PAOLO GROSSI - HISTORIA DEL DERECHO DE PROPIEDAD

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Este ensayo se inserta en el ámbito de una más amplia investigación sobre la noción de la propiedad. Su tema central afronta el problema del surgimiento de formas alternativas de propiedad, fundamentalmente, el de la «apropiación colectiva», en la conciencia burguesa en un siglo dominado por los cánones del individualismo posesivo. Explica la doctrina preocupada básicamente por la evolución y los cambios sociales. La historia se presenta como una historia de la cultura y la técnica jurídicas y de las relaciones entre éstas y otras formas culturales. Grossi sostiene la tesis de que hasta la Revolución Francesa no existe la categoría de propiedad privada. Lo que sorprende es que un modelo de tan breve y débil imperio haya podido calar de tal modo en una sociedad que ha llegado a identificarse con toda su historia. Sorprende también que no han sido los historiadores los primeros en darse por enterados. Otra segunda tesis es reivindicar las dimensiones jurídicas de todo el proceso. El ensayo pretende plantear la transformación sufrida por la sociedad en los siglos xix y xx y las consecuencias que dicha transformación ha tenido para la teoría y la técnica jurídicas. Paolo Grossi es profesor en la Universidad de Florencia y director del Centro di Studi per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno y de su órgano de difusión, los Quaderni Fiorentini.

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Presentación de BARTOLOMÉ CLAVERO

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EDITORIAL ARIEL,"S. A. BARCELONA


En recuerdo de Giangastone Bolla y de Salvatore Romano

Título original: Un altro modo di possedere Traducción de JUANA BIGNOZZI

l. 1 edición: mayo 1986 © 1977: Giuffré Editore y Paolo Grossi Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: © 1986: Editorial Ariel, S. A. Córcega, 270 - 08008 Barcelona -

ISBN: 84-344-1524-0

Depósito legal: B. 15.532-1986 Impreso en España Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico. mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.


No se trata de abusos, privilegios ni usurpaciones; nos hallamos ante otro modo de poseer, otro derecho, otro orden social, que, muy discretamente, nos llega desde siglos remotísimos. (CARLO CATTANEO, en

1851,

refiriéndose a comunidades y prácticas colectivistas.)


PRESENTACIÓN No siempre son de lamentar las equivocaciones. La reseña que en su día dediqué a este título arrancaba de esta guisa: «No creo que... vaya por sí solo a despertar entre nosotros algún grado de interés, fuera, si acaso, de los círculos restringidos de la especialidad.» Al cabo de pocos años, se emprende esta traducción. Mi error fue doble: ni la especialidad se mostró tan receptiva, ni tan insensible el mundo más abierto de la cultura. Y no se piense que el propio yerro, con su provocación, sería responsable de la suerte de su mismo desacierto; ni se piense en méritos ajenos a la obra, a su autor y a la empresa que originariamente la albergara. De todo ello convendrá dar noticia a fin de que pueda comprenderse no el motivo de mi error, que a nadie probablemente importa, sino la razón de un éxito que habrá de interesar al lector. De la empresa al autor pasando por la obra, procedamos a las presentaciones. En 1972 se inicia en la Universidad de Florencia la publicación de una revista bajo el modesto nombre de Quaderni Fiorentini; la promovía, dirigido por Paolo Grossi, el Gruppo di Ricerca per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno (Grupo de Investigación para la Historia del Pensamiento Jurídico Moderno) cuya misma referencia de objetivo también servía para anunciar la verdadera ambición de un proyecto con un medio de comunicación de título tan ambiguo. En el mismo año, y convocado por el mismo grupo, se celebraba un encuentro internacional sobre aspectos de la Formazione del Diritto Privato Moderno; sus actas, al cuidado del propio Grossi, se editaban en 1973 inaugurando una colección de monografías bajo el mismo rótulo ya distintivo de Per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno. Revista y colección suman regularmente números, y aparecen también monográficos de la primera. A la altura de 1980, demostrada con creces su fortuna, la iniciativa se institucionaliza, constituyéndose más formalmente en la Universidad florentina el Centro di Studi per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno) director, Paolo Grossi;


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órgano, los Quaderni Fiorentini; finalidades, según rezan sus estatutos, «promover y cultivar estudios e investigaciones de historia del pensamiento jurídico moderno, divulgándose sus resultados mediante publicaciones, organizándose convenios, encuentros y seminarios científicos». Desde entonces, este Centro se ha acreditado como una de las instituciones europeas más vivas e incitantes para el estudio de la cultura jurídica desde supuestos históricos, logrando además abrirse a círculos no sólo de juristas o de historiadores. Tal vez, en lo que más directamente a su objeto afecta, el Max Planck Instituí für europaische Rechtsgeschíchte, Instituto para la Historia Europea del Derecho que opera en Frankfurt desde 1966, pueda superarlo, con su plantilla de investigadores y aprovechamiento 4 e informática, en cosecha de materiales y vis atractiva de estudiosos, pero na? die le negará al Centro de Florencia su ventaja en cuanto a lanzamiento de temas y vis expansiva del debate. Y entre esos temas seencuentran los que a esta obra muy en particular interesan. Así, en efecto, entre 1974 y 1977 se produjeron monográficos de los cuadernos dedicados al socialismo jurídico y a los itinerarios modernos de la propiedad; el primer tema resucitaba la cuestión de una tendencia del cambio de siglos, entre el xix y el. xx; de amplia influencia en su momento y notable significación para la derrota ulterior d e la cultura jurídica; del segundo ¿qué vamos a decir? Clavé de nuestro or¿ den social, hoy muy transformada, se trataba de penetrarla en su misma metamorfosis. No extrañará que alguna aportación de esté proyecto conectara todavía con el primero, contemplándose la problemática posesiva en los planteamientos menos individualistas tras la crisis del primer liberalismo, peto sobre todo fue esta obra de Grossi; precisamente de 1977, la que mejor supo abordar conjuntamente tal cuestión y momento, La obra desbordó los mismos límites del cuaderno consagrado a la propiedad, donde ya la colaboración de Grossi se ceñiría a unos capítulos más técnicos. Otras circunstancias también alentaron su crecimiento, como la de su discusión en un encuentro de 1975 organizado por el Instituto Jurídico de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética; con todo, adquirió cuerpo como para ser volumen independiente de la colección anexa Per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno. Y el original finalmente se compuso de una primera parte, que es la que aquí se traduce, sobre él DibattitoEuropeo, y

otra segunda, todavía más extensa, de la que aquí se prescinde, sobre la Vicenda Italiana. Aunque cada parte tiene su unidad, puede lamentarse que así; desgajándose este sustancioso complemento del caso italiano, la obra se fracture, pero cabe también el consuelo. De una parte, el volumen no agota la aportación de Grossi en materia de propiedad; ya decía que algún capítulo va en el número monográfico de los cuadernos; otros, rio menos importantes, han ido apareciendo más dispersamente, incluso fuera del Centro. Entre todo el conjunto, puede decirse que se ha elegido la parte de mayor interés, al menos para el público no especializado. Otro, con el dominio de medios que se le supone, podría, para comenzar p o r lo último, acudir a los análisis bien afinados sobre la concepción de la propiedad en la Edad Moderna que encierran un par de artículos suyos en el número más reciente, el de 1985, de los cuadernos. Si de lamentaciones hubiera de tratarse, otra más oportuna para nosotros cabría, y ello por causa del vacío, no ya dé una parte italiana que en todo caso así en SU lugar existe, sino de la española, de la que realmente aún se carece. Ponerlo en evidencia ya podrá ser mérito adicional de esta traducción parcial. Lo dejé hace años indicado en mi aludida reseña, puesto que recordaba, y vuelva a valer la cita, «la notable presencia de la literatura estudiada por Grossi en la España de la época, presencia que, como ya podrán revelar las mismas traducciones (Sumner Maihe, Laveleye, Scháffle, Engels, Kovalevski...), dista mucha de circunscribirse al caso de George especialmente notificado por Costa», cuya personalidad añadía que ha venido distorsionando el propio panorama.' Una segunda parte sobre él Debate Español, ya así mejor ubicablé en el mismo marco europeo, es la que nos haría falta. Y no es lógicamente Grossi quien habrá de ofrecerla; bastante ha cumplido con su recuperación dé una problema^ tica y de un ericuadramiento. El europeo éste; aquélla, la de las concepciones del aprovechamiento de bienes alternativos y bien resistentes al modelo del individualismo posesivo. En esta crisis decisiva; la propiedad liberal no se encontró tan sólo con el antagonismo marxista; la de la riqueza del debate interno al derecho y a su historia también es una recuperación. .'.-:. Y éstos son aciertos, no ocasionales de una obra, sino sistemáticos de un autor; conseguidos por u n a labor científica extensa y variada. Paolo Grossi, realmente, se ha ocupado de

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materias más bien dispares que cubren un arco cronológico sumamente dilatado, desde el derecho canónico de la Edad Antigua hasta estas cuestiones más contemporáneas de la propiedad; difícil puede que sea imaginarse una tal coherencia de fondo en un trabajo de estas características, pero el caso es que a mi juicio existe y que no resulta impertinente al actual asunto. Menos dificultosamente quizá se aprecie la cuestión más externa del encuadramiento europeo. Bien se sabe que uno de los vicios impenitentes de la investigación histórica es el de su forzado marco nacionalista, o mejor estatalista; ya por materia, es vicio que se agrava en la historia del derecho, con su empeño en presentarse desde los tiempos más primitivos como historia, por ejemplo, del derecho español, cuando la existencia histórica de éste no se eleva mucho más allá del siglo xix. Suele hoy resaltarse el contraste de la historia, por ejemplo, del derecho catalán, ya menos estatalista, todavía en su caso nacionalista, pero en cualquier supuesto desde luego más tangible históricamente. No se suele en cambio señalar aquí, aunque ya venimos a participar ahora de sus intereses, que aún más cabe una historia del derecho europeo, habiendo éste propiamente representado durante siglos, y hasta el XVIII, un orden de mayor entidad que los de los territorios incluso más independientes. El derecho, hasta tiempos bien vecinos, ha sido en Europa un fenómeno bastante indiferente a fronteras políticas, aunque los nacionalismos posteriores se empecinen en ignorar y hacer olvidar dato tan elemental. Y no es excepción, ni mucho menos, el italiano. Pues bien; la obra de Paolo Grossi ha sabido situarse en el marco más apropiado, por menos anacrónico, de carácter no nacionalista, aunque sólo tal vez originalmente fuera por interesarse en cuestiones religiosas con su vertiente jurídica menos sujeta a este concreto lastre. Y no se trataba de predicación metodológica, tantas veces desmentida por las obras, sino de actuación investigadora, adelantada a la metodología. La misma sucesión de sus publicaciones desde la segunda mitad de los cincuenta irá afirmándole en la línea con progresiva apertura de criterios. El mismo impulso de proyectos colectivos, la inspiración del Gruppo y la fundación del Centro ya han sido hitos de este progreso. Y todo ello justamente conspira a la recuperación del ámbito supranacional y ultrapolítico de una cultura jurídica incluso, como en el caso de esta obra, para momentos de quiebra del propio derecho histórico común. Sus mismas in-

vestigaciones respecto a épocas anteriores, en las que todavía los Estados más o menos nacionales del xix no habían hecho pedazos un derecho de vigencia cuando menos europea, ya podían haber acentuado su capacidad de percepción. Así esta parte de su obra sobre la propiedad que atiende un debate europeo, aquí singularizada como libro, puede ser significativa ya por esta razón. Y no sólo por ella, sino por alguna también más sustantiva, no menos interesante a la propia coherencia de fondo del conjunto de su trabajo. En un mundo de especialistas incluso dentro de las especialidades, con mayor dificultad ya se captará algún motivo unitario en obras de apariencia temática dispersa. Grossi no sólo se ha ocupado del derecho canónico antiguo o de las categorías propietarias contemporáneas, sino también, por referirnos sólo a investigaciones que han tomado forma de libro, de las relaciones agrarias en el derecho medieval, de los arrendamientos que todavía durante la Edad Moderna producen participación en la propiedad o de las obligaciones de carácter pecuniario en el derecho histórico europeo. ¿Qué podía motivarle a estos estudios que guardara algo en común con las razones de la presente excursión contemporánea? El sentido de la alternativa podría sencillamente serlo, y de una alternativa incluso también al derecho liberal —modelo de propiedad privada y efecto de desposesión social—, así nada distinta de la que ya patentemente se constituye en motivo de este recorrido por un debate contemporáneo. Aquí considera Grossi una cuestión actual, todavía viva, y allí cuestiones pretéritas, ya fenecidas, pero en sustancia podía análogamente tratarse, aquí como allí, del análisis de alteridades en contraste con un tipo de ordenamiento social que, cual el liberal, se presume, sobre la historia, intemporal. Bastando al efecto en sí el propio conocimiento histórico, no tiene este motivo unitario por qué comportar confusión de cuestiones o proyección de problemas. De hecho, como respecto al nacionalismo vinculado a la propia imagen liberal, viene a despejar confusiones y a preservarnos de proyecciones. Viene a redescubrir la misma alteridad de nuestra propia historia; si este libro muestra hasta qué punto era precario el dominio cultural del modelo liberal aun en la época de su imposición efectiva, la última intervención del propio Grossi a la que antes me refería demuestra, con toda la polémica del caso, que, en vísperas de la Revolución francesa, al fin y al cabo europea, aún no existía propiamente la categoría de


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propiedad privada. Ante la obra de Grossi, aquello que puede sorprender es la evidencia de que un modelo de tan breve y débil imperio haya podido de tal modo calar en una sociedad, identificándose prácticamente con toda su historia. Y no parecen ser los historiadores quienes antes se dan por enterados. Claro que el historiador también tiene su defensa, alegándose que nada con ello se demuestra, pues ya se sabe que la cultura corre a rastras de la realidad, o más lento todavía hay quien dice que el derecho. Aquí tocamos un punto crucial de una obra como la de Grossi o la de toda su empresa per la storia del pensiero giuridico moderno', se trata en ella ciertamente de reivindicar la dimensión jurídica, pero no de presumir que sus categorías puedan sin más conformar una sociedad; el propio Grossi no ha dejado de subrayarlo frente al idealismo crónico de la historia del derecho misma. La competencia de dicha reivindicación aquí no corresponde ya a alguna filosofía que imponga sus deseos y prejuicios^ sino al análisis precisamente histórico que se doblegue a sus modalidades y gradaciones. El libro aludido de Grossi sobre las relaciones agrarias medievales, que data de 1968, ya puede constituir un ejemplo, como también puede serlo el capítulo del actual sobre Fustel de Coülanges, de cómo, tras las pretensiones más realistas de los historiadores/no raras veces se esconden los más empeñados anacronismos, y ello por despreciarse la cultura más orgánica de la sociedad en estudio. Frente al ensueño ideológico del historiador clásico, que todavía pesa, tal vez Grossi haya alimentado por su parte respecto al derecho histórico europeo algunas ilusiones de virtudes más intrínsecas, con un signo de solidaridad social al que la propia religión no resultaría ajena, pero en caso alguno se malicie que pretenda la recuperación extenderse al mismo terreno político; realmente, y como estas páginas mejor revelan, nos hallamos ante una operación cultural, con su diversa carga política, de novedosa prospección y no de manida reacción. Su mismo interés á un tiempo sustantivo y metodológico ya en esto puede cifrarse. Se proyecta y procura un conocimiento histórico que induce y refuerza la sensibilidad actual para con otras mentalidades y otros órdenes sociales. Los mejores libros de investigación histórica ya pueden llegar virginalmente preñados de actualidad por la sola historia; transcender el presente por el pasado también es una forma de reducirlo y dominarlo, capacitándonos para el futuro.

Nada de esto será un secreto para la presente publicación, descaradamente grávida, pero convenía así pregonarlo para debida constancia de que, arrastrando verano, no es golondrina errática. Cuelga un nido ahora entre nosotros: que la plaza le sea acogedora y la estación, propicia. BARTOLOMÉ CLAVERO

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INTRODUCCIÓN 1. Propiedad individual y propiedad colectiva en la cultura jurídica del siglo xix. — 2. El debate sobre las formas históricas y el origen de la propiedad: sus líneas, sus ambivalencias. — 3. El debate sobre las formas históricas y el origen de la propiedad: su clave cultural. — 4. Trabajos preparatorios del debate: desbroces eruditos, encuestas, revelaciones. — 5. Trabajos preparatorios del debate: los testimonios de Cattaneo y de Le Play. — 6. Propiedad colectiva: equívocos de una noción.

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1. Alrededor de 1835, un modesto jurisconsulto francés que llevaba el engañoso nombre de Proudhon, pero que gozaba de una sólida posición entre los juristas de la restauración borbónica y orleansista, y estaba imbuido hasta la médula del optimismo fácil y superficial del individualismo posesivo, se sintió en el deber de escribir en su Traite du domanine de propriété,1 cargado por otra parte de pesados esquemas técnicos, una verdadera «pieza» autónoma sobre el propietario y su identificación sociológica. A primera vista podría parecer una fioritura literaria y una pésima imitación de La Bruyére. Pero, en medio de las frecuentes obras carentes de originalidad, propias de casi todos los juristas de la escuela exegética que se ocupan de la propiedad, la de Jean-BaptisteVictor Proudhon no sólo figura entre las más cuidadosas, sino también entre las mejor fundamentadas, ya que nos revela nítidamente el doble perfil ideal e ideológico de la doctrina del siglo xix sobre propiedad individual. Conviene, pues, dejarle a él la palabra: «¿Quién teme perjudicar a otros? El propietario, porque sabe muy bien que la reparación del mal pesará sobre su patrimonio. Al anarquista proletario, en cambio, le basta con poder salvar su persona, y por eso la pobreza favorece la audacia para el crimen... El derecho de propiedad inspira a su dueño un sentimiento de seguridad sobre su porvenir, lo hace más tranquilo


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y menos turbulento: lo alienta en el trabajo para formar o adquirir algunas propiedades nuevas, dándole la certidumbre de gozar y disponer de ellas según sus deseos; o sea, que los hombres laboriosos son siempre los mejores ciudadanos y los más útiles a la sociedad. La propiedad lleva al hombre a la conservación de su bien por el deseo de transmitirlo a sus hijos, a sus más allegados o a sus amigos. Es para quienes la reciben un tema de reconocimiento y de vinculación a sus benefactores. Da a los padres los medios de procurar una buena educación a sus hijos, y de hacer a éstos capaces de servir mejor a su patria, con k) que se convierte en uno de los resortes más poderosos del amor paternal y de la piedad filial; y al satisfacer los deseos piadosos de padres é hijos, es la causa promotora de la prosperidad pública... Bajo la égida del derecho de propiedad reposa la tranquilidad de todos2 los habitantes del país,., ¿Cuáles son los hombres que temen más una sacudida del Estado? Los pobres no, desde luego, ya que al no tener nada que perder, sólo pueden ver en cualquier cambio posibilidades favorables para su codicia: por lo tanto, a los propietarios es a quienes hay que considerar más apegados al gobierno del Estado.» 3 Gon toda intención hemos citado ampliamente los fragmentos proudhonianos para exaltar, por un lado, la monotonía, y por el otro, la heterogeneidad de los dos motivos recurrentes: el propietario es un sujeto cualitativamente distinto de los no propietarios; es una personalidad más completa con una riqueza que, a partir del plano de los bienes poseídos, se transforma en un hecho interior. El propietario es, por su índole, un ciudadano con el cual más puede contar el poder constituido porque, inevitablemente, se inclina a la conservación del orden vigente. Una cualidad intrínseca, casi caracterial (que se resuelve dentro del sujeto), se coloca tranquilamente en el mismo nivel de una circunstancia extrínseca, de una relación necesariamente variable entre propietario y poder político. El plano de la validez es continua y confusamente mezclado con el de la eficacia y el de la oportunidad. El historiador de la cultura jurídica de la nueva época no se maravillará por esté hecho y reconocerá en los fragmentos de Proudhón, aun en la trama de una disertación tan pobre como démT de argumentos, tan primaría como ingenua, el eco de los motivos y soluciones que la sociedad europea estaba construyendo desdé hacía tiempo como soporte para su afirmación individualista. El elogio del propietario como el mejor de los hombres posibles; que el casi ignorado

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jurista decimonónico urde en su provincia francesa en medio del reinado «feliz» dé Luis Felipe, llega muy a último momento después de siglos de proposiciones encomiásticas, entre las que habían planeado por lo menos las de Locke,4 de los fisiócratas 5 y de los legisladores-filósofos de los trabajos preparatorios del Código Civil* Y es también la última voz de un coro completamente absorto en la contemplación narcisista de sí misiríov Son, en efecto, toda una sociedad y toda una cultura, complacidas por sus propias elecciones, las que hablan a través de esas voces r una sociedad que se había apresurado a desembarazarse de los valores metafísieos y que, en su tenta* ti va de colmar un vacío difícil de llenar, construye sobre el tener su furidamentación histórica y otorga a sus" propios componentes del tener individual una contribución insustituible para la plenitud de sü propio existir. De manera contraria a la civilización medieval, extremadamente variada y compleja, y por éso mismo difícilmente in¿ terpretable en sus núcleos más consolidados, la nueva civilización, unidimensional, anquilosada en su perenne terrenalidad, estable en apariencia sobre una sola base sustentadora, absolutamente simple y lineal, no ofrece problemas al intérprete: sólo hace cuentas con quien tiene y se dedica con afán, en su pobreza de valores, a crearse otros nuevos, exal* tando instrumentos meramente históribos con la exigencia d e absolütizarlos aun a costa de deformarlos; La propiedad in* di vidual encuentra, de esta manera, un nicho bien provisto dentro del «orden natural de las sociedades: políticas», 7 y el propietario, por la sola posesión de sus bienes, sufre una palingenesia que lo separa de los mortales y lo coloca entre los modelos. El culto del tener en una civilización tan insensible a la consagración como la individualista, reemplaza viejas vocaciones extraterrenas, constituye una ética nueva y se traduce en una teología del tener, con gran abundancia de ritos y celebrantes. Si a esto se agrega que la operación cultural va acompañada por una eficaz operación política que atribuye al Estado la garantía de Jas riquezas a quien legítimamente las posee, esto es, qué hace suyos los intereses de los ricos, se comprende que la idea de la propiedad como derecho natural y del propietario como ciudadano por excelencia eche raíces firmísimas; esas raíces que el perfil ideológico corroboraba dé manera profunda. 8 Proudhón habla, pues> un lenguaje fiel a las convenciones de su época, hecho por un lado, de confianza en las virtudes taumatúrgicas del tener y en el progreso realizado gracias al


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individualismo económico, sin advertir para nada el problema de la distribución de los bienes; empapado, de otra parte, por la conciencia de los intereses en juego y por la validez de una tutela jusnaturalista de esos intereses. A no muchos años de distancia de la gran codificación napoleónica, que pesa ahora sobre la jurisprudencia con todas sus opciones de fondo y con toda la majestad de su implantación, en un clima de estabilidad y certidumbre de la nueva capa dirigente que la Revolución de julio había reforzado, con las perturbaciones de 1848 aún psicológicamente lejanas, el elogio del propietario en la página de Proudhon tiene a la vez un lugar y una justificación de índole histórica. Pero cuando comprobamos que el texto de 1835 se escribe y vuelve a escribirse casi de manera idéntica durante todo un siglo, después de 1848 y de 1871, después de tantos trastocamientos de hechos e ideas, el lugar y la justificación deben buscarse y encontrarse sobre todo en un terreno marcadamente ideológico. Ábrase el grueso volumen que un homo novus de la cultura jurídica italiana, el siciliano Giuseppe D'Aguanno, publica en 1890 sobre La genesi e l'evoluzione del diritto civile secondo la risultante delle scienze antropologiche e storico-sociali9 (La génesis y la evolución del derecho civil según los resultados de las ciencias antropológicas e histórico-sociales), y se encontrarán las mismas conclusiones y casi la misma jerga; se hallará asimismo reafirmada esa vinculación estrecha entre propiedad y moral que era el dato más notorio de los fragmentos proudhonianos. 10 No son sólo cincuenta y cinco años los que separan el Tratado del jurista francés del replanteamiento del filósofo del derecho siciliano. Lo que se ha trastocado con el paso de esas décadas es toda una visión del oficio de jurista y de sus métodos: antes se trataba del exegeta árido cuya única libertad consistía en la invención de cada vez más refinados instrumentos técnicos dentro del sistema propuesto e impuesto por el legislador, que poco menos que llovía sobre los juristas desde lo alto de un clima metahistórico; ahora es el jurisconsulto de fin de siglo quien ha roto el cascarón de las técnicas, y que hasta se distingue por un exceso de curiosidad en el terreno de lo extrajurídico, que lee y consulta al naturalista Darwin, al paleontólogo Mortiller, al filósofo Spencer, al sociólogo Letourneau 1 1 con la misma desenvoltura que un artículo del Código o un fragmento de los Digesta. Sí, es verdad: la confianza más bien inconsciente de Proudhon ha sido reemplazada por la confianza científicamente ba-

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sada en los mecanismos de la evolución, en las interacciones del individuo y la realidad economicosocial circundante, y la afirmación de que «concertadas con las facultades psíquicas se desarrollan también con la facilidad de la vida las facultades morales» 12 surge ahora de una interpretación sociológica de la ética individual y del conocimiento, no ya de una adhesión a una tesis jusnaturalista. Más allá de las fundamentaciones científicas o seudocientíficas, críticamente instrumentadas o yuxtapuestas de manera oportunista, domina la adhesión a la propiedad individual como valor principal de una sociedad y de un ordenamiento determinados. Ya sea a través de un jusnaturalismo postilustrado y poscodificatorio que muestra abiertamente sus rasgos conservadores (como en tantos Proudhon de la primera mitad del siglo) o en el ámbito de un más satisfactorio positivismo cientificista (como en los D'Aguanno de fin de siglo), el resultado es siempre el carácter indiscutible de la propiedad individual como institución social, como no abdicable punto de llegada del progreso histórico, como valor absoluto en el plano eticosocial; y, en consecuencia, una indisponibilidad psicológica para concebir posibles formas alternativas o para dar nacimiento, al menos, a un replanteamiento vigoroso del sistema de las formas de apropiación de los bienes. El individualismo posesivo, fortificado por el ascenso político de la burguesía, concretamente regulado y definido por el soporte normativo de los Códigos y por la nueva utilización de las técnicas romanas y romanistas, que se vuelve más agresivo por las frecuentes aunque no eficaces oleadas antipropietarias que surgen, es la posición dominante de todo el siglo. Si el paso de los años lleva a revisar algo será sólo dentro de la elaboración de una teórica de los «límites» que el cambio en la organización socioeconómica y la difusión de nuevas tecnologías harán impostergable; 13 pero se tratará siempre de una teórica que incida en el esquema de la propiedad individual. Si hay un ordenamiento que repele a la límpida y monocorde cultura jurídica del siglo xix es precisamente la propiedad colectiva en sus variadas formas; y digámoslo más claramente: todo ordenamiento comunitario que viniera a contaminar la relación directa e inmediatamente soberana entre un sujeto y un bien. Y ningún ejemplo, a este respecto, es más elocuente que las discusiones sobre comunidad agraria y de pastos, sobre todo, de las que para Italia hay testimonio en los trabajos preparatorios del código unitario de 1865, y par-


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ticularmente en la voz autorizada y representativa de Pasquale Stanislao Máncini; Para el jurista perteneciente a la cultura oficial del siglo xix, educado o deseducado por dos mil años de elaboración teórica; centrada sólo en la propiedad individual, el concepto de apropiación colectiva escapa a sus esquemas ordinarios; sobre este punto, en efecto, no podía evocar la revisión medieval de los derechos reales que no desmintió la tradición romana^ a la que se agregó luego la especulación filosóficojürídica poshumanística para subrayar la «moralidad» del vínculo individual entre un sujeto y sus objetos.. La cultura oficial —la cultura dominante— trabaja y actúa, pues, excepción hecha de un filón germanista donde el problema del Gesammteigentun tiene relieve polémicamente, por debajo y al margen del postulado de la propiedad individual, en la que ve la columna de Hércules de su propio discurso y los límites de legitimidad del mismo; también protegida por el esquema individualista trabaja, tras soluciones prestigiadas por la inventiva de una jurisprudencia bimilenaria, la doctrina que reflexiona sobre los problemas de la comunidad. En el panorama total de la cultura del siglo, dentro de un enfoque süstancialmente unitario, no puede dejar de observarse un pequeño curso doctrinal que nace; vive y se extingue con una orientación bastante bien delimitada y que, por primera vez en el campo de la ciencia jurídica occidental, se plantea el problema histórico y teórico de formas de apropiación colectiva y, con intención a menudo desacralizadora, propone una dialéctica, hasta ese momento desconocida e incomprensible, entre forma individual y forma colectiva.14 Es un curso que se desliza por la zona de frontera, en los márgenes entre cultura oficial y movimientos heréticos, aflorando tal vez inopinadamente en esa cultura o relegándose a menudo entre las voces más heterodoxas, involucrando a historiadores y filósofos del derecho civilistas y publicistas, historiadores y sociólogos, en Italia como en Francia y en Alemania y hasta en Rusia y en Estados Unidos, penetrando en un mundo heterogéneo, hecho de ideologías y de elecciones culturales muy específicas. Un curso que no tiene un recorrido tranquilo entre la indiferencia general, sino que, por el contrario, suscita polémicas y reacciones y anima un áspero y encendido debate que en la década de 1880-1890 se convierte en la gran disputa del momento en toda Europa. Es un debate que se abre y se cierra como un paréntesis, y que la cultura dominante -^qüe es la definitiva vencedora

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después de una efímera victoria, de los -heterodoxos— se ingeniará para olvidar y hacer olvidar. Un debate del que se conocen algunos testimonios o algunos estallidos tomados aisladamente, pero que ha. sido descuidado en su trama orgánica, en su realidad coral, en el conjunto de las relaciones culturales que suscitó y consolidó. Y, sin embargo, se trata de un debate; revelador que, afrontando desde una perspectiva: inusitada -recomo nunca se había hecho hasta ese momento—, el problema global de la propiedad o, si se quiere, de las propiedades, permite, tanto por los intereses que estaban en juego como por una continua superación de la zona de la disputa jurídica, captar a contraluz los rasgos auténticos de una cultura empeñada en una importante tarea. ¿Cuáles son los problemas que se plantean? Antes que nada, la relevancia de las diferentes formas de propiedad en la vicisitud histórica y el dehate sobre el origen del bien raíz individual; Consecuentemente, la confrontación velada o abierta entre los dos esquemas apropiativos y la tentativa de relativización de la monocracia de la propiedad individual. Más allá de los documentos históricos y dé las disertaciones filosóficas, en el fondo la apuesta era el carácter indiscutible de la propiedad individual. Probablemente, si examinamos una por una las posiciones de estos «colectivistas», pocos, poquísimos,1^ se erigían en destructores del orden vigente, y todos, o casi todos, se reconocían en un ordenamiento basado y articulado en formas de apropiación individual, o confiaban sin más en él vínculo entre propiedad individual y progresó (cómo Henry Maine). Todos, sin embargo, ansiaban destruir o consideraban con antipatía unos mitos y *ma sistematización «teológica», y trataban de desacralizar una época artificiosamente construida, a fin de recuperar para la historia todos y. cada uno de los instrumentos relativos a la propiedad. ; Pero el problema no se resolvía en una inocua cuestión ;de método. Propiciar el surgimiento en la conciencia jurídica del siglo xix de formas alternativas de propiedad —en la práctica, colectivas— tenía dos implicaciones gravísimas: corría el riesgo de manchar ó resquebrajar ün edificio casi; exclusivamente cimentado en la sobrevaloración del tener individual y en su colorido eticopolítico; y, en segundo lugar, no podía déjar de tantear una separación del panal d e la tradición jurídica mónopolizadora, la romana\ para volver a proponer después de siglos de imperialismo cultural romano una visión pluralista. Hubo de suscitarse así un debate q u e no podía ser


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blando o simplemente académico. No se trataba de una posición distinta pero que se remitía al filón sustentador, sino de una amenaza para todo lo que se había construido trabajosamente durante el desarrollo de la edad nueva. El cuerpo extraño en el organismo del siglo xix debía ser absorbido o rechazado. Y fue rechazado. El paréntesis abierto casi por milagro a mediados del siglo xix se cerraba con bastante rapidez más o menos en los años en que aún resonaban en toda Italia las notas del baile Excelsior.16 En el curso de este libro seguiremos el itinerario del debate, desde la que parece primera contribución efectiva, orgánica y funcionalmente unida a él, o sea el replanteamiento y las aperturas metódicas de Henry Maine, hasta sus clamorosos desarrollos a ambos lados de los Alpes. Lo seguiremos en sus variadas manifestaciones, en las reevocaciones históricas y en las construcciones jurídicas. También estudiaremos a lo largo de nuestro trabajo quiénes son los protagonistas del debate, y procuraremos identificar las ideas y soluciones que propugnaron. Lo que urge ahora, en estas páginas de introducción, es considerar los presupuestos de la polémica, el ámbito en el que surge y toma vigor, las fuerzas que permiten su aparición aun en un clima declaradamente hostil, los perfiles múltiples que asume. Valdrá como indispensable aclaración preliminar y permitirá una mejor comprensión de su complejo desarrollo.

fica para la doctrina jurídica del siglo xix poner en marcha una operación antes fundamentalmente cognoscitiva: reconsiderar los orígenes, marcado como está en. el siglo xix por tormentosos replanteamientos y renovaciones epistemológicas, es una tentativa de fundamentar mas crítica y sólidamente la lectura dominante del mundo social y económico. El jurista, en el momento en que se convierte en historiador y sociólogo, o el historiador y el sociólogo cuando se adueñan de instrumentos típicos del análisis de los juristas, amplían su habitual disertación y ceden a una instancia de enriquecimiento cultural llevando adelante una sincera y sentida voluntad de ser primordialmente y antes que nada productores de ciencia. Pero el debate, como por otra parte acabamos de señalar, no tiene una única dimensión y no se mueve en un solo nivel. Si bien el perfil cultural es formal y sustancialmente predominante en ciertos filones de pensamiento (como, por ejemplo, en buena parte de la reflexión jurídica italiana), en otros el debate alcanza una realidad propia más compleja y se le imponen al historiador instrumentos también más complejos de observación y diagnosis. El momento cultural es un filtro constante en el que siempre —sin ninguna excepción— se decanta y se asienta el problema; es la forma perenne en la cual y con la cual el problema adquiere respetabilidad y objetividad. Pero se debe señalar que, a veces, el momento cultural es un refugio o, si se quiere, una más eficaz armadura para la batalla. ¿Estamos verdaderamente seguros de que las aburridas didácticas metodológicas de Fustel, su celo documental o sus ejercicios espirituales sobre la pureza del oficio del historiador se agotan en la simplicidad de su valor expresivo? ¿O se trata de un discurso que transcurre en dos planos, el aparente de las declaraciones, y el oculto pero que aflora a menudo de las convicciones y de las elecciones políticas del intérprete? El tema es, con su incandescencia, el eterno problema de la propiedad individual que, en el debate, encuentra una manera de volver a ser discutido a fundamentis; y en esto, cada intérprete está comprometido en primera persona. Si, en las ciencias humanas, a la mirada del observador nunca se le permite satisfacerse con declaraciones y formas, un simplismo similar sería un golpe grave para el historiador que se enfrenta con una institución en absoluto comparable con los mil instrumentos técnicos diseminados a través de la experiencia jurídica, pero que por su naturaleza está ligada a la

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2. El debate nunca declina su carácter cultural. Los animadores del mismo eran, en efecto, hombres de cultura, y científico era el móvil que los reclamaba. El objeto consistía siempre, más o menos, en el origen y desarrollo de las variadas formas de apropiación, y el terreno para la confrontación casi siempre eran publicaciones periódicas de planteamiento rigurosamente científico cuando no ortodoxamente académico. Piénsese en el momento más vivo de la polémica que registra el encarnizado y excitado diálogo (el término es eufemístico) entre Fustel de Coulanges y los «abogados del comunismo primitivo».17 Pues bien; el discurso nunca deja de ser, ni aun en esta ocasión, cerradamente historiografía), y quienes participan en él nunca se cansan de documentar con severidad sus propias conclusiones y de invocar en su favor y contra los adversarios los cánones de la correcta metodología historiográfica. No hay dudas de que agitar el problema y debatirlo signi-


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estructura económica esencial de una sociedad, mezclada á los intereses individuales más celosamente defendidos. Cuando Fustel de Coulanges diserta sobre los orígenes de la propiedad agraria, ¿está leyendo distanciadamente documentos antiguos, se ha puesto lentes que le deforman el texto o más bien lee dentro de él mismo mientras finge estudiar con atención los testimonios históricos? La pregunta es justa, como es justa para el historiador la conciencia del espesor singular de la disputa y de las ambivalencias en la lectura de los historiadores y juristas del siglo xix. Precisamente por eso nuestra indagación sólo tiene como objeto mediato el problema de las formas históricas de propiedad, pero tiene como objeto inmediato una reflexión sobre esas formas surgida en la segunda mitad del siglo xix. Nosotros interpretamos esta reflexión como signo de una cultura jurídica operante, como una toma de conciencia del complejo teclado que, consciente o inconscientemente, pulsa el intérprete como única condición para otorgar a su discurso una dimensión histórica para introducirlo en su tiempo y recuperarlo para una cultura no abstracta, sino viva y vigorosa gracias a las instancias científicas, metodológicas, políticas e ideológicas que la dominaban. La percepción de estos rasgos, de sus aislamientos y mezcías, de sus combinaciones, permitirá u n a visión no uniforme de un coró extraordinario de voces. Con una primera cautela: que la clave ideológica es en sí misma compleja; que propiedad individual y propiedad colectiva no son de por sí símbolos de ideologías contrapuestas, sino que representan los ins* trunientos susceptibles de variada utilización por parte dé quien se hace portador de ellos; que a un claro entramado ideológico naciente en el terreno económico y social se agregan redes ideológicas de evidente referencia política. La posición de Fustel, certificada por una metodología rígidamente positivista, aun antes de convertirse en el rechazo de un planteamiento romántico, es una sorda y rabiosa polémica que halla su estímulo en una ideología antialemana madurada y alimentada por la tragedia nacional francesa de 1870-187L La lucha de Fustel contra la Marke y las formas colectivas propuestas por el historícismo es, antes que nada, antigermánica, aunque programáticamente sólo parezca antigermanista. Una segunda elemental cautela: si ese razonamiento quiere significar el repudio de fáciles simplismos incompatibles con el oficio de historiador, puede ser válido con la condición de que el formalismo de una lectura sin solidez no se reem-

place por un esquematismo también falaz. En efecto, una visión de la disputa captada a través de trabajosas definiciones, sólo desde la óptica ideológica^ sería falseadora y provocaría un malentendido sobre la complejidad del debate. No se trata de dos formaciones contrapuestas -—los «socialistas» y. los «individualistas»-^ sino de tonos, matices, gradaciones: de los que el historiador debe ser un buen testigo y que constituyen la riqueza cultural de esta reflexión, ¡ •; Dentro habrá arquitecturas intelectuales dé armazón ideológica identificable, y no faltarán humores y venenos, pero el carácter impreso por el gran coro parece recabarse en los hombres cultos que, en el retiro dé sus estudios, viven las preocupaciones de su época* Buena parte de la discusión encuentra en estas preocupaciones su propio estímulo contingente y la razón de su mismo nacimiento; y a veces se entremezclan con ricas tramas^ de finísima erudición y de sapiencia filológica. La discusión es siempre y en todas partes un tejido vivo, el espejo fiel de una doctrina que se interroga sobre su función, sus límites, sus métodos, su futuro; que está buscando en suma su propia identidad no sólo cultural; En el próximo parágrafo consideraremos los motivos culturales que la dominan y la componen; son unas veces recuperaciones cultas, romanticismo jurídico, y otras redescubrimientós -germanistas que se insertan en un filorromanismo ya superado, pero casi siempre -^-o, al menos, muy a menudo— estos motivos sé mueven sobre un fondo en el que campea y planea la omnipresente conciencia de lo impostergable de esa «cuestión social». «Cuestión social», «cuestión agraria», «cuestión obrera» son, según los casos, una pesadilla y una exigencia de la cual el científico que se ocupa de la dialéctica histórica entre propiedad individual y colectiva se aleja difícilmente. Admitámoslo: muy a menudo el tema —-consciente o inconsciente' mente—se toma como contribución a la clarificación interior del intérprete sobre un punto tan tormentoso y controver* tido.18 Sería antihistórico reconstruir el itinerario de esta reflexión (heterodoxa o relativamente ortodoxa) como algo que se origina y se explica en un expeditivo cambio de fuentes en las mesas de los estudiosos, en u n a sustitución por fuentes germánicas, eslavas e indias d e ios Digesta y los Códigos de la tradición jurídica consolidada. Es, en cambio, la actitud de revisión que una cultura particularmente sensible opera en íntima sincronía con un malestar que está fermentándose en


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las estructuras y en la misma conciencia social; por cierto, sin disminuir el empeño de producir ciencia, pero apoderándose —como valor del intérprete y como riqueza del ojo del observador— del mensaje que circula en los estratos más impresionables de la sociedad civil. Será un coloquio en frío con las propias fuentes, como un discurso de la descubierta politicidad, una sincera adhesión o un vago planteamiento socialista, o la exigencia de una transacción social. Es cierto que el coro de voces es variado y complejo: si Francisco Schupfer parece totalmente apresado por los problemas interpretativos de sus documentos locales, manteniendo bien cerrada al mundo exterior la ventana de su propio estudio, el eco de los movimientos de 1848 o del experimento iconoclasta de la Comuna de París parece, en cambio, guiar la pluma de Émile de Laveleye en su afanosa búsqueda de formas alternativas de propiedad, en su inagotable vagabundeo por el espacio y el tiempo a fin de registrar soluciones y acumular noticias. Para dar otro ejemplo, el problema de la prioridad de la forma de apropiación colectiva sobre la individual o del conocimiento por parte de los germanos de la propiedad agraria individual (objeto de una famosa diatriba en el seno de la Academia de Ciencias morales y políticas de París) eran ejercicios culturales que poseían su perfecta autonomía como búsqueda de una verdad histórica, pero inevitablemente se insertaban en la conciencia social de los intérpretes, de la que habían tomado el primer impulso consciente o inconsciente. Complejidad, pues, y variedad; y exigencia de tenerla fielmente en cuenta para una correcta reconstrucción historiográfica, para no estropear y envilecer un material bastante matizado. La discusión no se plantea entre conservadores y progresistas; todo aparece filtrado en términos de cultura. Pero su densidad, su clave auténtica no puede reducirse en rigor a un debate entre romanistas y germanistas, entre jusnaturalistas e historicistas. El debate del que nos ocupamos es sin duda eso, pero también es o puede ser algo más.

Colocada a mediados del siglo xix, con una fecha de comienzo que —repitámoslo— puede ser plausiblemente descubierta en las reflexiones de Henry Maine, el debate sobre las formas históricas de propiedad aparece como la traducción, en las investigaciones sobre instituciones concretas, de ese mayor respiro y de esa ampliación de los usuales confines con los que la cultura jurídica europea se beneficia en esos años. El romanticismo de la escuela histórica ya había contribuido incisivamente a la apreciación de los juristas por lo no romano, y con la revalorización de la tradición germánica, desempeñó un papel importante en una primera liberación del pensamiento jurídico de ciertas estrecheces clásicas y clasicistas; pero aún debía recorrerse el itinerario más superador. Para el jurista y el sociólogo, el gusto de lo positivo —que filosóficamente se había traducido en vías tanto historicistas como naturalistas— se va concretando en una curiosidad incesante, que nada tiene de diletantismo, pero que tiende a purificarse en observaciones científicas de la totalidad de los fenómenos circundantes. A la vez que la consolidación del ordenamiento colonial, se produce un descubrimiento que en el plano cultural está más cargado de consecuencias que el de América: el descubrimiento de un globo terráqueo extremadamente variado en sus climas, productos, costumbres, tradiciones y culturas, pero unitariamente encabezado en su casi totaldidad por los centros europeos de Madrid, Lisboa, Amsterdam y, sobre todo, París y Londres. Que es también el descubrimiento de un mundo por descubrir, observar, analizar y comprender. No importa si esta observación y esta comprensión son, en líneas generales, sólo los pródromos para el dominio y la más eficaz colonización de ese mundo; el haz de conocimientos fermenta increíblemente, y éste es el dato que cuenta para el historiador de la cultura: el número de fuentes y su tipicidad sufren una profunda alteración y dilatación y esto es lo que cuenta para el historiador del derecho. Junto con el tejido orgánico de los tráficos mercantiles, como un movimiento centrípeto hacia los puertos y los centros de decisión ingleses, holandeses o franceses, se forma, en parte corroborando esos tráficos, un ininterrumpido y amplísimo sistema capilar entretejido por informaciones a través de ese singular personaje que es el viajero del ochocientos. Si en los viajeros del siglo xvm la curiosidad y el amor a la verdad estaban constantemente mediatizados por un componente estetizante, en los del nuevo siglo hay poco espacio

3. Clave, pues, compleja de la disputa que abarca dimensiones diferentes y que en su complejidad quiere ser analizada en el curso de nuestra indagación. Clave, no obstante, del predominio de la dimensión cultural y puntualmente expresiva de un momento significativo de la historia de la cultura jurídica europea del siglo xix. Valdrá la pena detenerse en ella un momento.

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para esteticismos y sí existe, en cambio, una completa disponibilidad para la absorción de los datos. Es una ronda de observadores inteligentes e informados, educados en el culto de los datos positivos^ indudablemente más reconstructores de certidumbres que los poetas; fortalecidos por su conciencia, que tendía a aproximarse a la científica, a menudo por preparación y vocación medio científicos, o sea un poco et-¡ nólogos, sociólogos, historiadores, botánicos, zoólogos o, cuando no eran tales, funcionarios y comerciantes. A la vez que el explorador-científico, el funcionario colonial y el comerciante inglés u holandés del siglo xix actúan con una increíble seriedad: sus informaciones no son las pinturas de un paisaje exótico (aunque el gusta por lo exótico es muy fuerte), sino el soporte de sus relaciones profesionales y de sus intercambios, que serán más estables y fructíferos si se basan en razones positivas de índole geográfica, sociológica e histórica. Sus informaciones son rigurosas, porque son auténticos instrumentum regni, o sea inescindiblemente relacionados y concretados en el mecanismo de una cada vez más aguerrida dinámica del poder o de la producción de una cada vez mayor cantidad de riqueza. En un momento en el que el científico siente que debe medirse con más amplios canales de conocimiento y el especialista en ciencias aplicadas advierte el reclamo 4e la totalidad, el informe del funcionario colonial, el diario de viaje del comerciante y del explorador acceden necesariamente al rango de precioso instrumento para el jurista y el sociólogo. Cuando él mismo no se convierte en viajero o en hombre de las colonias (como hacen—para citar sólo a personajes que nos serán familiares-^ Henry Maine, Fréderic Le Play y Émile de Laveleye), lleva hasta; su mesa de trabajo un material T—antes ignorado-*- que sirve tío sólo para satisfacer el gusto predominante por lo positivo y aun por lo exótico saciando su curiosidad, intelectual, sino que amplía enormemente su ángulo visual y pone en contacto con el acostumbrado patrimonio de fuentes y de nociones usadas una y otra vez por el habitual canal clasicizante, un patrimonio fresco e intacto a menudo susceptible de convertirse en alternativa de los lugares comunes seleccionados por tres mil años de civilización occidental. El monopolio cultural romanista cede ante concepciones y soluciones diferentes de los diversos problemas que plantea el vivir asociado, o al menos debe contar con ellas. Gomo veremos, el debate se abre con la visión a contraluz del derecho

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romano que efectúa sir Henry Maine, alimentado y convencido de las intuiciones jurídicas propias de la India, un universo completamente ajeno al Mediterráneo; y serán más tarde los mensajes alternativos provenientes de estratos «vulgares» y ocultos de la experiencia europea o de remotas zonas afroasiáticas y americanas, las que inducirán a Laveleye en sus diagnosis desacralizadoras de la historia de la propiedad. Por estas pocas y expeditivas notas puede comprenderse cuánto se enriquece y cambia el oficio de jurista a través de esos homines novi que quisieron aprovechar una ventana milagrosamente abierta al mundo entero. Los participantes en nuestro debate deben contarse entre esos hombres, y la disputa nace porque contra las fuentes típicas se amasa y se confronta un material enorme heterogéneo y heterodoxo. En efecto, sólo una mínima parte de éste podía hallar lugar en la biblioteca, consolidada a través de los siglos, del hombre de leyes europeo, y justamente por ser un material muy específico y de difícil incorporación al esquema rígidamente formal, elaborado para contener y condicionar la noción solemne y esclerótica de fuente del derecho. El rasgo cultural del debate está dado por la latitud, por la ruptura de todo formalismo, y por la superación de todo privilegio acorde a las fuentes endojurídicas. Pero la utilización de un patrimonio de tan variada y vasta procedencia no agota el signo metódico nuevo; latitud no quiere decir sólo una mirada que abarca con atención a Oriente y Occidente, sino también un programa que introduce el análisis jurídico en el conjunto de los procesos y de los resultados de las otras ciencias humanas y naturales. El genérico gusto por lo positivo se convierte en vocación por el encuentro interdisciplinar y en la predilección por lo ecléctico. Y esto nos brinda contraseñas para identificar el signo total del debate y de la cultura de los participantes: el de un espejo fiel, tal vez exasperado, de los caracteres dinámicos en la koiné europea. El eclecticismo domina y se proyecta en dos planos: uno extrínseco, para el cual «ecléctico» tiene valor de interdisciplinar; uno intrínseco, para el cual ecléctico distingue un enfoque confuso y combinado en la inspiración y en las diferentes visiones del mundo y en los diversos criterios metódicos. Y como también señalaremos más adelante, es un signo de pobreza especulativa y también de un profundo trabajo que el intérprete sufre y no logra dominar. En Maine, la remisión a modelos interpretativos evolucionistas —que está en el cli-


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ma de la cultura inglesa de 1850— siempre resulta compensada y corregida por un historicismo —aprendido en las páginas de los alemanes— que atenúa y atempera la rigidez de una interpretación cerradamente evolutiva. La fusión y la armonización de evolucionismo e historicismo es una circunstancia recurrente con toda la incoherencia de fondo que implica; y en todo momento se repite la dialéctica entre certidumbre y fijeza evolucionista y relatividad y plasticidad historicistas, con un predominio muy nítido de éstas. El positivismo de los participantes en el debate toma fuerza en el terreno de las ciencias de la naturaleza —y en este caso está aderezado con los habituales ingredientes antropológicos, etnológicos y biológicos del positivismo del siglo xix—, pero confía en general a la historia una función liberadora de esquemas y de reglas necesarios. Por eso el mecanismo de alternancia entre propiedad colectiva e individual que, en una visión puramente evolucionista, debería ser pensable en una línea nítida de desarrollo, está bastante más matizado, es más complejo en la interpretación del debate, y sólo aflora con todo su carácter absoluto en algunos testimonios. Más singular es aún la fusión —que se comprueba plenamente en Laveleye— entre una inspiración central de signo historicista, con matices evolucionistas y motivos jusnaturalistas: al surgir una dimensión religiosa —y más específicamente cristiana— como componente irrenunciable de su visión del mundo, Laveleye que a través de los instrumentos de las revelaciones históricas y de la investigación comparativista es y quiere ser sustancialmente un «relativista», enriquece y complica esa visión —si así puede decirse— en un haz de perfiles heterogéneos entre los que ocupa un lugar, en absoluto menor, el perfil ético. Éstos son rápidas referencias que sirven para introducir la disertación sobre la «clave» cultural de nuestros protagonistas y sobre sus adhesiones especulativas; que están, repitámoslo, marcadas por el azar. Pero el eclecticismo, como recordábamos antes, imperaba también en el plano extrínseco. Como para querer consolidar positivamente las propias conclusiones, se aplica un enorme aparato de fuentes (jurídicas, económicas, puramente históricas, arqueológicas, etnológicas, lingüísticas). Y todas las ciencias son llamadas a concurrir a la ilustración, a la profundización, a la definición de la noción sociojurídica. Propiedad colectiva y propiedad individual son dos nudos históricos y sociales que sólo una observación combinada desde varios ángulos y bajo diferentes

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rasgos puede contribuir a desbrozar. Y los juristas, alzando el estandarte de un positivismo desbordado por demasiada ciencia, hecho de mucha disponibilidad y empapado de pocos rigores metódicos, se aprestan a aclamar —ellos, los hombres del aislamiento— su fidelidad a un siglo y su pertenencia a una koiné cultural. 19 4. El debate —ya lo hemos dicho— empieza con Maine; y empieza con él no porque el jurista inglés fuese cronológicamente el primero en hablar, en el siglo xix, del problema histórico de las formas de propiedad y sobre todo de las formas de apropiación colectiva, sino porque fue el primero que lo afrontó con una conciencia nueva, con una visión polémica contra la cultura oficial, introduciéndolo en la relación dialéctica entre patrimonio consolidado de nociones y renovada visión de éstas a la luz de nuevas adquisiciones metódicas y de contenido. La institución «propiedad colectiva» liberada de ese halo mítico y metahistórico que siempre la había envuelto en la Antigüedad, en la Edad Media y en las fábulas jusnaturalistas de la Edad Moderna, pudo ser enfrentada en más de una ocasión ya en la primera mitad del siglo xix como institución integrada en un tejido concreto, o sea histórico y social: informes de viajes, encuestas e investigaciones de economía agraria por parte de la escuela alemana habían reunido un notable material en los que se hablaba en voz alta de asentamientos colectivos. Pero siempre se trataba de materiales, datos y noticias que no llegaban a poner en crisis cánones metodológicos indiscutidos y que no afloraban a la conciencia del intérprete y del operador con su carga corrosiva. Eso sí, se abría a los ojos de todos un rico patrimonio que aún esperaba la mirada de quien lo tomaría para construir con él un problema, para colocarlo idealmente al lado del sistema de la tradición occidental sobre derechos reales y extraer de ello ocasiones de replanteamiento para dar vida, en una palabra, a la relación dialéctica de la que acabamos de hablar. Un desbroce importante, pues, es el que se realiza en los primeros cincuenta años del siglo, pero aún no es el debate en su organicidad. Más bien se trata de una especie de «trabajos preparatorios» sueltos y directamente episódicos, que no son espiritual ni intelectualmente partícipes en la disputa abierta por Maine, hasta el punto de hallarse formal y sustancialmente separados de ella; sólo se presuponen en las reflexiones maineanas y laveleyanas. Durante el debate —en buena


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parte— se leerá con ojos nuevos y con una conciencia nueva un material que, en el plano de la praxis o de la investigación científica, se había ido acumulando de manera inteligente y diligente en las décadas anteriores. Sin extendernos demasiado, convendrá echar una mirada a esta plataforma objetiva sobre la cual el debate erigirá su propia construcción. Debe señalarse, antes que nada, la heterogeneidad de esta plataforma. Pero esto no perturba a Maine y Laveleye; por el contrario, congenia perfectamente con el desenvuelto eclecticismo con el cual construyen una ciencia, y que les permite utilizar y emparejar las doctas indagaciones de Maurer sobre la marca germánica, las informaciones de Haxthausen sobre el mir ruso y los resultados de la encuesta parlamentaria británica de 1844 sobre la inclosure de los terrenos abiertos. La ejemplificación no es ocasional, pero desea atraer nuestra atención sobre las «fuentes» más relevantes que Maine encontrará en Occidente y utilizará para desarrollar en 1861 el profuso discurso de Ancient Law, éstos son los deformes y débiles instrumentos que, en la comparación con el patrimonio de civilización jurídica india, permitirán al genial inglés una representación viva y provocadora. Si en 1861 alguien hubiera buscado un cuadro sistemático —fiel en los detalles, pero al mismo tiempo convenientemente sintético— sobre el ordenamiento fundiano característico de la primitiva sociedad germánica, sin duda lo habría hallado en las dos voluminosas obras que, apenas unos años antes, en dos ocasiones (1854 y 1856), había publicado Georg Ludwig Maurer y que estaban exactamente centrados en la primitiva Markenverfassung.™ Bastante más que en las investigaciones de un Waitz 21 y de un Thudichum n surgía clara y —como se mostrará sucesivamente— bastante exagerada y exasperada, una organización patrimonial de carácter colectivista que encontraba su núcleo en una comunidad primordial: la Marca. La Marca, entendida como estructura muy relevante y como principio originario de la constitución germánica, se describe como organismo rigurosamente comunitario, supremo programador de la vida económica de la Genossenschaft y del destino económico de los bienes, intolerante en su seno de las gestiones económicas independientes y de divisiones demasiado nítidas en la posesión de la tierra. La Marke era el reino de la propiedad indivisa de la comunidad, que se ejercía plenamente sobre bosques y pastoreos, pero que condicionaba en términos de posesión provisional

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y limitadísima en los contenidos también la situación jurídica del jefe de familia sobre el lote de tierra particular que le tocaba en suerte. En la obra de Maurer se perfila un dibujo de contornos nítidos que apuntaba al comunismo patrimonial como valor histórico de la antigua civilización germánica, y que hacía de este comunismo patrimonial el rasgo tipificador de un universo germánico idealmente contrapuesto al romano. Visión sin duda exasperada y exagerada —en lo que no había incurrido Waitz en su gran reconstrucción sociopolítica—, fruto de una interpretación germanista unilateral y del todo contrapuesta a las apologéticas de los romanistas; tal vez históricamente débil, pero sin duda funcional para servir de soporte a la gran operación cultural que estaba imaginando Maine. El universo germánico, basado en criterios antiindividualistas, articulado en una vida social, política y económica que encabezaba la que dentro de poco sería llamada comunidad de pueblo, 23 era un «documento» precioso para utilizar. En un debate que tendrá tantos rasgos pero que con seguridad puede ser captado y caracterizado sobre todo como una búsqueda y como indicaciones de alternativas a una visión teologizada de la propiedad y de los derechos reales, ese universo proponía eficazmente la dimensión de lo «colectivo», otra dimensión, una alternativa concreta no producida por elucubraciones de un filósofo sino por una sociedad que históricamente la había vivido. Por esto Maurer debe, sin duda, contarse entre los númenes tutelares del futuro debate. Por una razón idéntica, entre estos númenes figuran algunos viajeros cultos e inteligentes, el primero de todos August von Haxthausen. 24 El suyo es uno de los poquísimos nombres que aparecen en un libro tan avaro en citas como el Ancient Law, y es el viajero hacia el cual Maine siente el deber, muy cerca ya de la muerte, de hacer un elogio estricto y significativo.25 Este personaje singular, típico exponente de la koiné cultural romántica y bastante vinculado a los hermanos Grimm, después de haber estudiado por cuenta del gobierno prusiano la organización agrícola de su país, recorrió invitado por el zar las extensiones de Rusia para investigar la organización de la propiedad agraria y la situación de los propietarios y de los siervos, y publicó algunos libros sobre sus viajes y experiencias. 26 Tiene el mérito de desvelar a la cultura occidental las peculiaridades de la secular organización rural rusa, rica en formas colectivas de gestión patrimonial.27


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Su obra —dice Maine— produjo en Europa el efecto de una revelación al descubrir un nuevo orden de cosas.28 Una comunidad aldeana —el mir— surgía de las páginas de Haxthausen con la misma fuerza, con el mismo mensaje provocativo que la Marke germánica en las conclusiones de Maurer. Era, también en este caso, un «documento» de una vida social diferente, de otra manera de entender la relación compleja entre comunidad, individuo y tierra; era una indicación alternativa para recogerla y trabajar con ella. Junto con el mensaje germánico aparecía ahora el eslavo; mensajes de civilizaciones sorprendidas en sus ordenamientos más remotos, en una manifestación intacta de colonizaciones mediterráneas. Y voces intactas, de perfecta pureza histórica, traerían en poco tiempo, desde los lugares más dispares de Asia, África y América decenas de exploradores, mercaderes y funcionarios; todos relevantes en la prospección de otras soluciones y en la formación de una documentación alternativa. 29 Eruditos y exploradores constituyen el tejido predominante de los trabajos preparatorios de nuestro debate, ya que —aunque sea desde ángulos de observación bastante variados— estaban en condiciones de ofrecer una apertura sobre otras culturas (diferentes de la tradición oficial occidental) sobre las que insistirá el debate mismo: puede ser —remota en el tiempo—, la de los antiguos germanos o —remota en el espacio— la india, africana, eslava. Pero también puede ser una cultura viva en el mismo Occidente y en el mismo siglo xix la que merezca un interés comparativo; una cultura sepultada por el imperialismo de las opciones oficiales, pero capilarmente en acción en los estratos más ocultos de la praxis y de la costumbre, en una trama de la sociedad civil que raramente emerge en la historia oficial y que tiene un curso paralelo, pero subterráneo, con respecto a los hechos señalados de los gobiernos y de los parlamentos: una cultura vulgar que el gusto típicamente ochocentista por lo positivo, los datos y las estadísticas hace surgir gracias a un instrumento de uso muy frecuente: la encuesta, ya sea técnico-administrativa o parlamentaria, pública o privada. La encuesta siempre es, como exige la probidad positivista del siglo, una revelación concienzuda y minuciosa de un enorme conjunto de datos, y como tal es reveladora, superando a menudo las intenciones de los entes promotores, la compleja estratificación socioeconómica sofocada por las formas del Estado oficial, y llega a enfrentar a Estado y sociedad civil.

Puede comprenderse, después de lo que hemos dicho antes, que la encuesta es, por su naturaleza penetrante, un instrumento adecuadísimo para el debate que está por nacer; y también puede comprenderse la búsqueda afanosa que se hace de estas fuentes con la seguridad de conseguir aportes notables. Es digna de mención entre nuestros trabajos preparatorios la encuesta realizada en Inglaterra en 1844, a cargo del Parlamento, sobre el problema antiguo del cierre de los openfields,30 y que es una parte importante de la documentación de Maine. Los testimonios que se desarrollan ante el Select Committee de la Cámara de los Comunes revelan una larga permanencia —en todas las comarcas inglesas, pero con mayor frecuencia en algunos condados— de residuos de un antiguo comunismo patrimonial, y revelan además la notable cantidad del fenómeno.31 Un material que Maine aprovechará en abundancia y sobre el cual construirá sus hipótesis sugestivas. Es digna de mención —entre las encuestas que más tarde incidirán notablemente en el curso del debate— la gran encuesta agraria italiana dirigida por Stefano Jacini entre 1877 y 1886, el inquiry sobre la condición de los granjeros y campesinos en los Highlands y en las islas de Escocia por parte de la comisión presidida por lord Napier of Etterick, y que tanto eco tendrá aun más allá de los confines del Reino Unido, por la cantidad de datos que ofrece sobre los asentamientos colectivos que aún prosperan a fin de siglo (en 1884) en la región de bosques y pastos de Escocia.32 En un plano diferente —pero no menos relevante—, la encuesta puramente informativa sobre los «Systems of Land Tenure in various Countries» (Sistema de posesión de tierras en varios países) promovida en 1870 por el Cobden Club londinense. 33 5. La razón elemental por la que los nombres de Cario Cattaneo y de Fréderic Le Play aparecen unidos en el título del parágrafo es porque personifican para nosotros la común cualidad de vistosos precedentes para los futuros participantes en el debate, y cuya autoridad es respetuosamente invocada para avalar ciertas elecciones de fondo emergentes. Aquellos que, en contra del monopolio romanista, se baten por un pluralismo cultural y proclaman la exigencia de tener en cuenta las voces alternativas en la reconstrucción histórica y teórica de los derechos reales, encontrarán un constante apoyo en sus testimonios. En Le Play y en Cattaneo verán, en erecto, una cuidadosa atención hacia tradiciones sociojurídicas diferentes y un enfoque de abierta comprensión hacia los


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fenómenos generalmente considerados aberrantes, como las formas de apropiación colectiva. Aun con la profunda diversidad de formación y orientación del sociólogo francés y el polígrafo italiano, algunos perfiles comunes permiten comprender la afinidad de su enfoque del problema. Ambos están dominados por un agudo gusto por lo positivo, por un método que reconoce en la observación, en el reconocimiento, en la sucesiva clasificación, los instrumentos vitales de conocimiento. De ahí el gusto común por la investigación estadística que significa exigencia de valoración del dato individual, pero también de su lugar en esquemas generales que lo superan. De ahí la instancia, tan sentida, de verificar mediante la comparación los datos desprendidos de la experiencia. De ahí la común curiosidad intelectual que los impulsa a mirar en otras tradiciones, que induce a Le Play a realizar su encuesta a escala mundial, que mueve las indagaciones de Cattaneo sobre la India o sobre la realidad de Cerdeña, histórica y étnicamente insular en medio del conti 1 nente europeo. Y además un gusto pronunciado por lo primitivo y lo popular, que en Cattaneo se colorea con acentos auténticamente democráticos, pero que es en ambos autores conciencia de la vitalidad histórica de la dimensión vulgar, de las capas no oficiales y no dominantes de la cultura y de la sociedad: pensamos, en este momento, en las no lejanas intervenciones que han puntualizado la comprensión de Cattaneo por el folklore * y por los dialectos.35 El modesto ingeniero francés y el genial escritor lombardo son —al igual que muchos de los participantes en el debate— difícilmente engarzables en la cultura oficial francesa o italiana de la mitad del siglo. Portadores de un mensaje no perfectamente ortodoxo, se colocan en una cultura que corre al margen y que no está destinada a tener suerte en el siglo.36 En Le Play, envuelto en una dominante visión del pasado e incapaz de liberarse de su hipoteca, toma forma un mensaje que defiende ese pasado y aboga por su conservación; 37 en Cattaneo, un mensaje entreverado de democracia. 38 Ni uno ni otro podían ser digeribles por una cultura oficial cuya connotación era tan nítida como su indisponibilidad. En el eclecticismo heterodoxo que caracteriza nuestro debate estaban destinados, en cambio, a tener mejor suerte. Para Laveleye y sus seguidores, las grandes encuestas de Le Play sobre «Los obreros europeos» * y sobre «Los obreros

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de los dos mundos» * no constituyen sólo un tesoro de noticias útiles sobre las formas comunitarias campesinas en Francia como en países remotos, sino también el modelo de un método experimental histórico-comparativo que querrán imitar ciegamente en las indagaciones específicas sobre las formas de propiedad. Las citas abundantes que hacen de Cattaneo, Bertani, Valenti y tantos otros participantes italianos en el debate, tienen su significado y una justificación precisa. No hay en Cattaneo apologías de la propiedad colectiva, ni serían pensables en el economista y en el técnico dominado por la categoría de lo útil, acostumbrado a los terrenos fértiles de Padania y dominado por la admiración hacia los instrumentos organizativos del cultivo intensivo. Pero a través de su obra circula una señalada disponibilidad para comprender el complejo fenómeno y —lo más importante— para comprenderlo como manifestación y consolidación de otro filón histórico, concreción de exigencias, idealismos e intereses que son otros con respecto a la realidad usual y familiar en Italia en el siglo XII. Es suya la frase tan feliz puesta de epígrafe a este trabajo y a la que también alude el título; una frase que conviene releer en su totalidad. AI recibir el encargo de un informe sobre las condiciones agrarias de la llanura de Magadino —en el alto valle del río Ticino, en territorio helvético— para su mejoramiento, Cattaneo, como era su costumbre, realizó una minuciosa observación global de la región. Delineó, antes que nada, las condiciones geofísicas, dentro de las cuales colocó sucesivamente —casi en una constelación de elementos interpretativos— la situación socioeconómica y jurídica. Salta a los ojos una realidad institucional hecha de corporaciones de propietarios y de terrenos «sometidos al libre pastoreo y a otras servidumbres comunitarias»: «No se trata de abusos, privilegios ni usurpaciones; nos hallamos ante otro modo de poseer, otro derecho, otro orden social que, muy discretamente, nos llega desde siglos remotísimos.» 41 El culto de lo positivo, o sea también de ese positivo que es el hecho histórico, no permite al observador mezclar indebidamente en él su propia pasión, pero sí le permite recuperar plenamente los valores de una base organizativa hacia la cual no advierte una consonancia de su propio espíritu. La observación revela que está frente a un producto histórico que no es efímero ni arbitrario, sino que emana de las cosas —o sea de la naturaleza y de la historia— y está arraiga-


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do en ellas. Por eso mismo merece respeto y exige comprensión, aunque el punto de observación esté distante. Sólo se señalará críticamente que son portadores de ese producto otra tradición y otro flujo histórico sostenidos por sus propios motivos y justificaciones. El mismo análisis, las mismas conclusiones, la misma elasticidad mental, la misma indiscutible inteligencia había demostrado el escritor milanés al considerar unos años antes, aunque fuera de pasada, el tema que sería típico de Maine: el «colectivismo» del pueblo indio. Tampoco en esa ocasión no hay ninguna simpática participación en su objeto de análisis, sino un constante esfuerzo de tolerancia intelectual, una constante coherencia en la aplicación de un método positivo, que imponía al investigador el terreno de los datos y lo señalaba como límite a sus sentimientos y a sus deseos.42 Cattaneo manifiesta una disponibilidad cultural semejante hacia las formas de apropiación colectiva, y piénsese que la declaró en el remoto 1851, lo cual constituye una actitud que despunta en medio de totales incomprensiones o de las expeditivas e injustas liquidaciones del fenómeno que circulan entre el oficialismo dominante. Es y seguirá siendo un punto firme para el debate futuro, que citará una y otra vez el fragmento de Cattaneo singularmente sólido en su contenido y estilo, y que siempre se remitirá a él. Porque la idea que contenía era, para los «colectivistas», más fuerte que una apología y anticipaba con signo preciso el blanco de la disputa que por debajo de inevitables redundancias, torcimientos y deformaciones, consistía —reducida a lo esencial— en una exigencia de relativizar la noción de propiedad. Y se relativiza más eficazmente la propiedad no tejiendo inútiles elogios de los asentamientos colectivos o polemizando con parecida ingenuidad y esterilidad contra el dominio individual, legitimando histórica y socialmente instituciones distintas para realizar una función apropiativa. Entre los «trabajos preparatorios» del gran debate, el enfoque de Cario Cattaneo tiene, pues, su relevancia y su incidencia. 6. Frecuentemente nos hemos referido —y seguiremos haciéndolo— a la propiedad «colectiva», pero debemos admitir que ninguna otra calificación unida al sustantivo propiedad es tan equívoca e insidiosa. Por lo tanto, desde ahora convendrá precavernos contra posibles malentendidos. Seguir, como lo haremos nosotros, el curso doctrinal que lleva en el siglo xix a una valoración del esquema socioeconó-

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mico y jurídico de la propiedad colectiva, no significa, en efecto, volver a recorrer el camino expansivo de un ideal socialista durante ese siglo. Nuestro filón doctrinal es, por formación cultural, planteamiento metodológico y objetivos concretos, completamente ajeno a los ideales y a los programas del socialismo utópico y del científico, y sólo en su momento terminal recibió la adhesión —específicamente motivada— de personalidades socialistas como, por ejemplo, Andrea Costa o Enrico Ferri. Los nombres y los textos de Fourier, Marx o Engels serán cuidadosamente ignorados; y decimos cuidadosamente porque no tiene una justificación objetiva la ignorancia de las contribuciones de Engels sobre la estructura de la antigua sociedad germánica y, en particular, de la Marke que el revolucionario alemán había elaborado como análisis rigurosamente histórico-jurídico. Como ya hemos dicho, pero queremos repetirlo una vez más, nuestro filón doctrinal quiere plantearse como renovación en el ámbito bien preciso de la cultura sociológico-jurídica, y aunque se producirán esas implicaciones múltiples que nos hemos creído en el deber de señalar, encuentra en un espacio cultural el terreno que le imprime carácter, y en ese espacio desea medir su fuerza incisiva. Es un camino al margen de la cultura oficial, pero siempre o casi siempre dentro de sus límites, que no quiere plantearse como antagonista de ella, sino que más bien espera ser su conciencia crítica. Es totalmente ajena al programa de los hombres que forman parte de dicha cultura, la idea de una subversión del orden vigente basado en la propiedad privada de los medios de producción. Su rebelión no es operativa sino metodológica, y el método innovador que se invoca no consiste en la lucha sino en la búsqueda científica. El objetivo fundamental es el enriquecimiento del tradicional discurso sobre la propiedad a la luz de nuevas adquisiciones científicas, la discusión sobre un esquema indiscutido, la exigencia de un distanciamiento crítico, de una visión no parcial y no partidista que atesore toda la experiencia histórica en toda la riqueza de sus formas apropiativas. La «propiedad colectiva» de la que ellos hablaban y a la que nosotros nos referimos nada tiene que ver con un problema y una instancia de colectivización general. Es sólo «otro modo de poseer» que la historia ha conocido ampliamente, sostenida por sus propios valores y no relegable entre las curiosidades o entre los desperdicios. Si el individualismo del siglo xix frente a la realidad incómoda y desagradable de


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las redescubiertas apropiaciones colectivas, reacciona minimizando el alcance histórico 43 o identificándolo con un simple estado de barbarie definitivamente superado, 44 en el seno del debate se trata de llegar, gracias a la observación positiva, a una visión más comprensiva y de colocar al lado del modelo «propiedad individual» la propiedad colectiva como alternativa. Propiedad colectiva no es, pues, una noción específica sino una expresión cuyo significado genérico y elemental es el de la propiedad de un grupo bastante amplio (que debe identificarse con un restringido grupo unifamiliar); es sólo oppositum histórico y lógico de la propiedad de lo individual, con el conjunto de valores alternativos que surgen; el predominio del grupo y la subordinación a él de los individuos y de sus fines; el predominio de lo objetivo sobre lo subjetivo, y por lo tanto de la naturaleza económica de las cosas, de su destino, de su funcionalidad; el predominio para los miembros del grupo de las situaciones subjetivas de deber sobre las de poder y de derecho típicas de los iura in re tradicionales. Frente a la «propiedad pertenencia» en la que se encarnaba el mensaje de una cultura de impronta romanista, había una «propiedad función» que se unía al deliberado designio de poner en crisis una noción demasiado absolutizada de dominium, un esquema pensado y construido por encima de la historia. Con el término propiedad colectiva se hace, pues, referencia a un genus apropiativo que se contrapone al individual. Reducir, por lo tanto, el problema «propiedad» a la dialéctica general y sin duda también genérica entre propiedad individual y propiedad colectiva, significa respetar el sentido de la disputa, muy interesada en mayores especificaciones. Lo que debía enfrentarse era un problema y una elección de fondo; el resto venía luego. Y después venía también, sin duda, un problema de construcción jurídica. Desde una perspectiva técnica, la dicotomía es, en efecto, insatisfactoria, pero el objeto del debate se centra antes que nada en un problema que escapa a los rigores de la técnica; es ante todo exaltación de un momento dialéctico que actúa como precioso instrumento relativizador del unum dominium*5 Registraremos fielmente, en el curso del trabajo, las precisiones de juristas y economistas que separan con buen criterio situaciones de derecho público y de derecho privado, propiedad colectiva en un sentido estricto y propiedad común, dominios colectivos y derechos de uso. Pero esto es secunda-

rio para el que quiera cantar el significado esencial del amplio debate. La gran pregunta para el historiador y el porqué de la exhumación del cadáver propiedad colectiva por parte de una doctrina, es la manera de utilizar ésta como dimensión alternativa. Este significado esencial es el que, sobre todo, queremos considerar.

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NOTAS 1. Jean-Baptiste-Victor Proudhon (Chanans, 1758-Dijon, 1838), primero juez de paz en su pueblo natal, luego miembro del tribunal departamental de Doubs, dohde presidió la segunda sección. Desde 1796 profesor de legislación en la Escuela central del Departamento, y desde 1806 titular de la primera cátedra de Derecho civil en la Universidad de Dijon. £1 Traite du domaine de propriété ou de la distinction des biens consideres principalment par rapport au domaine privé se imprimió por primera vez en Dijon en 1839 en Víctor Lagier, Libraire-éditeur. Pero como señala en la advertencia al lector el hijo, C. Proudhon, estaba sustancialmente terminado hacía tiempo. La fecha de 1835, indicada en el texto, es aproximada, pero admisible para la formación de la obra. 2. La cursiva es nuestra. 3. Proudhon, Traite du domaine..., op. cit., nn. 57, 58, 59, 62. 4. C, B. Macpherson, Liberta e proprieta alie origini del pensiero borghese - La teoría dell'individualismo possessivo da Hobbes a Locke, trad. de S. Borutti, Milán, 1973, pp. 229 y ss. También resultará útil echar una mirada al agudo diagnóstico de P. Costa, El progetto giuridico Richerche sulla giurisprudenza del liberalismo classico, I, Milán, 1974. 5. D. Fiorot, La filosofía política dei fisiocrati, Padua, 1954, pp. 67 y ss., al que ahora debe agregarse también G. Rebuffa, «Fisiocrazia, ordine naturale, diritti individuali», en Materiali per una storia della cultura giuridica, I, 1971. 6. Cf. S. Rodotá, «Note intorno all'articolo 544 del Code civil», en Scritti per il XL della morte de P. E. Bensa, Milán, 1969, y también A. J. Arnaud, Essai d'analyse structurale du Code civil francais. La regle du jeu dans la paix bourgeoise, París, 1973 (sobre el cual, entre comentarios críticos que insisten en una línea general, puede ser útil consultar el de G. Tarello, «"Code civil" e rególe del gioco borghese», en Sociología del diritto, I, 1974. 7. Apenas es necesario precisar que nos referimos al título elocuentemente programático del famoso ensayo de Mercier de la Riviére L'ordre naturel et essentiel des sociétés politiques, que apareció en París en 1767. 8. Ya había aportado puntuales indicaciones, inteligentemente, G. Solari, Filosofía del diritto privato - Individualismo e diritto privato, Turín, 1911. Véanse también el ensayo de A. J. Arnaud, Les origines doctrinales du Code civil francais, París, 1969 (sobre el cual cf. G. Tarello, •en Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, I, 1972, pp. 379 y ss., y el curso genovés de G. Tarello, Le ideologie della Codificazione nel secólo XVIII, Genova, 1971. 9. El volumen —que se publicó en la Biblioteca Antropologico-giuridica del editor Bocea, Turín, 1980— fue anunciado el año anterior en el Archivio di psichiatria, scienze penali ed antropología criminóle, X, 1889, p. 382, un lugar que señalaba la adhesión del autor a ciertas líneas metódicas. Con anterioridad, D'Aguanno había publicado dos ensayos

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parciales: «Sulla ricerca genética del diritto di propietá. Saggio», en Archivio giuridico, XLI, 1888, y «Origine del diritto di seccessione. I. Sul fondamento scientiñeo del diritto di successione», en Rivista di filosofía scientifica, VII, 1888. 10. «La propiedad no sólo tiende al bienestar y al desarrollo físico, sino también al progreso psíquico y moral... En concierto con las facultades psíquicas se desarrollan también con la facilidad de la vida las facultades morales. Se tiene la prueba de esto en toda la historia de la propiedad que es, al mismo tiempo, historia de la civilización humana. Y es muy natural que así suceda. Quien nada tiene es por necesidad egoísta...» (D'Aguanno, La genesi e l'evoluzione del diritto civile, op. cit., p. 339). 11. Son los estudiosos de los que más tributario parece D'Aguanno y que frecuentemente cita en «Sulla ricerca del diritto...», op. cit., p. 339. 12. D'Aguanno, «La genesi e...», op. cit., p. 339. 13. Es una literatura bastante alimentada en Italia después de la década de 1880, que encuentra su corifeo en Enrico Cimbali, «La proprietá e i suoi limiti nella legislazione civile italiana», en Archivio giuridico, XXIV, 1880, pp. 125 y ss., pero que tiene numerosos partidarios de prestigio (cf. G. Lomonaco, «I. temperamenti della proprietá prediale», Apéndice III al volumen VI de la traducción italiana de Laurent, Principii di diritto civile, Ñapóles, 1883, y Ferdinando Bianchi, / limiti legali della proprietá nel diritto civile, Macerata, 1885). 14. Póngase atención: el problema de la propiedad colectiva ya fue considerado, por ejemplo, por la gran doctrina meridional italiana de los siglos XVI-XVIII, en la que tuvo dos dimensiones específicas y opuestas, una metahistórica y una práctica. Pero era la primera vez, en el siglo xix, que el problema era examinado bajo un perfil rigurosamente histórico-jurídico y bajo el de una contribución a la teoría de la propiedad. En líneas generales, pero sin desmentir la afirmación que hemos hecho en el texto, es exacta la importancia de Paul Viollet, La communauté des moulins et des fours au Moyen Age (en ocasión de un reciente artículo de M. Thévenin, en Revue historique, XXXII, 1886, p. 98: «Como toda idea fecunda y poderosa, la teoría de la comunidad primitiva es antigua. Los que más han contribuido a ponerla de relieve, a destacarla, a propagarla, no conocían, al comienzo de sus estudios, los trabajos de todos sus predecesores. Esta teoría no fue encontrada un día: mucho tiempo antes fue reencontrada*). 15. Pensamos, por ejemplo en Italia, en ciertas adhesiones socialistas y no sólo jus-socialistas. 16. Una huella tangible de la apertura, desarrollo y rápido cierre de la disputa se tiene en la continuidad de la obra de un gran historiador del derecho, Bonfante. Y se la puede ver comparando la primera edición del ensayo sobre la res mancipi —que se remonta a 1888— con la segunda edición, o para mejor decirlo, con la reelaboración a la que Bonfante somete el ensayo cuando lo publica en 1916 en el segundo volumen de sus Escritos. El lector advertido no tardará en darse cuenta que no sólo los ardores juveniles de 1888 que el Bonfante de 1916 ya no tiene, sino todo un clima cultural ha desaparecido, y ha sido completamente absorbido el entusiasmo por ciertas investigaciones antropológicas y comparativistas. 17. Es la terminología con la que, desdeñosa e irónicamente, los sostenedores de las tesis individualistas gratifican a menudo a sus adversarios en el curso de la disputa. 18. Una mirada general muy atenta a las luchas obreras y campesi-


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ñas aparece en L. Valiani, «L'Italia dal 1876 al 1915. II: La lotta sociale e l'avvento della democrazia», en Storia d'Italia moderna, IV, Lo sviluppo del capitalismo e del movimento operaio, Milán, 1970. Más específicas son las contribuciones de G. Luzzatto, L'economia italiana dal 1861 al 1914, vol. I, 1861-1894, Milán, 1963, y de E. Sereni, El capitalismo nelle campagne 1860-1900, Turín, 19682, que también tienden a valorar el perfil social. 19. Sobre el positivismo italiano —con algunas alusiones y referencias a juristas—, cf. L. Limentani, «II positivismo italiano», en La filosofía contemporánea in Italia dal 1874 al 1920, Ñapóles, 1928, y G. Tarozzi, «Considerazioni sintetiche sul positivismo italiano nel secólo xix», en Archivo di storia della filosofía italiana, IV, 1935. 20. G. L. von Maurer, Einleitung zur Geschichte der Mark-, Holf-, Dorf- und Stadtverfassung und der óffentlichen Gewalt, Munich, 1854, y Geschichte der Markenverfassung, Erlangen, 1856. Sobre Maurer y particularmente sobre sus investigaciones sobre la Marca, sobre su influencia en la cultura europea del siglo, son útiles las páginas de K. Dickopf, Georg Ludwig von Maurer. Ein Nachwort, en la reimpresión de la «Einleitung», Aalen, 1966, cf., pp. 382 y ss., pero particularmente —con respecto a lo que nos interesa—, pp. 387-388. 21. G. Waitz, Deutsche Verfassungsgeschichte, I. B., Kiel, 1844. 22. F. Thudichum, Die Gau-und Markenverfassung in Deutschland, Giessen, 1860, y Der altdeutsche Staat, Giessen, 1862. Para una evaluación retrospectiva de estas teorías, véanse las consideraciones de K. S. Bader, Dorfgenossenschaft und Dorfgemeinde, Colonia-Graz, 1962 (Studien zur Rechts geschichte des mittelalterlichen Dorf es, II), insertada en una amplia reconstrucción histórico-jurídica de la realidad del pueblo medieval. 23. Apenas es el caso de precisar y reafirmar que esta investigación está destinada a reconstruir un determinado debate y no las elaboraciones del siglo xix sobre las formas comunitarias antiguas y medievales. Por esto será ignorada en nuestro trabajo esa literatura germanista, extraordinariamente abundante y rica durante todo ese siglo, dedicada a la reconstrucción, más o menos apologética, más o menos fantasiosa, de la organización patrimonial paleogermánica, pero totalmente ajena a la trama del debate. 24. Bókendorf (Paderborn), 1792 - Hannover, 1866. 25. En «La famille patriarcale», en Études sur l'histoire du droit, París, 1889, pp. 465-466 (para una justificación del uso que se hace de la traducción francesa, cf. cap. I, nota 10), Maine define a Haxthausen como el primer viajero que de verdad penetró en la estructura de la sociedad eslava, reconoció la deuda hacia ella, y admitió que sus libros —aparecidos de 1847 a 1853— produjeron en Europa el efecto de una revelación, enriqueciendo enormemente el patrimonio cultural de su época. 26. Entre una variada producción, véase en paticular, sobre la experiencia alemana, Über die Agrarverfassung in Norddeutdchland und deren Conflicte in der gegenwartigen Zeit, Berlín, 1829, y Die landliche Verfassung in den einzelnen Provinzen der preussischen Monarchie, Kónisberg, 1839; sobre la experiencia rusa, véase Études sur la situation intérieure, la vie nationále et les institutions rurales de la Russie, Hannover, 1847-1853 (publicado al mismo tiempo también en alemán con el título Studien über di innern Zustande, das Volksleban, und insbesondere die lándlichen Einrichtungen Russlands, Hannover, 1847-1853); Transkaukasia. Andeutungen über das Familien-und Gemeindeteben und

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die socialen Verháltnisse einiger Vólker zwischen dem Schwarzen und Kaspischen Meere, Leipzig, 1856; De l'abolition par voie législative du partage égal et temporaire des ierres dans les communes russes, París, 1858. 27. Sobre la ingenuidad del «descubrimiento» y de la «revelación», cf. F. Engels, «Le condizioni sociali in Russia», en K. Marx-F. Engels, India, Ciña, Russia, trad. italiana de B. Maffi, Milán, 1960, pp. 224 y ss. 28. Cf. anteriormente la nota 25. 29. Las citas deberían ser numerosísimas. De particular relieve y muy utilizados entre los escritos de los exploradores, los resúmenes de Livingstone (cf. A popular account of missionary trovéis and researche in South África, Londres, 1861, y Narrative of an expedition to the Zambesi and its tributaires; and of discovery of the lakes Shiva and Nyassa 11858-18642, Londres, 1865); entre los viajeros la obra de Anatole LeroyBeaulieu, L'empire des Tsars et les Russes, París, 1881, en la que el primer volumen concierne a «Le pays et les habitants», el segundo a «Les institutions», el tercero a «La religión» (Leroy-Beaulieu desarrolló también una incansable actividad de divulgador en Occidente de publicaciones rusas sobre el tema de los asentamientos colectivos; cf. «Le socialisme agraire et le régime de la propiété», en Revue des deux mondes, marzo de 1879); entre los de los funcionarios coloniales, por el interés que revisten para nuestro tema, los trabajos de sir Alfred Lyall (18351911), lieutenant-governor de las Provincias unidas de la India, a quien se deben aportaciones notables en revelaciones oficiales de la compleja costumbre india y del que deben recordarse las dos recopilaciones de Asiatic studies, religious and social, Londres, 1882, y Londres, 1899, que tuvieron mucha circulación y gran fortuna en la «Bibliothéque de l'histoire du droit et des institutions» se tradujo con el título Études sur les moeurs religieuses et sociales de l'Extréme Orient, París, 1885, 1907, 1908). 30. Sobre el gran problema de la enclosure de los campos abiertos, que domina toda la primera mitad del siglo xix inglés, es de mucha utilidad la síntesis de J. D. Chambers-G. E. Mingay, The agricultura! revolution (1750-1880), Londres, 1966, pp. 77 y ss. Mayores indicaciones sobre la literatura en W. H. Chaloner, «Bibliotegraphy of recent work on enclosure, the open fields, and related topics», en Agricultura! history review, II, 1954. 31. Cf. H. Sumner Maine, Village-communities in the East and West, Londres, 18763, lee. III, pp. 83 y ss. 32. Cf. Report of Her Majesty's commissioners of inquiry into the condition of the crofters and cotters in the higlands and islands of Scotland, 1884. Sobre la encuesta pueden hallarse indicaciones concretas en el escrito de É. de Laveleye, «La propriété primitive dans les Townships écossais», en Séances et travaux de VAcadémie des Sciences morales et politiques (Institut de France), Compte-rendu, t. CXXIV, 1885, segundo semestre, passim; escrito surgido justamente por los resultados de la encuesta. 33. Systems of tand tenure in various countries. A series of essays publ. under the sanction of the Cobden Club, Londres, 1870. Es una amplia serie de indagaciones relativas a Irlanda, Inglaterra, India, Bélgica y Holanda, Prusia, Francia, Rusia, Estados Unidos. Es muy útil la obra de J. Faucher, Russian agrarian legislation of 1861, y la de R. B. D. Morier, The agrarian legislation of Prussia during the present century. Debe señalarse que el ensayo «Land system of Belgium and Holland» fue redactado por Émile de Laveleye.


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34. G. Cocchiara, Popólo e letteratura in Italia, Turín, 1959, pp. 293 y ss. 35. Nos referimos a algunas puntualizaciones de Sebastiano Timpanaro, que pueden leerse en el volumen Classicismo e illuminismo nell'Ottocento italiano, Pisa, 1965 (sobre todo: «Cario Cattaneo e Graziadio Ascoli, I. Le idee linguistiche ed etnografiche di Cario Cattaneo» y «A proposito di un inédito del Cattaneo sulla poesia dialettale»). 36. Es la tesis del feliz ensayo sobre Cattaneo de N. Bobbio, «Della sfortuna del pensiero di Cario Cattaneo nella cultura italiana», en Una filosofía militante-Studi su Cario Cattaneo, Turín, 1971. 37. Es el aspecto que se extrae de una lectura distanciada del Recudí d'études á la mémoire de Fréderic Le Play, París, 1956. 38. Numerosas indicaciones pueden obtenerse del volumen de A. Levi, // positivismo político di Cario Cattaneo, Bari, 1928, y del reciente de Bobbio, Una filosofía militante - Studi su Cario Cattaneo, op. cit. 39. F. Le Play, Les ouvriers européens. Études sur les travaux, la vie domestique et la condition morale des populations ouvriéres de l'Europe, précédées d'un exposé de la méthode d'observation, París, 1855. 40. F. Le Play, Les ouvriers des deux mondes. Études sur les travaux, la vie domestique et la condition morale des populations ouvriéres des diverses contrées et sur les rapports qui les unissent aux autres classes, París, 1857 y ss.; cf. en particular, en el tomo I, París, 1857, la monografía sobre «Paysans en communauté du Lavedan (HautesPyréneés, France) (propriétaires-ouvriers dans le systéme du travail sans engagements), d'aprés les renseignements recueillis sur les lieux en aoüt 1856», y en el tomo IV, París, 1862, la monografía de L. Donnat, «Paysans en communauté du Ning-Po-Fou, province Tché-kian-Chine (propriétaires-ouvriers dans le systéme du travail sans engagements) d'aprés les faits observes sur les lieux de 1842 a 1846 par Ouang-TchingYong l'un des membres de la famille, recueillis et coordonnés en mars 1861)». 41. C. Cattaneo, «Su la boniñcazione del Piano di Magadino a nome della Societá promotrice. Primo rapporto», en Scritti economici, a cargo de A. Bertolino, Florencia, 1956, vol. III, pp. 187-188. 42. C. Cattaneo, «Dell'India antica e moderna», en Opere di Giandomenico Romagnosi, di Cario Cattaneo, Giuseppe Ferrari, a cargo de Ernesto Sestan, Milán-Nápoles, 1957: «Dividieron la tierra y el pueblo en varias comunas no menores de cien almas ni mayores de dos mil. Quisieron que la comuna respondiera solidariamente del impuesto predial... De esta manera se tuvo una propiedad vinculada a la comuna» (p. 798); «Su principio social es la casta; su principio administrativo es una agricultura por cuenta comunal; el individuo es siempre absorbido por el vasto torbellino de una existencia que no le pertenece; no es consciente de su libertad, y casi apenas de su voluntad...» (p. 824). 43. Éste será el objetivo de Fustel de Coulanges, como veremos más adelante. 44. Para dar un ejemplo entre muchos posibles, cf. la página rígidamente evolucionista dedicada a la propiedad de G. Boceardo, «La sociología nella storia, nella scienza, nella religione e nel cosmo», en Biblioteca dell'economista, serie tercera, volumen octavo, parte primera, Turín, 1881, sobre todo p. XCVII. 45. Apenas es necesario precisar de una vez para siempre que, cuando en el curso del volumen se hable de «propiedad individual» y de

«propiedad co'.ectiva», sin ulteriores adjetivaciones, debe sobreentenderse siempre esta precisión: el esquema apropiativo tiene una referencia obligada al objeto históricamente más relevante en el plano económico, o sea a la propiedad, y sobre todo a la rústica.

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CAPÍTULO I

UN TESTIMONIO PROVOCADOR: HENRY SUMNER MAINE 1. Un testimonio provocador: Henry Sumner Maine. — 2. Maine y la desmitificación del clasicismo jurídico. — 3. El problema teórico e histórico de la propiedad y la renovación metodológica de Maine. — 4. Propiedad colectiva y propiedad individual en el nudo de los orígenes: replanteamiento y revisión del problema. 1. El problema de las formas históricas de apropiación colectiva, considerado y estudiado a fondo y expuesto en estilo severo, asomó a las sabias páginas de los alemanes; y sigue siendo argumento de doctas precisiones histórico-jurídicas. Pero apenas estuvo en las manos de Henry Sumner Maine, estalló clamorosamente e, intolerante con las angustias propias de un discurso académico, recorrió Europa a lo largo y a lo ancho, de Oriente a Occidente, constituyéndose en uno de los grandes problemas culturales del siglo. Por cierto, cuando en 1861, apareció Ancient Law, primer manifiesto del consolidado programa de Maine, la época estaba preparada, y su reflexión tomaba forma en el momento justo; pero no se comprendería bien la obra sin conocer algo de la personalidad singular del estudioso inglés.1 Sobre Maine y sus contribuciones, durante el camino que hoy nos separa de su testimonio, nunca disminuyó el interés de los historiadores de la cultura, ya que fue un testimonio todo lo unilateral y discutible que se quiera, tal vez caduco en sus contenidos reconstructivos de los ordenamientos jurídicos primordiales, 2 pero vivo y pleno de sugerencias como mensaje de renovación metodológica; y bien lo notó agudamente Icilio Vanni cuando, a sólo cuatro años de la desaparición del autor, sintió la exigencia de un meditado balance de los aportes de Maine, más allá de los límites del marco histó-


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rico-jurídico, en el terreno de la filosofía del derecho y de la sociología.3 Esto es ya significativo de que el personaje ha superado las barreras de los habituales límites de la estancada cultura tradicional y puede constituir un no desdeñable punto de partida para nuestra exposición, ofreciéndonos la auténtica clave interpretativa de la figura de Maine y la motivación de su éxito de patrocinador de cierta teoría sobre la propiedad colectiva primitiva. No hay dudas de que profesionalmente es y sobre todo siempre se sintió un romanista o, para expresarlo mejor, un historiador del derecho, si bien puede concretarse con dificultad un encuadramiento profesional para quien pasó tranquilamente de una cátedra de derecho romano a las de derecho comparado o internacional, o para quien durante años ocupó cargos muy altos en la administración colonial de su país. Por cierto, en sus manifestaciones fue sobre todo jurista, tanto por el objeto específico de su competencia,-como por el ángulo de observación, el enfoque mental y la instrumentación intelectual puesta en acción. Su bagaje cultural es variadísimo, pero el núcleo mejor estructurado y fundamentado, el que caracteriza toda la «cultura» de Maine, es jurídico, como jurídicos son, en sustancia, sus medios de enfoque de la realidad aun cuando, ampliando su propia visión, su interés sea etnológico, sociológico o puramente histórico. Jurista, pues, como Waitz y como Maurer, pero con una fuerza incisiva en el nivel cultural enormemente mayor. Fuerza que no puede justificarse como ingenuamente se sostuvo, por el hecho de que Maine escriba en una lengua más universal y con un estilo eficaz y brillantísimo, sino en la complejidad y puntualidad del mensaje cultural del que es portavoz el jurisconsulto inglés; en esto, y sólo en esto, reside su «secreto». Circunstancia relevante es no tanto el hecho de que escriba en lengua inglesa, sino que sea un hombre de cultura inglesa —aunque se trate de un jurista— que vive en la mitad del siglo xix con los ojos bien abiertos y los oídos aguzados. En las páginas precedentes hemos visto qué precioso observatorio constituyó el centro de un Imperio que ya tenía dimensiones mundiales. Una personalidad vigilante y atenta no podía dejar de captar ese conjunto de voces, y debía resultar natural la tentativa de descomponerlas y recomponerlas como una especie de mosaico ideal; en suma, de compararlas. Y fue lo que hizo Maine: dotado de sólidos cimientos romanistas y buen manipulador de la técnica, el lenguaje y la sistemática

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de los romanos; nutrido con el notable patrimonio de método y contenidos acumulados por la escuela histórica alemana,4 no se sació con seguir el itinerario habitual de los romanistas y de los historiadores del derecho, sino que quiso mirar más allá. Toda la obra de Maine —singularmente monocorde— nace bajo el signo de una sufrida insatisfacción cultural. Reprocha a la escuela histórica haber reducido su tarea a la de sabia ilustradora de una riqueza que de otra manera se perdería; de documentadora de esa riqueza sin haberle insuflado la vivacidad de la existencia contemporánea. 5 Las posiciones de un Waitz o de un Maurer, aunque dignas de sincera admiración, serán superadas, o sea integradas y verificadas por la incandescencia de una «visión total». Se trata, en el fondo, de la misma instancia y la misma insatisfacción que indujo a Savigny a escribir el System; pero la orientación es opuesta. Savigny y los alemanes se esfuerzan en crear una dogmática purificada, en cristalizar, sistematizar, conceptualizar. 6 Maine no duda en extraer los datos históricos del secreto seno de la urna del pasado, en liberarlos de todo oropel erudito, reducirlos a lo esencial, pensarlos insertados e insertables en líneas y reglas amplias de desarrollo, pero lejos de hacer de esto una ocasión para conceptualizaciones, los hace entrar en fricción con los mil datos variadísimos de la experiencia presente: sólo esta comparación desacralizadora y desenvuelta podrá señalar, en los prolongados períodos que son los únicos que cuentan, el sentido de la historia, o sea de las instituciones humanas en el tiempo. En el jurista e historiador Maine son visibles y profundísimas —lo que por otra parte es obvio— las huellas de la cultura inglesa. Como jurista señala en cada pliegue de su razonamiento la pertenencia al hemisferio del common law, y aparece como el fruto típico de esas escuelas jurídicas inglesas que, desde la Edad Media hasta el siglo xix, se negaron siempre a identificar su propia tarea hermenéutica y didáctica con la elaboración de una dogmática y de una «construcción» jurídica; antes bien, pensaron el mundo del derecho singularmente abierto a los hechos y receptivo a la osmosis con las otras ciencias humanas. Conciencia de la elasticidad del derecho y de la historicidad como su valor intrínseco, desconfianza hacia las sistematizaciones conceptuales demasiado rígidas, exigencia de recuperar el mundo del derecho para el ámbito más amplio de la historia, son motivos de fondo constantemente presente y colocan a Maine entre los productos cultura-


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les más representativos de la tradición jurídica británica. Como historiador, denuncia su insularidad cuando reduce sus propias páginas a nítido soporte para su muy firme intuición, y cuando, en una visión que se remite a siglos de empirismo triunfante, pide a la documentación histórica y a la comparativa que acudan a fundamentar y a consolidar las capacidades intuitivas del observador. Ingenio vivo y penetrante, Maine es, en efecto, un intuitivo, con una sorprendente capacidad para acertar con el recorrido adecuado entre miles de senderos; para captar y seguir el hilo conductor en el laberinto de una dispersa y compleja documentación. Trasladado al terreno historiográfico el rigor propio de los juristas, toda la investigación tiende a reducirse a conclusiones, a volverse simple y lineal. Hojéense los libros de este autor y se verán que están sostenidos por el hilo de su reflexión personal, que se desarrolla sobre la base de pocos asuntos fundamentales, de fuentes limitadas pero esenciales. Todo se reduce al esqueleto, todo es descarnado; no hay ninguna concesión a la redundancia, a la retórica, a la baja polémica y ni aun a la erudición. La documentación domina; el historiador está bien provisto de ella pero no se la entrega al lector, colocándose como filtro autorizado entre éste y el conjunto confuso del material preparatorio. Sus páginas desprenden una parsimonia extrema en las anotaciones; en ellas sólo hay lugar para una disertación decantada, fortalecida por su lógica interna, intolerante hacia las desviaciones y pesadeces, no abstracta pero —repitámoslo— realizada sobre los datos esenciales. Para la elección de estos datos esenciales, para su esencialidad, el lector deberá confiar en el historiador. Maine pretende esta confianza total del lector; el lector está en buenas manos, pero son sus manos. A este fin bastarán pocas referencias en el texto, suprimiendo casi del todo el aparato crítico, y se valorará al máximo lo que burlonamente puede calificarse como la tradición oral de Maine. Para él, esta tradición oral, el coloquio con un funcionario colonial, la noticia contenida en la carta de un amigo, la observación directa in loco tienen un valor semejante a la objetividad de un documento. Es como para hacer temblar a quien mire esta desenvoltura metodológica con ojos positivistas, pero también hace fruncir la nariz al que la mire como censor en nombre de una corrección historiográfica. El «oficio» de historiador adquiere una aceptación parti-

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cular si se aplica a Maine: consciente del tejido fuertemente unitario que se abraza a la historia humana presente y pasada, está idealmente colocado para arrojar su red de estudioso en la confluencia de dos corrientes de experiencia, la histórica y la comparativa, que sirven para fundamentar y hacer más compleja su experiencia de observador. Atesorar las experiencias más variadas, observar, ser un mediador para el futuro lector: éste es su programa de trabajo, un programa que sería mal entendido si se quisiera reducir al nivel historiográfico. 7 Piénsese, al respecto, en su predilección por aquellos terrenos históricos en los cuales la continuidad entre pasado y presente es exaltada por una sólida constancia de enfoque a través de los milenios y en los cuales hundir los instrumentos del historiador tenía una semejanza, que no era exterior ni aparente, con la acción del geólogo que busca en las capas más secretas y ocultas las leyes de formación d2 las más superficiales. Piénsese en su gusto por el «fósil» que aparece como piedra inanimada pero que es, en esencia, signo de una vitalidad ininterrumpida, nexo entre existencias remotas e historias de hoy.8 Hemos llegado, pues, al punto de conexión con nuestras premisas: la exposición de Maine, contrariamente a la de Waitz y a la de Maurer, no es ni quiere ser un discurso únicamente histórico-jurídico, sino que tiende a escapar a las limitaciones. El terreno que elige para sus investigaciones siempre está constituido por el encuentro y desencuentro de diferentes culturas, por el juego variado y mutable de la superposición o contraposición de las tradiciones jurídicas, de su itinerario discontinuo seguido con amorosa atención en la máxima vastedad espacial y temporal, todo marcado por surgimientos e inmersiones según las situaciones históricas. Maine nunca se interesó por la profundización, aunque fuera con disfraces y aparatos eruditos y seudoverdades locales; no se sacia con indagar en una única experiencia, sino que se siente plenamente cómodo sólo en los espacios abiertos que encuentran naturalmente su límite histórico y antropológico en los grandes asentamientos raciales. Hasta su lenguaje —aunque nunca abandone el ordenamiento de fondo, que sigue siendo jurídico— tiende a ampliarse, y por esto mismo escapa a una definición, planteándose a la vez como jurídico, sociológico e histórico. De ahí la atipicidad de sus fuentes: al igual que lee atentamente textos legislativos, consuetudinarios, doctrinales —que son el bagaje de la historiografía jurídica de siempre—, tiende


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a apropiarse de los datos más variados. Observador formidable, su estudio es el centro de los canales informativos que lo unen a todas partes con una curiosidad y una atención perennemente vigilante. Es emblemática la nota a su ensayo Village-communities in the East and West (Pueblos comunitarios en Oriente y Occidente) en la que atesoraba informaciones provenientes de las islas Fiji y de África del Norte, y directamente del territorio estadounidense de las Montañas Rocosas, según lo que le aportaban los datos de una exploración oficial publicada sólo el año anterior y que se había apresurado a leer con avidez. \ Puede ahora comprenderse la razón de la enorme fortuna de Maine, de sus posibilidades en el nivel de la cultura general, que justamente habían atraído la reflexión epistemológica de Icilio Vanni; en el fondo, hablaba con singular eclecticismo cultural y filosófico un lenguaje universal, en el cual podían reconocerse, junto con el jurista, al menos al sociólogo, el etnólogo y también el historiador; y sus problemas no eran los de un estrato restringido de eruditos, sino los grandes problemas de la humana convivencia captados en sus íntimas y últimas raíces, vivos y candentes. En efecto, lo escucharán y lo seguirán todos aquellos que, al identificar en la función crítica el primer deber moral de un hombre de cultura, encontrarán al mismo tiempo nuevas fundamentaciones y fuerzas afianzadoras como premisas para la libertad del propio análisis. Pero en todo el discurso maineano se advertirá, en especial, un valor que le daba también una relevancia ética: el de colocarse en un plano de profunda renovación metodológica. Nutrirse plenamente, como lo hace nuestro jurista, en la comparación y en la historia, aunque finalmente se instrumentalice tanto una como la otra, tiene una validez bien precisa en el plano del método, y es una ruptura con planteamientos escleróticos contra los cuales —por complejas razones— la escuela histórica había perdido la iniciada batalla. 9 La admiración por el mensaje de la escuela histórica y por ciertos indiscutibles resultados alcanzados no impide al lúcido diagnóstico de Maine señalar su fallo y, sobre todo, los motivos de ese fallo; no pueden combatirse los del jusnaturalismo y del formalismo jurídico con un discurso meramente histórico que muy a menudo se vuelca en la erudición; si se plantea en estos límites, el discurso está destinado a esterilizarse y a trivializarse o, como sucedía, a desnaturalizarse en posiciones —remotísimas de las premisas— que volvían a

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descubrir a posteriori esos formalismos que se querían desmantelar. La «jurisprudencia comparativa» de Maine constituye su propuesta alternativa: nace de la insatisfacción por las dogmatizaciones barrocas del tardorracionalismo jusnaturalista y por los tormentos de la jurisprudencia analítica que poco antes había encontrado en Inglaterra, como es sabido, sus propios corifeos en Bentham y Austin. Surge de la exigencia de vivificar la ciencia jurídica y se constituye sobre una certidumbre no discutible: la historicidad del derecho, sus instrumentos, su técnica y el consiguiente rechazo de todo apriorismo. En Maine, ser historiador y comparar asume una función desmitificadora. Nada, en el nivel de lo jurídico, es definitivo y escapa al desgaste de las contingencias; por el contrario, todo debe reconsiderarse y relativizarse, empezando por los dogmas del individualismo jurídico, y antes que cualquiera la propiedad privada y el contrato. Antes que historiador, Maine es historicista. Éste es el núcleo central de su testimonio, la viga maestra de toda su construcción; éste es —reducido al mínimo— el carácter esencial de su método. El resto —iodo el resto— puede calificarse de instrumental. El jurista no puede, entonces, dejar de endosarse el ropaje del historiador y del comparativista, desde el momento en que historia y comparación son su laboratorio más fecundo. Por cierto, hacer historia significa, descartado el manto heroico, introducirse más bien en el terreno típico de la inducción dotado de su ineludible carácter positivo; hacer historia no puede significar decoración floral y erudición docta o diversión curiosa, sino simplemente actuar en esa dimensión intrínseca del universo jurídico, sin cuya identificación nunca será posible comprensión auténtica e interpretación que la pruebe. Con esta consecuencia muy importante: que, colocada la historicidad como dimensión interna del derecho, la indagación histórica y la comparativista son recuperadas para el normal trabajo profesional del jurista y se convierten —en el ritmo de su trabajo— en un momento interior y no ya extrínseco.10 En Maine sería impensable un discurso técnico-jurídico que se yuxtapone al histórico, separable y desglosable como se separa y se desglosa un oropel exterior, una fioritura o un pleonasmo: sus exploraciones en la historia de las concepciones primitivas en el tema de la propiedad son, an-


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tes que nada, una contribución a una nueva teoría de la propiedad. Con respecto a cómo la juristas del «derecho racional» o los mismos maestros de la escuela histórica habían entendido la contribución de la historia, da un paso muy grande y marca una gran diferencia: en los jusnaturalistas, y aun en los neoescolásticos, es constante la referencia histórica o se trata de un simple fondo desprovisto de incidencia, o de metahistoria próxima a la fábula; en la escuela histórica, en cambio, faltó la recuperación del análisis histórico para el mecanismo unitario de la vida. Si nos hemos extendido sobre la posición general de Maine, no lo hemos hecho en vano. Creemos, en efecto, que sólo ahora puede responderse adecuadamente a la pregunta sobre la suerte de algunas de sus teorizaciones que hemos colocado al comienzo. La historia de las concepciones sociológico-jurídicas sobre la propiedad tiene en Henry Sumner Maine un paso obligado condicionante. Es verdad que Maine no crea de la nada, no es el inventor de teoría alguna; y probablemente en sus conclusiones últimas es en gran parte tributario de estudiosos anteriores, pero también es verdad que con él el problema se coloca al orden del día de la más aguerrida cultura europea (y no sólo jurídica), se sacude su polvo de antigüedad, se convierte en problema de método en las ciencias humanas y se conecta en seguida con el tema social. Tal vez podría decirse que Maine inventa el problema; y lo inventa porque, filtrando el viejo material y el nuevo a través de su compleja personalidad y de su no menos complejo enfoque de estudioso, las revelaciones eruditas en sus manos se convierten en mensaje innovador y, en muchos aspectos, iconoclasta. 2. Maine confiesa más tarde en una de sus obras, reconsiderando su itinerario científico: «Varios años antes de 1861, cuando empecé, la base de partida estaba eclipsada y la ruta, a partir de cierto punto, obstruida por unas teorías a priori basadas en la hipótesis de un derecho y estado de naturaleza.» " Es la indicación exacta del enemigo al que se debe combatir, y es el momento de arranque de toda la civilizadísima polémica cultural del erudito inglés. Si hay algo que irrita a Maine, generalmente tan inclinado a la tolerancia, es verse circundado por obstáculos insalvables colocados en el nombre genérico y genéricamente sagrado de las instituciones del ius

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naturae. Una serie de datos teológicamente proyectados en el terreno de la historia humana, pero sustraídos al desarrollo de la misma por su íntima constitución, y capaces de reducir a la impotencia al más comprometido de los estudiosos. La polémica del historiador nace de esta mal soportada condena a la impotencia y de la conciencia de que se sacrifica la historicidad de las instituciones en nombre de fantasmas que encuentran su raíz sólo o predominantemente en la ignorancia. La lucha que empeña toda la vida científica de Maine contra ciertos abusos, o también contra determinados cómodos refugios jusnaturalistas, es una lucha contra el a priori y en favor de una historicidad de las situaciones, donde tal vez todo es empíricamente provisional o plásticamente relativo, pero donde el sujeto y la comunidad están comprometidos en primera persona con la divisa de su propia libertad en el tiempo y en el espacio. Si nos preguntáramos en qué etapas se cumple este itinerario liberador y satisfactorio que Maine quiere recorrer para conseguir su resultado desmitificador, podríamos —sin simplificaciones— reducirlo a un análisis cualitativamente nuevo de la experiencia cultural romana y romanista y de la que, con una frase expeditiva —pero no inexacta por lo menos en el contexto maineano—, podríamos definir como el patrimonio jurídico que se remonta al núcleo indoeuropeo; y una y otra siempre vivificadas por un perenne contrapunto comparativo. Maine individualiza con lúcida percepción el profundo vínculo entre la historia del derecho romano y la de las concepciones jusnaturalistas, la profunda compenetración entre la primera y la segunda, sobre todo en la consolidación de la cultura jurídica moderna, y el precioso apoyo que la primera ha ofrecido a la segunda. Como buen conocedor del mecanismo interno del sistema construido por los romanos, Maine aprecia sobre todo su instrumentación técnica y su rigor terminológico, un rigor que ha reducido el redundante lenguaje genérico a una especie de muy funcional estenografía jurídica,12 pero identifica en ese esqueleto técnico y lingüístico el instrumento que ha permitido a un determinado núcleo de doctrinas sociales y ético-políticas inmovilizarse, colocarse fuera del proceso histórico como puras formas lógicas, o sea apriorísticamente postuladas. El conjunto de nociones, que es el llamado derecho natural, se fijó gracias a la arquitectura con la cual se sumergía en la experiencia romana y, aún más, en la experiencia romanista moderna. La ciencia jurídica no


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se encontró ya frente a un material histórico elástico y relativo, sino a algo que ya parecía identificarse con la objetividad de la naturaleza, y constituir la respuesta más adecuada a las humanas exigencias, colocarse como modelo, actuar como criterio estable con respecto al cual medir la desbordante vida cotidiana. Y el Maine historizante no podía dejar de sentirse sofocado; el Maine historiador no podía dejar de sentirse burlado por ese mundo de sombras metahistóricas que repugnaban a su solidez de cultivador de lo «positivo», de personaje que advertía la plenitud de sus fuerzas sólo en la observación y en la experiencia. El derecho romano le parecía valorizable por otros rasgos: no podían considerarse con benevolencia los de la construcción del sistema, los de la conceptualización de fuerzas contingentes económicas y culturales, la metamorfosis de la regla históricamente variable en ratio scripta, sino más bien la función mediadora entre derecho antiguo y tiempos nuevos. El derecho romano se le presenta a Maine como un momento positivo de la historia jurídica occidental en una clave exquisitamente histórica: esta experiencia de más de mil años de continuidad, que abreva al comienzo en el derecho primitivo itálico y que, en la conclusión, es proyectada hacia nuevos enfoques en la Alta Edad Media, asume un valor de filtro, de testimonio de un colosal traspaso cuyas huellas el historiador atento y preparado puede reencontrar en los pliegues de una enorme documentación. 13 Ésta ya es una proposición digna de relieve: aparecen remotas las consabidas apreciaciones apologéticas del derecho romano, siempre centradas en la capacidad de esa experiencia jurídica para purificarse en líneas lógicas casi liberadas de contenidos materiales. En este caso, la admiración nace de los contenidos históricamente verificables de los que está colmada la experiencia romana; el resto, objeto de la admiración de diez siglos de scientia juris, lleva dentro de sí la imagen de un riesgo demasiado grande para poderlo aplaudir incondicionalmente. El ángulo de observación de Maine es diferente y singular: las instancias historicistas que nunca abandonan su discurso científico, transportan el derecho romano del libro de los modelos a la realidad de lo mudable y lo caduco, le vuelven a dar una vitalidad concreta, pero lo ponen en el mismo camino que otras experiencias. Gran testimonio, digno de admiración, pero uno entre tantos.

El historícismo maineano golpea a fondo el monopolio cultural romanista, se niega a concebir la historia jurídica como historia de un solo canal obligado, o sea el de las manifestaciones del derecho romano, y redescubre una pluralidad de valores a los que, al menos Occidente, no estaba acostumbrado. El desencantado hombre de cultura inglesa, que se instala, disponible, en el cuadrivio de las civilizaciones y que alimenta en su interior, como operador jurídico, el sensatísimo escepticismo de siete siglos de jurisprudencia de derecho común, aventaja al romanista culto. Aún más: este último cede siempre ante el comparativista, y el mundo histórico depone su árida unicelularidad para enriquecerse con nuevos aportes: primero será el cúmulo de costumbres eslavas que los viajeros del valor y de la preparación de Haxthausen dieron a conocer a los intelectuales europeos; 14 luego, el tesoro de las instituciones jurídicas hindúes llegará a los puertos británicos con las mercancías de la Compañía de Indias, 15 o el conjunto del derecho paleoirlandés que la publicación de antiguas fuentes ofrece de manera fácil a los estudiosos; 16 serán las mil voces, máximas o mínimas, que provienen de todas partes y que asumen, a los ojos del estudioso dedicado a su obra de desmitificación, el valor significativo de fuentes alternativas. Lo que se quiere alcanzar es el saludable derrumbamiento de esas incrustaciones romanas y romanistas que, perdido su carácter original, se han convertido en un todo con la naturaleza misma y dificultan la libertad de movimientos. Pocos años después, el mayor celtista del siglo, D'Arbois de Jubainville, dirá a propósito de las relaciones lingüísticas: «Roma nos conquistó definitivamente...; lo que fue el signo de la servidumbre se ha convertido en un elemento de nuestra naturaleza misma.» 17 Lo esencial, tanto para Maine como para Arbois, es identificar el signo de la servidumbre, separarlo de la constitución natural, relativizarlo y, por lo tanto, hacerlo inocuo: será una vital operación liberadora. En nombre de la observación y de la experiencia, o sea en la práctica de una historia indudablemente interpretada, el mito se deshará y las obligadas anteojeras —lo que para Maine es el espectro a priori, lo antihistórico— serán reemplazadas por una visión crítica, una capacidad inconmensurablemente mayor de diagnosis apropiada. 18 Y después de haber limpiado de esta manera el terreno y de haber reconquistado toda su libertad hermenéutica, el intérprete puede moverse en el plano de las instituciones. Al-

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canzada la liberación metodológica, se puede, punto por punto, institución por institución, incidir en la sustancia de las elecciones hechas hasta ese momento. Sigue siendo uno de los aspectos centrales para la demostración de Maine el de las relaciones entre hombre y cosas. Es también el terreno sobre el cual los romanos de la edad clásica quisieron decir una palabra precisa y decidida en perfecta coherencia con la estructura politicoeconómica creada por ellos, y en el cual fue relevante el condicionamiento para los sucesivos desarrollos de la civilización occidental, y también el campo, o unovde los campos principales, en el que un conjunto de construcciones jurídicas se desvinculó muy pronto de su caracterización histórica para convertirse en modelo sofocante. Con arreglo a éste, una elección fuertemente caracterizada, pero válida como respuesta para algunas exigencias, se coloreo de «normalidad» y de «naturalidad», relegando elecciones alternativas al cúmulo de los rechazos primarios o al difícil vivero de los pormenores excepcionales. Por lo tanto, el análisis desmitificador de Maine tendrá aquí grandes posibilidades incisivas. La investigación elige como terreno de enfrentamiento el terreno del adversario: el exquisitamente jurídico; y el arma es la comparación entre sistematizaciones de las experiencias jurídicas romanistas y conclusiones de ordenamientos culturales que, como el indio y el irlandés, aunque entran en la gran raíz centroeuropea, tuvieron un desarrollo independiente y paralelo sin recíprocas contaminaciones. La historicidad de las sistematizaciones romanistas tendrá de esta manera la posibilidad de ser adecuadamente exaltada. El discurso se desarrolla en tres momentos fundamentales: la teoría de los modos de adquisición de la propiedad a título originario y particularmente de la ocupación; la gran división sistemática tripartita entre derecho de las personas, de las cosas y de las acciones; la relación entre propiedad individual y propiedad común. En seguida veremos a través de qué nexo los tres momentos están ligados en el pensamiento maineano. La ocupación sigue siendo una de las creaciones más notables de la capacidad inventiva de los romanos para justificar en el nivel de la naturaleza la apropiación individual de un bien. Fundamentaba lo «mío» como debido premio a la actividad de un individuo que tenía, al menos, respecto de los otros, fuerza bruta, energía, voluntad, celo para aislar una cosa de la indiferenciación del caos primitivo. En este instru-

mentó jurídico, la correspondencia a la rerum natura parece evidente, y la propiedad adquirida contiene en sí ese mínimo ético propio de toda institución natural, que hace válida la elección efectiva y obtiene de los restantes miembros de la comunidad el consenso necesario para llevar a la práctica la exclusión de todos los ejercicios de poder sobre la cosa. La propiedad individual tiene, en una palabra, su legitimidad en relación con la misma ley natural. Para Maine el discurso resulta simplicísimo, y como advierte que se trata para el adversario de una argumentación de base, se detiene a discutirla y a socavarla. Partamos de una definición clara e indiscutida de ocupación: «La ocupación fue el proceso por el que los "bienes sin dueño" del mundo primitivo se convirtieron en la propiedad privada de ciertos individuos a lo largo de la historia.» 19 La ocupación es el instrumento milagroso gracias al cual la res nullius se convierte en la res unius, y desde el caos primitivo hace su solemne entrada en la civilización, o sea en la historia. La ironía de Maine está velada, pero no deja de ser acida: el problema histórico no tiene matices y se desgrana en una dialéctica de los contrarios; la cosa o es res nullius o es el objeto del dominium unius. Y el proceso histórico de flujo civilizador se desarrolla de la no propiedad a la propiedad individual. Es el supuesto sobre el que reposa serenamente toda la jurisprudencia occidental; y Maine cita de manera ejemplar al receptivo Blackstone, testimonio de una koiné dominante. 20 Pero se imponen estas apremiantes preguntas: ¿de qué zona histórica ha surgido una institución tan genérica? ¿En qué realidad se mueve el individuo que, en la página de Blackstone y en las similares de todos los juristas, es el primero en usar la fuerza física o el primero que se instala en una tierra para reposar en ella, o es el primero en colocarse a la sombra de un árbol o de ponerse a resguardo, y así sucesivamente? Porque un dato resulta claro: ocupación es y quiere ser presencia física de un individuo que compromete en las cosas su propia individualidad. Y no sólo esto; significa además el respeto por parte de la comunidad de ese esfuerzo individual y de sus resultados en el terreno de las cosas. O sea que la ocupación es el típico producto de una sociedad que cree en las afirmaciones individuales y en la que circulan sentimientos generales inspirados en un marcado individualismo. Nada surge en ella que no se halle en el nivel individual y que no se agote en él: «se observará que los actos y moti-


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vos que esta teoría implica son los actos y motivos individualistas».21 Ya el hecho de plantear tan elemental consideración, que tiene su sensatez, significa empezar a arañar, cuando no a resquebrajar, la base de la teoría cuestionada. El principio de la ocupación, que se ha querido colocar en el momento de transición del mundo primitivo al organizado, no tiene una medida temporal y denuncia su pertenencia a un planeta metahistórico; presupone una conciencia de la pertenencia individual, un sentimiento agudo de lo propio aun en el plano de las cosas inmóviles, una afirmación del principio de que toda tierra tiene su dominus, lo que es impensable en un mundo dominado más por incertidumbres que por certidumbres y atado a los problemas elementales de la supervivencia cotidiana.22 La ocupación es, por lo tanto, nada más que la tardía justificación elegida por la fértil fantasía de los juristas para insertar el principio de lo «mío» en el paraíso terrestre del estado natural, y por añadidura testimonia la inventiva «de una jurisprudencia refinada».23 El ataque desmitificador inicial de Maine afecta a dos objetivos. Por un lado, denuncia la antihistoricidad de la doctrina de ocupación en su contenido sustancial; sujetos y objetos se mueven en ella totalmente desarticulados de una realidad efectiva, y el mundo primitivo que debería actuar como humus histórico es más bien el escenario adulterado de una representación arcádica que abriga no a individuos vivientes y actuantes sino máscaras y sombras. Por otro lado, denuncia la descubierta historicidad de la misma doctrina como enunciación y capta la carga ideológica nítida en la capa de los juristas que la formuló.24 La reducción de la teórica de momento cognoscitivo a momento ideológico se realiza cuando Maine alcanza la identificación cultural del «individuo ocupante»: el individuo que en esa página colorista de Blackstone se ocupa, sobre el fondo de un paisaje agreste fuera del tiempo, en una serie de actividades, es el mismo que, en las teorías contractualistas prerrousseaunianas, suscribe el contrato social. O sea, el individuo abstracto —una forma privada de todo contenido histórico— que el jusnaturalismo moderno propone de manera perenne. 25 En el ámbito de esta diagnosis feliz, la ocupación encontraba su lugar, junto con una determinada teoría contractualista, en la galería de las invenciones jusnaturalistas. Maine sabe muy bien que se debe a los romanos una

gran contribución a semejante doctrina, y por eso la une sólidamente a una sociedad y a una jurisprudencia afinada y de signo individualista, pero ve la funcionalidad de la misma sobre todo en los filones jusnaturalistas modernos. Particularmente en éstos las elecciones técnicas de los romanos, coloreadas por su impreciso naturalismo, asumen la odiosa crueldad del a priori contra el cual el jurisconsulto inglés conduce su generosa batalla, y con la apariencia de auténtico aduanero, la defensa de los intereses particulares. Contrato social y ocupación afirman, de esta manera, su valor instrumental en un determinado ordenamiento de la sociedad posmedieval en Occidente, pero son absolutamente incapaces de reproducir con fidelidad los latidos vitales del ordenamiento primordial. El paso de un modo primitivo, acostumbrado a la total indistinción comunitaria, a un mundo de propietarios es impensable sin etapas intermedias. El individuo hipostático y construido por la romanística como sujeto agente de la ocupación pertenece a la categoría de los fantasmas; el único individuo históricamente identificable que vemos actuar en el mundo primitivo es el que, horrorizado de su soledad, sin conciencia propia, vive y actúa dentro del grupo, que constituye su caparazón protector, su condición de vitalidad, su integración necesaria. Si no se desea exhumar antiguas piezas justificativas de las instituciones fundamentales de la sociedad moderna, sino que se tiende a historizar el mundo primitivo, debe tenderse al grupo y no al individuo: «El derecho antiguo, y conviene repetirlo una vez más, apenas tiene en cuenta al individuo. No concierne al individuo sino a las familias; no a los seres humanos por sí solos sino a los grupos.» 26 Lo que llevó a Maine a una afirmación tan nítida y clara fue la observación de fósiles vivientes; de los derechos eslavo e hindú, en la primera contribución orgánica de Ancient Law (1861); y del derecho paleoirlandés, en sus Lectures on the early history of constitutions de 1874. Era posiblemente —si no nos equivocamos— la primera vez que un jurista saqueaba un material tan insólito. Debe agregarse además que era sin duda la primera vez que ese material se utilizaba con orientación polémica hacia el patrimonio clásico con una función específica de ordenamiento cultural alternativo. Es necesario ponerse de acuerdo sobre el significado de semejante calificación: sólo quiere indicar el camino diferente que, en el ámbito de lo que Maine llamaba el fondo común de las costumbres indoeuropeas, 27 siguieron algunas expe-

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riendas frente a la experiencia romanooccidental; el itinerario de fidelidad a ciertos órdenes primitivos que en algunos ambientes se ha recorrido hasta hoy, de manera contraria al recorrido radicalmente innovador que en el plano de la organización economicosocial tomó la civilización de los romanos. El fósil hindú o celta tenía la virtud de hablar un lenguaje desigualmente antiguo, y lejos de representar sólo una voz diferente en la gran coral indoeuropea, con las conclusiones del derecho natural llegaba a poner en crisis la identificación de ciertas elecciones clásicas.28 Y esto era lo que le importaba a Maine: sin iconoclastias y x sin bases polémicas hacia una meta indudablemente admirable de la evolución humana, desmitificar el clasicismo jurídico como intérprete de un pretendido estado natural, y reducirlo a una etapa de esa evolución, a un modo entre otros muchos de sentir y concebir los problemas de la organización económico-jurídica como había cuajado históricamente en la era histórica en las regiones mediterráneas. «Un nuevo orden de cosas» 29 se revelaba para hacer más compleja y, al mismo tiempo, más sensible la conciencia del historiador; y este nuevo orden denunciaba en el mundo primitivo a un protagonista diferente del individuo: el grupo y las relaciones singulares entre individuo, grupo y estirpe. Ésta es la conclusión, por otra parte elemental, que demuestra lo inadecuado de la teoría de la ocupación (al menos como bandera individualista) e introduce la exposición en el segundo punto de relieve: la bipartición entre derecho de las personas y derecho de las cosas como esquema fundamental del sistema jurídico. 30 Este esquema es muy nítido en el sistema clásico; netamente enunciado por Gayo, se repite también de manera nítida en el manual institucional de Justiniano como signo de un Zentralbegriff que domina todo el derecho romano durante la parábola que describe su manifestación. A primera vista podría aparecer como dato primordial basado en la evidencia. Pero el análisis comparativo demuestra que no es así. El examen de sus fósiles señala a Maine una osmosis continua entre mundo de las personas y mundo de las cosas, unidos por vínculos múltiples, inextricables en cierto modo vitales, y afirma la total ineptitud del esquema para interpretar la realidad de la Ancient Law.31 La historicidad de la clasificación se pone en evidencia, y ésta es una conclusión que al autor le interesa y sobre la cual vuelve varias veces en el curso de su reflexión científica. Pre-

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supone una jurisprudencia —refinada, diría Maine— que logra aislar al individuo como valor sustentador de la sociedad; un individuo que es una realidad consumada en sí misma y al que nada llama a la realidad exterior, al mundo de los fenómenos, para integrarse y definirse. Las cosas son el campo en el cual ejerce su soberanía, reino de la materia en bruto, separada de la dimensión humana por un foso insalvable. El mundo organizado sólo es pensable en una dialéctica de los contrarios: los sujetos y los objetos, un polo positivo diametralmente opuesto a un polo negativo, dos realidades cualitativamente distintas y, por lo tanto, incomunicables. La clasificación apoya en esto su base especulativa y aquí revela su limitación. Maine vuelve a insistir en que tal individuo no tiene ciudadanía en las realidades primitivas; el microcosmos es, respecto de esta realidad, algo futurible. Por el contrario, toda la documentación señala una incapacidad de fondo para concebir al individuo como entidad autónoma; tiende a confundirse, a encontrar en otra parte el momento de su propia validez, a integrarse con valores que provienen aliunde. En el plano de la estirpe, es sólo el eslabón de una cadena ininterrumpida, donde nacimiento y muerte son meras ocasiones, continúa a lo largo de la vida de los antepasados y encontrará en el tiempo su propia prolongación en la existencia de los descendientes. 32 En el plano de la realidad que lo redea, no está en condiciones de afirmar su propia separación de las cosas con la arrogancia del individuo clásico; las mira con humildad, y lejos de considerarlas objetos inanimados, ve en ellas un momento activo de la compleja vitalidad cósmica.33 Pero este esquema esencial no refleja una elección fundamentada en la rerum natura, sino una solución adecuada a ese ordenamiento sociocultural que solemos calificar de clásico. Hay, en cambio, mundos históricos diferentes con otras tantas fundamentaciones antropológicas y con soluciones alternativas de parecida validez, al menos para un observador que se haya despojado de sus arquetipos internos y mire el devenir con atención desprovista de prejuicios. Si tuviese importancia a los fines de esta investigación, podríamos seguir a Maine en su desmantelamiento de las clasificaciones y de la sistemática tradicionales, y descubriríamos resquebrajarse articulaciones usuales del saber jurídico dentro del filón de la tradición romanista, como la distinción entre derechos reales y obligaciones (como consecuencia del enfoque antes indicado) o entre derecho público y privado.


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Lo que nos interesa es insistir en el hecho de que, con Maine, el panorama cultural se hace complejo para el jurista, más variado y más rico: junto con el obligado canal de la cultura clásica, otras culturas proponen soluciones alternativas y, dentro de la nueva óptica, se consolidan dos puntos firmes: desencallar muchas verdades clásicas del amarre seguro e indiscutible de la naturaleza y entregarlas a la fragilidad y mutabilidad del flujo histórico, y tener la posibilidad de resolver el problema de la relación entre hombre y bienes en claves no individualistas, sin violencia para las vocaciones más íntimas de la naturaleza humana. Por el contrario, los fósiles maineanos —como ya lo hemos observado— señalan, en la constancia de los mundos históricos incontaminados por la invasión clásica, al grupo como único protagonista concreto. El tema podía y debía llegar aún más lejos, alcanzado el núcleo más íntimo y más celosamente custodiado de la ciudadela clásica, para cuya legitimización y conservación todo parecía construido: la propiedad individual, el a priori que el clasicismo jurídico habría entregado bien consolidado al jusnaturalismo moderno y que, a mediados del siglo xix, Maine encontraba irreductiblemente engastado en el centro de las joyas del derecho natural. 3. Maine, en su evolucionismo «realista»,34 nada tiene en contra de la propiedad individual 35 o de la sociedad burguesa, que ha endosado el manto jusnaturalista encontrándolo muy adecuado para ella, pero le irritan las seudoverdades presentadas dogmáticamente como verdades. Una de éstas, cuando no la que más prevalece, estaba representada por la teoría de los orígenes y desarrollo de la propiedad individual. Un jurista continental, educado en la convicción de que en el redescubrimiento del derecho romano reposaba el máximo valor de la historia jurídica occidental, abonada por siglos de reflexiones humanísticas y racionalistas, difícilmente habría sabido encontrar las fuerzas culturales para liberarse. La buena suerte de Maine, como ya hemos dicho, consistió en ser inglés. No incubaba, como todo jurista continental, su ídolo romano al que venerar y al cual adecuar toda acción intelectual. Detrás de él hay una experiencia jurídica ajena a metafísicas y codificaciones, rica en incoherencias, pero que, en su sedimentación, se atiene bastante a los hechos sociales. Existe, para limitarnos al campo que nos interesa, el

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ordenamiento de las situaciones reales en el sistema del common law, que constituyen en su relatividad fáctica, colmada de motivos medievales y sobre todo canónicos, un perfecto contrapunto a la rigurosa construcción romana del dominium y de los iura in re. En el momento en que los fósiles eslavo, hindú e irlandés mostraron un orden de cosas diferente, se abrieron camino también la exigencia y la capacidad de verificar la solidez del edificio romano, de despojarlo de su carácter sagrado y reducirlo a común construcción histórica. Y éste es justamente el tercer punto de la investigación maineana, y a la vez el de mayor interés. «Hay, a priori, una gran improbabilidad de que obtengamos alguna pista sobre la primitiva historia de la propiedad, si limitamos nuestros conocimientos a los derechos del individuo sobre la misma. Es más probable que haya propiedad conjunta y no propiedad por separado, en la institución realmente arcaica, y que las formas de propiedad que nos ilustren sean aquellas que se asocian a los derechos de las familias y de grupos emparentados. En este punto, la jurisprudencia romana nos ayudará a ver el camino, pues es precisamente esa jurisprudencia la que, transformada por la doctrina del Derecho Natural, ha dado a los modernos la impresión de que la propiedad individual es el estado normal del derecho sobre las cosas, y de que la propiedad en común o de grupo tiene carácter excepcional.» x Y también: «El derecho romano desarrollado y la moderna jurisprudencia, que sigue sus pasos, consideran la copropiedad como una condición excepcional y momentánea de los derechos de propiedad. Esta opinión queda claramente recogida en la máxima que cunde universalmente en la Europa occidental: Nemo in communione potest invitas detineri... Pero en la India este orden de ideas queda invertido y puede decirse que la propiedad separada siempre está en camino de convertirse en propiedad en común.» 37 Demostrado eficazmente que algunas de las más indiscutibles reglas jurídicas romanas son, en realidad, la traducción en el plano del derecho de instancias individualistas de una determinada sociedad, Maine continúa su demostración en el terreno específico de la propiedad. En este mismo orden de ideas, o sea en los designios de una sociedad individualista que busca preconstituirse sólidos fundamentos teóricos, entra el sostenido principio de la prioridad histórica de la propiedad individual con respecto a la «común» y del papel de la


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propiedad individual como modelo, como fenómeno que capta y representa la esencia del esquema propietario. En cambio, junto con la propiedad individual, surge nítidamente una realidad que ha desempeñado en el plano histórico un papel determinante y que sólo el monopolio y la prepotencia de una cultura de cuño romanista han colocado entre los desperdicios de la historia, o al menos han tendido a circunscribir y a minimizar: nos referimos a la llamada «propiedad colectiva». Con Maine, finalmente después de dos mil años de logorreas jurisprudenciales, por primera vez el problema se afronta en el plano doctrinal como contribución a la teoría de la propiedad. Los mismos medievales —aunque estuvieron empeñados en la construcción de un nuevo sistema de situaciones reales, y aunque vivieran en un ámbito social rico en fenómenos asociativos— lo habían eludido.38 Más adelante, cuando surgía, se lo vio como una contribución a un conocimiento más receptivo de las relaciones feudales (como lo hizo la gran doctrina meridional italiana de los siglos xvnXVIII) o quedó absorbido en el problema —grave para los romanistas— de la estructura social primitiva, permaneciendo marginal con respecto al juego combinado de las diferentes Genossenschaften en el ámbito de la comunidad total (como sucede en las doctas investigaciones de la escuela histórica, aunque sea generosa en las profundizaciones). Pero en las páginas de Maine rescatado de un bien concreto exilio cultural, el problema se vuelve intrínseco, sin términos medios ni divagaciones, al de la propiedad proyectada como genus. El problema «propiedad» se tornaba más complejo y en su interior se perfilaba una germinación desacralizadora: al genus propiedad conducían dos especies, asumidas preliminarmente como instituciones de similar dignidad histórica y social, la propiedad individual y la colectiva. E iniciaba un discurso que de histórico se transformaba, según la costumbre de Maine, en teorético, sin posibilidad de una escisión completa entre los dos aspectos. Pero la exposición llegaba mucho más lejos: no sólo desentronizaba el modelo «propiedad individual», sino el modelo cultural del que se hacía portador. Lo que se pone en discusión es la credibilidad del derecho romano o, si se quiere, su nueva confinación en diques históricos muy modestos. El material documental romano es, a juicio del jurisconsulto inglés, valorado de la misma manera que

el hindú, y bastan los testimonios llegados del Indostán, aunque más o menos enmascarados por las tradiciones, para degradar el dogma romano a la categoría de fábula para desinformados. Y Maine cita expresamente y con intención un aforismo, como para querer subrayar que en adelante semejante verdad sólo puede pesar sobre los refranes y las máximas populares, pero que no tiene ningún fundamento. Nemo in communione poíest invitus detineri, cita'Maine; podría agregarse otro, de una desarmante eficacia, que pinta con tintas sombrías la comunión como mater malorum, y se hubiera tenido el cuadro completo de un programa intimidatorio que, exaltando el valor de la propiedad individual, toleraba como valor negativo la común. En la cita del aforismo queda implícita la valoración negativa de Maine sobre un ordenamiento dispuesto a reconocer eficacia a toda voluntad individual y pronto a sacrificar el grupo por los caprichos de un sujeto apenas sea invitus; también está implícita la insistencia en reconducir a las matrices individualistas de la sociedad moderna occidental todo el conjunto de las construcciones jurídicas sobre el tema de la propiedad. La experiencia india demuestra que una sociedad puede elegir como estructura sustentadora la propiedad colectiva con una constancia de comportamiento de hecho inmutable hasta hoy, y más bien señala una propensión a transformar en comunes las propiedades individuales. El carácter normal que éstas asumen en la experiencia romana debe, pues, restringirse a sus exclusivos confines; si la propiedad individual es «norma» y «modelo», lo será sólo en relación con esa experiencia. Su «normatividad» cesa en el momento en que se abandonan sus límites. Veremos en el parágrafo siguiente cómo Maine lleva adelante su exposición. Pero ya a estas alturas los resultados conseguidos son notables: la propiedad colectiva es un hecho negativo, ocasional, excepcional sólo en un contexto regido por el monopolio cultural romano y romanista, porque sólo en ese contexto choca con las premisas individualistas que lo rigen. En experiencias que arrancan de premisas diferentes, la propiedad colectiva puede cumplir una función de coprotagonista o desempeñar el papel principal en el ordenamiento. El a priori construido por los romanos y avalado por la romanística moderna no es más que una discutible elección histórica,


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producto histórico e históricamente variable, y no ya una hipóstasis de la naturaleza humana. Nos damos cuenta plenamente de la relevancia de los resultados del análisis maineano desde el punto de vista metodológico. Se consiguen dos liberaciones de manera incruenta: antes que nada, la de los estudios histórico-jurídicos de un «romanismo», de un «clasicismo» apologético y mixtificador, recibido acríticamente e impuesto —por complejas razones de carácter ideológico— como coherente con la naturaleza de las cosas. La conclusión implícita de Maine es despiadada: seguir adelante con este bagaje sin discutirlo y verificarlo. O es acrítico o es ideológico, de modo que tanto desde un ángulo como desde el otro, es rechazable por quien se coloque en un punto de observación exquisitamente cultural. Nunca se insistirá —creo— suficientemente en la dimensión cultural como la única y típica de Maine. Hubiera sido fácil, al manejar un tema de tanto interés como la propiedad, plantear un discurso inmediatamente político. Pero no es así: sin polémicas —raras veces nos es dado leer páginas más serenas y menos rencorosas, aunque implacables como las de Ancient Law—, sin las instancias deliberadamente reformistas, y por lo tanto sin las ansias ni las caídas emocionales que caracterizarán en breve, como veremos, la obra de Émile de Laveleye, sino sobre una plataforma rigurosamente deseada y definida como científica, Maine encamina el proceso demoledor del edificio de la propiedad individual como institución de derecho natural, con la reposada tranquilidad del estudioso que extiende las cartas sobre la mesa. Pero, atención, su tarea demoledora no la lleva a cabo como adversario de la propiedad individual, sino como revelador del carácter anticientífico de la teoría que pretende justificarla. El capítulo de Ancient Law que trata el problema no se centra en la propiedad individual como valor positivo o negativo sobre su aceptabilidad moral o teológica, sino sobre modos de adquisición a título originario y acerca de la propiedad común. O sea, que se plantea como exposición nacida y desarrollada en el terreno de lo jurídico, aunque tenga profundas implicaciones de carácter ideológico y esas páginas estén recorridas por una profunda y auténtica «politicidad». Los ojos con los que mira las instituciones son los de un técnico provisto de lentes que se distinguen —y distinguen al observador— por su espesor técnico. Con esta preciosa virtud en ese observador tan peculiar que es Maine: no satisfacerse con el universo jurídico del que provienen esas técnicas, sino

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acumular confrontaciones con los universos más variados que llegan al alcance de sus manos. Las instituciones confiesan entonces su propio carácter únicamente técnico, su relatividad, y con desenvoltura y satisfacción Maine puede separarlos del empíreo de la naturaleza, y señalar como su dato esencial la historicidad. En el nivel metodológico, el historicista Maine ha llegado al puerto más ansiado: todo lo que se ha sostenido en Occidente sobre el tema de la propiedad es invención técnica —y tal vez saber muy afinado, fantasía desencadenada o capacidad lógica admirable— y, por lo tanto, todo es historia y sólo historia, y en el plano de la historia tanto vale el testimonio romano como el eslavo, céltico o hindú. Podría seguirse manteniendo firme una institución como modelo, pero será un procedimiento artificioso, del todo separado de la naturaleza de las cosas y justificado en cambio por opciones políticas concretas. La segunda liberación, más específica, concierne a la historia doctrinal de la propiedad: la desmitificación del clasicismo jurídico, el trastrocamiento de los consolidados valores culturales llega a poner en el mismo plano propiedad individual y propiedad colectiva, proponiéndolas como situaciones históricamente normales, como posibles opciones históricas funcionales de una sociedad en relación con sus exigencias estructurales. La resquebrajadura o ruptura de lo que D'Arbois de Jubainville define como el signo del servilismo consciente permite una libertad antes desconocida al jurista que hace del fenómeno propiedad objeto de sus atenciones. El objeto está ahora, en sus manos, definitivamente «laicizado» y es más complejo. El jurista podrá, finalmente, hacer a partir de él una obra científica sin prejuicios sofocantes. 4. Quebrado el monopolio cultural romanista por la ruptura de la pasiva conciencia que lo sostenía, otras culturas concurren en igualdad de condiciones a formar el patrimonio del historiador del derecho, y la historia del fenómeno propietario ya no es la historia «de la» propiedad sino «de las» propiedades. Y esto ya constituye, como sabemos, una base sólida de notable valor desde el punto de vista metodológico. Pero planteada esta pluralidad de situaciones propietarias que se disputan el devenir histórico, sustraído a la propiedad individual el privilegio de actuar como manifestación de la naturaleza en el campo social y, por lo tanto, como momento originario de transición entre el caos primordial y el orden


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histórico, seguía siendo inquietante —y a lo mejor se hizo más apremiante por el vacío que el análisis desmitificador había generado— un problema de los orígenes, de estructuras primitivas, tal vez también de prioridades históricas; y surgía una pregunta: ¿correspondía tal vez a la propiedad colectiva ese privilegio? Maine lo advierte con insistencia, hasta el punto de hacer de ello el motivo dominante, omnipresente, de su intensa actividad de estudioso: en Ancient Law (1861) puede considerarse un capítulo fundamental el octavo, dedicado a la «primitiva historia de la propiedad»; y el mismo tema será muy pronto el núcleo central de Village-communities in the East and West, las lecciones oxonienses de 1870, y de las Lectures on the early history of institutions (Lecturas sobre la historia originaria de las instituciones) de 1875, continuación y profundización de las ya comenzadas investigaciones a la luz de las nuevas y sugestivas fuentes paleoirlandesas publicadas a cargo del gobierno de Irlanda. A este hombre, tan monocorde en su fidelidad y su gusto por lo primitivo y su propia sensibilidad hacia los problemas de los orígenes, el tema del ordenamiento de la propiedad, de la relación hombre-tierra, se le aparece como un instrumento primario de comprensión. Continuemos siguiéndole en su análisis provocador, pero señalando —de una vez por todas— una elemental precisión: no seguimos las líneas de los lúcidos diagnósticos maineanos para aceptar o disentir con su construcción; nuestro problema no es el origen de la propiedad o la reconstrucción de su ordenamiento primitivo, problemas en orden a los cuales serían señaladas, descubiertas, aisladas las muchas exageraciones y las agudas unilateralidades que dominan ciertas páginas de Maine. Es objeto de nuestra atención historiográfica el desarrollo de la teoría de la propiedad en la doctrina sociológico-jurídica del siglo xix, y sólo en relación con este objeto nos interesa el discurso de Maine; falsas o verdaderas, documentadas o construidas precariamente, atendibles o rechazables, para nosotros sus teorías no revisten en sí ningún interés, al menos en este aspecto. El interés surge cuando tales teorías se articulan en el juego de fuerzas culturales que llevan la reflexión jurídica del siglo xix a recorrer ciertos caminos en vez de otros, a determinar orientaciones bien precisas; o sea, cuando concurren a componer ese fruto histórico que es la doctrina de la propiedad en el siglo xix. No vamos a considerar al Maine historiador del derecho o antropólogo cultural, sino más bien al hom-

bre de cultura de su época y en su época, a Maine como valor histórico por su notable fuerza de ruptura y de penetración de que fue capaz, y también por su relevancia en el horizonte cultural del siglo. Una vez allanado el camino de posibles equívocos y afirmado —aunque no había necesidad— nuestro particular punto de observación, podemos intentar captar las conclusiones del análisis de Maine. Así quedan fijados de manera estable en una conferencia que corresponde a la plena madurez de nuestro autor: «Los hechos recopilados sugieren una conclusión que hoy puede considerarse casi probada por la demostración. La propiedad de tierras, tal como hoy la entendemos, es decir, propiedad individual, propiedad de individuos o de grupos no mayores que familias, es una institución más moderna que la propiedad conjunta o copropiedad, que es una propiedad en común de grandes grupos de hombres originariamente emparentados... De una manera gradual, y probablemente bajo la influencia de una gran variedad de causas, la institución que a nosotros nos resulta familiar, la propiedad individual de las tierras, ha surgido a partir de la disolución de la antigua copropiedad...» 39 El hoy al que se refiere Maine es 1875. El estudioso puede comprobar con satisfacción que sus tesis han penetrado a fondo en la cultura occidental. Ya hace algún tiempo han aparecido los trabajos de Nasse, Viollet, Laveleye,40 y todos extienden, profundizan y documentan cada vez más la intuición maineana que había sido sólidamente confiada a las páginas, catorce años antes, en el fundamental Ancient Law, y a la cual el autor había vuelto varias veces insistiendo en ella y desarrollándola. Era una intuición elemental que se desprendía casi deductivamente de las premisas planteadas con tanta firmeza: si el mundo primitivo es hostil a cualquier actitud individualista; si en él la dimensión individual tiene escasas posibilidades operativas y, por lo tanto, se observa escasamente; si, en cambio, hay una total confianza en el grupo como única condición vital, o sea de existencia y de supervivencia, de esa realidad se desprende que al grupo y sólo al grupo entendido en el sentido más amplio se dirigía el conjunto de las relaciones sobre los bienes de los que dependían la alimentación y, sustancialmente, la vida cotidiana de la comunidad misma. Un hecho de tanta relevancia social como la organización de la propiedad no podía dejar de sustraerse a lo accesorio y ser controlado desde el centro en su totalidad.


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Ya en Ancient Law la documentación histórica había encontrado, según la costumbre metódica de Maine, decisivas valoraciones de los hallazgos etnosociológicos. La estructura del pueblo indio observada agudamente por la curiosidad atenta de tantos viajeros, comerciantes y funcionarios ingleses, y el ordenamiento de los pueblos rusos descrito minuciosamente por Haxthausen y por Tegoborski —del que se declara tributario el historiador inglés— señalan un conjunto de opciones absolutamente unifprmes a pesar de la diversidad de lugares, y señalan también una constancia de comportamientos que persisten a través del tiempo. El universo primitivo, el territorio economicosocial de los primitivos, que predominantemente en la zona que Maine llama la «infancia del derecho», continúa o vuelve a emerger en todos los lugares donde se presenten las condiciones socioculturales y económicas que fueron típicas de esa infancia. El examen de estas astillas de sociedad primitiva, de estos testimonios milagrosamente vivos de un pasado remotísimo, del cual el fósil oriental conserva tantas huellas, es el fin del ensayo maineano sobre las comunidades de aldea en Oriente y en Occidente, segunda comprometida etapa del itinerario científico de nuestro autor. Ya sabemos la fecha: 1870. Dicha etapa se inicia después de la larga estancia de Maine en la India, que se extendió durante algunos años y que lo vio —como asesor letrado del Consejo de Gobierno— perennemente enfrentado con el problema de la relación entre derecho de los colonizadores y de los colonizados, y en permanente contacto con el derecho consuetudinario hindú. El ensayo es ejemplar en cuanto a la instrumentación metódica de Maine: en él se aprovecha la gran reconstrucción histórica que Maurer realiza sobre la Marca y sobre el ordenamiento social de las primeras comunidades teutónicas, y se toman en cuenta las nuevas investigaciones de Nasse aparecidas un año antes y relativas justamente a la situación inglesa,41 pero la base reside en el gran tesoro de la experiencia directa del autor quien, por supuesto, ha leído documentos de archivo y publicaciones hallables sólo in loco, pero de manera preeminente ha visto, escuchado, vivido los problemas de la organización cotidiana del pueblo indio. Muy pronto se agregaría, como sabemos, un tercer momento documental de gran relieve, el irlandés, que intacto desde las conquistas romana y germánica, puesto en relación con las estructuras feudales inglesas sólo en el siglo XII, tiene el valor de presentarse como experiencia rigurosamente autóc-

tona con una voz de particular pureza con relación a la matriz indoeuropea. ¿Cuál es, pues, el mensaje que esta masa de datos aparentemente heterogéneos entrega al historiador-jurista? Hablan un lenguaje absolutamente unitario y proyectan soluciones uniformes, que parece temerario vincular al azar.42 Por el contrario, pueblo indio, Marke germánica, Mir ruso, Township escocés-británico, comunidad céltica, constituyen la misma respuesta que, en lugares y tiempos diferentes, idénticas condiciones estructurales han exigido y son, por lo tanto, el afloramiento de una realidad que puede ser unitariamente evaluada. Lo que, al comienzo, se consideraba limitado sólo a los países habitados por raza eslava, se extiende cada vez más frente al investigador, hasta el punto de que no es posible en 1870 dejar de reconocer en él la impronta de una estructura primordial: la comunidad de aldea, núcleo secreto de la primitiva sociedad indoeuropea. 43 Si se quiere fijar su íntima constitución, podemos hacerlo con estas mismas palabras de Maine: «El municipio (expongo el tema a mi manera) era un grupo organizado y autónomo de familias teutónicas que ejercían una propiedad común sobre un determinado territorio, su Marca, cultivando su dominio según un sistema común, y manteniéndose a partir de sus productos.» ** Borremos idealmente las referencias limitativas a los germanos y a la Marke propiamente dicha, que surgían en Maine de la lectura de Maurer, y tendremos un sucinto esquema de la célula social del mundo primitivo. En el interior de esta célula, la ordenación de la propiedad se resuelve en clave rigurosamente comunal: junto a la aldea, subsisten la Marca de mano común, o sea, el conjunto de bosques, pastos y bienes raíces de uso absolutamente común, y la Marca roturada, esto es, el espacio cultivable mediante un sistema de suertes asignadas de diversa forma periódicamente, con un reposo temporal cada uno o tres años.45 Es un esquema constante que, en su sustancia fundamental, se repite, mucho más allá de la Marca, en todos los agregados comunitarios antes citados, y que vuelve a proponer una realidad organizativa enraizada en la propiedad colectiva. Por lo tanto, a la propiedad colectiva del grupo suprafamiliar corresponde una prioridad histórica: Maine no comete el error de sus adversarios y no se compromete en arriesgadas afirmaciones sobre su «naturalidad» (conclusión que, por otra

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parte, no podía concordar con él), pero si hay algo que proclama clara y abiertamente es esta prioridad. 46 La propiedad familiar es un hecho históricamente posterior, que se produce probablemente dentro de los límites del terreno de cultivo, con la confirmación de hecho del goce perpetuo de un lote de tierra a una misma familia. Su generalización será fruto de un proceso casi insensible y, sin embargo, de extrema gradualidad; será «el gradual desentrañamiento de los derechos separados de los individuos respecto de los derechos mezclados de una comunidad». 47 Ésta, en sus simples tramas arquitectónicas, es la reconstrucción de Maine: dejemos de lado la perplejidad que pueden provocar relaciones ágiles y otras tantas ágiles generalizaciones, y aprehendamos más bien el único dato eficaz en la historia de la cultura jurídica del siglo xix: el redescubrimiento y la valoración de la propiedad colectiva. Maine nada tiene que descubrir; ya hace mucho que se habla de propiedad colectiva.48 Como decíamos al comienzo, sin embargo, él plantea el problema científico al proponer, renovada, una teoría de la propiedad y un método asimismo renovado en el enfoque. Y lo crea: porque logra, por un lado, relativizar una noción de propiedad individual que parecía colocada en la meta del progreso humano para actuar a la vez de límite, de faro y de estandarte; por otra parte, demuestra en la propiedad colectiva la dignidad de factor histórico de tan primaria importancia como para poder ser considerada una constante de las vicisitudes humanas, en el ámbito de una visión unitaria que acercaba el asentamiento de los más remotos antepasados a las reliquias que, en el curso de los siglos, se habían ido descubriendo un poco por todas partes; no sólo en Europa oriental, sino en Alemania y en la misma Inglaterra. 49 Maine se convertía en viajero, observador y explorador en su patria, y descubría ante los ojos miopes de sus connacionales, en la estela de un estudioso extranjero como Nasse o de encuestas técnico-administrativas como la que se hizo sobre la enclosure de los campos abiertos, una abundancia de situaciones todavía estructuradas en propiedad colectiva o que, por su anormalidad con respecto a los cánones y modelos de las doctrinas tradicionales, denunciaban implicaciones y contaminaciones de estructuras organizativas precedentes de base comunal. 50 Pero aunque esos cánones y esos modelos no se derrumbaran, quedaron bastante malparados en las páginas de Maine.

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Lo anormal, lo aberrante, era otra propiedad que nos llegaba por canales diferentes. No la muestra bárbara para relegar en el desván, no el pecado histórico que había que hacerse perdonar y olvidar, sino una solución cuyo único error fue que la cultura vencedora no la hiciera suya por no resultar adecuada para una sociedad de despiadadas opciones individualistas.


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NOTAS 1. Ya que se trata de una vida singular en la que encuentra un preciso significado, una singular experiencia de estudio, convendrá tener presente algunos datos biográficos de Maine. Nace en 1822, estudia en Cambridge; desde 1847 es profesor de derecho civil en el Trinity Hall; en 1854 Reader en Middle-Temple, una de las Inns de Londres, de la que forma parte como abogado; publica en 1856 su primer trabajo de relieve sobre Román law and legal education; se dedica a la preparación de Ancient law, que ve la luz en 1861; al año siguiente acepta el cargo que le ofrece el gobierno inglés como Legal Member del consejo del gobierno general de la India, al que agrega el cargo de vicecanciller de la Universidad de Calcuta. De regreso en su patria, a partir de 1869, enseña jurisprudence —pero, en sustancia, derecho comparado— en Oxford, y el primer fruto de su enseñanza es el ensayo sobre Villagecommunities of East and West, publicado en 1871; a partir de ese año también es miembro del Consejo metropolitano de la India. En 1875 aparecen las Lectures on the early history of institutions, continuación —en el terreno de las fuentes jurídicas paleoirlandesas— de las investigaciones comenzadas en Ancient Law. En 1877 deja la cátedra de Oxford y pasa a dirigir su antiguo colegio de Cambridge, el Trinity Hall. En 1887 acepta la cátedra de derecho internacional en Cambridge, que había sido de sir William Harcourt. Muere en Cannes el 3 de febrero de 1888. Más extensos datos biográficos y noticias sobre las restantes producciones maineanas, que no nos interesan en este lugar y que no hemos mencionado, pueden encontrarse en M. E. Grant Duff, Sir Henry Maine: a brief memoir of his Ufe, Londres, 1829, y en L. Stephen, Maine Sir Henry James Sumner, en Dictionary of national biography, S. Lee (ed.), vol. XII, Londres, 1909. Para una datación sustancial de las obras, son útiles los datos y las notas que pueden encontrarse en J. W. Burrow, Evolution and society. A Study in victorian social theory, Cambridge, 1968. 2. La fortuna de las tesis de Maine atraviesa sólidamente todo el siglo xix (para medir el peso de su influencia, cf. G. L. Gomme, The village community with special reference to the origin and form of his survivals in Britain, Londres, 1890), pero ya en los últimos años aparecen sobre la comunidad de aldea india conclusiones directamente opuestas a las suyas (véase, por ejemplo, B. H. Baden-Powell, The indian village community - Examined with reference to the physical, etnographic, and historicql conditions of the provinces; chiefly on the basis of the revenue-settlement records and district manuals, LondresNueva York-Bombay, 1896). Véanse al respecto las interesantes anotaciones de G. Borsa, «La proprietá della térra en India sotto el dominio inglese», en Nuova rivista storica, L (1966), pp. 328 y ss. (especialmente p. 334). 3. I. Vanni, Gli studi di Henry Sumner Maine e le dottrine della filosofía del diritto, Verona, 1892. El mismo año, en el orlandiano Ar-

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chivio di diritto pubblico, aparecía el aporte del romanista Silvo Perozzi, «Gli studi di H. Sumner Maine e la filosofía del diritto. A proposito di una recente pubblicazione», en Scritti giuridici, a cargo de U. Brasiello: III, Famiglia, Successione, Procedura e Scritti vari, Milán, 1948, pp. 707 y ss., construido casi por completo sobre el ensayo de Vanni. Pero hasta este momento, por lo que sabemos, falta una satisfactoria indagación historiográfica sobre Maine, a pesar de las numerosísimas alusiones y referencias y a pesar de la amplia información que puede encontrarse en la literatura sociológica, antropológica e histórico-jurídica de ambiente anglosajón y otros. Para situar a Maine en el ámbito de las grandes corrientes culturales del siglo pasado, siguen siendo válidas las ya viejas pero no envejecidas anotaciones de Pollock y de Vinogradoff, que citaremos a continuación (cf. nota 4). Un cuadro del aporte total de Maine y del grado de receptibilidad de la obra en la cultura inglesa de fin de siglo se encuentra en M. O. Evans, Theories and criticisms of Sir Henry Maine, Londres, 1896 (sobre el origen e historia de la propiedad, cf. pp. 32 y ss.). 4. F. Pollock, «Sir Henry Maine and his work», en Oxford lectures and other discourses, Londres, 1890, pp. 153 y 158-159 (el trabajo sobre Maine es de 1888); P. Vinogradoff, «The teaching of Sir Henry Maine», en The collected papers of Paul Vinogradoff, vol. I I : Jurisprudence, Oxford, 1928, p. 180. (La contribución —que nace como lección inaugural en la Universidad de Oxford— se publicó originariamente en The Law Quarterly Review, de 1904.) 5. «Durante los últimos veinticinco años, los investigadores alemanes han trabajado intensamente en la temprana historia y el gradual desarrollo de la propiedad europea, es decir, la propiedad de tierras. Sin embargo, de momento, el método histórico que han utilizado todavía no ha sido aumentado y corregido por el método comparativo...» («The effects of observation of India on modern european thought», en Apéndice a Village-communities..., op. cit., Londres, 18763, pp. 223-224). Este ensayo constituía una Rede-Lecture en 1875 en la Universidad de Cambridge. 6. Esto se puntualiza, en felicísima síntesis, en las insuperables páginas de W. Wilhelm, Metodología giuridica nel secólo XIX (trad. italiana de P. L. Lucchini), Milán, 1974, pp. 28 y ss., pero sobre todo pp. 34 y 38. Por último, cf. también A. Mazzacane, Savigny e la storiografia giuridica tra storia e sistema, Ñapóles, 1974, passim. 7. Pollock, Oxford lectures, op. cit., p. 159; Vinogradoff, The teaching, op. cit., p. 185. 8. Es la misma enunciación metodológica de Ancient Law: «Estas ideas rudimentarias son al jurista lo que los crustáceos primigenios son al geólogo. Contienen, potencialmente, todas las formas que la ley subsiguientemente ha exhibido» (Ancient law: its connection with the early4 history of society and its relation to modern ideas, Londres, 1870 , p. 3.) Durieu de Leyritz, traductor al francés de la maineana Lectures... hablará en la brillante Introducción a esa traducción de «paleontología jurídica», y afirmará que «el derecho reclama su Cuvier» (cf. Études sur l'histoire des institutions primitives, trad. D. de Leyritz, París, 1880, p. XVI). 9. Esto explica la desenvoltura con la que Maine asume como fuentes de su propia disertación el ensayo erudito de Maurer, historiador de profesión, como el ensayo informativo del diplomático inglés Morier, encargado de negocios en Darmstadt, que habla con conocimiento de causa —pero no ya como historiador— de la situación de la propie-


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dad agraria alemana en la encuesta sobre las Land-Tenures en varias regiones promovida por el londinense Cobden Club, que ya hemos mencionado. Cf. Maine, Village-communities..., op. cií., pp. 78 y ss. 10. Véanse las agudas anotaciones de Vanni, Gli studi de Henry Sumner Maine, op. cit., p. 89. 11. Maine, Dissertations on early law and custom, Londres, 1883, cap. VII, pp. 192-193. 12. «Esa terminología maravillosa es como la versión taquigráfica de la jurisprudencia» (Maine, «Román law and legal education», en Apéndice a Village-communities..., op. cit., p. 336). El ensayo se publicó originariamente en los Cambridge Essays, en 1856, y pertenece por lo tanto al momento creativo de la vida científica de Maine, cuando redactaba Ancient law. 13. En el prefacio a la primera edición de Ancient law, Maine confiesa ya que muchas de sus investigaciones no se habrían realizado «si no hubiera existido un corpus legal, como el de los romanos, portador en sus partes más lejanas de las huellas de la más remota antigüedad, y que, a partir de sus normativas posteriores, suministraba la materia prima de las instituciones civiles que todavía hoy rigen la sociedad moderna». 14. Maine, Ancient law, op. cit., p. 226. Maine tendrá siempre gran admiración por Haxthausen y se confesará en deuda con él para las informaciones sobre la estructura de la sociedad eslava y particularmente rusa. Cf. Maine, «La famille patriarcale», en Études sur l'histoire du droit, París, 1889, pp. 465-466 (citamos de la traducción francesa y no ya del texto original inglés como aparece en la Quarterly Review de enero de 1886, porque —como advierte el traductor— el texto francés se realizó con la autorización del mismo Maine despojada de su forma polémica con respecto a afirmaciones provocativas de los hermanos Mac Lennan y reducido a un aspecto científicamente más reposado, sin las ambigüedades del texto originario). Sobre Haxthausen, cf. supra, p. 37. 15. Esto se ve plenamente en Ancient law, y bastaría la lectura del primer capítulo para comprobarlo, pero sobre todo en Village-communities..., op. cit., que aparece —como sabemos— diez años después. Léase el prefacio a la primera edición del ensayo, interesantísimo —entre otras cosas— por captar la función que, entre las fuentes de Maine, tuvieron los altos funcionarios de la administración colonial inglesa en la India. 16. Nos referimos a las Lectures on the early..., op. cit., publicadas en 1875, en las cuales Maine utiliza y valora con el método históricocomparativo las antiguas fuentes jurídicas irlandesas cuya recopilación y traducción había comenzado el gobierno de Irlanda (cf. Hiberniae leges et institutiones antiquae, or ancient Laws and Institutes of Ireland, Dublín, 1866, 1869, 1873). Sobre esta mirada de Maine a la antigua civilización jurídica gaélica, ha hecho observaciones de relieve un insigne celtista francés, D'Arbois de Jubainville —que participará en la gran disputa sobre los orígenes de la propiedad— en la Introducción a la traducción francesa de las Lectures realizada por Durieu de Leyritz y que ya hemos citado en la nota 8. 17. H. D'Arbois de Jubainville, Introduction a l'étude de la littérature celtique, París, 1883, p. 36. 18. Dirá Maine a propósito del enfoque jusnaturalista trasplantado a la observación científica: «Todavía posee una singular fascinación para los pensadores más indefinidos de cada país, y es sin la menor

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duda el progenitor más o menos remoto de casi todos los prejuicios que impiden el empleo del método histórico de investigación.» Y además: «Dio origen, o intenso estímulo, a los vicios del hábito mental, casi todos ellos universales en la época: menosprecio de la ley positiva, prisa por acumular experiencias, y la preferencia a priori respecto a cualquier otro razonamiento» {Ancient law, op. cit., pp. 89 y 91-92). 19. Maine, Ancient law, op. cit., p. 251. 20. Maine lo define, en efecto, como «un exponente exacto de las opiniones promedio de su tiempo» (loe. ult. cit.). 21. Ancient law, op. cit., p. 257. 22. «El sentimiento en el cual esta teoría se originó es absolutamente irreconciliable con la rareza y la inexactitud de los derechos del propietario que distingue los comienzos de la civilización. Su base cierta no parece ser la instintiva tendencia hacia la institución de la propiedad, sino la creencia, fruto de la misma antigüedad de la institución, de que todas las cosas deben tener un propietario.» (Ancient law, op. cit., pp. 256-257.) 23. «Me aventuro a decir que la impresión popular con respecto al papel representado por la ocupación en las primeras etapas de la civilización, tergiversa directamente la verdad.» Y aún más: «La ocupación consiste en asumir la posesión física, y la idea de que un acto de estas características confiere un título a res nulius se aleja tanto de las características de las primeras sociedades, que es probable que sólo sea el crecimiento de una refinada jurisprudencia y de una condición asentada en la ley.» (Ancient law, op. cit., p. 256.) 24. «La ocupación reviste un interés muy especial en función del servicio que se le ha hecho prestar a la jurisprudencia especulativa, al aportar una supuesta explicación sobre el origen de la propiedad privada» (Ancient law, op. cit., p. 250). 25. «Cada individuo suscribe de por sí el pacto social... Es un individuo el que, en el cuadro trazado por Blackstone, ocupa un determinado punto del terreno para descansar, para buscar sombra o cosa parecida» (Ancient law, op. cit., p. 257). 26. Ancient law, op. cit., p. 258. 27. «The common basis of Ayran usage» (Lectures..., op. cit., p. 21). Transcurre toda la primera Lecture de esta recopilación dedicada a puntualizar los «nuevos materiales para la historia primera de las instituciones» representados por las fuentes del antiguo derecho irlandés, y dirigida a la conclusión de que «esos tratados de leyes nos posibilitan extender las raíces hacia Oriente y Occidente de un avanzado mundo ario, el hindú y el irlandés». 28. Véase sobre todo Village-communities in the East and West, op. cit. Lecture I. The East and the study of jurisprudence, sobre todo página 13. 29. «La famille patriarcale», op. cit., p. 466. 30. Ancient law, op. cit., pp. 258 y ss.; Dissertations on early..., op. cit., cap. XI. 31. Llega a la conclusión de que «la distinción romana entre derecho de las personas y derecho de las cosas... es totalmente artificial», y precisa que «la separación de derecho de las personas y derecho de las cosas no tiene ningún significado en la infancia de la ley, que las disposiciones pertenecientes a ambos departamentos están inextricablemente mezcladas, y que las distinciones de los juristas posteriores sólo las hace propias la jurisprudencia posterior» (Ancient law, op. cit., pp. 258 y 259).


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32. «La vida de cada ciudadano no se considera limitada por el nacimiento y la muerte; no es sino una continuación de la existencia de sus antepasados, y se verá prolongada en la existencia de sus descendientes» (ibid., p. 258). 33. Permítasenos remitir a todo lo que, sobre el tema de las relaciones entre sujeto primitivo y naturaleza, hemos señalado en nuestro curso sobre Le situazioni reali nell'esperiencia giuridica medievále, Padua, 1968, pp. 42 y ss. 34. Sobre la noción maineana de progreso, hay en nuestra lectura un viejo trabajo de G. Dallari, «Di una legge del progreso giuridico formulata da Henry Sumner Maine», en Studi senesi, XXII, 1905. Cf. también B. Smith, tMaine's concept of progress», en Journal of the history of ideas, XXIV, 1963, p. 407. La relación historicismo-evolucionismo en Maine merecería cuanto antes una investigación. Sin duda debe tomarse bajo el signo de ese eclecticismo que es el rasgo característico de buena parte de la cultura filosófica del siglo xix y que Maine no desmiente. Está basada en la archiconocida proposición maineana de desarrollo del status al contract la información sintética y la biografía que ofrecen E. A. Hoebel, Henry Sumner Maine, en International Encyclopedia of the social sciences, vol. 9, Nueva York, 1968; también W. Friedmann, Legal theory, Nueva York, 19675, pp. 214 y ss. 35. Sobre la vinculación, en Maine, entre propiedad individual y progreso insiste más de lo debido la reconstrucción unilateral de Vanni, Gli studi de Henry Sumner Maine, op. cit., pp. 87 y ss.; no cabe duda de que el erudito inglés considera con simpatía ese tipo de propiedad. 36. Ancient law, op. cit., pp. 259-260. 37. Ancient law, op. cit., p. 261. 38. Grossi, Le situazioni reali..., op. cit., pp. 183 y ss. 39. The effectis of observation..., op. cit., p. 227. 40. De ellos se hablará más adelante. 41. Village-communities in..., op. cit., p. 10, pero sobre todo p. 77. 42. Village-communities in..., op. cit., p. 12. 43. «No me parece aventurado proponer que los sistemas indios y los antiguos sistemas europeos de usufructo y cultivo por parte de hombres agrupados en pueblos-comunidades son idénticos en todos los aspectos esenciales. Sólo hay, entre ellos, diferencias de detalle» {Villagecommunities in..., op. cit., p. 103). 44. Village-communities in..., op. cit., p. 10. 45. Village-communities in..., op. cit., pp. 78 y ss. 46. Ancient law, op. cit., pp. 265 y ss.; Village-communities in..., op. cit., lect. II, passim; Lectures on the early..., op. cit., todo el cap. IV, «The tribe and the Land», completamente dominado por la idea de la prioridad histórica de la propiedad colectiva y de la propiedad individual como fruto de un proceso gradual. 47. Ancient law, op. cit., p. 269. 48. Y no sólo en las investigaciones de la escuela alemana, sino en Inglaterra, tanto por parte de los economistas, historiadores y agrónomos, como en virtud de la polémica y de la encuesta sobre el problema de la inclosure de los open-fields. Maine tiene presente todas estas voces y todos estos datos surgidos y emergentes. Cf. ampliamente Villagecommunities in..., op. cit., pp. 82 y ss. 49. H. B. Adams no tardará en aplicar las tesis maineanas a la realidad estadounidense en The germanic origin of New-England tows, Baltimore, 1882. 50. Village-communities in..., op. cit., pp. 87-88.

CAPÍTULO II

PALINGENESIA DE UN PROBLEMA: LAVELEYE Y LAS FORMAS PRIMITIVAS DE PROPIEDAD

1. Acercamiento a un libro famoso. — 2. Un diagnóstico de la propiedad capitalista. — 3. Formas alternativas de propiedad.

1. Después de Maine el itinerario tiene su etapa obligada en la reflexión de Émile de Laveleye.1 Si haber aislado del coro doctrinal al jurisconsulto inglés significaba establecer un punto de partida válido para nuestra exposición, escribir ahora, en solitario, el nombre de Laveleye significa sólo seguir con fidelidad ese itinerario y marcar el momento en el cual la reflexión maineana es aprehendida en su vivacidad pero sufre deformaciones; abandona el terreno meramente cultural, se proyecta en otras dimensiones y, dejando de lado los diferentes aspectos de la organización sociojurídica, se centra en el problema de la apropiación de los bienes. Semejante problema es para Maine un aspecto muy relevante de toda la base organizativa de la comunidad de aldea o un exponente del modo de crear y compaginar categorías jurídicas por parte de la praxis y de la doctrina, pero en Laveleye se convierte en el problema, el tema de una meditación que lo acompañará durante el transcurso de su vida científica.2 Escritor fértil, polígrafo por naturaleza, ecléctico por vocación personal, el hilo conductor de Laveleye emerge de manera constante tanto en un manual de economía política como en un ensayo de economía agraria o en el informe de un viaje. Ese hilo conductor es, con más o menos variantes, la tendencia a identificarse con el problema de las formas históricas de propiedad. Es central en su obra y ejemplar con respecto al conjunto de la misma su libro De la propriété et de ses formes primi-


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uves (Sobre la propiedad y sus formas primitivas), un trabajo único, singularísimo, que supera la biografía intelectual de su autor y se inserta en la historia misma del problema «propiedad» en el siglo xix. Apresurémonos a aclarar que esta obra no tiene nada que compartir con tantos volúmenes y ensayos sobre el tema que constelan la literatura jurídica del siglo xix (sobre todo la escuela de la exégesis), siempre apologéticos, siempre fuertemente ideologizados, y siempre carentes de base especulativa y cultural. 3 El libro de Laveleye es de otra clase. Teóricamente no muy sólido, sin veleidades especulativas, no muy docto ni basado en sólidos fundamentos eruditos, revela los límites indudables del autor, que es una personalidad modesta, pero también sus virtudes, consistentes en una gran capacidad intuitiva y en una sensibilidad polivalente. Ya lo hemos dicho antes: pieza única; y así es. Libro —al mismo tiempo— de ciencia y divulgación, suscita la desconfianza de los eruditos y la incomprensión de los iletrados; a la vez histórico, socioetnológico, económico y jurídico, muestra en cada uno de estos aspectos sus carencias; crítico hacia las estructuras capitalistas pero sustancialmente conservador del orden constituido, recibe la ironía o el despreciativo silencio de los marxistas 4 y los ataques demoledores de la cultura oficial. A pesar de esto, tiene una resonancia enorme y, lo que más cuenta, una notable fuerza incisiva: todos sienten el deber de leerlo, se reimprime continuamente, 5 se traduce a las lenguas más dispares, 6 y se abre un debate que, si sustancialmente versa sobre el candente tema tratado, toma en las páginas de Laveleye una expresión programática que puede ser combatida o seguida. La historia de la reflexión sociojurídica de los últimos veinticinco años del siglo sobre la propiedad está ampliamente influida por ellas.7 Consideremos, pues, más de cerca este singular libro e intentemos situarlo históricamente, lo que significa introducirnos en el punto que nos interesa. El libro, precedido por algunos eficaces y admirados artículos sobre la Revue des deux mondes* aparece en 1874; la época lo exigía. Exigía que el problema de la propiedad fuese afrontado también por aquellos que no hacían suyas las entonces florecientes conclusiones subversivas, con instrumentos diferentes a los que usualmente aplicaban los juristas de la edad poscodificadora. El bien alimentado burgués también podía complacerse con los frescos idílicos y las moralejas ilustradas sobre la función de la propiedad y sobre las

virtudes del propietario que habían sido el pasatiempo predilecto de los exegetas, pero le producirían un sabor insulso como el de la narración de una caduca y nada convincente fábula.9 En 1874 habían terminado irremediablemente los momentos de interesarse por guirnaldas de apologías y quedaba en el aire el olor agrio y terrorífico de la sangre y la resonancia de los disparos de los desórdenes parisienses. El paladín de los valores de la propiedad no podía ya cumplir su tarea poniéndose a cantar en su escritorio las loas de la institución como, después de 1840, había hecho Thiers 10 con absoluto candor (o con sorda y sórdida indiferencia). No se podía permanecer insensible a una realidad histórica radicalmente nueva que postulaba soluciones innovadoras. Esta sensibilidad, que concretándose en una dirección bastante nítida atraviesa todo el volumen de Laveleye, lo hace legible, lo historiza al máximo. Profesor de economía política en la Universidad de Lieja, pertenecía a una familia acomodada y heredó la inteligencia que caracterizaba a lo mejor de la emprendedora clase agraria.11 Es observador atento de su época y no finge ignorar sus instancias. Miopía —o ceguera sin más— de las capas dirigentes, inmovilismo antihistórico de los instrumentos jurídicos, tumultos y desórdenes sociales, teorizaciones socialistas, todo ello constituye un cúmulo de datos que forman un nudo en la conciencia atenta de Laveleye y motivan su reflexión. Maine ha resquebrajado dogmas y monolitos, y el profesor belga figura entre sus abiertos admiradores y seguidores. Pero el discurso maineano tiene el defecto de agotarse en el nivel únicamente teórico, de ser un gran testimonio cultural y nada más. El primero en sentirse insatisfecho es Laveleye: a él le parece que las intuiciones de Maine deben ser llevadas y trasplantadas eficazmente antes que nada al terreno operativo. En el centro de un preciso programa reformador, no serán sólo el resultado de una genial aventura historiográfica, sino que incidirán en la vida social misma en su presente y en su futuro. Cuando Laveleye estudia la propiedad, en efecto, lo hace en una dimensión mucho más compleja que Maine. Aunque nunca se introdujo en una exposición toscamente empírica y groseramente práctica, su investigación siempre está sostenida por un bien preciso ideal ético y por una posibilidad de adhesión política inmediata. Si la mayor preocupación de Maine era metodológica, la de Laveleye es operativa, que equivale

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a decir la fructificación de todo el bagaje cultural aplicado a la construcción de una nueva sociedad. Si nos preguntásemos las razones del relevante momento de discriminación entre este autor y Maine, la primera y más fácil respuesta podría insistir en sus profesiones, tan diferentes: el inglés, aunque fue durante mucho tiempo funcionario colonial, es sobre todo historiador del derecho y antropólogo; el belga, en cambio, es sobre todo economista agrario, habituado a presencias eficaces en la realidad inmediata. 12 Pero no sería suficiente. Tanto Maine como Laveleye escapan a las habituales categorías profesionales rígidamente prefijadas. Lo que de veras los separa reside tal vez en la época, en los grandes cambios acaecidos en 1870 y 1871 en Europa y en Francia, que Laveleye contempla y que reaparecen continuamente en sus páginas. Entre Maine y Laveleye está la Comuna de París. Léase, aunque sea por encima, el largo prefacio a la Propiedad... y nos quedaremos impresionados por el reclamo insistente, paroxístico, a «los horrores cometidos en París en 1871 »,13 a «los siniestros acontecimientos a los que asistimos»;14 hojéese la larga introducción al volumen posterior sobre el socialismo contemporáneo, y se advertirá también la preocupación dominante del escritor, no apagada en el transcurso del tiempo, 15 por «ese odio que antaño encendió todos los rincones de París».16 No puede negarse que Laveleye tiene los ojos bien abiertos. La lucha de las clases proletarias, 17 la espiral de odio alrededor de las reposadas conquistas de la burguesía, 18 un problema social sin resolver, abierto e impostergable, 19 son realidades no disimuladas y son las realidades que presionan sobre las elecciones del estudioso, lo orientan y a menudo lo determinan. Todo esto es confesado honestamente sin hipocresías o fingimientos, desvelando un estado de ánimo complejo y a veces ambivalente. Si por Un lado existe una evaluación negativa de los ideales democráticos, 20 desconfianza plena hacia las posiciones socialistas,21 temor a las luchas reivindicativas y deseo de evitar, a toda costa, subversiones del orden vigente por el otro, aparece un diagnóstico despiadado de este orden, una cruda y objetiva denuncia del monopolio económico de los pocos acomodados y de las desazones de los no acomodados, un deseo de elevación y valoración social del trabajador. 22 Ambivalencias y contradicciones de un hombre colocado ante una delicada y compleja encrucijada histórica e ideológica,

dividido entre tensiones a menudo contrapuestas. Auténtico espíritu religioso a y adherido plena y sinceramente a las propuestas de renovación social sobre bases cristianas tomadas de la escuela de Frangois Huet y nunca olvidadas, 24 aquéllas conviven con una sustancial exigencia conservadora que es expresión consciente o subconsciente de su pertenencia a la capa rectora. De esto se deriva una obra relativamente coherente, ambigua, pero muy historicista y conciliadora. Tiene una fecha exacta: 1874, y no porque aparezca en una portada, sino porque, rechazando las purezas del jurista y del economista teórico, Laveleye escribe su libro teniendo bien abiertas al mundo las ventanas de su estudio y registra, discute y sufre los acontecimientos de la sociedad que lo rodea.25 Desde este punto de vista, el libro constituye de inmediato una especie de breviario de la mala conciencia de la sociedad burguesa: muchos —por ese florecimiento de matices masoquistas que se verifica siempre en los momentos de decadencia— apreciaron la exposición autocrítica. En sus incoherencias, en sus ansias, en sus instancias no pocos se reconocieron; en sus propuestas reformadoras no pocos encontraron un mínimo consuelo o, sin más, se tranquilizaron. Queda bien impreso en sus páginas el rostro de su propio autor; no el rostro de un individuo sino el ideal del estudioso sensible y consciente que compone y media en el conflicto entre los ideales y los intereses parciales. Entre individualismo y socialismo, entre modelos de justicia y funcionalidad económica, entre instancias de renovación y miedo al caos, Laveleye está totalmente comprometido en delinear su asentamiento patrimonial basado no en el repudio del esquema de la propiedad, sino en una general (aunque fraccionada) participación en la propiedad; 26 solución intermedia «que al ser la única conforme al derecho natural, permite también continuar a la democracia verdadera, sin arrojar a la sociedad en el desorden».27 Si éste era el tipo de mediación destinado a garantizar al libro circulación y hospitalidad en las bibliotecas de los lectores más dispares, otra capacidad mediadora le aseguraría, en cambio, relevantes posibilidades de incidencia en el nivel cultural. El esfuerzo que cumplió Maine —y de manera válida— para sustraer a la academia erudita el problema de las formas originarias de propiedad, ahora aparecía acentuado. El economista Laveleye orientaba, en la huella trazada por Maine, una importante mediación entre discurso cultural y dis-


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curso operativo y, consecuentemente, entre conclusiones históricas y programas económicos. Sostenido por las grandes experiencias de la escuela histórica de la economía y por el Kathedersozialismus ya madurado y radicado en Alemania,28 define cumplidamente la relativización de la noción económico-jurídica de propiedad aplicada por Maine en el nivel de la cultura jurídica, y reafirma el nexo funcional entre investigación histórica y conclusiones teóricas, entre fundación histórica y reformas económico-sociales.29 En su convicción, la ciencia económica, lejos de volverse rígida en el lecho de Procusto de fórmulas abstractas, tiene, al igual que otras ciencias humanas, su ineludible historicidad, e históricamente variables son sus instrumentos y sus arquitecturas. Líneas programáticas nada nuevas, por cierto, que ya habían encontrado su enunciación en valiosos testimonios (bastará pensar en ciertos ensayos de Roscher, Schmoller y Adolf Wagner sobre el tema de la propiedad). Pero sí es nueva la visión sintética en la que los datos económicos se consideraban junto con un enorme material histórico-etnológico y jurídico; nuevo es el discurso, que ahora parecía desdeñar un destinatario especializado y que tendía, como ya lo hacía el de Maine, a deponer los oropeles eruditos, a simplificarse, a vulgarizarse; y el análisis económico estaba acompañado por puntuales revelaciones históricas y por documentados diagnósticos jurídicos. Si los ensayos de Roscher, Schmoller y Wagner continuaban siendo casi ignorados más allá del restringido círculo de los veinticinco especialistas de siempre sobre estos trabajos (como más o menos lo habían sido en la historiografía jurídica las obras de Maurer y de Waitz), el libro de Laveleye circula y se difunde, irrita y exalta, da pie a disputas encarnizadas, replantea el problema de la propiedad y de sus formas originarias. El libro en sí era modesto y sustancialmente receptivo, pero esto no le impidió cumplir una gran función de estímulo, como ciertamente trabajos de mayor erudición y de más sólido planteamiento especulativo no lo habían. logrado. Dice Achule Loria en el amplio recuerdo del economista belga preparado para la Nuova Antología: «Un diafragma invisible descendía entre los estudios históricos y la ciencia económica e interceptaba toda alianza fecunda entre ellos... Esta disyunción... terminó gracias a la obra de Laveleye, que creó el tejido conectivo entre la historia y la economía política.» M

Tal vez el exuberante Loria, en el ardor de su evocación, otorga al profesor de Lie ja más méritos que los que efectivamente tuvo, pero lo cierto es que la obra de Laveleye está marcada por la absoluta intolerancia a los diafragmas y por haber vuelto a mezclar todas las cartas que debían jugarse sobre el tema de la propiedad, para proponer una expresión sintética y dejar disponible y comprensible una documentación que, de otra manera, hubiera estado condenada a la oscuridad. Si bien no era ésta la primera vez que se creaba el tejido conectivo entre economía e historia, sí era la primera vez que un enorme material documental —o del todo ignorado o mal conocido— se sometía a la atención de los economistas, los sociólogos y los juristas, integrado en un armazón orgánico, sostenido por un planteamiento teórico tal vez unilateral e ingenuo, pero decidido y preciso. De esto surgía un gran reclamo. La provocación nacida en las páginas de Maine continuaba, y no faltaría quien, en breve, la recogería o la rebatiría. En este libro se confirmaba el derrumbamiento de algunas certidumbres. Al modelo tradicional de dominium, al modelo cultural de sostén, o sea al romanista, se oponía dialécticamente una imagen diversa de propiedad apoyada en diversos valores, en una praxis serpenteante en el espacio y en el tiempo cuidadosamente recogida por todas partes. Por primera vez el dominio romanista había encontrado un enemigo bastante más peligroso que una negación total: una imagen que —aunque delineada con un poco de improvisación y cargada de incapacidad para ser aplicada en su configuración histórica— surgía como una fuerza interior de la tradición histórica y se planteaba como sustitutiva de la misma. 2. Para comprender la acción cultural de Laveleye en busca de la nueva imagen de propiedad, es importante partir de las dos dimensiones que perennemente coexisten en él, origen de antinomias y contradicciones, que determinan la ambivalencia de su posición, pero que también la caracterizan: una vocación, en suma, conservadora y una profunda conciencia religiosa, más bien cristiana, en el análisis de la realidad social. La primera lleva al profesor de Lieja a una innata repugnancia hacia soluciones destructivas, a una propensión a mirar hacia atrás, y a buscar en el devenir de la tradición histórica soluciones connaturales que permitan, en una visión


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relativizadora, no trastocar las estructuras fundamentales del orden constituido y, al mismo tiempo, adecuarlo plásticamente; o sea que lo orienta en una clave sustancialmente historicista. 31 La segunda genera insatisfacciones hacia las grandes opciones de la sociedad burguesa y lo motiva para la confrontación y la fricción entre esas opciones y los ideales metahistóricos de los modelos cristianos; o sea que hace aflorar concretas matizaciones jusnaturalistas. Surgimientos historicistas y jusnaturalistas de por sí divergentes, si bien en su convivencia generan ambigüedades e incoherencias, convergen sobre el objetivo de corroborar un enfoque de fondo bastante crítico hacia las estructuras circundantes y de alimentar cada vez más la incomodidad y la insatisfacción del ciudadano y del estudioso. Laveleye, que se alimentó abundantemente con las reflexiones de las grandes escuelas históricas germánicas de derecho y de economía,32 y que ha adoptado la lectura desacralizadora de Maine, culturalmente está insatisfecho por lo que él define como las «halagadoras ilusiones» del siglo xvm, 33 que desembocan en el inmovilismo de un derecho natural laico que a él, un espiritualista, se le revela carente de auténtico fundamento. Dentro de ese derecho, en el centro de una construcción tuteladora, la institución de la propiedad privada en su moderna cristalización le resulta carente de justificación, tanto si lo verifica con el criterio de su propia ética cristiana o con la extrema mutación del devenir histórico. Laveleye, historicista, acepta la premisa de Maine: la propiedad individual tal como la sociedad del siglo xix la propone en sus contenidos de absoluto, perpetuidad, independencia, exclusividad, no se vincula funcionalmente con el estado natural ni nace directamente de él; es, por el contrario, un sedimento histórico y el fruto maduro de una sociedad individualista, y por lo tanto un fruto 'bastante reciente en la historia de la civilización humana. El desmentido para una proyección de la propiedad moderna de cuño romanista al paraíso de los arquetipos, se lo aporta a Laveleye tanto un análisis histórico-comparativo desprovisto de prejuicios, sereno e informado, como un análisis reconstructivo de los valores reales —o sea los que él detecta y en los que cree— de la propiedad, con un enfoque complejo y singularísimo en el cual los dos momentos analíticos en vez de contraponerse se mezclan y se entrecruzan. «La propiedad agraria ha tomado un carácter totalmente nuevo y sin precedentes en la historia. En las épocas primiti-

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vas la Tierra, la propiedad colectiva de la tribu aportaba a cada familia el medio de vivir de su trabajo. En las épocas feudales, al ser considerada como perteneciente en principio al soberano, es la remuneración por funciones cumplidas, e implica servicios prestados, entre otros los del ejército y la justicia. En la actualidad, desvinculada de todo lazo, ya no es para quien la posee sino una fuente de goce. Las clases que trabajan y las que gozan de esta manera se vuelven cada vez más -extrañas unas a otras, y en esto, al igual que en Roma, extraño es sinónimo de hostil.» M El texto que reproducimos extensamente en razón de su elocuencia sintetiza bien los dos momentos analíticos en acción simultánea. Dos evaluaciones se suman y se integran para alcanzar el mismo blanco: la histórica e historizadora, y la ética. La propiedad moderna es sólo la deformación de un esquema esencial de apropiación de un bien, la opción aberrante que ha realizado la época burguesa, a diferencia de la primitiva y la feudal, para sus propias finalidades, y que no sería lícito elevar a institución basada en la naturaleza de las cosas. Examinada con arreglo a una medida de derecho natural, no puede dejar de revelar su carácter aberrante. Y en esto prevalece el Laveleye educado en los criterios de la tradición escolástica, inclinado a evaluar cada situación como comienzo de una relación y a sopesar en cada una de esas situaciones la aequálitas dentro de la relación. La conclusión es despiadada: la propiedad capitalista, ese «privilegio sin obligaciones, trabas ni reservas»,35 encierra una macroscópica injusticia. En la relación ideal que une al propietario con cada miembro de la comunidad empeñado en el respeto de su derecho, el principio de la aequálitas partium se ve conmovido; todo está a favor del dominus, y el goce del bien no deriva de una prestación efectuada, de un mérito conseguido, de una función cumplida, de un honor alcanzado, sino que es una simple posición de privilegio desprovista de fundamentación ética, cuyo respeto —hecho no espontáneo ni advertido de inmediato— no se construye «sino por la tolerancia del otro».30 De inmediato se plantea, junto con el problema de la historicidad de la relación, en el mismo nivel, el problema de la justicia de la relación; los dos planos —diferentes— coexisten y tienden a acercarse. La relación de propiedad, como se proyecta ante el estudioso del siglo xix apenas se la considere con mirada no tendenciosa, resultará ahistórica, asocial e inicua; es unilateral, o sea incapaz de repartir sobre los poseedores una carga igual de derechos y obligaciones, incapaz de


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limitar la situación del propietario en la madeja de todos los nexos sociales que se entretejen alrededor de él. Es una situación que escapa al esquema mismo de la relación 37 y afirma dos posiciones funcionalmente escindidas: la positiva del dominus y la negativa de la comunidad general sobre la cual el dominium parece entregarse solitario e indiferente a la presión de la historia cotidiana. Los juristas, en la impudicia de su lenguaje técnico, califican como pactos la situación subjetiva de los noventa y nueve no titulares con respecto al titular de un derecho real, y con esos pactos quieren insistir y tomar como punto de apoyo la absoluta pasividad de su comportamiento. El sociólogo y economista Laveleye sorprende, por debajo de la calificación distante y casi neutra de los juristas, a un pueblo encadenado: el pueblo de los no propietarios, y expresa repugnancia hacia una institución que logra vivir contando sólo con la fuerza del poder que la expresa. Pero Laveleye no se limita a criticar desde su punto de vista cristiano la sordidez del individualismo moderno y a sacar a la luz que sus opciones son sólo contingentes; su argumentación llega más lejos y capta en su tono más profundo el asentamiento estructural de la sociedad capitalista. Obsérvese con atención esta denuncia: «movilizada por la facilidad de la alienación, la propiedad pasa de mano en mano, como los frutos que contiene o los animales que alimenta. Al avanzar demasiado lejos en esta dirección, se han quebrado las bases de la sociedad».38 Ya no se trata sólo de un problema de justicia en la relación, a la que se acusa, sino de un enfoque fundamental de la sociedad burguesa. La propiedad de un medio de producción, de un fondo rústico o de un inmueble urbano tiene la misma movilidad circulatoria que un fruto o un animal. Toda res, aun la más relevante socialmente, encuentra su degradación en el nivel de mercancía; es un simple objeto de cambio, tiene —en la generalidad de los casos— una relevancia meramente privada, y su valor reside en la traducción a moneda; o sea en su posibilidad de convertirse en objeto de intercambio. El personalismo de cuño exquisitamente cristiano en el que se inspira el antiguo alumno de Francois Huet, no puede sino a llevarlo a rechazar esta mercantilización invasora que amenaza con instrumentalizar toda la sociedad. En breve comprobaremos las predilecciones de Laveleye por ciertos tipos de propiedad común. Desde ahora podemos anticipar

que un dato positivo de estos ordenamientos organizativos lo hallará nuestro autor en el perenne intercambio entre elemento personal y elemento real, en el rechazo a concebir el fondo rústico como simple mercancía, en sustraer al «compropietario» los poderes dispositivos en cuanto titular de una entidad no alienable ni separable de la mayor unidad orgánica en la que participa. Si se transcribiera en su totalidad el texto de Laveleye se comprobaría que se cierra con la previsión de una injerencia cada vez mayor de la colectividad en el ordenamiento de la institución. 39 La propiedad de un bien —y Laveleye, «rural de alma»,40 piensa esencialmente en el fondo rústico— no es un hecho privado del dominus ni una situación reducible a puro goce. La inspiración religiosa es el paso que lleva a descubrir al economista que tratamos la dimensión de lo social y de la justicia distributiva, dos instancias de las que se encuentra muy escasa huella en la historia de la Europa posmedieval. Si bien su historicismo le permite relegar la propiedad moderna entre los meros productos históricos quitándole toda apariencia de nobleza y sumergiéndola en el devenir y en lo cambiable, su jusnaturalismo cristiano siempre latente le propone un modelo de propiedad que vemos pasar sobre la conciencia del intérprete y que, a veces, como de paso, casi inadvertidamente, vemos aflorar aquí y allá en una búsqueda que, sin embargo, quisiera ser programáticamente un rechazo de los modelos. Si se rechaza la ficción burguesa de una propiedad individual que nazca del estado natural 4 1 y sea expresión del mismo, aunque se aluda espaciadamente pero con precisión a una «noción racional de la propiedad», 42 dando por entendido con esto una situación subjetiva mucho más compleja que la delineada por la ideología individualista en la que los elementos del deber y del derecho se componen armónicamente, se opera —gracias al deber— la recuperación de toda la situación para lo social, se afirma su carácter funcional para toda la colectividad. Creemos que no nos alejamos mucho de la verdad —además porque el mismo Laveleye ofrece más de una confirmación de ello— si decimos que el profesor de Lie ja tiene in mente, como noción racional, la de propiedad, que ofrece la gran meditación patrístico-escolástica desmentida sólo en el ámbito de la tradición cristiana, por la teología —sensiblemente tributaria de su época— de los siglos xvi y xvn. Al reflejarse en esta «noción racional» la situación domi-


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nante, de simple que parecía se descompone ante sus ojos y señala toda su complejidad, «un elemento social y un elemento individual» 43 correspondientes a los dos intereses de los que no puede dejar hacerse portadora la institución: «el interés del individuo y el interés de la sociedad».44 Reencontrada en su vocación social, la propiedad no puede sino escapar a la cristalización y a la acumulación en las manos limitadas de una oligarquía privilegiada, y tiende a distribuirse en un haz amplísimo de titulares según las necesidades y la energía gastada. Laveleye acepta de la doctrina predominante la idea de que el principio de apropiación de un bien —que podríamos llamar la propiedad sin adjetivaciones— represente una manera natural de expansión del sujeto hacia el mundo de las cosas y cumpla cabalmente la independencia y la libertad del sujeto mismo. Es una verdad elemental bien establecida aun dentro de su derecho natural. Niega que el producto histórico «propiedad individual de tipo romanista» esté en condiciones de realizar esta exigencia para todo hombre que aspire a ella, y no sea más bien una garantía de la libertad y de la independencia de unos pocos frente a la servidumbre de muchos. El economista belga toma al pie de la letra las halagadoras descripciones de los exegetas y de los pandectistas y se manifiesta de acuerdo en el elogio de la propiedad, pero de esto saca con rigor deductivo la única conclusión posible para una ética social que aún desee adornarse con el epíteto de cristiana: la conclusión de que es «un derecho tan inherente a la naturaleza humana que ningún hombre debe poder ser despojado de él a menos que lo merezca».45 El jusnaturalismo formalista de los juristas se convierte en mensaje liberador para todos los hombres, o es una burla atroz; o la sociedad tiende a garantizar a todos la realización del instrumento propiedad o será siempre una sociedad inicua, porque ese intrumento concuerda con la naturaleza humana.46 Y ya que el discurso de los juristas tiende a unir propiedad y libertad, propiedad e independencia, tendrá un sentido si cada uno se siente concreta y no abstractamente destinatario de ese discurso. De otra manera, todo se reducirá y se agotará en una hermosa «frase sonora».47 El reproche que se le hace específicamente a Troplong suena a reproche a toda la jurisprudencia burguesa, a lo abstracto de sus esquemas libertarios. Aunque sólo por un momento y de manera subterránea, Laveleye halla su punto de

encuentre con los heréticos marxistas, a los que no aprecia y a los que no sabe comprender. Ante su crítica estricta, las teorías justificativas del surgimiento de la propiedad individual adoptadas por dos mil años de fertilidad inventiva de los politólogos, filósofos y juristas quedan demolidas y aun ridiculizadas. Lo que más pesa es que la demolición de Laveleye encuentra sus instrumentos erosivos al asumir como propios los ideales jusnaturalistas de los constructores de esas teorías. Sólo que el alumno de Huet reemplaza los juegos de palabra y la retórica jusnaturalista por un análisis concreto de las situaciones, un respeto de los ideales en su contenido incisivo en la carne de los hombres, un discurso totalmente sustancial. A la luz de esta crítica, no sólo la teoría de la ocupación contra la que había combatido Maine, sino las mucho más especiosas teorías del contrato y del trabajo satisfacen sólo como diversiones intelectuales de Locke y de sus compañeros de juego, pero dejan sin resolver, en su aberración moral y social, el problema efectivo de una masa de desheredados y de un limitado número de privilegiados, para los cuales hablar de contrato y mucho más de trabajo como momento justificativo ético-político de la propia situación ofende el sentido común y la equidad más elemental. 48 Y así hemos llegado a la definición de las premisas de la> que parte Laveleye. Historicismo y espiritualismo lo llevan á una interpretación reductiva de la propiedad individual moderna: un simple episodio de la vida histórica de la propiedad, tan larga como la historia del hombre; y tal vez un episodio en el que groseros intereses se exhiben como valores, y en el cual la institución alcanza el momento de mayor separación del derecho natural. La propiedad, en efecto, aun en la variación de sus formas y en la relatividad de sus ordenamientos históricos, alimenta en ella un núcleo esencial, una noción racional, que la forma asumida en la encarnación moderna, sobre todo en el ámbito de la sociedad capitalista, ha traicionado. Para obviar esta traición Laveleye, al recorrer con su mirada indagadora las zonas más ocultas de la historia de las relaciones entre hombre y cosa, vuelve a descubrir las formas de apropiación primitiva. Desvinculado, gracias a su historicismo, de la reverencia hacia la cristalización romana y romanista; con una noción racional de propiedad bien fija en la mente gracias a su jusnaturalismo cristiano, busca en la historia, si no un modelo de propiedad, al menos una forma de


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que satisfaga algunas exigencias que él considera fundamentales. Toda la investigación histórica —o, mejor dicho, de historia comparativa— de Laveleye se mueve en este filo de la navaja que es el entrecruzamiento de motivos e inspiraciones bastante diferentes, que milagrosamente llevan a un descubrimiento: la propiedad primitiva; una forma apropiativa en la que se valora el elemento social y en la que se alcanza el resultado de una participación capilar, pero una forma apropiativa de carácter colectivo. Un esquema, en otras palabras, que no puede plantearse como alternativo del recibido de la ciencia jurídica y económica oficial de la Europa del siglo xix.

Pero la historia que le sirve no es la historia de las construcciones doctrinales, la historia del pensamiento unida a la oficialidad triunfante, sino la historia exiliada a los libros de texto para escolares, ignorada por las grandes opciones militares y políticas, marginal con respecto a los grandes centros de decisiones, rural más que urbana, casi subterránea, que no se refleja en los monumentos de la ciencia sino en una praxis documental, que el espíritu romántico —con la obra paciente de Maurer, Grimm, Waitz, Eichhorn— ha tenido el mérito de sustraer del silencio despreciativo de la cultura de impronta ilustrada. En esta historia de catacumbas, el derecho romano no es el protagonista, porque es demasiado culto, demasiado refinado, demasiado superestructural en la disciplina de más de una relación. Reliquias y experiencias primitivas se anudan y combinan con sedimentos vulgares y aportes germánicos, ofreciendo una imagen alternativa de ordenamiento de las cosas, que nunca ha pretendido contraponerse a las especulaciones fortísimamente estructuradas de los romanistas, pero que ahora puede actuar como estandarte para una gran batalla. Y sin duda es un estandarte, en el corazón de la página de Laveleye sobre la marca germánica, 50 el testimonio autorizado de Grimm, que afirma que en la antigua lengua de los germanos no existe una palabra que dé la idea expresa del término bastante más reciente de Eigenthum; y tiene valor de provocación para una cultura de un único sentido, como la oficial, en la cual la propiedad individual se coloca no sólo como estructura legítima, sino justa y connatural. Y junto con la historia, la comparación. No realizada entre culturas del mismo tronco y de la misma índole sino que, acentuando la orientación valientemente iniciada por Maine, es impulsada al plano de las experiencias más excéntricas, no por cierto a la búsqueda de protagonistas de la vicisitud humana, sino de voces autógenas y autónomas con respecto al nudo corredizo romanista. 51 La comparación será, más que la historia, el terreno elegido por Laveleye. El hombre que había dedicado gran parte de su propia vida a viajar a lo largo y a lo ancho de Europa y África no con afán diletante sino con la seriedad casi profesional del mejor viajero del siglo xix;52 el estudioso que no podía esconder su admiración por Le Play y que tenía como él —también en esto muy siglo xix— el gusto por la encuesta sociológica y por la revelación estadística, 53 descubría en el

3. La premisa central del libro es, en efecto, enunciada por Laveleye de esta manera concisa: «la propiedad tal como nos la ha legado el duro genio de los romanos, no es bastante flexible, bastante humana... Generalmente, cuando se habla de la propiedad parece que sólo puede existir en una forma única; la vemos en vigor por todas partes a nuestro alrededor. Y éste es un profundo y enojoso error, que impide elevarse a una concepción más alta del derecho. El dominium exclusivo, personal y hereditario, aplicado a la tierra es un hecho relativamente muy reciente, y durante mucho tiempo los hombres sólo conocieron y practicaron la posesión colectiva».49 La insatisfacción por la propiedad que ve en acción alrededor de él y la conciencia de su extrema relatividad provocan en el estudioso la exigencia de dejarla de lado, de superarla, de construir una propiedad diferente. Pero se necesita valentía; es necesario desembarazarse de la mitología romanista, quitarse de encima el tranquilizador manto protector que siempre constituyó para el jurista la afinada y sólida técnica del derecho romano; hay que comprometerse con instrumentos culturales nuevos y correr el riesgo de romper con una tradición, a la que dos mil años de éxitos y de ininterrumpida aplicación han conferido casi la categoría de indiscutible. Tras de Maine, en la brecha abierta por el jurisconsulto inglés en la unanimidad oficial, el análisis de Laveleye continúa seguro y consciente. Como Maine y más que Maine, se da cuenta de que sólo una aplastante documentación podrá desvitalizar una tradición y una visión de las cosas arraigada en los huesos de cada jurista; que el método histórico-comparativo es la única garantía para eludir las arideces de la cultura jurídica del siglo xix.


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método comparativo el instrumento verdaderamente adecuado a su propia acción intelectual. Desde su observatorio belga, la mirada se extiende sin ningún límite por todo el orbe, husmeando indiscriminadamente en fuentes de variadísima calidad y en testimonios de todas partes, pero en el contexto de un discurso que —como decíamos antes— se presenta al mismo tiempo como etnológico, sociológico, económico y jurídico. Con la acrimonia pero también con la agudeza de diagnóstico que lo caracterizan, Fustel de Coulanges, el gran impugnador del economista de Lieja, lo definirá con abierta ironía como el primero en emprender «la comparación universal».54 Y al hacerlo ponía, puede decirse, el dedo en la llaga: una llaga metodológica, ya que en Laveleye la investigación comparativa es exasperada de manera discutible, y la reunión de materiales tan heterogéneos se reduce a veces a una masa de datos relativamente comparables o en absoluto comparables. Laveleye no podía dedicarse a reverenciar las sutilezas del método. La cantidad de material acumulado era directamente proporcional a su empeño antirromanista, y si bien el material era notable, ello se debía al temible enemigo al que debía combatirse. Los postulados romanos podían ser cuestionados sólo por la demostración de una koiné contraria, y el trabajo de Laveleye debe interpretarse justamente como la reconstrucción paciente del tejido de una koiné, un mosaico cuyas piezas recoge en todos los continentes y en todas las épocas. La indagación da el fruto esperado por el investigador, que ahora dispone de una suerte de lámpara de Aladino, de la que hace surgir una imagen tal vez espectral, acaso de contornos imprecisos, pero que siempre es una alternativa que contraponer. Ya no es lícito hablar de la propiedad, como hacen los juristas, y, antes que ellos, los filósofos. Su propiedad es una propiedad, una de las tantas formas apropiativas que los hombres han elegido y construido en el transcurso de su vida. Hay otras que se proponen con génesis y objetivos diferentes: «Otro error muy general es también hablar de "la propiedad" como si fuera una institución que tiene una forma fija, mientras que, en realidad, ha revestido las formas más diferentes y aun hoy es susceptible de modificaciones muy grandes y no previstas.» 55 La conclusión es la misma de Maine, más valorada, unida a un abanico documental imponente que Laveleye aumenta a medida que avanzan sus investigaciones y sus informaciones.

En la cuarca edición de 1891 —que no es una reedición del viejo libro de veinte años antes sino un aliquid novi—, la documentación es evidente y de ella surge una perspectiva que parece sacudir los lugares comunes sobre los que reposa la ciencia jurídica «ortodoxa»: la relevancia histórica y práctica de las formas de apropiación colectiva. Estas formas son una presencia viva aunque no evidente en pleno centro de la edad del individualismo. Los fragmentos recogidos por Maine se componen ahora en un cuadro completo y, junto con las deformaciones de la Marke germánica, matriz y arquetipo por excelencia,56 son los testimonios de acusación de la sordera burguesa: el Mir ruso,57 la Dessa javanesa, 58 el Township británico, 59 la Allmend germánico-helvética y escandinava, 60 la Zadruga de los eslavos meridionales,61 estructuras cada una de ellas con peculiaridad propia por origen histórico, naturaleza jurídica y esquema organizativo, pero que expresan todas una visión comunitaria y antiindividualista del ordenamiento de la propiedad, y una irreductibilidad dentro de los esquemas de la dogmática romana. Refiriéndose a las comunidades de las Allmenden, pero en una apreciación generalizable, Laveleye señala con satisfacción y casi con alivio: «No corresponden exactamente ni al dominium ni al condominium, ni a la universitas de los jurisconsultos latinos.» 62 La técnica de Gayo o de Triboniano no sirve para calificarlos. Son una realidad ajena a los conceptos clásicos y justinianeos. Respecto de ellos, el derecho romano y la tradición romanista constituyen una línea histórica absolutamente paralela que nace y transcurre sin contactos determinantes. Volveremos sobre este importante problema para la historia del pensamiento jurídico cuando examinemos más específicamente el enfoque técnico-jurídico de toda la materia. Baste por el momento la observación que acabamos de hacer: prosperó y se concretó hasta 1874 una praxis «colectivista» que las opciones generales de signo contrario no lograron sofocar. Esta praxis no es una deformación patológica, una degeneración, un empañamiento de los límpidos esquemas organizativos romanos, sino también un autónomo canal de corriente, orientado hacia un universo cultural distinto. El individualismo es fruto de los tiempos y de la cultura romana y romanista; el colectivismo es opción de otras culturas que han alimentado intacta una organización prerromana y directamente primigenia. Como ya lo hiciera Maine, Laveleye considera no sólo que


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plantea una alternativa sino que desea corroborarla con la fuerza que se desprende de la prioridad histórica. «La propiedad privada ha salido de la propiedad común» 63 y ha encontrado su propia encarnación en el universo romano, pero la propiedad que ha conocido una vida ininterrumpida desde las épocas primitivas hasta el siglo xiv, que tiene el prestigio moral que deriva de su calidad de Urtypus, es la colectiva. La relativización de la propiedad individual, unida a una evaluación a veces implícita a veces explícitamente negativa, absolutiza —si así se desea— la apropiación colectiva. Es inevitable que esta última se convierta en la forma connatural a la estructura pura del hombre antes de las luchas políticas y de las inserciones ideológicas; al estar vinculada al estado natural se alza, en cierta manera, como modelo. Llevado al centro vivo de la polémica, el jusnaturalista Laveleye prevalece sobre el historicista y, al menos en esta obra, se opera un trastocamiento de las posiciones de la escuela exegética. Aunque el economista belga no comete el grosero error de proponer el esquema alternativo como generalmente realizable y limita su invitación como hemos visto, a los colonos de América y de Australia, es, en suma, una invitación latente, aunque no siempre, a multiplicar las experiencias de formas colectivas. Es una antihistórica ingenuidad que le será reprochada: entre otros, con firmeza y competencia, en un discurso exquisitamente técnico, por Paul-Leroy-Beaulieu, que dedicará su curso de economía política de 1884 en el Colegio de Francia justamente a la refutación de las tesis laveleyanas en nombre de los postulados de la escuela clásica. Será fácil para el sólido economista, convirtiéndolo en un formalmente impecable e incisivo tributo a la «ingeniosidad» del colega de Lieja,64 demostrar la idealización a la que éste había sometido el voluminoso material histórico. 65 Al igual que lo señalamos para Maine, la validez de estas visiones se halla en otra parte: el dato históricamente relevante es el enriquecimiento del discurso cultural. Lo que interesa no es establecer si tiene razón Laveleye o Leroy-Beaulieu o si de por sí el planteamiento del volumen laveleyano es frágil o erróneo. Importa captar su valor provocativo, examinar sus tesis en relación con toda la tradición de la doctrina económico-jurídica; identificar en él, en otras palabras, su valor como estímulo. De la fisura en el envoltorio monocorde de la vieja doctrina no surgió por cierto la Minerva alada de la propiedad

colectiva para reemplazar a la propiedad individual. Los entusiasmos del polígrafo belga estaban destinados al vacío operativo, y si de él hubiera dependido, el rico burgués habría podido seguir durmiendo tranquilo sobre el andamiaje de propiedad entendida a la manera romanista o, todo lo más, levemente agitado por espectros de impreciso contorno. En cambio, no estaban destinados al vacío cultural porque los siguientes veinte años estarían agitados, en Francia y en toda Europa, por un coro de admiradores y detractores, seguidores y opositores, unidos en un vivaz y vital debate que comprometía cultura, técnicas e ideologías de los diferentes participantes. Un debate como para delinear el rostro histórico de una época con preciosa aproximación. Donde la obra de Maine y de Laveleye tuvo una específica influencia operativa fue en la suerte de lo que unos años más tarde Giacomo Venezian llamaría, en una célebre introducción, las «reliquias de la propiedad colectiva».66 Su imagen histórica se vería drásticamente trastocada y al fin podía captarse cuan tendenciosa y sectaria había sido la martillante propaganda de la clase dirigente, y qué insensata era la indiscriminada política abolicionista planteada y realizada bajo el signo de la violencia legal. Aquello que fue pintado como yugo absurdo para la sacrosanta libre circulación de los bienes, como fruto marchito y escoria del régimen feudal y, por lo mismo, como abusos que gravaban la «libertad» de las cosas y la «libertad» de los propietarios, se revelaba como posible residuo de un orden primitivo, de una forma apropiativa anterior socialmente calificada que el régimen señorial había sometido a usurpaciones y presiones. Sobre la situación de un territorio suizo, Laveleye dice: «Primitivamente, todo el cantón de Unterwalden formaba una única comunidad cuyos miembros tenían derecho de uso en todo el territorio. Cuando se establecieron las señorías y las abadías, usurparon poco a poco una parte del dominio común de la marke...»61 Se hablaba pues de usurpación, pero no según la fábula demasiado usada. No se trataba de harapientos que se habían apoderado de la propiedad de otros aprovechando, al comienzo, la tolerancia del señor y luego la incuria, sino de antiguos condomines que sólo conservaban algunos derechos fraccionarios del condominio originario como huella de una propiedad primitiva de la cual habían sido defraudados. Y no se trataba tanto de una rehabilitación moral o de una reencontrada dignidad histórica; era la situación jurídica


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de los bienes y de los sujetos la que cambiaba, y se resquebrajaban las premisas de la política liberadora y abolicionista. Por esto mismo no es casualidad que el nombre de Laveleye circulara tanto en el parlamento italiano, cuando se trate de afrontar el problema dentro de una perspectiva nueva. Una última noción que también es una precisión necesaria sobre las fuentes de la argumentación laveleyana. Podría pensarse, por la época en que apareció el volumen sobre las formas de propiedad y por sus contenidos, en una relación cultural entre Laveleye y Gierke: cuando el economista belga, después de la década de 1870, redacta su libro, ya circulan, en efecto, los dos primeros tomos del Genossenschaftsrecht gierkiano.68 Pero ésta sería una hipótesis que no correspondería a la realidad. El primer Laveleye que cuida la primera edición del libro, es monocorde en cuanto a sus fuentes de inspiración: junto con una caracterización de fondo procedente del replanteamiento politicosocial de un Le Play o de un Huet, los verdaderos puntos sólidos del horizonte cultural históricojurídico del que parte son, hacia un lado, Maine, y hacia el otro, la escuela histórica alemana y el primero entre todos, Maurer. Si se considera el capítulo sobre la Marke se encontrarán referencias a Grimm, Maurer y Fustel de Coulanges; si considera el capítulo sobre la Allmend, aunque esperamos amplias remisiones a Gierke se verá que está estructurado sobre la predominante y sólida piedra angular de un ensayo específico de Andreas Heusler. 69 La atención se vuelca sobre Gierke —y también sobre Kovalevski— con la nueva redacción de 1891 ;70 pero sólo le dedica una atención relativa y en esencia pareciera que no puede plantearse el problema de la influencia de la comprometida reflexión del historiador de Stettin sobre la formación de Laveleye.71

NOTAS 1. Nació en Brujas en 1822. Después de cursar estudios filosóficos en la Universidad de Lovaina, en 1842, pasó a la de Gante, donde inició los estudios jurídicos y dio comienzo a un intenso trato intelectual con el filósofo Fran^ois Huet. En el ámbito del progresismo liberal impulsado, en principio, por algunos grupos de jóvenes belgas, estuvo cerca de la revista La Flandre libérale, fundada en 1847 y colaboró en ella. En 1861 aceptó la candidatura que le ofrecieron los liberales de Gante para las elecciones de ese año, pero no tuvo éxito. En 1864 fue nombrado profesor de economía política e industrial en la Universidad de Lieja. Murió en Doyon (Namur) en 1892, después de dedicar los últimos años de su vida a los estudios de costumbres y a largas peregrinaciones por Europa y fuera de ella. Informaciones más amplias sobre su vida y su obra pueden encontrarse en E. Globet D'Alviella, «Notice sur Émile-Louis-Victor de Laveleye», en Annuaire de l'Académie royale des Sciences, des Lettres et des Beaux-Arts de Belgique (1895), Bruselas, 1895; E. Mahaim, Émile de Laveleye, en Liber memorialis. L'Úniversité de Liége de 1867 a 1935, Lieja, 1936, t. I, pp. 672 y ss.; P. Lambert, «Laveleye (Émile-Louis-Victor de)», en Biographie nationále publiée par l'Académie royale des Sciences, des Lettres et des Beaux-Arts de Belgique, t. XXXIV-Supplement, t. VI (fase. 2), Bruselas, 1968 (voz reproducida como ensayo autónomo en inglés en History of political economy, 2, 1970, pp. 263 y ss.). Además, son de notable interés algunos recuerdos conmemorativos publicados en revistas de la época, particularmente extranjeras. Así, E. Mahaim, en Revue d'économie politique, VI, 1892, pp. 93 y ss.; G. Picot, «Notice sur M. de Laveleye correspondant de l'Institut», en Séances et Travaux de l'Académie des Sciences morales et politiques (Instituí de France). Compte rendu, t. CXXXVIII, 1892, segundo semestre, pp. 799 y ss. En revistas italianas, los trabajos de A. Loria en Nuova Antología del 1 de febrero de 1892, ahora en Verso la giustizia sociale (Idee, battaglie et apostoli), Milán, 19082; A. Errera en Rassegna di scienze sociali e polinche, X, 1892; F. S. Mitti, en La Scuola positiva, II (1892). 2. Para citar sólo lo más importante, baste pensar en el volumen De la propriété et des ses formes primitives, París, 1874, en el que se sintetizan los trabajos precedentes de menor nivel; en el volumen Le socialisme contemporain, Bruselas, 1881; en los ensayos «Land System of Belgium and Holland», en Systems of Land Tenure in various Countries. A series of Essays publ. under the sanction of The Cobden Club, op. cit.; «La propriété collective du sol en différents pays», en Revue de Belgique, octubre-noviembre de 1885 y marzo de 1886; «La propriété primitive dans les Townships écossais», en Séances et Travaux de l'Académie des Sciences morales et politiques (Instituí de France). Compte-rendu, t. CXXIV, 1885, segundo semestre; además, numerosos artículos diseminados por las revistas más variadas pero, sobre todo, en Revue des deux mondes, Revue de Belgique y Fortnighíly Review, y que encontramos en buena parte reunidos en la recopilación de Es sais eí études. Premiére serie


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(1861-1875), París, 1894; deuxiéme serie (1875-1882), Gante-París, 1897. Que el tema de las formas de propiedad era el problema constantemente presente en nuestro autor lo demuestran también sus apuntes de viaje recogidos en el volumen La peninsule des Balkans, Bruselas, 1885, una de las mejores piezas de la pletórica literatura de viajes del siglo xix. 3. Hemos encontrado un ejemplo típico en el libro de Proudhon (cf. Introducción). 4. Es ejemplar F. Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, trad. española, Madrid, 1971, que aunque trata los mismos problemas diez años después, no cita una sola vez el libro de Laveleye. 5. Después de la primera edición de 1874, se suceden en el curso de pocos años una segunda y una tercera. En 1891 aparece la cuarta edición renovada y notablemente ampliada, en la cual el autor tiene en cuenta la literatura aparecida mientras tanto. 6. Fue traducido al inglés (Londres, Macmillan, 1878, con el título Primitive property), alemán (Leipzig, Brockhaus, 1879, con el título Das Ureigenthum), y también al danés y al ruso. 7. A este debate se dedicará el capítulo siguiente, al que se remite al lector. 8. Cf. «Les formes primitives de la propriété. I. Les communautés de village», en Revue des deux mondes, julio de 1872; II. «La marke germanique et ¡'origine de l'inégalité», idem, 1872; III. «Les communautés de famille et le cali héréditaire», idem, septiembre de 1872. Los tres artículos en la remisión expresa que hacen inmediatamente después de Village-communities..., op. cit., y a la quinta edición de Ancient law, atestiguan no sólo la enorme influencia de Maine en Laveleye, sino también el valor de estímulo que la obra del jurista inglés tiene para la economía belga. No dejará de ser útil señalar que los tres artículos antes citados suscitaron el aplauso admirativo de Stuart Mili, como queda testimoniado en una carta enviada por este último a Laveleye el 17 de noviembre de 1872, que aparece en el prefacio del volumen De la propriété..., op. cit., p. XII, n. 1. 9. Recordemos el fragmento de Proudhon con el que hemos empezado (cf. Introducción) al que sería extremadamente fácil agregar muchos otros. 10. Es superfluo precisar que nos referimos al celebérrimo libro de Adolphe Whiers De la propriété (Sobre la propiedad), París, 1848, escrito a ñnes de ese año por invitación del Institut y que es un poco el manifiesto de la contrarrevolución en Francia y el más ilustre —o al menos el más conocido— de esos escritos que poco después la pluma genial y agresiva de Giuseppe Ferrari calificaría como escritos de «filósofos asalariados» (cf. J. Ferrari, Les philosophes salaries, París, 1849). El programa de Thiers queda claramente expresado en el prefacio: defensa cerrada de las «ideas más naturales, las más evidentes, las más umversalmente reconocidas» (p. 1), de los hechos «más simples, más legítimos, más inevitables, menos susceptibles de contestación y de demostración» (p. 2), que aberrantes doctrinas tratan de demoler ante la «multitud emocionada, asombrada, sufriente» (p. 3). En esta actitud de defensor de la evidencia, el autor lanza un ancla de salvación a la sociedad: «No trabajo para mí, sino para la sociedad en peligro» (p. 4). Para situar a Thiers, en principio, en la historia del pensamiento social del siglo en Francia, véanse las alusiones dispersas y sumarias de M. Leroy, Histoire des Idees sociales en France, III, «D'Auguste Comte a P. J. Proudhon», París, 1954, passim.

11. Véanse las informaciones recogidas en la útil biografía de Goblet D'Alviella, Notice sur Émile-Louis-Victor de Laveleye, op. cit., pp. 47 y ss. 12. Es difícil —y tal vez estéril— intentar rígidas clasificaciones de una personalidad tan polivalente como Laveleye. La economía política es materia de su enseñanza universitaria y sus intereses parecen inclinarse predominantemente en ese sentido. En la producción de Laveleye resaltan las muchas encuestas y revelaciones económico-agrarias realizadas en diferentes países, que denuncian un gusto por la investigación concreta sólidamente basada en datos estadísticos y nociones técnicas. También su maestro Francois Huet lo consideró siempre como economista. Véanse las dos significativas cartas del 3 de marzo y del 30 de mayo de 1857 (Goblet D'Alviella, Notice sur Émile..., op. cit., p. 66). 13. De la propriété... op. cit., prefacio, p. V. 14. Ibid., p. VIII. 15. La primera edición del volumen es de 1881. 16. Le socialisme contemporaine, op. cit., prefacio, p. XXV. 17. «Europa, presa de la lucha de clases y de razas, está amenazada con la caída en el caos» (De la propriété..., op. cit., p. IV). 18. «En todas partes la hostilidad de las clases pondrá en peligro la libertad, y cuanto más concentrada esté la propiedad y el contraste entre los ricos y los pobres sea más marcado, más amenazada estará la sociedad por trastrocamientos profundos» (ibid., p. XI). 19. «Pensamos que no tenemos más que resolver dificultades de orden político, y es el problema social el que surge con sus oscuridades y sus abismos» (ibid., p. IV). Laveleye encontraba también notables estímulos culturales en las nuevas escuelas económicas alemanas a las que apreciaba y a las que seguía con atención, en el ámbito de las cuales se dedica a la Sociale Frage un notable interés teórico (por ejemplo, por un autor dilecto de Laveleye, Adolph Wagner). 20. «La democracia parece producir sólo conflictos, desorden y anarquía», ibid., p. IV, y también: «La democracia nos conduce a los abismos», ibid., p. V. 21. Ibid., pp. X-XI. 22. «Las democracias modernas no escaparán al destino de las democracias antiguas, si no es adoptando leyes que tengan por efecto repartir la propiedad entre un gran número de manos, y establecer una gran igualdad de condiciones», ibid., p. XI. «En nuestras sociedades europeas la democracia y la desigualdad se desarrollan al mismo tiempo», ibid., p. XXIV. 23. Como lo testimonia su sufrido paso del catolicismo al protestantismo, signo de una búsqueda espiritual sentida y profunda. Paso largamente meditado: aunque ya en el testimonio redactado en 1867 afloran signos evidentes, en 1878 Laveleye pedirá oficialmente la admisión en la Iglesia evangélica de Lieja (cf. Goblet D'Alviella, Notice sur..., op. cit., pp. 77 y 90). 24. «Las ideas igualitarias del Evangelio deben penetrar nuestras instituciones y nuestras leyes. Éste es un punto que Francois Huet aclaró con admirable lucidez, en un libro muy poco conocido: Le Christia~ nisme social (De la propriété..., op. cit., pref., p. XVI). Obsérvese que el volumen está dedicado a Huet junto con Stuart Mili. Sobre la compleja figura de Francois Huet (Villeau, 1814-París, 1869), que intentó una mediación entre Revolución y catolicismo basada en el reencuentro de los valores del cristianismo primitivo, y al que se debe un libro de 1853, Le régne social du Christianisme, que impactó mucho a Laveleye, podría ser interesante leer antes que nada las páginas que el mismo Lave-

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leye le dedicó en Le socialisme..., op. cií., pp. 296 y ss. También es útil entre las voces casi contemporáneas, el análisis de F. S. Nitti, II socialismo cattolico, Turín, 1891, pp. 288 y ss.; R. Rezsihazy, Origines et formation du catholicisme social en Belgique, 1842-1919, Lovaina, 1958. Los datos biográficos aparecen en la Biographie nationale publiée par l'Académie Royale des Sciences, des Lettres et des Beaux Arts de Belgique, t. IX, Bruselas, 1886-1887, sub voce. En Laveleye, aun en la necesidad de su creencia religiosa y en la autenticidad de su deseo de transformar la sociedad según un modelo que es el cristiano, afloran en varios puntos de la introducción del volumen sobre la propiedad, la comprobación y la preocupación del mensaje sustancialmente igualitario del que es portavoz el cristianismo originario. Éste es «igualitario, desarraigador de ese orden que Laveleye quiere cambiar, pero hasta cierto punto: si bien es verdad que el cristianismo es una religión igualitaria..., su doctrina desemboca en el comunismo... Si el cristianismo se enseñara y se comprendiera de acuerdo con el espíritu de su fundador, la organización social actual no duraría un solo día» (p. IX). Por lo mismo, es también amarga la comprobación de que «una idea más alta de justicia agrava el peligro» (p. III). Entre estos sentimientos desencontrados, sembrados de ansias y de instancias pero también de miedos, se desarrolla todo el discurso programático de Laveleye, atravesado por contradicciones profundas. 25. La fecha cierta la señala el propio autor en el prefacio: «Si en este momento (1874) la Asamblea de Versalles se opone al establecimiento de la República no es por una adhesión exclusiva a la forma monárquica; es porque teme que la democracia triunfante conduzca muy pronto a las reivindicaciones del espíritu igualitario» (p. X). Ahí emerge la habitual sensibilidad ante los hehos de la sociedad global y el acostumbrado diagnóstico realista y crudo de una clase dirigente en defensa de sus propios intereses. 26. Basta con remitir al texto reproducido en la nota 22 que encierra una verdadera declaración programática. 27. Ibid., p. XVII. 28. Laveleye mirará siempre con admiración a los llamados Kathedersozialisten, pero también con algo de desconfianza. En el prefacio a Propriété..., dejándose dominar por sus habituales temores hacia el socialismo, comprobaba amargamente que «penetra con sus ideas a las masas obreras y, cosa más grave, los profesores de economía política se convierten en Socialistas de cátedra» (p. XI). Casi al mismo tiempo, en una carta del 6 de diciembre de 1873, publicada por su biógrafo Goblet D'Alviella (Notice sur Émile-Louis-Victor de Laveleye, op. cit., p. 219) se autocalifica de «casi socialista», anunciando «que se halla en prensa un volumen que dará a mi nombre un color tan acentuado que me encontrarán demasiado comprometido» (sin duda, el volumen sobre las formas primitivas de propiedad). Ya tenemos una prueba ulterior de las contrastantes tensiones que agitan al profesor de Lieja, dividido entre el temor del derrumbamiento de un orden al que se siente pertenecer y las simpatías intelectuales hacia movimientos culturalmente frescos y vitales. Como economista, en efecto, está cercano al movimiento que participa en los encuentros promotores de Eisenach (del que habla en el italiano Giornale degli economisti), asume posiciones doctrinales de sustancial afinidad (cf. el ensayo «Les tendences nouvelles de l'économie politique», en Revue des deux mondes, 15 de julio de 1875) y reivindica directamente el cenáculo de jóvenes que se reunía alrededor de Huet por haber anticipado las principales soluciones (también en la Revue de Bel-

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gique del 15 de abril de 1879, p. 377): «No retrocedemos ante las soluciones más hábiles. Es interesante comprobar que ya habíamos llegado a las principales soluciones del Katheder socialismo, adoptado ahora con matices diferentes, por los profesores de economía política de Alemania.» La misma opinión de Laveleye sobre la validez del movimiento podrá captarse leyendo, en el volumen Le socialisme..., op. cit., pp. 311 y ss., el último capítulo dedicado a «Los socialistas de la cátedra». Sobre las relaciones entre nuestro autor y el Kathedersozialismus, véanse algunas observaciones en Lambert, voz Laveleye, op. cit., col. 534 y ss. 29. «En este volumen no quisiera hacer más que un ensayo histórico», afirma Laveleye en el prefacio (p. XXII) pero está dispuesto a agregar que «el conocimiento de las formas primitivas de la propiedad puede presentar un interés inmediato para las colonias nuevas que disponen de inmensos territorios como Australia y los Estados Unidos». Y exhorta retórica y muy ingenuamente a los «ciudadanos de América y de Australia» para que traduzcan en la práctica las conclusiones del libro. Así se cierra el largo prefacio. 30. Loria, Émile de Laveleye, op. cit., p. 317. 31. A la calificación de «historicista» dada al análisis de Laveleye puede achacársele que no esté sólidamente fundamentada. En las páginas que siguen encontrará una justificación más probatoria. 32. Las dos grandes corrientes de pensamiento de las que es tributario Laveleye marcan con sus propias enseñanzas toda su obra. Las citas numerosísimas de testimonios de las dos escuelas, que abundan en los escritos de Laveleye, demuestran esta derivación. 33. De la propriété..., op. cit., p. III. 34. Le socialisme..., op. cit., p. XXIII. 35. «Hoy la propiedad ha sido despojada de todo carácter social: completamente distinta de lo que era en su origen, ya nada tiene de colectivo. Provilegio sin obligaciones, sin trabas, sin reservas, parece no tener otro objetivo que asegurar el bienestar del individuo. Es así cómo se concibe y se la define» (De la propriété et..., op. cit., p. XV). 36. Laveleye, La propriété primitive..., op. cit., p. 375. 37. Si se indaga la génesis de la noción moderna de propiedad, se capta perfectamente esta deformación que la situación subjetiva del propietario sufre en la reflexión jurídica y directamente en la teológica-filosófica. Permítasenos remitir a nuestros dos ensayos: «La proprietá nel sistema privatistico della Seconda Scolastica», en La Seconda Scolastica nella formazione del diritto privato moderno, Milán, 1973, y también «Usus facti - La nozione de proprietá nell'inaugurazione dell'eta nuova», en Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, I (1972). 38. De la propriété et de ses formes..., op. cit., p. XV. 39. «Y puede creerse que en el futuro se dará un lugar mayor al elemento colectivo» (ibid., p. XV). 40. De esta manera lo define su biógrafo Globet D'Alviella en la tantas veces citada Notice sur Émile..., op. cit., p. 97. En sus estudios sobre la propiedad, Laveleye piensa siempre, por otra parte, en la agraria como esquema fundamental de propiedad. En él habla sobre todo el economista agrario: en efecto, es el mundo campesino y pastoril el que considera y en el que cree como fuera propulsora para el futuro. En una polémica con Federico List, que había sostenido la inferioridad de los pueblos agricultores con respecto a los manufactureros, replica: «El pueblo agricultor tendrá más posibilidades de moralidad, de felicidad, de poderío real, que el pueblo manufacturero» (ibid., p. 96).


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41. De la propriété et de ses formes..., op. cit., p. 4: «Cuando los juristas quieren dar cuenta del origen de ese derecho, se remontan a lo que llaman el estado natural, y a él remiten directamente el surgimiento de la propiedad individual absoluta, el dominium romano. De esta manera desconocen esa ley del desarrollo gradual, que se encuentra a lo largo de la historia, y se oponen a los hechos hoy reconocidos y comprobados. Sólo a través de una serie de progresos sucesivos y en una época relativamente reciente se constituyó la propiedad individual aplicada a la tierra.» 42. Ibid., p. XVIII. 43. Ibid., p. XIII. 44. Loe. ult. cit. 45. Ibid., p. XXII. 46. «Si la propiedad es indispensable para la libertad, ¿de esto no se deduce que todos los hombres tienen derecho a ser libres, y por lo mismo también tienen derecho a ser propietarios?» (ibid., p. XXI). 47. «El famoso jurisconsulto del Segundo Imperio, Troplong, en un pequeño escrito, La propriété d'aprés le Code civil, publicado en 1848, para refutar los errores de los socialistas, se expresa de esta manera en la p. 12: "Si la libertad fundamenta la propiedad, la igualdad la hace sagrada. Todos los hombres son iguales y por lo tanto igualmente libres; cada uno debe reconocer en el otro la soberana independencia del derecho." Esta frase sonora no tiene sentido, o significa que debemos asegurar a cada uno el goce de una propiedad que sea la garantía de su independencia» (loe. ult. cit.). 48. A esa teoría de la ocupación responde casi con los mismos argumentos que Maine, subrayando que «la ocupación es un hecho resultante del azar o de la fuerza» (p. 383). A la teoría lockiana del trabajo le dedica en el libro tres páginas de sereno examen (pp. 384-386) que terminan con esta cerrada conclusión: «Si el trabajo era la única fuente legítima de la propiedad, habría que llegar a la conclusión de que una sociedad donde tantos trabajadores viven en la preocupación y tantos ociosos en la opulencia, es contraria a todo derecho y viola el fundamento de la propiedad» (p. 386). Obsérvese cómo Laveleye tiende a mantenerse en el terreno del más simple buen sentido, negando a la doctrina, como fundamento, ese mínimo ético basado en la evidencia. Debe señalarse, en el mismo plano, la ridiculización acida de Thiers, del que se señalan implacablemente algunas toscas contradicciones. 49. De la propriété et de..., op. cit., p. XII. 50. Ibid., p. 77. 51. Para darse cuenta de este enfoque de Laveleye, que lo lleva a recorrer caminos generalmente insólitos en historiografía jurídica, basta con observar los temas marcados en el índice del libro. Enumeramos algunos especialmente significativos: las comunidades de aldea en Rusia, la institución equivalente en Java y en la India, las comunidades agrarias entre los árabes, la historia de la propiedad agraria en Inglaterra y en China, las comunidades familiares entre los eslavos meridionales, el Allmenden de Suiza, el Estado como propietario de tierras, el régimen de la propiedad en la India, y la propiedad agraria en Egipto y en Turquía. El cuadro se acentúa en ese sentido en la cuarta edición del libro, que es la primera totalmente rehecha por el autor y en la que surgen a la vista al menos los siguientes capítulos totalmente nuevos: los allmaenningar en Escandinavia y en Finlandia, la propiedad primitiva en Escocia y en los Estados Unidos, la propiedad primitiva entre los celtas

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irlandeses y los galos, la propiedad arcaica en el Punjab, el Japón y entre los aborígenes de América, la propiedad agraria en Dinamarca, la propiedad primitiva entre diferentes pueblos. De esta enumeración surge clara la tentativa de construir la propia solución con materiales que no sean los usuales de la tradición romanista. 52. En 1845 está en Italia; en 1847 en Austria y Alemania; en 1867 en Hungría; en 1869 en España, Portugal y Egipto; en 1877 en Suecia; en 1884 en Escocia; en 1883 en los Estados danubianos y en los Balcanes (cf. Goblet D'Alviella, Notice sur Émile..., op. cit., pp. 189 y ss.). A menudo sus reconstrucciones se basan en observaciones directas in loco (véase para los Allmenden sus declaraciones explícitas de la p. 267, nota 1). 53. El capítulo sobre las comunidades de aldea en Rusia está construido utilizando, antes que nada, la gran encuesta de Le Play sobre «Los obreros europeos». 54. Fustel de Coulanges, «Le probléme des origines de la propriété fonciére», en Revue des questions historiques, XXIII (1889), p. 411. 55. De la propriété et de ses..., op. cit., p. 381. 56. Ibid., pp. 71 y ss. 57. Ibid., pp. 9 y ss. 58. Ibid., pp. 49 y ss. 59. Ibid., pp. 123 y ss. 60. Ibid., pp. 267 y ss. 61. Ibid., pp. 201 y ss. 62. Ibid., p. 299. 63. Ibid., p. 301. 64. P. Leroy-Beaulieu, Le collectivisme - Examen critique du nouveau socialisme, París, 1884, p. 86. 65. Leroy-Beaulieu, Le collectivisme..., op. cit., p. 136: «Dejemos el idilio que sólo se encuentra en la poesía, y volvamos a la prosa, a la allmend, tal como en sus proporciones exiguas, su influencia restringida. La descripción entusiasta de la felicidad del campesino suizo se parece tanto a la realidad como los pastores de Teócrito o Condón y el Alexis de Virgilio a los verdaderos pastores griegos o romanos.» 66. G. Venezian, «Reliquie della proprietá collettiva in Italia», en Opere giuridiche, vol. II - Studi sui diritti reali e sulle trascrizioni, le successioni, la famiglia, Roma, 1920. 67. De la propriété et de ses..., op. cit., p. 302. 68. La elaboración de la amplísima obra de Gierke, Das deutsche Genossenschaftsrecht ocupa al autor durante cincuenta años: el primer volumen apareció en 1868, el segundo en 1873, el tercero en 1881, el cuarto en 1913. 69. A. Heusler, «Die Rechtsverháltnisse am Gemeinland in Unterwalden», en Zeitschrift für schweizerisches Recht, X (1862). 70. Cf. p. 116. De Máximo Kovalevski traducido del ruso se utiliza el ensayo «Umriss einer Geschichte der Zerstückelung der Feldgemeinschaft im Kanton Waadt». En el capítulo sobre las Allmenden, además del trabajo de Heusler se alude a A. Miaskowski, Dir Verfassung der Land - Alpen, und Forst-Wirtschaft der deutschen Schweiz, Basilea 1878, y Die schweizerische Allmend in ihrer geschichtluchen Entwicklung vom XIII. Jahrhundert bis zur Gegenwart, Leipzig, 1879. 71. Gierke resultará influyente, merced a su grandiosa reconstrucción del derecho asociativo medieval, sólo en el período más tardío del debate y entre los juristas (por ejemplo, en los cursos universitarios sobre los derechos reales de Francesco Filomusi Guelfi).


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CAPÍTULO

III

FORMAS Y SUSTANCIAS DE UN DEBATE 1. Propiedad colectiva y formas históricas de propiedad: la orientación del gran debate. — 2. El largo camino del debate. 1. El gran debate sobre la propiedad colectiva, en el que se verá envuelta buena parte de la cultura jurídica, económica y sociológica europea durante tres décadas ricas en encuentros y desencuentros doctrinales, desde alrededor de 1870 hasta los últimos años del siglo xix, encuentra sus planteamientos más remotos en Maine y aun más allá, en las reflexiones y revelaciones de la escuela histórica, y su provocación próxima e inmediata en el cúmulo de «hechos» recogidos y puestos de relieve por Émile de Laveleye. Pero ya en los años que separan el Ancient Law maineano de La propriété laveleyana hay un afloramiento creciente de revelaciones y de reflexiones que oculta una más compleja conciencia de la relación hombres-bienes y que se reconocen en una visión menos unilateral y simplista de la misma. En el ámbito de la renovación de la ciencia económica alemana, los jóvenes economistas consideran con interés la ya consolidada y madura escuela histórica del derecho y aprenden en ella una doble lección: bajo un perfil exquisitamente metódico, la exigencia de los historiadores tendente a relativizar reglas e instituciones; en lo que respecta al contenido, la familiaridad con aquellas formas históricas de apropiación que los Grimm, Maurer y Waitz habían desenterrado y que, en cierto sentido, constituían un desafío hacia las certidumbres de los clásicos y de la imperante doctrina inglesa.1 En 1869 un profesor de la Universidad de Bonn, Erwin Nasse,2 estudiará con éxito en cuanto a los resultados el Feldgemeinschaften de la Inglaterra medieval, 3 y también en ese año Guillermo Roscher, uno de los fundadores del histori-


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cismo económico, no tendrá dudas cuando coloque como centro de su amplísima sistematización económico-agraria, la conclusión nítida de la prioridad de la forma histórica de la propiedad comunitaria de la tierra sobre la de la apropiación individual, arrasando totalmente y reduciendo de alguna manera a una unidad la variadísima literatura sobre el tema. 4 Al año siguiente, 1870, se publicará un trabajo sobre la propiedad del berlinés Adolf Wagner con un título bastante significativo: Die Abschaffung des privaten Grundeigenthums.5 Personalidad culturalmente bastante sensible, Wagner se coloca en un terreno cultural ambivalente en el cual la Escuela Histórica de economía gira rápidamente hacia las convenciones de Eisenach y el primer ordenamiento organizativo del llamado Kathedersozialismus.6 El tema social pesa sobre el fondo e impone la necesidad de una vía de salida; cree que puede hallarse en el abandono de una propiedad territorial individual equivocadamente idolatrada por grandes malentendidos históricos y fruto de desarrollos recientes de la organización social, y en la siempre mayor extensión de formas de apropiación colectiva. Lo interesante es que si bien el ensayo de Wagner alcanza su mayor fuerza de provocación en el terreno histórico y en la comparación, eleva sus datos al nivel de propuesta y su discurso al nivel de teoría económica. 7 En esa propuesta, en esa teoría económica, la propiedad colectiva tiene un papel esencial. Al escribir esas páginas, el economista no está contando motas de polvo en el anaquel de un anticuario ni está satisfaciendo sus curiosidades arqueológicas. A diferencia de Nasse y de Roscher, y a diferencia de sus fuentes, Wagner se coloca en el mismo plano que Laveleye, que es a la vez cultural y operativo, e integra la reflexión económica en los esquemas variables del ordenamiento social y jurídico que alimentan de manera más evidente su sensibilidad histórica. 8 Al lado de estas revelaciones económicas, consecuente a ellas y no ajeno a sus sugerencias, merece ser señalado de forma aislada un ensayo que, aunque no alcanzó la difusión y la influencia del libro de Laveleye, es un punto de referencia obligado, tanto por sus detracciones como por sus aceptaciones en los debates que siguieron: aludimos al trabajo de Paul Viollet sobre el carácter colectivo de las primeras propiedades inmobiliarias. 9 Aparecido en 1872 en la prestigiosa pero poco accesible Bibliothéque de l'École des Chartes, según su autor, 10 es completamente autónomo con respecto a los artículos que el

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economista de Lieja publicaba en ese mismo momento en la Revue des deux mondes y relativamente autónomo también con respecto a Maine. Pero el enfoque cultural podría decirse que sigue siendo maineano. El análisis comparativo, en efecto, es llevado a sus extremas consecuencias y sobresale la atipicidad y variedad de las fuentes mucho más allá de los acostumbrados canales cognoscitivos. Viollet, un historiador del derecho, 11 dilata extraordinariamente su mirada, y la atención se dirige a los relatos de los viajeros,12 a los informes de los funcionarios^ coloniales,13 las informaciones coloniales,14 las observaciones sociológicas 15 o las páginas de los historiadores de la economía.16 La colección de hechos e informaciones más dispares a que nos habían acostumbrado Maine y Laveleye, aquí es material probatorio para una exposición que quiere seguir siendo esencialmente histórica. Si el economista de Lieja piensa incidir en la realidad que lo rodea, Viollet en cambio limita su análisis al nivel meramente cognoscitivo. No tiene el fervor misionero y apologético del estudioso belga, no le interesa hacer propuestas, rechaza el plano operativo por considerarlo irrelevante. En su estructura mental, la propiedad individual sigue siendo parte esencial del progreso civilizador, y aflora como valor irrenunciable a su conciencia eticosocial.17 Hay sólo una verdad que el historiador se siente en deuda de registrar y que no verifica con sus propios ideales y con sus propios intereses: «La propiedad inmobiliaria individual como un hecho secundario en la historia de las sociedades, como una idea nueva que, gradualmente, se ha separado del derecho colectivo de todos sobre la tierra.» 18 Una verdad intacta en el seno de la historia, que el investigador ha cuidado de liberar de lo intrincado de los sedimentos, y que ofrece como contribución al conocimiento. Contribución en absoluto inocua, sin embargo: bajo la aparente bonanza de la búsqueda de una verdad objetiva, emergía una verdad alternativa a la verdad en circulación. El hecho era de por sí un pobre hecho histórico lejano e inofensivo, pero trastocaba jerarquías y graduaciones hasta ese momento no discutibles. En principio, se trató de la propiedad colectiva. El historiador no se permite agregar otra cosa ni quiere realizar traducciones modernas de ese lenguaje antiguo y primordial. Pero es un lenguaje que goza de una traducibilidad universal y que puede ser recibido de inmediato por muchos oídos aten-


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tísimos que saben descubrir entre los pliegues del bagaje erudito una amenaza para sus propias certidumbres o, peor aún, para sus propios intereses. La «operación» propiedad colectiva —que muy pronto tendrá tantos combatientes de variada ingenuidad, pero de parecida acrimonia en posiciones contrapuestas— está por ser lanzada: con Wagner y con Viollet más aun que con Laveleye, la historia doctrinal de la propiedad se enriquece con un componente o, si se quiere, con una dimensión antes no valorada de manera autónoma; se enriquece y se complica. En efecto, está por empezar el gran debate. La propiedad colectiva, la forma apropiativa originaria, las formas apropiativas de los diferentes momentos históricos y de los distintos países, en modo especial de los antiguos germanos, son problemas que se convertirán en poco tiempo en objeto normal de las palabras cotidianas de las academias y de las conversaciones en los salones, con una extraordinaria capacidad —que cualquiera demuestra— de pasar del tema económico a la fundamentación erudita, del discurso jurídico al socioetnológico. ¿Es un feliz ejemplo de sensibilidad cultural que no ofrecen los intelectuales de esa época? ¿Se trata de un singular caso de eclecticismo cultural dentro de la huella y en el recuerdo de los más activos salones del siglo x v m ? ¿O es una renovada Arcadia donde sólo recitan versos y melopeas aunque con la desarmante y escueta prosa típica de los economistas y los juristas? Ninguna de estas hipótesis captaría su signo. Es verdad que nunca como en el seno de estos encarnizados debates sentiremos hablar tanto de reclamos a la objetividad científica, a la verdad histórica, a la positividad de un documento. Y nunca como en estas diatribas veremos deshojar con tanto celo la flor de los orígenes preguntándose, con el aparente candor del docto desposeído, si se manifestó primero la propiedad individual o la colectiva. Quien desee historiar plenamente este agitado debate nunca debiera satisfacerse con las edificantes proposiciones deontológicas, con las declaraciones de honestidad profesional, con el aparente distanciamiento respecto de lo social, lo económico y lo ideológico de estas académicas disputas sobre los primitivos. Debería, por el contrario, estar disponible, como hemos advertido en las páginas introductorias, para una diagnosis más compleja y para una respuesta más compleja destinada a perfilarse con suficiente precisión sobre quien ob-

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serve detrás de la pantalla de las afirmaciones sonoras y entre los matices aportados por el discurso erudito. La forma apropiativa de los orígenes ¿fue individual o colectiva? Pareciera un juego de suertes basado como está en un descarnado texto de César, un fragmento anfibológico de Tácito, un verso enigmático de Horacio. 19 Nos daremos cuenta de que detrás, y junto con el rigor exegético, hay también un enfoque conservador y no falta el juego de los intereses ligados a una estructura de la sociedad que quiere cristalizar; y se podrá hacer tanto más sólidamente cuanto más arraigadas estén sus soluciones que lleven a un valor metahistórico, a un esquema constante insensible al cambio de las estaciones: por ejemplo, el natural. El problema de los orígenes de las formas de propiedad que se da en el fondo de este debate, se vincula estrechamente a esta exigencia, porque el problema de los orígenes es en sustancia el del hombre aún intacto con respecto a su historia y a sus deformaciones; es el problema de la naturaleza humana incontaminada. Originario es válido, por lo menos, como connatural; el resto es sedimento, arbitrio, superestructura. El ingenuo positivismo naturalista que invade buena parte de la cultura europea de la segunda mitad del siglo xix se aferra a una única tabla de salvación: dentro de una notable pobreza de valores, más allá de los incómodos presupuestos cristianos y de las inaceptables indicaciones marxianas y marxistas, la «naturaleza» entendida en un sentido directamente biológico, parece seguir siendo el único elemento válido con el cual saldar la construcción de un edificio social que es cada vez más objeto de discusiones y de críticas iconoclastas. Y ya que el edificio asume como justificación de sí mismo la dimensión del sujeto propietario y, en consecuencia, de la propiedad individual como poder egoísta y exclusivo, la única operación posible de salvamento es mantener sólido ese filón de pensamiento bastante relevante que, al expresar teorías diferentes a través del tiempo, siempre había unido la propiedad individual a la libertad del individuo, constituyéndola en expresión de su «capacidad»; o sea que había vinculado propiedad y naturaleza del sujeto. Este castillo de naipes era amenazado de peligro por las molestas investigaciones sobre las formas primitivas de organización, por las cada vez más frecuentes preguntas que los estudiosos se planteaban para saber si el primer hombre era un propietario o había apagado su propio fuego posesivo den-


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tro de una estructura colectiva que mayormente lo satisfaciese. Resulta claro que el primer hombre no tiene relevancia como dato cronológico; lo que importa es su lugar en el jirón extremo de la historia, en los confines entre historia y naturaleza. Lo importante es que a ese sujeto se le caracteriza como el hombre natural, gracias al que se capta en su absoluta pureza la «naturalidad» o «artificiosidad» de una institución humana. Como tal se propone, en efecto, como el terreno de verificación de todas las teorías sobre la naturalidad de la apropiación individual. En un momento en el que las más exasperadas reconstrucciones evolucionistas dibujaban un cada vez más denso itinerario de la propiedad colectiva a la propiedad individual como tránsito de la barbarie a la civilización, del oscurantismo al progreso, podía resultar simple comprobar el estadio de apropiación colectiva e identificarlo con un estadio inferior desmentido luego por las conquistas de la evolución social; podía ser simple, a través de la suma de las teorías evolucionistas circulantes, señalar la conformidad de la propiedad individual plena y absoluta con la actual naturaleza del hombre y pensar que con esto se había garantizado su naturalidad. Ésta podía ser la manera más frontal y más obvia de atacar el problema. Pero en la conciencia socio jurídica del siglo xix, la propiedad individual, gracias al plurisecular trabajo de una politología y de una ciencia económica, fue asumida como la única protagonista de la humana vicisitud, y se vio tan compenetrada por una idea de naturaleza absolutamente estática e inmóvil, constituida como dimensión esencial de una naturaleza primigenia, que la sola idea de otra forma apropiativa para regular etapas de la vicisitud humana, no podía dejar de ser considerada fastidiosa y amenazadora. La naturaleza a la que se refieren los hombres de cultura del siglo xix en su capacidad receptiva es muy a menudo, a pesar de los entusiasmos evolucionistas, la misma naturaleza cuidadosamente delineada por la ilustración del siglo x v m , que es y sigue siendo el momento fundador de esa cultura bajo el perfil de la construcción filosófico-política y filosófico-jurídica; una naturaleza metahistórica, no susceptible de variaciones, inmóvil en la fijeza de sus valores. De aquí surge el sentido de la pregunta sobre los orígenes, de la prioridad de una u otra forma. Parece un juego de azar, pero no lo es. Por el contrario, para la conciencia jurídica del

siglo xix se trata de un problema grave. Por eso el debate; debate que no podía dejar de ser comprometedor, encarnizado, sin ahorrar golpe alguno.

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2. El interés por la propiedad colectiva como esquema organizativo es un hecho cada vez más difundido; el problema circula en la atmósfera bastante rarificada de la reflexión económico-jurídica desde la década de 1870, afectando a grupos culturales cada vez más amplios y a intelectuales profesionalmente bastante dispares. En 1874, el excelente historiador Auguste Geffroy,20 en su libro sobre la Germania de Tácito, alude no sólo explícitamente a los trabajos germanistas de Maurer y de Thudichum, sino también a los artículos de Laveleye y al ensayo de Viollet, y demuestra haber recibido la lección de los neoteóricos cuando echa una rápida mirada comparativa a las diversas formas históricas de propiedad colectiva.21 En poco tiempo, el conocimiento de ésta, mediatizada particularmente por los trabajos de Maine, Laveleye y Nasse, se convertirá en un arma en manos del estadounidense Henry George n en el ámbito de su simplista batalla contra el monopolio privado de la propiedad de la tierra. 23 Por discutible que sea, por débil que resulte a causa de sus precarios cimientos teoréticos, Progress and Poverty (Progreso y pobreza), el libro de George que apareció en 1879 tiene, en virtud de su carácter de libelo, una difusión universal como lo demuestran sus numerosas traducciones, 24 y contribuyó a la expansión de las ideas «colectivistas» en un ambiente y entre personajes a los que por cierto no hubieran podido llegar los que se dedicaban a esas investigaciones. 25 Ahora bien; más que por adhesión a interpretaciones precedentes, la afirmación de la prioridad de la forma colectiva nace del examen desapasionado del material etnológico que se utiliza por primera vez, como sucede en Ancient society (Antigua sociedad), de Henry Morgan, que aparece en 1877, en la que se aprovecha un original conjunto de datos propios de las culturas tribales americanas. 26 Con Morgan, en efecto, estamos frente a un estudioso insertado en los canales normales del flujo cultural. Conocido universalmente gracias a la atención que le dedicarán Marx y más aún Engels,27 es más bien un testigo un poco al margen en su segregación transatlántica que los contemporáneos apreciarán y conocerán de manera sólo relativa. Su reflexión autónoma, solitaria, está en buena parte al margen de la tra-


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ma de la gran polémica europea. Un insalvable océano lo separa de los debates del viejo continente al que es fundamentalmente ajeno, y ni algunas referencias a Maine o a Fustel de Coulanges sobre puntos no específicamente dedicados a la propiedad sirven para modificar la sustancia de un juicio. En el libro de Morgan, que es un diálogo directo entre el antropólogo y sus fuentes, tendente a rechazar toda mediación perturbadora, el traspaso que surge claramente en los diferentes estadios en los que escalona el nivel «primitivo» y «bárbaro», es el de la propiedad colectiva de la tribu a la propiedad individual.28 Y repitamos que no es por adhesión a esta o aquella interpretación, sino porque sus fuentes hablan de manera absoluta y porque es obvio según el escritor que sea así. Sucede, pues, que un número creciente de estudiosos vuelve a opciones convincentes de una doctrina autorizada, o que las observaciones comparativistas y socioetnológicas permiten el acercamiento a reflexiones occidentales de un material elocuente y bastante unívoco. Lo cierto es que el problema circula y crece, y se acepta la conclusión sobre la prioridad histórica de la propiedad colectiva, sobre su peculiar naturalidad y acerca de su posibilidad de revestir el carácter de valor alternativo. Ahora bien; esta circulación no podía ser un episodio incruento y pacífico. Démonos cuenta, como ya hemos señalado, de que la doctrina sobre la propiedad colectiva se integraba en un patrimonio cultural sólidamente asentado. Estado de derecho, estructuración libre, plataforma propietaria no eran opciones extrínsecas, culturalmente inmotivadas y basadas sólo en el hecho de la detentación del poder por parte de la clase hegemónica posrevolucionaria. Al contrario, se habían acomodado en un esquema teórico muy sabio y muy sólido que hundía sus raíces en fuentes primarias de índole filosófico-política, y habían dado forma a una construcción unitaria y compacta de extraordinaria lucidez y armonía, pero también extraordinariamente intolerante con las intromisiones no previstas. La nueva doctrina se caracterizó exactamente —para continuar con una imagen ya usada, pero que parece apropiada— como un cuerpo extraño dentro de este organismo compacto y unitario. Justamente porque se trataba de un organismo justificado, aun antes que de una praxis, y de una sistematización teórica de la humana convivencia, la nueva doctrina no podía esperar más que la sanción de su falta de receptividad.

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Frente al cuerpo extraño no podía dejar de ponerse en movimiento una pronta acción de rechazo; frente al veneno no podía dejar de disponer el antídoto. El gran debate sobre la propiedad colectiva, que nos proponemos seguir, transcurre por estos raíles, pero no bajo la impronta de la simplicidad. Aquí todo es en apariencia simple, pero sustancialmente complejo. La advertencia que señalábamos en el capítulo introductorio aquí debe repetirse como admonición y canon interpretativo. No hay dudas de que el terreno está culturalmente afectado, pero su complejidad abarca otras dimensiones más allá de la cultural. En el fondo de cada protagonista del diálogo está el disenso social invasor que provoca y exige, y esto es válido tanto para los «abogados del comunismo» (ya hemos tocado el tema al hablar de Laveleye) como para los paladines de la propiedad romanista. En el nivel consciente e inconsciente juegan, junto con las adquisiciones culturales, estados de ánimo complejos. Conciencia de una sociedad que hierve, temores de subversión total, exigencia de colocar un dique, sentimientos igualitaristas, aspiraciones morales se agrupan de un lado; por el otro, en un discurso más recortado, instancias conservadoras, defensa de los valores tradicionales, certidumbre de esos valores. Una conclusión se impone: el debate no se mueve en una única dimensión. Es indudable que detrás de la acumulación de investigaciones y de los intereses que éstas encierran, debe verse una de esas singulares convergencias entre cultura y movimientos profundos de la sociedad, que constituyen en su complejidad un testimonio precioso para el historiador que, a través de las ideas, quiera llegar a la comprensión no efímera del difícil territorio de las ideologías. Si antes de adentrarnos en el análisis del debate que ocupa por entero la década 1880-1890, y continúa aún más allá, queremos una verificación inmediata de la madeja de motivaciones que lo atraviesan, servirá de muestra más que cualquier otra cosa el debate que se desarrolla en la Academia de Ciencias morales y políticas de París a mediados de esa década. Con la intención de volver más tarde a los resultados, incorporándolos al desarrollo general, limitémonos a anticipar un poco anacrónicamente y a aislar algunos datos sobre hombres y discursos; servirá como aclaración concreta de las consideraciones que se han hecho hasta ahora y valdrá sobre todo, después de las alusiones sueltas a los protagonistas del


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período de exordio, para introducirnos en lo más denso del diálogo. La Academia, creación revolucionaria, clausurada por Napoleón y reabierta por Luis Felipe, no es —en el período que nos interesa— una exhibición de pelucas, sino un centro vivo de intercambios intelectuales. Allí encontramos como socios autorizados de esos años a los hombres más comprometidos en el debate: el primero de todos Fustel de Coulanges,29 y luego el economista Paul-Leroy-Beaulieu, el publicista Léon Aucoc,30 ei historiador del derecho Ernest Glasson,31 el historiador Auguste Geffroy,32 y como corresponsales extranjeros, los mismos Henry Maine y Émile de Laveleye; nombres por otra parte que ya nos resultan, y más nos resultarán, familiares. Pareciera que, por una singular coincidencia, los protagonistas de nuestro diálogo tuvieron en la Academia un terreno ideal para confrontar sus propias opiniones. La Academia es, en otras palabras, para quien no desee seguir el desarrollo de las diferentes intervenciones a través de una larga secuela de años, una lente eficaz para enfocar el debate en su momento culminante. Hojéese el resumen de las sesiones y de los trabajos de 1885 y 1886. El primero de esos años Fustel leyó sus provocativas «Investigaciones sobre este tema: los germanos conocían la propiedad de las tierras», 33 y también en 1885 Laveleye replica con su memoria sobre «la propiedad primitiva en los Townships escoceses».34 Al año siguiente, Fustel responderá con las «Observaciones sobre una obra de Émile de Laveleye titulada La propiedad colectiva del suelo en diferentes países»?1 Más allá del encuentro entre dos grandes adversarios, el tema de la propiedad colectiva y de los orígenes de la propiedad en general aflora constantemente. Léon Aucoc presenta el volumen de Belor sobre la propiedad primitiva, 36 y esto permite a Geffroy importantes precisiones que den pie al debate. Las «Investigaciones» de Fustel dan curso a una polémica áspera pero viva: interviene Geffroy, replica Fustel, interviene Glasson; contrarréplica Fustel, interviene Aucoc, vuelve a replicar Fustel, interviene Ravaisson.37 En suma, es una manera de hablar densa y concisa en la tentativa de desanudar un ovillo que todos consideran molesto en sus propias manos. Pero esto no es todo. Si se tiene la paciencia de hojear los dos volúmenes del año 1886, encontraremos un nutrido grupo de ensayos que en apariencia pertenecen a un universo dife-

rente al de la polémica sobre los primitivos. Notable es un informe de varios académicos sobre el trabajo de Alfred Fouillé «La propiedad social y la democracia»; 38 notable también, no mucho después, una detallada exposición de Léon Say de la obra de Lujo Brentano sobre «El problema obrero». 39 Y notable, finalmente, en el segundo semestre, el ensayo de Glasson sobre «El código civil y el problema obrero». 40 El traspaso de un plano a otro es sólo aparente: la dualidad de inspiraciones que, antes que nada podría advertirse es sólo, en realidad, manifestaciones duales de una inspiración y de una preocupación sustancialmente unitaria. La Academia se nos propone como terreno de verificación de nuestra disertación anterior: todo está marcado por la complejidad, nada es sólo filológico o sólo histórico, como alguien proclama. 41 Por el contrario, la voz de los historiadores y la pasión caligráfica de los filólogos nacen y se sitúan en su propia época. Como todas las cosas humanas, por cierto, pero con una carga de historicidad particularmente exuberante. Y un hilo subterráneo, y tal vez no tan subterráneo, une la rabia mal disimulada de Fustel contra el comunismo primitivo con toda la gran disertación sobre la «propiedad social» y sobre el «problema obrero». En una palabra, son infinitos los hilos del tejido, y sólo la conciencia de esta multiplicidad permitirá al historiador percibir el fondo de la problemática y las huellas seguras de su recorrido.

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NOTAS 1. J. A. Schumpeter, Historia del análisis económico, Barcelona, Ariel, 1982a. 2. Erwin Nasse (1829-1890), economista y tributarista, primero fue profesor en la Universidad de Rostock y a partir de 1860 en la de Bonn. 3. E. Nasse, Ueber die mittelalterliche Feldgemeinschaft und die Einhegungen pes sechszehnten Jahrunderts in England, Bonn, 1869. La obra —de la que existe traducción inglesa (On the agricultural community of the Middle Ages and Inclosures of the sixteenth century, Londres, 1871, que tuvo una segunda edición al año siguiente)— suscitó notable interés (cf., por ejemplo, el ensayo de Georg Hanssen, «Die mittelalterliche Feldgemeinschaft in England nach Masse, im Zusammentalt mit der skandinavish-germanischen», en Agrarhistorische Abhandlungen, I, Leipzig, 1880, pp. 484 y ss.). 4. G. Roscher, Economía dell'agricultura e delle materie prime, Turín, 1876 (Bib. dell'Economista, s. III, vol. I), pp. 71 y ss. Sobre Roscher y su método puede bastar la remisión a las páginas penetrantes de M. Weber, «Roschers historische Methode», en Gesammelte Aufsatze zur Wissenschaftslehre, Tubinga, 1968. 5. A. Wagner, Die Abschaffung des privaten Grundeigenthums, Leipzig, 1870. 6. Sobre Wagner (1835-1917), que durante un largo período, a partir de 1870, fue profesor de economía política en la Universidad de Berlín, baste con remitir a E. Thier, Rodbertus, Lasalle, Adolf Wagner. Ein Beitrag zur Theorie und Geschichte des deutschen Staatssozialismus, Jena, 1930, y a W. Vleugels, «Adolph Wagner-Gedenkworte zur hundersten Wiederkehr des Geburtstages eines deutschen Socialisten», en Schmollers Jahrbuch für Gesetzgebung Verwaltung und Votkswirtschaft im Deutschen Reiche, LIX, 1935, pp. 129 y ss. 7. El trabajo de Wagner se articula en tres ensayos: Das Grundeigenthum vor dem socialdemokratischen Arbeitercongress in Basel; Das privateigenthum am Grund und Boden in seiner gesellschaftlich notwendigen und berechtigten Entwicklung; Das Gemeineigenthum am Grund und Boden nach russischen Erfahrungen. En ellos se utilizan bastante las contribuciones de Maurer y de Waitz, así como los ensayos de Haxthausen. 8. Se recordará aquí sobre todo por la influencia que tuvo en algunos participantes del debate parlamentario italiano que dio lugar a una amplia y respetuosa cita de Tommaso Tittoni en su informe del 20 de febrero de 1893, y también a la obra de Albert E. F. Schaffle (Nürtingen, 1831-Stuttgart, 1903) inspirada en un «colectivismo» moderado. Deben señalarse sobre todo el opúsculo, muy acertado, aparecido en 1874 en Deutsche Blátter, y luego como publicación independiente en 1875 {La quinta essenza del socialismo, Genova, 1890), así como la importante obra Struttura e vita del corpor social - Saggio enciclopédico di una reate anatomía, fisiología e psicología delta societá umana con speciate

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riferimento all'economia sociale como scambio sociale de materia, Turín, 1881, en Biblioteca dell'economista, s. III, vol. VII, pp. I y II, dirigida por Boccardo. La primera edición original, con el título Bou und Leben des socialen Kórpers, apareció entre 1875 y 1878. 9. P. Viollet, Caractére collectif des premieres propriétés immobiliéres, en Bibliothéque de l'École des Chartes, XXXIII, 1872, pp. 455 y ss. 10. El mismo Viollet se toma el trabajo de informar al lector (cf. nota 1 después del título) que después de haber entregado al comité de redacción los primeros dos capítulos de su trabajo, leyó en la Revue des deux mondes la primera parte de un estudio de Émile de Laveleye y comprobó enfoques y conclusiones tan similares como para hacerlo dudar sobre la oportunidad de insistir en la publicación. Más tarde, en el curso de su apretada polémica con Fustel de Coulanges, a propósito de la dependencia de sus investigaciones con respecto a las de sir Henry Sumner Maine, Viollet afirmará haber conocido la obra del maestro inglés sólo en el momento en que redactaba la segunda parte del ensayo de 1872, por lo que la cita sólo en dicha segunda parte. Y Viollet repetirá la afirmación a propósito de las relaciones entre su trabajo y el del economista belga (cf. «Observations de M. Paul Viollet», al margen de la réplica hecha por Fustel contra el severo comentario del mismo Viollet a las «Investigaciones sobre algunos problemas de historia» y al «Estudio sobre el título De migrantibus de la ley sálica»). La polémica apareció en Revue critique d'histoire et de littérature, N. S., XXII, 1885; el fragmento que nos interesa está en la p. 269. 11. Paul Viollet (Tours, 1840-París, 1914) estuvo a cargo desde 1890 de la cátedra de historia del derecho civil y del derecho canónico en la École des Chartes, después de haber sido largo tiempo archivero y bibliotecario en la Facultad de Derecho de París. Sobre él, véase el retórico pero útil recuerdo de P. Fournir, «Paul Viollet», en Nouvelle revue historique du droit francais et étranger, XXXVIII-XXXIX, 1914-1915. 12. Cf. en p. 457 la utilización de los relatos de los viajes de Livingstone. 13. E. Gibelin, Études sur le droit civil des Hindous-Recherches de législation comparée sur les droits de l'lnde, les lois d'Athénes et de Rome et les coutumes des Germains, Pondichéry, 1846-1847, citado en p. 458. Gibelin es procurador general en la colonia francesa de Pondichéry, en la India. 14. Cf. en p. 461, E. Robe, Les lois de la propriété immobiliére en Algérie, Argel, 1864. 15. No falta la utilización de las encuestas de Le Play (sobre el cual cf. antes p. 39). 16. Como sucede en la p. 463 para la memoria de W. Roscher, «Ueber die Frage: Haben unsere deutschen Vorfahren zu Tacitus Zeit inhe Landwirtschaft nach dem Dreifeldelderssysteme getrieben?», en Berichte ueber die Verhandlungen der K. Saechs, Gesell, der Wiss. zu Leipzig, Phil. Hist. Klasse, t. X, 1858. 17. Viollet, Caractére collectif, op. cit., p. 503. 18. Viollet, Caractére collectif, op. cit., p. 481. 19. Nos referimos en especial a César, De bello gallico, IV, I y II, 22; a Tácito, Germania, XXVI; a Horacio, Carmina, III, 24, 9 y ss., que constituyen un poco los lugares comunes en los que se ejerce el celo interpretativo. 20. Auguste Geffroy (1820-1895) fue profesor en la Facultad de Letras de Burdeos, luego en la de París, y más tarde director de la Escuela francesa de Roma.


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21. A. Geffroy, Rome et les barbares - Étude sur la Germanie de Tacite, París, 1874, sobre todo pp. 176 y ss. 22. Sobre la singular personalidad y sobre la extensa obra, en poco tiempo superada, basta remitir a las informaciones esenciales ofrecidas por C. A. Barker, George Henry, en International Encyclopedia of the Social Sciences, Nueva York, 1968, vol. 6. 23. H. George, Progress and Poverty. An inquiry into the cause of industrial depressions and of want with increase of wealth, The remedy, San Francisco, 1879, libro VII, cap. IV. 24. Debe recordarse al menos la italiana en Biblioteca dell'economista, s. III, vol. IX, Turín, 1891 (pero que ya circulaba en 1888 como extracto anticipado). 25. Puede ser interesante el resumen que hace el «colectivista» Émile de Laveleye, «La propriété terrienne et le pauperisme», en Revue scientifique de la France et de l'etranger, s. II, XVIII, 1880, pp. 708 y ss. 26. El título original de la obra es: «Ancient Society or researches in the lines of human progress from savagery, through barbarísm, to civilization». Para situar culturalmente a Morgan véanse las contribuciones de B. J. Stern, «Lewis Henry Morgan: social evolutionist» y «Lewis Henry Morgan: american ethnologist», en Histórica! Sociology. The selected papers of Bernhard J. Stern, Nueva York, 1959, y de L. A. White, «Lewis Henry Morgan: Pioneer in the theory of social evolution», en An introduction to the history of sociology, ed. H. E. Barnes, Chicago, 19544, sobre todo pp. 145 y ss. 27. Es inútil recordar aquí que El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels, lleva como subtítulo: «En relación con las investigaciones de Lewis H. Morgan». Sobre la lectura de Morgan hecha por Marx y por Engels, cf. la introducción de F. Codino a la obra citada en la traducción italiana de D. Della Terza, Roma, 1963. 28. L. H. Morgan, La societá antica - La linee del progresso umano dallo stato selvaggio alia civiltá, traducción italiana, Milán, 1970, parte IV, Desarrollo de la idea de propiedad, caps. I y II. 29. Cf. el capítulo siguiente. 30. Cf. p. 172. 31. Cf. p. 171. 32. Ya hemos hablado antes en la p. 121. 33. Séances et travaux de l'Académie des Sciences morales et politiques (Instituí de France) - Compte rendu, t. CXXIII (1885, primer semestre), pp. 705 y ss. 34. Séances et travaux..., op. cit., t. CXXIV (1885, segundo semestre). 35. Séances et travaux..., op. cit., t. CXXVI (1886, segundo semestre). Sobre el trabajo publicado por Laveleye en la Revue de Belgique de 1886. 36. Séances et travaux..., op. cit., t. CXXIII (1885, primer semestre), pp. 642 y ss. 37. Séances et travaux..., op. cit., t. CXXIV (1885, segundo semestre), para la intervención de Geffroy, pp. 66 y ss.; para la réplica de Fustel, pp. 81 y ss.; para la intervención de Aucoc, pp. 129 y ss.; para la réplica de Fustel, pp. 141 y ss.; para la intervención de Raivaisson, pp. 147 y ss. 38. Séances et travaux..., op. cit., t. CXXV (1886, primer semestre). El informe está a cargo de Baudrillart, Block, Courcelle-Seneuil, Franck, Passy. 39. Séances et travaux..., op. cit., t. CXXV (1886, primer semestre), pp. 513 y ss. La discusión sobre el informe es obviamente densa y agitada. En ella participaron Aucoc, Baudrillart, Courcelle-Seneuil, Desjardins, Franck, Glasson, Janet, Paul Leroy-Baulieu, Levasseur, Passy, Picot.

40. Sécnces et travaux..., op. cit., t. CXXVI (1886, segundo semestre), pp. 129 y ss. 41. Como veremos, será sobre todo Fustel quien invoque la neutralidad y lo ascético de las indagaciones históricas y de las conclusiones historiográficas.


CAPÍTULO IV

FORMAS Y SUSTANCIAS DE UN DEBATE: FUSTEL DE COULANGES 1. Metodología historiográfica e historia de las formas de propiedad: rigores metódicos y «certidumbres» filológicas. — 2. La propiedad individual como valor eticopolítico en la búsqueda historiográfica de Fustel. — 3. Un artífice de sombras. La requisitoria contra el «colectivismo» y su instrumentación cultural. 1. En las páginas precedentes a menudo surgió un nombre: el de Fustel de Coulanges, 1 y lo hemos visto ocupar un lugar en la Academia de Ciencias morales y políticas, en medio de una discusión que tenía sus orígenes y su centro focal en la decidida solución que deseaba dar a esta inquietante pregunta: «¿Los germanos conocían la propiedad de las tierras?» 2 Fustel, en efecto, es el gran impugnador de Laveleye y de los «colectivistas», el estudioso que en nombre de una tradición y de una civilización rechazará con desdén las conclusiones comunales, el hombre que encarnará al defensor extremo de un ideal sociopolítico y, al mismo tiempo, de una etapa concreta del progreso humano. Pero Fustel no es un politólogo ni un economista, y ni siquiera un jurista: su oficio es el del historiador; por añadidura, se trata de un personaje muy preparado. Si su fin es únicamente sepultar con ignominia una alternativa económica y contribuir a la repulsa de lo que le resulta una espantosa estructura organizativa de las relaciones entre hombre y bienes, sus instrumentos no son ni pueden ser los de la ciencia económica y de la ciencia política. La exposición de Fustel, por lo tanto, es compleja; como sucede a menudo en el interior del debate, transcurre en dos planos: el de las declaraciones explícitas que tienen un objetivo inmediato, y el del hilo conductor, con su objetivo remoto. Si, en efecto, Fustel se nos aparece siempre en su


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oficio de historiador dedicado a demoler las pretendidas mixtificaciones históricas de Maurer, Leveleye y sus compañeros de ruta, por nuestra parte será necesario considerar sus páginas con una disponibilidad para captar su dimensión real y para percibir su complejidad. Esto es todo lo que queremos hacer para contribuir a su plena historización. Empezamos por las declaraciones programáticas: la batalla emprendida por el historiador parisino no se plantea como teoría en sí de las formas colectivas de la propiedad primitiva, ni contra Émile de Laveleye, sino específicamente contra esa teoría como reconstrucción histórica de la organización primitiva de los bienes y contra la desenvoltura historiográfica del estudioso de Lieja.3 El problema parecería, pues, exquisitamente metodológico. La distancia que separa a Fustel y a Laveleye es la que media entre una rigurosa metodología historiográfica y un procedimiento antihistórico. Para Fustel, Leveleye ha realizado el acto más inadecuado para un historiador: pretender la operatividad del hecho histórico y, en consecuencia, mezclar pasado y presente. Tarea del historiador no es, en cambio, hacer propuestas; éstas las adelantarán el economista y el politólogo, y el error del economista Laveleye consiste justamente en haberse apropiado de materiales del pasado con la atención y la falta de prejuicios del estudioso de cosas económicas. Para Fustel hacer historia es observar las cosas del pasado sin querer extraerlas de manera no natural del seno de ese pasado, sin excesiva participación del investigador en los mecanismos reconstructivos. En general, afirmará: «Sería preferible que la historia... siguiera siendo una ciencia pura y absolutamente desinteresada. Quisiéramos verla planear por esa región serena en la que no hay pasiones, ni rencores, ni deseos de venganza. Le pedimos ese encanto de imparcialidad perfecta que es la castidad de la historia.»4 Para quien conozca la obra historiográfica de Fustel y particularmente para quien lo haya seguido en los muchos escritos que dedicó a nuestro tema, guardando todavía en el oído el eco de las polémicas, de los ataques personales, de las insinuaciones virulentas y malévolas o del recuerdo de tantos trasvases de textos para adecuarlos a los deseos del autor, esta consideración podrá parecer sorprendente e impúdica. Pero es así; el programa fusteliano discurre por esta línea metodológica: separar pasado y presente, convertirlos en dimensiones incomunicables, sin una vinculación funcional que las una. Dos objetivos alcanzables desde formas cognoscitivas

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distintas en los que se mezclan diversamente imparcialidad, separación, estados emotivos, y aun observaciones racionalizadoras e intereses particulares. Una separación que, en su agudeza, revela el absurdo hacia el que inclina debido a las consecuencias lógicas, a los objetos observados y a los ángulos de observación, al observador mismo, portador siempre de su unidad psicológica, emergente siempre y sin embargo con su acumulación irrenunciable de pasionalidad, y de enfoques críticos. Pero tal es el programa de este autor que no lo deja en el limbo de su breviario deontológico sino que lo transporta al terreno enrarecido del debate que nos interesa, regla para el que escribe y clave interpretativa para el que lee. Dirá Fustel en su trabajo de 1886 leído en la Academia justamente contra un ensayo de Laveleye: «En el fondo, no veo muy bien qué interés pueden tener los partidarios del régimen colectivo en sostener tan a la ligera que ese régimen ha sido la ley primitiva y universal de la humanidad. ¿Qué hace el historiador en este asunto? La historia es la ciencia del pasado; no enseña el presente ni el futuro. Es una pura ciencia, no un arte. Estudia el pasado de la humanidad, como la geología estudia el subsuelo, sin tender a la aplicación. Tiene la dimensión de una ciencia desinteresada e inútil. ¿Por qué colocarla al servicio de doctrinas modernas? ¿Por qué correr el riesgo de falsearla para plegarla a esas doctrinas? La comunidad del suelo en el presente o en el futuro, y la comunidad del suelo en el pasado, son dos temas independientes y deben ser tratados por separado. Uno pertenece a los economistas, el otro será mejor estudiado por los historiadores.»5 ¿Candor o tartufismo? Nos inclinaríamos por la segunda hipótesis desde el momento que la pregunta no tiene mucha justificación. Si hay un tema claro, no equívoco, proclamado abiertamente y de manera liminar por Laveleye y sus seguidores, es que la prioridad histórica de la propiedad colectiva relativiza la noción misma de propiedad individual, la desmantela al nivel de noción universal, casi llega a crear una jerarquía de valores en la cual a la propiedad colectiva le corresponde un puesto primordial. Todo esto —repito— es un dato tal vez erróneo, pero bien insertado en el programa de Laveleye y justifica plenamente sus investigaciones «arqueológicas». ¿Por qué plantearse una pregunta que para un lector atento y hostil como Fustel no podía dejar de tener su respuesta nítida entre las primeras líneas de la obra incriminada? El interés de los abogados del


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colectivismo en colocar las formas comunitarias de propiedad entre el bagaje social de la primera aglomeración humana tiene la misma justificación que el interés de Fustel en querer, a cualquier precio, que los primeros hombres aporten un criterio individualista a la posesión de la tierra. La batalla se libra en el mismo terreno y la solución válida para una alineación no puede ser sino el perfecto oppositum de la otra. Por una parte y por la otra, la excavación geológica responde a un investigador que tiene los pies bien asentados en su tiempo y está inevitablemente afectado por ese complejo de sensibilidad y de energías morales y sociales que le imprimen carácter. La teorización de la «castidad» de la historia y, aún más, de su «inutilidad» nos dejarán perplejos, cuando las verifiquemos con las investigaciones fustelianas sobre el tema de la propiedad. De La ciudad antigua, de 1864, al grueso volumen sobre el «alodio» que es su último empeño, el tema de la propiedad, como veremos, no sólo es recurrente sino dominante e incluso invasor. Es invasora la «verdad» que el historiador nos propone, su verdad objetivada y cristalizada, no importa si leída en las cosas o pretendida en ellas: la propiedad individual como hecho primordial, como constante histórica, como valor de la historia humana. Él, al contrario de los fantasiosos «colectivistas», ha leído «todos» los documentos, ha analizado «todos» los textos, ha usado hacia ellos «todos» los recursos filológicos, y «todo» habla de propiedad individual (o, a lo sumo, familiar); nada, en cambio, de propiedad colectiva.6 Hay, pues, en la obra de Fustel la misma ansia por liberar el espacio histórico de un huésped incómodo, la propiedad colectiva, y negarla donde con seguridad se manifestó; reducirla en todo caso a propiedad de la familia. Siempre con opciones totalitarias, con soluciones unívocas, con una visión del problema absolutamente maniquea donde bien y mal, buenos o malos, verdad y error, no permiten un espacio para las transacciones, los matices, las zonas de sombra. Él, como historizador que hace continuas apelaciones a la exigencia de volver más rigurosa la investigación, de afinar los instrumentos filológicos, de aislar y analizar los textos antes que recogerlos indebidamente en un haz indiscriminado,7 nos propone una realidad monocorde, un lenguaje histórico único, una visión tan absoluta de los problemas y las soluciones, como para que nos preguntemos si la investigación no ha cedido el puesto a una cruzada, si la relatividad de

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la historia y de sus mayores o menores certidumbres no abdicó en favor de la moral y de sus convicciones. En perfecta simetría con la pregunta que Fustel se planteaba sobre el interés de los «colectivistas» respecto de tantos hallazgos arqueológicos, uno de sus opositores, y de los mejor preparados, Dareste, 8 frente a la negación de formas de propiedad colectiva de los siglos vi al x n que le resultaba una negación de un dato históricamente evidente, se preguntaba, con mucha mejor fe y con una más segura ingenuidad con respecto al interlocutor, cómo Fustel otorga tanta importancia a un punto de escaso relieve para su argumentación central. 9 El bueno de Dareste, sin duda, tenía razón como la tendría quien comprobase la continua reanudación del tema de la propiedad colectiva aun más allá de la línea conductora de un ensayo o una investigación. El tema interesaba al hombre Fustel; y el interés del hombre Fustel se había convertido en el plano científico en una tesis fundamental. Luego volveremos a esta argumentación, pero desde ahora es oportuno señalar que pocos historiadores han sido, como Fustel, tan participadores de su objeto cognoscitivo y vertieron tanto en él sus humores y sus pasiones, sus certidumbres morales de observadores pertenecientes a una determinada época. Pocas veces acaso, como en este autor, la conciencia del presente ha orientado la mirada del historiador y la ha inmovilizado en esa orientación. La neutralidad de la investigación histórica y su inutilidad aparecen como enunciaciones mixtificadoras y fáciles, y menos al descubierto que en los «colectivistas», con un procedimiento más insidioso y solapado y por eso menos identificable. El presente de Fustel entra en la limitación del pasado y lo condiciona y lo instrumentaliza. De esta clamorosa instrumentalización podría darse cuenta a primera vista quien deseara estudiar la filología fusteliana, o sea uno de los instrumentos, aunque no fuera el primero, de los que Fustel piensa servirse contra los «colectivistas». Filología que desarma, fuente de desesperación más que de complacencia para los ojos severos de un D'Arbois de Jubainville o de un Reinach.10 De esto veremos a continuación algunos testimonios. Baste decir aquí que remitirse a los documentos se concreta muy a menudo en la opción arbitraria de una documentación fácil, de seccionamientos indebidos dentro de un mismo documento, de falsaciones desenvueltas y,


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sin embargo, de un completo aislamiento del texto de la realidad que lo ha producido, con el riesgo que siempre corre Fustel de usar un material completamente deshistorizado y de ser autor más de ejercicios nominalistas que de investigaciones auténticamente históricas. Aunque al leer sus trabajos, siempre pedantes y presuntuosos, se tendría la sensación de encontrarse frente a un erudito de gran probidad. Cuando polemizó con Viollet, que le reprochaba una exégesis ahistórica de la documentación sobre la antigua propiedad germánica, respondió con altanería: «A cada uno sus procedimientos habituales. Para mí el análisis, el estudio de los detalles, el examen minucioso de las palabras. Para él la argumentación, la lógica, las presunciones y, sobre todo, la comparación.» u Pero ¿para qué servía la ingeniosa introspección en el mecanismo de un texto o la interpretación genial y brillante de un fragmento oscuro, si esa minuciosidad no terminaba en la comprensión del texto en su mundo histórico? ¿Si ésta —viceversa— se convierte para el investigador en el propio instrumentum regni y tendía a apuntalar más o menos sólidamente su tesis? «He leído todos esos documentos, no una vez, sino varias; no en extractos, sino de una manera continua y de un extremo al otro.» 12 De un elemental deber del historiador se hace pública jactancia como de una gran virtud: él es el único que ha leído todos los documentos; el único cuyas fuentes no alimentan secretos. No sabemos si ya se ha puesto adecuadamente en claro el uso del abjetivo «todo» en Fustel y la función que cumplía dentro de su estilo y de su despiadada dialéctica. Es cierto que se trata de un uso inteligente y adecuado a la personalidad del escritor, que identificaba con la verdad su propia certidumbre y subordinaba todo a ella: en seguida veremos que para él propiedad colectiva significa apropiación no de un grupo particular sino de todos;13 ya hemos visto que ha mirado todos los documentos sin excluir ninguno. En ambos casos lo que aflora es la misma personalidad prepotente, la misma argumentación totalitaria y el mismo uso del adjetivo que es constantemente disuasivo, intimidatorio. Las miserias de este método serán adecuadamente sacadas a la luz por el grupo de estudiosos a los que el gran encantador no logró neutralizar. «Filólogo mediocre»,14 el talento de Fustel es totalmente razonador, dialéctico. Según la opinión de Pasquali «era sociólogo, más que historiador»;15 y es una

aguda y apropiada calificación si por sociólogo se entiende a quien se dedica a reconstruir leyes y constantes del devenir social, a prefigurar modelos, sin excesivas preocupaciones por la plasticidad, ductilidad y movilidad grandísima de las realidades históricas. El rostro auténtico de Fustel aparece en La ciudad antigua, una construcción inteligente, sólida en algunas de sus intuiciones de fondo, sostenida en cada página, en cada línea, por una voluntad imperiosa no inclinada a la discusión y al diálogo. Su signo inconfundible aparece en el Fustel que emerge —entre las limitaciones de un filologismo aceptado como necesidad pero inadecuado a su mentalidad— en la defensa de la propiedad individual, en el apoyo a su gran tesis central. Por sus alumnos —particularmente por Seignobos—16 sabemos a través de qué caminos se verificó la palingenesia del estudioso Fustel, de sólido constructor de síntesis a analista minucioso de documentos y de palabras; caminos que no esconden la maduración de un convencimiento, sino despechos, rechazos, complejos de culpa.17 El filologismo de Fustel consistió siempre en la aplicación de una seudofilología en la cual el respeto a los textos cedía ante el respeto a la propia tesis, detrás de la cual se enmascaraba un personaje desenvuelto, extremadamente pugnaz, que por nada del mundo habría renunciado a hacer valer sus propias líneas de pensamiento. Demuele a Maurer al afirmar: «Una vez formada su teoría en su espíritu, adecúa a ella los textos.»18 Golpea implacablemente a Lamprecht puntualizando: «Se apodera de los textos más opuestos a su teoría y los interpreta a su manera.»19 Respecto de las conclusiones y del procedimiento de Viollet escribe que «la lógica suple a los textos, y el espíritu puede construir todos los sistemas que desee»,20 no dejando de subrayar las inexactitudes sustanciales y la infidelidad del opositor.21 Todas estas pesadas apreciaciones, distribuidas sin ahorro alguno a aquellos que cometían el error de pensar de otra manera, un observador concienzudo podría dirigirlas precisamente contra él. Cuando colecciona invectivas como las que hemos señalado, Fustel es involuntariamente autobiográfico. Él es quien, apoderándose de una idea madre, condiciona a ella los textos; él interpreta con aparente minucia los documentos dando más prueba de habilidad hermenéutica que de inclinación historicista;22 él es quien a la desenvoltura y al exceso de celo de los «colectivistas» contrapone a su vez un enfoque semejante. Sólo que la ideología de Fustel es más subterránea; nunca

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se expresa, serpentea por debajo de un aparato documental del que es parásita, y pide a ese aparato que hable en su lugar haciendo del historiador un personaje bastante similar al que maneja los hilos de un teatro de marionetas. Pero el que tiende y maneja los hilos es Fustel; y ese coro de voces aparentemente lejano, separado y afectado tiene el tono y el timbre de Fustel. Al hacer la nota necrológica de Émile de Laveleye, el gran creador de imágenes Loria —sincero y entusiasta adepto de las nuevas ideas colectivistas— al contemplar el cada vez mayor consenso sobre las mismas, comprueba en 1892 con profunda complacencia: «En vano Fustel de Coulanges a través de sus capitulares y de sus glosarios intentó lanzar la excomunión de la historia sobre las nuevas revelaciones y reafirmar el carácter individual de la propiedad primitiva.» 23 Si queremos volver a la imagen loriana y verificar su sentido a la luz de todo lo que hemos dicho hasta ahora, nos vemos aprisionados por una pregunta: ¿de verdad son esas capitulares y esos glosarios un observatorio altísimo en la atmósfera pura y rarificada de la objetividad histórica, apartado de la candente realidad social y de las ideologías de los hombres? ¿O tiene, por el contrario, raíces en lo profundo del espíritu humano donde se hunden las ideologías? Nuestra exposición quiere llegar precisamente a esto: a una reducción del pensamiento y de la obra historiográfica de Fustel de Coulanges sobre los orígenes y las formas históricas de la propiedad en sus términos reales, tratando de no satisfacernos con los desdenes motivados en el plano científico, con las profesiones de fe filológica, con las expresiones culturales hacia la «verdad». El rostro del historiador Fustel, como surge en el contexto del gran debate, es complejo; su función —la del gran inquisidor contra la relevancia de las formas históricas de propiedad colectiva— no encuentra su justificación histórica en la rebelión de las certidumbres filológicas contra las fábulas de los neoteóricos, de la ciencia contra la seudociencia, sino que tiene raíces en ese tejido profundo, intrincado y múltiple en el que hemos situado el mismo debate. 2. «Reunía sus últimas fuerzas para defender la teoría histórica y moral de la propiedad individual.» u Podríamos hacer nuestra la frase del biógrafo amigo, por cierto no dictada por reservas mentales sino por un aprecio pleno: capta el sentido y colorea con eficacia y puntualidad más que los últimos

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años de la vida científica de Fustel, todo el arco de su producción. El interés por el problema «propiedad» es constante. En La ciudad antigua, el capítulo sexto del libro segundo dedicado al derecho de propiedad aparece como fundamental. Desde 1879, fecha de redacción de las investigaciones sobre la propiedad en Grecia,25 la atención del historiador parisino está dedicada en buena parte al tema y a las polémicas sobre el mismo: en 1885 el informe sobre la antigua propiedad germánica,26 y alrededor de esos años, el ensayo sobre la marca;27 en 1886 el choque frontal con Laveleye,28 y en 1889 la requisitoria general contra todos los «colectivistas» aparece en la Revue des questions historiques,79 al mismo tiempo que la sólida construcción —no terminada— sobre el alodio y el ordenamiento agrario. 30 En el centro, siempre el mismo núcleo, siempre el mismo interés dominante. De todas estas contribuciones surgen dos datos sobresalientes: el elogio de la propiedad individual que como es habitual en Fustel éste hace pronunciar a las cosas mismas, o sea a los hechos históricos; la condena y la marginación de la propiedad colectiva «certificada» indiscutiblemente por la documentación al fin examinada y evaluada por él con rigor científico. Limitémonos, de momento, al primer dato y consideremos sumariamente cómo Fustel trata de fundamentar de manera histórica la idea «moral» de propiedad individual. En La ciudad antigua, el nexo es el que une propiedad y dimensión religiosa. Es la religión doméstica la que enseñó al hombre a convertirse en el dueño de la tierra y le aseguró el poder de la misma, que ha tutelado de manera plena esta situación haciendo de ella un derecho de extraordinaria fortaleza: 31 «Religión y propiedad nacieron juntas en el alma y han formado con la familia un conjunto indivisible e indistinto.» 32 Sobre esta plataforma —que es a la vez jurídica, económica y moral—, se yergue todo el edificio de la historia institucional de Occidente, cuyo núcleo vital Fustel lo encuentra en el desarrollo y permanencia de una noción antigua de propiedad. En la base del edificio medieval y moderno, forma concreta de motivaciones religiosas, naturales o remotísimas, está la propiedad romana, estructura nodal que unía sólidamente a un sujeto a las diferentes relaciones económicas que emanan de una cosa, y lo constituía en un vínculo jurídico de


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rara estabilidad y consistencia. Todo lo que sucede en las experiencias jurídicas siguientes, en el plano de la organización económico-jurídica de los bienes, no es sino una continuación, un desarrollo, una manifestación de la solución dada al problema del ordenamiento clásico. Todo se considera en términos de rigurosa continuidad. 33 El flujo histórico transcurre permanentemente entre alvéolos bien canalizados, bastante insensibles a entradas y contaminaciones del exterior. Con esta clave interpretativa rígida y unilateral, Fustel capta el traspaso a la epifanía en el amplio ensayo en el que reúne los resultados de sus largas meditaciones, el libro sobre el alodio, verdadero eslabón central en la cadena de su historia institucional de la Edad Media. Institución básica sigue siendo la propiedad individual captada por el historiador en la manifestación organizativa de la villa, que él llama la «villa galorromana». 34 Una célula administrativa identificada en la mitad del siglo iv en una delicada situación de línea divisoria entre mundo antiguo y ordenamientos nuevos. En esta célula no hay lugar para formas comunitarias: en el nivel de las cosas todo es proyección de un poder unitario concebido conio fuerza y vitalidad de un individuo, el dominium, cuyo radio de acción no tiene límites espaciales dentro de la villa', o sea que se extiende a las tierras cultivadas y a las sin cultivar, a los campos cercados y a los bosques y pastos. 35 Y a esto se agrega que desde este poder se tiende a captar los aspectos que más lo absolutizan. Por ejemplo, está matizada por una sutil complacencia la observación de Fustel de que los jurisconsultos romanos, lejos de intentar —como los modernos— una justificación de la propiedad privada en el trabajo, la consideran «un derecho antiguo e indiscutible que no necesitaba ser justificado».36 Sobre este derecho indiscutible que contiene en sí su propia justificación histórica, como lo tienen los derechos basados en la naturaleza de las cosas; sobre este derecho que nace en el terreno de lo sagrado, encuentra su estabilidad la villa. Sería interesante examinar la estructura tal como aparece en la visión de Fustel; pero nos comprometeríamos en una desviación demasiado larga. Baste señalar que el autor se recrea en la minimización y el mimetismo de todo tipo de propiedad común o que implique esquemas colectivos. Considerando que los agrimensores hablan de agri communes, el tema se considera de inmediato in limine y se resuelve radicalmente. En una palabra, casi apresuradamente, en la

parte general del volumen, las referencias explícitas de las fuentes se remiten a modestas y ocasionales formas de propiedad indivisa, incapaces de generar cualquier idea de comunidad; se trata de tierras comunes a coherederos o de pastos y bosques comprados por los propietarios vecinos como apéndices de sus propiedades agrarias y que dejan indivisos, o de tierras no asignadas después de la fundación de una colonia y concedida pro indiviso a los asignatarios de la misma colonia: «En esos tres casos, igualmente las tierras llamadas comunes son en realidad la propiedad de algunas personas determinadas: en ningún caso las tierras son comunes. La idea de comunidad agraria estaba ausente del espíritu romano.» 37 No entraremos en el núcleo de las conclusiones fustelianas; carece de interés para nosotros, que queremos comprender el lugar que la idea de propiedad individual ocupó en el pensamiento y en la obra historiográfica de Fustel, y conocer y apreciar el significado histórico real de los agri communes en la sociedad tardorromana. Pero tiene interés subrayar, reservándonos el volver a esto más adelante, en primer lugar la fuerza exegética y la interpretación unilateral a la que este autor somete sus textos; en segundo lugar, el uso del habitual lenguaje totalitario, testimonio de la constante obsesión de Fustel por una relación de pertenencia, referida a la comunidad general y de los malentendidos consecuentes a dicha obsesión. De todas maneras, en la intención del historiador parisino el fin parecía alcanzado: la base de la historia institucional de Occidente ya está construida con piedra sólida y no había sido difícil. El celo de Fustel, además, la había cimentado en cualquier relación aunque fuera mínima, con tal de hacerla aparecer absolutamente monolítica. La operación sería continuada en otra dirección: colocando por encima de todo el edificio de la propiedad medieval, pidiendo a la fundamentación romana que sirviera de soporte también a las acumulaciones sucesivas, condicionándolas decididamente y casi reproduciendo en el mundo de las estructuras sociales y jurídicas lo que frecuentemente se había establecido para los templos y las casas. Y Fustel se convierte en extremado sostenedor de la tesis de la continuidad; desaparecen las arquitecturas político-jurídicas del Estado y de la sociedad romanos, surgen nuevos pueblos, se alternan los asentamientos; pero la novedad es sólo una apariencia. En sustancia, nada cambia.38 Sistemáticamente, como quien no desea dejar espacio a la duda, se observan

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las leyes romanas de los bárbaros 3 9 y las germánicas, 40 así como los documentos merovingios, 41 y se llega a la conclusión de que «la llegada de los hombres nuevos no alteró ni debilitó el derecho de propiedad sobre el suelo».42 Fustel no tiene miedo de repetirse hasta el aburrimiento: «Todos los documentos de la época merovingia..., todos, nos muestran la propiedad privada. Todas las leyes, todas las cartas la señalan con rasgos indiscutibles.» 43 ¿Por qué insistir en haberlo visto todo, examinado todo, revisado todo! ¿Por qué esta prolijidad, por qué esta insistencia en un escritor rápido y feliz, capaz de espléndidas síntesis, un intuitivo por excelencia? La explicación la ofrece él mismo: «Veo, fuera de los documentos, es decir, en los libros modernos, una opinión muy de moda, según la cual los francos habrían practicado un régimen de "comunidad agraria" o al menos de "comunidad de aldea".» « Vuelve a aflorar la obsesión de siempre y vuelve a la polémica con los mismos interlocutores, los «campeones de esta teoría»,45 Maurer, Sohm, Viollet, Laveleye, Lamprecht, hacia los cuales, una vez más Fustel expresa el desprecio del científico cargado de datos y de pruebas hacia los juglares y fabuladores. 46 El tono es agrio, la polémica, dura y sin ahorro de golpes; continuamente la exposición tiende a dejar el terreno de la serenidad objetiva para cargarse, como es costumbre en Fustel, de virulencia y apasionamiento, atacando —aun antes de llegar a los resultados— la honorabilidad y la credibilidad de los autores. 47 Éste será el motivo del más áspero reproche que Ernest Glasson le hace a Fustel y que no podrá perdonarle.48 ¿Disensión de método? Fustel pontifica justamente contra Glasson: «En historia nada hay más importante que el método.» 49 ¿Urgencia de señalar y de contraponer verdad y error? El ansia de Fustel es «que el lector sepa y vea con sus ojos cómo se encuentra la verdad o cómo sólo se encuentra el error». 50 ¿Exigencia de restablecer la certidumbre-filológica? En la polémica con Glasson —y con cada uno de sus opositores— nunca pasa a «discutir la opinión del autor» sino que se limita a «examinar sus citas».51 No queremos negar todo esto, pero tampoco aceptamos limitar a esto el sentido de las requisitorias fustelianas. El eje maestro de toda la polémica es por cierto una certidumbre, pero no la de que la propiedad individual es una verdad histórica, sino de que es una verdad moral. En todo este juego de duelos sapientísimos está en discu-

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sión algo más y diferente de un restablecimiento de verdades científicas. El juego de las partes debió estar más matizado, debió conceder un espacio mayor a las dudas, a las perplejidades, a las sombras. En cambio, a la ingenua y a la vez ideologizada opción absoluta de los «colectivistas», Fustel contrapone su opción también absoluta. Es probable que ambas partes hayan abandonado el terreno del análisis histórico que siempre se identifica con el accidentado terreno de lo mutable, donde la humildad es la única garantía de seguridad. Ya no estamos, pues, frente a dos formaciones históricas, sino ante dos modelos metahistóricos. No se defiende ya la exégesis de un texto sino una concepción de la vida, del mundo social; el pasado es nada más que una ocasión, mientras que el problema se vuelve intemporal, proyectado de manera indiferente en la dimensión del pasado como en la del presente y en la del futuro. La fidelidad total a ciertas intuiciones, a determinadas «verdades» que siguen intactas e inmutables durante el transcurrir de la reflexión científica del estudioso, son sin duda alguna fruto de su coherencia tanto como de su sordera al diálogo, incapacidad para sentarse en un observatorio distanciado y para reconocer la complejidad de los fenómenos, y por lo tanto la licitud de las diferentes interpretaciones, pero son también el signo de una fidelidad ideológica que absolutiza, inmoviliza, exaspera. Dice Tourneur-Aumont —voz atendible y creíble porque está muy cerca de Fustel—: «La propiedad privada era, según Fustel, la condición de la vida familiar, de la moral individual, de la libertad, las tres ahora amenazadas y, con ellas, el orden público.» ° Éste es el soporte de la fidelidad fusteliana, que es fidelidad a las murallas externas de la ciudadela amenazada por el desorden. Perfectamente trastocada, pero calco perfecta de ella, tenemos en Fustel la misma compleja psicología de los «colectivistas». Pero, ciertamente, aparece menos descubierta y más amamantada de dignidad científica. Fustel está muy atento a esto y raramente deja el terreno resguardado de las fundamentaciones documentales para entregarse al desahogo abierto y elocuente. Aunque declara: «Entre las ideas corrientes que dominan el cerebro humano, hay una que ha establecido J. J. Rousseau, a saber, que la propiedad es contra natura, y que lo natural es la comunidad. Esta idea reina aún entre los eruditos, que la obedecen sin darse cuenta. Los espíritus dominados por ella nunca admitirán que la propiedad pueda ser


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un hecho primordial contemporáneo de las primeras culturas, natural al hombre, engendrado por intereses instintivamente concebidos, en estrecha relación con la constitución primitiva de la famila.» 53 La máscara del filólogo ha caído, aunque sea por un momento, y la voz del autor ya no adolece del tono monótono y el ritmo mecánico de los ritornelos sobre César, Tácito o Diodoro Sí culo. La frase tiene la autenticidad de una confesión y nadie dejará de notar el cambio total de las premisas y de las conclusiones de Laveleye. Antes que nada, se advierte la recuperación de la propiedad individual en la dimensión de la naturaleza y, en consecuencia, su deshistorización. No sabemos si Fustel leyó los trabajos preparatorios del Código civil napoleónico, pero sus afirmaciones parecen repetir todo un recetario argumental que se manifestó plenamente, sobre todo dentro de esos trabajos; idéntico hilo une las archiconocidas peroratas de Portalis. No olvidemos que, para Fustel, propiedad y religión son dos maneras vitales de manifestación del sujeto, dos enfoques «internos» a él, dos hechos del espíritu humano, del interior homo antes aun que del civis: «Religión y propiedad nacieron juntas en el alma.» * Y también en la sucesiva manifestación histórica la propiedad siempre se ha colocado tras este vínculo sacro y esta naturalidad primaria, pretendiendo una adecuación del devenir histórico, ya que lo existencial no puede desmentir lo esencial. Surgen viejos matices jusnaturalistas: un dato sobresaliente es la propiedad como modelo racional sustraído al deterioro de las cosas y del tiempo. Al conmemorar en la Revue Historique a su viejo amigo y colega Émile Belot, Fustel, refiriéndose a una investigación de éste, demostrativa de las ideas fustelianas sobre las formas históricas de la propiedad, deja escapar una aceptación significativa: «Fue para él una ocasión de combatir con argumentos de gran vigor y de sana razón las ideas preconcebidas que algunos hombres sustentan sobre la comunidad de la tierra.» 55 La cursiva es nuestra y quiere subrayar la tendencia de Fustel a desfasar todo lo que concierna a la propiedad. Los argumentos de Émile Belot contra la comunidad primitiva no sólo tienen gran vigor (y podríamos sobreentender que historiográfico), sino que son a la vez particularmente razonables y concuerdan con una racionalidad sana. Pero cuando el historiador empieza a apoderarse de datos y métodos en el reino de lo razonable, es signo alarmante de

que ha abdicado o ha querido abdicar de las limitaciones de su oficio, y ha entrado en el ámbito reservado de las concepciones supremas, de las grandes visiones del mundo que constituyen el campo típico de la moral. Además, cuando se recarga la dosis y se agrega una calificación de «sanidad» insidiosa y detestable por él uso que hace históricamente de ella, cargada de contenidos éticos, es un signo de que el problema ha dejado toda su discutibilidad para el expositor y se ha afirmado en posiciones de verdad o de error, de bien o de mal; o sea que se ha desnaturalizado entre las manos del intérprete, pasando de objeto de observación y evaluación perteneciente a la realidad histórica, a convicción de la realidad interior para proyectar y verificar en aquélla. Es signo de que el problema ya no es tal, sino que más bien se ha mutado en certidumbre.

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3. A la idea dominante de la propiedad privada como institución concordante con la naturaleza íntima del individuo y por lo tanto conquista inalienable se añade en Fustel otra idea-fuerza complementaria de la primera y directamente consecuencia de ella, casi un perfil diferente de la misma opción fundamental: la desconfianza es, más aún, la incurable aversión hacia toda forma colectiva de apropiación y gestión de los bienes. Si propiedad privada significa un valor de la humana convivencia, propiedad colectiva no puede dejar de proponerse como desconocimiento de ese valor, y por lo tanto como valor negativo. Su condena se pronuncia de manera inapelable antes que en el foro externo de los documentos históricos en el celosamente interior de las convicciones del intérprete, que no raramente se dejan adivinar escritas en una especie de tinta simpática entre las líneas densas de datos o afloran en el entramado de un discurso que quiere ser rigurosamente documental o documentado, en un momento de debilidad o de escasa vigilancia: «Lo que me espanta no es la teoría en sí misma, ya que no modificará el desarrollo de los hechos humanos, sino el método utilizado para imponerla.» 56 Permítasenos no dar fe a esta solemne declaración; lo que irrita a Fustel es la teoría comunal por lo que ésta puede significar e implicar en la sociedad europea del xix, y lo demuestra el inciso autoconsolador que hemos resaltado con la cursiva y que es ajeno a la lógica de la frase. Non praevalebunt, parece afirmar. No prevalecerán el anar-


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quismo y el desorden en esta sociedad ordenada, civilizadísima, cultora de las libertades individuales, que encuentra su propia garantía y su propio sello en la propiedad privada. La voz de Fustel ha dejado el santuario de las disputas solemnes para confesarse escuetamente, para revelarnos la subterránea justificación de tantas investigaciones, de tantas réplicas, de tantas páginas doctas, de tanto encarnizamiento, de tanta desesperada defensa como si el enemigo estuviese en el corazón del bastión último. No se trata, para el historiador parisino, de inocuas aunque infundadas y erróneas doctrinas, sino de una letal resquebrajadura en una construcción monolítica, una fisura en un dique. Esto explica y exige más que una defensa, una ofensiva implacable; esto explica las negaciones de la evidencia, las falsedades toscas, las distorsiones en los textos, los ejercicios escolásticos sobre la terminología que abundan en los textos de este autor y contra lo cual disparan —y no salvas— sus opositores. Para Fustel hablar de formas colectivas de propiedad no tiene el significado de comprender consolidaciones "históricas especiales y plantearse el problema de posibles alternativas al régimen vigente. Colectivismo, comunismo, aun en la suave, benévola y limitada acepción de Laveleye o de Maurer o Viollet, adquieren en el pensamiento fusteliano su carácter absoluto, su carácter de totalidad. Existe colectivismo como se há repetido hasta el aburrimiento una infinidad de veces, cuando la tierra es común a todos; hay comunismo donde ésta es propiedad de todos para no serlo de alguno.57 La identificación es apodíctica, nace de un esquema mental según el cual las nociones necesariamente imprecisas y genéricas de colectivismo o comunismo no evocan la imagen de tranquilas comunidades de carácter agro-silvo-pastoril, sino la de la sociedad general y sus fundamentos. Ésta es una prueba, aunque no había necesidad, de la naturaleza exquisitamente ideológica del discurso de Fustel. Él lee a Leveleye, Maurer y Viollet pero piensa en Fourier o en Marx, en el socialismo utópico y en el científico; lee acerca de comunidades como marke, mir, allmend, y piensa en la comunidad general conmovida, se perturba con el trastrocamiento de los valores destinados a verificarse: una obsesión que no lo abandona un solo instante. Equívocos y malentendidos sobre este tema nacen de esta singular disociación del espíritu de Fustel que, en su interpretación de textos y hechos, no logra mantenerse autónomo respecto ¿Te una preo-

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cupación dominante a la luz de la cual filtra y deforma los objetos. Ahora podemos considerar una clarificadora premisa sobre el mir ruso: «En primer lugar, el mir ruso no es sino un pueblo, una aldea, que raras veces supera los doscientos habitantes. Ocupa constantemente la misma tierra, de manera que si allí existe una comunidad, en todo caso se desenvuelve en un círculo muy restringido. Ese mir no representa en absoluto una "comunidad de tribu", sino "una comunidad de aldea". A partir del mir no puede llegarse a la conclusión de que el pueblo ruso practica un régimen de comunismo agrario, sino que el suelo pertenece al pueblo ruso, y tampoco que la tierra sea común a todos; y esto se aleja sensiblemente de la tesis que se pretende sostener.» 58 Esta premisa alcanza su sentido preciso si se vincula con la idea fija de Fustel de que la propiedad colectiva es un hecho total —la propiedad de todos— y si se instala en el fondo la idea-fuerza de que las opciones concernientes al ordenamiento de los bienes no son episodios fugaces, sino que conciernen al carácter esencial de la comunidad general y son tales que pueden caracterizarla en profundidad como ciertas opciones religiosas y de costumbre. Propiedad privada y propiedad colectiva no conciernen a la esfera de lo cotidiano o epidérmico, sino que mantienen directa vinculación con el núcleo eticosocial de una comunidad en su conjunto. En consecuencia, son lo positivo y lo negativo, el valor y el valor negativo, el bien y el mal. Una opción sobre la propiedad sólo podrá ser total para un pueblo, en un sentido u otro, pero en todo caso serán sentidos diametralmente opuestos. No creemos arriesgado plantear la hipótesis de que para Fustel es inconcebible o repugnante sin más que se practique normalmente la apropiación privada y se toleren, al mismo tiempo, comunidades concretas que, como el mir, tienen cierta estructura colectivista. Lo particular deberá ser elevado a lo general, el rostro de la comunidad global —que los ordenamientos colectivos denuncian siempre con buena fe y puntualidad— deberá reencontrar su propia unidad. Ésta es una clave interpretativa que aunque incida en la recuperación de la exposición de Fustel para la dimensión ideológica que no nos parece seriamente impugnable, la transporta a un terreno más complejo donde la ideología se despoja, en parte, de los simples intereses de clase y hunde sus propias raíces en el mundo extremo de los valores, en una at-


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mósfera menos tosca y más clarificada. Es una clave interpretativa que, al continuar, ampliar y complicar la línea de las páginas anteriores, contribuye a dar una explicación más convincente del maniqueísmo fusteliano, de las condenas implacables, de las increíbles asperezas verbales que por parte del historiador parisino constelan el espacio del gran debate. 59 Es una clave interpretativa que justifica también todo el instrumento seudocultural, más exactamente seudojurídico y seudofilológico, que aplica Fustel. En este lugar no tiene sentido para nosotros seguir a Fustel en sus ingeniosos y habilísimos ejercicios hermenéuticos, en las puntillosas réplicas tras las cuales nada, absolutamente nada de las tesis del adversario quedaría en pie. Quien lo desee podrá ver las distorsiones, falsedades y errores leyendo sobre todo el artículo de Fustel sobre los orígenes de la propiedad agraria y el volumen sobre el alodio (que resume su obra y su polémica), y por otra parte las respuestas de Viollet, D'Arbois de Jubainville y particularmente de Glasson en el amplio y extenso ensayo de 1890.60 Nosotros no lo haremos; no tiene interés saber quién tiene razón al reconstruir el documento publicado por Zeumer, el fragmento de Lex romana burgundionum o el título De migrantibus de la Lex sálica. Nuestro interés se detiene en el método seguido por lo que éste puede revelarnos sobre las conclusiones del autor, acerca de su situación en el debate, el timbre auténtico de su voz en el nutrido coro que se eleva en esos años. Examinados bajo este perfil, los instrumentos fustelianos revelan su fragilidad y, con ella, los fines a los que se dirigen sus argumentos filológicos y jurídicos y hacia los que se instrumentan. ,. Sobre el pretendido filologismo de Fustel en general ya nos hemos extendido en el primer parágrafo de este capítulo. Baste agregar que muy a menudo se reduce a un simple nominalismo. El canon príncipe de su filología es el análisis del texto aislado. Aislar el texto de manera que reciba todas las atenciones del investigador es la primera fase del procedimiento fusteliano para alcanzar la «verdad» o, si queremos ser más malévolos, la primera fase del procedimiento que permitirá al investigador dominar totalmente el texto. La polémica con Viollet, recordémoslo, también se basa en esto y queda marcada, por parte de Fustel, por una precisa dignidad profesional: «Primero aislemos y analicemos, y luego relacionemos.» 61

De manera coherente con esta premisa, el texto, el singular texto, es abstraído no sólo del ambiente circundante, sino también de todo el sistema de textos contemporáneos y del lugar, y flota en su limbo en el cual el cuchillo del intérprete puede clavarse con casi absoluta libertad. De esa manera Fustel respondía a los adversarios: punto contra punto, con meticulosidad, siempre hurgando en los documentos, siempre replicando persuasivamente, a fin de no dejar ninguna duda en el lector.62 Positivismo grosero y simplista que satisface in limine, pero que aparece ante una mirada un poco profunda como una operación puramente formal. Se batalla y se rebate dentro de un análisis minucioso, pero escapa el grande, variado y complejo tejido conectivo del cual y en el cual viven los textos: en un documento de 1815 aparece una adjetivación incómoda, anális, aplicada a las tierras, que llevaría a la conclusión de que se produce la rotación durante breves períodos de los fundios asignados a particulares, y testimoniaría un principio activo típico de todo ordenamiento colectivista primordial. 63 Ahora bien; con una desenvoltura digna de Triboniano,64 Fustel propone la sustitución por aricáis argumentando sobre un probable error del copista, que al transcribir transformó ri en n.65 Aún más: se habla en los documentos y diplomas de «vecinos» con un término de contenido típicamente técnico y de segura referencia a una estructura comunitaria, y no duda en hacerlo absolutamente insignificante atribuyéndole la acepción moderna, y para él inocua, que expresa la simple posición de cualquiera con respecto a otro captada en su materialidad. 66 Aún más, hay un texto de Diodoro de Sicilia relativo al colectivismo de los griegos de Lípari en el que tiene gran peso el verbo xXrjpouxdv. Fustel, suscitando el estupor y la irritación de los helenistas, 67 distorsiona el sentido de manera favorable para él, como si expresara sólo la idea de una división definitiva.68 El seudofilologismo fusteliano, que encuentra en el aislamiento del texto su instrumento príncipe, se acompaña perfectamente con el enfoque de seudocultura que antes hemos calificado como nominalismo y que consiste en detenerse frente a las manifestaciones exteriores de un documento, captar sus datos formales —sobre todo los terminológicos— sin llevar la preocupación hermenéutica a la comprensión del mundo que surge del documento. La indagación de Fustel sobre la marca germánica es elocuente: una verdadera caza del término que hace que en buena parte el problema de existencia y


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supervivencia de un esquema operativo y organizativo consista en el descubrimiento de una representación terminológica autónoma y formal del mismo esquema; 69 por lo cual la historia de la marca es también, y sobre todo, historia de un nombre. 70 Muy a menudo, con Fustel, nos encontramos en el plano del artificio genial, del hallazgo brillante, del ejercicio combinado habilidosamente; muy a menudo en él, inteligencia del texto es identificación de mecanismos lógicos, no ya de radicaciones históricas. Pero lo mismo su hermenéutica sigue siendo nominalista y sufre si no nos deja enceguecidos por los brillos de muchas citas, por una instrumentación cultural particularmente pobre; la conclusión con la que se cierra el esforzado trabajo sobre el alodio —al que nos hemos referido— nos deja desarmados: deteniéndose en una exploración superficial de los términos, de formas y de fórmulas, el principio de la continuidad se resuelve en un completo achatamiento del devenir histórico. 71 El discurso que se hace bajo el perfil filológico debe continuarse y ampliarse con el jurídico. Fustel, en efecto, no llega más allá de la percepción de la enorme relevancia del derecho en la tentativa de comprensión de un medio histórico: «En el estudio que se pretendía hacer de lo que hay de más íntimo en los pueblos, justamente se omitió el derecho de los mismos, es decir lo que era lo esencial. Y por último se construyó ese brillante andamiaje sobre una serie de confusiones que se tejieron entre la comunidad de aldea y la copropiedad de familia, entre la propiedad común y el carácter indivisible de la propiedad, entre la comunidad agraria y las comunidades de aldea.» 72 La referencia metódica es ejemplar: mal haría el historiador que, estudiando una dimensión de la sociedad tan unida a opciones profundas como la relación con las cosas, se privase del observatorio valioso que le ofrece el derecho y que permite penetrar, más allá de lo cotidianamente variable, en la intimidad de una costumbre. Lo tragicómico es que el reproche de Fustel parece tener un primer destinatario que es él mismo; la segunda parte de la frase parece delinear más que los resultados de los adversarios sus mismos resultados. Su «verdad» fundamental —antítesis perfecta de la tesis colectivista— es que el fenómeno comunitario en la apropiación de los bienes se reduce a formas de comunión (o sea de condominio, aglomeración de los aportes propietarios individuales) o a propiedades familiares (entendida la familia en el

sentido más restringido) y está basado justamente en las confusiones y en los equívocos que Fustel lamenta. Pobre en nociones jurídicas, 73 indiferente a ese armazón complejo que es el ordenamiento jurídico, por lo mismo es incapaz de captar el sentido y el valor de una tradición, de una técnica, de una praxis en el nivel del derecho, su saber está totalmente condensado en las páginas claras y esquemáticas del Precis de Accarias.74 Pero Accarias le plantea a Fustel los frutos extremos de la elaboración jurídica romana a su vez digeridos y filtrados por un romanista del siglo xix educado en las racionalizaciones y en los virtuosismos exegéticos; le ofrece, por otra parte, un armazón que por cierto era el menos adecuado para comprender y valorar los datos en apariencia incoherentes de la praxis de la Alta Edad Media. El código clásico nunca habría podido traducir en toda su riqueza el lenguaje social de los medievales. Esto se comprueba cuando vemos a Fustel empeñado en relegar al ámbito de los simples usos las situaciones subjetivas de estructuras organizativas comunitarias que hacen de la propiedad un quid iuris nítido y aislable con referencia al titular o titulares. Éste es un ejemplo: existe una controversia en un documento respecto de ciertos usos comunes de un bosque. En su tentativa continua de eliminar precedentes comunitarios, Fustel señala: «Si la palabra communes se encuentra allí, se aplica a usus, y no a terrae. Todo ese suelo pertenece visiblemente de plena propiedad tanto al abad, como al conde, como al príncipe; ni la menor fracción es tierra común».75 La contraposición entre dominium y usus es, para la realidad medieval, uno de los esquemas más desencaminados. 76 Señala, en efecto, una contraposición conceptual entre voluntad y naturaleza, a la que por una cantidad de motivos los medievales debían ser totalmente ajenos, y que en cambio trasluce una cultura y una mentalidad que son las de los clásicos. Es probable que al convertirse Fustel en representante de un enfoque cultural difundido en la capa dirigente francesa del siglo xix, considere que ha cumplido con su tarea de debida actualización teniendo bien a la vista en su mesa de trabajo un afortunado manual de instituciones de derecho romano; pero hubiera bastado considerar los trabajos de Beseler, Gierke y, en general, de los alemanes para darse cuenta de que una orientación distinta de pensamiento podía sugerir interpretaciones sensiblemente variadas. En esas estructuras comunitarias, convencional y artificiosa pero significativamen-


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te calificadas como condominia iuris germanici, sobre las que los juristas alemanes.tenían el mérito de insistir, las situaciones subjetivas de los llamados condominios —que alguno limitado por las orejeras romanas y romanistas, podría definir como usus— ponían en evidencia una revalorización de lo efectivo sobre lo válido, y descubrían en lo efectivo un momento participativo en la esfera de la propiedad. Pero a Fustel le faltaba no sólo la sensibilidad sino los instrumentos de lectura del jurista; su habitual visión no le permitió percibir intensidades y diferenciaciones, sino que aplanaba y esquematizaba. 77 Como no sabe captar la acepción técnica en cuanto tal, históricamente rica de vicinus —que es noción filtrada de lo genérico a lo específico gracias al derecho—, no percibe el salto lógico que separa el condominio privado de la propiedad colectiva, y no le resultará difícil al economista Laveleye —provisto a diferencia de Fustel de sólidos estudios jurídicos— poner al descubierto con declarado asombro toda la ingenuidad y falta de elementos de la argumentación de Fustel; 78 de esta manera no se da cuenta de que la ausencia de documentación para las pretendidas comunides de aldea, que es una especie de gran argumento e silentio que él hace valer, surge de la naturaleza misma de estas comunidades como habría advertido de inmediato cualquier modesto jurista que no tuviera más que sentido común.79 Estas observaciones tienen una sola mira: mostrar que toda la estructura digamos cultural del historiador parisino —que para las investigaciones sobre la propiedad debía estar hecha de solidez filológica y de conciencia jurídica— no es en realidad la válida plataforma construida en el terreno de la objetividad, sino que representa la instrumentalización a veces hábil, a veces tosca, de una realidad textual e institucional de la tesis fundamental del que escribe, el condicionamiento de las «verdades» textuales e institucionales a la «verdad» del que escribe. En pocos casos como en el de Fustel alguien ha esparcido tanta ceniza sobre la propia cabeza por los crímenes de parcialidad y de subjetivismo de otros, ha afirmado con tanta prepotencia la propia personalidad, 80 y ha demostrado mayor indisponibilidad ante las voces alternativas. El estudioso Fustel es una estructura anudada y concluida de pensamientos, convicciones, certidumbres y humores ya perfectamente completa y definida desde el comienzo de su investigación: la solución contraria a las formas históricas de propiedad colectiva es una «verdad» a la que deberá acomo-

darse la realidad histórica, porque para el historiador constituye una certidumbre moral inabdicable. Sobre los «colectivistas» escribe: «Será para ellos una convicción, una fe que nada quebrantará; siempre sabrán doblegar ciertos textos a esta convicción y a esta fe.» 81 Consciente o inconscientemente, éste será —imputado a los adversarios— su procedimiento, y toda su investigación estará marcada por una fe y una fidelidad. Las citas irreprochables, las enumeraciones prolijas, las largas páginas exegéticas salpicadas por una insoportable sabiduría ejemplificadora, al estar maniobradas por esa subterránea línea moral, nos aparecen como ejercitaciones nominalistas, nada más que formas, nombres, sombras separadas de la experiencia histórica. Cuando el excelente director cinematográfico Rene Clair ingresó en la Academia de Francia pronunció, como es costumbre, un discurso de investidura en el cual expresaba felizmente su sorpresa y su manifiesto desasosiego por encontrarse él, «artífice de sombras», en medio de tantos doctores. 82 Artífice de sombras: la identificación profesional que el director Clair realizó de sí mismo se adecúa perfectamente a Fustel. Sabía la dirección y coherencia del hilo que maneja personajes y cosas; pero ¿son unos y otras las expresiones de una sociedad viva, de una cultura hundida en la historia, o más bien un juego brillante e insinuante de sombras, una trama filtrada por la desbordante personalidad del director preocupado por proyectar en ellas su propio mensaje? La lectura de la polémica sobre la propiedad primitiva y acerca de las formas colectivas de propiedad nos induce a inclinarnos por esta segunda hipótesis. Si en la crítica de Fustel sombras son las evocaciones románticas de la primitiva comunidad y de sus huellas históricas, sombra tal vez sea también la omnipresente propiedad individual, presencia efectiva y constante más en la voluntad del historiador que en la multiforme vida social.83 Y detrás siempre están las manos hábiles del director que compone los personajes con gestos y acciones; y, en las páginas, siempre un escenario donde todo el montaje coincide perfectamente, donde cada uno tiene su papel y la exposición se desliza suelta y ágil desde el principio al fin.

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NOTAS 1. Sobre la compleja personalidad de Fustel de Coulanges se advierte hoy la exigencia de un replanteamiento global que sirve para superar el libro apologético de P. Guiraud, Fustel de Coulanges, París, 1896, y el edulcorado y sustancialmente acrítico de J. M. Tourneur-Aumónt, Fustel de Coulanges, 1830-1889, París, 1931. Una satisfactoria biografía en J. Herrick, The historical though of Fustel de Coulanges, Washington D.C., 1954. Sobre la contribución fusteliana al problema de los orígenes de la propiedad, debe señalarse un muy reciente ensayo de A. Galatello Adamo, «Sui caratteri originari della propietá: esiti ed equivoci nell'opera di Numa Denis Fustel de Coulanges», en Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, 5-6 (1976-1977). 2. Como hemos visto en la p. 124 es el título del informe de Fustel a la Academia de Ciencias morales y políticas de París; véase en Fustel de Coulanges, Recherches sur quelques problémes d'historie París 1885. 3. Fustel repite a menudo la idea. Baste un ejemplo: «No quiero combatir la teoría..., no quiero discutir la teoría en sí misma, sino ese ropaje de erudición en que se la ha envuelto» («Le probléme des origines de la propriété fonciére», en Revue des questions historiques, XXIII, 1889, ahora en Questions historiques, París, 1893, p. 20). 4. «De la maniere d'écrire ITiistoire en France et en Allemagne depuis cinquante ans», en Questions historiques, op. cit., pp. 15-16. El ensayo se publicó originariamente en la Revue des deux mondes del 1 de septiembre de 1872. 5. Observations sur un ouvrage de M. Émile de Laveleye intitulé «La propriété collective du sol en divers pays», op. cit., p. 276. 6. Cf. más adelante. 7. Cf. más adelante. 8. Rodolfo Dareste de la Chavanne (1824-1911). Sobre él, cf. más adelante, p. 172. 9. R. Dareste, segundo artículo sobre «"Recherches sur quelques problémes d'histoire" par M. Fustel de Coulanges», en Journal des savants octubre de 1886, p. 603. 10. Cf. más adelante. 11. Cf. «Réponse de M. Fustel de Coulanges á l'article de M. Paul Viollet du 9 aoüt», en Revue critique d'histoire et de littérature, N. S. XXII, 1886, p. 261. Y Fustel seguía atacando el método de los «colectivistas» por demasiado deductivo y escasamente permeable a instancias historicistas. 12. Histoire des Institutions politiques de l'ancienne France - L'alleu et le domaine rural, París, 19315, p. 172 (las citas se toman de esta edición). 13. Cf. más adelante.

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14. Así Jo califica el filósofo Giorgio Pasquali en el espléndido prefacio a la traducción italiana de La cittá antica, Florencia, 1924, p. VII. 15. En el mismo prefacio citado en la nota precedente (p. X). 16. Charles Seignobos (1854-1942), desde 1879 profesor en la Universidad de Dijon y desde 1890 en la Sorbona, especialista en historia medieval y moderna, director durante muchos años de la Revue historique. 17. En el. importante prefacio al volumen de Tourneur-Aumont, Fustel de Coulanges, op. cit., p. VIII, Seignobos precisa, con la evaluación benevolente del alumno, las reales motivaciones de la opción metodológica de Fustel: «Ese candor de sentimiento estalló muy poco después, con una intensidad que nos sorprendió en ocasión de las críticas dirigidas al primer volumen de su Historia de las instituciones de Francia. La emoción indignada que sintió fue tan viva, que trastocó sus proyectos y cambió radicalmente el carácter de su obra. Se había propuesto presentar la evolución de los regímenes políticos de la antigua Francia en un cuadro de conjunto análogo a su Ciudad antigua: con seguridad era el método que más de acuerdo estaba con la naturaleza de su espíritu, sintético y comprensivo. Lo abandona para colocarse en el terreno de sus opositores; en adelante, sólo publica recopilaciones de monografías eruditas sobre temas controvertidos (lo que él llamaba "trabajos preliminares") apoyados en un estudio minucioso de los textos.» Cf. también C. Seignobos, «L'histoire», en Histoire de la langue et de la littérature francaise des origines a 1900, publicada bajo la dirección de L. Petit de Julleville, t. VIII, Dix-neuviéme siécle-Période contemporaine (1850-1900), París, 1899, p. 282. 18. Le probléme des origines..., op. cit., p. 55. 19. Le probléme des origines..., op. cit., p. 63. 20. Le probléme des origines..., op. cit., p. 80. A propósito de Viollet, pero más genéricamente de la «escuela colectivista», Fustel había subrayado : «La nueva escuela procede de otra manera. Parte de una idea del espíritu; por ejemplo de la idea de que la primera propiedad debió ser una copropiedad de aldea, luego busca en todos los pueblos del mundo y encuentra en cada uno de ellos uno o dos hechos que concuerdan con la idea» (Réponse de M. Fustel de Coulanges á l'article de Paul Viollet, op. cit., p. 261). 21. «Las citas del señor Viollet siempre son exactas en el sentido en que la línea que cita se encuentra en el lugar indicado; la inexactitud consiste en que esa línea, si la leen en su contexto, significa exactamente lo contrario de lo que dice el señor Viollet» (Le probléme des origines..., op. cit., p. 81). 22. Confiesa el mismo Seignobos: «La inteligencia de Fustel... se encontraba más a gusto en la interpretación de un texto que en la observación de la realidad social» (prefacio a Tourneur-Aumont, Fustel de Coulanges, op. cit., pp. IX-X). 23. Loria, Émile de Laveleye, op. cit., p. 137. 24. Tourneur-Aumont, Fustel de Coulanges, op. cit., p. 34. 25. Sobre la base de un curso dictado en la Sorbona en 1877-1878. Está recogido en «Recherches sur le droit de propriété chez les Grecs», en Nouvelles recherches sur quelques problémes d'histoire, París, 1923J. 26. Ya citada y usada por nosotros. Cf. p. 124. 27. «De la marche germanique», en Recherches sur quelques problémes d'histoire, París, 1885. 28. Ya citado. Cf. nota 5 de este capítulo. 29. Es el ensayo ya citado varias veces sobre Le probléme des origines de la propriété fonciére (que fue traducido en seguida y por mo-


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tivos comprensibles al inglés: The Origin of Property in Land, Londres, 1891). 30. Histoire des institütions politiqu.es de l'ancienne Trance - L'alleu et le domaine rural pendant l'époque mérovingienne, París, 1889. 31. La cittá antica, op. cit., libro II, cap. VI, passim. Trad. española: La ciudad antigua, Barcelona, nueva ed., 1979. 32. Recherches sur le droit de propriété chez les Grecs, op. cit., página 20. 33. Conviene darle la palabra al mismo Fustel, transcribiendo su «conclusión» a L'alleu et le domaine rural, op. cit., p. 462. «Hemos observado la naturaleza y la organización de la propiedad rural desde el siglo iv al ix. Lo primero que nos impresionó en ese estudio fue la continuidad de los hechos y de las costumbres. La propiedad sigue siendo en el siglo ix lo que era en el siglo iv. Tiene la misma extensión, los mismos límites. A menudo lleva el mismo nombre, que es el que le dio un antiguo propietario romano. Está dividida en dos partes, de la misma manera que antaño. Un hombre es su propietario en virtud de un derecho de propiedad que no ha variado... No hemos encontrado un soló momento en el que se haya producido un cambio en la naturaleza de la propiedad rural. Las invasiones germánicas no le aportaron ninguna modificación.» Discurso que para uh historiador del derecho o para cualquiera que no se conforme con exterioridades o con fórmulas estilísticas, por lo menos parecerá superficial, apresurado, nominalista. 34. L'alleu et le..., op. cit., c. I., passim. 35. L'alleu et le.. op. cit., p. 4. 36. L'alleu et le.. op. cit., p. 4. 37. L'alleu et le.. op. cit., pp. 8-9. 38. L'alleu et le.. , op. cit., c. II. 39. L'alleu et le. , op. cit., pp. 98 y ss. 40. L'alleu et le.. op. cit., p. 113. 41. L'alleu et le.. op. cit., p. 123. 42. L'alleu et le.. op. cit., p. 130: «Es necesario, pues, que el historiador tenga por verdadero que las grandes conmociones del siglo v y la llegada de hombres nuevos no alteraron ni debilitaron el derecho de propiedad del suelo. Suponer que los germanos hayan introducido una nueva manera de poseer la tierra sería contradecir todos los documentos.» Idea antigua y arraigada en Fustel, que ya en 1873 lo afirmaba claramente: «Los códigos escritos poco después de los francos... no admiten y no parecen conocer sino la propiedad plena, absoluta, sin condiciones y sin dependencia; la que es transmisible por sucesiones o por venta. En fin, la que encontraron establecida en las leyes de la población indígena» («Les origines du régime féodal - La propriété fonciére dans l'Empire romain et dans la société mérovingienne», en Revue des deux mondes, t. CV, 1873). 43. L'alleu et le..., op. cit., p. 171. En las páginas siguientes, con su acostumbrada soltura, Fustel cargará la dosis: «He leído todos esos documentos no una vez, sino varias; no en extractos, sino de manera continua y de un extremo al otro. Puedo declarar que no existe una sola línea que mencione un uso común de las tierras o una comunidad de aldea.» Todo lo ha hecho él. A los historiadores sólo les queda aceptar sus conclusiones, que se desprenden del examen directo de todos los documentos. 44. L'alleu et le..., op. cit., c. V: «¿Es verdad que los francos practicaron la comunidad de aldea?» 45. L'alleu et le..., op. cit., p. 171, nota I.

46. «Esa novela que desde hace treinta años han introducido en la historia debe ser descartada, al menos si se cree, como creemos nosotros, que la historia es una ciencia» {L'alleu et le..., op. cit., p. 198). 47. Los sostenedores de las teorías «colectivistas» aparecen, en efecto, en las páginas de Fustel como un rebaño de ovejas locas que sigue ciegamente a un aventurado y fantástico enunciador: «Schroeder dijo que había textos que probaban la comunidad de marca en el siglo vn... Luego Kowaleski copió a Schroeder; luego Dareste copió a Kowaleski; luego Glasson copió a Dareste» (cf. L'alleu et le..., op. cit., p. 192). 48. E. Glasson, Les communaux et le domaine rural a l'époque franque - Réponse a M. Fustel de Coulanges, París, 1890, passim, pero sobre todo pp. 20 y ss. 49. L'alleu et le..., op. cit., p. 174. 50. Ibid. 51. L'alleu et le..., op. cit., p. 175. 52. Tourneur-Aumont, Fustel de Coulanges, op. cit., p. 69. Véase también la página de Tourneur-Aumont (142) en la que no sabemos si con desarmante candor o con felicísima ironía se afirma que a Fustel «el régimen de la propiedad individual le parecía la verdadera condición de la felicidad general y más particularmente de la de los humildes». 53. Le probléme des origines..., op. cit., p. 116.

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54. Cf. p . 136.

55. «M. Émile Belot», en Revue historique, XXXII, 1886, p. 402. La investigación, como se señala en el texto y a la que hace referencia Fustel, es un no desdeñable ensayo sobre la organización agraria de la isla norteamericana de Nantucket después de su colonización en el siglo xvn. Hablaremos de esto a continuación. 56. Le probléme des origines..., op. cit., p. 117. 57. «Una tierra común a todos, una tierra sin dueño» (L'alleu et le..., op. cit., p. 451). 58. Le probléme des origines..., op. cit., p. 88. 59. Aunque la intemperancia verbal y el ataque frontal son armas del Fustel polemista y no sólo del Fustel empeñado en las diatribas respecto del tema de la propiedad. 60. Cf. el capítulo sexto. 61. Cf. Revue critique d'histoire et de littérature, N. S., XXII, 1886, p. 262. Fustel da la vuelta a la que había sido conclusión de la áspera crítica de Paul Viollet, conclusión condensada en esta admonición: «Nunca aislemos; acerquemos siempre», p. 115, con la que Viollet sintetizaba su renovada adhesión al método comparativista de un Maine y de un Laveleye. 62. Es ejemplar su respuesta a las conclusiones —para Fustel muy desagradables— que Ernest Glasson había fijado en el tercer tomo de su Histoire du droit et des institütions de la France, París, 1889; respuesta que consiste en examinar, una por una, las citas de Glasson con una requisitoria que se desarrolla analíticamente en veintiocho puntos y que puede terminar con la indiscutibilidad de los datos aritméticos, que tanta satisfacción y tranquilidad dan al contable de la ciencia: «Las citas del señor Glasson se elevan a la cifra de 45. Sobre las 45 hay 13 que son totalmente ajenas a la tesis que él sostiene, y hay 32 que son justamente lo opuesto de esa tesis. Ni una de ellas contiene la menor alusión a un régimen de comunidad. O sea que sobre las 45 no hay ninguna exacta. La historia no es un arte; es una ciencia y su primera ley, como la de todas las ciencias, es la exactitud. Aunque el trabajo de Glasson tiende a probar un régimen de comunidad, aporta la prueba más firme de que


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ese régimen no existió. Da la contraprueba de nuestras investigaciones y las confirma» (L'alleu et le domaine..., op. cii., p. 197). El acostumbrado método, la acostumbrada altivez, la acostumbrada tabula rasa de la documentación adversaria tomada aisladamente y demolida. No una incertidumbre, no una perplejidad, sino la guerra total y la victoria absoluta de la tesis fusteliana. 63. En un acto de donación a un convento se habla de «anales térras, mancipia, prata, pascua, vineas, aquas» (cf. Le probléme de la propriété..., op. cit., pp. 34-35, y L'alleu et le..., op. cit., pp. 180-181). 64. La anotación es de Ernest Glasson, Les communaux..., op. cit., página 82. 65. Le probléme des origines..., op. cit., p. 35; L'alleu et le..., op. cit., página 181. 66. Cf. entre otros Le probléme des origines..., op. cit., p. 59, y L alleu et le..., op. cit., p. 191. 67. T. Reinach, «Le collectivisme des Grecs de Lipari», en Revue des études grecques, III, 1890, p. 88. 68. Le probléme des origines..., op. cit., p. 75. 69. No nos referimos al ensayo autónomo titulado «De la marche germanique», redactado alrededor de 1885 y que encontramos en Recherches sur quelques problémes d'histoire, op. cit., sino a la disertación sobre la marca que constantemente aflora en los diferentes escritos dedicados por Fustel a la historia de la propiedad. Considérense dos de sus escritos: Le probléme des origines..., op. cit., pp. 368 y ss., y véanse las páginas dedicadas a la crítica de Maurer, y en L'alleu et le..., op. cit., las siguientes citas (p. 187: «En principio, la palabra "marca" no aparece allí»; p. 194: «Ni una palabra de la marca»; cap. VIII, n. 3, sobre todo p. 269: «En los documentos de los siglos vn, v m y primera parte del ix, encontramos 51 veces la palabra marca; ni una sola vez se la aplica a una tierra común; ni una sola vez la idea de comunidad se une a ella; siempre, por el contrario, se aplica a una tierra que se describe como tierra de propiedad privada»). Aquí se muestra Fustel retratado de cuerpo entero: su culto a la exactitud formal y a la minucia aritmética, que sirven maravillosamente al propósito de encantar y conquistar al lector; y lo absoluto de sus conclusiones, tan nítidas como las de los «colectivistas». 70. Lo revela Glasson en el escrito antes citado. 71. Cf. la nota 33. 72. Le probléme des origines..., op. cit., p. 115. 73. Fueter ya había observado que la formación de Fustel no era jurídica (cf. E. Fueter, Storia della storiografia moderna, vol. II, Ñapóles, 1944, p. 272). 74. Calixte Accarias (1831-1903), profesor de derecho romano en la Facultad de Derecho de París y desde 1890 consejero en el Tribunal de Casación, es el autor de un Precis de droit romain, cuya publicación inició en 1869 y terminó en 1883, extraordinariamente acertado por sus indudables dotes de agilidad y concisión, a la vez que de cuidada y satisfactoria documentación. Con razón fue definido «el Baudry-Lacantinerie del derecho romano» (véase A. J. Arnaud, Les juristes face á la société du XIXe siécle a nos jours, París, 1975, p. 114). 75. L'alleu et le..., op. cit., p. 194. La notación se refiere a la carta de san Gall de 1890 publicada en Urkundenbuch der Abtei Sanct-Gallen, Von H. Wartmann, Zurich, 1863-1882, t. II, n. 680. 76. Cf. las anotaciones que hemos desarrollado en «Naturalismo e formalismo nella sistemática medievale delle situazioni reali», en Jus,

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XVIII, 1967 y en Le situazioni reali nell'esperienza giuridica medievale, op. cit. 77. Un historiador del derecho o un historiador abierto a las dimensiones económico-sociales no puede sino asombrarse por la visión formalista que es la base de la siguiente afirmación: «Las grandes conmociones del siglo v y la llegada de hombres nuevos no han ni alterado ni debilitado el derecho de propiedad sobre el suelo... Esta verdad tiene una gran importancia. Se coloca al comienzo de nuestros estudios sobre el feudalismo, y no debemos perderla de vista. En efecto, sobre la base inquebrantable de un derecho de propiedad pleno y completo se elevará más tarde todo el edificio feudal» (L'alleu et le..., op. cit., p. 130). Por cierto, y apenas hay que enunciarlo, una estructura jurídica como la feudal no puede sino afirmarse en una sociedad articulada según un esquema propietario. Pero, de la misma manera, no puede sino surgir de costumbres que tiendan a valorar aspectos socioeconómicos diferentes de la propiedad, o al menos contenidos singulares y fraccionarios de la misma más que un contenido sintético, global, pleno. Lo que lleva a la conciencia común a considerar inherente a la naturaleza de la propiedad su desmembramiento. 78. En la cuarta edición del libro De la propriété et de ses formes primitives, París, 1891, en la nota 1 de la p. 82, el autor afirma: «Fustel de Coulanges ha respondido en diferentes oportunidades que saca de pasajes de Tácito y de César la existencia entre los germanos de un régimen de propiedad colectiva con partición periódica. Admito sin restricciones la traducción y los comentarios del texto que hace Fustel, pero un jurista nunca considerará como privada, individual, la parte atribuida a una persona, en una distribución renovada cada año, de un territorio perteneciente a una comuna o a un grupo de hombres.» 79. Comprueba a menudo que «la tierra nunca se da o se vende a una comunidad de aldea» (L'alleu et le..., op. cit., p. 173), pero no tiene suficientemente en cuenta que una comunidad de aldea, aunque efectiva y fuerte, debe comportarse necesariamente, por su estructura sociojurídica, como realidad mucho más inmóvil y somnolienta, desde el punto de vista de la circulación económica, que una persona privada o que un ente eclesiástico con escasísimas ocasiones y exigencias para constituirse en cabeza de una relación de compraventa, donación o simple concesión. La comunidad de aldea es realidad desde siempre por su naturaleza estática, y se da en una atmósfera económica del todo ratificada. 80. Una dimensión que ocupa un gran espacio en la personalidad de Fustel es la nacionalista, y contribuye a explicar su posición en el debate sobre la propiedad. El error de las doctrinas «colectivistas», error por cierto no el primero y tal vez el último, pero error al cabo, es el de ser por su origen germánicas y afirmar valores germánicos con respecto a la civilización latina. El rencor antialemán de Fustel surge exagerado de la clamorosa derrota de 1870 y de la pérdida lacerante de Alsacia y Lorena. Véase para este enfoque de Fustel, en particular, el ensayo «De la maniere d'écrire l'histoire en France et en Allemagne depuis cinquante ans», op. cit. (ensayo pensado y publicado en la Revue des deux mondes en 1872), y más específicamente para el tema que nos interesa, el artículo sobre «Les origines du régime...», op. cit., sobre todo la p. 446 (artículo igualmente pensado y publicado al calor de los acontecimientos en Revue des deux mondes en 1873). Una clave interpretativa de este tipo domina también el examen desapasionado de su monumental Histoire des institutions politiques de l'ancienne France. Aun quien se coloca en una posición decididamente apologética hacia esta auténtica obra


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maestra de la humana inteligencia, ha debido reconocer que «l'Histoire des Institutions de la Trance es una reacción contra la parcialidad de los germanistas que habían escrito antes que Fustel» (L. De Gerin-Ricard, L'Histoire des Institutions Politiques de Fustel de Coulanges, París, 1936, p. 29), con una evaluación que es de por sí objetivamente elocuente aun dentro del rechazo de un examen crítico de la obra fusteliana. Recuérdese que ya Maine había puntualizado la unilateralidad de la historiografía francesa después de 1870, incapaz de una valoración objetiva de las tesis provenientes de la cultura alemana (cf. Maine, La famille patriarcale, op. cit., p. 450). Sobre la ideología antialemana de Fustel véase una página de A. Momigliano, «La cittá antica di Fustel de Coulanges», en Rivista storica italiana, LXXXII, 1970, pp. 85 y ss. 81. Le próbleme des origines..., op. cit., p. 116. 82. Dice Clair en su discurso dirigido a los académicos: «En la historia de vuestra institución hay pocos elegidos cuyos títulos sean tan livianos como los de un exhibidor de sombras que no os aporta sino ilusiones como todo bagaje» (cf. Le Monde, 11 de mayo de 1962, p. 11). La calificación de «exhibidor de sombras» la hace suya Jacques de Lacretelle en su réponse (ibid.). 83. Aun para quien tenga una actitud de simpatía hacia Fustel y su obra es difícil digerir algunas de sus reconstrucciones totalmente arbitrarias, en las que se sorprende la histórica intención de «torturar el sentido o atenuar el alcance de los textos» y que pueden ser adoptadas como «los ejemplos más característicos de esta crítica subjetiva contra la cual él (Fustel) protestaba con razón» (G. Monod, «Fustel de Coulanges», en Portraits et souvenirs, París, 1897, pp. 145-146).

CAPÍTULO V

FORMAS Y SUSTANCIAS DE UN DEBATE: TRAS LAS HUELLAS DE FUSTEL 1. Tras Fustel. — 2. Nantucket, pequeña isla. 1. La acción de rechazo que la koiné individualista pone inmediatamente en acción contra el cuerpo extraño de las nuevas teorías, que penetra en la moderna y compacta construcción histórica y filosófica sobre la propiedad, tiene su protagonista en Fustel, pero no se agota con su figura. Él es un protagonista antes que nada por su empeño personal, por el gran trabajo que le dedicó, por la altura y sonoridad de su voz que hace que sea escuchado —escuchadísimo, incluso— en todo el auditorio occidental, y de manera secundaria porque, como un enfoque orientativo de las voces polémicas sucesivas, quiso y supo —aunque fuera en un plano formal— mantener la propia polémica en los términos de su oficio de historiador, golpeando en su base las que eran las fundamentaciones culturales de las objeciones de los neo teóricos; porque —a pesar de la fuerte ideologización y el apasionamiento de su propio temperamento— quiso y supo alimentar su discurso con una dignidad cultural, que quedará para siempre como un signo inconfundible del encendido diálogo. En el fondo, lo que existe es la contraposición entre dos sistemas económicos y sociales, y éste es el cañamazo oculto del gran debate, que se desarrolla entre hombres de cultura y sobre opciones culturales, usando como armas antes un fragmento de Tácito o un testimonio arqueológico que las nociones de libertad económica, lucha de clases, plusvalía, etc. El desbordamiento que el economista Laveleye nunca se preocupó por controlar es formalmente conducido por Fustel a un lugar bien preciso, donde el historiador parisino se prometía combatir y batir con mayor facilidad al adversario. Y en ese cauce —historiador, historiador-economista, historiador-juris-


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ta— es donde se confrontará el grueso de la polémica con el objetivo inmediato e «inocente» del restablecimiento de una verdad científica. Tras los pasos de Fustel, junto con una investigación para nosotros bastante marginal del historiador inglés Seebhm l y un ensayo —más etnogeográfico que histórico— de Lothar Dargun escrito con un signo claramente antilaveleyano, 2 hay un libro del estadounidense Ross, aparecido en Boston en 1883, pero fruto de muy anteriores investigaciones, 3 que recuerda en su planteamiento general, en la metodología y en la virulencia polémica las páginas más típicas de Fustel. Al menos conoce o utiliza de Fustel la premisa anticolectivista contenida en el trabajo sobre la propiedad en Grecia —que más bien ocupa un lugar destacado entre las escasas citas literarias— 4 y que puede considerarse la explicitación y demostración de esa premisa. El libro, en efecto, está construido como un ataque a esos estudiosos —nunca honrados con una mención específica y siempre llamados con referencias genéricas o colectivas, en tono despreciativo, «los abogados de la teoría de la comunidad», «los abogados del comunismo primitivo»— 5 que han cometido el gran error de confundir propiedad colectiva y casos de simple propiedad indivisa: en el primitivo mundo germánico, al comienzo existe el derecho del primer ocupante; y cuando, más adelante, se crea una comunidad familiar, no se constituye nada semejante a una comunidad sino una propiedad indivisa virtualmente divisible como cualquier condominio.6 Es la tesis central del caprichoso y antojadizo parisino vuelta a proponer, pero esta vez enmascarada, corroborada por un examen parcial y partidista de la documentación posible y por argumentaciones insuficientes.7

ciedad civil en la isla e identifica, en el plano de la organización agraria, un dato que imprime carácter, frente al cual se detiene y sobre el que se apoya el armazón de todo el ensayo: los colonos establecen en Nantucket al mismo tiempo tres tipos de propiedad según los terrenos: la individual, la común y un tipo intermedio que participa de algunos carao teres de una y otra.10 Nada hay de singular salvo un hecho: en Nantucket la sociedad nace como por encanto sobre la naturaleza primordial en el año de gracia de 1671, y los colonos son, por lo tanto, los primeros hombres que actúan sobre una naturaleza vegetal y animal. Para Belot la isla atlántica no es un trozo de tierra cualquiera, sino un prodigioso laboratorio en el cual verificar, en la zona histórica al alcance de la mano del siglo xvn, con amplias aunque no seguras posibilidades de lectura y desciframiento, un comportamiento originario, casi el del primer hombre organizador de su realidad social. Al historiador le interesa sobre todo la circunstancia de que este «primer» hombre a salvo de las implicaciones anteriores, libre de complejos, en su primer contacto modificador de la realidad natural, imprime su marca en la isla gracias a tres tipos de propiedad, que establece a la vez. Y de inmediato saca una consecuencia: «Nos sentimos impulsados a creer que las épocas antiguas, como en Nantucket hace doscientos años, también pudo producirse esta simultaneidad y que el problema del comunismo agrario primitivo o de la propiedad individual no debe ser resuelto, sino suprimido.» » Al bueno de Belot no lo perturba la idea de que aquellos primeros hombres eran los primeros sólo en Nantucket y en esa ocasión y momento, pero los últimos en Massachusetts, de donde huían; que provenían de un continente ya civilizado y llevaban en ellos un cúmulo de principios, nociones, prejuicios no susceptibles de ser borrados por el contacto fresco y vivo con los montes, los ríos, los bosques de la isla intacta. Como los pastores de la Arcadia, estos colonos llevan en sus cabezas las pelucas del siglo xvn y la isla, aunque pueda representar con indudable fidelidad las dificultades del hombre primitivo para instaurar un proceso colonizador, no está ni puede estar en condiciones de reproducir su psicología. No tiene ningún valor la circunstancia, observada por Belot, de que los colonos dan vida en Nantucket a remotas estructuras de la primigenia costumbre escocesa que con toda verosimilitud reproduce ordenamientos de la cultura germánica. 12 La isla es y sigue siendo espejo artificioso de una sociedad pri-

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2. Pero el hombre y la obra que llevarán adelante las premisas de Fustel, las verificarán en el terreno propiamente histórico y descubrirán abiertamente el subfondo ideológico de toda la operación cultural, dándonos la prueba de la exactitud de la línea interpretativa seguida hasta ahora, son Émile Belot 8 y su trabajo sobre la colonización de la isla norteamericana de Nantucket. 9 Nantucket nace a la historia y a la civilización occidentales cuando en 1671, un grupo de veintisiete colonos, huyendo de las persecuciones religiosas de Massachusetts, compra su propiedad y comienza el proceso de colonización. La exploración de Belot sigue atentamente la formación de una so-


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mitiva, bastante más que los testimonios reunidos por las investigaciones etnológicas y comparativistas de Émile de Laveleye. La conclusión —verdadera o falsa, fundamentada o sin fundamento— sirve inmejorablemente a Belot. Si, al comienzo, la presencia de varias formas de propiedad parece llevar al historiador a una exposición relativizadora y distante,13 el significado y el objetivo de su esfuerzo toman cada vez más fuerza en el curso de la investigación, y su sentido llega a mostrarse demasiado al descubierto, desmintiendo de manera clamorosa las matizaciones historicistas. Si se lee a fondo el trabajo resulta claramente conciliable en el ámbito de una literatura apologética; en efecto, se coloca deliberadamente en contra de Laveleye,14 de los socialistas de cátedra y de todos los que, por seguir demagógicamente las «aspiraciones confusas de la multitud», desempolvan insulsos arcaísmos 15 y tratan «de dar una forma razonable a lo que, en el fondo, no se vincula con la razón».16 Racional y connatural al hombre es, para Belot, la propiedad individual, medio supremo con el cual el sujeto imprime su huella sobre la realidad externa y la une indisolublemente a él gracias a su propia actividad.17 Por eso ésta —y sólo ella— se identifica con el progreso humano y representa un momento civilizador con respecto a la tosquedad de formas colectivas de apropiación.18 Lo que molesta a Belot, como molestaba a Fustel, es el fundamento histórico y racional que ofrecen a esas formas las nuevas teorías, y a través de ellas, a las teorías socialistas en general.19 «Los socialistas no tienen que buscar en los recuerdos, ni en los restos de legislaciones antiguas la justificación de sus sistemas. Si pueden creer que el futuro les pertenece con seguridad, no es la historia la que los alienta en esas experiencias. Porque cuanto más se perfecciona la sociedad, más inteligente se vuelve el hombre, más se incrementa el número de propietarios, más se multiplican las formas de propiedad individual. Tampoco les queda a los teóricos del comunismo el recurso de colocar como hipótesis en el origen y antes que todos los progresos de la civilización moderna la existencia de su ideal retrógrado. Porque los primeros antepasados de la raza indoeuropea conocieron la propiedad individual, completa, hereditaria».20 El «descubrimiento» de que en Nantucket veintisiete colonos realizaron una sociedad con formas variadas y diferentes de apropiación no sirve, pues, para la total recuperación para

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la historicidad de todas esas formas apropiativas, sin excluir ninguna. Por el contrario, el escritor, historizando y confiando en que la propiedad colectiva sólo se basa en motivaciones contingentes, parece extraer una sola forma del conjunto de las otras, concederle atención y dar relieve a su condición originaria, a su ausencia de artificiosidad. El problema de la anterioridad del colectivismo agrario o de la propiedad individual debe suprimirse, porque corre el riesgo de hacer emerger el principio de la naturalidad del primero y abre un debate que disminuye injustificadamente la segunda. Supresión del problema no significa, pues, demoler toda construcción jusnaturalista en favor de cualquier situación, sino simplemente confirmar el principio consolidado de lo original de la propiedad individual, que tiene en sí tanta vitalidad y sensatez como para sofocar los títulos de legitimación de formas alternativas. Si la propiedad colectiva fue una presencia real en los albores de la aventura humana —pareciera decir Belot—, lo importante sin embargo es que no haya precedido a la propiedad individual, que ésta también y no sólo aquélla se descubra en los límites del estado natural como estímulo y canon de acción para el hombre primitivo. Lo que importa es hallar en ese momento primero el instinto y el acto de apropiación individual de la tierra, nunca desmentidos en el posterior desarrollo histórico; haber afirmado un vínculo de continuidad ininterrumpida entre ese inicio y todo el desarrollo subsiguiente; haber fijado una forma constante del vivir asociado desde la noche de los tiempos hasta el momento actual y el futuro. Y esto no hace más que subrayar el razonamiento íntimo. La constancia de la propiedad individual en el proscenio de la historia humana, frente al olvido de las formas colectivas que afloran aquí y allá —y tal vez también en los orígenes— únicamente por necesidades contingentes o por particulares exigencias geoagronómicas indica, por un lado, una opción de acuerdo con la constitución más oculta del sujeto como socius —o más bien un momento universal de su acercamiento a las cosas— y por el otro, una opción ocasional que pue.; de ser olvidada y cambiada. Con bastante menor vigilancia que en Fustel, en la malla de un discurso claudicante por incoherencia y por debilidad en la argumentación, y que desprende más referencias jusnaturalistas que análisis históricos, Belot confiesa todo el abanico de razones que lo han movido —a él, comprometido


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en la defensa de su visión del mundo social y en la impugnación de las ideas innovadoras— a escribir la historia de un modesto trozo de tierra. Nantucket tiene para él la función de modelo que puede contraponerse a otro modelo; es su laboratorio donde plasmar un molde universal. La «pequeña isla arenosa situada a 41° de latitud Norte», que los mapas a menudo cometen el error de no representar, asume un valor universal: el de rebatir a Laveleye y a los socialistas, y además su historia está escrita por las cosas mismas. Nantucket no es un documento histórico, relativo en cuanto a espacio y tiempo, sino el estandarte glorioso del individualismo posesivo, el baluarte de la civilización occidental en la defensa de los valores de ese individualismo; es en sí mismo un valor, y como tal, absoluto. Belot, que había encallado contra los preconceptos y las tesis absolutizadoras, crea él mismo un absoluto, elevando el islote arenoso de las movedizas aguas del Atlántico al paraíso de los arquetipos. Su investigación, más que satisfacer una curiosidad arqueológica, es reflexión estratégica para una batalla mayor o, si se quiere, material para alimentar una sacrosanta cruzada, y Nantucket es instrumento de un lucha donde razones del corazón y temores políticos se mezclan y se confunden en igual medida. El historiador que había declarado programáticamente que quería mantenerse en el terreno neutral e imparcial de los documentos históricos, demasiado a menudo deja ese terreno para entregarse a elevadas especulaciones filosóficas, acaso elevadas en demasía. Desde esas alturas, Nantucket, «pequeña isla», ya no se percibe en sus contornos terráqueos, en su contorno geográfico, sino que asume la vaguedad y a la vez la fijeza de una idea. Entre las páginas del ensayo, el contraste estridente entre una documentación modestísima, limitada, y conclusiones muy generales salta a la vista y denuncia el íntimo desequilibrio al que está sometida toda la investigación.

NOTAS 1. F. Seebohm, The english village community examined in its reíations to the memorial and tribal systems and to the common or open field system of husbandry - An essay in economic history, Port Washington, Nueva York-Londres, 1971 (reproducción de la edición de Londres de 1883). Frederic Seebohm (1833-1912) representa en la historiografía inglesa la reacción antirromántica y antigermanista encarnada ejemplarmente en Francia por Fustel de Coulanges. En la unilateral interpretación de Seebohm, las comunidades de aldea se originan con el comienzo de la servidumbre y se manifiestan como colectividad de siervos, que le conviene al dominus fundi recoger en estructuras homogéneas dominadas por un fuerte vínculo de solidaridad. Deben estar encuadradas en el llamado manorial system y certifican nada más que un contexto de prestaciones serviles colectivas en presencia de la propiedad individual del lord. La eliminación de tales comunidades se considera, por lo tanto, una etapa importante de emancipación social. Debe recordarse, en la obra que sigue al volumen que nos interesa, los ensayos sobre The Tribal system in Wales, 1895, y Tribal custom in AngloSaxon law, 1902, donde Seebohm aprovecha su juvenil preparación jurídica (también había ejercido la abogacía). 2. L. Dargun, «Ursprung und Entwicklungsgeschichte des Eigenthums», en Zeitschrift für vergleichende Rechtswissenschaft, V, 1884. Para darse cuenta de las reservas que había suscitado la obra de Laveleye en ciertos niveles de la cultura jurídica alemana, véase la reseña de J. Kohler a «E. de Laveleye, Das Ureigenthum», traducción alemana de K. Bücher, Leipzig, 1879, en Kritische Vierteljahresschrift für Gesetzgeboung und Rechtswissenschaft, XXIII, 1881, pp. 24 y ss., donde justamente se señalan las orientaciones sobre la tentativa laveleyana de construir una renovada teórica de la propiedad gracias al material histórico y comparado largamente acumulado, cf. p. 41. 3. D. W. Ross, The early history of land-holding among the Germans, Nueva York, 1971 (reproducción de la edición de Boston de 1883). En el prefacio Ross afirma que se trata de investigaciones realizadas sobre el tema a partir de 1875. Denman Waldo Ross (1853-1935) fue una personalidad singular del mundo cultural estadounidense a caballo entre los dos siglos. El ensayo que nos interesa de él pertenece a la primera fase de su vida de estudioso, durante la cual Ross se dedicó a las investigaciones históricas, y constituye además la tesis con la cual en 1880 consiguió el doctorado. Esa fase se cierra en 1884 con la muerte del padre. Empieza un agitado período en el cual Ross, ya libre de seguir sus propios intereses y su propia «vocación» intelectual, se dedicó a una gran y no olvidable tarea de organizador, coleccionista y estudioso en el campo de las artes figurativas. Sobre las investigaciones de Ross preparatorias del volumen de 1883, y en buena parte relacionadas con los asentamientos agrarios primitivos, cf. T. Sizer, «Ross Denman Waldo», en Dic-


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tionary of American Biography, H. E. Starr ed., vol. XXI - Supplement One, Nueva York, 1944, p. 641. 4. Cf. Ross, The early history of land-holding among the Germans, op. cit., nota 144, en la que se reproduce ampliamente la premisa fusteliana. Aunque se basa en un aparato crítico bastante escaso (se cita una sola vez a Viollet en la nota 168). 5. Para las páginas polémicas más significativas, cf. Ross, The early history of land-holding among the Germans, op.. cit., pp. 39-41, 56-57, 61-64, 65. Para una toma de posición muy nítida sobre todo p. 40. 6. «El mayor error de los abogados del comunismo primitivo es que proclaman comunidad de tierras donde encuentran tierra indivisa o tierras ocupadas donde hay parcelas indivisas. La argumentación es poco convincente» (Ross, The early history..., op. cit., p. 61). 7. Habla de «semipruebas» y dice que «la argumentación es muy insuficiente», demostrando la falta casi absoluta de discusión de las tesis adversarías y de su documentación, G. Platón, comentario a D. W. Ross, «The early history...», en Revue historique, XXVIII, 1885. Aunque ya lo hemos señalado, debemos recordar la verificación de las tesis maineanas realizada dentro del ámbito de la historiografía estadounidense, y coincidiendo con la aparición del libro de Ross, por el historiador Adams y por su escuela, mediante un conjunto de datos de diferentes localidades de Nueva Inglaterra. Desde un punto de vista metódico habla de esto el mismo H. B. Adams en el interesante libro New methods of study in history, Baltimore, 1884. Los resultados de estas búsquedas están condensados en el ya citado volumen de Adams, The germanic origin of New-England towns, Baltimore, 1882, aparecido en la colección histórico-política de la Universidad John Hopkins. 8. Émile Belot nació en Montoire en 1829, fue alumno de Chéruel en la Escuela normal, profesor de historia en los liceos de Estrasburgo, Versalles y París, y luego en la Facultad de Letras de Lyon. Murió en esa ciudad en 1886. 9. É. Belot, Nantucket, «Étude sur les diverses sortes de propriétés prímitives», en Annuaire de la Faculté de Lyon, II, 1884. 10. Belot, Nantucket..., op. cit., pp. 117 y ss. 11. Belot, Nantucket..., op. cit., pp. 117-118. 12. El mismo Belot dice que los colonos reprodujeron en Nantucket las antiguas costumbres de sus progenitores escoceses de Lauder, los cuales, al estar en Maine, constituirían las reliquias de formas extremadamente arcaicas unidas a la costumbre de la primordial cultura germánica. 13. «Los dos modos de posesión fueron contemporáneos uno del otro... Ninguna tradición inflexible, ningún sistema preconcebido, ningún pensamiento socialista, ningún sentimiento instintivo de los pretendidos derechos del hombre prevaleció para producir esos efectos naturales» (Belot, Nantucket..., op. cit., p. 132). 14. Al que se define como autor de un «libro interesante rico en documentos curiosos» (Belot, Nantucket..., op. cit., p. 109), con un juicio implícitamente negativo que parece relegar al estudioso belga al grupo de los coleccionistas de anécdotas y curiosidades. 15. Belot intenta, con relativa habilidad, aprovechar la gran separación entre los esquemas de sociedad nueva propios de las visiones socialistas, y la manera arcaica de estructurarse de las viejas comunidades de aldea dentro de una tradición inmemorial: «Los campesinos que vivían durante varias generaciones alrededor del jefe de familia o de su sucesor elegido, eran piadosos, estaban sometidos a la autoridad del

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dueño de la casa, muy atados a las tradiciones y a la vida local. Ese espíritu de piedad, de respeto y de amor hacia la familia y la aldea es el que hace vivir y prosperar en los caseríos y en las aldeas las comunidades pastorales y agrícolas. ¿Los socialistas quieren hacer renacer esas costumbres rurales, patriarcales y religiosas?» (Belot, Nantucket..., op. cit., p. 180). 16. «Hay un socialismo de cátedra, que trata de dar una forma razonable a lo que en el fondo no se remite a la razón, y de hacer con« cordar la ciencia con las aspiraciones confusas de la multitud. Este socialismo nos parece una ilusión benévola en la que se complacen algunos espíritus generosos. Sólo hemos tratado de combatirla para restablecer la verdad histórica falseada sobre algunos puntos, a nuestro parecer por preocupaciones demasiado modernas, de la que los hombres aplicados al estudio imparcial del pasado no pueden defenderse» (Belot, Nantucket..., op. cit., p. 180). 17. Afirma Belot en la conclusión: «Las verdades que se relacionan con esta exposición de la historia interna de Nantucket tal vez justificarían tres tipos de crítica que pueden dirigirse a los partidarios del restablecimiento del comunismo agrario. Sus teorías contienen, al parecer, errores filosóficos e históricos, así como contradicciones» (Belot, Nantucket..., op. cit., p. 172). A partir de aquí, la exposición llega hasta preguntarse cuál es la esencia de la propiedad, y responde que «la impronta que el hombre puso en las cosas, la transformación que su trabajo, inteligencia y valor le han hecho sentir...; es, en términos generales, lo que el genio o la fuerza del hombre agrega a la naturaleza, dejando en el mundo exterior una huella» (p. 173). Quien esté familiarizado con la literatura política de toda la época burguesa sobre el tema de la propiedad, de Locke en adelante, reconocerá en esto argumentaciones y ejemplificaciones que abundan hasta el abuso. Por cierto que el éxito de la disertación en la que se afirma solemnemente la conformidad de la propiedad individual con la naturaleza humana no es nuevo ni sorprendente (p. 175). 18. Belot, Nantucket..., op. cit., pp. 179-180. 19. «El sistema histórico que supone la propiedad de la tribu anterior a la del individuo se ha convertido en una de las formas de la teoría moderna del socialismo» (Belot, Nantucket..., op. cit., p. 109). 20. Belot, Nantucket..., op. cit., pp. 130-131.


CAPÍTULO VI

FORMAS Y SUSTANCIAS DE UN DEBATE: CONTRA FUSTEL 1. Los «abogados del comunismo primitivo». — 2. Los testimonios polémicos de Ernest Glasson y de Henry D'Arbois de Jubainville. — 3. El mensaje de los «colectivistas». 1. «Schroeder ha dicho que había textos que probaban la comunidad de mercado en el siglo vn, pero no citó uno solo. Luego, Kowaleski copió a Schroeder; más tarde Dareste copió a Kowaleski, luego Glasson copió a Dareste.» ! De esta manera, Fustel, con gran desenvoltura, en una página de su último trabajo, mira retrospectivamente el coro de sus adversarios y reduce toda la polémica —como bien sabemos— a un fatigado lugar común. La desenvoltura reductiva de este autor al menos capta la verdad de un punto: las opiniones adversas, aunque no pueden evaluarse como amorfa repetición una de la otra, y más bien tienen matizaciones y contrasentidos que las diferencian sensiblemente, son unánimes sin embargo en rechazar con diferentes motivaciones pero con una sola voz final la tesis de Fustel. Ya hemos examinado los escasos testimonios de asentimiento; son raras y esporádicas tomas de posición, bastante desarticuladas y cada vez más hundidas por una compacta coralidad que hace suyas las premisas de los «colectivistas». En el decenio 1880-1890 —que ve exacerbarse varias veces la espiral polémica de Fustel— emergen, se establecen y consolidan las respuestas de una amplia y variada historiografía que —excepción hecha de inevitables repeticiones individualistas— 2 concuerdan en rechazar como antihistóricos los planteamientos fustelianos. Como ya se ha precisado tantas veces y como conviene repetir aquí, lo que nos interesa es el aspecto de la disputa o


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—digamos— el debate como instrumento de conocimiento no ya de los objetos remotos tomados en examen por los participantes en el mismo, sino del patrimonio de ideas de esos participantes. Al limitarnos a este objetivo, es necesario antes que nada señalar un primer dato bastante relevante: ¿quiénes son los opositores de Fustel? Historiadores del derecho como Viollet,3 Platón,4 Thévenin,5 Fournier;6 historiadores del derecho y especialistas en derecho procesual como Ernest Glasson;7 historiadores del derecho, comparativistas y magistrados de profesión como Rodolphe Dareste;8 historiadores del derecho y sociólogos como Máximo Kovalevski;9 filólogos relevantes y al propio tiempo con una sólida educación jurídica, como D'Arbois de Jubainville,10 quien por cierto «ha sido en Francia el representante más autorizado de los estudios celtas», pero también «el único de los estudiosos franceses de los celtas preparado para los trabajos jurídicos»;11 publicistas y magistrados como Léon Aucoc;12 economistas como Émile de Laveleye u o como Karl Lamprecht.14 O sea que se trata de historiadores con una formación no genérica.15 En ellos, a los lentes normales del historiador se agregan los lentes adicionales del jurista y del economista, que señalan densidades ignoradas y dimensiones dejadas de lado. Su lectura del mundo histórico está marcada por una clave increíblemente más rica que la simple y simplista de Fustel.16 Lo que en la lectura de este último aparece plano y continuo se revela en cambio, en la observación estereoscópica del jurista o el economista, articulado en relieves insospechados. El que surge es —en una palabra— un mundo polidimensional, enormemente más complejo, en el cual la cronología tiene un relieve modesto y, en cambio, es relevante el de las estructuras, las instituciones, las técnicas y los ordenamientos sistemáticos. Para ellos no tiene interés el dato episódico, el texto aislado, la fórmula, la enunciación formal de un término. Nunca sabrán contentarse con lo aparente y lo epidérmico; se negarán a aislar la tesis singular del conjunto del mosaico, considerándola operación miope y limitativa de la comprensión de lo global. Si Fustel puede reducir su investigación a una búsqueda terminológica,17 esto en absoluto satisfará al jurista y al economista, que querrán, como interlocutor no un flatos vocis o un signo de la escritura sino un esquema operativo en la efectividad del contexto histórico.18 Si Fustel considera el detalle y apoya en él toda su ingeniosa prepotencia, la mirada de ellos se dirigirá a lo global, al

conjunto, a la totalidad. «No aislemos nunca; acerquemos siempre» fue el reproche y la admonición del jurista Viollet al comentar los primeros trabajos fustelianos sobre el tema de la propiedad; y muy pronto, como ya sabemos, respondió Fus. tel decididamente: «Aislemos primero y analicemos, y acerquémonos después.» w Aislamiento y comparaciones de datos no son el contenido inocuo de un duelo sonoro, ni fórmulas eficaces y brillantes lanzadas una contra otra, sino el testimonio de dos posiciones metodológicas, de dos maneras sensiblemente distintas de concebir el oficio de historiador. Tal vez por un lado la voluntad vivaz de dividir el tejido histórico para poder ejercer mejor sobre él el imperio del investigador y aprovechar su patrimonio de fuerzas morales y de ideologías para dibujar una línea historiográfica que, a pesar de las apelaciones positivistas a las fuentes, se base sobre todo en la interpretación del dato; y por otro lado, una sensibilidad mayor hacia lo efectivo, un gusto mayor por la construcción, una mayor humildad, un más acentuado distanciamiento. El discurso de Fustel es virulento; sus opciones y conclusiones, nítidas e indiscutibles como verdades de fe. Esto induce a buscar, como hemos hecho nosotros, más allá de los documentos, las fuentes de esta certidumbre y las motivaciones de esa virulencia. El discurso de los «colectivistas» es más contenido, más impreciso, más variado. Si hay algo que se rechaza con firmeza es el error metodológico del autor de La ciudad antigua, su desenvoltura, su habilidad manipuladora que aparece bastante más similar a las artes de un prestidigitador que a la finura de un austero hombre de estudios. Sobre este punto los «colectivistas» son claros: al ironizar sobre la ostentación de documentos puestos al servicio de un talento indiscutible,20 condenan al Fustel nominalista,21 insisten sobre el hecho de que «su procedimiento es lo contrario de un método».22

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2. Frente a la fértil producción fusteliana resulta singular que dos ensayos polémicos tomen directamente la forma y la fuerza de un volumen, y aparezcan el mismo año (1890), constituyendo ambos una respuesta al historiador parisino. Nos referimos a Lex communaux et le domaine rural a Vépoque franque - Réponse a Ai. Fustel de Coulanges (Lex communaux y dominio rural en la época franca - Respuesta a Fustel de Coulanges) de Glasson23 y a Recherches sur Vorigine de la propriété fonciére et des noms de lieux habites en Trance. Pé-


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riode celtique et période romaine (Investigaciones sobre el origen de la propiedad agraria y de los nombres de los lugares habitados en Francia. Períodos celta y romano) de D'Arbois de Jubainville. 24 No producen sorpresa las páginas de Glasson, ya empeñado desde hacía tiempo en el debate desde un ángulo exquisitamente jurídico, familiar a su estatura profesional de cultor y enseñante del derecho positivo; y son previsibles sus denuncias de las «increíbles tergiversaciones que se ha permitido el autor», 25 las acusaciones de «falso intelectual» y de «falso material» pronunciadas usando el lenguaje técnico inequívoco propio del vocabulario jurídico, 26 y la comprobación de las arbitrariedades exegéticas 27 y de la ignorancia del derecho.28 Más significativa, en el contexto de la polémica, es la voz de D'Arbois de Jubainville: en efecto, resulta notable que junto con la respuesta desolada del «jurista» Glasson y la siempre serena del «economista» Laveleye, la réplica más estricta y más dura, la contestación más áspera le llegue a Fustel justamente de un estudioso que, al igual que él, se colocaba en el mismo plano de la rigurosa documentación histórica y de la más exigente erudición. El mayor conocedor de la lengua y la civilización celtas ataca frontalmente al autor de L'Alleu,29 y le reprocha adelantar empecinadamente tesis preconcebidas y sostenerlas a toda costa " aplicando instrumentos metódicamente incorrectos 31 o trasvases deliberados del pensamiento ajeno y de las fuentes documentales. 32 D'Arbois insiste en un detalle que desmantela la credibilidad de Fustel como filólogo: su intolerancia hacia la realidad históricamente definida que es el texto; y la referencia alude al texto antiguo de César o de Tácito y al moderno de él mismo, D'Arbois, que salen siempre malparados. En el ensayo de 1887 sobre la propiedad agraria en la Galia, el gran especialista francés en los celtas había rechazado la idea fusteliana de una propiedad privada con los caracteres propios del dominium romano, y había criticado nítidamente el uso de una noción en sustancia anacrónica; al mismo tiempo, había pedido cautela para aceptar una noción de propiedad colectiva, filtrada por la conciencia moderna, prefiriendo hablar de una genérica situación real caracterizada por una intrínseca precariedad. 33 Fustel, en una lectura crítica de ese ensayo, imputó a D'Arbois, a propósito de la civilización de los galos, «ver en ellos la indivisión del suelo».34 Pero era una traición al sentido del

ensayo y la desnaturalización del texto del adversario. Evidentemente, Fustel lo había leído filtrándolo a la luz de su preocupación dominante, y había encontrado en él una configuración del ordenamiento agrario que podría dar argumentos para una solución «colectivista», y desafiando en su moralismo individualista toda conclusión que no se orientase a una bien precisa propiedad privada, lo había identificado con soluciones extremas y lo había condenado de manera inapelable. La trama objetiva del texto del adversario (real o supuesto) había sido compuesto y vuelto a componer con el material subjetivo del lector; era una lectura cuyos contenidos parecían más prefijados en las lentes desenfocadas del intérprete que en la letra impresa. Y D'Arbois tiene razón cuando cuestiona al positivista, al erudito, al filólogo la mixtificación de semejante método historiográfico comprensible en las investigaciones de un Montesquieu, que pide a la historia los datos instrumentales para sostener sus propias ideas, inaceptable para Mabillon y para cualquier humilde certificador del pasado: «Puede admirarse en él a un heredero de Montesquieu, pero es difícil ser a la vez el continuador de ese gran pensador... y observar en todas partes, en un trabajo de erudición, las reglas minuciosas a las que se han ceñido en otra época los benedictinos.» 35 Lo que cuenta en Fustel —y D'Arbois lo sabe bien y lo certifica—* es «una idea» más poderosa de cada lectura, más vigorosa de toda documentación ya que toma sus certidumbres del mundo de la moral, o sea de los absolutos. Glasson muestra con espanto que el mundo histórico de Fustel se divide, en lo que concierne al ordenamiento de los bienes, en dos hemisferios nítidos: uno en el cual todo —bosques, pastos, tierras cultivables— es objeto de formas de apropiación colectiva; y otro donde todo es objeto de dominio exclusivo, perpetuo, pleno.37 Ninguna matización, ninguna osmosis. Sería inconcebible, al igual que ocurriría entre el bien y el mal.

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3. Conviene reconocer que a la extremadamente ideologizada, abiertamente moralizante visión fusteliana se contrapone por parte de los «colectivistas» otro planteamiento. Éste tiende, es verdad, a valorar las formas de apropiación colectiva que la historia ofrece, pero que escapa a contraposiciones y esquematizaciones maniqueas. Si Maurer creyó adivinar a cada paso una estructura de marca, si Laveleye se enamoró de


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su objeto historiográfico hasta tener una visión unilateral del mismo, el exceso interpretativo será señalado antes que nada por los que Fustel condena con el nombre infamante de «colectivistas».38 El dato fundamental es que no existen prejuicios ni preconceptos para admitir la existencia de formas fundiarias de estructura comunal, con una disponibilidad mayor para variar y hacer más elásticas las propias conclusiones: es así como Kovalevski no duda en trazar, con respecto a las proposiciones de Laveleye, una trayectoria diversa en el devenir de las primitivas formas colectivas.39 Glasson, por su parte, no tiene dificultad en señalar zonas históricas de convivencia de las más diferentes formas de propiedad.40 D'Arbois, con una cautela exquisitamente historicista, se niega a hacer uso de la expresión «propiedad colectiva» refiriéndose a los galos hasta la época de César, y prefiere hablar de ausencia de propiedad individual.41 Thévenin42 y Platón,43 después de un nítido rechazo de las tesis fustelianas, al relativizar al máximo sus conclusiones sobre la propiedad común y Aucoc, y tras haber discutido serenamente el ensayo de Belot, no consideran el principio de la apropiación colectiva traducible al presente.44 Es una visión serena y abierta del problema, con algunas coloraciones marcadas, con alguna sobrevaloración, pero, en general, basada en planteamientos de índole sustancialmente cultural; con un malestar siempre manifiesto por la idea directriz de Fustel, por su inabdicable principio orientador tan ideológicamente determinado. Y esto se proclama abiertamente, y se une sin dudas el esquema fusteliano a los viejos esquemas de la acostumbrada fabulación de la primera edad burguesa, precisando que el trabajo del autor de La ciudad antigua «está destinado a dar nuevo lustre a la vieja hipótesis individualista concerniente al origen de la propiedad agraria»,45 y denunciando como una serie de apriorismos los postulados filosóficos y económicos en favor de la propiedad individual.46 La apretada e implacable ideología individualista que domina a Fustel no se convierte, con los «colectivistas» del gran debate —generalmente historiadores del derecho y de la economía— en un mensaje ideológico de sentido contrario. Si bien hay —baste pensar en Laveleye— matizaciones socialistas, se mezclan y se confunden con preponderantes determinaciones culturales, en un contexto histórico-doctrinal extremadamente complejo y variado, no susceptible de interpre-

taciones esquemáticas, y en el que vale la pena detenerse un momento. Una mirada, aunque sea rápida, a las efectivas ascendencias teóricas e historiográficas debe superar a Laveleye y Maine —sobre cuya relevancia en la reflexión sobre formas alternativas de propiedad hemos creído que debíamos insistir— y llegar al corazón de la escuela histórica del derecho, marcando con precisión una línea interna que, abierta u ocultamente, une a Grimm, Waitz, Maurer, Thudichum, Sohm, con los testimonios evocadores y valorizadores de las remotas o persistentes formas de asentamiento colectivo. Sobre esto pesa, como sobre buena parte de la historiografía jurídica de la segunta mitad del siglo xix, el modelo cultural de cuño savigniano y, a la vez, ese haz de valores que la escuela histórica había hecho propios. Sin las prevenciones nacionalistas, o sea antigermánicas, que con seguridad estaban presentes y actuaban en Fustel,47 en la impronta del profundo vínculo entre quienes expresan un discurso unitario cognoscitivo —o sea, jurídico— * las premisas de método y las indicaciones de contenido de la historische Rechtsschule y de la gran historiografía germanista circulan sin filtros entre los juristas del debate. A esto se agrega que también para los economistas —y Laveleye y Lamprecht lo demuestran— el momento cultural de referencia no varía en virtud del nexo simbiótico que une la escuela histórica de la economía con las lecciones de Savigny y de Putcha. No hay dudas de que en el complejo juego de fuerzas ideales que presionan para que afloren a la conciencia social los ordenamientos fundiarios colectivos, hay también un enfoque romántico o, al menos, antipositivista. Léase a Glasson,49 Lamprecht,50 Kovalevski: 51 al continuo y exasperante reclamo que Fustel hace a la certidumbre, a la claridad, a la precisión de los documentos y al documento como voz de la realidad histórica, se contrapone el reclamo a la historia no oficial, la que se consolida en las costumbres, la que está marcada por el silencio de los documentos públicos pero que tiene su voz en el nivel de lo efectivo, donde circulan formas jurídicas espontáneas y donde se encarna el espíritu popular. Se delinea una visión dualista del itinerario del derecho, que transcurre por dos caminos y en dos niveles, uno marcado por las formas del poder público y de la vida oficial, el otro por el instrumento impalpable —pero no por eso menos eficaz históricamente— que es la costumbre, que se traduce


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de manera continua, en el plano de las fuentes jurídicas, en una realidad consuetudinaria. A veces —como en el ruso Kovalevski, que tiene profundas resonancias de amplios filones de la reflexión heterodoxa y anarquista rusa de la segunda mitad del siglo xix—, n la interpretación dualista tiene matizaciones nacionalistas y populistas, en la contraposición entre un derecho codificado imperial de cuño occidental (y particularmente alemán) y unido a la dinastía, y un derecho no escrito de la tierra rusa, autóctono, más sensible a las instancia de lo social por su naturaleza consuetudinaria. 53 A la sombra de este derecho prospera el mir, presencia ignorada pero a flor de piel en la vida de la gran campiña rusa. Los asentamientos colectivos de la organización agraria se arraigaban en este terreno y, custodiados por el silencio de la costumbre, cumplían en el uso inmemorial la vocación popular en el plano de las atribuciones de los bienes. Sería, sin embargo, considerar equivocadamente a muchos estudiosos, si se quisiera reducir su discurso a una intuición de Maurer y a un enfoque, por así decirlo, de romanticismo jurídico. Junto con Maurer, Maine invita a la comparación; y junto con Maine, Le Play, Haxthausen, Anatole Leroy-Beaulieu y tantos otros invitan a tomar parte en el banquete de una mesa ricamente servida con revelaciones sociológicas, etnológicas, folklóricas y de derecho comparado. 54 Los que habían definido los trabajos preparatorios del debate estaban en condiciones de ofrecer al jurista y al economista una mina de datos y una gama de instrumentos destinados a ampliar las visiones tradicionales e inducir a la tentación de las alternativas. Sin contar con que la provocación maineana había liberado a muchas conciencias del sometimiento romanista. Fruto de un conjunto de circunstancias, de complejas conciencias de estudiosos, de rebuscados ángulos de observación, es el coro de voces que desplaza el propio interés historiográfico —esto, por lo menos, puede afirmarse tranquilamente— de la propiedad individual entendida según el criterio romanista, a formas diferentes de asentamiento y de organización de los bienes. Es cierto que si la posición de Fustel se presentaba simple, lineal y de fácil colocación para el historiador de las ideas, la motivación de este coro estaba marcada por la complejidad. Si Fustel, en su solipsismo, es una entidad culturalmente impermeable cuya justificación debe buscarse en lo más íntimo de sus creencias morales y sociales, los otros muestran una permeabilidad especial, una disponi-

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bilidad para recibir y registrar que los coloca —cruz y delicia del historiador— en el centro de una encrucijada de motivos y de datos. Y surge una pregunta: ¿hasta qué punto, por ejemplo, se pueden vincular estas antigüedades con la problemática social que hierve en la Europa de esos años? Para Laveleye nuestra respuesta es netamente afirmativa, y en otros puntos de nuestra exposición varias veces hemos recordado el trasfondo social como momento interpretativo no secundario con respecto al duelo doctrinal. Pero recuérdese que el caso del economista de Lie ja representa un unicum, que se trata en este caso de un personaje entre dos fronteras. Pero ¿dentro de la frontera cultural? Los ecos del exterior se filtran y se integran en el análisis historiográfico frente a los eruditos. La opción en favor de la propiedad colectiva o en contra de ella, entendida al modo romano, como protagonista de la historia occidental tiene sus fundamentaciones exclusivamente culturales. En efecto, no se valoran las formas de propiedad colectivas por adhesión al enfoque socialista o porque representen un modelo sociopolítico, sino porque las ha puesto de relieve un método historiográfico provisto de una gama de instrumentos de análisis extremadamente variada. Sigue en pie la atención a estos asentamientos organizativos, la sensibilidad para captarlos y ponerlos en evidencia, y a veces una inclinación de simpatía hacia ellos. Y en este nivel sociológico, la exposición de estos intelectuales se complica y se hace difícil. Pero no podían dejar de hacer hincapié en lo social puesto que eran predominantemente juristas y economistas (lo que los lleva a una familiaridad notable con los datos sociológicos y etnológicos, induciéndolos a comparar y produciendo una fricción en su conciencia entre los datos históricos y el patrimonio de las instituciones y de las ideas operativas en la dimensión de lo vigente). Al ser juristas y economistas y a la vez historiadores, no podían dejar de tener esa conciencia agudizada de lo social a través del mecanismo comparativo, típico del historiador jurista y del historiador economista, entre lo que es, lo que fue y lo que será. Ya hemos citado antes, simbólicamente, el ejemplo de Ernest Glasson, medievalista docto e investigador sensible en el tema de las relaciones entre codificación civil y cuestión obrera. 55 Lo que motiva a Glasson no es una instancia socialista sino inteligentemente reformista. En efecto, cuando propone colmar los vacíos que en ese 1886 se perciben con clari-


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dad en el sistema codificado ochenta años antes, y enriquecer el número de los protagonistas del sistema normativo agregando el obrero y a su familia, no considera que trastoca el flujo ordenado de esa clepsidra que es la sociedad burguesa, sino que lo adecúa, a través de la lectura e interpretación atenta y de una sensibilidad exquisitamente historicista, al signo de los tiempos. Para muchos de ellos, conciencia de lo social significa también conciencia de la cuestión social. Entre los mecanismos remotos de su compleja psicología no es lícito cortar los hilos unas veces invisibles, otras muy tenues o apenas insinuados, en ocasiones sólidos y estructurantes que unen tal vez en nivel subconsciente el amor por las formas de los asentamientos colectivos de los antiguos francos y la conciencia de una sociedad en ebullición. Piénsese en ese ovillo doctrinal que es el cruce, con nexos no episódicos sino funcionales y culturalmente motivados, entre escuela histórica del derecho, escuela histórica de la economía, socialismo de cátedra. Piénsese en el significado cultural pero también político del «germanismo» de un Laveleye, presente y actuante en las convenciones de Eisenach,56 o de un Vito Cusumano, divulgador en Italia de ideas alemanas y partidario de una revisión del tradicional bagaje jurídicoeconómico sobre el tema de la propiedad;57 o en el significado por igual cultural y político del antigermanismo de un Fustel, que ya hemos indicado, o de un Francesco Ferrara, corifeo en Italia de la escuela económica clásica y del liberalismo más encarnizado.58 Cuando se resuelva, como es de esperar, el actual vacío historiográfico sobre este núcleo doctrinal de enorme importancia en un nutrido grupo de investigaciones sectoriales, tanto en lo que atañe a la historia del pensamiento económico como a la del pensamiento jurídico, resultarán más claros los nexos entre cultura, conciencia política y reformismo político de esos años. Desde ahora, aunque delineando un panorama doctrinal extremadamente variado, que va desde el empeño de un Laveleye hasta la distancia de D'Arbois de Jubainville, con interpretaciones y soluciones extremadamente variadas y hasta discordantes,59 es obligación del intérprete del coro doctrinal antifusteliano —aun teniendo presente la complejidad de su dimensión histórica—, no conformarse con justificaciones formales ni privarse de instrumento interpretativo alguno.

NOTAS 1. Ya hemos citado este texto como ejemplo de cierto enfoque de Fustel hacia sus adversarios (cf. nota 47 de p. 157). Ha sido tomado de L'aileu et le..., op. cit., p. 192. Convendrá señalar de una vez para siempre que ni Fustel ni los otros participantes en el debate utilizan ni citan los trabajos específicos de F. Engels, «Zur Urgeschichte der Deutsche n» (que se remonta a los años 1881-1882), y «Die Mark» (de 1882), en Marx-Engels Werke, Berlín, 1962, B. 19, respectivamente en las pp. 245 y ss. y pp. 317 y ss. El testimonio «historiográfico» de Engels, en sí ya singular, al igual que el del estadounidense Morgan está del todo alejado del debate. Engels y Morgan encontrarán un eco de sus tesis en algún escritor de segura adhesión socialista, como, por ejemplo, en P. Lafargue, El origen y la evolución de la propiedad. 2. Puede encontrarse un ejemplo en L. Rioult de Neuville, «Les origines de la propriété suivant M. Émile de Laveleye», en Revue des questions historiques, XXVI, 1891, en un ensayo que encuentra su oportunidad en la cuarta edición del volumen célebre de Laveleye aparecida en 1891. El autor no es un fusteliano de observancia estricta, y hasta con respecto a la exégesis de César y de Tácito se acerca más a Laveleye que a Fustel. Sólo rechaza el discurso laveleyano porque lo considera grávido de ideas «perniciosas»: «Las ideas comunistas de Laveleye no amenazan, pues, con hacer irrupción en el ámbito de los hechos. Tampoco resultan un serio peligro para los mismos... Ejercerán tal vez una peligrosa seducción en el espíritu de un número bastante grande de hombres entre los políticos, los publicistas, los funcionarios públicos y los legistas. Al presentar el derecho de propiedad territorial como una injusticia, al denunciar su origen como una usurpación, provocarán, es de temer, más de una decisión inicua, más de una denegación de justicia manifiesta. Nunca se lamentará lo suficiente que el autor haya empleado conocimientos amplios y un talento real para sostener doctrinas tan poco fundamentadas y cuya influencia sólo puede ser dañina (p. 227). Es evidente que el autor tiene bien precisado en su mente un modelo de propiedad de cuño rigurosamente individualista sobre la base del cual mide, juzga, absuelve y condena. Es un juego abierto que ha recuperado toda su evidencia en el plano ideológico. 3. Sobre Viollet, cf. p. 117. 4. Sobre Georges Platón (Pujols-sur-Dordogne, 1859-Burdeos, 1916), que desempeñó desde 1885 hasta su muerte la modesta función de bibliotecario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Burdeos, sólo hemos logrado encontrar breves alusiones contenidas en el Rapport du Conseil de VUniversité (de Bordeaux) - Comptes rendus des travaux des Facultes de Droit, de Médecine et de Pharmacie, des Sciences et des Leu tres, Annéé scolaire 1916-17, Burdeos, 1916-1917, p. II y pp. 37-38. Es el autor de un grueso y no despreciable ensayo —del que nos ocuparemos luego— sobre «Le droit de propriété dans la société franque et en Germanie», en Revue d'économie politique, I, 1887, II, 1888, IV, 1890.


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5. Marcel Thévenin (Pau, 1844-París, 1924), después de una iniciación en los estudios jurídicos en. Aix y en París, se especializó en estudios históricos en Berlín y Gotinga donde trabajó en el seminario del gran historiador del derecho germánico Georg Waitz. Profesionalmente, siempre vivió en el ámbito de la École pratique des Hautes Études, primero como ayudante de historia y luego como director-adjunto y director de estudios. Sobre su obra puede verse un buen trabajo crítico en E. Perrot, Marcel Thévenin, en Revue historique de droii iraneáis et étranger, s. IV, IV, 1925, pp. 709 y ss. Thévenin es, entre otros, autor de un ensayo notable por el correcto uso de instrumentos histórico-jurídicos, el «Étude sur la propriété au Moyen Age - Les "communia"», en Mélanges Reiner Recueil de travaux publiés par l'École pratique des hautes études (section de sciences historiques et philologiques) en mémoire de son Président Léon Renier, París, 1887. Es digna de recordarse aquí, donde se hace referencia a una polémica específica con Fustel de Coulanges, la amplia reseña y el severo juicio que, en un plano más general, da Thévenin sobre el primer tomo de la fusteliana «Histoire des institutions de l'ancienne France», en Revue de législation ancienne et moderne, V, 1875, pp. 463 y ss. 6. De Paul Fournier debe recordarse sobre todo la contribución en «Le dernier livre de M. Fustel de Coulanges», en Revue des questions historiques, XL, 1886, pp. 183 y ss. 7. Ernest Glasson (Noyon, 1839-París, 1907), agregado en la Facultad de Derecho desde 1865, primero enseñó en Nancy y luego en París. Su obra es variada y compleja y comprende buenos escritos romanistas (entre éstos merece recordarse, sobre todo, su Étude sur Gaius et sur quelques dificultes relatives aux sources du droit romain, París, 1885, voluminoso trabajo sociológico-jurídico y procesal, a la vez que inteligente investigación civilista y sociológico-jurídica, donde demuestra una aguda sensibilidad hacia las dimensiones culturales y socioeconómicas del fenómeno jurídico). Para nuestros fines, son interesantes, además de la contribución aportada a la discusión dentro de la Academia de Ciencias morales y políticas, después del informe de Fustel sobre la propiedad entre los antiguos germanos, el ensayo «Quelques observations sur la nature du droit de propriété a l'époque franque», en Revue critique de législation et de jurisprudence, XXXVI, 1887; Histoire du droit et des institutions de la France, sobre todo el tomo II, París, 1888, y el tomo II, París. 1889; el volumen sobre Les communaux et le domaine rural á l'époque franque - Réponse á Ai. Fustel de Coulanges, París, 1890; y el artículo (que se limita a confirmar los resultados alcanzados antes) sobre «Communaux et communautés dans l'ancien droit franjáis», en Nouvelle revue historique de droit francais et étranger, XV, 1891, pp. 446 y ss. 8. Rodolphe Dareste de la Chavanne (París, 1824-1911) es un típico exponente de la nobleza campesina que aportó una gran contribución a la reflexión erudita francesa del siglo xix. Archivero paleógrafo diplomado en la École des Chartes en 1846, después de haber realizado estudios jurídicos y literarios, en 1850 se doctora en derecho y en letras, y luego es magistrado del Consejo de Estado y del Tribunal de Casación, y en 1877 consejero en la Corte de Casación. Polígrafo de muy fértil vena, su interés más marcado sigue siendo el del historiador-comparativista. La contribución más específica al debate es el segundo artículo (que ya hemos citado; cf. p. 135, n. 9) sobre las «Recherches sur quelques problémes d'histoire» de Fustel, aparecido en el Journal des savants en octubre de 1886. (El primer artículo, impreso en septiembre de 1886, concierne sólo a los colonos romanos.) También merecerían recor-

darse las investigaciones sobre la propiedad en Argelia y acerca de las reliquias de costumbres primitivas en varias poblaciones. Para evitar equívocos, demos también el nombre del hermano de Rodolphe, AntoineElisabeth-Cleophas Dareste de la Chavanne (1820-1882), asimismo historiador y titular de la cátedra de historia en la Universidad de Grenoble y luego en la de Lyon, autor de una voluminosa Histoire des classes agricoles en France, París, 1854, que por la dependencia explícita de los alemanes y por las opciones colectivistas (pp. 14 y ss.) ocuparía un lugar, en verdad modesto, entre los «trabajos preparatorios» del debate. Es también interesante del mismo autor «Mémoire sur les partages des terres que les barbares firent dans les Gaules et sur la propriété commune des Germains», en Séances et travaux de l'Académie des Sciences morales et politiques, Compte rendu, XLII, 1857, donde se sigue a Grimm, Haxthausen, Maurer. 9. Máximo Kovalevski (1851-1916), jurista por educación, sociólogo y etnólogo por vocación, conocedor e indagador profundo y agudo de las costumbres rusas, dedicó una constante atención —en el ámbito de una producción variada y amplísima— al problema de la historia y de los orígenes de los asentamientos colectivos, complaciéndose en valorar en su visión dualista del organismo social el conjunto institucional popular y consuetudinario frente a la tradición normativa oficial. Ténganse presentes entre sus obras sobre todo Tablean des origines et de l'évolution de la famille et de la propriété, París-Estocolmo, 1890; y el ensayo más tardío sobre «Le passage historique de la propriété collective á la propriété individuelle», en Annales de l'Institut international de sociologie, II, 1896, al que pueden agregarse «The Origin and Growth of Village Community in Russia», en The Archaeological Review, I, 1888, y «Études sur le droit coutumier russe, II. De 1'appropriation du sol par le travail en Petite Russie et en Ukranie», en Nouvelle revue historique de droit 1raneáis et étranger, XV, 1891, pp. 480 y ss. La evaluación del aporte de Kovalevski al debate, sin embargo, sólo puede ser provisional. Se basa, en efecto, en los estudios redactados en lenguas occidentales y publicados en Occidente durante el exilio. Hay un primer momento de investigación científica intensa, articulada en notables observaciones in loco y en enérgicas tentativas de construcción teórica, que se concretó en publicaciones inaccesibles para nosotros (excepción hecha del ensayo traducido al alemán Umriss einer Geschichte der Zerstückelung der Feldgemeinschaft im Kanton Waadt, Zurich, 1877), ya sea porque están escritos en ruso o porque son difíciles de encontrar. Como nos informa el mismo Kovalevski en el interesante prefacio a su Tableau des origines et de l'évolution de la famille et de la propriété, op. cit., había publicado —en ruso, alrededor de 1880— un volumen sobre la comunidad de aldea y sobre las causas de su disolución, así como diferentes artículos en publicaciones científicas moscovitas que habían integrado y completado el cuadro que ofrecía el libro. En ellos, como siempre nos advierte el mismo Kovalevski, discutió la doctrina de Fustel de Coulanges. Es evidente, pues, que nuestra mirada al trabajo del sociólogo ruso, como lo haremos en este capítulo, no puede considerarse satisfactoria a causa de las lagunas de información para nosotros inevitables. Sobre Kovaleski puede leerse provechosamente una evocación de Achule Loria, «Massimo Kovalevski», en Rivista italiana di sociología, XX, 1916. Una síntesis de su pensamiento y también un cuadro cronológico de sus obras puede encontrarse en N. S. Timasheff, «The sociological theories of Maksim M. Kovalevski», en An introduction to the history of sociology, H. E. Barnes (ed.), Chicago, 1948, pp. 441 y ss.

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10. La identificación profesional y cultural de Henry-Marie D'Arbois de Jubainville (Nancy, 1827-París, 1910) puede confiarse a pocos datos significativos: se formó en estudios paleográficos y jurídicos, primero fue archivero, luego primer titular de la cátedra de lengua y literatura celta —creada especialmente para él— en el Colegio de Francia. Desde 1885 es director de la Revue celtique. Una satisfactoria biografía es la de E. G. Ledos, «Arbois de Jubainville» (Marie-Henry), en Dictionnaire de biographie frangaise, t. III, París, 1939. Para valorar su contribución a las investigaciones histórico-jurídicas son particularmente interesantes, entre las varias notas conmemorativas, las de P. Collinet, M.-H. D'Arbois de Jubainville, en Nouvelle revue historique de droit frangais et étranger, XXXIV, 1910, pp. 399 y ss., y de E. Chenon, Notice nécrologique sur Henry d'Arbois de Jubainville, París, 1912. La aportación de D'Arbois de Jubainville al debate se compendia sobre todo en el ensayo «La propriété fonciére en Gaule», en Comptes rendus de l'Académie des Inscriptions et Belles Lettres, 1887, y en el amplio volumen Recherches sur l'origine de la propriété fonciére et des noms de lieux habites en France (Période celtique et période romaine), París, 1890. D'Arbois continuará la polémica fuera de sus términos cronológicos, cuando Fustel ya ha desaparecido hace varios años, al redactar el «panfleto» Deux manieres d'écrire Vhistoire - Critique de Bossuet, d'Augustin Thierry et de Fustel de Coulanges, París, 1896; un discurso sobre el método escrito por un notable protagonista de la investigación histórica, por un gran estudioso de la diplomacia y un especialista en la civilización celta, irritado e insatisfecho por la desenvoltura metodológica de Fustel, pero escrito desgraciadamente por un intelectual no inclinado a ese tipo de exposición y negado a cualquier filosofía. La reflexión que surge de todo esto, a veces ingenua y a veces inconsistente, revela las limitaciones culturales de su autor, que habría debido evitar un campo que le era tan poco familiar. Podríamos estar de acuerdo con Momigliano (La cittá antica de Fustel de Coulanges, p. 87) de que en el «panfleto» se condensó «sobre todo en el ataque de un chartiste contra un normalien, pero no lo calificaremos como "el ataque más duro"» de D'Arbois a Fustel. El ataque más duro se halla en las Recherches sur l'origine de la propriété fonciére antes citada, donde D'Arbois alcanza su dureza —y la motivación de la misma— en el terreno de los datos históricamente positivos, en el que desmantela las prestidigitaciones de Fustel. 11. Collinet, M.-H. D'Arbois de Jubainville, op. cit., pp. 400 y 402. De esta preparación dan fe muchas de sus contribuciones exquisitamente jurídicas entre las que queremos señalar las Recherches sur la minorité et ses effets en droit féodal frangais depuis l'origine de la féodálité jusqu'á la rédaction officielle des coutumes, París, 1852; Études sur le droit celtique. Le Senchus Mor, París, 1881; Études sur le droit celtique, 1895 (con la colaboración de P. Collinet); o el curso sobre La saisie mobiliére dans le Senchus Ñor (véase el resumen en Revue genérale de droit, XII, 1888, pp. 224 y ss., o la investigación sobre La famille celtique. Étude de droit comparé, París, 1905, donde aparece un gusto agudo por la comparación). Para darse cuenta de la juridicidad de la exposición de D'Arbois puede leerse provechosamente la introducción de H. S. Maine, Études sur Vhistoire des institutions primitives, París, 1880. 12. Léon Aucoc (1828-1910), auditor del Consejo de Estado desde 1852, consejero en 1869, presidente de sección en 1872, docente de derecho administrativo en la École de ponts et chaussées, autor de obras incisivas en la historia de la ciencia administrativa francesa. Lo recorda-

mos en este lugar por su contribución al debate en el seno de la Academia francesa de ciencias morales y políticas, a la que pertenecía desde 1877, y por el ensayo sobre «La question des propriétés primitives», en Revue critique de législatiqn et de jurisprudence, XXXIV, 1885. 13 Sobre Émile de Laveleye y sobre su calificación cultural como economista, cf. p. 89. 14. Entre su vasta obra deseamos referirnos particularmente al Deutsches Wirtschaftsleben in Mittelalter, Aalen, 1960 (reprod. ed. 1885-1886) y al planteamiento «colectivista» que surge sobre todo en los capítulos III y IV de la primera parte del primer volumen, duramente criticado por Fustel en su ensayo de 1889 sobre los orígenes de la propiedad agraria. La respuesta de Lamprecht tiene un título que, por motivos que se expondrán luego en el texto, es bastante iluminador: «M. Fustel de Coulanges économiste», en Le Moyen Age, II, 1889. 15. Entre estos historiadores no genéricos debe recordarse al menos a E. Garsonnet, Hisioire des locations perpétuelles et des baux á Iongue durée, París, 1879, pp. 11 y ss. y pp. 511 y ss., mientras que podría dudarse sobre mencionar aquí o no el ensayo de F. Bernard, «L'évolution de la propriété fonciére», en Journal des économistes, XXXV, 1886, pp. 173 y ss., que aparte de una inicial adhesión a las ideas leveleyanas, no tiene una vinculación cultural real con el entramado del debate. 16. Como precisábamos antes (véase nota precedente), no sin razón Lamprecht titula su muy firme réplica a Fustel M. Fustel de Coulanges économiste, ironizando sobre una dimensión cultural que Fustel no poseía y cuya falta se advertía en sus áridos aunque geniales escritos. 17. «Todo el sistema de Fustel, como puede verse, reposa en una palabra» (Glasson, Histoire du droit et des institutions de la France, op. cit., t. III, p. 70). 18. Glasson, Histoire du droit..., op. cit., t. III, pp. 70-75; Lamprecht, M. Fustel de..., op. cit., p. 131. 19. El debate entre Viollet y Fustel (que ya hemos recordado) apareció en Revue critique d'histoire et de littéraíure, N. S., XXII, 1886, en particular véanse pp. 115 y 262. 20. Exclama con sutil ironía el mesurado Paul Fournier (Le dernier livre..., op. cit., p. 197) refiriéndose a la tesis central del autor: «No sabemos qué admirar más, si el talento o la ciencia que el señor Fustel usa para servirlo.» 21. Véanse sobre todo los autores citados en la nota 18. 22. Glasson, Les communaux et le..., op. cit., p. 53. Thévenin, Études sur la propriété..., op. cit., p. 122, nota 2, no dudará en afirmar que «las dificultades no se abordan, y los pocos textos citados por el autor en su estudio han sido casi todos mal comprendidos». Kovalevski, Le passage de la propriété..., op. cit., p. 210, ironizando sobre la «ingeniosidad» de las manipulaciones hermenéuticas de Fustel, señala a proposito de la interpretación fusteliana de migrantibus de la ley sálica: «Fustel de Coulanges ha dado recientemente una explicación muy ingeniosa, es verdad, pero que desgraciadamente no tiene en cuenta una parte del texto.» 23. Ensayo que, en las intenciones de su autor, quiere ser, como se ha escrito en la introducción, una respuesta pero también un verdadero acto de legítima defensa: «Esta memoria ha sido escrita por derecho de legítima defensa» (prefacio). 24. Publicada en París en 1890. 25. Glasson, Les communaux..., op. cit., p. 20. 26. Op. ult. cit., pp. 21 y 22. 27. Op.ult. cit., passim, pero sobre todo p. 132.

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28. Op. ult. cit., passim, pero sobre todo p. 181: «Si el señor Fustel hubiera estudiado derecho, respetaría tal vez más los textos y los comprendería también con más exactitud.» 29. D'Arbois de Jubainville, Recherches sur l'origine..., op. cit., pref., página V. 30. «Cuando Fustel de Coulanges está dominado por una idea, esa idea... es más poderosa que sus lecturas tan variadas y tan atentas; prevalece en su memoria, y es más fuerte que su erudición» (op. ult. cit., p. XXIX). En el ensayo Deux manieres..., op. cit., p. 259, D'Arbois identifica el trabajo historiográfico de Fustel con el «poner consciente o inconscientemente por encima de los hechos una tesis cualquiera preconcebida que los hechos, hábilmente elegidos y presentados, parecen demostrar». 31. «Razona sobre fragmentos de frases o sobre palabras aisladas que después de largas y perseverantes lecturas su memoria ha conservado : escribe sin tener ante los ojos un texto completo; sólo se le presentan fragmentos: esos mismos fragmentos, por un trabajo inconsciente de su vigorosa inteligencia, han sido transformados alguna vez hasta el punto de llegar a ser irreconocibles. Puede admirarse en él al heredero de Montesquieu, pero resulta difícil ser a la vez el continuador de ese gran pensador... y observar, en un trabajo de erudición, las reglas minuciosas a las que estaban sujetos en otra época los benedictinos» (op. ult. cit., p. XXXI). 32. Op. ult. cit., p. XXVI. 33. D'Arbois de Jubainville, La propriété fonciére..., op. cit., p. 66. También en la Recherches sur l'origine..., op. cit., 117, se reprochará a Fustel una interpretación de los fragmentos de César tendente a insertar en la realidad histórica de la civilización gálica una noción de propiedad agraria totalmente ajena a ese contexto y moderna. 34. Fustel de Coulanges, Le probléme des origines..., op. cit., párrafo V. 35. D'Arbois de Jubainville, Recherches sur l'origine de la propriété fonciére, op. cit., p. XXXI. 36. Por esto D'Arbois atribuye a Fustel «altas cualidades literarias y filosóficas» (Deux manieres..., op. cit., p. 74) y ridiculiza en él al seudoespecialista en diplomática y al seudojurista (ibid., p. 186). 37. «Sobre este grave problema Fustel sólo conoce dos opiniones absolutamente opuestas. Unos se pronuncian por la comunidad de las tierras, por el comunismo agrario, que comprende todos los bosques, los pastos y hasta las tierras cultivables. Del otro lado se coloca Fustel solo, con el sistema de la propiedad privada absoluta que también comprende los bosques, los prados, las tierras incultas» (Glasson, Les communaux..., op. cit., p. 77). 38. Valga un solo ejemplo: la crítica que Glasson, en Les communaux..., op. cit., p. 79, hace a las exageraciones de Maurer sobre el tema de la marca. 39. Kovalevski, Tableau des origines de la jamille..., op. cit., sobre todo lecciones IVa y XlIIa, y «Le passage historique de la propriété...», op. cit., passim. 40. Glasson, Histoire du droit et des..., op. cit., p. 71. 41. D'Arbois de Jubainville, Recherches sur l'origine..., op. cit., páginas 99 y ss. 42. Thévenin, Études sur la propriété au Moyen Age..., op. cit., pp. 132 y 135. 43. Platón, Le droit de propriété..., op. cit., IV (1890), p. 166.

44. Véase la conclusión del artículo «La question des propriétés...», op. cit., pp. 119-120. 45. Lampreent, Ai. Fustel de Coulanges économiste, op. cit., p. 129. 46. Particularmente motivada la denuncia de Kovalevski, Tableau des origines..., op. cit., pp. 48 y ss., y Le passage historique de la propriété..., op. cit., pp. 201 y ss. 47. Advierte D'Arbois de Jubainville, Deux manieres..., op. cit., p. 73, al referirse a las circunstancias de 1870-1871 que «[Fustel] no aprovechó las lecciones que los acontecimientos de ese año memorable nos dieron a todos». 48. Esto es válido para la mayor parte de los autores. 49. Glasson, Histoire du droit..., op. cit., t. III, p. 74. 50. Lamprecht, Ai. Fustel..., op. cit., p. 131. 51. Kovalevski rechaza el argumento del que declara inexistente un derecho consuetudinario por el solo hecho de que actos normativos o documentos notariales guardan silencio respecto del mismo. Con semejante manera de argumentar, dentro de unos siglos podría pretenderse la inexistencia de la forma de asentamiento colectivo que es el mir ruso: «¿Cómo pedirle a los campesinos analfabetos de la Baja Edad Media inventarios de sus posesiones, inventarios que probablemente nunca hicieron, ya que el testimonio de los viejos bastaba para reconocer la existencia del derecho consuetudinario? ¡Qué ingenuidad pretender que los archivos de los señores, donde esos documentos podían ser conservados, hubieran considerado adecuado conservar la prueba escrita de la inanidad de los derechos feudales, inanidad proveniente del hecho mismo de la usurpación de la tierra del campesino por el señor!» (Kovalevski, Le passage historique..., op. cit., pp. 207-208). 52. Por ejemplo, con Bakunin (véase la cita especial que hará de él Tommaso Tittoni en el amplio informe del 20 de febrero de 1983 sobre el «ordenamiento de los dominios colectivos en la provincia del ex Estado pontificio»). 53. Es el sentido de los Études sur le droit coutumier russe de Kovalevski, que empiezan a aparecer en 1890 en una publicación históricojurídica francesa casi para divulgar el hecho en la cultura occidental. Después de un primer ensayo general en Nouvelle revue historique de droit francais et étranger, XIV, 1890, sigue un ensayo más específico y para nosotros más interesante, que lleva este subtítulo: «De la apropiación del suelo por el trabajo en la Pequeña Rusia y en Ucrania», op. cit., y que puede considerarse un fresco puntual de las variadas situaciones reales, muchas de las cuales son verdaderas formas de propiedad colectiva, que el derecho consuetudinario ruso muestra, aun a fines del siglo xix, sobre todo en las zonas más auténticamente unidas a la tradición rusa y sustraídas a la influencia occidental. Pero se trata de una explicación desarrollada en muchas obras de este autor. Véase la reseña de R. Dareste al volumen —impreso en Moscú en 1886— «Sovremenniy Obitchay i Drevniy Zacone», en Journal des savants, marzo y mayo de 1887; volumen que está dedicado a la población caucasiana de los osetos. 54. Es ejemplar el ensayo que ya hemos recordado muchas veces, de Émile de Laveleye, La propriété dans les Townships écossais, op. cit., de 1885, que es una respuesta a las duras objeciones de Fustel y una discusión polémica de los resultados de Belot. En él se hace una amplísima utilización de los resultados de la encuesta realizada por una comisión real sobre la situación socioeconómica de las tierras altas y de las islas de Escocia (cf. supra, p. 39). 55. Ya hemos hablado antes en la p. 124.

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56. Y se referirá a los economistas italianos. Cf. É. de Laveleye, «II congresso dei socialisti della cattedra ad Eisenach (lettera al direttore del Giornale degli economisti)», en dómale degli economisti, s. I., noviembre de 1875, pp. 81-89. 57. El trabajo de divulgación al que nos referimos en el texto está fechado en Berlín el 6 de mayo de 1873, publicado primero en una revista jurídica italiana, y luego en Ñapóles en libro, y se trata del conocidísimo ensayo «Sulla condizione attuale degli studi economici in Germanía», en Archivio giuridico, XI y XII, 1874. 58. Ferrara publicó en polémica con Cusumano, en la Nuova Antología, de agosto de 1875, un ensayo que es particularmente importante para ilustrar la actitud doctrinal de la que se habla en el texto, cf. F. Ferrara, «II germanismo económico in Italia», en Opere complete, Roma, 1970, vol. X, pp. 555 y ss, 59. Conviene señalar la distancia que separa los entusiasmos «colectivistas» de Laveleye (que en conjunto son apasionadas reconstrucciones historiográficas y también apasionadas propuestas de política social) de la vigilante actitud historícista de D'Arbois, que llega a la cauta conclusión negativa de una ausencia de propiedad individual inmobiliaria entre los galos (cf. p. 174).

ÍNDICE Presentación Introducción Notas

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I. Un testimonio provocador: Henry Sumner Maine Notas II. Palingenesia de un problema: Laveleye y las formas primitivas de propiedad Notas III. Formas y sustancias de un debate . . Notas IV. Formas y sustancias de un debate: Fustel de Coulanges Notas V. Formas y sustancias de un debate: tras las huellas de Fustel Notas VI. Formas y sustancias de un debate: contra Fustel Notas

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Impreso en el mes de muyo de 1986 en los talleres de SIRVEN GRAFIC Barcelona


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