Amor de supermercado

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Amor de supermercado es un volumen de relatos acerca del lado más extravagante de la vida cotidiana, una parodia de las relaciones afectivas en la sociedad moderna, una exploración del erotismo cada vez más complejo y neurótico. Los nada heroicos personajes de Daniel Valero pasan por las páginas de este libro corriendo y brincando en su particular búsqueda del amor a la vez que, en ese transcurso, descubren sus propias zonas oscuras. Valero explora el registro tragicómico hasta las últimas consecuencias, desplazándose por los mecanismos mentales de sus personajes y utilizando la perplejidad y el absurdo como método de observación. Catorce breves piezas que buscan, simultáneamente, la emoción y la sátira. El regreso de una exnovia el día de tu cumpleaños. Un joven obsesionado por una escurridiza muchacha. Una retrospectiva de las mujeres que marcan la vida en un viaje alucinógeno. El enfrentamiento con un gitano en una primera cita. La timidez de un adolescente y una guapa desconocida. Un fucker modélico a punto de perder su magia. El extraño vínculo entre un reponedor de supermercado y una sílfide adolescente. Un romántico idealista versus una zorra obscena y despiadada. El diario de un enfermo de literatura en una conocida tienda de libros. Un neurótico de manual conoce a un acosador sexual. Las múltiples vidas frustradas de un profesor de matemáticas. Una pareja de novios incompatibles. Una joven desatada en busca de un preservativo. Un protagonista celoso, un narrador ineficaz y un autor egocéntrico.

Daniel Valero (Valencia, 1984) ha publicado poemas y relatos en diversas revistas como «El pájaro roto» y «El aullido del crepúsculo» o fanzines como «No se me vale» y «Atocateja». En 2012 publica su primer libro de relatos titulado «Amor de supermercado», al año siguiente compone un 2 parte». nuevo volumen: «Una casa en ninguna


ÍNDICE

Cumpleaños

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Rozar una estela

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Homo sonrojado

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El gitano bueno y honrao

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Timidez

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Catálogo de mujeres interesantes

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Amor de supermercado

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Lo pasaron “bien”

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Diarios de la casa del libro

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El hombre rayban

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El día que cambié de vida

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Globos que hacen ¡pum!

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Anaconda

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Trinidad

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CUMPLEAÑOS

El día de tu cumpleaños siempre fue un día especial, embargado por una excitación incontrolable, cosechabas regalos y atenciones. Eso era cuando tus números eran iguales o menores a treinta. Hoy cumples treinta y uno, negarlo incrementa tu frustración y la añoranza, te dices, no es una opción. El vacío de la bandeja de entrada de tu correo electrónico compite con la ausencia de mensajes en tu móvil. La turbación emerge al comprobar la insignificancia que representas en la vida de los demás. Que sólo es comparable con la languidez con la que contestas la llamada telefónica de tu madre que, sobre la encimera de su cocina, ha encendido una vela en tu honor. Imaginas el diminuto cirio, con su llamita tambaleante y, en un ejercicio psíquico, te identificas con su fragilidad. Agradeces a tu madre, con un entusiasmo demasiado forzado, la única felicitación que has recibido. Esto último no se lo dices porque, pensando en la tensión de su riego sanguíneo, no quieres que se preocupe por tu soledad. Te parece increíble la imprudencia con la que, con una indiferencia en la que no te reconoces, te has alejado de las personas que te querían. Nunca utilizaste la metáfora del segmento para referirte a la vida. No tanto porque la insatisfacción la recorra de

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vértice a vértice. Sino, más bien, porque siempre te pareció deambular por ella en zig-zag y, aunque prefieres el símil del pato mareado, ahora que te compadeces de ti mismo elijes proyectarte en la vehemencia de una hoja seca arrastrada por un aire invisible. Para esquivar el dramatismo, al que estas acostumbrado a tropezar, te pones cínico. Por primera vez, no te extraña tu soledad, como tampoco sientes ya ninguna perplejidad al haber comprobado que, sin obsequios ni cumplidos, el día de tu cumpleaños se ha convertido en un día normal y corriente. No tienes derecho a quejarte porque tú, reconoces culpabilizándote por las consecuencias, hace años que no felicitas a nadie. Entonces, apunto de cerrar tu correo electrónico, y para recordarte que tu vida es un zigzag un poco desquiciado, se ilumina el icono de mensajes recibidos. Un e-mail de tu exnovia. ¿Ella?, dices confundido entre la curiosidad y el terror propios de quien se comunica vía ouija con los muertos. Pero ella no está muerta. De hecho sonríe en su foto de perfil. Con los brazos abiertos, como un Cristo entusiasmado por su resurrección. El texto de su mensaje es breve, encabezado por un ¡Feliz Cumpleaños! coloreado en fucsia que juzgas infantil y excesivo. Luego pregunta por ti, qué haces, cómo estás, y te agrada pensar que en la última corrección eliminó la parte en que preguntaba si tienes pareja. Tratando de ocultar su ansiedad por verte. Sin embargo, con el tono delicado e ingenuo de sus palabras, sumado a que lo último que pregunta es dónde vives, no logra evitar parecerte desesperada. Tú tampoco le preguntarás si tiene novio, no

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sea que descubra que quieres acostarte con ella. De su despedida: Un intenso beso y un abrazo muy cálido, te molesta su ambigüedad. En lo que debería interpretarse como mero signo de afecto, tú ves sexo implícito. Concluyes que la intensidad del beso es penetración y la calidez del abrazo es fogosidad y que, por tanto, te necesita urgentemente. Su desvalimiento te conviene porque te exime de responsabilidad. Tú acudirás a salvarla, falseando la iniciativa propia con ayuda al prójimo. Ella te necesita, tú le harás el amor y, sin culpa ni remordimientos, te despedirás por última vez. Recapacitas y te dices que, tal vez, te estás adelantando a los acontecimientos. Deberías pensar fríamente, la angustia de la soledad no debe llevarte a acompañarte de alguien que, en el fondo, no te gusta. No vale cualquiera, repites un par de veces, pero hace mucho que no follas. Decides contestar su mensaje y, tras reconocerle el bonito gesto de acordarse de tu cumpleaños, aprovechas para lanzarle la propuesta de veros. No escribes podríamos vernos, pues la posibilidad de la mirada puede resultar una confrontación innecesaria, arriesgada. Sino podríamos tomar un café, porque sabes que la trivialidad del café es la excusa perfecta, desprovista de compromiso y, sobre todo, porque el café acaba por agotarse. Utilizas el condicional, podríamos, limando el atrevimiento del verbo, vaciando de importancia la acción. Creas la ilusión de que la idea de veros es una ocurrencia vaga e intrascendente y que, por supuesto, no te afectará el rechazo. Sacas cuentas, hace cinco años que rompisteis. No

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recuerdas el motivo: la incomunicación, la infidelidad o el aburrimiento. Tampoco quién tomó la iniciativa, pero, asumiendo tu incapacidad para tomar decisiones, intuyes que tú la abandonaste emocionalmente y, entonces ella, se vio obligada a romper contigo. Te haces un checking psicológico y decides que ha pasado el tiempo suficiente para volver a verla sin peligro de caer en una espiral de nostalgia depresiva. Enseguida sientes cómo te alivia el consuelo de, al menos, pasar la tarde de tu cumpleaños acompañado. Durante la media hora que esperas en la cafetería, haces tres intentos de huida, en dos acabas en el servicio y en el tercero, sobre la barra, con un vasito de whiskey soda. Deduces que hacerte esperar es una estrategia que, a propósito, ella utiliza para avivar tu deseo. Al bajar del taxi te sorprende que lleve puesta una minifalda beige que, mientras finge esconder la sonrisa, vuela a cada paso que da. Te extraña tanto porque, cuando salíais, nunca la viste con minifalda, ni siquiera con falda. Supones que te lo está poniendo fácil, simplemente. Pedís un café cada uno y, en poco menos de una hora, ella no ha dejado de hablar de la pesca. Y entonces recuerdas qué fue lo que desencadenó vuestra ruptura. Después de un viaje al Júcar con un tío suyo, se obsesionó perdidamente con las cañas de pescar de fibra de vidrio, los carretes de spinning, los sedales de dieciséis libras, los anzuelos y plomadas corredizas. De la noche a la mañana, su único tema de conversación pasaron a ser las truchas arcoíris, las carpas de agua dulce y lo difícil que, en otoño, le resultaba

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pescar black bass. Soñaba con ríos rebosantes de peces. Incluso se tatuó un atún gigante en la rabadilla del culo. Y cuando tenía un día libre, organizaba una excursión al río Ebro, al Guadalquivir, al Júcar, al embalse del Regajo o al lago Muchón. Si querías contarle algo, tenías que comenzar hablándole de algún tipo de pesca: de arrastre, de cerco, almadraba, al curricán o al trasmallo, y luego, se apaciguaba lo suficiente como para escucharte. Te preguntas, enojado, cómo se te ha podido olvidar que ella tenía tan monstruoso defecto. La angustiosa soledad que padeces, resuelves con resignación, ha borrado de la memoria lo convenido para sosegarse. La ocurrencia sentenciosa del refranero, tan sabia en este momento, te golpea sin piedad: más vale estar mal acompañado, que sólo. Ella sigue diciendo que las redes de deriva son cortinas invisibles que flotan sobre el agua y que resultan imperceptibles para los mamíferos marinos y otros animales. Y el aburrimiento que sientes es ya de una pastosidad fatigosa. Me lo tengo merecido, te dices. Sopesas la posibilidad de marcharte, sin excusas lastimosas, te plantas y adiós. No obstante, revisas sus piernas y, fascinado, te sientes excitado. Comienzas a barajar, de nuevo, la opción de acostarte con ella. Sólo tendrás que aguantar pacientemente, haciendo como que la escuchas, para que no perciba que la ignoras. Jamás te atreverías a construir un vínculo de amistad con una mujer como ella pero, para echar un polvo, no está nada mal. Aceptas el trato y firmas contigo mismo, asumiendo el precio a pagar: tu dignidad, tu amor propio.

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Después del café, ella se coloca un cigarrillo entre los labios. Le pasas tu mechero para que lo encienda y, con habilidad de carterista, aprovechas para rozarle la mano y comprobar si, frente al contacto físico, reacciona retrotrayendo su cuerpo. No lo hace. Deja el brazo extendido sobre la mesa. La cercanía de su mano te invita a cogerla. Como un niño asustado ante un pasillo oscuro, dudas si atravesar el umbral de la caricia. El punto de no retorno. Si coges su mano no hay vuelta atrás. Experimentas la indecisión, esta vez, como un aviso de tormenta. Folláis con la indolencia de quien ha echado en falta, muchas veces, un hombro o un regazo ajenos. Por compasión, por necesidad, por incapacidad. Como dos pececillos vírgenes, blandos y asustados en un mar convulsionado. Nada de movimientos bruscos ni efectos especiales. Tú eres pródigo en caricias porque, ya en su mensaje, presentías el desvalimiento de su ánimo. Necesita que la cuiden, ahora. Por eso ha venido hasta ti, porque cree que la conoces mejor que nadie. Ella se deja hacer, tumbada sobre tu cama, con la minifalda beige remangada. Encorvado entre sus piernas y moviendo tu lengua en zig-zag, pareces mareado como un pato abatido en mitad de su vuelo. La añoranza es un embuste ridículo y frágil, como la llama de un cirio que, ahora, ella sopla y apaga. Un vigoroso orgasmo la sobrecoge y tú, de pronto, te sientes violado.

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ROZAR UNA ESTELA

Tuvo que ceder ante la insistencia de sus “colegas de salir” de tomar unas copas en el nuevo bar de moda del barrio. Aunque ahora, aguantando el pis en mitad de la cola para entrar, le tocaba las pelotas. Una vez cruza el umbral del templo sale disparado hacia el servicio. Está ocupado, mierda, y dos tipos con los ojos vueltos y los mentones como alicates temblorosos, esperan en la puerta. Decide entrar al de chicas. Tiene suerte, está abierto y libre. Se baja la bragueta y descarga, resoplando, el azufre líquido que le abrasa la punta. Al salir, arqueando las cejas de alivio y dibujando una sonrisa angelical, se topa de frente con una chica que esperaba su turno. Este es el de chicas, le espeta ella. Sí, lo sé, por eso estoy aquí. Te apartas, quiero hacer pis. Por el estilo que muestra, algo jipi-alternativa a su juicio, no es el tipo de chica por el que se suele sentir atraído, pero no puede evitar esperarla en el pasillo, algo ha cautivado su atención por entero. A partir de ahora para Guillem ya no existe nada más que esto. Que este insoslayable deseo. La detiene, al salir ella rápida, diciéndole algo para retenerla. Algo, pero no cualquier cosa. De repente necesita

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saber de ella. De repente un misterio que ha de desvelar. Resulta de vital importancia. No ha bebido, no va borracho, ni siquiera contentillo. Sabe muy bien lo que hace, y es muy bueno ligando, aunque desconoce el origen de la motivación que le empuja hacia esta chica. En poco más de dos minutos ya están enrollándose apoyados en la pared del pasillo. Mientras, rítmicamente, la gente entra a vaciar sus vejigas y llenar sus narices. Un trasiego ignorado. Ella adelanta su pelvis hasta presionar la de él, un leve gemido dentro de su garganta y una exhalación. Pero el magreo salvaje no dura mucho, ella se escurre por la izquierda y regresa al jaleo del bar. Él queda atónito ante lo hábil de su escapismo, lo cual todavía lo excita más. Que desea acostarse con ella es evidente, pero no es sólo eso, un interés desprovisto de justificación racional le conquista el cerebro y todos sus pensamientos. ¿Quién es esta chica? ¿Cómo será hablar con ella? ¿Qué cosas puede mostrarme? Para sí Guillem admite que no es una “tía buena”, de normal no se fijaría en ella, la verdad. Una sensación de extrañeza. Esto es diferente, se dice. La sigue a la zona de mesas, música y barullo. Tiene un objetivo claro, un deseo impenitente. Hablar con ella, conocer a esa chica, o quizá, que esa chica lo mire, que él perciba la mirada de ella adherida a su rostro. Es cuestión de vida o muerte. La localiza de inmediato, posee un sentido reservado exclusivamente para esto. Está allí, sentada a lo lejos, junto a una amiga, en una esquina del local. Y piensa que la amiga está más buena, pero la elección está hecha. Los altavoces se

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esfuerzan por hacer justicia a los ambientes ultrasónicos de Kasabian. Un encargo peliagudo. Un foco morado y otro anaranjado tiñen el cabello rubio rizado de la chica conformando, a su alrededor, un haz del color de la belleza. A él el nudo en el estómago que le acompañaba desde hacía unos días se le desata reemplazado por un hormigueo que envuelve sus genitales. Ella está preciosa allí sentada. Hasta ahora no se había dado cuenta de la gruesa rasta amarilla que le cuelga sobre el hombro derecho, con un anillo de madera negra encajado. Plantado en mitad del bar se pregunta qué coño está haciendo. Pero se siente jodidamente vivo, hacía tiempo de esto. Por fin, y no desde hacía mucho, el recuerdo de su ex no le manchaba la retina, había empezado a ver otras cosas después de derribar la idolatrada imagen de ella. De pronto una idea: ¿Qué no estará haciendo lo mismo en este preciso instante? Sí, pero incluso esto lo había ya aceptado: nuevas puertas se le abrían ahora que lograba que su obsesión le fuera útil. Ella dice algo a su amiga y ambas lo miran. Cierto calor en las mejillas de él, y una sonrisa con un propósito incisivo. Ella se levanta y se encamina hacia la barra que está al otro lado, a Guillem la puta distancia le está matando. Poco tarda en acercarse por detrás y tocarla en su único hombro desnudo. Ella se gira, nadie habla, sus lenguas tejen un contacto acalorado, una pasión desbordante. Se queman. Ella agarra la nuca de él con un cariño que derretiría el glaciar más grande y jodidamente duro de la Tierra.

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Mierda. De golpe encienden las luces del garito, van a chapar. Ella aprovecha el flasheado para volver a evaporarse. Me cago en dios, él empieza a ponerse nervioso, dónde se ha metido. Sus ojos se mueven agitados por entre los cuerpos que abandonan el bar, su corazón palpita de la misma manera entre sus vértebras. Buscando una estela amarilla, se toca los labios, cierto aroma a pachuli dulce. Ni rastro de la desconocida, tal vez ha salido, la perderá entre tantos otros desconocidos. Dando zancadas de guepardo famélico sale perdiendo el culo hasta la calle, abre los párpados lo más que puede y casi desencaja su cuello haciendo una panorámica de 360º. No, piensa, no puede haber salido tan rápido, la habría visto. Y movido por una señal cósmica vuelve a entrar. Disculpa muchacho, estamos cerrando. Será un segundo, necesito ir al servicio. El portero, demasiado Indie como para intimidar a alguien, cede sin saber que Guillem le habría arrancado la nariz de un mordisco si hubiera si acaso intentado cerrarle el paso. Bien, la puerta del servicio de las tías está cerrada, esta ahí, se dice, está ahí. Esa puerta queda justo enfrente de la suya, entra en el de tíos dejando la puerta abierta. A través del espejo del lavabo controla la puerta de ella mientras disimula lavándose las manos. Pero qué coño estoy haciendo. Una cuestión que es incapaz de contemplar ahora. Igual ya se ha pirado de aquí y estoy haciendo el capullo. Eso es lo que piensa al ver su propio reflejo, haciendo como que se lava las manos, en el espejo de aquel váter con olor a pis rancio. A tomar por culo, se dice antes de largarse de allí

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de una puta vez. Pero al enfilar de nuevo el pasillo, siete u ocho partículas de pachuli dulce, que flotaban en el aire, colisionan súbitamente sobre sus glándulas odoríferas. Guillem se para en seco. Es ella. Lo sabía. Suena la cascada en miniatura de la cadena del retrete. Es ella. La chica aparece enmarcada por la puerta. Se encuentran. Él disimula o hace como que disimula, porque en realidad lo que quiere es que ella sepa que la estaba esperando. La chica hace por irse. Guillem le dice algo, esta vez, con los nervios, sí cualquier cosa. El portero Indie, tan moderno como tolerante, como pesado, les mete prisa. A las cuatro de la madrugada, en la calle tibia de primavera, la peña deambula medio bolinga entre risas y llantos igual de desmesurados, como cada viernes. Espera un momento oye, dime lo que quieres. Mira, me caes bien, me ha gustado esta noche, pero he quedado para irme de fiesta. Espera un segundo, ¿quieres que quedemos para mañana?, ¿quieres que nos acostemos?, no me dejes así, si quedamos para un café mañana yo sería el tío más feliz del mundo. Pues claro que quería follársela. Pero con pasar un rato con ella, con estar con ella, sería más que suficiente para él. Guillem disfrutaba conociéndola, escuchándola, descifrando sus secretos. Ese juego. Ya sabéis. Por eso le pedía compartir unos minutos de su infinita vida. Guillem, esto es así, hoy ha estado bien, pero mañana será otro día. La chica parecía estar metida de lleno en la típica etapa personal del Carpe-diem y toda esa mierda. Disfruta el momento, la vida es efímera, nada dura para

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siempre, todo es fugaz. Y en mitad de todos esos principios, que no permiten que comience nada, estaba Guillem comiéndose el marrón. Con su deseo de amar hasta el éxtasis, sin condición ni esperanza de retribución, a ese ser maravillosamente desconocido. Mi nombre es Guillem Vendrell, por si te apetece buscarme en el Facebook, alcanzó él a decir al viento cuando ella se alejaba después de despedirse. Y la chica dejó, a su espalda, una estela amarilla fugaz. Tan efímera que no sabía a nada, tan pasajera como superflua. Tan superficial y liviana como una mota de polvo en un desván. Esto acabó cabreándolo. Luego pensó que él hizo todo lo que estaba en su mano para conocerla, y follar con ella, y eso le dejó tranquilo consigo mismo. Aunque se fue, la verdad, bastante malhumorado. Entonces se acordó de sus dos amigos con los que hacía un rato largo entró al garito. A la mierda también. Se dio la vuelta para marcharse a su casa, aquí ya está todo el pescado vendido, se dijo cuando en su brazo notó una mano que le hacía girar sobre sí mismo. Era la amiga de la chica, oye perdona, ¿puedes darme tu número de móvil? que Berta está un poco rarita esta noche y sé que mañana se arrepentirá de no habértelo pedido. Pues mira no, responde Guillem, no te voy a dar mi número, a tomar por culo, y le dices a tu amiga la princesita estirada que a la próxima se espabile.

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HOMO SONROJADO

Busqué con la mirada a mis amigos, entre los cuerpos danzarines que se agolpaban jadeantes alrededor, y comprobé que había sido abandonado por ellos definitivamente. Hacía un rato los había visto desaparecer, a uno con una rubia y al otro, para evitar comparaciones, con una morena. Yo busqué una pelirroja para completar la gama cromática pero no tuve tanta suerte. Aunque lo mío, más que una cuestión de suerte, era otra cosa. Lo mío tenía que ver con una apabullante dificultad para acercarme a las mujeres. Sobre todo por las que me atraían. Me visualizaba aproximándome a una chica y, en lugar de ser simpático, enmudecía de repente o decía alguna tontería fuera de lugar. Esa imagen provocaba que me cortara de vergüenza justo en el segundo anterior a mi acercamiento y retrocediera con el rabo colgando flácido entre las piernas. Pues allí estaba yo, bailando techno toda la noche sin descanso, atravesando la pista de un lugar a otro, pero condenadamente solo. Podrían haberse ido todos que, como bailaba con los ojos cerrados, ni me hubiera enterado. Levanté la cabeza, me puse de puntillas y volví a intentar

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localizarlos. Me escurrí entre los cuerpos que bailaban apretados unos contra otros, miré aquí y allá, pero sin rastro de ellos. A la mierda, me dije cansado de, además de no haber ligado, estar haciendo el tonto buscando a unos amigos que, sin duda, habían tenido mejor suerte que yo. Abrí una puerta doble. Apareció ante mí un pasillo bañado en una espesa luz roja que acompañaba el recorrido hasta al fondo, donde otra puerta daba paso al exterior. Pensé en el infierno, no sabía decir si salía de él o si estaba entrando. La música electrónica sonaba detrás de mí mientras caminaba, colocándome la chupa, hacia la salida. Me disponía a salir a la calle y sentí como si abandonara un lugar ambiguo, entre lo mágico y lo real. Estaba a punto de resolver los pasadizos laberínticos de un castillo en el que me había ido perdiendo desde hacía unas horas. Estaba a punto de poner fin a una ensoñación. Se me ocurrió que tal vez el sueño fuera lo que esperaba tras la puerta, la calle, los edificios y el amanecer devolviéndome la cordura raptada durante la noche. O puede que el sueño se hubiera iniciado al entrar en la discoteca, o con el primer whiskey, o con el segundo tema, o con la tercera raya. Tuve entonces la impresión de catapultarme a otro lugar en el tiempo. Fue muy raro todo. Y más todavía cuando al empujar la puerta final algo me agarró del brazo por la espalda. Me giré sobresaltado y descubrí a una chica que me sonreía con los ojos muy abiertos. La chica que, para mi decepción, no era pelirroja sino morena, gritó mi nombre por encima de la música. Ella parecía conocerme pero a mí

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su cara no me sonaba de nada, y no es que precisamente esa noche hubiera conocido a muchas chicas. Admito que la droga, poca pero de primera, que había tomado me estaba bajando y llevaba cierto aplatanamiento cerebral. Salimos a la calle y gracias al frío, y con un poco de esfuerzo, logré mantener quietas mis pupilas y enfocar su rostro lo suficiente como para reconocer quien era esa chica. Lo primero que me sorprendió al encontrarme con Montse fue que no quería habérmela encontrado. Montse fue mi primer gran amor. Me enamoré de ella a los ocho años y todavía hoy, al acostarme con otras chicas, las llamo sin darme cuenta Montse en mitad del acto. Su nombre se me ha quedado como una reminiscencia refleja, creo que es algo así como una distorsión cognitiva, que resurge en el éxtasis sexual. Montse y yo nos enamoramos en el patio del colegio en el que los niños jugábamos a algo que hoy estaría condenadísimo por el moralismo paranoico contemporáneo. Jugábamos, por aquel entonces, a «tocar el culo a las chicas», cuyo nombre explica enteramente en qué consistía esta actividad que, tanto en unos como en otras, satisfacía curiosidades y regulaba las hormonas. «Tocar el culo a las chicas» en el patio del colegio era algo así como cazar cervatillos dentro de una pista de pádel. Yo siempre iba a pillarla a ella y a fuerza de cachetes y berrinches nos enamoramos perdidamente. Montse me contaba que ahora estaba trabajando, después de varios empleos precarios, como administrativa en un bufete de abogados. Si es que los fraudes y los desfalcos,

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apuntaba ella con gracia, dan de comer a más gente de lo que creemos. Justo en el momento en el que empezaba a sentirme contento de habérmela encontrado y, para qué engañarme, a fantasear con la idea de acostarme con ella esa noche, va y me dice que vivía en un pisito del centro con su novio, un berlinés muy templado. Yo le dije, para impresionarla y subsanar el golpe que acababa de recibir mi ego, que trabajaba como arquitecto de interiores y que tenía un estudio junto a un par de compañeros. A lo que ella hizo un comentario irónico que, lo confieso, me dolió bastante. Montse me dijo al escuchar que yo me dedicaba a la arquitectura de interiores: «tú siempre fuiste muy introvertido». Y supongo que si me dolió fue porque algo de razón sí llevaba. La verdad es que si me he caracterizado siempre por algo, ha sido por la timidez. «No es que fuera introvertido sino que era un gran observador», respondí fingiendo vanidad para salir del atolladero. Antes de encaminarme hacia casa, me despedí de Montse con la indeterminación de un «hasta luego», y en ese momento me fijé en la imagen que llevaba serigrafiada en su camiseta. Era un retrato en dos colores, blanco sobre negro, del rostro de John Lennon. Lo cual me llevó a pensar directamente en una chica, a la que sus padres le pusieron el nombre de una canción de los Beatles, una chica por la que me obsesioné mucho en secundaria. Era el segundo año de instituto y el pupitre de Carol estaba a un metro a la izquierda del mío. Jamás le dije nada, era superior a mis fuerzas, nunca me atreví a hablarle. Nos

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separaba solamente un metro, pero esa distancia yo la percibía como todo un océano cargado de tormentas eléctricas y monstruos marinos gigantes. Yo no confiaba lo suficiente en mi miserable esquife para sortear el fuerte oleaje y llegar a tierra santa, así que me dedique a soñar con ella. Pasaba las horas en clase, mientras el profesor de turno contaba chistes malos, escribiendo poemas de melancólico amor adolescente. Pura lírica onanista de vertedero. Pasaba mucho tiempo mirándola desde mi pupitre sin que se diera cuenta. Una mañana, mientras todos almorzaban afuera, hice una incursión y me lancé sigilosamente a introducir en su mochila uno de mis poemas con la esperanza de que, al llegar a su casa, lo leería, deduciría que eran mías esas tiernas palabras y caería prendada en mis brazos. Al día siguiente descubrí que ella, tal como yo predije, sí dedujo que era yo el autor. Pero lo que pasó fue que se cambió a un pupitre situado en la otra esquina del aula, lo más lejos posible de mí. Desde esa ridícula desventura, cada vez que me cruzaba con Carol, mis mejillas ardían muy sonrojadas. La timidez siempre ha estado presente, acompañada del enrojecimiento súbito de mis mejillas, sobre todo en mi relación con las mujeres. O debería decir, para ser más exacto, que la timidez impedía esas relaciones. Ya en el instituto era incapaz de hablar con la chica que me gustaba y cuando, por un asunto académico, se daba el milagroso caso en el que ella se dirigía a mí, yo me limitaba a mirar al suelo y ponerme rojo como un tomate. Pero tan rojo que, en una

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ocasión, una chica se escondió debajo de su pupitre al creer que me iba a estallar la cabeza. Esa chica se llamaba Elvira y me hizo tanta gracia su broma que me hice amigo de ella. Tenía un gran sentido del humor, me resultaba raro porque siempre se reía de todo, luego averigüé que lo que pasaba es que fumaba marihuana en los recreos. Estábamos en tercer año de la secundaria y también yo empecé a fumar porros y a escuchar la música punk de la cual ella era una auténtica fanática. A mí no me gustaban los porros porque me hacían tartamudear y parecer imbécil, ni tampoco la música punk porque me parecía que esa gente gritaba constantemente y estaba siempre de muy mal humor. Pero como estaba loco por ella pues tuve que amoldarme a ese personaje, y lo hice tan bien que al final cambié sin darme cuenta. Una noche me sorprendí en mitad de una cochambrosa casa okupa, junto a Elvira, saltando y cantando canciones, cuyas letras protesta, no acababa de entender yo muy bien contra qué protestaban. A mí me iban los cómics y las películas de extraterrestres y batallas espaciales. Pero bueno, si la protesta me unía a Elvira, pues había que seguir protestando y punto. Una noche, en un concierto en una casa okupa de la playa, me puse conscientemente muy borracho a fin de reunir las agallas necesarias para declararme a Elvira. La saqué del brazo a la calle, la arrastré a la arena con la excusa de que me encontraba un poco mareado y la puse delante de mí. Ella parecía un poco asustada, dejó el bote de cerveza a un lado, apagó el porro de maría y se puso a escucharme

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muy seria, mirándome con los ojos entrecerrados y enrojecidos. Entonces le dije con una profunda solemnidad, cargado de trascendencia, que estaba enamorado de ella. Pero como iba yo muy ciego, tartamudeé como si se me hubiera pegado la lengua en el paladar y sonó todo muy raro. Elvira estalló en estridentes carcajadas que resonaron en eco por toda la playa. Estuvo cinco minutos riéndose, aunque recuerdo que a mí me parecieron horas, semanas, creo que aún hoy escucho sus risas de fondo cuando me acerco a una mujer. Salí perdiendo el culo de esa playa, en la cual perdí además parte de mi dignidad. Todavía hoy escucho las risas de Elvira al entrarle a alguna chica con la que quiero ligar. Siempre me asustó la idea de que al decirle algo a una chica desconocida ésta me mirase y no me viese. Me aterraba parecer invisible. Que ella pasase a hacer lo que fuera que estuviera haciendo, ignorándome por completo. Más tarde resolví recuperar la dignidad perdida aquella deplorable noche en la playa y, al mismo tiempo, acabar de una vez por todas con mi timidez, esa enfermedad que estaba convirtiendo mi adolescencia en una pesadilla. No me comía ni una rosca. Al año siguiente conocí a Nuria en mi clase de cuarto de secundaria. Nuria era toda una infanta, una señorita de los pies a la cabeza, con ella nada de punk ni porros. Ella era una incipiente hipster, una pitusa con aires de rockstar, le ponía la música Indie y los flequillos atravesando la frente en diagonal. Me flipaba espiarla y hacer retratos suyos. Tengo una libreta de doscientas páginas llena a rebosar de

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dibujos de ella sentada en clase, de ella paseando por el patio, de ella hablando con alguien. También la dibujé en pelotas, y en ciertas posturas que mi imaginación más obscena me ofrecía para sofocar el fuego lascivo de mi pubertad. Recuerdo una mañana en la que estaba yo siguiéndola a hurtadillas por los pasillos del instituto. De repente la perdí de vista por un segundo. Temí que se hubiera percatado de mi misión secreta y quedé congelado como una estatua. Asomé la cabeza ocultándome en una esquina y al girarme allí estaba Nuria. «¿Me estás siguiendo?», preguntó con desaire. Estuve a punto de caer desmayado del subidón que me dieron los nervios. Perdí el control, la agarré de la cabeza con las dos manos y al traer sus labios hacia los míos le dí un golpe seco en la nariz. Empezó a salirle sangre a chorros, aquello se transformó en una carnicería y yo no sabía qué hacer. Nuria se asustó al ver tal cantidad de sangre emanando de su nariz y la que se desmayo, al final, fue ella. Le temblaron las piernas, perdió el equilibrio y se derrumbó, con tan mala suerte, que se dio con la cabeza en un banco. En seguida llegaron un par de profesoras alarmadas y se la llevaron a la enfermería, donde la despertaron y detuvieron la hemorragia. El día después de tan desafortunado incidente me abrieron un expediente y me fui expulsado a casa con un parte de dos semanas. Jamás volví a ver a la hermosa Nuria, sus padres la cambiaron de instituto y yo fui condenado a visitar al psicólogo del centro dos veces por semana durante el resto del curso. No sé de donde

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sacaron que yo tenía un pozo de agresividad contenida y que podría estallar súbitamente en cualquier momento. Pero no tenía ninguna agresividad contenida, yo solamente quería besarla. Lo bueno de todo aquello es que, por lo menos, cuando estuve delante de Nuria, mis mejillas no tuvieron tiempo de enrojecérseme. Acababa de despedirme de Montse a la salida de la discoteca e iba ya de camino a casa. Las calles estaban completamente desiertas y el cielo azul eléctrico, en progresiva decoloración, sugería que estaba a punto de amanecer. Sentía la saliva pastosa en la boca y un par de llagas, que atestiguaban las sustancias tóxicas ingeridas durante la noche, escocían terribles en la lengua. La mezcla del olor a tabaco y alcohol en el aliento y la ropa era un poco vomitiva. Pensé que aunque la timidez se me borrara ipso facto por arte de magia, con estas pintas no ligaría ni con una virgen desesperada y borracha de cuarenta años en un cuarto oscuro. Andaba repasando en mi cabeza aquellos amoríos frustrados por la timidez que padecía desde hacía demasiado. Cuantos polvos perdidos, me lamentaba, polvos de hadas, – las cosas que nunca llegamos a hacer siempre son mejores que las que sí conseguimos–. Debería conformarme, me reproché, y aceptar que seré un hombre tímido para toda la vida. De golpe apareció ante mí una sombra por detrás de un container. Alguien me agarró de la mano y me arrastró hacia delante. Era una chica pelirroja que sonreía. «¡Ja, ja! Soy tan

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risueña», dijo ella y siguió tirando de mí. Me quedé embobado en su belleza, la tía estaba muy buena. «Vamos, vamos», repetía alegremente, «la vida es tan bonita». Yo dejaba que tirase de mí y ella me llevaba corriendo por las calles. Desprendía un entusiasmo contagioso, saltaba y reía a la vez que me arrastraba. Iba descalza, no entiendo por qué, pero daba igual porque estaba tremenda. En un momento dado me dí cuenta de que nos estábamos alejando mucho de mi casa. Pero como soy tímido, no me atreví a preguntarle nada. Atravesamos la ciudad corriendo y yo empezaba a estar fatigado. «¿A dónde vamos?», le pregunté al fin. «¿Por qué preguntas eso?», contestó ella enseñándome todos sus dientes, «tanta razón, tanto preguntar, cállate». Se me llevaba con prisas, treinta kilómetros, cien kilómetros, dos mil kilómetros. Perdí la cuenta. Me perdí. Ya no sabía dónde estábamos. Eso de ahí son los Pirineos, pensé. «Por favor, para un momento», comencé a suplicarle, «necesito descansar. No puedo más.» Pero ella se limitaba a sonreír y a decir cosas, con un tono jocoso y estúpidamente absurdo, que no tenían ningún sentido para mí. Esta tía, sospeché, está condenadamente loca, menuda perturbada. La pelirroja desconocida se detuvo por fin en la cima de una montaña nevada, en mitad de los putos Pirineos. Entonces ella sacó, no sé de dónde ni cómo, un martillo gigante de gomaespuma y empezó a golpearme, con festiva animosidad, en la cabeza. Cada vez que el juguete chocaba contra mi cráneo emitía un ridículo bocinazo: ¡MEC! ¡MEC!

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¡MEC! Yo jadeaba de agotamiento tirado en el suelo, tiritando sobre la nieve. La pelirroja desquiciada cesó por fin de castigarme y, cuando logré recobrar el aliento, me incorporé sacudiéndome la nieve de la chupa y le dije: «Oye chata, dame un besito.»

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EL GITANO BUENO Y HONRAO

La verdad es que no lo vi venir. Cuando me di cuenta ya lo teníamos encima. Llevaba puesto un chándal garrulo y desconjuntado, las piernas flacas y el pelo en punta mal tintado de mechas rubias. «Un momento por favor», nos dijo con aire lastimoso, y siguió: «soy un gitano bueno y honrao que necesita cuatro euros». ¡Cuatro euros!, pensé mirando de reojo a Lucía. Era de noche y veníamos de tener nuestra primera cita. Estaba loco por ella y llevaba toda la noche trabajando por parecer especial. «Yo soy tu macho alfa», era el mensaje implícito en incluso la más insignificante de mis acciones. Había pasado una hora probándome diferentes combinaciones de pantalón, camisa y jersey. Hasta me había depilado el entrecejo, maldita sea, y llevaba cinco días sin masturbarme para conservar la recámara bien cargada. Tenía la intención de darlo todo esa noche. La llevé a cenar a un restaurante cool del centro, con velas en la mesa y chill-out suave. Una atmósfera de lo más sensual e insinuante. Cuatro euros, qué cabrón. ¿Qué iba a hacer yo? El gitano medía más de dos metros, darle un ‘no’ por respuesta suponía asumir el riesgo de una navaja. Una navaja y una amenaza. Eran dos elementos para los que no estaba

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preparado. Si llego a estar solo hubiera pasado de largo pero con Lucía a mi lado tenía que tomar una decisión rápida y no dar pie a que la situación empeorase. Una navaja es lo peor, si el tipo se pone chulo me vería obligado a envalentonarme y plantarle cara para proteger a la chica. No nos engañemos, no soy Batman. Yo me limitaría a cagarme encima y a balbucear mientras el villano se lleva a la chica enamorada de la virilidad que rezumaba su maldad. Me veía a punto de salir corriendo calle abajo, huyendo a esconderme en un portal para gimotear mientras el gitano la subía a su caballo y se marchaban los dos a recorrer el mundo a galope cañí. La otra opción era darle la pasta y arriesgarme a quedar como un tonto delante de Lucía. Me negaba a que pensara que soy de ese tipo de hombres que no defienden sus intereses (o que no la defiendo a ella que, para el caso, es lo mismo). La imagino pensando que si yo acababa dándole el dinero quedaría como un pringado que escapa de la confrontación. Un miedica, un blando, un cobarde, y nadie quiere tirarse a alguien que no se enfrenta a las vicisitudes inherentes a la vida misma. Por otra parte, Lucía es asistente social, trabaja con niños inmigrantes que llegan a España sin familia, lo cual me dio la idea de que la caridad podría resultarle atractiva. Tal vez darle unos euritos al gitano honrao contribuiría a que mi imagen aumentara su valor. Perdería dinero pero ganaría puntos para enrollarme con Lucía. Visto así, no estaba mal el canje. Entonces recordé unas palabras que me dijo un monje una vez que pasé unos meses viviendo en un monasterio.

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«No pierdas de vista nunca tu objetivo», recitó a mi oído el señor monje, «no te dejes llevar por los impulsos secundarios». Y mi objetivo esa noche era acostarme con Lucía así que debía hacer lo imposible por conseguirlo. Lo secundario era la guita de la que debía desprenderme como lo hizo San Francisco de Asís de sus ropas antes de peregrinar por ahí saltando en pelotas riendo histérico como un hippie alucinado. De repente sentí cómo la figura del Santo Asís inspiraba mi mente. La tracklist de los cantos y los rezos de aquel monasterio en el que pasé unos meses recluido comenzaron a reproducirse en mi cabeza en modo ecos medievales. Las dudas se me esclarecieron y el camino se iluminó ante mí. Abrí la cartera, saqué un billete de veinte euros y lo deposité en la mano apestosa del gitano pobre. Lucía flipó conmigo y mi buen hacer y estoy seguro de que tuvo que reprimirse para no abalanzarse sobre mi cuerpo y arrancarme la camisa para devorarme el pecho en ese preciso instante. Llegados a este punto hice que la historia derrapase y diese un giro brusco: di por sentado que tenía a la chica en el bote y pregunté al gitano si tenía hambre. Me dijo que no, pero lo invité a cenar igualmente. Él volvió a resistirse, «es que ya he cenado, no hace falta», insistía otra vez, «es usted muy amable pero tengo que irme». Que no, amigo, continué yo, que ahora mismo te vienes a casa que vas a comerte la mejor tortilla de patatas que has probado en tu vida. El gitano honrao se quedó tieso y sin saber cómo reaccionar. Lo miré a los ojos con determinación, con mis manos sobre sus

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hombros, y le repetí que no era ninguna molestia y que de verdad sería un placer cocinar para él. Me despedí de Lucía con dos suaves besos en las mejillas y un tierno abrazo que ella fue incapaz de corresponder porque me miraba con la boca abierta como si no acabase de creerse el hombre tan maravilloso que tenía delante. Me percibí orgulloso cuando deduje que, pese a esta esperpéntica invasión del cuarto mundo, había logrado que Lucía se enamorase de mí. Di gracias a todos los pobres del mundo y más todavía a los sin techo. Te llamo mañana, le susurré guiñándole un ojo cargado de complicidad. Luego agarré del brazo al gitano honrao y me lo traje a casa. Lucía se quedó de pie mirando como nos alejábamos, disfrutando de mi benevolencia, admirando mi humanidad y mi amor por los necesitados. (¡Soy un santo!). Lo vi en sus ojos, quería casarse conmigo y que montáramos juntos un hospicio para indigentes en mitad del barrio más chungo de la ciudad.

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TIMIDEZ

El paradigma de adolescente tímido camina por la calle vestido con sudadera negra, de algún grupo de rock duro, y con pantalones anchos repletos de bolsillos vacíos. Reconoce abiertamente su timidez y sabe que, hoy más que nunca, le resulta un problema para relacionarse con sus semejantes. En algún sitio leyó una vez que es una pauta de comportamiento que dificulta el desarrollo social. Aunque no supo comprender muy bien qué era eso del desarrollo social, sí que percibe, cuando se encuentra con gente que no conoce, la falta de habilidades para desenvolverse con soltura. No tiene muchos amigos, más bien pocos, tal vez sólo uno, sin embargo, está orgulloso del grado de confianza que ha alcanzado con ese único amigo. En un ejercicio de análisis familiar, el adolescente tímido ha sido capaz de detectar el trayecto genealógico que la timidez ha recorrido, desde su abuelo y su padre, hasta él. En su vida en general, no le importa ya ser tímido. En lo particular, es decir, en cuanto a sus relaciones sentimentales con las chicas, ser tímido le jode bastante. El espécimen de adolescente tímido se desliza tambaleante, con su sudadera negra estampada con una calavera y dos guitarras, por entre la violenta masa de

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ciudadanos que circula en hora punta. Afortunadamente, con los años ha progresado en la destreza para salir de su casa y bajar a la parada de metro sin levantar la mirada del suelo. A las nueve de la mañana, en el centro de la ciudad, todo se mueve demasiado rápido para él. Tanta gente por todos lados produce en su estado anímico una especie de angustia que le hace desear desaparecer de súbito. Como un fenómeno cuántico (¡FLUP!) y desvanecerse en mitad de la calle abarrotada. Pero no tiene más remedio que ir al instituto y, para cumplir su compromiso con la sociedad, hace tiempo que recurrió a la música portátil. Cuando entra en el metro, empujado y apretado por cientos de pasajeros, lleva puestos los cascos conectados a su mp3. Escucha su grupo favorito, repleto de guitarras distorsionadas, percusiones atronadoras y gritos a la vez furiosos y melancólicos. El adolescente ejemplarmente tímido sueña cada día con coincidir en el metro junto a una guapa y desconocida muchacha que le diga «Hola ¿qué tal?». Pero se engaña, lo que realmente anhela este joven introvertido es sentarse junto a ella y ser él quien, impelido por un extraño coraje, le diga «Hola ¿qué tal?». Ahora está sentado en el último de los vagones del metro, en el mismo asiento en el que, para eludir imprevistos, se acomoda siempre. Permanece mirando fijamente hacia el suelo, no porque allí encuentre algo interesante sino porque, perdido en la gris superficie vacía, logra escapar del estrés que le provocan tantos ojos observándolo. Se agarra a su aparato de música, con las dos manos, y sube el volumen de una canción llamada Angry on

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silk worm. Él es consciente de que la gente con la que comparte el vagón puede escuchar, quizás de fondo, tal vez aquellos que están más cercanos, el estruendoso exabrupto de su música. Y eso le complace, aunque siga, contradictoriamente, con la cabeza agachada a fin de evitar cualquier contacto visual. De repente, unas zapatillas All Star de color rosa atraviesan la zona de suelo que él, medio ensimismado ya, contemplaba imperturbable. Los pasos ligeros de aquellos pies interrumpen, como si bailaran algún tipo de danza moderna, su propio intento de desaparecer. Devolviéndolo a la realidad del metro que, acelerando ya, acaba de efectuar su primera parada. Luego es un olor dulzón el que acontece en su percepción, un aroma femenino que lo envuelve, lo atrapa y consigue obligarle a recobrar el enderezo de su columna. El joven vergonzoso, sobresaltado, levanta su mirada y ve por el rabillo de su ojo izquierdo a una guapa y desconocida muchacha. Ha estado a punto de saludarla pero ha conseguido reprimirse a tiempo. Ella tampoco lo habría oído, se justifica, porque lleva, al igual que él, los auriculares de su aparato de música portátil. Quiere pensar que tiene su misma edad, que es bella como ninguna y que, también al igual que él, sufre en silencio de timidez. Pero claro, esto sólo es la pura proyección de su propio e irresuelto conflicto. Lo más probable es que ella sea una chica que sabe desenvolverse perfectamente en la mayoría de situaciones sociales y que, con resolución y desparpajo, su carácter natural le permita consolidar amistades allá donde va. Una

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muestra de este presunto talento suyo lo intuye él por la ropa que lleva ella. Un vestido verde que deja sus piernas, desde las rodillas, al desnudo. La muchacha, sentada junto a él, abre su mochila y saca un grueso libro que abre sobre su regazo. El arquetipo de adolescente tímido, en un veloz movimiento ocular, pasa su mirada por la oscura ventana que tiene enfrente. De soslayo y por un instante, en mitad del cristal negro, su mirada coincide con la de la muchacha. Ambos se ven y él siente un acaloramiento repentino por el que casi está a punto de levantarse y huir. Le arden las mejillas y piensa que con su cuerpo jorobado, sudándole las manos de los nervios y con el sonrojo propio de un bebé sollozante, debe parecer un chaval ridículo. Esto no lo digo yo, se dice a sí mismo, lo dice mi baja autoestima. Pero a fin de cuentas, concluye él, no me jodas, es lo mismo. Una cosa es que él no tenga el suficiente aprecio por todo lo que es, y otra bien distinta utilizar su autodiagnosticada timidez como subterfugio para esquivar sus deseos. ¿Se habrá dado cuenta de que me he puesto rojo como un tomate?, se repite una y otra vez. Debe pensar que estoy deforme, añade por si la humillación a la que se somete no es suficiente. De nuevo, la observa a través del reflejo en la ventana, ve la apacible serenidad con la que lee, como si estuviera sola. La envidia de repente y, a la vez, quiere descubrir cómo lo hace. Admira su belleza tranquila, la seguridad con la que repasa las hojas de su libro, y se le ocurren una docena de frases con las que iniciar un contacto con ella. Las descarta

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todas, por estúpidas y romanticonas. Se lamenta de no haberse entrenado para este tipo de reto, prepararse unas frases eficaces, diseñarse una personalidad más atractiva, vestirse a la moda, ese tipo de cosas. ¿Debería de dejar los cómics de lado, por un tiempo, y dedicarme a aprender a ligar? No se puede tener las dos cosas, piensa él. Tengo que desarrollar mis habilidades sociales, se dice para instruirse como si el curso de los hechos le hubiera ofrecido una especie de revelación que, por otro lado, tantas veces se había repetido ya. La chica levanta la cara del libro y, en un fugaz gesto en el que se pasa la mano por el cabello, sus ojos vuelven a coincidir con los de él que, absorto y disimulando, la espiaba en el reflejo. El joven inexperto parpadea cien veces en un segundo y desplaza su mirada en un requiebro tembloroso de su cuello que a punto está de ocasionarle un esguince cervical. Para evitar ser descubierto por ella, para evitar ser reconocido en su acción de mirar, él se niega su propia visión como si lo que rechazara en verdad fuera todo lo que él es. Aparta su cara del cristal y así, el adolescente tímido y precavido, consigue rehuir del contacto con la desconocida y guapa muchacha. Cabría esperar el advenimiento de un extraño coraje que, ahora que ella ha podido darse cuenta de su interés, le permitiera a él girarse con calma y decir: «Hola ¿qué tal?». Pero no ocurre nada de eso. Sino que el cohibido muchacho se pregunta por la posibilidad de que ella, quizás, pueda sentir incomodidad al haberlo cazado espiándola. El modélico adolescente tímido, una vez ha

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comprobado la total ausencia de coraje en su repertorio de habilidades, toma la firme decisión de olvidar la presencia de la guapa y desconocida muchacha con la que comparte asiento. Si no existe ella, tampoco existe el deseo y, por consiguiente, uno puede acomodarse en la seguridad de su solipsismo. Ciñe así su atención a la música que resuena por los altavoces auriculares de su mp3 y se marcha al lugar privado de su fantasía, allí donde las cosas acontecen como a uno le gustaría que aconteciesen. El metro ha efectuado, durante este tiempo, su cuarta y su quinta parada. El hacinamiento matutino se ha ido disolviendo y el vagón casi quedó vacío de pasajeros. Como hay menos gente, comienza a sentirse más confiado. Pues uno de los dilemas de la timidez es imaginar que uno es observado por los demás y que éstos, la mayoría de las veces, tienen juicios negativos al respecto. El paradigma de adolescente tímido no escapa de este fenómeno y se descubre imaginando que, mientras él mira para otro lado, es ella ahora quien lo espía en el reflejo de la ventana. Esto le causa una aterradora tensión en los músculos, sobre todo faciales, se muerde los carrillos, y piensa que el cristal de la ventana no ofrece de él cualquier reflejo sino que allí se le ven resaltadas sus más horribles debilidades. Necesita con urgencia, como si estuviera a bordo de un barco que se hunde, comprobar si ella ha levantado la cabeza del libro para mirarlo a través del cristal. Y efectivamente, sus ojos vuelven a cruzarse en el espacio negro brillante en que rebotan, desfiguradas, las imágenes de sus cuerpos.

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Ahora los dos saben que se acechan el uno al otro, utilizando sus reflejos en la ventana como excusa. Parece, se le ocurre pensar a él, que nuestras imágenes en el cristal funcionen como un canal para encontrarme con ella sin la mediación de mi timidez. Se dice esto porque ahora es ella quien retira la mirada y, regresando a su libro, empieza a dar golpecitos con sus dedos sobre su rodilla y a mover su pie nerviosamente. No sabe por qué pero tiene la sensación de que ha despertado cierto interés en la guapa y desconocida muchacha. ¿O es producto de su imaginación? Nota que el sonrojo de sus mejillas ha desaparecido completamente. Cuando no me pongo rojo puedo ser bastante atractivo, se dice. Comienza a sentirse confiado y, automáticamente, abre las piernas y se acomoda en el asiento. Se quita los auriculares de las orejas y los deja colgando sobre su cuello. Vuelve a sentir el olor penetrante y dulzón del perfume de su compañera de viaje. Recuesta la espalda, levanta la cabeza y, poco a poco, se llena de coraje. Bajaré en su parada y la invitaré a tomar un refresco, se dice. Dice también: Puedo hacerlo, sólo tengo que no preocuparme por mi timidez. El tren se detiene de pronto y se abren las compuertas. Cuando el espécimen de adolescente tímido presta atención ya es demasiado tarde. La guapa y desconocida muchacha, se ha levantado y sale del vagón de metro, marchándose sin decir nada, con los auriculares puestos, tal como llegó.

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CATÁLOGO DE MUJERES INTERESANTES

Las mujeres representan el tema nuclear de la historia de Arturo. A partir de ellas se despliegan el resto de aspectos y elementos importantes de su vida. No necesita esperar a salir los sábados por la noche para poner en marcha su mecanismo de seducción. Cada minuto de cada día es una oportunidad única para conquistar a esa mujer que recae dentro de su radio de acción. Su experiencia como vendedor en diferentes sectores del mercado le ha aportado los conocimientos necesarios para comprender perfectamente el funcionamiento de las interacciones sociales. A lo largo de los años, y por cuenta propia, ha ido desarrollando una metodología de persuasión con técnicas y estrategias que le capacitan para soslayar o destruir las defensas caracterológicas de cualquier tipología femenina. Sólo en esta semana Arturo ha añadido seis números de teléfono a su lista de contactos que él denomina con aire profesional: Catálogo de mujeres interesantes. Aunque visto desde fuera pueda parecer un hombre vanidoso y su particular empresa cargada de frivolidad, en realidad Arturo no colecciona teléfonos como cromos de futbolistas sino que tiene un propósito mucho más profundo. No le van los compromisos, es un jugador nato, sin embargo esto no

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excluye la búsqueda del amor verdadero. Todo lo contrario, si Arturo es un cazatalentos es porque quiere encontrar una mujer que se ajuste a él como la pieza adecuada de un rompecabezas para poder entregarse completamente al amor. Y eso es lo que sucedió un día que, mientras llenaba de combustible su Renault en una gasolinera, conoció a una mujer que atravesó primero su Catálogo de mujeres interesantes y después su corazón. La chica en cuestión estaba cambiando ella sola la rueda reventada de su coche por la de recambio. «Una chica como tú, que además de guapa sabe arreglar un pinchazo, no puedo evitar querer conocerla mejor», le dice Arturo justo antes de meter su manguera en el automóvil de ella para acabar de colmar su depósito. «Me llamo Tania», le dice ella justo antes de meterse en su automóvil para correr juntos en dirección a su dormitorio. Los dos entran en casa de Arturo, él tira sobre la mesa del recibidor su Catálogo de mujeres interesantes y ella deposita sobre la pequeña libreta una maceta con una planta. El catálogo de Arturo queda sepultado bajo la maceta de cerámica maciza en la que una hermosa planta luce rebosante de hojas y flores amarillas. Al día siguiente, al rato de salir ella por la puerta, Arturo se acuerda de su libreta y hecha un par de miradas superficiales por los muebles de su apartamento pero lo único que ve es esa planta que toma como un regalo. De todas formas, Arturo piensa que ya no necesitará esos teléfonos porque cree que su rompecabezas ya encontró su pieza adecuada. Pero Arturo desconoce que la introducción

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de esa planta en su apartamento esconde no sólo una intención debidamente argumentada por parte de Tania sino también una amenaza a lo que imaginaba iba a ser su destino. Tania lo quiere y por eso le regala una planta, porque intuye la vehemencia con que Arturo vive la tentación de las elecciones afectivas. Ella lo quiere para sí, y no es casual la destrucción simbólica de su catálogo sino una jugada maestra e implícita en el engranaje de la relación, y como ella tiene la creencia de que él es incapaz de querer a nadie salvo a sí mismo le dice sin decírselo: «Esta planta simboliza nuestra relación, si riegas una cosa riegas la otra». Así transcurre un año y Arturo se esfuerza todos los días por acordarse de echar tres vasitos de agua a la planta y remover un poco la tierra para que se oxigene y aproveche al máximo la humedad. Y aunque Arturo siempre imaginó que cuando estuviese enamorado sentiría una especie de propulsión hacia las nubes o como poco una suave levitación cotidiana, lo cierto es que lo que siente es algo así como una caída agitada, histérica y en picado hacia el centro mismo de la obsesión. Una obsesión no por Tania sino por todas las demás mujeres que no son Tania. Porque no se puede encerrar a un tigre en una jaula para periquitos, dicho con otro tropo: en tanto Tania estiraba de la correa, Arturo más fuerte empujaba del collar. De repente Arturo hace estallar los barrotes de la prisión en la que se había metido y salta a la calle y, como era de esperar, se acuesta con otra mujer sin siquiera necesitar ningún catálogo con números de mujeres interesantes.

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La consecuencia inevitable de la imposición de cornamenta a la novia es que ésta rompe con el pérfido canalla y, enviándolo al lugar en el que se acumulan los excrementos, Tania se despide hasta nunca de Arturo y cierra dando un portazo. En el mismo instante en el que se cierra esa puerta (¡PAM!) a Arturo se le abre una pregunta que le golpea el cerebro: «¿Se puede saber qué hace esa planta en mi casa?»

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AMOR DE SUPERMERCADO

Tengo una relación extraña con un reponedor de supermercado. Creo que está enamorado de mí. Pero por la manera en que me mira se diría que lo que espera es untarme con leche de cabra y sorberme los pezones. A mí esta situación no me gusta, pero tampoco me disgusta. Llevamos un año así. No le culpo, es más, entiendo perfectamente que se sienta atraído hacia mí. El Reponedor pasa por el pasillo en el que estoy metiendo cosas en mi carrito y percibo sus ojos clavándose en mi trasero respingón. Oigo su lengua sofocada arrastrarse por el suelo como una cascabel a punto de lanzarse sobre un ratoncito. Noto su presencia a mi espalda, su amor incondicional. Su mirada oscura me penetra desde la distancia. De repente me asalta un apetito violento y espontáneo: que me de un cachete en el culo al pasar montado sobre su carretilla eléctrica (¡PLASH!). Es una idea que dura nada más que un segundo en mi cabeza pero lo suficiente como para excitarme (¡AH!) y sentir cierto calor. El Reponedor tiene cara de malvado de película, a lo James Dean, pero no es tan guapo y tendrá poco más de

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cuarenta años. Pienso que hoy en día ignoramos a los demás como si fueran despreciables. Y aun más si es alguien como el Reponedor, un looser marginado de calvicie incipiente, un moreno de aspecto sospechoso, que causa rechazo y que seguro que no tiene amigos (y menos, mujeres). Por eso le correspondo con la mirada. Al principio no le hacía caso, incluso me sonrojaba, cuando el Reponedor pasaba por mi pasillo una vez tras otra como en un loop viciado y absorbente. «¿Qué quiere este chalado de mierda? Voy a llamar a la policía, joder», pensaba yo. Me hacía la tonta si lo veía vigilándome subido a una escalera colocando botellas de suavizante en el estante de los frutos secos. Es muy ridículo, me encantan sus despistes de admirador perturbado por la presencia inminente de su fetiche (que soy yo). Ahora hemos normalizado nuestro, ya de por sí, peculiar vínculo. Cada uno cumple las cláusulas del contrato, él me espía haciendo como que se esconde siguiéndome con la mirada hasta que me marcho del super, y yo lo ignoro como si no pasara nada (con una crudeza despiadada). Sé que al Reponedor le gusta así este nexo chungo y voluntariamente masoquista entre ambos. De vez en cuando y para romper con la monotonía, antes de irme, apunto de salir por la puerta, me detengo y me giro para echarle una última mirada. Luego salgo a la calle y hago mi vida. Hay algo inquietante en su manera de agazaparse entre las estanterías y de aparecer al otro lado de las cajas de

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cereales cuando menos me lo espero. Este tío me atrapa. Pero no es nada sexual, se trata de una curiosidad muy ingenua la que brota en mi corazón. Que me persiga por el supermercado me parece divertido. Me escondo. Me hago la difícil. Y él se pone histérico, se le ve desatado, empieza a correr de un lado a otro de la tienda, buscándome todo lleno de sudor. Hasta que al final me encuentra haciendo como que rebusco entre las neveras de embutido, debatiéndome entre unas morcillas o un fuet. Lo admito, juego con él, a veces soy una niña mala. Estoy convirtiendo su aburrido trabajo de reponedor en una aventura cargada de emociones fuertes muy intensas. Mis regulares visitas al supermercado contribuyen a configurar en sus esquemas mentales una batería de imágenes a las que él recurre cuando necesita evadirse de su mierda de curro. O para dar sentido a su vida (en general). A veces también soy una niña buena. Mi persona es algo así como un elemento que ha cambiado sustancialmente su existencia. Le alegro el día. Con eso tengo bastante, por las noches me voy a la cama orgullosa de esta labor tan solidaria. Es mi forma de hacer el bien a la sociedad. Cada uno tiene su estilo. Yo satisfago las pulsiones reprimidas de un ciudadano alienado por el devenir contemporáneo que trabaja reponiendo objetos de consumo masivo en una gran superficie. En el supermercado soy algo así como su producto estrella, me objetivizo por él

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(y nos va bien). El Reponedor me acecha con incontinencia lasciva por el corredor de pescado congelado y yo le sonrío porque me hace gracia. Yo lo miro y él se pone contento, es así de fácil. (Si los ojos de un hombre coinciden con los míos ya cree que quiero acostarme con él. Automáticamente su cerebro proyecta mi figura desnuda en todas las posturas posibles vistas desde una infinitud de ángulos a lo Michael Winterbottom). Hoy me he preguntado: ¿el Reponedor se masturba pensando en mí? Eso no me gustaría demasiado. Aunque confieso que me hace ilusión. Prefiero creer que en la mente del Reponedor no acontezco en fantasías eróticas demasiado grotescas sino que en sus pajas mentales me trata bien, con mucho tacto y romanticismo. Debe ser un caballero muy respetuoso (me abre las puertas, me corre la silla para que me siente, y me dice por favor y perdón continuamente). Eso no quita que de vez en cuando se toque mientras, en sueños, me recita de memoria una poesía. Al entrar al super, se me ocurre simular que estoy en una película de terror y que el Reponedor es el asesino. Entonces corro por los pasillos, sigilosa como una felina en celo, jadeando con expresión alarmada, girándome hacia atrás muerta de miedo. Inmersa en un pánico autoinducido pero al mismo tiempo implorando (secretamente) que me agarre desprevenida y abofetee un par de veces mis mejillas sonrosadas y luego dé un lametón salivoso a mi frente

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caliente. Me recreo con la idea de que el Reponedor me susurra al oído: «Eres mi gatita y te voy a dar de comer cosa rica». Mi madre se ríe al contarle esta historia mía con el Reponedor. No lo ha visto nunca y quiero enseñárselo. Hoy mi madre viene conmigo al supermercado. El Reponedor huye galopando a toda mecha a la trastienda como un niño que ha hecho algo malo y se refugia a llorar en el sótano porque teme defraudar a su padre. Qué entrañable. Lo abrazaría ahora mismo. Un martes. Antes de irme al gimnasio, mi madre me ha hecho la mochila porque a mí no me daba tiempo y se le ha olvidado ponerme la ropa interior de recambio. De vuelta a casa entro en el super y, mientras escojo mis chicles favoritos, con un vestido y sin braguitas, el Reponedor se planta a mi lado. No dice nada, sólo se queda muy quieto, petrificado a medio metro de mí, con la vista perdida en el infinito. Ni siquiera pestañea. Otro día. Estoy pagando en la caja registradora y metiendo mi compra en bolsas de plástico degradable, el Reponedor se acerca para hablar con el cajero. Mientras pregunta unos precios, disimula, mirándome de reojo. Estoy supernerviosa (¡UF-UF!). Hay mucha tensión entre nosotros.

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¿Qué se le pasará por la cabeza? ¿Le gustaría tocarme? Seguro que sí. ¿Y hablarme? Tal vez no. Es un hombre muy raro. Llevo tres días sin pasarme por el supermercado. Entro para hacer como que compro algo, sin embargo sólo quiero comprobar si el Reponedor sigue vivo. En un gesto rápido y casi imperceptible (¡FIU!) veo su cabeza flotante asomándose por encima de un palé cargado de cientos de paquetes de compresas (un dique rosa y azul celeste que le sirve de trinchera circunstancial). Fantaseo con la idea de que me hace fotos lomográficas sin darme cuenta y después forra con ellas las paredes de una habitación que tiene reservada en su casa exclusivamente para mí. Miles de fotografías en las que salgo solamente yo. Como un álbum tridimensional gigante que recoge las múltiples facetas de mi vida: Yo pintando mis labios con las muestras gratuitas de la sección de perfumería. Yo comprando el botellón muy guapa antes de salir de fiesta. Yo dando un mordisco a una barra de pan, y luego dejándola donde estaba. Yo agachándome con un vestido sin braguitas. Yo cargando a hombros un saco de pienso para mi perro. A veces sonriente y otras tristona. Toda mi vida en los muros de la casa del Reponedor.

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Al llegar a casa del trabajo, tira a una esquina su absurdo uniforme de reponedor cochambroso, se sienta en un sillón de piel bermellón con orejeras y disfruta (desnudo) de su momento chill-out con todas mis fotos rodeándole por los cuatro costados. Un collage inagotable de imágenes de mí. Mire donde mire, allí estoy yo, relajándolo, transportándolo a un lugar maravilloso en el que sus sueños se hacen realidad.

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LO PASARON “BIEN”

Ana Galán y Arnau se conocieron en la cena de cumpleaños de un amigo en común. Nada más verla se la imaginó húmeda y a cuatro patas, gimiendo ansiosa de placer (él no sabía lo que vendría más tarde). Luego, hablando con ella, se embelesó con la posibilidad de enamorarse de ella. Le gusta llamarla así, Ana Galán, con nombre y apellido, porque riman y cada vez que lo dice es como si cantara. Cuando aquella noche entró junto a los invitados al bar en el que iban a cenar él consiguió tan disimuladamente como pudo que ella coincidiera sentada frente a él. Para observarla bien, para conocerla mejor. Para que, sentada justo delante, no tuviera más remedio que fijarse en él. Y así poder decirle sin decírselo que pretendía algo más que una conversación de sobremesa. Algo más era un juego de coqueteos. Jugar a hacerse risas, a impresionar al otro, a que el otro se sienta atraído por uno, es jugar al sexo. Los cuerpos no se acaban de tocar pero las palabras, cargadas de intención, sí, y qué es el lenguaje sino sexo, o una mirada. Y Arnau sabe utilizar muy bien el lenguaje. Y los ojos. Más que una coincidencia Arnau quería provocar un incidente sobre aquella mesa. Un accidente entre sus miradas, un choque de cuerpos, una colisión de éxtasis orgiástico,

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orgásmico. Deseaba incidir con su pene dentro de ella. Levantarla en brazos, cerrar el pestillo de los lavabos y follársela con el vestido puesto. Esa noche fue divertida, hicieron tonterías y se pusieron muy ciegos, tanto que al salir del bar, se separaron. La perdió de vista. Es el riesgo del alcohol: pierdes de vista tu objetivo. Después de esa noche Arnau esperó tres estudiados días para mandar una solicitud de amistad a Ana Galán. Ella lo agregó de inmediato a su lista de amigos. De esto hacía ya tres meses y hoy iban a quedar por primera vez solos. Le hubiera gustado verla antes y en este tiempo Arnau le había sido fiel, solitariamente fiel. A excepción de una chica que conoció en la biblioteca. No era la primera vez que la veía rebuscando medio perdida entre las estanterías de filosofía contemporánea. Pero esta vez, podríamos decir que ella encontró otra cosa, acabó haciéndoselo con la boca en el servicio, sentada sobre la tapa del váter. Y él de pie apoyado en la puerta, por si acaso, con los pantalones en los tobillos y sujetando los poemas de amor de Manuel Vilas con una mano y “La Guerra” de Simon Weil con la otra. Él recuerda ahora el abrigo de ella, de lana de un verde otoño, como le rascaba los muslos cada vez que se acercaba. La idea era, sin duda, muy romántica (estúpidamente romántica, pensará luego). Una calurosa noche de julio, a solas con Ana Galán, la chica maravilla, bromeando entre las luces de las casetas de los feriantes, perritos piloto, los sonidos estridentes e inmortales de las atracciones y los correteos y grititos de los niños por aquí y por allá, esa

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imagen entre nostálgica y peliculera de romances veraniegos en Taxham, Alabama. La idea era romántica, como idea, claro, pero la realidad no suele serlo tanto. El tranvía se detiene en la parada acordada y Arnau localiza a Ana Galán esperando junto a una chica que no había visto nunca. Pero qué cojones, piensa Arnau, y ésta quién es. Te presento a mi amiga [ininteligible] es de [ininteligible], un pueblo al norte de Francia, más arriba de Paris, ha venido a pasar unos días aquí conmigo. A Arnau le jode no poder estar a solas con Ana Galán, pero luego piensa qué hay mejor que una mujer: dos mujeres. Qué tal si nos tomamos una cerveza antes de ir hacia la feria, propone ella. Pues no, piensa él. Muy bien, vamos, acaba diciendo. Él quiere montarse en la montaña rusa, no tomarse una puta cerveza. Pero como también quiere estar con Ana Galán tiene que joderse y aguantar. El que algo quiere… En realidad fantasea con meterle la lengua hasta la campanilla en lo alto de la noria incendiada. Y que salten chispas allí arriba y todo se queme de fuego pasión. Y que los titulares digan: se amaban tanto que murieron calcinados girando a doscientos metros del suelo. Arnau se sienta en la apretada mesa del bar, aunque se da cuenta de que no quiere hacerlo. Se pide una cerveza, aunque se da cuenta de que no quiere pedirla. Arnau sonríe y se dispone a escuchar, aunque no le apetece nada de nada. De pronto nota cierta nostalgia, echa en falta un libro, una lectura, unas palabras impresas como el único lugar en el que podría ser feliz ahora mismo. En silencio, a solas y con su

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foco de lectura atravesando su nuca por detrás. No se puede estar siempre leyendo, se dice, debería de socializar. A la vez que este pensamiento coge peso en el mundo interior de Arnau, Ana Galán abre su cuquísimo bolsito de cuero negro brillante y surge desde debajo de la mesa, poniéndose de pie y sacando un objeto que levanta con fuerza. Qué coño es eso, Arnau extrañado, confuso, echa su silla hacia atrás. Ana aprieta con firmeza el gatillo de una ametralladora, una AK-47, un arma terrorista, y empieza a disparar. Y habla, joder si habla. Por los codos, por las rodillas. Mientras da tragos a su cerveza, no entre trago y trago, sino a la vez tragando. Mientras mastica cacahuetes, con la boca llena. Dispara su munición, opiniones bien justificadas, argumentadas con todo lujo de links e hipertextos, dispara sin hacer prisioneros. De política, de la crisis, de los bancos, de que los políticos son unos corruptos. Me importa una mierda la crisis y los políticos joder, piensa Arnau mientras sonríe haciendo como que escucha atentamente, interesado. Pero Arnau sucumbe ante el terror de esa mujer con aspecto de bailarina de claque de los años 30 que carga con un Kalashnikov y hace saltar por los aires el bar y a la gente que bebe también haciendo como que se escuchan los unos a los otros. Y poco a poco ella se apodera del espacio invisible, lanzando periódicas y precisas granadas a cualquier tentativa de alto el fuego, se hace con el poder, su sola presencia absorbe el poder menguando la presencia de los otros. Es una mantis, que se lo folla todo, desde un ego inabarcable, para luego devorarlo todo; te roba

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el semen y te mata para reproducirse a sí misma en ti mismo. Te deja exhausto y te abandona. Por su parte, la chica francesa, arrodillada ahí en el suelo, se guarece tras un enorme escudo de combate tipo galo medieval, circular, de madera blindada y con un grueso clavo de hierro en el centro. De dónde lo ha sacado, maldita sea, cómo no intuí yo esto, piensa Arnau, chica lista. Ana Galán sigue, escupe críticas y quema banderas blancas con su lanzallamas. Todo arde y, como se suele decir, no deja títere con cabeza. Arnau corre a resguardarse detrás de un muro de sacos de arena viva, protegiendo su corazón de la metralla extraviada, alocada. Lleva sin darse cuenta las manos a sus orejas como tapando sus oídos en un gesto involuntario, somático, por si acaso algo estalla cerca. Luego le toca el turno a su militancia feminista. Que si las mujeres esto, que si los hombres no sé qué. Arnau se aburre sobremanera, quiero que se calle ya. Quiero ir a montarme a la puta atracción, no me interesa tu mierda. La chica francesa se limita a asentir con la cabeza, con una media sonrisa y mirando de reojo a otros lugares. Tiene suerte, se dice él, apenas entiende una palabra del español. Ana Galán habla de sí misma, de lo que piensa de otros, y más aún, de lo que piensa de otras. Habla de los chicos a los que se folla y de las chicas a las que se follaría. Con todo lujo de detalles morbosos y sentimentaloides habla de sus folleteos, de “sus amantes”, como dice ella, o “sus hombres”, sin ningún tipo de pudor y, lo que es peor, sin preguntarse siquiera si a los demás les gusta lo que oyen.

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Maldita zorra. A Arnau se le ocurre la idea de matarla. O eso, o ser uno de “sus hombres”, no, “su hombre”. Ser el único para ella, y matar al resto, castrarlos, cortarles la polla con los huevos incluidos, desde abajo, zas. No es que se le haya roto el corazón, es que su corazón acaba de huir a miles de kilómetros de aquí. La chica francesa ya despegó todas las etiquetas de las cervezas, vacías y medio vacías, que hay sobre la mesa. Y mueve el pie inquieta, nerviosa, tal vez también esté soñándose lanzada hacia el cielo a bordo de un cohete de feria. Ana Galán se encarga ella sola de demoler la estatua que Arnau le había construido en su nombre en mitad de la plaza de sus anhelos. Él trata desesperado de reconstruir la escultura, es un tipo hábil con las manos, pero está cansado. Con una paleta aplica una mezcla de yeso y pegamento superfuerte sobre las superficies que se desconchan. Recoge algunas de las piedrecitas que caen rotas desde arriba, desde el rostro de ella o desde su pecho, y las pega con rapidez. Pero luego un pedazo más grande se resquebraja, un brazo o la mitad de su rostro, y la escultura de Ana Galán se hace añicos ante la mirada pasmada de él. Y ella, el centro de la galaxia, disfruta de que todos los planetas giren a su alrededor. Pero la chica francesa empieza a arrepentirse de todo el tiempo invertido en e-mails enviados con el objetivo de mantener el contacto con esa chica española que conoció una tarde fría en París, enviados con el objetivo de poder escapar de la taladrante soledad en la que vive aislada en su diminuto pueblo con nombre de

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pájaro francés marica. Está hasta el coño y haría lo que fuera para huir de allí. Pero piensa, ahora, que el precio de aguantar a una petarda como esta es demasiado alto, y eso que ni siquiera la entiende. No vale cualquiera como amiga, se dice, no vale cualquiera como salvoconducto. Y Arnau, agazapado y con la cara sucia de barro, y la ropa negra de arrastrarse bajo los estallidos de piedras y rocas y humo, consigue duramente ponerse de rodillas. Así, encorvado sobre sí mismo, apoyando la espalda sobre los pocos sacos que quedan en pie y que, apilados, conforman una maltrecha trinchera, él comienza a buscar desesperadamente en sus bolsillos, en su mochila. Y la encuentra, una bomba de humo para salir de allí, ligero y sigiloso como un Ninja, sin dar explicaciones. Detesta dar explicaciones. Eso o cerrar los ojos y descubrir su escondite abriendo los brazos y correr hacia el enemigo, bajo la lluvia inclemente (de varietés idiosincrásicas), con la esperanza de que el primer balazo le dé en la frente. Arnau se da por abatido, sus opiniones son utilizadas por ella para hacerse más fuerte. Pues yo... Y yo… Yo también… Y cuando él abre la boca, ella le clava un machete en la punta del pie. ¡Ah! Sólo puedo aguantar en este agujero del suelo y asomar la cabeza de vez en cuando para comprobar si la tormenta sigue ahí. ¡Ah! No tengo espacio en esta mesa de gnomos de mierda, y apenas provisiones, un dedo de cerveza y dos cacahuetes. Tendré que esperar. Dónde están los americanos y sus bombardeos indiscriminados. Nada de bombas racimo,

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qué coño, atómicas hacen falta para acabar con esta Godzila del yomismismo. Una carcajada profunda de sonido cavernoso lo despierta de su ensimismamiento. Cierta peste a azufre de repente. La peña del local comienza a colocarse máscaras antigas. Guerra química. La gente huye agachada y en cuclillas, el humo les hace difícil encontrar la salida del garito. El barman, loco de tan asustado, dispara al aire su escopeta y el techo se le viene abajo, encima suyo. Uno, dos, tres cadáveres. Él se asoma cauteloso para ver a Ana Galán enmarcada en un fondo de fuego, partiéndose el pecho de risa, a carcajada limpia hacia el cielo, una cola roja con punta de flecha da vueltas detrás de ella y golpea las paredes dando latigazos. Unos cuernecitos negros asoman sobre su cráneo, entre su pelo de bailarina de claque de los años 30, y sus rizos permanecen perfectamente peinados, adheridos a su cabeza como si nada. Arnau nota algo en su mano derecha, algo la roza primero, es otra mano, la chica francesa se ha arrastrado hacia él y ahora le agarra los dedos con una fuerza delicada. Él la ayuda trayéndola hacia sí, hacia su desvencijada guarida. Ella clava su viejo escudo entre los pocos sacos de arena que quedan aumentando así la capacidad de defensa de ambos. Ahora son dos. Y de repente el silencio más absolutamente cósmico se instala en el local. Unos rayos ultravioletas restallan eléctricos bajo el techo y un punto negro aparece sobre Ana Galán, que enmudece de golpe mirando hacia arriba asombrada ante el espectáculo de

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colores. El puntito negro se abre hasta transformarse en un agujero negro gigante que comienza a engullir a la tiránica señorita Galán que, gritando desesperada palabras imperceptibles ya por el acontecimiento de protones y electrones fusionándose y deconstruyéndose sin fin ni principio, desaparece girando sobre sí misma en mitad de una espiral que la arrastra irremediablemente hasta la oscuridad más absoluta. En ese momento Arnau y la chica francesa se abrazan, ella sigue apretando su mano. Ya pasó la tormenta. Él recoge despacio los cabellos despeinados de ella que se interponen entre sus rostros como queriendo también ser besados, sujetándoselos sobre las orejas y así, acariciándole la cabeza, ella mantiene una mirada durante unos segundos que quedarán para siempre, luego cierra los ojos y besa la comisura de sus labios. Ahora viene la calma. Y se acurruca bajo su brazo. La chica francesa mete su mano en un bolsillo de su desgastada chaqueta y, dibujando una sonrisa pícara con sus labios rosados, extrae un revólver plateado. Arnau se abalanza sobre la boca de la chica francesa y ella, diciendo algo ininteligible, martillea el tambor encañonando el pecho de él con un calibre 45.

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DIARIOS DE LA CASA DEL LIBRO

15 de marzo Entro en la Casa del Libro, cojo un libro y lo hojeo. Pasan dos horas. Sigo en la misma página. Lo dejo donde estaba, en su estantería, y me marcho. Una vez en la calle, doy la vuelta y vuelvo a entrar. Busco un libro concreto, una novela, lo encuentro. Leo una frase. La vuelvo a leer. No entiendo lo que quiere decirme el escritor con esa frase. Decido comprar el libro y me marcho, ahora sí, a mi casa. 18 de marzo Estoy en mi habitación, mi refugio, a salvo del desorden antihumano de la sociedad moderna. Necesito leer con urgencia. Es cuestión de vida o muerte. Pero hay mucho ruido: el aire de la calle rascando provocadoramente las lamas de la ventana, las hojas ofensivas que caen de los árboles colisionando contra el asfalto, la violenta respiración ex profeso del vecino de abajo. Me pongo furioso, ¿tan difícil es un poco de silencio en esta puta ciudad? Cierro mis oídos con tapones de silicona moldeable.

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21 de marzo Abro la mochila y extraigo con dulzura la bolsa de plástico con el logotipo de la Casa del Libro. La dejo en la mesa y, con dos dedos, lentamente, saco el libro que compré el otro día. Me tiro en la cama con él y enciendo el flexo. Acaricio el diseño de la portada. Lo beso, lo abrazo y empiezo a leer. Falta un ínfimo pero imprescindible detalle: pongo el móvil en silencio, modo monasterio del siglo XII y rezo una oración. Continúo la lectura. Leo dos páginas y sigo sin comprender una mierda. 30 de marzo Devuelvo el libro que compré. Lo cambio por otro que tenía apuntado en mi lista. Tengo una lista con casi cien títulos de lecturas que me interesan. Por orden de preferencia y alfabético por autor (o autora, claro). Me pongo febril (y sudo) cada vez que la consulto y descubro estresado cuantas cosas me faltan por leer. Solo soy carne purulenta, así jamás seré un GRAN escritor. 13 de abril Es por la mañana, salgo de la librería con un nuevo libro. Tengo prisa por leerlo, estoy impaciente. ¡Venga, venga! Corro hasta el metro; entro corriendo en el tren; en lo que dura el trayecto, sigo corriendo de un vagón a otro; llego a mi destino, hago un moonwalk y aterrizo en mi parada haciendo un triple mortal girando sobre mi propio eje gravitatorio. Vuelvo a correr muy fuerte hasta llegar a mi

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apartamento. Leo dos párrafos salteados. No me gusta. ¿Por qué he comprado esta basura? 26 de abril Un grupo de científicos del CSIC ha relacionado (en una operación aritmética que ha requerido de un acelerador de plutones) el tiempo y el espacio de mi vida en el postrero mes y han confirmado mis sospechas. He pasado la mayor parte de mi tiempo en la Casa del Libro. Más que en la mía. Más que durmiendo. Más que en ningún otro lugar. 28 de abril No sé de dónde me viene esta puta obsesión maníaca por la literatura. Si yo no leo, nunca me gustó leer. Yo soy un hombre de acción. Un animal de la calle. Un amigo de la gente. Pero ahora vivo entre la mesita de noche de mi habitación y la librería. ¿Por qué? No lo sé. 11 de mayo Hoy he abierto los ojos y estaba en la Casa del Libro, frente a la sección de narrativa hispanoamericana, con un libro abierto entre las manos. ¿Cómo he llegado hasta aquí? No sé lo que está pasando. 23 de mayo Tras revisar mi cuenta corriente en el banco, he deducido lo

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siguiente: gasto demasiado dinero en libros. Así que voy a montar una editorial. Publicaré los libros yo mismo y me los venderé un 20% más baratos. 5 de junio Son las seis de la mañana (6 a.m.). Estoy enfundado en un saco de dormir, dentro de una tienda de campaña tipo iglú, en la calle, delante de la puerta de la Casa del Libro, esperando a que abran. Hoy no hay nada especial en la librería. No hay ningún coloquio sobre autores mesiánicos, ni fiesta alguna presentando merca literaria y tampoco bukkakes colectivos con jóvenes promesas de las letras ávidos de rostros vírgenes sobre los que desparramar su semen. Sin embargo, muy a mi pesar, que conste en acta, aun y todo, confío en que no tardarán mucho en abrir las puertas de la Casa del Libro. 12 de junio Estoy en el suelo, arrodillado en un rincón de la Casa del Libro, comiendo canelones de un tupperware. He manchado, sin querer, el suelo de salsa de tomate. Sobre mi cabeza y hacia arriba se extienden los libros de antropología y sociología. «Quiero conocer de qué va eso del rollo posmoderno», digo entre dientes. De pronto, comienzan a caerme sobre la cabeza todas esas páginas de sabiduría y se desparraman alrededor de mi cuerpo, el saber me penetra hasta muy

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adentro de mi alma. Un dependiente ha llamado a la policía y ahora estoy en un calabozo con un tipo que se parece a Georges Perec con un vestido negro de lentejuelas muy brillantes. 16 de junio Recojo una bolsita de azúcar, de esas que llevan un mensaje de mierda de autoayuda barata. Pero en el dorso no hay nada escrito. Así que pillo un rotulador y escribo en mayúsculas un mensaje yo mismo: NO PUEDO VIVIRLO TODO. ¿PUEDO LEERLO TODO? Y lo dejo sobre la mesa de la cafetería, tal vez, alguien lo lea y le cambie la vida. 20 de junio Al despuntar el sol en el horizonte ya llevo tres horas leyendo sin descanso reseñas sobre un libro tan crudamente inquietante que me veo obligado a estirarme de los pelos cada dos por tres (¡AHRG!). Resulta que esta noche he soñado con una novela que no conocía. Desperté de golpe empapado en sudor y llamando entre sollozos a mi madre. Eran las cuatro de la madrugada y me puse a investigar por Internet. Se titula El Gordito y el autor es un tal Poposky, Felipe Poposky. 22 de junio Pregunto a un dependiente de la Casa del Libro si disponen de algún ejemplar de El Gordito, de Felipe Poposky. El tipo

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me atiende de mala gana, sin mirarme a los ojos ni un poco ni regalándome una media sonrisa falsa. No me merezco este trato, soy su cliente más perseverante. –No –me dice muy rancio. Pero lo podemos encargar. Te lo metes por el culo, mamarracho. –Vale –respondo esforzándome por parecer amigable. ¿Cuándo lo tendréis? –En quince días –dice sin apartar la vista del ordenador, de malas maneras. Hoy en día se ponen unas gafas de pasta y ya piensan que pueden tratar a la gente como escoria. 8 de julio Los dependientes de la Casa del Libro me tienen fichado. En cuanto atravieso el umbral de su templo los veo hacer gestos extravagantes. Pulsan botones ocultos debajo de los mostradores y se echan miradas conspiracionistas entre ellos. Malditos hipsters autodestructivos, nos arrastrarán al infierno con ellos, pretenden poner el punto final al rollo random humano. Los oigo susurrar a mi espalda mientras ojeo un libro de cuentos. Se dicen cosas al oído y se mandan whatsapps los unos a los otros haciendo comentarios graciosos sobre mi persona. Se burlan. Los dependientes son conscientes de que vengo mucho y eso les molesta. Piensan que paso tanto tiempo aquí que estoy desestabilizando la dinámica de su comunidad. Para ellos soy algo así como la semilla del diablo, un ente anómalo que distorsiona el correcto

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funcionamiento del establecimiento. Se están confabulando para acabar conmigo. Cabrones, soy duro de pelar, he leído la obra completa de Tolstoi. 9 de julio Una dependienta muy maciza de la Casa del Libro se me acerca mucho e invade mi espacio vital de seguridad hasta casi rozarme. –¿Necesitas ayuda? –pregunta sonriéndome con una más que sospechosa amabilidad. –¿Vais a pegarme, verdad? –le respondo con otra pregunta para despistarla y salgo disparado hacia la calle y atravieso el Paseo Ruzafa y llego a la Alameda y caigo a plomo desmayado. No cabe duda de que han tejido un plan milimétrico para controlar mi actividad en la librería. ¿A qué viene si no esa chica instigándome con ese escote tan tentador? Buscan el más leve de mis tropiezos para raptarme e introducirme dentro de esa máquina que esconden en la trastienda y convertirme en un libro de bolsillo. Quieren exponerme en el mostrador de novedades como un producto-trofeo más de su cueva de filantropía pegajosa. El conjunto de libros que se exhiben en esta tienda eran antes clientes. Los dependientes los han ido secuestrando uno a uno y metiéndolos dentro de una máquina siniestra que los ha menguado y triturado hasta transformarlos en libros (objetos de consumo).

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14 de julio Paso entre dos dependientas y escucho, tras de mí, risitas estúpidas. Piensan que los únicos amigos que tengo son los libros y por eso paso tanto tiempo aquí. ¡No es verdad!, les chillo en mitad del hall y desaparezco como un rayo. 25 de julio Anochece fuera de la Casa del Libro, tengo apilados seis libros a mi lado, llevo cuatro horas aquí, leyendo un poco de cada uno y sin saber con cuál quedarme. Lo complicado no es tanto elegir uno sino aceptar la perdida de los otros cinco que descartas. Para un tipo como yo, tan inseguro de sí mismo que ha de comprobar su nombre y apellidos en el DNI todos los días al levantarse para saber al menos lo mínimo sobre quien es, tomar decisiones representa una encrucijada realmente chunga. Un dependiente está cobrando en caja a un par de clientes, disimulando, me vigila descaradamente por el rabillo del ojo. Yo me hago el loco pero intuyo que le hace gestos a uno de sus compañeros del gremio. Me van a hacer la tres-catorce, pienso al instante. Cojo los seis libros y me encamino hacia la caja para demostrarles que voy a dejar mucha pasta en su negocio y me dejen en paz de una vez. Pero todo lo contrario. De repente, surge un tercer dependiente, un gorila congoleño gigantesco con el uniforme tan prieto como el culo de Paris Hilton, y me cierra el paso. Emboscada en la Casa del Libro, estoy rodeado, ¿qué coño hago?

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Maniobra de distracción: lanzo los seis libros al aire y al caer repartidos por la sala, ya me he fugado. 26 de julio Son las doce del mediodía en la Casa del Libro y llevo una hora buscando un libro muy concreto. La gente infecta que trabaja aquí (o que simula hacerlo) aseguran que les queda un ejemplar pero que no tienen ni idea de donde está. La cosa es evidente, lo tienen escondido y están jugando conmigo. No es la primera vez que lo hacen. Esconden los libros que necesito y se parten el culo mirándome rebuscar entre las estanterías, avergonzado y sintiéndome culpable por ser el hazmerreír de esta panda de retrasados pseudointelectuales. 30 de agosto Nueve de la mañana, café y ducha. Mi plan para hoy: ir a ver libros, tocarlos y olerlos. 1 de septiembre Otra vez, misteriosamente, los dependientes de la Casa del Libro conocían con precisión a por que libro venía hoy y lo han guardado en la trastienda (o lo han enterrado entre los de la sección infantil). Día a día va cobrando fuerza la teoría de que me han implantado un chip mientras dormía. Sólo así se puede explicar cómo averiguan qué libro retirar antes de que me plante yo aquí. Con esa inmediatez aplastante. Tengo un chip de la Casa del Libro en mi cabeza pero no lo

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usan para venderme cosas sino para sabotear automáticamente mi dependencia de su droga literaria. Su objetivo es mantenerme hambriento de lectura pero en un permanente estado yonki. ¡Dadme mis libros! ¡Necesito chutarme ahora mismo! Putos modernos decrépitos, nazis neoliberales, tecnócratas villanos, os merecéis la liquidación de vuestra tienda inmunda. 2 de septiembre Es la hora de cenar, pero no tengo tiempo que perder. Debo de leer sinopsis de libros a full a través de la página web de la Casa del Libro. Busco la lectura perfecta. El escritor perfecto. Me busco a mí. ¿Dónde estoy? 7 de septiembre Estoy sentado en el retrete de mi apartamento, termino el trabajo sucio y al tirar de la cadena aparezco, como por un teletransporte mágico, en la sección de poesía de la Casa del Libro. Examino un libro, husmeo algunos párrafos, voy de aquí allá, leo esto y lo otro, no me convence nada, regreso a casa. 16 de septiembre Pregunto por un libro de ensayos a una dependienta del primer piso, ella me manda a la tercera planta. Allí interpelo por el mismo libro y me remiten a la primera planta. Vuelvo a preguntar a la dependienta que antes me mandó hacia

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arriba y ahora me envía a la segunda planta. En la segunda planta, con lágrimas en los ojos, pregunto y me dicen que el libro que busco está en el sótano. El dependiente del sótano, después de hablar por teléfono con la central en Madrid, me comunica que el último ejemplar de ese libro impreso en España está en el Passeig de Gràcia, en Barcelona. Me meto en los servicios para llorar a moco tendido sin que nadie me vea. 17 de septiembre Odio depender tanto de los dependientes. ¿De quién dependen los dependientes? Los dependientes de la Casa del Libro tienen terminantemente prohibido llevar pendientes. Es peligroso, les puede caer el adorno metálico sobre las páginas de un libro y mezclarse entre las palabras y llegar un cliente atolondrado, que empiece a zampar letras sin criterio, y ya tenemos el lío armado. Muy indigesto todo. 20 de septiembre Pensamiento revelador: Los dependientes de la Casa del Libro son en realidad escritores camuflados que han advertido que soy su competencia directa más compacta. Por eso me hacen la vida imposible (sin piedad). 5 de octubre Recorro on fire la Casa del Libro, de arriba a bajo, de un lado al otro, sin dejar ni una esquina virgen, meto mi falo en cada sección, desvirgo cada género, me meto hasta la

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mandanga más decrépita y lo hago todo con una actitud anfetamínica. Y en todo ese ir y venir compruebo de reojo que las cámaras de seguridad me siguen registrando en vídeo mis movimientos. Los dependientes me graban y por la noche se reúnen todos juntos en la casa de uno de ellos, hacen palomitas en el microondas y se sientan en los sofás bebiendo cerveza y poniéndose ciegos a chupitos de tequila. Brindan pronunciando mi nombre en alto con acentos inventados entre sádicas carcajadas irreverentes y comentarios sarcásticos sobre mi ausencia de amistades y mis carencias afectivo-sociales. Se ríen de mí apuntándome con el dedo todos a la vez cuando salgo en la pantalla del televisor. Entonces le dan al pause y aprovechan para insultarme y mofarse de mi aspecto físico, de mi ropa y de mi soledad. Desde aquí, desde mi habitación, les escucho murmurar una estrategia para darme la estocada final, para ridiculizarme delante del mundo o para obligarme a que mate a alguien con un clínex arrugado. 11 de octubre Nada más atravesar la puerta de la Casa del Libro oigo a los dependientes susurrarse los unos a los otros: «Ya está aquí éste otra vez, ¿es que no tiene amigos o qué?». –Conozco lo que os traéis entre manos –les digo haciendo círculos sobre mí mismo. ¡Sé lo que tramáis! –les grito largándome hacia la calle.

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17 de octubre (¡BIP-BIP!) Alguien me escribe por whatsapp, una tal Marta, ¿Marta?, no me suena ese nombre, repito mentalmente: Marta, Marta…¡Hostia! Es mi novia. La había omitido de mi vida completamente. 18 de octubre Llego a mi apartamento cargado de bolsas llenas de libros recién comprados en la Casa del Libro. Abro la puerta de mi habitación y me encuentro a mi novia, en la cama, desnuda, con un señor mayor y gordo al lado. ¡Es Felipe Poposky! (También lo había olvidado). Cierro la puerta inmediatamente. No tengo tiempo para estas tonterías, la literatura demanda una dedicación casi exclusiva, debería de ir a la Casa del Libro para comprar la última novela de Poposky, El Gordito. ¿A ver qué tal es?

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EL HOMBRE RAYBAN

Entras en el metro y ocupas un asiento junto a la ventana. Detestas el metro porque no quieres convertirte en ese tipo de gente triste y solitaria que viaja por debajo de la ciudad con cara depresiva. Gente que parece estar a punto de suicidarse. No comprendes cómo esa gente puede mantener su mirada en el suelo durante tanto tiempo. Pobre gente. Gente maldita cayendo directamente al infierno. Por suerte, el vagón en el que estás permanece vacío, esto te hace sentir aliviado y seguro. Sacas un libro y te sumerges en la lectura esperando que el trayecto pase sin darte cuenta. Pero en la primera parada se abren las puertas y escuchas unos pies acercándose lentamente. Tú levantas la cabeza para comprobar qué clase de persona va a molestar tu apacible tranquilidad. Y, a pesar de que todos los asientos están libres, un hombre ocupa justo el que hay frente a ti (y lo maldices por ello). Haces un rápido movimiento ocular para escanear al hombre y demostrarte que no es peligroso. El tipo lleva puestas unas gafas de sol RayBan, por lo que no ves sus ojos y eso te produce una intensa incomodidad que sólo puedes soportar devolviendo tu atención al libro que tienes entre las manos. Pero te es imposible concentrarte en la lectura

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porque ese tipo te mira fijamente a través de sus cristales oscuros. Te espía desde el otro lado de sus gafas. Y parece que te va a decir alguna cosa en cualquier momento. Notas tu corazón batir muy duro (¡BUM-BUM!) y tu pecho se hincha cada vez más aceleradamente. No es justo que él pueda ver tus ojos y tú los de él no. Te jode no poder controlar a dónde mira. ¿Quién se ha creído que es, este hijo de puta? Sigues sentado con la cabeza agachada hacia el libro que llevas abierto sobre las piernas. Pero ya no lees porque no puedes dejar de pensar en el tipo que tienes delante. ¿Qué pensará de mi?, te preguntas constantemente. Así que cierras el libro en un gesto brusco (¡PAM!) para que el hombre perciba que estás molesto y deje de incrustar sus ojos en ti. Pero no se da por aludido, mantiene su indiscreción, y decides no guardar el libro sino dejarlo en tu regazo para que te sirva como escudo protector (por si en un momento dado ese loco se abalanza sobre ti). Ahora, sin la excusa de la lectura, te ves obligado a levantar la cabeza. No sabes donde reposar tu mirada. Miras aquí y allá. Luego inclinas la cabeza hacia arriba como si estuvieras reflexionando algo importante. Estás nervioso y procuras disimular. ¡Qué presión! Es lógico que te resulte difícil porque tienes a un señor a unos centímetros impulsando su aliento sobre tu cara. ¿Qué quiere de mí?, esto raya tu paciencia. Intentas evadirte de la situación (con todas tus fuerzas) ojeando los diferentes elementos del vagón: los asientos con

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marcas de zapatilla, las barras de hierro peladas por el óxido, un ticket roto y sucio en el suelo, firmas talladas en las paredes con tipografías esqueléticas… y un hombre sentado frente a ti que te mira como si fuera a violarte en cualquier momento. Luego barajas la posibilidad de que el tipo sea gay y que quizá se sienta atraído por ti. Entonces notas un atisbo de lástima hacia ese miserable porque tú eres rigurosamente heterosexual. Y eso es algo que jamás va a suceder. ¡Pobrecito!, piensas mientras él sigue ahí, ocultándose tras sus gafas de sol, contemplando tu belleza que le atrae sin remedio. ¿Estará imaginándome desnudo?, te obsesionas con esta idea y terminas visualizándote a ti y a ese hombre en pelotas enredándoos con posturas muy guarras y creando escenas pornográficas insólitas. El hombre de las RayBan, sin quitarte la vista de encima, se rasca su entrepierna. En un ademán lascivo de extrema sutileza, se humedece los labios. ¡Jodido pervertido! ¡Maldito depravado! En ese momento una imagen se apodera de tu mente: te ves incorporándote bruscamente y rompiéndole las gafas sobre la cara de un rodillazo. No puede ser, te dices, este hijo de puta empieza a tocarme los cojones muy en serio. Te gustaría gritarle: «¿Qué miras, jilipollas?». Pero eres incapaz de promover en ti una acción determinada. Estás bloqueado en tu postura, paralizado en tu asiento, como si una fuerza demoníaca (impulsada por el desconocido) te hubiera embargado por completo convirtiéndote en un muñeco estéril.

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Quisieras ponerte en pie y cambiarte de asiento pero tampoco puedes porque eso es una falta de respeto (no quieres que crea que te vas por su culpa). Decides contraatacar. Lo vigilas a través de su reflejo en la ventana y descubres que su piel es más oscura de lo que creías. Seguro que lo que quiere es robarte. Y también que tiene unos brazos gigantescos. Si le diera un brote psicótico podría aplastarte la frente con dos dedos como un cascanueces. Tus músculos se tensan y el pánico hace que tus mandíbulas repiquen como palmas flamencas. Los altavoces del metro anuncian la próxima parada. Todavía te queda un rato para llegar a tu destino y la inquietud inicial ya se transformó en un profundo acojone. ¿Pero por qué no se mueve? Te da rabia que mantenga su cuello tan estirado y todo su cuerpo erguido e inmóvil como un coloso. Ese hijo de puta está estudiando tus puntos débiles. ¡No te descuides, podría arrancarte la nariz de un mordisco! El hombre de las RayBan planea la manera de situarse a tu espalda para sacar un cuchillo y degollarte y poner todo el vagón perdido con tu sangre. Es un loco degenerado. De reojo intuyes como mueve su mano por dentro de un bolsillo de su chaqueta. Lleva una navaja escondida. Lo mejor es que le des ya tu cartera. Terminemos con esto, te descubres diciéndote, como sea por favor (le suplicas en silencio). Durante unos instantes sigues acechando al hombre de las RayBan por el rabillo del ojo. Lo haces sin que se percate de que controlas hasta el más leve de sus movimientos.

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Ahora comienza a balancear suavemente su cabeza dibujando círculos irregulares. Le escuchas rugir desde muy adentro de su garganta (¡GRRR!). Después abre sus piernas apuntándote con sus rodillas amenazadoramente. Parece decirte: «Te vas a enterar, nenito». El cabrón está a punto de enseñarte qué tal queda tu yugular arrojando salsa barbacoa junto a su machete. Te acuerdas de tus amigos y de tus padres y te despides de ellos. En ese preciso instante te enorgulleces de tu vida (podría haber sido mucho peor). ¡Atención! ¡Se mueve! El asesino de las RayBan se pone en pie. Da unos pasos hacia el pasillo. Saca un extraño palito blanco y, sujetándolo con una mano por cada extremo, lo extiende convirtiéndolo en un bastón para ciegos. Claro, te dices, qué estúpido he sido. Has pensado cosas muy feas de un pobre minusválido. Te sientes culpable por ello y casi se te escapa un «¡Perdón!» en voz alta. De pronto, el hombre RayBan te da un garrotazo en el cráneo con su bastón para ciegos (¡CRASH!). Luego se levanta las gafas con una mano y, con ojos amarillos de lagarto, saca una lengua monstruosa haciéndote gestos obscenos con ella. Un reguero de baba le cae por la barbilla. Se mete una mano por debajo de la camisa y se palpa un pezón pinzándolo con dos dedos. El tipo se ha perdido en una lujuria descontrolada y voraz. ¡Qué bochorno!

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Menea su pelvis alante y atrás con violencia simulando el meneo coital y te dice (mirándote, ahora sí, directamente a los ojos): «¡Chumba-chumba!». Joder1, gritas mentalmente, y de un bote sales corriendo para cambiarte de vagón (rogando a dios que nadie te haya visto).

1. Todo esto es demasiado sucio para ti. Lo más probable es que te provoque un trauma que te perseguirá allá donde vayas y destruirá todo lo que te propongas conseguir. (N. del A.)

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EL DÍA QUE CAMBIÉ DE VIDA

Estaba sentado en el Café Rouge de la plaza Pereira, en mitad del barrio valenciano de Ruzafa, diciéndole a Maite cuánto la quería. Diciéndole además que últimamente soñaba con dejar mi trabajo como profesor universitario y montar una granja. Si tengo que estar rodeado de lechones, pensaba yo, prefiero unos que pueda comer sin que me condenen por antropofagia. Corría el año 2010 en Ruzafa, llevaba tres como profesor de Estructuras Algebraicas en la carrera de Matemáticas y le decía a mi novia que quería cambiar urgentemente de vida. Maite me escuchaba en silencio, esperando a que terminara el discurso, acostumbrada a mis trastornos de personalidad. Ella me aceptaba con ellos y eso no es fácil. No sólo tenía que aguantar que cada tres o cuatro meses yo le viniese con alguno de mis caprichosos deseos de salir de mi vida sino que también debía de soportar la ciclotimia emocional que los acompañaba. Si se repartieran medallas al mérito a los noviazgos ella se hubiera llevado el oro indiscutible. Y en absoluto me importaría que detrás de su sonrisa y su atenta mirada ella estuviera pensando en sus movidas mientras yo desahogaba mis fantasías –al contrario, me aliviaría un poco la culpa–.

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La idea de montar una granja en mitad de una pradera, la verdad, no es precisamente mi mayor ilusión. Me gustaría y no lo descarto. Pero la cuestión es que, como cada tres o cuatro meses, andaba yo bastante harto de mi vida. Dar clases de Matemáticas me aburría –ala, ya lo he dicho–, y eso había sido una constante siempre. Siempre me he aburrido de las cosas que he empezado. Sentía ilusión antes de hacerlas pero cuando estaba en el camino me cansaba y quería hacer otra cosa. No tener talento es una desgracia pero tenerlo y no saber para qué utilizarlo lo es más todavía. Me recordaba a un cuento que leí de pequeño, en el que un hombre que lo único que tenía era un coche con el depósito de gasolina lleno, no podía utilizarlo porque no tenía a donde ir. Una pena de cuento, gracias a dios no recuerdo la moraleja –odio las moralejas–. Sin embargo, si ustedes conocen una moraleja que tuviera la capacidad de sacarme de este trastorno de personalidad mío, sin duda la escucharía de buena gana. En fin. Estábamos en el Café Rouge de Ruzafa y Maite asentía con la cabeza a todas mis quejas que yo transformaba con ironía en sueños locos para un futuro próximo. «No creo que pida gran cosa», decía, «una granja en el campo, levantarme a las seis para trabajar con las manos, astillármelas, cortármelas, quiero acabar con estas manitas de niña que tengo. O enrolarme en un pesquero y pasar semanas rodeado de agua salada, echando y recogiendo redes aceradas». A lo que Maite acababa respondiéndome que, conociendo mi trastorno, hacía mal en leer tantos libros

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y que la culpa de todo este embrollo autoinducido lo tenía la literatura. La literatura tiene la culpa, es cierto, pero sobre todo, la culpa ese día la tenía la película que vimos el día anterior y que, a la salida del cine, me había dejado tan excitado como paralizado. En esa película aparecía un hombre de Dakota del norte llamado Harry, un vaquero en toda regla criado en un pueblo de mala muerte que se había forjado como boxeador a golpe y porrazo –valga la redundancia–, para ganarse unos dólares. Pues bien, Harry tenía una novia, una novia americana, una novia americana que quería ser actriz. ¿Y a dónde van todas las novias americanas que quieren ser actrices? A Hollywood, claro. Y al poco tiempo ahí tenemos al vaquero boxeador viajando a Hollywood en busca de su chica. Para sorpresa suya, porque para el espectador no lo es tanto, Harry comienza a despegar como boxeador reconocido. Se inicia en peleas callejeras rollo underground, es decir, en las catacumbas de los bares y entre los descampados de la periferia hollywoodiense. Yendo al grano de la historia, a Harry un día el mismísimo Satanás le parte la cara de un uppercut que lo noquea poniendo así el punto final a su carrera como boxeador. Para colmo, su chica triunfa como actriz en un musical de lo más cursi y cambia a Harry el miserable por un dandy de estirada soberbia. Harry es un fracasado, eso está claro, por eso me siento tan a gusto con él, pero aquí es donde empieza lo bueno. Lo bueno empieza siempre después de que uno haya fracasado. Ahí es donde está la historia, cuando uno surge de su propia

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basura, lo que emerge después de la estrepitosa caída. Como diría el poeta Cecéele Loumbard: «Vaya tela chico, menuda hostia te has dado, venga pues, sacúdete el polvo y tira hacia delante», y eso es justo lo que Harry hace, eso sí, después de irse de borrachera y de putas. A la mañana siguiente, nuestro protagonista despierta hecho un trece en el puerto de Santa Mónica, con una resaca del copón y la cara como un cristo de la pelea con Satanás. No tiene nada, no le queda nada, está en la más absoluta miseria, si le diera por sentarse a meditar su vida podría dar un giro budista. Pero no es Buda quien se le aparece sino un capitán de barco que lo arrastra hasta la cubierta de un pesquero. Y ahí comienza su tercer cambio de vida, será marinero de un pesquero; un barco viejo con manchas de óxido y ronchas de pintura pelada por todas partes, con fugas por todos lados y un capitán medio grillado que se cree la reencarnación de un famoso pirata. A partir de ese momento el pesquero recorrerá arriba y abajo toda la costa oeste y, lo que más me llamó la atención, es que Harry escribirá cartas a su prófuga exnovia todas las semanas contándole todo lo que hace, lo que piensa y diciéndole cuánto se acuerda de ella. Las cartas no son enviadas, Harry las guarda todas juntas atadas con una fina cuerda, y no importa si el desenlace de esas cartas tendrá lugar en las manos de la chica o no, lo que me hacía sentir cosas es esa ansía por escribirlo todo. Harry nos cuenta su vida a través de sus cartas, todos sus trabajos, mudanzas, sufrimientos y, más que nada, sus sueños de ser otro hombre

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y vivir otra vida. Llámenlo trastorno de personalidad o aburrimientos de niño malcriado, en el caso de Harry era mera supervivencia, lo cual, según se mire, las tres cosas son exactamente lo mismo. Por ello decía yo antes que me sentía fuertemente identificado con Harry, porque ambos nos sentíamos unos completos fracasados, en mi caso particular siempre he tenido la sensación de estar dedicando mi tiempo justo a lo que no debía. Como ahora, que estoy contándoles a ustedes esta historia y, al mismo tiempo, pensando que debería estar corrigiendo los exámenes que llevan reclamándome mis alumnos desde hace una semana. Pero me voy a dar un tiempo para escribir aunque este último período de exámenes de enero me haya dejado hecho polvo, demasiadas horas sentado, creo que tengo una hemorroide en fase de gestación –no sería mala idea inventar un escritorio para poder utilizarlo de pie–. Y es que este trabajo es tan sedentario y termina por aburrirte tanto que a uno le dan ganas de subirse a una avioneta y saltar en paracaídas sobre el Aneto cantando óperas rock muy fuerte. La última vez que sentí este hastío tan agotador fue durante los exámenes finales de la licenciatura en Matemáticas. Recuerdo que vivía en el barrio de Benimaclet y que desde mi ventana se veían los tejados de las casas circundantes. Delante de mí se extendían una docena de sombreros inclinados de color naranja. Y a una distancia de cuatro o cinco casas, un par de albañiles levantaban uno de esos tejados sobre lo que antes era una terraza descubierta.

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Yo alzaba cada poco la cabeza de los apuntes, no podía evitarlo, y me quedaba embobado observando todo el proceso de construcción de aquel tejado que poco a poco fue emergiendo junto a los demás. «Me voy a dejar esta puta carrera», le decía entonces a mi compañera de piso, «quiero ser techador, envidio a esos hombres, trabajan con sus músculos y luego llegan cansados a casa y con la sensación de haberse ganado el pan». Erika, sin siquiera mirarme y soplando el humo de su cigarrillo, me respondía: «Eso lo dices porque no estás ahí arriba amarrado a un arnés y quedándote como un pollo congelado». Y no le faltaba razón, ansiaba estar allá arriba con ellos por la misma razón por la que no estaba allá arriba con ellos. ¿Pero qué vamos a hacer con las contradicciones? Pues hacer como Manolete, que cuando fue cogido de gravedad en 1945 y unos periodistas que le visitaron en el hotel le preguntaron por qué no se apartó cuando vio que el toro se le venía encima, él contestó: «¡Ya lo creo que lo vi! Lo que ocurre es que yo no me aparto de los toros mientras me llame Manolete.» Estábamos Maite y yo en el interior del Café Rouge de Ruzafa mientras en la calle caía aprisa la noche. Nosotros nos regocijábamos de permanecer calientes y cobijados del viento gélido de enero, disfrutando de unas cervezas, por otro lado, bastante frías. Aprovechaba para desahogar con Maite las ganas que detentaba yo de cambiar drásticamente de vida cuando Maite intervino para decirme: «Puede que todo este empeño tuyo por dedicar tu vida al trabajo duro y manual tenga que ver con tu padre». Odio cuando se pone en

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plan psicoanalista, «puede que seas tú la que debe de dejar de leer tantos libros de autoayuda», me defendí yo, «no todo tiene que ver con las relaciones paternofiliales del pasado». Pero ella se excita descifrando las mentes: «En serio, piensa esto, creo que lo que pasa es que envidias las manos de tu padre», me dice la muy loca, «tu padre se ha dedicado a la agricultura toda su vida, una vida trabajando en la huerta, la violencia de la naturaleza ha curtido sus manos que están llenas de cayos y arañazos. Y no sólo ha curtido sus manos sino también su carácter. Ese es tu anhelo, la fortaleza del carácter». Quizá Maite esté en lo cierto y yo sienta mi trastorno como una debilidad. Quizá mi carácter no sea lo suficientemente fuerte como para comprometerme con lo que hago y mis ganas de cambiar de vida sean una huida. Casi siempre Maite está en lo cierto, y citando al irónico Miguel Mihura: «Las mujeres no razonan, pero siempre tienen la razón.» Precisamente me había acordado de mi padre esa mañana cuando, esperando a Maite sentado en un banco de la calle, llegó un anciano que tenía un enorme parecido a mi padre. El señor se sentó a mi lado con el cuidado con el que se dejaría una copa de cristal de bohemia sobre el lomo de un elefante. Parecía un hombre a punto de romperse, caminaba despacio apoyándose en un bastón. Y como tengo la excéntrica fantasía de que todo anciano es un maestro, no pude evitar decirle algo con la esperanza de poder leer algún sabio consejo en sus palabras. Pero se me adelantó él: «¿Por qué vas en bicicleta pudiendo ir en coche?».

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Y sabiduría no le faltaba porque estaba siendo uno de los días más fríos del invierno. El señor Marcos había trabajado en una oficina toda su vida y en ese momento llevaba veinte años jubilado. Veinte años que se le habían pasado volando, «mucho más rápido que cuando trabajaba». Me contó que ahora sus días eran todos iguales, de su casa al bar y del bar a esta esquina de la manzana, sin alejarse de ella nunca. Ya no confiaba lo suficiente en su cuerpo ni en sus sentidos para atreverse a salir de la manzana en la que vivía. «¿Y sus amigos viven muy lejos?», pregunté en mala hora. «Sí, más lejos no se puede vivir», y me hizo un gesto con el pulgar hacia abajo. «Ah», me sentí mal, «lo siento», e intenté arreglarlo: «Seguro que usted ya ha hecho de las suyas». Y el señor Marcos me respondió que sí, pero que le gustaría que esas cosas volvieran porque ya han pasado. Aquello último me dejó un poco desconcertado. «Estoy esperando a mi novia», le dije para cambiar de tema, «que vive en ese edificio de ahí». «¿A ver si va a ser mi nieta la mayor que también vive en ese edificio?», y se giró para mirarme bien. «Pues teniendo en cuenta que los abuelos de mi novia murieron hace años, se llevaría una gran sorpresa», y el hombre se rió y tosió un poco antes de responder: «Más que una sorpresa se llevaría un buen susto». Era un cachondo, el señor Marcos. Tengo el recuerdo de que esa conversación me dejó con un terror horrible. «¿No poder salir siquiera de la manzana? No puedo permitirme acabar así», me repetía. Como pueden comprobar ustedes mismos, el nivel de mi

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trastorno por hallar el modo de vida adecuado para mí, estaba llegando a límites obsesivos. La sombra del fracaso se proyectaba sobre mí tornándolo todo de una oscuridad cobriza. Temía dar un sólo paso por si tropezaba. Estaba con Maite en el Café Rouge y empezaba a pensar que tal vez lo mejor era hacerle caso a ella y dejar de comerme la cabeza de una vez por todas con el cuento ese de mi trastorno de personalidad. No molestar a los granjeros, techadores y marineros de las páginas de los libros y pasar a enfrentarme con mi propia realidad. Es decir, centrarme en lo que en ese momento me estaba dando de comer. Pero, llegados a estas alturas del texto, me veo en la obligación de desmentir mis mentiras. Pues ya va siendo hora de que les confiese un pequeño engaño que he introducido en este relato. Y decirles que no era la Universidad la que me daba de comer en aquel 2010 y que tampoco era yo profesor de Matemáticas. No tenía alumnos a los que atender ni exámenes que corregir, por no tener no tenía ni idea de Matemáticas. El resto es una verdad como un templo, lo juro. Les pido, por último, que comprendan un poco mi trastorno. El cual, en la medida en que me permite vivir la vida de los otros, este trastorno me suscita el sosiego que preciso para soportar lo poco que me parece vivir una sola vida. Ahora que digo esto recuerdo que una vez leí las palabras de Hipustilus, un reconocido matemático de la Antigua Grecia que, colocándose las gafas de sol y encendiéndose un pitillo dijo: «Los números, como las

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palabras, poseen la apariencia de ser una única cosa, pero encierran en sí mismos la posibilidad de ser cualquier otra.»

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GLOBOS QUE HACEN ¡PUM!

La pareja de novios estaba compuesta por una chica, que gustaba de silbar y canturrear a todas horas, y un chico que lo que más disfrutaba del mundo era el silencio. Estas aficiones que, en una casa amplia, podrían ser perfectamente compatibles, conviviendo en un apartamentito de treinta metros cuadrados se convierten en un tiovivo girando muy fuerte sin control a punto de saltar por los aires. Después de seis meses de compartir piso, silbidos, canturreos y poco o nada de silencio, percibía el joven la convivencia como si se estuviera hinchando un globo despacio, rezando para que no explotara, llegando a rozar el límite de su elasticidad. Hasta que un día el globo y hizo ¡PUM! Ese día salió el joven de su cuarto con enfado y tensa rabia. Dirigiose hacia la chica que tendía ropa en la terraza diciéndole de malas maneras, es decir, con imperativa insolencia, que hiciera el favor de controlarse sus ganas de canturrear. Que ya estaba bien, que estaba intentado trabajar y que con tanto ruido no podía concentrarse. De esta manera el joven propasó con creces la confianza de la chica y ésta, como era de esperar, indignose con aquel e inmediatamente se enzarzaron en un griterío

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despectivo lleno de rencores y demandas corrompidas. El monumental cabreo de la chica, a partir de ese instante, la hizo enmudecer e ignorar al joven durante tres días, en los cuales ella hizo con convicción como si él no viviera en el mismo apartamento. De pronto, el cuarto día ella resucitó de su silencio anunciando al joven de deplorable conducta que se marchaba durante unos días a casa de una amiga. Se iba aduciendo que, tras tres noches de dificultoso descanso debido al malestar que le ocasionaron aquellos comentarios irrespetuosos para su persona, veía insoportable continuar la convivencia. La chica mostrose dolida en su amor propio debido al trato recibido por quien suponía su compañero de vida. El joven, su compañero de vida, «debía entonces aprender a comportarse con respeto y cariño con ella», según ella. Eso si su intención, por supuesto, era «conservarla como pareja, pues una pareja no dice cosas que puedan hacer daño a su pareja», según ella. Según ella, él no sólo le había hablado con desmedida agresividad aquel fatídico día, sino que lo hizo una vez anterior, unos meses atrás (concretamente el doce de noviembre a las diecisiete y treinta y dos minutos), como ella muy bien se encargaba de recordarle ahora. Y ya de paso, traía a colación otras dos ocasiones en las que él, habiendo perdido el control de sí mismo, le hizo dos bromas de muy mal gusto (una el veintidós de octubre por la tarde y la otra, mientras cenaban el cinco de diciembre). Maldito sea el rencor de un hecho pasado, pensaba el joven, pero más jodía

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la falta de destreza para decir las cosas, sobre todo las que disgustan, en el momento en el que suceden. El joven por su parte, aparentemente sucumbido ante el malestar causado a su pareja, sentía una honda pena al estudiar las consecuencias de su indolente e insensato comportamiento. «Debo aprender a controlar todavía mejor mi manera de hablar», se aleccionaba dentro de sí. «Lo lamento», era lo único a lo que el joven alcanzaba a decir mientras ella, portadora inconsciente de la moral cristiana, lo miraba con ambigua reprobación. Ambigua pues mostraba ella una actitud de forzosa autocompasión de la que él deducía una doble intención. «Estoy mal por tu culpa», era lo que sostenía la chica como mensaje implícito. No era mentira esa afirmación soterrada y tal era como hacía sentirse al joven: culpable. Pero esa culpa que invadía con progresiva gravedad el ánimo del muchacho lo hacía de un modo extrañamente lánguido, parecía que las consecuencias de su mala acción, para su sorpresa, no fueran del todo lamentadas. En la cocina crujieron las rodillas de la chica al colocarse en cuclillas. El joven permanecía de pie apoyado en la pared y, como si fuera un espectador, observó la composición de la escena con distancia. La vio a ella que, mirándolo desde abajo, se le antojaba a una niña que no sabía muy bien donde meterse. La niña le decía al padre, que era él, que no estaba cumpliendo con su obligación de brindar protección a la pequeña, quien, al no tener lo que deseaba apelaba la carencia de responsabilidad en el adulto

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y, acto seguido, huía para hacerse así misma a otro lugar. Huía para desvincularse de la dependencia del padre, para indagar en soledad la independencia que únicamente podría encontrar de ese modo. Huía, pues, con el objeto de hallarse responsabilizándose de sí misma. El padre pensaba que la hija escapaba de la tiranía que encarnaba su comportamiento. Era un mal padre, a fin de cuentas, que no era un padre sino una pareja o, a lo sumo, un novio. Un mal novio, de acuerdo, pero de ninguna manera un padre. Reconocíase en ese instante, aguantando la pared con la espalda, la tendencia a colocarse en el rol de cuidador adulto frente a las mujeres. Y que algunas de éstas procurábanse el lugar de hijas predilectas que evitaban disgustar a su padre hasta que un día, para sorpresa de todos, se rebelaban. Es decir, se emancipaban del influjo de poder al que se habían sometido por elección y del que habían creído mamar resguardo y aprobación. Sin embargo, luego de corroborar que su libertad no correspondía con la actitud solitaria y exigente de un padre que no había pedido ninguna hija, la hija escapaba culpando al padre por no haberle regalado la calidez que debía. La chica fletó un par de maletas con todas sus cosas y se largó con viento fresco. Lo único que dejó en la casa fueron algunos pelos enredados en el desagüe de la bañera. El joven sufría al comprender que las formas en que dirigiose a la chica no eran adecuadas al respeto que ella requería. Al mismo tiempo, no obstante, podía ahora sentir que la marcha de la chica era algo que anhelaba desde hacía

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tiempo y que, aunque asumirlo le doliera todavía más, no quería engañarse también sobre lo insoportable que le resultaba ya convivir con ella.

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ANACONDA

La noche anterior fue una gran noche. Se emborrachó, bailó y conoció a un chico. Llevaba un tiempo disfrutando, y padeciendo, lo que ella llamaba «una etapa adolescente». Lo que quería decir que sólo pensaba en fiesta, fiesta y más fiesta. A menudo le asaltaba el bicho con las obligaciones, era su último año de carrera y le quedaban cinco asignaturas, dos de ellas del curso anterior. Pero pronto, y sin darse cuenta, lo aplastaba de un manotazo para pasar a otras cosas; sin saber por qué, su cuerpo, o tal vez sus ganas de evasión, sólo pedían marcha. Erika apareció sonriente como siempre, al otro lado de la calle, montada en su vieja y destartalada bicicleta de montaña, con un vestido verde pistacho y bajo un sombrero fuertemente calado de color fucsia, ladeado y con la visera frontal doblada hacia arriba por el viento. No quise evitar reírme de su aspecto. «Bueno, y qué tal, ¿te lo follaste?». «Ah, hostia, sí». Tenía una polla enorme. No recuerda si le gustó, nada más habla de su miembro descomunal. Es lo único que cabe en su cabeza, y no sólo, ese pene llenó por completo también otras partes de ella. Cuando la claridad del alba, en lo alto, asomaba por la claraboya de la discoteca, ya llevaban un rato

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enrollándose, y él la invitó a su casa. «¿Qué coño quieres decir con que no sabes cómo terminó?» No sabe si él se puso condón, o si se corrió, ni si así fue, donde lo hizo exactamente. «Yo hacía así», y hace un gesto con la mano, moviéndola como si acariciara la cabeza de un niño. Le tocaba el paquete, dice riendo, excitada al recordar ese bulto, al mismo tiempo que intentaba disimular su preocupación. Era una tarde tórrida de Julio y, en bicicleta, pedaleábamos directos a la playa, haciendo equilibrios entre la comedia sexual y la turbación de no saber a dónde fue a parar ese semen. Parece evidente que cuando uno no sabe algo lo pregunta y listo, pero preguntarle a alguien que sólo conoces de una noche de borrachera si se corrió dentro de ti, supongo que cuesta. A Erika le da vergüenza, claro, no es un tema cotidiano que digamos, la gente no va comentando dónde termina –todo lo contrario sucede en cuanto a dónde uno empieza–. No, no está muy aceptado socialmente. Aún así no le queda más remedio, o espera a sentir pataditas en su barriga o le pregunta al señor Anaconda qué cojones hizo con su lefa. «Si a mí, lo que yo quiero, es enamorarme», Erika no ha tenido suerte últimamente con los chicos, el que no resulta un cretino egoísta acaba durmiéndose borracho en su cama con el pene fláccido y el aliento agrio. Dice que no hay chicos, que los que hay se interesan únicamente por –cito textualmente–: «modositas pijas refinadas», y que ella lo que quiere es reírse y hacer locuras. En realidad, antes de empezar a colocarse, el chico le cayó simpático y quiere

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conocerlo más profundamente (si cabe), le gustó mucho la manera en que bailaba. Ahora viene un “pero”: «Pero no puedo ir y decirle lo primero: Oye, ¿eyaculaste dentro de mi chocho?». Veis. Es una forma original de iniciar una relación, eso no se puede negar. ¿Por qué no? Mensaje enviado: Hola! Qué tal estás? Yo muy bien. Te apetece quedar para tomar una cerveza un día de estos. Y otra cosa, cuando nos acostamos usaste condón?? ;P

Mensaje recibido: Hola guapa!!! Claro que sí, cuando quieras, qué tal este finde? No Erika, no llegué a correrme, tranquila. Besos y me dices algo. :D

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TRINIDAD

Trinidad y Sebastián se conocieron y se enamoraron todo a la vez, como para ahorrar tiempo, pues a sus treinta años no están para ir probando. Ellos consideran que hasta la fecha, tras dos años juntos, han sido felices en un 72%. Lo cual puede parecer una cifra alta, sin embargo, en términos académicos se interpretaría como un notable demasiado ajustado. Un individuo que gustase de lo estricto podría apuntar que por encima de esa calificación se halla el notable alto, el sobresaliente y la matrícula de honor. Por lo tanto, en la relación entre Trinidad y Sebastián encontramos un 28% de insuficiencia susceptible de mejora. Quizá ese intervalo que les separa de la perfección ideal explicaría por qué hay veces, en una relación de pareja, que uno de los dos individuos que componen el sistema dual, le apetece juguetear con foráneos al mismo. Sebastián no quiere saberlo pero lo sabe, un día se da cuenta de que no deja de darle vueltas a lo mismo: Su novia le pone los cuernos. Hoy, en casa de Sebastián, Trinidad ha estado recibiendo whasapps durante toda la tarde. Por la mañana dando un paseo, en la mesa durante la comida y luego

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cuando él intentaba contarle un problema muy serio e importante. El móvil no dejaba de sonar. Incluso mientras hacían el perrito y la libélula sobre la cama. Después, fumando en el balcón, ella consultaba constantemente su iPhone soltando pícaras risitas entre dientes. El humo se volvía espeso y ella se le parecía cada vez más a alguien extraño. Sebastián no pregunta de quién son los whasapps, que ella no deja de recibir, porque respeta la intimidad de su pareja y cree que ambos deben conservar su círculo de independencia más o menos intacto. Harto de que su novia pase de él, Sebastián propone salir a tomar una copa, con la esperanza de que el alcohol y la música se la devuelvan de la pantalla del iPhone. No obstante, esta modificación acaba por agravar la situación, ella continúa absorta conversando con el teléfono. Los tonos de los mensajes que aterrizan en el móvil de ella se multiplican exponencialmente y comienzan ya a trepanar lenta y constantemente el cráneo de Sebastián. Un whasapp (¡BLUP!). Otro whasapp (¡BLUP!). Y otro más (¡BLUP!). «Ya no lo soporto más, le voy a preguntar quién le escribe y ya está: –Oye, Trini, ¿quién…» EH, EH, PARA UN MOMENTO. ¿Se puede saber qué haces?

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«¿Cómo que qué hago? Pues terminar con esto. Estoy harto de hacer el gilipollas mientras dejo que otro se tire a mi novia. Encima hablando por whasapp en mi cara.» HOMBRE, PERO tú no sabes si está hablando con otro, tal vez sea una amiga. «Pues por eso, se lo pregunto y ya está.» RELÁJATE un poco, ¿quieres? «¿Que me relaje? Le recuerdo que ha sido usted, señor narrador, el que ha dicho que Sebastián, o sea yo, estaba ya bastante cabreado porque a Trinidad no le dejaban de llegar whasapps al iPhone. Yo sólo actúo en consecuencia a lo que usted cuenta.» ESO ES VERDAD, pero tampoco es algo como para ponerse así, para empezar, porque a eso de los whasapps hay que ir acostumbrándose. «No puedo creerme que esté mirando más al móvil que a mí. Me voy a ir de aquí…» NO ES para tanto. Trini también tiene amigas que quieren hablar con ella. «Le voy a preguntar de quién recibe tantos mensajitos. Así que…» ¿TÚ CREES que debes de hacer eso? Porque eso puede poner en serio peligro uno de los pilares fundamentales para sostener el tinglado este de las relaciones. «¿Si? ¿Cuál?»

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PUES la confianza, macho, que se te ha de explicar todo. «Hombre, pues no me vengas con esas que has sido tú el que me ha metido en este marrón.» VAMOS A VER, tienes a tu novia ahí recibiendo mensajitos. «Que si, ya me he dado cuenta, podrías haberme puesto en otra historia, no sé, una de discotecas y drogas y muchas chicas en busca de perreo máximo.» SÍ, PODRÍA haberlo hecho, pero quería escribir sobre la celopatía multiforme humana. «Es que eres demasiado trillado, joder, es todo mucho más simple, no lo compliques tanto.» PERO AHORA TENEMOS que hacer algo con esta historia. «Supongo que sí, porque Trini está aquí a mi lado dejándose los ojos en el pantalla del teléfono. ¿Qué hago pues?» NO SÉ. ¿Qué harías tú? «Vamos a recapitular. Trinidad recibe mensajitos al móvil y no me hace ni caso. Yo me voy poniendo nervioso porque llevo unos días pensando que se está tirando a otro tío. Pues se lo digo y ya está, voy a preguntarle…» NO, BURRO, no puedes hacer eso, ¿qué pasaría con el relato? «Fin de la historia. A otra cosa.» SEBASTIÁN, haz el favor de escucharme: si le preguntas si

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se está viendo con otro, así sin más, no sólo se acaba el relato sino vuestra relación. «Lo que se está acabando es mi paciencia con este marrón que intentas endosarme. Mire, señor narrador, le voy a preguntar a la chica si se está viendo con otro y si la respuesta es afirmativa empiezo a meter navajazos y podemos convertir todo este percal aburrido y moño que estás intentando escribir en un psicothriller que ni el Stephen King tras una sesión de espiritismo con los jinetes del Apocalipsis.» RECUERDA que esto lo leen otras personas. «Sí, claro, tus dos amigos.» AQUÍ MANDO YO, Sebastián, no vas a ser tú un personaje de esos que se le rebelan a uno. No, no, aquí el del cetro soy yo, el poder es mío. «¿Tuyo? Pero si ni siquiera eres real.» MIRA, no me líes, tú eres el personaje y yo soy el narrador. Aquí decido yo lo que pasa. «Si, ya veo el poder con el que cuentas, menuda habilidad tienes para dirigir esto. A ver como nos sacas de este embrollo, que la pobre Trini esta ahí que ya no sabe que hacer con el iPhone. Se le han fundido las retinas.» TENGO UNA IDEA, por qué no te despides de ella, y la dejas respirar un poco, es posible que necesite un poco de espacio.

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«¿Espacio? Pero si me ha estado ignorando todo el día… Eh, un segundo… amigo narrador, esto apesta raro. No serás tú el que está escribiéndose con ella, ¿verdad? Te juro que si la has tocado te cortaré los dedos para que tengas que pagar para que transcriban tu basura.» QUÉ COSAS DICES, Sebas, por favor… que ella es un personaje inventado. Yo soy de carne y hueso. «¿Y qué me dices de cuando te haces pajas? ¿A caso no son inventadas todas esas mujeres? A saber cuantas novias de otros te has tirado en tu imaginación. Cabrón.» NO TE PASES, puedo hacer que lluevan rinocerontes y te caiga uno encima, te aplastará sin que te des cuenta. ¡PAM! ¡Fin de Sebastián! O puedo hacer que se abra un pozo a tus pies. Caerás al limbo de los burdos y malogrados personajes. Un hoyo infinito. «Este relato si que ha resultado ser un jodido agujero insalvable, condenadamente eterno, de aquí no hay quien salga. Como amante no sé, pero como narrador eres un inútil. Anda, haznos un favor a todos y termina este despropósito de una vez.» AQUÍ EL PUNTO FINAL lo pongo yo. Te equivocas en eso, hijo mío. «¿Quien dijo eso?» ¿ERES TÚ, papá escritor? Creía que habías muerto. Me contaron que desapareciste en un cuento sobre un señor enano que al tropezar con un escalón se convertía en un topo

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de tamaño estándar. «Esto es increíble. ¿Qué pinta un enano en esta historia?» No soy un enano. Soy el escritor, ¿no veis que hablo en cursiva? «No me importa quién eres, como si eres Steven Spielberg. Decidme de una puñetera vez qué es lo que he de hacer en el relato.» ES CIERTO, señor escritor, ¿qué es lo que va a pasar ahora? Pues… la verdad que me da igual, eh. Está bien así, ¿no? ¿ASÍ CÓMO? ¿Cuál es la siguiente acción en la trama? «¿Pregunto a Trini con quién habla por whasapp? ¿Le arranco el teléfono de las manos y lo meto en aceite hirviendo? ¿Mato a alguien?» Pues como queráis, eh. Vosotros veréis. LO MEJOR ES que te pierdas en un ataque de celos muy enfermizo. La exaltación de la neurosis funciona de maravilla. Una locura culta y refinada con una pizca de humor y un poco de ironía. Te veo en esas, Sebastián. «Una mierda. ¿Por quién me tomas? ¿Por un marginal? Ya está, estoy harto, la mato y santas pascuas.» Prueba, a ver qué tal. Si funciona, sólo lo sabremos después. ¿DESPUÉS DE MATAR a Trini? Después de escribirlo. Y sí, después de matarla.

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«Señor escritor, ¿puedo yo luego quedarme su teléfono de última generación?» NO LO CONSENTIRÉ, estoy enamorado de ella. «Que se quede él con la chica. Yo me pido su iPhone.» Bueno, bueno… menuda verbena tenéis aquí montada ¿no? NO DEJA DE sorprenderme su indiferencia para con la trama, señor escritor. Sobre todo teniendo en cuenta que después será su nombre el que figure como autor. «Sí, eso no es justo. Usted se lleva la gloria y la fama de todo esto. Firmar autógrafos por la calle, las muchachas que aman a los escritores y… ¡la droga gratis! Sin embargo, he de decir, que es el que menos trabaja de los tres.» POR NO HABLAR de Trini, pobrecita, que ya hace rato que se ha quedado dormida con la cabeza metida en la copa de vino blanco. Voy a mandarle un whasapp, a ver si sigue conectada. Haz lo que sientas pero, tanto si no te gusta como si ella no te hace caso, mañana no vengas a pedirme que reescriba su personalidad. «Estate quieto, narrador, que voy a aprovechar para degollarla un poquito.» Esperad un minuto. Tengo una idea. Resultaría atractivo, en este instante, apelar al lector. HOSTIA. Yo me había olvidado del lector por completo. «¿El lector? ¿A quién le importa el lector? Trini está

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dormida, ahora es el momento de matarla, robarle el iPhone y finiquitar esta farándula excéntrica.» Todavía no. Tal vez el lector pueda sacarnos de este desorden. O QUIZÁ nos meta en una cesta de mimbre y nos empuje río abajo. «¿Como a Moisés? ¿El de los diez mandamientos?» CORRECTO, compañero. Recuerda que Moisés era profeta. «¿De qué vas, narrador? ¿Piensas que eres Dios, no es verdad? Estás totalmente convencido de ello.» Niños, dejad ya de molestar, en serio. ENTONCES, ¿QUÉ tiene que ver el lector en esto? «El lector, si es medianamente inteligente, habrá abandonado la lectura de esta estúpida discusión mucho antes de esto.» Es posible. Tengo la esperanza de que no sea así. Aunque me arriesgaré a descubrir que estamos solos. Allá voy: Y tú, lector, ¿qué piensas de esto? ¿Te ves reflejado?

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