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Manifiesto de autodefensa femenina por Elsa Dorlin
Manifiesto de autodefensa femenina
Elsa Dorlin
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Sos encantadora, ¿estás casada? ¿Soltera? Estás buena, sos hermosa, ¿la chupás? Lindas piernas, buen vestido, linda sonrisa, lindo culo, antipática, repugnante, zorra, guarra, sucia, puta, gorda, vieja… ¿Sabés dónde están mis medias? Sos como mi mamá, estás con la menstruación, sos frígida, no te arreglás, me das vergüenza, estás vieja… ¡Ocupate mejor de los pibes! Las africanas son pésimas para hacer la limpieza, pero con los chicos son buenas, las árabes son más duras, pero las bolivianas son verdaderas hadas de la casa, y además discretas… ¿Con quién estabas? Andá a cambiarte, parecés una puta, sacate el velo, parecés terrorista, ¿no te das cuenta que le das lástima a tu mamá? Pero sacate eso, el rosa no es para los varones… La cambian de puesto, la cambian de oficina. ¿Podríamos tomar algo juntos? Ya no estoy enamorado de mi mujer, pero con vos es distinto. ¡Vamos, podemos hacer chistes! ¡A la mierda, qué susceptible es esta mina! Vamos, tirate un pedo, relajate… ¿Usted es la secretaria? Es mi nueva asistente, está buena, ¿no? ¿Puedo hablar con el jefe? No se olvide de mi café, de mis camisas… Desvestite, acostate, ¿vos te cuidás? ¿Fumás? Es otra vez la habitación 4 que llama, no puedo más con la de la habitación 4, no deja de gemir… ¡Porque vos lo valés! Una crema antiarrugas que detiene el tiempo (probado científicamente). Vos también podés ser una verdadera princesa… Una muñeca con lágrimas verdaderas y que dice “mamá”, tu karaoké puede ser la nueva estrella… Llamá al 3600 y hablá con negras calientes. ¿Querés un caramelo? ¿No querés ayudarme a encontrar a mi perro? ¿Sabés? Si tenés ganas podés hacerme bien y yo te doy un lindo regalo, pero es un secreto entre nosotros, no se lo podés decir a tu mamá… No te muevas. Si gritás, te mato. Te voy a coger, te voy a romper la cara contra la pared, te voy a matar… Te gusta, ¿no? ¿Querés más? Vas a ver cómo te voy a hacer gritar… ¿Qué le hizo después? ¿Cómo estaba vestida? ¿Tenía puesta una tanga? ¿Tenía una pollera corta? ¿Shorts?¿Ya había tenido antes relaciones con varios tipos? ¿Dijo claramente que no? ¿Se defendió? ¿Son víctimas de violencia? ¡Rompan el silencio, hablen! Llamen al 911 antes de que sea demasiado tarde...
¿Están conmocionadxs? Durante el tiempo que invirtieron leyendo este artículo una mujer fue violada. Hoy, ¿cuántas mujeres habrán sido perseguidas, molestadas verbalmente, insultadas, maltratadas, tocadas de forma invasiva, agredidas, golpeadas…? ¿Cuántas cercanas a ustedes, cuántas en su familia, entre sus amigas, entre sus conocidas? Si ninguna de esas expresiones les son familiares, entonces ustedes ignoran lo que ocurre cuando se es una mujer.
No se trata de una esencia, de una naturaleza, de una identidad —ni siquiera hablamos acá de biología—, es más bien el tipo de interpelaciones sociales, múltiples, variadas, infinitamente repetitivas y siempre afiladas como cuchillas que transforman a los individuos en sujetos violentados. Experimentar esa violencia, velada o abierta, conlleva otra violencia, la que se ejerce directamente en la neutralización sistemática de
esos mundos sociales vividos —la que se oculta en esas palabras que ponen en duda, que minimizan, que niegan o que simplemente culpabilizan (¡Pero, vamos, tenías que darle una cachetada a tu jefe cuando te arrinconó en el ascensor!). Y si son mujeres mediáticas quienes lo dicen, es todavía más eficaz: qué mejor para neutralizar el sexismo como relación de poder que una mujer que dice a otra: ¡no te conviertas en una víctima llorona! Entonces, ¿por qué no hay más cafés calientes arrojados a las caras, golpes devueltos, mesas revoleadas, dedos pisoteados, golpes de paraguas en las partes íntimas, rodillas rotas, insultos, escupitajos, denuncias públicas, gritos, denuncias ante la policía, llamadas de auxilio, de solidaridad, de revuelta, de huelgas puras y simples, de ocupaciones, de escraches de edificios, de paredes donde se escriban estas palabras: «Acá vive un hijo de puta»? ¿Es violento? Sí, es violento; pero, ¿cómo decirlo? Lo que trabaja en el fondo de nosotras no es tanto el miedo y la vergüenza, sino una rabia oculta de la que hablan todos esos fantasmas a los que nos entregamos cuando imaginamos lo que habríamos podido o debido hacer cuando ocurrió. Y la frustración de no haberlo hecho no puede calmarse más que cuando tomamos conciencia de que esas experiencias de sexismo, esa hidra de mil cabezas, no son más que el otro nombre de una sociedad atravesada por desigualdades sociales que precarizan nuestras resistencias, nuestro poder de actuar, nuestras solidaridades. Defenderse tiene un precio —se pierde muchas veces el trabajo, se pierde dinero, se pierde a veces la casa, se pierde siempre a los amigos, el amor, las promesas de felicidad…
Muchas de nosotras, entonces, estamos vigilantes, estamos con los ojos abiertos, en alerta: tenemos cuidado de cómo nos vestimos, cómo hablamos, cómo respondemos, cómo sonreímos, cómo caminamos, qué calle tomamos, qué actitud adoptamos, qué tono, qué gesto, qué mensaje enviamos… Acelerar el paso, no mirar a los ojos, fingir que hablamos por teléfono, que no estamos solas, encerrarnos en casa, en el baño, pedir ayuda, no hacer ruido para no despertar a los niñxs, gritar, no gritar… ¿Quién puede razonablemente vivir una vida que puede transformarse en cualquier momento y hacerse invivible al girar en una esquina, en una estación de subte, en una reunión de trabajo, al correr, en la cita con el médico, en un concierto, en una cena, un domingo en familia o en una cita de amor? ¿Quién? Pensándolo bien, nadie. Y, sin embargo, es el destino común de muchas mujeres pero, sobre todo, es el destino común de todas las vidas menguadas que se agotan en esa forma de autodefensa en la que debemos extraerlo todo de nosotrxs mismxs: un desgaste de energía indefinida, una larga resistencia, una fuerza imperceptible destilada continuamente y por la que pagamos el precio de un olvido de sí. Una técnica marcial para la que no hay cinturón, ni medalla, ni trofeo.
Es precisamente eso lo que hace que la vida continúe como si no pasara nada, porque en el fondo una situación de dominación se mide en la ignorancia en la que se complacen las vidas salvadas. Como si todo eso fuese normal, no contara, no significara gran cosa, no fuera grave… y además no se hable de elogios, de coqueteo, de seducción, de donjuanismo, de bromas atrevidas, de equivocaciones, de crisis de masculinidad, de hombres perdidos, de agotamiento, de administración del personal, de gestión agresiva,
de ataque de ira, de disputa amorosa, de drama familiar, de crisis de locura… Y no escuchemos que finalmente todo eso es muy exagerado, victimismo, puritanismo a la estadounidense, mentiras, delación, instrumentalización, formas de castración, venganza, resentimiento, en una palabra: que eso no existe. O que al menos no existe como un fenómeno que concierna a todo el mundo, que sólo concierne a la categoría «víctimas de violencia» —una categoría que marca a la persona con el sello del desprecio de sí y de la impotencia, y que es un club muy cerrado; porque, para ser reconocida como «víctima», hay que pasar por una serie de pruebas, de exámenes, de juicios que, al final, hacen de las víctimas heroínas seleccionadas muy cuidadosamente.
Entre la rabia, la resistencia y el viacrucis de la justicia, ¿no hay manera de abrir otra vía para terminar con esta violencia, para convertir la violencia que suscita en nosotras en un cuidado de sí? Algunos consideran que hay que tomar cursos de boxeo o de krav maga; pero el reto no está en aprender técnicas de combate que, a pesar de su reputada eficacia, siguen siendo técnicas deportivas, enseñadas por expertos.
No hay que alimentar el jugoso mercado de la autodefensa femenina: ¿qué otra cosa más real que la cotidianidad vivida? ¿No somos ya expertas en violencia por haber atravesado, bien o mal, tantas situaciones? Las mujeres no tienen que aprender a combatir, sino desaprender a no combatir. Eso implica una ética de la autodefensa, un feminismo pegado al cuerpo —a cuerpos que saben exactamente lo que significa recibir un golpe. Quizá ya es tiempo de habitar de forma diferente nuestros músculos, de convocarnos a nosotras, de hacer cuerpo con nosotras mismas.
Esa conciencia corporal en la que, cotidianamente, es posible trabajar esperando el gran final es una forma del cuidado de sí, de ética feminista donde la confianza restaurada de nuestros sentimientos, de nuestras emociones, permite salvarnos, donde la conciencia de que el golpe que me permitirá protegerme no exige más fuerza que la energía gastada en soportar el miedo de darlo. Es una forma de ejercicio corporal de sí lo que puede hacernos modular la voz, cambiar la entonación de un «no», modificar la expresión del rostro, transformar una mirada, o aun emprender una denuncia… En lugar de aferrarnos a una doble conciencia agotadora: «¿Entendí bien, interpreté bien, tengo razón, tengo el derecho, soy capaz, es posible, permitido, legítimo?». Volver a hacer cuerpo con nosotras mismas es un feminismo cotidiano en el que se puede trabajar, a escala de nuestra carne, esta rabia que nos defiende. Restaurar la violencia del sexismo en toda su crudeza es la condición para transformar la rabia en política; pero, puesto que lo individual es político, sólo la rabia convertida en ética de sí, consciencia muscular, podrá liberarnos de una vida a la defensiva".
Copyleft, 2018, hekht, Manifiesto de autodefensa femenina
Traducción de Margarita Martínez y hekht