Dos hombres en el callejón

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Dos hombres en el callejón

Batlle – Rodó: los equívocos de la Historia

Parte I – La lógica de la política Parte II – El momento de la ruptura

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Parte I – La lógica de la política

Introducción

José Batlle y Ordóñez y José Enrique Rodó sostuvieron entre 1910 y 1916, una de las batallas más intensas y enconadas entre dos políticos uruguayos. La Historia sólo registra ecos débiles de ese combate cívico que el público desconoce y espera ser divulgado. Este trabajo apunta en esa dirección, al tiempo que procura nuevas dosis de sentido que yacen inexploradas en aquel tiempo de construcción nacional. Batlle y Rodó eran no sólo grandes personalidades con temperamentos y formación diferentes; también encarnaban dos proyectos de país. Hay un notorio desnivel en la visibilidad de uno y de otro que perjudica –y no debiera- a Rodó. A los dos los rodea el equívoco. Hay coyunturas del pasado que aun no han dicho todo lo que tenían para decir. De hecho, casi un siglo después del durísimo enfrentamiento entre Batlle y Rodó, la sociedad percibe a Batlle como el gran reformador demócrata que modeló su tiempo y a Rodó como el pensador abúlico que le habló a los jóvenes de una época ya muerta. De aquel combate ambos salieron maltrechos, pero mientras Batlle retuvo un fuerte protagonismo político, Rodó debió irse del país y murió pocos meses después. La Historia no ha sido del todo justa con ninguno de los dos y de eso deberán encargarse las nuevas generaciones. Por lo pronto intentaré no ya imponer una – mi- visión sobre ambos, sino, con los datos disponibles, describir un escenario que probablemente sorprenda a muchos. Propondré algunas reflexiones de síntesis que espero resulten funcionales a quienes se sientan convocados a la tarea de repensar el Uruguay. Al comenzar 2005 la integración es la prioridad mayor de la región. Se diría que el programa de Rodó llegó a su punto de arribo. La Magna Patria que sugirió hace un siglo, empieza a delinearse. Todavía desconocemos cuánto tardará en concretarse, cómo se construirá y qué formas asumirá. Rodó no fue más allá de la proposición de un objetivo; ha sido suficiente. El pensamiento más importante de la región ya le reconoció su papel de primer gran ideólogo de la unidad regional. A nosotros, uruguayos, nos resta admitirlo como el mejor de los nuestros. No en el bronce, sino en la carnadura histórica. Por el contrario, el batllismo se encuentra en un momento de extrema debilidad; en las elecciones de 2004 el partido colorado obtuvo 10% de los votos, y todo

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parece indicar que de esta crisis no se recuperará con facilidad. Este trabajo explora y desarrolla algunas de las posibles causas de esta declinación histórica, que no es meramente coyuntural. Conviene entonces decirlo desde el principio; el Uruguay actual hereda varias vertientes, entre ellas, las que llegan desde Batlle y de Rodó. Y es preciso señalar, aunque sorprenda a muchos, que la herencia que recibe de Rodó es mayor que la que recibe de Batlle, sin que esto signifique desconocer el aporte del hombre que fue dos veces presidente y pasó a la Historia como gran reformador. Batlle dejó –qué duda cabe- una formidable obra social que la sociedad uruguaya le reconoció con largueza. No obstante sus biógrafos, quizá encandilados por una energía y capacidad de trabajo descollantes no han señalado con el debido rigor, las frecuentes encrucijadas a que condujo su temperamento dilemático. En un tiempo de construcción democrática bajo acechanzas múltiples, la personalidad de Batlle presentaba frecuentes obstrucciones. Batlle no se ubicaba teóricamente contra la democracia, pero su concepción jacobina, lo compelía a imponer la hegemonía; no buscaba conciliar, sino aplastar al adversario. El dilema de fondo solía expresarse: con Batlle o contra Batlle. Y esto ocurría demasiadas veces; muchas más de las que le convenían a una democracia que buscaba alumbrar. El enfrentamiento entre Batlle y Rodó –objeto de este trabajo- no puede ni debe despegarse del contexto que siempre interactúa. Ese contorno ampliado en el que necesariamente se inscribe la peripecia local, no es un mero marco, sino un ámbito de sentido mayor, que debe verse como una suerte de anillo concéntrico exterior y más amplio. Como enseñaba Arnold Toynbee, en la búsqueda de la mínima unidad de sentido posible, la expansión del objeto debe ser tan extendida y profunda, como las exigencias de inteligibilidad lo determinen. En las primeras páginas del tomo I de su monumental Estudio de la Historia, de 1946, Toynbee se preguntaba por esa unidad mínima de sentido y se respondía que no era el Estado nación sino una civilización, la que aportaba ese grado de inteligibilidad necesaria para comprender los asuntos que se sustancian en el momento y lugar que se abordan. Ni siquiera la Historia de Inglaterra le parecía inteligible en sí misma. Toynbee advirtió cinco civilizaciones vivas en la época actual (Arnold Toynbee, 1994). Este razonamiento es el mismo que siguió Rodó cuatro décadas antes que el propio Toynbee. Dentro de ese enfoque, este relato se propone desarrollarse en el ámbito de la modernidad. Es en esa escala temporal y geopolítica, según creo, que pueden ser comprendidas las tareas y objetivos que tenía planteadas ante sí la sociedad uruguaya de 1900, y acerca de las cuales debatieron, empleándose a fondo, estos dos formidables líderes. Las razones por las cuales este enfrentamiento entre Batlle y Rodó permanece descentrado y sin la debida atención del público son varias, pero todas giran en torno a un mismo punto: la incomprensión de quién fue y qué hizo Rodó. 3


Decididamente Rodó no ha sido comprendido. De esa inicial constatación derivan aspectos que al articularse provocan sugerentes conexiones con otros conos de sombra que hasta hoy dificultan la intelección del pasado. Rodó no captó el interés de los historiadores y eso lo deja encapsulado en el mundo del pensamiento, como si solo perteneciera a él. Buena parte de los intelectuales uruguayos actúa como si esa falta de interés se debiera al propio Rodó. Es decir: Rodó carecería de interés, y hasta de pensamiento propio; para qué se iban a andar ocupando de él. Algunos han pretendido despacharlo con ensayitos de 20 páginas; otros lo han ignorado y los menos –pero una minoría cada vez mayor y más importante- le han dedicado buena parte de su obra. Estos últimos han conformado algo así como uno de esos hilos delgados de agua que se abren paso con dificultad entre los riscos y gracias a ellos, el recuerdo de Rodó ha sobrevivido. Uno de los mayores logros de los pocos intelectuales que se han dedicado a estudiar y promover a Rodó, es el de haber clasificado y editado una ya monumental evidencia empírica, que sin embargo es sólo una parte, de la evidencia disponible. La pregunta por las razones que han impedido que Rodó haya sido tratado como sujeto de la historia, no sólo es pertinente, sino que a esta altura esa pregunta podría transmutarse en esta otra: ¿cómo han hecho quienes lo minimizan, lo combaten, o ignoran, para pasar por el costado de tamaño caudal de datos comprobados y no otorgarle el valor que realmente posee? Cuanto más demore la inteligentsia nacional en responder –no a mí, sino a sí misma- este tipo de preguntas, mayores serán sus problemas en el futuro. Es claro que Rodó pertenece al mundo del pensamiento, pero no únicamente a él. No se comprende –he aquí un buen punto para indagar- que ciertos órdenes de ideas, máxime cuando prenden en sectores amplios de la sociedad, y contribuyen al modelado de una época, no se forjan en el aislamiento de gabinetes o bibliotecas, ni en instancias cenaculares alejadas de la vida. Es un grave error, que se origina en malformaciones anteriores. Es una malformación previa, la de no comprender la urdimbre compleja del saber que cimenta sociedades; no advertir el papel que juegan los interrogantes potentes en la construcción del conocimiento. Este trabajo se propone también echar una mirada sobre la forma en que se gesta el saber en las obras destinadas a permanecer en la memoria de la sociedad. Quienes no aquilatan la relevancia de las ideas y la acción de Rodó, suelen desconocer, o al menos subestimar, como intentaré demostrar con ejemplos, la articulación del pensar y el actuar en aquellos que como Rodó, están dotados con capacidades y ambiciones para modelar su tiempo. Rodó pensó ligado a la realidad, dentro de la realidad, metido hasta los tuétanos en la realidad. Quizá lo hizo –así parece- en una dirección, y en dimensiones que desbordaron las estrechas categorías locales de la historiografía uruguaya. O sea, en el mejor de los casos, parecería que a Rodó se lo ha eludido principalmente por 4


incomprensión. Algo ha fallado y sería bueno determinarlo, porque esa exclusión inexplicable afecta la percepción de un tramo significativo del pasado. Desarrollaré cinco aspectos, a mi juicio relevantes, que no pretenden agotar el problema, pero sí extraer nuevos matices aunque más no sea del agrupamiento de elementos hasta ahora dispersos. Rodó será inteligible en el proceso torrencial del pasado, no aparte de él. Quizá esa nueva inteligibilidad de Rodó que se procura, pueda contribuir a que la propia Historia uruguaya pierda uno de sus conos de sombra y empiece a seducir a nuevos auditorios. 1) En primer lugar fijaré el ámbito del enfrentamiento, que, centrado en la reforma constitucional, se desplegó en el escenario mayor de la construcción democrática. La sociedad uruguaya pugnaba por superar la recurrencia del enfrentamiento armado como forma de dirimir tensiones políticas. Como es sabido, el partido colorado se había comprometido por el Pacto de la Cruz de 1897, a reformar la constitución de 1830. 2) En segundo lugar, intentaré demostrar que Rodó forma parte de la Historia y no solo del mundo del pensamiento. Ni caudillo ni doctor, no era sencillo de categorizar. Era colorado, pero no batllista y su pensamiento evolucionó hacia la más dura oposición a Batlle. Promovía la conciliación con los nacionalistas, mientras Batlle procuraba aplastarlos. No era Rodó un “conciliador”, marbete que suele adjudicársele en forma irreflexiva y ligera. Entendía que la articulación interna del partido nacional era decisiva para terminar de conformar un sistema de partidos moderno. Pero ese necesario proceso, de un partido que había recurrido a las armas dos veces en menos de una década y algunos de cuyos integrantes desconfiaban de la democracia, no podía escenificarse de manera repentina. Requería condiciones que sólo podían y debían favorecerse desde el gobierno. El estilo de Batlle, tampoco era radical, como suele creerse, sino intolerante y jacobino. Rodó por el contrario, otorgaba a la democracia –y ya veremos las enormes diferencias que los separaban- el máximo valor y ello lo llevó con naturalidad a jugar un papel que no buscó, pero que no rechazó, en el liderazgo de las posiciones contrarias a Batlle. El jacobinismo, concepto que se citará reiteradas veces en este trabajo, se encuentra desarrollado en términos didácticos en un texto reciente y brillante de Pablo da Silveira (da Silveira, 2003). Hay una tendencia a considerar a Rodó un pensador sin experiencia vital, tímido y sin energía. Manuel Claps (1921 – 1999) lo dijo con nitidez tan extrema como ingenua: “La falta de una experiencia vital rica, intensa, explica en gran medida las insuficiencias de su obra”. Un juicio de estas características revela no sólo dificultades de comprensión histórica, sino lo que es más grave, escasa aptitud para valorar factores existenciales, sin los cuales no es posible tener vida intelectual ni política. En dos décadas, Rodó fundó revistas, publicó libros, escribió centenares de artículos por lo general polémicos, y en diversos e importantes medios uruguayos 5


y de la región, se candidateó tres veces y tres veces fue electo diputado, pronunció discursos, organizó fracciones e intervino en más de 600 temas tratados en la Cámara a lo largo de tres legislaturas. También representó al país con brillo en diversas oportunidades y mantuvo un activo diálogo epistolar con importantes intelectuales latinoamericanos y europeos. 3) En tercer lugar, procuraré demostrar que otra de las razones que asordinan este enfrentamiento es que implica encarar el urticante tema del jacobinismo de Batlle y su permanente búsqueda de la hegemonía del partido colorado. Si Herrera fue, desde el partido nacional el gran adversario de la política hegemónica del batllismo, Rodó lo fue dentro del partido colorado. La política y la Historia uruguayas opacan esa intentona hegemónica bajo el insípido título de “colegialistas y anticolegialistas”, o de la llamada “coparticipación”, conceptos de otra época que, si bien trascendentes, poco o nada dicen al público –sobre todo joven- de hoy. Batlle y Ordóñez se propuso un sistema político de partido hegemónico, a partir de un Poder Ejecutivo colegiado que licuara los atributos de la función presidencial, pero en realidad algunas de sus propuestas reforzaban la centralización del poder. Para la integración de la Asamblea constituyente, rechazaba la representación proporcional e impulsaba el sistema de mayoría simple, que dejaba afuera a las minorías de los partidos mayoritarios y a otros partidos menores. El sistema de mayoría simple no respeta ni favorece los matices que, aunque minoritarios, enriquecen la democracia. Batlle sabía que el sistema de mayoría simple desmotivaba a la minoría blanca más proclive al alzamiento armado y de ese modo propendía a la división del partido nacional con el objeto de imponer una suerte de victoria perpetua. 4) En cuarto término intentaré desbrozar el camino para explicar que, si Rodó no entra con comodidad en las categorías locales del tipo doctores o caudillos, ello no habilita a ignorarlo. Muy por el contrario, desafía a buscar un ámbito mayor desde el cual inteligir su acción y sus ideas para incorporarlo a las percepciones cognitivas de los uruguayos. Rodó era la cabeza más moderna del Uruguay, y no el “turista del siglo XX” que erróneamente percibiera Mario Benedetti (Benedetti, 1966). Rodó no sólo fue un adelantado que estaba formado en las concepciones más avanzadas de su época, sino que veía más allá de ella. El problema es que resulta inteligible, a condición y sólo a condición, de que se lo aborde en el ámbito de la modernidad. Por el momento, baste decir que Rodó fue el primer latinoamericano en plantearse las cuestiones identitarias que hacen a las grandes naciones. Lo hizo desde su propio observatorio, es decir, desde aquí, según sus propias categorías e interrogantes, y fue pionero en definir nuestra originalidad, que ubicó por encima de las pequeñas patrias y abarcaba a toda la América latina. Su interpretación de

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la historia fue realizada, por primera vez con la óptica latinoamericana y en función de los intereses latinoamericanos. La modernidad es un proceso gestado en Occidente durante los siglos XVIII y XIX. Consiste básicamente en una doble revolución que determinó la vida de la sociedad durante casi todo el siglo XX: la primera fue la revolución política que concentró el poder en el Estado y eliminó las miles de fronteras de los principados feudales; éste fue el resultado principal de la revolución francesa de 1789. La segunda fue la revolución industrial, que aceleró el ritmo de la sociedad con su nueva carga energética, aumentó la velocidad de las comunicaciones y multiplicó exponencialmente la producción de bienes. Esa doble revolución –política y tecnológica- tendió a unificar el mercado mundial y promovió el ascenso de nuevos países, por lo general de enorme tamaño. Estos eran los procesos más gravitantes que procesaba la historia universal, mientras la opinión pública uruguaya seguía el debate de Batlle y Rodó. Que los uruguayos vivamos ambos procesos en forma desvinculada se debe a nuestra propia incapacidad para articular lo particular y lo general. Lo local y lo universal deben verse como anillos concéntricos que funcionan en el mismo ámbito de sentido de una época. No debe aislarse ese debate del contexto regional y mundial, sencillamente porque éste es el anillo mayor que lo contiene y lo explica. 5) En quinto lugar, como ya se dijo, Rodó pertenece al mundo del pensamiento, pero no sólo a él. La Historia debe incorporarlo al flujo sanguíneo del organismo uruguayo y metabolizarlo en todas sus dimensiones. La Historia ganará en inteligibilidad y la sociedad conquistará la comprensión de un sistema de pensamiento que funge como un apéndice dislocado. Esta extraña situación incluye otro sobreentendido equívoco: su ubicación restringida al mundo del pensamiento, parecería dar por buena la idea de que su pensamiento sí se comprende, pero eso tampoco es así. A Rodó se lo encapsula en el pensamiento pero eso tampoco ha sido ninguna garantía de que se lo haya comprendido. Estos serán en síntesis, los cinco aspectos a desarrollar: 1) 2) 3) 4) 5)

La prioridad de la agenda política entre 1907 y 1916 era la democratización. La Historia lo ignora, pero Rodó pertenece a la Historia. Batlle, el jacobino en la tormenta. Rodó, la cabeza moderna por excelencia. La lógica de la política y el final de Rodó.

I – La democracia como prioridad política

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En este tramo ubicaré a los actores en el contexto local de las tareas modernas que tenía planteadas ante sí la sociedad uruguaya de 1900. El 1º de marzo de 1903, la deuda pública uruguaya sumaba 123 millones de pesos, y de ella, aproximadamente 79% era deuda externa. Zubillaga cita a Arturo Prats, un conferencista que en noviembre de 1904 –dos meses después de firmada la paz tras la revolución de 1904- y cuando la deuda pública había trepado a 154 millones, decía ante un auditorio reunido en la Asociación Rural: “Es evidente que si interrogásemos al pasado sobre tanto despilfarro y tanto abandono, podría el pasado, en desagravio, respondernos: esa deuda enorme de que os asombráis, está justificada, en su mayor parte, por cuarenta y dos revoluciones [...] así pues, si no encontráis en el país grandes obras públicas que justifique el empleo de esos 154 millones, preocupaos de salvar el porvenir, pensando que esos millones, suman a la vez, el precio de nuestros errores y de vuestra expreiencia” (Carlos Zubillaga, 1982). Para aquella sociedad era ineludible modernizar sus instituciones. De otro modo, seguirían siendo ineficaces los esfuerzos y mejoras que se realizaban desde mediados del siglo XIX: alambramiento de campos, mejoramiento de razas ganaderas, y sobre todo la gran obra del momento, iniciada en el gobierno de Cuestas: el dragado del puerto (1902) por parte de una compañía francesa, que iba a permitir que los nuevos barcos de la industria naviera mundial, ingresaran a la rada montevideana. Había que normalizar la política, pero los distintos actores tenían sus propias ideas acerca de qué significaba “normalizar” y sobre todo, qué significaba “democracia”. La interpretación histórica –necesaria y desde luego posible- suele enturbiar las aguas con ingredientes ajenos y de escaso rigor metodológico, aunque tan humanos como el prejuicio, la pasión o la ideología. Pero si los peligros existen, no deben transformarse en obstáculo y mucho menos en coartada para eludir el conflicto. La interpretación histórica es un derecho y al mismo tiempo un deber de cada nueva generación de uruguayos. Parece indiscutible, que en el estallido de la guerra civil de 1904 jugó un fuerte papel la actitud del presidente Batlle y Ordóñez que –intencionadamente o novioló el Pacto de la Cruz con que había terminado el levantamiento de 1897. Sobre ese tramo de la historia se ha hablado y escrito mucho, por lo general desde tiendas de los dos partidos fundacionales, colorado y nacional. Parece oportuno prestar atención al juicio y testimonio de Rodó en la interpretación histórica. No se trata de que su juicio sea desconocido, sino que no se le ha otorgado, según creo, el relieve que posee y que contribuye, desde la posición de un político del partido de gobierno de entonces, a sostener la tesis de la provocación, que ha sido la tesis histórica del nacionalismo. Es decir que en éste, como en otros puntos del fuerte debate, el pensamiento de Rodó tenía zonas en común con el pensamiento nacionalista. 8


Este aspecto que acerca ideológicamente a Rodó al partido nacional se enmarca en los muchos puntos en común que presentan las posturas nacionalistas y el arielismo. El filósofo chileno Devés Valdés lo puso de manifiesto en su reciente obra en tres tomos sobre el pensamiento latinoamericano: “El arielismo, el nacionalismo, el paganismo, el latinismo y el iberismo sin duda marcan un afán de reivindicación de lo propio –tierra y cultura- en oposición a un sajonismo invasor” (Eduardo Devés Valdés, 2000). También Rodó pensaba que Batlle, líder de la fracción mayoritaria del partido colorado, y por dos veces presidente de la República, subordinaba los intereses de la nación a sus intereses personales y de partido. Se puede argumentar que así es la política. Que muchas veces los grandes estadistas impulsan procesos y proyectos sin fronteras claras entre el puro apetito personal y el beneficio para la sociedad. Y será verdad; así es la política. Porque sin deseo de poder, sin ambiciones materiales o de gloria personal, las pesadas responsabilidades de los cargos de gobierno serían probablemente intolerables. De ese tipo de desequilibrios trata la política. A ese tipo de regulación apuntan las normas democráticas. En base a esos desenfrenos, Ortega y Gasset escribió su célebre y polémico ensayo: “Siempre he creído ver en Mirabeau una cima del tipo humano más opuesto al que yo pertenezco [...] Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo del político. Arquetipo, no idea [...] Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad” (José Ortega y Gasset, 1943). Es decir que no es casual que Rodó irritara a Batlle y que Batlle no fuera el dechado de virtudes ciudadanas que Rodó esperaba. Un político y un intelectual difieren en sus funciones, estilos y temperamentos y de ello da buena cuenta el clásico de Ortega. La cuestión es que Batlle y Rodó se enzarzaron en una disputa política y ahí cada cual jugaba con las armas de que disponía. Al final de cuentas, en política, como veremos, vale todo y eso es en definitiva, lo que le otorga credibilidad y seriedad a un enfrentamiento. Esos dos se jugaban sus destinos. Pero si las normas y regulaciones resultarán siempre insuficientes, porque en definitiva los temperamentos humanos no se dejan atrapar en sus redes, ahí la función de la revisión, del análisis y la reinterpretación histórica. Entra en las reglas de la política que las nuevas generaciones le otorguen nuevos valores a las circunstancias pasadas y a las actitudes de sus protagonistas. Si aquella sociedad construía la democracia, no parece estar demás echar una mirada a los cimientos. Precisamente en ese punto Batlle y Rodó tienen mucho para decir. Mientras la sociedad uruguaya de 1900 encaraba la modernización de la economía y de sus instituciones políticas, ya había vastas zonas del mundo –en particular la Europa occidental y los Estados Unidos- que se habían modernizado.

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No siempre se comprende qué se quiere decir exactamente con moderno y creo que el punto bien vale, aunque fugaz, un paréntesis. Señalaré brevemente que la modernidad se compone en esencia, de un pilar económico y otro político. Con el componente económico, de base esencialmente tecnológica, Uruguay cumplió en forma insuficiente. La inversión en investigación y desarrollo, jamás fue una prioriodad. Según los economistas, importa “qué” se produce, pero también “cómo” se lo produce. Ese “cómo” se refiere a cuestiones de escala y velocidad productiva, decisivas a la hora de realizar (vender) esa producción que requiere calidad y bajos costos para que sus precios resulten competitivos. En realidad, sin tecnología de punta no hay escala ni velocidad. O lo que es lo mismo, si un competidor queda atrasado, le ganan los que producen a escala y con mayor velocidad y calidad. Cuando se pierde la batalla de la tecnología, la economía se retrasa inevitablemente. Y esto fue lo que le ocurrió a Uruguay y a sus vecinos, que fueron derrotados en la batalla tecnológica. Nadie nos iba a transferir know how de punta y nadie lo hará jamás. El know how de punta se obtiene si se invierte en investigación y desarrollo. Y no lo hicimos. Se partió de la mala base de que siempre tendríamos dinero para pagar tecnología y técnicos extranjeros. El gobierno uruguayo no favoreció el ahorro ni la inversión reproductiva, y gastaba, por el contrario, en portentosos edificios y monumentos faraónicos. De ese modo, los aspectos claves de la economía quedaron librados al capital extranjero que, como no podía ser de otro modo diseñó el perfil productivo del país en su exclusivo beneficio. Todas estas cuestiones se dilucidaban en esa misma época. Formaban parte del anillo concéntrico externo al debate entre Batlle y Rodó. Lo contenían. Y si bien se mira, muchas críticas de Rodó, le apuntaban a la pésima metodología de resolución de problemas. Con su política de círculo, Batlle sumaba exclusiones, lo cual probablemente fortaleciera el proyecto personal y de partido de la fracción batllista, pero debilitaba las perspectivas de futuro de la sociedad uruguaya. El politólogo Luis Eduardo González echa luz sobre el punto, si bien refiriéndose en particular a otra época. Al abordar el desemboque dictatorial de 1973, y partiendo de la base de que "los políticos democráticos eran mayoría absoluta en ambas ramas de la legislatura”, se pregunta “¿Cómo podemos explicar ese fracaso colectivo de la mayoría de la elite política civil?”. Para realizar la pregunta con toda su crudeza: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “políticos democráticos”? La respuesta que González da a su propia interrogante es concluyente: si “cuatro elecciones generales, cinco administraciones y sus legislaturas, y muchos más gabinetes se demostraron incapaces para resolver la constelación de problemas aparecidos a mediados de los cincuenta [...] esto sugiere fuertemente que los 10


propios métodos para resolver problemas eran parte del problema. Confrontados a difíciles problemas intrínsecos, los uruguayos tenían formas de hacer política que hacían aun más difícil la búsqueda de soluciones” (González, 1993). Si bien es evidente que la forma de hacer política de una comunidad se va haciendo a lo largo de la historia, también lo es, que buena parte de las modalidades de hacer política se estructuraron en aquellas primeras décadas del siglo XX. Excepción hecha del fútbol, probablemente nada concite tanto desde siempre la atención de los uruguayos, como la política. Y dentro de la política, el modo de hacer política empleó cinco reformas constitucionales a lo largo del siglo XX. Es llamativo entonces, que desde la propia ciencia política se concluya que sobre el final del siglo, ese buen modo no había sido encontrado. Cuanto más se enzarzaba en la búsqueda de equilibrios, en medio de los altibajos y zozobras democráticos, aquella sociedad de 1900 más se alejaba de la resolución adecuada de algunos problemas capitales como la batalla de la tecnología, a la postre decisiva para el futuro del país. Los uruguayos debatían acerca de cómo ponerse de acuerdo, mientras dejaban de lado los verdaderos objetivos, para abordar los cuales ponerse de acuerdo es primordial. Un verdadero círculo vicioso. Ya tenía el Uruguay, un serio problema con la formación de sus elites. Esto no quiere decir, insistamos, que todos y cada uno de sus dirigentes fueran incompetentes, sino que el conjunto era de baja calidad. Una sociedad atrasada y escasamente diversificada, no podía sino depender de lo que fueran capaces de comprender sus dirigentes. Para Gros Espiell, la revolución de 1904 tiene mucho de inevitable y jugó un papel central para la democracia: “el progreso político del Uruguay, su democratización y su desarrollo, basados en la libertad y el pluripartidismo real, sin discriminaciones o exclusiones y sin sectarismos arbitrarios, habrían sido imposibles de alcanzar [...] Naturalmente, este enfoque y esta opinión, que hoy, aunque discutibles, no pueden considerarse minoritarios ni inaceptables eran, en 1904, rechazados de plano, frontal y directamente, por los seguidores del gobierno de turno, que calificaron la revolución como ‘inicua’ e ‘injusta’, y el levantamiento armado, como un atropello del ‘malón saravista’” (Gros Espiell, 2004). Gros define al levantamiento armado de 1904 como “una Guerra Civil que contenía dentro de ella a una revolución dirigida a lograr la plena democratización de la República, asegurando los fundamentos de su futuro desarrollo político, basado en el voto libre, el pluripartidismo real y efectivo, el diálogo y la tolerancia” (Gros Espiell, 2004). La actitud de Batlle y Ordóñez de atribuir dos jefaturas de Policía en el interior del país, al sector disidente de Acevedo Díaz, meses antes expulsado del partido nacional, constituye para Gros una “provocación” que tenía por objetivo crear las

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condiciones para un levantamiento armado que se “produjera en las condiciones militares favorables y en el momento elegido” (Gros Espiell, 2004). Esa opinión de Gros, largamente fundamentada, es coincidente con diversos planteos de Rodó que subrayan esa actitud provocadora de Batlle y Ordóñez. Precisamente en una carta dirigida en 1916 a Luis A. Thevenet señala: “Allí combatimos la desastrosa política de círculo; la exclusión deliberada de las fuerzas intelectuales y morales más representativas del país en la obra de gobierno; el personalismo avasallante de la autoridad presidencial, ahogando todas las autonomías y suprimiendo de hecho todas las divisiones del poder; la exacerbación provocada y funesta de odios que aun humeaban con el vapor de la sangre [...] Los planes de reforma social sin orden ni adaptación, ni medida [...] y finalmente el propósito de trastornar las instituciones fundamentales de la república, rehabilitando formas reaccionarias de organización que la ciencia y la experiencia han desautorizado universalmente y que sólo pueden considerarse eficaces para fines de perpetuación oligárquica de indefinida usurpación de soberanía” (Silva Cencio, 1973). En esta precisa radiografía que Rodó realiza del programa de Batlle, en particular descuellan la expresión “política de círculo”, el “personalismo avasallante” y la caracterización de la iniciativa colegialista como la “rehabilitación de formas reaccionarias de organización” de corte oligárquico. El juicio pone de manifiesto las reservas de Batlle hacia las normas democráticas y posee el valor de provenir de alguien que como Rodó, se formó políticamente en el partido colorado. El texto alumbra en otra dirección, porque expresa además, el respeto activo de Rodó por los procedimientos democráticos. Sus críticos suelen reprocharle debilidad en sus convicciones democráticas. El reproche proviene por lo general de lecturas ligeras o intencionadas, y precisamente por eso importa subrayar los hechos. Es en la sucesión espontánea y acumulativa de las circunstancias concretas, donde el juicio sobre los protagonistas resulta eficaz y propicia datos ilustrativos. Siempre será más conveniente que las respuestas provengan de los hechos, de las actitudes, más que de los textos, cuya interpretación se expone a interferencias múltiples. Quien tenga dudas sobre las convicciones democráticas de Rodó no tiene más que seguir el hilo conductor de su actuación pública. Y ésta será a su vez otra de las razones que aconsejan su rescate del ostracismo y su incorporación al flujo de la Historia. Varios debates insustanciales, sostenidos en incomprensiones o inconsistencias abstractas perderían sentido, si en lugar de debatir sobre abstracciones que no siempre entienden, quienes lo cuestionan, se permitieran dejarse alumbrar por la evidencia acumulada de los hechos comprobados. Como ya fue dicho, la sociedad uruguaya parece haber empleado desmesuradas energías y tiempos excesivos, en resolver problemas políticos que hacían a la 12


organización nacional, pero que no representaban sino medios para encarar las tareas del desarrollo. Esta conducta inexplicable, tampoco ha garantizado buenos resultados. Piénsese que el proceso para reformar la constitución de 1830 llevó desde 1897, tal como lo acordaba el Pacto de la Cruz, hasta 1917. Sin embargo, resulta llamativo que la sociedad uruguaya no haya dado muestras de similar disposición para abocarse, con el mismo despliegue de energías y disposición de tiempos, al debate de otros aspectos tan o más sustantivos para su futuro. Dos décadas de paciente y permanente bordado en torno al derecho constitucional, nos desafían a encontrar otro tema, cualquiera sea, del rubro que sea, en el cual se haya volcado la energía e inteligencia de tantas personas a la vez, con tanta tenacidad y sistematicidad. Será difícil de empatar ese record de la política. ¿No es acaso una constatación suficiente para advertir que algo le pasaba ya, a la sociedad uruguaya con la formación y perspicacia de sus dirigentes? El partido nacional, y en particular Herrera desarrollaron una larga lucha cívica con el batllismo, que giró en torno al hilo conductor de la coparticipación, es decir, de la lucha contra la estrategia hegemónica del partido colorado. Pretendían tener posibilidades de acceder al gobierno. Debían gestarse nuevas condiciones, pero los acuerdos fueron obstaculizados en forma sistemática por la fracción batllista. Un balance equilibrado requiere que junto a los significativos aportes de Batlle en diversos campos de la economía y la sociedad, reiteradamente subrayados por la Historia, se mencione también la carga impuesta por una personalidad desbordante y carente de orden y de plan. El escenario político quedó a merced de las malformaciones resultantes de una lucha que perpetuaba el enfrentamiento sin aportar soluciones consensuadas que beneficiaran al conjunto. En el Uruguay posterior a 1904, ni los moderados ganarían la partida, ni los espíritus rebeldes declinarían sus desconfianzas, si en lugar de incentivos a la democracia, el propio gobierno atizaba odios y nostalgias. Unos y otras carecen de potencialidades creativas y siempre miran al pasado, de donde puede provenir la inspiración, pero jamás las soluciones siempre nuevas, siempre inéditas que el futuro reclama. Si se rechazaba la representación proporcional que garantizaba la presencia parlamentaria de las minorías, si no se favorecía el debate público, si sólo se buscaba el mejor escenario para el sector políticamente más poderoso, qué interés podían tener aquellos gauchos –en el sentido que le daba Mezzera, lo no inmigrante, lo todavía no moderno, pero al mismo tiempo base de lo nacional- en modernizarse e ingresar a las nuevas condiciones que se imponían como signo de los tiempos (Baltasar Mezzera, 1952). En lugar de promover gestiones destinadas a conciliar y a olvidar el pasado, Batlle procuraba mantener abiertas las heridas del pasado. Silva Cencio ha señalado que “toda la actuación de Batlle se presenta como un permanente dualismo o tensión entre el hombre –su personalidad avasallante, su carácter autoritario, su 13


temperamente intolerante- y las ideas expresadas, propias del liberalismo político –respeto de la voluntad de las mayorías y de los derechos individuales (Silva Cencio, 1973). Probablemente a esa observación de Silva Cencio –sobre el dualismo contradictorio de Batlle entre su temperamento y sus ideas- haya que agregar que su convicción democrática tenía las limitaciones de su concepción jacobina. Si bien respetaba la decisión de las mayorías, sus propósitos hegemónicos lo compelían a buscar los desequilibrios que mejor favorecieran sus planes. Es característica de los jacobinos pensar que lo mejor para la sociedad es lo que ellos piensan que es mejor, al tiempo que la sociedad civil les inspira una severa desconfianza. El tipo de construcción de poder resultante de una metalidad jacobina no es democrático. Es un error frecuente considerar que un jacobino es un demócrata extremo. La mentalidad de un jacobino es totalitaria y no democrática. Ese error extendido todavía hoy, lo estaba aun más en aquellos tiempos inaugurales. Nadie hizo más esfuerzos que Rodó para exponer, de forma precisa y ejemplarizante, la brecha existente entre la democracia y el jacobinismo. Y por eso denunciaba ese estado de conmoción permanente, a que conducía la sistemática forma de Batlle de actuar sin plan. Los extremos por lo general se tocan, y suelen conjugarse para prolongar el estado de cosas que dicen querer cambiar. En el caso de la sociedad uruguaya de 1900, unos y otros, el jacobinismo de cuño batllista, y los gauchos nacionalistas más levantiscos, se conjugaban para impedir el normal desarrollo de la institucionalidad democrática. Ambos eran producto de un tiempo anterior. Los unía el mantenimiento de lo viejo, que era lo que conocían y lo que, aunque resulte difícil de comprender desde nuestro tiempo actual, lo que más les convenía. Este es uno de los equívocos que rodea a la imagen histórica de José Batlle y Ordóñez; no era progresista en el sentido que se le atribuye; al menos no lo era en forma unívoca. Si en lo social impulsaba reformas que lo ubicaban a tono con la época, en lo político promovía un estado de cosas pre moderno y atrasado, en aras de la conveniencia personal y de partido. Una carta de Rodó publicada por El Telégrafo en 1916 hace referencia a esa intolerancia proveniente del partido oficialista: “Se invoca del lado del colegialismo, la enormidad de la suma de gobierno y de ascendiente político que las presidencias individuales acumulan en manos de un solo hombre [sin embargo] ese Ejecutivo colegiado que se renovará en sólo uno de sus miembros, por elecciones anuales, dará a la acumulación del poder público en manos del Ejecutivo, un carácter mucho más intolerable que el que ha tenido hasta ahora, porque añadirá garantías de continuidad y permanencia que no caben fácilmente en la sucesión de los gobiernos individuales” (Torrano, 1973)

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Rodó había desarrollado una fuerte desconfianza hacia los objetivos de Batlle, ya que percibía que, bajo formas aparentemente democráticas como la colegiación del Ejecutivo, con el presunto objetivo de limitar el poder presidencial, Batlle procuraba lo contrario. En la propuesta de elecciones anuales que renovarían de a uno a los integrantes del cuerpo, Rodó advertía el verdadero propósito de Batlle, de mantener bajo férreo control el gobierno por parte de un mismo sector político. La idea de Batlle era hacer jugar año tras año, la aplanadora electoral del partido colorado para primero imponer, y luego prolongar la hegemonía a lo largo de la historia. Como ya fue dicho, la modernidad era el ámbito de sentido en que se jugaba este debate, y se caracteriza por dos aspectos: en lo político, centralización y democracia; en lo económico, revolución tecnológica o “industrial”. Pero se trata de desarrollos simultáneos y entrelazados. Mientras se construye la democracia, debe favorecerse la inversión de capital en investigación y desarrollo. A su vez, el desarrollo de las tecnologías de punta debe resolverse de manera armónica y articulada en un espacio económico y territorial apto para realizar la producción en escalas racionales. De esas escalas depende, por ejemplo, que la producción de mercancías se realice dentro de costos competitivos. En un mercado cada vez más unificado, con transportes cada vez más veloces, el competidor ya no es el vecino, sino quien produce la mejor calidad a menor costo, dondequiera se encuentre. Es decir que las tareas de la construcción democrática se imbrican e interactúan con las del desarrollo económico y tecnológico. Pero si en las tareas de la construcción democrática, le ha costado a la sociedad uruguaya encontrar el camino, probablemente en el aspecto económico –que siempre es subsidiario de las decisiones políticas- le ha ido bastante peor. El desarrollo económico y tecnológico se hubiera resuelto bien, si el Uruguay y sus vecinos, hubieran podido integrarse en un mercado común que les hubiera permitido producir y comercializar su producción en las escalas y dimensiones de la época. Al expandirse hacia el oeste y hacia el sur a expensas de México primero, y luego a través de diversas incursiones militares y económicas por el resto del mundo, los Estados Unidos pudieron consolidarse como potencia y proyectar su influencia en el plano mundial. La comprensión esencial de estos fenómenos emergentes están en la base del pensamiento de Rodó. Nuestros países siguieron el camino opuesto: se subdividieron en múltiples repúblicas de escasa significación, con mercados internos raquíticos y pobres, y por lo tanto quedaron a merced de los imperios que les impusieron sus condiciones políticas y económicas. La época que el siglo XX inauguraba en el mundo requería de grandes espacios y grandes mercados internos. Nuestros países lo hicieron a la inversa. Una afirmación de este tipo, relativiza la exclusiva responsabilidad de nuestras elites; claro que tampoco las absuelve.

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Esta breve digresión apunta a señalar, como lo he hecho con reiteración, que lo determinante de la época era lo tecnológico y en la medida en que tecnológicamente fuimos quedando atrás, también nos retrasamos en lo económico. En lo político estaba en juego la coparticipación de los partidos que, como señala Gros Espiell (2003) no hay que confundir con colaboración. Coparticipación es garantía de alternancia en el ejercicio de gobierno. Pero el batllismo concebía a los adversarios como enemigos a someter y no como pares con quienes confrontar dialogando. De las dos revoluciones del siglo XVIII, la norteamericana de 1776 y la francesa de 1789, Rodó recibió la impronta de la primera y Batlle la impronta jacobina de la segunda. Si Batlle hubiera logrado imponer su programa, la democracia uruguaya se habría parecido mucho a la que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) inauguró en México en la década de 1920 y recién finalizó sobre el fin del siglo XX. Batlle y Rodó también se diferenciaban en sus énfasis. Batlle era un político tradicional, un líder que hacía de la construcción de poder, de la acumulación orgánica de adeptos, el eje de su vida política. Apostaba al aspecto cuantitativo de la democracia. Apostaba a la mayoría sobre la minoría; a cualquier tipo de mayoría. Rodó encontró su liderazgo en la marcha, sin buscarlo, porque la construcción de poder –al menos de la forma en que la concebía Batlle- no constituía uno de sus objetivos. Por tanto no buscaba ni disponía del espacio de poder que permite entregar cargos o prebendas en pago de lealtades. Tampoco dedicaba parte de su tiempo a la paciente e imprescindible construcción organizativa sin la cual los partidos no pueden estructurarse y proyectarse. El poder de Rodó llegaba hasta donde influía su talento, y dependía sobre todo de su capacidad de persuasión en la opinión pública. Sin dejar de valorar el aspecto cuantitativo de la democracia –Rodó siempre respetó la decisión de las mayorías y ello le acarreó problemas en su partido- apostaba más que nada al aspecto cualitativo, que es el otro pilar sobre el que se apoya la democracia: el debate público. Suele olvidarse que junto al componente cuantitativo, la democracia tiene ese otro, cualitativo. Por un lado, la democracia consiste en el gobierno de la mayoría sobre la minoría, y no hay democracia sin elecciones libres, limpias y periódicas. Pero la cuestión de fondo de la democracia radica en que esas mayorías puedan articularse a través del debate libre y suficiente de los temas de fondo. Ese era el énfasis democrático de Rodó. Allí residía su fuerza. En su espíritu cosmopolita, en su cabeza moderna, en su formación más completa que la de Batlle.

II – Rodó también pertenece a la Historia 16


Según surge del punto anterior, la gravitación de Rodó en el modelado de su época está fuera de duda. Su prestigio como político se gestó en la consideración pública de temas complejos, los más arduos, los que operan en los plazos más largos. La centralidad de Rodó entre sus contemporáneos quedó registrada en la prensa de la época, y está disponible en las colecciones de las publicaciones más importantes. Sin embargo, pese a la enorme evidencia acumulada, su actuación escapó a la consideración de los historiadores que escribieron los relatos de manejo masivo. ¿Qué le ha ocurrido a los historiadores con Rodó? La pertinencia de la pregunta es incontrastable. ¿Cómo hicieron para obviar –es decir, pasar por el costado, ignorar- sin que sus razonamientos e hilaciones hicieran agua, tamaña mole documental? ¿Acaso intervinieron factores ajenos a la construcción de los saberes que cimentan una sociedad? ¿Hubo fallas de los mecanismos intelectivos que permiten comprender? ¿Quién se beneficia con esta omisión flagrante? La sociedad, la ciudadanía, seguro que no. Rodó ha sido despreciado como objeto de estudio histórico, como si no hubiera realizado aportes dignos de mención en otro campo que no fuera el del pensamiento. Por esa operación inexplicable, Rodó aparece incomprensible y desintegrado. Pero si esta omisión lo vuelve al propio Rodó ininteligible, podría presumirse que a la inversa, la ininteligibilidad de Rodó potencia la ininteligibilidad de la Historia uruguaya. Parecería que hubiera ocurrido un manejo operacional inverso al que aconseja el sentido común. En lugar de expandir el ámbito de razonamiento y comprensión hasta comprender ese objeto que se escapa a la comprensión local, se habría optado por una suerte de jibarización. A lo que no se entiende se lo omite o se lo achica hasta que queda dentro de lo que se entiende. Si esto es así –y algunas evidencias indican que esto podría haber sido así- hay varios planos de lo que acostumbramos llamar nuestra cultura que deberían tener sus luces amarillas –al menos las amarillas- encendidas. Rodó es todavía para los uruguayos, una cuestión aparte, alguien a quien no se sabe dónde poner. Un fantasma que flota en un tiempo impreciso; un personaje esotérico al que se le tributan homenajes incomprensibles y forzados, alejados de las percepciones ciudadanas. Es un pacto de bronce que no molesta, pero que tampoco construye, ni favorece la comprensión del pasado. Es, como suele decirse, un cero a la izquierda. Pero sería bueno determinar por la acción de qué operación fallida, Rodó fue colocado en esa posición inoperante. Veamos una breve y somera ficha de la trayectoria política de Rodó. Ingresó a los prolegómenos de la política en una incursión periodística fugaz en El Orden, un 17


órgano de prensa editado por partidarios de Lindolfo Cuestas en 1898. En ese mismo año, apareció por primera vez junto a Batlle, en apoyo a la candidatura de Cuestas. En 1900 publicó Ariel y en 1901, con su amigo Julio Lago militó por la unificación del partido, y en 1902, no acompañó a Batlle, sino a Juan Carlos Blanco, uno de los dos candidatos colorados que competía con Batlle en la disputa de la presidencia de la República. El partido nacional carecía de mayorías parlamentarias. Rodó apoyaba inicialmente la candidatura de Juan Carlos Blanco y en ese alineamiento ingresó a la XXI Legislatura de la Cámara de Diputados para el período 1902 – 1905. En 1903, al tener que decidirse entre Batlle y Ordóñez y Mac Eachen, ya que la candidatura de Blanco no tenía posibilidades, se pronunció por Batlle. Pero lo hizo por descarte, porque la candidatura de Blanco no tenía posibilidades y la de Mac Eachen le parecía un mero continuismo. Obtuvo por segunda vez una banca de diputado para la XXII legislatura, desde 1905 a 1908, pero renunció. Sin embargo volvió a postularse y a salir electo para la XXIII legislatura, de 1908 a 1911, coincidente con el interregno de Williman entre las dos presidencias de Batlle. También fue electo para la XXIV legislatura, de 1911 a 1915. Rodó completó su actuación en la legislatura de 1908 a 1911 y participó en múltiples debates, sobre todo concernientes al ámbito cultural. En 1910 representó al país junto al poeta Zorrilla de San Martín y el coronel Jaime Bravo en una delegación que participó en la celebración del centenario de la independencia de Chile. El discurso que Rodó pronunció en la ocasión fue felicitado en nombre del presidente Williman por el canciller uruguayo, Emilio Barbaroux. A su vuelta de Chile, Zorrilla de San Martín testimonió con entusiasmo y generosidad su propia sorpresa ante la expectativa que la presencia de Rodó generaba en el público chileno. “Debo repetir lo que yo mismo oía, con mis propios oídos, cuando en el desfile, en medio de aquel pueblo, de otras dignas y suntuosas embajadas, pasaba la nuestra, menos numerosa... ‘Es la embajada del Uruguay –decían los hombres y las mujeres- ¿Cuál es Rodó? ¿Cuál es Rodó?” (Rodríguez Monegal, 1957). Entre 1907 y 1911, se desarrolló la presidencia de Claudio Williman, un hombre del partido colorado elegido por el propio Batlle. Durante ese período se sucedieron algunas circunstancias que anunciaban lo que ocurriría más adelante. A la inversa de Batlle, Williman era conciliador. Consideraba que sin conciliación, difícilmente podría construirse un país que había salido de la guerra civil apenas tres años antes. El propio Williman pasó todo su mandato bajo la ingente posibilidad de que la guerra volviera a desatarse. Batlle, que vivía en ese momento en Europa junto a su numerosa familia, operaba a través de sus dos emisarios, Pedro Manini y Domingo Arena. Pretendía obligar a los blancos que habían participado en la revolución de 1904, a pagar largamente

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por su error. No estaba dispuesto a conceder el olvido, y en esa memoria activa se basaba buena parte de su estrategia. Williman, por el contrario, procuraba el olvido y promovía medidas que lo facilitaran. Patrocinó una nueva reforma a la ley electoral para darle a los nacionalistas más bancas en la Cámara de Diputados y así reforzar la voluntad del Directorio de disputar las elecciones de noviembre de 1909. También impulsaba la implantación del doble voto simultáneo, que había sido creado por el belga Borelly, y que “permitiría que se reunieran los votos de las listas nacionalistas rivales para determinar si se había alcanzado el voto mínimo necesario para elegir a los diputados por la minoría para luego otorgar las bancas a la lista nacionalista que hubiera obtenido más votos” (Vanger, 1991). Batlle y Ordóñez, apenas podía disimular el malestar que le provocaba esta política, si bien ordenó a sus seguidores no oponerse a las propuestas de Williman. Julio Lago –citado por Hugo Torrano- atribuye en un libro sobre su padre, esta afirmación a Rodó en conversación con un grupo de amigos entre los que se encontraba el padre de Lago: “Batlle no representa el espíritu del partido colorado: éste es liberalismo, tolerancia; pero Batlle es un jacobino, tiene odio a todo lo que no se avenga con sus ideas” (Torrano, 1973). Ya durante la presidencia de Williman era posible advertir que los partidarios de Batlle y Rodó se encontraban por lo general en bandos contrarios en las votaciones de la Cámara. Una vez vuelto Batlle de Europa y superados los prolegómenos protocolares de la proclamación de la candidatura y la elección de Batlle para la presidencia de la República, la relación entre ambos se fue deteriorando hasta que en 1911 estalló la crisis. En ese año comenzó el debate por la reforma constitucional. La historiografía más recibida, de fuerte connotación colorada, ha diluído este debate sobre el colegiado, como si se redujera a la licuación del poder presidencial. Sin embargo, la cuestión de fondo iba mucho más allá, hasta plantearse como la alternativa entre dos formas de ejercer el poder. El debate culminó en 1916, y en ese mismo año se realizaron las elecciones para la constituyente, la primera con voto secreto y representación proporcional y en la que Batlle cayó derrotado. Basta seguir la enorme actividad parlamentaria de Rodó para advertir la trascendencia que le otorgó a ese debate. En la minuciosa clasificación de las intervenciones parlamentarias de Rodó, que realizó Jorge Silva Cencio, se puede advertir que en el rubro “Constitución”, hay más de 50 entradas, en el rubro “Reforma de la Constitución”, 151 entradas. “Asamblea Constituyente” tiene otras 55. En total: 256 entradas. No hay tema que tenga más entradas, de los aproximadamentre 600 diferentes temas sobre los que intervino en sus tres períodos parlamentarios. El libro con toda su actuación parlamentaria completa, se despliega en 984 páginas (Silva Cencio, 1973).

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El 10 de junio de 1910, Rodó publicó una reticente carta de adhesión a la candidatura de Batlle a la presidencia. A su vez, no asistió a la Convención colorada que proclamó a Batlle candidato. Fue elegido por tercera vez diputado y presentó sus poderes en la primera sesión preparatoria de la Cámara, el 8 de febrero de 1911. En marzo, votó junto a los legisladores colorados, por el presidente Batlle. En agosto, Batlle lo invitó a su casa particular. Las visitas –protocolores- se interrumpieron casi de inmediato. El 13 de junio de 1912, ya cuando la ruptura con Batlle se había producido, Rodó explicitará su afinidad retrospectiva con Williman de la siguiente manera: “A pesar de la solidaridad política que las vincula, estas dos situaciones representan dos caracteres o, si se me permite la expresión fisiológica, ‘dos temperamentos’ de gobierno esencialmente distintos. Aquella –la de Williman- era una administración de acción moderada, de ambiente sereno, de impulso equilibrado y rítmico en materia de innovaciones y reformas; y éste es un gobierno de espíritu impetuoso, aventurado, audaz, de tendencias radicales” (Penco, 1978). El 12 de setiembre Batlle escribe en El Día: “Los discursos de Melián Lafinur y Rodó han sido piezas notables de efectismo político que no traducen sino muy hermosos y meritorios sentimentalismos teóricos” (Penco, 1978). La ruptura era un hecho. Empezaba a regir la lógica de la política. Poco después todo cambiaría, porque en la segunda presidencia, Batlle desarrolló a fondo su programa que hacía de la reforma constitucional, el eje del proyecto hegemónico. Se topó con Rodó; el enemigo le salía de las propias entrañas. Y eso sí que le resultaba inesperado. No entienden qué cosa es un político En el centenario del nacimiento de Rodó en 1971, y en el centenario de Ariel, en 2000, se activaron los dos bandos habituales: el que promueve a Rodó como pensador, y el que alimenta su “leyenda negra” y pugna por enterrarlo con los marbetes estigmatizantes de “conservador”, “oligárquico” y “antipopular”. Los primeros impulsaron nuevas ediciones de sus obras, nuevos análisis y algunos foros. Los segundos reeditaron viejos trabajos y repitieron antiguos eslóganes. El verdadero Rodó de carne y hueso, el que amó inconmensurablemente a su país, no se movió un ápice de su viejo sitio. La polémica sorda que viabiliza esa confrontación sin debate, opone a bandos que consideran a un Rodó desintegrado del torrente histórico y no como la figura gravitante que fue en la Historia uruguaya. Es otra prueba de la absurda y desmesurada centralidad de la política en el Uruguay. Lo que la política no entiende y digiere –y entiende y digiere bien poco- no entra en la Historia.

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Que Rodó no forme parte de los relatos históricos que explican al Uruguay como comunidad que reclama tratamiento de nación, es la más alta expresión del equívoco que lo rodea. Como un fragmento más de ese equívoco, el enfrentamiento entre Batlle y Rodó no entra en el cono de sentido al que solemos prestar atención los uruguayos. Ese cono está poblado en general, por figuras de segundo orden, pero funcionales a las tesis y categorías habituales de los historiadores uruguayos. Como Rodó no era ni doctor ni caudillo, esa no pertenencia lo dejó en el cono de sombra de lo que no comprendemos. Es al cavar en el equívoco donde empieza a aparecer la verdadera dimensión del problema. Un error habitual que se manifiesta en el abordaje de la vida o la obra de los pensadores es que su existencia transcurre plácidamente en el encierro y el aislamiento que los legos atribuyen al oficio de pensar. Incluso los propios pensadores parecen quedar prisioneros de grave error conceptual. Un texto de Manuel Claps, de 1971, reeditado por la revista Hermes Criollo con prólogo de Pablo Rocca, señala con ingenua nitidez esta posición extrema. Dice el texto de Claps: “La falta de una experiencia vital rica, intensa, explica en gran medida las insuficiencias de su obra. Por ello se redujo principalmente al ámbito psicológico como fuente de experiencia y quiso suplir las otras con la historia y lo puramente ideológico” (Claps – Rocca, 2001) El enfoque de Claps es limitado por cuanto no fundamenta a qué se refiere con ausencia de “una experiencia vital rica e intensa”. Aunque de ese concepto excluye, porque así consta, el que Rodó haya llevado “con dignidad su vida, con austeridad, tanto privada como pública” y también, “la militancia política como servicio a la colectividad, sin desplantes de vanidad ni orgullo”. No queda mucho, pero por lo visto en lo que queda está la clave de la falta de intensidad y riqueza de la experiencia de Rodó. No obstante la duda persiste: ¿cuáles serían los parámetros? ¿Quién pondría las condiciones de una experiencia vital intensa y rica? ¿Acaso Claps se sentía con derecho a juzgar a los demás en asuntos de índole privada? ¿Acaso Rocca, a quien se debe la restitución pública de este texto olvidable, se animaría a ofrecernos las pruebas de una experiencia vital intensa y rica? Sería interesante que así fuera. Podríamos debatir con conocimiento de causa. Mientras tanto, manejémonos con lo que se conoce. Veamos algunos aspectos que se derivan de estos juicios ligeros. ¿Se puede decir que Rodó no viajó? Sería injusto hacerlo. Viajó cuanto pudo. Se movió dentro de los límites de América del Sur lo suficiente como para afirmar que la conoció. Ansió el viaje a Europa desde sus treinta años, y recién lo cumplió sobre el final de su vida. ¿No son acaso los viajes –sobre todo los de personas de la calidad de Rodó- una forma de vivir experiencias vitales ricas e intensas? Pero además, Rodó incursionó en la docencia y en la vida política; fue electo en tres legislaturas, donde como ya fue dicho participó en centenares de debates 21


sobre múltiples temas, pero decisivamente en los más gravitantes de la agenda nacional. Incursionó en el periodismo (escribió en múltiples medios como La Revista Nacional que dirigió desde 1995 a 1998; en El Orden, en apoyo a la candidatura de Cuestas en 1998, en El Día, El País, La Nación de Buenos Aires, El Mercurio, de Santiago de Chile, Diario del Plata, El telégrafo, La Razón y Caras y Caretas, entre otros). Intercambió correspondencia con importantes intelectuales latinoamericanos y europeos. Todo eso en 45 años. ¿Desde qué podio podía decir Claps, con fundamento, que la vida de Rodó careció de intensidad y riqueza? El problema mayor que parece haber padecido Claps, como muchos intelectuales uruguayos es su falta de radicalidad. No se atreven a ser radicales, porque tienen miedo de quedar en la calle, sin beca, sin cátedra, sin sueldo. Entre nosotros abundan los pensadores bienintencionados pero con sus buenas redes debajo, protegidos por las distintas redes internacionales o locales que ayudan a (sobre) vivir pero no a pensar, porque cobran muy alto su protección. El que tiene ese miedo se le nota en la obra. Se le nota en sus actos. Rodó era un pensador radical y eso también se le nota en la obra. Cuando un pensador es radical exhibe sus errores y limitaciones. Por lo general vive a la intemperie. No se trata de que un pensador radical no tema quedarse sin empleo; eso sería inconsciencia. Sino que no subordina su forma de pensar, sobre todo en sus ápices, a la seguridad económica. Rodó no sólo no temía quedarse sin empleo –de hecho lo perdió todo- tampoco le temía al error ni a exhibir sus límites. Sabía que esa transparencia era condición de claridad, precisión y rigor. ¿Cómo, de qué manera se nota en la crítica, que proviene de alguien que no piensa con radicalidad? En el caso de la mayoría de los críticos de Rodó, desde Claps hasta Barrán, esa característica suele manifestarse en una doble desviación: La primera es la de no analizarlo desde sus claves de sentido, es decir a partir de sus ideas centrales, sino que lo hacen a partir de lo que importa para ellos, que por lo general es subsidiario para Rodó. De ese modo son muchos más los martillazos que pegan en la herradura que los que pegan en el clavo. La segunda es la habitual separación de sus ideas y su acción. Este es el más claro indicador de ese academicismo fútil que practican ellos mismos en sus vidas. En ese plan, una cosa es la forma de ganarse el sueldo, y otra pensar. Una cosa es su propia carrera, y otra muy diferente, lo que resulte beneficioso para la sociedad. Esto no quiere decir que en los intelectuales no radicales, fatalmente ambos términos deban estar en conflicto. Pero sí que, ante la contradicción, lo que suele prevalecer es el beneficio propio, en detrimento del beneficio de la sociedad. Esto se llama oportunismo. En un pensador radical como Rodó, no suele haber contradicción entre ambos aspectos. Es más, puede decirse que toda la obra de Rodó está enfocada desde el interés más elevado de la sociedad. Pero aun en el caso de que hubiere alguna 22


contradicción entre su beneficio y el de la sociedad, la resolución suele realizarse a la inversa; la prioridad corresponderá a lo que beneficie a la sociedad, incluso, aunque provoque un perjuicio para él mismo. Esto se llama pensamiento radical. Y más adelante, veremos de qué modo se expresaba esa conducta en la vida intelectual concreta de Rodó. Es sospechoso que tanto Barrán –ver en este mismo libro: Barrán, la centralidad equívoca- como Claps, no enfoquen las claves de Rodó sino que seleccionen esas claves desde sus propias ópticas. No parece ser esa la forma en que se piensa ni como se confronta. Ese tipo de confrontación se parece a un monólogo cuando debiera ser –aun recio y por momentos hostil- un diálogo. Uno podría preguntarse: ¿de qué sirve vencer a alguien seleccionando su flanco más débil para confrontar? ¿A quién le sirve esa victoria unilateral? ¿Cuál sería desde la óptica de Barrán –o de Rocca, en nombre de Claps- la prueba íntima que obtienen para sí mismos, de que han entendido lo que discuten? No es una pregunta retórica sino de finalidad práctica. Porque da para pensar que muchos de sus detractores no entendieron a Rodó, ni su época. Pero lo peor de todo es que no parece intreresarles entender lo que discuten. ¿Para qué lo discuten entonces? Da toda la impresión de que algunos de ellos hacen música de barricada para sus tribus, y no para alcanzar alguna verdad que soporte el tiempo ni el rigor. Muchos críticos detractores parecen perder de vista cómo la breve vida de Rodó dio frutos asombrosos al pensamiento, al tiempo que se desarrolló en medio de obstáculos gigantescos que el medio atrasado interponía en forma constante. Esos obstáculos quedan representados –hasta allí suele llegar la reflexión; no más allá- en el señalamiento de que Rodó se haya tenido que dedicar a la política para poder pagar el tiempo que dedicaba a pensar, porque de otro modo no podría haberlo hecho. Esto es obvio. Pero ese modo de plantear el problema es actualmente insuficiente. Así planteado, el problema aparece cerrado. Parecería que se dedicó a la política, marcó tarjeta y en el resto del tiempo libre estudiaba y escribía. Lo hacen tantos, qué iba a extrañar que lo hiciera uno más. Precisamente. Ese es el punto y por eso hay que abrir el problema. La cuestión pasa entonces de que para sustentar económicamente su vida, Rodó debió dedicarse a la política, a este otro planteo: Teniendo en cuenta que el objetivo central de Rodó no pasaba por la política, pero debió, por causas de fuerzas mayor dedicarse a ella, ¿qué hizo Rodó en y con la política? La pregunta así planteada nos lleva al punto en que se articulan el pensamiento y la acción. La uruguaya es una sociedad que no acostumbra reconocer cuando ambos marchan de consuno. Por eso ante un caso como el de Rodó, su naturaleza radical exige extremar y aguzar el análisis. Rodó no utilizó la política en su beneficio, ni siquiera en beneficio de sus seguidores. Hizo política en función de los intereses de la sociedad y en particular, de sus sectores menos favorecidos. 23


Pero además, hizo de sus debates centrales, y en particular el más trascendente, sobre la reforma constitucional, un asunto de principios. Y se empleó a fondo. Desde donde se la aborde, la peripecia vital de Rodó nos enfrenta una y otra vez a la radicalidad de su pensamiento y acción. Cuando el pensar y el actuar marchan de consuno, y sobre todo cuando el ápice se encuentra en el interés de la comunidad, no es extraño que ese pensamiento se forje en la amplia y profunda fragua de la época. La época, como señalaba Raymond Williams, no es un marco irrelevante o un telón de fondo para los protagonistas, ya sean un individuo o una sociedad; es una fragua, es el molde en el que se desenvuelve la experiencia (Raymond Williams, 1987). Es por eso que la época es motor y a la vez límite. Desde esta óptica se puede concluir que, así como la política resultó una salida económica para Rodó, al mismo tiempo, miradas las cosas desde la política, ésta le tiene que haber insuflado el pulso, el ritmo y la energía de su tiempo. Es decir, si por un lado Rodó transformó, modificó y mejoró la política uruguaya, a su vez la política uruguaya transformó positivamente a Rodó. Resulta llamativo que la crítica detractora de Rodó eluda el punto de su prolífica actuación política pública, pese a que buena parte de ella –en particular toda su actuación parlamentaria- desde 1972 está clasificada y editada. Es a este tipo de omisiones a las que me refiero cuando digo que nuestras elites son mediocres. La no comprensión de la Historia, no puede cargarse a la responsabilidad de la sociedad. Si la Historia no está clara y demasiadas cosas no cierran, los primeros que deberían autocriticarse son aquellos que se han postulado –y por eso han ganado becas y premios y cobrado sueldos pagados por la sociedad- para que elaboren ese relato del pasado por el que se supone debemos reclamar la originalidad a la que toda nación que se precie aspira. Se han postulado para interpretar y comprender un pasado del cual se omiten componentes gruesos. No cumplieron, no comprendieron, o no devolvieron una versión suficientemente inteligible de aquel relato para concebir el cual fueron contratados. Pero lo que es más grave, tampoco lo reconocieron, ni enmendaron el error. No es frecuente entre los intelectuales, que alguien pida disculpas. Quizá a muchos jóvenes les gustaría oír a algunos intelectuales pronunciar una autocrítica, algunas palabras de humildad. Demás está decir –por lo visto nada parece estar de más- que mientras Rodó desenvolvía esta descomunal actividad política, periodística y parlamentaria, en medio de viajes al interior y al exterior, seguía escribiendo, estudiando e investigando para escribir sus libros y artículos. Así es como se hace la vida de los intelectuales, jamás en la placidez que quizá imagine el lector cuando le llega un libro editado prolija y pulcramente. Es por esto que Vaz Ferreira sostenía que los hombres de pensamiento son también hombres de acción, sólo que de mucha más acción (Vaz Ferreira, 1962). Pero esto también lo saben –o deberían- quienes

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ya desde la Historia, ya desde la crítica del pensamiento y las ideas, dedican parte de sus vidas a la creación intelectual. Por estas y otras razones, Rodó, y en particular su enfrentamiento con Batlle, han quedado como un satélite a la deriva, flotando como la chatarra espacial fuera de la atmósfera, sin que la sociedad uruguaya actual lo conozca, ni alcance a comprenderlo. Se puede poner otro ejemplo de tontería intelectual generalizada. Tiene que ver con el “cuento” tonto de presentar a Rodó como un hombre tímido. Ello se debió a que su primer biógrafo, Víctor Pérez Petit, insiste en ello en forma reiterada, con fervor digno de mejor causa. La incongruencia queda de manifiesto cuando Pérez Petit describe lo que él entiende por “timidez” en Rodó. En realidad, de esa descripción surge lo que podríamos denominar cortedad social, es decir, una cierta dificultad para el relacionamiento espontáneo, la falta de soltura y fluidez para el contacto con los otros. Es verdad, Rodó no se caracterizaba por su desparpajo, pero de ahí a la timidez hay un amplio espectro de matices disponibles para su selección. Sin embargo, muchos de quienes abordaron la vida de Rodó se subieron al carro de Pérez Petit y en forma acrítica, sin reflexionar, caracterizaron a Rodó de tímido. Rodó no fue tímido. Ningún tímido confronta con las personalidades poderosas de su época. Ningún tímido se dirige sin vacilaciones al centro de la escena, y se instala bajo los reflectores más potentes. Ningún tímido reclama sobre sí la atención en el horario pico. Contrariamente a un tímido, que por lo general procura eludir el obstáculo, Rodó poseía una enorme personalidad de anchas espaldas que se hacía cargo de las circunstancias más premiosas. Es probable que diera su mano flácida como si no le perteneciera, como describía Pérez Petit, pero encarnaba una firmeza de principios de la cual carecen muchos de quienes estrechan su mano con la presión adecuada a las convenciones sociales. Caracterizar a una personalidad como la de Rodó de tímida, implica desconocer los fundamentos de la psicología de la personalidad, pero además ignorar los fundamentos de la política. Este solo aspecto deja mal parados a cuanto se hicieron eco de esa frivolidad (Pérez Petit, 1919). Es probable que ninguno de ellos haya entendido lo que es un político. No tenían por qué entenderlo si no lo deseaban, pero entonces debieron adoptar precauciones cuando se juzga a un político desde afuera, por más que se trate de un político atípico como era Rodó. Del mismo modo Rocca, que decidió exhumar el texto de Claps, debió quizá pensar, que ese escrito de 1971, podía resultar aunque fuera levemente cuestionado por el surgimiento de nuevos análisis y pruebas documentales, como por ejemplo, la monumental clasificación de Silva Cencio, varias veces citada en este trabajo, de la actuación parlamentaria de Rodó, entre otros aportes (Silva Cencio, 1972).

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El trabajo de Silva Cencio es posterior en un año al escrito de Claps y éste no tenía cómo conocerlo cuando escribió su texto, pero pudo conocerlo después. Y por lo visto no hubo rectificaciones. Es una lástima que tanto Claps como Rocca hayan seguido el trillo retórico de la crítica academicista, que falla al desconocer los hechos concretos. Es una lástima que lo hagan ignorando además, de qué está constituida la estructura psicofísica de un político. Debieran saber o suponer, si tan sólo reflexionaran en ello, a qué tipo de tensiones está sometido un político en el ejercicio de su dura tarea. Y más aun, cuando se lo hace con éxito durante más de una legislatura. Y todavía más aún, cuando se sostiene un debate prolongado de más de seis años sobre un tema central como la reforma constitucional, con el líder político más poderoso del país. Para señalar algunas de las características que requiere la política, permítame el lector una breve digresión. La política exige negociar, resistir embates y agresiones públicas. Batlle, como ya se señaló escribía frecuentes artículos hostiles contra sus adversarios, Rodó entre ellos. La política requiere presencia física, entereza, salud y energía para enfrentar auditorios no siempre favorables. Implica contención para sostener duros enfrentamientos verbales en que se juegan intereses clave y no dejarse llevar por la emoción, ni por la explosión momentánea. En verdad, Rodó no estaba particularmente dotado para el retruque veloz que requiere la esgrima dialéctica, pero ello, en lugar de disminuirlo agranda su imagen, porque lo revela en una dimensión mayor. Indica que luchó contra predisposiciones desfavorables, llegando a poner su organismo y su psiquis en juego, para servir a la defensa de los puntos que consideraba prioritarios, en el campo en que esos puntos requerían ser defendidos. Comprender estos aspectos, parece que ha excedido la capacidad de cuantos se hicieron eco de estas banalidades. Otra inconsistencia que circula sobre Rodó, es la de que no fue un intelectual polémico, que ni siquiera gustaba de la polémica. Incluso se señala como una excepción, el debate que lo enfrentó a Pedro Díaz en 1906 en torno a la quita de los crucifijos de los hospitales públicos. Un debate que pasó a la historia bajo el título de Liberalismo y jacobinismo. Ese debate fue trascendente desde el punto de vista del pensamiento. Porque puso de manifiesto, desde el ángulo liberal, el jacobinismo intolerante del oficialismo batllista. Rodó defendió la figura de Jesucristo por principio, sin pertenecer a la confesión cristiana. Sin embargo, el debate que lo enfrentó a Batlle por la reforma constitucional, no sólo fue más prolongado, y despertó más interés en la opinión pública, sino que fue todavía más decisivo, porque representó un aporte real a la construcción del modelo democrático que finalmente adoptó la sociedad uruguaya. Podrían mencionarse tres razones por las cuales el debate sobre la reforma constitucional fue decisivo para la sociedad y para Rodó. En primer lugar porque lo 26


enfrentó con el líder más importante de la fracción más importante del partido colorado, el hombre que por primera vez en la historia del Uruguay fue elegido dos veces presidente de la República y manejaba el aparato político de mayor poder. En segundo lugar porque si bien Liberalismo y Jacobinismo importaba el enfrentamiento de posiciones filosóficas y de posturas que implicaban enfoques muy distantes entre sí de la democracia, en el debate sobre la reforma constitucional salieron a relucir, en términos más amplios y concretos, enfoques y concepciones de país radicalmente diferentes. En ese debate estaba en juego la posibilidad de que en la sociedad uruguaya se instalara un proyecto de partido hegemónico. Y en tercer lugar porque si bien en el debate de 1906 Rodó se empleó a fondo, no se jugaban más que posiciones teóricas, tendientes a influir ideológicamente en la sociedad, mientras que en el debate constitucional, Rodó se jugaba su futuro, su forma de vida e incluso, a la luz de lo que ocurrió efectivamente después, su propia vida. Ese extraño devenir de Rodó –que se confunde con el fluir de su vida- no ha sido recogido por al Historia. Parecería que no se ha sabido cómo hacerlo. Como alguna vez señalara Real de Azúa, a las categorías locales de la historiografía uruguaya les faltó quien las engarzara con lo universal. Faltó por ejemplo, quien encarara el pasado del Uruguay desde la óptica de la instalación de la modernidad en el mundo. Un enfoque de ese orden hubiera permitido rescatar a Rodó de su ostracismo y le hubiera permitido a nuestra vida política ganar una racionalidad nueva, al tiempo que la inteligibilidad indispensable para que los uruguayos incorporemos el pasado con naturalidad. Ni los objetivos de Rodó, ni su ámbito específico de acción, se centraba en la política, pero aún así, no pudo evitar quedar prisionero de su lógica. Fue en aras de ser fiel al decurso de la vida tal como se presenta, que aceptó la lógica de la política y afrontó sus duras exigencias sin pedir ni dar cuartel. Sin queja ni pedidos de piedad, Rodó jugó con las reglas del juego que la sociedad le impuso. Se expuso a ellas aun cuando no lo favorecieran. E hizo de su talento, de su magnífico talento, su arma más poderosa y temible. Es probable que si los combates que libró, en lugar de haberse realizado en el marco de la política, se hubieran planteado en otras esferas de la vida pública, le hubiera ido mucho mejor a él y también al país. Pero eso hubiera requerido otro país, más sofisticado y con más variables. No era el caso.

III – Batlle, un jacobino en la tormenta 27


Nieto de un fuerte empresario español, hijo de un alto militar que fue ministro del gobierno de la Defensa y llegó a la presidencia de la República en 1868, José Batlle y Ordóñez nació en el seno de una familia vinculada al poder. Estudió en los mejores colegios y, después de algunos escarceos con la filosofía en el Ateneo de Montevideo, abandonó sus estudios de abogacía y se dedicó de lleno al periodismo y a la política, como actividades que en el siglo XIX convergían hasta confundirse. El abuelo, José Batlle y Carreó fue el primer Batlle en avecindarse en el Río de la Plata. En diciembre de 1799, a los 27 años, partió de Cádiz y en 1806 adquirió el célebre Molino de La Aguada, cuyos altibajos de prosperidad y declinación marcaron durante casi un siglo la situación económica de la familia Batlle. El molino estaba ubicado entre las actuales calles Yaguarón, Pozos del Rey y Avenida del Libertador, y se extendía hasta la actual Plaza del Palacio Legislativo. En esa propiedad familiar nació en 1812 el General Lorenzo Batlle, primer presidente de la República de apellido Batlle, y en 1856, José Batlle y Ordóñez, su hijo. Batlle y Carreó volvió a España en 1815 a reclamar haberes impagos de la Real Hacienda y en 1820 viajó su esposa junto a Lorenzo Batlle –entonces de 8 años- y sus hermanos. Lorenzo Batlle estudió en Barcelona, luego en Francia y finalmente en el madrileño Colegio de Nobles y Militares de Madrid. Culminados sus estudios militares volvió al Uruguay en 1831, con 19 años. Se enroló en el partido colorado, peleó al mando de Garibaldi y le tocó comandar la fortaleza del Cerro. En agosto de 1845 secundó a Garibaldi en la captura de la ciudad de Colonia –de donde era oriunda su esposa, Amalia Ordóñez- y quedó al mando por su honrosa participación. En 1847, Joaquín Suárez lo nombró Ministro de Guerra del Gobierno de la Defensa. La lucha dentro de la Defensa estaba planteada entre el sector personalista, que encabezaba Rivera, y el grupo llamado principista, del propio Suárez, Melchor Pacheco, Andrés Lamas, Francisco Tajes y César Díaz. Le correspondió hacer cumplir la orden de destierro para Rivera, y logró que el caudillo se fuera a Brasil. Fue ministro de Hacienda en la presidencia de Pereira hasta su renuncia en 1857, y el 1º de marzo de 1868, por unanimidad de votos de legisladores presentes en la Asamblea General fue elegido Presidente de la República. Murió en 1887, cuando su hijo José, tenía 31 años. El nacimiento de un líder En 1881, Batlle ingresó en el diario La Razón y cinco años después, en 1886, a los 30 años, fundaba El Día. En 1887 fue designado jefe político de Minas. También 28


este último año cerró El Día que volvería a reabrir en 1889. En 1890 fue elegido diputado por Salto, en 1898 como consejero de Estado llegó a ocupar la presidencia de la República, y finalmente, en 1903 llegó a la presidencia por derecho propio. Carlos Zubillaga bosqueja dos grandes épocas desde el punto de vista de la situación interna del batllismo: A la primera (1903 – 1916) la denomina batllismo posibilista, y señala que fue aquella en la “que la propuesta reformista pudo haber alcanzado un grado considerable de efectividad y cuestionado las bases de sustentación de la estructura agro-exportadora vigente”. La segunda, escapa al radio de análisis de este trabajo y la ubica entre 1916 y 1933. La denomina como batllismo de transacción, y se caracterizaría según Zubillaga, por la “debilidad electoral de la comunidad liderada por Batlle y Ordóñez, motivada por el fraccionamiento político del Partido Colorado (surgimiento del riverismo, del vierismo y del sosismo)” lo cual habría obligado a Batlle a negociar y transar con el consecuente debilitamiento posterior (Zubillaga, 1982). La cita revela cómo, un líder como Batlle, que había iniciado su primer mandato con la violación de un pacto, actitud que lo situaba en una posición por lo menos renuente a negociar, de hecho terminó con “el virtual desmantelamiento del proyecto reformista”. Esto equivale a considerar que sufrió un intenso desgaste en sus constantes polémicas y enfrentamientos. Excede el objeto de este trabajo, una investigación que sin embargo parece interesante, acerca de cuál habría sido el papel que eventualmente pudo jugar Rodó en ese desgaste del creador del batllismo. Pero cabe suponer que su incidencia no fue menor. Si se presta atención al encarnizamiento creciente que fue adquiriendo el combate cívico, al que el propio Batlle se refirió en reiteradas oportunidades a través de las páginas de su diario, y la forma en que el propio Rodó se fue empleando cada vez más a fondo en él; si además se le agrega el ingrediente –puesto de manifiesto por Rodó en la carta a Luis A. Thevenet- del interés con que la opinión pública seguía los debates, puede concluirse que la erosión que esa coyuntura le imprimió a la estrategia, los planes y la organización de Batlle, no fue ínfima. Difícilmente hubiera en ese momento en la sociedad uruguaya, alguien con el poder de persuasión de Rodó, para concitar en su torno el seguimiento de otros líderes opuestos al batllismo, así como también, de congregar al mismo tiempo a la opinión pública. Sólo partiendo de la base de que Batlle debe necesariamente haber concluido que Rodó era un enemigo poderoso y capaz de infligirle daños, se entiende que le haya destinado tantos artículos y algunos de ellos, con gruesos improperios. Sólo a los más encarnizados enemigos se trata como Batlle trató a Rodó. Del mismo modo le respondió Rodó, aunque desde luego, con estilo diferente. Hablar de una coalición contra las posiciones de Batlle, parece más correcto que designar a sus opositores como anticolegialistas. Lo que se jugaba en esa reforma constitucional no era el colegiado contra el anticolegiado. El peso de los debates 29


recaía en las ideas que han llegado hasta nosotros como subsidiarias, pero eran en realidad el eje del debate: la representación proporcional, la ratificación popular de la reforma, en definitiva, la conciliación con el adversario y el favorecimiento de las condiciones para mejorar el clima democrático. Ya en 1901 se había generado un breve cortocircuito entre Rodó y Batlle. “En vísperas de elecciones y con la consiguiente exaltación de los ánimos (Rodó) establece que su partido debía ceder el poder si caía vencido en la lucha del sufragio. Tal manifestación, hecha en días de gran incertidumbre electoral y en un ambiente de apasionamientos juveniles [...] suscitó reproches, aunque tal práctica de ceder el poder, décadas después, haya pasado al acervo del orgullo político uruguayo. El significado de su actitud valiente y democrática se tendrá claro si se recuerda el temor existente en la época que la asumía: entre 1895 y 1904 los partidos habían apelado varias veces a las armas para dirimir diferencias” (Torrano, 1973) Como lo destaca Gros Espiell, Batlle violó a poco de ingresar a su primera presidencia, en 1904, el Pacto de la Cruz, que había sellado la revolución de 1897. Pretendía someter al adversario y no contemporizar. Al desatarse la revolución y la guerra civil, Batlle supo que el partido nacional no toleraría violaciones a lo pactado. La bala que puso fin a la vida de Aparicio Saravia en setiembre de 1904 salvó al gobierno de una larga confrontación y quizá de una derrota. Pero aunque el gobierno terminara venciendo, el hecho de que ante la violación del pacto el partido nacional tomara las armas, representa para Gros, el límite para futuras violaciones por parte del gobierno y por lo tanto, la afirmación de un piso sobre el cual comenzar a edificar las instituciones democráticas. Giovanni Sartori, citado por Luis E. González, sin llegar a abonar la tesis del partido hegemónico, tampoco califica al sistema político uruguayo del pasado como bipartidista: “Uruguay no era un sistema bipartidista sino un sistema de partido predominante con un formato bipartidista; en su opinión los colorados fueron un partido predominante de 1868 a 1959 y volvieron a serlo desde 1967 en adelante [...] Cualquiera sea el formato, si existe un partido capaz de ganar por lo menos tres mayorías consecutivas en la cámara baja en competencia electoral auténtica, entonces tenemos sistema de partido predominante. La característica distintiva de un sistema de partido predominante es que gobierna un único partido sin tomar demasiado en cuenta los puntos de vista de los otros actores políticos, teniendo por supuesto como límite el mantenimiento de la democracia” (González, 1993). Una última acotación que ilustra las sinuosidades que Rodó reprochaba a Batlle, entre las que se encuentra el tema capital de la representación proporcional. Señalaba Rodó que “la reorganización del partido colorado, obrada luego de la paz de 1897, donde se había venido a comprender la necesidad de ese principio – de representación proporcional- no era ‘sino el primer paso de una evolución que debía coronarse un día con el sistema de representación proporcional’ por el que abogaba para dar entrada a minorías que distaban, precisamente, de poder 30


caracterizarse como aristocráticas u oligárquicas. Se trata de minorías cuyo credo filosófico no era compartido por Rodó: de la representación socialista y de la representación católica. Enfrentábase así a El Día que sostenía que la ‘organización fundamental de una sociedad debe ser obra de la mayoría absoluta [que] la oportunidad de la intervención de las minorías viene después de esa organización fundamental” (Torrano, 1973). Lo que Rodó quería decir era que los principios son principios precisamente porque deben aplicarse cuando resultan útiles a la propia conveniencia, y también cuando resultan inconvenientes. De otro modo es muy difícil construir no sólo una democracia sino una sociedad y una nación. Pero esta concepción de la democracia lo enfrentaba una y otra vez a Batlle, más propenso a sacar ventaja de la situación de predominio de su partido. Un breve párrafo de Carlos Manini Ríos –hijo de Pedro Manini- termina de dibujar el perfil nítido de Batlle, y lo pinta como el verdadero jacobino que sin duda era: “El mecanismo de la Agrupación de Gobierno [era] el instrumento original que Batlle había imaginado para que el Partido controlara, dominara y dirigiera a los gobernantes, teniendo siempre presente que en última instancia el Partido era él” (Carlos Manini Ríos, 1972).

IV – Rodó, la cabeza moderna por excelencia

Rodó era el séptimo hijo del matrimonio de José Rodó y Janer, comerciante nacido en Cataluña pero radicado desde su infancia en Montevideo, con Rosario Piñeiro y Lamas. Nació el 15 de julio de 1871. La muerte de su padre en 1885, acentuó el declive económico de la familia, que ya había obligado a Rodó a desertar de sus estudios en el colegio Elbio Fernández en 1883. Al igual que Batlle, Rodó provenía entonces de un hogar de empresarios, pero en este caso, venidos a menos tras varios reveses económicos. Víctor Pérez Petit describe a Rodó como “un refractario a los exámenes”; le costaba dominar sus nervios, pese a su minuciosa preparación; “tenía miedo de no poder responder a los examinadores”. Rodó le habría confiado en cierta oportunidad: “la idea de que pudiera salir rechazado me llenaba de espanto. Si esto me hubiera sucedido alguna vez me hubiera muerto de vergüenza”. (Pérez Petit, 1919)

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Agrega Pérez Petit: “Hay estudiantes –todo el mundo sabe esto- de un desparpajo admirable: sin poseer rudimentos de la materia cuyo examen van a rendir, se presentan ante el tribunal examinador y con mucha facilidad de palabra y buena dosis de osadía, salen del paso. Rodó, buen y concienzudo estudiante, desconfiaba de sí mismo y temía al examen; de ahí que su bachillerato empezara a prolongarse en demasía. Finalmente hubo de abandonarlo” (Pérez Petit, 1919). Este abandono no debería llevar a falsas conclusiones sobre la falta de carácter de Rodó que a tantos malentendidos conduce. Conviene contextualizar el “abandono” en función de dos breves referencias: La una, de Rodríguez Monegal quien señala que “cada vez prima más en él la vocación literaria, que lo aparta del enciclopedismo científico de los planes de estudio. La suerte en los exámenes es desigual”. Es decir, no le interesaba el sistema de enseñanza imperante basado en el enciclopedismo; no pudo adaptarse y prefirió desertar (Rodríguez Monegal, 1957). La segunda referencia pertenece a Pérez Petit, quien señala que, el descubrimiento de una colección de El Iniciador en la biblioteca paterna, le permitió tomar contacto con los artículos de Juan María Gutiérrez. Esa circunstancia generó un cambio en la vida de Rodó. Dice Pérez Petit: “La lectura de El Iniciador y el examen de los donosísimos artículos de Gutiérrez le revelan su vocación. Entonces empieza a estudiar de verdad”. (Pérez Petit) Autocrítica cero “Estudiar de verdad”, era para Rodó, según Pérez Petit, “leer desaforadamente – primero todos los libros de la biblioteca paterna; luego los que él mismo adquiere en librerías. Poco a poco va dominando uno de los más bellos períodos de nuestra historia literaria y el más estrechamente vinculado al de la cultura argentina”. Estudiar de verdad era, en definitiva, seguir un orden propio, no enciclopedista. Se resistió a la concepción que hace del saber un fin en sí mismo –el saber por el saber mismo, de la A a la Z- y lo sustituyó por el saber como herramienta para modificar la sociedad. La búsqueda del saber como un orden signado por las interrogantes propias (Pérez Petit, 1919). Nuevamente queda a la vista la falsedad de la argumentación de corte psicologista que acentúa su timidez o su falta de carácter. No es ninguna casualidad que haya abandonado sus estudios académicos y haya encarado de la forma en que lo hizo la ardua cuestión del saber. En su caso –y ya veremos cuál era el plan de Rodómás bien se trataba de lo contrario; de una fuerte personalidad, alguien que manejaba su vida según sus propios criterios, aunque para ello debiera tomar alto riesgo. Posteriormente, Rodó también abandonaría la docencia. Cabe preguntarse si acaso Rodó no se sentía dotado para ejercer la docencia. Podría presuponerse que el dictado de clases no fuera una tarea con la que disfrutara. Pero también 32


cabe suponer –es otra hipótesis- que las razones por las cuales abandonó la docencia, fueran las mismas que lo impulsaron a abandonar el sistema como estudiante. En cuyo caso, de ser esta hipótesis válida, nos encontraríamos ante otro orden de problemas, y no el simple gusto por realizar una tarea u otra. Si abrimos un poco el problema, se advertirá que su orden de ideas distaba de encontrarse en sintonía con las ideas que circulaban habitualmente en su época. Estamos hablando de un Rodó temprano, que se retira de la docencia en 1901 y no retorna. Las ideas que insuflaban los contenidos de la época eran –cabe suponerlo- las que ocupaban la mente de sus estudiantes y sus colegas docentes, en definitiva, la masa crítica sensible que conforma la atmósfera ideológica de una sociedad en un momento determinado. Me refiero al orden de interrogantes sobre el que se estructuraba el pensamiento de Rodó. Ese orden de ideas que nutrió el arielismo, emparentado, como vimos al nacionalismo, y que fue desplegándose cada vez más en abierta oposición al positivismo. Ese orden de ideas propio es lo que todo docente que se precia vuelca en sus clases. Sin orden propio de ideas no hay docencia posible. Menos aun para el nivel de autoexigencia de quien, como Rodó, jamás podría transmitir mero conocimiento ajeno. Como ese orden de ideas distaba de estar en sintonía con la atmósfera ideológica local, puede colegirse que haya predispuesto a Rodó a buscar esa sintonía en la política, fuera del sistema de enseñanza. Por lo visto fue en la política donde se sintió, pese a todo, más a sus anchas. Y esto constituye otro buen objeto de estudio. No todos los días ocurre que el intelectual mayor que surge en un país deserte del sistema de enseñanza en dos oportunidades, como estudiante y como docente. Incluso posteriormente el rector Vázquez Acevedo le vuelve a ofrecer la cátedra de Literatura y Rodó la vuelve a rechazar. Sin embargo, estas deserciones de Rodó no se interpretan con el verdadero sentido recriminatorio que cualquier sistema sensible a las críticas advertiría, sino que se opta por culpabilizar al desertor. Esta conducta de culpar a la víctima ha tenido reiteradas aplicaciones en el pasado uruguayo. Pues así también ha operado, históricamente, nuestro sistema educativo. Autocrítica, cero. El pensamiento radical El pensamiento de Rodó, ajeno a las modas –aunque estuviera al tanto de ellas- y estructurado en base a un sistema de interrogantes propio, se desarrollaba en una unidad maciza difícil de abordar por cuanto la profundidad de sus elaboraciones proyectaban su pensamiento en el modelado del largo plazo. En su autenticidad y sugerente novedad, no es difícil presuponer que su ideario chocara todo el tiempo con las estrecheces de una sociedad propensa a pensarse con ritmos y categorías de aldea. El orden de interrogantes de Rodó era de tal radicalidad, que no le preocupaba hasta dónde necesitaría ampliar el radio de acción de su pensamiento para 33


encontrar respuestas inteligibles. Ese límite sencillamente no entraba en sus cálculos previos. La cuestión nunca fue para Rodó, encontrar un motivo de tesis que le permitiera con dos o tres hipótesis presentar trabajos a congresos, o figurar en algún plan editorial. Los intelectuales del estilo de Rodó, no se plantean nada que no le sea útil, en el profundo sentido del término, a su comunidad. Y ese interés comunitario siempre está claro, porque está a flor de piel, a disposición de todo aquél que realmente desee y procure encontrarlo. Para poner un ejemplo, diré que es probable que una de las preguntas primordiales que Rodó haya buscado responder se vinculaba con nuestra originalidad. Es decir, dónde se encontraba el grado cero al que podía ser reducido lo auténticamente propio de la uruguayidad si es que tal cosa era posible. Una pregunta de ese orden conecta inmediatamente con otra que podría plantearse de este modo: dónde está el ámbito mínimo de inteligibilidad posible, en el que una interrogante de ese orden puede ser resuelta con pertinencia. Es decir ¿acaso sería hurgando en la historia uruguaya que se encontraría la respuesta? Como ya se vio, es la primera pregunta que se formularía Toynbee, cuatro décadas después, cuando publicara en 1946, el primer tomo de los doce que conforman su monumental tratado Estudio de la Historia. Tanto Rodó en 1900 –cuando publica Ariel- como Toynbee en la década de 1940, llegaron a la misma conclusión: la unidad mínima inteligible es la civilización, no la nación Estado. Y por eso Rodó, como después Toynbee, pensó en esa dimensión. Todo Rodó debe leerse desde ese orden de ideas. La civilización en el caso de Rodó es Iberoamérica, o América latina, la Magna Patria latente en el zumo común de las múltiples patrias fragmentarias. Es decir que en la búsqueda de nuestra originalidad, se encontró con que ninguno de los países latinoamericanos podía reclamar para sí los atributos de la originalidad extrema al punto de poder separarse legítimamente del resto de las naciones que surgieron a la historia a partir de la matriz hispano portuguesa. Por encima de la uruguayidad, de la argentinidad o el brasileñismo, se encontró con una idea mayor; allí se encontraba el grado cero, el ámbito de extensión imprescindible desde el cual el objeto de estudio presenta inteligibilidad: “Señores: Alta es la idea de la patria; pero en los pueblos de la América latina, en esta viva armonía de naciones vinculadas por todos los lazos de la tradición, de la raza, de las instituciones, del idioma, como nunca las presentó juntas y abarcando tan vasto espacio la historia del mundo, bien podemos decir que hay algo aún más alto que la idea de la patria, y es la idea de la América: la idea de la América concebida como una grande e imperecedera unidad, como una excelsa y magna patria”. Esto decía Rodó ante la tumba de Juan Carlos Gómez en 1905, e ilustraba cabalmente su punto de vista (Rodríguez Monegal, 1957, p. 497). Es a partir de Rodó que comienzan a escribirse las historias de la región, ya no como entidades separadas y autónomas, sino como unidades articuladas que 34


cobran mayor sentido cuanto mayor es la unidad. La unidad continental y civilizacional es la plataforma de sentido desde donde Rodó proyectó su pensamiento. Esta idea, que demuestra exceder a la comprensión de muchos intelectuales uruguayos, era evidentemente aun más desmesurada para la época de Rodó. No es de extrañar que se aburriera en los claustros universitarios de entonces, ya fuera como alumno o docente. El pensamiento radical en acción Como todo pensador de fuste, Rodó se movía en varios planos a la vez. El más profundo era el que se vinculaba con el ámbito espacio temporal de la civilización, como unidad mínima inteligible. Por eso no es de extrañar que haya sido el estudio y análisis de nuestras raíces occidentales, uno de sus emprendimientos intelectuales más poderosos y duraderos. Se sumergió en el estudio del mundo grecorromano, de la política y la construcción de instituciones de Grecia y Roma, del mismo modo en que un siglo antes lo habían hecho los llamados “padres fundadores” de los Estados Unidos. Rodó fue probablemente el único uruguayo y el primer latinoamericano en hacerlo y su actitud hacia la antigüedad lo emparienta con las mentes más lúcidas de quienes forjaron los Estados Unidos. Esta alta nota de genialidad y radicalismo de Rodó ha dejado anonadados a varios exponentes de la crítica detractora, ya que, como no analizan la obra de Rodó desde su ápice, tampoco comprenden por qué se abocó al estudio del mundo grecorromano. El historiador norteamericano Arthur M. Schlesinger Jr. –asesor de John Kennedy entre otros presidentes- insiste en su libro Los ciclos de la historia americana, en remarcar la obsesión que la caída de Roma y el impacto que los 22 libros de La ciudad de Dios, la obra cumbre de San Agustín, habían ejercido entre “los norteamericanos del siglo XVII que leían a los padres cristianos y los del siglo XVIII que leían a Polibio, Plutarco, Cicerón, Salustio y Tácito” (Schlesinger, 1986). La obsesión de los norteamericanos por la antigüedad era tan grande, dice Schlesinger, que la primera generación de la república (norte) americana llamó a la cámara superior el Senado, firmó su más grande tratado político Publio, esculpió a sus héroes con togas y a las nuevas comunidades las llamó Roma y Atenas, Utica, Itaca y Siracusa”. La comparación era plausible. El británico Alfred North Whitehead (1861 – 1947) llegó a decir que “las dos ocasiones en la historia en que la gente que estaba en el poder hizo lo que se necesitaba hacer casi tan bien como uno pueda imaginarse que sea posible fueron la era de Augusto y la de elaboración de la Constitución (norte) americana” (Schlesinger, 1986). Ante la pregunta de por qué los “padres fundadores examinaron apasionadamente a los historiadores clásicos”, Schlesinger responde: “para hallar modos de escapar al destino clásico”. Es decir, lo que preocupaba a los líderes norteamericanos del siglo XVIII y XIX ha sido cómo escapar al destino de auge y decadencia imperial; 35


tanta era la convicción de que estaban fundando un imperio destinado no sólo a incidir decisivamente en los destinos del mundo, sino a dominarlo. Y continúa Schlesinger: “Es imposible exagerar la ansiedad que acompañó esta búsqueda o la importancia que tuvieron para ellos los textos antiguos. Thomas Jefferson juzgaba a Tácito ‘el primer escritor del mundo sin una sola excepción. Su libro es una mezcla de historia y moralidad de la que no tenemos ningún otro ejemplo’” (Schlesinger 1986). Es decir que mientras los norteamericanos estudiaban la antigüedad grecorromana porque se veían a sí mismos como imperio del futuro y pretendían evitar el destino de la antigua Roma, Rodó abrevaba en la antigüedad para delimitar los orígenes, como primera ocasión en que un latinoamericano se adentraba con esa profundidad en la matriz. Buceaba en pos de los rasgos comunes, para definir en qué consistían y divulgarlos en todas las direcciones del continente. Allí se encontraban las fuentes de nuestra originalidad. Era lo primero que debíamos saber y comprender. Y como corresponde a alguien que piensa con radicalidad no aguarda a que alguien lo haga; se aboca de inmediato a resolver el problema. Que no otra cosa es el saber sino una herramienta para resolver problemas. Por eso es que se comprende cuando se lo necesita para alcanzar un determinado objetivo. Se trabaja, se escribe, se piensa porque se necesita saber y no a la inversa. Esa es la lógica de fondo del pensamiento radical. Esa era la lógica de Rodó. La comparación permite ilustrar desde otro ángulo, el orden de ideas en que se movía Rodó. Y una vez más –no parece ocioso reiterarlo- queda de manifiesto la cuestión clave de ese ida y vuelta entre el pensamiento y la acción, una característica inequívoca que acompaña a los pensadores radicales. Rodó había comprendido, como los llamados padres fundadores de los Estados Unidos, que los problemas que la región latinoamericana debía resolver eran similares a los problemas que los Estados Unidos habían resuelto durante el siglo XIX. Este paralelismo entre Rodó y los primeros líderes norteamericanos, se agota en esa aproximación primordial a la fuente; no va más allá. Es decir, la razón por la que aquellos abrevaron en la Roma imperial residía en el destino imperial al que aspiraban. La razón de Rodó era la búsqueda de la unidad de sentido, el mínimo común múltiplo, más allá del cual, el foco se difumina y pierde nitidez y más acá del cual, la pequeñez impide que el conjunto complete su sentido. Al igual que Thomas Jefferson (1743 – 1826) que juzgaba a Tácito “el primer escritor del mundo”, Rodó también lo ubicaba al tope de su consideración. Rodó lo decía de otro modo: “Habría que decir todo esto bien profundamente, con mucha verdad, sin ningún odio, con la frialdad de un Tácito” (Pérez Petit, 1919). Rodó encontraba en el escritor romano, la misma cumbre del estilo que reverenciaba Jefferson.

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Rodó comprendió a través de largas jornadas de estudio y reflexión, que las fuentes del saber que nos fue legado se encontraban en el mundo antiguo, en Grecia y en Roma, y por eso hizo de la comprensión del mundo grecorromano, su objeto de estudio. Lo comprendió del mismo modo en que antes lo había comprendido Alexander Hamilton, quien escribió en los célebres papeles de The Federalist que “La República Romana alcanzó la cúspide de la grandeza humana” (Schlesinger, 1986). Si por un lado queda clara la radicalidad del pensamiento de Rodó, por el otro debe subrayarse su mentalidad moderna, que desmiente a cuantos lo percibieron como un hombre del siglo XIX. Si Rodó pudo pensar primero, y resolver después, que las pequeñas patrias a que había dado origen el proceso independentista, carecían de destino en el mundo del futuro es que tenía un diagnóstico claro, acerca del tipo de mundo en el que habrían de vivir los uruguayos y latinoamericanos en el siglo XX. No se planteó el problema de unidad de sentido mínima por una mera cuestión teórica, sino para demarcar el problema en su forma más precisa. Sólo así es posible encontrar la solución. Es decir que, si el siglo XX iba a ser como él preveía, un mundo de grandes países, y el surgimiento meteórico de los Estados Unidos era no la excepción sino la prueba, pues algo había que hacer con esa idea y no sentarse a esperar que la realidad golpeara con los hechos consumados. En su libro póstumo, El camino de Paros, figura uno de los artículos que escribió para la revista Caras y Caretas que fue publicado en setiembre de 1916. Se titula “el nacionalismo catalán” y allí Rodó es aun más explícito en cuanto al tema de los pequeños países en el mundo en formación. En ese artículo, de relativa extensión, en que Rodó analiza diversos aspectos del nacionalismo, finaliza recomendándoles a los nacionalistas catalanes, que no se dejen llevar por el entusiasmo y lo equilibren “con una reflexiva abnegación. Mantened, amad la patria chica, pero amadla dentro de la grande. Pensad cuán dudoso es todavía que el sentido moral de la humanidad asegure suficientemente la suerte de los Estados pequeños. No os alucinéis con el recuerdo de las repúblicas de Grecia y de Italia. Considerad que no en vano han pasado los siglos, y que hoy son necesarias las capacidades de los fuertes para influir de veras en la obra de la civilización” (Rodríguez Monegal, 1957). Rodó pensaba en la misma época en que pensadores como Halford Mackinder, Karl von Haushofer, Oswald Spengler, Alfred Weber y el propio Toynbee unas décadas más adelante, comenzaban a lanzar sus obras globalizadoras de la historia planetaria. Fue un adelantado latinoamericano en ese “pensar el mundo” que durante el siglo XIX perteneció a los pensadores europeos y durante el siglo XX a los pensadores norteamericanos. Rodó fue un pionero en América latina en pensar el mundo en forma global pero desde el vértice de su propia ubicación geográfica y cultural. No son muchos los latinoamericanos que lo han hecho. Se trata de un selecto club al que 37


recientemente, Helio Jaguaribe, acaba de incorporar su obra mayor. En 2002, el sociólogo brasileño publicó los dos tomos de su Estudio crítico de la Historia, una obra que presenta más similitudes que su título con el tratado del británico Toynbee. Sus dos referentes son precisamente Alfred Weber y Arnold Toynbee (Helio Jaguaribe, 2002) Fue en esa transición de su vida y su trabajo, de su reflexión y sus polémicas, que Rodó advirtió que si la unidad mínima inteligible es la civilización, pues debía abocarse al estudio de esos orígenes. Desde esa unidad debe analizarse y juzgarse la obra de Rodó. Dicho lo cual estamos en condiciones de echar un vistazo a su programa. El triple legado de España y Portugal Europeos, asiáticos y africanos provienen de lo que el británico Halford Mackinder llamó “la isla mundial”. El continente americano en cambio es para Mackinder la “isla continental” y si bien nuestro flujo poblacional inicial provino de la Polinesia (Oceanía), el flujo civilizatorio fue europeo. Estos datos, todavía no han sido incorporados debidamente al imaginario colectivo. Por razones ideológicas, o sea falsas, prevalecen la confusión y la controversia. Los primeros pobladores llegaron desde Oceanía por el Pacífico en cuatro oleadas que van desde el año 24000 a 1200 a.C., pero 2.700 años después, a fines del siglo XV se produce la conquista y posterior colonización por parte de España y Portugal (Salvador Canals Frau, 1976). Y en el último cuarto del siglo XIX, el Río de la Plata fue literalmente invadido “por una masa de inmigrantes que en proporción a la población originaria fue la más alta conocida en el planeta” (Tulio Halperin Donghi, 1987). ¿Qué determinó esa verdadera invasión? Según Oddone, entre 1815 y 1914, Europa vivió una “verdadera revolución demográfica”, que entre 1870 y 1914 expulsó 40 millones de europeos. Es decir que, si los movimientos migratorios prehistóricos participan fuertemente en la conformación étnica de los primeros pobladores, las dos oleadas modernas son decisivas para conformar nuestra mentalidad (Juan Antonio Oddone, 1966). El hecho de que los imperios español y portugués hayan perdido su preeminencia marítima y por lo tanto política en el siglo XVIII, no debe oscurecer el hecho verdaderamente decisivo: se trataba de naciones cuyas sociedades dominaban los conocimientos de la época y trasladaron a nuestras costas la revolución epistemológica de los siglos XVI y XVII. Por todas estas razones, España y Portugal representan tres influencias fundamentales en nuestra identidad: 1) el legado de Occidente (lengua, normas y valores); 2) la revolución epistemológica de los siglos XVI y XVII; 3) el mestizaje. Parece oportuno detenerse un instante en cada uno de estos tres grandes ámbitos de sentido. 38


1) El legado de Occidente Señala Thomas Calvo que cuando España y Portugal se propusieron gestionar el espacio americano –las dos coronas estuvieron unidas entre 1580 y 1640- “el enunciado parece simple, pero terminará constituyendo un desafío insuperable (ya que) tenían que dominar un espacio cuarenta veces mayor que la península ibérica, con una población (en 1492) entre cinco y seis veces superior a la suya, y colocado a una distancia/tiempo de entre cuarenta días de navegación (para el Brasil y las islas) y setenta para el extremo del golfo de México (Thomas Calvo, 1996). Frente a aquella debilidad, el conquistador contaba a su favor, con una diferencia cultural apabullante. Las culturas indígenas eran “refinadas pero frágiles”. Mientras “los mayas, ‘los griegos de América’ habían determinado el año astronómico con mayor precisión que el calendario gregoriano [y] la red de caminos del mundo incaico, más de 16.000 kilómetros, permitía llevar las noticias desde los confines del Imperio hasta su centro (Cuzco) en menos de una semana a lo largo de 2.000 kilómetros (llamaba la atención) la indigencia generalizada de los medios de transporte, la ausencia de la rueda y de animales de carga, con excepción de las llamas andinas (así como la existencia de) ciento treinta y cuatro familias lingüísticas, fragmentadas en varios centenares de variantes” (Calvo, 1996). Cuando España y Portugal inician en el siglo XVI la colonización de América sintetizan más de 25 siglos de civilización occidental. Esta no era la única ni la superior en todos los campos, pero sí era la civilización que quería modernizarse y expandirse. Si Roma había sido la gran heredera del mundo helénico, Europa –sonre todo la Europa latina- se transformó a su vez en la heredera del mundo grecorromano. Roma y su arquitectura, la ingeniería de sus puentes y acueductos, los prestigios literarios, los triunfos del derecho y la irrupción del cristianismo. Esa apretada lista de elementos llegaba sintetizada a través de España y Portugal. Europa ya era una realidad en el siglo XV. La tempestuosa y turbulenta forma en que llegaron españoles y portugueses, propia de la época y de una mentalidad, constituye otro punto de confusión en nuestro origen.

2) La revolución epistemológica de los siglos XVI y XVII “Es el tiempo de los grandes descubrimientos: del mundo y del hombre”, señala Roland Mousnier en la introducción al tomo de su Historia general de las civilizaciones (dirigida por Maurice Crouzet) que dedica a estos dos siglos decisivos para el flujo de la historia universal, pero aún más para la historia de Occidente y por lo tanto, decisivos para nosotros, iberoamericanos. Fue en ese preciso momento en que se produjo nuestro engarce al flujo histórico, en ancas de 39


los imperios español y portugués cuyas coronas, no está demás reiterarlo, estuvieron unificadas durante un tramo importante –1580 a 1640- de la etapa de la conquista y la colonización de América latina. “Las realizaciones técnicas de los hombres del siglo XX, gigantescas hasta tal punto que amenazan con aplastar a la humanidad, hacen aparecer a la Europa de los siglos XVI y XVII como dotada de una técnica débil. Pero ello significa olvidar que esa Europa toma una gran ventaja a las demás civilizaciones, y, al mismo tiempo, omitir un gran despliegue de invenciones artesanas, industriales, militares, náuticas, económicas, financieras y políticas, que multiplicaron la potencia del hombre e hicieron de aquellas centurias una gran época de progreso técnico” (Mousnier, 1967). Precisamente los siglos XVI y XVII -que para Mousnier abarcan desde 1492 a 1715, o sea desde el descubrimiento de América hasta el ascenso de Carlos V- es cuando se produce el proceso de conquista, comienzo de la colonización y se desarrolla fundamentalmente el proceso de fundación de todas las ciudades importantes de la América latina. Methol Ferré ha señalado que, con las únicas excepciones de Montevideo y Brasilia, las restantes capitales latinoamericanas se fundaron entre 1520 y 1560 (Methol Ferré, 1998). La importancia de que el proceso de conquista y colonización se haya producido en este período radica en que fuimos arrojados a la historia universal en uno de los procesos más ricos y decisivos para la historia de occidente. De hecho, el propio descubrimiento de América se produce por parte de la corona española, en momentos en que la mayor parte de Europa venía siendo conquistada por el Islam. Según Methol Ferré, el pujo conquistador que nace en España y Portugal de finales del siglo XV obedece a una estrategia de Enrique el Navegante, quien se habría propuesto por un lado escapar a la presión asfixiante del Islam y al mismo tiempo atacarlo por atrás, cortándole los vínculos con su retaguardia. Yendo hacia el Este por el Oeste, Colón se topó con América. No es entonces lo mismo que la conquista y la colonización hayan ocurrido en pleno proceso expansivo de occidente, que se revitaliza precisamente a partir del choque de culturas que genera el descubrimiento, a que se haya realizado en otro momento de la historia. Esa revolución epistemológica marcará el momento en el cual se inicia el empuje modernizador que determinará el distanciamiento de occidente del resto de las civilizaciones existentes en ese momento en el planeta. La modernidad empezaba a generar los tentáculos con que envolvería completamente al mundo en el apogeo de fines de los siglos XVIII y XIX. Con ese pujo, nosotros, latinoamericanos, nos incorporábamos al mundo, a la historia. 3) El mestizaje A diferencia de Estados Unidos, en que el protestantismo indujo a los cuáqueros a mantenerse racialmente “puros”, es decir que exterminaron a los indígenas sin

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mezclarse con ellos, en América del Sur la iglesia católica no alentó el exterminio, sino que promovió la mezcla racial. De hecho, somos el único continente mestizo. De modo que podemos decir que, si los indígenas polinesios están en la base de los rasgos morfológicos de nuestros primeros pobladores, fue la Europa moderna la que introdujo y galvanizó nuestra cultura. Es a partir de la compleja interacción de esas capas superpuestas que se conformó el diseño de lo que somos. Ni “venimos de los barcos” ni somos indígenas sobrevivientes de un genocidio. Somos producto de un choque de culturas. Pero mientras hubo pueblos que asumieron su mestizaje –Brasil, México, Ecuador, Perú- otros -Uruguay o Buenos Aires, porque la Argentina es diversa- lo combatieron. Uruguayos y porteños prefirieron considerarse blancos, europeos y cultos, y marginaron al indígena y al negro –el indígena importado, como lo llamaba Alejandro de Lipchutz. Pero más allá de las diferencias con que los distintos países surgidos de la matriz hispano portuguesa enfrentaron la cuestión indígena, lo que nos unifica, el manto que cubre al conjunto es un manto mestizo. Y ese mestizaje se produjo, bueno es reconocerlo, por las razones opuestas a la represión de los wasp –white, anglo, saxon, protestant- norteamericanos, para quienes “el mejor indio era el indio muerto”. La vertiente católica del cristianismo que colonizó estas tierras, promovió la integración racial. Fue una prueba de piadosa bondad, la que hizo de nuestro continente latinoamericano, el primer continente mestizo. Todo esto está, de modo más o menos explícito en Rodó. Ahí están nuestras bases, las que en algún momento deberemos asumir colectivamente, y cuya elusión nos provoca tantas confusiones, tantas inseguridades, tantas derrotas aisladas. Algunos pueblos porque se sienten predominantemente indígenas, otros porque se sienten predominantemente europeos, lo cierto es que llevamos casi dos siglos dándonos la espalda. Cierto es que cada vez menos, pero no es menos cierto que el mutuo reconocimiento es todavía insuficiente. Ahí está Rodó aguardando con su portentosa síntesis: ni indígenas ni europeos, occidentales mestizos.

V – La lógica de la política

Batlle no era el mejor equipado para pensar, sobre todo a largo plazo. Rodó no era el mejor equipado para la política, sobre todo en el corto plazo. Debieron

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complementarse, sino como correligionarios, al menos en el seno de una sociedad a la que le hubiera convenido contener simultáneamente a esos dos grandes hombres. Pero esa sociedad en construcción, presentaba en el ámbito de la institucionalidad democrática, sus carencias mayores. Batlle y Rodó pertenecían a dos mundos que no debieron encontrarse, salvo, quizá, tangencialmente. Las circunstancias dispusieron otra cosa y prevaleció la lógica del ámbito en que el duelo se jugó; la lógica de la política. Y en política –así debe ser- se gana y se pierde. Así las cosas, en el marco de la lógica política, el final era previsible. Las posibilidades de Rodó eran remotas. Pero Rodó era de los que daban las batallas aun cuando tuvieran un final previsible, si es que la batalla merecía ser dada. La victoria de Batlle fue, sin embargo, pírrica, de esas que demandan enormes sacrificios propios. El enfrentamiento no benefició en términos reales ni a Batlle, ni a Rodó. Que aun hoy, casi un siglo después sea necesario argumentar en defensa de Rodó, por cierto que expresa su posición comprometida en la consideración general, pero sobre todo que en alguna medida que habría que determinar, está pagando las consecuencias de aquel combate equívoco.

Se oponía a una novedad sin tradición Por haberse opuesto a Batlle, que pasó a la Historia con nota excelente y etiqueta de reformador, Rodó sería algo así como el anti reformador. Por eso, principalmente por eso, se lo etiqueta de “conservador”, como si por oponerse al cambio que proponía Batlle fuera refractario a todos los cambios. Es un error conceptual similar al que cometen historiadores como Barrán, cuando juzgan el pensamiento de Herrera, contrario a las ideas jacobinas y a las ideas comunistas y socialistas. No consideran la posibilidad de que Herrera se opusiera al jacobinismo, en sus variantes batllista, comunista o socialista porque los estimara erróneos e inconvenientes para la sociedad. El punto de vista jacobino de ambos – Batlle y Barrán- los lleva a autoubicarse en la posesión de la verdad. De ese modo opera la mayor parte de la crítica detractora de Rodó: Como la posición de Rodó era contraria al colegiado del modo que lo concebía Batlle, pues entonces, por oponerse a ese cambio, Rodó quedaba ubicado como opuesto a todos los cambios, ergo, era un conservador. Asimismo, desde esa misma óptica flechada, y por el solo hecho de impulsar cambios, no importa cuáles, no importa cómo, a Batlle se lo ha considerado progresista. Los detractores de Rodó, difícilmente se detengan a analizar sus razones, sus argumentos; jamás analizan a Rodó desde el núcleo de su pensamiento, donde un ideario concentra su máxima potencia. Prevalece el deseo de condenarlo. ¿Por qué? La verdad es que me gustaría entenderlo. Porque asidero racional, no tiene.

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Es evidente que Rodó no era un conservador. Dice Torrano: “En el acierto o en el error, su posición no era la de un conservador; se opuso a lo que consideraba, precisamente, que consagraría un statu quo, la consolidación de un poder. Era, bajo este ángulo, un progresista y no un quietista. Se oponía a una novedad sin tradición, a un experimento peligroso, según los términos del proyecto inicial. Temía Rodó el entronizamiento de un partido político en forma indefinida, aunque fuera el suyo propio. Si se admite la sinceridad de la motivación de Batlle se concluirá paradójicamente, que a ambos preocupaba la necesidad de limitar el poder. En esto, nudo filosófico-político, verdadero del asunto, Rodó y Batlle son los inalterables pilares de la tradición democrática uruguaya” (Torrano, 1973). Dos cosas me gustaría subrayar de este excelente aporte de Torrano: la primera, que Rodó “se oponía a una novedad sin tradición”, porque vuelve a poner de relieve que Rodó lo analizaba todo desde el punto de vista histórico. El segundo subrayado es para señalar cómo le preocupaba al demócrata genuino que habitaba en Rodó, el problema de la hegemonía, aunque se tratara –y quizá aun más por eso- de la hegemonía de su propio partido. En 1916, Rodó pensaba exactamente igual, en este punto, que en 1901 –ya citado, Torrano 1973, p. 26cuando en un discurso público, en medio de una gran incertidumbre política, Rodó manifestó que, en caso de perder en las elecciones de ese año, el partido colorado debía ceder el gobierno, ocasionándole esa declaración severos reproches de sus correligionarios. Por su parte Real de Azúa agrega otros elementos: “puede observarse que al realizar la triple identificación de Gobierno, Partido Colorado y un contenido ideológico unívoco y muy marcado, Batlle puso a distancia valiosos sectores y personas que hubieran podido concurrir a una gran empresa de modernización y emancipación nacionales” (Real de Azúa, 1987). Se desprende que con su forma de pensar y actuar, Batlle le imprimió una energía y una velocidad al proceso político uruguayo, que impedía que otra cosa que su impronta se manifestara. Y lo que escapara a ella carecía de lugar. Conmigo o contra mí, el verdadero jacobinismo en acción. Esa película la hemos visto muchas veces a lo largo de la historia. En tren de ser justos también con Batlle –aunque como se sabe, la Historia ha sido muy generosa con él- conviene establecer que probablemente buena parte de la gran obra social que dejó, quizá no hubiera sido posible de no haber jugado toda su energía desnivelante, si se hubiera dejado enredar por la retórica de los debates y hubiera subordinado la acción a la búsqueda del consenso. Como político de raza –y vaya si lo era- Batlle sabía que la política es acción, y que sería juzgado por sus hechos, no por sus vacilaciones o sus dudas, ni por sus opiniones o buenos sentimientos. Los hechos, básicamente los hechos, no otra cosa que los hechos constituyen la verdadera guía de los político en el poder en todos los tiempos. Soy consciente, que si reclamo análisis desde el ápice para Rodó, al mismo tiempo debo conceder el mismo tratamiento para Batlle. Y su ápice está en la acción, en los hechos. Simplemente le imprimió su propio vértigo 43


a sus dos gobierno. Ese era su estilo, vale decir, la forma en que sabía y podía actuar. A ese estilo le fue fiel y por lo demás, según parece, también era lo que la sociedad de la época le pedía, o al menos le aceptaba. Si algo demostró fehacientemente Batlle, es haber sido –a escala local- un muy buen intérprete de su tiempo. De todos modos, una sociedad no se agota en “su tiempo”. La Historia seguirá analizando el “después”. Y cuanto mayor sea el tiempo transcurrido, ese “después” quedará tanto más “pegado” al tiempo anterior, al punto de integrar una misma unidad de sentido. Mayor será por tanto, la claridad que emerja de la mirada abarcadora. Esa es una de las funciones de la necesaria interpretación histórica constante; la de ampliar el foco hasta mirar de conjunto, el segmento espacio temporal que entregue la dosis de sentido mayor. Y desde esa óptica ampliada, como señalaba Real, el estilo de Batlle, su forma de percibir la realidad y de operar para modificarla, dejaba por el camino a “valiosos sectores y personas que hubieran podido concurrir a una gran empresa de modernización y emancipación nacionales”. Omisiones y prejuicios A esta altura del relato puede decirse con propiedad, que la omisión que ha impedido a Rodó ser considerado como sujeto de la Historia obedece a múltiples razones vinculadas al prejuicio ideológico, a la incomprensión, a dificultades para vincular el pensamiento y la acción, a la falta de pensamiento radical y por lo tanto a las dificultades para comprenderlo cuando éste se presenta. Rodó es por derecho propio sujeto de la Historia. De acuerdo a la lógica política fue derrotado, y la prueba estriba en que debió irse del país y abandonar el terreno. No obstante, impuso su peso intelectual y logró inclinar la balanza a su favor y obtener victorias importantes. Es probable que sus críticas, entre ellas su preciso diagnóstico según el cual caracterizó a Batlle como jacobino, hayan sido decisivas en el desgaste que extenuó su liderazgo. Rodó fue un fuerte obstáculo para el proyecto hegemónico, al cual le infligió severas derrotas, pero al mismo tiempo no pudo evitar el precio excesivo que debió pagar por sus victorias parciales. Rodó y Batlle se enfrentaron no porque Batlle haya favorecido el debate, sino porque no tuvo más remedio que aceptar el desafío. Es un gran mérito de Rodó. Con Batlle se enfrentaba el que podía. No bastaba con desear hacerlo. Lo más probable es que Batlle no deseara ese combate cívico. Sin embargo, tampoco pudo eludirlo, salvo a condición de pagar un alto costo político. La visibilidad de Rodó, su predicamento en vastos sectores de la opinión pública restringieron las alternativas de Batlle hasta quedar enfrentado, cara a cara, con el hombre que menos deseaba enfrentar. Sabía que se trataba de un gran esgrimista de las ideas que estaba capacitado para infligirle daño. De hecho se lo infligió.

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Puede decirse que buena parte de la energía y potencia de Rodó quedaron neutralizadas en ese enfrentamiento, que la propia sociedad no pudo impedir. Pero al mismo tiempo, ese enfrentamiento logró –nada menos- neutralizar, alivianar, obstaculizar un proyecto hegemónico extremo. A la luz de estas consideraciones vuelve a resultar inexplicable que, habiéndole quitado el sueño al líder durante tanto tiempo, quienes han escrito la Historia solo hayan recogido algunos sonidos apagados de enfrentamiento tan sonoro. El mundo seguía andando No era momento de detenerse en perfeccionismos, pero por lo visto aquella sociedad no podía resolver con más celeridad sus problemas organizativos. Mientras tanto, en el mundo se instalaba la nueva potencia de los Estados Unidos, que en 1898 iniciaban su expansión hacia Cuba y Puerto Rico, en el Caribe, y hacia Hawaii y Filipinas, en el Pacífico. Que en ese preciso momento, dos de las cabezas más lúcidas del país se sumieran en un debate local y en él extenuaran sus energías, ilustra quizá como pocas imágenes, la hondura de la tragedia. Fue un gran debate, pero no dejaba de ser, un gran debate de aldea. Rodó comprendía perfectamente que los cambios modernos conducían a la unificación de los mercados y por lo tanto a que prevalecieran las grandes naciones, lo cual conducía irreversiblemente a las pequeñas naciones a la irrelevancia y al atraso. También en el campo de la interpretación geopolítica, Rodó se enfrentaba a Batlle. Su iberoamericanismo estaba en abierta contradicción con el panamericanismo batllista. Un error muy común es creer que Rodó sentía un fuerte rechazo por los Estados Unidos. Hay en la obra de Rodó un ajustado análisis de esa gran nación. Rodó no abría juicio sobre los Estados Unidos, más allá de aquellos planos en los que la evolución de los Estados Unidos repercutía en nuestros países. Y esa repercusión tenía dos planos evidentes: el primero de ellos era el que llamó la “nordomanía”, que consistía en la imitación acrítica de todo lo que venía de la gran nación del norte y por eso alertaba sobre todo a los jóvenes latinoamericanos, a mantener el espíritu crítico y seleccionar aquello que merecía ser copiado, rechazando lo supefluo y fútil. El segundo plano en el cual la acción de los Estados Unidos influía sobre nuestros países era su expansionismo, sobre todo cuando se realizaba a expensas e incluso en contra de países latinoamericanos, como fue el caso de México, Cuba, Puerto Rico y Panamá, entre otros que se produjeron después. Para ilustrar no sólo la forma de pensar, sino también de actuar de Rodó, puede ser útil transcribir esta cita de Torrano, de un texto de Carlos Rama: “Al desembarcar tropas norteamericanas en Veracruz el 21 de abril de 1914, a las cuales resisten cadetes mexicanos, encarnando la defensa de la soberanía nacional [...] un comité estudiantil pro México de la Federación de Estudiantes, obtiene el apoyo del anárquico centro Internacional de Estudios Sociales, de 45


clubes colorados y blancos, de la revista “Tabaré” y hasta del propio José E. Rodó, cuyas ideas de Ariel se confirmaban en los hechos” (Rama, 1969). La manifestación se cumplió el 25 de abril de 1914 y no fue pacífica; dejó un saldo de cincuenta heridos. Rama informa que “entre los manifestantes o patrocinadores del acto figuraban por ejemplo, José E. Rodó, Julio Raúl Mendilaharzu, Fernán Silva Valdés, Enrique Casaravilla Lemos, Miguel A. Paez Formoso, Eduardo Rodríguez Larreta, José G. Antuña, José P. Blixen Ramírez, Alberto Reyes Thevenet, Enrique Cluzeau Mortet, Eduardo Acevedo Alvarez, Vicente H. Salaverry, Bartolomé Vignale, Humberto Boggiano, Eduardo Terra Arocena, Eustaquio Tomé, Oscar Bellán, junto a dirigentes de extrema izquierda como Angel Falco, Evaristo Bouzas Urrutia (!), el también argentino Manuel Ugarte, Angel Morelli, J. Vidal, etc.”. Una vez más, esta vez en la calle, Rodó junto a ciudadanos blancos y colorados, se enfrentaba a Batlle, quien desde el gobierno reprimió duramente a los manifestantes. Que ambos estuvieran también enfrentados en materia de política internacional proviene del mismo haz de sentido: mientras Batlle venía del partido colorado de la Defensa, afiliado a las tesis intervencionistas, Rodó se vinculaba al coloradismo más moderno y cosmopolita, el sector verdaderamente más progresista del partido colorado. Y en ese sentido coincidía con quienes desde el partido nacional –el caso de Herrera es paradigmático- han hecho de la No intervención, el más alto de los principios de la relación entre estados. El proceso de la reforma constitucional Retomaremos nuevamente el hilo y volveremos al debate sobre la reforma constitucional. Gros Espiell atribuye el largo reinado sin reformas de la Constitución de 1830, al “sistema extremadamente dificultoso que se establecía” precisamente para su modificación. “Por ello, constituía un paso previo para la reforma constitucional, la modificación del sistema de reforma [que] se introdujo con la ley de 28 de agosto de 1912” (Gros Espiell, 1991). Hubo un largo proceso que comenzó con la ley del 7 de noviembre de 1907, que declaró la necesidad de la reforma. En 1910, para implementar aquella ley, se propusieron siete fórmulas de modificación de la sección XII, correspondiente a los mecanismos para modificar el sistema de reforma. Finalmente, el 28 de agosto de 1912, se adoptó una de esas fórmulas, la cual “exigía la previa declaración de la conveniencia nacional de la reforma por las dos terceras partes de votos de ambas Cámaras (art. 153), producido lo cual, se convocaría a una Convención Nacional Constituyente, que debía estudiar las enmiendas, las cuales, si resultaren aprobadas por mayoría absoluta de votos (art. 158), se someterían a la aprobación del Cuerpo Electoral (art. 159). Durante la sustanciación del proceso de modificación de los mecanismos para la reforma, Batlle publicaba sus “Apuntes” sobre el tema, es decir, sus concepciones 46


sobre el proyecto. Señala Gros que el proyecto de Batlle ”proponía la sustitución de la Presidencia de la República por una Junta de Gobierno, compuesta de nueve miembros, que se renovarían a razón de uno por año, y que serían elegidos directamente por el pueblo, por simple mayoría de votos” (Gros Espiell, 1991). Añade Gros que los artículos de Batlle produjeron una “honda conmoción pública”, ya que, pese a que la posición reformista de Batlle era conocida, no “dejó de elevarse, en ciertos sectores del país [...] incluso aquellos que no eran contrarios a la idea de un Ejecutivo colegiado, o plural”, una enérgica reacción contraria. Alarmaba a esos sectores, “que el proyecto aumentaba, en vez de disminuir, las facultades del Poder Ejecutivo, que no se acentuaba ni precisaba los poderes de contralor del Parlamento, ni constitucionalizaba las normas relativas a la organización de garantías del sufragio” (Gros Espiell, en base a Juan Andrés Ramírez y Ariosto D. González). El partido nacional se manifestó unánimemente en contra del proyecto de Batlle (Gros Espiell, 1991). Parece útil reseñar brevemente los aspectos en que Batlle y Rodó discrepaban, respecto de la reforma constitucional, ya que puede permitir comprender el tipo de país que impulsaba cada uno: 1) Batlle quería la reforma lo antes posible, mientras que Rodó hizo lo que pudo para que los mecanismos de la reforma se realizaran con amplias mayorías de ambas Cámaras y demoraran hasta la siguiente legislatura para ponerse en práctica, exigiendo además, la ratificación mediante elecciones populares. Pretendía evitar que Batlle impusiera las urgencias de su conveniencia personal y de partido. 2) Batlle proponía mayoría simple para elegir a los miembros del futuro ejecutivo colegiado. Rodó, los anticolegialistas colorados y todo el partido nacional, promovían la repartición proporcional de los votos, una metodología democrática, que permite que afloren matices de opinión y partidos menores que de otro modo quedarían sepultados. 3) El programa de máxima de Batlle se completaba con su pretensión de que los miembros del colegiado se renovaran de a uno por año. Resulta evidente que los propósitos de Batlle y Ordóñez, para el futuro, una vez que se hubiera retirado de su segunda presidencia, era la de retener el control de la política a través de su partido y el contralor del partido a través de su fracción. La derrota de Batlle Finalmente, las elecciones para una Asamblea Constituyente se realizaron el 30 de julio de 1916 y el triunfo fue amplio para los sectores que expresaban las ideas opuestas a las de Batlle. Fue la primera vez que se empleó el voto secreto y la representación proporcional. Nacionalistas: 105 votos 47


Batllismo colegialista: 82 Colorados anticolegialistas: 25 Partido Socialista y Unión Cívica: 6 A la luz de estos resultados se efectuó una negociación entre los partidos políticos. Según Gros “a partir del momento de la aprobación del Pacto de los Partidos, la labor de la Convención (constituyente) quedó reducida a una expresión mínima: la de trasladar a un proyecto completo de reforma constitucional, las bases adoptadas por la “Comisión de los ocho”. La Convención aprobó un proyecto el 15 de octubre de 1917 que fue sometido a plebiscito el 25 de noviembre de 1917 y “ratificado por ochenta y cuatro mil novecientos noventa y dos votos por sí, contra cuatro mil treinta votos por no. La nueva Constitución promulgada el 3 de enero de 1918 entró en vigencia el 1º de marzo de 1919” (Gros Espiell, 1991). La solución adoptada y propuesta a plebiscito, finalmente fue transaccional. Frente a la propuesta de Batlle, de que los miembros del Consejo Nacional de Administración se renovaran por mayoría simple y anualmente, la solución transada fue que los nueve miembros se eligieran “directamente por el pueblo, correspondiendo las dos terceras partes de la representación a la lista más votada y la tercera parte restante a la del Partido que le siguiera en suma de sufragios (art. 82), ejerciendo su presidencia, el Consejero elegido en primer término, en la lista de la mayoría” (Gros Espiell, 1991). Tampoco la Constitución aprobada fue la panacea. Luis E. González señala que si la Constitución de 1830 dificultaba las cosas para su propia reforma, la de 1919 llevaba aun más lejos las cosas: “La Constitución de 1919 –no obstante- hizo aun más difícil su reforma: exigía dos tercios de cada una de las Cámaras durante dos legislaturas consecutivas” (González, 1993). En su Historia del Partido Nacional, Reyes Abadie cita a Herrera diciendo: “Se había dado vuelta a la llave de la reforma para tirarla luego al mar, como hacían con su anillo simbólico los ducs de Venecia”. (Reyes Abadie, 1989) Formando ciudadanos Hasta 1910, las relaciones con Batlle eran corteses. Eso se advierte en la carta de adhesión a la candidatura de Batlle y Ordóñez para su segunda presidencia – 1911/1915. Esa carta, escrita con reticencias, apareció en el Diario del Plata en junio de 1910. Sin embargo, Rodó no asistió a la convención colorada que realizó la proclamación de Batlle, lo cual reafirma la sospecha de su apoyo restringido. Sí, en cambio, votó, junto al resto de los legisladores colorados por Batlle como Presidente Constitucional, en la tercera sesión ordinaria de la Asamblea General de la XXIV legislatura, el 1º de marzo de 1911.

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Es claro que, tanto en la carta de 1910, como en la sesión inaugural de la legislatura que se abría en 1911, Rodó se subordinó a la disciplina partidaria. No es en ese tipo de instancias donde se expresan los matices de opinión, ni donde se libran ni deciden las correlaciones de fuerza en torno a los temas capitales. La verdadera batalla estaba apenas por comenzar. Y comenzaría. El propio desarrollo de los acontecimientos fue llevando a Rodó a liderar las posiciones contrarias a Batlle en el parlamento, actividad que se prolongaba en sus artículos en el “Diario del Plata”, y en su ininterrumpida participación en actos públicos. Según Silva Cencio “su actuación en el Poder Legislativo lo muestra con los caracteres básicos de su actitud política y personal: tolerante, deseoso de servir al país, propulsor de la pacificación nacional, de la sustitución del odio interpartidario por la lucha cívica franca y leal y defensor de la organización legal de la república (Silva Cencio, 1973). El lector podría preguntarse por qué Rodó prestó tanta atención a una cuestión que, a primera vista podría decirse que no entraba en el radio de sus preocupaciones centrales. Cuando Rodríguez Monegal aborda su distanciamiento de Batlle, no se interroga acerca de ese punto, pero ensaya una explicación que puede aportar sentido para responder la pregunta. Dice Rodríguez Monegal que “al ascender por segunda vez a la presidencia de la República, Batlle (que había pasado una temporada en Suiza estudiando su sistema de gobierno) intentó preparar el terreno para una reforma de la Constitución que sustituyera al Ejecutivo unipersonal por un gobierno Colegiado. Rodó encabezó la oposición colorada. En la Cámara y en la prensa luchó por una reforma de la Constitución que no implicara un cambio tan radical en la estructura política del país. Buscó una reforma gradual, escalonada y que fuera preparando al elector”. (Rodríguez Monegal, 1957). Un segundo elemento para determinar la importancia que tenía el punto para Rodó lo aporta esta carta suya a Juan Antonio Zubillaga, del 21 de diciembre de 1911, Rodó dice: “No le había contestado, esperando tener tiempo para acceder a su pedido; pero no sé si usted sabe que estamos en plena agitación parlamentaria y lidiando una batalla de importancia con motivo de la reforma constitucional. Me ha tocado ser el leader de la representación proporcional contra el proyecto gubernista, y tengo que intervenir diariamente en el interesantísimo debate que envuelve además otros puntos, como el de la ratificación, etc., en que también me dispongo a intervenir. Es una cuestión que interesa mucho a la opinión y en que, como le digo, el esfuerzo está en gran parte a mi cargo”. (Rodríguez Monegal, 1957). Parecería que si el primero de los elementos –la búsqueda de una reforma gradual, escalonada que fuera preparando al elector- lo indujo a concentrarse en el tema constitucional, fue el segundo –ese interés creciente de la opinión públicael que lo llevó a centrar en ese combate, el peso de su prestigio y de su talento. Nada indica que al ingresar en la polémica, Rodó pudiera prever las 49


consecuencias que ese enfrentamiento tendría para el partido colorado y para su propia vida. Pero tampoco hay indicadores de que temiera un desenlace de ese orden. Es otro de los ejemplos de la radicalidad de Rodó: ninguna batalla se pierde o se gana hasta que no se libra; y debe librarse hasta el final. Ambos elementos se apoyan en las convicciones democráticas de Rodó, e indican sus prioridades respecto de la reforma constitucional: la gestación de la mejor reforma posible y la necesidad de poner límites a la avasallante personalidad de Batlle que sólo podía tener consecuencias negativas en la consideración de una cuestión que, como la Constitución apunta a modelar el largo plazo. Comprendía a cabalidad la importancia de la cuestión democrática, en ese momento de la Historia. Ciertos “homenajes” Rodó carece de visibilidad. En el mejor de los casos, su percepción es broncínea y desvaída. A lo sumo se nos ha impuesto un hombre abúlico que, para decirlo con palabras de otro de sus insignificantes enemigos, no tiene “el brillo entrañable y estremecedor de Martí; ni la pasión combativa de Sarmiento; ni el despliegue de saber de Henríquez Ureña. Además carece de humor y por supuesto, de un sistema propio de ideas” (Rómulo Cosse, 2000) Esto se publicó, aunque al lector le parezca mentira, en diciembre de 2000, como “homenaje” del Ministerio de Educación y Cultura y de la Biblioteca Nacional en el centenario de Ariel. Este libro lleva sellos oficiales, y ni siquiera recibió comentarios en la prensa, en otra demostración de que en el Uruguay de hoy, todos los controles se han aflojado. La mayoría de las piezas de la cultura uruguaya, incluidas las autoridades oficiales del ramo parecen estar girando sobre sí mismos sin objetivo ni plan. Desde luego el pensamiento más importante de América latina discrepa con Cosse. Quizá la única verdad relativa de ese texto irrelevante, sea la de que Rodó carecía de sentido del humor, pero mejor ni imaginar a qué se referirá Cosse cuando dice “humor”. De todos modos, el peso del párrafo condenatorio no reside en el concepto “humor”, sino en la antojadiza mezcla de figuras tan lejanas como Sarmiento y Martí, que probablemente discreparan en más cosas de las que estuvieran de acuerdo. Mientras Sarmiento justificó la intervención de Inglaterra y Francia en los asuntos de los estados rioplatenses en la Guerra Grande, Martí murió peleando contra el dominio extranjero de su patria. Pero además, y para terminar con esas patrañas de que Rodó carecía de un pensamiento propio, podría traerse a colación la reciente obra del filósofo chileno, Eduardo Devés Valdés: “Rodó es clave y su Ariel es un símbolo, por ello divide el antes y el después mucho más que Martí, Groussac o el mismo Darío, cuya presencia en las ideas es relativamente menor [...] Pedro Henríquez Ureña, así como su hermano Max, fue uno de los que más contribuyó a la difusión de Rodó: 50


escribió sobre él en 1905, 1907 y 1910, disertó sobre Rodó como parte del ciclo de conferencias que realizó la joven intelectualidad mexicana para conmemorar el Centenario”. Digamos de paso que de la obra en tres tomos, el primer tomo se titula: Del Ariel de Rodó a la CEPAL (1900 – 1950) (Devés Valdés, 2000). El lector podría cuestionarme que me ocupe de Cosse si lo considero irrelevante; el problema es que de estos irrelevantes está empedrado el camino de nuestra cultura oficial. Y nunca será suficiente la insistencia en que mientras los resortes principales de la cultura se encuentren en manos de burócratas, poco podrán esperar de nuevo las nuevas generaciones. El final Tras un largo período de frecuentes oscilaciones, la relación entre Batlle y Rodó llegó a la ruptura en 1911, y provocó el alejamiento definitivo de Rodó en 1916. En ese tránsito, fugaz en términos históricos, pero significativo en las brevedades humanas, se fueron evidenciando los diferentes clivajes, y profundizándose las diferencias que llegaron a hacerse cismáticas. Puede parecer una coincidencia pero no lo fue: era el momento culminante de la carrera de los dos. Después de ese combate, a Rodó lo esperaban el ostracismo y la muerte. A Batlle, lo aguardaba el languidecimiento que Zubillaga (1982) caracteriza como de “neutralización del programa batllista, que epiloga en un virtual desmantelamiento del proyecto”. De este sólo hecho se desprenden múltiples sugerencias que convendría aquilatar. Esa mutua neutralización bien puede simbolizar el desgaste de fuerzas y energías a que la falta de debates ordenados y de proyectos comunes nos ha condenado como comunidad. Pero además, y por sobre todo, revela el grado de incomprensión de quienes han abordado la Historia uruguaya omitiendo a Rodó y en especial esta última etapa del Rodó político. Si la historiografía no ha comprendido esta instancia dramática de la vida política uruguaya, si todo da a entender que la vida de Batlle fue una apoteosis hasta su muerte, mientras Rodó yace en un agujero negro e incomprensible ¿cómo puede esperarse que los jóvenes encuentren sentido –y por lo tanto motivo de atención- en una peripecia que perciben a todas luces artificial? Vuelvo a subrayar: ese combate, entre 1911 y 1916, fue la culminación de las carreras de ambos. Hasta donde sé, esto no ha sido dicho. Créame el lector que me gustaría equivocarme. Preferiría que alguien me dijera: sí, aquí está; esto ya fue dicho pero es que usted no ha leído lo suficiente. Aún así, aun cuando alguien lograra informarme de que sí, que esto que aquí planteo como inédito, ya ha sido puesto en evidencia, aun así, mi reproche no carecería de sentido por cuanto lo que reclamo no es que se me reconozca originalidad alguna, sino que se haga justicia histórica. Lo que reclamo es que estas cosas se divulguen, y sobre todo,

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que pasen a integrar la cadena de sentido que da seguridades y contornos nítidos a la peripecia de una comunidad. El viaje como salvación Como quien cierra el capítulo más trascendente, Rodó terminó yéndose del país el 16 de julio de 1916, vale decir, 14 días antes de que se efectuaran las elecciones para la Asamblea constituyente. Rodó se encontraba en medio de su máxima popularidad, pero arrinconado en sus posibilidades de expansión intelectual. Sin posibilidades de sobrevivencia política en su partido, no le quedó más alternativa que encarar el viaje “como salvación”, como señala con lucidez Rodríguez Monegal. Si a ello se agrega la incertidumbre que emerge del hecho conocido posteriormente de que no recibía regularmente los salarios prometidos por la revista argentina Caras y Caretas, por cuya corresponsalía pudo viajar pero por lo visto no subsistir decorosamente, deberíamos suponer a Rodó en medio de un cuadro de enorme fragilidad emocional. Debe agregársele que se fue del Uruguay con su organismo exhausto, deprimido, con sus defensas bajas. El viaje se produjo en condiciones de pobreza y abandono que se agregaban a las deterioradas condiciones en que sobrellevó una vida bajo presión. Digamos que se encontraba a expensas de contraer cualquier enfermedad. Y la contrajo. No obstante, el diagnóstico de tifus abdominal no habla de una enfermedad psicosomática, sino bacteriana que se contrae por contagio. Faltaban en 1916, por lo menos tres décadas para que irrumpiera en el mundo el desarrollo industrial de los antibióticos, lo cual permite comprender la indefensión de Rodó. No contrajo una enfermedad menor, sino una afección letal para la época. Por lo que se sabe, la atención médica en el final de su vida fue escasa en cantidad y calidad. Murió solo, en Italia, el 1º de mayo de 1917, ocho meses y medio después de salir del Uruguay, en medio de reiteradas muestras de mezquindad de las autoridades diplomáticas. En otras condiciones, quizá sus días podrían haberse prolongado. Pero las condiciones eran esas. No estaba el Uruguay de entonces –¿lo está el de hoy?- lo suficientemente sofisticado como para crear un ámbito en el cual, un pensador de la talla de Rodó pudiera explayar y profundizar su formación y expresarla de manera pertinente y creativa. Sólo había la política, y era en la política donde se debatían las grandes cuestiones con proyección de futuro. Las estructuras harto simples del Uruguay, eran capaces de permitir el surgimiento de un talento a escala regional como el de Rodó, pero incapaces de contenerlo. Ese final de abandono, angustia, dolor, y pobreza, revela el fuerte antagonismo entre esa situación de aislamiento y agonía, con la de apenas ocho meses antes, 52


cuando en julio de 1916 los uruguayos lo despidieron con champagne y lo acompañaron multitudinariamente hasta el puerto e incluso en lanchones hasta el barco que lo transportaría. Los fastos volvieron a acompañar a Rodó, pero ya póstumo, cuando su féretro se expuso en la Universidad para ser enterrado con todos los honores. Parecería que nos caracteriza cierta predisposición para el gesto fácil, el homenaje frívolo y superficial, y al mismo tiempo una fuerte resistencia para asumir verdaderos compromisos. De todos modos debo señalar que si el enfrentamiento entre Batlle y Rodó no hubiera ocurrido, probablemente las cosas no hubieran sido mejores. Fue bueno que el nivel del debate llegara a donde Rodó lo elevó, y fue bueno también que se le pusieran límites al estilo jacobino del hombre políticamente más poderoso del país. También es verdad que el jacobinismo de Batlle tenía límites. Por lo pronto no acallaba a sus adversarios. Polemizaba con fiereza y reciedumbre, pero polemizaba. No fue entonces, un enfrentamiento estéril. Lo esteriliza su desconocimiento. Pese a todo, esto tampoco quiere decir que las cosas, al término de este enfrentamiento, es decir cuando el proceso de la reforma constitucional quedó laudado, hayan quedado del mejor modo posible. La Constitución que entró a regir en 1919 mejoró las cosas respcto de 1830, pero no terminó con los forcejeos, ni los debates, ni los enfrentamientos. Los intentos hegemónicos persistieron y la lucha cívica por un lugar en el sistema de partidos para el partido nacional, también persistió. Este duelo ha sido uno de los hilos conductores de la política uruguaya, donde se han quemado ricas energías dignas de mejor causa. Pero así es como han sido las cosas. Fue la lógica del país lo que llevó a Rodó a la política, pero fue la lógica de la política la que hizo del enfrentamiento con Batlle y Ordóñez un desenlace inevitable. La única manera de que, en medio de las condiciones imperantes en el Uruguay de comienzos del siglo XX, Batlle y Rodó no se hubieran enfrentado hubiera sido que no se encontraran. Pero era prácticamente imposible que esos dos hombres de enormes temperamentos e ideas tan opuestas pasaran inadvertidos el uno para el otro. En el país simple y atrasado que era el Uruguay de 1900, no tenían otra alternativa que encontrarse en el callejón. El único que existía, el callejón de la política.

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II Parte – El momento de la ruptura

Dos monólogos

1 – Rodó, la soledad del vencido Corren los primeros días de 1912. A su andar parsimonioso, José Enrique Rodó debe agregar un especial cuidado al caminar. Las obras de saneamiento que se realizan en la calle Cerrito, cercana al puerto, no sólo alteran el paisaje; también impiden el tránsito normal de peatones y vehículos. En los últimos años, la ciudad ha sido poseída por un nuevo trajinar, un frenesí constructivo que le cambia la cara a una velocidad que ni siquiera sus habitantes perciben. Ellos también son parte del cambio. Y cambian, sin que probablemente lo perciban, junto con la ciudad. Buen lector de Baudelaire, Rodó recuerda el poema que el poeta le dedicó a Víctor Hugo y que llamó El cisne. Había sido escrito unos 60 años atrás, y se quejaba de que “El viejo París ya no existe (el aspecto de una ciudad / cambia más rápidamente, ay, que el corazón de un hombre)…// ¡París cambia! ¡pero todo en mi melancolía / Sigue intacto! nuevos palacios, andamiajes, bloques, / viejos barrios, todo se convierte para mí en alegoría, / Y mis queridos recuerdos son más pesados que rocas”. Esa melancolía de Baudelaire por el París anterior a 1850 puede sentirse en esta Montevideo que quiere dejar de ser la aldea de la época de la Defensa. Rodó tiene 40 años pero aparenta más. Su cuerpo rígido y sin agilidad, falto de ejercicio y de voluntad para dedicarle tiempo a la expansión física, se envara aún más ante los obstáculos de la calle dada vuelta. Enormes zanjas abren la calle longitudinalmente e interrumpen la circulación. Grandes montículos de tierra invaden las veredas angostas. Por esos días, el gobierno comunal ha publicado un censo de los medios de transporte. Montevideo posee 19.314 vehículos patentados. Y de ellos, 700 son automóviles. La ciudad vive otra transición que la 54


universaliza: es el primer tramo del pasaje de la tracción a sangre a la mecánica. La aldea aumenta su velocidad. La posee una energía nueva. El 22 de febrero, en la primera sesión ordinaria del Senado que Rodó integra por tercera vez, la Mesa ha informado que, en cumplimiento de las resoluciones que la Cámara de Representantes dispuso que con motivo de la muerte del Barón de Río Branco, había nombrado una delegación que iba a representar al Gobierno uruguayo en las exequias. La designación había recaído en Rodó, Oneto y Viana y Juan Carlos Blanco. Ya está habituado Rodó a que su nombre figure en cuanta lista se formule para representar al país en el exterior o encabezar homenajes. Nada de eso lo inquieta. Sin embargo no puede evitar que esa designación lo roce con la hostilidad del sarcasmo. Desde fines de 1911, Rodó se encontraba envuelto en una incertidumbre desconocida. Estaba en curso un posible nombramiento que sí lo perturbaba. El que seguramente le iba a otorgar la presidencia de la delegación que representaría a Uruguay en el centenario de las Cortes de Cádiz, el 19 de marzo de 1912. Las Cortes de Cádiz. Cien años antes –en 1812- la ciudad andaluza rodeada de mar había sido el último reducto que los españoles lograron retener frente al avance napoleónico. Los habitantes de Cádiz habían convocado a las Cortes, las primeras y únicas en la historia de España que fueron convocadas por su pueblo, dado que Fernando VII, el monarca, se encontraba prisionero de Napoleón en Francia. Y aquellas Cortes gaditanas habían promulgado el 19 de marzo de 1812 una Constitución que postulaba una Monarquía Constitucional y se transformaba de hecho en la primera constitución española. El espíritu español la bautizó jocosamente “La Pepa”, por su coincidencia con la festividad de San José. Esos acontecimientos iban a ser recordados y celebrados con toda la pompa por la orgullosa ciudad de Cádiz, en marzo de 1912. Precisamente ese año de 1912, el Ayuntamiento había comenzado a erigir un enorme monumento que solemnizara la gesta en el lugar donde se encuentra en la actualidad, desde donde lo ven todos los barcos que ingresan a la bahía gaditana. Todo era agitación en Cádiz al comenzar el año de 1912. Los rumores daban por hecho que sería Rodó quien presidiría la delegación que iba a representar al Uruguay en esos fastos. La designación parecía una simple formalidad. No había quien llenara mejor las condiciones para el honroso lugar. Allá lo esperaban Miguel Unamuno y Juan Ramón Jiménez, entre otros intelectuales españoles que deseaban conocerlo. La fama de Rodó, a partir de la publicación de Ariel, doce años antes lo precedía largamente. Europa lo aguardaba. Y él aguardaba conocer Europa con la misma ansiedad juvenil con que había ansiado ese viaje desde siempre. 55


Desde hacía unos meses había vuelto a sentir el regusto de perfeccionar el plan de viaje que aprovecharía a realizar luego de las celebraciones. Un plan que bulle en su mente desde hacía ocho años. Todo indicaba, a fines de 1911, que esa iba a ser la oportunidad que se le había negado en forma reiterada. Sin embargo, tenía conciencia de que su situación dentro del partido de gobierno no era la mejor. Desde 1906, cuando se cruzó con Pedro Díaz por el tema de los crucifijos en los hospitales, las cosas habían seguido deteriorándose con el presidente Batlle y Ordóñez. Y se sumaba su postura contra los planes colegialistas del presidente, seguramente, un asunto de peso todavía mayor que haber llamado jacobina a la fracción batllista. Y sería seguramente el presidente, líder además del partido colorado, quien en última instancia tomaría la decisión. En setiembre de 1910 Rodó había sido enviado junto a Zorrilla de San Martín a las fiestas del Centenario de la Independencia de Chile. Allí había pronunciado, el 17 de ese mes, un importante discurso ante el Congreso, donde expuso su doctrina hispanoamericana. Lucía fogueado en esas lides. Y era un incuestionable representante uruguayo ante cualquier gobierno del mundo. Pero también en ese ámbito doctrinario se oponía a las ideas del presidente Batlle. Mientras éste era panamericanista, Rodó era iberoamericanista; dos ideas antagónicas que han dividido en dos a la América latina. Pero el 22 de febrero, cuando la Mesa del Senado anunció que en caso de que el gobierno enviara una delegación a Río de Janeiro a las exequias del Barón de Río Branco, uno de los designados era Rodó, esa comunicación lucía como una broma de mal gusto. Porque en ese momento ya se encontraba en viaje hacia Cádiz, la delegación que representaría al Uruguay en los fastos del centenario de las Cortes, presidida por Eugenio Lagarmilla. Tampoco viajaría a Europa esa vez. Porque una orden de último momento del propio presidente Batlle y Ordóñez modificó los planes y trastocó la obviedad.

2 – Batlle, la soledad del vencedor El hombre corpulento de 55 años que está ejerciendo por segunda vez la presidencia del Uruguay está en su casa cuartel general. Ese hombre políticamente poderoso y que habrá de pasar a la historia como gran constructor del Estado uruguayo, sabe que ha adoptado una decisión injusta. Su cuero curtido de animal político de raza lo sabe. Sabe más que nadie y como nadie, que el camino de cualquiera que se proponga liderar no ya una sociedad, ni un partido, sino el más mínimo emprendimiento, quedará regado de gente dolida. 56


Sabe también, y ese probablemente sea su consuelo, que los dolidos serán en todo caso, menos que los satisfechos. Y sabe que de eso se trata. Qué otra cosa es la política, se ha preguntado más de una vez, en las tres décadas que lleva haciendo política. Qué otra cosa que satisfacer a los más y de ser necesario, golpear a los menos. Los menos, los golpeados, vendrían a ser el precio que la sociedad debe pagar para obtener la satisfacción de los más. Golpear siempre y cuando –y sólo cuando- sea necesario. Ese ha sido su lema y nunca ha dejado de cumplirlo. Ese hombre sabe que la política no es justa. No lo es al menos en el sentido estricto de la palabra. Eso lo sabe cualquier político mínimamente serio. Lo saben los políticos de la derecha y de la izquierda. Es claro que no es ese el tipo de declaraciones que se realizan en los discursos. No es el tipo de cosas que se publican, pero sí de las cosas que se saben. Lo sabe, debe saberlo cualquier dirigente. Lo sabía el propio Marx y seguramente, aunque las cuestiones de la Iglesia Católica circulan por carriles menos transparentes para el gran público, lo sabe el propio Papa. No señor, la política no es justa, al menos en el sentido igualitario que quienes miran a la política desde afuera puedan atribuirle en su ingenuidad. En política siempre hay beneficiados y perjudicados. El hombre corpulento de apariencia maciza supo eso desde siempre, desde la cuna, porque está en su información genética. Ha sido educado para príncipe y a príncipe llegó por dos veces. Y ahora, en 1911, ya comenzada su segunda presidencia, ya está preparando el terreno para cuando la abandone. No habrá una tercera. No le quedarán ganas o fuerzas. Fuerzas y ganas, ¿cuál es la diferencia? Quizá las distancias entre ambas palabras sean meramente abstractas. Cuando se van mellando las fuerzas, el hombre se va quedando sin deseo. Así que tanto da. Un día va ser viejo –quizá ya lo sea- y deberá acompasar el ritmo de la política al ritmo de sus posibilidades físicas. Aún cuando sea muy temprano para saber cosas que ocurrirán cinco o seis años después, sí sabe que nunca habrá de abandonar la política, ni su querido partido colorado. Y su partido debe perdurar. Y para que su partido perdure, es un punto al que le ha dado vueltas y vueltas, su liderazgo debe perdurar. El mismo se sabe garantía de la unidad de su partido. Y el partido como garantía de la unidad nacional. Sabe que ese rumbo de pensamiento puede reflexionarlo a solas, o con Manini o Arena a lo sumo, pocos más. Ese rumbo de pensamiento irrita. A los blancos sobre todo. Lo que son las vueltas de la política, podría pensar un observador externo y frío. A comienzos del siglo XX, vale decir en 1901 o 1902, su nombre levantaba serias resistencias en la cúpula de su partido. Debió vencerlas para poder acceder a la nominación que lo llevó a la presidencia. Esa misma resistencia es la que él siente ahora por los demás aspirantes a sucederlo. Y esa es otra cosa que ya sabe en su cuero curtido. Que en política, se puede resistir o impulsar un nombre, un programa, lo que sea. Pero lo único que se puede realmente lograr o impedir, lo 57


único que se puede imponer, es aquello para lo que se dispone de fuerza. Esa sabiduría es intransferible: si se tiene fuerza se puede golpear, impedir, postular. Si se carece de ella se debe negociar, se depende de otros, las cosas salen del propio control. Una candidatura personal, un liderazgo, en suma un poder de convocatoria multitudinario, que es en definitiva el componente fundamental para ejercer el liderazgo, sólo lo tienen los que realmente lo desean, los que realmente tienen energía en consonancia con ese deseo y sobre todo, quienes disponen de la salud física y mental para hacer frente al desafío. Eso descuenta desde luego el talento y la formación. Ese hombre sabe que no hay nadie alrededor que calce todos esos puntos a la vez. En todo caso sabe que no hay nadie alrededor capaz de desafiarlo en todos los órdenes. Y fundamentalmente sabe, que en el preciso momento en que todos los de su alrededor se sienten incapaces de desafiarlo en todos los órdenes, inevitablemente comprenden que deben subordinarse. Quedarán a su disposición; respetarán la estructura que él le ha dado a ese partido desde que tomó las riendas del poder. Si él lo desea, seguirá fijando las reglas. Y eso es precisamente lo que desea. Sabe que ante todo debe impedir cualquier fraccionalismo y mantener la mayor homogeneidad posible. El nunca podría hablar con la ligereza que hablan otros, de una presunta división del partido colorado. La división del partido colorado, piensa, sabe, cree, sería no sólo una catástrofe para el partido, sino un desastre para el país. Por eso debe mantener la unidad. Y la unidad pasa por su liderazgo; no hay otros alrededor. Nadie hay con su intuición, con su capacidad para ver más lejos. Nadie con su energía. Y nadie hay con su decisión. Sobre todo eso, su decisión. Los liderazgos, piensa, se gestan a través del tiempo, y después de llegar a la cumbre, lo complicado, lo realmente difícil es mantenerse en la cresta, allí donde mil tempestades convergen. Tempestades que a veces desencadena el enemigo, pero muchas veces son desatadas por la miopía o la estupidez de los propios. Ocurre muchas veces que los correligionarios ignoran los detalles, ciertos estados delicados en los que hay que operar con la suma de la astucia y la inteligencia más sutil. A veces los otros ignoran todo lo que está en juego. Les falta la visión completa de la escena y lo terrible es que la mayoría de las veces, por hache o por be, él no puede permitirles un acercamiento mayor. Las reglas de la política así lo aconsejan. Y si alguien conoce como nadie en este país y en su partido, las reglas de la política, es él. Sí señor, lo realmente difícil es mantenerse. No distraerse. Y no dejar de crecer. Y sobre todo impedir que los otros crezcan. Desarrollarse a sí mismo y al partido, que es lo mismo que promover el desarrollo del estamento principal, lo cual lleva muchas veces a complejísimas situaciones en que se confunden los roles, los niveles y los planos en que debe mantenerse cada uno.

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Algunos cometen a veces el error de evaluar mal el momento y piensan que ha llegado su hora cuando no es así. No todo el mundo tiene la paciencia y el manejo del tiempo político preciso como para saber olfativamente cuándo ha llegado el momento. Hay que tener siempre el diagnóstico preciso, y sobre todo correcto. Y operar con audacia. Ser astuto no alcanza. Tampoco ser agresivo es suficiente. Y para eso hay que conocer claramente los límites, los propios y los de los demás. Por algo se dice que la política es el arte de lo posible. Porque conocer lo que es posible en cada momento es un arte, no hay recetas. Y eso para los hombres comunes parece ser desesperante. Sólo quienes están hechos de lo que ese hombre cree estar hecho pueden soportar la angustia y la incertidumbre de quien apuesta todo a una carta y sabe que puede perderlo todo en un instante. Es por eso que hay tantos políticos a quienes les gusta el juego; la ruleta, las carreras de caballos. La política es una suerte de juego. Ese hombre sabe –está largamente entrenado para ello- operar por sí y lograr que otros, muchos de quienes lo rodean, operen para él, no siempre a gusto, la mayoría de las veces a disgusto. Eso también es la política; lograr que los otros, aún a su pesar, lleven agua para el molino del líder. No mucha gente piensa en todo lo que implica un liderazgo. No todos lo saben. No a todos les interesa. No todos tienen la tenacidad de soportar los momentos adversos sin desfallecer. Sin embargo todo el mundo se cree con derecho a opinar. Y desde luego lo hacen con ligereza. Y sobre todo a muchos, demasiados, se les pasa a veces más de una vez por la cabeza, que ellos también podrían ocupar ese sillón. Y no es fácil disuadirlos. Es más, suele ser casi imposible disuadirlos con palabras. No hay más remedio que aguardar que los hechos, que la vida, que las circunstancias, muchas veces en forma cruel y despiadada, hagan el trabajo sucio de revelarle a un hombre dónde está su límite. Ese hombre macizo, cuyo físico imponente forma parte principal del personaje, sabe que desde casi cualquier punto de vista que el asunto se mire, Rodó es el más indicado para asistir al centenario de las Cortes de Cádiz. No sólo sabe eso. Sabe también que el viaje a Europa, representa una erogación que Rodó no puede costearse y que al mismo tiempo representa su máxima ilusión. Sin embargo dijo no. Evidentemente no fueron motivos intelectuales los que lo impulsaron. Por nadie hubiera estado mejor representado el país que por Rodó. Pero no hay nadie, y cuando piensa nadie, el hombre macizo pesa sus pensamientos, nadie, vuelve a pensar, al que odie tanto como a ese hombre. Nadie, vuelve a pensar. Y va todavía más allá, ni muerto ni vivo. Ni siquiera a Saravia, que quizá haya sido el hombre que lo desafió en su grado más extremo, ni siquiera a él, pudo llegar a odiarlo en el grado y medida en que odia a ese hombre, al cual sabe, desde ya, enfrentado para siempre a su propio programa. El motivo de su “no” ha sido claramente político. Y lo que más bronca le da, porque así también funciona la política, es que sabe que quien se ha rebajado con ese “no” presidencial, es el propio presidente, vale decir él mismo. No es Rodó 59


quien se rebaja con esa negativa. Es el presidente, que no debería descender a esos niveles subterráneos de la dignidad. Un político no debe transparentar jamás sus emociones, y mucho menos sus emociones negativas. Y no debe haber emoción más negativa, degradante y nefasta para exhibirla a la sociedad, que el odio. Ese hombre sabe que ese gesto hacia Rodó, fue fundamentalmente un gesto hacia la sociedad y fundamentalmente hacia los hombres de su partido. Con ese gesto Batlle apuntaba a decapitar la cabeza intelectualmente más valiosa de la fracción antibatllista, no porque amenazara su liderazgo, sino porque amenazaba la unidad del partido. Pero además con ese gesto sabía que le estaba poniendo un límite a la carrera política de Rodó. A partir de allí sólo sería cuestión de tiempo. Rodó debería abandonar la arena, salirse de la troya. No había lugar para él. A veces la realidad habla con ese tipo de durezas. Y ese hombre ya lo sabe en la información que almacena su cuero curtido, que no hay nada, ni el más valioso de los argumentos, ni el más sutil artilugio legal, que pueda contra la realidad. Lo real es irrebatible. Es duro y a veces cruel, pero irrevocable. El hombre macizo sabe que Rodó ya había tenido oportunidades de advertir que su hostilidad hacia el presidente estaba sobrepasando el límite de lo tolerable. Como buen líder sabe que si demoraba mucho tiempo más en dar una lección al desafiante, esa demora podía leerse muy fácilmente como debilidad, como dubitación, como pérdida de capacidades. Y las oportunidades de demostrar dureza no siempre se presentaban tan claramente como esta oportunidad en la que todo el mundo se enteraría de lo ocurrido, aunque el riesgo fuera que también se vería el descenso, la degradación, el resbalamiento por el tobogán de la dignidad. Hacía tiempo, no podría precisar cuánto, pero seguramente más de un año, que la actitud de Rodó lo provocaba. Y probablemente databa de unos meses, la sensación cada vez más clara de que en algún momento debería actuar. Lo que es seguro, ha pensado reiteradamente, es que Rodó había tenido tiempo y ocasión de reflexionar. Y sin duda que Rodó lo había hecho, cavilador como era, sobre todo lo que sucedía a su alrededor. Había llegado el momento de la verdad. Probablemente de no haber existido esa oportunidad, el desgaste habría tardado un tiempo más en expresarse, pero en algún momento llegaría. Porque los dos personajes ocupan en ese momento, a fines de 1911, el espacio que les está reservado a los tomadores de riesgo. Como jefe, el hombre macizo sabe que no sólo se trata de castigar a quien se desbanda, sino que ese castigo debe ser visible para desalentar a los vacilantes, aquellos que pueden estar en duda acerca de si se puede o no se puede desafiar no ya las órdenes del jefe, sino lo que es peor, los propósitos del jefe y ubicarse en posiciones antagónicas. Pero además, una medida aleccionadora debe tomarse cuando menos se lo espera y sobre todo hay que aplicarla donde más duele. Y si es posible, en 60


tiempos de calma, de sosiego, cuando no hay muchas cosas quemando en la agenda. Cuando lo que menos se espera es precisamente un hecho de esa magnitud. Esos son los momentos que un jefe debe elegir para disciplinar. Después, cuando lo que prevalece no es la calma sino el aturdimiento fragoroso de la batalla, cuando de lo que se trata es de que todo el partido marche unido como un destacamento en pos del poder, no debe haber voces discordantes. Se trata de que todo el mundo entone la misma melodía, sin destiempos ni desfallecimientos, y mucho menos con dudas o desafíos importunos. Por eso impugnar a Rodó como el embajador de lujo que sin duda era, ante una de las celebraciones más importantes de la época, en un ámbito en el cual su lucimiento hubiera sido mayúsculo por su posición iberoamericanista –en esto también el hombre macizo se la jugó, ya que él no pertenecía a ese credo- impugnar a esa figura implicaba un gesto cargado de una violencia mayor, de una visibilidad total. Se trataba de uno de esos gestos que demoran en digerirse, que llevan mucho tiempo para ser comprendidos y ante los cuales, de inmediato, la mayoría se encabrita y molesta. Porque la mayoría, aún cuando forme parte de la fracción del hombre que adoptó la decisión, opera con sentimientos, opera con una lógica humana, opera bondadosa y piadosamente. La mayoría no sabe, no quiere, no podría hacer política del modo en que la hace el hombre macizo. Y por eso es mayoría. Las mayorías están hechas para seguir, para encolumnarse detrás de alguien, no para conducir. Las mayorías son conducidas. Pero por ser mayoría es blanda y amorfa y está destinada a deshacerse. Los hombres que van a su frente, esos sí, están obligados a operar con toda la dureza. Por actuar así, de ese modo incomprensible que las mayorías de todos modos aceptan, hombres como ese hombre macizo serán difícilmente perdonados, pero a los tomadores de riesgo, a los líderes como él no se les perdona, se les admira o teme, pero no se los perdona, porque tampoco se los comprende, a un líder nunca se lo comprende del todo. Ese es uno de los misterios de la vida y la política. El de seguir a alguien aunque no se sepa bien del todo por qué. En todo esto piensa el hombre que acaba de tomar la decisión y que ahora descansa. Ha dado la orden de que nadie lo moleste. No quiere ver a nadie. Esas órdenes son las que su mujer, Matilde, hace respetar con unción. Sabe que cuando el hombre macizo no quiere ver a nadie es mejor para todos que nadie lo vea. Ese hombre ha tomado una decisión racional, pero que íntimamente no hubiera deseado. ¿Intimamente no lo hubiera deseado? ¿Quién sabe? Hay algunas cosas que ese hombre, que parece saber todas las cosas, incluso no sabe. Sabe que la política no es justa, pero a veces, sólo a veces, le pesa que no lo sea. A él también le gustaría que las cosas fueran de otro modo. Pero también sabe que es una pérdida de tiempo andar deseando cosas imposibles. Le molesta la ensoñación, el ilusionarse con utopías. Las cosas son como son. Le guste o no. Y lo que más bronca le ha dado siempre del ejercicio de la política es que las 61


decisiones más difíciles las haya tenido que tomar en soledad. Y después de tomarlas ha sentido este mismo regusto amargo. Esa es la verdad más dura del poder. En el momento de las decisiones se está solo. Ese hombre está solo. Notas 1. Toynbee, Arnold, Estudio de la Historia, Tomo I, Compendio: D. C. Somervell, Altaya, Barcelona 1994, p. 29. 2. Da Silveira, Pablo y Monreal, Susana, Liberalismo y jacobinismo en el uruguay batllista, La polémica entre José E. Rodó y Pedro Diaz, Taurus, Fundación Bank Boston, 2003 páginas 83 a 90. Una síntesis libre de ese texto se incluye en el trabajo sobre Barrán, la historia con ideología, en este mismo libro. Las características del jacobino: 1) apelación a la unidad monolítica del cuerpo social y desconfianza en la sociedad civil. Más que las mayorías electorales, lo que importa es la voluntad general de las masas. 2) Tienden a borrar los límites entre política y moral, lo que explica que para los jacobinos, todo conflicto político se vea como un enfrentamiento entre la parte sana y la parte corrupta de la sociedad. 3) Alguien debe “rescatar” al pueblo de sus errores, y sólo los jacobinos, como únicos intérpretes de la voluntad general y con el monopolio de la pureza moral, pueden hacerlo. 4) La acción política equivale a depurar; el pueblo debe limpiarse a sí mismo, lo que explica el Terror y la descalificación sistemática de toda disidencia. 5) No hay posibilidad de terceras posiciones, se está con ellos o contra ellos. 3. Mario Benedetti, Genio y figura de José Enrique Rodó, Eudeba, Buenos Aires, 1966, p. 156. 4. Zubillaga, Carlos, El reto financiero – deuda externa y desarrollo en Uruguay 1903 – 1933, ARCA, CLAEH, Montevideo, 1982, p. 10. 5. Devés Valdés, Eduardo, Tomo I, Del Ariel de Rodó a la CEPAL (1900 – 1950), Biblos, Buenos Aires, 2000, p. 27. 6. Ortega y Gasset, José, Mirabeau o el político, Obras de José Ortega y Gasset, tercera edición corregida y aumentada, Espasa Calpe, Madrid, 1943, p. 1125. 7. González, Luis E., Estructuras políticas y democracia en Uruguay, Fundación de Cultura Universitaria – Instituto de Ciencia Política, Montevideo, 1993, p. 17. 8. Gros Espiell, Héctor, La Revolución de 1904 – Legitimidad o ilegitimidad: actualización de una polémica, Taurus, 2004, p, 45. Señala Gros Espiell que “la palabra coparticipación es uno de los términos más importantes de nuestra historia política. Aunque se ha discutido su acepción, es evidente qe significa, por lo menos, el derecho de los partidos tradicionales a integrar conjuntamente el Poder Ejecutivo, ya sea por medio de Ministros o de Consejeros. No es sinónimo de colaboración, puesto que puede haber coparticipación sin colaboración. Las constituciones de 1918, 1934 y 1952, aunque en forma distinta tuvieron como presupuesto político, la coparticipación de los partidos” (Citado de Martín C. Martínez, Ante la nueva Constitución, 2ª edición, Montevideo, 1964) 9. Gros Espiell, Héctor, 2004, ob cit. p. 244 10. Idem, p. 245. 11. Idem, p. 248. 12. Silva Cencio, Jorge A., Rodó y la legislación social, Biblioteca de Marcha, Montevideo, julio de 1973, p. 39. 13. Baltasar Mezzera, Blancos y Colorados, Montevideo, 1952. 14. Silva Cencio, Jorge A., José Enrique Rodó, Actuación parlamentaria, recopilación, introducción y notas, Cámara de Senadores de la República, Montevideo, 1972, p. 151. 15. Torrano, Hugo, Rodó, acción y libertad, restauración de su imagen, Barreiro y Ramos, Montevideo, 1973, pp. 20 – 21. 16. Gros Espiell, 2004, ob cit. 17. Emir Rodríguez Monegal, Obras completas, Aguilar, Madrid, 1957, p. 48. 18. Vanger, Milton, El país modelo, Arca y Banda Oriental, Montevideo, 1991, p 81. 19. Torrano, Hugo, 1973, ob cit. p. 302. El libro de Julio Lago se titula: Juan María Lago, abogado del 900. Contribución al estudio de su vida y de su época. Montevideo, edición del autor, 1967.

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20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46.

47. 48.

Silva Cencio, Jorge A., 1973, ob cit.. Penco, Wilfredo, José Enrique Rodó, Arca, Montevideo, 1978, p. 45. Idem, p. 47. Claps, Manuel, Una relectura crítica de José E. Rodó, texto escrito en 1971, reeditado por la revista Hermes Criollo Nº 1, Montevideo, agosto – noviembre 2001, Prólogo de Pablo Rocca, p. 83. Williams Raymond, Cultura y sociedad, Nueva Visión, Buenos Aires, 1987. Vaz Ferreira, Carlos, Fermentario, Losada, Buenos Aires, Montevideo, 1962, p. 26. Pérez Petit, Víctor, Rodó, Imprenta Latina, Montevideo, 1919, p. 44. Silva Cencio, 1973, ob cit. Zubillaga, Carlos, 1982, ob cit. Torrano, Hugo, 1973, ob cit. P. 26. González, Luis E., 1993, ob. cit. P. 28 y 29. Torrano, Hugo, 1973, ob cit, p. 38. Manini Ríos, Carlos, Una nave en la tormenta, Edición del autor, Montevideo, 1972, p. 29. Pérez Petit, Víctor, 1919, ob. Cit., Idem. Rodríguez Monegal, Emir, 1957, ob. Cit., p . 22. Pérez Petit, Víctor, 1919, ob cit Idem. Rodríguez Monegal, Emir, 1957, ob. cit., p. 497. Schlesinger, Jr., Arthur M., Los ciclos de la historia americana, Alianza, Madrid, 1986, p. 23 Idem. Idem p. 24. Pérez Petit, Víctor, ob. cit., p. 123. Schlesinger, Jr., Arthur M., ob. cit., p. 23. Rodríguez Monegal, Emir, 1957, ob. cit., p. 1202. Jaguaribe, Helio, Um estudo crítico da Historia, Paz e Terra, Sao Paulo, p. 30. Salvador Canals Frau, Prehistoria de América, Sudamericana, Buenos Aires, 1976, p. 214. Corrientes poblacionales. Los primeros pobladores que hasta ahora han podido registrarse, datan, de acuerdo a datos radiocarbónicos, de 23.800 años. Segunda corriente de población, ver Canals Frau, p. 355. Tercera corriente de población tiene caracteres neolíticos. “Con sus grandes canoas monóxilas, de navegabilidad aumentada por la adición de batangas o flotadores, y complementadas con piedras enmarcadas en madera a manera de anclas, ocuparon e influyeron seriamente y de manera paulatina, no sólo toda la Indonesia propiamente dicha y gran parte de las tierras continentales próximas, sino que también todas las islas oceánicas, desde la africana de Madagascar, incluyendo toda Micronesia, hasta la polinesia isla de Pascua, ya no muy alejada de las riberas americanas. Aconteció entre el 2.500 y 1.500 a.C. (Canals Frau, p.429). La cuarta y última corriente de población americana llegó a estas costas por vía marítima y desde Polinesia. Puede ubicarse el acontecimiento alrededor de 1.200 a.C. (Salvador Canals Frau, Prehistoria de América, Sudamericana, Buenos Aires, 1976, p. 489). Polinesia: Complejo insular de Oceanía que abarca los archipiélagos del Océano Pacífico situado entre las islas Hawaii y Nueva Zelanda. Las islas Hawaii, de la Sociedad, Tahití, las Marquesas, Samoa, Tuvalú, Tonga y Pascua son las más importantes. La extensión del océano, dentro de la Polinesia pasa de 40 millones de kilómetros cuadrados. Halperin Donghi, Tulio, El espejo de la historia, Sudamericana, Buenos Aires, 1987, p. 192. Oddone, Juan Antonio, La emigración europea al Río de la Plata, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1966, p. 19. “La cifra aproximativa de 200 millones, adjudicada a la población europea hacia el fin de las guerras napoleónicas, se duplica largamente en 1914, cuando redondea los 460 millones. En 1815, un 20% del volumen de la población mundial se concentraba en Europa; hacia 1914, la proporción se elevaba a un 25%. El fenómeno asumió modalidades particulares: las cifras aludidas no traducen una tasa de natalidad más elevada que la de otros continentes, sino más bien surgen de un abatimiento vertical de los índices de mortalidad (producto de mejores condiciones sanitarias y alimenticias) y de una sostenida natalidad rural. Semejante empuje acentuó la escasez de espacios libres y contribuyó a

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49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. 57. 58. 59. 60. 61. 62. 63. 64. 65. 66. 67.

agravar la baja de salarios y la desocupación fabril, marcadamente entre 1875 y 1890”. Algunas cifras complementarias ayudan a constatar la magnitud de la dispersión que caracterizó asimismo a este proceso demográfico. Entre los años 1885-1890, se registra un promedio de 780.000 salidas anuales. Hacia 1910, casi 2 millones por año. Globalmente, para el período comprendido entre 1870 y 1914 se calcula de 35 a 40 millones el número de europeos dirigidos hacia distintos continentes. Calvo, Thomas, Iberoamérica de 1570 a 1910, Península, 1996, p. 49. Idem p. 19. Mousnier, Roland, Los siglos XVI y XVII, Historia general de las civilizaciones, tomo IV, Destino, Barcelona, 1967, pp. 9 y 10. Methol Ferré, Perón y la alianza argentino – brasileña, Archivos del Presente Nº 14, diciembre de 1998, p. 110. Rama, Carlos, La cuestión social, Cuadernos de Marcha Nº 22, febrero de 1969, citado por Torrano, Hugo, ob cit, p. 301. Cosse, Rómulo, Ariel, la discusión de un modelo, en la reedición de Ariel, con notas críticas, como homenaje del Ministerio de Educación y Cultura y Biblioteca Nacional, Montevideo, 2000, p. 38 Devés Valdés, Eduardo, Del Ariel de Rodó a la CEPAL, Biblos, Buenos Aires, 2000. Silva Cencio, Jorge A., 1973, ob. cit., p. 43. Rodríguez Monegal, Emir, 1957, ob cit., p. 49. idem Torrano, Hugo, 1973, ob. cit., p. 86 y 87. Real de Azúa, Carlos, Batlle y su época: anatomía del exclusivismo, Escritos, Arca, Montevideo, 1987, p. 217. Gros Espiell, Héctor, Esquema de la evolución constitucional del Uruguay, segunda edcición, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 1991, p. 58. Idem, p. 60 Idem, p. 61 Idem, p. 65 Idem, p. 65. González, Luis E., 1993, ob. cit., p. 59. Reyes Abadie, Washington, Historia del Partido Nacional, Banda Oriental, Montevideo, 1989, p. 218.

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