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Bueno, pues nada, buenas noches

Bao Zhuo

Frente al patio hay una montaña de escombros, restos de un muro derruido que los niños utilizan como barricada que escalan entre gritos para luego precipitarse cuesta abajo agitando los brazos. Al pasar por delante, el hombre justo está hablando por teléfono sobre un seguro. Le cuenta al cliente acerca de sus ventajas, de su alta rentabilidad, de la facilidad y rapidez para liquidar los pagos, de la posibilidad de obtener dividendos a cambio de una pequeña inversión. La otra parte muestra cierto interés. Hace tiempo que esa es la única esperanza que le queda al hombre.

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La puerta de al lado está abierta. Probablemente, la mujer, que trabaja de dependienta en un centro comercial, tenga hoy el día libre. Esta mañana, cuando se encontraron abajo, en la entrada del baño público, ella le sonrió. Duda si aprovechar para asomarse. El cliente todavía no ha colgado. Piensa que en cuanto cuelgue tal vez consiga reunir el valor suficiente para entrar por la puerta de al lado.

Vive ahí desde hace seis meses. Se trata de un viejo edificio situado a las afueras de la cuarta carretera de circunvalación de la ciudad1 con una entrada de color rojo oscuro que da a un largo pasillo. Las luces –que se encienden con el sonido– están rotas y nadie las ha cambiado. Entre las puertas a lo largo del pasillo hay apenas un metro de distancia, y detrás de cada una de ellas un espacio ocupado en su mayor parte por una cama. Al principio no había tantas puertas. Un día, al volver de una noche de borrachera, tuvo la sensación de que aquellas puertas cerradas a cal y canto eran lápidas en las que reposaban almas en pena como la suya. Los apartamentos, de poco más de diez metros cuadrados cada uno, están partidos en dos espacios por un tablón de madera, con puertas que consisten en aberturas practicadas en la pared junto al pasillo. Las ventanas han sido construidas de la misma manera.

Una mañana de finales de agosto, los dos salieron de casa a la vez y bajaron juntos. Él le preguntó por su trabajo, y ella le contó que era dependienta en unos grandes almacenes en el centro de la ciudad.

—¿Y tú? —inquirió ella.

—Ahora soy vendedor de seguros —contestó él—, pero no lo seré siempre.

—¿Es que acaso hay alguien que sea siempre lo mismo? —replicó ella.

La mujer se adelantó y el hombre la siguió detrás. Los dos se sumieron en el silencio. Subieron a autobuses distintos en la misma estación. Después se encontraron varias veces, en el pasillo, en la calle o en la parada de autobús. De vez en cuando ella le sonreía, pero lo más habitual era que mirara para otro lado fingiendo no haberlo visto. Él, en cualquier caso, cada mañana antes de salir de casa se miraba al espejo con una sonrisa impecable. Luego se anudaba bien la corbata y recitaba para sus adentros varios fragmentos de El vendedor más grande del mundo, el famoso superventas de Og Mandino:

No vine a este mundo a fracasar, ni el fracaso corre por mis venas. No soy una oveja que espera ser aguijoneada por el pastor: soy un león y me niego a hablar, a caminar o a dormir con las ovejas. Que no te dé vergüenza intentarlo y fracasar, porque quien no ha fracasado nunca es que nunca ha intentado nada.

Es como si ese libro hubiera sido escrito para él, como si aquel escritor estadounidense no dejara de animarle en su vida de fracasado. Aunque por desgracia para él, Mandino no le ha enseñado a tratar con la mujer de quien lo separan dos tristes centímetros de tablón de madera. Ni siquiera saben el nombre del otro. Cada vez que llega a casa, siente como si de todo el cuerpo le crecieran tentáculos que se estiraran en un intento de alcanzar como sea la puerta de al lado. Cuando el olor a perfume, comida y fideos instantáneos se cuela por entre las rendijas del tablón, acude a su mente la imagen de ella maquillándose mientras come. Pega la oreja a la pared, y ninguno de los sonidos que hace la mujer escapan a sus oídos.

Está discutiendo con alguien por teléfono. Que si «te he amado durante tres años y ahora vas y me dices que no soy tu chica ideal», que si «eres un puto imbécil», que si «¿te crees superior por tener una casa?», que si «que te jodan». Entonces empieza a sollozar, y se suena la nariz con un pañuelo. Se pone a fumar, y el encendedor suena dos veces. Se oye el descorchar de una botella de vino. El teléfono suena, y ella cuelga; vuelve a sonar, y ella vuelve a colgar. Al final deja de sonar, seguramente porque ella lo ha desconectado. Él levanta la mano con ganas de dar un golpe en el tablón y preguntarle qué ha pasado; pero, tras un momento de duda, baja la mano.

A la noche siguiente escucha sus jadeos acelerados y el ruido de la cama dando golpes contra la pared. Esos sonidos son como un rayo que lo fulmina. Se cubre la cabeza con el edredón. Al amanecer, recita en voz alta:

Mis fantasías no valen nada, mis planes son tan insignificantes como el polvo, mis objetivos son inalcanzables; nada tiene sentido a menos que actúe de inmediato.

Después de repetir tres veces estas palabras se mira en el espejo, pero se olvida de sonreír. Oye el sonido de un portazo que viene de la casa de la vecina. La sigue por las escaleras, pero solo alcanza a ver su espalda moviéndose mientras el viento se lleva el ruido de sus tacones apresurados.

Una vez ella llamó a su madre y estuvieron hablando largo y tendido sobre lo que hay y lo que no hay que hacer cuando uno tiene diabetes: nada de dulces, nada de alimentos con mucha grasa o almidón, más cereales integrales y ejercicio habitual. En otra ocasión conversaron acerca de una mujer que había dado a luz a gemelos, y de los cuatro ancianos que se turnaban para cuidarlos.

—Eso está muy bien, pero es la vida de otra persona —tranquilizó a su madre al otro lado de la línea telefónica—. Yo estoy bien aquí, tú de lo que tienes que preocuparte es de tu salud.

En ese preciso instante le entraron ganas de llamar a la puerta de al lado y abrazarla. Solo un abrazo, nada más. Pero entonces recordó aquellos jadeos. Se estiró en la cama bocabajo y empezó a moverse con unas sacudidas que hicieron que la cama de madera diera golpes contra la pared, mientras dejaba escapar un gemido ahogado. Después se sumió en un sueño reconfortante. Soñó que era propietario de un enorme jardín cuya ubicación desconocía.

El precio del metro cuadrado en aquella ciudad había alcanzado los 30.000 yuanes –alrededor de los 4.300 dólares–, pero él ganaba unos 6.000 al mes. El alquiler le salía por 1.500 (sí, por ese cuarto en el que a duras penas cabían una cama y una mesa). Compartía la mitad de la cama con manuales sobre cómo lograr el éxito, biblias del marketing y ediciones abreviadas de clásicos chinos. Og Mandino, Anthony Robbins, Dale Carnegie, Jim Rohn, Chen Anzhi2, Yu Dan3… Nada más estirarse en la cama sentía la sabiduría de esos gurús del éxito acudir a su encuentro. Esos libros eran su fortuna. En ellos estaba su futuro.

Pero cada vez le tiene más miedo al tiempo. Los días y los años pasan volando. A principios de octubre se da cuenta de que otro año de inactividad está a punto de tocar a su fin. Es entonces cuando se fija por primera vez en los muros en ruinas del patio. Un camión de color azul cielo está aparcado junto a él, y tres hombres con aspecto de campesinos migrantes están paleando trozos de ladrillos rotos. Cuando vuelve a casa por la tarde, sigue habiendo bloques de cemento, tablones y ladrillos apilados. Entonces se da cuenta de que las calles de la ciudad parecen un poco más limpias que antes; incluso han podado los árboles de las aceras.

El casero lo llama para informarle que en los últimos días la ciudad ha empezado a renovar los viejos edificios residenciales, y decirle que se vaya a vivir a otro lugar. Le da a entender que intente aguantar lo que pueda.

—Banda de ladrones… —se queja por teléfono—. ¿Qué más les da lo que haga yo con la casa? Se empeñan en decir que hay problemas de seguridad o no sé qué.

Entonces el hombre recuerda una noticia que leyó hace ya algún tiempo, acerca de un incendio en un viejo bloque de viviendas: el fuego había comenzado con un cortocircuito en el cableado de la instalación eléctrica, y el camión de bomberos se había quedado atascado en la entrada de la urbanización sin poder entrar. Murieron tres personas, justo cuando en la ciudad se estaba celebrando una gran feria internacional de productos básicos.

—Pues sí —conviene él—, ¿a ellos qué les importa en qué clase de lugar viva yo? A mí también me gustaría vivir mejor.

Estuvo varios días sopesando si volver a alquilar la habitación, pero luego se olvidó del tema. Un día se encontró con su vecina la dependienta y trató de preguntarle si también había recibido una llamada del propietario, pero ella pasó de largo, alejándose mientras hablaba con la oreja pegada al teléfono. Durante esa época ella solía llegar tarde a casa. Una vez volvió borracha y vomitó. Un vaso cayó al suelo y se rompió. Entonces pensó que cuando el negocio le fuera mejor, llamaría a la puerta de al lado.

Pero ahora la puerta de al lado está abierta. El cliente con el que había estado hablando por teléfono se ha echado atrás, y ahora él está intentando sonsacarle por qué de repente ha dejado de interesarle el seguro. «Tan solo quería hablar contigo», le confiesa el cliente. Maldice para sus adentros y cuelga. Oye el sonido de la confianza en sí mismo escurriéndose, como el aire de un globo que se escapa cuando alguien lo pincha con una aguja. Aquello no es un drama, por supuesto: no tiene más que regresar a su habitación y repasar sus manuales de éxito para volver a ser un gallo listo para la pelea.

Abre la puerta. Las plantas suculentas en el alféizar de la ventana le provocan una sensación de irrealidad. Hay un cuenco y dos platitos sobre la mesa. Junto a ella hay una cama sobre la que descansa un oso de peluche tan grande que ocupa casi la mitad. Inconscientemente da un paso atrás hasta tocar el umbral con el tacón, y se queda quieto. Vuelve la vista hacia la derecha y ve su cama llena de libros, y de pie frente a ella el perchero en el que aún cuelga la ropa sucia que se había cambiado el día anterior. La guitarra que lo ha acompañado durante tantos años y que ya no toca también sigue allí.

2 Famoso autor chino de libros de autoayuda, también conocido como Steve Chen. Entre sus principales obras destacan Los mayores secretos del éxito, Métodos de éxito de diamante y Éxito para niños (N. del T.).

3 Escritora y divulgadora de la filosofía china antigua. Su obra más célebre es Felicidad, en la que ofrece consejos para ser feliz inspirándose en las enseñanzas de Confucio (N. del T.).

Apoya la espalda contra la puerta, y de pie en esa casa que le resulta familiar y extraña a partes iguales llega a una increíble conclusión. Se encuentra en un lugar desconocido, en las paredes hay dos marcas y han arrancado los tornillos de expansión. Entonces se da cuenta de que han desaparecido los tablones que los habían mantenido separados. Antes había fantaseado con el espacio al otro lado de la pared, y ahora lo tiene ante sus ojos. Se sienta en la cama a fumarse un cigarrillo mientras observa las pertenencias de la mujer. De repente le entran ganas de reírse, y así lo hace. No avisará al casero hasta que ella regrese.

Se pone a ordenar el espacio que le pertenece. Tira la ropa sucia a una palangana en la que echa agua y detergente. Los calcetines malolientes los lavará por separado. Recoge los pañuelos usados que hay en el suelo, los tira a la papelera y, tras reflexionar un rato, saca la basura. Empieza a fregar el suelo, metiendo la fregona debajo de la cama y sacando alguna que otra cosa inesperada. También hay algunos objetos perdidos, botellas de cerveza, paraguas, un pequeño ventilador eléctrico, un masajeador y un hervidor de agua, que coloca en su sitio.

Poco a poco se va oscureciendo, y de noche la ciudad parece un cielo estrellado. Conecta su teléfono móvil a su equipo de música con Bluetooth y pone una y otra vez la banda sonora de la película Inside Llewyn Davis. Le encanta la película, y también su música. Cuando empieza la segunda canción, abre la colonia que tenía pensado regalarle a un cliente y se echa un poco en la muñeca y en el lado izquierdo del pecho. Mientras lo hace, mueve la nariz para captar la fragancia suspendida en el aire. Eso es justo lo que quería, esa sensación de levedad. Apaga las luces y la música se convierte en un murmullo como el del agua al fluir.

Pero sus oídos permanecen en todo momento atentos a cualquier movimiento en el pasillo.

Al oír el ruido de los tacones –cloc, cloc, cloc–, se pone tan nervioso que no puede evitar levantarse de un respingo. La oye detenerse frente a la puerta abierta y dudar unos segundos, para luego salir corriendo. Agobiado, piensa si debe ir tras ella; pero justo en ese momento escucha sus pasos regresar de nuevo.

Entonces ella abre la puerta con determinación y enciende la lámpara de bajo consumo, cuya luz lo cubre todo como si fuera una bolsa de color blanco. La mujer agarra con fuerza un palo. Ve que es él, pero aun así grita. Ha tardado menos que el hombre en comprender que han retirado el tablón que mantenía las dos habitaciones separadas.

—Vaya, conque al final lo han hecho de verdad… —empieza—. Esto es allanamiento de morada, qué poca vergüenza.

—Lo que hacen no tiene nada de sorprendente —señala él—. Actúan con una eficiencia despiadada.

Ella se sienta en su cama, lanzándole miradas de vez en cuando. Él marca el teléfono del casero para avisarle de que han retirado los tablones de madera. El propietario maldice al otro lado de la línea telefónica y cuelga.

—¿Qué te ha dicho? —inquiere ella.

—Me ha colgado —responde él.

Ella se levanta y vuelve a revisar sus pertenencias, aprovechando para echar un vistazo al espacio que le pertenece a él. Después se le queda mirando con los brazos en jarras y apoyada en la ventana. Se observan el uno al otro. En el intervalo entre el final de una canción y el principio de la siguiente, oyen el ruido del tráfico del viaducto, que parece un río rugiente. El largo sonido de la bocina de un camión le recuerda a él el rebuzno de los burros de su pueblo. Ella frunce el ceño y piensa que está harta de ese ruido.

—¿De verdad es tan peligroso vivir en estas condiciones? —suelta ella de repente.

—Puede que sí —aventura él—. Si ellos lo dicen…

—Últimamente ha subido el precio de la vivienda —comenta ella—; y con él el precio de los alquileres.

—Pues que suba —replica él—. Algún día…

Ella ve los libros que él tiene sobre su cama, se acerca, agacha la cabeza, alarga el dedo índice y lo pasa lentamente por los lomos.

—Yo he leído todo esto… —murmura.

—¿Cómo?

—El huevo y la piedra —le explica—: el huevo es la fe, y la piedra la realidad.

—Voy a darle la vuelta a esa frase —dice él mientras saca La debilidad de la naturaleza humana y se pone a hojearlo.

—«El miedo surge sobre todo de la ignorancia y la incertidumbre» —ella pronuncia la frase del libro y se lo queda mirando con una sonrisa en la cara.

—¿Tienes miedo? —le pregunta él.

—Qué música más buena —comenta ella—. Aunque no sé inglés.

Él asiente con la cabeza y le pregunta si le molesta que fume.

—Fuma —dice ella—. En tu habitación mandas tú.

Enciende un cigarrillo y olvida que lo tiene entre los dedos mientras se acerca a la ventana y contempla las luces lejanas.

—Tu habitación no es como pensé que sería —le confiesa ella.

—Gracias —dice él, que se vuelve y apaga el cigarrillo en el cenicero—. La verdad es que el tablón de madera era tan fino que podía oír todo lo que hacías.

—Lo sé —replica ella; y entonces, por alguna extraña razón, repite las mismas palabras—: lo sé…

—¿Cómo está tu madre? —quiere saber él.

—Sigue igual —contesta ella—. Es como una niña pequeña, desobediente.

Él camina hacia el espacio que le pertenece a ella, fingiendo perplejidad y curiosidad mientras intenta encontrar un tema de conversación. Pero al final no lo consigue y vuelve a sentarse en su cama.

—¿Qué hacemos? —pregunta ella con un hilo de voz.

—¿Qué más podemos hacer? —se lamenta él en un tono que es todo menos desesperado—. ¿Quieres salir a dar una vuelta o a tomar algo?

—Es demasiado tarde —se excusa ella—: mañana tengo un turno de mañana temprano.

—Yo también tengo que reunirme con un cliente a primera hora de la mañana… —comenta él—. Bueno, pues nada, buenas noches.

Ella apaga la luz y la oscuridad lo envuelve todo. La cama hace un ligero ruido cuando vuelve a acostarse. Él emite un sonido gutural al tragar saliva. Se pregunta si ella lo habrá oído. Ella tose suavemente, como si se hubiera atragantado con una espiga de trigo, y se pregunta si es realmente necesario que se quite la ropa para dormir. Se queda un buen rato dándole vueltas a la cabeza sin llegar a ninguna conclusión.

—Buenas noches —se despide al fin.

Ruan Wangchun 阮王春

Ruan Wangchun, nacido en 1990, es poeta y escritor. Desde el año 2012 ha publicado obras en las revistas Dianchi, Literatura de Fronteras (Bianjing Wenxue), Pastos silvestres (Ye cao), Bosque de ficción (Xiaoshuo lin), Frijol rojo (Hongdou) y Literatura del sur (Nanfang wenxue); fue ganador del Premio Literario Diandong, dos veces ganador del Premio Anual de la Sociedad de Escritores de Kunming, entre otros. Entre sus obras publicadas se encuentra la antología narrativa Estación Norte

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