Etiqueta Negra Nº51

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04_ CIRCUITO INTEGRADO

ENTER

SUPERMERCADO

DOSSIER NO

BONUS TRACK

14_

26_

50_

58_

Enrique Prochazka

María Luisa del Río

LOS CEREBROS OPERADOS DEL DOCTOR COCA Marco Avilés

38_

EL PRIMER PUEBLO WIRELESS Juan Pablo Meneses

68_

MÁRTIRES DE LA SILLA ELÉCTRICA Richard Moran

84_

CEMENTERIO DE TELEVISORES Paola Dongo

DICCIONARIO DE LA LENGUA

28_

TALLER DE MECÁNICA Martín Appiolaza

NO A LAS MONJAS

52_

NO SOY ADICTO Samuel Arias

30_

54_

Julia Gebhard

Eloy Jáuregui

CONSULTORIO SEXUAL

32_

RECETARIO DE COCINA Emilio Laferranderie

EL PUEBLO DE LAS MUJERES SOLAS Josefina Licitra

87_

REPÚBLICA Y GRAU Daniel Alarcón

NO ENTRÉ A LA MARINA

56_

NO MOVIÓ LA COPA

Carolina Reymúndez

34_

BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

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Fritz Berger Ch.

36_

MANUAL DE INSTRUCCIONES Katia Novella Bosio

76_ Mujeres esmeralda Un portafolio de Joana Toro


06_ QUIÉNES SOMOS

51 AÑO 6 - AGOSTO 2007

DIRECTOR EDITORIAL Daniel Titinger dt@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe

EDITOR GENERAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe

COMITÉ CONSULTIVO Jon Lee Anderson Julio Villanueva Chang Juan Villoro

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EDITORES ASOCIADOS España Toño Angulo Daneri tad@etiquetanegra.com.pe Estados Unidos Daniel Alarcón da@danielalarcon.com Perú Sergio Vilela svilela@planeta.com.pe

ASESORES DE ARTE Sheila Alvarado Augusto Ortiz de Zevallos Sergio Urday ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya Enrique Felices

DIRECTOR GERENTE Huberth Jara hj@etiquetanegra.com.pe

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PRENSA Y RR.PP. Laura Cáceres

PUBLICIDAD Vanessa Carranza / Ejecutiva de cuentas Juan Carlos Cuadra / Ejecutivo de cuentas Malena Llantoy / Coordinadora publicidad@etiquetanegra.com.pe Teléfonos: (511) 222-0852 (511) 441-3693 7 (511) 440-1404 SUSCRIPCIONES suscripcion@etiquetanegra.com.pe

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PRODUCTORA Isa Chirinos isa@etiquetanegra.com.pe DISEÑADOR Jimmy Sánchez Chirinos

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CORRESPONSALES BARCELONA / Gabriela Wiener BUENOS AIRES / Juan Pablo Meneses NUEVA YORK / Wilbert Torre CIUDAD DE MÉXICO / Carlos Paredes BOGOTÁ / José Alejandro Castaño VERIFICADORES DE DATOS José Carlos de la Puente Álvaro Sialer

ARTE FINAL Omar Portilla ASISTENTE DE FOTOGRAFÍA Musuk Nolte INVESTIGADORES ASISTENTES Miguel Ángel Farfán Roxabel Ramón Richard Manrique MÁRKETING Y NUEVOS NEGOCIOS Huberth Jara / Gerente marketing@etiquetanegra.com.pe Judith Aliaga / Asistente de márketing marketing1@etiquetanegra.com.pe DISTRIBUCIÓN PARA PUNTOS DE VENTA PERÚ / Distribuidora Bolivariana PANAMÁ / Panamex CHILE / Metales Pesados

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08_ CARTA

EL ESPíA DE MI OTRO YO

bres que pueden quedar embarazados; hay diarios con reporteros virtuales que denuncian, por ejemplo, violaciones sexuales, es decir, virtuales, y el reportero y el violador y la víctima existen también frente a un ordenador: un abogado reputado, un ama de casa de su casa, un colegial de trece años. Sory, la rumana, en su versión real, bien

A

podría ser un anciano en Singapur. En Second Life hay vendedores y compradores, y una moneda llamada linden dollar, que es de menticabo de conocer a una psicóloga rumana de

ra, claro, pero existe: en el fondo son dólares americanos que luego

pelo largo y castaño que se agita con el viento,

puedes contar con los dedos y hay gente, lo he leído, que ya abandonó

o lo que vendría a ser el viento, quién sabe, y tiene además

su trabajo en este mundo –el nuestro–, porque le va bien en Second

un escote que podría verse desde Saturno. Mi nueva ami-

Life, donde la gente, perdón, los avatares, hasta podrían no ser tan

ga se llama Sory, viste de negro, es linda, le gusta bailar

malos. Hay conciertos en vivo, a veces toca U2; hay edificios de parti-

dándose de volantines, como una loca, y conocer gente.

dos políticos que también existen aquí –¿entiendes lo que es aquí,

Hace apenas un rato bailamos en un club lleno de luces

no?–; y hay gente que incendia esos edificios. Hay marchas contra

rosadas, amarillas y bolas como centellas de todos los ta-

Chávez que nadie puede prohibir. Hay islas que se llaman Spain,

maños. Pero yo, que en la vida real detesto bailar, le dije

México, World of Passion. Hay conversaciones sobre economía, sobre

«bye, Sory», me despegue del suelo, o de lo que vendría a

deportes, hay sexo virtual, y todos los avatares son libres de hacer lo

ser el suelo, y salí flotando de ese mundo que desde ayer,

que les da la gana. Pero desde ayer que juego, es decir, que vivo mi

viernes, es mi segunda vida. Mi second life. Tal vez ya es-

segunda vida, tengo una enorme pregunta: ¿Quién diablos controla

cucharon hablar de eso. Resulta que ahora hay un mundo

todo esto? «No es un juego –ha dicho el creador de Second Life–, es

paralelo que puedes descargar por internet –como la mú-

un país». Es más que eso. ¿Acaso hay alguien que puede espiar en la

sica de moda– y jugarlo, es decir, vivirlo, si cabe el térmi-

vida virtual de tantos millones de usuarios? ¿Hay un voyeur que lo ve

no, desde tu computadora: enter, luego existo, anunciaría,

todo? Si hasta ayer nomás dudaba de la existencia de dios.

desde su blog, un Descartes moderno. Se llama Second Life y es el espacio donde todo es posible, como volar, por ejemplo, escapando de la bailarina Sory, linda y loca, porque Second Life, lo dijo un economista de carne y hueso, especialista en mundos virtuales, es «una alternativa fantástica a la vida cotidiana». En la segunda vida hay más de

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ocho millones de personas que tal vez se hartaron de vivir en vivo y en directo. Si mutas tu existencia en un monitor, de pronto ya no eres persona sino avatar. Yo les digo «personas» porque eso parecen, personitas dibujadas en 3D, y le digo «mundo» por lo mismo. En Second Life hay

Mi otro yo volando en una isla.

enanos y gigantes, hombres sin cabeza y mujeres con alas de insecto, a imagen y semejanza de sabe dios qué demente; hay construcciones, casas, edificios, piscinas; hay hom-

daniel titinger

dt@etiquetanegra.com.pe


10_ CÓMPLICES

JOSEFINA LICITRA Argentina. Periodista. Autora del libro de crónicas los imPrudentes. historias de la adolesCenCia Gay-lésbiCa en la arGentina. Uno de sus reportajes ganó el premio a mejor texto de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en el 2004. La tecnología no es buena ni mala: es necesaria y, a esta altura, cumple las mismas funciones vitales que un vaso de agua.

MARIA LUISA DEL RÍO LABARTHE Perú. Escritora. Es autora del libro no mires atrás (Solar, 2006). Vive en Cuzco, donde escribe CuzCo bizarro, para la editorial Santillana. No sé qué haría yo si nadie hubiera inventado el e-mail o la licuadora. La tecnología es como la sal en la comida: podemos vivir sin ella, pero no vale la pena.

MARTÍN APPIOLAZA Argentina. Periodista. Consultor de organismos internacionales en temas de violencia armada. Director de la Escuela Latinoamericana de Seguridad y Democracia.

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La ciencia alcanzó a la ficción: las armas empiezan a imitar a los juegos y las ventas crecen al ritmo de la violencia. ¿Cómo resolverán los niños del futuro su Edipo?

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DANIEL ALARCÓN

JUAN PABLO MENESES

Perú. Escritor. Vive en California. La revista Granta lo nombró como uno de los mejores novelistas jóvenes de EE. UU. radio Ciudad Perdida (Alfaguara) es su primera novela.

Chile. Columnista, blogger y escritor en medios de Latinoamérica y España. Es autor de los libros sexo y Poder y equiPaje de mano. Pronto publicará un libro donde cuenta la vida de una vaca.

Menos tecnología, más poesía.

JOANA TORO Colombia. Fotógrafa. Trabaja en la revista Cambio. Ha colaborado en otros medios como eskaPe, el tiemPo, Cromos y shoCk. La tecnología es un mal necesario. Nos aparta y nos acerca, nos cura y nos mata, nos da poder sobre los demás. ¿Para qué? Para conquistar el espacio, clonar seres, movernos a más velocidad, estar informados.

RICHARD MORAN Estados Unidos. Sociólogo. Ha publicado los libros knowinG riGht From wronG y exeCutioner’s Current. Escribe en el washinGton Post y en the new york times. Era un niño cuando mi madre nos llevó a mi hermano y a mí a ver una réplica a escala de la silla eléctrica y de la celda de una prisión. Nunca olvidaré la lúgubre lección: si rompes la ley, esto es lo que te puede ocurrir.

KATIA NOVELLA BOSIO

ENRIQUE PROCHAZKA Perú. Filósofo, escritor, montañista, artesano. Ha publicado libros sobre educación, tres volúmenes de cuentos y la novela Casa, en el Perú y España. Un dólar, un silbido, una lámpara, un bastón: extensiones del cuerpo hacia un problema, empleo más razonable del recurso escaso. Y siempre encuentra uno algo que pudo haberse hecho mejor.

JULIA GEBHARD Chile. Periodista. Colabora con la revista el Periodista de Chile. Vive en España, donde trabaja como jefa de prensa en la Administración Española. Prepara su primera novela. Hoy, las fortunas están en manos de gente como Bill Gates, Steve Jobs, o Larry Page y Sergey Brin (creadores de Google). La tecnología se ha convertido en el motor de este siglo que empieza.

FITO ESPINOSA Perú. Artista plástico, pintor, ilustrador y docente. Tiene varios reconocimientos de su trabajo pictórico e innumerables muestras en el Perú y el extranjero. El problema de la tecnología es que si bien hace accesible sus beneficios, también vuelve cada vez más lejana la posibilidad de su entendimiento.

Creo, sigo, obedezco, defiendo y le doy mucho dinero a la tecnología. ¿Será que estamos frente a una nueva religión?

EMILIO LAFFERRANDERIE Uruguay. Periodista deportivo. Ha sido jefe de redacción de la revista el GráFiCo, en Argentina. Dirige «El show de El Veco» en radio ProGramas del Perú. Amábamos tanto a la vieja Olivetti de nuestras crónicas con sonoridad acompañada que, en un principio, rechazamos el avance de la tecnología que trajo la inmensidad de internet y jubiló a nuestra querida máquina de escribir.

SAMUEL ANDRÉS ARIAS Colombia. Médico epidemiólogo y escritor. Ha publicado crónicas y cuentos en el malPensante y en otras revistas colombianas. En la era de las tecnologías complejas, es tiempo de volver a las naturales: menos prozac y más amor.

ADRIÁN PORTUGAL

Perú-Italia. Periodista, escritora, fotógrafa, artista plástica, creativa. Escribe en revistas españolas e italianas. Vive en Barcelona.

Perú. Es realizador de video y fotógrafo. Ha publicado y expuesto sus series retratos de Peruanos ejemPlares, FunCión noChe, y breakers boys.

Pocos saben que los vibradores fueron inventados en el 800 para el uso exclusivo de los ginecólogos en el tratamiento de la histeria. La historia de la tecnología está llena de anécdotas capaces de darnos una nueva visión de la realidad.

Adoro el eMule. YouTube es revolucionario. Las Mac son lo mejor. Reviso mi correo al menos cinco veces al día. A estas alturas, creo que no podría estar muy tranquilo si no tuviera una computadora con internet: sentiría que me estoy perdiendo de algo.


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HERMAN SCHWARZ

maty altuve

CAROLINA REYMÚNDEZ

Perú. Fotógrafo y periodista. Ha trabajado en Marka, Monos y Monadas, La caLLe, quehacer, Jaque, eL Búho, La rePúBLica, eL Peruano y eL coMercio. Como fotógrafo, pienso que nada supera lo que la tecnología quiso eliminar: la magia que sólo se produce dentro de un cuarto oscuro.

ELOY JÁUREGUI Perú. Escritor y poeta. Es profesor en a Universidad de Lima. Publica en diarios y revistas del Perú y el extranjero. Es autor del libro de crónicas usTed es La cuLPaBLe. En la literatura como en el sexo jamás existe igualdad. Somos ángeles o demonios. La vida no permite empates. Uno gana y la otra pierde con la dolorosa simplicidad de un sí o un no rotundo que es el cielo o el infierno. Sé ganar pero más sé perder. Por eso con la escritura cada día busco mi revancha.

PAOLA DONGO Perú. Periodista. Editora general del Grupo Editorial Ékonos. Ha publicado en la revista qué Pasa del diario La Tercera de Chile.

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No hay artefacto nuevo que no tenga o no esté dentro de mis planes obtener. Pienso que éstos pueden hacer mi vida un poco más fácil, aunque con la cartera llena de cables y aparatos que no dejan de sonar, empiezo a dudar de eso.

ERIVÁN PHUMPIÚ Perú. Artista plástico. Ha participado en intervenciones urbanas en Francia, Grecia y México. Es profesor de escuela. A veces imagino un día en el que todos los aparatos no funcionen y no exista más energía que la del sol. Estaría listo para ese día si es que inventan un iPod solar.

Argentina. Cronista. Escribe en varios medios de América Latina, como La Tercera, de Chile, y Travesías de México. Edita el blog www.viajeslibres.com. La tecnología nos da alegrías y nos soluciona problemas. Pero creo que sus creadores atraviesan una crisis: insisten en imprimir manuales que no se entienden; mal traducidos y con explicaciones poco claras.

ARIEL PACHECO Argentina. Fotógrafo. Trabaja en el diario eL ancasTi de Catamarca (norte argentino) y colabora con el diario La nación de Buenos Aires. Creo que, con los avances tecnológicos, el oficio del fotógrafo terminará desapareciendo. Con sus cámaras amateurs y hasta con los celulares, cualquier persona podrá fotografiar todo lo que ve con la misma facilidad con la que abre los ojos.

SHEILA ALVARADO Perú. Artista plástica. Editora asociada de eTiqueTa negra. PeLiLargo es su primer libro de cuentos para niños. Siempre estaré a favor del lápiz y el papel.

JOSÉ LUIS CARRANZA Perú. Artista plástico. Ha participado en diversas exposiciones colectivas. Prepara su segunda muestra individual. Termino de rasgar la carne de un pollo y contemplo el hueso desnudo. Rememoro esos primeros ataques de la inspiración tecnológica de nuestros peludos ancestros: toda una montaña de descubrimientos neuronales y toda una maraña de tragedias impresentables.



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asarán algunas

horas antes de que el psiquiatra Teobaldo Llosa abra un pequeño sobre de papel y, exhibiendo su contenido –una pizca de polvo blanco–, me ofrezca con una sonrisa profesional un poco de cocaína. El episodio ocurrirá una fría mañana de julio del 2007 en el cuarto piso de la Clínica Anglo Americana, en una zona residencial del distrito de San Isidro, en Lima, donde él tiene su consultorio. La puerta estará cerrada, sus pacientes en la sala de espera, la secretaria respondiendo las llamadas telefónicas, y en esa habitación

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privada y llena de libros, diplomas profesionales y discos de ópera, donde él suele atender a sus pacientes, también insistirá con toda su autoridad: –Vamos, prueba. Sólo un poco. El doctor Teobaldo Llosa tiene sesenta y siete años, el cabello encanecido, una voz educada en la lírica y, a pesar de su aspecto reposado, su biografía es una prueba de que la hiperactividad puede dar frutos. Además de ser psiquiatra, es doctor en Medicina,

ha sido piloto de la Fuerza Aérea del Perú, paracaidista, presidente de la Federación Peruana de Ciclismo, integra un grupo de zarzuela, es poeta, escribe cuentos y crónicas y ha publicado una decena de libros sobre su especialidad: la cocaína. Uno de esos libros, Usa cocaína, explica su actual obsesión profesional de tratar de combatir las adicciones a 1) el clorhidrato de cocaína y 2) la pasta de coca. El doctor Llosa usa, para ello, cocaína natural, aquella que se puede ingerir en un inocente té de hojas de coca o en refinadas cápsulas de harina de hoja de coca. El tratamiento se conoce como sustitución de consumo o terapia de cocalización: el paciente adicto puede ingerir una cantidad de cocaína cercana a la que está habituado, ya no inhalándola ni fumándola ni inyectándosela en las venas, sino por vía oral, como un refresco (té de hojas de coca) o como quien toma remedios contra la gripe (cápsulas de harina de coca). Hay varios pacientes atendiéndose a través de ese método, me ha asegurado el doctor Llosa, y pronto –si él logra convencerlo de hablar– conoceré a uno de ellos, alguien que con la sustancia en la sangre fue un tipo temible: solía llevar cuatro revólveres, inhalaba cinco gramos de clorhidrato de cocaína cada día y podía pasar hasta cinco jornadas sin dormir. Ese paciente hasta ahora secreto entró en una severa depresión avergonzado por haber ahuyentado con un revólver a unos reporteros de televisión que lo siguieron hasta su empresa, un burdel muy popular de Lima. Ahora, asegura Llosa, el paciente está controlado. Ya no inhala cocaína. El consultorio del doctor Llosa es una habitación de paredes blancas adornadas con una fotografía de Robert Doisneau y una pintura naif, en la que se ve unos sembríos de hoja de coca que separan un hospital de un cementerio. Detrás del escritorio asoma un estante de libros de su especialidad donde se asfixian algunos de sus propios poemarios. Uno de ellos, sin censUra, es un homenaje erótico a su esposa, y la carátula exhibe la pintura de una mujer desnuda hecha por el menor de sus cinco hijos, Sebastián, cuando éste tenía sólo doce años. Ser hijo de Teobaldo Llosa debe ser una aventura sin descanso. A veces, cuando el doctor Llosa recuerda su antigua época como tenor, cuando solía cantar con el aún desconocido Juan Diego Flórez, escucha una grabación de la vez en que Sebastián participó sin suerte en un concurso de canto lírico. Era el menor de los concursantes. Después de ver y atender a decenas de adolescentes afectados por el clorhidrato de cocaína y por la pasta de coca –algunos de ellos hijos

de sus propios colegas–, Llosa siente un profundo alivio: ser padre de cinco hijos sanos, dice, puede ser un prodigio en un país como el Perú, el segundo productor de cocaína en el mundo después de Colombia, y donde seiscientos niños deambulan sólo en las calles del centro de Lima, drogados, como criaturas fantásticas a las que la ciudad se ha acostumbrado. El Perú también es el segundo productor de hoja de coca en el mundo, esa planta consumida durante miles de años en Sudamérica y de la que el clorhidrato de cocaína, la pasta de coca y el crack son sus tres derivados más nocivos, entre decenas de otros productos inocuos, inocentes y hasta terapéuticos. En el consultorio del doctor Llosa hay dos vitrinas repletas de esos otros productos proscritos por las Naciones Unidas, por culpa de las adictivas ovejas negras de la familia: un aguardiente de coca, harina de coca, jabones de coca, cápsulas de coca, caramelos de coca, bebidas energizantes de coca, crema de coca contra las arrugas. Y, en un archivador secreto, donde reposan las historias clínicas de sus pacientes, Llosa también guarda algunos sobres de ese polvo blanco, la droga más famosa del mundo, cuya sola visión, así comprimida por la presión del papel, formando un montoncito, invitará al testigo a imaginar la misma escena que cientos de películas de Hollywood han convertido en un cliché muy popular: coloque ese polvo en una superficie lisa, como un espejo, trace un surco delgado con ayuda de una tarjeta, acerque su nariz, cubra con un dedo una de las fosas nasales y aspire con la otra, de un tirón, esa sustancia blanquísima cuyos primeros efectos se dejarán sentir noventa segundos después, cuando su corazón empiece a galopar a un ritmo acelerado y su cuerpo sea invadido por un repentino estado de euforia y vigor. Alguna vez Sigmund Freud, el inventor del psicoanálisis, quien llegó a fascinarse por los efectos de la cocaína, le escribió una carta a su novia en los siguientes términos: «¡Ay de ti, princesa, cuando llegue [...] el fogoso hombretón que tiene cocaína en el cuerpo». Pero Freud fue sólo uno de los adeptos a este producto en una época –fines del siglo XIX y principios del siglo XX– en que la cocaína todavía era usada como anestesia local en operaciones quirúrgicas, y cuando se la podía adquirir en las farmacias o como parte de

primorosos neceseres que la tienda Harrods ofrecía acompañada de morfina y de jeringas de lujo. Un siglo después, el comercio de cocaína está prohibido por razones de evidente salud pública. A principios de la década del 2000, el doctor Llosa atendía a un abogado y adicto severo al clorhidrato de cocaína, quien también era, en el Perú, un congresista de la República. Ese político vivía internado en la clínica y sólo salía de ella para asistir a los debates más importantes del Parlamento. Llosa solía «monitorear» el comportamiento de su paciente a través de un canal de televisión por cable que transmitía esas sesiones. Una mañana, el congresista pidió permiso para asistir a una sesión muy importante. Pero el doctor Llosa comprobó, a través de la televisión, que aquella era una mentira. La esposa del político le confirmó que, como de costumbre, podría encontrarlo en uno de los burdeles más caros de la ciudad. Llosa lo «rescató» de allí. Estaba muy drogado. Tiempo después, el paciente se marchó de la clínica sin pagar las cuentas. También abandonó la política. –No existe una cura efectiva contra las adicciones al clorhidrato y a la pasta de coca –dice Llosa, que es un adicto al café, mientras bebe la segunda de las cuatro de tazas de cada día–. Todos los tratamientos son tentativos, unos más efectivos que otros. Que lo diga él, el Dr. Coca, podría tomarse como un acto de suma honestidad profesional, pero también como un severo cataclismo, si se considera su fama como «sanador» de adictos a la pasta de coca. Su historia es así: a principios de los años ochenta, cuando el consumo de pasta –la cocaína de los pobres– se expandía en países como el Perú, el psiquiatra Teobaldo Llosa alentaba un tipo de cirugía al cerebro que le valió el apelativo de Mengele peruano, como lo bautizó el diario francés Le Monde, en alusión a ese médico nazi que trataba a los judíos como ratas de laboratorio. La operación se llamaba cingulotomía y se practicaba en pacientes considerados «irrecuperables»; es decir, aquellos que no habían podido curarse mediante otras terapias (pastillas, reclusiones prolongadas, electroshocks). Era una cirugía sencilla que duraba entre cinco y siete horas: el neurocirujano Humberto Hinojosa, amigo de Llosa, abría una pequeña ventana en el cráneo del paciente, en la zona superior a la frente, y allí, mediante bisturís, seccionaba dos centímetros cúbicos del cíngulo, esa capa exterior del cerebro que controla la ansiedad. Una vez terminada la intervención –según las hipótesis del doctor Llosa y de su equipo de médicos–, el paciente dejaría de sentir deseos de consumir pasta de coca, se curaría y, después de un periodo de recuperación de tres meses, podría rehacer su vida. El método era tan revolucionario que hasta el viajero francés Jacques Cousteau ancló su buque Calypso en las costas de Lima, en 1983, para conocer a Llosa, y luego produjo un documental donde se mostró por primera y única vez una de esas cirugías. Sólo se realizaron treinta y


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tres. Después de la polémica que causaron, él dejó esa práctica en busca de otras alternativas para combatir la adicción.

de alcohol y depresión, pero sobre todo por la pasta que desde 1981, cuando el consumo de pasta no la dejaba respirar ni un de coca era una epidemia en expansión, momento. Su padre la había el doctor teobaldo llosa alentaba la violado a los catorce años y la hizo su mujer hasta los cirugía en el cerebro de los pacientes dieciséis, cuando decidió irrecuperables: se les abría una –Pruébala así, mírame, sin matarse. Ella era adicta a ventana en el cráneo y se les extirpaba miedo –me dice por fin el docla pasta y prostituta de su una porción del cíngulo, que controla tor Llosa, abriendo un envoltorio padre. Porque él era adicto la ansiedad. según su hipótesis, de cocaína que forma parte de la y fue quien la metió en las los pacientes sanaban historia clínica de uno de sus padrogas». cientes. La pasta es un producLuego humedece con saliva uno de sus índices, to no refinado que contiene cocaína mezclada con ácido sulfúrico, lo hunde en esa diminuta montaña blanca y se lleva querosene, acetona y otros químicos en los que se macera la hoja una pizca a la boca. de coca. Se consume mezclada con tabaco y en cigarrillos conocidos –Si la lengua se te adormece pronto, entonces como pacos o clavos (en el Perú), bazuco (en Colombia), chinos (en sabrás que es de la mejor calidad. España). La pasta produce una doble adicción: a la cocaína y al tabaEstoy bajo el influjo del Dr. Coca. Mi lengua co. Es diez veces más barata que el clorhidrato de cocaína (por eso, está adormecida y ahora él me atraviesa con la miracocaína de los pobres), y la euforia que produce estalla a los quince da desde su escritorio, sus ojos fijos analizando mis segundos de su consumo, de manera violenta, y se prolonga durante gestos y traduciéndolos seguramente en ese lenguaje cinco minutos, después de los cuales el adicto querrá seguir fumanclínico-literario que él emplea en sus libros. do. Quien suele fumar cinco cigarrillos de pasta de manera consecu–¿Lo empiezas a sentir? Tranquilo. No habrá tiva ya puede considerarse un dependiente, según Martín Nizama, daño alguno. La cocaína en sí misma no es dañina. un médico que ha estudiado el comportamiento de los consumidoLo dañino es la manera en que se la consume. Si me res desde los años ochenta. Cinco cigarrillos es una cantidad ridícula tomo esta taza de café, no sucederá nada fuera de lo frente a lo que un adicto crónico puede llegar a consumir. normal: un pequeño estímulo. Si me la inyecto en Óscar Tejada fue uno de los pacientes operados en 1982 por presla vena, me muero. Lo mismo ocurre con la cocaína cripción de Teobaldo Llosa. Ahora está recuperado y trabaja como –el Dr. Coca habla con la formalidad de un manual comerciante. Una tarde, durante un almuerzo, me contó que en sus de advertencias–. Si tomas un té de hoja de coca o épocas de mayor adicción fumaba hasta ciento veinte cigarrillos de masticas la planta, como lo hacen los habitantes de pasta cada día. En esa etapa de su vida, sólo se dedicaba a fumar. los Andes desde hace miles de años, estarás ingirienAbandonó la escuela donde estudiaba para oficial de la Policía. Fumado una dosis pequeña de cocaína y sentirás un efecba y compraba más pasta. Cuando se le acababa el dinero, buscaba a to beneficioso. Si te la inyectas, inhalas o fumas, te sus padres para extorsionarlos con la amenaza del suicidio. Una vez, mueres. Sencillo de entender, ¿no? para hacer más convincente su exigencia, dice que bebió medio litro En su libro Médicos contra pacientes, Llosa narra de querosene. Cuando despertó, estaba internado en una clínica: tenía las historias de algunos adictos a la pasta de coca a el estómago destrozado. Poco después, sus padres lo llevaron al conquienes atendió desde 1981, cuando su consumo emsultorio del doctor Llosa, confiados de que sólo una operación cerebral pezaba a ser considerado una epidemia en expansión, –la cingulotomía– podría evitar que su hijo terminase muerto. y su resistencia a los tratamientos alarmaba a los médicos, psicoanalistas y psicólogos sociales. Leamos: «[Leonor tenía dieciséis años] y había hecho más de diez intentos suicidas precedidos de poemas tristes «Quiero hacerle recordar que todo experimento debe hacerse y desgarradores que escribía inspirada por la mezcla primero en animales antes de aplicarse en humanos», le recriminó


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un colega al doctor Llosa una mil operaciones. La cingulotomañana de abril de 1982, en el mía era una cirugía más moderauditorio del hospital Edgardo na, específica, y se practicada Rebagliati, en Lima. Allí se haen la parte externa del cerebro. «pruébala así, mírame, sin miedo», bían reunido treinta médicos y Llosa fue el primero en el mundice el doctor llosa abriendo un sobre psicólogos para conocer los redo que recomendaba practicarla de cocaína que forma parte de la historia sultados de las cirugías al cereen los adictos a la pasta de coca. clínica de uno de sus pacientes. luego bro que él promovía. «En el Perú tienen un médico humedece con saliva uno de sus índices, Ese día, el doctor Llosa como el que aparece en la pelílo hunde en esa diminuta montaña llegó con cinco de sus paciencula Alguien voló sobre el nido blanca y se lleva una pizca a la boca. tes ya operados. Aún tenían del cuco. ¿La recordaís? Iba por «si la lengua se te adormece pronto», la cabeza rapada y, sobre sus ahí extirpando a la gente algunos continúa, «entonces sabrás que es frentes, exhibían la cicatriz de trozos de cerebro, para que ya no de la mejor calidad». estoy bajo la cingulotomía a la que se hapudieran acordarse de lo que hael influjo del dr. coca bían sometido para curarse de bían sentido al fumar pasta de su adicción a la pasta de coca. coca. Era el único medio que haMuchos psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas de bían descubierto para hacer que la gente dejase de fumar esa sustanLima se oponían a ese tratamiento preocupados por cia», dice un personaje de ÁguilAs negrAs, una novela del best seller los posibles riesgos. «Los pacientes que han sido soestadounidense Larry Collins. Y éste es sólo un dato de la fama que metidos a ese tipo de cirugía se han visto convertialcanzó Llosa por aquella época. «El reinicio de estos procedimientos dos en seres disminuidos», dijo en un reportaje el drásticos indica la expansión del consumo y la disponibilidad de la copsicoanalista Saúl Peña, uno de los más reputados caína en el Perú. También que el consumo de la pasta de coca se ha tride Latinoamérica. «Me opongo a esta práctica por vializado en Lima», escribió el célebre farmacólogo Gabriel Nahas, de razones éticas y científicas. Los pacientes son operala Universidad de Columbia, en su libro cocAínA: lA grAn plAgA blAncA. dos contra su voluntad y luego quedan abúlicos, hiNahas entrevistó a Llosa en 1989, cuando éste ya había interrumpido posexualizados, sin capacidad de sentir emociones las operaciones al cerebro e investigaba sobre un nuevo tratamiento: y vegetalizados», diría otro médico y especialista en la sustitución de consumo o cocalización. farmacodependencia. «Los efectos negativos empiePero esa mañana de abril de 1982, después de que Llosa hiciezan a verse dentro de un año», dijo un psicólogo que ra una breve exposición ante el auditorio de especialistas en adicción tenía un programa radial. Ninguno de ellos había a las drogas, éstos interrogaron a los cinco pacientes operados para atendido antes a un paciente cingulotomizado. comprobar que ello no los había convertido en «disminuidos mentaAsí que esa mañana, el doctor Llosa se sentó les». Un psiquiatra pidió que uno de ellos contase de dos en dos desde frente al auditorio junto a sus cinco pacientes. Desde cien hasta cero. Cuando el paciente llegó al treinta y seis, el médico los años cuarenta, la cingulotomía se practicaba en se mostró conforme. Un médico preguntó a otro paciente si sentía la India, Estados Unidos y Europa para controlar la emociones y si quería a sus padres: «Si esto es sentir emociones –resadicción a la heroína y la agresividad de los esquipondió–, creo que recién estoy sintiéndolas, como antes de volverme zofrénicos. Los profesionales de Lima, sin embargo, drogadicto». Una psicóloga le preguntó al mismo personaje si tenía la confundían con la lobotomía, una cirugía más radeseos sexuales. Él confesó que luego de la operación se había masdical practicada desde principios del siglo XX y que turbado y tenido orgasmos. La reunión terminó poco después y Llosa consistía en seccionar parte de los lóbulos frontales describe su sensación de triunfo y alivio en uno de sus libros. Hasta del cerebro, luego de lo cual los pacientes eran aliesa fecha, ninguno de los pacientes había recaído. Un año más tarde, viados de su mal. Uno de cada cuatro lobotomizados en 1983, él envió al quirófano al trigésimo tercer paciente y ése fue el solía quedar disminuido, reducido a la condición de último. «animal doméstico», según el psiquiatra estadouni–¿Todos sus pacientes se curaron? –le pregunto al Dr. Coca esta dense Walter Freeman, quien supervisó más de tres mañana de julio del 2007.


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–No todos –responde, y sin embargo esto no parece una derrota en su rostro–. Trece se curaron completamente. Seis recayeron, pero luego se recuperaron. Catorce siguieron consumiendo. Uno de ellos, después de la operación, llegó incluso a casarse y a estudiar una carrera. Sin embargo, un año después de mantenerse limpio, recayó y murió de una sobredosis de pasta de coca. En 1989, el farmacólogo Gabriel Nahas, opositor de la cirugía cerebral, decía que las comunidades terapéuticas de rehabilitación exhibían resultados parecidos a las estadísticas de Llosa. Pero, entonces, ¿cuál fue la utilidad de esas operaciones? –Pues que las efectuamos en pacientes irrecuperables, muy pobres, al borde de la muerte, y que ya habían atravesado todas las opciones de cura hasta ese momento. Algunos de los que no se operaron, por la oposición de sus familias, murieron poco después. Operarlos en ese momento era un asunto de vida o de muerte. Me pregunto si finalmente los cingulotomizados habrán quedado disminuidos, sexualmente impotentes, y con la mente dañada para siempre, como temían los detractores de Llosa. Ha pasado un cuarto de siglo desde los tiempos de la polémica. Es un plazo prudencial para ir a comprobar los temidos efectos secundarios.

Se llama Óscar Tejada, tiene cuarenta y cinco años, y ahora es un comerciante que vende calculadoras, relojes, lapiceros y accesorios para teléfonos celulares en la intersección de dos de las avenidas más transitadas de Lima. Es un hombre de baja estatura, estómago hinchado, robusto, y sus colegas que trabajan en la misma calle lo llaman El Hermano, como suelen denominarse a sí mismos los miembros de las Iglesias evangélicas que abundan en el Perú. Tejada, aseado, afeitado y bien peinado, llega a esa intersección a las siete de cada mañana, salvo los domingos, que es su día de descanso. Los sábados sólo trabaja medio tiempo. En casa, junto con su esposa, pasa el tiempo libre viendo la televisión por cable y discutiendo sobre religión. Él es

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evangélico; ella, católica a ultranza. Ella sufre de un cáncer al útero (por no creer en la palabra, según su esposo). Él, que fue un adicto a la pasta de coca, dice que fue tocado por la mano de Dios aquel día de 1982 cuando, ante la atenta mirada del doctor Llosa, un cirujano le practicó una cingulotomía. Entonces tenía veinte años y había intentado suicidarse varias veces. Consumía pasta desde su época de escolar. Primero lo hacía durante las fiestas, con sus amigos. Luego, todas las noches. Después, cuando ya había abandonado la Escuela de Oficiales de la Policía, dice que sólo dejaba de fumar para beber un poco de cerveza y dormir. Podía pasar hasta setenta y dos horas fumando a ese ritmo. Ahora, cuando recuerda ese pasado, Tejada se siente aliviado por dos motivos: nunca robó para fumar (sus padres solían darle dinero), nunca le pegó a su madre. Le bastaban las amenazas: si no me das dinero, me mato. –Soy un milagro, hermano. Salí de la pasta. No sé cómo pero salí –dice un sábado de julio, mientras almuerza un plato de pollo asado en un restaurante cercano a su trabajo–. Fue Dios, hermano, Dios entró a mi cerebro y me sanó. Son las dos de la tarde y el local está lleno de personas que desatienden su almuerzo por escuchar a Tejada. Él habla con esa voz potente con la que, los domingos, suele cantar alabanzas a Dios en la iglesia a la que asiste. No es fácil que alguien hable de esa manera sobre su pasado como adicto a la pasta de coca. De los treinta y tres pacientes del doctor Llosa que fueron sometidos a la cingulotomía, Tejada es el único que quiere dar su testimonio en público. Los otros andan dispersos en el mundo exhibiendo o disimulando la cicatriz que deja la operación: una media luna del tamaño de un naipe que, en el caso de Tejada, es notoria debido a su incipiente calvicie. Trece sanaron. Trece recayeron sin remedio. Seis recayeron y luego se recuperaron. Tejada pertenece a este último grupo. Al ser dado de alta, se mantuvo limpio durante dos años. Todavía no formaba parte de la Iglesia evangélica. Iba a fiestas. Se emborrachaba. Fumaba tabaco. Un día sus amigos lo sometieron a una prueba: si de verdad estás sano, como dices, fúmate este clavo. Eso le dijeron. Tejada fumó. Pero alguna razón que él no entiende, al día siguiente ya no sentía la angustia y la necesidad de volver a fumar. –Era un fumador social de pasta. Cada tres meses, fumaba. Si en una fiesta había, fumaba. Si no, entonces, no pues. Y un día, que tampoco recuerda con exactitud, alguien lo convenció de ir a esa iglesia a la que ahora pertenece. Le dijo que él era valioso, que podía hacer algo diferente con su vida, porque, después de todo, él era un milagro. –Pocos sanan de la pasta. Yo sané. Desde entonces, Tejada no fuma cigarrillos, no bebe alcohol, pero a veces acude a una casona abandonada del centro de Lima que


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él conoce desde adolescente. Allí hay muchas personas en cuclillas, ocupadas en armar cigarrillos de pasta que alguien les vende in situ, y que ellos fuman sin preocupación, sin que los miren los sanos, con esa paz efímera que se interrumpe cuando se acaba la pasta, cuando los músculos se contraen tanto que parece que se van a pegar a los huesos, y entonces el único remedio posible es un conseguir un poco más. –Tú también puedes ser un milagro –dice Tejada que les dice a esas personas. Pero a veces ellos sólo lo escuchan con atención, para pedirle después un poco de dinero.

Las pocas veces que he consumido clorhidrato de cocaína, hace ya varios años, ha sido en grandes cantidades y siempre en fiestas privadas. Bastante alcohol, marihuana, amigos, música. Eran fiestas de dos días sin dormir que sólo terminaban cuando se acababa el dinero. Y entonces sólo había que derrumbarse en la cama durante quince horas o más, tratando de vencer las ganas de seguir. Cierta vez, un amigo abstemio que había ido a buscarme y que llegó en medio de una de esas fiestas, me dijo después que al encontrarme en ese estado yo parecía un pequeño superman doméstico: bailaba, servía cerveza, servía comida, sacaba libros, los guardaba, hablaba de proyectos imposibles, los escribía en la computadora. Era alguien en cuyo frenesí nadie más podía entrar. La euforia de la cocaína era increíble. También me ponía estúpido. Era un estallido interior de frenesí, luego la vertiginosa monotonía de estar arriba de una montaña rusa y, entonces, al descender, uno quiere volver a subir, y la subida vuelve a ser deliciosa. Y uno quiere hacerlo todo porque todo parece posible. Veinticuatro horas después, ya no tenía dinero, estaba ojeroso, la boca seca y con la música a toda bulla. Recuerdo esos días una tarde de agosto, mientras espero que Mister S termine de conversar por teléfono, y me pregunto qué habría sentido él cuando era capaz de pasar cinco días seguidos sin dormir, inhalando cuantiosas cantidades de cocaína. Mister S es ese paciente secreto, administrador de un burdel, que el Dr. Llosa convencería para ha-

blar conmigo. Es un hombre gordo, de unos cincuenta años y tiene mucho dinero. Su oficina es una habitación oscura y desordenada: una imagen de la Virgen María de un metro de altura en una esquina, un escritorio repleto de facturas, un televisor apagado, una mesa llena de botellas de agua, un calentador eléctrico, bolsas de infusiones y un pote con cápsulas de hoja de coca, ese remedio que lo mantiene lejos del clorhidrato de cocaína, calmado, sentado en una poltrona de cuero marrón, desde donde resuelve los asuntos de su negocio: cuentas por pagar, el reparto del almuerzo a las cuarenta chicas que trabajan este día, entre otras actividades que él va delegando a los empleados que acuden a sus llamados. Hasta principios del 2000, Mister S casi no admitía ayuda en su empresa. Vivía en su trabajo, en continuas juergas y, como él relata, víctima de una paranoia perpetua producto de la cocaína que consumía desde los dieciséis años. Sentía que lo perseguían todo el tiempo. Pero un día decidió terminar con su adicción y someterse a un tratamiento del que había tenido noticias a través de la televisión, cuando el doctor Teobaldo Llosa explicaba en un noticiero en qué consistía la terapia de cocalización. Llosa había trabajado en ella desde mediados de los años ochenta, cuando abandonó la cingulotomía en busca de tratamientos menos drásticos y polémicos. El Instituto Nacional de Abuso de Drogas de los Estados Unidos le concedió una beca para que investigase las propiedades terapéuticas de la hoja de coca. La terapia de cocalización, con la que ahora atiende a Mister S, quizá es su última batalla para curar la adicción. Mister S vio a Llosa en ese programa, en el 2004, y lo buscó poco después. Se internó durante ocho meses en su clínica. Luego de la desintoxicación de rigor, empezó a ingerir cápsulas de hoja de coca, las que le suministran de manera natural una dosis de cocaína que tranquiliza su organismo. Seis cápsulas cada día. Tres en la mañana. Tres en la noche. Desde entonces, sólo ha recaído tres veces. La última de ellas, el día de su cumpleaños. Dos gramos antes del sentimiento de culpa. –Lo peor de consumir tanto –dice– es que no he visto crecer a mis hijos. O no lo recuerdo. Es difícil conversar con Mister S. Además de sus diversas ocupaciones, habla muy lento y cada diez segundos, una especie de bostezo involuntario lo secuestra del mundo. El consumo descomunal de cocaína le ha dejado secuelas cerebrales irreversibles. Ahora Mister S es un paciente en vías de recuperación. Varias veces a la semana marca desde su celular el teléfono del doctor Llosa. «Doctor, me demoro en dormir», le dice hoy, por ejemplo. Y desde el otro lado de la línea Llosa lo va tranquilizando como a un niño. «Sí, Doctor», responde Mister S. «Entiendo, doctor». «Gracias, doctor». «Hasta luego, doctor».


ilustraciones de josé luis carranza

26_ DICCIONARIO DE LA LENGUA

madera una palabra de

enrique prochazka

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L

traducción de césar ballón.

Del lat. materia. f. Parte sólida de los árboles cubierta por la corteza.

a madera me gusta más que la palabra «madera». A uno le gusta una palabra y le disgusta la cosa referida, o al revés, o disfruta o detesta ambas, pero en este caso la vieja relación entre la madera y la materia –madera en latín– me parece más importante que cualquiera de mis gustos. Así que «madera» es la materia de este texto, madera mojada y prensada el papel en el que está impreso, y madera (madre-mûdra-matriz-matrícula-molde-moldura) la antigua palabra que permite hablar de otras muchas, y cuyos veteados y semblantes y matices (intento mostrar) devienen de la austera complejidad de la madera. Lo primero que hizo el hombre con la madera fue dejar que se queme. La transformación intencional de materia en energía tardaría medio millón de años en tener nombre, pero tuvo tempranos usuarios. Poco tardamos en descubrir que tras haber ardido, lo que quedaba del leño –despojado de cenizas con el canto de una piedra– se endurecía mucho y servía bien para clavárselo a alguien o algo. Cualquier dureza controlable se convertía en un capital importante en la prehistoria: la cerámica y la cocción lo demuestran, así como la importancia de saber hasta dónde quemar las cosas. Puntas de lanza, guisos y cuencos fueron estofándoles la vida a los humanos a lo largo de los últimos rigores de la prehistoria. Más que la piedra y el hueso, la madera fue la materia prima con la que aprendimos a trabajar. Con ella hicimos el primer navío, la primera torre, muro, rueda, eje, mueble, puente, bicicleta, puerta, carro, y también el avión más grande del mundo. La madera inició la reflexión sobre la condición humana. Con la madera los hombres descubrimos la transformación intencional de una cosa en otra, nuestra condición de interventores en el universo. «Yo» contra «aquello», según se ve en Occidente. «Yo» y «aquello» indiferenciados, según se prefiere en Oriente. Que haya esas dos posiciones polares ex-

plica que la verdadera condición humana no es ninguna de las dos. I’m working on it. En cuanto al trabajo de la madera, resulta interesante saber que no somos la especie que lo inventó. El análisis de utensilios de piedra del periodo musteriense –los Neanderthal– muestran que muchas de esas herramientas se emplearon para trabajar madera. Los primeros leñadores y carpinteros fueron de una especie hoy extinta por nosotros, los caínes Sapiens Sapiens. Los Neanderthal eran nuestro hermano Abel y lo matamos por una burrada. Ya que estamos en eso, alguien me contó que en las sequías conoció burros que comían madera de palo santo, en Tumbes, al norte del Perú. La madera es tridimensional. Nos lo hace evidente a través de los dibujos de su veta: parecen curvas de nivel en un mapa. Y hay galaxias escorzadas en los nudos de pino, perfumados túneles Einstein-Rosen a través del universo paralelo de la tabla. La madera veteada es un mundo que trae entrañado su propio mapa. Nos da una especie de Rayos X por medio de los cuales el artesano ve el proyecto de lo que será: el pro-iectum, la forma lanzada hacia el futuro. Entonces lo humano es imaginar una función, ir deviniendo de ella una forma. Toda fuerza deviene en una forma, cantaba Sister Ann Lee, fundadora de la comunidad Shaker, grandes artesanos de la madera. De la madera se dice que es «noble». Detesto las connotaciones de esa palabra. Encuentro mucho mejor decir que la madera es honesta: se porta como se le pide. No suele sorprender. Es recta en su conducta. Me puse a pensar entonces por qué a nadie se le ocurriría decir que el trupan, los tableros aglomerados, el cartón o la fibra de vidrio son «nobles». Creo que la respuesta está en que la madera tiene fibra. La fibra permite hacer cosas sumamente elegantes, haciendo buen uso de las fortalezas longitudinales del material. Louis Kahn anotó que cada material quiere ser lo mejor que puede; la madera quiere ser llevada a ese límite elegante, quiere ser estructura, pero también acabado, efecto, sonido. Maderas es el colectivo para ciertos instrumentos de viento: fagots, oboes, clarinetes. Me estimula la etimología fantástica. El griego (Xylon), significa madera, árbol y tabla. Puesto que el origen más arcaico de estas letras fue ideográfico, a mí la ksi ( ) mayúscula con la que empieza esta palabra siempre me recuerda unas tablas puestas a secar, y también un mueble cajonero visto de frente.


28_ TALLER DE MECÁNICA

la guerra de los juguetes una profecía de

martín appiolaza

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¿ S e re m o s m á s v i o l e n t o s g r a c i a s a l o s j u e g o s p a r a n i ñ o s ?

ay niños en mi pueblo –Mendoza, Argentina– que juegan a ser adultos asesinos. Los adultos asesinos les temen cada día más: dicen que los pequeños primero juegan a matar y que después, al crecer, matan como jugando. En el pueblo vecino pasa lo mismo y en los de más allá también. La gente refunfuña porque las jugueterías parecen armerías y las armerías de verdad tienen fusiles tan sofisticados que semejan juguetes futuristas, como en los videojuegos y las películas. Las personas se quejan, mientras que la tecnología al servicio de la diversión sigue tratando a los niños como si fueran soldaditos potenciales que se entrenan en casa como jugando. ¿Los niños serán más violentos en el futuro gracias a los juguetes del presente? Veamos. En la ciudad argentina de Rosario los niños tenían la oportunidad de subirse a una réplica de la silla eléctrica. Luego soportaban con graciosas muecas los sacudones de la corriente de verdad (aunque de menor voltaje). Ganaba el que aguantaba más tiempo las descargas. De nada sirvió que el dueño explicara que se trataba sólo de un juego: los funcionarios municipales lo clausuraron en febrero del 2005. «La violencia se naturaliza en lo cotidiano: juegos, palabras, imágenes. Se vuelve deseable y [de ella] nace una subjetividad más permeable que consume sin filtros», dice la psicóloga Estela Ocaña. Nos hacemos más resistentes al dolor. Pero el espíritu emprendedor de las compañías no se deja amilanar: el mercado manda. En los últimos años, en el mundo ha florecido la creatividad belicista de los fabricantes de juguetes. No hay mejor publicidad que los noticiarios. La sabiduría oriental de los productores de baratijas chinas captó la enseñanza: el Police set incluye una práctica picana –instrumento que transmite electricidad durante las torturas– para que los pequeñines conviertan su habitación en un minicampo de concentración.

Pese a las campañas contra los entretenimientos violentos, el atentado del 11 de setiembre del 2001 disparó en un tercio la compra de juegos de guerra en Estados Unidos. A más terrorismo, más juguetes bélicos. G.I. Joe o Mattel’s Max Steel –versión plástica de los comandos que perseguían a los soldados del Talibán– renovaron su arsenal e invadieron los árboles de la Navidad de ese año. No faltaron allí las inefables Tortugas Ninja y los Power Rangers. Para los papás, Santa Claus dejó pistolas y máscaras ántrax, que duplicaron las ventas de la industria. Santa Claus es un traficante de armas para niños. En el futuro, el realismo dominará la diversión infantil. El detallismo de los juegos de video ya es recompensado por el favor de los consumidores. Quienes buscan sangre consiguen una oferta fascinante de tiroteos y golpes en el PlayStation 2. El caso más popular es el Gran ThefT auTo: San andreaS, la historia del joven CJ que transcurre en la ciudad imaginaria de Los Santos, donde él es obligado a hacer el trabajo sucio para las pandillas, grupos de mafiosos y policías corruptos. Pese al valor pedagógico (enseña a ganarse el respeto y a sobrevivir en el mundo del hampa), el juego también incluye escenas de sexo. La organización Family Media Guide, que clasifica los entretenimientos según sus contenidos, lo incluyó entre los diez juegos más violentos hasta el 2005. En ese ranking también brillan God of War (un espartano que vende su alma al dios de la guerra a cambio de superpoderes para matar), las dos zagas de True Crime y narC, que vuelven sobre la corrupción policial, el crimen y las drogas. Una omisión injusta fue la de el Guardián de la mazmorra ii con su novedosa sala de tortura interactiva. Quizá le hizo falta un poco de sadismo. La combinación de tecnología y violencia preanuncia tiempos de gloria hiperrealista para los juegos sobre la muerte. Cada día será más difícil distinguir entre la realidad y la ficción: juegos que se parecen a las armas de verdad y armas que se manejan como juegos. «Technology Timeline», un pronóstico de avances, ya anuncia soldaditos con ojos de videocámara, fusiles disparados con control remoto, robots sentimentales con inteligencia artificial y tecnología de rastreo. Entrenamiento militar desde la tierna infancia. Los adultos de hoy, que han creado las más salvajes barbaridades en nombre de la paz, miran preocupados a los adultos de mañana sólo porque éstos –los niños– viven en una atmósfera lúdica donde gana el más salvaje. Consejo: invierta en cárceles para niños, será el negocio del futuro.


30_ CONSULTORIO SEXUAL

un diagnóstico de

julia gebhard

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hombre + máquina = orgasmo

ace algunos días unos de mis mejores amigos, Andrés, me comentó que al pensar en la unión de la tecnología y las relaciones sexuales, recordó el mítico «orgasmatrón» de la película Sleeper, de Woody Allen. En ella, el personaje de Allen se disfraza de una especie de robot-mayordomo para huir de una casa donde estaba recluido. Y en la casa, se encuentra con una esfera metálica que acaricia con fruición, es el orgasmatrón, un aparato electrónico que le transporta a experiencias sensitivas alucinantes, o eso se deduce de la cara de gozo que él pone al acariciarla. Y así, ejerciendo sus labores serviciales, acude a una reunión de «sexo grupal» en la que los invitados se pasan la bola unos a otros, y él, en principio colaborador, se va enganchando a la dichosa bolita, de manera que resulta muy difícil, luego, sacársela de encima. Andrés y yo vimos esta película juntos cuando teníamos catorce años. Por entonces él dudaba de si todo aquello de lo que le habían hablado tantas veces y que le resultaba tan lejano –el orgasmo, las relaciones sexuales– no eran más que descargas eléctricas que hacían perder la conciencia y eran tremendamente adictivas. Imaginación de una mente virgen. Andrés entraba en la adolescencia y no entendía nada. Tenía impulsos físicos que no podía dominar, y creía que toda esa excitación se reducía a la acción de electrones y protones, a polos negativos y positivos. ¿El sexo tenía algo que ver con esa trillada metáfora de los polos que se atraen, del ying y el yang, del hombre y la mujer? ¿Era una cuestión de pura física? ¿Acaso el ejercicio compulsivo de la masturbación podía producir la ceguera, como le hacían creer los curas? ¿Existía algún tipo de cortocircuito en el cerebro? Con el paso del tiempo, a Andrés también le hablaron del amor y demás sandeces, producto de una sobredosis de novelas de las hermanas Brontë o de

Byron, o peor aun, de Corín Tellado y Barbra Cartland. Pero lo único que él quería era sentir esa corriente eléctrica que tanto le intrigaba. Tenía dieciséis años, y no había visto a una mujer desnuda más que en las películas de medianoche que veía a escondidas en el salón de su casa, en la tranquilidad de Santiago de Chile. Y de pronto apareció internet, y también el sexo virtual irrumpió en su vida. El IRC, el ICQ, Skype, el messenger estaban llenos de canales de gente con ganas de experiencias nuevas, abriéndose un horizonte que él desconocía. Según una encuesta de la empresa Durex, en España, una de cada cuatro personas usa internet con fines sexuales. Porque para tener sexo a distancia, virtual, extraño y placentero, sólo se necesita una computadora conectada a un programa de acceso colectivo, como el chat o el Skype, y ganas de lo que sea, pero a distancia, a través de la voz que viaja por un micrófono hasta unos oídos lejanos, o de las frases que uno puede escribir para excitar al remoto destinatario. La ecuación es simple: hombre + máquina = orgasmo. Andrés empezó a hablar con gente a través del chat, y sin darse casi cuenta ya estaba escribiendo y diciendo obscenidades: se excitaba y luego alcanzaba el clímax tranquilamente desde la comodidad de su hogar, y lo mismo debía ocurrir con su partner. El sexo virtual puede resultar bastante paradójico. Por un lado, la palabra sexo evoca piel, pasión, olor, sudor, lo más tangible de las relaciones de pareja. Por otro lado, el concepto virtual hace pensar en lo etéreo, la imaginación, lo irreal. ¿Sexo virtual? Sí. Los pensamientos, la actividad cerebral, no son más que impulsos eléctricos: el orgasmatrón de Woody Allen. Y esos impulsos eléctricos son la esencia misma de la imaginación, de la realidad virtual, la que habita en nuestros pensamientos más íntimos, la que nos mantiene vivos. Para Andrés el sexo virtual es el más real que existe, y ya no puede vivir sin él. Desde hace un par de meses tiene una novia virtual, a la que nunca ha visto en persona (quizá nunca lo hará), con la que chatea dos o tres veces al día, excitándose mutuamente a través de frases y fantasías que inventan sobre la marcha. Se envían fotos, mensajes de voz, y al menos Andrés se ve muy feliz. De hecho, pronto formalizarán su relación y se casarán en un casino on line de Las Vegas y, con suerte, en un futuro próximo, tendrán un hogar invisible, muchos tamagochis y un par de mascotas Nintendo.


32_ RECETARIO DE COCINA

un ingrediente de

emilio lafferranderie

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nostalgia de la parrilla

l fin de semana marcaba una cita al carbónico para los yernos de Angelo Zapparigli, mi suegro, un boloñés que era fervoroso hincha de Boca y sobre todo de Ángel Clemente Rojas, aunque lo llamaba «Roquitas» porque la jota no le salía en un dialecto atornillado pese al largo tránsito por Buenos Aires. Él mismo amasaba los fideos, sólo huevos, harina, dos manos y paciencia. Nada más. Por lo general, éramos quince contertulios regulares y todos sabíamos, artículo uno, mandamiento fundamental, ojo al piojo, que los fideos se comían enroscados en el tenedor para hacer un nido en el hueco de la cuchara y de ahí a la boca, cuan largos fueran, y todos nosotros con anchas servilletas al cuello que nos salvaban de pinceladas con tuco rojo. En otras ocasiones se mezclaba tomate y pesto con la misma aprobación de deleite concretado. Un mediodía llegó un amigo a último momento, desconocedor de las reglas de don Angelo, y cometió el sacrilegio de cortar los fideos. Esa vez Zapparigli se paró con rostro encendido, metió la servilleta en un puño, la arrojó sobre la mesa, dijo per favore y no comió más. Después se calmó con una copa de malbec de suavidad segura y terminó haciendo bromas con el cuchillero indebido. Ahora tengo setenta y cinco años, y el médico me ha prohibido las carnes en exceso. Pero las jornadas de parrilla en ese viejo Buenos Aires de los años setenta eran memorables, ceremonias más calmas por la capacidad del asador, mi concuñado Ernesto Cherquis, el recordado Robinson de las páginas de nuestra entrañable revista El Gráfico. Asumía la parrillada como una cabal obra de arte, casi una obligación religiosa. El fuego es a leña porque da otro sabor, repetía él. La carne de primera la reservaba en la carnicería de Osvaldo, a la vuelta de la casa de mi suegro. Nunca supimos de su apellido, aunque sí de la calidad invariable de su asado de tira, siempre de costilla chica que revela al animal joven, carne más tierna. La presencia de un par de lomos cuida dientes y el sabor distinto

de las colitas de cuadril (picaña) nuestro corte preferido a la hora del reparto. Los chorizos de vacuno y cerdo previamente perforados con el tenedor para que pierdan la grasa. Los otros entremeses: chinchulines, mollejas y riñones, estos últimos con noche previa en vinagre. Los organismos nuestros respondían entonces con entereza y, mientras Ernesto Cherquis, el asador, hacía su obra, la aguardábamos con porciones pequeñas de chorizo colorado, pan flauta tostado en rebanadas, salame, algún trozo de queso y vino generoso para que el descenso se produjera sin ningún inconveniente. Cherquis y la parrilla parecían una sola cosa. La cara se le iba enrojeciendo con la proximidad del fuego. El humo que lo envolvía era su alimento. Toleraba bromas en la espera, las devolvía aunque no admitía con severidad total que alguien le tocara siquiera una molleja. Todos lo sabíamos y nadie intentaba hacerlo. Para un asador calificado, paladar negro, tocarle la parrilla es como darle una patada en «el bajo vientre», lo que siempre implica una zona mucho más dolorosa. Mientras todos estábamos sentados, él permanecía de pie, conforme, sin quejas, cual pintor ante su tela, cual poeta que busca con paciencia la palabra que le ponga moño al verso. De pronto, golpeaba las manos: «Vamos, vamos que esto ya está» y la sonrisa parecía ponerle sello a su certeza. La rueda se completaba y la expectativa se hacía de penal en el minuto noventa. El gran examen no está en las achuras, esas vísceras exquisitas, aunque el deleite de una molleja se hace goma de mascar si se pasa de fuego. La tarea del asador, casi estoica en los meses de calor, se mide en la carne que él mismo va sirviendo plato por plato. En el punto exacto en que logra lo que sabe. Ni un minuto antes ni un minuto después. Llegan las costillas y el cuchillo avanza como si cortara manteca. ¡Buena, Ernesto, es una delicia! Y él esquiva el elogio para pasarle la responsabilidad al carnicero: «Osvaldo es un fenómeno, no falla nunca». El lomo está igual. La picaña ídem. Los cuchillos avanzan solos y los molares no se exigen. –¿Habrá otra costillita? Hay. En la parrilla desapareció todo. Ernesto enciende un cigarrillo y levanta una copa de vino: –¡Por ustedes! –No, por vos, que sos un fenómeno. Y brindan todos por el parrillero. En ese instante, aunque no lo diga, él se siente Zidane mucho antes del cabezazo a Materazzi.


34_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

Manual de comportamiento en el chat por

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fritz berger ch.

[ consejos de un phd en ciencias de la autoayuda ]

abría que ser un mentecato inacabable para no calibrar en su exacta dimensión el fenómeno de internet. Su múltiple rango de influencia abarca las más nobles actividades de la especie, por lo que no sería exagerado declarar que su incidencia futura no conoce de limitaciones. Es un hecho: la ubicua red de redes ha transformado la forma de vida de millones de personas, entre las cuales se encuentra la de este seguro servidor. ¡Hice las delicias de mis nietos en sus vacaciones con unas recetas de postres que descargué GRATIS! No hay ámbito humano que no haya sido tocado por esta alambicada telaraña de comunicación digital; por ejemplo, la interacción social. Antes de que existiese internet era incómodo fingir una mala recepción telefónica –si es que no se colgaba a secas– para desligarse de una comunicación asfixiante. Ahora, gracias al chat, las posibilidades de ignorar profilácticamente a alguien son tan infinitas como indoloras. La voz humana tiene una capacidad innata de irritación, de convertir las ondas sonoras en mensajeras del hastío. Pero, curiosamente, cuando la sandez se manifiesta a través de la palabra escrita, su capacidad de tedio es neutralizada por el silencio de la tinta sobre el papel. Es más, haciendo un esfuerzo y suprimiendo a voluntad la decodificación lingüística, las letras se vuelven incomprensibles grupos de dibujos y rayitas vacíos de contenido. Lo mismo se puede hacer con las caras de aquellas personas que nos cansa ver. El chat es el conducto idóneo para conocer a la gente sin tener que tratarla. Esta tarea requiere de una sicomotricidad fina y una elaborada etiqueta electrónica útil para comunicarse dentro de los parámetros propios alcanzados por la tecnología de nuestra especie, sin convertirse, en el proceso, en un pelele electrónico que se expresa a través de caritas sonrientes. He aquí el cómo. 1. Sea misterioso.- Bloquee y desbloquee al azar a sus contactos sin una justificación de por medio. El

desconcierto es una herramienta poderosa en la red. Aplíquelo: que nadie sepa nunca su verdadero estado de ánimo. Por principio, nunca responda a la pregunta: ¿Estás molesto? 2. Marque distancias.- Evítese de raíz encariñamientos o simpatías no solicitadas en virtud de los poco viriles apelativos de «tu_osito» o «loveyou». Incluya números y/o signos ininteligibles en su nick. Un buen nick, por ejemplo, sería algo similar a «%&!##69». A ver si así alguien discierne sus emociones. 3. No pierda su tiempo.- Internet se ha convertido en un terapéutico desfogue emocional. Si bien es muy probable que usted pierda sin remedio el interés por una conocida (o no) al llegar a la décima línea (entonces suelen preguntar: ¿Quieres que te cuente lo que soñé anoche?), su interlocutora puede necesitar expresarse. No sea egoísta, atiéndala. Pero no por ello desperdicie su valioso tiempo. Deje que ella evacue con libertad ese caudal emotivo que no ha sabido procesar socialmente y cara a cara. Aproveche esos largos monólogos ajenos: deje la pantalla prendida, y lave los platos, encere el piso, riegue las plantas o saque a orinar el perro. 4. Cuide su imagen.- Jamás utilice una web cam. Promueva su uso, pero siempre en manos de los demás. Alegue siempre una razón verosímil del tipo: se me cayó dentro de la taza de café. La web cam es un aparato siniestro que sólo acarrea vergüenza y arrepentimiento a quien lo usa. A los demás, como a usted, podría provocarles el candor del strip amateur. O por lo menos ver como se ve la gente en realidad cuando recién se levanta. 5. Separe los mundos.- Hay gente a la que sólo se debe conocer de manera virtual. Aférrese al teorema de Saint-Exupery: lo importante es lo de adentro. 6. La tecla send la inventó el diablo.- Es fundamental tener una cabeza fría para manejar más de una conversación a la vez. Tenga sumo cuidado con la serpiente que acecha en la compartimentación de relaciones. Antes de apretar send piense que la vida de su señora madre –o peor aun, su propia castración química– dependieran del pulsar de su índice. 7. Administre la información.- O, dicho de otra manera, cultive el pánico al ridículo. Nunca registre una página personal en Hi5 o en cualquiera de los portales de esa índole. La experiencia en cuestión sólo suma al penoso acto de gritar en público «¡Sean mis amigos!» el riesgo de que el día en que usted cometa un crimen (nadie está libre), su mediocre e insegura página sea presentada como la infalible radiografía de su alma. No diga después que no se lo advirtieron. Para consultas: doctor.fritzberger@etiquetanegra.com.pe


36_ MANUAL DE INSTRUCCIONES

una entrevista de

katia novella bosio

cómo encontrar oro en las montañas

B

arry Wennington. Texas. Estados Unidos. Cincuenta años, pecho macizo, ojos azules. Vive con su mujer y dos perros en una austera caravana al pie de las montañas Gold Country, en los bosques del noreste de California. Solía ganarse la vida en las llanuras de Texas, pastoreando vacas y domando caballos. Era uno de los últimos y legendarios cowboys, los que empiezan a extinguirse por dos motivos: 1) la tecnología arrasa los ranchos reemplazando hombres por máquinas; 2) los torneos de rodeo fabrican falsos vaqueros para los aplausos del público. Harto de esa farándula, Wennington se mudó a las montañas de California, donde ahora es un paciente buscador de oro en un pueblo de hombres atraídos por la posibilidad de volverse ricos de la noche a la mañana: allí la «fiebre del oro» no ha terminado. Pero el suyo es un oficio que exige aprender a domar la soledad y, mientras la fortuna tarda en llegar, hallar maneras para sobrevivir en un mundo salvaje.

¿Cómo dejaste de ser un vaquero? Unas diez mil personas todavía tienen ese oficio en los Estados Unidos. Si estás entre esos tres mil que se dedican a hacer espectáculos en rodeos, circos y teatros, te puede ir bastante bien. Pero en el trabajo cotidiano, en el rancho, son necesarias menos personas para hacer una cosa, y además una parte del sector ha sido industrializado: hay máquinas haciendo lo que antes hacía una persona. Y han dejado a muchos afuera. Ahora encontrar un empleo estable y vivir decentemente es difícil. Hay mucha competencia.

SUPERMERCADO

¿Fue fácil decidirte a buscar oro en California? Lo que pasa es que me había cansado de estar pasando de un rancho a otro, con reglas que cada vez se ponían más estrictas. Quería seguir siendo libre y salir de ese mundo. Dedicarme a buscar oro, viviendo en medio a estas montañas, me da esa libertad. Sin dudas fue un cambio drástico. Sí, pero me ilusionaba mucho. Preparar el viaje fue una fase feliz de mi vida. Cuando llegué a California, estaba listo a cualquier peligro. Incluso a que me picara una araña brown recluse, un arácnido que vive por acá. Cuando por fin me picó, vi que mi brazo se hinchó lentamente, se puso rojo y luego morado. Un médico me dijo que tenía que cortarlo: cortar todo lo que seguía del codo para abajo. Amputarlo. Lo escuché. Después regresé a casa, tomé un cuchillo, el mismo que tengo colgado en el jean, lo puse

en el fuego y, cuando estaba bien caliente, corté sacando ese maldito pedazo de carne. Sí, estaba muy entusiasmado en ese momento. Hoy puedo decir que me gusta lo que hago. ¿Y te da suficiente dinero para vivir? No, no es fácil encontrar ese precioso metal, el oro. Para ganar dinero también trabajo como albañil. Si no, no podría subsistir ¿Pero puede haber quien se vuelva rico buscando oro como tú? Es casi imposible. Aquí en Gold Country viven unas quince mil personas, y tres mil se dedican a este oficio. Esta actividad se ha vuelto muy dura y costosa. Hasta los que poseen una mina terminan trabajando para las grandes compañías, como la Southern Creak. Trabajan diez, once horas seguidas, seis días a la semana. Cuando están libres, se dedican a buscar oro en los cursos de agua, en los ríos o en las minas. Es un trabajo que te roba el alma, siempre distinto y a la espera de algo. Hay gente que se dedica a buscar oro de esa manera, pero no son muchos. Pero no se debe a que no haya oro en la zona: ocurre que para encontrarlo tienes que trabajar con detenimiento. Algunos sostienen que en estas montañas se esconde la misma cantidad de oro que sacaron los pioneros en el siglo XIX, la época de la «fiebre del oro». Otros dicen que en esos tiempos sacaron sólo el diez por ciento de los metales. Lo que sucedía es que entonces el oro estaba por todas partes. Podías encontrarlo en los ríos o caminando en el bosque. Las lluvias de milenios lo habían regado por toda la zona. Pero hoy, para encontrarlo, tienes que cavar y mover rocas. Hace un mes y medio una pareja hizo un hueco de tres metros de profundidad y sesenta centímetros de ancho en el río, y encontró trescientos quince gramos. Sólo así lo puedes hallar.

Parece un golpe de suerte. ¿Es tan fácil como eso? Para la gente como yo, que no tiene un gran capital, los problemas son dos: el dinero y el Estado. Para trabajar a esa profundidad necesitas máquinas, una mayor infraestructura. Pero el Estado nos lo ha puesto aun más difícil desde los años sesenta. Para darte un permiso, te pide planes, estrategias y estudios geológicos. Hoy sólo quien tiene mucho dinero, como Benjamin Kallovam, puede dedicarse lucrativamente a esta actividad.. ¿Ha cambiado mucho el oficio desde la fiebre del oro? Claro, entonces todo era mucho más fácil y no sólo porque no había restricciones legales. Hasta las primeras décadas del siglo XIX, cuando se abría una mina, se mandaba abajo a un esclavo: un negro o un indio. Si el terreno cedía, ese hombre era el único que se quedaba lapidado adentro. Eran otros tiempos. Ésta es una zona llena de historia desconocida. Pocos saben, por ejemplo, que hasta la Segunda Guerra Mundial aquí había muchos chinos y japoneses. Tenían minas, como los blancos. Pero cuando llegó la guerra, la gente creyó que ellos podrían llevarse el oro a sus países. El Estado los encerró en campos de trabajo forzado y confiscó sus propiedades. ¿Cuál ha sido tu mayor hallazgo hasta hoy? La verdad es que sólo he encontrado pequeñas cantidades. ¿Ves esta piedrita? Aquí, entre la arena y el cuarzo, hay un puntito de oro. Si lo mojo con un poco saliva, brilla. Es un punto minúsculo, pero es lo que se encuentra. Por esto me pueden dar unos diez dólares, pero si llego a sacar la arena y a liberar el cuarzo y el oro, puedo ganar hasta ochenta. ¿Dónde has encontrado esa piedra? ¿En el arroyo detrás de tu casa? Puede ser una piedra que ha caído desde la cima de la montaña, lo que significaría que hay oro cerca. También puede ser que alguien la botó en el río hace mucho tiempo, decepcionado por el poco oro que contiene. Nunca se sabe. De todas maneras, esta

piedra me la ha dado un hombre que vive abajo, en el cañón, y, sinceramente, no entiendo la razón. Quizá quería simplemente despistarme. ¿Qué necesita una persona para ser un buscador de oro? Tener coraje, saber estar solo y no tener miedo. El buscador de oro tiene que amar la soledad y la vida dura de la naturaleza, donde sufres frío y debes inventar la manera de calentarte. Si tienes hambre, tienes que ir tú mismo a buscar comida; si encuentras un animal agresivo, tienes que defenderte solo. Hay que amar el trabajo duro, porque cavar y remover piedras no es nada fácil. ¿A quién se lo desaconsejarías? A los que sufren de claustrofobia. Muchos habitantes de Gold Country han llegado de afuera, principalmente de Los Ángeles y San Francisco. Sin embargo, aquí aún quedan algunos descendientes de los viejos pioneros, aquellos hombres del ochocientos que llegaron con un solo objetivo: hacer fortuna con un puñado de pepitas de oro. Ésa es gente extraña. Son pocos y no les gusta mezclarse con nosotros, los recién llegados. Viven en lugares aislados, en medio de las montañas, a varias millas de otro ser humano. John es uno de ellos. Vive con su pareja. Él baja al pueblo una vez al mes, pero siempre solo. De ella sólo sabemos que existe porque la hemos visto cuatro años atrás. ¿La gente es supersticiosa por acá? ¿Escuchas ese ruido? Son las almas de pioneros que vagabundean por los alrededores. Las escucho todas las noches. Cuando estoy solo y oigo ruidos, sé que son ellas y no me asusto. ¿Cuál es el sueño de un buscador de oro de Gold Country? Juntar suficiente dinero para ir a Alaska: allá existen pocas leyes y mucho oro. O, claro, llegar a encontrar la riqueza en Gold Country.


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HAY UN PUEBLO EN

EL CIBERESPACIO se llama salamanca, queda en los andes de chile, un lugar aislado y lejano que antes era algo

una crónica de juan pablo meneses ilustraciones de sheila alvarado

conocido por ser una zona de brujas. ahora tiene internet inalámbrico, y es para todos, y es gratis. O al menos eso dice la publicidad. ¿será salamanca, ahora, parte del mundo?


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esde que llegué a Salamanca, varios me han advertido acerca de Benjamín Franklin y sus inventos. Su nombre completo es Benjamín Franklin Silva Donoso y vive en esta pequeña ciudad al norte de Chile. Tiene treinta y cuatro años, es soltero, no está de novio y vive con sus padres. Su piel es más clara que la del promedio de habitantes de este pueblo andino y, por eso, se protege del sol con anteojos y gorra. Cuando nos conocemos, en la plaza central de Salamanca, llena de árboles, Benjamín Franklin llega vestido con una gorra azul de vise-

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ra larga, anteojos oscuros y jeans. –Hola, soy Benjamín –me estira su mano con timidez. Logré contactarlo por intermedio de una secretaria de la municipalidad. Por estos días, llegar a Salamanca como periodista te convierte casi en un extranjero ilustre: las autoridades se ponen a tu disposición y las secretarias de cualquier jefe oficial pasan a ser tus propias asistentes. Todo, creo, gracias a internet.

Salamanca es el primer poblado de Latinoamérica con internet gratis, inalámbrico, y, según lo que me han dicho, absolutamente democrático: para todos. En sus manos, Benjamín Franklin trae su último invento: una antena artesanal que sirve para conectarse mejor a la señal inalámbrica de internet. Un tubo con cables que, conectado a la computadora, mejoraría la captura de la señal. Por casi veinte dólares, el precio al que vende su invento, promete a los habitantes de Salamanca una significativa mejora en la conexión a la red. En tres meses ha vendido más de diez de sus antenas y, con el dinero que ha ganado (en dólares serían dos billetes con la cara del Benjamín Franklin original), le ha bastado para vivir exclusivamente de su idea. Todavía no tiene pensado patentarla. Por ahora, el tiempo se le va en pensar cómo mejorar su antena. Cuenta que en los últimos meses lo han entrevistado en varios canales de televisión, en un par de radios locales y en diarios de circulación nacional. Está orgulloso. No sólo eso, el 12 de octubre del 2006 apareció en la portada de La Voz deL Choapa, un pequeño diario que circula por Illapel, la ciudad grande vecina a Salamanca. Internet ha traído cambios a su vida, y no únicamente tecnológicos. Casi le digo que lo entiendo, porque gracias a internet he podido sobrevivir escribiendo historias desde diferentes lugares, pero al final me limito a escucharlo. Benjamín Franklin dice que siempre le han gustado los inventos. Su hablar es pausado. Recuerda que muchos años atrás, antes que internet fuera inalámbrico, antes aun que apareciera internet, Salamanca era una ciudad aun más plana y aislada del resto del país, y él diseñó su primera antena. Empezaban los años noventa y hablar de una red mundial de comunicación, en Salamanca, todavía era como pensar en ciencia ficción: las computadoras sólo eran robots gigantes propios de ciudades ahogadas entre rascacielos. Era una época donde todavía tenía una importancia gravitante la radio. Las primeras antenas de Benjamín Franklin fueron precisamente para eso, para captar ondas de radios de Santiago, la capital del país. La vida en Salamanca es apacible, tranquila, con familias en bicicleta, niños que van caminando a la escuela, policías que saludan a los vecinos, perros que se pasean sin sus dueños y automóviles estacionados con las ventanas abiertas. Aquí se ven muy pocos taxis, casi no hay semáforos y los bomberos hace varias semanas

que no van a apagar un incendio. Para entretenerse hay una piscina municipal, un estadio, un gimnasio y dos discotecas que abren sólo los fines de semana. Una vieja camioneta amarilla, con parlantes a todo volumen, se pasea anunciando un festival de música ranchera. Un grupo de jóvenes toca guitarra en la plaza. El centro tiene pocas calles. De los dos cajeros automáticos de Salamanca, uno está en una gasolinera y otro en la única sucursal bancaria de la ciudad. La mayor parte del tiempo uno tiene la sensación de estar en una ciudad desenchufada. Totalmente acústica. Sentado en la plaza de Salamanca, rodeado de niños que persiguen pelotas de fútbol y de jubilados que ya no persiguen nada, Benjamín Franklin me dice que en la ciudad la gente escucha música campesina, cumbias y rancheras: –No desmerezco ese tipo de música, pero a mí me gusta mucho más lo que es el anglo. Me gustan los clásicos, los Beatles, los Creedence Clearwater Revival, entonces fue por esa necesidad que comencé a inventar las primeras antenas. Así recuerda, buscando en el pasado una consecuencia lógica para su actual trabajo de inventor de antenas para internet. La historia de por qué este poblador de Salamanca se llama Benjamín Franklin empieza en la década de 1900, cuando su abuelo, Pedro Silva Contreras, sale a recorrer el mundo como marino de la Esmeralda, el buque escuela de la Armada de Chile. En uno de esos viajes, de hace cien años, el barco llegó a Nueva York. –Mi abuelo recorrió cuatro veces la vuelta al mundo, pero le gustó Estados Unidos. Siempre hablaba de Nueva York y nos contaba que se subió a la Estatua de la Libertad. Tanto le gustó a su abuelo Estados Unidos que bautizó a sus hijos con los nombres Washington, Edison, «y a mi papá le puso Franklin». Y, para seguir la tradición familiar, su padre lo bautizó Benjamín Franklin, como el inventor. En un momento y en silencio, como una sombra entrada en años, se suma a la conversación el papá de Benjamín Franklin. Canoso, de ojos claros y pocos dientes, parece que no ha querido faltar a la

cita que su hijo tenía con un periodista. Los dos padres del inventor de antenas son artesanos en madera, y venden sus trabajos en la plaza central de Salamanca. Hasta antes que llegara internet a la ciudad, el hijo los acompañaba en el trabajo y en la venta. Ahora, como los viejos buscadores de oro, abandonó todo por la tecnología. –Siempre fue inventor mi hijo, igual que el otro Benjamín Franklin –dice su padre, Franklin Silva–. Yo no entiendo de internet, no sé nada, pero veo que lo que hace mi hijo es algo muy importante y que puede estar conectado con todo el mundo. Mi padre dio la vuelta al mundo cuatro veces, en barco, y ahora mi hijo lo hace por internet. Desde la casa. Mientras el padre interrumpe con sus opiniones, el hijo, el inventor, Benjamín Franklin Silva Donoso, mira hacia los cerros de la cordillera de los Andes, tal vez pensando en un nuevo experimento. Tal vez pensando en su abuelo marino. Tal vez sorprendido por el orgullo público que le demuestra su padre: con sus antenas, la precaria señal llega mejor a los hogares de Salamanca.

Los últimos kilómetros antes de llegar a Salamanca son una interminable seguidilla de curvas y contracurvas, subidas y bajadas empinadas por una zona de valles precordilleranos estrechos y peligrosos. Son más de trescientos kilómetros al norte de Santiago. Tengo la sensación de estar ingresando a una zona aislada y escondida, a un territorio al que podría caerle una bomba radioactiva y el resto del país tal vez ni se entere. El bus entra a Salamanca a baja velocidad y con el motor aún forzado. La mayoría de los pasajeros son obreros de Los Pelambres, un yacimiento de cobre, moderno y privado, en el país que es el principal productor de cobre del mundo. Paradójicamente, la sostenida alza del cobre en los últimos años se debe al auge mundial del cableado de cobre, negocio que se vendría abajo en un mundo inalámbrico. Antes de saltar a los medios de comunicación como la primera ciudad iluminada con wifi (abreviatura de wireless, es decir, sin cables), Salamanca era conocida por la leyenda de ser una zona de brujas. Basta llegar a la ciudad para ver dibujos de brujas volando en escobas pintadas en las paredes, en las tiendas, en los anuncios de restaurantes, en las publicidades locales. –Siempre se dice que acá hay brujas, pero nunca vi una –dice Roxana Pizarro, una joven nacida en Salamanca que trabaja para la municipalidad y que ahora escucha radios de Santiago por internet–. De todas maneras, es lo que identifica a la ciudad en el resto del país. Mejor dicho, lo que lo identificaba, porque ahora somos conocidos por el wifi.


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Si bien los habitantes de Salamanca sabían que la llegada de la tecnología podía traer cambios, tras la instalación de las antenas que distribuyen la señal sin cables, el pueblo siguió con su vida cansina, con una economía dividida entre el trabajo en la minería y la agricultura. La mayor parte del tiempo uno tiene la sensación de estar

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en una ciudad desenchufada. Totalmente acústica

El proyecto de internet gratuito para esta aislada localidad chilena se llamó «Salamanca sale al mundo», y el slogan fue acompañado de una bruja montada en una escoba. Si bien los veinticinco mil habitantes del lugar sabían que la llegada de la tecnología podía traer cambios, tras la instalación de las once antenas que distribuyen la señal sin cables, Salamanca siguió con su vida cansina, con una economía dividida entre el trabajo en la minería y la agricultura. Pero la noticia del experimento corrió rápido, y no tardó en salir de Chile. Varios recuerdan que a los pocos días de inaugurada oficialmente la señal libre, el 4 de septiembre del 2006, la información estaba siendo trasmitida por CNN eN español para todo América Latina y Estados Unidos. Desde los estudios instalados en Atlanta, la periodista Carolina Escobar abría el informativo con entusiasmo: uno, dos, tres, ¡al aire! «Una pequeña ciudad en Chile es la primera en Latinoamérica que cuenta con conexión inalámbrica gratuita a internet de banda ancha. El experimento busca potenciar las capacidades de los ciudadanos, con las ventajas de internet: contenidos gratuitos, alfabetización digital, capacidad de subir contenidos, entre otros». De ser una perdida ciudad cordillerana del norte de Chile, estaban saliendo al mundo como los primeros de Latinoamérica. Y no había pasado siquiera un mes de conexión.

La municipalidad de Salamanca está frente a la Plaza de Armas de la ciudad y, para llegar

a la oficina del alcalde, hay que atravesar un pasillo oscuro donde se ven varios escritorios con funcionarios que te saludan moviendo las cejas. Fundada en 1844, en sus habitantes se ve la mezcla del pasado prehispánico marcado por los incas y los indios Diaguitas. Hoy, todas las computadoras de la municipalidad están conectadas a internet y, sobre el escritorio del alcalde, hay una poderosa laptop inalámbrica. El despacho de la máxima autoridad de la ciudad es simple, y además de su escritorio repleto de papeles y de algunas sillas, hay una pequeña mesa de reuniones donde están repartidos los planos de lo que será la plaza central después de la remodelación que se tiene planeada. Pese a ser de día, están las luces prendidas. El alcalde se llama Gerardo Rojas, es abogado y nació en Salamanca hace cuarenta y tres años. Es calvo, tiene voz aguda y está recién divorciado. El alcalde de Salamanca se muestra entusiasmado con el proyecto. Y casi no es necesario hacerle preguntas para que se largue con entusiasmo a hablar de la experiencia. Así cuenta que el proyecto comenzó cuando estaba leyendo una entrevista, en un diario de circulación nacional, al senador Fernando Flores. El senador hablaba de los blogs. En la entrevista, Flores planteaba que las comunas que estaban dispuestas a hacer algo en tecnología, podían llamarle. La idea quedó dando vueltas en la cabeza del alcalde de Salamanca. Algunos días despertaba con ganas de llamarlo, otras veces pensaba que para qué si no le darían mucha ayuda. Así pasaron como dos meses. Hasta que un día... –Un día dije, voy a llamar. Lo hice pensando a ver si quedaba algún cupo por ahí. Lo llamé y parece que no lo había llamado nadie. Nadie. Con entusiasmo, el alcalde Gerardo Rojas cuenta que el senador los puso en contacto con su fundación, llamada Mercator. A los pocos días llegaba a Salamanca la primera comitiva de técnicos de Mercator y en la primera reunión, sin muchas demoras, lo primero que se conversó fue de iluminar la comuna con wifi. Cuatro antenas lanzando la señal inalámbrica de internet por sobre todo el pueblo. Eso sucedía en junio del 2006. Tres meses después, la presidenta de Chile estaba inaugurando la señal libre para que lo viera todo el país.


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Cuando le pregunto al alcalde de Salamanca por un beneficio que traerá la red a su pueblo, me dice que hoy Salamanca existe. En un noticiero nacional estaban hablando de que Shanghái se iba a iluminar completamente con wifi.

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Y uno de los conductores dijo, «Ah, sí, pero nosotros ya tenemos a Salamanca

El propio alcalde de Salamanca dice que su ciudad está de moda. Jura «por Dios» que el proyecto nunca fue pensado como una competencia y que ser los primeros de Latinoamérica los sorprendió a todos: le ha subido la autoestima a toda la comuna. En Chile es común –asunto de gran orgullo nacional– las noticias internacionales que ponen al país primero en diferentes rankings de Latinoamérica. Atrás, muy atrás, parecen haber quedado los traumáticos años donde viajar con pasaporte chileno, en plena dictadura militar, equivalía a pasar horas extras en cualquier aeropuerto del mundo. En menos de veinte años, de un país culposo por las violaciones a los derechos humanos, los chilenos han asumido el rol continental del orgullo. De un orgullo basado en la economía. Ahora aparecen en los titulares de todos los medios nacionales, noticias que confirman esta tendencia. «Chile sigue liderando a Latinoamérica en ranking de competitividad», dice el informe anual del Foro Económico Mundial. «Chile sigue liderando a Latinoamérica en clima de inversión», según un informe del Banco Mundial. «Chile lidera ranking de apertura en Latinoamérica», dice un informe de Federal Express (FedEx). «Chile es líder en la lucha contra la corrupción en Latinoamérica», según Transparencia Internacional. Un orgullo para el país que hace rato viene generando una enemistad regional. –Ya somos los primeros en Latinoamérica, eso no lo puede negar nadie –dice el alcalde de Salamanca, Gerardo Rojas, mientras nos tomamos un café a media tarde. Buena parte de la ciudad, a esta misma hora, está durmiendo la siesta. Sin embargo, en un momento de la charla, el alcalde reconoce que hay que perfeccionar la conexión. Y que el asunto tiene «tres patitas». Una, la instalación de las antenas. Dos, la capacitación de la gente. Tres, la creación de un blog municipal.

De un cajón de su escritorio saca unas fotocopias, donde me lee que en enero del 2007 hicieron un curso de alfabetización básica para casi cinco mil personas, «para la gente que no tiene idea de nada». La capacitación fue con voluntarios venidos de Santiago y se realizó en el liceo de Salamanca, que tiene treinta y cuatro computadoras, las que se distribuían en tres turnos. Benjamín Franklin fue a una de las capacitaciones y dice que aprendió bastante, aunque quisiera aprender más. –Y estamos haciendo un convenio con la Embajada de Estados Unidos por el asunto del inglés –remata orgulloso el alcalde. Cuando le pregunto al alcalde por un beneficio concreto que traerá la red a Salamanca, pienso en los cambios que la red ha traído en mi propia vida: paso la mayor parte de mis días pegado a internet, desde el punto que sea, mi oficina portátil es mi correo electrónico. Para el alcalde, en cambio, las transformaciones han sido diferentes. Dice que hoy Salamanca existe y ese lado ha sido bueno. Cuenta que hace unos días, en un noticiero nacional, estaban hablando de que Shanghái se iba a iluminar completamente con wifi. Y uno de los conductores dijo: «Ah, sí, pero nosotros ya tenemos a Salamanca». –¿Pero habrá libertad absoluta para internet, señor alcalde? –Hay restricciones para el sexo y la música. Nada más. Dice que es por un asunto técnico, que descargar esos materiales haría muy pesado el tráfico. Aunque a los pocos minutos confiesa que, por ahora, los filtros no se han puesto a funcionar. Y vuelve a remarcar que el objetivo es educar, que la comunidad agilice los trámites, que Salamanca salga al mundo. A ese mundo donde lo que más se descarga, justamente, es música y pornografía.

–Antes que en París, Nueva York o Buenos Aires, Salamanca vuela con internet. La periodista Scarleth Cardenas, de Televisión Nacional de Chile, inició así su despacho en directo al resto del país. Fue el 4 de septiembre del 2006, el día que la presidenta Michelle Bachelet inauguró oficialmente el internet sin cables para todo Salamanca. El riesgo asumido por Salamanca era alto. Un año antes, otra ciudad chilena, Puerto Montt, había hecho el mismo anuncio. Pero había fracasado. Aunque nadie lo decía públicamente, el día de la


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inauguración muchos recordaban una ceremonia similar ocurrida el 2005. El protagonista era el anterior presidente, Ricardo Lagos, de la misma coalición de la actual presidenta, quien inauguraba la primera ciudad iluminada por wifi del país: Puerto Montt. El portal de la BBC lo anunciaba al mundo. Sin embargo, aquella carrera por ser primeros terminó estrellada contra interminables fallas técnicas. Puerto Montt tuvo que abortar su plan de liderazgo. Y esa posta del número uno, en un país obsesionado por los rankings, la tomó Salamanca. Aunque también con problemas. En la municipalidad de Salamanca recuerdan que al principio hubo fallas porque pusieron las antenas que no eran las adecuadas. Y que hasta el día de hoy no son capaces de cubrir toda la ciudad. Si bien las autoridades están asustadas por los problemas que presenta el proyecto, hay una persona en esta historia que está feliz con las dificultades. Él le

En todo Chile persiste esta fiebre por querer ser «los primeros en Latinoamérica». Dos diputados propusieron una reforma a la Constitución del país para que el acceso a internet sea incluido entre los derechos fundamentales de los ciudadanos. «La conectividad digital debe ser considerada, al igual que el acceso al agua potable o a la luz eléctrica, un derecho humano que acorte las brechas sociales en Chile», dijo uno de los gestores

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de la iniciativa

ha encontrado una solución a los desperfectos. Esa persona se llama Benjamín Franklin Silva Donoso.

Si uno no tiene computadora, la hora de internet en un cibercafé de Salamanca cuesta un dólar. Frente a la plaza central hay dos, donde la mayoría son niños que juegan en línea a dispararse y acuchillarse con los vecinos de asiento. El resto lo usa para mandar o leer correos electrónicos, y para chatear. Rara vez se pasa de ahí. Uno de los que chatea me dice que habla con un compañero de colegio que está a dos cuadras y que se están poniendo de acuerdo para un trabajo. Al lado hay una mujer mayor, que le está mandando un mail a su hermana en Santiago, y dice que sólo lee los correos y que para informarse prefiere la radio, que una sola vez leyó un diario de Santiago, y que nunca entró a un website de un periódico extranjero.

Estos días en Salamanca me quedo en el hotel My House, de avenida Infante 451 y donde generalmente se alojan ingenieros que vienen a la mina Los Pelambres. Cuando me registro, la recepcionista me pregunta si vengo por la minera. Quizá deba sentirme orgulloso: los que trabajan en la mina son los mas respetados de Salamanca. En la recepción del hotel hay internet, pero no funciona con wifi, sino que con banda ancha. En los días que me quedo en My House, los que más utilizan la red son los hijos de la dueña, para hacer las tareas. El hotel es nuevo, tiene cortinas de flores, un baño amplio y esta frente al estadio de la ciudad. Cada vez que conecto la maquina, ésta capta la señal de dos antenas. Desde la ventana se ven las antenas, que están cerca, y no hay interferencia ni árboles. En otras palabras, no es tan difícil que capte internet en el hotel. Según las autoridades, los problemas son los árboles, que interfieren la señal. En realidad, dice el alcalde, acá debería instalarse wi max, que es más avanzado, pero aún no está del todo desarrollado. La dueña del hotel sabe que estoy escribiendo esta historia y siempre que puede me habla del alcalde: –La verdad es que es mucho ruido todo, pero no ha cambiado tanto internet –dice–. Es más la publicidad que lo importante. Pese a los problemas, la fiebre continúa. En realidad, en todo Chile persiste esta fiebre por querer ser los líderes en adoptar la tecnología para ser «los primeros en Latinoamérica». En octubre del 2006, dos diputados del Partido por la Democracia, en esa época el mismo partido del alcalde de Salamanca, propusieron una reforma a la Constitución del país para que el acceso a internet


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sea incluido entre los derechos fundamentales de los ciudadanos. «La conectividad digital debe ser considerada, al igual que el acceso al agua potable o a la luz eléctrica, un derecho humano que acorte las brechas sociales en Chile», afirmó el día del lanzamiento de la propuesta uno de los gestores de la iniciativa. –Tengo como meta, para septiembre del 2008, tener cobertura en todo el sector rural de la comuna –se atreve a pronosticar el alcalde de Salamanca, pero sabe que en muchos sitios la señal no llega. Golpeo en la puerta de madera de la casa de Benjamín Franklin, donde hay un anuncio que dice «antenas artesanales para wifi». Son las tres de la tarde y me abre cansado. Lo desperté de la siesta. Esta nueva visita ya no tiene la formalidad de la primera vez que nos vimos en la plaza central, y si bien Benjamín está sin la camisa puesta, es amable. A los pocos minutos me trae una silla y pela una naranja que compartimos durante la charla. El tema de internet le gusta y cualquier anécdota tecnológica la escucha atento. Le cuento que durante varios años escribí casi todo mi trabajo de periodista en cibercafé de distintos países, sin oficina fija, y que me bastaba entrar a un ciber para estar conectado a las redacciones donde ofrecía mi trabajo de cronista free lance. Cuando le cuento que a ese tipo de periodismo lo llamé periodismo portátil, repite «periodismo portátil», como si estuviera registrándolo en su propia memoria o pensando en algo nuevo para su antena. –La verdad es que el wifi es intramuros, por eso no funciona bien. Pero con mi antena queda perfecto –dice Benjamín Franklin, mientras me muestra su taller, donde corta las cañerías de plástico y coloca en un extremo de ellas una placa dorada con conexiones interiores: de allí cuelgan cables que se conectan a las computadoras. Benjamín Franklin me dice que le gusta internet, pero también que le gustaría tener una novia aunque es muy difícil, porque las mujeres de Salamanca se van en los autos de los trabajadores de la mina. También me cuenta que chatea con una mujer de Santiago, pero que todavía no se encuentran. Dice que tiene muchas depresiones, que le duele la cabeza y que a veces está varios días sin salir de casa.

Al rato aparecen sus padres, que siempre están cerca. Mientras ellos hablan al mismo tiempo, sobre Benjamín Franklin, su hijo, él se da vuelta buscando alambres que muestra como un inventor que revela sus secretos. Al rato me hace pasar al cuarto donde tiene su computadora, pegada a una cama sin hacer, y donde se ven tres direcciones de sitios para adultos escritos en la pared. –Ya hay varias zonas donde no se puede escuchar radios, ni bajar música. Ya cortaron eso en algunos lugares –se queja con el fastidio de quien escucha a los Beatles en una ciudad dominada por las rancheras. Semanas después de esa visita, en un correo electrónico, Benjamín Franklin me diría que ya casi ni se dedica al negocio. «Las redes sirven muy poco. Es que fue un trabajo muy mal hecho, en principio todo anduvo bien, pero a medida que fueron ingresando más usuarios se fue empeorando la cosa. Ahora es muy difícil conectarse porque después de Navidad aparecieron unos cientos o mil usuarios más y además los estudiantes están de vacaciones». Como si lo importante, más que dar un buen servicio, fuera promocionar un servicio que se vendió al mundo como el primero de Latinoamérica.

El bus sale de Salamanca, la primera ciudad con internet de toda Latinoamérica, y la mayoría de ocupantes son obreros de la mina Los Pelambres, que vuelven de estar varios días encerrados en el yacimiento. En mi mochila llevo una laptop, diferente a aquella que me compré hace casi siete años, cuando me fui de Chile a vivir del periodismo gracias a que las revistas, los diarios, los bancos, los pasajes de avión y los hoteles ahora están conectados a internet. En siete años muchas cosas pueden cambiar. Finalmente, no le conté a Benjamín Franklin que internet a mí también me transformó la vida, pero supongo que lo pensó cuando me dio un papel con su dirección de email para conectarse al messenger. Mientras dejamos atrás la ciudad, los caminos son de tierra, y al paso del bus vamos levantando polvo que no deja ver hacia fuera. Pero aunque no se vea, afuera del bus está Salamanca, una pequeña ciudad de un país en veloz carrera, y donde los índices de desigualdad se disparan tan rápido como las buenas cifras económicas. Un país orgulloso, que a veces parece esclavo, por ser el mejor en términos económicos de la región. El primero de Latinoamérica que tiene tratados de libre comercio firmados con Estados Unidos, con la Unión Europea, con Japón y con China. Y recuerdo el «Antes que Nueva York, París y Buenos Aires, Salamanca sale al mundo», y aunque trato de mirar por la ventana, sólo se ve una nube de polvo.

no a las monjas alemanas_ maría luisa del río. no soy adicto_ samuel arias. no ingresé a la marina de guerra_ eloy jáuregui. no pudo mover la copa con la mente_ carolina reymúndez. objetos y fotografías_ eriván phumpiú


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A los colegios de monjas alemanas ¿Puede veselelmundo? mundo? ¿Puedeelelabsurdo absurdoreglamento reglamentode deun uncolegio colegiocambiar cambiarlalamanera maneraen encomo que ves

No podías quejarte cuando la profesora de Religión organizaba un paseo al manicomio, pensando que de esa primitiva manera te sensibilizarías más hacia los enfermos mentales. Odio confesar que desde entonces odio a los locos. Pero no podías decir nada, aunque sólo tuvieras diez años. No, niñas. No podías decir que ese día habías visto un loco calato, es decir: un loco sin ropa, varios locos y locas calatos. No. Nein. De eso no se habla

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maría maría luisa luisa del del río río

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nn las las caras caras de de las las monjas monjas alemanas alemanas de de mi mi colegio colegio se se dibujaba dibujaba un un no no perfecto, perfecto, al al memenos nos de de ocho ocho de de la la mañana mañana aa tres tres de de la la tarde. tarde. No No aa la la risa, risa, no no aa los los colegios colegios mixtos, mixtos, no no aa la la falda falda sobre sobre la la rodilla. rodilla. Nein, Nein, no. no. No No podías podías llegar llegar más más de de quince quince minutos minutos tarde tarde porque porque no no entrabas entrabas aa la la clase, clase, yy lueluego go de de estar estar una una hora hora parada parada afuera afuera tenías tenías que que dar dar una una explicación explicación muy muy seria. seria. A A los los ocho ocho años años tienes tienes ganas ganas de de decir decir la la verdad, verdad, por por ejemplo: ejemplo: que que tu tu mamá mamá se se quedó quedó dormida dormida porque porque está está embarazada embarazada yy tiene tiene sueño, y que por eso todos subieron al auto sueño, y que por eso todos subieron al auto más más tarde tarde de de lo lo acostumbrado, acostumbrado, oo que que tu tu hermano hermano menor menor se se hizo hizo la la caca caca justo justo antes antes de de salir salir de de casa. casa. Pero Pero cómo cómo decirles decirles eso eso aa las las monjas monjas alemanas. alemanas. No No se se popodía. día. Tampoco Tampoco se se podía podía ir ir con con el el pelo pelo agarrado agarrado por por ganchos ganchos oo elásticos elásticos de de colores. colores. No. No. O O marrón marrón oo nenegro gro como como tu tu pelo, pelo, oo del del color color azul azul oo verde verde que que correscorrespondía pondía aa la la institución. institución. Tampoco Tampoco podías podías olvidarte olvidarte de de ponerte la insignia. Ustedes no son unas cualesquieponerte la insignia. Ustedes no son unas cualesquiera ra yy tiene tiene que que verse verse de de qué qué colegio colegio son. son.

No No podías podías usar usar otro otro bolígrafo bolígrafo que que no no fuera fuera de de tinta tinta líquida líquida yy no no podía podía ser ser de de otra otra marca marca que que no no fuera fuera Pelikan. Pelikan. No No podías podías ser ser nueva en el colegio y no saber usar esas plumas. No a las manchas nueva en el colegio y no saber usar esas plumas. No a las manchas de de tinta tinta en en los los exámenes exámenes yy no no aa los los errores errores ortográficos, ortográficos, pues pues cada cada uno uno le le resta resta un un punto punto aa tu tu nota nota sobre sobre 20, 20, aunque aunque el el examen examen sea sea de de Matemáticas. Matemáticas. No No podías podías usar usar calculadora. calculadora. No No podías podías ir ir al al baño baño durante durante las las horas horas de de clase, clase, había había que que aguantar aguantar simplemente, simplemente, aunque aunque se se te te saliera saliera yy vieras vieras ese ese líquido líquido amarillo amarillo derramársete derramársete yy fluir fluir entre entre los los zapatos zapatos de de tus tus amigas. amigas. Hacer Hacer la la prueba prueba del del coro coro era era obligatoria obligatoria pero, pero, si si aa la la monja monja no no le gustaba tu voz, no entrabas, es decir, la monja hacía su casting le gustaba tu voz, no entrabas, es decir, la monja hacía su casting para para tener tener el el coro coro perfecto perfecto y, y, si si tú tú eras eras de de las las que que te te morías morías por por cantar, cantar, eso eso le le importaba importaba un un carajo carajo aa la la monja: monja: Me Me sirves sirves oo no no me me sirves, sirves, nein. nein. No No podías podías quejarte quejarte cuando cuando la la profesora profesora de de Religión Religión organizaorganizaba ba un un paseo paseo al al orfanato orfanato y, y, de de paso, paso, ya ya que que está está tan tan aa la la mano, mano, te te llevaba llevaba al al manicomio manicomio que que quedaba quedaba justo justo al al frente, frente, pensando pensando que que de de esa esa primitiva primitiva manera manera te te sensibilizarías sensibilizarías más más hacia hacia los los enfermos enfermos mentales... mentales... Odio Odio confesar confesar que que desde desde entonces entonces odio odio aa los los locos. locos. No No podías podías decir decir nada, nada, aunque aunque sólo sólo tuvieras tuvieras diez diez años. años. No, No, niñas, niñas, porpor-

que ella es una mujer muy entregada y lo ha hecho de buena fe. No podías decirle al resto de niñas del colegio que ese día habías visto un loco calato, es decir: un loco sin ropa, varios locos y locas calatos. Nein. De eso no se habla. No podías caminar por la calle un sábado, abrazada de tu novio, porque el lunes entraba la directora, la más führer de todas las monjas, a tu clase y decía, mirándote como si fueras un perro escarbando en la basura, que había visto a una de nosotras. No voy a decir a quién pero esa alumna sabe muy bien que me refiero a ella. A una de nosotras caminando por las calles abrazada de un chico. ¡Pero lo peor es que ella había metido su mano en el bolsillo trasero del pantalón de él! Así pasaron doce años y yo jamás dije nada porque no era de las niñas que corren a la falda de su madre cuando algo anda mal. Y quizás nada an-

daba mal en el fondo, pues todavía me acuerdo cómo se dice no en alemán, no soy atrevida para vestirme ni desvestirme, no me mancho los dedos de azul cuando escribo con el Inoxcrom (con mi nombre grabado) que me regaló mi hermana, la más rebelde del colegio. Quizás nada andaba tan mal, pues al menos esos años me sirvieron para tener clarísimo que mi hija, una niña de ojos y alas muy grandes, jamás irá a un colegio de monjas alemanas, ni gratis, ni becada, ni aunque quede al lado de mi casa, ni dentro de mi casa. Por alguna extraña coincidencia muy aburrida de explicar, una gigantesca casa llena de jardines, flores y pájaros en la que yo viví de niña fue luego, cuando ya me tocaba ir a la secundaria, mi colegio. Las monjas alemanas se mudaron a la enorme casa en la que yo había vivido, y no sé si eso fue tan malo. Era placentero sentir que tu historia estaba en las paredes aunque las hubieran pintado con el mismo verde con que se pintan comisarías y hospitales, y colegios de monjas como el mío. Era rico saber que habías vuelto a tu lugar de origen. Era interesante sentir que, al final, nadie puede cortarte las alas. Nein.


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Nunca fui adicto al fentanyl

Recibí felicitaciones por mi recuperación. Otros me invitaban a sesiones de grupos de rehabilitación para que les diera mi testimonio. Un maestro me propuso que fuera a su colegio para intimidar a sus alumnos. Un cineasta quería hacer una película basada en mi experiencia. Una amiga me llamó una noche y me preguntó si había logrado dejar del todo la droga. Pero esa historia de adicción no era mía

¿Puede la omisión de una frase en una revista convertirte de pronto en un adicto?

una aclaración de

samuel andrés arias

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oy médico y escritor y, debido a una confusión literaria, fui adicto al fentanyl, una droga muy destructiva y, según cuentan, encantadora. En marzo del 2007, por obra y gracia de un artículo, me convertí en un adicto sin siquiera haberla probado. Ese mes publiqué en una revista de Colombia el testimonio «Fentanyl: crónica de una adicción», una historia sobre cómo ese medicamento puede deshacer una vida y convertir a una persona en un fantasma. Ese texto, al menos durante un tiempo, me convirtió en un personaje digno de compasión: me escribían mensajes de solidaridad y de sorpresa, y mis conocidos murmuraban a mi alrededor, pasmados de esa repentina y pública confesión. Pero había un problema en todo ello: yo no era el protagonista de aquella historia, era apenas el escritor. En los primeros meses del 2006 me había reencontrado con un amigo de la universidad al que le había perdido la pista. Una vez graduado de médico, él había decidido especializarse en anestesiología. En su primer año de estudio, exploró las sensaciones que producía una sustancia que se usa en la anestesia

de cirugías. Este medicamento, por ser pariente del opio y la heroína, produce un súbito, intenso y breve efecto de bienestar y placer: «Es mejor que un orgasmo», le dijo una bella paciente en una ocasión. En menos de un año el experimento de probarla le destrozó la vida: pasó de ser un médico joven y exitoso a vivir en la calle, en los rincones más peligrosos de la ciudad, esclavo de la adicción; su familia lo abandonó y él llegó al extremo de asaltar para mantener su vicio. Luego sufrió muchas dificultades para rehabilitarse, algo que muy pocos alcanzan. La historia de este antiguo compañero y colega me impresionó mucho y le pedí que me dejara contarla. Decidí que el texto debía ser narrado en primera persona, porque sólo así el lector tendría la cercanía necesaria para entender y sentir mejor al personaje. Así fue publicado. La introducción decía: «¿Y al doctor quién lo ronda? Pues lo ronda, entre otras cosas, una peligrosa tentación en la que muchos caen. Ésta es la impresionante crónica de un anestesista que se envició al fentanyl –un opiáceo de reciente generación– y llegó por esa vía hasta la propia antesala del infierno». A los editores, sin embargo, se les olvidó hacer una pequeña aclaración: el autor no era el personaje protagonista. Yo sólo era el cronista. A la semana siguiente recibí el siguiente correo electrónico: «Hola. Acabo de leer el artículo que escribiste. Y déjame decirte que

estoy inmensamente abrumado. Soy adicto también y muchas de las cosas por las que pasaste yo las viví: mi familia escapando de mí, la mamá de mi hijo confundida y huyendo, la calle, el robo, la mentira. Eso sí es candela». Yo no jugué con candela, pensé. Si hasta me da pánico tomar café, mucho menos me atrevería a jugar con mis neuronas de esa manera. Los días siguientes recibí mensajes de felicitaciones por mi recuperación: «Mis votos porque siga adelante y termine por superarse». Otros me invitaban a sesiones de grupos de rehabilitación para que les diera mi testimonio. Un maestro me propuso que fuera a su colegio para intimidar a sus alumnos. Un cineasta quería hacer una película basada en mi experiencia. Una amiga me llamó una noche y tras una charla sosa de varios minutos se atrevió al fin a preguntarme si había logrado dejar del todo la droga. Respondí a todos los que me escribieron o me llamaron, les agradecí sus ofertas y buenos deseos, pero les aclaré que la historia no era mía. Algunos respondían apenados por la confusión, otros manifestaban su decepción o simplemente guardaban silencio. No sé si es producto de mi paranoia pero, en el trabajo, varios compañeros me miran con suspicacia desde entonces. Llevo menos de un año como coordinador del área de investigaciones del Instituto Nacional de Cancerología de Colombia y, al parecer,

ese tiempo ha sido suficiente para que mis colegas descubran «mis toxicomanías». Una colega me contó que una vez, en la cafetería del instituto, un grupo de estudiantes discutía sobre mi artículo. Uno de ellos descubrió que el tipo de la crónica era el mismo que trabaja en el grupo de investigaciones. «¡No!», replicó otro, impresionado. «Pero no se le nota nada, hasta parece normal». Mi colega les aclaró, finalmente, que Samuel Arias, el autor, sí era el mismo profesional que ellos habían identificado, pero que era un tipo sano, zanahorio –como decimos en Colombia– hasta el aburrimiento. Entre cansado y divertido escribí en la siguiente edición de la misma revista una carta para explicar, de una vez por todas, que yo sólo había sido el autor de esa historia y que el adicto al fentanyl, el protagonista, había sido otra persona. Cuando se la propuse a uno de los editores, éste soltó la carcajada. Reconoció que había sido un error no haberlo aclarado en la entradilla del texto y me aseguró que publicaría mi nota. Hasta hoy tengo la duda de si la omisión en el texto original fue intencional. Por algo el lema de la revista es «piensa mal y acertarás». Ha pasado el boom del artículo. Estoy seguro de que los que leyeron la crónica fueron muchos más que los que se enteraron de la carta posterior. La mejor prueba es un correo electrónico de un editor despistado que me invitó a escribir un «No al fentanyl». «Supongo que hablar de este tema es complicado para ti y debe demandarte un esfuerzo grande», me decía en su mensaje. Pues sí, mi falsa adicción ha trascendido las fronteras de Colombia, donde vivo, trabajo y «me recupero». Por eso acepté escribir este No: ¡No soy adicto al fentanyl!


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Intenté ser marinero, pero no me dejaron

Una tarde, a bordo de su automóvil azul, y frente al mar, mi padre me preguntó si no me interesaba la inmensidad mágica del océano. Si no quería tener un amor en cada puerto. Si no quería pertenecer a los anales de la historia como un marino epónimo. Al principio rechacé la oferta. Me friegan los militares. Pero por la noche nos fuimos de copas. «Seré marino, qué cojones», me dije

¿Puede un poeta enamorarse del mar e ingresar a la Marina de Guerra? una experiencia trunca de

eloy jáuregui

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iempre me fregaron los militares y los curas. Y hasta los diez años, mi madre y mis tías me llevaban casi a rastras a cuarteles y conventos. Una veintena de primos y sobrinos estudiaban para coroneles u obispos. Desde esa vez detesto a morir las visitas como amo los encuentros insospechados. Eso es vida. Hallar una presa fortuita. Descubrir un verbo que me haga interesante. Romper la lógica de la regla de tres con un beso insospechado y ser sólo dos en la soledad de la más fiera de las sorpresas. No podía deprimirme más cuando los uniformados salían de franco los fines de semana y arrasaban con las muchachas de mi vecindario. Un barrio de clase media a tiro de piedra del elegante distrito de Miraflores, en Lima. Una vía de tranvía dividía mi envidia. Los seminaristas eran vistos como ángeles y los alfereces, cuales James Dean dulces, por diabólicos. Yo quería ser médico y de eso hablaba en la sobremesa de domingo cuando hurgaban sobre qué diablos iba a ser de grande.

Mis hermanas, sin embargo, se marchaban de paseo hacia las calles arboladas de allá, cruzando nuestras orillas para, entre helado y helado, suspirar por los maniquíes de blanco –que así llamaban a los cadetes de la naval– que, a decir del vulgo, eran los más esbeltos, cultos y elegantes. Después venían los aviadores y al final los del Ejército, que bien podían, por chuscos, haber bajado desde cualquier villorrio de los Andes. Años más tarde sufrí de los rigores marciales en el colegio. El curso de premilitar lo manejaba un sargento a quien apodaban Chiricuto. Cuando me ordenaba con voz portentosa realizar toda la ridícula coreografía con un viejo fusil frente al pelotón casi de fusilamiento, yo parecía más bien el Woody Allen de Manhattan queriendo domar una langosta alargada. Pero ya lo decía el filósofo Daniel Santos: «Si naciste pa’ soldao’, ahora tienes que aprender». De aquel tiempo es mi utopía más por lo imposible que por lo útil. Me gustaba de la esgrima tanto como de la química, y del jazz más que de la física. Inútil en mis sueños me enteré entre asombros que aquel verano una de mis hermanas había conocido a un marino brasileño mientras se doraba en una playa del sur, y yo descubrí una foto donde ellos, más que tomarse de las manos, se aferraban

de los labios. El primero en alegrarse a rabiar fue mi padre. «¿Cuándo se casan?», preguntó. El noviazgo fue más breve que la tarde en que el marino de origen portugués visitó mi hogar. Todos lo observábamos como a un canciller bajado de los cielos. Era moreno, fibroso, de ojos verdes como aquellos seres de las telenovelas y hablaba con un dejo a jilguero enamorado. Un suspiro femenil atiborrado de lujuria se escuchó apenas se cerró la puerta y se marchó. Regresaría en un mes para pedir la mano y llevarse a mi hermana favorita a Brasil, por supuesto, en su barco. Yo era el único varón soltero que quedaba en nuestra casa. Desde esa vez cambiaron mi dieta. Sólo comía pescados y mariscos y la imagen del héroe de la Marina del Perú, Miguel Grau, sustituyó la amorosa foto del abuelo en el lugar protagónico de la casa. Una tarde, a bordo de su viejo Chevrolet azul y frente al mar, mi padre me preguntó si no me interesaba la inmensidad mágica del océano. Si no quería tener un amor en cada puerto. Si no quería pertenecer a los anales de la historia como un marino epónimo. Si no deseaba ser el orgullo de la prez de la familia. Al principio, como era de esperarse, rechacé la oferta. Me friegan más los militares y ahora menos los curas. Pero por la noche nos fuimos de copas. «No eres mi hijo –gritó–, ahora eres mi hermano».

Fue un psicoanálisis al revés. No tenía una fractura en mi niñez. Me esperaba un trauma mortal en mi vejez. Pero de pronto fui el mimado de la familia. Mis primas pedían que les tocase las piernas y hasta mis vecinas me comían con los ojos, amén de un aumento sustantivo en las propinas. Una noche, afiebrado, lo decidí: «Seré marino, qué cojones», me dije, y en el desayuno solté la noticia. Prospectos y folletos atiborraban mi dormitorio. Ese verano de principios de los setenta me inscribía como postulante a cadete naval y hasta mi madre guarda una fotografía de cuando me cortaban el cabello al ras. Los exámenes fueron despiadados. No obstante, aprobé en todos y sin chistar, el de conocimientos, el físico, hasta el de presencia porque aprendí un extrañísimo dejo texano. Del examen médico no guardo los mejores recuerdos. Un paramédico descubrió que con el ojo derecho no miraba una vaca dentro de un ascensor. Y ahí comenzaron los problemas, amén de una prueba médica donde un sujeto de mandil blanco me colocó cual tigre doméstico tomando agua y me introdujo su dedo en el recto. Quedé mudo durante buen tiempo. Una semana luego, mi padre ingresó a casa pegando de alaridos. Su hijo había ingresado a la Marina. Todos lloraban menos yo, que seguía sin decir palabras. Ya en la escuela, pasado mi bautizo, ya cadete, una medianoche me llamaron a la llamada zona de prevención. «Cadete Jáuregui, usted ha engañado a la institución. Usted no ve con el ojo derecho». Yo pregunté: «¿Entonces no puedo ser marinero?». Me miraron como a un indio y me gritaron: «No, carajo». Abrieron la puerta falsa, me metieron una patada y me mandaron a mi casa desde el distrito de La Punta y a pie. Desde esa madrugada, desde esa caminata, soy poeta.


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La mentalista nunca movió la copa

Recuerdo que la luz estaba apagada pero entraban reflejos espías que le daban a la copa un brillo mágico. Durante unos segundos abandoné mi mirada en el tallo de la copa, después en el cáliz y en los ojos delineados de la mentalista. En el silencio de la sala retumbaba la máxima de mi jefe: No impidas que la verdad te arruine una buena nota

¿Puede una periodista ser testigo –y juez– de un acto de poder mental pensado para la TV?

un experimento telequinético de

carolina reymúndez

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sa semana de 1996 mi trabajo como productora junior en Canal 9 Libertad, de Buenos Aires, había consistido en: 1. Llamar a actrices separadas y con hijos a ver si querían contar su experiencia; 2. Ir en un taxi al Indi Club, donde entrena Boca, y convencer a Alphonse Tchami, un africano que comenzaba a jugar en Argentina, para que viniera al programa, y 3. Mandar un fax a Alemania tratando de ubicar al hijo de un nazi que había sido encontrado en Bariloche. Pero había llegado lo que podía ser mi momento de gloria. Una señora de apellido Cortés se había comunicado con la producción de MeMoria, el programa para el que yo trabajaba, asegurando que podía mover una copa con la mente. Eso dijo. Cuando llamaron de seguridad para avisar que la señora Cortés había llegado al canal, me enredé con los cables del teléfono y estuve a punto de caerme de panza en la alfombra rosada y mugrienta. La oficina tenía tres teléfonos, ninguna ventana, cientos de cables y una mesa larga de directorio con botellas

de Coca-Cola medio vacías y vasos con restos de café de máquina. Después de atender el llamado, no supe si ordenar la sala o bajar a buscar a la mujer. Tenía que hacer las dos cosas. Rápido. El tiempo, en la televisión, vale tanto que no tiene precio. Vacié la mesa, puse la copa en el centro y salí al encuentro de la señora. Lo mío no fue cortesía. Tenía los minutos contados. El programa ya estaba en el aire y, si ella se perdía por los pasillos infinitos de Canal 9, no llegaría a tiempo y Chiche es de los que ponen el grito en el cielo. Chiche es Samuel Chiche Gelblung, un periodista polémico y amarillo que en la época de esta historia conducía MeMoria, un programa que ya no existe. MeMoria salía en vivo, los miércoles de diez a once de la noche. La promo con los «impactantes temas» que se tocarían en el programa era simple. El conductor se paraba en el estudio. Llevaba siempre un traje y una corbata chillona que, supuestamente, hacía juego con el pañuelo doblado en el bolsillo del saco. Enumeraba los temas del día y miraba fijo a la cámara. Luego se apuntaba la sien con el índice y decía: «Memoria». Chiche no tenía medida. Iba de la eutanasia, con una entrevista exclusiva a un español que pedía la muerte desde su cama de hospital, a las nuevas modelos top enfundadas en la reciente colección de

un diseñador en ascenso, pasando por cómo viven los hijos de padres separados. También llegó a mostrar la autopsia de un extraterrestre. MeMoria tenía lugar para todo. A la señora Cortés la encontré en el rellano de la escalera, al lado de un torso de maniquí sin cabeza. La recuerdo alta, cuarentona, con el cabello rojizo y revuelto. Tenía los ojos meticulosamente delineados, por arriba y por abajo. La luz le profería un tinte verdoso y aspecto asustado. No la juzgo, aun para una mentalista los pasillos del viejo Canal 9, a las diez de la noche, daban una impresión más tenebrosa que una casa de fantasmas. No podría asegurarlo pero creo que su nombre era Mirta. O tal vez Marta. Mientras subimos la escalera de mármol que daba al primer piso no hablamos. Entramos a la sala de producción. La recorrió con la vista y se sacó el abrigo. Seguíamos sin hablar. Me pidió que apagara la luz y se sentó a mirar fijamente la copa que estaba arriba de la mesa. Me senté enfrente. Chiche había sido claro. Antes de bajar al piso, me miró intenso, como miraba al objetivo de la cámara cuando hacía las promo: «Nena, vos quedate con ella. Si mueve la copa, traéla al piso; si no, decile que gracias y vení porque abajo hay laburo», dijo, y dio un portazo que dejó temblando a la puerta de utilería.

Recuerdo que la luz estaba apagada pero entraban reflejos espías que le daban a la copa un brillo mágico. Durante unos segundos abandoné mi mirada en el tallo de la copa, después en el cáliz y en los ojos delineados de Mirta o Marta. En el silencio de la sala retumbaba la máxima de Chiche: «No impidas que la verdad te arruine una buena nota». El tiempo en la televisión no tiene precio y, además, es amorfo. La mentalista cortó el silencio espeso. –No sé qué pasa –dijo–. Hace una hora, en casa, bailaba como loca, hasta se levantó a la altura de mis ojos. Volvió a su concentración feroz. Y yo a mi propia memoria: de niña una vez jugué al juego de la copa en la oscura casa de campo de las hermanas Troncoso. Hicimos una ronda, y la hermana más grande invocó a los muertos mientras miraba sin parpadear la copa que estaba en el medio. Antes de saber si se movió o no salí corriendo a la luz del día, poseída por el pánico. Esta vez no podía huir. Volví a mirar la copa y por un segundo creí que se movió. Marta o Mirta no dio signos de registrar ese movimiento, quizá porque no existió. Enseguida recordé la otra máxima de Chiche: «La televisión vuelve loca a la gente». Miré el reloj y vi que habían pasado veinte minutos de esterilidad telequinética. Me aclaré la garganta y dije, como pude: –La copa no se mueve. La señora Cortés me miró con ojos de fuego. –La copa dijo no, ¿no la escuchaste? –me preguntó. También dije que no, no la escuché, y abrí la puerta para salir de la sala. La copa quedó sola sobre la mesa de directorio, en esa extraña noche en Canal 9.


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Una cronista viaja a la puna argentina en busca de una sociedad matriarcal, o de un suburbio en contra de los hombres, o de una respuesta al machismo. Y encuentra todo eso, ademĂĄs de una forma de sobrevivir

una crĂłnica de josefina licitra fotografĂ­as de ariel pacheco


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e contaron que existe un barrio de mujeres solas y, ahora que em-

Tal vez el lugar fuera un fiasco, pero decidí viajar. Un mundo sin hombres era, como mínimo, una promesa para tener en cuenta cuando llegaran las vacaciones.

pecé a buscarlo, veo que la mujer más sola soy yo. La historia empezó en marzo del 2007, cuando el fotógrafo Ariel Pacheco me escribió desde Catamarca, una provincia en el norte argentino, para contarme que sabía de alguien que, una vez, escuchó una historia que quizá fuera un mito: había, en algún rincón de Catamarca, un barrio sin hombres. El lugar, si es que existía, estaba en el pueblo de Antofagasta de la Sierra. En internet se decía que en esa zona había vi-

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cuñas, petroglifos y volcanes, que Antofagasta significaba «casa del sol», y que llegar hasta el sol era –como es lógico– complejo: había que viajar a San Fernando del Valle, la capital de Catamarca, y luego hacer doce horas de trayecto en camioneta. Nada decía el Google de lo otro y, sin embargo, insistí. Puse en internet «Antofagasta», «mujeres solas», «matriarcado», «lesbianismo», «barrio», «voy a tener suerte», y no salió una sola línea.

La puna de Catamarca es el páramo más deshabitado del planeta –tiene 0,03 habitantes por kilómetro cuadrado–, y Antofagasta queda ahí adentro. El lugar se ubica muy alto (a tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar) y muy lejos: una distancia que no se mide tanto en kilómetros sino, principalmente, en tiempo. El viaje desde la capital, San Fernando, es trabajoso y lerdo, y puede hacerse de dos formas. Los antofagasteños usan El Antofagasteño, un autobús que cubre el trayecto en veintidós horas y que ofrece ese tipo de servicios que un turista americano tildaría de «folclóricos»: los neumáticos se pinchan, las gallinas picotean los asientos y algunos pasajeros honran las curvas del camino con un desparramo de vómito. La otra alternativa es ir en camioneta: en ese caso son doce horas de polvo, traqueteo y piedras; y la sensación intransferible de no estar avanzando sobre ruedas, sino a patadas en el trasero. –¿Va a Antofagasta? –pregunta una mujer luego de seis horas de viaje. Ahora estoy de pie, en Barranca Larga: un pueblo de diez casas, una hostería y un cielo tremendo, y un lugar de descanso obligado cuando se va a Antofagasta de la Sierra. A esta altura del trayecto, los teléfonos móviles no tienen alcance y por eso lo mejor de Barranca Larga es el teléfono de línea, que funciona cuando quiere. Ahora, por ejemplo, no quiere. Dos lugareñas serenas, gastadas, sentadas, esperan que la señal se arregle. –¿Va a Antofagasta? –pregunta entonces una de ellas, y luego tiene un acceso de entusiasmo–. Yo escuché algo de ese pueblo. Disque ahí adentro hay un barrio sin hombres. Disque si una mujer se casa se tiene que ir del barrio y que los hombres las cortejan para asegurarse un techo y ellas los sacan a escobazos. Disque una vez al año se juntan todas y hacen un ritual para que a los hombres se les caiga hasta el último cabello y luego la bola de pelo les aparezca en el estómago.

La mujer habla con la voz rítmica y baja, como si en realidad rezara, y la escena recuerda a esos momentos de sórdida tranquilidad que se imagina el cineasta Arturo Ripstein cuando tiene ganas de imaginar cosas feas (es decir, casi siempre). A su lado, la otra señora escucha este delirio y dice que sí con la cabeza. –Ya le digo yo –interrumpe–: más vale que usté pueda hablar ahorita, porque allá... Con tanta mujer dando vuelta, como mínimo hay que hacer hora y media de cola para usar el teléfono.

Llegamos a Antofagasta al día siguiente y luego de atravesar, durante seis horas más, todas las posibilidades de polvo. Se cree que el lugar fue fundado en 1816, cuando empezaron a llegar mineros de Bolivia y Chile en busca de oro, plata y otros minerales, y finalmente se quedaron en Antofagasta quién sabe por qué: quizá les diera flojera hacer el camino inverso. Aníbal Vázquez, un guía de montaña, dirá horas más tarde que la migración también se dio por comodidad geográfica: esa zona de la puna era vista como un buen lugar para vivir, una comparación que hace pensar que el resto de la puna debe ser escandalosamente hostil. El silencio, en Antofagasta –y ésta es la primera verdad–, muerde. Y eso por no hablar del sol, del frío, del aire que lo raja todo. El clima en Antofagasta incluso afecta las particiones del tiempo: a diferencia del calendario escolar de casi toda la Argentina, acá las clases se hacen de septiembre a mayo, porque fuera de esos meses la naturaleza se ensaña de tal forma que no hay nada que se pueda hacer con la propia vida, salvo resistir. Ahora estamos en abril. Un puñado de niños llamativamente enanos camina por la calle sin abrir la boca. Es mediodía, algo así como la hora pico, y el paisaje es apenas un silencio hondo y un puñado de cabellos negros espejando el sol. Eso es lo único que tiene vida propia, aquí: los colores. La forma en que los colores (el cielo, los árboles, los pelos) se comunican entre sí.

Nos aloja en su casa una de las pocas personas con ganas de hablar. Se llama Pascuala Vázquez y es una mujer ocre y compacta que ahora enciende una cocina a leña y dice, en el medio de este lugar seco de todo, lo único que vine a escuchar: que en Antofagasta, efectivamente, hay un barrio habitado sólo por madres solteras. Se llama San Juan y fue creado para alojar mujeres con cría y sin marido: una ley que, tal como están las cosas en Antofagasta, no deja afuera a demasiadas chicas. –Acá, en Antofagasta, los tipos se emborrachan, agarran a las mujeres, y ya está –explica Pascuala Vázquez mientras revuelve una olla que parece un tanque–. Después, si ellas quieren que los hombres se hagan cargo del hijo, tienen que ir a golpearle la puerta al juez. Pascuala Vázquez quita la olla del fuego y la apoya sobre la mesa. –Esto es guiso de llama –dice. Luego sigue hablando de mujeres, niños y jueces, pero ya no hay mucho más que oír. Nunca comí llama. Pacheco tomó una foto de una llama en el camino, y el bicho era de veras lindo, y entonces empiezo a comer el guiso con una masticación extraña: como si me estuviera tragando a Bambi. La voz de Pascuala sigue: dice que ella no vive en el barrio San Juan (su casa está a tres cuadras de allí) pero que igual crió sola a sus hijos. Y cuenta que los hombres, en Antofagasta, son un ente que bebe y engendra, y después desaparece. –Muchas de esas chicas llegaron al San Juan de adolescentes. Porque usté sabe que es un tema de cultura: acá no hay conciencia. Ahora recién tenemos una obstreta, pero antes sólo teníamos las enfermeras que hacían de madres, parteras, dentistas, consejeras. Acá, si la chica quedaba embarazada, los padres la corrían de la casa y la chica no tenía dónde parar. Por eso se hizo el barrio. Porque esto no es como las grandes ciudades como San Fernando. El gran problema es que la gente de acá nunca ha tenido roce social. Pascuala Vázquez dice, a su modo, que Antofagasta de la Sierra siempre estuvo en el fondo del norte de un país tercermundista, es decir, demasiado lejos de todo. Hasta hace diez años la gente no conocía el dinero. Todas las semanas salían caravanas de treinta burros peñón abajo, hacia los valles de Salta, Tinogasta o Fiambalá, cargados con sal y cueros que eran canjeados por fardos de azúcar. En ese entonces tampoco había teléfono –llegó recién a fines de la década del noventa, y hoy hay uno en toda la región–; el único autobús iba a la sierra cada quince días (por no hablar de cuando se rompía y pasaban meses incomunicados); y hasta el actual intendente de Antofagasta, la primera vez que hizo el viaje, tuvo que pedir un mapa para saber dónde diablos quedaba este lugar.


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–Cuando vine, en el 94, tuve que preguntar en Catamarca cómo hacía para llegar –explica Evaristo Alejandro Acevedo, el intendente de Antofagasta, en la entrada de la municipalidad: una construcción apenas mayor que una casa de cuatro ambientes–. Éste es un lugar que, si a usté le cuentan, no lo cree. La ubicación geográfica, la burocracia y la existencia de un barrio de mujeres solas hicieron de Antofagasta un lugar casi irreal. A la ambulancia del hospital, por ejemplo, el Estado le da trescientos litros de combustible por mes; pero como en el pueblo no hay estación de servicio hay que retirar esa gasolina en la ciudad de Belén, a doscientos kilómetros, y entre la ida y la vuelta la ambulancia se gasta casi todo el combustible. Lo mismo ocurre con la Policía: le dan doscientos litros de gasolina, pero, después de hacer el viaje a Belén, ya no les queda ni para perseguir a una llama. En ese contexto, dice Acevedo, que exista un barrio sin hombres no asombra a nadie: en Antofagasta nunca sucedieron cosas normales. –Pero dígame un momento: ¿Ustedes vinieron por el barrio de mujeres o por el tema de interné? Acevedo se detiene y mira fijo. Entonces cuenta que el departamento de Antofagasta, donde internet está a la misma altura conceptual que el lado oscuro de la Luna, está siendo subastado en la web. La denuncia fue hecha por Acevedo y es bastante menos absurda de lo que parece: una gran extensión de tierras habría sido comprada por una sociedad anónima japonesa que, días atrás, llegó al pueblo con la intención de alambrar una quebrada llamada Calalaste, un lugar que encierra vida silvestre supuestamente protegida por ley provincial, y que funciona como paso obligado de los pobladores hacia otras localidades. Si los japoneses compraran Calataste, los antofagasteños pasarían a tener un estatus casi alienígena: quedarían definitivamente fuera del mundo. Acevedo dice que la operación inmobiliaria no tiene validez jurídica, porque son tierras fiscales. Y quiere la suspensión de los trabajos. –Los empresarios mandaron un delegado argentino a hablar conmigo, y el hombre me decía que

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«¿Va a Antofagasta? –me pregunta una mujer–. Disque ahí hay un barrio sin hombres. Disque si una mujer se casa se tiene que ir del barrio. Disque ahí sacan a los hombres a escobazos. Disque una vez al año se juntan todas y hacen un ritual para que a los hombres se les caiga hasta el último cabello y luego la bola de pelo les aparezca en el estómago»

los japoneses apostaban al crecimiento del país y que este proyecto era una bendición para el pueblo, pero… ¿Ustedes vinieron por eso, no? –En realidad, no. Algo en Acevedo parece no entender. Queda suspendido en la charla, y después vuelve con una media sonrisa. Es, al fin y al cabo, un hombre amable y al servicio de la comunidad. Cuenta entonces que el barrio de mujeres solas se creó en la gestión anterior, por motivos que se alejan bastante de las teorías sociales y la conciencia feminista. El San Juan nació como respuesta a un problema difícil y común. En las zonas extremadamente rurales del norte argentino –como Antofagasta de la Sierra– siempre fue usual que las mujeres se embarazaran de hombres a los que habían visto muy pocas veces en su vida. Para ellos, las mujeres eran un cuerpo lleno de orificios y silencio. Y eso significaba que, si quedaban embarazadas, las chicas no hacían reclamos: tenían a sus niños solas, los criaban solas, y se pasaban la vida sin tener la mínima noción de lo que era una «familia» y –menos aún– de lo que eran los deberes legales de un padre para con sus hijos. El derecho de familia, en Antofagasta, era algo tan inexplicable como internet. El barrio de mujeres solas, entonces, no nació bajo el impulso de ninguna lesbiana militante: surgió como un intento del Estado por dar una vivienda –un mínimo amparo– a un puñado de madres que no tenían un techo bajo el que caerse muertas. Todo empezó cuando Luis Eduardo Rodríguez –el intendente de ese momento– decidió hacer un canje: él les daba casa a cuatro madres solteras, y a cambio esas cuatro mujeres lo votaban para senador

por Antofagasta. El presupuesto para la vivienda de cada madre era de dos mil cuatrocientos dólares destinados a materiales, y las beneficiarias tenían que poner la mano de obra. Pero nada fue tan fácil. El proyecto, una vez aprobado, tomó tiempo en concretarse: se cortaron y secaron los adobes, se dejó pasar la fiereza del invierno, se picó la piedra y se le dio forma. Después vino la devaluación del peso (que redujo el presupuesto total a una tercera parte), y, para cuando las casas empezaban a levantarse, ya no había cuatro madres sino sesenta y cuatro: un aluvión de mujeres sin marido que reclamaban un techo y un barrio, y que a cambio de ese techo eran capaces de votar por Rodríguez. Sesenta y cuatro mujeres son el dieciséis por ciento del padrón electoral de Antofagasta. Rodríguez les dijo que sí a todas, usó los tres mil doscientos dólares para hacer sesenta y cuatro casas en vez de cuatro, y de esa forma nació el barrio San Juan. No existe, en San Juan, un reglamento. Pero es sabido que cualquier mujer que entre en concubinato con un hombre debe abandonar el barrio: la idea es que ceda su vivienda a otra madre soltera

que no tenga el respaldo económico de un varón. Sin embargo, son muy pocas las mujeres que se abren a la posibilidad de enamorarse y de salir del San Juan para formar una familia. Desde el 2005, cuando un fiscal las instruyó por primera vez en materia legal, muchas chicas transformaron su destino (muchos hijos, ningún padre) en una extraña y absurda forma de supervivencia: con la cuota alimentaria que empiezan a exigirles a algunos hombres, más la ayuda de los planes asistenciales del Estado, les entra dinero todos los meses. A cambio, no tienen que trabajar fuera de casa, ni lavar los calcetines sucios de un marido. Por lo tanto, si bien no hay un censo, se estima que hoy viven en San Juan cerca de ochenta madres, una infinidad de niños, unos pocos perros, y ningún varón.

En el barrio de mujeres solas no hay flores frescas, no hay cortinas bordadas, no hay olor a detergente, ni dentaduras completas, ni maquillaje, ni calzones de encaje colgando de las sogas de lavar. San Juan es, de algún modo, la versión menos publicitaria, más descarnada y más seria de lo que puede llegar a ser el destino femenino. El barrio –a diez minutos de caminata hacia el norte, desde el centro de Antofagasta– es un hueco de polvo entre los cerros; un lugar de tal


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precariedad que, si algún día imposible llegara hasta aquí el mar, se lo llevaría todo de un baldazo. En la calle principal –una estría ocre en el medio de las casas también ocres– hay algunos postes de luz eléctrica. Pero por afuera de esos postes –los únicos rastros de amparo estatal– no hay nada. Y en el medio de esa nada, Celina Ramos, cincuenta años, dos hijos, dos nietos, un diente, un pañuelo en la cabeza, habla de política. –Antes de la política es que ellos hacían promesas, madre. Pero después de la política ya no hacen más nada. El senador Rodríguez disque iba a darnos la casa, pero me dio solamente las paredes y el techo, madre. Yo le hice poner la luz, yo compré la cocina, yo puse las puertas, las ventanas, el piso. Todo sola, madre, porque siempre fui sola. La casita de Celina Ramos tiene dos dormitorios y un baño que no se parecen, en ningún caso, a dos dormitorios y un baño: el lugar es un receptáculo ciego, un vacío espectral al que Celina llegó hace un año junto a dos hijas, la Olga y la Eudosia, que ya le dieron dos nietos. Eudoxia, en griego, significa «buena reputación». Me acuerdo de esa estupidez (y del frío de locos) mientras Celina Ramos cuenta su historia en oraciones cortas. Dice que vio al padre de sus hijos sólo una vez en su vida y que esa vez fue suficiente. Luego hace una mueca de asco –nunca mostró una cara demasiado amable– y lleva la mirada hacia la puerta principal. Por la calle avanza una mujer de pelo corto y crespo; lleva un bebé en brazos y la siguen tres niños. Se llama Lucía Vázquez, tiene veintitrés años, y –al igual que Celina– está montándose al hombro la casa entera. Hasta el momento, Lucía Vázquez lleva cargados dos mil bloques de adobe que le servirán para completar su rancho en San Juan. Vive con un plan del Estado (cincuenta dólares por mes) y a tres de sus cuatro hijos los mantienen sus padres (quienes, por supuesto, no viven en este barrio). –Me los reconocieron a todos salvo a éste, que es natural –explica Lucía, y apoya la mano sobre la cabeza del niño. Se la ve orgullosa. El niño calla porque no entiende nada, o porque entiende todo.

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La proliferación de hijos naturales en Antofagasta hizo que en el 2004 llegara un fiscal a San Juan con el fin de instruir a las madres solteras en materia legal. El fiscal les explicó que, si sabían quién era el padre, podían demandarlo por alimentos. Pero esta intervención lo enfrentó –a él y al intendente– con Emilia Mamaní, quien casualmente era una de las cuatro madres impulsoras de la creación del barrio de mujeres solas. Mamaní tiene treinta y un años, cuatro hijos, un concubino y una casa que ya no queda en San Juan. Ahora está parada en la puerta de la iglesia del pueblo –una construcción blanca, limpia, pequeña– organizando los preparativos para la procesión del día siguiente: los diecinueve de cada mes se celebra a San Expedito, el Patrono de las Causas Urgentes, algo así como el santo de la velocidad. –Me molestó la intervención del fiscal, porque por más leyes que haiga... que yo tengo mi hijo, que lo pongo en el juez, que el padre me pasa el dinero, eso no soluciona el problema –explica Mamaní–. Muchas mujeres se llenan de chicos para ir a cobrar la cuota. Porque podés tener un hijo por error, máximo dos, pero no seis, como la Carina. ¿Usté vio a la Carina? Más tarde conoceré a Carina, que vive en San Juan. La veré sentada en el callejón principal, con las piernas abiertas, fregando al ritmo de una cumbia suave y reclinando el torso sobre un fuentón repleto de zapatillas y agua turbia. Su cara será ancha y reflejará el sol, y sabré, al verla, que alguna vez Carina fue una mujer hermosa. Ahora tiene veinticinco años y seis niños: Freddy, Marianela, Agustín, Karen, Vanesa y Marilyn, una bebé de pupilas negras y vacías. Los seis fueron engendrados por cinco individuos distintos. El primero nació a los quince, y desde entonces llega uno cada dos años. Ella los mantiene con un plan asistencial y con el dinero (fluctuante) que le pasan algunos de los padres. Carina dirá, cuando la conozca, que no necesita un hombre a su lado. Y quizás tenga razón. –¿Entonces cuál es la solución para las chicas como Carina? –dice Emilia Mamaní–. ¡Que haiga concientización! ¡Cuántas veces le dije yo a la Carina que haga un curso de cerámica, que dedique su tiempo en algo útil. ¡Ocupemos nuestro tiempo en otra cosa que no sea tener hijos! Porque si no… Yo soy una mamá que se curó: tengo apenas cuatro niños. Pero muchas otras mamás están en los bailes, viven sentadas todo el día enfrente de Gendarmería o en la esquina de la plaza para ver si alguien les hace un chico. Los problemas son las jodas, dice Mamaní, las criaturas borrachas a los ocho años. La madre que se va al baile y deja al niño en casa, solo, y entonces el niño despierta y sale a buscarla y en la madrugada

todo está tan frío, tan feroz, que algunos niños directamente se congelan o se encuentran con un perro de dientes furiosos. El problema también es la mugre, la invasión de moscas que llenó el barrio San Juan hace un año: una nube de bichos zumbando las casas sucias, la leche rancia, los pañales con mierda. Pero el mayor problema de todos es que se puede estar mejor, y nadie lo sabe. –Acá en Antofagasta no hay pobres –dice Emilia Mamaní–. Acá tenemos adobe para hacer castillos. ¡Castillos! Porque dios nos dio todo a nosotros. Entonces lo que falta es ganas. Yo a mi hija le digo: Vanesa, vos estudiaste primaria, secundaria y ahora estás haciendo la terciaria y nunca vas a decir que te pusiste una zapatilla que estuvo un poquito rota para ir a la escuela. Pero yo sufrí, Vane, para darte lo que vos tenés. Entonces vos no sufrás: estudiá, tomá anticoncetivos, no te metás a tener hijos y sé algo más algún día, para que yo me pueda apoyar cuando ya no tenga, digamos, más nada.

Mamaní llora: un llanto rabioso y discreto. Alrededor hay silencio y un atardecer que cuelga como una inmensa ojera en tonos violeta. Los volcanes y los cerros van cambiando de color, y pronto el cielo empezará a comerlo todo. De noche, Antofagasta se congela. La amplitud térmica es tan grande (veinte grados de diferencia entre la noche y el día) que ése es uno de los principales motivos por los que la mayor hostería de la zona (ubicada en El Peñón, a pocos kilómetros del pueblo) nunca termina de inaugurarse: de noche, con la helada, los vidrios estallan. Por lo tanto en la región, hasta el momento, hay un solo lugar oficial donde dormir: es la Hostería Municipal, una construcción que no califica ni para hotel de media estrella, pero que se promociona –según sus propios dueños– como un lugar donde se puede cenar «a la carta». Vamos con Pacheco a las nueve de la noche, y pedimos la carta. Alguien nos mira como si en ese pedido existiese la posibilidad de un chiste. Las alternativas para cenar son dos: milanesa de llama o empanada de llama. Afuera del plato, es sabido que los bichos no tienen mejor suerte. Hay rumores de que el sexo con llamas es relativamente usual, un dato casi antropofágico que no logra, sin embargo, quitarnos el hambre.


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A la mañana siguiente me levanto con frío y fuerzas: hoy, decido, voy a hablar por teléfono. En la calle los niños van a la escuela, las cabras van a los cerros, las palabras no tienen adónde ir. En la puerta de la Municipalidad de Antofagasta hay diez personas esperando su turno: eso es el 2.5 por ciento del padrón electoral y es, en términos más inmediatos, poco más de una hora de espera. Al lado del teléfono en uso hay otro libre. Tengo una idea. –¿Y si usamos también el otro, como para acelerar? Si es cierto que las palabras se construyen con el uso (y se destruyen con el desuso) puedo decir que en Antofagasta de la Sierra la palabra «acelerar» no existe. –Ése sólo está para recibir llamados, madre –responde alguien. El segundo teléfono no suena, probablemente no suene nunca. Pasan veinte minutos, mi turno no llega, salgo a la calle y decido ir caminando hasta el barrio de San Juan. No es mucho: quinientos metros en dirección norte que incluyen un bordeo al cementerio (rojo, azul, amarillo), otro paso por la iglesia (blanca, blanca, blanca), y un paisaje desmesurado y mudo: puñados de cabras mordisqueando los cerros, y la certeza ulcerante de que acá las horas empiezan a morirse, o quién sabe qué pasa: algo muere en serio. En el camino se cruza el intendente Acevedo. Su tema, una vez más, son los japoneses. Dice que logró frenar las obras de alambrado y –si los diarios llegaran a Antofagasta– sería fácil comprobar de qué está hablando: en enero del 2007, el diario Clarín denunció el intento de venta de más de sesenta y tres mil kilómetros cuadrados de tierras fiscales en la Puna de Atacama, una región que incluye a Antofagasta de la Sierra. Desde el Estado negaron que esas tierras estuvieran en venta. Pero Acevedo vio que estaban alambrando, y mandó una nota a un fiscal que, esta misma mañana, frenó las obras. –El santo nos ayudó –dice Acevedo. Y lo dice en serio. Hoy es el día de San Expedito, el santo de la ve-

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locidad. En la puerta de la iglesia, Emilia Mamaní se prepara junto a veinte personas para caminar dieciocho kilómetros por un desierto rocoso. Pienso en acompañarla (en auto) y voy a la despensa a comprar agua mineral. –¿Tiene agua? Del otro lado del mostrador, alguien toma una botella de Sprite vacía, la llena con agua del grifo, y me la da.

El matriarcado es un sistema conceptualmente más sencillo de lo que se cree. Por un lado, consiste en la matrilinealidad, un orden familiar según el cual un hijo es identificado genealógicamente en función de su madre. En la tradición judía, por ejemplo, las personas son consideradas judías sólo si nacen de madre judía, es decir, la descendencia es pasada de madre a hijo. También está la matrilocalidad: luego del casamiento, el varón se muda con la familia de la mujer y queda socialmente aislado de su grupo familiar original. Y por último –aunque principalmente– está el bolsillo: la mujer, en los matriarcados, es la que genera, recibe y reparte los bienes. Por todos estos motivos es que el barrio de San Juan no es, exactamente –y como se rumorea en Catamarca– un sistema matriarcal. Los hijos llevan los apellidos de sus padres (salvo que el padre no los reconozca), y los bienes no son generados por las mujeres, sino por el Estado y sus planes asistenciales, y por los hombres y su cuota alimentaria. Así y todo, las mujeres de San Juan tienen un único punto en común con el sistema matriarcal: ignoran a los varones por completo. –Los tipos cansan –dice Noemí Vázquez mientras friega ropa en un fuentón: los días pares friega la de sus niños, los impares la de los niños de su abuela–. Los tipos son caprichosos. Ellos capaz que no entienden los trabajos de la mujer, piensan que uno está de gana en la casa. La última vez que un hombre me dijo floja le contesté: «Ya no te aguanto más, retiráte». Noemí Vázquez tiene veintitrés años y habla en susurros. Por la puerta de su casa se ve parte del barrio de San Juan, que es como verlo todo: hay una montaña seca, un aire opaco, sol. De fondo se oye la radio municipal. Sobre ese ruido granulado está la boca de Noemí –grande, carnosa, triste– abriéndose y cerrándose, y tratando de hablar con una suavidad que sin embargo tiene mucho que ver con la furia. Su madre –la de Noemí Vázquez– la tuvo soltera. Pero la mujer no aguantó afrontar la crianza en soledad y abandonó a su hija para armar una vida al lado de un hombre que la quería sin cargas. Noemí creció junto a su abuela y repitió la historia de su madre sólo a medias: crió a sus niños sin ayuda, pero jamás los cambiaría por ninguna otra promesa de felicidad.

En las zonas extremadamente rurales del norte argentino siempre fue usual que las mujeres se embarazaran de hombres a los que habían visto muy pocas veces en su vida. Para ellos, las mujeres eran un cuerpo lleno de orificios y silencio. El barrio de mujeres solas surgió como un intento del Estado por ayudar a un puñado de madres que no tenían un techo bajo el que caerse muertas –No conozco a mi papá y jamás me han hablado de él –susurra, friega, frota, escurre–. Sólo me han comentado que es una persona que no vive aquí. Y las veces que tuve la posibilidad de hablar o exigir a la señora esta que me abandonó, y que en realidad sería mi madre, que me haga conocer a mi padre, nunca fui capaz de decir: «Bueno, díganme cómo ha sido». Yo nunca le he tenido un corazón a mi madre por lo que me ha hecho. Ella se casó y se fue. Pero yo jamás abandonaría un hijo. A veces hace falta un hombre de verdad, sí. Pero todavía no sé muy bien para qué. Noemí Vázquez exprime un trapo con fatiga. Sus manos quedan cubiertas por una suave estela de

burbujas blancas, y se las ve tan frías y pequeñas: dos cachorros cansados. Mira sobre el hombro hacia una pieza minúscula. –Niños –silencio–. ¡Niños! Vengan a ver el santito. Del cuarto oscuro, entre el amasijo de pañales, mantas y colchones, asoman tres cabezas diminutas. Son dos varones y una niña recién levantados: tienen el cabello atolondrado, los ojos chinos y la sonrisa floja. Afuera, por la calle, se oye el machaco sincopado de varios pares de pasos. Es la procesión de Expedito: veinte cuerpos que parecen aplastados por el mismo paisaje que los hace bellos. –Éstos son mis chiquitos –sonríe–. ¿Le dije que me llamo Noemí Vázquez? La mayoría en Antofagasta somos Vázquez. Muchísimos. Quizá seamos todos hijos del mismo hombre. Noemí vuelve a meter las manos limpias en el agua sucia; los pasos pasan. Las horas, en cambio, se quedan para siempre.


un texto de richard moran ilustraci贸n de fito espinosa traducci贸n de david hidalgo


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del 6 de agosto de 1890, veintisiete hombres de leyes, ciencia y medicina dejaron sus pertenencias en la Casa Osborne y caminaron con lentitud por la calle State hacia la penitenciaría de Auburn, en Nueva York. Era una mañana densa y sombría, con algunas nubes cargadas en el cielo. La noche anterior no había sido fácil y los resultados estaban escritos en los rostros de cada una de esas figuras encorvadas. Al acercarse a la prisión,

titud no cedía el paso y la seguridad era muy estrecha. El fiscal del distrito, George Quinby, que había perseguido al condenado, lucía pálido mientras caminaba hacia la puerta bajo la estatua de un soldado montando guardia en el tejado. Aunque él había hecho condenar a muchos asesinos, nunca había presenciado una ejecución. Una vez dentro, los hombres fueron escoltados hasta la oficina del guardia, Warden Durston, donde los prisioneros con delantales servían café y sándwiches. Durston no acompañó a sus distinguidos invitados en el desayuno. Había ido directamente desde sus aposentos en la prisión hasta la celda del sótano donde estaba William Kemmler, el condenado [había asesinado a su amante con un hacha]. Tras un intercambio de bromas, Durston extrajo del bolsillo de la camisa un documento oficial de aspecto impactante. La ley ordenaba leer la sentencia de muerte antes de la ejecución. Por su lado, Kemmler permaneció en calma aparente. «William, es la hora», dijo el guardia. «Estoy listo, señor Durston», respondió el condenado. Entonces, el guardia, con la voz temblorosa, leyó la condena a muerte. Difería de todas las condenas anteriores en el método prescrito para la ejecución. William Kemmler iba a recibir corriente eléctrica suficiente para causarle la muerte. La atmósfera era fúnebre.

encontraron a casi quinientos curiosos. Cada árbol y terraza que rodeaba esa prisión de piedras cubiertas de hiedras estaba repleto de rostros expectantes,

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y había jóvenes y niños encaramados en los postes del telégrafo, dispuestos a echar un vistazo al hombre condenado, apenas visible a través de la angosta ventana de su celda iluminada. Periodistas y operadores de telégrafo esperaban con ansias para despachar sus palabras acerca de la primera ejecución con electricidad en el mundo. Aunque se había repartido un billete de ingreso a cada testigo, aquellos hombres tuvieron dificultades para alcanzar la entrada de la prisión. La mul-

La batalla de las corrientes estaba en pleno furor cuando Harold Brown, un ingeniero autodidacta de treinta y un años, entró en la contienda1. Tres muertes accidentales recientes causadas por faroles abastecidos con corriente alterna, en Nueva York, le permitieron ingresar en el debate en favor de la relativa seguridad de la corriente directa frente a la corriente alterna. El 5 de junio de 1888, al día siguiente de que el gobernador oficializara por ley las ejecuciones mediante el uso de corriente eléctrica, Brown publicó una amarga carta en el New York eveNiNg Post. En «Muerte en los cables», Brown se quejaba de que después de una muerte accidental los ingenieros eléctricos se unieran a la compañía

1 A fines del siglo XIX, en Estados Unidos, dos grupos empresariales protagonizaron la llamada «Batalla de las Corrientes». Pugnaban para que la sociedad utilizara uno de los dos tipos de corrientes eléctricas que entonces empezaban a comercializarse: la corriente directa o continua (de Thomas Edison) y la corriente alterna (de George Westinghouse) [nota de los editores].


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en un lamentable silencio, mientras los periódicos de Nueva York reclamaban la instalación de todos los cables bajo tierra. Aunque él sabía que la colocación subterránea de los cables reduciría el riesgo de muertes accidentales, también señalaba que ésa era una medida a medias. Los neoyorquinos tenían que reconocer que la corriente alterna era demasiado riesgosa para su uso residencial o comercial. El 30 de julio de 1888 setenta y cinco electricistas acudieron invitados al laboratorio privado del profesor Thomas Chandler en la Escuela de Minas de la Universidad de Columbia. Habían llegado para observar los experimentos de Brown sobre los efectos de la electricidad en los animales. Brown dijo que representaba a los muchos hombres que se habían electrocutado de manera accidental. No sólo les habían robado sus vidas, afirmó, sino que su recuerdo había sido denigrado por sus empleadores, que argüían que su «absurdo descuido» había causado sus propias muertes. Brown dijo que, aun cuando sabía que aquella carta en el EvEning Post provocaría una lluvia de críticas de las «ricas y poderosas» corporaciones de la corriente alterna [representadas por George Westinghouse], era su obligación contarle al pueblo la verdad. Como evidencia del poder de esas corporaciones, Brown reveló que el editor de un periódico había aceptado imprimir su artículo sólo si se omitía los fragmentos que criticaban a la corriente alterna. Brown se negó. Luego de dos nuevas muertes, llevó su artículo al Post, donde lo publicaron de inmediato. Y reconoció que para convencer a sus críticos necesitaba demostrar en público la naturaleza letal de la corriente alterna. Para garantizar a la audiencia que la prueba sería honesta, había invitado a Arthur E. Kennelly, el electricista jefe de Thomas Edison; al doctor Schuyler S. Wheeler, del Comité de Control Eléctrico; al doctor Frederick Peterson, un médico especializado en el uso terapéutico de la electricidad; y a uno de sus mayores críticos, T. Carpenter Smith. Brown arrastró hacia el escenario a un perro Newfoundland de poco más de treinta y cuatro kilos de peso llamado Dash, y lo introdujo en una jaula de madera con un grueso cable de cobre enredado en las barras. Brown

aseguró a la audiencia que, aunque el perro parecía amigable, en realidad era uno callejero que ya había mordido a dos personas. Dash fue abozalado y amarrado, y los contactos eléctricos ajustados para que encajasen con la pata derecha delantera y la pata izquierda trasera. Luego sus extremidades fueron cubiertas con algodón mojado y unidas a un cable pelado de cobre número veinte. Brown anunció que primero usaría corriente continua de trescientos voltios. Al encenderla, el perro aulló y comenzó a gimotear. Después de un intervalo, Dash recibió otros cuatrocientos voltios; esta vez luchó con desesperación y siguió aullando. A los setecientos voltios zafó el hocico y casi logra huir de la jaula. Tras ser amarrado de nuevo, su cuerpo recibió mil voltios de corriente directa adicionales. El auditorio se agitó ante la visión de tan brutal trato a un animal inocente. Brown le dijo a los presentes: «Tendrá menos dificultades cuando cambiemos a la corriente alterna. Ésta lo hará sentir mejor». Un caballero del auditorio exigió que, «en nombre de la humanidad», el perro fuera ejecutado en el acto. Brown se llamó a sí mismo un tipo humanitario y con una fuerza de trescientos voltios de corriente alterna terminó con la «lucha mortal» del torturado animal. Un reportero de World exigió el fin de esa «inhumana demostración». El superintendente de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales mostró su credencial y ordenó que se detuvieran los experimentos. Pruebas de esa naturaleza, dijo, realizadas por «colegas e instituciones para beneficiar a la ciencia», eran permisibles, pero no lo eran cuando estaban guiadas por los intereses de «inventores rivales». Brown lamentó la interrupción de su experimento y dijo que tenía suficientes perros para satisfacer hasta al más escéptico de los observadores. «El único lugar en el que la corriente alterna debe ser usada es en las perreras, en los mataderos y en la prisión estatal», dijo. El ensayo fue considerado inhumano y groseramente parcializado en contra de los fabricantes de la corriente alterna. Para responder las críticas, Harold Brown repitió su experimento el viernes 3 de agosto de ese año, 1888, bajo la supervisión imparcial de un miembro del Comité de Salud y de un profesor asistente de la Escuela de Medicina Bellevue. Una multitud de casi ochocientas personas asistió a ver. Ningún representante de la compañía competidora Westinghouse estaba invitado. Esta vez, Brown empleó sólo corriente alterna para electrocutar a tres perros. El primero murió por la fuerza de doscientos setenta y dos voltios durante cinco segundos. El segundo exhaló después de recibir trescientos cuarenta voltios durante cinco segundos. El tercer perro, «una gran bestia negra» de fino y largo cabello, tal vez una mezcla de Irish Setter y Newfoundland, tenía una «brillante e inteligente» apariencia y se veía amistoso. Brown inició su mortífero experimento con una corriente de doscientos veinte voltios durante cinco segundos. Como los otros perros, la bestia estuvo para-

El perro tenía una «brillante e inteligente» apariencia y se veía amistoso. El ingeniero Harold Brown inició su mortífero experimento aplicándole una corriente de doscientos veinte voltios durante cinco segundos. La bestia estuvo paralizada. Brown elevó la corriente a doscientos treinta y cuatro voltios durante treinta segundos más. El animal se levantó, paralizado, duró así unos treinta segundos y entonces colapsó, inconsciente, sobre el piso de la jaula. Los médicos opinaron que no había sentido dolor

lizada mientras recibía la corriente. Apenas la apagaron, sin embargo, empezó a luchar, presa de una profunda agonía. Después de treinta segundos aún estaba consciente, y a los cuarenta y cinco segundos empezó a respirar hondo, aunque exhalaba de manera pesada. Cuatro minutos después, Brown elevó la corriente a doscientos treinta y cuatro voltios durante otros treinta segundos. El perro se levantó, paralizado, duró así unos treinta segundos y luego colapsó, inconsciente, sobre el piso de la jaula. La corriente fue desconectada, pero el corazón del animal continuó latiendo durante dos minutos más. De manera increíble, Harold Brown y los otros médicos presentes opinaron que el tercer perro, al igual que los dos anteriores, no había sentido dolor. La muerte suele causar la relajación de los esfínteres de la vejiga y del recto, y la expulsión de orina y heces. El último animal no fue la excepción. El hedor era insoportable. Tras la segunda ronda de experimentos, las críticas contra los argumentos de Brown continuaron. Quizá la más demoledora vino del doctor P. H. van der Weyde, que había asistido a las primeras demostraciones, en la Universidad de Columbia. Él presentó sus observaciones a los ensayos de Brown durante una charla ante la Asociación Nacional de Energía Eléctrica, dominada por las compañías de corriente alterna. La preocupación de Harold Brown acerca de la corriente alterna lo había hecho objeto de escarnio casi general y, según van der Weyde, eso era desafortunado. Los comentarios y experimentos de Brown, dijo, parecían más encaminados a demostrar la superioridad de la corriente directa que a buscar la verdad. Por ejemplo, cuando el superintendente Harkinson de la Sociedad Humana había detenido la demostración, Brown fue obligado a darle al animal un golpe de gracia con corriente alterna de sólo trescientos voltios. Brown alegaba que esto probaba que la corriente alterna era mortal, pero, para van der Weyde, en realidad no demostraba nada: el animal estaba casi muerto a causa de las anteriores descar-

gas de corriente directa de trescientos, seiscientos y novecientos voltios. Otra dosis de trescientos o seiscientos voltios de corriente directa, según él, quizá hubiera terminado con su vida de manera tan rápida como el sacudón de corriente alterna. Van der Weyde comparó a los que predecían desastres por la introducción de la corriente alterna con la gente contraria a la introducción del gas de alumbrado público, la luz eléctrica y los ferrocarriles. La Compañía de Thomas Edison empezaba a dar muestras de desesperación. Durante el año anterior había vendido sólo cuarenta y cuatro mil faroles que habrían de ser abastecidos por sus estaciones centrales. Mientras que la Compañía Eléctrica Westinghouse, su competidora, había recibido pedidos de cuarenta y ocho mil faroles iluminados por estaciones centrales sólo en octubre de 1888. Desde que la Westinghouse había empezado a operar, dos años y medio antes, había vendido más plantas centrales de corriente alterna que todas las otras compañías juntas. En el otoño de 1888, Charles Batchelor, un asistente de Thomas Edison, estuvo a punto de electrocutarse cuando realizaba experimentos con animales. Aunque Batchelor estaba trabajando con corriente directa cuando ocurrió el accidente, le dijo a un reportero que se debía al hecho de no haber usado corriente alterna. Edison aprovechó esa ocurrencia para impulsar su campaña contra ese tipo de energía. El incidente atrajo a los reporteros hasta sus laboratorios, donde él respondió preguntas sobre cómo los criminales podían ser ejecutados bajo la nueva modalidad de pena de muerte. «Alquílenlos como hombres-línea a alguna de las compañías de alumbrado de Nueva York», fue su rápida respuesta. Luego habló en un tono más serio: «No hay razón alguna para que haya fallas en una ejecución por medios eléctricos. El uso de la corriente para tales propósitos no requerirá el invento de ninguna nueva máquina. Debe usarse electricidad de alta tensión, y una corriente de tipo alterno mejor que de tipo directo». ¿De qué manera la electricidad producía la muerte? Edison admitió que no conocía del todo la respuesta. «No creo que la electricidad mate al hombre de manera directa», respondió. Dijo que no afectaba los órganos vitales y los destruía, sino que acrecentaba la fuerza física de los nervios y los músculos hasta un punto fatal. ¿Aprobaba la ejecución con electricidad? «No apruebo ninguna ejecución», dijo con solemnidad. «El asesinato de un ser humano es un acto de una absurda barbarie. La sociedad debe protegerse», reconoció, pero agregó que no se necesitaba la pena de muerte para hacerlo. Él prefería la


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prisión perpetua de los criminales; éstos podían servir en actividades productivas, como embellecer los edificios públicos, lo cual no afectaría «los derechos de los trabajadores honestos». Edison añadió que la electricidad haría el trabajo que se necesitara hacer, y aseguró que la electrocución era más segura y quizá más civilizada que la horca. La legislatura del estado de Nueva York solicitó a la Sociedad Médico-Legal trabajar en los detalles sobre las ejecuciones eléctricas. En setiembre de 1888 se formó un comité que debía recomendar cómo se haría efectiva la nueva ley. El doctor Frederick Peterson, quien usaba la electricidad en su práctica médica, encabezó ese esfuerzo. Había sido asistente de Harold Brown en los experimentos de la Universidad de Columbia y, naturalmente, solicitó la ayuda de este ingeniero. El comité trabajó a toda prisa y presentó un reporte preliminar el 14 de noviembre de 1888 ante la asamblea de la Sociedad. Allí se recomendaba de manera tentativa que la corriente eléctrica fuera administrada desde el extremo superior de la cabeza, a través de la médula espinal, hasta la baja espalda. Esto causaría una inmediata pérdida de la conciencia. También se sugería el uso de un casco de metal, asegurado a una mesa o al respaldar de una silla, para transmitir tres mil voltios de electricidad durante treinta segundos. El peso máximo de los dos perros ejecutados el verano anterior había sido de cuarenta y un kilos, por lo que un miembro del comité preguntó cuánta fuerza electromotora sería necesaria para matar a un ser humano. Brown realizó unos cuantos experimentos más en el laboratorio de Edison, en West Orange, ejecutando a tres animales de granja: un becerro de once kilos, otro de sesenta y cinco kilos y un caballo de más de quinientos cuarenta y cinco kilos. Estos experimentos, según él, demostraban que la corriente alterna era superior que la corriente directa en sus efectos fatales.

Casi dos años después, la mañana del 6 agosto de 1890, un grupo de médicos colocó el cadáver

carbonizado de William Kemmler en una mesa de disección justo enfrente de la silla eléctrica. Al momento del examen, uno de los médicos encontró que el cuerpo todavía estaba tibio. Tenía una temperatura de 37.1 grados centígrados. Según la definición médica de que la muerte es la incapacidad del cuerpo para producir calor, el doctor Spitzka decidió postergar la autopsia durante tres horas. Así protegía al equipo médico de que lo acusaran de que Kemmler hubiera muerto bajo «el cuchillo del doctor» y no por la corriente del verdugo. A las nueve de la mañana de ese día, el cuerpo de Kemmler se había enfriado hasta los 36.1 grados centígrados. El rigor mortis se manifestaba, y el cuerpo había adquirido la postura de alguien sentado. Un convicto frotó el cadáver con una esponja y agua tibia, y los médicos se esforzaron por estirar los brazos y piernas. A medida que los órganos internos eran removidos, los médicos dictaban sus observaciones. La autopsia duró cuatro horas y casi ninguna parte del cadáver quedó sin examinar. El corazón estaba normal, excepto por una ligera congestión en la parte superior. Los pulmones estaban repletos, señal de que el condenado había sufrido los primeros estados de la pleuritis. Los otros órganos de la cavidad abdominal estaban en buenas condiciones. La sangre, sin embargo, lucía aguachenta y decolorada, quizá debido al impacto de la corriente eléctrica. Los músculos de la garganta estaban contraídos y la cara lucía fríamente inexpresiva. Los ojos estaban abiertos, y le daban al cuerpo una tenebrosa apariencia. La cabeza tenía la evidencia del impacto de la segunda fuerza mortal de la corriente eléctrica. El cuero cabelludo de Kemmler estaba horrendamente chamuscado en el punto donde el electrodo cubría la cabeza. El hueso del cráneo lucía quemado y seco, y la sangre del cráneo se había convertido en un polvo negruzco. El doctor Spitzka removió el cerebro y la médula espinal, separándolos para un mayor estudio entre los médicos participantes. Ante un ojo inexperto, no había signo de que hubieran sido dañados por la electrocución. Los órganos internos también fueron repartidos entre los doctores para exámenes de microscopio en sus laboratorios. Un médico se llevó varios frascos a casa; contenían sangre del lado izquierdo y derecho del corazón de Kemmler, parte del cerebro y la médula espinal y un poco de piel quemada por los electrodos. Antes de la ejecución, no se había hecho ningún preparativo para medir la cantidad y duración exactas de la corriente que fluyó a través del cuerpo de Kemmler. Por eso, a pesar de los largos meses de intensivos análisis, poca información útil se pudo obtener sobre los efectos que la electricidad produce en el cuerpo humano. De The execuTioner’s currenT. Vintage.


fotografías de joana toro

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llas son las sobrevivientes de la Guerra Verde, que asoló el departamento de Bocayá, al centro de Colombia, paraíso mundial (y polvoriento) de la esmeralda. Eran los años setenta, una época sangrienta en la región: raspabas una roca y encontrabas

esmeraldas. Oro verde. Piedra preciosa. Bonanza. Dinero. Violencia. Todos salían a trabajar la roca, a guaquear. Todos andaban armados. Militares, policías, jueces, alcaldes, sacerdotes, ingenieros. Cada mañana, en las minas del occidente de Bocayá, amanecían tres o cuatro cadáveres; las mujeres se fueron quedando sin hijos y sin maridos. Hasta que terminó la guerra, y ellas, las mujeres de Bocayá, tuvieron que ponerse a guaquear. Desde entonces,

caminan tres kilómetros para llegar cada mañana a las minas de Coscuez, cubiertas por sábanas de tierra negra producto de las excavaciones. Según los gemólogos, en Coscuez se extraen las mejores esmeraldas del mundo. Pero no parece un lugar para las guaqueras. Dicen los mineros que cuando una mujer se interna en Coscuez, las esmeraldas no vuelven a salir y hay que rezar hasta que aparezcan otra vez. Las minas, además, parecen un pozo sin fondo, un laberinto oscuro lleno de ramificaciones: arriba, abajo, derecha, izquierda. Algunas entradas son abismos profundos donde muchos han muerto. Claustrofobia. Humedad. Derrumbes. No hay oxígeno. Unas cucarachas rojas, gigantes, hacen un ruido molesto cuando las pisas. Las guaqueras de Coscuez trabajan allí durante horas. Martillan las rocas con sus cinceles, sus manos de uñas largas, a veces pintadas. «No sirve de nada ser mujer cuando se vive y se siente como un hombre», dice una de ellas. El objetivo es uno solo: que el destino –la roca– les depare un futuro más feliz. Pero el destino es casi siempre un puñado de piedras, «esquirlas de esmeraldas», les dicen, que a lo sumo les alcanza para intercambiarlas por barras de chocolate y arroz. Las guaqueras esmeralda son esclavas de sus propios sueños: que la fortuna se apiade de ellas mientras someten sus vidas al embrujo verde.

Mano de la guaquera Joana Pinzón.


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Lizette Ovalle. 16 años. Guaquera. Aquí acompañada de su marido, también guaquero.

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Lizette Ovalle se asea en la casa de su suegra luego de un día de trabajo.


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Una mujer recoge «esquirlas de esmeraldas» del cause que fluye de una de las minas de Coscuez.

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Una comerciante de esmeraldas pesa las piedras para negociar en Chácaros, donde se cierran los negocios en las alturas de Coscuez.


Historia de un cementerio de reliquias electrónicas

un texto de paola dongo fotografía de herman schwarz

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u taller de reparación de aparatos eléctricos ya casi parece un cementerio: esqueletos de televisores en blanco y negro, cables que trepan entre lustradoras oxidadas, un tocadiscos portátil, reproductores de casetes, tubos al vacío, transistores, radios de madera abandonadas en viejos anaqueles con arañas. El siglo XX y sus artefactos. Durante más de cincuenta años de trabajo, miles de artefactos desahuciados se han apoderado del taller de José Santos Pulido, un técnico electricista cuya vida profesional ahora se resume en una interrogante: ¿Qué debe hacer él con esos aparatos cuyos dueños hace tiempo los dejaron, pero que a veces, diez o veinte años después, reaparecen para recuperarlos como parientes afectados por la nostalgia? Sí. Son miles. Tres habitaciones llenas de artefactos que Pulido jamás podrá terminar de reparar. Tiene casi noventa años y, cada mañana, él abre su local en Barranco, ese distrito frente al mar de Lima, se sienta en una banca de madera, revisa sus viejos manuales de electrónica y, mientras ajusta algunos tornillos, espera a esos clientes que nunca llegan. Un día de fines de los ochenta un muchacho llamó a la puerta del taller. Traía consigo dos pesados parlantes de casi un metro de altura, enchapados en madera, envejecidos y achacosos. Habían


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José Santos Pulido, técnico electricista, esposo de una mujer de casi ochenta años que lo espera cada tarde con el almuerzo caliente, rostro de abuelo disciplinado, memoria prodigiosa para recordar a los clientes, acude a su taller cada mañana para envejecer junto a esos aparatos a los que ya sólo puede brindarles compañía pertenecido a los padres del muchacho y animado sus fiestas familiares durante años pero, al morir sus dueños, fueron ganados por el desuso y terminaron desterrados en un rincón de la sala, cubiertos con un mantel y reencarnados en mesas para adornos. Pulido recuerda el diagnóstico: cambiar dos repuestos y un servicio de mantenimiento de rutina. El muchacho pagó por adelantado y exigió especial cuidado con la herencia. Pulido le entregó un comprobante de papel. El cliente debía volver la semana siguiente. El día convenido, los parlantes esperaban junto a la puerta del taller. Pero el muchacho no llegó esa vez. No lo hizo la tarde siguiente, ni una semana después, tampoco el resto de aquel año. Quince años más tarde, Percy, el hijo y ayudante de Pulido, atendió a un hombre maduro que, con un comprobante en la mano, había llegado a recoger sus antiguos parlantes de madera. ¿Dónde estaban? El cliente levantó televisores, movió enormes radiolas, desordenó cables. Media hora después los encontró. Estaban ocultos bajo un amplificador. Habían envejecido, pero al hombre no parecía importarle mucho. Tranquilo, salió del taller. «En unos días regreso por ellos», recuerda Percy Pulido que le dijo ese extraño cliente antes de perderse al final de esa calle de casonas viejas donde aún funciona el taller de su padre. El cliente nunca más volvió. Casi nadie vuelve. En la vida de José Santos Pulido aquel episodio es rutina laboral: los clientes llegan con sus reliquias electrónicas, le piden que los repare con cuidado, pero no regresan más. Ni una llamada. Ni una visita. Así pasan muchos años. Así su taller se ha convertido en el asilo de esos trastos de silicio, plástico y madera que ya sólo servirían para describir el pasado. La tecnología también muere. Y Pulido, técnico electricista, esposo de una mujer de casi ochenta años que lo espera cada tarde con el almuerzo caliente, rostro de abuelo disciplinado, memoria prodigiosa para recordar a los clientes, acude a su taller cada ma-

ñana para envejecer junto a esos aparatos a los que ya sólo puede brindarles compañía. Percy Pulido, su hijo, recuerda que una vez su padre enfermó de gravedad. Un vecino corrió la noticia por todo el barrio. Dos días después, el taller estaba lleno de clientes que intentaban recuperar sus aparatos abandonados. Días más tarde, José Santos Pulido, que es un hombre fuerte, regresó sano al trabajo y sus clientes, al saberlo, volvieron a confiarle «la reparación» de sus reliquias. Pulido viste un pantalón gris, un suéter grueso y una boina, y pasea por un rincón de su taller. Entonces, como un viejo guardián habituado a las sorpresas de la memoria, señala: «Televisor marca Sony con proyección en blanco y negro. Lo dejó un general del Ejército en 1988. Problemas con el encendido y el apagado. Además, la imagen se había deteriorado y había que regularle el brillo». Varios años después –recuerda– leyó en un diario que aquel militar había muerto. Sin embargo, él sigue guardando el televisor de aquel cliente imposible por una sencilla razón: «El artefacto ya está reparado». Y éste parece un credo de honestidad profesional. Entre su involuntaria colección, destaca un radio de color rosado. Pulido lo toma como si cogiera una mascota y recuerda los problemas que le causó a finales de los años setenta. Entonces él tenía un cliente que le daba mucho trabajo. Siempre pagaba con puntualidad. Un día ese hombre llevó consigo aquel radio portátil, le dijo que era de su novia y le pidió que lo reparase cuanto antes. Pulido hizo el trabajo para el día siguiente (sólo había que cambiar las baterías), pero el cliente tardó veinte años en llegar. Cuando lo hizo, ya no era ese joven amable que Pulido recordaba con cariño, sino un viejo barrigón, con la ropa desgastada, y esgrimía un comprobante de papel amarillento con el que exigía su radio de vuelta. Pulido lo buscó entre los estantes. Pero, debido a la humedad de la ciudad, el aparato se había quedado pegado a la pared, como un ladrillo más. El cliente, furioso, denunció a Pulido en la comisaría del distrito. El pleito y los interrogatorios duraron varias semanas. «Al final me dieron la razón –dice ahora acariciando el aparato de la discordia–. Incluso el comisario me dijo que debía cobrarle a ese cliente por los años en que mi taller le sirvió como depósito». Por supuesto, aquel cliente no volvió. Pulido tampoco intentó cobrarle. Su trabajo de años –dice– sólo ha consistido en reparar los artefactos eléctricos. Ésa fue su profesión.

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l ciego vivía solo en una habitación independiente encima de una bodega, en una calle no muy lejos de la casa de Maico. Se ubicaba subiendo una pequeña cuesta, como todo en aquel barrio. No había nada en las paredes de la habitación del ciego, ni un lugar donde sentarse, de manera que Maico se quedó de pie. Tenía diez años. Había una cama de una plaza, una mesita de noche con una radio envuelta con cinta adhesiva y una bacinica. El ciego tenía el cabello entrecano y era mucho mayor que el

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padre de Maico. El niño bajó la mirada y formó con los pies un pequeño montículo de polvo en el suelo de cemento, mientras su padre y el ciego hablaban. El niño no los escuchaba, pero nadie esperaba tampoco que lo hiciera. No se sorprendió cuando una diminuta araña negra emergió del insignificante montículo que había formado. La araña se alejó rápidamente por el piso y desapareció bajo la cama. Maico levantó la mirada. Una telaraña brillaba en una esquina del techo. Era la única decoración del cuarto.


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Su padre extendió un brazo y le dio un apretón de manos al ciego. «Estamos de acuerdo, entonces», dijo. El ciego asintió con la cabeza, y eso fue todo.

Una semana más tarde, Maico y el ciego se encontraban en la ciudad, en el ruidoso cruce de las avenidas República y Grau. Se habían levantado temprano en una mañana invernal de cielo gris y encapotado, y se habían dirigido al centro, hasta este lugar de tráfico bullicioso y berreante, a la sombra de un gran hotel. El ciego llevaba un bastón de empuñadura roja y conocía bien el camino, pero una vez que llegaron plegó el bastón y lo dejó sobre la franja de césped que dividía las pistas. Sus pasos se hicieron vacilantes, y Maico se dio cuenta de que había empezado a actuar. La sonrisa del ciego se esfumó, y relajó la mandíbula. Todo lo que había por saber, Maico lo aprendió en esa primera hora. Las luces del semáforo estaban cronometradas: tres minutos de trabajo, seguidos por tres minutos de espera. Cuando el tráfico se detenía, el ciego colocaba una mano sobre el hombro del niño, sostenía su lata en la otra, y juntos recorrían la fila de automóviles. Maico lo guiaba hacia los que tenían las ventanillas abiertas y, a medida que se acercaban, el ciego mascullaba unas palabras en tono desvalido. El único trabajo de Maico era conducirlo hacia quienes tenían más probabilidades de darles algo, y asegurarse de que no perdiera su tiempo con aquellos que no iban a hacerlo. Según el ciego, las mujeres que iban solas al volante eran generosas por precaución, con ello esperaban evitar ser asaltadas. Tenían monedas sueltas en sus ceniceros para estos casos. También podían contar con los conductores de taxi, porque eran gente trabajadora; y los hombres que iban acompañados por mujeres siempre buscaban impresionar y tal vez les darían algunas monedas para mostrar su

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lado sensible. Hombres que iban solos al volante rara vez daban algo, y no había que perder ni un instante junto a los automóviles de ventanas polarizadas. «Si saben que uno no puede verlos, no sienten vergüenza», dijo el ciego. –Pero ellos saben que usted no puede verlos –dijo Maico. –Y por eso estás tú aquí. La madre de Maico no quería que él trabajara en la ciudad, y así lo había dicho la noche anterior, pero su padre vociferó y dio un puñetazo en la mesa. Estos gestos, sin embargo, eran innecesarios; lo cierto era que a Maico no le molestaba el trabajo. Hasta le gustaba su ritmo, en especial aquellos momentos en los que no había nada que hacer, salvo ver el tráfico infinito, empaparse de su monótono estruendo. «Grau es la avenida que la gente toma para dirigirse a los distritos del norte», le explicó el ciego. Tenía la ciudad claramente delimitada en su cabeza. Se podía hacer dinero en el norte: era una zona donde las personas buscaban una vida mejor. No como los ricos del sur, que se habían olvidado de sus orígenes. –Éste es un cruce fructífero –dijo el ciego–. Esta gente me reconoce y me adora porque me conocen de toda la vida. Son generosos. Maico trataba de oírlo lo mejor que podía por sobre el alboroto. Yo yo yo, eso era todo lo que escuchaba. Los automóviles, los motores y el ciego: era todo un mismo ruido. Nubes de humo acre flotaban por sobre el cruce, tan tóxicas que luego de apenas una hora Maico sintió que algo le oprimía el pecho, y luego un cosquilleo en la garganta. Tosió y escupió. Pidió disculpas, tal como su madre le había enseñado. El ciego se rió. –Vas a hacer cosas mucho peores aquí, muchacho. Vas a toser, orinar y cagar, y todo te va a dar lo mismo.

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Las nubes se despejaron hacia el mediodía, pero esa mañana fue fría y húmeda. El ciego guardaba todo el dinero, y cada cierto tiempo anunciaba cuánto habían ganado. No era mucho. Cada vez que depositaban una moneda en la lata, el ciego inclinaba humildemente la cabeza, y, aunque no se lo habían pedido, Maico hacía lo mismo. Cuando cambiaban las luces, el ciego vaciaba el contenido de la lata en sus bolsillos y le advertía a Maico que

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odo lo que había por saber, el niño lo aprendió. Las luces del semáforo estaban cronometradas: tres minutos de trabajo, seguidos por tres minutos de espera. Cuando el tráfico se detenía, el ciego colocaba una mano sobre el hombro del niño, sostenía su lata en la otra, y juntos recorrían la fila de automóviles. El único trabajo del niño era conducirlo hacia quienes tenían más probabilidades de darles algo

estuviera atento a los ladrones; pero todo lo que el niño veía eran hombres que vendían periódicos y pizarras, y mujeres con canastas de pan, flores o fruta. La cantidad de gente en la zona hacía que ésta le pareciera segura. Todos lo habían tratado bien hasta entonces. Una mujer que tendría la edad de su madre le dio un pedazo de pan con camote porque era su primer día. Cuidaba a varios niños en la franja de césped al medio de la avenida. Los pequeños jugaban con un animal de peluche, se turnaban para hacerlo pedazos. El relleno de motas blancas se extendía por el césped, y volaba por la calle cada vez que pasaba un camión.

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Cuando el ciego descubrió que Maico había asistido a la escuela, compró un periódico e hizo que el niño se lo leyera. Asentía con la cabeza o chasqueaba la lengua mientras Maico leía. Las noticias les resultaron tan cautivantes que incluso dejaron pasar algunas luces del semáforo para que Maico pudiera terminar de leerlas. El día anterior habían asesinado a un juez a plena luz del día, en un restaurante no muy lejos de donde se encontraban ahora. Un editorial defendía la vida de un perro guardián al que las autoridades querían sacrificar por haber matado a un ladrón. Pronto habría una nueva presidenta, y se planeaban protestas para recibirla. Se filtraba música a través de las ventanillas de los automóviles que pasaban, y en cada luz roja Maico escuchaba una docena de voces cantando melodías diferentes. Cuando podía, examinaba el rostro del ciego. Tenía la piel cobriza y mejillas abultadas, y llevaba días sin afeitar. Su nariz era chata y torcida. No usaba anteojos oscuros como hacían otros ciegos, y Maico suponía que el brillo tétrico de sus inútiles ojos pardos era parte de su valor como mendigo. Era un terreno competitivo, después de todo, y aquella mañana había otros trabajadores cuyas aptitudes para el puesto se encontraban más allá de toda duda.

El padre de Maico los esperaba en la puerta de la habitación del ciego cuando volvieron esa tarde. Le guiñó un ojo a Maico, y luego saludó ásperamente al ciego, tomándolo desprevenido. «La plata –dijo, sin cordialidad alguna en su voz–. Muéstramela». El ciego sacó su llave y buscó a tientas la cerradura de la puerta. –Aquí no. Adentro es mejor. Ustedes los que ven son siempre tan impacientes.


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Maico se quedó de pie a un lado mientras ellos dividían las ganancias. El conteo avanzaba con lentitud. El ciego palpaba cuidadosamente cada moneda, y luego anunciaba su valor en voz alta. Si nadie lo contradecía, proseguía. Sus manos se movían con una elegante seguridad mientras organizaba las monedas en pilas sobre la cama. Unas cuantas veces se equivocó al identificar una moneda, pero Maico estaba seguro de que lo hacía a propósito. Cuando esto ocurrió por tercera vez, el padre de Maico lanzó un suspiro. «Yo voy a contar», dijo, pero para el ciego eso estaba fuera de toda discusión. –Eso no sería justo, ¿verdad? Cuando terminó el conteo, Maico y su padre volvieron caminando a casa en silencio. Les había tomado más de lo que esperaban, y el padre de Maico tenía prisa. Cuando su madre preguntó cómo había ido todo, su padre hizo un gesto desdeñoso y dijo que no había dinero. O mejor dicho, ninguna cifra que valiera la pena mencionar. Empezó a alistarse para su turno de noche mientras el niño y su madre cenaban. El segundo día fue igual, pero el tercero, cuando bajaban caminando la cuesta, el padre de Maico llevó al niño al mercado y compró gaseosas para ambos. Un anciano de manos gruesas y callosas los atendió. Maico bebió su gaseosa con una cañita. Su padre le preguntó cómo era el trabajo, si le gustaba. Para entonces, Maico ya tenía edad suficiente como para saber que lo mejor era no hablar mucho. Esto lo había aprendido de su madre. ¿Le gustaba el centro? Sí. ¿Y estaba disfrutando el trabajo? Sí. ¿Cómo era? En este punto, Maico eligió con cuidado sus palabras, explicando lo que había aprendido en esos pocos días. Sobre la caridad, sobre el tráfico, sobre la

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mayor generosidad relativa de los automóviles que se dirigían al norte frente a aquellos que iban hacia el sur. El padre de Maico escuchaba tranquilamente. Terminó su gaseosa y pidió una cerveza, pero luego lo pensó mejor. Echó un vistazo a su reloj y luego echó unas cuantas monedas sobre el mostrador. El anciano las juntó sobre la palma de su mano con el ceño fruncido. «Nos están robando –dijo el padre de Maico–. ¿Me oyes, muchacho? Tienes que estar al tanto de la plata. Tienes que llevar la cuenta en la cabeza». Maico estaba callado. –¿Me estás oyendo? El ciego se queda con la mitad. Nosotros con la otra mitad. El ciego le había comprado a Maico una bolsa de canchita esa mañana. Después de que Maico le leyó el periódico, le contó historias sobre cómo había sido la ciudad cuando el aire aún era fresco, cuando no había tráfico. El lugar que el ciego describía parecía ficticio. «Incluso el cruce donde trabajamos fue un lugar tranquilo alguna vez», le había dicho el ciego, sonriendo, pues sabía que eso era algo difícil de creer. El niño miró a su padre. –No puedes dejar que un ciego se aproveche de ti, hijo –dijo su padre–. Es una vergüenza. Maico hizo lo mejor que pudo para llevar una cuenta precisa al día siguiente, pero para la hora de almuerzo los gases de los escapes lo marearon. Cuando preguntó cuánto dinero había, el ciego dijo que no podía saberlo con certeza. «Lo contaré más tarde», dijo. –Cuéntelo ahora –dijo Maico. Las palabras salieron de su boca con un cierto brío que al niño le gustaba. Pero el ciego se limitó a sonreír. «Muy chistoso», dijo. «Ahora lee el siguiente artículo».

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Sonó una bocina, luego otra, y pronto se escuchaba todo un coro. Cuando la calle se calmó lo suficiente, Maico volvió a abrir el periódico. Todos los habitantes de un pueblo de la sierra se habían envenenado durante un festival. Carne malograda. El Ministro de Salud estaba organizando un puente aéreo con medicinas y médicos. En ese momento cambió la luz, y debieron volver a su trabajo.

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egún el ciego, las mujeres que iban solas al volante eran generosas por precaución, con ello esperaban evitar ser asaltadas. También podían contar con los conductores de taxi, porque eran gente trabajadora; y los hombres que iban acompañados por mujeres siempre buscaban impresionar y tal vez les darían algunas monedas para mostrar su lado sensible. Hombres que iban solos al volante rara vez daban algo

Cada tarde, el padre de Maico los esperaba en la puerta de la habitación del ciego. El dinero nunca era suficiente, y su padre no podía, o no quería, ocultar su disgusto. Maico lo podía percibir, estaba tan seguro de que algo iba a ocurrir que cuando, en el octavo día, su padre empujó con furia la radio de la mesita de noche y dijo «¡Ciego ladrón hijo de puta!», fue como si él hubiera deseado que ocurriera. Su padre enojado era una escena digna de verse: el enorme rostro enrojecido, los ojos desmesuradamente abiertos, los puños como mazos. Maico se preguntaba si el ciego podía realmente apreciar el espectáculo. ¿Bastaría para ello con la voz de su padre, con la cortante violencia de su tono?

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En todo caso, el ciego al menos comprendió la gravedad del momento. No pareció sorprendido ni asustado cuando le vaciaron los bolsillos. La radio escupió algunos sonidos y murió. Sólo cuando ésta se apagó Maico se dio cuenta de que había estado encendida.

Volvieron al trabajo unos días después, con un nuevo acuerdo. Ahora el niño controlaría el dinero. Las monedas le pesaban en el bolsillo, lo que hacía que el dinero pareciera más de lo que realmente valía. Eran apenas unas cuantas monedas, diminutas, viejas, delgadas, sin valor, monedas gastadas. Cuando el trabajo terminó aquel día, el ciego le pidió al niño que lo orientara en dirección al hotel. El día era soleado, y bajo la luz agónica de la tarde el resplandeciente exterior de vidrio del hotel parecía hecho de oro. «Ahora vayamos hacia él», dijo el ciego. Conocía el camino y ya había recogido su bastón, pero aquí, frente a su clientela regular, se sobreentendía que el niño debía seguir guiándolo. Cruzaron Grau juntos, el ciego con una mano sobre el hombro de Maico. –En uno de los extremos del hotel hay una calle. Léeme el nombre –dijo el ciego. Era una calle estrecha. «Palomares», dijo Maico. –Caminemos por esta calle, muchacho. Alejándonos de Grau. Cuando atravesaron el segundo cruce de calles, el ciego le preguntó qué había en cada esquina. Maico le describió el lugar en el sentido de las agujas del reloj: una panadería, un hombre vendiendo maíz tostado en una carretilla, una cabina de internet, una carnicería. El ciego sonrió.


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–Y detrás de la carretilla, ¿qué hay? –Un bar. –¿Y cómo se llama? –El Moisés. –Entremos. El bar estaba tranquilo, y el ciego le pidió a Maico que eligiera la mejor mesa. El niño escogió una junto a una ventana. El Moisés se encontraba por debajo del nivel de la calle, y las ventanas permitían ver las piernas de las personas que pasaban frente a él. El aroma de maíz tostado en mazorca llenaba el bar, y no pasó mucho tiempo antes de que el ciego cediera a la tentación y pidiera dos. Para entonces, ya había terminado su primera cerveza. Le dio una mazorca de maíz a Maico y comió la otra acompañándola con un segundo vaso de cerveza helada. Hablaba con nostalgia de las peleas que habían estallado, en su presencia, en este mismo lugar: de sillas voladoras, de botellas rotas blandidas como armas, del hermoso fragor del conflicto. Él podía oírlo en la respiración de quienes lo rodeaban –pánico, miedo, adrenalina–. Había una docena de nombres para esa sensación extraordinaria. –¿Y qué hace uno cuando eso ocurre? –preguntó Maico. –Bueno, uno pelea, por supuesto. –Pero ¿qué hace usted? «Ah, a eso te refieres. ¿Cómo pelea un ciego? Te voy a contar». Hablaba casi en un susurro. «Temerariamente. Con cualquier objeto que se tenga a mano. Bamboleándose salvajemente y buscando desesperadamente una salida». El ciego suspiró. «Supongo que las cosas no son muy diferentes para los que ven. Más desesperadas, quizá, o más temerarias». El mozo había encendido la radio. Sonaba una melodía a volumen tan bajo que Maico no terminaba de identificarla. Eran las únicas personas en el bar.

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–Dime –dijo el ciego después de un rato– ¿cuál es tu aspecto? Debí haberte preguntado antes. Descríbete. Nadie le había preguntado nunca tal cosa a Maico. De hecho, no se le habría ocurrido siquiera que podía formularse una pregunta como ésa. Que se describiera. Lo pensó durante un momento, pero no se le ocurrió nada. –Soy un niño –logró decir–. Tengo diez años. –Más que eso –dijo el ciego. Tomó un sorbo de su cerveza–. Necesito saber más que eso. Maico se movió incómodo en su silla. –¿Cómo es tu rostro? Sé que eres pequeño para tu edad. ¿Cómo estás vestido? –Normal –fue todo lo que el niño pudo decir–. Estoy vestido de manera normal. Me veo normal. –Tu ropa, por ejemplo, tu camisa, ¿de qué material es? –No lo sé. –¿Puedo tocarla? –dijo el ciego. Sin esperar una respuesta, ya había extendido el brazo y se encontraba examinando la tela de la camisa de Maico entre el pulgar y el índice. –¿Se ve muy gastado el color? –No –dijo Maico. –¿Tiene cuello tu camisa? –Sí. –¿Hay agujeros en las rodillas de tus pantalones? –Están parchados. –¿Y tienen basta los pantalones? –Sí. El ciego soltó un gruñido. –¿Llevas la camisa metida dentro del pantalón? Maico bajó la mirada y echó un vistazo. Así era. –Y asumo que usas una correa. ¿Es de cuero? –Sí.

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El ciego suspiró. Pidió otra cerveza y, cuando colocaron el vaso sobre la mesa, le pidió al mozo que aguardara un momento. «Señor, disculpe», dijo, levantando la mano derecha. Le ordenó a Maico que se pusiera de pie y volvió a dirigirse al mozo. «¿Cómo describiría usted la apariencia general de este niño?». El mozo era un hombre serio y seco. Miró a Maico de la cabeza a los pies.

He aquí el problema –le dijo el ciego al niño que lo acompañaba en la calle–. Tu padre se va a trabajar todas las noches y no te ve por las mañanas, y, entretanto, tu madre se encarga de vestirte. Debe ser una buena mujer. Muy formal. Pero eres un hijito de mamá. Discúlpame, hijo, pero tengo que hablar claro. Por eso es que no ganamos dinero. No puedes mendigar si te ves así»

–Está pulcramente vestido. Se ve limpio. –Su pelo, ¿está peinado? –Sí. El ciego le dio las gracias y le ordenó a Maico que se sentara. Bebía su cerveza, y por un momento Maico pensó que no volvería a hablar. En la radio, empezó a sonar una nueva canción, una voz acompañada por el alegre punteo de una guitarra, y el ciego sonrió y tamborileó los dedos contra la mesa. Cantó al compás, tarareando cuando no sabía la letra, y luego se quedó completamente callado. «Tu viejo se cree bien bravo», dijo finalmente, una vez que terminó la canción y el mozo le trajo otra cerveza. «He aquí el problema. Él se va a trabajar

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cada noche y no te ve por las mañanas, y, entretanto, tu madre se encarga de vestirte. Debe ser una buena mujer. Muy formal. Pero eres un hijito de mamá. Discúlpame, hijo, pero tengo que hablar claro. Por eso es que no ganamos dinero. No puedes mendigar si te ves así». Maico se quedó callado. El ciego se rió. «¿Estás tomando lo que te digo de mala manera?». –No –dijo Maico. –Bien. Muy bien. El ciego asintió y dio un silbido para llamar al mozo, quien se acercó a la mesa y anunció lo que debían. –Gracias, señor –dijo el ciego, sonriendo en todas direcciones–. Una boleta, por favor. El niño va a pagar.

Esa noche, el padre de Maico montó en cólera. «Dónde está la plata? ¿Dónde está la plata, haragán pedazo de mierda?». Y qué más podía decir él, salvo «Me la gasté». La frase se escapó de su boca, y el miedo se apoderó de él apenas esas tres palabras y la verdad a medias que expresaban se hicieron audibles. El miedo se extendió desde su pecho hacia afuera: sintió los brazos ligeros e inútiles, se le aflojó el estómago y luego sus piernas rehusaron seguir sosteniéndolo. Cuando su madre trató de intervenir, también fue golpeada, y hubo un momento en esa corta y violenta escena –un instante– en el que Maico tuvo la certeza de que no iba a salir vivo. Los gritos de su madre le decían que ésta no era como las otras veces, aunque si se hubiera atrevido a abrir los ojos, él lo habría descubierto por sí mismo al ver la mirada salvaje en el rostro de su padre. Luego oyó ruidos y vio luces, y cuando entreabrió los ojos para echar una


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mirada, le pareció que el cuarto mismo se movía a su alrededor. Lo empujaron y él resistió el golpe; le dieron un empellón, y él se sorprendió a sí mismo al resistirlo una vez más; y esto prosiguió hasta que ya no fue capaz de hacerlo. Todo estaba en silencio. Maico no sabía cuánto tiempo había pasado, sólo que su padre se había marchado. Abrió los ojos. La puerta de vidrio de la vitrina estaba hecha añicos y la pata de una silla, partida en dos. Habían sufrido una tormenta, pero ahora había pasado; inexplicablemente, no había sangre. Su madre estaba apoyada contra la pared en el otro extremo de la habitación; no sollozaba, sólo jadeaba. Maico se arrastró hacia ella y se quedó dormido. Maico no soñó aquella noche. Las pocas horas que logró dormir fueron vacuas y oscuras. Se despertó al alba en su cama. Su madre debía haberlo acostado. El ciego llegó por la mañana como si nada hubiera ocurrido. Al verlo, Maico se dio cuenta de que él suponía que el hombre hubiera muerto; se imaginaba que la furia que su padre había desatado sobre él se duplicaría o triplicaría con el ciego. Pero en vez de eso, vio al ciego con la misma expresión de satisfacción que tenía la tarde anterior, cuando dejó al niño en el paradero de autobuses y le dijo que él volvería solo a su cuarto. Se lo había dicho suavemente. Pero no estaba ebrio, Maico lo sabía, sino feliz, tan feliz como Maico estaba ahora humillado, tan feliz como Maico estaba ahora enojado. «Anda», le dijo su madre. «Anda. Necesitamos la plata». Maico tragó saliva y estiró su cuerpo adolorido y con heridas. Miró con furia al ciego y luego, con un suave suspiro de su madre, se puso en marcha. Para entonces, Maico ya conocía el camino. Lo conocía bien. Conocía los nombres de las calles que atravesaban al bajar hacia el centro, los giros que

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hacían en la ruta, los cruces en los que las calles estaban llenas de baches y el autobús temblaba. Todos los lugares de interés en el recorrido, los rostros decididos de los hombres y mujeres que subían y bajaban, y la bocanada de aire colectiva que el autobús tomaba al cruzar el puente justo antes de llegar al centro histórico. En temporada de lluvias, la corriente delgada y sucia deslizándose por debajo cobraba vida –un cierto tipo de vida–, pero por ahora no era más que un hilillo anémico que no llegaría al mar. Niños de su edad corrían por el lecho del río; Maico podía verlos desde el autobús, cuidando sus fogatas aceitosas. Si el ciego se lo hubiera pedido, él le habría descrito todo, esta ciudad de mugre y humo, pero Maico sospechaba que el ciego conocía este lugar mejor de lo que él jamás podría. No leyó el periódico ese día, no prestó atención a las historias del ciego mientras la avenida se llenaba y vaciaba a su propio y triste ritmo. Esperaba que el hombre le pidiera disculpas, aunque sabía que no lo haría. No se preocupó en contar el dinero antes de que desapareciera dentro de su bolsillo, y fue sólo cuando el cielo empezó a despejarse, cuando la luz del sol penetró a través de un profundo agujero en las nubes, que Maico se dio cuenta de que nunca había habido tanto dinero. Se tocó el rostro. Su mandíbula adolorida, su mejilla amoratada, su ojo derecho, no hinchado pero sí maltratado, por lo que tenía que hacer un gran esfuerzo para mantenerlo abierto. El ciego no tenía idea. Descríbete. ¿Cuál es tu aspecto? El de un mendigo. Lo rodeaban, podía verlos ahora, este ejército ambulante de suplicantes, esperando un golpe de suerte, un acto generoso que les salve el día, la semana o el mes. Contando, hora tras hora, la cuidadosa aritmética de la supervivencia: esto para

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comida, esto es lo que puedo ahorrar si vuelvo caminando a casa, esto para los niños, para la casa, para la sopa, para el refresco, para el techo sobre mi cabeza, esto para mantener a raya al frío. El padre de Maico pasaba el día en otra parte de la ciudad, ocupado en prácticamente los mismos cálculos, y si en algo había tenido éxito, era en proteger al niño de todo esto. –Nos está yendo bien hoy, ¿verdad? –dijo el ciego.

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l niño guió nuevamente al ciego a través de las filas del tráfico detenido. Un hombre que iba solo al volante echó unas monedas en la lata. De pronto, el niño se armó de valor y con una palmada volcó la lata del ciego, haciéndola caer junto con las monedas a la calle. Algunas rodaron bajo los automóviles detenidos, otras se alojaron en las grietas de la acera, y unas pocas atraparon un destello de sol y brillaron

No esperó por una respuesta, sólo sonrió estúpidamente y empezó a tararear una canción. En ese momento cambiaron las luces, el niño recobró la compostura y guió nuevamente al ciego a través de las filas del tráfico detenido. El aire tenía el olor dulzón del gas de los escapes. Un hombre que iba solo al volante echó unas monedas en la lata. Maico se detuvo bruscamente. Se volteó hacia el ciego, hasta ponerse cara a cara con él. –¿Qué estás haciendo? –preguntó el ciego. No era una pregunta a la que Maico hubiera podido contestar, incluso si lo hubiera intentado. No tenía sentido hacerlo. Maico se llevó la mano

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al bolsillo, sacó el dinero que habían ganado esa mañana, el dinero que les habían obsequiado, y echó un puñado de monedas en la lata del ciego. Éstas tintinearon maravillosamente, pesadamente, de manera tan repentina que el ciego casi dejó caer la lata. «¿Qué pasa contigo, muchacho?», le dijo. Pero Maico no lo oyó. No podía oír nada, excepto el ruido de los motores acelerando. En medio de la luminosidad del día, aguardaba expectante el cambio de luces; otro puñado de monedas, las pequeñas de diez céntimos y las más grandes y plateadas, las que realmente tenían algún valor. Maico las echó todas en la lata. Distinguió la confusión dibujada en el rostro del ciego. Ya no le quedaba más dinero; no llevaba nada consigo. Empezó a retroceder y a alejarse del ciego. –¿Adónde vas? ¿Dónde estás? –dijo el ciego, no en tono de súplica, pero tampoco sin un tinte de preocupación. Maico se armó de valor y con una rápida palmada volcó la lata del ciego, haciéndola caer de la mano del mendigo a la calle, junto con todas las monedas. Algunas rodaron bajo los automóviles detenidos, otras se alojaron en las grietas de la acera, y unas pocas atraparon un destello de sol y brillaron y brillaron. Pero sólo para el niño. Un momento más tarde las luces cambiaron y el tráfico prosiguió su avance hacia el norte. Pero aun si no hubiera sido así, aun si todos los automóviles de la ciudad hubieran esperado pacientemente a que el ciego se arrodillara y recogiera cada una de las monedas, de todos modos Maico habría visto algo que hizo que todo valiera la pena. Era lo que el niño recordaría, la escena que repetiría una y otra vez en su cabeza mientras se alejaba, cruzaba el puente y empezaba a subir la larga cuesta camino a casa: la imagen del ciego repentinamente desvalido. Por un momento, no estaba fingiendo.


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