A mi querido Daniel, para quien despertĂŠ tantos recuerdos de mis primeros aĂąos.
Introducción He conseguido terminar de escribir estos recuerdos de mi primera infancia. cuando comencé la tarea no creí que pudiera terminarla ni que lograra evocar y dar forma a tantos episodios. Lo cierto es que no resultó tan difícil como temía, pues ellos, los recuerdos, fueron brotando uno detrás del otro como tirados por un hilo mágico. Me sentí satisfecho, gratificado, navegando de nuevo por el mar de mi infancia. Esto, por si solo, justificaría el esfuerzo. Pero quiero algo mas: transmitir a las personas que quiero, que serán mis seguros lectores, las emociones que viví y acercarlas al ambiente de aquél mundo tan distinto y lejano. Cuantas emociones sentí mientras reverdecían aquellos recuerdos. Reviví momentos tan entrañables que alguna vez las lágrimas enturbiaron mi vista. Pero fue maravilloso viajar durante un par de meses por el paraíso que perdí hace cincuenta y cinco años. Los recuerdos que describo son como instantáneas fotográficas, a veces ampliadas por el esfuerzo, otras desenfocadas por el tiempo, pero rotundas en luces y sombras. Tengo la suerte de conservar muchos recuerdos de mis primeros años. Quizás, la fuerza de la luz y la magia de mi pueblo junto con el amor que rodeó mi despertar a la vida, grabaron con tanta fuerza esos momentos. Son instantáneas de luz y ternura, con fantasmas buenos que llenaron mi mundo infantil y que aún existen porque viajan conmigo. En mis cinco primeros años vividos en Agaete, ese pueblo especial que tiene el privilegio de reunir la mar brava con la montaña gigante, acumulé toda la riqueza de sentimientos que he cargado el resto de mis años. Ese tiempo fue la clave de mi sensibilidad y de mis comportamientos ulteriores.
Evoco las calles empinadas y silenciosas, la sonoridad de las voces y los ecos, el arrullo del viento en los árboles, la luz dorada y adorable de un atardecer. Evoco el perfil cargado de misterio de las altas montañas, el aire frío de la madrugada que traía la sonora llamada a la primera misa. Los cálidos matices de la voz de mi madre enseñándome a comprender las cosas . El calor y el olor irrepetible del regazo de mi abuela. Desperté también a los fantasmas malos que llenaron de temor algunos momentos de mi infancia. He tratado de contar de la mejor manera que he sabido casi todo lo que conservo de aquellos años. Siempre quedan emociones que se resisten a ser convertidas en palabras, porque no tengo la habilidad suficiente para expresarlas, o porque son sensaciones tan sutiles e inconcretas que no se dejan atrapar. Quiero que estas narraciones sean un homenaje de amor que ofrezco a los seres queridos que llenaron aquél mundo mío tan lejano y tan presente. También quiero, finalmente que sean el eslabón que aporto a la cadena nieto-abuelo-nieto, para que cuando mi querido Daniel, que ahora tiene cinco años, como los tenia yo entonces - y los demás nietos que puedan ir llegando antes o después de mi partida - llegue a su madurez y los comprenda en todo su significado, se comprometa a seguir perpetuando esta cadena de amor y comprensión. Eso he pretendido.
Las Palmas de G.C. . 15 de Agosto de 1991.
1. Primer recuerdo Que bien me sentía viajando de aquella manera. Los brazos de mi madre rodeaban mi cuerpo y mi cabeza, vuelta hacia atrás, se apoyaba en su hombro. El camino iba creciendo ante mis ojos, pendiente y pedregoso. Los arbustos pasaban tan cerca que podía sentir su fragancia. La mañana era luminosa y sentía un vaho cálido que ascendía desde el fondo del valle. El aire estaba lleno de voces alegres, cantarinas. Voces de jóvenes que marchaban con nosotros, regocijados por la promesa de un día de fiesta. Paramos en un lugar umbrío junto a una construcción extraña. Era como un túnel largo y oscuro. Quizás fuera solo eso, un túnel o una galería subterránea. Penetramos en él sin que cesara la algarabía. Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad vi a la altura de la cintura de mi padre, que había tomado el relevo de cargarme, un canalillo por donde transcurría silenciosa un agua transparente que deformaba con su juego las piedras limosas, anaranjadas por la herrumbre, de su fondo. Todos reían y cantaban mientras llenaban sus cacharros de aquella agua que les refrescaría el camino que les quedaba por andar. A mi me dieron de beber y sentí un cosquilleo agradable, ácido y frio, que bajaba por mi garganta. Seria la primera vez que bebía el agua agria de Los Berrazales. Después de descansar un rato reanudamos el camino, siempre ascendente. Iba de nuevo en los brazos de mi madre y me sentía cómodo y seguro. Mi padre insistía en que quería llevarme él porque el camino se hacia cada vez más resbaladizo y cansado. Mi madre no consentía porque pensaba, como yo, que no había nada tan seguro como sus brazos. De repente, en un mal paso, cedió el borde del camino y nos deslizamos los dos por la pendiente sin separarnos. Creo que fue mi primer sentimiento de peligro. Por suerte, no había pasado nada: un susto y el lógico enfado de mí padre que reclamaba su razón por querer llevarme.
A partir de este incidente solo recuerdo que antes de llegar al lugar de la fiesta, las mujeres, prácticas y coquetas, se cambiaron el calzado del camino por zapatos de tacón. El colorido, la bulla y la música en un lugar abierto es solo una débil imagen donde se difuminan los recuerdos de aquél día. Mucho tiempo después supe que transcurría el año 1933 y asistíamos en romería a la fiesta de San José del Caidero.
2. Después del baño Debía ser uno de esos días de nuestro invierno cálido y claro. La casa era grande y los techos me parecían tan inalcanzables como el cielo. Había un patio alargado y abierto que separaba las habitaciones de uno y otro lado. Una pila destilaba, gota a gota, el agua que se filtraba por su redonda panza cubierta de musgo y culantrillo, produciendo un tin-tín monótono al caer sobre el vaso que reposaba en el bernegal. Un canario cantaba en una jaula y en otra saltaba un mirlo silencioso. Algunas plantas flanqueaban los escalones que daban acceso a la puerta trasera. Aunque mi madre había templado el agua, yo sentí frio durante el baño, porque la cocina, que también se usaba para estos menesteres, era grande y sombría. Mi llanto y mis protestas solo se calmaron cuando me sentí envuelto por la toalla, esponjosa y blanca, con la que mi madre frotaba mi cuerpo. Cuando me vistió sentí el bienestar que produce la ropa limpia sobre la piel recién bañada. Después me dijo que me sentara en el dintel de la puerta de la calle, donde calentaba un sol de media tarde. Me parece sentir, al evocar aquél momento, la embriaguez que me producían los deslumbradores rayos del sol de invierno y el suave bienestar de mi cuerpo limpio y relajado. Era el preludio de mi sensualidad futura. Tampoco he podido olvidar la satisfacción que me producía aquél tesoro que encerraba en mi mano izquierda. Cuando abría el puño para convencerme de que era realidad la posesión de aquella fortuna, podía ver una pieza redonda y grande de oscuro cobre, que me mostraba la cara de un señor muy serio. Yo sabia que aquello era importante. Supongo, porque no tengo conciencia de ello, que aquella perra gorda fue el precio del soborno que pagó mi madre para vencer mi resistencia al baño.
3. Camaradas En aquella época, mi abuela Carolina, mi querida e inolvidable Abuelita Ina, vivía en una casita pequeña a la que se llegaba por un callejón retorcido, que se ensanchaba delante de la casa formando una diminuta plazoleta medio cubierta de lajas y callaos. De allí. partía, descendiendo, otro callejón estrecho y corto que nos acercaba al centro del pueblo. Con mi abuela vivían mis dos tías, Carmen y Paca, jóvenes y solteras todavía, consentidoras de mis caprichos, y mi tío José que era solo un muchacho. Aunque no estaba lejos de mi casa, como era pequeño para andar solo, siempre tenía que esperar a que alguien me llevara a la casa de mí abuela. A mi me encantaba pasarme las horas con ella, porque me daba todo el cariño del mundo y me contaba cuentos y leyendas antiguas, como la de aquél niño por el que yo sentía tanta pena, que por desobedecer a su madre se quedó prendido en 1a cara de la luna. También me daba quince céntimos para comprar bizcocho en la panadería de Señor Teodoro, que estaba a la entrada del callejón. Me veo feliz royendo aquel pan bizcochado con sabor a matalahúva, ignorante de la existencia de mantequillas y mermeladas. Por aquellos rincones jugaba con otro niño de mi edad que me deslumbraba contándome como pescaba su padre unas albacoras tan grandes, allá muy lejos, por el mar de los moros. Mi padre también andaba siempre por la mar, pero no cogía esos animales que me imaginaba enormes, monstruosos, porque mi padre no era pescador como el suyo. sino que navegaba en un barco de carga. Este buen amigo también me enseño a comer tierra. El debía estar acostumbrado a hacerlo porque me animaba a imitarlo mientras chirriaban sus muelas. No sé si por compromiso o por curiosidad, una de aquellas tardes cogí un puñado de tierra de donde él se surtía y me lo metí en la boca. Al recordarlo, me parece que siento todavía entre mis dientes aquella masa desagradable y áspera que me apresuré a echar fuera de mi boca. mientras mi camarada me
aconsejaba: "Traga, traga“. Recuerdo que me pasé toda la tarde escupiendo y ya no quise saber más de aquél manjar que a mi compañero de juegos le parecía tan exquisito. Tenia por allí otro gran amigo. Tancredo era el perro de mi abuela, que me quería tanto como yo a él. Recuerdo el color ocre amarilloso de su pelo corto y su rabo diminuto que movía sin parar cuando me sentía llegar. Años después, mi familia se trasladó a Las Palmas, y cuando volvía a1 pueblo, de tarde en tarde, porque entonces solo se viajaba por necesidad, me maravillaba que Tancredo se acordara de mi y saliera a recibirme, nada mas pisar el callejón. saltando loco de alegría, anunciaba a mi abuela. con sus ladridos. que su nieto había vuelto. Me sentí muy triste cuando me dijeron que había muerto. Había perdido al personaje de mi niñez que me enseñó una nueva dimensión de la amistad.
4. Zapatos de tacón Mi mundo era luminoso y sonoro. Mi sensibilidad de niño impresionable se iba llenando con los colores del mar y de las nubes, de los árboles y de las flores, de las piedras y de las montañas. con los sonidos de las voces y los ecos, del viento y de la lluvia, de las canciones y los susurros. Mi mundo tenia sensibilidad de mujer porque todo lo que me rodeaba era femenino: mi madre. mi abuela, mis tías y sus amigas. Recibía el conocimiento de las cosas a través de ellas, de sus conversaciones. Lo masculino estaba ausente de mi ambiente. Solamente, de vez en cuando, aparecía mi padre para descansar un par de días con su familia. Notaba entonces que su presencia lo cambiaba todo. Mi madre irradiaba alegría y la casa se llenaba de sonidos y olores nuevos. Olores y sonidos de hombre. Me veo, admirado, contemplar a mi padre mientras se afeitaba. Recuerdo el chasquido de la navaja barbera rozando la piedra de afilar y la espuma blanca que iba cubriendo la sombra de su cara mientras cantaba las canciones de moda de José Mojica: "¿En donde está el amor imaginario . . .?". Recuerdo también, como ellos, mi padre y mi madre, se miraban embelesados, de una manera extraña que me azoraba. Eran jóvenes y se querían. Me gustaba aquella novedad de mi padre en la casa porque todo parecía más alegre y seguro. En aquél ambiente no era de extrañar que yo me aficionara a colgarme todos los adornos y perifollos que mis tías, con gran complacencia, ponían a mi alcance. Yo era su juguete y querían verme feliz. “Velo, patos, sisillos . . .” decía con mi media lengua pidiéndoles que me dejaran taconear por 1a casa adornado con velo, zarcillos y collares. A mi padre aquello no le gustaba y se enfadaba conmigo cuando me veía de aquella manera. Pero un día me gastaron una mala pasada. Yo no sabía que mi padre había llegado aquella mañana de uno de sus largos viajes. Yo estaba en la casa de mi abuela y fueron mis tías las que me
animaron a colgarme todos los adornos que iban sacando del ropero- Estaba feliz con tantas cuentas de colores y tantas blondas. Mis tías disfrutaban y se regocijaban colgándome más perifollos. Cuando terminé la transformación me animaron a que diera un paseo hasta el espejo del ropero para que viera lo guapo que estaba. Mis pequeños pies, perdidos en aquellos zapatos de tacón, se dirigieron hasta el ángulo de la habitación donde estaba el roperoEntonces sucedió algo terrible, de algún lugar oculto apareció ante mi el lobo feroz en la figura de mi padre. Estaba enfadado conmigo y me avergonzaba por haberme puesto aquellas cosas de mujeres. Se habían confabulado contra mi. Mi mundo se hundía y solo pude decir en mi defensa: “Fueron ellas, fueron ellas...” Mi venganza, de forma inconsciente, llegó poco después. Por aquellos años, la fiesta de la Virgen de las Nieves, patrona de Agaete, era el acontecimiento social más importante, por no decir el único, que ocurría en mi pueblo. Todo el mundo esperaba aquellos días de fiesta para pasarlo bien y romper la monotonía de los días. Los hombres estrenaban sus ternos y se divertían bebiendo ron o cortejando a las muchachas en el paseo de la plaza. Las mujeres estrenaban trajes y zapatos y buscaban novio en los bailes del Casino. Mis tías, como todas las jóvenes solteras, iban acopiando, ilusionadas, desde meses antes, trajes, zapatos y adornos para lucirlos en la fiesta. La indignación de mi tía Paca la llevó al pataleo cuando, ya vestida para el baile, saco del ropero sus zapatos nuevos y los encontró bañados por dentro y por fuera de una pasta marrón y apestosa, producto de una mala digestión de su querido sobrino. El mundo se le hundía y solo podía gritar: “Fue él, fue él...”.
5. El rescate Cuando me di cuenta de lo que había ocurrido no lo pensé dos veces y, sin decir nada a nadie. me eché a 1a calle. La noche era serena y la luna llena lo iluminaba todo como si fuera de día. En la casa quedaban mi madre, en la cocina preparando la cena, y mi tía Paca, que le hacia compañía por las noches en las largas ausencias de mi padre. La puerta de la calle, que por la costumbre de la época no se cerraba con llave hasta la hora de acostarse, debería estar abierta todavía, pues yo no tenia estatura ni fuerzas para llegar hasta la enorme llave y girarla. El zumbido ensordecedor de la humosa cocinilla de petróleo fue, con toda seguridad, cómplice de mi escapada. Aunque la noche era clara y la luna me acompañaba, yo percibía otro color en las cosas. Eran mas azules y frías y las sombras más negras. Un gato pasó corriendo junto a mi asustándome con la fosforescencia de sus ojos. Pero yo seguía mi camino porque tenía algo muy urgente que hacer y si lo dejaba para el siguiente día no podría dormir en toda la noche. Llegué a la primera esquina y doble a la derecha. La calle bajaba muy pendiente y resbaladiza. El empedrado brillaba como si estuviese mojado y yo refrenaba mis pasos para no caerme. Cuando llegué a 1a esquina de la panadería del Señor Teodoro, inconfundible por su patio delantero donde se acumulaba la leña para las próximas hornadas, giré de nuevo, esta vez a la izquierda. Y me metí en el callejón estrecho y sinuoso que me llevaba a mi destino. La leña, humedecida por la tarozada de la noche, desprendía un olor fuerte y familiar que yo relacionaba, por su vecindad, con la casa de mi abuela Carolina. Llegué hasta la casa y con mi pequeña mano abierta golpeé varias veces la puerta en el silencio de la noche. Poco después comprobé que mi llamada obtenía respuesta. Alguien se movía en el interior de la casa. Oí la voz de mi abuela, preguntándose extrañada quién podría estar llamando a esas horas, y pasos que se acercaban hasta
la puerta. — ¿Quién es?. Preguntó mi abuela. — Soy yo, abuelita, Manuel. Le respondí. La puerta se abrió inmediatamente y aparecieron mi abuela y mi tía Carmen. asombradas y sin comprender lo que ocurría. — Pero. mi niño. que haces tú aquí, solo y a éstas horas?. Preguntaba mi abuela mientras me abrazaba. — Es que vine a buscar mis zapatos nuevos, abuelita. Le contesté justificando sobradamente mi paseo nocturno. Había ocurrido que aquella tarde, cuando me llevaron a 1a casa de mi abuela, yo lucia muy ufano los zapatos que me habían comprado recientemente- Después, como me había quedado dormido, me subieron en brazos hasta mi casa y nadie se acordó de los zapatos o pensaron que era mejor dejarlos allí hasta el siguiente día. Pero no habían contado conmigo. En un despertar sobresaltado comprobé que me faltaba aquél tesoro y no dudé en ir a rescatarlo. ¿Cómo podría dormir tranquilo sabiendo que no tenia en la mesilla de noche aquellos zapatos nuevos, blancos y maravillosos ? . Mientras subíamos la cuesta, camino a mi casa, mi abuela le comentaba a mi tía Carmen. preocupada, que mi madre y mi tía Paca estarían desaladas buscándome por todos los rincones de la casa. Llegamos enseguida porque la distancia no era grande. La puerta ya estaba cerrada y los toques de llamada resonaron en el interior de la casa. Oímos la voz de mi madre que comentaba extrañada quién podría estar llamando a aquellas horas de la noche. No se habían percatado de mi ausencia, de mi primera aventura. y pensaban que yo seguía en la cama durmiendo tranquilamente.
6. Lavar en el barranco E1 progreso trajo a mí pueblo el agua corriente. las alcantarillas y la luz eléctrica. A cambio, entregamos muchas cosas irrecuperables. como yo soy una especie de romántico pragmático al que no le gusta nadar contra la corriente de los tiempos. no voy a negar el enorme beneficio que la sociedad de consumo ha traído a la gente de mi pueblo. Han sido avances irrenunciables e inevitables. La mujer, sobre todo, se ha liberado de muchas cargas pesadas en las faenas del hogar o las ha sustituido por otras. Mi gente tiene ahora muchas más cosas para disfrutar aunque, quizás, también tenga más preocupaciones. Pero los jóvenes de hoy no podrán saber nunca lo que es el silencio y la paz de una noche tranquila, ni contemplar con la oscuridad precisa las miríadas de estrellas y galaxias en la infinitud de un cielo claro. Tampoco podrán contemplar desde el puente la estampa colorista de las mujeres lavando en el barraco. Quizás, si fuesen conscientes de esta pérdida tampoco le darían mucho valor. Cada cual ha de vivir con su tiempo y fabricará sus recuerdos según el medio en que se haya movido. Yo me siento muy afortunado por haber vivido mis primeros años en un mundo tan diferente al actual, en el que, por supuesto, la felicidad también fue una utopía. Me gustaba acompañar a mi madre o a mi abuela cuando iban a lavar al barranco porque disfrutaba corriendo en libertad por entre aquellas enormes piedras. Nuestro gran parque natural, lleno de desniveles, estaba limitado hacía arriba por la línea de Los Chorros y, hacia el mar, por la sombra del puente. Me entretenía con otros niños jugando a perseguir caballitos del diablo, saltando entre los charcos, o buscando lagartijas debajo de las piedras. También recogíamos las “flores de cera” de pétalos carnosos, blancos y amarillos. que se desprendían de los árboles que asomaban del Huerto de las Flores. El barranco no llevaba agua sino en los días de lluvia, pero siempre corría un hilillo que formaba charcos y diminutas cascadas, suficiente para que pudieran navegar los
pequeños barcos que creaba nuestra fantasía con cualquier cosa que flotara. El lavadero estaba en un nivel más alto que el lugar por donde jugábamos los niños. Era un canalillo o acequia por el que circulaba el agua clara y fría que manaba continuamente de Los Chorros, de donde se abastecía el pueblo. El agua sobrante del consumo se utilizaba para lavar y, finalmente, para regar las fincas. Algún derecho debería existir desde siglos atrás para que el pueblo se beneficiara gratuitamente antes de llenar los albercones. Para lavar, las mujeres se situaban, arrodilladas, en los márgenes de la acequia, delante de una gran laja donde iban remojando, enjabonando con el legendario jabón “swasto”, salpicando, enjuagando y retorciendo, con oficio bien aprendido, la ropa que habían acumulado durante toda la semana. Después la extendían sobre las piedras, blanqueadas por tantos años de uso, y formaban un caprichoso mosaico multicolor. Supongo, que mientras la ropa se les secaba, charlarían sin prisas con sus vecinas, sobre cosas cotidianas o rumores que circulaban por el pueblo. Porque material para una buena conversación nunca le ha faltado a una buena vecina. Después, recogían y doblaban sus ropas limpias y olorosas, las colocaban en el baño de cinc, y retornaban a sus casas, quizás con la premura que le imponía la preparación del almuerzo. Las mañanas pasadas en el barranco forman parte del tesoro de recuerdos entrañables que conservo de mis años de niño. Del tiempo en que me tocó vivir.
7. Flores de embeleso Aquella casa era distinta a las demás. Tenia un aire de fortaleza desolada que me producía desasosiego y temor. Formaba esquina en el comienzo de la calle, donde la pendiente es más pronunciada, por lo que las descascarilladas paredes de su parte baja se levantaban enormes como la proa de un barco siniestro. Las ventanas, resecas y fibrosas, estaban casi siempre entornadas, quizás para evitar que entrara el sol fuerte en la única, enorme, estancia de la casa. Los muros de un patio trasero, donde malvivían cuatro plantas mustias y polvorientas, formaban la otra esquina. Después de la época de mi relato la casa permaneció deshabitada durante mucho tiempo. Su aspecto ruinoso y el deterioro progresivo de sus paredes la hacía aún más inquietante y triste. Las viejas maderas de sus puertas y ventanas ya no eran capaces de celar su interior, y me parecía, cuando en vacaciones recorría las calles de mi antiguo barrio, que por sus rendijas se escapaba un aliento malsano que me hacia estremecer. Hace algunos años la compró un forastero. Hizo obras en ella, le puso carpintería nueva, revocó y pintó las fachadas dejándola con un aspecto de nueva construcción. Perdió su aire tétrico y he oído comentar a la gente que es una casa bonita. Yo nunca podré compartir esa opinión porque conozco la historia de sus muros. Por muchos arreglos que le hagan no podrán hacer desaparecer la tragedia que se vivió entre aquellas paredes. Sus piedras han de estar impregnadas de dolor, saturadas de dolor. Yo había entrado en aquella casa más de una vez acompañando a mi abuela y sabia que eso disgustaba a mi madre. Lo sabía porque la oí una tarde, alterada, prohibiéndole a mi abuela que volviese a llevarme a visitarla. Mi abuela Carolina, que me adoraba, no se daba cuenta del peligro a que me exponía visitando aquél lugar. Y es que en aquella casa siempre estaba rondando la muerte. La tuberculosis, implacable, se iba llevando, uno a uno, a todos sus moradores jóvenes. Eran tiempos malos. La escasez de alimentos, la
falta de higiene y de medicinas eficaces, el hacinamiento y la ignorancia hacían de las familias pobres las principales víctimas de éste mal . Se sabia que cuando ésta peste blanca entraba en la casa de un pobre no desaparecía hasta acabar con la vida de todos los jóvenes. Era una enfermedad doblemente maldita porque trastocaba el orden de la vida. En la casa de mi historia se fueron quedando solas tres mujeres: La madre, de mediana edad, y dos ancianas que debían ser abuela y tía abuela de los niños. Las recuerdo enlutadas, vestidas con ese color rucio con el que las pobres de entonces manifestaban su pena. Las tres estaban marcadas por el desconsuelo y la desesperanza. pero eran las dos viejas las que más me impresionaban. Llevaban vestidos largos y pañoletas y, en sus cabezas, el pañuelo negro, ahuecado en su parte delantera, formaba una visera como para esconder la mirada. Una de ellas era pequeña y lenta, plañidera, y me parecía asustada y huidiza. La otra era alta, huesuda, de voz áspera y movimientos bruscos. Y sus ojos, ensombrecidos por el pañuelo y el dolor estaban secos y tristes. Pero había algo más estremecedor y patético en aquella mirada: Aquellos ojos estaban escupiendo un rencor frío, irracional hacia todo lo que miraban. Recuerdo aquella sala-dormitorio donde reposaban los enfermos, muchachitas, apenas mujeres, y niños que no habían llegado a la pubertad, blancos, transparentes, sonriendo lánguidamente entre golpes de tos. Aquella tos contumaz, seca y profunda, que era el síntoma más claro de su incurable enfermedad. Las décimas de fiebre, inseparables compañeras de aquél viaje, ponían un poco de color en sus mejillas. Se les veía resignados y tranquilos, repasando en aquellas camas repartidas por el cuarto, obedientes al consejo del médico, ya que el reposo era casi el único remedio que estaba a su alcance. En aquella resignación se encerraba la aceptación de su final. Sabían que estaban desahuciados y que irían saliendo, uno a uno, por aquella puerta, en una caja blanca coronada con flores de embeleso.
Recuerdo la tristeza de aquellas tardes soleadas, el murmullo respetuoso de tanta gente alrededor de la casa, y las salidas de los ligeros ataĂşdes, deslumbrando con su blancor, adornados con las celestes flores de embeleso que los niĂąos habĂamos ido pidiendo por el pueblo para hacer una corona.
8. La procesión del santo El barrio donde vivíamos celebraba cada veinte de enero su fiesta patronal. San Sebastián, que da nombre al barrio , estaba siempre encerrado en su pequeña ermita. La llave de la gran puerta tachonada de grandes clavos la custodiaba una vecina. Solamente se abría por las fiestas o para recibir la visita de algún antiguo devoto llegado de Las Palmas que no quería volverse a la capital sin rezarle al Santo, como familiarmente se le llamaba. La ermita está rodeada por las casas del barrio, en lo alto de la loma. y tenia en su parte delantera un espacio grande sin pavimentar y sin un solo árbol o planta que diera un poco de verdor al lugar. Los chorros del Agua estaban muy lejos, allá abajo, en el otro extremo del pueblo, y el agua, que se acarreaba con mucho esfuerzo, era solamente para uso doméstico. En aquella plazoleta, a la que por extensión también llamábamos El santo, jugábamos los niños a la piola o a calimbre y las niñas saltaban a la soga o jugaban al teje. Por la tardecita. con el misterio de las sombras, unos y otras jugábamos a la maroma, que era un monstruo marino que se llevaba a las profundidades tenebrosas del mar al que no estuviese subido sobre algo. En nuestra imaginación infantil, dábamos forma a aquél ser maligno y nos sentíamos estremecer de miedo. En la parte que daba a la fachada oriental de la ermita se levantaban. sobre un muro de piedra que bordeaba un senderillo, las viviendas más modestas del barrio. En aquellas chozas vivía buena gente que tenían la desgracia de ser mas pobres que sus vecinos. Pasé muchas veces por aquél camino acompañando a alguien a la latonería, que se encontraba al fondo del camino. para llevar o recoger alguna cocinilla con problemas o ponerle fondo a un caldero. Cuando evoco aquél lugar lo relacione siempre con los olores del carbón de pino y de los ácidos que usaba el latonero en sus soldaduras.
El Santo, que entonces no me parecía tan pequeño, es una talla de un metro escaso de altura realizada por nuestro gran imaginero Luján Pérez. San Sebastián está apoyado en un naranjero y en su cuerpo moribundo están clavadas varias flechas. La escena de éste martirio y la expresión dolorida del santo me conmovían. Al sufrimiento de ésta tragedia mística yo le añadía otro más humano, porque había oído decir muchas veces a mi abuela. que tenia un gran repertorio de refranes. “Licencia que pasa el santo" , y algunas veces lo completaba: "...que el santo quiere mear". En mi inocencia confundía al imaginario santo del refrán con San Sebastián bendito. La ermita abría las grandes hojas de su puerta desde la víspera de 1a fiesta para que los devotos pudieran pagar sus promesas al Santo. En el exterior, la puerta tenia a cada lado un poyete de cemento que a mi me parecían altísimos cuando intentaba subirme a ellos. La gente iba llegando al lugar por todos los caminos. No solamente acudían los vecinos del barrio, sino gente del pueblo y de otros lugares de los campos a donde llegaba la devoción al santito. Las mujeres, descalzas, y arrodilladas, recorrían, infatigables y repetidamente, el camino desde la entrada hasta los pies de 1a imagen. Llevaban en una mano una vela encendida, que les daba a la cara una luz misteriosa, mientras sus labios bisbiseaban agradecidas oraciones. La placita y sus alrededores estaban adornados con hojas de palmera y banderas de papelillos de colores y, como por entonces. era una fiesta exclusivamente religiosa. no acudían a ella molinillos, tómbolas ni ventorrillos como en la fiesta de Las Nieves. Solamente alguna turronera mostraba su mercancía a los visitantes, porque éste no estaba reñido con la piedad y era un rito testimonial obsequiar a los parientes ausentes con la rica golosina de miel, gofio y almendras. Por la mañanita del día veinte empezaban a sonar, todavía espaciados, los primeros estampidos de los voladores, y yo,
estremecido por el terror, comenzaba a buscar como un perro asustado un lugar donde refugiarme. Mi familia y sus amigos se reían y trataban de quitarme el miedo, pero este era superior a mi deseo de participar en la fiesta. Ya no había nadie que me hiciera salir de casa. Hacia el mediodía, después de la misa. sacaban a la imagen en procesión acompañada por la banda de música del pueblo. La gente, fervorosamente, seguía detrás del santo su recorrido por las calles del barrio. Entonces las explosiones de los cohetes y el resonar de los tambores. cornetas, platillos y trombones. cada vez más cercanos, se me hacían insoportables. Desde la puerta de mi casa mi madre me llamaba para que contemplara el paso de la procesión, y alguien entraba a buscarme sin conseguirlo, porque yo, envuelto en una inmensa toalla de baño, invisible para todos, me sentía más seguro en el último rincón de la casa, debajo de una cama. Temblando de miedo, en el paroxismo sonoro al pasar la procesión por delante de mi casa, sabía que después de aquél trance los zambombazos irían disminuyendo, y que al día siguiente la placita habría recobrado su normalidad, para que los niños volviésemos a jugar tranquilos a la piola o a asustarnos con la maroma. Pero éste era un miedo creado por nuestra fantasía en cuyo mundo me sentía más seguro.
9. Mi hermana Era de madrugada y hacia frío en aquél amanecer de febrero. Debió sentarme mal el que me levantaran de 1a cama a esas horas y, sin embargo, mi primer recuerdo de ése día es de cuando iba bajando la calle, bien abrigado y en brazos de un vecino, camino hacia la casa de mi abuelo Matías. Es posible que me levantaran con muchas precauciones para que no me despertase y así. no me enterara de lo que estaba ocurriendo en mi casa. En aquellos tiempos se trataba sigilosamente ante los niños. como si fuese un pecado vergonzoso, el origen de la vida. Mientras bajábamos la calle, mi vecino hablaba con una mujer que le acompañaba. Ambos trataron de explicarme el por qué de aquél paseo a horas tan tempranas. Algo me decían de un hermanito que mi padre había comprado en aquellos lugares remotos por donde viajaba. y que ya estaba a punto de llegar a mi casa. Aquella historia no la entendía bien ni me preocupaba tanto como podrían imaginar porque, apartándoles de su tema, les pregunté qué le había pasado a la luna. No recuerdo la explicación que pudieron darme, ni si entendieron mi pregunta. pero aquél espectáculo de luz y misterio no lo he olvidado nunca y siempre va unido al nacimiento de mi hermana. Yo había contemplado la luna muchas noches y me cautivaban su luz y su soledad. Quizás en esto influyeran las leyendas que sobre ella me contaba mi abuela o las canciones que me enseñaba, con su voz dulce y cariñosa, referentes a la Señora Luna Lunera. Pero aquella noche la luna era otro ser distinto, había crecido vaporosamente para convertirse en un fantasma luminoso y bello: Desde un centro de luz más intensa se extendía como un radiante disco lechoso hasta formar un borde nacarado que ocupaba medio cielo. Aquella magia si tenia que ver con el regalo de que me estaban hablando.
Ya no recuerdo mas de aquella noche. Los buenos vecinos me dejaron en la casa de mi abuelo en donde seguiría durmiendo y soñando con niños pequeñito, que viajaban prendidos al traje vaporoso de la luna. Ya con el sol bien alto vinieron a buscarme para que conociera a mi hermana. Era una cosita pequeña y rosada que gruñía quedamente entre muchos envoltorios. Mi madre me sonreía cariñosamente desde la cama. Algo en sus ojos me decía que había sufrido. Recuerdo también mi inquietud y curiosidad cuando, buscando galletas en el cuarto contiguo a la sala donde estaba el dormitorio de mis padres. encontré algo extraño en una palangana. Eran como cordones húmedos y gruesos, rosados y celestes, que no pude contemplar con mucho detenimiento porque mi tía Carmen, cuando se dio cuenta de los pasos en que andaba, la arrebató de mi vista sin dar explicaciones. Aquella reacción consiguió aumentar mi curiosidad. cuando, con los años, fui desvelando aquél misterio de la llegada a la vida, vi con claridad que aquellas tripitas de colores tan atractivos no era otra cosa que el cordón umbilical que había unido a mi hermana con mi madre, y que no habían tenido tiempo de enterrar antes de mi registro. La quietud sosegada de mi madre contrastaba con el alegre ambiente de tanta gente como circulaba por la casa. Se respiraba una atmósfera festiva. de regocijo. En la cocina ya estaba al fuego la gallina que daría fuerzas a la parturienta y el olor a yerbahuerto inundaba la casa. También había vino dulce, ron y galletas para que se brindaran los que llegaban a dar la enhorabuena. Por la noche. los más jóvenes se divertían jugando a las prendas entre risas y bromas. Yo disfrutaba mirándoles sin poder participar en aquél juego porque solo tenia tres años, pero intuía alguna malicia en las palabras y en el rescate de las prendas. Sin embargo, mi principal entretenimiento en esa noche fueron los frecuentes paseos desde la cuna a la calle. Esperaba impaciente que asomara la luna por ver si se repetía el espectáculo de la noche
anterior. Pero la luna no apareció antes de que me venciera el sueño. Decepcionado volvía de nuevo junto a mi madre y a mi hermana, pero nunca le dije a nadie, porque era mi secreto, que aquella niña rosadita y tierna que conmovía a la casa entera, era un regalo que me había hecho la señora Luna Lunera.
10. La luna y los gigantes Este será un recuerdo difícil de explicar. Es posible que, en un lejano futuro, pueda el ser humano transmitir estas sensaciones a través del pensamiento para que no pierdan nada de su esencia. De momento, tendré que conformarme y describirlo con mis pobres palabras. En ésta historia solo hay luces y formas y una atmósfera profunda, interminable. Fue, como si por algún prodigio, hubiese traspasado una frontera prohibida por las leyes universales de la física. Fue solo un instante y una eternidad. Nunca he vuelto a experimentar nada parecido. Era el atardecer y yo me encontraba sentado, solo, en el umbral de una casa vecina mirando hacia adentro. Mi mirada, después de cruzar la estancia en penumbra , salía al espacio libre a través de una puerta trasera. Aquel rectángulo de luz me estaba mostrando algo nuevo, insospechado. El cielo no era, como antes había creído, una lámina azul sobre la tierra. Era algo vacío y bello. No había en él ni un celaje. Era como si contemplase una esfera infinita desde su interior, sus colores eran maravillosos, transparentes, imposibles. Variaban desde un luminoso anaranjado en su parte más baja, hasta un cobalto profundo en lo más alto, pasando por un brillante blanco amarilloso. En aquél cielo notaba una luna translúcida y redonda con un arco brillante como un festón de luz. Cerca de ella, el lucero brillaba nítido, diamantino. Pero había algo más. Algo que estaba mucho más cerca y que me era muy familiar porque formaba parte de mi paisaje y era como la frontera entre el cielo y la tierra. Las altas montañas del Pinar de Tamadaba, con la línea dentada de sus riscos, no tenían aquella tarde las tonalidades verdes y malvas que tanto me atraían. Eran oscuras. como de tierra quemada, y se extendían igual que un manto hasta tocarme. Y entonces vi que por sus bordes se asomaban gigantes. Fue algo inmaterial y concreto. Estremecedor. Me miraban como si quisieran explicarme algo que yo no entendía. Después rebulleron hasta desaparecer. ¿…O quizás fueran, solamente, los enormes pinos que bordean el perfil de Tamadaba
envueltos en nubes turbulentas que ascendían por su vertiente sur?. La llamada de mi madre reclamando mi presencia me sacó de aquél éxtasis. La noche había caído.
11. La vergüenza Ser adulto es, a mi entender, frecuentemente, no solo llegar al pleno desarrollo mental y físico del ser humano, sino también. desgraciadamente, haberse distanciado tanto de la infancia que la persona olvida. casi por completo, el mundo de los niños. El adulto suele creer que el niño, solo por serlo, no tiene la sensibilidad suficiente para que pueda ser ofendido con palabras o gestos de los mayores. Por el contrario, yo pienso que esas criaturas tan receptivas son mucho mas vulnerables que los adultos a cualquier agresión de este tipo. Se confunde muchas veces la volubilidad de los niños, el pasar fácilmente del llanto a la risa, con la carencia de un mundo psíquico profundo. Al contrario, actuaciones torpes, aunque sean bienintencionadas, de los mayores, pueden dejar huellas profundas para toda la vida. Todo esto viene a cuento y como introducción a mi narración sobre lo que me ocurrió una vez. Mi abuela era la parte maravillosa de mi mundo infantil. No solo me daba ternura sino también comprensión. Entre ella y yo había una comunicación perfecta de sentimientos. Por eso no era extraño que siempre quisiera estar a su lado. Acompañarla a la compra o a sus visitas por el pueblo, donde todo el mundo la quería y disfrutaba con su sentido del humor, era mi pasatiempo favorito. Yo era capaz de abandonar todo lo que tenia entre manos para seguirla a donde fuera. Para aprender con ella la magia de éste mundo. Fue mi adorable hada maestra. No sé en que menesteres andaría yo aquella tarde cuando me fui a acompañarla a una visita. Me fui como estaba: Descalzo y solo cubierto por una camisa que apenas me tapaba el ombligo. Íbamos a ver a unas amigas suyas que vivían cerca de su casa y a las que mi abuela quería mucho. Eran la madre, ya muy vieja y siempre sentada en un sillón de mimbre al fondo de un pequeño patio sombrío, y dos hijas ya mayores y solteronas. La anciana era muy conversadora y, aunque mucho mayor que mi abuela, se entendían
muy bien las dos en sus charlas. Las hijas eran delgadas y morenas y tan ocurrentes como la madre. Siempre que llegábamos a aquella casa éramos muy bien recibidos por las tres mujeres, Pero aquél día, al entrar en la casa de la mano de mi abuela, una de las hijas, no recuerdo cual de ellas porque siempre las confundí, se dirigió hacia mi y señalando mi sexo desnudo dijo con sarcasmo: - Mira a este niño. ¿Y a ti no te da vergüenza andar así por la calle?. Y la otra hermana la coreó. Aunque mi abuela, al ver mi azoramiento, respondió por mi diciendo que hacía mucho calor y así andaba más fresquito, yo sentí que el mundo se me revolvía, que perdía el equilibrio y me subía por la cara un calor insoportable. Me pegué a mi abuela y aferrándome a su delantal, tape resueltamente mi desnudez. Y así me mantuve hasta llegar a casa. Aquellas buenas mujeres que solo habían querido gastarme una broma, quizás arrepentidas por el efecto de sus palabras, trataron de animarme quitándole importancia al asunto. Lo que no supieron es que aquél día conocí la vergüenza y, sin haber perdido la inocencia, tuve el mismo sentimiento de culpabilidad bíblica que experimentaron Adán y Eva cuando fueron arrojados del Paraíso. Algunas veces sueño que de repente me encuentro desnudo en medio de la gente y siento la misma angustia que sentí de pequeño. Los psicoanalistas podrán darle cualquier otra interpretación, pero yo sé que el origen de esos sueños esta en el conocimiento de la vergüenza que, como un brote atávico, me turbó aquella tarde.
12. El labrador Mis abuelos maternos eran gente de campo. Procedían de Bascamao y Fagajesto, lugares situados en las verdes medianías de la isla, que en aquellos años no llegaban ni siquiera a constituir un caserío. Allí se vivía en cuevas confortables con frutales y flores en su exterior, esparcidas por aquellas zonas de labradío. Mi abuela había muerto muy joven porque su corazón no pudo soportar las muertes trágicas de dos de sus hijos. Quedaron huérfanos, muy niños, mi madre y su hermano Juan, y mi abuelo se volvió a casar pasado el tiempo. Su nueva esposa, a la que pasaba más de treinta años, le dio siete hijos, algunos de ellos más pequeños que yo. La casa de mi abuelo, en Agaete, estaba situada en la misma calle que la de mis padres. Era una casa recién construida y, posiblemente, una de las mas notable de aquél modesto barrio. Yo andaba mucho por sus alrededores, entre otras cosas, porque mis tíos más jóvenes eran también mis camaradas. Pero aquella casa, a pesar de sus grandes ventanas, de su puerta con cristales de colores de reminiscencias cubanas, y de su piso de mosaicos con dibujos geométricos, no me gustaba tanto como la pequeña y querida casa de abuelita Ina. Existía en ella una disciplina y una respetuosa obediencia que me cohibían y me hacían sentirme incómodo entre sus tabiques, y mucho más si mi abuelo estaba presente. Tampoco me gustaba que la noche me cogiera allí porque a través de los cristales de las ventanas todo era muy negro y porque había un limitador de consumo de electricidad que, en cuanto se encendía una luz de más, comenzaban todas a parpadear y a producir un ruido extraño que me atemorizaba. Mi abuelo Matías me imponía un gran respeto, lo mismo que a sus hijos que cuando contestaban a su llamada lo hacían con la palabra “señor” . Era adusto, de pocas palabras y voz grave, cejas espesas y un gran bigote gris amarillento. Cuando, de mayor, le conté a mi madre que nunca le había querido y que no había podido entender aquél distanciamiento que estableció con su primer nieto, ella,
comprensiva, me explicó que en aquella época mi abuelo ya contaba con más de setenta años, que estaba enfermo. cansado de tanto trabajar y con una prole tan numerosa que le había hecho perder el entusiasmo por los niños, aunque fueran sus nietos. Pude comprender entonces su actitud, pero era demasiado tarde para intentar cambiar mi actitud hacia él. De joven, mi abuelo, como tantos canarios de su época, había emigrado a Cuba. Allí trabajó en el campo, que era de lo que entendía, hasta que las insurrecciones de Gómez y Macao acabaron con la paz de la isla antillana. Todavía joven volvió a su otra isla para seguir trabajando la tierra y tenor hijos. Como los cachos de terreno que tenia en las Medianías eran insuficientes para sus proyectos y él era un hombre luchador, se instaló en Agaete donde arrancó una finca a la orilla del mar llamada Las Salinas que, con el tiempo, daría sobrenombre a la familia. En ella mi madre vivió una niñez maravillosa de la que me contaba cosas graciosas y entrañables. Más tarde, como ya conté, enviudó y volvió a casarse marchando todos a Tenerife a trabajar una nueva tierra. Cuando yo nací hacia tiempo que habían regresado a Gran Canaria. En ésta época tenia arrendada una finca llamada La Torre, en Agaete, que fue la última tierra a la que entregó sus esfuerzos y sudores. El nombre de La Torre, según dicen, se remonta a tiempos previos a la conquista de la isla por los españoles, cuando los guanches, a punto de ser dominados, saltaban por aquellos riscos defendiendo su libertad. Desde aquél lugar se puede contemplar la majestad del Teide lejano sobre el mar y, hacia el sur, a Faneque, gigante azul y malva, iniciando la cresta montañosa erizada de pinos que se extiende hasta el naciente. Conservo muchos recuerdos de aquella finca: el olor acre y dulzón de las plataneras; la humedad de los surcos sombreados por su grandes hojas; el chasquido de los rolos de la platanera al ser picados para convertirlos en alimento, baboso y cáustico, para las vacas; la enorme flor morada y carmín; de la planta, formando corazones para proteger las tiernas manos del fruto.
Pero lo que recuerdo con mayor claridad de aquella finca es e] rincón del alpende, donde mi abuelo criaba algunas vacas para el sustento de su numerosa familia. Estaba situado al pié mismo del Roque de las Nieves y separado del resto de la finca por los añosos y robustos eucaliptos que flanqueaban el camino hacia el pequeño puerto. Era un lugar soleado y tranquilo donde se plantaba millo y se secaba la hierba antes de guardarla convertida con pienso. Debajo del cobertizo, un par de vacas y algún becerro espantaban las moscas gordas y zumbadoras. A mi me gustaba corretear por aquél terreno desnivelado y trepar por los montones de hierba mientras esperaba la hora del ordeño. Fue un lugar paradisiaco que desapareció junto con el agua y con el afán del hombre por labrar la tierra. Queda todavía, en la distancia, el paisaje espléndido hasta que el hombre le ponga cortinas de hormigón.
13. Angelita la mochinga El sobresalto que se llevó mi madre debió ser tremendo. Era media mañana y estaba arreglando su habitación cuando me sintió llegar corriendo, desalado y sin decir palabra, buscando refugio. Me vio y no me vio, porque yo, conforme saltaba sobre su cama me emburujé con sábanas y colcha, aferrándome a ellas, porque no quería ver a nadie ni que mc vieran. El corazón se me salía por la boca y el susto me tenia paralizado. Me sentía culpable de un pecado nuevo. Me habían sorprendido y temía el castigo. No se el tiempo que permanecí ocultándome de aquella manera mientras mi madre, preocupada, insistía en que le contara lo que me había pasado. Ni entonces ni después quise hablar de mi accidentada experiencia. Al oír voces en la calle, mi madre fue a buscar información en otras fuentes. Hasta mi escondite solo llegaban voces perdidas, pero me sorprendió que el tono de la conversación no tuviese el dramatismo que yo esperaba. Incluso, me molesto percibir algo jocoso en el tono de las expresiones. Aquella mañana había salido de mi casa por la puerta trasera que daba a la montaña. Mi madre tenia adosados al exterior del muro una choza para la cabra y un gallinero hecho con cañas. Este solo se usaba como refugio nocturno porque, durante el día, las gallinas vagaban sueltas buscando insectos y lombrices. Yo disfrutaba correteando por aquél lugar persiguiendo a las escandalosas gallinas, acariciando a los suaves pollitos o atrapando cigarrones. El limite de mis correrías lo marcaba una depresión ancha y profunda que atravesaba la montaña. La llamábamos La Barranquera porque por esa hendidura se precipitaba el agua en los días de lluvia. Andaba entretenido en mis juegos cuando, alertados por mi presencia, asomaron desde el fondo de La Barranquera mis dos camaradas. Eran dos niños hermanos, vecinos míos, que vivían la mayor parte del tiempo junto a la playa porque su padre era pescador. Se me acercaron con aire de misterio y malicia y Juanito, el mayor de los dos, me dijo que Angelita, una niña de nuestra
edad que vivía por aquellas cercanías, estaba en La Barranquera esperándonos. Entonces me hizo la gran confidencia: - Vamos a conejar. Me dijo, poniendo en la expresión un acento de picardía. Aquello no significaba nada para mi , pero la intención que puso en sus palabras despertó mi curiosidad. Les acompañé, y cuando asomamos al borde de la zanja pude ver, en un pequeño hueco en forma de nido sombreado, a nuestra amiga Angelita. Estaba espatarrada como una rana panza arriba esperando pasiva nuestra compañía. No tenia calzones porque en aquella época ni las niñas ni las viejas los usaban. Descendimos para salvar el pequeño desnivel que nos separaba y Juanito, el más decidido de los tres, no tardó en quitarse sus calzones y colocarse encima de Angelita. Comenzó, entonces, a hacer una serie de movimientos y sonidos guturales, probablemente aprendidos de sus padres en una alcoba compartida. Aquella escena despertó en mi instintos desconocidos. Después de que Juanito terminara su comedia le tocó el turno a su hermano, que repitió entusiasmado las mismas operaciones. Quedaba claro que estaban acostumbrados a hacerlo. Ahora me tocaba a mi, pero mi timidez me tenia inmovilizado a pesar de los ánimos que me daban Juanito y su hermano. Por fin me decidí. Hice lo mismo que había visto hacer a mis amigos. Repetí sus movimientos y sus ronquidos y cuando estaba en el apogeo de aquella parodia de lujuria una sombra se posó sobre nosotros, miramos hacia arriba aterrorizados y comprobamos que habían descubierto nuestro pecado. El que estaba en lo alto era un Mochingo, un muchacho que a mi me pareció grande y terrible y que, además, era tío de Angelita. Nos gritaba insultándonos y corría hacia nosotros con malas intenciones. Yo no sé como pudimos escapar bien de aquella aventura donjuanesca. Creo que corrimos barranco abajo, haciendo un rodeo hasta nuestras casas y abandonando a su suerte a la pobre Angelita. Junto a ella quedaron mis calzones como prueba de la infamia.
Después de aquél día tuve que soportar durante mucho tiempo las bromas de mis tías y sus amigas cuando me preguntaban con risitas de complicidad, qué me había pasado con Angelita en La Barranquera. Pero yo no les decía nada porque siempre he sido un caballero.
14. La niña aventurera Llegó en el coche de hora de las diez de la mañana solamente con lo que llevaba puesto, que no era mucho: Un traje de percal ligerito y unas sandalias. La dejaron en la parada del Fielato, a la entrada del pueblo, cuando el cobrador se dio cuenta de que viajaba sola. Avisaron a Maestro José, el Celador, para que se hiciera cargo de ella mientras se averiguaba de donde procedía, cual era su domicilio, porque ella no quería contar nada. La llegada de la niña aventurera alteró el discurrir tranquilo de las mañanas de mi barrio. La noticia circuló por los alrededores y las vecinas más próximas se acercaron hasta la casa de Isabelíta, la mujer de Maestro José, para conocer a la extraña niña y hacer sus comentarios y preguntas. La niña andaría entre los seis y los siete años. Era de piel clara con pecas en las mejillas, pelo castaño y rizado y los ojos claros azulados. Quizás no fuera éste su retrato exacto, pero así la recuerdo. Lo más desconcertante de ella era su tranquilidad y su silencio. Las vecinas, que esperaban encontrarse con una criatura asustada y tímida, se volvían chasqueadas a sus casas ante la impasibilidad de la niña y la falta de respuesta á tanta pregunta impertinente y piadosa. - ¿Pero, mi niña, como te viniste tú solita?. - ¡Ay Dios mío, cómo estarán tus padres!. ¿Y cómo se llaman tus padres?. - ¿Y tú donde vives, mi niña?. ¿No sabes el nombre de la Calle?. No. Parece que no se acuerda. -A lo mejor es que no lo quiere decir por algo. Anda. bobita, dinos donde vives que es mejor.
Y así, todas la preguntas que se puedan imaginar en una situación como aquella. Pero la niña seguía imperturbable mirándonos a todos con sus grandes ojos y sin decir palabra. No era sordomuda como empezaba a comentarse, porque cuando Isabelita, que era un alma de Dios, le preguntó que si quería comer algo le contesto que si sin titubeos, y se tomó con avidez una escudilla de leche con gofio. A mediodía la bañaron entre Isabelita y sus hijas. Debió ser un acto intimo por respeto al pudor, porque a los niños nos echaron a la calle. Después la vistieron con ropa de cuando las hijas eran pequeñas, y que seguramente guardaban, por si alguna vez hacia falta, en una de aquellas cajas de cedro tan familiares en las casas canarias. Se esmeraron en peinarla con dos trencitas, y hasta creo que le pusieron un lazo blanco en la cabeza. La mimaban como si fuera una muñeca de carne y hueso y la niña se dejaba hacer. Alguna vecina que volvió después del baño comentó: -¡Jesús, qué guapa está!. Si parece otra. A la hora del almuerzo llegó del Ayuntamiento Maestro José. Todavía no había información de Las Palmas sobre ninguna niña desaparecida. Pero, de cualquier forma, había que devolverla a la capital , de donde se suponía que procedía, para que localizaran a sus parientes. Una especie de tristeza y desencanto se apoderó de los presentes. En algunos de los más pequeños se había extendido la idea de que la niña de los ojos claros se iba a quedar con nosotros para siempre. Por la tarde, en el último coche, se llevaron a la niña aventurera sin que nadie la hubiese reclamado. La fuimos a despedir hasta la parada y alguna lágrima asomó en los ojos de aquellas buenas mujeres. Se llevaba con ella una bolsa con el trajito de percal que, apresuradamente le habían lavado y planchado, y el misterio de sus orígenes y de su entorno.
Nunca mas supimos de ella. Cuando la recuerdo, pienso qué habrá sido de su vida, si recordará su temprana aventura y a las personas que un día se preocuparon por ella y la mimaron. Algo le quedaría en la memoria porque sus ojos, inteligentes y curiosos, parecían absorber todo lo que le rodeaba. Aquella mirada enigmática me decía que sabia muchas cosas que no quería contar.
15. Los tomateros El Turmá y Las Moriscas eran los terrenos donde, con preferencia, plantaban los tomateros la gente de mi barrio de San SebastiánEstán situados en la meseta que se extiende detrás del cementerio y atravesados por el sendero que conduce a La Caleta. Son tierras resecas, calizas, donde en verano no resiste un solo yerbajo. Solamente los sufridos tarajales, esos arbustos que marcan los linderos y protegen de los vientos, conservan su ramaje empolvado y las rosadas espigas de su florescencia. Los tomateros se cultivaban en régimen de aparcería por las familias del pueblo. Cada año se solicitaba una parcela de aquellas fincas, casi siempre la misma, de la extensión adecuada a las posibilidades de cada familia para trabajarla. Era una labor cansada, interminable, que requería la delicadeza de manos femeninas. Los hombres se dedicaban a otros trabajos agrícolas más rudos, o andaban por la mar pescando. La llegada del otoño marcaba el comienzo de la zafra. Los semilleros ya estaban hechos, pero antes de trasladar las plantas a su lugar definitivo había que preparar el terreno: abonarlo, enterrar las varas en los surcos y amarrar las cañas con tiras hechas de hojas secas de plataneras. Por éstas cañas treparían viciosas las tiernas ramas de los tomateros. Al inicio de éstas faenas todo estaba seco y desolado por tantos meses de calor y abandono. Entonces era difícil imaginar el cambio que iba a producirse en solo un par de meses. Con el agua, el sol y el cuidado de aquellas laboriosas mujeres todo se tornaría hermoso y verde. Marchábamos temprano, las mujeres y los niños mas pequeños, para aprovechar la mañana antes de que el sol agobiara demasiado, salíamos del pueblo y tomábamos el camino pendiente sembrado de piedras. Aquél sendero estaba bordeado de tuneras indias, de rojos frutos, que servían de refugio a los grandes lagartos. Después de remontar la loma aun quedaba un buen trecho hasta nuestra
parcela. Llegábamos cansados por el camino y por la carga que habíamos subido, ya que siempre acarreábamos lo necesario para pasar el día fuera de casa. Pronto, protegidas con pañuelos y sobreros de palma de anchas alas, las mujeres se perdían entre los surcos para comenzar la faena. ayudaban a las plantas a extenderse por el entramado de cañas de dos vertientes, amarraban las ramas rebeldes y eliminaban las inútiles en beneficio del fruto. Mataban las orugas y arrancaban las hierbas que robaban humedad y sustancia a las plantas. No tardarían, con éstos cuidados, en aparecer los ramilletes de flores amarillas, graciosas y estrelladas, anunciando el fruto. Por el mes de noviembre se recogían los primeros tomates de la cosecha, que comenzaba tímida y jubilosa. Con los meses de diciembre y enero llegaba el apogeo de la recogida. Las cajas llenas de tomates verdosos, empezando a pintar, se amontonaban en las orillas esperando a la camioneta que las trasladaría hasta el almacén para su empaquetado y exportación. En Semana Santa ya habían cesado los embarques hacia los puertos europeos y se abandonaba el cuidado de los tomateros. Todo volvería a ser desolado y seco. El beneficio que obtenían aquellos aparceros por tantos meses de trabajo de sol a sol llegaba, en los buenos años, a los cien duros por parcela. Si el año era malo porque los ingleses cotizaban muy bajo el tomate canario, lo que recibían al final de la zafra era muy poco. Pero se conformaban porque, por las orillas les habían permitido plantar coles, judías, calabazas y millo, y así, el potaje de cada día les había salido por muy poco dinero. También, con las hierbas que recogían habían alimentado a la cabrita que daba leche para toda la familia. Quizás, en la próxima zafra las cosas fuesen mejor y podrían reunir para el dote de la hija casadera. Mientras las mujeres estaban ocupadas en sus labores, los niños nos entreteníamos deslizándonos por las largas cabañas que formaban las hileras de tomateros, buscando nidos a escondidas de los mayores - porque a los pajaritos no había que hacerles daño - o
cuidando al hermano pequeño. También nos divertíamos cuando cazábamos alguna mariposa o cogíamos algún perinqué que se dejaba atrapar en los muros de piedra. Recuerdo como disfrutaba en aquellos días al aire libre con el agua rumorosa que corría por las acequias y con el olor y el sabor agridulce de los tomate que yo mismo arrancaba de la mata. Recuerdo también el sonido del viento al atravesar los trajales y el ambiente cálido de la choza donde nos guarecíamos en los días de lluvia. Por la tarde, al ponerse el sol, regresábamos a la casa. El camino, aunque descendente, se nos hacia más largo y pesado que por la mañana porque estábamos muy cansados. Siempre llevábamos algo que cargar: verduras, manojos de hierba y cacharros. Las vísperas de fiesta también había que bajar a la cabra. Recuerdo una tarde que se nos escapó y, en un instante, retozando, se alejó de nuestro alcance por aquellos riscos que dan al barranco de La Caleta. Todos nuestros intentos por recuperarla fueron inútiles. La llamábamos por su nombre y la cabra dejaba que nos acercáramos, pero cuando parecía que podíamos agarrarla, dando un gran brinco, volvía a alejarse de nosotros. Así nos fue llevando hasta sitios peligrosos. Mi madre y mis tías estaban desesperadas porque se nos estaba haciendo de noche y no querían dejarla por aquellas barranqueras. Por fin, un amigo de la familia que nos vio en aquél trance, le tomó la vuelta con habilidad y la fue acorralando hasta que pudo agarrarla por los cuernos. Hace poco que estuve paseando por aquellos terrenos y un gran letrero de PROHIBIDO EL PASO le dio un tremendo bofetón a mis sentimientos y a mis recuerdos. Ya no volverán a plantarse tomateros en aquella zona. Ahora aquellas fincas están parceladas de otra manera y para otros fines. Las compró una inmobiliaria extranjera y ya están marcando las calles que pronto se llenarán de apartamentos y bungalows. Ya ningún niño podrá corretear por aquellos surcos almacenando recuerdos para su vejez.
16. La tromba marina La tarde se fue oscureciendo porque unas nubes amenazadoras de colores revueltos, grises, amarillos, violetas, fueron llenando todo el cielo. Solamente en la parte más baja, sobre el horizonte y hacia Tenerife, iluminaba un resplandor amarillento. Las nubes eran altas y espesas, como labradas en piedra. El aire estaba casi quieto y se sentía un calor húmedo y molesto. Estaba preparándose un gran temporal. Alguien dio la voz y los vecinos corrieron hacia la parte de la loma despejada de casas para observar, asustados, aquél espectáculo insólito. Sobre el mar, frente a Las Salinas, y proyectada sobre la extraña claridad del horizonte, pudimos contemplar una columna negra que subía hasta el cielo, ensanchándose, hasta confundirse con las nubes. Parecía un fonil gigante. Mi madre, en cuanto la vio, dijo que era una tromba marina, y que era muy peligrosa porque podía inundar al pueblo entero si descargaba sobre él toda el agua que estaba chupando del mar. Que podía tragarse los barquillos de los marineros si los atrapaba en su torbellino. Que había que moverse rápido para evitar que se anegaran las viviendas cuando empezara a llover. Toda aquella información que estaba dando mi madre procedía de las historias que le contaba su tío, hermano de mi abuelo Matías, que como él, había pasado muchos años en Cuba donde éstos fenómenos son tan frecuentes como raros en nuestras islas. Muchos años después de aquella tarde, navegando por el Golfo de Méjico, frente a las costas americanas que van desde Florida hasta Lousiana, pude contemplar muchas veces aquellas mangas de agua que refrescaban mis recuerdos de niño. Los vecinos, alarmados por el cariz del cielo y por los presagios que habían escuchado, corrieron a tomar precauciones por lo que pudiera pasar. Mi madre buscó martillo y estacas y en pocos minutos arrancó el gallinero y la choza de la cabra, que formaban
ángulo con la puerta trasera de la casa. Con éste destrozo pretendía evitar que el agua, que bajaría en torrente, se embalsara en aquellos obstáculos precipitándose hacia el interior de la vivienda. Poco después se metió un viento muy fuerte y empezó a llover torrencialmente. Llovió mucho pero no tanto como se había temido. La tromba marina se traslado hacia otras zonas o se deshizo como se había formado. Alguien comentó, muy seriamente, que desde Tenerife le habían disparado cañonazos para hacerla desaparecer. Al siguiente día, con el sol brillante en un cielo intensamente azul , lo ocurrido nos hubiese parecido un mal sueño si no hubiese sido porque los despojos del gallinero y la choza de la cabra nos recordaban los acontecimientos pasados. Mi madre, con mucha resignación y filosofía, soportando las burlas de los vecinos, comenzó la reconstrucción de los cobertizos mientras seguía pensando que mas vale prevenir que curar.
17. Las tres de la madrugada La juventud de Agaete temía en los años treinta, pocas ocasiones para divertirse: Algún baile en el Casino, paseos dominicales en la Plaza donde se iniciaban los noviazgos, algún bautizo o alguna boda. Por lo demás, la vida transcurría plácida y monótona, cada cual ocupado en su laboriosa rutina. En aquella época en que la radio no había llegado a mi pueblo y el cine mas próximo estaba en Gáldar, la compra de un fonógrafo por uno de los vecinos de mi barrio puso un contrapunto alegre a las apacibles noches. Además de escuchar las canciones de moda, los jóvenes tenían el pretexto para reunirse después de la cena en la casa de Paquita la de Canuto. A mis tías les encantaba la música y se sabían de carretilla, a fuerza de repetirlas con sus amigas, las canciones de Imperio Argentina, Carlos Gardel o Raquel Meyer. Todavía recordamos jocosamente. cuando a mi tía Carmen se le “pegó” la canción de “Rocío, ay mi Rocío, manojito de claveles. . ." y nos estuvo martirizando con ella durante muchos días. A la llegada de la noche, un grupo de jóvenes del barrio formaban su tertulia alrededor de aquella caja negra dotada de una descomunal bocina, escuchando entusiasmados los tangos y charlestones que hacían furor en toda España. Había una persona experta en darle a la manivela antes de que se acabara la cuerda, y en cambiar la aguja metálica cuando su punta se volvía roma con el uso. También manipulaba aquellos discos, pesados y frágiles, eligiendo los preferidos por la concurrencia. Yo me quedaba asombrado ante el misterio incomprensible de aquél poder que hacia encerrar en aquellas placas negras tantos sonidos maravillosos. ¿Como era posible aquello?. Después de darle un repaso al no muy abundante repertorio musical, llegaba el momento de la retirada. Todo el mundo iba desfilando y diciendo adiós hasta la próxima velada, pero yo me resistía a marcharme si no escuchaba otra vez mi música preferida.
Era un vals dulce y ensoñador que se llamaba “Las tres de la madrugada“.
18. La rama Son tantos los recuerdos acumulados de presencias y ausencias que, a propósito, no quiero hablar demasiado de la fiesta de Las Nieves y de La Rama para no perderme. Voy a tratar de separar de esa maraña de sentimientos lo que son mis primeras vivencias, instantáneas de luces y sonidos de ritos ancestrales que removieron herencias atávicas. Porque algo de nuestros abuelos prehispánicos vibra en nosotros cuando participamos en el baile de La Rama. Me veo en la esquina de la plaza del pueblo. cerca de la iglesia y debajo de los viejos laureles de india. Alguien me tiene tomado de la mano y después me sube a lo alto, para que vea mejor y me sienta más protegido. Miro hacia una calle larga y veo agitarse ramas de árboles bañadas en una luz que me deslumbra. Se oyen explosiones de voladores que me asustan y un estruendo de música y de voces que se va acercando. Tengo miedo y tratan de tranquilizarme, sobresalen de esa masa enramada unos gigantes de ojos fijos que giran y giran al compás de la música, mientras sus brazos alocados golpean a los que bailan a su alrededor. Tengo mucho miedo. Siento que también mi cuerpo se estremece al compás de aquél ritmo que penetra por todos los poros de mi cuerpo. Pero hay algo que me sorprende y me produce una tristeza incomprensible: Un viejito, cerca de mi , agita una pequeña rama en lo alto y baila despacito, como sin querer, mientras sus labios se mueven como si rezaran y sus ojos se van llenado de lágrimas. ¿Por qué llora el viejito, si estamos en una fiesta?. La respuesta a esa pregunta la conozco ya y no podría expresarla con palabras. En la última fiesta, cuando contemplaba el baile de La Rama desde la orilla y la música volvía a penetrar por todo mi cuerpo, noté que mis pies se movían ajenos a mi voluntad, la vista se me iba volviendo borrosa y húmeda y un nudo se me agarraba en la garganta.
19. Misa de alba Bajábamos ligeritos la cuesta de San Sebastián porque ya iban a dar las últimas campanadas para la primera misa. Nuestros pasos retumbaban claros y precisos en el silencio de la madrugada. Sentía en mi cara la suavidad del aire puro y frío. Allá arriba, sobre las sombras de las casas, el cielo era una bóveda inmensa inundada por miles y miles de estrellas. Aquella claridad lechosa era la que daba un poco de brillo al empedrado y permitía orientamos. Se oyó cantar un gallo desde un corral cercano, y su estridente mensaje fue contestado por otros lejanos. Otras sombras que se nos acercaron desde un callejón saludaron a mi abuela y continuaron con nosotros al camino hacia la iglesia. En el aire flotaba un amargor de aulagas quemadas anunciando que la primera hornada de pan se estaba preparando. Dentro de la iglesia la oscuridad era más impresionante y misteriosa. Solamente un par de velas encendidas en el altar mayor daban color amarillento y espectral a las imágenes de los santos. Nos situamos en la primera fila de sillas y reclinatorios. El aire, denso y frío, olía a humedad y a cera derretida. Se oían murmullos de oraciones y letanías, como un suspirar monótono y suplicante. Alguien, con una caña muy larga, encendió mas velas en lo alto momentos antes de salir el cura de la sacristía acompañado de dos monigotes. Comenzó la ceremonia. Un continuo paseo por delante del altar, con vueltas, saludos y genuflexiones, llevando un libro grande de un lado para otro. Frases en un idioma desconocido son contestadas por mi abuela y por las otras sombras que la acompañan. A intervalos se sientan, se levantan o se arrodillan. Estoy entretenido observando aquél ritual incomprensible, pero ya me estoy cansando y tengo ganas de salir al aire libre porque aquella atmósfera me agobia. También me estoy acordando del pan calentito que estará a punto de salir del horno. Terminada la misa, la gente se levanta sin prisa y se va encaminando hacia la salida. Las mujeres. que son mayoría,
intercambian saludos en voz baja por respeto al lugar. Por fin, ya estamos en la calle. Una claridad gris y fría envuelve el paisaje. Está amaneciendo, pero aún falta mucho tiempo para que salga el sol. Mi abuela sigue con la mantilla negra cubriendo su cabeza y conversa con sus amigas en la puerta de la iglesia. Como no se da cuenta de que tengo prisa y me aburro, le tiro con disimulo de la larga falda. Ella, como siempre, me mira y me comprende. Cuando subíamos hacia la casa de mi abuela entramos en la panadería. El olor a pan recién hecho lo inundaba todo. Ningún manjar se puede comparar al primitivo alimento en un amanecer como el de aquella mañana. Llegados a casa, mientras se preparaba el cafeileche y mi abuela doblaba, cuidadosamente, su mantilla, yo había devorado medio pan grande, crujiente y oloroso. Saboreando aquél pan exquisito pensaba que había sido bueno madrugar y que no me importaría volver otro domingo a la misa de alba.
20. El cuadro y la cometa Mi padre, como ya tengo dicho, solo aparecía de tarde en tarde por el pueblo. El quedarse varios días con nosotros era un acontecimiento tan importante como poco frecuente. Entonces las condiciones laborales eran muy duras, se trabajaba de sol a sol, y el trabajador no tenia derecho a vacaciones pagadas ni a jubilación. Mi padre aprovechaba alguna larga estadía en el Puerto de la Luz, o alguna otra circunstancia especial, como la entrada del barco en varadero, para pasar unos días con su familia. También, en sus rutas de cabotaje, el barco fondeaba alguna vez en la rada de Las Nieves para cargar o descargar fruta. Como casi toda la tripulación era de Agaete, de donde eran también sus armadores, la llegada del barco era un gran acontecimiento en el pequeño puerto, entonces tranquilo y desconocido por el turismo y solo habitado por pescadores. La carretera de Las Nieves era, en aquellas ocasiones, un discurrir continuo de gente que bajaba o subía hasta el pueblo. Se aprovechaba la breve estancia del barco para cambiar la ropa sucia por otra limpia y las barquetas, que eran las maletas de aquellos marineros, circulaban en un sentido y en otro. Estaban hechas de cañas entrecruzadas y forradas de lona impermeabilizadas con pintura. Cuando llegaban a las casas olían fuerte, a sudor agrio y viejo y a salitre. Cuando volvían al barco llevaban en la ropa limpia el olor y el amor del hogar siempre ausente. De aquella estancia de varios días de mi padre en casa recuerdo dos cosas extraordinarias: La vez que pintó un cuadro en la pared del comedor y cuando me hizo una cometa de papel verde. Mi padre era malamañado para los trabajos domésticos que hoy llamamos bricolaje. No tenia habilidad manual para hacer trabajos de serrucho y martillo pero, en aquellos años, en cambio, le gustaba dibujar lo suficiente para despertar en mi esa afición.
Recuerdo con que emoción acompañé a Rosaura, aquella niña grande amiga nuestra, a comprar una caja de lápices de colores a la tienda de Juan el Curro, en el centro del pueblo. Yo estaba nervioso desde el día anterior porque mi padre me había prometido pintar un cuadro en la pared del comedor. Llegamos a mi casa jadeando, ya que había obligado a Rosaura a subir la cuesta a toda prisa. Mi padre estaba esperándonos con las reglas y comenzó a trazar el rectángulo que marcaba los limites del cuadro en la pared blanca de cal. Aquella habitación estaba al fondo de la casa y no tenía ventanas, pero recibía mucha luz del patio a través de la puerta. Comenzó la obra de arte y nunca Leonardo da Vinci tuvo un espectador mas devoto ni más interesado que aquél niño de cuatro años que contemplaba, arrobado, los movimientos de su padre. Poco a poco se fueron perfilando los contornos, las figuras: un árbol, un camino, unas flores, mas árboles, montañas, una casa con tejado, y el motivo central , el colmo de las maravillas, un hombre con sombrero montado sobre un burro. Todo se fue llenando de colores. ¡Que bonito es el cuadro, papá! . ‘¡Cómo me gustaría pintar uno igual!. El día de la cometa corrían otros vientos. En el ambiente había tensión y yo la percibía a mis cinco años. Debía ser el mes de Julio del 36 y llegaban noticias alarmantes sobre la situación de España. En el mismo pueblo se respiraba el malestar social y la gente se enfrentaba defendiendo intereses encontrados. Mi padre, aprovechando una huelga portuaria, llegó para pasar unos días con nosotros. Quizás la confección de aquella cometa sirvió, no solo para entretener y deslumbrar a su hijo, sino también, para alejar los fantasmas de una tragedia inevitable. Me fui temprano con otros niños a buscar una caña grande y seca, compramos un ovillo de hilo de acarreto delgado y fuerte y volvimos a mi casa para ver como se hacia una cometa. Mi padre ya tenia el papel. Era un papel de color verde limón, fuerte como para resistir las rachas del alisio, ese huésped puntual y molesto de los veranos de mi pueblo y al que añoraríamos si un día desapareciera.
Cuando ya teníamos acopiado el material, y mientras mi madre sancochaba unas papas que servirían de pegamento, mi padre comenzó la operación cortando y perfilando la caña para hacer el armazón: primero dos trozos largos, finos y flexibles que formarían la equis principal, después preparó un trozo más corto que dividiría la equis en dos uves contrapuestas. En cada extremo de las varillas labró, con el afilado cuchillo, un hueco donde se alojaría el hilo para formar el perímetro. Junto las tres varillas, repartió convenientemente los ángulos, las ató en su centro y uniendo los extremos con el hilo formó un hexágono irregular. Ya estaba hecho el esqueleto. Llegaron las papas desprendiendo vapor todavía. Extendió mi padre el papel sobre el suelo y coloco encima el armazón. Ya solo quedaba adaptar el papel al contorno, ajustar las templaderas y ponerle la cola. ¡Qué bonita era la cola!. Estaba hecha con recortes de telas multicolores y daría contrapeso al núcleo con movimientos elegantes y sinuosos. ¿Qué faltaba ahora, después de atarle el ovillo de hilo?: alguna estampita para romper la monotonía del papel verde. Lo único que pudimos encontrar fueron las fotografías que aparecían en el periódico. A mi padre se le ocurrió recortar la imagen de Calvo Sotelo, que era figura de la actualidad política, y la pegó sobre el papel. Ya solo quedaba echarla al aire. La chiquillería acompañó a mi padre hasta una loma y desde allí lanzó la cometa al viento. Y voló. La cometa voló con movimientos locos, desesperados, como un animal estrenando libertad. Después su movimiento se hizo cadencioso y regular, mientras la cabeza de Calvo Sotelo se iba desvaneciendo en la lejanía.
21. El guirre metálico El cielo era gris plomizo de nubes compactas, tan altas, que no llegaban a tocar los cerros de Tamadaba. El viento pertinaz en esa época del año, solo aparecía de vez en cuando, fuerte y racheado. Apenas circulaba alguna persona por la calle empinada y pedregosa: algún hombre que volvía a su casa cansado después de una dura jornada, o alguna mujer que acarreaba sobre su cabeza el agua desde Los chorros. Yo jugaba solitario en el extremo bajo de 1a calle, junto a la casa de mi abuelo Matías, cuando noté un ruido extraño, lejano, amenazador como el zumbido de un abejón gigante. Me sentía desconcertado mirando hacia todas partes tratando de localizar el origen de aquel ronquido que no había escuchado anteriormente. De repente, la calle se lleno de gente aspaventada que miraba hacia el cielo mientras corría hacia el lugar donde yo me encontraba. Aquel lugar abierto al campo, era un gran escenario que abarcaba un paisaje desde la montaña de Amagro hasta la Punta de la Aldea de San Nicolás. También yo miraba, pero no veía nada que resaltara sobre el gris marmóreo de las nubes. Mi madre y algunos familiares ya estaban junto a mi , buscando igualmente en el cielo. Se oían voces nerviosas, atropelladas, de adultos. Palabras que no podía entender entonces. También sollozos de niños, asustados como yo, porque notaban el miedo y el desconcierto de nuestros mayores. Transcurría el mes de Julio de 1936. El ambiente social estaba cargado y eran frecuentes y violentas las discusiones de la gente, antes pacifica, de mi pueblo. Alguien vio y señaló sobre el cielo, hacia la parte de Las Moriscas. un punto lejano que a mi me resultó difícil localizar. Se acercaba y aumentaba el zumbido. Era el origen de lo que estaba sucediendo. Dijeron que era un aeroplano. ¿Que significaba esa palabra?.
El avión voló alto sobre nosotros. Entonces, pude ver que de su panza gris salía un chisporroteo que lanzaba al aire un millar de palomas que se perdían en bandadas por el cielo. Aquellas, después lo supe, no eran palomas de paz. Eran octavillas enviadas por las autoridades militares de Las Palmas exigiendo al pueblo republicano que entregara las armas y amenazando con graves castigos a los que no obedecieran ésta orden. Pocas de aquellas papeletas, que mi inocencia había confundido con palomas, llegaron al pueblo. La mayoría de ellas habían sido arrojadas al mar por las rachas del alisio. Más tarde, alguien entre un corro de vecinos, leyó uno de aquellos mensajes y, aunque no pude entender las palabras, sí percibí la angustia que me rodeaba. No he podido olvidar las lágrimas que vi correr por las mejillas, cuarteadas de arrugas, de aquella viejita vecina nuestra. Me he preguntado muchas veces si aquellas lagrimas se las producía la tristeza por la larga tragedia que barruntaba, o fue la emoción y el asombro que sintió en sus viejos años, al comprobar como el ingenio del hombre había podido convertir un montón de hierro en aquél guirre metálico, que describiendo círculos agoreros sobre nuestro pueblo, anunciaba la desgracia y la muerte.
22. Guerra civil Todo se estaba precipitando hacia la gran hecatombe y yo solamente percibía el nerviosismo de la gente. Transcurría el mes de Julio de 1936. Se hablaba de los peligros de una guerra y, en mi escaso archivo de cosas malas, no habían referencias para comprender el horror que despertaba esa palabra. En la ignorancia de mis pocos años lo más horrible que conocía eran las tracas de voladores y los papahuevos de las fiestas. Los grandes medios de comunicación que hoy se encargan de iniciar a nuestros nietos en temas de guerras y violencias, no existían entonces. Presentía que había de ser algo peor de lo que abarcaba mi conocimiento, cuando era capaz de atemorizar tanto a los mayores. Sabia que todo aquél malestar lo originaba la falta de entendimiento entre la gente y, sin comprender su significado, también sabia que existía una izquierda y una derecha irreconciliables. Fui testigo asombrado de discusiones entre buenos vecinos, que degeneraban en insultos y ataques de histeria. ¿Qué estaba pasando?. Aquél mundo plácido de mis primeros cinco años lo estaban convirtiendo en algo inseguro y agresivo. Una de aquellas mañanas, como tantas veces, acompañé a mi abuela a la compra. Ella aprovechaba éstas salidas para conversar con sus amigas, y ese día nos dirigimos a visitar a una de ellas, que vivía en una casa de dos plantas cercana a la iglesia. Cuando sintió nuestros pasos por la escalera, la dueña se asomó para recibirnos. Estaba agitada y, sin poderse contener, le dio la noticia a mi abuela antes de entrar en la vivienda: En Madrid, habían matado a Calvo Sotelo. Después le mostró el periódico donde leyó los detalles de aquél episodio histórico. La noticia, y las imaginadas consecuencia que podrían derivarse de aquél hecho, quitaron a mi abuela las ganas de seguir su ronda mañanera y regresamos a la casa sin detenernos mucho. Ella, que fue siempre una mujer optimista y de buen humor, estuvo aquél día silenciosa y preocupada. Entonces tuve conciencia de que algo terrible iba a ocurrir.
Y ocurrió. Llegó el día dieciocho y la crispación se desbordó. Se veían por las calles grupos de hombres fanfarrones con aires de no tenerle miedo a nadie. El temor estaba dentro de las casas. Una de las cosas que con mayor claridad recuerdo de aquellos días fue la barricada, hecha con grandes piedras, que cortaba la carretera delante del Fielato. Había un grupo de hombres armados que controlaban los coches que entraban o salían del pueblo. Entre ellos había una mujer que me impresionó por sus ademanes y por su belleza. Era rubia y sujetaba su melena corta con un lazo rojo que anudaba en lo alto de su cabeza. Era la mujer del boticario Egea. Desde mi atalaya, junto a los eucaliptos que existían delante de la casa de mi abuelo Matías, yo contemplaba aquél espectáculo y continuaba sin entender lo que estaba pasando. Corría ya el día veinte de julio, según supe de mayor, y los rumores de sucesos lejanos circulaban a toda hora entre los vecinos. Pero también en el pueblo seguían ocurriendo cosas que mantenía atemorizada a la gente. Había desconfianza y miedo, Mi padre, que se encontraba pasando unos días con la familia, salió muy temprano de casa para ir a pescar a La Caleta con un amigo. Era un pretexto para alejarse del foco de tensiones y violencias, porque él nunca había sido aficionado a la pesca. Como era el Patrón del barco en que navegaba y por ello, representante de los Armadores, temía que los republicanos, que conservaban el gobierno del pueblo, pudieran detenerlo por considerarlo enemigo de sus ideales. De nada le sirvió su estratagema porque en poco tiempo dieron con él y lo llevaron a la cárcel, establecida en los sótanos del Ayuntamiento. Recuerdo la angustia que se vivió en mi casa cuando, sobre el mediodía, llegó la noticia de su detención. Mi abuela se lanzo inmediatamente al pueblo a buscar información y remover amistades. También llevaba a mi padre un cesto con comida que apresuradamente le preparó mi madre. No pudo hablar con su hijo, pero volvió esperanzada porque le habían dicho que no lo retendrían por mucho tiempo ya que no habían cargos contra el.
Cumplieron la palabra, y después de largas horas de incertidumbre, volvió mi padre a casa. El regocijo fue apoteósico a todos los niveles porque, exactamente nueve meses después, el veinte de abril de 1937, nacía en Las Palmas mi primer hermano varón. Estos son los recuerdos mas significativos que conservo de aquellos días del comienzo de la Guerra Civil. Aquellos acontecimientos tan violentos rompieron mis incipientes esquemas sobre la vida y quedaron aislados, segregados, del resto de tantos recuerdos hermosos de mi primera infancia, como marcando el final de una etapa despreocupada y feliz. Dos meses después, nos trasladamos a vivir a Las Palmas. Allí, durante los tres años que duró la fraternal matanza, fui recibiendo información de desaparecidos , frentes de guerra , trincheras , reclutamientos y muerte. Sigo sin comprender todavía como, intereses mezquinos nunca confesados, pueden movilizar a nobles idealistas hasta convertirlos en enemigos irreconciliables y sanguinarios.
23. Decir adiós Los comienzos de la Guerra Civil coincidieron con la finalización de la casa que mis padres estaban fabricando en Las Palmas. La alegría de tener una casita terrera en el mismo Puerto de 1a Luz, compensaba todos los sacrificios y esfuerzos que les había costado. La ausencia y lejanía serian ahora más soportables. Aquella casa que se levantaba entre las desaparecidas Arenas y el Parque, estaba tan cerca del muelle de Santa Catalina, que mi padre podría aprovechar las horas libres de sus estancias en puerto para pasarlas junto a su familia. Probablemente, en el mes de agosto comenzaron los preparativos para el traslado a Las Palmas. Recuerdo haber acompañado alguna vez a mi madre en sus visitas a Guía y Gáldar para comprar algunas cosas para la nueva vivienda. como el dinero era escaso, porque la construcción de la casa se había llevado todos los ahorros, solo se compraba lo necesario. Una pequeña mesa ovalada y dos butaquitas para la alcoba fueron los únicos objetos que podrían significar algún lujo. Además, los muebles que mi madre había llevado al matrimonio eran nuevos y no estaban los tiempos para alardes ni ostentaciones. Conservo en mis recuerdos, como una estampa luminosa, la tarde en que cambiaron la paja a los colchones para embastarlos de nuevo. Como todavía, al menos en Agaete, no se usaba crin vegetal, y el somier era un lujo desconocido, los colchones se rellenaban con la humilde paja del trigo y reposaban sobre las duras y saludables tablas de las camas. Había una mujer en el pueblo que, por su buen oficio, la llamaban siempre para éstas faenas. Recuerdo aún su fisonomía y su apodo picaresco y de dura fonética. La sala, que era la habitación más grande de la casa, tenia sus dos ventanas abiertas para que entrara el aire y la luz. La habían vaciado de muebles y en el suelo liso de cemento habían depositado un montón de amarilla y brillante paja. Junto a él. sentada a lo oriental, aquella mujer, forrada de negro hasta las
cejas, ataba lazos con habilidad y empujaba hasta prensar la paja en el fondo del saco valiéndose de una larga vara. En poco tiempo, el aire de la habitación inundada por el sol, se hizo denso y dorado. Aquél clima de dulce nostalgia acompaña siempre los recuerdos de mis últimos días en Agaete. Yo había estado alguna vez en Las Palmas: Eran ocasiones en que mi padre no podía trasladarse al pueblo y mi madre viajaba para reunirse con él . Nos alojábamos en casa de unos grandes amigos suyos a los que yo llamaba tíos. En aquella casa tan acogedora conocí la sabrosa delicia del pan blanco y la mantequilla. Sabores que se me hicieron nostálgicos porque, en los años siguientes, con tantas guerras y carencias, desaparecieron del mercado y hasta de la memoria de la gente modesta. Aquellos viajes a la capital me deslumbraban desde que abandonábamos el pueblo en el coche de hora. Pasar por tantos lugares y paisajes nuevos hacían crecer mi mundo: El Hormiguero, La Cuesta de Silva, Bañaderos, Arucas. ¡Qué inmenso era el mundo!. Y por fin, la gran ciudad... Mis ojos de niño pueblerino se asombraban de ver tanta gente, tantos coches y tranvías, tanta actividad y tanto colorido. Aquellas eran visitas esporádicas y cortas como vacaciones a países exóticos. No recuerdo en qué momento supe que aquél iba a ser el nuevo mundo por el que cambiaría mi libertad y mi entorno lleno de ternuras, pero estoy seguro de que, si me hubiesen dado a elegir, no hubiese aceptado el cambio. La gran ciudad estaba bien solo para vacaciones. Los últimos días de agosto y los primeros de septiembre se fueron llenando de tristeza porque se acercaba el día de la marcha. Tristeza que se sumaba a la angustia por una guerra que no se sabia cuando iba a terminar. Yo respiraba aquel aire intimo y azul de nostalgias presentidas, porque todo a mi alrededor me estaba diciendo adiós. Los abrazos de mi abuela, tan espontáneos y jubilosos, se volvían adioses sin palabras, sosegados y largos, como si pretendieran retenerme. Todo esto lo fui entendiendo después cuando la separación se hizo patente, irremediable. La gente, las piedras de la
calle por donde tanto había trotado, los arboles, el viento y las montañas. también me estaban diciendo adiós. Llegó el día de la marcha y una camioneta vacía se paró delante de mi casa. Fueron sacando muebles y enseres y colocándolos cuidadosamente en su interior. En mis paseos de mi casa a la calle, desahogando mi nerviosismo, debí estorbar a los hombres que hacían la mudanza porque el dueño de la camioneta se enfado conmigo. Yo le contesté, mientras huía, metiéndome los dedos índices en la boca y sacándole la lengua. De esa manera castigaba su falta de sensibilidad. La calle se había ido llenando de amigos para decirnos adiós. Partió la camioneta con todas nuestras pertenencias. La casa estaba vacía y, en sus habitaciones desnudas, nuestros pasos y voces tenían extrañas sonoridades. Salimos a la calle y mi madre cerro la puerta dándole dos vueltas a la llave. En su interior se quedaban para siempre muchos recuerdos de su juventud. Cuando llego el coche de alquiler que nos llevaría a Las Palmas empezó la despedida triste y larga. Abrazos y lágrimas de tantos amigos que nos querían, sobre cualquier diferencia en ideas políticas, que estaban causando aquellos días tantas muertes en España, estaban los sentimientos de la buena gente que se entristecía con nuestra marcha. Nos metimos en el coche mi tía Paca, que nos acompañó en los primeros meses, mi madre con mi hermana y yo. También, cada uno en su jaula, viajaba con nosotros el canario y el mirlo. Cuando el coche comenzó a rodar, bajando la cuesta, por el cristal trasero, con la mano decíamos adiós a los amigos. Mi madre tenia los ojos llenos de lágrimas y tardó mucho en pronunciar palabra. Yo estaba desolado porque había notado una gran ausencia: Mi abuela no había venido a despedimos. Después supe que nuestra marcha la había enfermado de tristeza. Entre vueltas y vueltas de carretera nos fuimos alejando de Agaete. Dejaba atrás el amor de sus calles y de sus gente que habían forjado
la corta e inolvidable historia de mis primeros cinco años. Ahora iba a empezar una nueva vida, escolarizada y oscura, en una ciudad grande y fría donde no tenia parientes ni amigos, ni árboles ni montañas. En aquella casa con olores de madera nueva, donde se producía el milagro de producir luz o agua con un solo movimiento de la mano, me asfixiaba. El único lugar que me agradaba era la azotea, porque allí podía disfrutar todavía del cielo y de las nubes. Uno de aquellos días de soledad y nostalgias, me habría de encerrar en mi cuarto, sin que nadie me viera, para besar las suelas de mis zapatos que aún conservaban el polvo de las calles de mi pueblo.
Las Palmas de G.C. . 15 de Agosto de 1991.