el bar incluso hace las veces de templo religioso—. Algo que se ve francamente favorecido por el hecho de que el alcohol nos desinhibe. Y como mucho de lo que ocurre en un bar gira en torno a la implacable ansia de trocar estados de ánimo rutinarios, no es extraño ver dicha tendencia llevada al extremo. Ver cómo frente a la copa a veces queda un mono que sólo juega a aniquilarse, nos habla del porqué el ser humano tiende instintivamente a religarse y de cómo en la base de muchas instituciones humanas encontramos un carácter lúdico. Por otra parte, tampoco es ningún secreto el que la embriaguez adquiera un sentido especial cuando sintoniza con alguien más, y eso lo sabe bastante bien quien decide en compañía internar pasajeramente en su organismo una cantidad potencialmente nociva de sustancia etílica, quien ha optado por dar su cuerpo en sacrificio para obtener un estado de conciencia distinto al habitual. Así, la temeraria curiosidad del bebedor es una forma de exhibir al tétrico actor del teatro cartesiano. Los estados que provoca un considerable consumo de alcohol impulsan de un modo característico las dudas e interrogantes más entrañables para el individuo cuando el ambiente en el bar es ocupado por la profundidad temática que suponen, por
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poner ejemplos, los amores perdidos o no correspondidos, la angustiante ausencia de directrices vitales o, simplemente, la falta de un motivo real y convincente para abandonar el recinto. Con base en lo dicho, también me gusta pensar que, en el fondo, el télos del bar no es el esparcimiento y la diversión. Su índole es otra, pues raras veces puede preverse que un sitio comprenda un fin unívoco reducible a consideraciones estrictamente antropológicas —por no decir existenciales— como en este caso. Pues bien, a diferencia de otro lugar, en el bar el intento de armonizar la conciencia con el orden moral se debilita a razón de que sus clientes saben con antelación que estando ahí la intimidad deviene unánime cuando las copas se han rellenado tantas veces como el azar y los jugos gástricos lo permiten. En ese sentido, el bar no es un espacio amable para detractores del instinto ni para guardianes de la moral, quienes ven en él un despreciable recinto frecuentado por individuos sin aveniencia social. Con todo, el hecho de que una tal concepción del bar tenga éxito y se justifique, se debe a que ella indica —acaso de manera no tan directa— un marco de pensar repleto de intensos flujos de implicación antropológica que reúnen en sí perspectivas de transcendencia, por cuanto remiten a la posibilidad de que el ser humano se visualice fuera de ese mundo que lo mantiene atado a su convencional vida social. Por tanto, que cierto sector repruebe la existencia del bar nos habla de que, para el desarrollo mismo de los órganos civilizados, es necesaria la institucionalización de las rutas de evacuación del mundo. Que el bar concite el rechazo de algunas personas se debe a un criterio derivado de lo anterior: mientras el apetito por la transcendencia no lo sacien ciertas normas institucionales, toda huida del mundo será condenable para una sociedad cuya característica más notoria es haber cedido su autonomía a una instancia ultraterrena. Y en el bar no parecen haber mediaciones de ese tipo: él mismo constituye la plataforma de despegue. La latente posibilidad de borrar, pues, los límites en
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los cuales el yo queda día a día tristemente atrapado encuentran en el bar un salvoconducto de incuestionable eficacia, de modo que juzgarlo moralmente incorrecto no es sino otra forma de expresar la razón de su permanencia y reproducción en la semipenumbra de los corredores citadinos. El bar es nolens volens necesario. Quienes con frecuencia lo visitan saben que estando en él los síntomas de la represión y la censura encuentran ahí un poderoso antídoto, no menos que eficaces métodos de renuncia y de intensificación de la experiencia de ser. El bar, esa grieta urbana que acoge a todos por igual, es el lugar donde la provisión de material hedónico permite que sus transitorios inquilinos busquen anular, aunque sólo sea por unas horas, su pertenencia a un mundo absurdo y particularmente fatigante. •
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E N S AYO
Silencio de la onicofagia Iliana Cervantes Llamas
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einte años de onicofagia. Dos décadas, cuatro lustros. De pequeña, mi abuela me decía: «A los muchachos no les vas a gustar con los dedos todos mordidos». De seguro tenía razón. A mí tampoco me gusta cómo lucen mis dedos debajo de estas uñas. Me apena dejarlos a la vista de los demás: ¿Te muerdes las uñas?; ¡Claro!, ¿acaso no se nota? Comencé a morderme las uñas desde que el abuelo murió. Recuerdo que mamá no me dejó asistir al funeral, pensando tal vez que siendo tan pequeña no entendería qué era morir. En mayo cumplió veinte años de fallecido y decidí dejar de hacerlo antes de que el mes terminara. No lo logré, aquí sigo con los mismos dedos. Siento que cuando los demás ven mis manos piensan que soy una persona muy angustiada, que vive constantemente con estrés, y sí, en efecto, algo hay de eso. Es doloroso, va más allá de mi voluntad. Cuando menos te das cuenta, ya tienes los dedos en la boca a punto de arrancar un pedazo de uña, y piensas: «Será sólo
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ésta y ya, no puedo dejarla a medio morder, ya estoy aquí, sólo esta vez». Es un sufrimiento continuo cada vez que las muerdes de más, la sangre comienza a borbotear: expulsas pedazos de ti mismo. Intentas dejar de hacerlo poniendo como condición otras cosas, es una especie de rito obsesivo: si hago esto, pasará por consecuencia esta otra cosa, es el producto de una creencia dolorosa. A veces tengo la sensación de llevar unos dedos regordetes y pesados: unas manos monstruosas. He intentado dejar esta manía con imágenes. Imagino que mis manos son peces y las uñas sus escamas, si arranco una de ellas lastimaría al pez, pero ni siquiera esto funciona. Ojalá los peces puedan perdonarme. Ahora ya ni siquiera me detiene la deformidad inexorable de mis dedos, su redondez en las puntas dan cuenta de todo el tiempo que he permitido reinar a la onicofagia. Es preferible provocarme un dolor físico a uno anímico, un muro de contención del dolor: me limita, no permite que me desborde. Me recuerda hasta dónde llegan los límites de mi cuerpo, no puedo ir más allá de él. ¿Qué intentas expulsar cuando te arrancas pedazos del cuerpo? Acaso serán recuerdos, palabras dolorosas, imágenes repulsivas. Las palabras no salen y la tentación de llevar las manos a la boca vuelve a aparecer, no lo permito y las presiono suavemente detrás de la espalda. ¿Cómo hacen las personas para dejar de morderse las uñas? Se intenta de todo: guardas para los dientes, esmalte de ajo, esmalte de cualquier color que al final también terminas arrancando con tus propios dientes. Recuerdo que de pequeña me ponía sobre las uñas pinzas para colgar la ropa: me gustaba sentir las pulsaciones de mi sangre, era un dolor placentero. Sentía como si fuesen mis propias uñas, las más largas que jamás he tenido ni tendré. Tocaba la mesa de madera con ellas, como esperando algo.
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Alguna vez alguien me dijo que a los dedos de las manos también les llamaban penes. He tardado en comprender esto. Supuse que los llamaban así porque las mujeres se masturban con ellos, pero luego este pensamiento me pareció misógino. Los dedos tienen huesos, los penes no, terrible sería si los tuvieran y llegaran a golpearse, sufrirían una grave contractura, el dolor sería tormentoso. Tal vez sea porque parecen tener vida propia, como la mano de los Locos Adams que siempre iba erecta de un lado a otro. Uno de los efectos secundarios de la onicofagia es el desgaste de los dientes. Los de adelante son los que más sufren las consecuencias: al acercar la lengua se siente una pequeña abertura por la parte de abajo. Se supone que también pueden ponerse chuecos, pero qué importa si cuando salgan las terribles muelas del juicio se torcerán más. No crean que es un pretexto para seguir haciéndolo. Pienso en las personas que además de morderlas, se las comen, ¡no quiero imaginarme las heridas en sus estómagos! Hay otras que terminan mordiéndose las de los pies, haciendo malabares para lograr alcanzarlas. ¿No es suficiente con las escamas que llevan en las manos? La abuela murió hace un par de meses, y me comprometí conmigo misma a ya no morder más mis uñas: veinte años después el círculo se había cerrado. Como pueden darse cuenta la voluntad me duró poco. Las escamas silenciosas no han permitido proferir palabras de alivio para dejar de ser desechadas. ¿Qué tan profundas se encuentran aquellas cosas que me es imposible expulsar? •
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¿Qué hubiera hecho yo en mi lugar? Mónica Zepeda
Siempre creí falso el dicho de los zapatos, las decepciones, aun siendo propias, no son moldeables, algunas aprietan; otras, nos quedan grandes. Dichosos sean aquellos que andan descalzos, con las callosidades firmes, con las uñas largas apuñalando a cada paso la tierra, el asfalto, la insuficiente vida.
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Habitar un espacio: el cuerpo Y. Tamez
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a verdad acerca de la producción de saliva la descubrí un día al terminar la misa. Debió de ser alguna ocasión especial para que acudiéramos, y para que yo, niña enferma, decidiera guardar cuidadosamente mi escupitajo hasta el final de la celebración. La magnitud de lo que salió de mi boca, ahí, a un costado de la casa de Dios, sería uno de los hechos que desplomarían mis hipótesis sobre el funcionamiento del cuerpo. En determinado momento supe también que el sistema digestivo consiste en algo más que dos tractos —«sí sirve» y «no sirve»— que clasifican los nutrientes y el destino de la comida dentro del organismo; que las costras, si uno se las arranca de la rodilla antes de tiempo, son permanentes; y tuve que soportar ver, en el libro de ciencias naturales, la ilustración de un cuerpo desollado para enterarme de cómo se miran los músculos. El instante en que supe que el cuerpo podía convertirse en algo inanimado no lo recuerdo con exactitud. Fue antes, en definitiva, de
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ver a un niño contemplar apaciblemente un cadáver en un funeral y pensar «ese niño aún no entiende la muerte». Y es que, mientras tenemos cuerpo, la vida parece llegarnos caóticamente desde todas partes. Nos volvemos un receptáculo de la vida de otros cuerpos, y se vuelve, esta capacidad de percibir la vida de los otros, lo que nos hace estar vivos. Sin embargo, es difícil concebir la vida como un circuito cerrado, y pienso: ¿qué más cuerpos habitan? ¿Es la flor un cuerpo? ¿El melocotón, un cuerpo? ¿Las luces que vemos a lo lejos en el cielo son cuerpos? El planeta que flotaba en el vacío sin ningún deseo —incluido el de ser descubierto—, ¿sufrió un cambio imperceptible en su conformación tras ser nombrado? Quizá sean sólo cuerpos aquellos que responden a su nombre, cualquiera que sea la voz que les llame; de igual manera que pueden serlo los que son capaces de originar nuevas voces, voces que llamen o que persistan como discursos o como ecos. Extender el cuerpo entonces es una tarea metódica que se realiza incluso sin saberlo: conquistas territoriales, poderosos linajes, su paradójica expansión a través de la mengua de los instintos. Mi papá construyó una casa y luego todos supimos caminar por ella a oscuras completamente. Pero esa casa, que se ha alojado en nuestra forma de doblar la esquina o de abrir las puertas, no está determinada como un lugar inmutable. Así como no lo está nunca el paisaje de una ciudad, ni las caras que la habitan y que gesticulan de la forma en que les ha enseñado ella, la ciudad que algún día un puñado de hombres decidirá cambiar y en la que construirá un puente para que nadar no sea la forma más factible de cruzar un río. Se puede, entonces, cambiar el lugar, pero también es posible cambiar de lugar y decir: no existo más aquí. Trasladarse y suponer que la adaptación vendrá por sí sola —con la probable extinción de alguna especie de por medio— y que las conversaciones que se
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habían tenido antes con los espacios y sus cuerpos pululantes tendrán que retomarse en un sitio donde quizá no sepan pronunciar tu nombre. A menos, claro, que se sea un prisionero; que en años previos se hubiera decidido hacer con el cuerpo lo que perjudica a las extensiones corporales de otros y por esa razón la posibilidad de migrar existiera sólo bajo ciertas condiciones. Sin pasar por alto las formas comunes de aguardar la libertad, no es extraño el caso en que, dentro de las prisiones, los reos digan: «Ya no existo más aquí, y como no hay otra parte donde pueda existir, ya no existo más». Están, por otro lado, los que encuentran formas insólitas de abolir su condición sólo para instaurar sobre sí mismos una más particular: la de fugitivos. Quienes transitan este último camino están separados del resto de la humanidad de diferentes maneras. De ahora en adelante, mientras tengan cuerpo, habrán renunciado a su identidad y se habrán condenado a existir en una relación íntima, infinitamente estrecha, con el espacio. •
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POEMA
Al trote de un caballo en el páramo Jorge Esquinca
A Francisco Hernández Avanza al cobijo de la noche con pezuñas que arrojan centellas. Al verlo pasar las casas despiertan, las ventanas se abren, la vida sale a la puerta. Canta la pradera.
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En el sueño del caballo el jinete es una nube. Galopa de un cielo a otro Cielo: La espuma de sus belfos, el vaho de su raza, el santo y seña de su porvenir. Resopla, se encabrita en el exacto límite del mundo. En el sueño del caballo el jinete es un relámpago. Aplasta la tierra, la hiere, la desloma: de cada coz nace un volcán. Regresan los muertos en batalla, encarnan los fantasmas —hay pólvora en sus ojos— y la noche es un río de ruido y de ceniza.
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CRÓNICA
Dar la vuelta: regresar a donde nunca estuvimos Eduardo Ruiz Sosa
No querer marcharse quiere decir durar en los muertos. Ramón Andrés
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n la experiencia de los hospitales, los sanos, los que viven fuera, los que visitan los leprosarios modernos apenas durante unos momentos, se encadenan a la víscera médica de dos formas: alguien suyo yace dentro, alguien de su amada cercanía, y su visita, su aparición como un retrato de lo que hay afuera, como un anuncio de las noticias que se suceden mientras el paciente está suspendido en el limbo de la cama y el suero, es, pues, un donativo de tiempo, de voces, de pretendida ligereza. Pero hay otros que han de llegar enteros y salen del hospital con una
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falta en su cuerpo: su donativo es corpóreo, tibio, vive en tubos de cristal antes de meterse en el cuerpo del enfermo: transfunden sangre, bilis, linfa, médula, riñones, hígados, que pretenden, en algún momento, ser, dentro del cuerpo enfermo, bálsamo, filtro de lo que hiere el orden de las células del cuerpo ajeno. No se puede ser puto, o puta, o feliz, para donar sangre: hay que ser un monje, un maniquí absoluto: ni sexo ni risa ni alcoholes ni desvelos ni riñas ni amor ni nada: una pura carne pura, limpieza absoluta incluso en los pensamientos, ya sea por obra, palabra u omisión: a las seis de la mañana llegan los donantes, o incluso antes, a esa sala de espera sumergida en un hedor de muertos, «Siempre que estoy en el hospital —dijo una vez Julián— siento que me voy a enfermar, que llego sano a la sala de espera del banco de sangre y que para el final del día, cuando llega mi turno, ya tengo una mugre
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volátil pegada en la carne y que se me va a meter en la sangre cuando me atraviesen la vena con la aguja, y que esa sangre va a llegar a mi enfermo querido y que lo va a matar, que lo va a podrir desde adentro»; a las seis de la mañana llegan, y casi dan las cuatro de la tarde cuando salen los últimos. Aquellos que llevan la renunciación a las cotas más altas, pero esto tal vez sea, más que renunciación, compromiso, una especie de comunión laica; a ellos, pues, los convierten en enfermos temporales: los visten con las batas, los hacen andar atados a los mástiles del suero, los infunden de líquidos que contrastan, según se dice, lo sano de lo enfermo, les dan a comer la misma comida que a los internos y al final, como si con ello proporcionaran la cura a dos cuerpos separados en el espacio y en el tiempo, a uno le extirpan algo que al otro le colocan y suturan porque, dicen, le hace falta. Pero resulta que ninguno de los dos sale de ahí completamente sano: «El mejor donante es un muerto», dijo una vez un médico viejo en el pasillo del hospital: «No pasa nada si se queja, no demanda a nadie, da lo mismo si lo entierran en pedazos». Dicen que los donantes y los receptores quedan, de alguna manera, enlazados entre sí, como si el órgano extirpado, su vacío cavernoso, siguiera palpitando en el donante desde la distancia del otro cuerpo, como si se entendieran sin hablar, como dos andróginos forzados por la clínica y los quirófanos. Conocí a un tipo al que le decían Indio y que en determinado momento, aquejado desde la distancia por un viejo padecimiento, se vio encadenado cada día a una máquina de diálisis: uno de los riñones había dejado ya de funcionarle y el otro, cansado y sin advertencia previa, estaba de camino al cementerio. De alguna manera se convirtió en su propio donante, al menos durante un tiempo, en el cual la máquina absorbía toda su sangre, la limpiaba y volvía a ponérsela en el cuerpo. Una especie de burdo robot, «una esclavitud», decía. Luego, finalmente, fue necesario el trasplante. El Indio
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se negaba, pensando en el riesgo que tendría que correr el donante vivo, su hermano, y se imaginaba a los dos atados a la máquina, sentados cada uno en una poltrona, con la mirada en el monte, unidos a la vez que separados por el zumbido centrifugado de la sangre. Esperaron un tiempo, por si aparecía el riñón compatible de un desconocido muerto, tal vez, en un accidente, o en un tiroteo, y cuya carne interior acabaría adentro del cuerpo del Indio. «A veces —decía el Indio— me sorprendía, al leer las noticias del periódico, la idea de que alguno de aquellos muertos del día, cientos y cientos de muertos, fuera mi gemelo genético y que su riñón, perfecto para mí, se pudría mientras le hacían fotos, o se había podrido ya, como una fruta, porque habían tardado semanas o meses en encontrarlo, amagado entre las hierbas altas de la temporada de lluvias. Trataba de no pensar demasiado en ello, y sin embargo no podía evitar que una cosa parecida al deseo me fuera bullendo por dentro como un vapor incontrolable, y no sabía yo si aquello era el deseo de una idea de justicia o de una noción amorosa: no querer que a mi hermano le arrancaran un riñón.» Pensó que podría acostumbrarse a vivir con la diálisis, que en algún punto se diseñaría un aparato de última generación que podría llevar consigo, aunque él imaginaba la misma máquina del hospital, tal vez un poco más pequeña, arrastrándola por la casa o por las calles de la ciudad en un carro de supermercado, y que así podría llevar una vida ligeramente normal. Se imaginaba a sí mismo como una especie de híbrido: «Como esos atletas que han sido amputados y corren los cien metros planos —decía— con un par de ganchos en los pies, de fibra de carbono o titanio o algún material aeroespacial», y que él mismo podría ser un atleta de la supervivencia, un atleta de la enfermedad, alguien que sobrevive a pesar de que su propio cuerpo no lo quiere así. Los pronósticos médicos, no obstante, destruyeron el sueño robótico del Indio, y fue mandatorio que su hermano pasara por el
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periplo del donante, una suerte de largo calvario que termina en un sacrificio de extirpación. El hermano del Indio estaba dispuesto a hacerlo, quería hacerlo porque quería a su hermano, en ello no hay duda, y se metió de lleno en el proceso clínico. En aquellos años resonó una noticia internacional que puso a pensar al Indio en todas las implicaciones del trasplante: un cirujano español había trasplantado las dos manos a una mujer de cuarenta y siete años, que las había perdido en un accidente a la edad de diecinueve. En principio la cirugía fue un éxito, y más allá de algunos otros casos documentados en los que los receptores resultaron perjudicados, la mayor parte de las otras intervenciones semejantes arrojaron resultados positivos. «Hay un hombre en algún lugar —decía el Indio— al que le pusieron las dos manos y nunca echaron raíz y no las puede usar y ahora pide que se las quiten, pero al colocárselas, originalmente, debieron recortarle sus propios brazos un poco más, y ahora tendrían que arrancarle hasta los hombros, o algo así, para quitarle las manos injertadas». Pero el fallo en la cirugía no era lo que más sorprendía al Indio con respecto a estos casos: «Vi la fotografía de la mujer, incluso las de otros pacientes, y estoy seguro de que las manos que les pusieron eran de personas más jóvenes, más tersas, más altas: algo desproporcionado había en todo eso. Y luego pensé —continuaba— que a los donantes los habían enterrado sin manos y eso me llenó de nervios». El miedo se convirtió en otra cosa que el Indio no podía nombrar todavía: en algún lugar habían enterrado a una mujer sin manos, en algún lugar habían quedado las manos amputadas de la mujer que recibió el trasplante. Esa permuta le provocaba una duda enorme, una incertidumbre: «¿Qué van a hacer con mi riñón?», preguntaba, «¿dónde lo van a guardar?». A su hermano, en cambio, no parecía importarle la diferencia, pero le preocupaban las inquietudes del Indio. Y aunque era evidente, o así queríamos pensarlo algunos para evitar alguna forma del terror, era evidente, pues, que aquellos
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miembros y órganos serían incinerados, como también sería incinerada, seguramente, la joven cuyos brazos fueron donados a aquella otra mujer, no logramos suprimir del todo la imagen de un cuerpo amputado escondiendo los muñones en el ataúd. Hace años, cuando una hermana de mi padre se moría de cáncer, casi todos en la familia hicimos la larga fila india del laboratorio del hospital: mentimos cuanto se podía mentir para que los químicos nos observaran las venas y su contenido y nos dijeran si éramos aptos para hacer la necesaria transfusión. Era temprano por la mañana y nos habíamos reunido unos quince. Sólo dos resultamos sanos. Uno daría sangre, otro daría el plasma amarillo. Cuando me acerqué a la máquina a la que me conectarían por un par de horas para sacarme la sangre, centrifugarla, separar de ella el líquido amarillento y volver a meterme en las venas ese vinagre debilitado, me percaté de que el sillón en el que me ofrecían sentarme estaba lleno de algodones enrojecidos: parecían capullos de flores de algodón con un punto de sangre en el lugar en el que estaban unidas al tallo: en realidad era la sangre de quién sabe cuántos donantes que habían pasado por ahí. No quise sentarme. Estuve de pie, contrario a las indicaciones de los técnicos y los químicos, porque sentía que si me sentaba ahí, en medio de esos restos, me convertiría yo mismo en un resto y que no saldría nunca del hospital. No pude aguantar y me senté en el borde, y los trabajadores se reían de mí como si hubiera sido, mi actitud, la de un tonto exquisito que se cree más limpio que la mierda de los otros. Pocas semanas después, la hermana de mi padre murió. Fue una sensación extraña, más allá de la tristeza, la de saber que en su cuerpo, ya enterrado, iba secándose mi sangre. Algo así, pero con mayor gravedad, sintió el hermano del Indio cuando el Indio se murió porque se contagió de una neumonía en el hospital. Un agujero le quedó en el costado donde el riñón le fue extirpado, y un puñado de años menos, se lo dijeron los médicos: le consolaba pensar que su
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hermano y él, si todo salía de la mejor manera posible, se morirían al mismo tiempo. Pero el Indio apenas duró unos meses después del trasplante, y el riñón del hermano del Indio no tenía contrato de regreso, y se quedó en el cuerpo del Indio, que se fue con tres riñones anudados en la barriga, que no fue incinerado y que fue enterrado muy cerca de todos nosotros. Dicen que el hermano del Indio se quedó, al final de sepelio, mirando el sepulcro como si pudiera rescatar algo vivo de ahí, algo que lo dejara descansar por las noches. Dicen que no duerme bien, que siempre que camina se inclina hacia el lado pesado, el lado con un riñón de más, así lo dice él: «Tengo un riñón de más», y se va caminando como si fuera el eje inclinado de la Tierra. •
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POEMA
El libro de las pequeñas cosas Samuel Jambrović En momentos de valor, lo abría y dejaba que los personajes, caprichos de otra mente, me enseñaran todo lo que no estaba viviendo. Llegué a odiarlo, pero permaneció inexorable, estático en la mesa, tinta en el papel. La culpa era mía: sabía que al voltear la última página, me quedaría nada más con ganas de cambiar y ninguna intención de hacerlo.
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ARCHIVOS
Pequeño manifiesto de los comunistas (sin clase ni partido) Elsa Morante
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Presentación y traducción de Ernesto Lumbreras
lsa Morante nació en Roma en 1912 y murió en esa misma ciudad en 1985. Después de escribir y publicar cuentos para niños, entrega a Cesare Pavese —con la recomendación de Natalia Ginzburg— su primera novela, Mentira y sortilegio, para que sea leída y publicada por el poeta piamontés en 1948 y obtenga el importante Premio Viareggio. En 1941 había abandonado los estudios y se casaba con el también novelista Alberto Moravia; con él y con otros amigos, formó parte de la resistencia en los años de la ocupación nazi en la Italia fascista. Casi una década después aparece, en 1957, La isla de Arturo con la que se hace merecedora del Premio Strega. Sus últimas novelas La Historia y Araceli se publicaron en 1974 y 1982, respectivamente. El escrito que presentamos a continuación fue encontrado entre los papeles de la
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novelista por Carlos Cechi y Cesare Garboli; permaneció inédito hasta 1988 cuando fue publicado en el número 30 de la revista Linea d’ombre; posteriormente, acompañado de «Lettera alle Brigate Rosse» se editó en los selectos y bien cuidados cuadernos de Nottetempo (2007) de donde lo he tomado para esta publicación. Posiblemente escrito en su última etapa, el espíritu del «Pequeño manifiesto…» contiene una doble naturaleza combativa y pedagógica: de revisión y crítica en torno de las experiencias frustradas y traicionadas de los Estados socialistas y, por otra parte, de guía espiritual y antidogmática dirigida especialmente a los nuevos movimientos rebeldes con aspiraciones de reivindicación social. En retrospectiva, y aplicado al hemisferio latinoamericano, las guerrillas sudamericanas y centroamericanas —y para el caso, también, las surgidas en México— lejos estuvieron de comprender y, sobre todo, de llevar a la práctica estos elementales principios expuestos con claridad por Elsa Morante. El mismo juicio se puede aplicar a buena parte de nuestra izquierda latinoamericana —demagógica y populista o difuminada y pragmática— que hoy en día ocupa numerosos espacios del poder público aunque naufraga ideológicamente; desterrando el ejercicio intelectual como actividad crítica y de examen —y de paso a la comunidad artística y pensante, en otras épocas sector indisociable de su espectro político—, nuestra izquierda se ha perpetuado, como clase política en el poder, cometiendo tremendas y ridículas aberraciones sobre los preceptos morales y estéticos que subraya la novelista italiana en relación a esa categoría suprema que distingue a los seres humanos: la libertad de espíritu. 1. Un monstruo recorre el mundo: la falsa revolución. 2. La especie humana se distingue de los otros seres vivos por dos cualidades. Una de ellas constituye el deshonor del hombre; la otra, el honor del hombre.
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3. El deshonor del hombre es el Poder. Éste se configura inmediatamente en la sociedad humana de todo el orbe, fundado y establecido invariablemente sobre el binomio: patrones y empleados —explotadores y explotados. 4. El honor del hombre es la libertad de espíritu. Y no será necesario precisar aquí que la palabra espíritu (aunque sólo fuera sobre la base de la ciencia actual) no significa ese ente metafísico y etéreo (un poco sospechoso) entendido por los «espiritualistas» y las comadres del barrio; todo lo contrario, se trata de una realidad íntegra, propia y natural del ser humano. Esta libertad de espíritu se manifiesta de infinitas y diversas formas y significan en su conjunto la misma unidad, el mismo todo, sin jerarquías de valores. Por ejemplo: la belleza y la ética son una sola realidad. Ninguna cosa puede ser bella si es una expresión de servidumbre del espíritu, es decir, una afirmación del Poder. Y viceversa. Así, por ejemplo, el Sermón de la Montaña, o los Diálogos de Platón o el Manifiesto de Marx-Engels, o los ensayos de Einstein son bellos; de la misma manera que son morales la Ilíada de Homero, los Autorretratos de Rembrandt o las Vírgenes de Bellini o los poemas de Rimbaud. De hecho, todas estas obras (igual que otras muchas acciones de idéntico valor) son, en sí mismas, afirmaciones de la libertad de espíritu y, en consecuencia, cualquiera que hayan sido las circunstancias históricas y sociales en las que se manifestaron, no fueron determinadas por ninguna clase en particular perteneciendo finalmente a todas las clases. Estas manifestaciones, por definición, niegan el Poder, en el cual la división de los hombres en clases es una de las muchas presunciones aberrantes.
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5. En cuanto honor del hombre, por definición, la libertad del espíritu como expresión o gozo se debe a todos los hombres. Cada hombre tiene el derecho de exigir para sí y para sus semejantes la libertad de espíritu. 6. Tal exigencia universal no puede realizarse con la existencia del Poder. De hecho, es evidente que ésta es negada. por principio, tanto al explotador y al explotado, tanto al patrón y al empleado. 7. De esto deriva la absoluta necesidad de la revolución que debe liberar a todos los hombres del Poder a fin de que su espíritu quede libre. El único fin de la revolución es el de liberar el espíritu de los hombres a través de la abolición total y definitiva del Poder. 8. Por una ley inevitable (y siempre confirmada en los hechos) es imposible arribar a la libertad común del espíritu a través de su contrario. La revolución para poner en práctica su objetivo de liberación, debe colocarlo antes que nada como punto de partida y norma. Cualquiera que esclaviza su espíritu y el de otros, con la promesa de una liberación mística y postrera es, él mismo, un esclavo además de un estafador y un explotador. Eso han hecho los Jesuitas y los contrarreformistas —pasando por Mahoma que enviaba a sus «fieles» a la devastación con la promesa del «Paraíso» de las Huríes— hasta llegar a Hitler y Mussolini que exterminaban pueblos en nombre de las «glorias nacionales» o de Stalin que castraba y martirizaba a los pueblos con la venia del «bienestar del pueblo», etc., etc., etc. 9. Una revolución que replica el poder es una falsa revolución. Ningún proletariado (lo mismo da si existe dentro de la monarquía o la aristocracia o la burguesía o dentro de cualquier otro régimen) podrá jamás atribuirse o realizar la revolución, si su espíritu no está
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libre de gérmenes de Poder. Ciertamente nadie puede comunicar a los demás aquello que no posee como es vano creer que la curación mejore si se planta en ella semillas de peste. 10. En una sociedad fundada sobre el Poder (como todas las sociedades que han existido y existen hasta el día de hoy), un revolucionario no puede presentarse (aunque lo hiciera solo) frente el Poder, si no es afirmando (con los medios y dentro de los límites personales, naturales e históricos que le fueron conferidos) la libertad del espíritu lograda por todos y por cada uno de los hombres. Y este
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es su derecho y su deber de ponerlo en práctica a cualquier costo, incluso, y en última instancia, pagando el costo de la discrepancia y la rebeldía. Es lo que han hecho Cristo, Sócrates, Juana de Arco, Chéjov, Giordano Bruno, Simone Weil, Marx, el Che Guevara, etc., etc., etc. Es lo que hace un peón cuando rechaza el abuso o el niño que se niega a una enseñanza degradante como también lo haría el mismo profesor o un obrero que fabrica un clavo de cuatro puntas para ponchar el camión que transporta mercancías nazis o el trabajador que se declara en huelga para oponerse a la explotación, etc., etc., etc. Cuando tales obras y acciones afirman, valiéndose de sus propios recursos, la libertad del espíritu, condenan el deshonor del hombre con idéntico título moral y estético. Y por definición, este legado no es propiedad ni distinción de ninguna clase; pertenece al hombre absolutamente como tal, según lo he venido comentando en los apartados 2 y 4. 11. Si en nombre de la revolución se reafirma el poder, significa que la revolución era falsa, o que ya ha sido traicionada. 12. Cualquier revolucionario (sea Cristo o Marx) que se acomoda de nuevo en el Poder (asumiéndolo, administrándolo o sosteniéndolo) desde ese mismo momento deja de ser revolucionario y se convierte en esclavo y en traidor. 13. Imaginemos ahora a un individuo, frente a un edificio devorado por un incendio. A través de una ventana (único acceso posible, aunque riesgoso) divisa a un niño que está a punto de ser tragado por las llamas. El hombre penetra por ese vano y bajo su propio riesgo salva a la criatura. Ahora bien, sería un criminal demente todo aquel que lo acusara de cometer un acto antisocial e injusto porque, ante la imposibilidad de salvar a los otros moradores del edificio, no permitió que ese único niño se quemara vivo.
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El hombre que (con los medios y los límites personales, naturales e históricos que le fueron concedidos) afirma la libertad de espíritu contra el Poder y, de paso, contra las falsas revoluciones, cumple la verdadera Larga Marcha, pese a quedar de por vida encerrado en una cárcel. Esto lo hizo Gramsci. A falta de compañeros y seguidores, de oyentes y espectadores, el espíritu libre ha tenido su propia larga marcha, aunque sólo sea frente a sí mismo y por lo tanto, frente a Dios. Nada se ha perdido (v. el grano de mostaza y la pizca de levadura); y en consecuencia, quienquiera que esclaviza, bajo cualquier pretexto su propio espíritu, se hace agente del deshonor del hombre. Doblemente desgraciado es quien se esfuerza por propagar el contagio entre los demás: y tanto más miserable si lo hace con la promesa y el placer de un poder personal. Servir a los fines del poder de los explotados (aunque sólo se hiciera en su nombre) es la peor forma de explotación posible. Peor para quien lo hace en beneficio propio. Proclamar el amor por los trabajadores para lograr una cómoda coartada sólo revela a quien no quiere a ningún trabajador como tampoco a ningún ser humano. Una multitud consciente que afirma la libertad de espíritu es un espectáculo sublime. Y una multitud cegada que exalta el Poder es un espectáculo obsceno: quien asume de manera responsable una obscenidad similar le convendría mejor ahorcarse. • Bueno Pascua.
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PA NÓP T ICO
Paisajes Anónimos Francisco Alcaraz
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n Paisajes anónimos, la lente de Luis Brito pone de manifiesto que vivimos en la era más solitaria de la historia. Como lo anuncia con elocuencia el título del conjunto, nada nos permite inferir en qué lugar fueron capturadas las imágenes: puentes, gradas, concreto, rocas, cuerpos de agua, estacionamientos, parques y estadios son despojados de sus peculiaridades, arrancados de su contexto con la misma violencia con que lo hace la globalización al estandarizar lo que solía ser particular, encarnándolos como no-lugares, como espacios sin identidad que pueden estar en cualquier parte o en ninguna. Para lograr su objetivo, el artista no se valió de momentos ofrecidos por la realidad, sino que se propuso recrearlos. Cada fotografía es una metáfora y cuenta una historia, y quizá por ello Brito procede como un pintor: diseña la escena, escoge la luz y los elementos, toma pacientemente su distancia; por momentos, el tono oscuro y la focalización de la luz cobran un dramatismo de reminiscencias barrocas. Pero el espectador
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no debe atender de manera exclusiva al título, pues el planteamiento es más complejo. Hay que observar con especial detenimiento a los personajes, coprotagonistas de la muestra, quienes al igual que el lugar en el que se sitúan, se mantienen en el anonimato: no hay rostros visibles —muchos incluso están de espaldas—, y la amplitud que los rodea multiplica el efecto de su soledad y pequeñez. ¿Pero quiénes son entonces esos personajes? Hasta hace algunos años el individuo solía ser un solitario por necesidad y convicción, acorralado por la velocidad circundante de la masa anónima de las ciudades. Estar solo no era necesariamente algo negativo, pues separarse era un acto volitivo y tenía, las más de las veces, un propósito y una duración razonables. No obstante, la marca de nuestro tiempo consiste en una paradoja extrema que muy pocos, o nadie —ni siquiera McLuhan—, hubieran previsto, pues aquello que fue concebido para acortar las distancias físicas es lo que ahora nos separa mentalmente. Las redes sociales y los smartphones culminaron el proceso iniciado por la televisión y profundizado por el internet, y lo que inicialmente fue distanciamiento se tornó en total desinterés: ya nadie quiere ni puede aislarse del mundo por más que unos minutos, pero podemos ignorar a cualquiera a nuestro alrededor sin causar escándalo; ya no nos incomoda estar en una sala de espera atestada porque podemos hacer desaparecer a la multitud sin siquiera haber visto una cara, y nos sentimos disculpados a priori de la necesidad de esforzarnos por establecer contacto humano con un desconocido o hasta con un ser querido que se ha sentado en el mismo sillón. La escena es cada vez más común: en las calles, los restaurantes, las escuelas, las oficinas, el transporte colectivo, las casas, los bares, e incluso en los autos en donde viaja una sola persona, cada quien habita, en diversos momentos, en un espacio y un tiempo individuales; estamos conectados, sí, pero no con los semejantes que el destino nos puso en el camino, sino con otros que, igual que nosotros, se aíslan con frecuencia de su entorno para habitar un
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espacio-tiempo virtual pleno de estímulos dudosos, fuera del cual la existencia parece reducirse en ocasiones a una espera miserable hasta el momento de regresar. Hemos desarrollado la nueva fobia a quedarse sin batería. La tecnología nos ha convertido en solitarios cazadores de Wi-Fi. Más que nunca evitamos estar solos y lo estamos más que nunca. Los personajes de Paisajes anónimos nacen de esa dolorosa conciencia de la condición humana en la sociedad contemporánea; son un reflejo de la soledad en que habitamos y que nos habita. No tienen rostro porque son el rostro de todos: contienen nuestros miedos y nuestros abismos, y si nos estremecen es porque recuerdan nuestro abandono. El paisaje entonces, podemos entender, no es para Luis Brito más que una exteriorización del estado del alma, como querían los románticos, y en buena medida la nuestra es sombría e irreconocible. Su logro es haber fotografiado el espíritu de nuestra época. •
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Dos poemas de Shuntaro Tanikawa Traducción del japonés: Cristina Rascón
■■ Un riff demasiado largo mi pueblo está allende la montaña mi pueblo está más allá del cielo mi pueblo está más allá del mar allende las estrellas los ángeles vuelven la vista hacia mi pueblo observen a mi pueblo por favor nuestro pueblo no podría estar en cualquier parte y ahí, de pronto, está ese pueblo un montón de pueblos que son el pueblo de donde alguien proviene por ejemplo el barrio Chiyoda el barrio Nagata por ejemplo Hiroshima por ejemplo Los Álamos por ejemplo Success Lake por ejemplo Ménilmontant por ejemplo Chelsea por ejemplo Brooklyn por ejemplo un ecuador por ejemplo el Polo Sur por ejemplo el planeta Tierra mi lugar de origen conjuntar un pueblo de los pueblos y escarbar escarbé escarbé ¡escarba aquí! ¡guau, guau!1 petróleo y carbón huesos de dragosaurio calaveras de muertos de la guerra uranio plutonio este pueblo donde hay de todo el pueblo donde todos jugamos el juego de las flores donde perdí con rabia
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el juego de las flores mi pueblo está allende la montaña mi pueblo está más allá del cielo mi pueblo está más allá del mar allende las estrellas y cada estrella es un pueblo diferente ah, Centaurus, tú estás más allá del universo isla que fluye más allá de la oscuridad tambor que resuena para un pueblo inhabitado avanzar avanzar pero volvamos al principio del fluir de la sangre Del libro 21, 1962. 1. La expresión ¡escarba aquí! ¡guau, guau! viene de un cuento tradicional infantil, 花咲かじじい(はなさかじいさん), en español «El abuelo de las flores que se abren» donde un perrito agradecido con su amo, el anciano, indica el lugar donde se debe escarbar para encontrar un tesoro. La expresión es bien conocida en Japón pues también fue el título de un programa de televisión del género de variedades en 2012. 2. El juego de las flores, en japonés, «Hanaichimonme (花一もんめ)», es un juego infantil donde con cantos se finge la compra y venta de flores.
■■ Acerca del amor yo soy el yo que contemplo el yo de quien se sospecha el yo que veo cuando me vuelvo el yo que he perdido de vista y no soy el amor soy la carne que ha huido al centro del el pie que no conoce la tierra
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corazón
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la mano que no puede arrojar al corazón el globo ocular que observa a ese corazón y no soy el amor soy el mediodía donde el sol terminó la obra que ha sido coreografiada la conversación de una pareja en su cama, conversación a la que se le ha puesto un nombre una oscuridad a la que hay costumbre de más y no soy el amor soy la tristeza que no se ve soy una alegría ruidosa y hambrienta un huérfano que escoge a qué enlazarse la infelicidad que existe por fuera de la y no soy el amor soy la mirada más profunda de cariño soy tanta comprensión que no se qué ella soy un erected penis soy un deseo constante y sin final y es que yo no soy el amor
felicidad
hacer con
Del libro Ai ni tsuite (Acerca del amor), 1955.
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Nombres, Derek Walcott Traducción del inglés: Óscar Paúl Castro
Para Edward Brathwaite Mi raza comenzó cuando comenzó el mar, sin nombres, y sin horizonte, con guijarros debajo de mi lengua, con una diferente posición de las estrellas. Pero ahora mi raza está aquí, en el triste aceite de unos ojos levantinos, en las banderas de los campos indios. Comencé sin memoria, comencé sin futuro, sin embargo, perseguía aquel momento en que la mente fue dividida a la mitad por Nunca he encontrado aquel momento en que la mente fue dividida por un horizonte:
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un horizonte.
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para el orífice de Benarés, para el tallador de piedra de Cantón, se hunde como un sedal, el horizonte se hunde en la memoria. Nos hemos fundido en un espejo dejando detrás nuestras almas? El orífice de Benarés, el tallador de piedra de Cantón, el artesano del bronce de Benín. Un águila marina gritó desde la roca, mi raza comenzó como el ave de presa con ese clamor, con esa palabra terrible: ¡Yo! Tras nosotros todo el cielo replegado, como la historia se pliega alrededor de un sedal, y la espuma insalvable nos deja sin nada en las manos salvo esta varita para escribir en la arena nuestros nombres que el mar borra, ante nuestra indiferencia.
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Cómo ser un gran escritor Charles Bukowski
cógete una buena cantidad de mujeres mujeres hermosas y escribe unos cuantos buenos poemas de amor no te preocupes por la edad ni por los talentos recién llegados sólo bebe más cerveza más y más cerveza
perdedor y no olvides tu Brahms tu Bach y tu cerveza. no te exijas demasiado. duerme hasta el mediodía. evita pagar las tarjetas de crédito o pagar cualquier deuda a tiempo.
vete a las carreras de caballos una vez a la semana y, si puedes, gana aprender a ganar es difícil cualquier idiota puede ser un buen
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recuerda que no hay trasero en este mundo que cueste más de 50 dólares (en 1977). y si tienes la capacidad de amar ámate primero a ti mismo
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pero siempre considera la posibilidad del fracaso total sin importar que la razón de esa derrota parezca justa o injusta— un incipiente sabor a muerte no es necesariamente algo malo.
consíguete una buena máquina de escribir y como los pasos que suben y bajan fuera de tu ventana golpea esa cosa golpéala fuerte conviértelo en una lucha de peso completo sé como el toro en la primera embestida
mantente lejos de las iglesias, de los bares, de los museos, y como la araña sé paciente— el tiempo es la cruz de todos más el exilio la derrota la traición
y recuerda a los viejos perros que pelearon tan bien: Hemingway, Celine, Dostoyevski, Hamsun. si piensas que no se volvieron locos en cuartos minúsculos tal como te está sucediendo ahora
toda esa escoria. quédate con la cerveza.
sin mujeres sin comida sin esperanza
la cerveza es sangre continua. entonces todavía no estás listo una amante constante.
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toma más cerveza hay tiempo y si no lo hay está bien también. Ejercicio de traducción llevado a cabo colectivamente durante el módulo de Traducción de Textos Literarios en Culiacán, Sinaloa (Seminario de Creación y Apreciación Literaria, isic, 2017), impartido por Óscar Paúl Castro. Traductores: Flor Salaiza, Diana Munguía, Agustina Valenzuela, Ana Raquel Cota y Óscar Ureta.
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ZONA CRÍTICA
Las nadas y las noches, bajo las leyes de lo invisible
C
Francisco Meza
onocer las geografías de lo femenino bajo la conciencia y cuidado de un lenguaje que se proponga encontrar expansión en su mesura, conlleva un esfuerzo de contención y sapiencia de oficio para cualquier autor. En fin, la construcción de cada verso y cada cesura, la utilización puntillosa de la adjetivación estrictamente necesaria, así como el hipérbaton dislocando sintaxis convencionales en busca de potenciar una expresión, son algunos de los méritos y virtudes que permean en la poesía de María Auxiliadora Álvarez. Me confieso sorprendido frente a la escritura de esta poeta venezolana, quien cultiva un estilo marcado por la verticalidad al momento de abordar sus asuntos y sustancias. Por ejemplo, en su primer libro, Cuerpo, se habrá de constituir un itinerario sobre las peripecias internas y externas de lo materno; tópico que en sí se presta a ser desarrollado a partir de un tremendismo reaccionario o
desde un chantajismo caricaturesco; en María Auxiliadora Álvarez esta instancia de lo femenino es abordada desde la mesura orgánica de quien ha cruzado los purgatorios de quirófanos y discordancias médicas, poetizando la experiencia de aquella que dará a luz después de la metamorfosis física y química del cuerpo; además de dar a luz un discurso que incluye las antípodas del alumbramiento; es decir, la naturaleza propia de
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lo orgánico siendo tratada desde la frialdad de los protocolos quirúrgicos. Entre Cuerpo1 y el segundo libro Ca(z) a existe una conexión muy palpable. En el primero de ellos, el tratamiento de la familia emerge de manera consustancial a la experiencia del alumbramiento. De tal modo, la imagen de la hija queriendo retornar al útero, esto en el poema 12 de la serie, es un buen ejemplo que advierte cuáles serán los senderos que se transitarán en Ca(z)a, un conjunto de radiografías poéticas sobre las relaciones entre la familia que habrá que dejarse y la familia que habrá de construirse; quizá de ahí el propio título, mismo que se escribe con una z entre paréntesis, lo cual apertura la posibilidad de dos lecturas: una, la de quien busca a partir de la escritura capturar los materiales que el olvido viene disolviendo; otra, el libro en sí como morada, como espacio para que esos seres se congreguen. Esta relación dialógica entre la autora y sus personajes no habrá de tener con-
cesiones sentimentalistas ni convencionalmente edificantes. Justo de ahí una de sus grandes virtudes; escritura que se va erigiendo desde ciertas contemplaciones domésticas hasta ciertas concepciones que históricamente han marcado los desequilibrios entre los géneros. Es indispensable puntualizar que el universo estético de esta autora es lo que dota de vitalidad y trascendencia a su obra. En el poema 28 de Ca(z)a aparecen estás líneas que me hacen recordar algunas búsquedas de Alejandra Pizarnick y de Antonio Porchia, la intensidad de lo vertical: «Nunca tuvieron juntos otros ojos/ tanto pájaro a salvo/ tu peso es/ mi más grave pérdida». Versos de un poema que merecería un análisis mucho más detallado, pero que en sí me arrojan a un paisaje del silencio y de la emoción, a través de un extraordinario manejo técnico, el cual culmina en una iluminadora síntesis de paraísos perdidos. La poesía de Auxiliadora Álvarez me ha sorprendido de tal manera que ha lo-
1 De 1985, año en que vio la luz pública Cuerpo, hasta el 2009, con la escritura de Paréntesis del estupor, esta generosa antología, Las nadas y las noches, contiene los rumbos y los atajos de una poesía que habrá de morar en la memoria de un lector atento; escritura que logra desde su contención desbordar nuevos significados. Sin duda, más allá de lo masculino y lo femenino, la obra poética de María Auxiliadora Álvarez se consolida en la actualidad como una de las más portentosas de nuestro idioma. Sus poemas son esas llaves diseñadas para abrir las diversas puertas de lo invisible.
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grado inaugurar en mi percepción como lector nuevos territorios de lo inesperado; dando un giro de 180 grados esta poeta pausa las pulsiones de sus dos primeros libros para explorar el mundo de las sensaciones, de los paisajes gélidos y cálidos del espíritu humano, con tal precisión que parecería que se estuviera frente a cristales labrados desde una aguda inteligencia de la sensibilidad; del álbum de familia se traslada a una decantación más exhaustiva del mundo percibido. De tal manera, en los libros de Sentido aroma, Inmóvil, Un día más de lo invisible, El eterno aprendiz, el lector podrá entrar en la morada de un conocimiento forjado en los hornos del silencio. Es necesario hacer una mención a la destreza con que María Auxiliadora Álvarez coloca sus blancos, sus cesuras, sus silencios en el cuerpo de los poemas; en fin, los versos, en cada unos de ellos, tienen una justa distancia de respiración entre sí, quizá con el objetivo de acelerar o detener el ritmo de la mirada que los descifra. Lo que más sobresale, desde mi óptica, de esta faceta de María Auxiliadora Álvarez, es la manera en que logra descubrir ángulos diferentes en las cosas mil veces observadas y sentidas. El poema «Sen-
tido aroma», texto que abre el libro homónimo, dice: «flor cortada/ tu perfume duradero/ es de ti? o es de tu herida?». En otro poema hace la siguiente inversión: «una niña adorna con su cabeza/ la pequeña flor muerta». En otro, apertura las sendas de un misterio: «oír el silencio de los pájaros/ es ahora una ventana». Asimismo, en estos libros de mayor decantación no se deja de lado las sustancias de lo propiamente humano. Atendiendo a ello, no concibo los libros de poesía, los libros que en mí moran, sin el componente de ofrecer una versión de la quemadura del mundo que habitamos; si asumimos que el lenguaje es la casa del ser (Heidegger), podríamos imaginarnos a la poesía como el fuego interior que alumbra la vida en dicha casa; podríamos imaginarnos alrededor de esa lumbre, después de algún abatimiento, leyendo en voz alta el siguiente poema de Auxiliadora Álvarez: «la lluvia no nos nombró esta vez/ no lo hizo/ el derrumbe/ nos ha dado/ una nueva montaña/ y una alta brisa final/ sobre lo devastado». Publicado a mitad de la etapa recién referida, Páramo solo es un caso aparte en el corpus de la poesía de esta autora; en él reconocemos los espacios baldíos
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donde los ecos de nuestros mayores resuenan. El poema «Un hombre pobre» merece atención particular. En esta pieza se congregan potencias creativas un tanto diferentes e imprevistas; poema seriado o serie de poemas, estructura que practica frecuentemente la autora, el poema se va hilando a través de la pérdida de posesiones tanto físicas como metafísicas o sobre la imposibilidad de recurrir nuevamente a ellas; parafraseando a la poeta: un hombre pobre no tiene lugar, no tiene río, ni mañana ni puede soñar con el ayer. Bajo dicho planteamiento, se incorporan una serie de locuciones populares, de uso cotidiano: quefue, quemás, paraqué, conqué, alfin, sinqué, las cuales funcionan como los nombres propios de las aves internas que habitan la psique del hombre pobre. Como lo había mencionado es un texto cuya concepción es bastante particular y cuyo fondo obliga a un mayor esfuerzo cognitivo-analítico. Sin embargo, perdónenme el lugar común, estamos frente a un poema de extraordinaria profundidad y belleza. En los títulos Las regiones del frío y Paréntesis del estupor, la poeta ejecuta un verso de mayor aliento, muy próximo al versículo, pero conservando la contención —constante en toda su poesía—. Hay en
esta etapa una apuesta descriptiva por las corrientes subterráneas que sacuden al mundo observado, a la experiencia de la realidad; desde un estado de intranquilidad se eleva la voz para cifrar los estratos que deja la violencia y la indolencia, en los paisajes humanos, en las regiones íntimas del ser. Me atrevo a pensar que en estos dos se encuentra la etapa de mayor compresión y condensación de María Auxiliadora Álvarez; esto como resultado de un mayor entendimiento ante lo percibido pero con la consigna de explorarlo desde otros filones enunciativos. En el poema «La rosa de la descomposición» se observa la forma en que la contingencia del ser es expresada mediante un elemento de la naturaleza: «Feroz fue lo inexorable/ Contundente como el chirrido de una rama calcinada», lo absoluto de lo inexorable se simboliza mediante un ruido minúsculo; líneas que constatan cómo desde lo sincrético se pueden decir los dramas clásicos de lo humano. Lo que trato de expresar es que en este período de la obra, la voz de la autora ha incrementado sus potencias, conservando su pulso pero expandiendo sus márgenes; asunto para nada sencillo en la trayectoria
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de cualquier escritor. Continuando con el tema de lo inexorable, en otro poema se lee: «La vida del sobreviviente es peor que su muerte: llevar los ojos vivos bajo tierra». Estas líneas parecieran una advertencia sobre la imposibilidad de regresar impoluto de las ferocidades de la vida. Sin embargo, la misma autora que indaga sobre el comportamiento invasivo de las heridas inasibles, escribe en estos libros
poemas como «Piedras en reposo», «No es la palabra es la voz» y «Al descampado», donde aconseja y exhorta, desde una suerte de sabia maternidad poética, al otro para soltar sus caballos al viento o para atravesar las orillas de lo sufrido. Es así que con estos dos títulos Auxiliadora Álvarez escribe bitácoras más herméticas y, a la vez, sin contradicción de por medio, más iluminadoras. •
Perforar el silencio y los secretos de la vida Luis Guillermo Ibarra
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Selva Almada, El desapego es una manera de querernos, México, Random House, 2016, 294 pp.
ace apenas unos meses, un artículo publicado por el periódico español El país afirmaba de manera contundente: «el otro boom latinoamericano es femenino». El texto subrayaba la manera en que las escritoras de las nuevas generaciones se abrían paso en el mundo de las letras. Las temáticas emergentes del siglo xxi, los vertiginosos cambios abriendo de par en par grandes preguntas, muy lejanas a cualquier
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respuesta inmediata, las problemáticas sociales, culturales, económicas en un mundo sostenido en el abismo, las crisis morales y las nuevas formas de vida, eran puestas en movimiento por la sabiduría y la imaginación de una nueva generación de escritoras que ganaban un lugar en el mercado editorial y en la crítica literaria. Desde el principio Selva Almada ocupó un sitio clave en esta polifonía de voces, dibujando, con un estilo propio, una región de la provincia argentina. La escritora, nacida en Entre Ríos, mostró así en sus novelas y relatos, historias de una vida cotidiana que se aventuraban entre gestos y rituales inesperados. El tiempo de esa provincia acariciaba con la misma lentitud los actos que invocaban un regreso al origen y a ese tedio que abría sus brazos a una eternidad árida y descalabrada de ilusiones. El lenguaje, como un exacto fuego insaciable, localizaba así el ropaje de las pasiones que se escondían detrás de los días. De esa manera la esencia del arte narrativo tomaba un brío de cautelosa innovación, de una sobriedad estilística, para mostrar de nuevo las cosas en su imperecedera desnudez. Después de la publicación de sus novelas El viento que arrasa (2012) y Ladrilleros
(2013), o el magistral trabajo realizado con su libro Chicas muertas. Una crónica de no ficción (2014), la publicación de esta compilación de cuentos El desapego es una manera de querernos es una oportunidad para continuar ingresando en este periplo de pequeñas piezas de la escritora argentina, todas ellas conectadas bajo el influjo de la memoria imaginativa, y la obsesión por encontrar en el lenguaje un medio de claridad sin excesos de artilugios, pero con una fuerza capaz de atravesar los acontecimientos esenciales de la vida humana. Muchas de estas historias que fueron dadas a conocer con anterioridad en revistas, antologías o libros de la escritora argentina, por cierto, con una circulación muy limitada, publicadas ahora en su conjunto, son un buen motivo para ir redescubriendo, como lectores, la manera en la que se construye una voz y una región literaria. Selva Almada desentraña en su narrativa los archivos de las vidas privadas, recolecta con una destreza musical los rumores de la memoria, las huellas inevitables del paso del tiempo; da cuenta, además, de los deseos y los secretos de genealogías familiares, las historias negadas, las hazañas enterradas por la vida escurridiza, la apatía o
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el olvido; de esos acontecimientos triviales de los hombres ejercidos como actos de fe, o bien, como antesalas de sus propios delirios y su destrucción. Descartemos en sus historias las grandes batallas, los retos por conquistar mundos desconocidos. Aquí se abren paso esos pasajes que describen las acciones mínimas e íntimas de mujeres, hombres y viejos, esos contornos de sus vidas que van penetrando con mayor fuerza en sus pasiones humanas. Y es que en los cuentos de Selva Almada la observación de lo aparentemente trivial, es fruto de los más intensos asombros y de la organización sentimental de la vida de sus personajes. Un acontecimiento elemental y cotidiano retorna siempre a los registros rituales de la memoria. El cuento es la clave para entender las maneras en que la vida se experimenta por pequeños y decisivos instantes: tensos, aniquilantes, vitales, eróticos, mágicos, mortales, sorpresivos y sorprendentes. En la primera de estas historias —«Niños»— asombra la manera en que confluyen los temas de la inocencia, la muerte y los universos en las diversas etapas de la vida. En una escena, dos niños observan la impresionante y enigmática pureza de un hombre muerto. Se sostienen «del borde
del féretro con sumo cuidado, temerosos de que el menor movimiento fuese a derramar la muerte». La presencia de la muerte esconde sus propios anuncios y movimientos, transforma a una mujer en «una doliente hermosa y patética», carga las atmósferas de «una tensión erótica» que «atraviesa el aire como ocurre siempre en la desgracia». Tanto en este primer relato, pero sobre todo en los dos siguientes «Chicas lindas» y «La muerte en su cama», —la amistad se localiza en el primer plano temático. La entrada al mundo de la adolescencia se desborda en descubrimientos, en experimentaciones con la privacidad del lenguaje por medio del diario íntimo, con la admiración por la sensualidad de las mujeres mayores, los amoríos de barrio y los escondites para burlar una moral castigadora. La violencia es otro de sus temas. Ésta se impone como resultado de un castigo a las tentaciones prohibidas, o bien, como la otra cara del paraíso deseado. Por un lado, están los muertos que resistieron el impulso del tedio, la fortuna y los infortunios de la vida. Por otro lado, están los que con su muerte arman el calvario de una intriga y la condena de una historia familiar. Al principio del relato «Dennis no vuelve» el
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personaje protagónico se vuela «la cabeza en la cocina de su casa alquilada». La tragedia trae consigo el miedo, la construcción de una íntima novela policiaca que recorre todos los rincones de la vida privada. La historia de la huida de Dennis con la mujer ajena encarna la historia negra de un lugar, la condena de un destino descarrilado en el decálogo moral del pueblo. Pero también, en términos discursivos, la posibilidad de abrir una ramificación de historias que arman un mundo ficticio de tensiones en pequeños pueblos de la provincia argentina. Contar una historia es, por lo tanto, situarse en un ángulo para abrir el inventario de los secretos inagotables de la rebelión de los deseos en las vidas más ordinarias. Es imposible develar el misterio de estas vidas. Sin embargo, en las historias de Selva Almada mucho nos sugiere la biografía de una región determinada, el ful-
gurante reflejo de un arma, un instrumento de música, una fotografía, la educación familiar, el trabajo de los hombres, el crecimiento de los pueblos, la belleza recatada de las mujeres, el desconocimiento de los proyectos del futuro, el lenguaje de un cuerpo, vivo o muerto, como un glosario de signos enigmáticos e infinitos. Todas esas cosas que forman parte de una aventura de hombres y mujeres que, al igual que el personaje de Carson McCullers, se parece más «a un estado del espíritu que a una sucesión de viajes reducibles a mapas y horarios». Con la obra de Selva Almada, indudablemente, podemos tomar como lección aquellas palabras de Claudio Magris: «Es la literatura la que puede salvar esas pequeñas historias, iluminar la relación existente entre la verdad y la vida, entre el misterio y lo cotidiano, entre el individuo concreto y la Babel de la época». •
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El otro lado de la ventana El muchacho que vivía en unos bóxers blancos, A. E. Quintero, Jorge Luis Mendívil Ayala Qué eróticos amanecieron los árboles, las lluvias de anoche los hacen ver más altos, más húmedos. A. E. Quintero
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legar a la poesía de A. E. Quintero (Culiacán, Sinaloa, 1969), quien se ha convertido, con el paso del tiempo, en una de las voces con más prestigio dentro de la poesía mexicana, es pararse ante un sendero poblado de fulgores y extrañezas. Este poeta sinaloense ha merecido reconocimientos como el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa (1996) con Los postigos del verano; además de ser seleccionado su poemario La telenovela de las cuatro no se detendrá porque alguien logró matarse como mejor libro en la Feria del Libro Independiente de la aemi. También fue distinguido con el Premio Bellas
Artes de Poesía Aguascalientes en 2011 con su ya tan elogiada Cuenta regresiva. No obstante, en estas páginas pretendo lograr un acercamiento a dos de sus últimas publicaciones: El pequeño libro de la lluvia (Ediciones Simiente, 2017) y El muchacho que vivía en unos bóxers blancos (isic, Serie Ex Libris, Poesía, 2017). Desde la primera parte de El pequeño libro de la lluvia titulado «Lluvias vistas
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como dragones», vemos las posibilidades tanto temáticas como estilísticas que ofrece la poesía de Quintero: aquí el poeta hace de la lluvia el cuerpo, tan abrumador en ocasiones como sosegado en otras, de la muerte, la memoria y el recuerdo. Mientras que en la otra mitad del libro, «Lluvias hechas a lápiz», la caída y el transcurrir de la lluvia («la lluvia real, literal») acompañan a los padecimientos del desamor y las inevitables ausencias, ese áspero campo de la poesía del sinaloense donde no hay manera de cubrir las gotas cristalinas de la tristeza y el abandono que «nos empapan los hombros con sus historias». El incesante goteo de los versos que se desbordan en este (pequeño) libro, trae consigo una fuerza simbólica sin duda admirable: «Pienso que los muertos se convierten en algo/ que amaban. Por eso sé que mi abuelo/ se convirtió en lluvia». Con Quintero como precedente, sería poco hablar de reminiscencias si hablamos de lluvia. Es decir, las lloviznas, pues, no nos traen remembranzas aisladas, arrancadas de ese amplio mosaico que es la memoria, sino que aquí las lluvias se vuelven sitios, una casa «abandonada» donde anidan plantas, piedras y muros:
la nostalgia (en su totalidad) se vuelve habitable. Así la lluvia se resemantiza para albergar la imagen siempre dudosa de los ausentes y, de este modo, convertirlos en paisajes, en «reinos de hojas secas» en un mar que golpea incesante, oculto. Es por eso que «El mejor homenaje/ que uno puede hacerle a la lluvia/ es mojarse». La manera en la que el hombre entra al pasado, creando vínculos con evocaciones inciertas, con horas lejanas en espacios trasformados por el tiempo; la forma de habitar la esfera donde moran las charlas añejas, las anécdotas de la abuela, la soledad y los trenes (porque hay algo de soledad en todo esto): así es como debemos permitir que nos empapen las aguas que caen en millones de partículas desde lo alto… desde adentro. Trasladarnos hacia el núcleo de la lluvia y, de este modo, caer en cuenta de que lo nostálgico del pasado, sin poder evitarlo, menosprecia el presente. La corteza de los árboles, según Quintero, «es un retrato hecho a lápiz de la lluvia». El recuerdo del niño que fuimos esperando a patear la pelota; la adolescencia y sus noches de embriaguez, música y baile; un hombre que se lamenta por los amores que pudieron ser y nunca fueron;
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o un anciano que busca la vida (ya perdida para él) en las sombras de las muertes que aún pesan: esta es la lluvia que se petrifica en nuestra corteza de carne, cuya imagen, a final de cuentas, es el reflejo de nuestra memoria. Por eso el poeta nos dice (nos enseña) que sólo somos árboles hechos de lluvias, de recuerdos, y de lo oscuro del recuerdo, lo sabemos, no podemos (con)fiarnos. Llegados a este punto, parece conveniente ahondar en los placeres y las prohibiciones que inundan el segundo libro. El muchacho que vivía en unos bóxers blancos contiene un conjunto de poemas sostenidos de una vibrante lascivia, de cavilaciones sobre el amor: ¿será el amor cogernos siempre de la misma forma? Y, además, cimentados con imágenes que, aunque recogidas de la cotidianidad, pertenecen a los lugares oscuros y, por ende, ocultos del mundo. Estos cuadros de humedad y desnudez que traza el poeta se sitúan en un plano donde el tacto entre los cuerpos de dos muchachos termina por chocar y, a su vez, corromper los prejuicios de la moral. Esta moralidad, dicho sea de paso, siempre indiferente a la cordura. En el primer conjunto de poemas, titulado «Usuarios de la noche», los mu-
chachos se encuentran en las calles, en las casas, en las ventanas, con su «agua cargada de fantasmas» para entrar en los juegos de la lujuria. La voz poética de Quintero permite vislumbrar el instante en que el pene de un niño de 7 años, al entrar en contacto con las manos de otro muchacho de 11, con las caricias adictivas que ocasiona el caluroso intercambio de miembros al lado de las bardas de ladrillo, se vuelve verga: «Mi pene dejó de ser pene/ a los 7 años/ y fue verga desde entonces,/ y desde entonces/ ha soñado manos de otros,/ saliva caliente/ de otros hombres». El autor, con esa claridad expresiva, lejano a pretender ocultar con incomprensibles metáforas esta sustancia cálida y humeante que contiene su poesía, nombra las cosas por su nombre. Pues como sostiene el poeta Luis Aguilar en la contraportada de este libro: «la verga de un muchacho de bóxers blancos sólo puede llamarse verga». En la segunda parte, «Muchachas con pasamontañas», el cuerpo de la homosexualidad se vuelve una condena. Una pena que obliga al prisionero a hacer de las madrugadas un refugio hecho de encuentros fugaces con otros «usuarios de la noche» también marginados a las sombras.
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Se esconden bajo ese pasamontañas para ocultar sus pensamientos, su forma, al fin, de ser muchachos. Hombres con un miembro (que por la noche se vuelve verga) temblando bajo el pantalón. Es por esto que la masturbación se transforma en el mejor refugio, la «mejor manera de continuar», para esos amantes presos de la incomprensión y la apatía de los otros. Sin embargo, la desazón que transpira esta serie de textos, los alivia la última parte del poemario, «En el estuche de una vieja pistola vive un hombre», donde el arrebato de la lascivia y las humedades, la búsqueda de aguas en los cuerpos calurosos y las miradas de los amantes, coinciden con versos antitéticos (rítmicamente hablando) a la lucha de los cuerpos por las noches. De esta forma es que el poema se vuelve un lento (pero gustoso) camino
en medio de una ráfaga de imágenes con mujeres palpando, buscando, en sus vaginas, «antiguas miradas de hombres»; imágenes de muchachos que «se tocan los testículos/como quien encuentra agua escondida bajo el suelo». Con todas estas formas (la lluvia y la nostalgia, el cuerpo y el deseo), con esa accesibilidad lingüística (la claridad en el lenguaje que tanto caracteriza la poesía del sinaloense), con su agudeza descriptiva para la construcción de imágenes y la notable precisión en el manejo de los símbolos, el sinaloense ha conseguido colocar su obra como una de las más laureadas dentro de la poesía mexicana en los últimos años. Es por todo lo dicho, y no por casualidad, como diría Luis Aguilar, que A. E. Quintero es uno de los poetas mexicanos más leídos de su generación. •
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El revés de esta luz: Mayco Osiris Ruiz Viridiana Carrillo A la tenue huella, a veces perdurable, otras fugaz, que deja tras de sí un cuerpo que se le conoce como estela, minúsculas partículas de luz, breves chispas, un conjuro de claroscuros la componen. Las estelas siempre se contemplan en lo alto, porque para dejarla se requiere de volar, de elevarse. Ciertos pasos de una vida por el mundo son comparados con la línea etérea que deja una fuga. El primer poema del libro El revés de esta luz de, Mayco Osiris Ruiz nos inicia en el trazo, ya difuminado, en el cual no puede dar cuenta de su paso, es una estela envuelta en el olvido, y quizá sea esa la razón de su búsqueda: Si alguna vez fui el viento, si a mi paso rendidas cayeron las murallas, no lo recuerdo ya.
El libro se divide en tres secciones, la primera se titula “Árboles” y la componen once poemas. Aquí la estela deja la altura para penetrar la tierra, para surgir de la única manera que podría nacer una luz transformada, es decir: como un fuego vertical anclado a las raíces, donde todo comienza. Pero habrá que aclarar que no se trata de fundar un bosque, sino un silencio. Y quizá resplandores y revelaciones que es, sin duda, lo que sigue. Confieso que esta parte me llena de reminiscencias, porque como lo pide en el epígrafe Giorgos Seferis, uno debe pensar en árboles, yo en verdad pienso en el peso, en la humedad y en el olor de la corteza del ciprés. Árbol que bien conocen las manos, cuyo seseante nombre evoca el movimiento de la hoja:
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«un ciprés solitario que lleva en las entrañas la imagen de otro ciprés más grande», pero también es el roble: Entre mi voz y este roble: qué distancia. Digo su nombre, mi lengua vibra pero hay algo vacío, como un tambor resonando inútilmente en el desierto. En el mito bíblico lo que clama en el desierto es la palabra, es la revelación, para el autor sus árboles se escapan de ella, no la contienen, se oculta o se bifurca como las raíces, toma diversas formas, incluso sustancias, es la enfermedad del árbol que brota para adentro, poesía casi inasible, no es como alguna vez lo leímos en El golem, que el nombre es el arquetipo de la cosa, aquí no está todo el Nilo en la palabra Nilo y por ello Osiris Ruiz confiesa:
palabra, aunque la niebla, la oscuridad o la contraluz la van deconstruyendo, resignificando, ya sea de silencio o de olvido, de origen o de profundidad, incluso de miedo más siempre de incertidumbre: Y es inútil porque ya no distingo el fuego de la noche, el tacto de la sombra, la soledad del viento. He olvidado los nombres de todos esos ríos que remontaba al vuelo: de su ciega corriente solo este arroyo queda. El poema número 13 tiene un epígrafe de Gonzalo Rojas, porque es un umbral
no hay un roble/ que quepa entero en la palabra roble. Y entonces, ¿qué nos queda? No volver, sino traer de vuelta. La segunda parte del libro se titula «Reino mental», donde el reinicio es a la
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(isic, Serie Ex Libris, 2017)
de sus lecturas, de su formación, para encontrar un poema de verso directo, preciso y claro. Aunque el poeta continuamente ve la palabra reflejada en todo, le resulta inasible. Y lo intenta y la ve lejana. La duda y la paciencia son sus ventajas, sus mejores artífices, aun cuando se lamente, aun cuando después se diga qué lástima poeta, qué lástima. La última sección del libro, bien llamada «Trasluz», que precisamente es eso, el reverso, donde se acepta que la luz es infinita y cíclica. Porque esa luz, como Ulises, siempre tiene retorno. ¿A dónde devolverse si todo tiene grietas? Una sensación de abismo nos deja, como cuando en sueños nos es imposible ver un rostro. Cegados por el resplandor o la oscuridad, como sea, luz o su reverso, da lo mismo, porque la sentencia está dada:
Estragos de la guerra:
Kanada, de Juan Gómez Bárcena*
Claudia Blanco Montaño El pasado noviembre Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) formó parte de los escritores invitados a la decimosexta edición de la Feria Internacional del Libro Los Mochis, donde presentó su novela más reciente, Kanada (Sexto Piso, 2017). Gómez Bárcena, narrador e historiador,
Y sí: perdiste. •
* Sexto Piso, 2017
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figura como una de las jóvenes promesas literarias de habla hispana. Su libro de relatos Los que duermen fue reconocido por El Cultural como una de las mejores óperas primas del 2012; por él recibió el Premio Tormenta al Mejor Autor Revelación. En 2014 publicó El cielo de Lima (Salto de Página), libro merecedor del Premio Ojo Crítico de Narrativa 2014 y del Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa 2015, y que ha sido traducido a varios idiomas. Kanada narra el regreso a casa de un profesor después de haber vivido los horrores del holocausto durante la Segunda Guerra Mundial. Este hombre vuelve a un hogar que dejó de serlo años atrás y ahora se ve como un espacio envuelto en recuerdos que carecen de sentido. La historia inicia cuando el maestro de astrofísica decide aislarse del mundo y vivir en el despacho de la que una vez fue su residencia. Gómez Bárcena nos estremece desde el inicio con la atrevida decisión de narrar en segunda persona. «Tu casa sigue en pie» es la primera de tantas frases que enfrenta al lector con una empatía obligada para compartir, de alguna manera, la situación del personaje principal. Durante la presentación del libro, el autor de Kanada comentó que decidió aferrarse a
la segunda persona porque su personaje sufría de un trauma: es alguien que en lugar de contarle su historia a otro, se la repite a sí mismo. Gómez Bárcena señaló que, para él, narrar en primera persona exige cierto nivel de conciencia de parte del lector para entender lo que vive el protagonista; en el caso de su personaje, siendo una víctima del holocausto, es difícil poder explicarle su experiencia a quienes no lo han vivido, es difícil que entiendan el manojo de emociones vividas y que siguen presentes en su interior. Sin embargo, creo que la segunda persona ayuda, en este caso, a que el lector se plantee el dolor que sofoca a la víctima. Cada frase acompañada del «tú», lastima e invita al lector a meterse en el mundo desde la perspectiva del profesor. El aislamiento del protagonista en su despacho retrata una realidad deseosa de estancarse. El ritmo parece lento pero a la vez es muy ágil. La lentitud se refleja en la descripción del cuarto, que se transforma en un refugio y una prisión. La voluntad de nunca más salir limita el mundo a cuatro paredes cuyos cambios son notorios en sutiles detalles; la acumulación de mugre, la quema de libros para mantener el calor durante los fríos inviernos, los trastes sucios acumulados, el entrar y salir de la esposa del vecino, las hormigas
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alimentándose de las migajas y los ruidos externos: de su residencia, del edificio y de la calle continua. Gómez Bárcena se arriesga aún más cuando utiliza estos sonidos para describir la posguerra en Hungría en lugar de acudir a las imágenes. Son los ruidos los indicadores de los cambios sociales, la economía, la educación e incluso la ideología: las conversaciones entre el vecino y su esposa, la hija de ellos que escuchamos primero llorar como recién nacida y después repetir de memoria las capitales del mundo; el cuchicheo entre los huéspedes de la casa convertida en residencia y de una máquina ensordecedora; todo esto traslada al lector a décadas donde el nazismo, que sigue perturbando la mente del profesor, se entremezcla con la invasión del comunismo en Europa del Este. La agilidad de la prosa se muestra en la capacidad impecable de describir con pocas palabras un presente sofocado por el pasado. Conforme avanza la lectura la pregunta que surge es: ¿qué sigue para alguien cuya culpa lo atormenta todos los días? El título viene precisamente de ahí: Kanada es el nombre del almacén donde se recogían los artículos requisados a los deportados a los campos de concentración. Ahí es donde trabajó el profesor antes de volver a su casa, clasificando las
pertenencias de quienes entraban para nunca más salir. Juan Gómez Bárcena pone a su protagonista en un reto moral terrible: para que los trabajadores de Kanada puedan sobrevivir es necesario que lleguen más trenes, que haya más deportados. Contrario al Hombre en busca de sentido de Víktor Frankl, Kanada deja a un lado la superación y la capacidad del ser humano de sobreponerse a sus penurias. Frankl intenta enseñarnos cómo hasta en el lugar más mísero el individuo puede mantener su dignidad. En la historia de Gómez Bárcena sucede lo contrario, «Es una versión nada edulcorada», dijo durante la presentación del libro. Una vez fuera del infierno, el protagonista no puede sino seguir siendo un prisionero. Otro de los elementos característicos de esta obra son sus silencios. El silencio como parte del trauma que sufren aquellos que han vivido los estragos de la guerra. Esa ausencia de palabras nos expone la incapacidad de contar los horrores y el trauma que acarrea la autodestrucción. Estos silencios los sentimos a lo largo de la obra como gritos sofocados. Silencios que acompañan el carácter de muchos europeos del Este, golpeados no solamente por la Segunda Guerra Mundial sino también por la llegada del comunismo. Pa-
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reciera que su resignación está plasmada en callar y observar, en ese silencio ensordecedor. A pesar de que en Kanada se infiere que la novela sucede en un contexto histórico después de la Segunda Guerra Mundial, no hay precisiones temporales o geográficas que así lo definan. Con esta decisión Juan Gómez Bárcena buscó crear un vínculo con el mundo actual. En Kanada se ofrece un homenaje a todos los desplazados que por un conflicto bélico han tenido que abandonar su casa y sus raíces. En esta novela, el autor busca trascender el tiempo con el fin de retratar a quienes siguen sufriendo los estragos de la guerra. •
Flores sobre el estiércol* Miguel Bojórquez Playing for the high one, dancing with the devil, going with the flow, it´s all a game to me. Motörhead Ace of Spades Desde tiempo atrás he considerado al poeta como un individuo que posee mayor susceptibilidad hacia los golpes, hacia las heridas, y *
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Matad al jardinero, Juan de Dios García (isic, Serie Ex Libris, 2017).
en diversos momentos lo he interpretado como un guía: uno que se encarga de llevarte en un recorrido turístico por el viejo pueblo donde naciste y viviste buena parte de tu tiempo, ese pueblo de noches ambarinas, corazones libres y bailes bajo las balas perdidas. Así el poeta nos evita la huida, volviendo visible la imposibilidad de bajarse de este tranvía hecho de recuerdos inciertos y del pasado que, como dice el poeta, no existe. El viejo pueblo es la memoria y el guía, en esta ocasión, es Juan de Dios García: poeta originario de Cartagena, España, y autor de los libros Nómada (Fundación María del Villar, 2008), Ártico (Germanía, 2014), Un fotógrafo ciego (Editorial Balduque, 2017) y su más reciente compilación: Matad al jardinero. Antes que nada, es importante enunciar que los golpes cambian la vida de una persona, y fungen como detonantes para que el individuo se modifique a sí mismo. De esta forma, en Matad al jardinero se puede apreciar que el hilo encargado de unir a cada poema con su sucesivo, creando un tejido palpable, es la perpetua cicatriz ocasionada por la herida del golpe: Estoy evaporándome en un bar del sur de España,
se lamenta Juan de Dios García en el poema «Hipo», y es esa sensación decadente la que acompaña al libro en todo momento; una sensación tóxica que el autor identifica, pero no pretende erradicar, pues su ausencia o presencia carecen de relevancia. Así pues, esta postura puede encontrarse en «Desayuno», donde el poeta cuestiona la importancia de ser diamante o ser carroña, otorgándole a ambos elementos el mismo valor: ninguno. A propósito de la decadencia, es interesante encontrar en Matad al jardinero a dos personajes —pertenecientes a la contracultura popular de los setenta— que son considerados como íconos de la degeneración, (con)viviendo armoniosamente en un poema: Sid Vicious y Nancy Spungen. Ambos amantes, sumergidos en una habitación repleta de tocadiscos, agujas, papel plata, cucharas calcinadas y comida podrida, intercambian palabras que, aunque no siempre reciben una respuesta, siempre son aceptadas; en las que el idioma viaja a manera de imágenes y son dirigidas mayormente por la heroína. De esta forma, el poeta escenifica una situación cotidiana transcurrida en un apartamento del libro, evidenciando a este residuo de la sociedad que, naturalmente, encuentra hogar en su compendio.
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Retomando la metáfora del tranvía, la nostalgia adquiere un papel importante en el poemario, pues desempeña la función de vínculo entre el presente y el pasado. Se sabe que dicho sentimiento es la idealización del ayer, pero Juan de Dios García lo representa de una manera diferente, pues, a pesar de conocer su esencia dolorosa: Memoria es el país de donde llega siempre la tristeza, también lo aborda con cinismo, señalando su carácter ilusorio con irreverencia: El pasado no existe, construimos sucesivamente en él, flores sobre el estiércol. Como a toda herida le corresponde su respectivo medicamento, la poesía de Juan de Dios García encuentra su paliativo en la lascivia. Esta pulsión puede
apreciarse como contraste a las diferentes temáticas que ya he mencionado, pues si la decadencia, la nostalgia y la melancolía pueden presentar una visión desesperanzadora del mundo, la lascivia aparece como el analgésico que permite sobrellevar la enfermedad: Sólo el blancor del semen borrará tanto dolor y tanta oscuridad. Matad al Jardinero es una cicatriz conformada por 38 heridas, en la que el poeta nos lleva, cual recorrido, al corazón de la enfermedad. Un recorrido en el que el tranvía realiza múltiples paradas en bares cutres, habitaciones miserables, piscinas repletas de Lolitas, planetas invertidos; y presenta personajes autodestructivos que, a pesar de tener consciencia de su desgracia personal, se entregan totalmente a los placeres y continúan sus vidas al ritmo de una canción de los Ramones. •
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FICHAS María Auxiliadora Álvarez
(Caracas, 1956). Estudió Letras Hispánicas en Estados Unidos y Artes Plásticas en Colombia y Venezuela. Ha dado clases en Miami University (Ohio), University of Illinois y unam (México). Es miembro del Consejo de Latin American Studies Association (Sección Venezuela). Entre sus libros están Cuerpo (1985), Ca(z)a (1990), Pompeya (2003), Las regiones del frío (2007) y Piedra en Ü (2016), entre otros.
Tomás Alejandro Lee
(Culiacán, 1996). Actualmente cursa el tercer año de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la uas.
Arián Castro Murillo
(Culiacán, 1995). Estudiante de violonchelo en la Escuela Superior de Música del isic. Ha asistido a los talleres de Eduardo Ruiz, «Estilo en la prosa»; «Un tiempo equivocado de pájaros», por Jesús Ramón Ibarra, y a algunos módulos del «Diplomado en creación y apreciación literaria».
Luis Jorge Boone
(Monclova, 1977). Es autor de los poemarios Traducción a lengua extraña (2007), y Versus Ávalon (2014), entre otros; del volumen Lados B. Ensayos laterales (2011); de los libros de cuentos La noche caníbal (2008), Largas filas de gente rara (2012) y Cavernas (2014); y de la novela Las afueras (2011). Ha recibido varios premios en su país: entre ellos el de Cuento Inés Arredondo 2005. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.
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Raúl Durán
(Mazatlán, 1995). Poeta y traductor. Egresado de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ha publicado en diversas revistas digitales e impresas. Actualmente es beneficiario del pecdas en el área de Literatura.
Marco Sanz
Es profesor de Antropología Filosófica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa.
Iliana Cervantes Llamas
(Culiacán, 1992). Estudió Psicología en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ha participado en seminarios y grupos de estudio sobre psicoanálisis y en talleres de narrativa y poesía en las ciudades de Culiacán y Querétaro. Actualmente es beneficiaria del pecdas en el área de Literatura.
Mónica Zepeda
(San Cristóbal de Las Casas, 1987). Licenciada en Literatura y Creación Literaria. Colaboró en el área de Difusión Cultural de la Casa Universitaria del Libro, unam. Autora de Si miento sobre el abismo.
Y. Tamez
(Culiacán, 1992). Estudió Comunicación y Psicología. Se ha desempeñado como fotógrafa y redactora. Ha tomado talleres con escritores como Alejandro Tarrab, Mariana Orantes y Eduardo Ruiz Sosa. Su cuento, «Mal de ojo», forma parte de la antología En el andén de los sueños (2014).
Jorge Esquinca
(México, 1957). Editor, traductor y promotor cultural. Obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes con El cardo en la voz (1990). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Descripción de un brillo azul cobalto obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines para Obra Publicada 2009.
Eduardo Ruiz Sosa
(Culiacán, 1983). Es profesor en la Facultad de Historia de la uas. Ha publicado los libros La voluntad de marcharse (2008) y Anatomía de la memoria (2014).
Samuel Jambrović
(Pensilvania, 1988). Es poeta, dramaturgo y cuentista. Es licenciado en Estudios Hispánicos y Teatro por la Universidad de Brown y actualmente cursa el mfa en Escritura Creativa de la Universidad de Iowa, donde ha recibido el Iowa Arts Fellowship y el Stanley Graduate Award. También colabora con el Spanish Creative Literacy Project.
Elsa Morante
(Roma, 1912-1985). Es autora de los libros Mentira y sortilegio (1948), La isla de arturo (1957), El chal andaluz (1963), La historia (1974) entre otros. Participó en los movimientos sociales y culturales italianos en la década de 1960 junto con autores como Alberto Moravia y Pier Paolo Passolini. Tradujo al italiano a Katherine Mansfield. A partir de 1961 escribió la novela Sin consuelo de la religión, que nunca llegó a terminar.
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Ernesto Lumbreras
Poeta y ensayista. Obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes con Espuela para demorar el viaje (1992). Su más reciente libro es La mano siniestra de José Clemente Orozco.
Francisco Alcaraz
(1979). Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Autónoma de Sinaloa, donde actualmente labora como editor. Recibió el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2002. Es autor de los libros: La musa enferma (2002), Tiempo en vuelo (2013) y Principia Mortis (2013).
Francisco Meza
(Culiacán, 1979). Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Autor de Defensa de la demora (2009), La bitácora y un día más (2009), Memoria de marzo (2011), Cuaderno de las apariencias (2013) y Donde el silencio dicta su autobiografía (2017), entre otros. Ha colaborado en revistas nacionales y estatales. Actualmente es Jefe de la Unidad Editorial y de Análisis Jurisprudencial del Instituto de Capacitación Judicial. En 2010 ganó el Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura.
Claudia Blanco Montaño
(Culiacán, 1987). Ha impartido la materia Taller de Lectura y Redacción en preparatoria y realizado tareas de asesoramiento editorial. Su blog es https://pasaportesysellos.com/
Jorge Luis Mendívil Ayala
(Los Mochis, 1997). Estudia la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Autónoma de Sinaloa.
Cristina Rascón
Escritora, economista y traductora. En 2017 aparecieron sus libros de haiku Zoológico de palabritas (para niños) y Flor del alba.
Shuntaro Tanikawa
Es uno de los poetas japoneses más leídos actualmente. Candidato al Premio Nobel.
Charles Bukowski
Poeta y narrador. Es autor de varias obras clásicas de la literatura norteamericana.
Leonardo González
Óscar Paúl Castro
Poeta y traductor. Es autor de Puzzles (2013).
Ha participado en talleres de literatura y artes visuales y ha colaborado en exposiciones y en proyectos editoriales con fotografía.
Miguel Bojórquez
B
(1996). Estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas, y cantautor de música folclórica, radicado en Culiacán, Sinaloa. Ha colaborado en las revistas digitales Whisky en las rocas y Palabrerías.
Derek Walcott
Fue merecedor del Premio Nobel en 1992. Omeros es su obra más celebrada.
Artista urbano. Tatuador.
Luis Guillermo Ibarra
Doctorante en letras por la unam.
Viridiana Carrillo
Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la uas. Promotora de lectura.
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C. Quirino Ordaz Coppel Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa Papik Ramírez Director General del Instituto Sinaloense de Cultura Jesús Ramón Ibarra Director de Literatura Inma Aljaro Jefa del Departamento de Literatura Juan Esmerio Navarro Jefe del Departamento Editorial José Humberto González Palazuelos Jefe del Departamento de Bibliotecas Francisco Meza Sánchez Consejero editorial de Timonel Wendy Félix Herrera Coeditora Adalberto García López Corrector Maritza López López Cierre de edición D.R. © Instituto Sinaloense de Cultura