Una casa en ninguna parte

Page 1

1


Los trece relatos de Una casa en ninguna parte presentan a personajes en situaciones abismales que acaban padeciendo un extrañamiento de la mirada. Las relaciones de los humanos se rigen por el sinsentido y la percepción de la realidad está llena de acontecimientos de perplejidad. Esta mirada produce distancia ante unos personajes que representan una respuesta existencial del autor ante el mundo que nos rodea. Guiados por malentendidos y espejismos, los personajes de Daniel Valero no tardan en llegar a un callejón sin salida desde el que enfrentarse a sus temores más acuciantes. Relatos detallistas y profundos, de una emoción que invita al pensamiento, implacables. Federico combatirá su obesidad mórbida y a una planta monstruosa. Un misterioso pueblo se interpone entre dos amantes. Un cosmonauta dialoga con su soledad en el espacio. Un tornado es un recuerdo que se escurre entre los dedos. Una pareja intenta salvarse del cansancio. La insuficiencia experimentada por un joven junto a su novia. Una avería en un coche y un bosque hecho de palabras. El placer perverso de un muchacho en manos de su peluquera. Tres personajes componen un camino que desemboca en una nueva identidad. Dos experimentos fotográficos que cambian la vida de una mujer. Un corredor en los túneles del metro de una gran ciudad. El rechazo físico de una mujer frente a su propio reflejo. Un niño japonés y la íntima aceptación de una honda ausencia.

Daniel Valero (Valencia, 1984) ha publicado poemas y relatos en diversas revistas como «El pájaro roto» y «El aullido del crepúsculo» o fanzines como «No se me vale» y «Atocateja». En 2012 publica su primer libro de relatos titulado «Amor de supermercado», al año siguiente compone un nuevo volumen: «Una casa en ninguna parte».

2


ÍNDICE

Aloes

5

Lucie y sorger en el pueblo de los sin rostro

17

El cosmonauta

31

Tornado

41

Cansancio

51

Insuficiencia

57

Una casa en ninguna parte

73

La peluquera salvaje

79

Tríada de invisibles

85

La luz que quema y la textura del placer

97

Running

103

Cartografía de la carne

109

Carácter japonés

115

3


4


ALOES

Son las siete de la mañana y una mosca cojonera zigzaguea por el salón sin rumbo claro y dibujando en el aire estancado la misma trayectoria una y otra vez. La mosca sobrevuela al señor que duerme tirado en el sillón y aterriza con determinación en la punta de su gruesa e informe nariz. El señor abre los ojos con esfuerzo como si las pocas pestañas que le quedan se hubieran enredado o tejido durante las horas de sueño y ahora tuviera que tirar de sus párpados hacia arriba y hacia abajo respectivamente para poder descubrir su globo ocular rojo de tan irritado. Luego sacude la cabeza de un lado a otro y la primera palabra que hoy pronuncia es una maldición. Una maldición dirigida a la mosca que salta de inmediato utilizando la nariz como pista de despegue. Entonces el señor recuerda que su nombre es Federico y que anoche se durmió viendo la televisión. La televisión ha permanecido encendida mientras él se apagó de madrugada. Ahora el programa de teletienda rapea con ritmo las múltiples ventajas de una bicicleta estática que, además de contar los kilómetros que uno hubiera recorrido si no fuera estática, calcula también las calorías que se supone uno ha logrado desechar de su cuerpo.

5


Pero volvamos un poco a la mosca que, después de chocar su cabeza contra el cristal, encuentra la salida en un hueco de la puerta del balcón. Está cansada y algo aturdida, lleva muchas horas encerrada, así que al verse libre, al verse ya salvada, decide reposar sobre una de las plantas del balcón. La mala suerte hace que lo haga en la planta equivocada. Federico va despertando muy lentamente de su letargo y se da cuenta que en la mano derecha mantiene agarrado el mando a distancia. La segunda palabra que hoy dice, ya sea en voz alta o para sí mismo, constituye de nuevo otra maldición. Esta vez dirigida hacia su propia vida. La cual se limita a ir de la cama al sillón y del sillón a la cama. Y entremedias a discutir con su mujer o simplemente, porque sus fuerzas ya no le dan ni para sujetar su orgullo, a oír el eco de sus riñas constantes. Desde lo alto de la hoja de aloe, una gota verde y viscosa brota de una minúscula grieta como si la planta de pronto exudase su propio jugo. La gota verde y viscosa desciende a través de la inclinación de la hoja mientras la mosca, distraída en el regocijo de su recién ganada libertad, refriega sus patitas delanteras en un gesto obsesivo. La mosca está de espaldas a la gota pastosa que se acerca silenciosamente por detrás hasta que impacta sobre ella recubriéndola de un fluido pegajoso que la arrastrará hacia el seno del aloe. Estas primeras horas de la mañana son las más felices para Federico, entre las siete y las nueve, básicamente por

6


dos razones. Porque su mujer todavía duerme y él puede hacer en su imaginación como si ella no existiese. Y porque es el tiempo que él dedica a cuidar sus plantas que, con los años, se han convertido en lo único que le impulsa a soportar la estrechez de su cotidianeidad. Bueno, en realidad hay una tercera razón: Isabel la panadera, pero ella vendrá un poco más tarde. De momento estamos con Federico que se dispone a levantarse del sillón sin avergonzarse demasiado de su enorme barriga, de su gigantesco trasero, de su fofa papada o de sus maltrechos huesos. Para ello inclina la mitad de su cuerpo hacia delante y coloca su bastón entre las dos piernas clavándolo en el suelo. Luego lo coge desde arriba con las dos manos y presiona hacia abajo a la vez que empuja su culo hacia delante y aumenta la inclinación de su columna. Utiliza toda la firmeza que logra extraer de sus músculos que, aunque parezca mentira, todavía le responden a pesar de estar atrofiados por la pereza. Si estuviéramos allí con él y hubiéramos presenciado esta acción a priori improbable sin duda aplaudiríamos tan tremenda proeza. La mosca dejó de revolverse con sus patitas hace un rato y se rindió a un sucio final que le sobrevino de sorpresa, sin aviso previo y por la espalda. Muy injusto todo. Una pena. Federico viste una camiseta vieja que enseña la última sección de la esfera que conforma su pancha y unos pantalones cortos que al agacharse descubren parte de sus nalgas. Todo en él parece un acontecimiento épico. Digno de

7


ser nombrado en los libros de texto. Su cuerpo es tan grande que ninguna prenda de ropa cumple su objetivo: vestirlo, cubrirlo. Ahora sale al balcón y como cada día riega sus plantas con la cantidad de agua precisa, ni una pizca de más ni de menos. Luego arranca con mucho tacto -el tacto que las morcillas que tiene por dedos le permiten- las hojas secas y los brotes verdes para que las raíces no desperdicien nutrientes inútilmente. Y por último mete las macetas dentro de la casa, a la sombra del salón, cuando la luz del sol puede abrasar sus hojas. Qué son si no las cosas que hacemos sino mero entretenimiento, se dice para alentarse, sino un pasatiempo para no volverse locos de remate. Una vez acicaladas las plantas, Federico se sienta para contemplarlas en silencio mientras espera a que suene el timbre de la puerta, como cada mañana. Cada mañana Isabel la panadera le trae a casa dos barras de pan recién hecho y a veces unas galletas integrales, sin azúcar y bajas en grasas que elabora ella misma y que Federico disfruta no por su sabor –que es inexistente- sino porque se imagina las manos de Isabel amasando la pasta con esmero o mezclando los ingredientes en su cantidad exacta. Salta a la vista que Federico anda fascinado por Isabel la panadera, una señora casi tan vieja como él, una señora casi tan gorda como él, una señora tan alegre como unas castañuelas. Digo que Federico está fascinado y no enamorado porque eso son palabras mayores y creo que no estoy a la altura de semejante atrevimiento.

8


La panadería de Isabel queda justo en frente de su casa y él la espía asomándose tras las cortinas del balcón y entre las macetas que custodian su atalaya, su refugio. Desde ahí la observa salir y entrar del local o caminar de un extremo a otro de la calle cargando con las bolsas de la compra. Esas bolsas que él tanto ha soñado con transportar a su lado para aliviarle la carga, para acompañar su quehacer de todos los días. Pero Federico no pisa la calle desde hace meses, sus ciento veinte kilos lo mantienen encarcelado sin apenas poder desplazarse caminando. Aunque ese peso es mucho menor que el de la vergüenza que siente por su aspecto desagradable de viejo gordinflón descuidado. Esto es algo que le obliga a enmudecer cada mañana a las ocho y media cuando Isabel le acerca la bolsa del pan y el desayuno, y lo mira como si no viera todo eso de lo que él se arrepiente. Y eso lo corroe por dentro. No saber cómo agradecérselo. Federico vive en una casa tan antigua como las pinturas rupestres, en un primer piso sin ascensor. Por lo que para salir a la calle debe bajar por una escalera de caracol demasiado estrecha para su perímetro. Para empezar, su henchido cuerpo roza entre la pared y la barandilla y no puede sino bajar de costado. Apoyándose en el pasamanos con una mano y en el bastón con la otra. Primero descuelga un pie hasta chafar el escalón que sigue y después, con cuidado, baja el otro pie y repite la maniobra. Una auténtica odisea de veinte minutos. Por el hueco de la escalera se escuchan resoplidos y gruñidos que ahogan sus lamentaciones como si por ella estuviera subiendo un

9


hipopótamo octogenario o un señor mayor de ciento veinte kilos. Recordemos en este preciso instante que Federico se haya contemplando sus plantas y aguardando el ding-dong del timbre. Y también, por supuesto, rogando a dios que la loca de su mujer no se despierte para arruinar la visita fugaz de Isabel. Consulta el reloj y descubre que pasan cinco minutos de la hora habitual. Esto es muy raro, se dice; y no oye el timbre pero sí un crujido bajo sus pies. Un crujido como de ladrillos rozando los unos con los otros y luego un temblor en el suelo. De repente percibe cómo el salón, o la casa entera, se balancea despacio pero aumentando en intensidad. Sus piernas se sienten débiles y aprieta fuerte la empuñadura del bastón. Las paredes se agitan y el televisor se descuelga precipitándose al piso y partiendo en pedazos una mesa antes de estallar. Del susto Federico pierde el equilibrio y cae sobre el sillón. Cree que es un terremoto y piensa en Isabel. Cómo estará ella. Y no piensa, en ninguna ocasión, en su mujer. Y esto es así, qué le vamos a hacer. Si no ha sonado el timbre es porque ella todavía está en la panadería y si está allí puede que se encuentre a salvo. Pero la frase de autoconvencimiento no lo convence en absoluto y se alza en pie catapultándose hacia arriba con su bastón. El estremecimiento de la casa se calma un poco y pasa a oírse un griterío de gente procedente del exterior. Federico

10


descorre las cortinas de un tirón y de un golpetazo de bastón abre las puertas del balcón de par en par. Entonces lo ve... Un brazo de aloe gigante se extiende surgiendo del centro de la calle hacia arriba, girando nervioso como la cola de un chimpancé neurótico. Se mueve ciegamente y en su agitación el aloe destroza cornisas y balcones. Los vecinos corren asustados de un lado a otro esquivando los ladrillos y los pedazos de fachada que llueven a su paso. El estado de shock que acaba de embargar a Federico lo paraliza súbitamente. Vuelve el estruendo y la tierra se convulsiona. Otros dos brazos de aloe revientan el adoquinado y salen verticalmente del suelo. Deben medir cincuenta metros por lo menos, piensa él, dios mío. En circunstancias de desesperación siempre se recurre a dios aunque uno lo haya perdido de vista hace mucho. Además, nombrar a dios incrementa el grado de dramatismo, y ya no digamos si le rezamos. Sí, el miedo o el sufrimiento son emociones muy cotizadas; uno ya no sabe si siente lo que siente o lo que cree que debe sentir. En fin, ahí tenemos a Federico que mira atónito como el aloe que nace justo frente a su hogar se agacha y oculta su punta afilada un segundo para reaparecer llevando enrollada a una persona que parece inconsciente. Mierda; la tercera palabra de hoy para Federico es una vez más una maldición, pero seguiremos haciendo como que no lo juzgamos. Mierda, es Isabel, se dice reaccionando por fin. El aloe de cincuenta metros por lo menos agita a Isabel en el cielo sobre los tajados de las casas.

11


Los otros brazos gigantes, también verdes y gelatinosos, esgrimen las púas negras que flanquean sus costados y las hacen estrellar contra el suelo y las casas indistintamente. No siguen ningún patrón de conducta, lo digo por aclarar su actitud arbitrariamente agresiva. Aunque esta idea parece obvia debido a su condición de hojas gigantes de una planta que han surgido de la nada. De una planta supuestamente curativa y con muchas propiedades… y tal. Federico apoya las manos sobre la barandilla del balcón. Qué puedo hacer si tardo media hora en bajar la escalera de casa. Qué puedo hacer si ya estoy sudando a cantaros y todavía no he movido ni un dedo. La impotencia lo bloquea, o quizá sea el propio pensar en la impotencia lo que le agota dejándolo estancado en el mismo sitio. Tras él, el suelo del salón explota escupiendo baldosas y escombros que caen cubriéndolo todo de polvo grueso. Federico se gira y ve un aloe desplegándose en el interior de su hogar. El aloe restalla contra el techo como un látigo. Federico empuña su bastón como un palo samurai o como la espada de Conan el bárbaro. Su humilde y cascado bastón se convierte, al menos eso parece desde aquí, en un arma muy pero que muy peligrosa. Dos gotas de sudor caen veloces por la frente del hombre, cada una por un costado de su cabeza, y ahora él es algo así como un guerrero a punto de asumir su derrota pero dispuesto a dejarse en la pelea hasta el último gramo de grasa. El aloe, en un rápido movimiento, extiende su brazo y agarra la pierna derecha del guerrero obeso que cae al suelo

12


para ser arrastrado hacia el abismo que una hoja destapó donde él solía pasar su vida absorto en el televisor. Un segundo antes de sucumbir ante las púas del aloe gigante, no podría ser antes ni después, nada más que el segundo anterior a palmarla de manera inminente, él advierte cómo las macetas de sus plantas yacen con la tierra desparramada y las raíces descubiertas al aire. Esto lo enfurece sobremanera. Y el aloe ha escogido a una presa dura de pelar, no por su habilidad, sino por su peso. Al aloe le cuesta esfuerzo tirar hacia sí del cuerpo del hombre que, dándose cuenta de la paradoja –su desventaja es ahora una ventaja-, se da la vuelta penosamente y clava su bastón – perdón, su espada- en la carne del aloe. Éste lo suelta inmediatamente antes de escurrirse por donde llegó y dejarlo todo pringado de una gelatina verde y pegajosa. En la calle Isabel sigue volando en manos de un aloe de cincuenta metros por lo menos. Federico ya no se lo piensa y monta una escalera de mano en mitad del balcón. Por ella asciende, tomándose su tiempo, sus ciento veinte kilos hasta el tejado. Al llegar a él se derrumba exhausto y aspira el oxígeno que sus pulmones se negaban a tomar. Está listo, se alza con su bastón sobre las tejas movedizas y separa las piernas y coloca sus rechonchas manos sobre la cintura, o sobre un lugar cercano a ella, porque lo que es cintura, en la figura ovalada de Federico, brilla por su ausencia. Ahí, en ese postureo al más puro estilo de cómic de superhéroes, como si de un Spiderman jubilado y con sobrepeso se tratara,

13


Federico se asombra del espectáculo postapocalíptico en que se ha convertido su hasta hoy apacible vecindario. El héroe de esta historia se coloca en el borde del tejado inclinado procurando mantener la entereza. Bajo él el aloe gigante salido del suelo, el monstruo final, surge inmenso hasta despuntar por encima suyo y sujetando a Isabel en lo alto. Isabel ha recobrado el conocimiento y golpea con sus puños el brazo verde que rodea su cuerpo. Si mi única posibilidad de parar esto es mi cuerpo gordo, mis ciento veinte kilos serán mi arma de destrucción masiva, se dice. Y acto seguido Federico se lanza al vacío desde la cornisa, pasa por delante del balcón y colisiona de golpe en la base del brazo del aloe que, sin dejar de balancearse sobre sí mismo, se resquebraja al no aguantar el peso del superhéroe kamikaze. El aloe acaba partiéndose en dos y la mitad superior cae desenrollándose como una alfombra sobre el lecho del callejón. Luego, Federico levanta la cabeza y ve, allá a lo lejos, como Isabel rueda sobre sí misma como una peonza descarriada, pero ya a salvo. De pronto la tierra se sacude tomando la forma de otro terremoto que dura sólo unos segundos. El tiempo en que los aloes retiran sus brazos para esconderse por los agujeros abiertos a su llegada. De este modo desaparecen dejando el barrio desierto y sumido en el más atronador de los silencios como si un avión hubiera amenazado con bombardear la zona o como si el centro comercial acabara de inaugurar su semana de rebajas.

14


Isabel y Federico se ayudan el uno al otro a incorporarse y a limpiarse el polvo adherido a las ropas y la piel. Has salido de tu casa, ya era hora, le dice ella. SĂ­, parece que necesito un buen aliciente para hacerlo, responde ĂŠl. Te estaba esperando Federico. Gracias Isabel.

Â

15


16


LUCIE Y SORGER EN EL PUEBLO DE LOS SIN ROSTRO

Al bajar del autobús perciben una atmósfera limpia y fresca y se sienten felices de estar allí juntos y tan lejos de sus hogares. Se dan un beso y hacen chocar las palmas de sus manos en el aire para descargar la alegría y los nervios. Luego sacan sus gigantescas mochilas del maletero y se las calzan en la espalda. En el pueblo no se ve ni un alma, las calles están desiertas, lo cual no les sorprende demasiado porque ya es tarde. Y como ya es tarde deciden buscar un hostal para pasar la noche. Después de nueve días viajando sin apenas descanso las mochilas pesan tanto que parecen llevar rocas en su interior. Piensan que tal vez el trayecto en bus los ha debilitado más de lo que parece y que por eso tienen la sensación de que pesan el doble que el día anterior. Recorren las calles silenciosas y perfectamente iluminadas y entran en el primer hostal que encuentran. Se dirigen al mostrador de recepción y al otro lado una mujer les pregunta qué desean, pero lo hace sin girarse hacia los nuevos huéspedes, dándoles la espalda como si su cara fuera su nuca. Ellos dejan sobre la mesa el dinero correspondiente a una noche y la recepcionista, abstraída en la pantalla de un ordenador, alarga un brazo para corresponderles con la llave de una habitación. Los viajeros no llegan a verle el rostro a

17


la mujer, luego comentan entre los pasillos y en voz baja lo raro de la situación. Duermen plácidamente, abrazados al principio, y de un tirón toda la noche. Despiertan vueltos cada uno hacia un lado y encontrándose descansados y con las fuerzas renovadas. Como el tren que deben coger no sale hasta dentro de unas horas se animan a dar una vuelta por este pueblo que anoche parecía tan misterioso. Les llama la atención la limpieza de las calles y lo bien integradas que están sus casas y edificios en la naturaleza, tanto que uno no sabe muy bien qué es lo que había primero, si el bosque o el pueblo. Los árboles son enormes y sus hojas de un verde tan claro que proyectan la luz del sol sobre el adoquinado. Hay muchos parques frondosos y coloridos jardines, el clima resulta agradable, ni frío ni calor, y se extiende por las planas e impolutas calles. Todo es muy sobrio aquí, las casas de arquitectura geométrica, de líneas rectas, muy modernas, y de colores blancos y grises. Lucie y Sorger caminan con los brazos rodeando cada uno la cintura del otro, con sus piernas sincronizadas ya de tantos kilómetros recorridos juntos, y sus caderas se mueven sin apenas despegarse mientras los pies que quedan uno al lado del otro se desplazan a la misma velocidad, que suele ser ni lenta ni rápida. Por la acera ven a un vecino que camina en sentido contrario acercándose a ellos, se hacen a un lado suavemente para dejar suficiente espacio. Pero el vecino se aproxima cada vez más aprisa directamente hacia ellos. Y lo hace sin

18


mirarlos en ningún momento, así que se detienen confundidos y un poco alarmados. Cuando el hombre se encuentra ya a punto de chocar contra sus cuerpos sueltan sus cinturas y hacen por separarse mientras él pasa veloz por en medio, golpeándoles con los hombros y terminando de separarlos y dejarlos totalmente desconcertados. Lucie y Sorger le dicen algo pero el hombre sigue hacia delante como si nada. Ambos se miran apretando el entrecejo. ¿Has visto su cara?, le pregunta ella. Sí, no tenía ojos. En lugar de ojos tenía una mancha de piel emborronada. Los dos se quedan preocupados y siguen caminando esta vez agarrándose de las manos. Aparecen en la avenida principal del pueblo, por ella unas pocas personas caminan en distintas direcciones cargando bolsas, maletines y macutos. Se extrañan al darse cuenta de que ninguna lo hace acompañada y que todas miran al suelo con la cabeza agachada y el cuello inclinado hacia abajo. Nadie mira a nadie. Nadie habla a nadie. Deciden buscar la plaza central para comer algo allí pues suponen que será el lugar más bonito o, por lo menos, el más concurrido. Pero como las calles parecen todas iguales y los parques y jardines se entremezclan configurando un laberinto complicado, intentan pedir ayuda a algún vecino de los que por allí pasean cabizbajos. Lucie se acerca a una señora, disculpe ¿cómo podemos llegar hasta la plaza del centro? Pero la señora pasa de largo sin inmutarse, sin levantar si quiera la vista del suelo. Lucie queda tan perpleja como Sorger cuando, al acercarse a un

19


joven para preguntarle, éste da media vuelta para volver por donde venía. Qué gente tan antipática, se dicen el uno al otro concluyendo que éste es uno de esos típicos pueblos en los que sus habitantes odian a los turistas. Tumbada sobre unos cartones, en una esquina de la acera, una mujer balancea su cabeza cubierta por un pañuelo negro. Al pasar por su lado los dos la miran y cuando ella levanta la cabeza muestra un rostro sin rostro, una cara sin ojos, sin boca y sin nariz; un área de piel borrosa recubre todo su rostro. La gente pasa a su alrededor casi rozándola, alguno pasa por sobre ella para no pisarla. Pero parecen no verla, como si no estuviera, como si al flanquearla ignoraran su cuerpo por completo. La mujer abre los brazos como esperando algo y se mueve como esforzándose también por comunicar algo, pero no puede porque no tiene con qué. Lucie y Sorger cierran los ojos y vuelven la cabeza para no ver lo que ya han visto porque no pueden soportarlo. Se detienen en un parque para diluir el sobresalto abrazándose el uno al otro y asimismo la desconfianza que les transmite el lugar. El calor de sus cuerpos logra nutrirles de valentía. Y así permanecen con los ojos cerrados, las mejillas pegadas y los brazos entrelazados. De pronto una risa suena detrás de ellos, a sus espaldas alguien suelta una carcajada senil, una mofa vacilante, como si un niño poseído por el diablo estuviera jugando a la demencia. Lucie y Sorger notan como alguien o algo los agarra por el cuello y los aparta deshaciendo su abrazo. Lucie trastabilla pero

20


consigue apoyar sus manos antes de darse de morros. Sorger tropieza y cae al suelo golpeándose el lomo. Se pone en pie con firmeza mientras agarra un pedrusco y mira alrededor pero allí no hay nadie. Ahora se escucha un crujido, como el partirse de una rama, una sombra atraviesa un arbusto y se plasma sobre un árbol. Sorger lanza el pedrusco que al golpear arranca un cacho de corteza del tronco y, antes de que las astillas caigan al suelo, Lucie ya agarra uno de sus brazos. Qué coño les pasa a esta gente, se pregunta él en voz alta, están como una puta cabra. Lucie suelta el brazo de su compañero y dando un paso atrás le dice que tal vez a los lugareños no les gusta que las personas se toquen en público, que es posible que eso aquí sea de mala educación. Quizá es una costumbre de su cultura, añade con resignación. Tienen que salir de este pueblo cuanto antes, pero todavía faltan unas horas para la salida de su tren. Está bien, mientras estemos aquí procuraremos no tocarnos, proponen entre ambos. Retoman el paseo pero esta vez sin tocarse, ni tan siquiera cogiéndose de un par de dedos y, sin percatarse de ello, empiezan también a dejar de mirarse a los ojos. Las virtudes del pueblo al que acaban de llegar están modificando sus acciones e incluso su ánimo comienza a volverse algo serio y ligeramente áspero. Al cabo de un rato encuentran la plaza y en ella una cafetería en la que esperan almorzar tranquilamente. Toman asiento en una pequeña mesa de mármol desde la que

21


observan la hermosa plaza que se despliega ante ellos. En el corazón de la glorieta una fuente hace brotar agua desde sus más de mil surtidores que dibujan un castillo en el aire. Lucie contempla la gente que cruza solitaria la plaza de un lado a otro, todos con sus cabellos rubios y con la cara clavada en el suelo. Ella no alcanza a escuchar el sonido de la fuente y eso que no está tan lejos, pero no le da importancia. Sorger se lleva una mano a los ojos y se los restriega con cuidado. ¿Estás bien?, pregunta ella. Sí, sí, creo que se me cansaron un poco los ojos. Pero lo cierto es que él comienza a perder la vista, lo que mira lo ve cada vez más desenfocado. Y Lucie pregunta a Sorger qué es lo que ha dicho porque no lo ha entendido. Pero la verdad es que no es que no lo haya entendido sino que ella esta metida en una perdida progresiva de su capacidad de audición. Un camarero se planta junto a la mesa y ni ella ni él se sorprenden ya de que sus orejas hayan desaparecido por completo sin dejar rastro. Donde debían haber un par de orejas simplemente no hay nada. Al igual que no hay nada en la expresión de su rostro, el camarero sostiene un semblante ambiguo, un gesto completamente neutro, mortecino. Después de entregarles la carta de la cafetería les ofrece una libreta y un bolígrafo para que apunten lo que decidan tomar porque él no puede oírles. Dos empanadas y dos zumos es lo que escriben en una de las páginas que el camarero ya se lleva hacia la cocina.

22


Por la calle no pasan los coches, en el cielo no cantan los pájaros y entre la gente no se escuchan palabras. De repente algo sacude la silla sobre la que Sorger está sentado. Una señora se desplaza entre las sillas y las mesas con dificultad, con la mano derecha blande un bastón con el que se guía moviéndolo delante suyo para esquivar los obstáculos que va encontrando a su paso. La señora lleva puestas unas amplias gafas de sol, tiene la tez morena y el cabello largo y negro. Posa su mano izquierda sobre la cabeza de Sorger a la vez que levanta su bastón en alto y verticalmente, ahí lo mantiene un instante, el suficiente para que Lucie y Sorger se cubran con sus brazos cruzados, y luego lo hace descender rápido hasta atizar la mesa como con un látigo. Ellos saltan del susto sobre sus asientos y cierran los ojos automáticamente. De inmediato la mujer ciega se agacha y, agarrándoles por la parte de atrás de sus cabezas, les empuja hacia su cara hasta estar tan cerca como para oler su aliento. Quedan paralizados por una fuerza desconocida y mayor que la suya; y la señora ciega dice: Escuchadme bien, jóvenes incautos, porque pronto dejaréis de oír, abrid bien los ojos, porque ya poco os queda por ver. Lo hace sin levantar la voz, como si hablara desde lo más hondo de su garganta. Sé que todavía os quedan unas horas en este pueblo, pero si no queréis quedaros atrapados en él, iros ahora mismo, salid en este preciso instante, volad, ¡largaos! Entonces Lucie se da cuenta de que la mujer ciega no sólo no tiene ojos ni orejas sino que su nariz ha sido

23


sustituida por un velo de piel turbia. Lo único que le queda es la boca, y ya casi no puede usar su voz. Yo llegué aquí hace un tiempo, unos meses o unos años, pues a mi marido lo destinaron aquí por trabajo..., la mujer continúa, creíamos que era una buena oportunidad y vinimos desde Brasil o desde México, y ahora…y ahora… ni siquiera puedo verlo, ni siquiera soy capaz de oler su cuerpo cuando está cerca, ni siquiera recuerdo su nombre. La mujer habla sin desesperarse, contaminada por la desesperanza, huid lejos hasta que salga vuestro tren y acercaos al agua, refugiaos en el río; y luego se marcha tal como llegó, a trompicones y moviendo su bastón de lado a lado. Espere, señora… Lucie se levanta de la silla gritando a la mujer sin facciones. No Lucie, debemos irnos; y los dos dejan la cafetería a toda prisa. La plaza se encuentra elevada sobre una colina, por lo que desde donde se hayan ahora pueden ver el río cruzar el horizonte de este a oeste en el otro extremo del pueblo. Descienden la colina aprisa y sin tocarse; no saben muy bien qué es lo que están haciendo pero aun así lo hacen, cierta angustia por lo inexplicable de los últimos acontecimientos les empuja a resolver la encrucijada en la que se encuentran inmersos sin buscarlo. Saben que deben darse prisa porque ella escucha la voz de él cada vez más lejos; y porque él ve su figura cada vez más desenfocada y oscura; y porque cada vez se sienten más aislados el uno del otro.

24


Ahora cruzan un puente metálico, con ronchas de óxido tapizando los hierros que tejen su estructura como una tela de araña, y los viajeros se detienen en seco quedando atónitos ante lo que se presenta frente a ellos. Un joven se sujeta a la barandilla por el otro lado, bajo él se precipita una caída mortal. Sólo lo ven por la espalda, con los pies apoyados en el borde último y sus manos hacia atrás aferrándose a la baranda. Lucie y Sorger enmudecen pálidos, ¡eh!, muchacho, ven aquí un momento por favor; no saben qué decir ni qué hacer. El joven se gira, pero no puede verlos porque la piel emborronada ha deshecho ya sus ojos. Sorger trata de decirle algo hasta que Lucie le advierte que el muchacho no puede escucharles porque también carece de oídos. Y el joven abre las manos y deja caer su cuerpo al vacío. Lucie aparta la mirada, por segunda vez en este día, y pierde el equilibrio, le flaquean las rodillas e inca una en el suelo de metal áspero, sobre un charco, y se ase de un barrote con una mano para no desvanecer bajo el temblor. Sorger pregunta muy agitado qué es lo que ha pasado, ya sólo ve fragmentos de sombras a su alrededor y únicamente escuchó el grito corto y ahogado de su compañera. Como no escucha respuesta a su pregunta deduce que Lucie no llegó a escucharla y la formula de nuevo pero esta vez gritando todo lo que puede. Se ha tirado, reacciona ella, y estoy quedándome sorda así que debes de hablarme alto para que pueda oírte. Sorger procura animarla, han de llegar lo antes

25


posible al agua tal como dijo la señora ciega en la cafetería. Puede que allí algo suceda. El río aparece inmenso y caudaloso ante ellos, el abundante oleaje se desplaza meciéndose calmado y un frondoso bosque, que parece no terminar nunca, rodea el cauce al otro lado. Pero Sorger no puede ver todo esto porque sus ojos acaban de volverse inútiles. Y se detiene y chilla el nombre de Lucie que ya no lo escucha porque sus oídos quedaron sordos. Por suerte todavía lo ve y ella corre hacia su compañero. Pero no lo toca porque eso es algo que en este lugar esta prohibido. Tranquilo Sorger, estoy aquí, se apresura a decirle con el mayor sosiego que le permite su paciencia. Lucie, no veo nada, no te veo, él menea con tensión los brazos extendidos con las manos abiertas como tanteando el espacio que le rodea. Cariño, no puedo oírte pero sí puedo ver, y veo que estamos justo en el río. Te oigo Lucie y oigo el agua también. No saben qué hacer, lo único que saben es qué es lo que no deben hacer, tocarse, y esa es precisamente su mayor necesidad. Se sientan en la vaguada del río, separados por una distancia de dos brazos, y esperan mientras sus sentidos van apagándose lentamente. En seguida Sorger escucha una serie de tintineos metálicos que se acercan por uno de sus lados. Algo se desplaza hacia ellos aunque no logra identificar el qué. Lucie ve a un señor mayor dejando de pedalear, apeándose de su bicicleta y apoyarla después en una verja próxima. El anciano se agacha con cierta dificultad

26


y se sienta al lado de ellos. El silencio se prolonga varios minutos mientras el sol comienza su merecido descenso del atardecer de un día que parece no terminar jamás. Lucie ve en él una gruesa barba gris que puebla su cuello y parte de su cara, la cual conserva perfectamente todas sus facciones. Su piel aparece agrietada y fuertemente curtida por los años. Lleva sandalias para el agua, los pantalones algo sucios y una camisa vieja con la mitad de los botones sin abrochar. De pronto sonríe enseñando todos sus dientes, parece que tenga más dientes de lo normal, y habla y Sorger escucha lo que el hombre caído del cielo dice. He navegado por el nórdico, el egeo y el mediterráneo, he recorrido el océano atlántico de norte a sur y una vez me perdí en el adriático con mi pequeño velero de ocho metros de eslora. ¿Es usted pescador? No, soy biólogo, lo mío es la vida no la muerte. Navego por el puro placer de hacerlo… el mar y las olas, el sol a lo lejos, las ballenas y los delfines, las selvas submarinas, esas cosas, ya sabéis… esas cosas son para mí un regalo, y yo se lo agradezco admirándolas con todos y cada uno de mis sentidos. Con las cejas abiertas hacia arriba, Lucie se revela a la vez recelosa y fascinada, y le pregunta al anciano por qué ella puede escucharlo y qué es lo que hace aquí. Estoy de paso, ese de ahí es mi barco, contesta el anciano marinero, necesitaba hacer algo en este lugar. Sorger descubre que su vista se ha aclarado con la presencia del anciano y prosigue la investigación, ¿cómo puede haber viajado tan lejos y surcado temporales tan arriesgados con ese barco tan

27


reducido?, parece muy endeble. La confianza es la mayor fuerza, mueve cualquier cosa que se proponga, y eso es lo que dice el hombre antes de levantar su achacado cuerpo disponiendo sus manos en las rodillas e impulsándose hacia arriba lentamente. No paréis de regalaros el uno al otro, concluye el enigmático hombre mientras levanta una de sus piernas para montarse en su bicicleta desvencijada por los años. El marinero se despide y se aleja, sin más, hacia su diminuta embarcación atracada en el muelle remoto, seguramente acaba de hacer aquello que debía de hacer y es la ocasión de zarpar. Y tal como el anciano desaparece en la distancia, Lucie y Sorger vuelven a perder de lleno y de forma fulminante el oído y la vista respectivamente. Pero lo han comprendido. A pesar de que ella no puede oírle tiene la firme convicción de que Sorger percibe la mirada de ella en sus ojos. Él le pide a ella que se acerque y Lucie no oye lo que dice pero lo escucha y ambos se abrazan. Entonces ella mete la mano en su mochila y extrae una cámara de fotos y, mirando a su compañero a través del visor rectangular, aprieta el pulsador y el chasquido del obturador graba la imagen de Sorger en una fotografía. Al instante, la oscuridad que cegaba la vista del chico se diluye en formas borrosas que van aumentando en nitidez lentamente hasta que los colores pintan la ropa de Lucie y los claroscuros esculpen su rostro. Por su parte, Sorger saca su pequeño cuaderno y un bolígrafo y, apoyándose sobre las piernas, escribe unas palabras, que luego lee con voz serena y pausada como si

28


cada palabra fuera una puerta hacia infinitas posibilidades. Unas palabras que van destapando la sordera de Lucie y penetrando hasta conseguir despertar su tímpano adormecido y ausente. Ella cura la ceguera que él padece fotografiando la desnudez de sus ojos, regalándole una imagen de sí mismo como un reflejo en un espejo; y él cura la sordera de ella con la lectura de unas palabras escritas en un papel y susurradas en la hendidura de su oído, un poema, regalándole así la resonancia del eco de su propia voz en sí misma. Y luego se plantan y se agarran de las manos y regresan por las calles del pueblo mirándose el uno al otro y también a las personas con las que se cruzan. Y esas personas de mirada y escucha perdidas, de rostros ennegrecidos, se vieron miradas, se vieron vistas, se vieron vivas.

29


30


EL COSMONAUTA

Se despertó casi vomitando, una angustia atascada en su garganta, le costaba respirar y mucho más pronunciar una sola palabra. Algo se removió en su pecho dentro de sí, tal vez un deseo castigado, una desesperación anquilosada. Como si un alien parásito ocupara el lugar de sus pulmones y estuviera a punto de hacer estallar sus costillas de repente. O quizá lo que estaba esperando ser expresado fuera otra cosa. Algo no dicho, o desdicho, reprimido o directamente suprimido. Notó la saliva pegajosa y el aliento rancio. No sin esfuerzo el cosmonauta arrastró hacia abajo la palanca y la cámara se despresurizó de inmediato. Su cuerpo se volvió ligero como una pluma que, desprendida de un pájaro, cae desde el cielo girando sobre sí misma y confundiéndose con las nubes más bajas. El cosmonauta era ahora un poco esa pluma abandonando la nave que seguía su camino. Sólo que allí, en el centro del firmamento, no había cielo ni luz azul que delimitaran el entorno lo suficiente como para ayudarle a saber dónde estaba, a situarse. Dónde estoy si lo único que mis ojos alcanzan a ver son estrellas, espacio negro y más estrellas. Aquí la nave y yo suspendidos ingrávidos. Se percibió flotando como si él mismo no importara, la carencia de fuerza de gravedad siempre le

31


dejaba un sentimiento extraño, difícil de nombrar. Cuando su cuerpo no pesaba el temor a desvanecerse se le instalaba en cada célula, como si necesitara notar su peso para cerciorarse de su relevancia en el mundo –ese sitio tan arrinconado en la memoria, qué mundo si ahora él estaba en otro mundo–, como si necesitara la sensación de ser atraído hacia el suelo para convencerse de merecer la vida –esa vida que ahora sólo podía verificar en sí mismo, cómo sentirse vivo siendo el único–. Y al mismo tiempo, ahora atravesando la escotilla de la cámara estanca e impulsado por los propulsores instalados en su traje, dejando tras de sí dos líneas paralelas de humo blanco, su propia liviandad le provocaba un éxtasis calmado, un gozo pacífico, e irracional porque no podía entenderlo. Esa contradicción ahora mismo, la premonición de una muerte inmediata y la de una alegría sin motivo aparente. Aquí me siento como una entidad sin ruido, un dios contemplativo, un ser ecuánime, que sólo observa el universo, y luego el codazo de una condición, mi castigo, mi bendición, la de humano que depende de sus respuestas para no hundirse en su propio agujero negro. No saber quien uno es o saberse un sol más de tantos otros, parte de una galaxia reflejada en el casco de espejo esférico de un cosmonauta cualquiera. Me acerco a la antena de comunicación averiada con cuidado y anclo magnéticamente mis botas al fuselaje de la nave. Un vagabundo espacial que encuentra más miseria con cada pregunta.

32


El pecho de ella se apoya en su hombro, las gotas frías condensadas sobre su piel caliente, los labios de ella se acercan a su oreja dejando un espacio infinito de un dedo, y los diminutos pelos translúcidos que custodian las paredes auditivas se erizan como si llevaran tiempo esperando el aliento de ella, o sus palabras. Palabras que siempre dicen lo mismo pero de mil maneras distintas, cada vez, ella sabe hacer eso, susurrando muy cerca de su tímpano, tanto que casi suena dentro de él, como si lo que dice ella se entremezclara con lo que piensa él. Y en esa distancia brota, sin más, poco a poco, una nebulosa amarilla y azul, emergiendo entre las grietas perfectas que cartografían sus labios rojizos con líneas oscuras y voluptuosas, sus labios como la superficie indómita de un planeta rojo –incluso él distingue lugares más húmedos que otros–. Yo estoy aquí ¿y tú?, dice ella entre los muros de su oído, con un lento y acogedor susurro. Y esos labios se mueven y bailan y se tocan, se pegan y se separan, y hacen así, en esa coreografía, estallar la nube violácea repleta de material luminiscente, entre ese oído y esos labios, algo que aparece para atravesar ambos cuerpos sin remedio, algo que ellos no ven y no pueden controlar, algo que no llegan a comprender porque justo eso es lo que intentan. Abstraído por el cosmos, en mitad de la nada más oscura, él con la mirada perdida en puntos que brillan a miles de años luz, levanta su dedo hasta la altura de sus ojos y traza unas líneas uniendo esos puntos selectivamente y escribe el nombre de ella. Un pitido agudo, electrónico, le

33


obliga a consultar la consola anexa al antebrazo de su escafandra, un gráfico sobreimpreso en la pantalla indica que ya ha consumido el 50% de los tubos de O2 comprimido que lleva encima. «Debo darme prisa y reparar esto ya.» «Lo dices como si tuvieras esperanzas de salir de esta.» «Cállate por favor.» «Has leído cien veces el manual y es la tercera vez que intentas reparar este desastre.» «Ahora no, joder, cállate.» «Esto es un sueño y estás muerto, ya te olvidaron, no hay nadie en casa porque la casa no está.» Todo iba bien, según lo planeado, y la nave se dirigía a su objetivo. El cosmonauta recuerda, apretando la frente, que se despertó y la comunicación ya no funcionaba. Un golpe seco sobre el fuselaje, dos y hasta tres. Pero no podían ser asteroides porque, por muy pequeños que fueran, lo habrían echo saltar por los aires. Sí, eso es, hubieran destrozado el casco de la nave. Uno, dos y hasta tres golpes que son más bien empujones, como si alguien gigante zarandeara la embarcación desde fuera. Nadie responde al otro lado de la radio. Sólo un pequeño gruñido que repiquetea en el altavoz y los suspiros intermitentes de un hombre perdido. «HU24 a base, base respondan.» «No te responde ni dios.» «He perdido la señal.» «Te has perdido a ti mismo.» «Cállate, vete ahora, déjame.»

34


«Pero ¿alguna vez te has tenido?» Solamente ruido como respuesta. Convertido en un número, ahora era un explorador más sin nombre entre tantos miles. «Un soñador, eso es lo que eres, un ingenuo, y ahora tus alas se han quemado y ella ya no está, siempre en las nubes como un niño, preocupado por tu ombligo, y el cordón que alimentaba tu narcisismo arrancado de cuajo, llora ahora.» Objetivo de destino: olvidado, se lee en una de las pantallas del ordenador de a bordo. ¿Olvidado? De repente una sombra a través de una de las cámaras instaladas en el exterior de la cabina, una sombra vuela en la pantalla. Cómo es posible, una sombra, si no hay sol tan próximo como para proyectar ninguna opacidad, si no hay luz que ilumine esta antigua soledad. Mi amor, susurra ella esta vez reposando su frente en la de él, mirándolo fijamente mientras se estremece viendo su reflejo bosquejado en la convexidad de su ojo oscuro y blanco. Cómo es posible que esa oscuridad y esa blancura ofrezcan una refracción de luces y sombras tan perfecta como para reconocerme. Para conocer la opacidad de mi sombra en la luz de tu mirada. Y ella mueve su pelvis, despacio, sobre la de él, y cierra los párpados. La piel de sus palmas electrocutadas por las caricias de las manos de él, eso es lo que percibe ella, esa es la imagen de una lluvia de meteoros sobre su pecho y una tormenta galvánica que crepita entre los dedos que se rozan y se tocan y se aprietan.

35


El cosmonauta pronuncia el nombre de ella mientras lo escribe uniendo las pecas y los lunares que configuran una constelación sobre la piel del pecho, del cuello y del rostro de ella. El universo delante de él, encima suyo, grabado en la piel de ella, o el universo es una refracción de ese cuerpo, una proyección en una bóveda ilimitada y tridimensional desde un emplazamiento en el tiempo. Y entonces ve, se da cuenta que los lunares de ella, entre su pecho, su cuello y su rostro, no sólo dibujan una agrupación de estrellas y planetas sobre la vastedad de la piel sino que recrean un mapa, o tal vez una dirección, o una invitación. El nombre de ella, vuelve a decirlo él, como queriendo tocarla también con la voz en lo más íntimo de su identidad, y asimismo participar en ese inhóspito destino que muestra ahora claramente su ser mediante su cuerpo. Tanto se excita al decir en alto su nombre. Y ella que, por jugar, jugó a copiar sus lunares a modo de una constelación sobre un papel de calco que luego imprimió sobre una cuartilla blanca, escribiendo en el dorso una frase: «Si te sientes perdido, mira aquí.» Una frase no de despedida, sino de reencuentro, no de adiós sino de hola, hola siempre; sin saberlo ella dibujó un mapa, una dirección en el espacio, antes de morir. «Si te sientes perdido, mira aquí.» La figura del cosmonauta, anclado a la antena que despunta en la silueta de la nave sumergida en la espesa noche eterna, resulta inapreciable en mitad de las lejanas estrellas que no se pueden contar. Sus jadeos empiezan a

36


empañar el visor del cristal que cubre su cabeza cuando suena un segundo pitido, más intenso todavía que el anterior, su traje le avisa de lo inminente, la falta de oxígeno, y él aprieta los dientes. Empuja sus mandíbulas una contra otra como durmiendo en una pesadilla o sufriendo un sueño truncado o manipulado por algo en la sombra que se empeña en que el devenir de este hombre en el espacio sea una cosa y no otra. Y otra vez una sombra, por un segundo, atraviesa la superficie metálica de la nave, rápida surca de estribor a babor pasando por sobre el cosmonauta, como si un dios gigantesco levantara el brazo por encima y los acariciara. Aunque no es cariño lo que demuestra, un golpe seco, un empujón, hace rotar la estructura unos grados, lo suficiente para arrebatar el equilibrio al hombre que se estampa contra la antena partiéndola y dejándola, ahora sí, inútil. Luego sale despedido unos metros a la deriva hasta que la cuerda de seguridad, que procura su unión a su único hogar, lo detiene en seco. Desde esa posición extrema, amarrado a una cinta a diez metros de la nave, ve en la cabina, dentro, a través del cristal que refleja una porción cualquiera del escenario monótono y claustrofóbico que lo acompaña ya demasiado, una sombra quieta un instante… y luego nada. El lugar que esperaba y que veía desde niño en sus sueños es el lugar que lo verá morir más joven de lo que esperaba. El terror paraliza sus pensamientos mientras su cuerpo gira sobre sí mismo por la inercia con la que salió disparado. Como puede, pulsa un

37


botón sobre su pecho y la cinta de seguridad lo recoge hasta alcanzar la escotilla. «Estás loco, tío, ves cosas que no están, estás solo, joder.» Recostado en el suelo de la cabina, desnudo ya, en una posición fetal en la que parece un recién nacido, espera el final de todo lo que ha conocido hasta este mismo momento. «Ahora te irás con ella porque ese es el único lugar que te queda.» Las lágrimas no le dejan ver y los mocos cierran su respiración, se arrastra primero y se incorpora. Un súbito dolor en el pecho, tan fuerte como para obligarle a caer, como un golpe seco o un empujón desde dentro, esta vez, de su tórax. Pierde la tensión de sus piernas y clava las rodillas en el suelo frío de acero. Nota algo deslizarse en su interior, que serpentea desde sus tobillos hasta el cuello, perforando su estómago y rasgando su plexo solar. Desde su garganta arcadas, ahora sí, vomita tosiendo pero no sale nada. Ni jugos gástricos, ni comida química a medio digerir, ni siquiera saliva. Y entonces sí, por fin arroja en esa soledad, a miles de años luz del último humano, a una distancia de una vida de ella –a quien tanto quería y no pudo sostener–, una nube negra, que no es una nube porque sólo su sombra se percibe con los ojos, sale desde su boca desencajada y desaparece ahí mismo, bajo su angustia, como cuando una luz elimina bruscamente una sombra inquieta. Esos tiempos de silencio tan llenos de presencia, jugando con los dedos enredados en su cabello negro, y ella

38


con los ojos penetrantes como si con ellos estuviese filmando la esencia irrepetible de cada espiración. O en lugar de eso, ambos mirando las olas romper justo delante de sí y el océano balancearse apaciguador allá a lo lejos. O en lugar de eso, los dos en bicicleta pedaleando la cresta limítrofe del planeta Tierra, jugando a rozarse, poniendo en juego todo equilibrio físico y químico. O en lugar de eso, el cosmonauta ensimismado preguntándose qué es lo que ella piensa, o siente, sin embargo decidiendo no preguntar pues entiende que hay cosas que es mejor que permanezcan en un misterio donde la atención disipa las sombras. El cosmonauta se sienta frente al cuadro de mandos y toma una decisión, aunque asume que voces oscuras las hubieron y las habrán, e introduce nuevas coordenadas en el panel de nuevo destino. Para ello consulta y traduce unos puntos pintados en negro, disgregados como una agrupación de estrellas, sobre un papel blanco en cuyo dorso, girándolo ahora, relee por última vez una frase: «Si te sientes perdido, mira aquí.» La computadora acepta los cambios y el cosmonauta activa la secuencia de hiperespacio. El motor de combustión plásmica hace vibrar la embarcación y estallar convirtiéndola, por un momento, en la más apasionada de todas las estrellas.

39


40


TORNADO

tengo entre las manos un libro, un clásico de la literatura, un libro que nunca leería. Llevo toda la tarde repasando sus hojas, viajando de aquí para allá torciendo mi cuello entre sus tapas. Buscando con avidez ciertas respuestas. Buscando a Ainoa en cada página. Porque Ainoa me lo prestó la última vez que nos vimos. Porque tal vez la descubra escondida en los recovecos de una palabra. Me convierto en un detective de la palabra, cada una es una posible pista sobre su paradero desconocido. Ella es un enigma. Encuentro líneas subrayadas. Rayas de tinta espesa y azul, rayas marcadas con tanta fuerza que marcan zanjas en la superficie de la hoja. Paso los dedos por sobre esas rugosidades e imagino su tacto. Ainoa señala, señaliza, esas frases como diciendo aquí estoy yo… o esta soy yo... cosas importantes para ella. Se me escapa un suspiro de alivio con cada párrafo resaltado. El secreto es cada vez menos secreto. Estoy cerca. En qué momento me enamoré de ella.

41


Me pregunto esto enredado también en un misterio obsesivo. Que me enloquece. Aprieto con los puños cerrados la toalla mojada después de ducharme. Por si la humedad reblandece la pulsión que me mantiene atrapado en su imagen. Permanezco medio mojado, a medio secar, sobre la cama aunque viajo a lugares distantes. Distintos al que mi cuerpo ocupa. En qué momento me enamoré de ella. Quizá cuando sus dos dedos anular e índice rozaron mi antebrazo y todo se me puso de punta. O mucho antes, escuchando uno de sus textos. O precisamente en ese milisegundo en el que su voz, su garganta, su lengua y sus labios se articularon para detener el tiempo, o para prolongarlo generando una imagen cargada de percepciones que se incrustó en la memoria para siempre. Y Ainoa pronunció una palabra. Esa palabra. Mientras sus ojos investigaban inquisitivos a los míos. Los míos demasiado desarmados. Demasiado predispuestos. Esa coincidencia intencionada en mitad del espacio, a través de las partículas de polvo suspendidas en el aire. Y esa palabra que todo lo movió, lo trastocó, dicha con mucho cuidado. Mientras todos, algunos desconocidos, la contemplábamos atraídos justamente por la extrañeza que nos provocaba. Y ella dijo padecer, o puede que temblor, no sé, puede que calor. Eso no importa. Lo que hizo mella en mi carne, lo que electrocutó cada dendrita de mi cerebro, fue esa

42


manera de decir. Ese decir que acompañó la palabra y nada más la recreaba de tal forma que ella ya no era la misma ni una en particular ni otra cualquiera. Sino que así con ese tacto y esa piel la palabra decía justo aquello que decía. Y no otra cosa. Y esa cosa hermosa que ella era. La palabra. O Ainoa. Ella y su lengua eclosionaban y pronto se convertían en algo así como un cuerpo celeste. Un planeta. Un mundo. Que atraía con fuerza imparable, ineludible, a otros cuerpos... a algunas palabras... y a todos los pensamientos. Reunidos en el bar, como cada miércoles cercenando la semana por la mitad, poníamos en juego los experimentos que cada uno hacía con el lenguaje, la materia o el propio cuerpo. Y todos en esa sala, amantes recelosos de la palabra, rebeldes infieles de la palabra, escuchábamos sentados y bebiendo cerveza o infusiones y fumando algo de hierba. Oíamos cosas, algo intuíamos que se decía entre esa lectura, entre esa exposición del corazón de una joven algo chiflada. Y en ese milisegundo me quemé como una antorcha. Ardí como una antorcha lanzada al aire, girando sobre sí misma. Mi agresividad más tierna. Y yo ahí que imagino mis alas desplegándose y mis garras abriéndose para saltar sobre ella y llevarla conmigo volando a la cima del pico más alto para devorarla. En qué momento me obsesioné por ella.

43


A fuerza de encuentros me doblegué y rendí ante su presencia que descomponía todos los mecanismos de resistencia cínica con los que procuraba evitar sucumbir ante su existencia. Su sola existencia. Saber de cuerpo y alma, haber hallado, que alguien así existía. Los poemas de Ainoa eran pura demencia, eso he de admitirlo, pero esa palabra, tal como ella le dio luz, contuvo el aliento suficiente para inspirar la vida de cualquier moribundo. Y mi anhelo era viajar con ella. No para descubrir mundos sino para tejer un lazo que diera como fruto la creación de nuevos mundos… que diera a florecer una historia original… un génesis… un volcán en el centro mismo del desierto. Entonces me encuentro con ella algunas veces. Cinco días. Me pregunto a mí mismo si ser yo mismo o ser otro para impresionarla. Y le pregunto al otro si ser él o ser yo mismo para no equivocarme de llave cuando llegue a casa. Para no equivocarme de timbre y preguntar por mí en el telefonillo siendo yo otro. Ainoa se ríe. Lo hace contemplando desconcertada las manchas verdes del iris de unos ojos que la admiran. Salpicaduras cetrinas envueltas en una línea negra que dibuja un

44


fragmento de esfera deshecha, difuminada... o mejor, por terminar, en progreso de completar su silueta circunsférica. Justo en ese emplazamiento. Sonriendo. Se abduce a sí misma y la excursión interestelar le muestra sectores del universo que jamás creyó que podría construir en su mente. Y me enamoro de ella. Y hacemos el amor. Y mi columna vertebral arde. Y sus mejillas de rojo infierno alcanzan la temperatura de mi nuca. Me regala su espalda. Surfeo en cada colina y cada loma de su espalda. Pero es una chica independiente. Tanto que ni siquiera depende de sí misma. Tanto que depende de ser independiente para ser ella misma. Tiene una vida muy ocupada. Ocupada por ocupaciones. Ocupaciones desocupadas. Ocupaciones que la desocupan de lo que verdaderamente importa. Sus deseos más viscerales. Ella camina de vuelta entretanto yo camino de ida. Y la distorsión acaba por encarcelarme en sus rizos... que a veces son amarillos, otras rojos y otras turquesa. Unos rizos que como muelles hacen rebotar a un esqueleto sonriente que baila de arriba a bajo y del revés. Entre los barrotes ensortijados de su campo gravitatorio necesito que me detenga y me hable. Porque no sé donde está. Y me extravío. Y le escribo en el oído lo que quiero decirle. Y le canto en la boca lo que temo que escuche.

45


La respuesta a mi acción. Su reacción. Ainoa, con el entrecejo arrugado en sentido ascendente, sobreimprime en mis labios su dedo índice en sentido vertical. Veo su aislamiento y lo veo iluminado como un cartel gigante de una película de estreno en la puerta de un cine. Perdón que no la crea. Que no me trague todo el agua del océano que pretende colocar entre ella y yo. Detrás de mi telescopio veo su alejamiento bizarro como un proyectil antiaéreo descarriado entre las nubes… que un día despegó para defender su libertad. La libertad que un día necesitó y no tuvo. Sin embargo, ahora, sólo queda una fatua hoguera. Ahora, sin embargo, sólo queda la quema miserable de la valentía para querer querer. Para decir te quiero. Para atreverse a soltar las amarras de su cuerpo. Y dejar que otro lo toque, lo palpe, lo penetre. Así se protege pero se anula. Así deja caer por la borda la fortuna. Escribo pues un mensaje cobarde y se lo lanzo con el teléfono móvil. Y tiro la piedra y escondo la mano. Aunque lo que lanzo es un cabo de mi cuerda aun así sigo escondiendo la mano. Con la cuerda por la espalda. Y hacerlo de este modo hace que el mismo encogimiento del temor, en su retracción, me golpee en un costado del tórax. Y eso me hace toser.

46


Luego me observo, desde una esquina, apocado a que ese cabo sea ignorado o rechazado o postergado. Llegados a este segmento del tránsito ya es lo mismo. Le pregunto en menos de cincuenta caracteres si le apetece venir al cine conmigo esta tarde. Y como un obús se me cruza por la cabeza el “No” que traerá el pitido sobre el teléfono. Y lo asumo. Y me ato con una cuerda a la barandilla antes de lanzarme. Pero no medí la distancia que me separaba del suelo. Pido algo de esperanza a la diosa de la suerte. Algo queda siempre para ella. Me distraigo mientras su “No” se acerca peligrosamente como un fenómeno climatológico devastador… Necesito que algo de aire me refresque. Me quito la camiseta y la lanzo al suelo hecha una bola… corro las cortinas, subo la persiana y separo las láminas de la cristalera. Aquí es cuando veo la ciudad extenderse desde el edificio en el que miro por la ventana. A una gran altura, casi rozando las nubes, observo una ciudad cenicienta esparcir sus bloques de cemento y cristal hasta donde me alcanza la vista. Un celaje plomizo cubre la Tierra tapizando las calles de gris. Aquí es cuando todo es gris. De pronto…Algunos cúmulos, allá en lo alto, comienzan a girar sobre sí mismos en mitad de la atmósfera y descienden revolviéndose en una espiral sombría. Un titán

47


monstruoso en forma de cono invertido da vueltas sobre su propio eje. Cada vez más rápido. Cada vez más borroso y de color más tenebroso. Yo no siento nada. Y las nubes unen el cielo con la tierra moldeando un tornado que comienza a arrasar la metrópoli. Y se dirige hacia mí. Directamente, en línea recta, se dirige hacia este edificio, hacia esta ventana. Aquí es a donde viene a parar el titán furioso. El tornado destroza a su paso todo lo que encuentra, los edificios se desconchan en fragmentos que, a medida que se elevan, van desintegrándose y desvaneciendo hasta quedar como granos de café. A lo lejos, veo árboles y vehículos sobrevolando la ciudad. Y cada vez más cerca, veo personas agitando histéricas sus extremidades, suspendidas en el aire a muchos metros del suelo, girando sin control alguno en mitad de la tormenta. Imagino que gritan acojonadas, cagadas de miedo, con el terror reventando sus entrañas… pero no las oigo. Y yo no siento nada. La ciudad ya fue cegada y envuelta en un humo denso. Y el tornado ya está aquí, justo delante de mi edificio, desde el que lo veo todo, todo lo que debo de ver en este momento, en este lance de la historia. Los cristales de la ventana tiemblan, parecen a punto de saltar en pedazos sobre mi cara, el vendaval conseguirá esto en breve. Algo me empuja hacia delante, el edificio se inclina hacia el tornado, como haciéndole una reverencia antes de ser absorbido por

48


su presencia. Apoyo mis manos agarrando el alféizar para no entregarme al vacío. Aún no. Aguarda un poco. ¡Apártate, te va a matar! Escucho una voz que me grita esto. ¡Apártate, te va a matar! Pero estoy demasiado flipado con el espectáculo y soy incapaz de moverme. Me maravilla tanto lo que veo que no puedo dejar de mirar. Y lo sé. Sé que esto puede matarme. Y no puedo evitar que mi atención quede atrapada por esa imagen alucinante de un tornado dejando asolada una ciudad a su paso. Disfruto de esa imagen inalcanzable que ahora esta a punto de echárseme encima. Ya llega. Ya está cerca. Ya está aquí. … Y aquí es cuando el tornado atraviesa los cristales de la ventana, atraviesa la ventana, atraviesa el marco de la ventana, atraviesa la habitación en la que estoy completamente solo, atraviesa la fachada del edificio, atraviesa el edificio, atraviesa mi cráneo, atraviesa mi espalda, atraviesa mi alma… … Aquí es cuando suena el “bip” de su mensaje. Su respuesta. Un mugido electrónico que suena seco, plastificado, un mensaje feo ya tal como llega. Sin llegar a leerlo. El corazón se me acelera y mis extremidades se tensan. Cojo el teléfono con mi mano a pesar de su rigidez.

49


Abro el mensaje con mis dedos a pesar de que se han convertido en palos tiesos e inflexibles. Su mensaje dice un “No” que me atraviesa… y que pasa de largo como un tornado inofensivo que amenazaba en la lejanía, que parecía peligroso, pero que ahora solamente deja mi pelo algo revuelto y una mancha en un extremo apartado de un rincón de mi cuerpo. El monstruo resultó ser mucho más grande en tanto mayor era la perspectiva de su llegada. Ahora, aquí, no es para tanto. “Esta tarde no puedo.” Ainoa esquiva sin encogerse el cabo que le lanzo con timidez. Y lo deja colgando sobre el acantilado que se abre a sus pies, a la otra parte del océano, mientras yo sujeto el mío aquí con frescura y cierto sonrojo. ¿En qué momento dejé de obsesionarme por ella? Cuando permití que sus palabras provocaran una herida en mi carne. Cuando mis propias palabras sangraron. Y expiraron. Y rebrotaron. Y comenzaron a nombrar mi propio temblor, mi propio padecer, mi propio calor

50


CANSANCIO

Diana y Miguel pasan la mañana del sábado correteando, como niños en un cumpleaños, por el centro de la ciudad. Distrayéndose el uno al otro de la pesadez y el hastío que sienten debido a que llevan, según sus palabras, una vida normal y tranquila. Pero la verdad es que, por mucho que se mientan, es de la ordinariez en que irremisiblemente han caído sus vidas, de lo que tratan de distraerse. Durante la semana, Miguel anota mentalmente los acontecimientos que cree dignos de ser contados para, el sábado, compartirlos con Diana. Pese a sus esfuerzos para que su vida parezca atractiva, Miguel presupone que Diana reconoce su impostura y que comienza a dudar de que sea un hombre interesante. En el transcurso de la mañana, sus manos se han tocado dos únicas veces, ambas impulsadas por él, cuya inquietud presagia que Diana oculta un secreto. Regresan a casa de Diana por la tarde. La pesadez ha logrado vencer los esfuerzos por distraerse y el hastío ha colmado de cansancio sus anécdotas. De pronto Diana introduce su mano en el bolsillo trasero del vaquero de Miguel y le aprieta, tímidamente, la nalga derecha. Tardan poco en desvestirse, tumbados en la cama y con la calefacción en marcha. Miguel se revela perdido en la

51


voracidad de lo apetitoso del cuerpo de Diana. La turgencia de sus curvas confluye con una sensualidad guiada por la garra de una fulminante excitación. «Sólo quiero tumbarme desnuda contigo», dice Diana. Él no la comprende, sin embargo, acepta resignado. Tras unas dulces y delicadas caricias, en las que las agarrotadas tensiones de una semana de duro trabajo se han ido disolviendo como el azúcar, ambos caen dormidos. Al rato Diana abre los ojos y halla, frente a su rostro apaciguado, a Miguel observándola con la atenta e indolente expresión de estar tremendamente encandilado por su extrema belleza. Se besan los labios, se acarician la espalda y se despeinan los cabellos. La manta de rayas azules y blancas no alcanza a taparles completamente del frío así que se abrazan con gusto. «No podemos estar más pegados», dice ella sonriendo. «Sí que podemos», responde él y mete su lengua en la boca de ella. Ignorar un secreto que, urgiendo su confesión, sobrevuela el sosiego que los amantes disfrutan, puede resultar fatal. Suenan sincronizados los móviles de ambos y acuden a consultar sus mensajes. A Miguel le telefonea un amigo pero, alegando cansancio, pospone la noche de copas para otro día. A Diana le telefonea su hermana para concretar la hora en la que se verán al día siguiente. Ninguno de los dos dice a sus respectivos interlocutores que está con el otro. Sin saber por qué y sin haberlo pactado, guardan el secreto compartido. A veces, para darle emoción a una vida aburrida hay que mentir o, como dice Miguel, inventar.

52


Del mundo, lo que más desea él, como viene esperando durante toda la semana, es pasar la noche junto a la mujer que ama. La misma mujer que, a lo largo del día, ha ido mostrando un progresivo distanciamiento emocional que hace que, ahora, Miguel se pregunte si acaso ella no está pensando en otras cosas que no le conciernen tanto a él. La habilidad adivinatoria de Miguel funciona en esta ocasión que, como en pocas, intuye que Diana no está del todo contenta. «Si no te apetece estar hoy conmigo, no pasa nada, podemos vernos otro día», dice él, «pero dímelo para entender lo que pasa». Luego la mira en su belleza silenciosa, como si corriera el peligro de no lograr nunca más poder disfrutar tan cerca de algo tan bonito. Se regodea capturando cada detalle del rostro de ella y se percibe como un hombre afortunado al que le aterra, de modo paranoico, la ocurrencia de perder un día la fortuna que ahora ostenta ante sí. A la vez, se asusta al descubrirse pensando que no podrá ya vivir sin Diana y, sobre todo, que si ella a su vez descubriera este descubrimiento suyo, sin duda lo abandonaría debido a la presión del encargo. No es esa la responsabilidad de Diana, se dice el hombre, no es que yo quiera cargarla a ella con el peso de mi felicidad. Precisamente porque quiere evitar en ella la angustia de un para siempre, nunca le dirá cosas como que la vida es más vida ahora que ella está en la suya. Lo cual, por otro lado, sería un afilado y peligroso autoengaño pues eso mismo sintió siempre que compartió su vida con otras mujeres y,

53


contra toda expectativa, todas esas mujeres acabaron siendo poca cosa. Desde el principio Diana y Miguel dejaron la puerta de su relación entreabierta y la revistieron de facilidades por si, un día cualquiera, a uno de los dos le sobreviniera la necesidad de salir por la misma. A pesar de sus reticencias a creer que ella estará para siempre en su vida, a pesar de esconder el te quiero mas posesivo, Miguel está convencido de darlo todo aun a riesgo de perderlo. Amar es ensuciarse, se repite asumiendo que ella es libre para marcharse cuando quiera. Miguel invita a Diana a quedarse a dormir. Ella guarda un silencio que se expande por la habitación arrojándolo de la cama. «Es que estoy agobiada», dice al fin Diana. Un segundo tarda la indignación en hacer que Miguel se alce en pie, pensando que al fin sus temores vinieron a materializarse como una profecía autocumplida. «Es que me estoy agobiando», dice Diana, desnuda con el torso de costado y la cabeza apoyada en una mano, mirando inexpresiva a Miguel. Él viste su cuerpo y lo primero que piensa es en volver a llamar a su amigo para salir por la noche a enrollarse con la primera que pase por delante. Lo segundo que piensa es que las mujeres están locas y son unas putas aprovechadas y que él, al contrario, es un loco ingenuo que peca de excesiva estupidez. Se arrepiente de los poéticos y estúpidos piropos que hace unos instantes le cantaba a Diana e implora no haberla conocido nunca. Pero es demasiado tarde para eso. Con todas sus

54


fuerzas le da una patada a la mesita, para desahogarse. «¿Te has hecho daño?», le pregunta Diana, con el susto en la garganta. Claro que se ha hecho daño pero ese dolor calma, por contraposición, el que ella le ha producido con su comentario de que está agobiada. «Pues no creo», dice Miguel con la ira desbocada en su rostro, «que yo acapare mucho tu tiempo como para agobiarte». Miguel sabe que a ella le cuesta manifestar los deseos y las inquietudes que bullen en su interior, como si temiera hacerlo responsable a él de sus necesidades. Para no agobiarlo a él, termina por agobiarse ella sola. Como no saca fuera de sí aquello que le inquieta, se le queda dentro y la inquietud se transforma en angustia. La culpabilidad amenaza a Diana reprimiendo su amor propio, e inevitablemente, distanciándola emocionalmente de él. «Te pido, por favor, que me digas lo que te pasa», dice Miguel desesperado. Diana se levanta de la cama y, acercándose a Miguel, le dice: «Lo que me pasa es…», pero no puede continuar.

55


56


INSUFICIENCIA

Estaba fea Adela, y ridícula también. Sus mejillas salpicadas de pecas rojas la hacían parecer una niña tonta y triste. El aliento le olía a tabaco amargo. Respiraba mientras dormía con el rostro blando e hinchado. Envidiaba la facilidad que tenía para dormirse, como si no le importara dejar el mundo. Tal vez ella ya vivía desvinculada del mundo. El cual había ido reduciendo a su tesis doctoral. Y a él, como si fuera lo único que existía, con todo el peso que ello conlleva. Ahora él empezaba a darse cuenta de que aquella fragilidad suya que tanto le atrajo cuando la conoció se estaba convirtiendo en una debilidad repulsiva. Le habría gustado dormir solo, pero viviendo con ella no tenía más remedio. Hacía dos años que se habían ido a vivir juntos y Adela llevaba un largo año sumergida en un hermetismo expresivo casi completo. Parecía esconder un secreto, y esa sensación de no saber qué le pasaba a Adela, a él comenzaba a angustiarlo. Recuerda que era viernes y que estaba a punto de salir hacia el trabajo. La encontró apoyada en el marco de la ventana, fumando un cigarrillo, absorta en el otro lado del cristal como si no estuviera muy segura de estar dentro o fuera. Sus preciosos ojos castaños permanecían petrificados

57


en un estatismo fotográfico. Dudó al principio, pero se situó despacio en la puerta entreabierta. Se sintió un poco avergonzado al verse espiándola, pero ya era demasiado tarde. Quizá estaba invadiendo su intimidad pero lo cierto es que le había gustado observarla sin que se diera cuenta. Por la ventana entraba un rayo de luz naranja que seccionaba la figura de Adela en dos mitades desiguales. El humo del cigarrillo ascendía en volutas que se abrazaban las unas a las otras, como una nube que juega a mezclarse consigo misma. Él quiso decir su nombre, no sabe por qué se calló. Le apetecía decir: «Adela». Y le apetecía, antes de marcharse de casa, decirle: «Te quiero». Pero no se decidió a hacerlo, como si aquellas palabras pudieran haberlo comprometido en realidad a algo mucho mayor. Observaba los finos labios de Adela besar el filtro del cigarrillo. La luz retrocedía en su rostro, como si el sol tuviera miedo de algo o, tal vez, era la sombra la que iba creciendo sobre la mujer. El rayo de luz, en un tímido desplazamiento, pareció estar desnudando el cuerpo de la mujer. Ella llevaba el pelo recogido en una coleta deshecha, los pelos desbordaban la goma negra que no podía hacer milagros. Él se recreaba en sus piernas, calzadas con mallas ajustadas de color marrón oscuro, luego miró su culo y siguió subiendo los ojos por la cadera. Pero no sintió nada. Quedó perplejo al comprobar que, aquella mujer con la que tanto había disfrutado follando, ahora no era sino una más. Y aquel cuello, por el que tantas veces había perdido el control clavando sus dientes, ahora no le seducía lo más mínimo.

58


Comenzaba a preocuparse por Adela y su aislamiento introvertido. «¿Qué te pasa?», quería haberle preguntado. En un primer momento supuso que estaba muy concentrada en su tesis, ahora parecía estar perdida, aislada en sí misma, felizmente solitaria. O tal vez aquella soledad que él percibía no era la de ella, sino la suya propia. Como si estuviera dándole a ella algo que, en realidad, le atañese a él. Recordó cómo era Adela antes. Adela tenía algo que irradiaba desde su cuerpo, algo que hacía sentir a los demás una suave y cómoda alegría cuando estaban con ella. Pero ahora él sabía que aquel cuello le era ya un lugar ajeno al que no iba a volver nunca. Y si volvía, no sería como antes, sería mucho peor. Adela dio una calada nerviosa al cigarrillo, se quitó un mechón de pelo de la cara, la sombra había ya envuelto su mejilla cubierta de pecas rosadas. Tenía el aspecto de una belleza antigua que lucha por mantenerse erguida. El humo ascendía en tirabuzones como una pastosa mancha gris que lo ensucia todo. A él, aquel humo sesgado por una luz anaranjada, tal como se levantaba, le pereció una nebulosa triste. Una nube amorfa de la que Adela, con su belleza contaminada, formaba parte. Adela se giró y se alteró al verle allí tan callado. Dijo: «No te había oído.» «¿Qué tal va la tesis?», preguntó él. «No muy bien. Creo que va a ser un desastre.»

59


No dijo nada, sólo se la quedó mirando mientras ella, sin poder mirarlo directamente a los ojos, daba otra calada al cigarrillo. Y dijo ella: «No seré capaz de terminarla a tiempo.» Quizá él había esperado que Adela, al verlo allí plantado en el umbral de la puerta, se le hubiera acercado para darle un beso. Aunque lo cierto es que él tampoco se movió, se quedó allí como si sus zapatos se hubieran pegado al suelo. El humo salió de los labios de Adela con una fuerte exhalación y se estrelló contra el cristal de la ventana. La nube gris se rompió en tres partes que luego se mezclaron entre sí de nuevo. El sol pareció hacer brillar cada molécula de la nebulosa que, suspendida en el aire, se retorcía nerviosa. «Todo saldrá bien, confía», había dicho él justo cuando Adela abría la ventana y el humo salía aspirado con violencia por el viento de la calle. Después, ella había apagado el cigarrillo en un cenicero sobre el alfeizar y se había sentado en su escritorio. Una amplia mesa que llevaba un año cubierta de papeles y libros como si el otoño hubiera arrojado una montaña de hojas sobre él. A veces tenía la sensación de que ella vivía bajo esa montaña, asfixiada. Adela se sentó en silencio. Giró su silla hacia la mesa dándole la espalda. Él caminó hasta colocarse justo detrás de ella. Tenía su cuello a un palmo de su vientre. Había estado a punto de abrazarla desde allí, agacharse y susurrarle: «Lo estás haciendo muy bien», y luego acariciarla detrás de la oreja con la punta de su lengua. Quiso hacerlo y,

60


al mismo tiempo, meter la mano bajo su camisa abierta y agarrarla de un pecho. Imaginó que habría sonreído levantando la cara para besar sus labios. Pero se había quedado paralizado. De golpe sintió su cuerpo helado, tal vez un escalofrío recorrió su columna. «Todo saldrá bien», le dijo otra vez, como lo habría dicho un robot. Y ella no se inmutó sino que permaneció con la cabeza agachada, confundida entre las frases de aquel libro. Aquella noche había llegado agotado del bar en el que trabajaba y lo que menos le apetecía era encontrarse con Adela. Había asociado la acción de introducir la llave en la puerta de entrada a la esperanza de que la casa estuviese vacía. Hacía lo posible por retrasarse para así encontrarla ya profundamente dormida. Inconsciente, para no tener que responder a su «¿Qué tal la noche?», para no tener que esforzarse en buscar algo interesante que contarle, para no tener que mirarla a los ojos. Quería simplemente llegar y meterse en la cama a su lado, sin despertarla para así, al menos, poder soñar que aquella mujer era otra mujer. A veces lo hacía, pensar en otra al abrazarla en la oscuridad del dormitorio, como si fuera una desconocida. Utilizaba las imágenes de las mujeres que veía en el bar y las traía a la cama como un disfraz secreto para Adela. Al fin y al cabo, Adela era un misterio cada vez más incómodo, una gran puerta cerrada que iba menguando de minuto en minuto.

61


Hasta ser un agujerito en el suelo, un hoyo casi imperceptible, en el que no cabía nada más que ella. Adela era incapaz de dormirse sin tocarlo. Siempre se acababa enganchando a su brazo o tocando su pierna con un pie. Adela lo amaba como se ama a alguien que se admira (él se daba cuenta de eso). Al contrario, él siempre intentaba escapar de ella en la cama. Evitaba cualquier contacto con su cuerpo hasta el punto de que no podía dormir si la rozaba. Jorge la amaba como se ama a alguien a quien no se sabe si se ama o no. La encontró, como siempre, tomando té en la habitación que habían reservado para que ella escribiera su tesis doctoral. Él cerró la puerta y atravesó ligero el pasillo. No tenía ganas de hablar. Eran las dos de la madrugada. Sólo quería dormir. «¿Qué tal la noche?», preguntó Adela desde su escritorio. Pero él pasó de largo por el umbral del estudio sin pronunciar una sola palabra. Entró en el dormitorio, se cambió y dejó caer su cuerpo en la cama, no sin antes cerrar la puerta. Adela no tardó en prorrumpir en la habitación y encender, de golpe, la luz. Dijo: «¿Se puede saber qué te pasa? Ya no dices ni hola.» Mantener los ojos cerrados en ese momento había supuesto todo un esfuerzo de concentración. «¿Te haces el dormido? Mira, si quieres que me vaya, sólo tienes que decírmelo.»

62


No es que se hiciera el dormido, era otra cosa, era como si el deseo de que Adela no estuviera allí se hubiera confundido con la fantasía de que podía, si cerraba bien los ojos, transportarse a otro lugar. Notó la rigidez de sus extremidades, se había tumbado boca abajo, comenzaban a dolerle los párpados de tanto que los apretaba. Escuchó la respiración agitada de Adela, plantada a los pies de la cama, esperando a que él respondiera alguna cosa. Pudo imaginarse su ceño agrietado y sus lagrimas a punto de rodar por sus mejillas. Tuvo una sensación de extrañeza, de pronto deseó con fuerza que ella se recostara a su lado y lo abrazara con firmeza. Se vio a sí mismo, allí haciéndose el muerto, apretando las mandíbulas como si estuviera estrangulando el cuello de un animal salvaje. Estrujando la almohada con los puños cerrados. Y pensó que era como un niño malcriado que no sabe qué es lo que quiere. «Pero, ¿qué te pasa?», dijo ella, y luego pronunció su nombre, dos veces, con esa voz agrietada que sale cuando uno habla para no permitirse llorar. Haciendo de las palabras una presa. Tratando de contener el orden de las emociones inútilmente, porque ya se han desbordado. Adela se llevó las manos a la cara y, de repente, cambió. «¿Qué te pasa? No te entiendo», dijo con el enfado propio de alguien que, dentro de sí, ha elegido el enfado para no derrumbarse ante un dolor incomprensible. «No me pasa nada. Estoy cansado. Es sólo eso.», dijo él incorporándose sobre la cama.

63


Las piernas de Adela temblaban nerviosas, parecía estar a punto de perder el equilibrio. Le fue imposible no sentir lástima por ella. Tuvo la tentación de lanzarse a abrazarla. Pero luego, al imaginar el tacto blando de su piel, tuvo miedo. Dos lagrimas caían paralelas en su rostro. Aquellos ojos, cuya contemplación tanto había disfrutado impunemente, ahora ardían rojos como llagas hinchadas. Él se frotó la cabeza con las uñas, como descargando en sí la violencia que sentía. Sin saber muy bien qué decir ni qué pensar. Intentó llorar también, no pudo ni siquiera emocionarse. Volvió a frotarse la cabeza con cierta angustia y una de sus uñas hizo un corte en su frente. Había sentido cómo la culpa lo golpeaba duramente, como un puñetazo en la boca del estómago. «Tenemos que hablar de lo que nos pasa», dijo Adela con visible esfuerzo. Había entendido que ella estaba dejando de lado sus sentimientos para llegar a una solución razonada. Él había reconocido esa serenidad con la que ella, sentándose en el borde de la cama, mostraba su interés por comunicarse con sinceridad. Adela secó sus lágrimas con el dorso de la mano izquierda. Sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Una brisa de calma llenó la habitación. «¿Tú quieres que viva contigo?», preguntó Adela muy seria. Pero aquella calma no hizo sino provocarle una sensación extraña, quiso saltar de la habitación, tuvo el impulso de salir corriendo de aquel edificio. De bajar a la

64


calle, encontrarla completamente desierta, y seguir corriendo a través de la noche. Ni siquiera aquella Adela, tan admirable ahora, era suficiente para él. Al día siguiente era sábado y, como siempre, estaba siendo una noche de mucho trabajo. Habían inaugurado el nuevo local hacía cinco meses y se había puesto de moda. La gente acudía como moscas. Él había desconectado el móvil antes de comenzar su turno para no recibir ningún mensaje de Adela, pensaba salir de trabajar e irse directo a dormir. O esa era una forma más de engañarse en sus propios deseos, porque lo que en realidad le apetecía, por mucho que se negara a aceptarlo, era que la noche se alargara un poco más de lo previsto. A poder ser, habiendo tenido alguna experiencia que hiciera, al menos, un poco especial el día. Pensó que apagar el teléfono era levantar un deliberado muro entre Adela y él, como una manera cruel e irresponsable de abandonarla al otro lado, sola. Recuerda que había sido la culpa, o el miedo anterior a sentirse culpable, la artimaña con la que se convenció para encender el teléfono. Consultó el móvil y, en la bandeja de entrada, un mensaje de Adela decía: «Hola. ¿A qué hora terminas hoy?» Y después, más abajo, otro que decía: «Estoy agobiada. Necesito salir de esta casa.» De aquellos mensajes tuvo que interpretar que Adela quería que él la acompañara. «No», se escuchó decirse en silencio. Sin embargo escribió: «De acuerdo. A las dos en la plaza», y le dio al botón de enviar.

65


Deseó a Maite en cuanto la vio entrar en el bar, sintió una excitación nerviosa que se apoderó de sus pensamientos. Cuando atravesaron el umbral de la puerta acristalada, los ojos de Maite se quedaron fijados a los suyos, como si se levantara un espejo entre los dos. Se habían mirado como si se reconocieran el uno al otro aunque estaba seguro de no haberla visto en la vida. De pronto se sintió intensamente vinculado a aquella mujer desconocida, tuvo una emoción que lo desconcertó, entre la angustia de aquella extraña y la pulsión de agarrar su cuerpo desnudo. Qué habría pensado Adela de él en ese momento. Imaginó cómo ella lo habría juzgado si estuviera dentro de su cabeza. O era él quien se juzgaba. Creyó poder escuchar, deseando a aquella mujer desconocida, el amargo llanto de Adela resonando a lo lejos. La vio tirada en el suelo, con las piernas quebradas, llorando sin consuelo. De Maite le había llamado poderosamente la atención la serenidad con la que, mientras lo miraba directamente a los ojos, apoyaba un pie detrás del otro. Le gustó la sencillez que aparentaba con sus vaqueros azules, su camisa salmón y su cabello recogido en una gruesa y larga trenza que, como una cuerda robusta, le caía sobre un costado. Y el maquillaje de su rostro, que evidenciaba su malogrado intento de aparentar unos años menos (treinta en lugar de treinta y cinco) y la apacible sonrisa que ofrecía a todo el mundo. Recuerda que se disponía a preparar un combinado de vodka y vermú. Y que mientras Maite se sentaba en una mesa, se había quedado mirándola desde el otro lado de la

66


barra, como cuando un niño descubre un juguete al otro lado de un escaparate. Había tenido un inmediato sentimiento de codicia experimentado con ansiedad. Pensó que era preciosa y que tenía que conocerla. Y entonces notó la aceleración de su respiración, que se volvió entrecortada, casi jadeante. Su corazón había empezado a golpear su tórax como si intentase escapársele. Como un autómata, dejó la coctelera sobre la barra, junto a la botella de whiskey y la de vermú rojo. Las manos se le habían vuelto blandas, como si la fuerza de su cuerpo se hubiera retirado enteramente a su imaginación. Unas preguntas le bombardeaban: ¿Quién era esa mujer? ¿Cómo sería hablar con ella? ¿Qué experiencias le esperarían a su lado? Ahora él estaba preso en una película que debía desvelar. Una fantasía que debía contrastar con la realidad. Se le había detenido el tiempo, de pronto toda su vida había quedado reducida a un átomo. Adela se había desvanecido de su memoria abruptamente, como un diente de león en un repentino suspiro del viento. Cuando él le sirvió su copa, Maite le ofreció un «Hola» que fue mucho más allá de la mera cortesía. Fue un «Hola» que a él le había parecido de una cadencia infinita pero, al mismo tiempo, pronunciado en un tono agudo e incisivo. Al acercarse, Maite había enderezado su columna en un tenso gesto que delató su inquietud. Luego había retirado sus manos de la mesa, lentamente, como buscando disimular un poco el revuelo del contacto. A él le había divertido descubrirla en su disimulo, se regodeó en privado de pillarla nerviosa dentro de su aparente serenidad. Aquello le había

67


excitado. Hizo que le gustara aún más si cabe aquella mujer que, cogiendo con ligereza la copa que él acababa de dejar sobre la mesa, le clavó una abierta mirada de interés. «¿A qué hora terminas?», recuerda que había preguntado Maite, enarcando mucho el entrecejo. Entonces se imaginó que, abriendo de esa forma sus ojos, le estaba abriendo una puerta. Una puerta ante la que él había sentido un repentino vértigo. Había tenido la sensación de que Adela, desde un rincón, lo miraba con odio. Sintió un susto frío y a la vez reflexivo, un destello blanco y agotador, como cuando uno recibe la noticia de la muerte de un conocido. De repente su consciencia salió despedida hacia el exterior de su cuerpo, de aquel local y de aquella ciudad y se vio a sí mismo enfundado en unos zapatos de piel, con unos pantalones de lino gris y una camisa blanca ajustada y perfectamente planchada. Tenía un aspecto impecable, no cabía duda de que Maite se había sentido atraída por él, de que le había despertado un irrefrenable apetito. Todavía a sus treinta años, utilizando solamente sus ojos y algún comentario perspicaz, tenía facilidad para conseguir que las mujeres se encapricharan de él. Estaba seguro y sin embargo, no sabía por qué, tuvo un segundo de flaqueza y se juzgó ridículo. «¿A qué hora terminas»?, recuerda que ella le había preguntado, ante lo cual él enmudeció de súbito. Si no le había dicho que tenía novia era porque él sabía, como se sabe que tras el atardecer viene el anochecer, que lo que necesitaba Maite era alguien con quien jugar a la seducción. Ella necesitaba sentirse deseada por un hombre y

68


él buscaba tener la ilusión de conquistar a una mujer. Era perfecto, dos personas adultas jugando a enamorarse. No pasaba nada si Adela no se enteraba. De todas formas, en ningún momento había pensado en llegar a acostarse con Maite. Sólo se había propuesto conocerla, saber qué sentimientos se le despertaban al compartir su compañía. Entonces, ¿por qué se sentía culpable? «Y tú, ¿tienes pareja o algo así?», dijo Maite. La imagen de Adela le llegó como un potente choque contra el presente. “O algo así”, escuchó repetido en un eco escurridizo. Adela era su novia, ¿o era “algo así”? Quizá ahora eran solamente unos pasos que se alejaban. La vio encerrada en su habitación, trabajando en su tesis con la cabeza gacha, rodeada de silencio y soledad. Sintió lástima hacia Adela e intuyó, como un fogonazo de pesadilla, que aquel sentimiento era lo peor que podía sentir por ella. Había notado cierto rubor quemando en sus mejillas, como si su vergüenza se vengara en su cuerpo, a traición. De golpe se le cerró la garganta y, por un momento, le faltó el aire. «No. No tengo pareja», dijo con naturalidad. «Ya me lo figuraba. No tienes pinta de tener novia.» «¿Y de qué tengo pinta, según tú?» «De querer pasar la noche conmigo.» «¿Y crees eso sólo porque te invité a un vermú con vodka?» «Por eso y porque no has dejado de mirarme desde que entré por esa puerta.»

69


«Sólo estoy esperando a que te haga efecto la droga que eché en tu copa.» «Por cierto, tus cócteles están muy ricos.» «¿Así que estás aquí por las copas gratis?» «No, porque a diferencia de ti, yo no tengo pareja.» No había podido decir nada después de eso, pero hubiera querido preguntarle cómo lo había descubierto. Le había descubierto una mentira, se había dicho a sí mismo, rememoró los temblores que de niño sentía recién le pillaban una maldad. «No te preocupes –dijo Maite–. Yo tampoco te lo he contado todo sobre mí.» Por la mañana era domingo y Adela, sin moverse de su escritorio, dijo: «Te voy a leer una página de mi tesis y me dices si se entiende bien. ¿Quieres?». «Claro», dijo él sentándose en el sofá. Ella se había acomodado en el sillón y había colocado el portátil sobre sus rodillas. Mostraba cierta agitación porque tenía tensa la comisura izquierda de la boca, frotó sus manos y se sonrió antes de iniciar la lectura. Tenía el cabello algo grasiento, recogido en un moño que despuntaba pelos por todos lados, las ojeras marcadas colgaban sobre sus mejillas. Le reconfortó la idea de que la noche anterior no se hubiera acostado con Maite. Recuerda que, en aquel momento, justo cuando Adela comenzó a leer, se sintió contento de estar allí con aquella mujer. De pronto la admiró

70


sobre todas las cosas. Un reflejo de dulce enamoramiento se vertió sobre su figura. Lo había percibido como si algo lo incitara a besarla. Su tobillo no paraba de moverse arriba y abajo haciendo que el portátil bailara sobre sus rodillas. Le hizo gracia aquel pequeñísimo gesto de su pie que, por otro lado, decía tanto de ella en aquel instante. Adela levantó la mirada de la pantalla en un rápido movimiento de sus ojos y lo descubrió absorto en su pie nervioso. Dejó de leer de golpe porque se había dado cuenta de que él no estaba escuchando. Había echado de menos sentir aquella sensación de casi no soportar estar a más de dos metros de ella. Permanecía medio tumbado en el sofá. Sus piernas estaban abiertas y relajadas. Un brazo hacia atrás, apoyado en la espaldera del sofá, y la otra mano en su entrepierna. Se dio cuenta de que, desde que Adela había empezado a leer, él había estado tocándose disimuladamente. Pudo ver en ella, asimismo, las ganas de desnudarle allí mismo. Y pudo también, reconocer en ella de nuevo, la mudez y la ansiedad que solían sobrevenirle cuando necesitaba confundirse en su cuerpo. Adela cerró el ordenador portátil y lo dejó sobre el escritorio. Algunos papeles cayeron al suelo. No pareció importarle. Y ella dijo: «Lo pasé muy bien anoche.» «¿Anoche?», respondió rápido él, desde una absoluta parálisis. Llegó a su mente la noche anterior y Maite, como una serie de borrosas fotografías. Habían tomado una copa,

71


habían jugado a excitarse mutuamente y se habían despedido. «Sí, disfruté anoche. Por cierto, has mejorado mucho tu cóctel de vermú con vodka. Puedes estar orgulloso.» «Bueno, gracias», dijo con cuidado, como si estuviera atravesando un río peligroso. Tal vez Adela los vio anoche. Tendría que ser sincero y decirle que estuvo con otra mujer. «Sólo una cosa…», dijo Adela. Y a él se le arrugó el rostro, se le habían contraído todos los músculos de la cara, hasta mostrar los dientes, como si estuviera apunto de caérsele una piedra sobre la cabeza. Mientras, Adela había empezado a deshacerse el moño y a separar su cabello en dos mitades. Contempló cómo con sus manos iba confeccionando una gruesa y larga trenza que acabó dejando caer sobre un costado. Una gruesa y larga trenza que a él se le antojó como una cuerda lo suficientemente firme y robusta para trepar hasta su boca. Y Adela, sonrojándose de golpe, siguió: «…Anoche, mientras follábamos, me llamaste Maite.» Y entonces él, de pronto, lo entiende.

72


UNA CASA EN NINGUNA PARTE

La luna, presente nada más que por la refracción, completamente tapada por un flujo lineal de nubes sucias, de un fluorescente que el sol beneficiaba aunque ella, incapaz de seguir con tal gracia, tapada por el nimbo incesante, que transcurría como un río por sobre ella. No había luna, sólo se intuía su foco, pues, dibujando el entorno de esas densas nubes que deambulaban sin descanso sobre los durmientes; el intenso celaje cubría la bóveda convirtiendo el bosquecillo, en el que habían caído sin remedio, en un lugar angustioso. A él lo despertó el silencio, cuando fue justo eso lo que le indujo al sueño, de un lugar demasiado reconocible, común, cuando se retiró la toalla de playa, que lo resguardaba del fresco junto a ella, para levantar la mirada y darse cuenta de la extraña normalidad, miró el árbol normal, tocó el suelo normal, de aquel bosque que parecía sacado de una tarjeta postal de un bosque. Dejó pasar, sin quererlo, ese incómodo pensamiento, será la pesadez de la salida de un dormir cansado. Allí no se oía ningún sonido, ni de animal alguno, ningún rastro de ardillas o conejos, que él creía típicos de la zona aunque era la primera vez que viajaba por allí, tampoco

73


grillos o pájaros se dejaban escuchar. Sentado junto a ella, cerró los ojos casi apretándolos, junto a un tronco gigante que bien podría sostener un edificio, bajo unas ramas de follaje macizo, el sitio deliberadamente elegido para dormir al raso de un bosque desconocido, para neutralizar las sensaciones recogidas con el ojo y así concentrar toda su atención en la percepción de los sonidos. Solamente silencio, nada, ni siquiera el crujir de ramas agitadas por el viento, no, o el silbido de este por entre sus huecos. También esa sospecha, sin quererlo, la dejó pasar, será que este lugar es muy tranquilo. Como cuando uno baja la persiana antes de irse a la cama, de repente la luna del coche se tornó negra, ella y él perdieron de vista la carretera, la impasible recta que les guiaba desde hacía un rato hacia el horizonte, allí donde más asfalto se abría entre bosques; pero ahora, un humo negro se estampaba sobre su vista cegando la conducción, él pisó el freno y el coche derrapó hasta salir de la carretera. Bajo el capó, la exhalación intempestiva de una humareda negra que se levantaba en columna desde el motor, hacia el cielo, tanto que la sombra se proyectaba en el suelo más allá, atravesando la carretera de parte a parte, llegando incluso a los límites del bosque de aquella otra parte. Él y ella se apearon, salieron aprisa para llevarse las manos a la cabeza, y ella le sonrió a él, no estaba mal, sólo un percance en mil quinientos kilómetros, y él se apoyó en los hoyuelos de sus mejillas, tendremos que hacer el amor esta noche en el bosque.

74


La exigua piedad del calor, taladrando el techo del 4x4, hacía sudar las espaldas de los viajeros, a él le seducía el olor de las axilas de ella, que dormía después de su turno de conducción, despertándole un impulso frenado no sin esfuerzo, con la mano de él sobre su pantorrilla empapada, húmeda de transpiración. Uno se imaginaba que el olor de ella entraba por los agujeros de sus fosas nasales y pasaba a formar parte de sí, como el aire que oxigena la sangre, la vida, o mejor, como la droga inhalada que transforma el ánimo, que endulza la sensación. Ella soñaba esto dormida ahora: él aparecía flotando, con el cuerpo zarandeado por la corriente, en la desembocadura de un río, quieto y atascado con los ojos cerrados, entre rocas puntiagudas, escarpadas, ella nadaba fuerte hacia él, o hacia su cuerpo inerte, ella no sabía pero suponía, braceaba fuerte, junto a una amiga; él percibió la mirada de ella, cuando abrió los ojos, inquieta, aunque no la reconoció del todo hasta que sus labios mojaron su mejilla. La cortina de humo eclipsa la puesta de sol, mientras él y ella empujan el coche hasta el arcén, zarandeada por lo que era una brisa tenue y que ahora estaba empezando a convertirse en una racha alocada, así de intermitente que vuelve agresiva la columna negra que surge, estrepitosa, del motor, un duro hedor a quemado. Deciden pasar la noche en el bosque, les hechiza la idea, para después, a la mañana siguiente, tratar de reparar el coche, o lo que es más probable, pedir una grúa hasta el pueblo más cercano. ¿Que cuál es el pueblo más cercano? El mapa muestra un espacio

75


desierto, desplegado sobre el suelo, bajo el incrédulo ceño de él y la afectada mueca de ella, ni un pueblo, tampoco aldeas o tan siquiera un caserío, el punto en el que se encuentran aparece en el mapa en mitad de una nada deshabitada, a cien kilómetros de Estrada, el pueblo más cercano. Un ligero escalofrío en la nuca, ella nota como él tira hacia arriba de la toalla para arropar su hombro, abre los ojos aturdida, la piel se le eriza rápidamente hasta las puntas de los pies, y se encuentra con los ojos de él, contemplándola en silencio. Lee en su cara cierta preocupación, «qué tal dormiste», «tengo la sensación de haber estado aquí tumbado mucho más tiempo del que puedo recordar», pero sólo hace dos horas que duermen, «he soñado que jugabas al escondite y te perdía entre estas higueras, y gritaba tu nombre pero no oía nada, tampoco tu nombre, tampoco mis gritos», y de pronto él veía entre la bruma un destello metálico, el piercing en la nariz de ella, una pequeña bolita resplandeciente en mitad de la espesa noche, corriendo hacia eso, asustado ya del todo, que después resultó ser una diminuta tachuela que sostenía un cartel con una flecha, una indicación hacia un lugar que, en medio de la penumbra cerrada del bosque, no significaba nada, al menos aparentemente, o tal vez sólo una invitación a caminar. Se levantaron los dos, aunque la luz todavía no esclarecía apenas nada, atravesados por una sensación de extravío, ¿qué pasaba en este lugar? ¿por qué no amanecía ya? Se dirigieron hacia el coche y lo único que encontraban era más y más bosque, «juraría que era por aquí», «sí, no

76


caminamos tanto», los dos aguardaban en sí con paciencia, el coche no estaba, los dos guardaban para sí el temor, la carretera no estaba, las dos manos dejaron de agarrarse, para separarse, moviéndose agitados de aquí para allá, buscando, husmeando, ¿perdidos? A unos ocho metros del suelo, ella ha trepado a lo más alto de la higuera más alta, cuando el sol despunta a lo lejos, descubre, atónita, cuán extenso es el bosque, cierta angustia por la profundidad de su pérdida, un océano interminable de árboles, ni una sola villa a la vista. Ella, fotógrafa, sucumbe en este momento, ahí subida en ese ápice, ante la contradicción de un torrente de sensaciones, y se le instala, como de un golpe, cierto malestar en el estómago, por un lado, al traducir el significado que para ella posee la imagen que observa: lo obsoluto, aunque él la espera bajo, de su soledad, y por otro: unas lágrimas de completo agradecimiento, a no sabe qué ni quien, por la insospechada hermosura que le impregna el paisaje que está viendo, con una admiración nunca sentida hasta ahora. Apretando con sus piernas logra, sujetándose a un par de ramas, alzar su cuerpo, su mirada, agarrando fuerte su polaroid, y hacer una fotografía que luego evidenciará velada por un haz inédito. La fotógrafa desciende de la higuera, «no hay nada», y así como un terrón de arcilla, al caer en agua salada se reblandece hasta ser barro, en el abrazo esperanzador con él, el nudo de su estómago se desata, se desarma, «no pasa nada, caminemos».

77


78


LA PELUQUERA SALVAJE

Cuando Eloy llama a la peluquería para pedir cita siempre pregunta si ella está disponible. Cada vez que ella le corta el pelo se siente un hombre nuevo. Como si un cambio de actitud ante la vida aconteciera drásticamente después de pasar por sus manos. Realmente para él es algo inexplicable pero tan cierto como cautivador. Hoy tiene cita con la peluquera en cuestión. Llega quince minutos antes de la hora y, en lugar de tomarse un refresco o dar un paseo para hacer tiempo, entra en el local para sentarse a esperar ansioso su turno. Como de costumbre ella está ocupada con una clienta y no es que no lo salude al pasar sino que ni siquiera lo mira. Pero a él le gusta así esta relación extraña en la que el silencio lo ocupa todo. Jamás ha hablado con ella más que para responderle a la pregunta ¿cómo lo quieres? Pero a Eloy no le importa y pasa de esforzarse por rellenar el vacío de palabras postizas. No viene aquí para hablar. La suya no es una relación de contarse cosas. El único vínculo que existe aquí se da entre las manos de la peluquera y el cuero cabelludo de él. La enigmática peluquera se mira constantemente en el espejo, deteniéndose unos segundos para retocarse el peinado o ajustarse el suéter negro que le deja un hombro

79


desnudo. Además de eso viste unos vaqueros ajustados también negros y unas botas de piel a juego. Sobre su cabeza vuela un tupé moreno, una mata de pelo cilíndrica que oscila muy excéntrica. Todo muy raro en ella, todo en ella lo empuja a fantasearla como un ama dominante. Tatuajes, pendientes, pulseras, ¿látigo? Todo muy acorde con la decoración rollo vintage gótica del local, que es nuevo pero parece antiguo, como una rave en una iglesia abandonada. Esa combinación morbosa de postales. Tras lavarle el pelo y sentarse en la butaca, la peluquera lo cubre de cuello para abajo con una tela plástica muy suave estampada como la piel de un tigre. La verdad es que es un motivo estético muy apropiado para ella. Pues si tuviera que emparentarla con un animal seguro sería una tigresa. Una de las que te arrancan la cabeza, eso sí, con mucho estilo. Quizá Eloy se siente intimidado por ella, por su actitud fría y un tanto oscura, y de ahí que no se atreva a hablarle. La sola idea de decirle algo le empapa las palmas en sudor. Simplemente se limita a sentarse en la silla y obedecer sus indicaciones sin rechistar. Por supuesto, sin apenas mirarla a los ojos o, al menos, no directamente. Y poco a poco Eloy se va dando cuenta de que disfruta del temor que experimenta al percibirse completamente indefenso bajo las tijeras de la peluquera salvaje. Hace mucho que no conoce a una mujer tan poderosa, tan enérgica, tan bizarra. Las chicas con las que suele verse o pecan de mojigatas o son excesivamente asequibles. No es

80


que quiera follársela, ni mucho menos quedar para tomar un café con leche y magdalenas. No es eso lo que le pone. La atracción que le embarga más que con su sexo tiene que ver con otra cosa. Cuando ella pasa el peine por su cabeza lo hace con tanto vigor que siente como cada púa se le clava e imagina los surcos con regueros de sangre deslizándose por las sienes. La peluquera aprieta y a Eloy le duele y eso les gusta, a los dos, porque ella tiene ese estilo de mantis caníbal. Las tijeras vuelan a unos milímetros de los ojos de Eloy provocando chasquidos metálicos muy rápidos en el aire. Las diminutas fracciones de pelo van cayendo como nieve y cubriéndolo de su propia materia muerta. El peine y las tijeras chocan aquí y allá. La peluquera agarra su barbilla con el índice y el pulgar para hacerle girar la cabeza hacia un lado y otro con firmeza. Lo que encuentra él es el placer de la sumisión entre la agresividad de las formas de la peluquera. Luego le pone la mano en la coronilla y lo empuja hacia delante para que la máquina afeite su nuca dejando un rastro de escozor agradable en la epidermis. Los pelillos van contaminando el suelo y rodeando a la peluquera que los chafa sin más una y otra vez. La peluquera bizarra no dice nada, Eloy no dice nada. Él se siente ignorado, como si no estuviera ahí, como si su cabeza fuera un pedazo de madera que ella talla en absoluto mutismo. Ahora el aire caliente del secador abrasa sus orejas y deja sordos sus tímpanos. El vendaval incandescente empuja su cabeza y él hace un amago de resistencia. Luego

81


la peluquera se embadurna las manos con algo pegajoso y dando unas palmadas sobre el cráneo de él moldea su pelo y listo. La última paliza. Finito. Hemos terminado. Eloy siente cierto alivio por el final de la tortura a la vez que piensa que hasta dentro de mes y medio no volverá a padecerla. Entonces la peluquera alarga un brazo para recoger el peine que descansa sobre la mesita bajo el espejo y, como tiene las manos mojadas, el peine sale disparado aterrizando entre las piernas de él. Un instante de confusa incomodidad y ella se disculpa mientras desliza veloz la mano hacia el objeto apoyándose con la otra en uno de los hombros de él. Nunca sus mejillas transitaron a tan corta distancia, ni sus bocas olieron el aliento del otro. Cuando la mano de la peluquera alcanza el peine, la mano de Eloy, en un fugaz e incontrolable desliz, la agarra por la muñeca. La sujeta con seguridad durante un momento y ambos miran la escena que sus cuerpos componen a través del espejo. Y se ven los ojos destapados de intimidad. Intimidados por la mano de ella sobre sus genitales y la de él sobre ésta; por sus rostros casi pegados y sus perspectivas encontradas en la refracción del cristal; por el brazo de ella atravesando el pecho de él; por el hombro de él sirviéndola de sostén. Y ya está. El contacto desaparece y los dos recobran su compostura retirando del campo de visión el uno al otro respectivamente. Los pasos acelerados de la peluquera la llevan como un rayo hasta la caja registradora a la vez que Eloy ya saca el dinero de su cartera para pasarle un billete

82


que ella corresponde con unas monedas y un papelito doblado. Ella pasa a atender a otro cliente cuando él cierra la puerta del local tras de sí e inicia el camino a casa que, por una impaciencia irresistible, detendrá al girar la primera esquina para desplegar el papelito recibido. Al comprobar que lo que hay escrito es el número de teléfono de la peluquera, Eloy lo arruga y lo deja caer a sus pies junto a la rabia por la pérdida repentina de ese sadismo lúdico-festivo que solamente con ella podía compartir y que hasta hoy cambiaba su vida cada mes y medio. Nunca más volverá a esta peluquería. Su piel palidece transmutándose en el blanco de la melancolía prematura. De la pena, del duelo, de la despedida. Porque él jamás marcará ese número; porque él no es eso lo que buscaba; porque a él lo que le atraía era ese secreto perverso que ocultaban en silencio.

83


84


TRÍADA DE INVISIBLES

1 En la playa de Nouadhibou, una diminuta península al norte de Mauritania, un hombre arrastra un saco por la arena. Dentro hay una muda de ropa y comida para tres días. Tras acomodar el fardo en la parte delantera de un bote color marfil, embarca y empuja la tierra con un remo. Es de noche profundo y ha subido la marea, el bote se aleja con presteza de la costa. Ibrah tiene veintiocho años y todo agachado para eludir avistamientos, rema fuerte contra las olas a un lado y a otro del bote. Aún no enciende el motor fueraborda porque el eco podría alertar a la guardia costera. Desde la playa se ve un bulto negro que desaparece en la negrura global del horizonte. Sus cálculos dicen que en tres días llegará a Las Palmas de Gran Canaria, una vez allí, Dios dirá. Comienza a caer una fina lluvia, la brisa se convierte en viento helado. Pone en marcha el motor fueraborda y acelera planeando sobre el océano Atlántico. Ibrah cubre su cuerpo congelado con un chubasquero de confección propia, con un par de sacos de plástico recortados y tejidos entre sí con fibra de palmera trenzada. Después de veinte años

85


cosiendo zapatillas Nike se ha convertido en un bordador experto. A la madrugada el viento helado a pasado a ser una peligrosa tormenta eléctrica. Con los rayos retorciéndose en el cielo y las nubes grises rugiendo, tan próximas a su cabeza que casi las puede palpar, el bote se voltea e Ibrah cae al agua. Pateando nervioso y luchando para salir a flote, Ibrah contempla cómo su fardo de víveres cae directo al fondo. De una forma excepcional, comprende en lo más hondo de sí que está muerto. Y es entonces, tras la violenta aceptación de su muerte, cuando impulsándose con las piernas y empujando el bote hacia arriba, consigue ponerlo derecho. Con el motor estropeado y sin comida no durará mucho tiempo. A la deriva durante dos días, Ibrah yace en el fondo de su miserable esquife, semiinconsciente y con el sol calentándole el cráneo, no sabe ya si duerme o está en otro mundo. De repente, a lo lejos, divisa una pequeña isla. Incrédulo se restriega los ojos, es un espejismo. No, conforme el bote avanza la mancha que flota sobre el agua aumenta de tamaño. Por lo menos podré descansar y secarme, piensa Ibrah, ya estoy cerca. Se quedó pálido cuando, a pocos metros ya del islote, descubrió que éste no era tierra sino que estaba hecho de basura. Un amasijo de unos tres kilómetros de diámetro compuesto de toneladas de bolsas, botellas y tapones de plástico, todo ello entrelazado con fragmentos más o menos grandes de redes de pesca desechadas. Una superficie circular de mierda flotante se extiende sobre el agua

86


moviéndose al compás de las olas. Fundida con el agua, bajo el agua, fluctuante y viscosa ondeando y desplazándose a través del globo terráqueo. Mezclada con el líquido elemento de vida, un artefacto plástico surfea como un Ovni y proyecta una circunferencia geométricamente perfecta en el fondo marino. La barca de Ibrah se encalla fuertemente entre la basura, totalmente inmovilizado. El islote de plástico lo arrastra y se lo lleva consigo. Cuando se agota de apartar la basura de la proa con el remo, Ibrah se arrodilla vencido. 2 Al noroeste de Chile, una estrecha carretera de doble sentido atraviesa, de norte a sur, el desierto de Atacama. Un camión tráiler de quince metros de eslora, aparca en un área de servicio de la Ruta 5, en el pueblo costero de La Serena. Cuando la nube de arena se dispersa en el aire, alguien abre la puerta del conductor y de ella, ajustándose una gorra azul con visera, sale el viejo Ibrah. Luego, bajando del lado del acompañante, un joven blanco en tejanos se apresura hacia Ibrah. –Cómo hiciste para salir vivo de aquello, tienes que contármelo –dice el joven nervioso–, y qué cojones haces ahora en Chile. Sentados en la cafetería, frente a un enorme ventanal desde el que ven una amplia extensión de tierra y, atravesando de lado a lado sin interrupción, una carretera perfectamente paralela a la línea del horizonte. Con los ojos

87


puestos en ese horizonte, donde se ven los Andes y sus abruptos picos nevados, Ibrah le cuenta que de aquel montón de basura perdido en el océano Atlántico, empezó a recoger bolsas y sacos. –También fui arrancando hilos y cables de las redes que habían por allí, –explica Ibrah–, y con ellos fui tejiendo las bolsas una a una entre sí; confeccioné una vela con toda aquella mierda. Levanté el remo en vertical y lo anudé recto hacia arriba a la tabla que hacía de asiento; y en él amarré y aseguré la vela en forma de triángulo rectángulo. Sólo tuve que esperar a que se levantara el suficiente viento como para que, hinchando e impulsando la vela, me sacara de aquel simulacro de isla. Menos mal que, desde los ocho años, trabajé para Nike por diez céntimos la hora –dice Ibrah–. En cuanto a lo de Chile, amigo Ron, es una historia todavía más larga; pero y tú qué, ¿qué haces en mitad de este desierto? –Ya te he dicho antes –dice Ron con súbita seriedad–, que soy un homeless en período de prácticas, y que me dirijo a Valparaíso porque a algún sitio hay que dirigirse en la vida, y qué mejor destino que una ciudad que lleva en su nombre el paraíso. –¿Yo creía que el paraíso es lo que nos esperaba tras la muerte? –dice Ibrah. Con la taza de café en las manos, Ron comienza a explicar a Ibrah su teoría de las vidas recorridas y las trayectorias preinscritas. En un mundo en el que los caminos son diseñados de antemano y ofrecidos por un mercado, el territorio se confunde con el mapa y, cuando uno sólo ve el

88


mapa las posibilidades de moverse libre están limitadas por el cartógrafo. Incluso los extravíos han sido organizados, y con ello, lo que se ha perdido es la posibilidad de perderse. El proyecto personal de Ron es conseguir perderse, y con todas sus consecuencias, percibir la angustia vital de no saber verdaderamente donde se está. De ahí que ahora esté en mitad del desierto de Atacama, un lugar con vida propia cuyo paisaje metamorfosea sin que uno se de cuenta. Un territorio en el cual es fácil desorientarse y no saber si uno va o viene. Entonces, Ibrah pregunta a Ron: –Y se puede saber ¿qué es esa pequeña estatua de porcelana que llevas contigo a todas partes? Ron deja sobre la mesa una figurita de porcelana blanca de unos treinta centímetros de altura. –Sí, soy yo en una figurita de Lladró. La gira con cuidado para ponerla de cara hacia Ibrah. –Es exactamente igual a ti, está muy bien hecha Ron, debe de haberte costado un dineral. –Nada de eso Ibrah, me desperté un día en un lúgubre motel mejicano y la encontré en la mesita de al lado de la cama. Te juro que cuando apagué la luz no estaba. Ron lleva una figurita Lladró de sí mismo, en ella aparece sonriendo y cruzado de brazos, parece un niño enfadado. –Es de porcelana fina –asegura Ron–, de una fragilidad extrema, puede romperse en cualquier momento. No está seguro de por qué la conserva, no lo ha pensado nunca, cree que le da buena suerte y que, al contrario, si la

89


destruye o se quiebra algo malo le pasará a él al poco tiempo. Lo que pasa es que para Ron esa figurita es un gran fastidio, porque tiene siempre que caminar con suma delicadeza, teniendo mucho cuidado para que no sufra ningún imprevisto. –Se puede quebrar a la mínima –dice Ron–, no puedo ser libre para perderme porque estoy sujeto a esta estúpida reproducción de mí mismo. La figurita de Lladró se ha convertido en mi identidad. –Pues yo pienso que, si no logras perderte, es porque ya lo estás –dice Ibrah. 3 Conocer a Eva significa para Ron hallar por fin un territorio en el que no puede sino sentirse absolutamente perdido. Que ella es la pérdida de sí lo averigua Ron en el preciso momento en que sus ojos coinciden con los de ella en un mismo vector del espacio. Espacio que desaparece cuando mirarse se convierte en una forma más de tocarse. Porque sus ojos verdes como un lago de cristal verde son el sitio perfecto para quitarse la ropa y lanzarse de cabeza hacia lo desconocido. La rubia Eva es para Ron un azaroso choque que lo ha expulsado, de pronto, de su propia trayectoria prefijada por sí mismo. Exmodelo internacional de marcas de alta costura, como Loutremond o Lucca Lutzini, abandonó la profesión cansada de que sus representantes le prohibieran

90


rigurosamente comer hamburguesas de Burger King. El primer día que fue libre, salió a la calle en chándal y zapatillas de deporte, entró en la primera hamburguesería que encontró y se tragó una veintena de dobles con queso. Cuando resucitó al tercer día, a punto de palmar en un hospital de Nueva York, compró una furgoneta de color rosa y se puso sin más a conducir. De eso hace cuatro años. Hoy se ha perforado el ala derecha de la nariz, ella misma, con una aguja candente al rojo y un hielo. Una pequeña anilla cromada decora ahora su rostro. En el área de servicio del pueblo de La Serena, antes de arrancar su rosada furgoneta, encuentra a un muchacho que lleva bajo el brazo una estatuilla como las de Lladró. Con el pulgar estirado haciendo autoestop, a Eva le parece un tipo extraño y un poco tonto; sin embargo, algo le pasa cuando lo ve más de cerca. Tiene la sensación de conocerlo desde hace mucho tiempo, repasa mentalmente las caras de sus compañeros de secundaria sin hallar analogías razonables. Imposible que sea de una borrachera, por muy estratosférica que fuese, estamos a tomar por culo de cualquier sitio. Eva conduce una Ford Transit del 2005, mide 2’5 m de largo, tiene el techo elevado y una carrocería de 3 m3 sin ventanas. Disfruta conduciendo Eva, sobre todo, le dice a Ron, por la noche entre estos caminos solitarios, donde la persona más cercana está más allá de los 200 km. Lo hermoso que le parecen las luces de las farolas desapareciendo, latiendo, palpitando, por ambos costados. El asfalto abriendo las vísceras de la tierra seca, desértica. Y los

91


faros amarillos de la furgo lamiendo el suelo, tragándose las rayas de la carretera. Esas líneas que desaparecen sin cesar bajo sus pies. Flup, flup, flup. –Conduciendo así –dice Eva–, me siento como una heroína, pero no porque haya hecho algo especial sino porque tengo la impresión de que puedo ir y hacer lo que desee. ¿A ti no te gustaría ser un héroe, Ron? –Prefiero ser un antihéroe, Eva, porque los antihéroes están por hacer. Son personajes que no tienen clara su identidad, no saben quienes son y siempre parecen un poco perdidos. Además, muchos necesitan de otro ser, de un héroe con el que contradecirse y, así, poder representar su propio papel. Pero sé de que hablas porque creo que tú eres una antiheroína, podrías en cualquier momento girar el volante y salirte del trayecto que te marca la Ruta 5. –Sí Ron –exclama Eva–, podríamos inventarnos nuestra propia Ruta. Un fugaz destello resplandece en la mano derecha de Eva, agarrada al volante, y Ron se pregunta si ese anillo es un anillo de casada, o de prometida. O si ese tipo de anillo se pone en ese dedo o si se pone en otro. Ron agita la cabeza y rápido, tal como ha venido ese pensamiento, se marcha y lo olvida. –¿Así que tu sueño es ser una heroína de la carretera? – pregunta Ron. –La verdad es que, de pequeña, yo era la mujer invisible –contesta Eva.

92


Y Ron piensa en silencio: …pues para ser invisible, yo no hago otra cosa que verte; te veo por todas partes. Y Eva continúa: –…pero no tenía superpoderes, a no ser que pasar desapercibida se considere una habilidad especial. –Para mí la posibilidad de desaparecer –dice Ron–, es una habilidad muy especial, porque hoy cuesta mucho perderse. –Cierto Ron, y cómo encontrarse si no. Y si de pronto te encuentras, qué haces, ¿te vuelves a perder? Y si estando perdido, te pierdes otra vez, ¿significa que te encuentras? Menudo lío verdad –dice Eva–, me he perdido del todo. –Por cierto Eva, ¿qué llevas ahí detrás, dentro de la carrocería? –pregunta Ron. –Es una sorpresa, no te lo puedo decir. 4 Antes de llegar a Santiago de Chile por la Ruta 5, exactamente a 7 kilómetros, se levanta una pequeña meseta llamada El Moño. Sobre ella, escondida entre unas colinas, hay una iglesia del siglo 17 abandonada, reconstruida y rehabilitada por una comunidad okupa. Es un centro social okupado, cuyo nombre oficial completo es: «La Iglesia Punki». Hoy comienza una semana cultural y de varietés en la que habrán, por ejemplo, conciertos de música primitiva, malabares sin malabares, juegos de mesa serios, workshops de poesía, tatuaje creativo, cocina vegana, piquetes no

93


violentos, emprendeduría punki, y, como reza el cartel a la entrada del recinto, cosas raras a piñón. Unas quinientas personas forman un círculo delante del portón de la iglesia, Ron entre ellas, todos sentados en el suelo. A un extremo y con la mitad de la carrocería dentro del círculo humano, la Ford Transit color rosa de Eva. Es ella quien, después de saludar y dar las gracias por haberla invitado a realizar su performance, abre las puertas traseras de su furgoneta. La gente guarda silencio sepulcral, expectantes. Eva saca del vehículo un maniquí mujer de silueta voluptuosa y perfecta, sin ropa ni peluca, lo arrastra por la arena agarrándolo de la cabeza. Lo coloca en el centro del círculo, sobre una mesa de cemento. Luego empuña un hacha enorme, la levanta sobre el maniquí que la mira desde el suelo sin inmutarse. Está hermosa con su melena dorada ondeando al viento, blandiendo ese hacha afilada sobre su cabeza. La ama a saco. Aunque parezca una feminista alucinada que ha perdido completamente el control de sí misma. Está perdido y Ron percibe su tan deseada angustia vital de no saber verdaderamente donde se está. El hacha cae con toda la fuerza que Eva logra imprimirle y, con un golpe seco, la cabeza del maniquí sale rodando despedida a varios metros. Sigue amputando a hachazos las demás extremidades del maniquí, los brazos, las piernas, y los lanza a un costado sobre una pila. Regresa a la furgo y saca otro maniquí de figura escultórica, lo lleva al mismo lugar y repite la operación. Todo son figuras de

94


mujeres. Con el quinto maniquí indefenso a sus pies, Eva grita: ¡Modelo mal!, mientras lo decapita de cuajo. De la misma manera decapita uno a uno hasta un total de veinticinco, los desmiembra y lanza sus partes separadas a una, cada vez más alta, montaña de hermosos y esbeltos cuerpos despedazados. Tras vaciar la furgoneta, Eva se acerca a Ron y le arranca la figurita de Lladró de las manos. Ambos, Eva y Ron se colocan en la mesa de cemento, en el centro del círculo de gente que, atónita, contempla el espectáculo. Allí Eva planta de pie la figurita de porcelana esmaltada, parece que el niño de brazos cruzados y cara de enfadado no ignore lo que está a punto de sucederle a su delicada cabeza. –Es cierto que es igualita a ti, está muy bien hecha – dice Eva–, no me extraña que a veces la confundas contigo. ¿Estás listo? –pregunta ella ofreciéndole el hacha.

95


96


LA LUZ QUE QUEMA Y LA TEXTURA DEL PLACER

1 Rebeca intenta captar la profundidad como 3ª dimensión de la fotografía. Para ello pide ayuda a Samanta, su novia desde hace tres años. En el estudio que comparte con otras artistas, Rebeca programa la cámara réflex con una velocidad de obturación muy lenta. Disminuye la luz en el escenario para que la toma no salga velada pues, al permanecer el obturador más tiempo abierto, se incrementa la cantidad de luz que entra por él y puede velar la imagen. Luego se agacha hasta el visor y ve, delante del objetivo, a Samanta bailando. Se desplaza danzando desde el fondo hacia el primer plano, y en ese trayecto Rebeca dispara la cámara. Lo que aparece en la imagen es el cuerpo de Samanta en movimiento y una serie de estelas borrosas y dispersas que siguen la dirección de su figura y sus extremidades en contorsión. Lo que esperaba Rebeca era que esas estelas creasen en la fotografía un efecto de profundidad de campo y volumen del movimiento. Con esa finalidad lleva a cabo varias sesiones, probando diferentes combinaciones técnicas. Sin embargo, el resultado no la convence pues al revelar las emulsiones, por mucho volumen que haya logrado captar con la iluminación y el

97


movimiento del cuerpo de Samanta, el papel fotográfico no deja de ser liso, plano y uniforme. Sobre la encimera de la cocina, una manzana empieza a pudrirse un martes, y al domingo siguiente, esa misma manzana se ha convertido en un ecosistema de hongos, bacterias y microorganismos. La manzana, seis días después, es una porquería marrón que emana olor a basura vieja. El día en que Samanta le dijo que se marchaba para no volver, Rebeca entendió qué significaba eso de que nada perdura para siempre o, como la gente también suele decir, que todo es perecedero. Ella le había asegurado su amor para toda la vida, varias veces además, y que ahora Samanta la abandonara le permitió pensar que la 3ª dimensión en fotografía no es la profundidad sino el tiempo. De ahí le vino a Rebeca la idea de jugar a fotografiar la decadencia, el fin, el descenso, el oscurecimiento progresivo de la luz, o dicho de otra manera, la lentitud y la velocidad con que empiezan y terminan las cosas de la vida. En el proceso de revelado de sus fotografías introdujo el bromuro de yodo en solución líquida, que mezclado con el hiposulfito, conseguía un fijado defectuoso de las partículas de plata en la emulsión positiva. Lo cual llevaba a que la imagen fuera ennegreciéndose progresivamente sobre el papel y, por tanto, a mayor porcentaje de bromuro en la mezcla, más rápido tardaba la fotografía en volverse completamente negra. En la apertura al público de su exposición, desde del 7 de enero al 7 de abril en la Born Modern, se pueden ver retratos en b/n de niños pequeños, adultos y ancianos de cualquier parte del mundo. Todas ellas

98


imágenes encadenadas a un paulatino fundido a negro, a un desvanecimiento imparable hasta la desaparición, que muestran como las personas retratadas son víctimas del tiempo aun fotografiados. En las siguientes muestras, Rebeca incorporó a su proyecto panorámicas de paisajes naturales, valles de un espléndido verde, amaneceres en playas paradisíacas, glaciares monumentales, y también grandes estructuras metropolitanas, gente paseando por ciudades laberínticas o elegantes edificios de negocios que iban desapareciendo unas en sólo minutos, otras en algunas pocas horas y otras que tardaban semanas e incluso meses hasta quedar totalmente quemadas por la luz. 2 Después de explorar la degradación que el tiempo inflige a la luz. La luz que es la vida apagándose en un continuo fundido a negro, donde por electrólisis o por experiencia, las partículas metálicas de plata se sobreexponen hasta velarse. La vida de Rebeca dio un giro junto a su proyecto artístico. Conoció a Jack en un seminario en el que un grupo de tesistas estudiaban la relación entre la técnica y el placer. Aunque Jack no era artista, era un tipo muy guapo y, su cuerpo, el laboratorio perfecto para experimentar las inquietudes que a Rebeca últimamente le provocaban un serio insomnio. Se había dado cuenta de cómo en su cabeza se repetía un mismo guión una y otra vez, el guión del victimismo. Una ficción que acababa siempre por convertir

99


su vida en puro drama. Como si un extraño le hubiera dado un papel sin su consentimiento, el papel de víctima desde el que interpretaba su vida como si todo lo malo le pasara a ella. Hasta que un día esta preocupación suya comenzó a obtener un sentido. Una mañana al despertar, Rebeca encontró una carta de Jack en su buzón. Entre otras cosas hubo un fragmento que resonó tanto en su corazón que tuvo que subrayarla con un rotulador rojo. Allí Jack decía, Será plan de terminar con la crueldad que se basa en eliminar las pasiones y el placer allí donde se encuentran para convertir al hombre en cadáver antes de tiempo. Superemos las éticas de la renuncia y la negación que proclaman la muerte de la vida y que prefieren la paz de un cuerpo rígido a la guerra en uno palpitando con energía. Y esto es una cuestión de elección, Rebeca, elegir lo bueno, la fascinación, el gusto, la alegría; y no tanto lo malo, la impaciencia, la languidez o la aflicción. A partir de aquí ambos, Rebeca y Jack, se unieron para constituir un proyecto que titularon Las texturas del placer, en él se propusieron retratar el gozo de su existencia. Para ello decidieron hacer el amor. Sí. Hacer el amor y después tomar fotografías de los líquidos que sus cuerpos emanaban como clara evidencia del placer compartido. El resultado fue: 287 fotografías de manchas de flujo vaginal sobre bragas, sábanas y tejidos de diferentes materiales y colores; 304 fotografías de semen eyaculado sobre piel, encima de distintos estampados de vestidos o derramado en toallas de algodón peinado. Cuando los periodistas preguntan qué es lo que han intentado crear, Rebeca y Jack

100


responden siempre lo mismo, que aquellas telas húmedas son las huellas de que ahí alguien lo ha pasado bien. El orgasmo, fisiológico o intelectual, es la consecuencia inevitable del placer, apunta Rebeca al final. Como colofón a su proyecto, Rebeca y Jack exponen sus fotografías en paneles de 150x220 cm donde sus eyaculaciones adquirieren un tamaño descomunal. Este gran formato consigue descontextualizar el contenido de las imágenes, extrayéndoles casi al completo sus significados sexuales. Rodeada y sorprendida por su propia obra, Rebeca piensa que en esos líquidos fluyen como en una cascada la vida y el placer, desembocando juntos en un lago siempre sorprendente e incontrolable. Esta es la textura del placer, le dice a Jack, una textura llena de pálpito y fascinación.

101


102


RUNNING

Llegó un día que no pudo entrar a su apartamento. La puerta no se abría lo suficiente como para introducir su cuerpo. Un enorme televisor de plasma se había encajado con una bicicleta de montaña y ambos, entrelazados con largos cables, libros y electrodomésticos, bloqueaban la puerta por dentro. Desde el rellano y por la rendija que dejaba la puerta, Duchovny contempló cómo los objetos acumulados, amontonados los unos sobre los otros y acoplados como las piezas de un puzzle, se extendían por todo su apartamento. Contrató un trastero particular en un polígono industrial al norte de Barcelona. Ahora su hogar es un cubo de 4m3, lo suficiente para una diminuta mesa plegable, una silla de camping y un ordenador portátil. Cada noche ve su serie favorita por internet, sorbe la salsa agridulce de los tallarines y apura la Pepsi antes de dormirse en su hamaca de lona plástica. Se despierta a las 7 de la mañana para meterse en unas ajustadas mallas de atletismo, una camiseta de fácil transpiración y colocarse una cinta para el sudor en la frente. Por último, Duchovny se calza unas Adidas Sport ultraligeras, que aprieta en sus pies tirando con fuerza de los cordones.

103


A las 7:25 hace descender la persiana eléctrica de su trastero-vivienda particular. A las 7:30 baja las escaleras de la boca de metro de Cornellà, tica su billete y accede al andén, donde se agacha para comprobar que las zapatillas permanecen bien prietas en sus empeines. Entra en el primer metro que abre las puertas ante él, aprovecha las barras de sujeción, durante el recorrido, para hacer calentamientos. A las 8:05 su metro se detiene en la parada de Diagonal, donde esperan cientos de personas. Al abrirse las puertas hacia los lados, cuando la gente que sale del vagón se entremezcla con la que entra, entonces, sólo entonces, Duchovny comienza a correr muy rápido. Esto lo hace cada día. Parte de la parada de Diagonal y, aleatoriamente, corre por los pasillos del metro, caminos subterráneos que se tejen bajo la ciudad. Túneles estrechos, cuánto más mejor, por los que pasan ligeras y veloces miles de personas. Duchovny experimenta una felicidad inexplicable haciendo running entre los huecos que los pasajeros dejan entre sí mientras caminan directos hacia su destino. Disfruta adelantándolos, haciendo "eses" a sus espaldas y pasando por su lado. Siente que los pasillos del túnel son el espacio natural para correr, porque no tiene que pensar hacia dónde debe dirigirse, los recorridos están proyectados por la estructura. A veces, debe decidir si girar a la izquierda, a la derecha o mantenerse recto, pero ésta es una elección relativamente sencilla en comparación con la multiplicidad de trayectos que ofrece el exterior.

104


La libertad la encuentra Duchovny recorriendo las opciones limitadas de un territorio construido de antemano. Sabe que aquí, en el metro de Barcelona, jamás podrá perderse y eso le da de sobra seguridad para concentrarse en su carrera. Al contrario que en el mundo de afuera, caótico y desorganizado, que es una gran locura. Duchovny corre de una estación a otra, también entre los vagones, de parte a parte del tren. Cuanto más estrechos mejor, piensa Duchovny de los pasajes y galerías, y sonríe cómplice a las cámaras de seguridad al pasar cerca de ellas. La vida vigilada es la vida mejor, es uno de sus lemas más destacados. Corre en paz Duchovny por entre la gente que circula, de aquí para allá, por los pasillos del metro porque todos ellos conocen perfectamente su destino. Unos van a Poblenou, otros a Urquinaona, otros a Liceu y otros a Rocafort, todo está bien ordenado. A menudo Duchovny se cree una gota de lluvia recién caída sobre las aguas de un río convulso. Un flujo de agua que no cesa de moverse y que sigue, con la seguridad que da la certidumbre, siempre un cauce escavado por un dios oculto. Sumergido en esos pasillos, Duchovny se siente tranquilo porque se siente solo y acompañado a la vez, su soledad está acompañada por otras semejantes soledades. Duchovny se disuelve como aquella gota entre los cuerpos que discurren en el subsuelo de Barcelona. Va perdiendo, sin apenas percibirlo, su identidad, dejándola atrás en los tobillos de su carrera.

105


En mitad de uno de los pasillos, en la parada de Catalunya, Duchovny escucha de repente una música que lo paraliza de cuajo. Queda súbitamente inmóvil, recto como un árbol espigado por el fuego, mientras siente el roce en su cuerpo de las personas que, llenándolo todo, pasan por su lado. La música procede de una cítara india que un hombre, de tez morena, sentado en posición de loto a un lado de la galería, hace sonar con los ojos cerrados. Duchovny tiene la absoluta sensación de que algo se le desprende del cuerpo. Como si un peso, de pronto, cayera a sus pies. Percibe una agradable vacuidad en el fondo de su estómago y una lagrima se asoma en uno de sus ojos. El hombre indio abre los suyos y mira a Duchovny, ¿De qué huyes tan aprisa?, pregunta. Por su parte, Duchovny, extrañado y sucumbido ante un calmado desequilibrio, enmudece. En la mente del hombre, un recuerdo sobreviene en forma de imagen. Una calle en Bhopal, en la provincia central de Madhya Pradesh, India, abarrotada de un violento tráfico incesante. Ciclomotores, rickshaws y camionetas pasan a toda velocidad por una calle levantando arena, polvo y humo negro de motor que, suspendido en el aire, cubre como nieve sucia los comercios desplegados a lo largo de las aceras. La gente circula paralela a la carretera, en dos sentidos contrarios y, algunos, se atreven a cruzarla esquivando el tráfico con sorprendente facilidad. Vehículos, personas y animales circulan desordenados y sin ningún tipo de control. Quizá es el misterioso y mágico azar quien regula todo ese aparente caos. Así como ciertas fuerzas invisibles,

106


actuando como enlaces, dan orden a las molĂŠculas que componen las cosas del mundo.

Â

107


108


CARTOGRAFÍA DE LA CARNE

Es por la noche y Susana apaga la luz de la mesita. Al taparse hasta el cuello con el edredón, su mano derecha toca su barriga. Percibe la piel rugosa y la masa de grasa que rodea su cintura. Le basta con ese leve roce para que se le active el profundo asco que siente hacia su propio cuerpo. Adrede ahora, lleva una mano hasta su barriga y con la precaución de un cirujano se palpa. Recorre con la palma abierta su costado izquierdo, sube por la axila, llena su mano con uno de sus senos y aprieta. Luego desciende, nota la gordura de su michelín como un flotador, la blandura y la flacidez. Nota el odio y la culpa. Cuando llega a su ombligo se detiene e introduce dos dedos en él, un agujero como de plastilina, piensa Susana, un pozo de grasa asquerosa. Con dos dedos hurga en su ombligo y, pinzando, extrae un conglomerado de pelos, tejido sintético y escamas microscópicas de piel muerta. Como un contenedor de basura, su ombligo mezcla los residuos corporales y produce un cemento que mezcla su ADN con algodón y plástico textil. Con ello hace una bola y la lanza al olvido debajo de la cama. En casa de Susana sólo queda un espejo, el del baño. Ha ido deshaciéndose progresivamente del resto, el del recibidor, el del salón, los pequeños que decoraban el

109


pasillo. En mi casa, dice Susana, no quiero verme. Lo primero que hace al entrar en su coche y cerrar la puerta es girar el espejo retrovisor para no verse reflejada. Los espejos son enemigos, en la calle rehúye los escaparates de las tiendas, los ventanales, porque teme ver en ellos ese monstruo gordo que la tiene secuestrada. La sensación que siente respecto a su cuerpo es la de una ajenidad alienígena, como si lo que ella es no perteneciera a esa masa fofa e inútil. El sábado por la tarde, cuando Andrew le mete la mano por debajo de su camisa, Susana se estremece y, con un movimiento repulsivo, aparta la mano del chico. Es que no te gusto, le dice Andrew, no es eso, contesta ella, entonces qué, siempre es lo mismo y estoy cansado de no poder tocarte. Tu cuerpo es un territorio desconocido para mí, continua Andrew, has levantado una trinchera armada. Y Susana piensa que la topografía de su complexión y silueta define un territorio cargado de acantilados flácidos y curvas escarpadas, de montañas blandas y estepas oscuras, espacios con una extensa morfología de tránsito imposible. Déjame en paz de una vez, dice Susana antes de levantarse del sofá y marcharse a su casa. Sin dormir en toda la noche y desorientada, acude al día siguiente a Katelyn, su mejor amiga, que le dice: He tenido una idea. Tú eres fotógrafa Susana, por qué no pruebas a fotografiarte desnuda. O semidesnuda, en todo caso. Quizá puedas jugar a captar la belleza de tu cuerpo; el reflejo de un espejo no es el mismo que el de una fotografía.

110


Ya en su casa, empuja la mesa del salón y el mueble de la televisión para hacer espacio; luego despliega una mampara de mimbre y sobre ella cuelga una cortina negra, pinzada de los extremos. En el lado opuesto coloca la cámara fotográfica sobre un trípode, con el objetivo de 35 mm enfocando la amplia tela oscura. Programa el disparador para que haga fotos cada 10 segundos y pulsa el botón. Susana se coloca entre el bastidor negro y la cámara, que está a punto de empezar a crear emulsiones de su torso desnudo. Se quita la ropa con brusquedad, rápidamente, para no darse tiempo a pensar lo que está haciendo. Está muy nerviosa y cagada de miedo. Entonces suena el primer chasquido del obturador. Mira a la cámara y ve un arma apunto de fusilarla. Entonces suena el segundo chasquido. Tiembla rígida Susana, en medio de aquel escenario se siente ridícula y, al imaginar el resultado de las fotografías, la vergüenza hace que sus piernas flaqueen. En el tercer chasquido, la cámara capta la imagen de la mano derecha de Susana abierta muy cerca, casi tapando el objetivo, en primer plano y desenfocada. Detrás de la mano, entre sus dedos, se ve su obeso cuerpo acercándose, la esférica barriga iluminada y los pechos pendiendo inmóviles en el aire. Corriendo se mete en la ducha y abre el grifo del agua caliente. Aumenta la presión y espera a que, recorriéndola entera, el agua hirviendo limpie de culpa y vergüenza cada milímetro de su piel. Secándose, Susana intuye por el rabillo del ojo su reflejo en el único espejo de la casa, y gira la

111


cabeza en dirección opuesta. El vapor adherido al espejo muestra la mancha borrosa que es ella. Los límites difuminados de su silueta angulosa, trémula y sucia, la carne odiosa de Susana. El espejo le lanza una mirada que ella corresponde durante unos segundos; ve una cadera ancha y una piel rosa como la de un cerdo sobrealimentado. Mi cinturón de grasa, se escucha decir, mis senos desiguales, uno más grande que el otro. De pronto, agarra una pastilla de jabón y la lanza con rabia contra la Susana del espejo que, explotando en pedazos, cae como el telón de un teatro. Ahora, cientos de fragmentos de espejo se esparcen sobre el lavabo y ella se multiplica en cada reflejo. Mostrando los fragmentos distintas secciones de su cuerpo: en uno un hombro, en otro la cintura, un pecho, la boca, un mechón, los ojos. En esa miríada de pequeños cristales, Susana ve dividido el territorio de su cuerpo, como un campo de batalla bombardeado o una topología arrasada por fuertes convulsiones sísmicas. Con la idea de rehacer el terreno maltratado, a Susana se le ocurre mapear toda la superficie de su cuerpo. Cambia el objetivo de su cámara por un gran angular de 20 mm, extiende la cortina negra sobre el suelo del salón y se recuesta desnuda sobre ella. Comienza a recorrerse el cuerpo con la cámara, muy lentamente, tomando fotografías de unos 4 cm2 de piel cada una. Imágenes donde queda registrado cada pliegue, cada curva, cada pendiente, cada sombra, cada lunar, cada arruga, hasta generar una cartografía completa de su cuerpo.

112


La Downgrey Gallery es una famosa galería de arte contemporáneo, situada en la periferia de Los Ángeles, cuenta con una gran nave para grandes exposiciones. En ella hoy Susana inaugura su proyecto titulado Mi cuerpo es un territorio a recorrer, el cual consta de una colección de 350 fotografías que recogen cada pequeño centímetro de su cuerpo, cada foto muestra una sección de 4 cm2 de su piel. Ampliadas a un tamaño de 120x100 cm y dispuestas en el suelo a modo de mapa cartográfico gigante, la superficie total de suelo que ocupa el cuerpo de Susana es de unos 150 m2 . Durante la presentación, Susana invita a las más de quinientas personas asistentes a caminar por su cuerpo extendido, y a hacerlo sin pudor. Como demostración, ella misma descalza sus pies y comienza a andar mientras los espectadores miran asombrados. Susana inicia su recorrido por el conjunto de fotografías que configuran su pie izquierdo, asciende por la rodilla y la ingle derecha. Luego se sienta en el ombligo y levanta los brazos. La gente aplaude entusiasmada. Prosigue el trayecto y, al llegar al pecho derecho, comienza a saltar sobre él. Los críticos de arte toman notas entusiastas de tal acontecimiento artístico. Al final, Susana se detiene en la serie de fotografías que representan su boca a gran tamaño, allí ella se arrodilla despacio y, con lento cuidado, besa la imagen de sus labios en el suelo.

113


114


CARÁCTER JAPONÉS

En el centro de una mesa hay un revólver. Alrededor y sentados, tres hombres demacrados, con el rostro manchado y sudoroso, miran fijamente el arma. En silencio, uno de ellos agarra el revólver. Abre el tambor e introduce una única bala, luego lo hace rodar de tal manera que la bala se dispone al azar dentro del cargador. El hombre enfoca con sus ojos la mirada de sus compañeros y, manteniéndola, se le ven temblar los globos oculares. Ahora lleva el revolver muy despacio hacia su cabeza, encañona su sien derecha. Sentado en su pupitre, con la espalda recta como un palo de escoba, Ling escucha atentamente la lección de la maestra. Tiene nueve años, un lunar en la punta de la nariz y se lleva muy bien con sus compañeros de clase. La joven maestra May enseña hoy un carácter japonés que, no deja de repetirlo, es su favorito de toda la simbología tradicional. Con la afectada sonrisa que la caracteriza pide a los niños que copien y se da la vuelta para dibujar en la pizarra. La tiza se posa en un punto y hacia arriba describe una línea curva para terminar en un medio lazo. Más ligera y estilizada parece una clave de sol, la completa con una “e” en el interior de la línea curva.

115


La maestra May explica que este símbolo representa a una madre en cuyo vientre alimenta a un enfant. Con este carácter, dice la maestra May, hablamos de envolver y abrazar. Acto seguido emula con su enjuto cuerpo el gesto de acunar a un bebé en brazos. Y lo hace tan bien que, por un segundo, a Ling le ha parecido ver al bebé. Pero también, sigue la joven May, éste carácter nos habla de comprender. Al final de la clase, Ling observa atentamente cómo su maestra recoge sus hojas y las mete con delicadeza en una cartera de piel verde. Cierra la cremallera, se despide con una luminosa sonrisa y camina ligera hacia la puerta. A Ling le llega el aroma de su perfume a menta dulce al pasar ella por su lado. Le hubiera gustado que le acariciara la cabeza pero se contenta con imaginárselo. Cuando desaparece por el marco de la puerta, Ling continua observándola. Entró a la escuela a las 7:30 de la mañana, todavía no había amanecido, ahora son las 17:00 de la tarde y Ling sigue encerrado. Esta vez en la sala de estudios, entre las páginas de su cuaderno de matemáticas. No ha acabado ni una sola operación, es incapaz de concentrarse. En lugar de eso, sobre la mesa frente a él, se despliegan cuatro hojas repletas del carácter japonés que hoy aprendió de la maestra May. Cuatro hojas con el mismo símbolo repetido mil y una vez, en diferentes tamaños y colores. Pero los caracteres que Ling escribe no son exactamente iguales al que la maestra pintó en la pizarra. Ling repite la línea curva ascendente y la termina con un medio lazo. Sin embargo, no añade la “e” de enfant y la madre que es la línea curva queda vacía y sola.

116


A las 19:00 su prima Jeel conduce el pequeño Toyota Urban por las ruidosas calles de Tokio. Maldito tráfico, la oye exclamar en el fondo de su oído. Porque Ling se queda absorto con los edificios que se disparan hacia lo alto y, desde el asiento trasero, le parece que el cielo oscuro es en realidad un abismo sin fondo. Y que si saliera ahora mismo del coche podría caer hacia arriba en vertical hasta aterrizar en alguna azotea. La prima Jeel conduce con el torso inclinado sobre el volante, como si quisiera que su cara viajara delante del vehículo. Qué tal ha ido el colegio. Muy bien. Son las 20:00 y Ling, tras diez minutos de calentamientos, se coloca en el centro del tatami. Un niño llamado Giho le agarra del kimono, le clava una pierna entre las suyas y, en contrabalanceo, consigue que Ling pierda el equilibrio. Pero Ling no cae. Ling abraza a Giho envolviéndolo con sus brazos. Aguanta el peso del niño y, rápido, se esfuma como un fantasma. El niño llamado Giho cae de bruces en el tatami. Junta los pies Ling y baja la cabeza, saludo de cortesía en el judo. A continuación, con una mano en el aire, dibuja invisible el carácter japonés que habla de comprender. Recuerda el olor a menta dulce que la maestra May deja al pasar junto a su pupitre. El televisor muestra un sucio dedo apoyado en el gatillo de un revólver cromado. El rostro de un hombre enfermo que cierra los ojos y apunta a su cabeza y lentamente aprieta. Suena un seco chasquido metálico y la pistola no dispara, el hombre resopla con fuerza dejando el

117


arma sobre una mesa circular. Los músculos de su cara permanecen firmes como un muro de piedras. No se trasciende de ella ningún tipo de emoción o estado anímico. Uno de los hombres pone sus manos sobre la mesa. Arruga el entrecejo, levanta un labio, deja ver un colmillo. Da un golpe sobre la superficie de la mesa y se levanta. Al girarse vemos en su espalda una gran mancha de sudor. Lanzando manotazos, palpa la turbia oscuridad de la sala y halla una puerta. Pero la puerta no se abre por más que tira de ella con todas las fuerzas de su grueso cuerpo. Ling dispara al televisor con el mando a distancia y cambia de canal. Ahora ve la figura lejana de un caminante sobre un paisaje nevado que se extiende en valles y montañas. La pantalla se cubre de colores blancos y algún que otro tono azul. El hombre carga mochila y viste un mono de alpinista naranja que le cubre hasta la cabeza. Está ascendiendo por un desfiladero que serpentea y que está flanqueado a su izquierda por una pared de hielo; a su derecha, pequeños collados van aumentando en altura a medida que se alejan. Bajo los pies del alpinista se alza una pendiente extrañamente uniforme. Más lejos, gigantescas montañas y altos picos se confunden con las nubes en el cielo. Se oyen esporádicos tintineos de cristal y cerámica, su padre friega los platos en la cocina; sentado en el parqué del salón, Ling sorbe con deleite la sopa de pescado. La televisión enseña un vasto paisaje glaciar; el alpinista emprende el asalto final a la cima y Ling queda

118


entusiasmado al ver la gran cumbre nevada. Sí, es un señor muy valiente, piensa Ling, sí, porque es un lugar peligroso, sí, y está totalmente solo. El televisor muestra un primer plano del alpinista que, tras dar un mordisco a una barrita energética, retira la capucha de su cabeza y descubre de gafas sus ojos. Una larga melena negra emana del traje para ondear al viento. Así que el alpinista es una mujer, se dice Ling. Y con las pestañas ya escarchadas, ella mastica su barrita de energía y Ling, sin apartar la mirada de la mujer, mastica un trozo de pescado frito. Le encanta esa coincidencia así que coge su bol y se acerca un poco más al televisor. El fabuloso tamaño de la cumbre en relación con la frágil silueta de la alpinista, consigue que Ling sienta, mezclándose, bastante vértigo y mucha admiración. Después de apagar el televisor y arrastrarlo hasta su habitación, su padre le desea buenas noches y cierra la puerta corrediza. Pero Ling no tarda en dar un salto del futón, abrir el baúl de juguetes y extraer un cubo lleno de plastilinas de colores. Comienza a mezclar todas las pastillas y arrodillado, aprieta la masa maleable que toma la forma de una estrafalaria montaña multicolor. Con cierto cansancio, Ling contempla su montaña con desagrado; decide utilizar tempera blanca para pintarla entera por fuera. Ahora es una auténtica cumbre nevada, piensa Ling. Tras esto, en la parte más alta de su montaña de plastilina blanca, inserta una fotografía del rostro de una mujer. Una mujer que es su mamá. Y debajo, en la falda, dibuja con un palo el carácter japonés que la maestra May

119


hoy le enseñó y que habla de comprender, envolver y abrazar. Y esta vez sí que incluye en el seno de la línea curva, que es el regazo de una madre, la letra “e” que representa a un niño. Un niño que es Ling. Debajo de su cama, Ling encuentra una pistola de juguete, es de color rosa claro y lleva múltiples pegatinas con símbolos exclamativos y caricaturas amarillas. A pesar de que está hecha de plástico, la pistola es tan pesada que tiene que cogerla con ambas manos. Tiene una recámara para introducir bolas de esponja que, al percutirlas con un gatillo, salen disparadas. Ling vacía el cargador, escoge una sola bola de esponja y la mete en el tambor. Cierra el compartimento y lo hace girar de tal forma que sea el azar quien decida si se producirá o no el disparo. Sentado entre el futón y el baúl de juguetes, echa un fugaz vistazo a la montaña de plastilina pintada de blanco, con el símbolo preferido de la maestra May y la fotografía de su mamá clavada en la cima. Ling aprieta entonces los ojos lo más que puede, arrugándose todo su rostro. Se muerde los labios para no decir nada. Pone el cañón apuntando su frente y, con las dos manos, aprieta el percutor. La pistola escupe la bola de esponja que rebota en la cabeza de Ling y cae en el otro extremo de la habitación.

120


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.