El docto y el imbecil

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El docto y el imbécil EL AVENTURERO DEL YO, II

Freddy Téllez

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Téllez, Freddy, 1946El docto y el imbécil / Freddy Téllez. -- Medellín : Sílaba Editores, 2014. 156 p. ; 22 cm. -- (Trazos y sílabas) ISBN 978-958-8794-23-5 1. Novela colombiana I. Tít. II. Serie. Co863.6 cd 21 ed. A1432688 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

ISBN: 978-958-8794-23-5 El docto y el imbécil © Freddy Téllez © Sílaba Editores Primera edición: Febrero de 2014, Medellín, Colombia Editoras: Lucía Donadío y Alejandra Toro Ilustración de carátula: Título de la obra: Der Bücherwurm (El ratón de biblioteca o el bibliómano). Autor Carl Spitzweg (1808-1885)Año: 1850. Se encuentra en: Süddeutsche Privatsammlung (colección privada del sur de Alemania). Diseño carátula y diagramación: Magnolia Valencia Distribución y ventas: Sílaba Editores. www.silaba.com.co / silabaeditores@gmail.com Carrera 25A No. 38D sur-04. Medellín Cel. 313-649-0459 Impreso y hecho en Colombia por: Artes y Letras S.A.S. / Printed and made in Colombia Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.


ÍNDICE

¡Ah!

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Centrífuga Uno Dos Tres Cuatro

17 35 49 67

Centrípeta Cinco ¿Sabes?

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¡AH!

Tatarí-tará-pará-turá, tatarí-tará-pará-turá. Hombre y trompeta eran uno solo, balanceándose, ondulándose, impulsándose con cada nota: hechos sentimiento. ¡Ah, cómo siento el límite del lenguaje para expresar esa música! Tatarí-tará-pará-turá: volvía a partir y a regresar de nuevo, se ampliaba, se enroscaba y rasgaba de alguna manera una fbra interna: en mí, quien escuchaba poseído, recostado contra una de las arcadas de la Plaza de Vosges. El hombre quizás se dió cuenta, porque se dirigió directamente a mi cuerpo etéreo, fotando y enardecido con la música. En un instante sentí que las piernas me faquearon; dejándome escurrir contra la columna, percibí el golpe en mis caderas justo cuando el crescendo me desencadenó un llanto seco e insistente. “¡Que se vaya al diablo, carajo!”. “¡Que se vaya al diablo!”. “¡Mierda, por qué soy quien soy!”. Y la música continuaba y continuaba dando vueltas. “Vamos, amigo, es tarde. Vamos a tomarnos una copa”. Hablaba francés como caminaba: a trancones, y con cada paso la trompeta le golpeaba un cinturón lleno de monedas. No tenía estuche. Era gringo y, según el aviso 11


que colgaba antes de ponerse a tocar, familiar de Sidney Bechet. En realidad, hacía su plata y basta. Le gustaba el vino porque no dejó de tomar mientras hablamos. Originario de Luisiana, a los cinco años viajó con su familia a Inglaterra y al regresar al terruño, diez o doce años más tarde, ya no se sintió bien allí. Desde esa época no dejó de regresar a Europa. Escuchándolo, pensé en otro músico que conocí cruzando la cordillera de los Andes: un fautista chileno que ahorraba lo que ganaba dando clases, para darle la vuelta al mundo poco a poco. Ya lo conocía casi todo. Lo interrumpí para contarle la historia del chileno y le agregué la mía. Se asombró de la coincidencia, aunque yo no era músico sino que escribía. Tal vez por eso no agregó nada después de que le dije que no tenía dinero para pagar mi cuenta. Se rió y, tocándose el cinturón, pidió otra ronda. “¿Cuántas nos hemos tomado?”. Después me escuchó atento, como antes lo había hecho yo. Le conté todo, mis viajes entre continentes, mi obsesión por París, la historia con Luzbel, el encuentro con mi doble, todo, todo y sin parar, liberándome de un peso. Afuera empezaba a amanecer. Regarde, Paris s’éveille. T’as déjà entendu cette chanson? Le pregunté si conocía a Henry James, otro europeizante que prefrió el viejo continente al nuevo. Quedó de leerlo: en Inglaterra, pues salía por la noche para Londres; una muchacha lo esperaba allá. “Tiens, otra cosa que nos diferencia”, dije para mis adentros, y lo envidié. Llegamos a la Plaza de Châtelet impulsados por el cansancio. Antes de perdernos en los pasillos del Metro me 12


estrechó la mano con fuerza y me recitó unas frases en tono paterno. Le sonreí mascullando unos agradecimientos y nos separamos. “No te preocupes, amigo, esta vida hay que recibirla tal como se nos presenta”. “Ah, y no creas que estás loco, ¿eh?”. ¡Fuerza, canejo! ¿Me dijo? Nunca más lo volví a ver.

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