Trinidad Negra © Mauro Yberra, 2015 <www.mauroyberra.cl> r.p.i.: 252.329 i.s.b.n.: 978-956-9343-07-0 Tirada de 150 ejemplares numerados Ejemplar Núm.: Para:
Edición, diseño y diagramación al cuidado de David Bustos Mellado <davidbustosmellado@gmail.com> Productos editoriales BYR ltda. Motivo de portada: Detalle de «La caída de Lucifer», grabado de Gustave Doré para El paraíso perdido de John Milton, 1866. Impreso en Chile / Printed in Chile
el séptimo círculo
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El inquietante asunto —ya que no hay por qué llamarlo caso— del Séptimo Círculo fue traído por Juan Menie de París a Santiago. La serie literaria de ese nombre nunca nos había parecido el nec plus ultra del género policial —reconociendo, obviamente, sus méritos—, aunque nos divertía que nuestros admirados Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares hubieran sido los sabios y entusiastas encargados de la selección de títulos... mientras
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manadas de infradotados adictos a la «gran» literatura hacían gárgaras con Joyce, Proust o Kafka. En traducciones nada más dudosas, por supuesto. Para el lector o lectora no iniciados, o por si suena poco claro para el resto, señalo que me estoy refiriendo a la colección de narrativa de misterio que desde los años cuarenta se editaba en Argentina con esa etiqueta, El séptimo círculo; etiqueta tomada en préstamo, no es superfluo recordarlo, del Infierno del Dante. Juan Menie llegó con el asunto en ocasión de su último viaje a Chile; según él, una obsesión producto de noches de insomnio veraniego en Créteil, el triste y desamparado suburbio de París, de tan poco agraciada apelación, donde mi amigo residía desde hacía más de dos décadas.
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En el hecho, desde su juventud, mis amigos Juan y Jorge Menie se orientaron por el lado de la literatura fantástica en materia de preferencias librescas. Juan no desertaba de la lectura y relectura de Arthur Machen, Lovecraft, el conde Potocki y Jean Ray. Sin olvidar al maestro Poe, por supuesto. Jorge se les daba de devoto absoluto de la subliteratura de terror, mezclando su progenie más abyecta, tipo Fu Manchú, Doctor Mortis y El Monje Loco, con los grandes clásicos: Drácula, Frankenstein, El Golem... Para él no contaban autores, sino personajes; mucho menos le preocupaba el estilo, prefiriendo las emociones fuertes y las descripciones sangrientas por sobre categorías creativas. De aquí provenían la mayoría de sus citas, que
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prodigaba en cualquier ocasión, seria o chusca. Los hermanos Menie y yo, Ángel Pedreros, habíamos leído más de algún volumen del Séptimo círculo. Juan prefería los libros de John Dickson Carr, Nicholas Blake y Patrick Quentin, por tratarse de novelas de misterio a menudo en el límite con el género fantástico; y Jorge, que leía de todo, seamos justos, transmitía sobre títulos tan raros como Una bala para el Sr. Thorold, En la plaza oscura y El día del juicio final, relatos de la colección que más que pertenecer al género de suspenso bordean lo inverosímil. Ahora, los Menie y yo nos habíamos devorado, con auténtico y compartido fanatismo, las tres aventuras del detective aficionado Roger Poynings, publicadas en la colección, y
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escritas con brillantez por un tal Michael Burt: El caso de las trompetas celestiales, El caso del jesuita risueño y El caso de la joven alocada. Descollaban como nuestros títulos predilectos del Séptimo círculo y en cualquier momento nos sentíamos dispuestos a parlotear, con renovada fruición, sobre pormenores y detalles. Nos encantaba la presencia del demonio en estos libros, un ser de tanta realidad que merecía epígrafes. Distinguíase así del resto de los perecibles personajes creados por Michael Burt, todos pasajeros y ficticios; al igual que los propios lectores, «sombras, nada más», acotaba Juan Menie. Nos excitaba el despliegue de brujas desnudas en el primer tomo de la serie, sus pálidas carnosidades reflejándose sobre quietos estanques a la luz de la luna;
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las turgencias enroscadas en torno a las escobas legendarias, los obligados vehículos de sus vuelos noctámbulos. Discutíamos amistosamente, aunque con eventuales alzamientos de tono, para aliñar el interés, acerca de cual título era el mejor. Coincidíamos en que la culminación de la serie era Las trompetas celestiales, y Jorge aullaba que ese libro era insuperable, la obra maestra de la tríada y del Séptimo círculo completo. Yo, místico visceral en el fondo y viajero libresco, me inclinaba por El jesuita risueño y su periplo metafísico, la India incluida; en tanto que Juan confesaba especial predilección por La joven alocada y sus descripciones de paisajes de la Inglaterra rural, que había conocido en algún viaje con su madre y cuyo recuerdo lo ponía melancólico. Hablaba entonces
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de pubs con extraños nombres medievales, de lagos encantados, de castillos que se empinaban sobre acantilados vertiginosos. El asunto del Séptimo círculo, como lo he llamado, se transformó en caso un sofocante día viernes del mes de noviembre, cuando los Menie y yo caímos en el restaurante Rhenania, en avenida Irarrázaval con Infante, para aplacar la canícula con una cerveza vespertina. Jorge Menie, que residía en Francia desde el golpe militar de 1973, andaba de visita en Santiago, como experto del gobierno francés, coartada que utilizaba para inventarse misiones de cooperación, arrancar de sus hijas y visitar a los amigos. Juan se hallaba por entonces iniciando una temporada larga en Chile, antes de volver a Francia, donde vivía
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también, en compañía de sus padres. Como la familia Menie aún conservaba la casona ñuñoína de la calle Colo-Colo, Juan y Jorge se podían permitir tales arrancadas sin poner en peligro las phynanzas, como les gustaba decir a ellos, citando al padre Ubú, el personaje de Jarry. A pesar de los años transcurridos, mis amigos y yo recuperábamos rápidamente el sentido lúdico de nuestra niñez y juventud, sobre todo cuando investigábamos casos criminales. Esta vez los Menie venían medio achacosos. A Jorge lo habían operado de las várices. Juan había debido sufrir la sangrienta extirpación de un furúnculo. Pero por fortuna, conversaciones y libaciones mediante, a las pocas horas volvíamos a ser los mismos irresponsables de siempre.
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El Rhenania, un paradero preferido de nuestra juventud era, en esta etapa de la vida, nostalgia pura. Había tenido un pasado glorioso, por los años treinta, cuando un alemán de apellido Mattern impuso el shop perfecto, temperatura y reposo justos, espuma controlada. Cuando nosotros, escolares del trolebús núm. 8, nos colábamos en el Rhenania para una pilsener clandestina, ya el local había sido traspasado a un garajista italiano que lo transformó en un boliche de curaditos. Hasta que apareció un visionario y lo salvó, no hacía mucho, para nuestra alegría. La tradición ñuñoína proclama que el Rhenania fue originalmente la portería de una gigantesca quinta que se extendía hacia el sur. No sé si será cierto, pero la arquitectura del lugar es bien curiosa, con un pequeño bar bajo
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una torre mirador, en la que se adivinan unas habitaciones tenebrosas y, más atrás una pérgola, protegida por un parrón añoso que no se distingue desde la calle, y que maravilla al que entra por primera vez. Entrando a la presuntuosamente llamada pérgola, observamos a un grupo de conocidos del barrio ocupando la mesa del fondo, nuestra atalaya predilecta. Como nos hallábamos peligrosamente cerca de ellos, callamos para impedir que nos reconocieran y procedimos a instalarnos en una mesa cerca de la puerta, la más alejada de los susodichos. Logramos hacer el pedido sin llamar la atención. —Calma, viejos camaradas, —intervino Juan Menie, mientras se acomodaba en la cabecera de la mesa— no los abordemos, que hay mucho para con-
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versar. Tengo una pregunta para ustedes, que son fanáticos del género policial —agregó, dirigiéndose a Jorge y a mí—. Una vez más, ¿qué opinan del Séptimo círculo? —Grandioso —me apresuré a lanzar un desafío—. El séptimo círculo es la mejor colección de libros policiales de la historia. Al menos los doscientos primeros títulos, los de Borges y Bioy Casares... Yo sabía muy bien de qué hablaba, ya que en la vieja casa de mi tío Enrique Zuleta en Cartagena, se ordenaban numéricamente más de un centenar de ejemplares del Séptimo círculo, con finos empastes y letras de oro en los lomos. De esa colección nos habíamos servido todos los familiares, incluso los Menie en alguna ocasión. Yo no había leído todos los títulos, ya que mi
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afición a la literatura policial era sólo moderada. Y mi autor preferido era Michael Burt, como se señaló antes. —No hables tantas bu-burradas, Pedreros —se metió Jorge—. Esa colección está llena de autores ingleses mediocres y pe-petulantes, de aquéllos que les fa-fascinaban a ese par de carcamales anémicos. Demasiado con los colegios tenebrosos, las citas de Shakespeare o Bacon, los juegos de pa-palabras y cuanta pi-pirotecnia cursi y barata, seudo intelectual, se les pueda ocurrir. Pu-pura basura —remató sin aliento, por lo que se mandó un buen trago de cerveza. —¿Hablas en serio, hermano? —intervino Juan Menie. Jorge hizo un gesto de fastidio, mientras sacudía el aire para liberarse de la humareda de mi cigarrillo, que se lo estaba echando
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en la cara, por joder. Luego hizo una serie de ruidos, seguramente para darse tiempo y poner en limpio una réplica ingeniosa. —Nunca hablo en broma, mon frère —replicó Jorge Menie a la pregunta de Juan—. Esos vejetes bo-boludos se limitaron a publicar lo que les cantaban los huevos, sin darles espacio a los re-renovadores del género... —Falso —retruqué, que había echado agallas merced a los sucesivos shops, fuertes y heladísimos, una virtud del Rhenania—. En El séptimo círculo hay títulos de James Cain, de Chandler, de Woolrich, hasta de Ross Macdonald... —Po-posiblemente —me interrumpió Jorge—, pero no me jo-jorobes, son sólo unos pocos libros y no los más va-valiosos. Una sola novela
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de Chandler, la peor, contra las otras siete; unos pocos cuentos cagados de Woolrich contra todas sus novelas. Dinero negro, el pe-peor Macdonald. —En El séptimo círculo están los mejores Cain —insistí, sofocado, pero con bastante control como para seguir hablando suavemente—. Eso no lo puedes negar... Antes que nosotros, los expertos en subliteratura nos hundiéramos más en tal discusión, y el asunto terminara a los puñetes, como solía ocurrir cuando alcanzábamos un cierto nivel alcohólico, Juan Menie puso orden a su manera: —Jorge, Ángel. Se nos hace tarde para la función del teatro Normandie. Vamos. No quiero perderme ni un minuto del Cuchillo en el agua de Polanski. Hace como treinta años la disfruté
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intensamente, y no he vuelto a ver esa película desde entonces. Nos tenemos que despedir del Renania. —Allons, morpions —lo apoyó Jorge, también cabreado con el debate. Tomamos un taxi hasta el cine, ya no existía el trolebús núm. 8, donde gozamos la película y finalmente Juan y yo nos dirigimos hacia la maison des Menie, en la calle Colo-Colo. Jorge había armado un panorama alternativo, con una ex compañera del partido socialista y nos dejó para hacer unas llamadas telefónicas secretas. Alguna marchita muchacha en flor de otrora, me imaginé. Penetramos en la fría y silenciosa casa, ajena al calor y las agresiones acústicas, para instalarnos en el salón, donde reinaban los sempiternos muebles de los Menie, viejos pero bien
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conservados, aunque carentes de todo valor estilístico. «Vulgarmente típicos de la clase media», pontificaba a menudo Juan.
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—Los ciento y tantos primeros números del Séptimo círculo son sin duda extraordinarios —comentó Juan Menie, sentado por fin en su viejo bergère, del que parecía no se hubiera levantado en años—. Ahora, tener empastadas, en una casa de Cartagena, las primeras ediciones, casi nuevas, como me comentas, me parece un prodigio... Tu tío fue un personaje notable.
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No hacía dos semanas que mi amigo se encontraba de vuelta en Chile y ya habíamos reanudado un diálogo interrumpido dos o tres años atrás, cuando partiera una vez más a París. Ésta sobresalía como una característica de mi amistad con los hermanos Menie, condiscípulos en el Colegio Rafael Arcángel hacía más de tres décadas y con quienes milagrosamente recuperábamos el tiempo perdido en cada reencuentro. En esta ocasión comprobé que el tiempo también se había detenido en la casa de los Menie en la calle ColoColo. «Mi viejo chalet ñuñoíno»decía Juan, nostálgico, toda vez que lograba concretar un retorno. Al abrir la puerta, de vuelta del cine, noté que crujía exactamente igual que en otras épocas, cuando arribábamos de
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madrugada tratando de pasar inadvertidos. Saludamos a la octogenaria nana, cuyas únicas funciones parecían residir en preparar agüita de cedrón endulzada con azúcar quemada, lista para cuando que los niños volvían del colegio o de alguna juerga; y en limpiar incesantemente los libros de la casa con un plumero de gastadas tiras de piel de conejo. Allí estaba la viejecilla esa noche, cual fiel escudero. ¿Cómo se las arreglaba para permanecer despierta? Otro misterio menor de esa casa, donde nunca se quemaba una ampolleta, saltaba un fusible o estropeaba una llave. Yo, lo más cercano a un pariente que tenían, el único amigo confiable de los Menie en Chile, cumplía una responsabilidad teórica sobre esa propiedad; pagaba las contribuciones con
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el dinero que puntualmente me enviaban y de vez en cuando llamaba por teléfono a la anciana, para constatar que aún vivía y su cadáver no se pudría entre las reliquias de la rue Colo-Colo. —El tiempo es un bien tan preciado, Angel —se puso a filosofar Juan Menie, con su tisana en las manos—. Todo en la vida se confabula para arrebatártelo, los estudios, el trabajo, la familia, el matrimonio, las llamadas diversiones... ¿Te has detenido a pensar en el tiempo que pierdes miserablemente en reuniones sociales, conversando de cosas que no te interesan, mientras revuelves un whisky que no deseas beber?... ¿Y el que malgastas leyendo las páginas económicas del diario porque crees que es importante para tus negocios?... Piensa sólo en esta semana, ¿cuánto tiempo le has
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podido dedicar a la lectura por placer, a caminar por las calles, a escuchar jazz? Juan Menie y el tiempo. Como ya cumplió cincuenta años, el mayor de los Menie ironiza sobre los libros que no va alcanzar a leer, las músicas que se privará de gozar, las veredas que no harán eco a sus pasos: «Existe un espejo que me ha visto por última vez, la muerte me desgasta, incesante...» —y añade, para mi instrucción— el maestro Borges. Igual mi amigo no se veía precisamente desgastado; se diría que ni la ropa gastaba. Llegó vistiendo los mismos pantalones de popelina color barquillo y su arrugada casaca de verano de lino con la que dejó el país y en la que, estoy seguro, se podrían encontrar todavía los talones de entrada al
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festival de cine-arte al que asistimos en su viaje anterior. Si alguna vez lo califiqué como parecido a Anthony Perkins, creo que podría mantener la descripción, aunque ahora se le veía con un mayor aire de joven viejo, de alguien a quien el tiempo ha castigado tan levemente como a un palacio veneciano. Habría que agregar, eso sí, que los zapatos de petate de Juan Menie jamás se los habría puesto el protagonista de Psicosis. Una mañana llegó temprano a mi oficina. Impertérrito, me esperó mientras yo hablaba por teléfono, mi tormento incesante. Después comentó: —Te escuché decir cosas como gaviones, enrocados, tirante de aguas abajo, obras de arte, golpe de ariete... ¡Qué lindas palabras usas en tu
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trabajo, Ángel! No puede ser tan aburrido como cuentas en tus cartas. Bueno, en realidad Juan Menie puede hablar sobre el trabajo de los demás porque él eludió la maldición bíblica. Hasta cerca de los cuarenta años se las arregló para ir prolongando una beca destinada a elaborar una tesis doctoral sobre la clase media chilena, que aún no concluye. Entre otras causas porque el sujeto de sus estudios es más rápido en su evolución que Juan en su redacción. Bueno, y en los últimos diez años una afortunada herencia le ha permitido vivir con frugalidad, por decir lo menos. ¡Ahora se halla a la espera de una pensión de vejez que le destinará el estado francés! Así es como, una vez más, nos juntamos en su casa para repetir los ritos de cuatro décadas de amistad, los
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mismos libros, los mismos temas, las mismas quimeras. Juan se había maravillado con mi historia, fantástica por cierto, del descubrimiento de la serie completa de los cien primeros títulos del Séptimo círculo. —¿Sabes, Angel? Lo más cerca que he estado de una investigación detectivesca, policial o como quieras llamarla, por mi cuenta, solo, sin la ayuda de ustedes, ha sido leyendo ciertos títulos del Séptimo círculo. Siempre me acuerdo de cuando en Papudo descubrimos el cadáver de Chantal Delahague, y proclamamos que nos constituíamos en sabuesos al servicio de la verdad y no del poder; o cuando en Cachagua, varios años después, nos enfrentábamos a la aristocracia fascista, asegurando que investigábamos la muerte del Tatán Meriño por imperativo de
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conciencia, casi en vísperas del golpe de Estado. Creo que éramos unos muchachos insensatos, borrachos de Chandler, de Hammett, de William Irish... Y también de Hegel, de Engels, del joven Marx... —Pero Juan —lo interrumpí, un tanto impaciente—. No me parece que hayan sido sólo historias de adolescentes tardíos, como te gusta recordarlas. Hubo crímenes, muertes terribles. Los cadáveres de la hermosa Chantal, del curco Jacob, del Tatán, del detective Ermosilla, del gringo amigo de Cynthia Muraña, eran verdaderos. —Sí, es cierto —replicó Juan, pensativo, mientras se levantaba a escoger un disco—, pero, curiosamente, para mí los crímenes más reales, las muertes más terribles se ubican en libros que he leído—. Lo que mi amigo declaraba no
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era novedad para mí. Recuerdo, por ejemplo, un tímido comentario que formuló en una ocasión, acerca de que el sexo en la vida no era tan excitante como en las novelas o en las películas eróticas, afirmación que provocó una risotada de su hermano Jorge y el mutismo consiguiente del pudibundo Juan. —¿Qué música quieres escuchar? —me dijo— mientras le quitaba lentamente la funda de género, alguna vez color damasco, a su viejo tocadiscos Garrard, el que junto al amplificador H.H. Scott y un parlante gigantesco, constituían la preciada infraestructura musical de los Menie. Acoto que a tales equipos jamás se les había quemado un tubo, al menos en mi conocimiento como asesor en materias técnicas de la rue Colo-Colo. Elegí, ritualmente,
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un lp del Hot Club de Francia, que los Menie no apreciaban, pero que tampoco me querían regalar. Nos quedamos un largo rato saboreando el «Swing en menor», alimentando nuestros propios mitos, entre las filigranas sombrías de Django Reinhardt y Stephan Grappelly, cuando de repente Juan, con una locuacidad poco habitual en él, me confidenció estas palabras: —Sí, Ángel. No lo había pensado nunca, pero justamente en relación al Séptimo círculo, he hecho una modesta investigación detectivesca... —¿Cómo? ¿Cuándo? —repliqué, tan sorprendido como si de su discoteca hubiera sacado una versión de «Adiós muchachos» por Louis Armstrong.
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—Bueno, no descubrí propiamente a un criminal, pero creo poder demostrar que un personaje que conocemos bien, tú, yo y también Jorge, nunca existió. Es una impostura, un fraude literario —completó en susurros, misterioso el tono. —Interesante... desarrolla, por favor —fue mi reacción, mientras abría la botella de tequila con la cual pensábamos amenizar la improvisada reunión, preludio de que iba a dar para largo. —Dime una cosa, Ángel, —prosiguió Juan Menie, cogiendo delicadamente la copita que yo le pasara— con toda franqueza, ¿sabes tú quién es, o quién fue Michael Burt? —Por supuesto —respondí, extrañado de que Juan me formulara una pregunta tan elemental—. ¿Me estás
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tomando el pelo acaso? Ambos sabemos que es el autor de la trilogía de Roger Poynings, títulos señeros del Séptimo círculo, como diría un crítico de sotanas... De los de antes, claro. Los de ahora son todos semiólogos. —De acuerdo —insistió Juan—. Pero, aparte de saber que El caso de la joven alocada y los demás libros, fueron escritos por él, ¿sabes otra cosa? —Bueno, si no me equivoco, en los libros mismos hay algunos datos biográficos sobre el autor —repuse, tratando infructuosamente de acordarme de algunos—. De cualquier modo, parece ser un escritor del montón en el medio policíaco británico, tan pródigo en autores extraordinarios. —Sin embargo, ¿a ti te parece, honestamente, que Michael Burt es un
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simple escritor del montón? —continuó Juan Menie. —La verdad es que me entran dudas —contesté con la honestidad que Juan Menie me pedía—. A veces, cuando releo el inicio de Las trompetas celestiales y la descripción del «budín de Sussex», pienso que me encuentro frente a un escritor fabuloso. —Te voy a contar lo que he investigado —expresó Juan en onda de conspiración—. Sin embargo, antes quiero que revisemos los testimonios, en otras palabras, los propios libros —añadió, parándose para extraer de un viejo aparador tapado de bibelots, sus impecables volúmenes de la trilogía de Roger Poynings, amarrados con una pitilla. Luego los puso en mis manos con la misma solemnidad que un cura habría puesto al colocar el
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cáliz sagrado en el interior del tabernáculo. Olían a una mezcla de incienso con moho. Los cogí con el respeto debido a su eminente vetustez. —Díme una cosa, Ángel, francamente, ¿no te llaman la atención las damas, señoras o señoritas, lo ignoro, que se han encargado de las traducciones? A mí me parecen sospechosas. Por un lado, están demasiado bien hechas. Analiza, por ejemplo, este párrafo de La joven alocada: «Admito ser un escritor y me deleita la buena cerveza, como educado en la verdadera escuela de Belloc. Sucede, sin embargo, que vivo en Merrington, localidad situada a ocho millas y media justas al sur de «The King of Sussex»y que hecho mis traguitos públicos en la «Green Maiden», la mejor taberna de Sussex. La «Green Maiden»está a
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menos de cinco minutos de mi propia casa, y la cerveza que allí despachan es de Sussex, cerveza tan excelente que, en circunstancias ordinarias, nada en el mundo podría inducirme a montar en mi bicicleta de mujer..., y pedalear más de ocho millas hacia el norte en una sofocante mañana dominical, para intoxicar mi organismo con el brebaje tan pérfidamente importado por el dueño de «The King of Sussex». ¡Vamos!, ¡vamos!, puedo ser un loco, mas no de esta clase...» Juan me quedó mirando, esperando una reacción. La mía no fue la que esperaba: —Perdona mi ignorancia, pero ¿quién fue Belloc? —Perdonable, Ángel. Perdonable. Otro de esos grandes escritores olvidados, ajenos a las modas —suspiró
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Juan Menie, añadiendo—: Hilaire Belloc, amigo y rival de Chesterton, perteneciente al ala liberal del catolicismo inglés. Fue un campeón de la buena vida. Pero, por favor, volvamos a lo nuestro —dijo en tono quejoso—, ¿te gustó la cita de Burt? —Por supuesto. Me encantó —lo consolé—. Además parece una buena traducción. —Buenísima —me interrumpió—. Tú sabes lo penosas que son en general las traducciones de novela policial. ¿Te fijaste en los nombres de los pubs en versión original? ¿Y en la precisión de los adjetivos? Aquí hay gato encerrado. No puede ser que una dama con nombre de aristócrata del río de la Plata sea la autora de esta versión. Y lo peor —amplió Juan, lanzado al galope en su argumentación— es que
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en cada libro de la trilogía se menciona en créditos a una dama distinta. ¿Qué jueguito es éste? —¿Y cuál es tu teoría? —Mi teoría es que los verdaderos autores fueron Borges y Bioy Casares, y que ponían a todas sus potenciales conquistas como supuestas traductoras, para lograr más de un favor, literario, erótico, monetario, algún privilegio, o lo que fuera... No pude menos que reírme de las rebuscadas truculencias de mi amigo. En cualquier caso, me fue imposible dejar de reconocer que algo de razón podía tener. En efecto, El séptimo círculo como colección aportaba bastante más que una mera selección de títulos. Por ejemplo, sus portadas. Desde su diseño, que sugería los siete círculos dantescos, hasta llegar al último que
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representaba la muerte; a los dibujos de Bonomi, que a la maniera cubista de moda por fines de los cuarenta e inicios de los cincuenta, proporcionaban los elementos fundamentales de la trama, y en más de alguna ocasión, atisbos de la solución del enigma. Mérito de un artista olvidado, como tantos otros, pensé melancólicamente, emulando a Juan. Volviendo a las traducciones, prácticamente todas eran del inglés, e invariablemente buenas. En la colección no se encontraban casi autores franceses, carencia importante, sin duda. Pero si se trataba de nombres literariamente ilustres, allí estaban Dickens, Wilkie Collins, Graham Greene, Leo Perutz, Chejov... Le hice notar todo esto a Juan.
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—El nombre Michael Burt no me dice nada —prosiguió Juan Menie, imperturbable, perdido en sus pensamientos—. Es importante, de todas maneras, no confundirlo con el comandante Leonard Burt, espía de su Majestad Británica y autor de una entretenida Vida íntima de Scotland Yard. ¿Conoces ese libro? Te lo recomiendo. Liviano y edificante. Bebimos en silencio por un par de minutos, paladeando el fuerte tequila. —Ahora, lo que a mí me parece más significativo, Angelito, por Dios —continuó Juan, embalado—, es el nombre del protagonista, Roger Poynnings. Si haces un esfuerzo, podrías pensar que se trata de un anagrama de Borges y Bioy. —¿No te suena un poquito rebuscado? —me permití discrepar.
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—Claro. De eso se trata. Pero yo me atrevería a leer que Roger Poynnings es, simplemente, Borges y Bioy en inglés. —Podría aceptártelo —concedí—, pero la evidencia es feble, como se diría en una novela policial. —Debo confesar, Angelito, que he buscado evidencia más sólida. En Francia, donde se sabe mucho de novela policial, y se le rinde culto hasta a los autores más podridos, nunca han escuchado hablar de Michael Burt. Viajé especialmente a Londres, con enorme sacrificio, en trenes de segunda clase y los ferry más desvencijados. Me alojé en una pensión piojenta, digna de Dickens —rememoró Juan con los ojos semicerrados—. No te imaginas, Angelito, las pellejerías por las que pasé... Tampoco encontré nada. En la propia
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Inglaterra... Nada. Ninguna librería de segunda mano, ninguna biblioteca, ningún catedrático, ningún lector de la calle, que abordé a más de alguno con mi precario inglés —añadió con un suspiro— fue capaz de darme un dato sobre nuestro autor. Juan me quedó mirando, sin aliento tras tan largo y apasionado parlamento. No logré imaginarlo a él, campeón de los tímidos, parando a la gente en la calle para preguntarles por un escritor. Agregó Juan, tras un breve sorbito de su tequila: —Fíjate que el detective de Vázquez Montalbán, ¿cómo es que se llama? —Carvalho. —Eso, Carvalho, en uno de sus arranques pirómanos quema El jesuita
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risueño, y tras dedicarle un par de críticas ácidas, lo adjudica, erradamente, a Nicholas Blake... —Raro asunto. Lo debo reconocer —fue el único comentario que se me ocurrió. —Rarísimo. Por eso es que mi única explicación es ésta: se trata de un seudónimo de Borges y Bioy Casares —remató en tono triunfante. —Acepto tu inferencia —concedí— aunque es posible que no hayas buscado bastante... —Busqué bastante. Créeme. —Conforme. No dudo de tus aptitudes de sabueso, Juan. Sólo que hay algo que no me tinca... —¿Qué cosa? —Es lo siguiente. Borges nunca escribió una novela. Bioy ha escrito
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varias, en general muy buenas, pero ninguna que se pueda calificar de extraordinaria, como las de Michael Burt... —Por eso mismo. Se potenciaron. —Tal vez. Pero a otro nivel de creatividad. Recuerda los relatos firmados por ellos como H. Bustos Domecq. Hay varios magníficos, pero no han revolucionado al género precisamente. —No te olvides que Borges ganó el Concurso Ellery Queen en 1948. —Con «El jardín de los senderos que se bifurcan». Lo sé... Pero igual me parece que nuestros queridos escritores son más dados a la calidad que a la cantidad, Juan. Y las aventuras de Roger Poynnings son novelones largos, con viajes por Oriente, tours en bicicleta, gastronomía y todo.
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—Tal vez tienes razón, pero no deseo abandonar... —¿Crees que se puede hacer algo extra? —le pregunté a Juan, más por seguirle la corriente que por otra cosa. —Sí se puede hacer algo. Ya hablaremos. Paciencia —me dijo, enigmático—. Pero antes salgamos a dar un breve paseo por el barrio. No he tenido tiempo mirar las viejas casas de noche, depositarias del espíritu de Ñuñoa. La noche estaba para paseos, perfumada y tibia. Los caballeros de la noche y otras flores recatadas, abundantes en el barrio, impregnaban la atmósfera de sus aromas. Juan sugirió seguir un par de cuadras en dirección al poniente, para oler los jazmines de unas casas más allá. Efectivamente, haciendo de cierre verde para
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ocultar una desvencijada reja de madera, crecía en una oscura casa de calle Tegualda un enorme jazminero del tipo enredadera, no precisamente bonito, pero cubierto de pequeños y fragantes botones, que semejaban motas de nieve bajo la claridad de la luna. Las casas de la calle Colo-Colo no eran demasiado notables desde una perspectiva arquitectónica, de modo que torcimos hacia el sur cruzando una vez más Irarrázaval. Juan se detuvo, con teatral gesto nostálgico, frente a una plancha de bronce que anunciaba «Antique Cottonerie Santiago. Lastrade Hnos.» Caminamos hasta la pequeña plaza Elías de la Cruz, que rompe la ortogonalidad del barrio, admirando sus casas pareadas de ladrillo y piedra, dotadas de amplios techos y nos
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detuvimos para adivinar las escaleras que, tras las ventanas de palillaje de madera, comunican los dos niveles. Retornamos a la calle Colo-Colo por Luis Bertrand, gozando con los acacios en flor que sombrean la calle y la espontánea modulación de sus casas de fachada continua. Metros antes de llegar a la esquina, Juan se detuvo en seco: —¡Ángel! —exclamó, agitado—. ¡Aquí falta algo! Con su largo dedo, señalaba trémulo el frontis de una antigua casona desprovista de antejardín. Ante mi cara de pregunta, añadió: —Falta una plancha de bronce. Ahí están todavía los anclajes... Antes que yo pudiera detenerlo, y sin consideración por lo avanzado de
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la hora, tocó el timbre. Para nuestra sorpresa, alguien acudió a los pocos segundos. Un vejete con visera de escribiente, anteojos balanceándose en la punta de la nariz y manguillas negras, nos miró con el más profundo desagrado. Juan no abrió la boca, de modo que me vi obligado a decir: —Perdone, señor... Quisiéramos saber. Disculpe la impertinencia... El local... La oficina que se anunciaba aquí... El letrero desapareció... ¿Existe todavía? —¡Ojalá no hubiera existido nunca! —respondió el anciano, sin que pudiéramos saber si había comprendido o no mis incoherentes balbuceos. Agregó—: ¿No ven que estoy trabajando, cuadrando el balance, antes que el plazo expire al amanecer? Y a los señores se les ocurre llegar con preguntitas.
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Nos dio un portazo en las narices por toda despedida. Partimos riéndonos de la anacrónica ira del carcamalesco contable. —Excúsame, Ángel —se sintió obligado a señalar Juan, haciéndose el azorado—, siento como si se hubieran robado un pedazo de mi infancia. En esa plancha, que leía casi a diario, decía: «La San Juan de Dios. Casa fundada en 1878. Arriendo de sillas, mesas y vajilla»—recitó con los ojos entrecerrados. —Qué memoria —le seguí el amén—. Pero tienes razón. La tradición muere... —¡Cuánto han echado abajo! —se quejó Juan. —Y les queda mucho aún —profeticé, lúgubre.
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Caminamos unos veinticinco minutos sin hablar demasiado, cada cual saboreando sus recuerdos. Luego, también sin malgastar palabras, retornamos a Colo-Colo. —Escucha, Ángel —me dijo Juan en tono conspirativo—. Escucha lo que vamos a hacer. Vamos a llamar por teléfono a Bioy Casares... —¿Qué dices? —A Buenos Aires. Vamos, muévete. Aquí tienes su teléfono... Me lo conseguí en París. Voy a la pieza a escuchar en la extensión.
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El teléfono sonó, insistente, en el antiguo y gigantesco departamento de un quinto piso de la calle Posadas, en Buenos Aires. Un aparato negro, acorde con el lugar, pesado y quebradizo, de ésos que esconden una campanilla legítima, cromada, en su interior. El sonido se amplificó por las inmensas habitaciones de altísimos y descascarados techos, que alguna vez cubrieron los salones y comedores donde Silvina Ocampo recibió a la intelectualidad de ambos lados del Atlántico, nobles recintos que ahora se hallan tapizados de viejos libros y colosales armarios polvorientos, y donde Bioy Casares escarba escrupulosamente en busca de manuscritos
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inéditos, amarillentas fotografías, cartas de Borges, revistas «El Hogar»de frágiles hojas, premios ganados en olvidados campeonatos de tenis... —¡Hola!... ¡Hola!... ¿Quién?... Señor Ángel Pedreros... Lo siento, pero no acostumbro hablar con cantantes de tango... ¿De Santiago de Chile, me dice?... Sí, le escucho... Diga, diga... ¿Que no es el cantante ése?... Y bueno... ¿Que disculpe la hora?... Mire, Pedreros, yo nunca sé la hora... ¿Que es tarde, dice?... Pavadas, para mí siempre es tarde... Le escucho. —... —Y bueno, Pedreros, me sorprende usted. Esperaba otra cosa. Uno se pone presuntuoso con los años. Ahora que me quieren castigar con el Nobel. Cuando me anunciaron el Cervantes fue así, una simple llamada desde
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España, un señor con nombre de torero, qué sé yo... Pero, bueno, voy a tratar de responderle... Borges y yo presentamos a Emecé el proyecto del Séptimo círculo después que nos habían rechazado un proyecto mucho más ambicioso, de reediciones de autores clásicos, colección que titularíamos Sumas. Después del rechazo, ¿me sigue?, y como una broma, les presentamos la idea de la colección de policiales, la que fue aceptada y tuvo gran acogida... —... —Los autores, ¿dice?... Bueno, partimos con una broma muy seria, La bestia debe morir del poeta C.D. Lewis, que firmaba con el seudónimo de Nicholas Blake. A Borges no le gustaba mucho esa novela. Se inclinaba por Los anteojos negros de John
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Dickson Carr, que fue nuestro segundo título, como recordará, o alguna novela de Eden Phillipots... Yo prefería La muerte y la torre de Michael Innes, que finalmente partió en tercer lugar. Pero en algo estábamos de acuerdo. Queríamos novelas policiales en las que se demostrara la inteligencia de los escritores para la construcción de enigmas, y estimularan en los lectores el gusto por la historias bien construidas... Las portadas las hizo Bonomi, un gran pintor cubista porteño... ¿La figura del caballo de ajedrez? Fue idea de Borges... No. No quisimos incluir a los autores norteamericanos de la escuela dura, que se prodigaban en violencia, violencia sexual incluso... —... —Pero por supuesto que conocíamos a Hammett, a Chandler...
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Marlowe nos parecía un malevo de cuento. Borges le insistía a su... este... traductora que debía hablar como un compadrito... Al final incluimos La dama del lago y luego El cartero llama dos veces de Cain, que nos pareció muy bien escrita... —... —Bueno, me pregunta por Michael Burt. El caso de las trompetas celestiales fue nuestro número 77, todo un homenaje a la cábala... ¿Sobre el autor?... Inglés, católico, lector de Chesterton. Nació con el siglo, sirvió en el ejército de la India después de la Gran Guerra. Posteriormente abrazó la carrera de las letras. Ha escrito diez novelas, ocho comedias, numerosos relatos y artículos... Muy alabado por el Times y otros diarios... Dicen los críticos que es tan bueno como Joyce
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Cary y Evelyn Waugh... ¿Qué más? En mil novecientos cincuenta y tantos ingresó a la BBC... —... —No tengo más datos, Pedreros. Lo siento. —... —No me agradezca tanto, amigo. Siempre es grato hablar de novelas policiales. Llame cuando quiera... Dígame, Pedreros, ¿seguro que usted no canta tangos? Bueno, bueno. Hasta luego. Después de colgar, Bioy se encogió levemente de hombros y fue apagando una a una las lámparas de empolvadas lágrimas. Recorrió una vez más el enorme y solitario piso que miraba al cementerio de la Recoleta. Llegó hasta su pupitre donde escribía de pie a
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causa de una antigua lesión a la columna. Miró una vez más su manuscrito y fastidiado se dio cuenta que había perdido la última página. Contempló desconsolado el desorden, los polvorientos libros esparcidos sobre los sillones de cuero donde ya nadie se sentaba, las mesas de marquetería cubiertas de carpetas, los cuadernos ajados, los recortes, los periódicos añejos... Murmuró algo y se esfumó en la sombras.
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Quedamos perplejos tras la conversación con el gran escritor. Había sido un momento muy emocionante para los dos. Sobre todo para mí, que
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debí mantener una conversación por largo rato... y nada menos que con Adolfo Bioy Casares. —Algo conseguimos —dije, no demasiado convencido. —No conseguimos nada. Nada, Angelito —me rebatió Juan, de vuelta al saloncito—. ¿Te fijaste en la información que nos dio el viejo? —Me suena a lugares comunes. —Peor. Son exactamente los textos de las solapas de los libros de Michael Burt publicados en El séptimo círculo. Ni una coma más. Nos repitió exactamente lo que ya sabíamos. Inenarrable —suspiró. —¿Qué significa eso? —me atreví a inquirir. —Dos posibilidades —replicó Juan—. La primera, que todo lo que el
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viejo zorro sabe, o presume saber, es apenas lo que pusieron en las notas de esas ediciones. La segunda, que Bioy Casares se niega a develar el secreto de que él y Borges eran Michael Burt, y que ellos mismos redactaron la trilogía. —Te niegas a darte por vencido —me reí. —Me niego. Tendré que seguir investigando. No me la van a ganar. Nos callamos, ensoñados, borrachos de misterio. Unos ruidos en la puerta nos sacaron de la meditación. Era Jorge Menie, que volvía de su aventura carnal, con una cara de autosatisfacción a toda prueba. —¿Cómo te fue, hermano? —le preguntó Juan sin demasiado interés,
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sino más bien para integrarlo a nuestras preocupaciones. —Me fue bien, J.M. The Elder. No te imaginas. Les mamelles de Tirésias en versión criolla. ¡Qué pe-pedazo de hembra! ¿Les cuento algo? Me des-desmayé. —¿Te desmayaste? ¿Cómo es eso? —me entró curiosidad. —Estaba en el séptimo cielo, pe-perdón en el séptimo orgasmo, cuando pe-perdí el conocimiento... —Cuidado, Jorge, que en una de ésas puedes ingresar al séptimo círculo —lo regañó Juan. —Un buen po-polvo bien lo vale, amigos —replicó Jorge, mandándose al seco tres dedos de tequila.
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—Contéstame esta pregunta, ¿quién fue Michael Burt? —le disparé de sopetón a Jorge. Mi amigo quedó inmovilizado por la pregunta. Puso su copita de licor sobre la mesa, con total esmero, cosa curiosa en él. Me miró fijo. Luego nos miró fijo a los dos. Adoptó un gesto que pretendió ser de burla, pero su cara se contrajo en un gesto horrible, no sé si de terror o de furia. Abrió tamaña bocaza para lanzar uno de esos alaridos de su especialidad, pero no logró concretarlo porque, poniendo los ojos en blanco, se desmayó frente a nosotros. Tal cual. Cayó derecho, como un palitroque. Su cara rebotó contra el bergère en uno de cuyos extremos se hallaba Juan. Luego quedó sentado en el suelo, la espalda apoyada contra el mueble y la cara ladeada. Un hilillo
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de baba le comenzó a salir de una comisura. Al parecer, Jorge se había realmente desmayado. Me dí cuenta que, de no haber sido por el sillón, se habría reventado la jeta contra el parquet de la casa Menie. Tratamos de reanimarlo, pero sólo balbuceaba incoherencias. Sugerí meterle la cabeza en la ducha, pero hubiera sido un trabajo demasiado pesado arrastrarlo al baño. Empecé a darle de cachetadas, hasta que Juan me paró porque le estaba poniendo demasiado empeño. La verdad es que nunca creía en las repentinas y a menudo teatrales catalepsias de mi amigo. Finalmente Jorge Menie se reanimó, sobándose la pera que seguramente le dolía, y bastante. Se tocó la nariz y sorbió fuerte los mocos para poner todo en su lugar.
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—¿Qué te pasó, hermano? —le preguntó Juan—. Angelito te mencionó a Michael Burt y casi te volviste loco. —No ha-hablen hue-huevadas —tartamudeó el Menie menor—. Hay escritores que ansían ser recordados... y otros que pre-prefieren permanecer ignorados. ¿Queda algo de tequila?... No olviden la frase del doctor Mortis —añadió con voz hueca, tras una prolongada pausa etílica—: «La fuerza del demonio reside en que nadie cree en su existencia». No logramos sacarle otra palabra sobre el hecho, ni esa vez ni nunca más. ¿Por qué había reaccionado de esa manera, como si se le hubiera aparecido el propio Satanás? Si Jorge Menie conocía el secreto de Michael Burt, como era mi sospecha, y también la de Juan,
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según me percaté por las miradas entornadas que le lanzaba a su hermano, tendríamos que esperar con paciencia. En eso estamos. Juan sigue investigando en su refugio del suburbio parisino, Jorge se mantiene misterioso, me sospecho que nos tomó el pelo; y yo he puesto los hechos por escrito, aquí en Santiago, para que el asunto —ya que no el caso— del Séptimo círculo, quede registrado, para mayor —o menor— gloria de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.
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Pa s t o r
pa s tor e a d o
Queremos contarles la historia de un querido amigo de infancia, llamémosle Juan A., que vivió en Estados Unidos y que alguna vez pretendió convertirse en pastor de la iglesia metodista. Una gran sorpresa para los Menie y yo, no se le conocían veleidades místicas. Siempre se había declarado más o menos agnóstico, como todos nosotros. En cualquier caso, lo aceptamos. Juanito era especial. Sin embargo, para su familia chilena, bastante pituca, fue el horror: el hijo (hermano, sobrino, primo) vuelto canuto, era un desatino. ¡Una religión de la clase baja! Resultaba impensable
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que alguien de buena familia renunciara a la verdadera religión, la católica, para volverse protestante. Como fuera, Juan A. estaba empeñado en perturbar el orden familiar. Se metió de novicio a la iglesia metodista, en el estado de Georgia donde vivía, tras un fracasado matrimonio, y se preparó para llegar a ser un devoto pastor de las ovejas descarriadas. La iglesia metodista, cabe señalar, es una institución grandiosa, que maneja miles de templos, millones de adeptos y billones de dólares. Pues Juan A. nos contó que todo iba relativamente bien en su proceso de metamorfosis en un auténtico clérigo cristiano. Había pasado el diaconado con honores y sólo le faltaba lo que se podría llamar su «práctica», antes de
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la unción definitiva como pastor de almas oficial del metodismo. Así fue como lo mandaron a una de las cárceles de Georgia. Un presidio popular, donde se hallaban encerrados los peores delincuentes del estado. El que menos era un asesino, entremedio de ladrones reincidentes, violadores, estafadores de todos los pelajes, explotadores de mujeres, borrachos pendencieros, pirómanos, funcionarios corruptos y matones crueles. Negros la mayoría o afroamericanos como les llaman ahora. Nuestro amigo Juan A. es bajito, menudo y rubicundo; de modales suaves y vestir atildado, hablar quedito y sonrisa fácil. No se amilanó cuando le abrieron las puertas de la prisión, todo un proceso capaz de atemorizar a cualquiera. Sabía a lo que iba, sentía
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que contaba con el apoyo de la iglesia y Dios no permitiría que le ocurriera algo. Juan A. agradeció al carcelero que lo saludó respetuosamente, sin el menor rictus de ironía ni tampoco algún amago de amabilidad extra. Tenía fe Juan A. Creía en dios padre, en su unigénito hijo y en el espíritu santo («el sagrado fantasma», como se dice en inglés). La santísima trinidad lo ayudaría a salvar las almas de esos pobres desgraciados caídos en los peores pecados, necesitados de la luz del evangelio. Entró un domingo, acompañado del predicador a quien había de reemplazar durante un período de por lo menos tres meses. Aquél era un negro de piel como carbón, mascaba chicle en forma obsesiva y parecía apurado por entregar el cargo al joven aspirante. La capilla del presidio,
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compartida fraternalmente por varias iglesias que hacían proselitismo entre los presidiarios, y que ese día y a esa hora correspondía a los metodistas, se hallaba repleta. Había un discreto púlpito y por toda decoración, una gran cruz desnuda. Ningún otro adorno era visible, ni cirios ni flores. Tras el púlpito, Juan A. vio aparecer a una veintena de presos vestidos con unas especies de túnicas. Uno de ellos se sentó en un piano vertical que había en un rincón y produjo unos acordes más bien desafinados. Comenzaron los himnos, cantados en un estilo que ellos llamaban gospel, del cual Juan A. había escuchado hablar, pero que no conocía realmente. Se le pararon los pelos al escuchar al improvisado coro. Era una música poderosa, rítmica, cantada por esos facinerosos
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con una devoción y una solemnidad que impresionaron a nuestro amigo. Nos contó que fue su primer shock. Positivo, por cierto, vislumbró que había un campo abonado para sembrar, humildemente, la buena nueva. El canto se alternó con la prédica del pastor negro saliente. A Juan A. le pareció un discurso rutinario, falto de emotividad y poco convincente. Unos cuantos ¡Aleluya! de la feligresía le parecieron desganados, como por cumplir. El pastor miraba el reloj, sólo le faltaba bostezar. Nos contó Juan A. que vio también allí un desafío, hacer florecer la palabra de Dios en esas almas encanalladas. Juan A. había estudiado bien la Biblia, se sentía preparado para traducir esas metáforas y esas alegorías en enseñanzas prácticas, adaptables a la vida
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de todos los días. Aparte de predicar algunos domingos, tendría que ir un par de veces por semana a conversar con los convictos. Se hacía una lista y se suponía que él llegaba y recibía a los inscritos durante unos veinte minutos, o más si era necesario, los cuales le contaban sus problemas espirituales y él los aconsejaba. Le habían recomendado que no hiciera caso de quejas respecto a las condiciones carcelarias, no recibiera encargos ni opinara en temas jurídicos. El martes siguiente nuestro amigo Juanito ingresó temprano, casi de madrugada a la cárcel de Georgia. Tenía una docena de inscritos para dialogar con él, lo cual le iba a tomar la mañana completa. Se alegró, se hallaba tremendamente animoso. El primero que se sentó frente a él fue un negro
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inmenso, paquidérmico, rapado, la cara llena de cicatrices. Se presentó a sí mismo, llevaba en el cuerpo media docena de asesinatos. De mafiosos como él, le aseguró a Juan A. Gente mala, merecían la muerte. Estaba arrepentido, sí. Confiaba en el Señor. Nuestro amigo le dijo que tenía que escuchar la palabra de Dios, allí se encontraba la sabiduría. Le citó un versículo de las epístolas de San Pablo. El negro sacó del bolsillo una Biblia tan ajada que casi se le caían las hojas. Sonrió y le recitó a nuestro amigo poco menos que los Hechos de los Apóstoles completos, siguió con el Éxodo y terminó con buena parte del Eclesiastés. Juan A. quedó apabullado. ¡El negro se conocía la Biblia mejor que él!
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Cuando le tocó el turno al segundo negro casi le dio un vahído. Un tipo altísimo, de piel más bien clara y rasgos de serpiente, casi indefinidos; menos los ojos, tan hondos como un par de cañones de revolver. Juan A. recibió una amenazante mirada de odio. Delincuente desde los siete años. También venía premunido, Biblia en mano. Casi no dejó hablar a Juan A. Lo suyo era el Apocalipsis, la Revelación. Odiaba la cárcel, a los carceleros, a sus compañeros de prisión, al estado de Georgia, a su país, al mundo entero y esperaba que todo se hiciera polvo en el fin de los tiempos, según el designio divino escrito en el santo libro. ¡Qué discurso admirable!, pensó Juan en ese momento. Una verdadera prédica del demonio.
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Cuando vio sentarse frente a él al tercero, que también portaba su Biblia como un trofeo, a Juan A. le corría la transpiración por la cara y sentía que su cuello blanco almidonado le apretaba la garganta como la soga a un ahorcado. Era un negro viejo de pelo cano, un émulo del tío Remus. Llevaba preso veinte años por estupro y corrupción de menores. Había sido pastor metodista. Se había colocado el cuello pastoral y una gran cruz plateada fulguraba en su pecho, lo cual turbó a Juan A. No abrió su Biblia, lo que significó un alivio para nuestro amigo. Pero el viejo se la sabía de memoria, libro por libro, hasta con números de versículos, sobre todo el Antiguo Testamento. Dejó hablar a Juanito con la cabeza gacha. Cuando nuestro amigo lanzaba una cita bíblica, el viejo la corregía o
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completaba con una voz profunda y melodiosa, de auténtico predicador. El viejo negro terminó abruptamente la conversación, siempre con la cabeza baja, murmurando que se hallaba arrepentido de su vida pecadora. Así fueron pasando los demás reclusos en esa mañana. El bueno de Juan A. no hallaba la hora de terminar. Se sentía enfermo, avergonzado de su ignorancia y de la debilidad de su compromiso con Dios, vejado por la realidad de su pobre dominio del inglés. Y asombrado de que esa manga de pervertidos mostrara tanta fe y tan profunda. El segundo día fue una duplicación del anterior. Algunos de los mismos reclusos que había atendido se repitieron el plato. Aparecieron otros,
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cada cual con su Biblia en la mano. Uno le aseguró que era su arma, que había reemplazado la navaja por la palabra de Dios. Otro le mostró las páginas que había arrancado para hacerse unos porros de marihuana. Le explicó que había elegido ciertas secciones por inspiración divina. También hubo uno que apareció con un manuscrito. Estaba escribiendo la Biblia de nuevo palabra por palabra, apoyado en su buena letra, por la gracia del Señor. El hombre era el pirómano más temido de Georgia; soñaba con el día en que todo fuera devastado por las llamas y no quedara ninguna Biblia disponible para alabar a Dios. Juan A. nos contó que en ese preciso momento decidió renunciar a ser pastor metodista. Su mente ingenua, nuestro amigo era realmente un niño
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en cuerpo de adulto, no había sido capaz de comprender esa mezcla brutal entre maldad y bondad, locura y razón, acción y verbo, que imperaba en el presidio. No podía predicarle a esa gente. Era superior a su fuerza y entendimiento. Se retiró pues de la congregación para hacer clases en un colegio de señoritas, donde sus amigos en la propia iglesia metodista, comprensivos, lo pusieron para que no quedara en la calle. Terminó por volver a Chile, a Santiago. Anduvo extraviado un tiempo, la familia llegó a planear su internación en una clínica siquiátrica. Pero su experiencia de maestro de mujeres jóvenes lo movió a asumir su actual oficio, por llamarlo de alguna manera. Nuestro amigo Juanito trabaja de promotor en diversas casas de masajes y
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cafés con piernas de la calle San Antonio, al llegar a Santo Domingo. Lo pueden encontrar por allí, moviéndose de puerta en puerta. No queremos calificarlo de proxeneta, sería una ofensa. Suele comer en el Ají Seco conmigo y los hermanos Menie, sus viejos amigotes. Maneja sus deberes con particular gentileza, las chicas lo adoran, lo llaman «el padre», porque las aconseja y las conforta. Aparte de hacerles ganar su dinero. A Juan A. se le pasaron las ansias de reformar a la humanidad. Ahora se siente sirviendo a Dios, no ha perdido la fe, en el más humilde y pecador de los oficios.
Gala
en la piscina
Un verano que prefiero olvidar, Gala Menie, la hija de Jorge Menie, llegó a Santiago desde París donde reside, para hacer una práctica profesional. Estudiaba criminología. Así me llegó el mensaje del loco de su padre, enviado pocos días antes de su irrupción, como corresponde. La niña se instaló en mi casa, era lo menos que podía hacer para mi amigo y compañero de, digamos con benevolencia, investigaciones criminales de otrora. En realidad no entendí claramente que estudiaba Gala. Mencionó algo así como Psicología Forense y preferí
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abstenerme de preguntar más... Sin muchas ganas la fui a buscar al aeropuerto en respuesta a un verdadero bombardeo de emails y llamados telefónicos febriles de Jorge Menie, que suele caer en momentáneas excitaciones que fácilmente olvida. El viaje de su hija a Chile y su práctica profesional en la Policía Civil, conseguida, supongo, a través de la colaboración internacional de la Secretísima Gran Logia Escocesa o algo similar, lo tenía entusiasmado. Me sorprendí mucho al ver nuevamente a Gala, mi sobrina putativa, curiosa relación adquirida sin mi consentimiento, por supuesto. La recordaba más bien corpulenta y con algo de torpeza adolescente. Era ahora una veinteañera y se la veía sumamente atractiva, más bien alta y delgada, con
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una sonrisa fácil que rápidamente se transformaba en una risita que podía ser histérica o necia. Labios gruesos y muy rojos, pelo castaño, ojos oscuros de largas pestañas, cara alargada, pecas alrededor de una nariz ligeramente curvada, risa estridente… Poco que ver con la niñita que había conocido años antes. Iba preparado para el entusiasta ¡tío! con el que me saludó, pero cuando me adelantó las mejillas exigiendo los típicos y sonoros besos al aire, me desconcerté. Estás saludando como chilena, le reclamé. Largo una risita, la primera de muchas que tendría que soportar. En el largo viaje de vuelta a mi tradicional chalet ñuñoíno tuve oportunidad de mirarla con más detalle. Vestía con cierta distinción: un buzo
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deportivo de marca, color celeste y blanco, zapatillas livianas apropiadas para un largo viaje en avión y, literalmente, arrastraba sin mucho garbo una enorme maleta con ruedas, la que tras grandes esfuerzos y no pocos gruñidos logramos subir a mi automóvil. Sin lugar a dudas, Gala cumplía con todos los estándares típicos para ser considerada bonita, según los cánones tradicionales. Sin embargo mostraba una cierta descoordinación, como si no pudiera manejar bien su lindo cuerpo, como si le sobraran brazos y piernas… No me fue difícil reconocer en esa descoordinación uno de los rasgos más característicos de los hermanos Menie. Claramente, además, Gala imitaba a su padre, el loco de Jorge. Por ejemplo, solía tartamudear sin ser tartamuda, y trataba de
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lanzar miradas penetrantes acompañadas de largas sentencias falsamente profundas. Pero lo que más gracia me hizo fueron los dichos de Jorge, exportados por ambos hermanos Menie a París hace más de veinte años, que habían permanecido como congelados en el tiempo y que volví a escuchar en el casi perfecto castellano de Gala, que con un leve acento gutural se prodigaba en «ominosos», «inenarrables», «sórdidos»y otros adjetivos similares. Pude también advertir que después de intentar un parlamento serio, Gala solía confundirse y se reía tontamente tratando de buscar la complicidad del interlocutor. Gala ansiaba conocer las experiencias de este servidor, Ángel Pedreros. Su padre le había dicho que yo era un tipo muy peludo, de una peludez
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ígnea, una de las crípticas calificaciones favoritas de Jorge, y que en otro tiempo hicimos en conjunto investigaciones de crímenes. Más tarde y ya instalados en las reposeras de la piscina bajo el parrón de mi casa y, premunidos de sendas cervezas, no pude dejar de notar que Gala se había puesto una cómoda túnica veraniega y calzaba unas especie de chinelas de las que rápidamente se deshizo, quedando descalza. Me inquieté al darme cuenta que no podía apartar mi vista de sus redondos hombros y de sus largas piernas, bastante más macizas de lo que había supuesto al verla con su buzo deportivo. Me turbó especialmente el que Gala parecía no darse cuenta de mis solapadas miradas y que en algún momento, entusiasmada con el diálo-
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go, se retrepó en la silla y apoyó sus pies descalzos en el borde, ofreciendo una generosa vista de sus muslos y obligándome a esconderme detrás de mi vaso de cerveza e, incluso, levantarme de la silla. Cuando Jorge me pidió que recibiera a su hija en mi casa, ni se me ocurrió negarme, por supuesto. Yo había pernoctado varias veces en la casa Menie en París e incluso había disfrutado dando largos paseos con Gala casi adolescente, que aprovechaba de atiborrarse de dulces y helados, y faltar al colegio con el argumento de mostrarle la ciudad al «tío». Y bueno, ella también había estado varias veces en Chile, siempre en casa de sus tías legítimas, a las que en esta oportunidad no tenía ningún interés en visitar, me comentó.
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Sin duda me sentía incómodo y no sabía qué hacer ni de qué hablar con la tal Gala. Llevaba varios años separado, viviendo solo, no tuve hijas; a las novias de mis hijos las traté vaga y distantemente y me sentía ridículo y casi lascivo mirando con interés erótico a mi «sobrina». Sin mucho interés le pregunté por sus planes, sus estudios, no sabía cuanto tiempo pensaba quedarse en mi casa (su enorme maleta me había asustado). —La Psicología Forense, tío —me explicó seriamente— pretende descubrir a los culpables de todo tipo de crímenes indagando en su subconsciente. Cualquier crimen, ya sea de sangre (homicidio, violación,) o de «cuello y corbata»como dicen en Chile (estafas, fraudes, chantajes) deja estigmas en el subconsciente del malhechor, máculas
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que tarde o temprano lo harán delatarse y entregase. Lo que antes se llamaba el peso de la conciencia. Nosotros los especialistas —continuó Gala acentuando el tono dramático— estamos capacitados para ayudar a los culpables a aliviar su conciencia y a comprender y asumir de la mejor forma posible el justo castigo que la sociedad debe imponerle. Francamente me costó imaginarme a Gala en estas tareas. —Para tu conocimiento, esta es una ciencia nueva, tío —continuó, ahuecando la voz y acercándoseme peligrosamente— y yo vengo gracias a un intercambio de estudios con la Universidad Autónoma Laica —una entelequia de las Grandes Logias de papá Menie, pensé—, y vengo especialmente recomendada al prefecto Gerson
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Pérez, de la Policía Civil, para mi trabajo de campo —terminó, poniendo cara de orgullosa. —¿Gerson Pérez? Ese personaje ha sido bastante cuestionado ahora último —le dije, recordando que lo había visto hace poco en una entrevista en televisión, terno negro ajustado, Ray-Ban verdes modelo general de brigada con marco de oro que no se sacó en ningún minuto—. Lo han acusado de torturas e incluso violaciones en los tiempos de la dictadura… Se comenta que es un importante miembro de la Gran Logia de Chile y por eso se ha salvado. No se lo dije, pero la verdad es que yo conocía personalmente al tal Gerson. Cuando me exoneraron de mi trabajo en la administración pública tras el golpe de Pinochet, ese sujeto
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me interrogó. Se portó amable, yo era un joven ingeniero moderadamente respetable, no tenía antecedentes políticos. Fue un trámite. Terminamos de tuteo, era apenas algo mayor que yo. Aunque yo no tenía ningún interés en volverlo a ver ni tampoco en ser amigo suyo. El que ahora fuera el contacto conseguido por Jorge, exiliado por la dictadura, era una muestra más de la transversalidad de las Grandes Logias. —Traigo además otros contactos importantes —continuó Gala sin inmutarse—. Amigos de mi papá: Andrés del Puerto y Eustaquio Laborde. Ahora son destacados profesionales, bien integrados, pero no olvidan que su momento fueron del C.C.R. —¿Del qué…? —le pregunté, aunque adivinaba la respuesta, uno de esos
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grupúsculos ultra que Jorge Menie adoraba. —Del movimiento «Conciencia, Compromiso y Revolución», tío —me contestó con su registro más misterioso—. Pero creo que no los voy a visitar —me dijo en forma confidencial—. No me interesa la política y tengo un caso fascinante para investigar. Recordaba vagamente a esos personajillos. Justamente en mis tiempos de funcionario público, en plena dictadura, se me habían acercado sigilosamente presentándoseme como amigos de Jorge Menie, que ya estaba en Paris. Me hicieron saber que se hallaban involucrados en una peligrosa misión que nunca especificaron, y me pidieron alguna ayuda que nunca supe en que consistía. Nunca más me contactaron.
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—Bueno, Gala, si te puedo ayudar en algo —le dije para mantener la conversación. Tras haber soltado la frase me di cuenta que me había metido, como se suele decir, bajo las patas de los caballos. Por su mirada me percaté que algo la había excitado interiormente. Me pareció ver a su padre. —Por supuesto, tío, mi papá me contó que una persona se ahogó en esta piscina —respondió presta Gala, señalándola con un movimiento de piernas que me mostró unas profundidades que me dejaron embobado. Durante el fin de semana me había quedado en casa para departir con ella. La miraba tostarse al sol con un bikini minúsculo. Sus turgencias eran algo más que atrayentes. Antes había visto sus sostenes y calzones secándose al sol. Tenía miedo porque me imaginaba
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que esta Gala era capaz de cualquier cosa. Me vi obligado entonces a contarle del hallazgo del cadáver de la funcionaria doméstica de la casa, flotando en la piscina, hecho ocurrido hace al menos un par de décadas. Conclusión de la policía: accidente. La mujer se había ahogado. Le repetí a Gala mi versión, de que la había encontrado vestida, con ropa. La verdad es que Gala había escuchado de Jorge el cuento de la muerte en la piscina y había tomado en serio los comentarios jocosos de su papá que, obviamente, mistificaba sobre el asunto. Me había descrito como un misántropo contumaz producto de culpas antiguas de las que no lograba liberarme; y Gala decidió su viaje a
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Chile para comprobar sus teorías conmigo. Me abstuve al máximo de detalles a pesar de la insistencia de Gala. Era una mala historia que me costó superar. Llegué demasiado tarde esa noche, después de dejar a mi familia en la playa y encontré la casa oscura y totalmente abierta; al principio pensé que la encargada de cuidar había robado y huido. Hasta que encontré a la pobre mujer hinchada, deforme y medio sumergida en la piscina, junto con las pelotas y los inflables de mis hijos. No era mi primera experiencia con un cadáver, en las siempre recordadas aventuras con los hermanos Menie había tenido más que suficiente, pero en este caso se trataba de alguien que yo había conocido bastante bien y que no me era indiferente.
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Recordé mi torpeza y confusión durante esa noche. En forma estúpida traté de arrastrar el cuerpo fuera de la piscina; que durante mucho rato y no sé porqué estuve registrando las modestas pertenencias de la desdichada criada en su pieza; que tomé varios whiskys para darme valor; que no llamé a la policía hasta muchas horas después… Hubo una investigación posterior que afortunadamente, por la situación de esos años de dictadura, pasó más bien desapercibida en los medios. En la actualidad habría sido una noticia que la tele y los pasquines habrían explotado al máximo. Ese día Gala no abundó en más preguntas y me dijo que tal vez, si tenía tiempo, iba a investigar. Me pichuleó, como se decía antes. Se dedicó precisamente a indagar en eso. Fue así
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como consiguió el expediente del caso enarbolando una carta de la universidad para conseguir información para su tesis. El documento policial decía que la mujer estaba en traje de baño. La contradicción entre mi declaración y el parte policial no había sido tomada en cuenta. Gala no tardó en preguntarme por qué me había equivocado: —Quizás estabas nervioso, tío —me espetó una tarde chupando una mandarina y, como siempre, en paños menores. Me hizo contradecirme. Dejó pasar mis balbuceos, pero me miraba cada vez con mayor intensidad, haciéndose la maldita como el loco de su padre. —Tal vez el asesino le sacó las ropas y le puso el traje de baño para así simular un accidente —aventuró—. La
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sucesión de hechos no calza. ¿Por qué no rememoras el momento en detalle, tío? Así aprendo cómo se comporta un testigo estresado. Con cada vez mayor frecuencia largaba una de esas risitas que me rompían las pelotas. Obedecí, no soy capaz de mentir o simular, esas vías de escape que para otros son la salvación. —Reconozco que tengo una nebulosa —le aseguré. —Tal vez tu inconsciente se niega a dejar aflorar ciertos detalles —tío, me lanzó un jaque. Creo recordar que la noche de los sucesos yo estaba un tanto borracho, pero no se lo mencioné. Mi mente había bloqueado los elementos conflictivos, los detalles abyectos, sobre todo en los instantes previos al encuentro
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del cadáver. Pero no podía lidiar con esta nena atroz. Gala me preguntó, con aire inocente, si no estaría ebrio o drogado al momento del hallazgo. —La declaración dice que venías tarde a la casa, que tu esposa e hijos no estaban. Todavía vivías con ellos. Y que hallaste el cuerpo flotando hacia medianoche. No sería raro que hubieras aprovechado para darte tu fiestecita, tío. —Nada de eso, volvía de la pega cansado —repliqué algo mosqueado, sin percatarme que volvía a contradecirme. —¿A medianoche? Trabajas demasiado tío —respondió sin ironía. No sabía de eso, la ingenuidad le salía espontánea. Entonces se le ocurrió que, sólo a modo de ejercicio, podría
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someterme a la prueba del detector de mentiras. —¡Atrás! —aullé. Me estaba empezando a emputecer la hija de mi gran amigo. Ansiaba volver a mi lectura de Dickens. Lamenté nuevamente mi incapacidad para decir que no, en este caso a recibir a esa mina tonta. Gala siguió investigando y acosándome, pero sin exagerar. Seguramente aplicaba sus estúpidos principios de la Psicología Forense. Me preguntó cómo era ella, la víctima. No fui capaz de evitar largarle detalles que la pusieron en alerta. Eran demasiado pormenorizados, casi íntimos. Soy incapaz de mentir, repito. La sirvienta era joven y atractiva, además de simpática y aficionada a la lectura. Se lo dije. Era como si estuviera haciendo una con-
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fesión ante un juez, pero también ante un cura. —Vamos a jugar a la hipótesis absurda, tío, ¿te parece? Es una metodología. Vamos a suponer que asesinaste a la empleada, que era tu amante circunstancial. Vamos a hacer una reconstrucción en clave imposible. Me obligó a hacerlo, no tuve huevos para negarme de una vez y para siempre. —Sé que no la mataste, tío, pero hagamos como si lo hubieras hecho —insistió para disipar mis dudas. Me volvió a explicar su teoría, insistiendo en que era sólo un ejercicio intelectual. En esa ocasión mi emputecimiento alcanzó niveles homéricos. La amenacé con echarla de la casa. Sin amoscarse partió a encerrarse a su
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pieza. Después me arrepentí. Me estaba portando como un miserable culpable. Esa noche Gala se metió en mi pieza en negligé para pedirme disculpas y seguir discutiendo del tema. Interrumpió mi lectura de Dickens. Trató de sorprenderme en nuevas contradicciones pidiéndome que le describiera el traje de baño de la mujer, si sabía nadar o le tenía miedo al agua, si usaba anticonceptivos, el color de su ropa interior y cosas por el estilo. Tuve que hacerla salir de mi cama a empujones, ya que se había sentado en el borde y de a poco había comenzado a avanzar. El tacto de esas carnes jóvenes me dejó de nuevo turulato. La nena se rió y se resistió un poco, aunque terminó por salir.
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—¡Que falta de humor, tío! —me increpó. Me vi obligado a encerrarme con llave en la antigua pieza matrimonial. Me quedó la duda si ella lo hacía de ingenua o de caliente. Gala siguió sacando conclusiones. Otro día en que llegué temprano, me dijo que estaba terminando su informe. Me escrutaba mientras redactaba en la computadora. La verdad es que yo no daba más de empelotado. Lo único que deseaba era mandarla a la cresta con saludos al loco de su padre. —Ese Gerson Pérez es un fresco, tío —contó en ocasión de una cena en su honor, con mi familia presente—. Trató de jotearme —le habían enseñado variados chilenismos— y al final no me ayudó en nada. Me corría mano cada vez que podía—. Mis hijos se reventaban de risa y mi ex esposa
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me retó por dejarla sola con esa gente perversa. Me sentí obligado a enfrentar a ese Gerson, cuando ya la práctica de Gala llegaba a su fin. Tal vez en el fondo me hallaba celoso. Ella era mayor de edad, no era ni siquiera pariente. Me movía el despecho. Bueno, sufrí horrores al acudir al cuartel de la Policía Civil, recordé los interrogatorios que sufrí en el pasado y todo eso. Gerson me recibió sonriente aunque me trató despectivamente. Seguía igual de facho. Su pelo teñido me provocó repugnancia. Me dijo «viejo querido»o algo similar, se rió de mí y se permitió explicarme que la tal Gala sospechaba que yo era un asesino. Que había tratado que la Policía Civil reabriera el caso, que me aplicaran el detector de mentiras, que exhumaran el cadáver, etcétera.
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—No lo hace en mala —dijo ese perro, burlándose—. Ella quiere liberarte de las culpas que te acosan, tata, dice que te quiere mucho… Cómo nos hemos reído. ¿Que la he acosado? ¿Y qué quieres?… Si esa mina es una calienta pollas. Llegó meneando el culo y se sentó encima de mi escritorio exhibiendo la piernada. De a poco empezó a pedir que reabriéramos tu caso —dijo Gerson escrutándome con cara dura—. Yo, como corresponde, le hice todos los avances esperados, que ella nunca rechazó… Hasta me dio a entender que si yo accedía a reabrir tu asunto, accedía a mis requerimientos y alguna vez llegamos hasta la puerta del motel y se arrepentía a última hora haciéndose la cartucha… Por favor, era lo que ella andaba buscando, creo que disfrutó con el numerito…
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¿O prefieres que le hubiera seguido la corriente y reabierto el caso de la muerte en tu piscina? ¿Te conviene? Partí con la cola entre las piernas, por supuesto. Supe después que la traidora de la señorita Gala Menie se había contactado también con los amiguetes de Jorge, los ex revolucionarios Andrés del Puerto y Eustaquio Laborde, quienes le habían hablado pestes de mí, calificándome de «colaboracionista»con los milicos. En fin. Paciencia, paciencia, me dije. En la víspera de partir de vuelta a Francia, Gala me informó que había concluido que la mujer fue asesinada, que el asesino había tenido un desfogue etílico con ella, que tal vez hubo sexo. No pudo comprobarlo porque no hubo autopsia y cuando ella pidió que hicieran una, la sacaron cagando de la
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Policía Civil entre risotadas. Luego el asesino y su víctima se bañaron juntos y en un descuido de ella, la habría sumergido hasta que se ahogara. Tal vez el asesino fue varias veces a reponer los tragos para hacerlo más fácil. Muerta, el asesino le sacó su traje de baño y la vistió con ropa, luego se arrepintió y le volvió a poner el traje de baño. Un detalle significativo. Para satisfacción de mi joven visitante, Gala se dio cuenta que yo mantenía la famosa piscina en forma maniática, la pintaba personalmente todos los inviernos, la aspiraba todas las semanas, le controlaba el PH todos los días, jamás me bañaba. Me preguntaba una y otra vez detalles de la piscina. Me vigilaba. Nunca hacía notas, pero me percataba que esta nena maldita juntaba información para culpabilizarme.
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—Ese comportamiento absurdo era lo que no calzaba, pero gracias a tu ayuda, tío, resolví el misterio. Ebrio, el asesino actuaba en forma contradictoria, absurda, ilógica. ¿Por qué se trataría de un crimen? Pues por dos razones principales —continuó Gala—. Primero, porque la mujer intentó chantajear al asesino, amenazó con contarle todo a su señora, despertándole así el deseo de eliminarla; y segundo, porque el hombre le dio de beber tragos sabiendo que no sabía nadar y que podía ahogarse. Era una cosa entre querer y no querer asesinarla, entre dejar que el azar actuara, una duda que se mantiene hasta el final y que explica el cambio del traje de baño por la ropa y la reposición del traje de baño. Un deseo de evitar que le echen la culpa pero de permitir que la
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mente deductiva lo descubra. En otras palabras, pagarás por tus pecados, el ojo divino no se aparta de ti... ¿Qué te parece mi hipótesis, tío? —Estás hablando puras huevadas, Gala, eres digna hija de tu padre — mascullé, enfurecido y rojo como un tomate. —Según mi teoría —prosiguió sin inmutarse— los asesinos o similares siempre terminan por reconocer culpas para «redimirse». Es la tradición judeo-cristiana... ¡Qué alivio cuando finalmente fui a dejar a Gala Menie al aeropuerto!
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Índice
El séptimo círculo
7
i 7 ii
22
iii
53
iv
60
Pastor pastoreado
69
Gala en la piscina
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