Barrán, la historia a través de la ideología l

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Barrán o la historia con ideología

Sea o no consciente, la sociedad uruguaya atraviesa un momento crucial de su historia y le aguardan turbulencias. Los uruguayos parecen convencidos de que algo no va más pero el disenso comienza cuando se trata de identificar qué es lo que ya no funciona. En medio de la confusión, nada es aquí lo que aparenta. En diciembre, un referéndum laudó el debate entre quienes querían conservar incambiada a la empresa estatal que importa, refina y vende combustibles carísimos, y quienes promovían su asociación con capitales privados. Ganaron los “progresistas” que mantuvieron las viejas condiciones. En este marco de equívocos y ambigüedades, se acaba de publicar el libro del historiador José P. Barrán “Los conservadores uruguayos” (José Pedro Barrán, 2004). En Uruguay se grita, se habla con eslóganes frente a micrófonos generosos y permisivos para oídos que ya no prestan atención. Los medios reseñan algunos libros pero no abren polémicas. Los periodistas culturales, que casi no agregan valor para no agregar(se) problemas, escancian la ilusión de que este “viva la pepa” es el estilo uruguayo de vivir. Que todos coincidimos. Qué cultos, qué educados. Qué país. Qué linda era 18 de Julio cuando los viandantes se vestían para la ocasión. Cuánto art decó sobrevive todavía. Mire para arriba en lugar de mirar tanto para abajo. Siga el carrousel de la nostalgia. La verdad yace bajo el alud de lo banal. La verdad es que hace décadas que no se debate seriamente. La verdad es que desaparecieron la sorpresa y el aguijón inteligente al estilo de Onetti, cuando ya estábamos mal, pero alguien lo decía con furia. La verdad es que si alguien emite un juicio duro pasa a ser un “provocador”. La verdad es que cualquier cosa es considerada “proyecto cultural”. La cultura es cada vez menos un concepto sustantivo y más un adjetivo a gusto del interesado, una salsa como las del carrito de chorihamburguesas que corta el paso en cualquier calle céntrica. Así Montevideo tiene una Plaza cultural, adefesio en lugar privilegiado, un Paseo cultural que agrega ruido donde ya sobraba ruido y ahora un “proyecto cultural” en la vía. Los periodistas culturales no son los únicos que eluden todo juicio crítico. Esta nueva cultura cuenta –faltaba más- con el aval y apoyo ostensible de las máximas autoridades nacionales y/o municipales. Tratándose de cultura, las autoridades superan sus (in)diferencias ideológicas y se unen solidarios con el marketing más ramplón. Así venimos hace décadas, pero ahora, las miserias están a flor de piel. Queda un consuelo para soportar tanta estupidez, el de que Uruguay deberá abrir sus ventanas –pese a la resistencia de ciertas elites- e integrarse a la región a la que históricamente dio la espalda. Lo hará con el Frente Amplio o sin él. El cambio que nos aguarda no tiene que ver con ideologías sino con la realidad y la historia. La desaparición del dique que nos “protegió” de los 1


vientos globales, nos acercará a mercados exigentes, donde el hijo de papá y el amigo del diputado también rendirán examen. El lector que llegó hasta aquí esperando una referencia al libro prometido, se preguntará por las razones de este introito. La pregunta es pertinente; yo también la haría. Ocurre que el libro que me propongo comentar, no discute este estado de cosas, sino que lo multiplica. Hay una relación íntima entre esta realidad deprimente y unas elites –que Barrán integra- que contribuyen a producir y reproducir las condiciones de la vida cotidiana en Uruguay desde hace décadas. Por la vastedad de su obra, por los premios obtenidos –hasta El País Cultural le concedió uno por 5.000 dólares en 1999- y por las cifras de ventas de sus ediciones, Barrán es un referente historiográfico. Escribe desde el lugar del cambio, de la revolución, el lugar del pueblo, en fin, desde el selecto lugar del bien.

Yendo al grano

El libro exhibe varios problemas pero me centraré en dos. El primero es la utilización de categorías imprecisas y anacrónicas. Conservador/progresista, revolución/contrarrevolución, ya poco significan. Es un libro ahistórico y abstracto que no vincula las ideas que discute con la época respectiva. Barrán no parece escribir desde aquí sino desde algún lugar remoto, quizá desde la eternidad. Su metodología de entresacar frases y ordenarlas a capricho, impide el desarrollo argumental y el progreso acumulativo de evidencias convincentes. El acervo documental está al servicio de ideas pre concebidas. So pretexto de hacer ciencia social, Barrán emite insumos para el uso de su tribu. En segundo lugar, Barrán escribe como si la catástrofe del socialismo en 1989 no hubiera ocurrido; como si la revolución fuera todavía una alternativa y el totalitarismo no fuera su único destino. Su enfoque clasista le impide percibir las tareas emergentes de un tiempo de construcción nacional como el que estudia (1870-1933). Solo ve bandos condenados a neutralizarse o aniquilarse entre sí.

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I – Fidel Castro, el “conservador”

Según Barrán, tres factores identifican al “pensamiento conservador en materia política y social (...) la defensa del orden establecido, la crítica a los que promueven su reforma y la diabolización de los que bregan por su modificación violenta” (Barrán, 2004, p. 11). Barrán no los ubica en la historia, y por eso “sus” conservadores brotan como caricaturas egoístas e irracionales que procuran el bienestar de su clase. Si se tratara de defender el orden establecido, criticar a quienes promueven cambios y diabolizar a los violentos, el gobierno de Fidel Castro en Cuba calzaría en esas características. No parece el punto de Barrán, lo que inhabilita sus categorías que deben ser útiles más allá del ejemplo a ilustrar. El mundo actual no se deja encerrar en reduccionismos que reproducen ambigüedad sin aportar precisión. Jacques Le Goff decía en su libro “Pensar la historia” (Le Goff, 1977, p. 196) “que las concepciones del progreso se encuentran en plena crisis” y que el célebre economista John K. Galbraith había demostrado “que la carrera armamentista (componente fundamental del mundo actual), y que apunta al mantenimiento de los regímenes existentes y obtaculiza el progreso moral y social, es un factor esencial de estabilidad económica y de progreso técnico”. Quién en su sano juicio caracterizaría de progresista a un traficante de armas. No está ahí el fondo de la cuestión.

II – La revolución francesa y sus equívocos

Edmund Burke escribió su célebre “Reflexiones sobre la revolución en Francia”, en 1790, contra el ultraísmo del partido jacobino, pero su pensamiento ya había influido dos obras claves de la revolución norteamericana de 1776: los artículos de “El Federalista”, escritos por Hamilton, Madison y Jay en 1787 y “Defensa de las Constituciones”, de John Adams en 1788. En sociedades confusas y desinformadas como las nuestras, la revolución francesa es una suerte de olla vacía en la que puede cocinarse a gusto del consumidor. La revolución de 1789 fue muy diferente a la moderada de 1776 en los Estados Unidos, pero la mayoría de los uruguayos considera que nuestra independencia es hija de ambos procesos en forma indistinta.

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El error es grave porque es estructural y por tanto se reproduce en nuevas confusiones e incertidumbres. Por este tipo de malformaciones vivimos mirando hacia atrás y preguntándonos quiénes somos, como aves a las que les han cortado la cabeza. Como queda dicho, el espíritu de los llamados Padres fundadores de los Estados Unidos se forja en el conservadorismo de Edmund Burke y su concepción liberal basada en raíces históricas concretas y racionales. En cambio, el jacobinismo de 1789 le imprimió a su revolución un sello utopista de contenidos emocionales. Sobre el modelo de 1789 se sobreimprimió el embate romántico de 1848, la brevísima experiencia “proletaria” de la Comuna de París en 1871, la revolución rusa de 1917 y la cubana de 1959. El fracaso de la URSS en 1989, no canceló los problemas que la originaron, pero sí la vía revolucionaria como doctrina que demostró su inoperancia. El libro de Burke “Reflexiones sobre la revolución en Francia”, de 1790, que dio origen al conservadorismo advertía sobre el peligro de cambiar el sistema por otro peor. Surgió como reacción antijacobina y ese debate no fue bien divulgado entre nosotros porque el jacobinismo de la generación “crítica” no privilegió el debate plural, sino el monolitismo, el ninguneo y la aniquilación del otro. Con esos métodos fue parido el ratón de nuestra cultura adjetiva. Cierta academia norteamericana y europea solía conmoverse con el idealismo de nuestros trasnochados intelectuales modelo 1789. Así también, ingenuos turistas globales, arrobados por el glamour de los carritos tirados por caballos, disparan excitados sus cámaras digitales sobre nuestra pobre realidad analógica.

III – Manual del buen jacobino

La ausencia de debates promovió la confusión incluso entre intelectuales, que asimilan el jacobinismo al liberalismo o lo confunden con la democracia. Los jacobinos tienen buena prensa, pero no son liberales ni demócratas, sino intolerantes. Precisamente Rodó le dedicó al tema su célebre polémica con el batllista Pedro Díaz en 1906, que fue rescatada en el reciente libro de Pablo da Silveira y Susana Monreal, “Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista”. Del esclarecedor texto de da Silveira resumiré las características principales del jacobino: 1) apelación a la unidad monolítica del cuerpo social y desconfianza en la sociedad civil. Más que las mayorías electorales, lo que importa es la voluntad general de las masas. 2) Tienden a borrar los límites entre política y moral, lo que explica que para los jacobinos, todo conflicto político se vea como un enfrentamiento entre la parte sana y la parte corrupta de la sociedad. 3) Alguien debe “rescatar” al pueblo de sus errores, y sólo los jacobinos, como 4


únicos intérpretes de la voluntad general y con el monopolio de la pureza moral, pueden hacerlo. 4) La acción política equivale a depurar; el pueblo debe limpiarse a sí mismo, lo que explica el Terror y la descalificación sistemática de toda disidencia. 5) No hay posibilidad de terceras posiciones, se está con ellos o contra ellos (Pablo da Silveira, 2003, p. 83)

IV – Revolución y contrarrevolución no son doctrinas

Tocqueville decía que Europa, y no sólo Francia tenía en 1789 dos alternativas: una revolución que lo sacudiera todo o que el viejo régimen se derrumbara pieza por pieza lentamente. “La Revolución fue menos innovadora de lo que se supone (y) no tendió en absoluto a perpetuar el desorden, sino más bien, a acrecentar el poder y los derechos de la autoridad pública” (Alexis de Tocqueville, 1969, p. 30). No debe creerse que a Tocqueville le agradara la irrupción de las masas. Decía ser “aristócrata por instinto, es decir, que desprecio y temo a la multitud. Amo con pasión la libertad, la legalidad, el respeto de los derechos, pero no la democracia”, confesó en nota íntima citada por Touchard. Pero era antes que nada un pensador que proyecta su juicio más allá de conveniencias. No acomoda evidencias aunque la revolución le repugne. La admite como alternativa ante la miopía de los gobernantes. El fondo de la cuestión en 1789 no eran la violencia, el odio social o la plebeyez, sino el reclamo de una nueva racionalidad basada en un poder político centralizado frente a la irracional y desigual estructura feudal. Sólo 38 años después, en 1827 y sin violencia, Alemania unificó trescientos principados en una unión aduanera, preámbulo de un sistema de pesas y medidas, parlamento y moneda comunes. Francia había iniciado los grandes cambios y quedaría atrás de Estados Unidos y Alemania que la superaban como primera y segunda potencias al fin del siglo XIX. El ciclo 1789-1989 enseña que revolución y contrarrevolución son momentos de un proceso dialéctico que afloran cuando las condiciones políticas dejan de ser funcionales a la sociedad. Elevar la revolución a modelo que resuelve la situación de masas desesperadas, guarda más relación con la demagogia y la irresponsabilidad, que con el pensamiento o la ciencia social. Robespierre y sus herederos exhiben éxitos en incendiar la pradera en momentos críticos, pero también escasa aptitud para conducir las energías sociales que desencadenan.

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V – Adversarios o enemigos

Los políticos sudamericanos, y los uruguayos en particular, también enfrentaban ese mundo que se globalizaba, demandante de espacio y poder centralizados. Bajo esa impronta se libraron la Guerra Grande y la Guerra contra el Paraguay, verdaderas luchas civiles sobre las cuales falta tanto debate y divulgación. Cómo no va a haber confusión, si nuestros historiadores abordan personajes históricos al margen de la especificidad de su época. Veamos el procedimiento de Barrán en una cita de Herrera en compara al terrorismo jacobino con la Inquisición: “Sólo los espantosos de la Inquisición sostienen el paralelo feroz, con la única de que nadie pretende buscar en ésta, el germen de la redención (Barrán, 2004, p. 83).

que éste crímenes diferencia universal”

Según Barrán, esa condena de la violencia “nos debe llamar a la reflexión pues estaba siendo formulada por un blanco que había participado en las ‘revoluciones’ saravistas de 1897 y 1904”. Un párrafo después, Barrán agrega: “En realidad, Herrera lo que diabolizaba era la violencia social, pareciéndole de muy diferente calidad y objetivos la rebelión en pro del sufragio libre y las libertades políticas plenas. La primera encontraba su origen en el odio de clases y buscaba la destrucción de enemigos” (Barrán, 2004, p. 83). Barrán advierte que Herrera diferencia la violencia jacobina basada en el odio social, de la violencia saravista, destinada a “transar” con el adversario “que no enemigo”. Tanto la advierte que le critica a Herrera que no caracterice al adversario de “enemigo” y que no vaya hasta las últimas consecuencias. Pero Herrera no pretendía ir hasta las últimas consecuencias porque la construcción de la nación imponía puntos comunes con el adversario “que no enemigo”. Barrán no comprende a Herrera, ni su momento político, porque sólo ve la antinomia revolución/contrarrevolución y le resulta incomprensible que un político no busque la hegemonía hasta las últimas consecuencias. Esto queda claro con el siguiente comentario de Barrán: “Los blancos sólo habían bregado por objetivos políticos limitados y nunca pretendieron destruir al adversario –que no enemigo- sino transar con él. Las revoluciones sociales conllevaban el pecado original del odio y por consiguiente de la intolerancia y el crimen, de la plebeyez de los gestos, del resentimiento del pobre y el ignorante” (Barrán, 2004, p. 83). Para Barrán, construir la nación es un objetivo político limitado y por eso, quien no piensa como él despreciaría “la plebeyez de los gestos, (el) resentimiento del pobre y el ignorante”. Una y otra vez, la lectura ideológica impide extraer de los datos empíricos, conclusiones más abiertas.

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Así desestima toda posibilidad de que alguien combata el socialismo y el comunismo porque los encuentre equivocados. Solo sería posible hacerlo por temor, o debido a intereses y mezquindades de clase y no posiciones de principio. Como sólo habría dos órdenes de ideas, el mundo parecería vivir en revolución permanente. Por eso Barrán en ningún momento se aviene a considerar que en una democracia, aún en la incipiente de comienzos del siglo XX sea posible negociar y acordar. Su mundo sin matices incita a la división y al odio.

VI – El primer uruguayo global

Las dificultades de Barrán se agravan ante Rodó. En su estrechez de miras, le atribuye el temor de quien ve más riesgos que virtudes en el sistema democrático. Según Barrán, Rodó temería que las sociedades latinoamericanas, formadas sobre ‘una enorme multitud cosmopolita’ quedaran expuestas ‘a los peligros de la degeneración democrática que ahoga bajo la fuerza ciega del número toda noción de calidad”. Y prosigue con su método laberíntico: “Rodó, además, un cultor del ‘matiz’ intelectual, caracterizó siempre de bastas e intolerantes a las creencias de las ‘muchedumbres’. ‘El buen gusto’ y la ‘elegancia’ se alían significativamente al ‘buen sentido’ y el ‘buen criterio’, es decir, a la huida de los extremos, a la ‘moderación’ y el ‘equilibrio’ en los juicios, igualdades que se nutrían en otra mayor y clave en el corpus de ideas de Rodó: la identificación de lo bello con lo bueno, es decir, del ‘buen gusto’ con lo ‘justo” (Barrán, 2004, p. 85) El entresacado de Barrán se excita en “Ariel”, primer texto importante de Rodó a sus 28 años pero no su obra mayor. Es obvio que no pretende exhibir a su interlocutor bajo la mejor luz. Por el contrario, procura que Rodó quede lo peor parado posible, pero no como resultado del paciente tramado argumental, sino de un desprolijo y ansioso agrupamiento de ideas fuera de contexto. Entender lo que Barrán dice de Rodó sin dejarse llevar por sus opiniones –que no demostraciones- requeriría lectores informados. Barrán aprovecha la atmósfera adversa en torno a Rodó como un surfista el oleaje propicio. Sin embargo, aun desde “Ariel”, Rodó puede defenderse, con citas orgánicas y mejor intencionadas: “El verdadero, el digno concepto de la igualdad reposa sobre el pensamiento de que todos los seres racionales están dotados por naturaleza de facultades capaces de un desenvolvimiento noble. El deber del Estado consiste en colocar a todos los miembros de la sociedad en indistintas condiciones de tender a su perfeccionamiento” (José E. Rodó, 1967, 228) 7


O sea que todos somos iguales en el punto de partida, pero también diferentes en predisposiciones y talentos, por lo cual, más allá de la igualdad inicial, “toda desigualdad estará justificada, porque será la sanción de las misteriosas elecciones de la Naturaleza o del esfuerzo meritorio de la voluntad”. Y en cuanto a la “calidad”, Rodó no era menos claro: “Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescriptible elemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores”. Es decir, ya que debe haber elites, porque el conjunto siempre delega la conducción en minorías, que sean los mejores, en función de la consagración democrática de “las calidades realmente superiores –las de la virtud, el carácter, el espíritu- y sin pretender inmovilizarlas en clases constituidas aparte de las otras, que mantengan a su favor el privilegio execrable de la casta” (Rodó, 1967, p. 229). O sea que a la pregunta de Barrán, “¿de dónde emanaba la legitimidad de las jerarquías”? Rodó reafirma siempre su convicción democrática y no hay derecho a dudar de sus fuentes de legitimidad, que radican en mayorías sobre minorías. Le preocupaba sobre todo la calidad de los dirigentes y proponía su formación, no en base al orden burgués, como sostiene Barrán, sino a “la armonía de dos impulsos históricos (...) Del espíritu del cristianismo nace, efectivamente, el sentimiento de igualdad (...) De la herencia de las civilizaciones clásicas, nacen el sentido del orden, de la jerarquía y el respeto religioso del genio”. Karl Popper postuló en 1945 sus categorías sociedad abierta y cerrada. Llamó cerrada a “la sociedad mágica, tribal o colectivista” que culminó en los totalitarismos del siglo XX. En la sociedad abierta “los individuos deben (y pueden) adoptar decisiones personales”. Tanto Herrera como Rodó propugnaban la sociedad abierta, que permite la libre asociación de los individuos y por tanto, la expresión de tensiones y hasta conflictos legítimos como la lucha de clases. La sociedad cerrada, con la que parece identificarse Barrán, considera ilegítima la libre asociación y la libre expresión de verdades no oficiales. Esa es la brecha que separa a Barrán de Rodó. La perspectiva errónea de Barrán y su método reñido con las normas académicas, se pone de manifiesto cuando afirma que la identificación del buen gusto con lo justo es “clave en el corpus de ideas de Rodó”. Sin duda es un concepto importante en Rodó, pero no más que otras ideas sí claves. Si hablamos de claves, pues hablemos de claves. La clave de Rodó está en su concepción de Iberoamérica como patria, Brasil incluido, idea que lleva su idea integradora más lejos que Bolívar. Un ideario debe analizarse desde su ápice, que es donde concentra la potencia que sustenta los asertos subsidiarios. De esa idea central se desprenden: 1) su propuesta identitaria para que los latinoamericanos no se dejaran llevar por la imitación; 2) su postulación de la democracia como el más alto régimen de gobierno con su particular inflexión en la formación de las elites; 3) una valoración precisa, y no ideologizada de los Estados Unidos; 4) su alerta sobre la inviabilidad de los pequeños estados en

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el mundo que nacía, que no figura aun en “Ariel” sino en “El camino de Paros”, libro póstumo de 1918.

VII – Un libro inoportuno

El libro de Barrán aparece cuando la integración trepó al tope de la agenda política y es más necesario superar a Rodó, pero incorporándolo. ¿Cómo hacerlo si la sociedad no lo percibe? La incomodidad de Rodó y la notoriedad de Barrán en el debate de ideas es uno de los equívocos visibles que sostienen nuestra maltrecha realidad. Por la vía de considerar inútil la obra de Rodó, las elites de los últimos cincuenta años contribuyeron a impedir que la sociedad se apropiara de una portentosa máquina de pensar y un formidable ejemplo intelectual. Fueron aplastante mayoría los que le pegaban o callaban, mientras elites empobrecidas dirigían al país petiso lenta e irreversiblemente contra el iceberg. ¿Cuánto hace que la escuela proyecta un Rodó estereotipado y gris? Generaciones enteras de maestros creyeron entender sus parábolas y operaron, sin saberlo, como Barrán. Entresacaban sus parábolas y se las obligaban a leer a chicos que ven “El hombre araña” o interactúan con videojuegos como “The Sims”. Esas parábolas no cuentan aisladas del plan de sus libros, e incluirlas en los planes escolares es sólo un rito burocrático que obliga a leer pero induce a olvidar. Es probable que ya no haya que leer a Rodó en las escuelas. Pero los maestros sí deben formarse en su pensamiento más profundo. Para incorporar a Rodó debe abrirse paso a quienes siguieron su estela, lo cual requiere una profunda renovación de las elites. Barrán y buena parte de la academia local, no parecen advertir que la sociedad uruguaya, más que líneas divisorias necesita plataformas consensuales, áreas de entendimiento desde donde lanzar políticas de Estado para que esta película casi inmóvil deje de empezar una y otra vez con el que llega. De esa profunda renovación, Barrán y sus discípulos están a muchos años luz. Y deberían salir del centro de la escena o someter sus seductoras ideas vencidas al escrutinio del público. Esas ideas ocupan un lugar excesivo y estéril en nuestra atrasada sociedad. Pero hace décadas que han salido de la escena del mundo.

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Notas Barrán, José P., Los conservadores uruguayos, Banda Oriental, Montevideo, 2004. Da Silveira, Pablo y Monreal, Susana, Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista, Taurus, Montevideo, 2003. De Tocqueville, Alexis, El antiguo régimen y la revolución, (publicado originalmente en 1856); Guadarrama, Madrid, 1969, p. 30. Le Goff, Jacques, Progreso y reacción, ensayo que forma parte del libro Pensar la historia, Paidós, Barcelona, 1ª reimpresión, 1997. Rodó, José Enrique, Ariel, Obras Completas, compilación, prólogo y notas, por Emir Rodríguez Monegal, Aguilar, 1967

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