Detective Derek Bennett (Capítulo 1)

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Daniel Rivera Cuento historias pero siempre me costó contar la mía. Nunca se qué decir realmente. Vamos a intentarlo.

Me llamo Daniel Rivera, nací un lunes lluvioso de marzo del 1992 en Medina del Campo, aunque vivo en Valladolid. No descartó variar mi destino en los próximos años, a medida que voy creciendo, las ciudades se me van haciendo más pequeñas. Por qué no probar en Nueva York, la ciudad en la que está ambientada esta novela.

Puedes seguir mis avances -o retrocesos- en mi perfil de Twitter, @DaniRivera4S. Anímate a conocer a Derek Bennett. Todos hemos sido él alguna vez.



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DETECTIVE DEREK BENNETT DANIEL RIVERA



A la persona que me enseñó que sabía escribir.



Capítulo uno

Acerca de Derek Bennett

Empezaba a hacer frío en aquel amanecer de septiembre. El verano quedaba atrás y se teñía de otoño, Nueva York comenzaba a respirar de nuevo la rutina. Una figura aparentemente inerte se cobijaba entre las sábanas de un apartamento del cuarto piso. Se movió. No le apetecía salir de la cama, "todavía no", pensó. Los dígitos rojos de su reloj dibujaban las siete de la mañana, pronto sonaría la alarma y entonces sí, entonces sería la hora de abandonar el calor de la cama para ponerse en marcha. ¡Riiiin, riiiiin! ¡Riiiin, riiiiin!

El soniquete desesperante de su teléfono móvil retumbó de repente en las paredes de un piso prácticamente desierto. Pensó por un momento en no cogerlo, pero en seguida rectificó: su trabajo exigía sacrificios. Se levantó en busca del origen del ruido, teniendo cuidado de esquivar un par de latas de cerveza vacías dispersas por el suelo. Era el capitán Hugh Gallaway. Era el jefe.

— ¡Bennett! —Gritó una voz entusiasta nada más descolgar— No le habré despertado, ¿verdad? — Digamos que no, señor. — ¡Genial! Vístase en seguida, dése prisa, ahora le mando una dirección por correo. No hace falta que pase hoy por comisaría. Tenemos un cuerpo.

Así empezaban todos los días. Con un homicidio recién hecho. Colgó el teléfono, lo lanzó hacia el único sofá de un espacioso salón y emprendió la carrera hacia su habitación. Lo bueno de tener un par de muebles es que parecía improbable tropezarse con ellos. Subió las escaleras con el corazón desbocado y se lanzó a vestirse. Abrió el armario.


***

Hacía tres años, era feliz. A un paso de la treintena, ya había cumplido todos los objetivos que se suelen marcar para esa edad: por fin era detective-investigador de homicidios, estaba prometido con la que a buen seguro sería la mujer de su vida y acababan de comprar juntos un pisito perfecto en el 279 de Houston Street, en el Lower East Side de Manhattan. La casa de sus sueños estaba a cinco minutos caminando de su comisaría. La suerte les sonreía.

Derek recordaba con fervor su primer caso en la comisaría del distrito nueve, justo después de terminar la mudanza. El caso Adam Oscoda fue famoso en la ciudad, incluso copó la portada de algún periodico local en un par de ocasiones. Oscoda era un criminal convicto que había asesinado a un compañero de celda durante su primera estancia en prisión, a donde llegó tras ser declarado culpable de un delito de falsificación. Fue puesto en libertad cuando cumplía veinticuatro años a la sombra. Seis semanas después, mientras debía ordenar de nuevo su vida, Adam apuñalaba hasta la muerte a un camarero de un restaurante en su nuevo barrio. Derek se acordaba muy bien de la primera vez que le vio. Parecía diferente al resto de psicópatas con tendencias asesinas que había conocido, quizá incluso se atrevería a ratificarlo: Adam era diferente. Vestía con acierto, tenía modales refinados y un lenguaje poco vulgar pese a las dos décadas entre rejas, como si hubiera pertenecido a la clase alta en un pasado lejano. El caso marchó rápido, de hecho, prácticamente no hubo caso: Adam Oscoda se declaró culpable del asesinato y regresó a prisión, donde fallecería ahorcado un mes después.

Le resultó duro enterarse de su suicidio. Se lo comentó el capitán Gallaway en un descanso entre interrogatorio e interrogatorio, torció el gesto y suspiró, pero Derek tenía otra cosa por la que preocuparse ese día que reclamaba aún más su atención. Aquella noche pediría a Annie que se casase con él. Estaba nervioso, vaya si lo estaba. Nervioso pero convencido.

Salió antes de trabajar, debía preparar todo y apenas le quedaba una hora para que su chica regresara al 279 de Houston Street. Pidió una botella de champán en un restaurante francés, recogió la comida para llevar en su italiano favorito y compró velas aromáticas con olor a césped recién cortado - “Menuda gilipollez”, pensó-. Pero por amor se hacen muchas gilipolleces. Quizá incluso el amor sea una gilipollez en sí mismo.


Con los brazos cargados, se ayudó de su piernas diestra para terminar de abrir el portal. Antes de que pudiese entrar, una mano amiga sostuvo la puerta. Henry ya estaba allí, dispuesto a ayudar. — Menudo banquete va a preparar usted, señorito Bennett —le dijo aquel señor de pelo cano, ya entrado en la setentena. — ¡La ocasión lo merece, Henry! — Se le ve feliz —soltó una carcajada y le guiñó el ojo en una mueca de complicidad, como si supiera lo que iba a ocurrir aquella noche— Eso es buena señal.

Hacía sólo unas semanas que conocía a Henry y él le trataba con toda la confianza del mundo, como si fuera un pariente lejano o el hijo que regresa a casa tras años en Europa. Como el hijo que nunca tuvo. Porque Henry no tenía familia, al menos directa porque, según él, todos los vecinos del 279 de Houston Street lo eran. Llevaba cuatro décadas siendo el portero de aquella comunidad y viviendo en el bajo, controlando a los repartidores de publicidad y reparando todo lo que se averiase. Siempre con una sonrisa. — Muchas gracias por la ayuda, Henry —dijo Derek en forma de despedida, en cuanto descargaron las bolsas en la cocina. — No es nada, señorito, ya sabe usted donde estoy —se acercó unos centímetros y añadió susurrando—. Que tenga mucha suerte.

Y volvió a guiñar el ojo.

Cuando Annie abrió la puerta de casa dos horas después, se encontró con que Derek todavía no había llegado. “Qué raro” pensó “debe tener un nuevo caso”. Y no le dio más importancia. Dejó el bolso en la mesita de la entrada, el abrigo en el perchero y se quitó los tacones. No pudo evitar soltar un “¡Oh!” de satisfacción. Adoraba aquellos momentos, nada más llegar del trabajo, quitarse todo, descalzarse y lanzarse sin paracaídas sobre Derek, que solía ver la tele tumbado en el sofá. Se quedaban viendo las noticias mientras les entraba hambre, entonces cenaban. O a veces, gran parte de las veces, se cenaban. En un arrebato de pasión, un beso lo desencadenaba todo: a ese le seguía otro y a este, otro más tarde. Y así, a la bobada, terminaban desnudos sobre la mesa donde deberían estar cenando. Ella trataba de mitigar sus jadeos, él intentaba amplificarlos. Mientras, en las noticias, un tipo decía que no-se-qué había ocurrido en no-se-dónde. Eran sus noches favoritas. Las de los dos.


Pero Derek no estaba, aunque olía misteriosamente bien, como al italiano de la esquina. Dio la luz del salón y a los cinco segundos se apagó. Empezó entonces a iluminarse la planta de arriba con el mágico esplendor del parpadeo de las velas. La pasta dejó lugar a un irresistible aroma que no lograba diferenciar. — Eres tonto —le espetó Annie a la vez que encendía una sonrisa—. ¡Qué susto me has dado!

Apareció Derek, bajando las escaleras con cuidado de no tropezarse, la planta de abajo todavía seguía a oscuras. Sacó el mechero y terminó de iluminar la noche. También extrajo un mando de su bolsillo y pulsó un botón. Comenzó a sonar «Come on Eileen» por toda la casa. Él sonrió y la sacó la lengua, una invitación a perder los papeles, a bailar como locos su canción.

Agotados, cayeron sobre la alfombra justo cuando sonaban los últimos compases. Annie le miró, reunió fuerzas y se puso encima de él. Le besó, ambos jadeaban. Nada más separar los labios, Derek soltó una carcajada. — Pensé que este sería el momento más difícil de mi vida —confesó— pero resulta que es el más sencillo. Annie Gray, ¿quieres casarte conmigo? ***

Todavía podía escuchar aquel “¡sí!” si se esforzaba en agudizar el oído. No estaba encerrado en aquel armario que ahora abría, ni entre aquellas paredes vacías, la palabra que le cambió estaba enjaulada en un lugar de difícil acceso.

Se vistió con los retales de su vida con Annie. La ropa de cuando salían de compras juntos y ella se empeñaba en que se probase las cosas que le iba pasando. Derek odiaba ir de tiendas, de hecho no había vuelto a pasar por un probador desde que Annie se fue. Con ella era todo tan diferente que le daba miedo comparar. Agarró con prisa su cazadora y buscó su móvil entre los pliegues del sofá. ***


Deseaba que Annie llegara ya. Todos los días la esperaba tirado en el sofá viendo las noticias, intentando aparentar que le importaban más cosas aparte de sus labios. Un año había pasado desde la boda y todavía mantenían aquel ritual.

Llevaba ya una hora de retraso. El presentador del informativo, que hablaba con un retintín extraño, había dejado paso a una señora de voz aguda que trataba de exponer los puntos fuertes de la política exterior de Barack Obama. A su lado, el resto de contertulios la contemplaban fijamente, algunos negaban con la cabeza. La señora, cuarentona con su pelo negro azabache recogido en un moño, comentaba ahora la guerra de Irak. Apagó la tele y se marchó a la cama. Sin Annie. Ese fue el día en el que todo empezó a derrumbarse. Comenzaron las excusas, el “hoy no me esperes despierto, vuelvo tarde” y el “ya comeré por allí”. Dos meses más tarde, Derek llegó a casa tras pasar primero por el italiano: “Una ración de espagueti boloñesa para llevar”, había gritado el encargado. Sólo una. Henry barría el hall y le vió, echó un vistazo a la bolsa y le miró a la cara. Volvió a saber lo que pasaba, como había hecho un par de años antes. — ¡Oh, señorito Bennett! —dibujó una sonrisa paternal— Creo que debe de empezar a cambiar.

Y siguió barriendo. Derek asintió con la cabeza sin saber bien qué decir, pero Henry no esperaba respuesta. Apenas había deslizado la llave por la cerradura de casa cuando escuchó a su mujer jadear un “¡Oh!” de satisfacción que se prolongó durante unos segundos en el tiempo. Como si acabara de desprenderse de los tacones. Sin preocuparse de que sólo había traído comida para uno, entró feliz, Annie ya estaba allí. Pero con otro. Otro con el que sí quería gemir a voz en grito. Allí terminó todo, sobre las sábanas revueltas. Como le había dicho Henry, debía de empezar a cambiar.



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