El homo sentimentalis

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Homo Sentimentalis. Milan Kundera.

El homo sentimentalis no puede ser definido como un hombre que siente (porque todos sentimos), sino como un hombre que ha hecho un valor del sentimiento. A partir del momento en que el sentimiento se considera un valor, todo el mundo quiere sentir; y como a todos nos gusta jactarnos de nuestros valores, tenemos tendencia a mostrar nuestros sentimientos. La transformación del sentimiento en valor se produjo en Europa ya a lo largo del siglo XII: los trovadores que cantaban su inmensa pasión por una amada e inalcanzable señora les parecían tan admirables y hermosos a quienes los oían que todos querían, a semejanza de ellos, parecer víctimas de un indomable impulso del corazón. Nadie desenmascaró al homo sentimentalis con mayor agudeza que Cervantes. Don Quijote decide amar a cierta moza, de nombre Dulcinea, y ello a pesar de que casi no la conoce (lo cual no nos sorprende, porque ya sabemos que cuando se trata de «wahre Liebe», amor verdadero, el amado importa poquísimo). En el capítulo veinticinco del primer libro va con Sancho a unas montañas desiertas, en las que quiere enseñarle la grandeza de su pasión. Pero ¿cómo puede demostrarle a otro que arde una llama en su alma? Y ¿cómo demostrárselo además a un ser tan ingenuo y obtuso como Sancho? Así es como Don Quijote se desnuda en un sendero del bosque, se queda sólo en camisa, y para mostrarle al sirviente la inmensidad de su sentimiento empieza a dar vueltas de carnero delante de él. Cada vez que se pone cabeza abajo, la camisa se le escurre hasta los hombros y Sancho ve su sexo en movimiento. La visión del pequeño miembro virginal del caballero es tan cómicamente triste, tan desgarradora, que ni siquiera Sancho, que tiene un alma curtida, es capaz de seguir observando aquel teatro, monta en Rocinante y se marcha a la carrera. Cuando murió su padre, Agnes tuvo que preparar la ceremonia fúnebre. Quería que el entierro fuera sin discursos y consistiera sólo en la audición del adagio de la décima sinfonía de Mahler, que le gustaba particularmente a su padre. Pero era una música terriblemente triste y Agnes tenía miedo de no ser capaz de contener las lágrimas durante la ceremonia. Le parecía insoportable sollozar delante de la gente y por eso puso el disco del adagio en el tocadiscos y lo escuchó. Por primera vez, por segunda vez, por tercera vez. Aquella música le recordaba a su padre y ella lloraba. Pero cuando el adagio sonó en la habitación por octava vez, por novena vez, el poder de la música había perdido su filo; cuando hizo sonar el disco por decimotercera vez, no le emocionó más que si hubiera oído


el himno nacional paraguayo. Gracias a aquel entrenamiento consiguió no llorar durante el entierro. Es parte de la definición de sentimiento el que nazca en nosotros sin la intervención de nuestra voluntad, frecuentemente contra nuestra voluntad. En cuanto queremos sentir (decidimos sentir, tal como Don Quijote decidió amar a Dulcinea) el sentimiento ya no es sentimiento, sino una imitación del sentimiento, su exhibición. A lo cual suele denominarse histeria. Por eso el homo sentimentalis (es decir, el hombre que ha hecho del sentimiento un valor) es en realidad lo mismo que el homo hystericus. Lo cual no significa que el hombre que imita un sentimiento no lo sienta. El actor que desempeña el papel del viejo rey Lear siente en el escenario, a la vista de todos los espectadores, la tristeza de un hombre abandonado y traicionado, pero esa tristeza se esfuma en el momento en que termina la función. Por eso el homo sentimentalis, que con sus grandes sentimientos nos avergüenza, acto seguido nos deja pasmados con una inexplicable indiferencia. (…) Francia es un país viejo, cansado, en el que de los sentimientos sólo han quedado las formas. Los franceses le escribirán a usted, al final de una carta: «Tenga la amabilidad, querido señor, de aceptar la expresión de mis sentimientos más distinguidos». Cuando recibí por primera vez una carta como ésa, firmada por una secretaria de la editorial Gallimard, vivía aún en Praga. Salté hasta el techo de felicidad: ¡en París hay una mujer que está enamorada de mí! ¡Ha logrado colocar al final de una carta oficial una declaración de amor! ¡No sólo experimenta sentimientos por mí, sino que señala expresamente que son distinguidos! ¡Nunca en la vida me había dicho semejante cosa una checa! Fue muchos años después cuando me explicaron en París que existe todo un abanico semántico de fórmulas para terminar las cartas; gracias a él, los franceses pueden sopesar con la precisión de un farmacéutico las más sutiles gradaciones de sentimientos que —sin sentirlos— quieren transmitir al destinatario; entre ellas, los «sentimientos distinguidos» expresan el grado más bajo de la amabilidad oficial, lindante casi con el desprecio.

Fragmento de “La inmortalidad”.


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