Modelo vivo

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Modelo vivo Daniela Bojórquez No trataba de copiar la realidad, una silla, una calle, una mujer o un tranvía. Es cierto que a veces lo hacía (...). Pero eran imágenes. Y él perseguía la realidad misma tal y como la veía. Tal y como quedaba grabada, sin intervención consciente, en su imaginación. Georges Simenon, La mirada inocente


Desnudo con tenis

Le causa desasosiego su recuerdo como modelo y curiosidad el hecho de que el cuadro esté por exhibirse. Siente cierto desencanto por seguir aquí, en la ciudad, en lugar de encontrarse en una playa. Por ahora, le alegra la perspectiva de la inauguración: se imagina en ese cuadro, recreada por los visitantes. Serena se dirige al museo bajo las luces que comienzan a encenderse. Distinta la función de una pintura a la de las luminarias, aquélla existe para ser vista, las luces de las ciudades no se prenden sólo por afán estético. (El de Serena desea observar las olas: piensa que pensaría mejor ante tal paisaje). A través de sus zapatos sobre el asfalto tiene la sensación de arena bajo los pies. Imagina cuadernos,

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cámaras, carboncillo... herramientas para transferir la “realidad” a papel. Podría captar a horas distintas el mar –aventura–, el cambio de luces por el cielo: eso se acerca a lo que busca, no ahora mismo entre los motivos publicitarios de la avenida que llenan su mirada. Si viviera en la costa, el ritmo pausado de las horas la ayudaría a formar preguntas, ir al fondo de ciertas cuestiones sensibles protegida por el sonido constante de las olas, arrullo que tranquiliza mentes agitadas como la de Serena que mira teléfonos, piernas, autos y bebidas antes de pisar la explanada del museo, entrar. Ahora bajo sus pies hay escalones y ante sus ojos, rostros: su atención cambia de un entrecejo marcado por dos surcos verticales a una cabeza con cabellos finos oscuros, penetrar entre los otros se parece a caminar con el agua en las pantorrillas en sentido inverso de las olas, ahora los rostros se figuran tras una pátina color acero, Serena se alejaría de la pintura para abarcarla con la vista, de no ser por la concurrencia o porque hay premura en encontrarse en uno de los cuadros. Modeló. Haría un desnudo porque procura alejarse de prejuicios ante las cosas del cuerpo, porque los sueños son cuestión de recursos. Frente al fondo de pared blanca, se quedó muy quieta en postura erguida. La sesión estaba por comenzar cuando el pintor notó que ella tenía frío y le pidió que se pusiera los tenis. Serena se calzó y miró la intromisión del par deportivo café deslavado sobre lo que consideró el contrario exacto: lisa brillante y clara la superficie que sus pies pisaban mientras ella no estaba en el mar, sino desnuda con tenis que a través de la tela dejaban sentir las losetas firmes, heladas bajo los pies. No había consuelo en la

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imagen del mar, sí en el rumor de las olas, porque a eso sonaban las marcas del lápiz que reconstruía su cuerpo sobre un papel. Camina el corredor. Pasa sin detenerse frente a obras con rostros que se asoman entre el fondo, avanza entre las pausas que los invitados hacen al moverse, procura poner atención en caso de que aparezca lo buscado, ahora se encuentra en una sala larga, que cruza con mayor facilidad. En la pared más alejada de la puerta lo encuentra: en primer plano, un cuerpo erguido trazado en distintos blancos. La orilla del lienzo oculta las pantorrillas de la figura femenina. Lo demás es una playa rodeada de rocas claras, iluminada por la luz del sol en cenit. El océano lleva distintos tonos de agua, cierta transparencia. Serena tiene la sensación de ese alguien que ha sido y que a la vez no es ella: no lo sabe por la complexión o la postura, porque está lejos de una reproducción exacta. Es la interpretación de algo ajeno al cuerpo, a la ropa que lo cubre, a la piel. Algo alejado del cotilleo de los asistentes que en forma de siluetas en la puerta del fondo comienzan con el coctel, en tanto ella abandona la sala no sin antes girar la cabeza para de nuevo ver(se en) la obra. Sale por otra puerta, sus pies avanzan el pasillo que se hace escalera, el parquet se convierte en mármol y éste en las baldosas de la explanada del museo. Afuera, mira la ciudad anochecida: decenas de imágenes se encienden en los espectaculares, abajo las luces de los automóviles crean largas estelas blancas y

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rojas, poco a poco se apagan las ventanas de los edificios. Serena camina el asfalto y piensa en ella misma frente a un mar imaginado.

Papel en una cinta

“Sinopsis: Celeste y Rafael son dos niños que provienen de mundos muy distintos. Después de la muerte de los padres de Rafael, la familia de Celeste lo adopta. Años más tarde, surgirán entre ellos sentimientos prohibidos, y tendrán que luchar, en un mundo de apariencias, contra una familia que no está dispuesta a que cumplan su destino.”

Él dice nos vemos después, Celina aspira una bocanada de humo. Lo ve entrar al vestíbulo. Dado el tono verde en los cristales no distingue con detalle, sino que lo

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imagina en el bar: saluda a sus conocidos, que son muchos. Rodeada por autos convertibles, a Celina se le ocurre que él podría ayudarla a conseguir permiso para rodar la secuencia final de la película en ese lobby-bar. Parece ideal la combinación de luces rojas con taburetes blancos, las ventanas que presentan el interior como una escena verdosa y alejada. El rodaje está por comenzar. Celina busca en la sección Inmuebles del periódico. Aún faltan locaciones para filmar la escena final –podría ser el bar–; la secuencia cuando los protagonistas se esconden en la oscuridad; el escenario para grabar al personaje femenino cuando mira al masculino irse por la avenida. Celeste, a través de un ventanal e iluminada por un haz de luz amarillo, ve a Rafael alejarse por la avenida. (El personaje protagonista no te gusta porque lo mira irse y no hace nada... ¿Por qué no eres tú, Celina, quien escribe el guión, sino alguien con un cargo más importante en la película? No: tú te encargas de ayudar en la búsqueda de escenarios donde transcurran las acciones escritas, que convertidas en imagen nos conmuevan, lo hagan a él pensar en tu talento, tu papel en la sección Arte de la cinta). Es una escena para sacar nuestras lágrimas, aunque sepamos que Celeste y Rafael se reencontrarán un día. Eso esperamos, como público, de una película así: romance, ficción dentro de la pantalla, sucesos consecuentes lo-bueno-para-los-quese-portaron-bien, historias que no se parecen al desorden de aquí, fuera del cine, donde no todo se equilibra.

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Celina encuentra un anuncio de casa grande en renta. Horas después, mira el ventanal que baña de luz estancada la estancia. Parece la atmósfera indicada para la escena del alejamiento. Se vería hermosa la actriz con luz natural pasada por un vidrio, aunque eso lo decida el fotógrafo, aunque el personaje de Celeste inquiete a Celina porque vive como la vida –el guión– decide y no como ella misma decide, por eso esperaría con expresión neutral, resignada, a que su pareja volviera, claro, así la imaginas pero depende de los encargados del casting ¿no, Celina? Mejor concéntrate en lo que queda por hacer: aunque tu trabajo sea uno de los últimos escalafones en la película por filmar, no es menos necesario que el maquillaje, ni el sonido: se suben graves a los pasos del hombre que se aleja, agudos a los murmullos de dos chicos escondidos... (Rafael y Celeste, al paso del tiempo, ya no pueden esconderse en los roperos. Por eso los descubren, por eso él tiene que irse –a media película– de la casa donde vivió su infancia con Celeste). La banda sonora, reproducida al tiempo que la cinta sobre la pantalla, recreará las atmósferas de las escenas que nos deleitarán a los espectadores, entre los que seguramente se encontrará él: te lo imaginas contemplando complacido los escenarios elegidos por ti, con su ayuda para los permisos. Tomabas café y leías el periódico, el anuncio de una cámara de cine en venta, una tarde, antes de entrar a la proyección de una cinta italiana o danesa. Soñabas con tu futuro cinematográfico y no creíste en la coincidencia de que se acercara a ti alguien como él, involucrado en producción ejecutiva, cinéfilo desde siempre... Por

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eso hablaste sobre producir películas, manejar cámara, la óptica –él con su aire de suficiencia–, silla del director, latas de película –él asintiendo ante tus ideas–, pantallas de rebote, luces –¿a qué hora habrá salido del lobby bar ayer?–, tripiés, cables, –te dejó afuera– (claqueta) ¡Acción! ¿Dónde quedas tú, Celina? Tendrás que hacerte cargo de las imágenes que son recuerdo: esa otra tarde, cuando salías de ver una cinta rusa o iraní y en el café de la cineteca le contaste, como si lo conocieras hacía años, sobre tus emociones respecto a la industria, tus recurrentes visitas a cineclubs, talleres y fiestas del medio, tu desagrado por la protagonista cuando leíste el guión, cómo te la imaginas con esa expresión simplona de chica joven que aguarda el regreso de quien justifique su existencia. No quieres ser una chica que sólo espera, en escenas como la de él acercándose a ti esa tarde en el café, o la de anoche frente al lobby, cuando lo viste perderse entre paredes de vidrio. En efecto, ahí se filmará la cursi escena final, Celina, cuando Celeste ve pasar a Rafael frente a la vidriera y pone su mano extendida en el cristal. Él voltea sin razón aparente, duda un poco, como no reconociéndola, pone cara de sorpresa, entra al bar y vemos sus rostros alegres iluminados en tonos cálidos. Quedó muy bien hecho ese happy end (una vez obtenido el permiso para filmar, el departamento de arte tuvo que cambiar los vidrios por unos transparentes, porque eran verdes y desde afuera no se distinguían bien los personajes).

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Ema en Alberta

Por fin había conseguido trabajo como reportero y una grabadora nueva con la que fijaba los errores en el habla de mis entrevistados. Fue cuando la conocí: ella llevaba una cámara para captar los letreros con faltas de ortografía. Me sentía optimista porque no siempre se consigue un trabajo y una chica al mismo tiempo, aunque el dinero sólo me alcanzaba para invitarle café sin cena. Conversábamos horas (Ema lo interrumpe, corrige lo que él dice mal aunque eso deja de molestarle cuando), supe de su afición por las palabras mal escritas, casi tan intensa como su cercanía con los objetos.

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Ella había salido con la cámara ese día, aunque podría haber sido una libreta para escribir sus impresiones o un papalote para volarlo en plena plaza. Nos habíamos encontrado afuera de la sala de prensa, me dio curiosidad su cabello teñido color muppet y que le tomara fotos al monumento de Hidalgo. Le pregunté para qué periódico trabajaba, ella me llamó “señor reportero” y sentenció que el 1968 dorado a los pies de la estatua era una falta de ortografía histórica. Fue su capacidad para ver lo que nadie percibe o su cabello anaranjado lo que me hizo invitarla al café ese martes. Nos sentamos en un gabinete, afuera llovió la primera tormenta del año y yo había terminado las tres notas que el diario me pedía (aquí corrige Ema la repetición de la palabra) diario. Esa vez hablé poco. En cambio, ella me contó que había sobrevolado en una avioneta turística el desierto del norte, aunque su lugar soñado estaba en Canadá; que se dedicaba a hacer lo que la mañana le inspirara y había escrito un cómic que ella misma ilustró y coloreó; que tenía dinero ahorrado de sus trabajos en un conjunto de cines y de mesera en el Vips (Ema se levanta con aire de suficiencia si tarda el refill de americano, regresa con una jarra y sirve café mientras las meseras la miran estupefactas). Una tarde me invitó a su casa. Fuimos en su vocho azul. Había mucho tráfico debido a la lluvia. Ema gritaba groserías antiguas a los otros automovilistas y se carcajeaba antes que yo terminara el chiste que ya había adivinado. No me sorprendió su casa llena de alebrijes y monigotes de cera a medio construir, con las

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paredes tapizadas de fotografías, con cientos de ramas de árbol secas distribuidas por los rincones. También había en la sala una pantalla para proyectar diapositivas. Para ese momento, Ema ya era la parte más importante de mis días: la llamaba diario para que fuéramos a tomar dosis insalubres de cafeína rebajada. Después de una rápida muestra de sus diapositivas donde aparecían letreros mal escritos, kioscos, llaves, cucharas y zapatos (Ema registra los que no le pertenecen), que terminó en un acercamiento carnal también algo apresurado, me contó que quería reproducir a escala una sección del bosque canadiense. Para eso las ramas. Las hojas de los árboles las imitaría con fotos de objetos verdes, dobladas. Empecé a ir todas las tardes a su casa, a veces sin haber entregado mi cuota diaria de notas para el periódico. Cambiamos los cafés por hierba, yo grababa la risa de Ema, le llevaba piedras, revistas viejas, objetos que encontraba tirados. Ella planeaba lo que construiría con ellos, me daba otro beso y nos acariciábamos toda la tarde, hasta que las luces de la ciudad se prendían. Luego yo iba a la redacción y trataba de resolver con noticias de agencia mi falta de notas locales. De la oficina iba directo a casa, salvo si Ema me llamaba. Empezamos a amanecer juntos la semana entera. Pasaron dos meses. Perdí el trabajo y bajé de peso: me sentía muy bien. Aprendí a tomar fotos y a hacer animales con papel de estraza, cera y clips. Amé a Ema. Mi ropa se mezcló con la suya, en su casa mis discos y mis calcetines se perdían entre sus ramas secas y sus muñecos. Hizo un personaje de hulespuma que

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era yo (Ema le habla: es la representación de él y por lo tanto, es casi él). La cara de cera se parecía mucho a mí, los lentes eran iguales a los míos, también sus zapatos. No cabía duda: ella me amaba.

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Ema salió con el paraguas de rayas que me causaba mareos. Le pregunté por qué no iba en su coche, estaba lloviendo. Me explicó que se lo había vendido a una amiga para irse a Canadá. —¿Cuándo te vas? — A las 9 de la noche. Había pensado que su obsesión acabaría en viaje, no que el viaje sucediera mientras yo prácticamente vivía en su casa. La llevé en taxi al aeropuerto tratando de aparentar que no había problema, que yo entendía (sabe que no cuando ella en vez de hablarle sobre la situación de ambos, le da las llaves de su casa y le encarga “sus obritas de arte”), que cuidaría sus cosas mientras regresaba. Prometió llamar y lo hizo cuatro días después. (Ema sale a dar un paseo por los alrededores del albergue. Llega a un bosque espeso donde esta revelación la paraliza: lo que quiere reproducir en maqueta no es el bosque, sino la fuerza de ese bosque, y para hacerlo, necesitaría habitar un orden parecido al de las coníferas, y para eso habría que limpiar completamente la casa.

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Completamente. Por eso ha trabajado tanto: para venir aquí y entender el sentido de lo que construye. Después de varias horas de reflexión y fotografías de un bosque en Alberta, Canadá, Ema llama desde el teléfono de la recepción del hostal.) Dijo que regresaba en dos días y quería que para entonces me hubiera ido. Yo sabía que esto se iba a acabar, pero no pensé que fuera a ocurrir mientras ella se encontraba en otro país. No entendí bien sus motivos. Cuando observé con calma las figuras y las ramas por la casa, sentí como si ella siguiera ahí, atrapada en sus objetos. Entonces me consolé pensando que el problema no soy yo, o que exactamente ése es el problema: que yo soy yo y no algo construido por ella. Quizá por eso es complicado que Ema me ame. Recogí mis cosas. Me llevé el muñeco y lo escondí en un cajón. Busqué trabajo en otro periódico. Sigue lloviendo. Ayer mientras (Ema recortaba de una fotografía los números uno, nueve, seis y ocho que quedaron tamaño natural) caminaba hacia el café, encontré pegado a un poste este anuncio: Producto efectibo para la persona nerbiosa. Me quedé observándolo. ¿Qué haría Ema con él? Lo despegué, hice un barco y lo puse sobre la corriente que se forma entre el asfalto y la banqueta. Lo vi alejarse flotando calle abajo. Me pareció que avanzaba más rápido de lo que yo esperaba.

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Ado ido

Sujeto Del Deseo comenzó por no existir, aunque ya venía subiendo la escalera. Fue el último en llegar y de los últimos en irse. Su actitud era la de quien extraña opciones más emocionantes: esta impresión tuvo de él Amanda, cuyo nombre corresponde con su verbo preferido. Ella reconstruyó la noche horas después: la necesidad de recordarlo como si fuera un pasado lejano surgió de una curiosidad rayana en obsesión, que él, sin conocerla, causó en ella desde el instante en que Amanda notó que no la notaba. La atmósfera del departamento se hacía densa y con olor a cuerpo: la situación física del lugar cambiaba de la luminosidad y el aire propios de los sitios amplios a la invasión de siluetas invitadas a la reunión, donde en ese instante, Sin Nombre En Este Cuento escuchaba la canción que incluiría en su lista mental de

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opciones evitables a los oídos. Pero esta era la fiesta asequible de la noche y la frase anterior el inconsciente de él mientras buscaba una cerveza y era notado por Amanda desde el tercer o cuarto plano de cabezas invitadas. Piel cobertura del cuerpo sin centímetro sobrante: físico de Amanda, quien es consciente de las notaciones ajenas, de todo género. Debido a tal costumbre se sorprende si no encuentra correspondencia a un movimiento sutil –aunque notorio– de sus ojos asomados tras el canto de la copa (la boca se refleja dando un trago en el espejo púrpura del vino). Ella mira cómo él traspasa la puerta del fondo. Atengámonos a los pocos hechos, tal y como lo intenta Amanda cuando los reconstruye: un cuarto de hora más tarde de que él entrara a la fiesta dispuesto a corregir a quienes ponían la música, ella se aburrió de la conversación con un grupo y decidió dar un recorrido por las habitaciones: en una lo vio de nuevo, de espaldas, ocupado como se encontraba en buscar otras melodías. Algo en su actitud concentrada la hizo dar pasos en reversa e ir a conversar con otras personas, sin perder de vista la puerta tras la que ahora estaba quien, desde el inicio de la fiesta hasta el final de esta historia, será Persona en Pensamiento. Atengámonos a los hechos: ella por fin se acercó con la excusa lugar-común de pedir un cigarrillo, él lo encendió mientras Amanda inventaba un cambio particular en sus ojos y hacía un comentario multiusos acerca de la música (que por lo demás él celebraba haber cambiado). Ambos cedían al calor de la reunión y entraban a ese estado particular en que la plática (piano – película – panfleto) es lo

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menos importante por ser un accesorio tras los gestos sutiles de acercamiento, o los que hasta aquí recrea Amanda, quien comenzaba a olvidar a toda persona o frase que no fueran el Recién Encontrado y a sustituirlos por una imagen insistente y fija: las manos blancas de Quién Es Él anotando en su teléfono el número del de ella. Amanda, conociendo de él sólo su nombre (le costó dos llamadas averiguar el apellido), quiso hacerse de más datos sobre Desconocido En La Cabeza. Para satisfacer su curiosidad acudió a la fuente de información más precisa y fiable en esos días: Internet. En vez de que Amanda adquiriera conciencia del tiempo gastado en Pensar A Un Motivo Abstracto, ya que la información era ínfima y dispersa, siguió con sus flashbacks de la fiesta: la nuca de él, los ojos de él, el tono de la playera de él, la textura del estampado de la playera de él, la mano de él que acciona el encendedor que prende el cigarrillo de ella, los dedos de él tecleando el teléfono de ella, los dedos de él marcando quizá en este mismo momento el teléfono de ella... ¿Por qué no? Amanda puede googlear a un desconocido y fantasear una historia adrenalítica, nada lo impide. Parecen mejores así las cosas, cuando de tan nada se muestran plenas de posibilidades y no absolutamente improbables o –lo que sería peor– anodinas. Aquí pasa el tiempo. Hubo un alivio a su mente indigesta meses después, cuando Lo encontró por segunda ocasión: ella subía las escaleras de un bar (pensando en otra cosa, afortunadamente). Cuando sus pies alcanzaban el penúltimo escalón lo primero que

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vio fue la cabeza de Sí, Creo Que Lo He Visto En Otra Parte. Amanda se alejaba para saludar a cualquier otra persona, mientras se convencía de que ese brinco dentro del pecho, porque era una sensación física, se debía al exceso de cigarrillos y no a que algunas tardes atrás había dedicado al que Está Sentado Ahí Enfrente buena parte de su pensamiento, cuando consideró con calma las razones por las que no llamaba por teléfono (falta de tiempo, pérdida de aparato telefónico, una pareja, gusto por el suspense, homosexualidad, susto, indiferencia). Al verlo ahí sentado, tan real y sin embargo tan lejos, supo Amanda que debía poner alto a su búsqueda de información. Le pareció de alguna manera deshonesto saber datos, aunque fueran pocos, de las aficiones o episodios en la vida de alguien a quien, en ese momento mientras lo miraba charlar con otra gente lo aceptó, No Conocía. Se acercó con cautela. Cuando lo tuvo cerca, ya que ahora la reunión en el bar se animaba y todos se ponían de pie, empezó la que podría haber sido una conversación que por fin amarrara los hilos y lo hiciera cambiar del estadio Imagen a Persona (al menos dentro de las certezas amandescas). Amanda, sonriente, preguntó cómo le había ido desde la última vez se vieron. Él pidió que le recordara cuándo había sido eso. Lo que sigue Amanda lo vivió desprendida, como si estuviera separada de la realidad por un celofán: ella respondía con una evasiva, alguien llegaba a interrumpirlos, ella se alejaba mientras oía como en un murmullo la voz que venía de

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lejos filtrándose entre las conversaciones y que notaba sin sorpresa que había “grabado” bien. Este último era quizá el único aspecto donde imaginación y realidad coincidían. Pero de nuevo elucubraba. Darse cuenta de ello era causa de un desasosiego parecido al de esperar una llamada que no llega, por lo tanto intentó, con poco éxito, concentrarse en la conversación con sus amigas mientras le daba la espalda a Imaginado Desconocido para mayor efectividad del ejercicio. Pidió una cerveza. Cuando la tuvo entre las manos se dispuso a mirar, otra vez, su propio pase de diapositivas sobre la fiesta donde había comenzado todo esto: un baño blanco cuyo espejo refleja su rostro con los labios teñidos de vino tinto; los dedos de él que aprietan un botón del teléfono mientras dice ‘ahora regreso’; las amigas de ella molestándola con miraditas y señas indiscretas; el departamento cada vez más vacío; las escaleras un vértigo hacia la calle; la banqueta donde los últimos invitados se despiden bajo la noche cerrada. La silueta de él que desaparece por una calle paralela: el instante mismo en que se borra de la realidad para poder vivir en personaje.

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Sensación de un modelo ausente

La hierba crecida del jardín trasero en el hogar del escultor se atribuye a las lluvias de la temporada. El pasto atrapa con cada centímetro el arco de un pie de bronce, la uña que corona un dedo pulgar, o cubre, con la lentitud implacable del crecimiento de las plantas, la forma de una rodilla. Este jardín, antaño muestra del orden instituido por una mujer que buscaba el halago, se encuentra ahora en tal descuido que nos impide apreciar los trabajos que el escultor ha abandonado: parecen fragmentos humanos flotando entre la bruma de esta mañana nublada. ¿Cuántos instantes de silencio y lluvia sucedieron, además de los habitados por la mujer pálida y su hijo pequeño? O ¿Cuál desprendimiento del artista por su obra expuesta en el jardín se ha consumado, hasta dejarla a la suerte del clima y el polvo en los últimos meses? Con estas preguntas en mente, cambiamos el ángulo de observación: vemos la superficie turbia del agua de la piscina y frente a esta, la mesa

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metálica rodeada con cuatro sillas, los cojines cubiertos por restos de flores, hojas y tierra. Paralelos a la piscina, rodean el jardín árboles sin frutos, carentes de corteza, lisa al tacto la madera desnuda. Escuchamos el trino de los pájaros sobre el aire húmedo. Poco a poco invade el ambiente un olor rancio y ácido que proviene de la puerta al fondo del patio. El escultor está allá adentro. Deja un recipiente sobre la repisa. Se limpia las manos claras en el delantal, cuya tela se ha endurecido con las huellas de movimientos similares con barniz, cal y otras sustancias. Bajo las gotas minúsculas de sudor que rodean sus ojos oscuros, Teodoro da los últimos toques a un torso femenino, delgado y blanco. En sus primeras esculturas partía de un modelo vivo. Después se intensificó su impresión de que a los cuerpos les falta o sobra cuerpo: entonces empezó con la búsqueda de proporciones exactas, la imitación escalar de los detalles anatómicos, la corrección de los que consideraba defectos. En los últimos meses su obra ha sufrido un revés: Teodoro tiene la certeza de que el material muestra mayor resistencia que antes a sus manos, no por su constitución, sino porque el granito, el bronce y otros materiales con los que ha trabajado ya le resultan insuficientes para fijar la sensación que a él le causa un modelo vivo, o vivo en su memoria. Si ahora abriéramos la puerta y así retrocediera el tiempo, veríamos al pequeño Teo hincado en el patio, junto al jardín de césped perfectamente cortado. Moldea personajes con harina y agua, aprieta con fuerza la mezcla entre sus dedos, la textura del piso se graba en sus rodillas. Vira su rostro hacia las voces que mantienen

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una conversación animada y se acercan desde la casa cuando la voz femenina en tono dulzón pide –Teo, ven aquí a conocer a alguien. De la primera impresión en la mente del niño surgieron inquietudes naturales a su carácter atento al equilibrio, encarnado en ese instante por el cuerpo del arquitecto. ¿Era posible que un ser humano tan alto y acabado pudiese mostrar un defecto como el desvío del tabique nasal, en un rostro, por lo demás, simétrico? ¿Por qué alguien como el arquitecto, que parecía ocuparse de la construcción de sí mismo –entendida por las formas visibles de los músculos, el cabello ordenado en rizos espesos y las uñas cortadas al ras exacto de las yemas– podía fijarse en su madre, menuda y pálida, quien no ocultaba cierto temblor, muestra de la fragilidad de sus nervios y la carencia de dominio sobre sus emociones, carácter que causaba el término de sus historias con economistas, abogados, contadores? Teo pregunta si también el arquitecto vivirá con ellos. La madre exagera una sonrisa, dirige más a su pareja que a su hijo el gesto mientras los magníficos brazos ciñen la cintura de la mujer, quien de manera gradual e implacable como el crecimiento de la hierba, cambiaría su atención al niño de siete años por la complacencia de los sentidos con el hombre moreno, cuya presencia era insoportable para Teo, si tomamos en cuenta que fallaban sus intentos por refugiarse en el lecho materno ciertas noches de tormenta en que encontraba a cal y canto cerrada la puerta; sabía perdida la mirada de su madre en algún punto de la superficie de aquel cuerpo

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recio; padecía un constante sentimiento de culpa porque deseaba que a él, y no a su madre, arroparan aquellas manos enormes. Teo se consolaba repitiendo la frase “el arquitecto tiene un defecto” y aprendía a vivir dentro de su propio universo en el jardín donde afloraba su vocación en las horas transcurridas ocupado en lastimar los troncos de los árboles frutales, cuando recurría a instrumentos tan distintos como la navaja suiza o la pala plateada de la mantequilla, que funcionaba de rasero sobre la resina. Quizá el arquitecto, o tal vez su madre de ademanes azucarados, reprobarían la destrucción del jardín, el mostrador de la cocina sucio con las estrellas de lodo hechas por Teo con tierra de las flores abandonadas de mamá y moldes para galletas, pero ellos notaban nada, o veían y se olvidaban de inmediato: varias semanas de lluvia transcurrieron sobre el silencio de ella y la presencia del arquitecto por la casa. Hace tiempo que Teodoro se ocupa de sí mismo. Sigue métodos precisos tanto en el taller como en la cocina donde prepara sus abundantes desayunos, ayudado por un artefacto doméstico que mide el tiempo para la cocción de huevos tibios. Teodoro, asaltado por su apetito insaciable, cierra la tapa del aparato y luego rebana en ángulo calculado la hogaza de pan integral con que acompaña cada día el primero de sus siete alimentos. Dejémoslo desayunar y vamos a su taller: la serie de charolas que descansan sobre los anaqueles contienen una masa cubierta de cal que despide el olor fétido que persiste en molestarnos. Omitiremos, por ahora, el olor. Consideremos que la

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nostalgia del artista por su madre queda demostrada con la serie de torsos femeninos de yeso distribuidos en cada resquicio del taller. Aquí viene ya Teodoro con su figura gruesa y sus sienes entrecanas. Se pone de nuevo el delantal, toma una de las charolas, la coloca sobre la mesa de trabajo y con una espátula remueve el contenido mientras sus ojos adquieren el brillo del placer que obtenía cuando de niño moldeaba personajes con masa de colores. Ahora, si salimos y cruzamos el patio y nos colocamos frente a la alberca de agua oscura, podemos imaginar lo que sentía Teo cuando su madre y el arquitecto jugaban como si fueran niños en la playa y él los miraba desde el pasillo mientras deshacía otro tronco de árbol. Entonces corría hacia la alberca, se impulsaba para lograr una cabriola en el aire y se zambullía sin salpicar sobre la superficie azul. Era inevitable su sonrisa de satisfacción mientras nadaba hacia la orilla: esperaba el aplauso al salir del agua. Tal expresión se borraba porque mamá y su pareja, sentados en las sillas de metal, se untaban uno al otro aceite bronceador y hablaban en susurros sin mirar hacia otra parte. Teo, escuálido y de piel muy blanca, se miraba preguntándose qué estaba mal con él, mientras comparaba sus músculos con los que masajeaban la espalda de mamá. Su único alivio a la presencia del arquitecto en traje de baño por los alrededores de la alberca era fijarse en el rostro de nariz curvada, después de todo ningún ser humano es perfecto, aprendía el niño, quien decidió que alguien con el tabique desviado no notaría el olor y saldría de la alberca sin notar su cuerpo

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embadurnado en excrementos. Con esto en mente y celebrando su acción por anticipado, cambió Teo las maromas acuáticas por el acto de defecar dentro de la alberca. Si su madre lo reprendía, para él era ganancia, ya que ella seguía ocupada en controlar sus nervios y en no perder al arquitecto, quien hizo un mohín de profundo desagrado al enterarse del nuevo juego del hijastro y puso los ojos en blanco cuando su mujer dijo –Teo, cariño, eso que haces es muy desagradable. Siguió haciéndolo, incluso de noche, cuando la abundante serie de comidas ingeridas durante el día le interrumpían el sueño con la necesidad de vaciar los intestinos: un placer ni siquiera equiparable con el de imaginar tragedias con sus muñecos de masa era el que Teo experimentaba al sentir sus deyecciones surgiendo de las entrañas, después hundiéndose suavemente en la piscina. Pasaron varios meses y la pareja dejó de nadar, ya por el olor del agua, ya porque también habían dejado de reírse y de hablar con palabras empalagosas. Teo había incorporado a su rutina dos métodos: el de sostenerse adecuadamente en la orilla de la alberca para excretar y el de hablar consigo mismo cambiando el tono de voz para responderse. La hierba del jardín seguía creciendo. La mamá de Teo permanecía encerrada en la habitación bajo el efecto de los calmantes. El arquitecto se paseaba por la casa con una pesa en cada mano. Una tarde, mientras su mujer dormía otra siesta, hizo la maleta y atravesó el patio hacia la puerta, no sin antes hacer un desganado ademán de despedida ante la mirada agresiva de Teo, quien se

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encontraba en el jardín tallando una piedra y veía al arquitecto irse igual que el contador, el abogado y tantos otros y sentía un hueco en el pecho y arrojaba con furia la piedra hacia cualquier parte. Entonces, implacable como la capa de hojas secas y sustancia orgánica que cubría la alberca, crecieron la habilidad de Teo para moldear, su deseo ante los cuerpos masculinos, el desánimo de su madre y su tendencia a permanecer encerrada en la habitación del piso superior de la casa donde ahora se encuentra. Vemos su rostro deslavado y el cabello en desorden asomándose por la ventana sobre el jardín con esculturas, trabajos imprecisos, conclusión del artista. Consideremos que por eso Teodoro es escultor: nada le impide buscar con sus creaciones la perfección que no existe allá afuera, si acaso el material cuando se resiste a sus manos, aunque últimamente utilice uno al que atribuimos el olor que invade el taller y pronto se colará al resto de la casa: sus heces aglutinadas con cal, materia cuya consistencia resulta exacta para el objetivo de Teodoro, aunque moleste nuestro sentido del olfato. Así, lo vemos trabajar: da forma a cada rizo, a cada curva del rostro; concentra la energía en sus manos y corrige con una línea recta la nariz del modelo en la memoria, mientras afuera comienza a lloviznar sobre los cuerpos figurados y nosotros decidimos refugiarnos dentro del taller y acompañarlo.

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Lo alto del cielo

Si tu padre fue el Sr. Cohete y una noche muy clara se perdió en la bóveda celeste, es natural que tú gastes horas mirando las fotografías donde aparece, que las tardes de tu infancia transcurran dentro de imaginaciones heroicas respecto a su figura. Crees conocerlo enfundado en un overol de tela elástica ceñido al cuerpo, en tono sepia, y un casco, sepia también, que lleva en los costados un par de alas pintadas a mano, parecidas a las de los querubines de los retablos en las iglesias que visita tu madre, la costurera del circo, en cada uno de los viajes que llevan a la compañía a distintas latitudes. Ante el silencio de ella sobre el asunto, se gesta en ti la necesidad de reconstruir la historia del ausente, llamado igual que tú, Hugh, del que tu madre habla con inseguridades o evasivas, mismas que aceptas por venir de ella y por tu corta edad. Conforme pasa el tiempo, sientes la insuficiencia de sus explicaciones respecto a la historia deslavada de tu padre y respecto a las dudas naturales de la infancia, que tu madre resuelve con sentencias religiosas.

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Elucubras hacia atrás y adelante de la historia posible, rozando los bordes de lo realmente ocurrido, igual que en el trapecio, cuando, justo a tiempo, roza los bordes de las manos y se escucha el instante en que la palma toma el tubo, en medio de la expectación y el silencio naturales en tales números arriesgados. Un día le pides a mamá tu primer traje para el espectáculo, cuando participas como asistente general. Te decepcionas luego de dejar muy claro que el traje lo quieres de ese color particular entre rojo y café, cuando tu madre te mira con ojos indulgentes (que detestas, causar ternura, aunque se tengan seis años, no es lo que desea ningún aspirante a héroe) y te explica: ese color se llama ‘sepia’, no es fácil conseguir el tono en telas para trajes, menos para capas ni sombreros, es sólo el color de las fotos que llegaron a viejas. La segunda decepción ocurre meses más tarde, cuando prevenido de que los colores de foto a realidad pueden variar, le pides a mamá que te compre un balón como ése de cuero, deshilachado, que aparece a los pies del Sr. Cohete en otra fotografía, él calzado con unos botines mezcla de minero con boxeador, alegre y abrazado por el dueño del circo, sepia ambos, claro está, también tu madre del lado derecho de la imagen, ella que a tu petición contesta con tono de ternura que no, que ya no se fabrican balones de cuero y que si quieres, juegues con los de hule que usan en su número las contorsionistas. Matas las horas de los viajes interesado por los cambios de las estrellas: acostado sobre colchonetas en la caja del camión de redilas buscas señales en el

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cielo, un cometa, la estela de un cohete humano, algo como un ángel, o un mártir, no tienes muy clara la diferencia porque tu madre los menciona con devoción idéntica. Por esos días te enteras de que sí, lo de allá arriba da vueltas, no estrictamente, sino a los ojos humanos. Comprendes que no encontrarás estelas ni hombres volantes sino constelaciones distintas por cada época del año, durante los recorridos nocturnos que haces junto con tu familia circense en la caravana de transportes destartalados. Ahora hay problemas económicos en el circo y de huesos en la caravana por viajar en constante zarandeo. Te enteras también de que si pudieras usar la escalera larga del trapecista –no te la prestan porque tienes siete años–, si la estacaras muy segura, vertical en medio de cualquiera de los llanos, no verías más cerca el cielo, se vería idéntico, porque el cielo está mucho más alto de lo que imaginas, tanto como la parte más alta de la carpa está respecto a una canica sobre el aserrín, así te lo explicó el mago y así de lejos debe estar tu padre, por ahora concluyes. Con algo hay que empezar, decides o imitas las palabras de tu madre cuando se acumulan metros de tela pendientes de corte o remiendo, cuando a casi toda la compañía se le rompe algo en la función y ella debe pegar botones y rematar bastillas antes de que empiece la función siguiente. Te parece adecuado comenzar por el objetivo de la única estrella a la que puedes acercarte: la azul con orilla blanca que corona el cenit de la carpa. Subes los catorce metros que te separan del cielo falso y tardas más de una hora: cada vez que te aventuras te da vértigo y bajas, aunque decides ser valiente como tu padre y por fin, sin mirar abajo, superas la altura.

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Te gusta la perspectiva. Conviertes la plataforma de apoyo para los trapecistas en tu rincón particular, cada vez es menos el vértigo que te da subir los cincuenta escalones. Así, desde el mismo sitio, debió tu padre haber visto al presentador: un círculo negro brillante con zapatos, así debió enterarse de los trucos que esconden los números del mago. Desde arriba el león se ve menos temible. Ahí parapetado observas, lees tiras cómicas y comes dosis excesivas de palomitas de maíz acompañadas con refresco de vainilla, el asunto se convierte en rutina hasta que tu madre y el dueño del circo deciden que, dada tu propensión a las alturas, empieces a entrenar para trapecista. Te reprenden por tu gula pero ¿qué tanto pueden prohibirte? Si fuera de eso no hay quejas, a tus nueve años trabajas al mismo ritmo frenético que los demás y pese a tu consumo de alimentos inflantes eres riguroso en tu ejercicio. Crece tu habilidad mientras se desenfoca la vista de tu madre, ojos sobre hilos y agujas durante años hacen estragos. Esta vida nómada y exigente causa un deterioro que debe ser maquillado: la familia se cuida, conserva el comportamiento mesurado que se parece a la crema espesa para antes del maquillaje, que usan para rellenar las huellas de luces calientes y horas acumuladas de viaje bajo el viento frío y seco sobre los rostros. Tiempo después una tarde, poco antes del ensayo general, se te ocurre preguntar al domador si no teme ser atacado por su fiera. Él responde que cierto movimiento involuntario confundiría al león y éste podría agredirlo, pero el riesgo, más en este oficio, siempre estará latente. Como cuando tu padre quiso elevarse más

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y dispuso una cantidad excesiva de pólvora en su barril de lanzamiento, por eso la explosión, lejos de mandarlo por los aires, lo... Dejas de escuchar al domador que se regodea en la anécdota, seguro de que ya la conocías. Segundos después entras corriendo a la tienda de campaña donde tu madre adapta vestuario viejo. Ante tu reclamo levanta la vista de la costura, entrecierra los ojos para verte bien, responde que sí, el domador tiene razón, la muerte de tu padre fue un error y ahora déjalo descansar y ten fe en que se encuentra en un lugar mucho mejor que éste, los tiempos están para mirar hacia el futuro, no a lo sucedido. ¿No notas los cambios que últimamente hay en el circo? Si en realidad tu padre no fue un héroe tú sí puedes serlo. Lo decides con la certeza de que al cumplimiento de tu deseo lo ayudan la complexión de tu cuerpo – herencia familiar la estatura y delgadez de huesos– y sobre todo, la nueva época de este circo, que no va a ser más un circo pobre de pueblo, sentenció el dueño, cuando también habló de la inversión de cierto capital “del otro lado” y empezó a sustituir las canciones gastadas de feria por piezas en vivo al piano que también tarareas de tanto que tu madre las susurra mientras cose trajes que ya lucen anticuados; hace una especie de mantilla virginal para la asistente del mago y borda las estrellitas de hilo dorado que ahora te interesan más por encontrarse sobre el cuerpo de las contorsionistas. El circo muda a compañía de espectáculos profesional, incluso se constituye legalmente, el dueño firma papeles, hace negociaciones y compra equipo y transporte

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nuevos. Tus músculos adquieren tono y llegas a tu estatura definitiva. Una mañana la familia recibe una gran cantidad de cajas rígidas con vértices de metal, que contienen equipo e instrumentos sofisticados: micrófonos minúsculos para cada uno, spots automatizados para seguir los movimientos de la pista, ropa cien por ciento lycra. Junto con el equipo llega una mujer polaca, profesional en escenotecnia y vestuario, a la que tu madre recibe con mucho gusto, argumenta que su vista no la dejaría seguir más en este oficio rudo, pero que para hilvanes y remiendos sigue dispuesta. Cuando le preguntas, indignado, por qué se retira de esa manera, como quedándose en segundo plano, dice que ahora tú serás quien trabaje por ambos, dice ‘estafeta’ y se retira en silencio porque sabe que entiendes que ha llegado el tiempo de reivindicar esta historia. Si tu padre no voló lo suficiente tú si puedes hacerlo. Ha transcurrido otro año y estás sobre la plataforma. Eres casi un adulto y tu trabajo es sorprender al público, esa bestia de varias cabezas enredadas en algodón de azúcar. O a la contorsionista, con quien has tenido una serie de encuentros atropellados aunque efectivos y cuya silueta notas tras el telón negro de fondo. Quieres que mamá esté orgullosa, se habrá encomendado a un arcángel, te verá a través de sus anteojos en tu traje blanco brillante y el par de alas bordadas en la espalda, así que tomas aire mientras tensas los brazos y las piernas como para comprobar su elasticidad y fortaleza.

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Esta noche se te ha ocurrido hacer un cambio: un estiramiento extra en el aire te podría impulsar más alto. En esto piensas tras la sonrisa blanca y el asomo de una barba. Un verdadero cohete. Lo has calculado en los últimos ensayos. Conoces tu número: no es un decir que lo haces con los ojos cerrados, es mejor para ti así porque evitas el vértigo posible. Una voz en off (hace meses que el presentador trabaja en la cabina) anuncia el siguiente número. Debes hacer solo varias vueltas y vuelos antes de que tus compañeros se integren a los trapecios. Miras el espacio libre, la carpa muy brillante, el aserrín abajo, sin red, este ya no es un circo de los de antes, prometen acción extrema los carteles plateados. Te elevas en el aire oscuro, das un giro, tomas con fuerza el trapecio, te columpias, cierras los ojos y haces la rutina aprendida hasta que intuyes el segundo exacto de la variación en el movimiento: una desorientación por la luz a través de los párpados te insta a abrir los ojos: el spot te deslumbra, tus palmas rozan, sólo rozan, el tubo horizontal. La boca te sabe a vainilla. Giras, la sensación se parece a dormir agitado por el movimiento de un camión de redilas. Escuchas gritos lejanos y un golpe seco sobre las fanfarrias: se oscurece el contorno de la estrella azul con orilla blanca que corona el cenit de la carpa.

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Vida Royal

Aparece en las revistas que compro cada sábado porque esos días no puedo divertirme aunque sea en la escuela. Sale en las fotos que reviso una y otra vez: devoro las revistas porque me aíslan del día y la situación de allá afuera, las peleas por dinero que ocurren mientras yo me encuentro aquí, inmersa en las páginas couché. No salgo de mi cuarto hasta aburrirme con las fotos (que no me aburren si sale Sarah). Me encanta cuando en la escuela pronuncio frente a mis amigas que ponen cara de no entender los nombres de cada color de cada uno de los vestidos de Sarah: fucsia fiusha, azul iiíndigo, cyan ci-an. Las mangas de los vestidos de la royalty siempre tienen algún detalle: son abombadas o parecen rotas, o no puedo saberlo porque a veces quedan justo al margen de la fotografía que sigo mirando como si con verla pudiera aparecer la parte que no existe. No salgo de aquí hasta que pueda inventar esa manga, hasta que pase el tiempo suficiente para que se acaben los gritos de mi mamá, o suceda algún plan interesante como salir a andar en bicicleta. Sarah Ferguson tiene una limosina enorme, larga, brillante, como los zapatos de tacón que a veces usa, lo prueban las imágenes de las revistas de la realeza, tan distintos esos coches del vocho de mi mamá, tan lindos sus tacones del mismo color

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del vestido (y yo con mis tenis gastados). Sarah aparece en las portadas fotografiada por los paparazzi cuando está a punto de subirse en el vehículo y arrancar a toda velocidad por las calles de Milán, no se sabe que haya tenido un accidente, entonces... ¿Dónde está? ¿Por qué escasean las noticias? No sale con vestidos nuevos, por lo tanto la foto es usada: ella se pone un conjunto diferente cada día de su vida, no como yo que me visto con la misma blusa tres veces a la semana. Probablemente la duquesa decidió tomar un largo descanso de las cámaras... ¿No entiende que la necesitamos de este lado? Yo la necesito para imaginarme vestida como aristócrata. Últimamente, allá afuera mi mamá y todos dicen que nadie tiene dinero. En la tienda no hay ni azúcar y las bardas están tapizadas con carteles que dicen Crisis. Me quedo mirándolos muy fijo como si con observarlos así pudiera desaparecer esa palabra que odio, porque por culpa de la famosa Crisis tengo la misma ropa de siempre, por eso mi mamá vendió el coche, por eso no vamos ni a la playa y quizá no me den más dinero para revistas... bueno, no importa, ya no sale Sarah, no creo que esta Crisis le afecte a ella que vive tan lejos, ni que sea la causa de su ausencia repentina en las fotografías.

2.

Quizá la Duquesa de York padece una enfermedad que deforma su rostro. En ese caso sería natural que optara por ocultarse en un castillo para que de ella recordemos

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su porte noble. ¿No sabe que aquí afuera la queremos? ¿Por qué ni siquiera un comunicado, un saludo con su guante magenta asomado a la ventanilla de su limosina? Hay quienes adoramos su imagen y con ella en variaciones inventamos la nuestra, como yo cuando necesito salir para no escuchar las peleas de mi mamá con alguien al otro lado del teléfono, allá adentro de la casa (que debe ser como una habitación de la de Sarah), donde el otro día mi mamá rompió mis revistas y me ordenó Deja de soñar porque ya crecí y dijo que si quiero usar tacones tendré que esforzarme para comprármelos yo misma y además aprender a usarlos. Ja. Claro que sé andar con tacones. En la vida real he logrado parecerme en varias cosas a Sarah. Lo primero es el estilo para cargar mi bolsa como si la bolsa no estuviera ahí: lo practico cada vez que me bajo de la carcacha que le prestaron a mi mamá hace poco. Lo segundo, la pronunciación correcta de su nombre, Sera, y de su inglés inglés: “Güi jav inof suordfesh for aua greit dina”. Lo tercero, más difícil pero más divertido —me aburro tanto a veces— consiste en portarme como aristócrata con los empleados del súper. Es fácil: sólo hay que verlos como si no estuvieran ahí, como si fueran una imagen plana, transparente. Eso lo hago cuando vamos a comprar leche o azúcar (no sea que otra vez se acabe como todo, dice mi mamá). Así es lo de afuera: puedo hacer de cuenta que no existe si miro igual que las caras miran dentro de las revistas y en su vida Real mira Serah. Ha pasado tiempo desde que soy su seguidora, y aunque sé que de nada sirve ver intensamente las fotos, todavía me

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asomo al costado de las páginas para que aparezca lo que está en la imagen si pongo una mirada penetrante y fija. Cuando reviso sus fotos en los números atrasados siento que perdí a una amiga. Pero ella vive en mí y yo voy a ser como ella: la duquesa con miles de pares de tacones en el clóset, con joyas para cada ocasión (persecuciones de fotógrafos incluidas), la que viaja en una limusina que vemos pasar a toda velocidad por avenidas enormes, la que baja la ventanilla y rebasa varios autos, entre ellos el Tsuru 1 donde habrá alguien pobre como la que era yo, adentro. Entonces Sarah Ferguson, Duquesa de York, será indiferente a esa niña y le pedirá al chofer que acelere, mientras la manga trabajada en pliegues de mi vestido esmeralda se moverá con el aire que entra por la ventanilla, eso sucederá antes de cerrarla con el control automático para no despeinarme, cuando iré de camino a una fiesta, en sábado, antes de ir a tomar un merecido descanso y tenderme sobre la arena en Saint Tropez, menos rasposa que el piso de este patio donde escucho los gritos de allá adentro, que podrían ser del ama de llaves llamándome a comer.

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El balcón era cierto

Estaba situado frente a una vista de azoteas manchadas por la lluvia y una fachada anaranjado brillante que destacaba entre las construcciones. El puerto era una imagen latente en la cámara de A., quien hacía fotos mientras concordaba o contradecía las ideas sobre el espacio y el tiempo de B., que hablaba mirando el paisaje del amanecer. A. iba sin zapatos: los había olvidado bajo la silla que se encontraba en una habitación tres pisos abajo del balcón donde conversaban en tanto el mar, allá al fondo, comenzaba a distinguirse. Permanecían los dos en ese espacio mínimo, prácticamente suspendido en el aire. A. podía sentir el piso frío; B., el calor del café a través de la taza que tenía entre las manos. El aumento de la luz, cada vez más acelerado, les recordaba que faltaba menos para la hora de irse. Pero aún no importaba, porque su conversación (B. interesado en las ideas sobre el espaciotiempo de A., A. intrigada con las interpretaciones de B.) ocurría como si la plática misma estuviera separada del correr del tiempo. Tanto la serie de instantes superpuestos como los que en fila sucedieron podrían ser ficción, aunque siempre habrá comprobaciones, por ejemplo: el momento

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del paisaje que veía B. fue captado por la cámara de A., aunque eso no pruebe que A. lo mirara de la misma manera que B., quien ahora proponía bajar por los zapatos, antes de distraer su vista con el rostro de A. y discernir, para mejor profundizar en el tema, sobre el equívoco posible en la línea del tiempo como mapa para estudio de una historia. El mar para entonces plateaba. Extravío del par negro: A. en un espacio de horas había dormido y dejado los zapatos a salvo bajo una silla mientras se bailaba una fiesta, eso fue antes (aunque el mismo amanecer ya se anunciaba), antes, cuando alguien que no era B. abrió las ventanas. B. sintió la corriente de aire, que aunque tibio, su dirección era el cuerpo de A., a quien dormida algo –la mirada de B., una nota disonante– logró despertar a la visión del rostro que la veía dormir. Habían llegado hasta ese punto de su historia mínima con una serie de encuentros instantáneos: la presencia de una cámara estimula las conversaciones a su respecto, los comentarios pueden ser, o al menos parecer, cotidianos: alejan la necesidad de mayores interpretaciones porque tratan de algo tan concreto como un aparato fotográfico. Así, B. y A. se encontraban en los corredores, luego A. procuraba estar ahí antes de que apareciera B. (B. podría o no haberlo notado), no se sabe a ciencia cierta cómo lo lograba por entrar esto en caminos de la intuición, lo cierto es que ocurrió no sólo en los pasillos sino en otros sitios como el bar o la alberca, y sobre todo, sucedió a manera de una sensación dentro de A., cuando, al inicio de la noche,

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caminó con sus botines por un pasillo de puertas a ambos lados y se le ocurrió que la situación respecto a B. era muy similar a la de ese corredor: una serie de puertas cerradas, con mundos particulares dentro, a los que, sin embargo, se puede llamar. Ahora la plática versaba sobre la evolución humana y la luz que se colaba por el balcón era muy brillante. De nuevo A. y B. tenían diferencias en cuanto a su idea particular del tiempo. Ambos estaban conscientes del par de zapatos perdido, aunque no aparecían motivos para ir a buscarlos: será que faltaba poco para irse, fuera como fuera la interpretación particular sobre el correr de las horas. Hacer una pausa hubiera sido anunciar la pérdida de uno al otro, así que dejaron de mencionar los botines cuando A. encontró cualquier otro par en su maleta y un carguero cruzaba el horizonte. Después un autobús, adentro: es cierto que pasó por las ventanillas la niebla y algunos sembradíos y que A. sentía los ojos de B. sobre sus manos, verdad que hablaron sobre libros y de nuevo el tiempo. Los gestos torpes de B. pudieron atribuirse al movimiento del vehículo y no a los nervios, los de B., esto último no se sabe con seguridad, sólo queda supeditarse a las sensaciones vividas y hacer aquí su registro parecido a una fotografía, para que no se enreden entre el tiempo que, se sabe, implacable ocurre. Así, en uno de esos momentos que se unen con otros mientras los actos transcurren, miró B. el reloj que indicaba quince minutos restantes para llegar a la ciudad donde terminaría el viaje y se dispersarían los pasajeros. Intentarían

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permanecer B. con A. con B., aunque de manera inminente encontrarían una Y en el trazo de dos avenidas o en sus planes para los próximos días. Quedarían entonces del puerto y el balcón su fotografía donde una fachada color naranja destaca sobre el paisaje brumoso de niebla gris; el par de zapatos encontrado por una camarera que no podría distinguir el recuerdo inserto en ellos, y en la mente de A., B., o ambos, el instante en que el tiempo o el espacio dejan de ser los mismos para dos personas que (a veces) se preguntan uno al otro por su próxima dirección.

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La noche del pasado que lo persigue

R. escribe protegido por el jardín, la barda y la calle privada. Asoman las jacarandas por un margen de la ventana. Metido en la burbuja de su cabeza, teclea el inicio de la historia de un hombre a quien el mar lo separa de su hijo. Pero esto aún no lo sabe. Sólo se ha dejado llevar por una idea inicial de historia y se entrega al ritmo de las frases sin preocuparse demasiado por argumento y personajes. Una sensación comienza tenue: es el anuncio de un rumor que llega de lejos, aunque todavía no es tan claro como para distinguir su procedencia ...entro y miro cómo escribes, no quiero interrumpirte, no en tanto las palabras no surjan, sólo soy una sustancia tersa, como tinta. R., de maneras suaves, fija la mirada en los vidrios que cimbran con la corriente que los traspasa. Ahora el cuento existe hasta el segundo párrafo. R. ya sabe que el protagonista se llama Ramiro, sus manos se unen a la cadencia de una descripción de mar y balsas, cuando los oídos distinguen, a lo lejos, un sonido ...similar al de una llanta que se hubiera desprendido de su eje. R. conoce las huidas de la mente cuando se intenta mantener el hilo de una narración. A esas huidas atribuye lo que escucha, semejante al sonido de algo que cae, rueda y se acerca ...sucede desde hace tiempo: imaginas, con una exactitud que a cualquiera asustaría, escenas y momentos inasequibles, sin embargo ciertos... aunque no puede precisar de qué se trata, además su facultad, como es común para

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ciertos dones, no puede usarla consigo mismo. Por eso escribe. Para suplir la falta de explicaciones sobre sucesos de su propia vida: la desaparición de su padre, la pérdida de Rita. Así, con la vista extraviada entre el monitor y la ventana y las manos en pausa, cambia el pensamiento y retoma la historia de Ramiro ...mientras yo me abandono a este ritmo tuyo como de barco. R. escribe, cuarto párrafo: Ramiro, padre de familia, regala postales de lugares lejanos que desconoce. Lo hace para que su esposa e hijo crean que es intrépido, para que no caigan en cuenta de que él no ha logrado ser lo que esperaba. Trabaja en un carguero, escribe R. con palabras que no son éstas. Entre dos palabras marítimas, irrumpe en la mente de R. la imagen de un barranco seco, lejos del jardín y la vegetación sobre las bardas que lo rodean. Comienza la lucha, ya por él bien conocida, entre lo que desea pensar y lo que percibe. Procura salir del pensamiento involuntario con la escritura de historias, de las que intenta convencerse son ficción ...sólo una serie de manchitas negras sobre el blanco de la hoja, así lucen desde aquí tus frases... pero la inquietud por la imagen de una llanta que rueda desde la parte más alta de un despeñadero no lo deja concentrarse. Súbitamente R. se levanta de la silla, que permanece girando. Sale del cuarto. Frente al espejo del lavabo, alumbrado por los últimos rayos que entran por la ventana del baño, R. le repite al rostro que lo escucha Es lo de siempre, Me lo estoy imaginando, Sólo tengo que concentrarme en la historia (Ramiro trabajará a menos

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de un kilómetro de casa, en las aduanas, piensa R. con sus palabras, cerca de un hijo que inventará el destino de su padre durante noches en vela). Cierra la puerta y camina el empedrado de la privada cubierto de flores lila. Se hace de noche. El cuento tendrá que engrosar, al menos por ahora, la lista de las cosas por hacer, junto al arreglo de la relación con su padre, el olvido de Rita y deshacerse de lo que quedó de la camioneta. R. se sumerge en la avenida. Busca un bar donde el ruido le permita huir de esta sensación de algo contundente por suceder ...algo que ya ocurrió, pero que insiste en el presente. R., sentado frente a la barra y con el mentón apoyado entre las manos, pide un ginantonic. Los primeros tragos reducen a la mitad el líquido del vaso. Logra por algunos instantes mantener la mente en la historia de Ramiro. No puede evitar cierta incomodidad: detesta las autorreferencias en el cuento que “escribe”, aunque también se ha educado para dejar ese tipo de emociones para después ...la olvidas oculta tras un sonido ondulante. El rumor se intensifica. R. agita los hielos de su bebida y con un verdadero esfuerzo logra sustituir la sensación de que algo rueda hacia él por el ruido imaginario de las aspas de un carguero (girará bajo el agua que impulse al barco mientras Ramiro se despedirá desde cubierta). Podría agregarle a la escena en el cuento, considera R. con el vaso a punto de tocar los labios, una boina de lana desgastada agitándose en la mano de Ramiro, ese detalle le daría una atmósfera de

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mundo viejo, se le ocurre ...te ocupabas de tu historia para no dejar entrar el rumor de algo en su proceso de destrucción. Aunque hacer eso con el cuento sería sólo disfrazar la historia de su infancia, contar lo mismo pero cambiando el decorado. Pide otro gin ...la euforia por sentirte dueño del momento una tarde morada, con Rita. Admiraste por un instante su perfil, antes de que la camioneta desviara su camino debido a la velocidad y a tu conducir errático. Asciende con la mirada R., que de haber estado fija en la bebida, ahora hace una vista de pájaro imaginaria donde ve el traje café raído de Ramiro: agita contra el viento una boina y se despide... (esto ha de ocurrir en el texto que yace en la pantalla de la computadora en reposo, tras la barda y el jardín, diez cuadras lejos de este bar). Pero el recuerdo lo persigue, esta noche es particularmente intenso, tanto que tapa el cuento escrito y el que está por escribirse ...Rita no gritaba, su estado era mezcla de resignación con sorpresa, asciende asciende, pedías al frente de la camioneta, con otras palabras aunque el deseo idéntico: que eso no te estuviera ocurriendo a ti, como ahora deseas que no ocurra por siempre, que este pasado no sea el que te contiene. Un pasado para despedirse, un monólogo interior de perdón al hijo por abandonarlo, eso sería lo justo, en la quilla, y para qué escribe sino para darse explicaciones, aunque sea a posteriori, desciende al momento presente R., de mirada abstraída, da vueltas sobre el canto del vaso con las yemas de los dedos, pide la

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cuenta mareado menos por el alcohol que por la sensación de espirales que lo envuelven. De regreso a casa tiene la impresión de haber estado fuera varios días. Entra al estudio. La ventana entrecerrada se golpea suavemente contra el marco. Las flores de las jacarandas caen con sonido goteante. En el monitor de la computadora bailan los dígitos de la hora. R. se siente muy cansado. Parece más amable la perspectiva de su cama que la de escribir otro rato, aunque sabe que ya tiene el cuento ...ahora estás aquí, con tu historia, siendo escrito... R., con movimientos frágiles, toma asiento y deja que poco a poco se diluya la sensación catastrófica. Pretende redondear en lo posible su cuento y olvidar, al menos por ahora, ciertas partes de su propia historia, como si el tiempo fuera sólo un rumor que viene de lejos y que no siempre es tan claro que pueda distinguirse.

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Resaca verbal

Camine por el pasillo hacia su estudio cuando por fin despierte. Observe pausadamente sus libros, como si el acto de posar la mirada sobre ellos los dotara de una existencia que durante la noche hubieran perdido. Omita el sillón. Debe pasear su mirada por él de la misma manera en que usted y sus amigos observan la lluvia que los sorprende en el café cuando, sentados junto a la ventana, voltean con gesto indulgente ante la naturaleza que actúa allá, del otro lado del vidrio que los separa de la tormenta: una distancia mínima, implacable. Si pusiera mayor atención a ese mueble, a la mancha en ese mueble, me obligaría a detallar lo que, al menos ahora mismo, no está usted en ánimo de escuchar debido a su resaca, a las pocas horas transcurridas, a que la tarde se presenta soleada y no parece el clima propicio para temas molestos. En estos instantes, como por destellos, surgen en su mente palabras en combinación con imágenes y sensaciones, aunque nada preciso. Ojalá que lo pensado pudiera fácilmente materializarse, en forma de los muebles de la estancia, por ejemplo, que las ideas se convirtieran en objeto y así fuera más sencillo despejar sus dudas, similares al desorden de esta sala, respecto a lo ocurrido aquí anoche. ¿Que recapitulemos? De acuerdo. Anoche estaba sentado en este sillón su colega O., muy erguido. Hablaba sobre temas más o menos ociosos. Discurría acerca de la función del autor como ser que existe y a la vez se borra. Usted, frente

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a él en un taburete, decía que la primera borradura consiste en que los signos inscritos por un hombre sobre las hojas carecen de sonido. No así los que asoman pronunciados desde los pulmones y surgen de los labios enmarcando la forma de la palabra dicha, respondía O. con estas u otras palabras, y aunque usted concordaba con la idea, hacía una precisión (mientras el vaso que sostenía estorbaba a sus ademanes). “Una serie de signos absorbidos por la superficie del papel, en caso de haber sido escritos a mano, tendrían la huella reconocible del estado anímico y mental del grabante...”. Esas mismas huellas se marcaban en el vaso que otra vez estaba vacío. Nimiedades. Nótelo ahora: una botella descansa en el estante del librero junto a los diccionarios. ¿Qué hace ahí? Le recuerdo: ambos se vieron en la necesidad de consultarlos cuando entre la plática afilada (y su cuarto whisky rocas) surgió una duda entre detonador y detonante, después en la importancia de cierto autor en su generación. Seamos sinceros: para ese momento usted y el señor O. sufrían ya cierto nivel de intransigencia, típico de la mezcla de superyó con grados G. L., que hace arribar a intentos de triunfo sapiente en lugar de un desinteresado toma - daca. Lograron obviar el vado, cayeron en cuenta de la situación y se sirvieron otra copa (los dedos de usted sudaban a causa del calor de la plática o el discurso reprimido en pro de la amistad), cambiaron la conversación a temas... cotidianos, asequibles sí, dijo el señor O., que ahora lo instaba a cerrar el diccionario de escritores. Usted pensaba que quizá lo había sobreestimado como interlocutor y cerraba el volumen.

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La discusión sobre la supremacía de un autor en una literatura no tenía sentido, dijo O., al menos no en ese instante. Ya importaba más hablar de los propios libros en proceso, tema en el que ustedes se cobijaron por ser prácticamente indiscutible: no puede discutirse, o no a profundidad, una obra que no está a la vista, como tampoco lo estaba la segunda botella que el Sr. O. exigió en un tono que a usted le pareció un exceso por parte del invitado. Recuerde: brindaron por la próxima obra. Por otros autores. Por los grandes. Por los que ya no están. Por quienes nunca estuvieron. Por los que no estarán aunque quisieran. Por “las tardes como esta”, por que hubieran más tardes largas donde lo sucedido fueran sólo las conversaciones hacia atrás y delante por el tiempo y lo escrito y los conocidos, que no se acabaran esas tardes, propusieron, cree recordar detenido en medio de la estancia. Sugiero que para cambiar la forma del recuerdo cambie usted de lugar el sofá y quite la botella del estante. ¿Eso está usted ahora pensando: si la apariencia de un sitio varía se alejan automáticamente los recuerdos relacionados a su estado anterior? Bueno, quizá sí, en la superficie. Pero hay cosas que no cambian, desacuerdos de origen. Precisamente en ellos se funda la relación de usted con O., aunque lo más importante ahora sea evitar la resaca del pensamiento, y sí, puede ayudar que hagamos lucir distinta la sala – estudio, o por lo menos usted así lo cree, por eso se afana en vaciar los ceniceros y pasar un trapo limpio sobre la mesa.

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Una revista a punto de caer por la orilla del mueble lo regresa a otro instante: cuando pensó que era buena técnica contra el aire de superioridad de O. enlistar las apariciones de sus textos, los del señor O., en publicaciones de dudosa calidad editorial. ¿Por qué lo mencionó? Ese comentario fue el detonador –o el detonante– de la mancha en el sillón. Se lo diré, ya que usted observa el sofá con insistencia. No estaba como para darse cuenta del rincón oscuro donde se gestaron las palabras agrias hacia su colega. Tampoco del detonador, es el término correcto, que lo hizo lanzar furioso la copa hacia el señor O. La mancha que usted ve provino del whisky con hielo que provino del vaso en su mano, movimiento impulsado por la respuesta del señor O., quien segundos antes hacía el décimo brindis y mencionaba su esperanza de que el aire estudiantil de la sala no fuera un reflejo del estado de una obra, la de usted. Fue una broma de mal gusto, cierto, pero aceptemos que tuvo algún sentido, no por ser una afirmación verdadera –eso yo no puedo decirlo– sino porque esa respuesta por parte del señor O., junto con sus insinuaciones sobre el estado adolescente de una literatura, la de usted, apelaban a un reto con palabras, al oficio que también se gesta conversando y más cuando la calma, por álgido que sea el momento, no se pierde. ¿No fue usted mismo quien aseguró que “la primera presencia de un hombre consiste en sus palabras y la borradura en quedar cegado por ellas”? ¿Y aún así, ahora mismo, tiene la esperanza de corregir –borrar– con más palabras lo dicho (qué se yo, escribir un correo, una llamada telefónica, un texto con

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dedicatoria, incluso), de que su lapsus se olvide y las tardes en el café sigan y también las discusiones? No es mi intención importunar su resaca, pero como ha insistido en recordar no ha quedado otro remedio... Una pregunta: ¿en verdad cree que las palabras, tan capaces de detonar acciones, se quedan en el aire y se diluyen hasta perderse? Cualquiera que lea un almanaque con frases trilladas puede llegar a esas conclusiones. Siga limpiando, entonces. Podría ir a la cocina y prepararse una limonada. O quedarse aquí y poner un poco de orden en su amplia biblioteca: los libros son cómplices silenciosos.

Ruido de fondo

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Me contoneaba con una pieza de Mussorgsky, comía Freskas y escribía algo como esto. Antes de morder cada chocolate digo Verde, Amarillo o Rosa porque me gusta adivinar el color que hay tras la cubierta. Cuando lo logro, siento que he descubierto un orden subrepticio, que define desde el color del chocolate que me como, hasta el clima, el ruido o silencio de la calle, e incluso el estado de los cheques que me deben en mis múltiples trabajos. La pieza de Mussorgsky (reorquestada por Rimsky- Korsakov) llegaba a uno de sus momentos más intensos: yo masticaba chocolates y seguía con la cabeza ciertos golpes instrumentales mientras escribía algo parecido a esto, que comienza con digresiones que se expanden hasta que al lector le hacen falta los hilos de amarre de la historia. Estoy consciente de la situación y por eso intentaré no desviarme demasiado. Baste anotar que era verde la Freska que mordí en el instante en que A Night On Bald Mountain (el nombre en castellano espanta) llegaba a una cima furiosa y que en ese mismo segundo me percaté de que el orden supuesto había sido vulnerado. Me explico: esa tarde disponía de algún tiempo libre, por fin había cesado el ruido de la construcción del edificio de junto. Era sábado. En ninguna de las editoriales donde trabajo como correctora me habían encargado mamotretos técnicos, cuartillas didácticas ni cuentos de jóvenes autores para revisar el fin de semana. Tampoco había dinero, así que, a falta de diligencias, trabajo remunerado o trámites

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por cumplir, me quedé en casa dispuesta a adelantar un libro de cuentos que (a ustedes no voy a mentirles) cada vez me agrada menos por disperso. Así, comencé mi ritual consistente en colocar un disco de orquesta filarmónica, servirme la tercera parte de mi taza grande de café, mientras más caliente mejor, verme en el espejo para comprobar el estado de mis recién adquiridas líneas de expresión, ir por una bolsa de chocolates Freskas a la cocina, o a la tienda en su defecto, abrir una buena cantidad de documentos de Word, cerrarlos y teclear manzanita ene hasta que la pantalla en blanco sea muestra de que no queda sino ponerse a trabajar. Creo que de nuevo me desvío. Decía, mordí una Freska que era verde después de decir Verde cuando sentí que algo no estaba en orden pese a que mi ritual se había cumplido. Era la sensación de cierta presencia tras la puerta de la sala donde me encuentro. Como es natural en esos casos, se deja en la mesa la mitad del chocolate mordido, se acerca uno al aparato de música, baja el volumen o pone pausa e intenta dirigir la atención del oído a cualquier–cosa–que–se–encuentre–allá–afuera. Me acerqué con cautela y pegué la oreja a la puerta. Lo único que escuché fue el sonido amplificado de un auto lejano a través de la madera y el movimiento involuntario de mi mandíbula cuando me pongo tensa. Cambié de lado para oír con la otra oreja, pero un claxon en la esquina del edificio ocultó toda sutileza. Entonces hice acopio de valentía y me asomé por el ‘ojo mágico’ de la puerta. ¡ARFGHHHH! ¡Había una panza peluda! Estaba rodeada de patas que parecían

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zancos y dos alas translúcidas... verdosas. El cuerpo tapaba el corredor, apenas se veían dos o tres mosaicos del piso. ¿Qué ocurría allá afuera? ¿Qué orden oculto se había roto para que las cosas estuvieran en tal estado? ¿Significaba algo, era una señal para mí? ¿Para mi trabajo? Me dije Cálmate Piensa Piensa. Cuando me pude recuperar del susto, llegué a la conclusión siguiente: una mosca había elegido la mirilla de la puerta para posarse. Luego del minuto en que pasé del alivio a la carcajada y de ahí a la mezcla de miedo con asco que en algunas personas causan los insectos, decidí que no era adecuado seguir semibailando en la sala, en absoluta pérdida del tiempo silencioso que tanto valoro. Para entonces ya había puesto en Play al disco filarmónico, que se encontraba ahora en un pasaje sutil, y estaba otra vez frente al espejo con la intención de revisar si no había manchas de chocolate en mis dientes, aunque no podía sustraerme de la sensación de que algo en el ambiente ya no fluía. Regresé del baño. La puerta de entrada se me presentó como un pendiente por cumplir: tocaba dejar de distraerse y enfrentarse a cualquier monstruo de manera decidida. Abrí la puerta con un movimiento repentino, no había nada; si acaso el sonido de pasos abajo, un vecino que se iba o apenas llegaba. Cerré, ahora con más cuidado. Vine inmediatamente a la mesa donde escribo. Se me antojó cambiar la historia por una donde apareciera una mosca agrandada por medios ópticos, pero me pareció una versión pobre de otro cuento terrorífico. Así que proseguí con el cuento original. Logré avanzar una o dos líneas

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pero me distrajo un zumbido. Era el estéreo: el disco se había terminado. Me levanté a apagarlo porque ya no estaba de humor para escuchar otra filarmónica. Lo que toca hacer es escribir y punto, sin distracciones, me dije mientras ponía una liga a la bolsa de Freskas interminadas. Pensé que todos los chocolates restantes tendrían relleno verde, el menos usual, pero dadas las anteriores circunstancias ya podía comenzar a creer en las probabilidades bajas. Se había enfriado mi café así que fui a la estufa a recalentarlo. Mientras esperaba, paseando en el corredor, me vi reflejada en el espejo del baño. Se me ocurrió delinearme los ojos. Mientras me maquillaba hice una lista mental de cosas por hacer: comprar Freskas y un insecticida, colgar de la puerta una bolsa de plástico llena de agua. Comenzó a sonar a muchos decibeles el Volumen # 1 de Rock en Tu Idioma, allá abajo, en casa de mi vecina. Seguí con el delineador mientras tarareaba la canción en turno. Cuando entré de nuevo a la cocina apagué la estufa y miré por la ventana. Me di cuenta de que había perdido la tarde: la luz menguaba y yo había planeado escribir de día. Serví el café y regresé a esta computadora. Anoté en mi libreta de cosas por hacer “considerar historia con mosca”. Como me sentía desconcentrada para continuar escribiendo cosas nuevas, decidí revisar algunos textos. Abrí varios documentos mientras me quemaba los labios con el primer trago de café. Comprobé que mi libro está construido de dispersiones. Pensé que el próximo sábado, si me

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pagan, voy a ir al súper. Luego, cuando se haya terminado el ruido, voy a avanzar y corregir mi libro. Si es necesario, incluso lo reescribo.

Una rosa amarilla

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Poco a poco me convertí en espectadora profesional. Estuve un tiempo en la universidad, estudié arte, pero deserté tras varios intentos infructuosos por crear obras que yo misma disfrutara. Acepto mi calidad de diletante: dicen que soy buena mirando. Mis amigos me encargan trabajos que son una mezcla entre relacionista público y guía de turistas. Conozco bien este puerto, esta ciudad que desde pisos altos parece una maqueta de colores (me divierte imaginar las cosas a vista de pájaro). Como esta es una ciudad con mar y la temperatura no baja de los treinta y cinco grados, casi no hay lugares como teatros o auditorios. Entiendo que con este sol nadie querría entrar a una caja negra a ver una función... Por lo general, aquí el arte es algo para los domingos. Por eso es un acontecimiento que nos visite alguien como Qwerty. Así firma su obra y no encuentro razón para mencionarlo aquí con su verdadero nombre. Su trabajo puede verse en Internet. No importa el nombre. Eso digo cuando alguien intenta justificar una obra que no me gusta con el manido “ese cuadro es un ___________”. Por cierto, mi nombre es Yerena pero me dicen Ye. En fin. Esto no se trata de mí, sino de Qwerty, mejor: de mi recuerdo de él, que a veces es un hilo muy delgado y otras una imagen que regresa con claridad. Hace tiempo vine por él a este café del muelle, donde ahora escribo, para llevarlo a la única galería de la ciudad. Él iba a inaugurar una exposición. Lo vi sentado aquí, en la misma silla a mi derecha, concentrado en una carpeta que

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contenía fotos o papeles. Se veía muy sereno, casi inmóvil. Era como si no le afectara la brisa, que esa tarde era muy intensa, ni la luz que casi siempre ciega a los de fuera. Eso fue lo primero que me agradó. Caminaba hacia esta mesa e inmediatamente supe que él era Qwerty. Tuve tiempo para pensar que mucha gente se ve mejor de lejos, aunque al acercarme se hacía cada vez más intensa la sensación de que reconocía algo imaginado antes, no como esas veces en que se deja de ver a alguien mucho tiempo, sino como si él fuera la persona exacta, con el físico exacto que yo esperaba ver. No sé si logro explicarlo bien. Fue muy raro. Su actitud era la de alguien a quien no le importa la aprobación de los demás. Su cabello oscuro y fino se movía un poco con el aire y la carpeta blanca frente a él reflejaba la luz sobre su cara, pero no parecía inmutarse. Mantenía fijos en mí sus ojos demasiado negros. Digo demasiado porque, rato después, vistos de cerca, noté que casi no se distinguían las pupilas. Para presentarnos le pregunté en qué estaba trabajando. Ya lo sabía, pero esa respuesta habla bastante de las personas, me refiero al tono, a la elección de palabras que a veces no es consecuente con la verdadera ocupación... él respondió muy serio que “al diletantismo”. Yo también, contesté y nos reímos: yo por su burla de sí mismo. Él seguramente pensó que yo también me burlaba de mí misma, en fin, esto no se trata de mí.

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Ese día decoraba la mesa un florero con una rosa que me sorprendió ver porque no son comunes en estas latitudes. Estaba ahí, fresca entre hojas verdes. Además era amarilla y según sé, se les atribuyen significados negativos. Pero ahí estaba: viva y procedente de otra parte colocada en el florero. Qwerty y yo comentamos sobre su viaje, la luz tan intensa de aquí, la afición de los habitantes del puerto por los colores saturados, las fachadas brillantes... Hablaba con tal entusiasmo de este lugar (sí, es una postal) y de los artistas que yo también aprecio, que me convencí de que entre él y yo había más coincidencias de las convenientes, aclaro, no me gusta involucrarme demasiado, menos con alguien que deba subir a un avión a la mañana siguiente. Intenté evitar el contacto visual; procuré que no notara mi esfuerzo. Me concentraba en la rosa. Contaba los pétalos. Comenté que todos me llaman Ye. Qwerty dijo que mi nombre es una bifurcación. Supongo que tardé en responder algo inteligente. Luego pensé que él había querido decir algo sobre el destino, o algo más, pero sé que estoy acostumbrada a escuchar indirectas (así se estila aquí), así que era posible que yo imaginara más de la cuenta. Tampoco tenía caso mencionar que un nombre me parece mera referencia: no a alguien que firma Qwerty. Creo que el intento por ocultar mis nervios me puso nerviosa, por eso concentré todo lo posible la mirada en las espinas o el tallo de la flor y hablé de lo que teóricamente yo venía a decir: los pintores locales, la galería, el estado de la plástica del lugar, etcétera. Luché por mantener una distancia mental larga, por ser profesional, dada mi calidad

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de guía de artistas. Él se mostraba receptivo, como si entendiera lo que yo decía tal y como a mí me hubiera gustado ser entendida. O eso creo ahora. Después nuestra conversación pasó por unas esculturas francesas, escritores en común y la galería minúscula que conoció en uno de sus viajes. Qwerty preguntó por mis estudios y yo dije que estuve un tiempo en la universidad, estudié arte, pero lo dejé porque no me siento capaz de crear obras que yo misma disfrute. Cambié el tema a su exposición, que se inauguraría esa noche. Él habló de fotos panorámicas y maquetas de ciudades. Yo me concentraba en el tono mantequilla de la rosa, porque para ese instante ya tenía la certeza de que algo empalmaba, más, de que los sucesos anteriores (mi amistad con los galeristas, mi mudanza a este puerto años atrás) estaban hechos para llegar ahí, al día del que ahora sólo conservo instantes, probablemente retorcidos. Cuando vuelvo a esa tarde –los recuerdos se deslavan y no queda sino insistir en ellos– llegan, como en un parpadeo, sus manos pequeñas, claras, casi femeninas; en otro abrir y cerrar de ojos regreso a los movimientos contenidos de esas manos, a la expresión del rostro que conservo en mi mente y recreo ahora mismo, en este café que ahora significa Qwerty, que a su vez significa una persona como me gustan las personas. Espero no haber dicho nada fuera de lugar esa vez. En todo caso, el protagonista de esto siempre fue él, no yo, y sigue siéndolo, aunque entonces aún no tomara forma de palabras y sólo queden la imagen de su cabello, de la carpeta

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blanca... Aunque este lugar no sea más el sitio donde yo venía a leer, sino el de mi encuentro con él, que terminó tres horas más tarde cuando un soplo muy fuerte del viento comenzó a llevarse las servilletas y a inflar la lona que cubre la terraza. Hoy el clima es seco y no hay viento. Hago el ejercicio de mirarnos desde arriba: parecemos –somos, fuimos– un par de desocupados que se quedan en los cafés conversando por horas. Ahora mismo el sol rebota en el piso y este es el paisaje de hoy: los contenedores, las grúas y los cargueros parecen piezas de juguete para armar si los imagino en vista aérea, donde veo los contrastes entre rojo carmín y azul rey contra el brillo del mar, las sombras de las quillas en triángulo sobre el muelle. Este es el paisaje de hoy y es irrepetible. Pocos días después de la inauguración, Qwerty me envió un correo que aquí transcribo. Ye: Esperaba verte en la exposición ¡¿por qué no fuiste?! Supongo que tenías mucho trabajo, espero que la hayas visto después. Tus amigos me atendieron muy bien. No puedo decir que la muestra haya sido un éxito rotundo, pero recibí buenas críticas. Ya me habías prevenido de que no iban a llegar multitudes, jajaja... Salgo de viaje estos días, estoy en proceso de un proyecto nuevo. Es curioso: he pensado mucho en el puerto. Ya será material de otra propuesta. Muchos saludos para ti y tus amigos, seguimos en contacto.

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Lo firmó con su verdadero nombre. Lo leí y releí sin encontrar códigos, insinuaciones ni analogías, nada más que gratitud. Y su nombre. Vi la exposición: una serie de grabados sobre una ciudad vista desde el aire. Busqué más imágenes de Qwerty en la red, y además de muchas panorámicas, encontré en un álbum virtual una foto de hace tiempo. Parece una fiesta, o quizá fue otra inauguración. Qwerty rodea la cintura de una chica. En la otra mano lleva algo que no logré distinguir hasta que acerqué la imagen: una rosa amarilla. ¿Era un mensaje, una indirecta? No. Sólo una coincidencia que me alegró: en esa foto aparece algo de aquí, de mí. Algo permanente.

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