La Chica de los Funerales - Anónimo

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La chica de los funerales. Ella estaba despertando de ese letargo sueño que nos invade por la melancolía y desesperación de la pérdida de un ser amado. La recuerdo vestida de ese peculiar traje negro que tantas veces había a su alrededor. No era más que un atuendo común en su vida. Y aún así, lo llevaba orgullosa, como si se tratara del premio más anhelado. Una muerte más que disfrutar. El ataúd permanecía abierto de par en par, es como ver a alguien en el más profundo trance, que sin importar los sollozos y comentarios bajos de los rostros demacrado y sufrido, disfrutaba del más hermoso descanso. Inclusive, si te detenías lo suficiente conseguías verlos sonreír. Una pizca de satisfacción disfrazada en el oscuro dolor que los atormentaría en el recuerdo. Yo tenía miedo, un terror tan propio que me hizo amar con fervor mi vida y lo preciosa de ella. Pero no dejaba de mirar el ataúd, de mirar esa señal de advertencia. La vida residía en el soplo más rápido que apenas y permanecía entre nuestros pulmones, y de la nada, se acaba el viento de los suspiros del norte. Sin importar esto, mi razón era ella. Quería ver esa chica de ojos grandes y sonrisa misteriosa, deleitarme con la perfección de sus pómulos rosados que ahora se ocultaban tras unas enormes nubes grises de duelo. Solía venir a cada funeral, tan solo para hacerme del saber de su presencia. No me extrañaban esas miradas recelosas de sus familiares, esas miradas pérdidas que solo buscaban a un sujeto sobre quien desatar su ira. Me senté donde pudiera verla, dos filas más atrás. La observaba como si no estuviera allí, no podía evitar llevármela a mis más alocadas fantasías de una vida juntos, de tener una familia, de perder a alguien juntos. Fantaseaba con esa sensación de que le pertenecía, y yo la proclamaba como mía. Pero en su mirada no había nada más que extrañeza, como si estuviera enamorada de esa situación. De ese peculiar lloro que nadie sabe de quién es, sólo que existe. Existe y alienta a los demás a llorar. A comentar lo bueno de la persona, nunca lo malo. Eso me hacía pensar que en el dolor no hay maldad, simplemente el raro ambiente de comprensión en medio de luces apagadas que rápidamente se extinguiría con la luz del sol. Y no sabía cómo acercármele o qué decirle. Quería impresionarla en medio de su dolor, hacerle saber que hay alguien en busca de su consuelo. Pero las horas pasaron, y ella allá, sentada, ocultando la negrura de sus ojos tras un velo aún más oscuro, y yo aquí, sudando por la inexplicable razón de ser tímido. No puedo hablar con los muertos, tampoco con los vivos.


Un par de noches atrás soñé con su presencia. No era del todo falso el sueño porque en él me sentía más verdadero que nunca. Ella caminaba alrededor de una muy clara piscina, yo observaba como semejante maravilla se deleitaba con la tranquilidad del agua. De la nada, con el corazón sofocado en los pantanos de la irracionalidad de los sueños, corro y me zambullo en la piscina. El agua azul celeste me abraza y empapa mi desesperación por respirar. Abro los ojos y encuentros esos enormes agujeros negros, tan hondos y cínicos como el cañón de un revolver. Me miraban ahogarme, y mientras moría en la inundación de mi locura, entendí la razón de porque nunca llegaría a conocerla en esta vida. No podía saberlo con seguridad, y aún ese pensamiento era tan cruel e impropio de la naturaleza humana. Nadie puede amar la muerte. Nadie puede regocijarse en el dolor de los demás, ni mucho menos en el suyo propio. Sin embargo, los días pasaron como una procesión eterna, y esa idea seguía creciendo y alimentándose de todas las explicaciones racionales que de nada me servían. Después del velorio, mi incontrolable temor a acercármele me obligó a dejar aquel lugar. Salgo a una calle de un mundo distinto, uno donde se respira la tranquilidad de la suerte. Del: hoy no me toca a mí. Me siento como un traidor, como si la hubiera abandonado en su más profundo sentimiento. Estoy aquí caminando cabizbajo, con un mono amarillo colgando sobre mi espalda y una mirada tan necesitada de entendimiento, que lo ideal sería una llovizna para convertir las calles en solitarios pensamientos atormentadores de mis deseos. No pienso volver, no hasta convertirme en ese ser capaz de amarla con la mirada. ¿Pero como acercármele y decirle: heme aquí dueña de mi desesperación? No tengo el valor para enfrentar la vida que llevo, vivo en el encierro de mis fantasías solemnes. El mundo es un conocimiento que no me permito entender, no encuentro lugar necesario para habitar. Pero a su lado, tengo mi centro. El agujero negro que destroza con inevitable atracción. En las noches me desvelo aullándole con el salvajismo más natural y cercano a mi pobre condición humana. Un tormento se ha convertido esta epopeya en la que ella ni siquiera es capaz de saber que pertenece. Soy yo nada más, quien se ahoga en un vaso de agua. Al siguiente día, recorro con paciencia el camino hasta el cementerio. Supe que ella solía asistir un par de días atrás. La encontré por casualidad, cuando andaba caminando en busca de algún lugar donde dormir, en ese entonces se me perdió. Regresé al siguiente día, y allí estaba. Venía cuando la aurora de la mañana, en ese estado donde el mundo comienza a nacer después de una era de oscuridad, expandía sus alas por el cielo. Cruzo por la reja que permanece abierta a quienes pretenden visitar a los suyos caídos. El monte ha crecido tanto que oculta la mayoría de las tumbas tras un velo verdoso.


Camino cauteloso, como si cada uno de mis pasos pudiera perturbar el dormitar de aquellos embarcados en la más inhóspita e insensible de las travesías a las que cada uno de nosotros supone nunca llegar. Entre tumbas y mosquitos, soy un bufón y un loco para los que me ven desde la masa de la sociedad. Entre tumbas y mosquitos, sé que ella será mi completa locura. Aún aquí, entre el fervor del calor ascendente y mi consternación por no encontrarla, soy el más completo efecto de una gran causa que existe en la soledad de cada uno de nosotros, viviendo tras la sombras como la ausencia de un sueño profundo. Esa desesperación me hace amarla más. Permanece sujeta a un ramo de flores blancas, su vestido era diferente al del velorio, uno más angelical. Su espalda quedaba descubierta y dejaba al descubierto una brillosa piel blanca. Su cabello recogido con un moño me recuerda a esas ataduras que amarran las palabras en mi garganta, produciendo un simple y vago sonido. Las flores caen a un costado suyo, algunos pétalos se aventuran a caer delicadamente sobre aquella maleza que crecía alrededor de tanta muerte. Me siento desorientado entre este calor húmedo. Clavo mis manos hasta lo más hondo de mis bolsillos, jugueteando con la basura que se había acumulado por el tiempo. Sólo cuando consigo ver su sombra frente a mis pies me detengo. El sol brilla con alegría e irritante ironía, como si nos viera y no le importara la constante tensión creciente entre nuestra cercanía. Saco una mano temblorosa de aquel agujero de basura, la acerco a ella porque las palabras nunca las sacaría de mi cabeza. Toco su hombro con tal delicadeza que ni el viento más tierno podría besarle la mejilla de esa manera. A diferencia de lo que me esperaba, su cuerpo es cálido, inclusive en este calor, podía sentir un extraño ardor de reconocimiento, como si fuera mi sol personal. Espero paciente a que ella rechace mi contacto, mi más valiente acercamiento humano. Pero ella sólo sigue ahí, como si en realidad yo tocara el viento. Las flores caen con un sonido seco: ¡chas! Ella posa su mano sobre la mía y la acaricia, mi corazón no enloquece en mi pecho, sino que se detiene, junto con todas aquellas cosas que no tenían vida, me había convertido por unos segundos en los muertos que ella siempre observaba. En todo este caos incomprensible no reconozco el agujero delante de nosotros, es una tumba que espera ser habitada. Es como verla a ella a los ojos, perderse en esa pesada y atrapante oscuridad, ejerciendo esa presión cuando los segundos pasaban y lo único que existía para ti era tu vida en el fondo de un hoyo. Por fin se voltea, no llevaba ningún velo que me oculte su mirada. Estoy frente a un inconcebible deseo de besarla, de fundir mi existencia en sus labios. Sin embargo, mi


corazón entumece y me niego a saborear ese instinto que nos otorgó la evolución: el desenfrenado impulso de actuar por emoción. Me deleito de nuevo con esos pómulos, tan rojos como el atardecer más sangriento que pueden presenciar los que mueren en esas batallas infructuosas donde la incipiente negación del otro te lleva a luchar sin esperanza alguna de ganar. Su ardor rojizo despierta las crecientes costumbres que me han llevado a este punto, complacer mis ilusiones. Dejarlas que se conviertan en mi realidad, todos esos años soñándola se ha convertido en dulces recuerdos que me amargaron los despertares. Todo se vuelve tan irreal y bello, estoy aquí frente a la chica de los funerales, esa doncella angelical que solo aparece en los lloros de los demás. Y cuando habla, todo sonido calla tan sólo para presenciar esa melodía fría y misericordiosa. Ven conmigo, me dice, veme dormir. Suelta mi mano y me hace respirar de nuevo, con una gracia de dioses salta al agujero en el suelo. No basta decir lo tonto que me vuelvo con su persona, porque cada vez, parece afectarme más la cabeza. Al contrario de ella, tengo la torpeza de un cojo corriendo en un maratón, así que solo me siento a la orilla del hoyo. El gran abismo que nos separaba no debilitaba la gravedad con la que ella me atraía. Sonríe y mi mundo se desmorona. La veo con toda la atención de alguien que descubre un nuevo misterio, la veo dar vueltas sobre sí, la veo sonriéndome cada vez que alzaba la mirada, la veo acostándose sobre la tierra. Su cabello es como un espeso charco de sangre extendiéndose sobre su cabeza, su piel brillosa se extingue junto con la nube celeste que oculta la luz del sol, y sus almendrones se cierran. Yo cierro los ojos parar acompañarla. Todo se esconde bajo un silencio sepulcral. No recuerdo si dormí, no recuerdo haberme acostado junto a ella. Cuando volví a abrir los ojos, estoy solo, en el mismo sitio donde ella reposaba. No hay sol que cree el día, solo millones de puntos blancos que posiblemente ya se extinguieron. Asustado, me levanto desesperado para salir del hoyo. Estoy en medio de las voces que resuenan en el temor de mi reciente incredulidad. ¿Dónde está? Ven conmigo…veme dormir. Me senté junto a la tumba de algún hombre que nadie extraña. Consternado y sorprendido me hundo en un sueño lúgubre. Los cascos de los caballos galopando irrumpían la tranquilidad en el bosque cubierto por esa letal nieve. Cada musculo de mi cuerpo se entumece y me dificultad el recorrido. Sé de dónde vengo, vengo de ahogarme en la piscina, y aún así ¿por qué sigo buscándola si ella me dejo ahí?


La nieve dejó de caer sobre mis hombros, ahora simplemente permanecía flotando en medio de ese mundo extraño y sensorialmente real. Frente a mí crece un camino, lo circulo sin muchos ánimos de continuar, el frío invierno ya se aloja en mi corazón. Después de mucho andar y de nada entender, me uno a marcha fúnebre. Todas esas sombras negras resaltaban en la blancura del paisaje, sólo los inmensos arboles se clavaban en el cielo con la dureza de su infinita realidad. Los marchantes cantan una suave sinfonía que enaltecía el galope de los caballos amarillos que circulaban el cielo. Luz nocturna que invocaste mis demonios. Me los enseñaste y ellos rieron, rieron de mi fuero interno. Pero luché y nunca me rendí, pero al final La Muerte tomó mi tiempo. A fin de cuentas ellos viajaron lejos de mí, cuando la luz nocturna se los llevó al amanecer. El ataúd era llevado por dos grandes hombres, gigantes en tiempos modernos. Llevaban una máscara amarilla con garabatos que no entendía. Caminaban con el caer de los copos de nieve, cada paso tan cuidadosamente destinado a recorrer este camino transitado por las almas creadas, a cuestas de la incertidumbre del desconocimiento de sí tenemos la libertad de elegir o no. En este caso, yo me sentía libre entre esas almas apenadas. No llevaba a nadie sobre mis hombros, excepto mi propia cruz. En medio de la marcha fúnebre me pregunto si mi cruz sería ella. Despierto envuelto en una llamarada de calor. El sol bailaba en pleno mediodía sin ninguna nube que cubriera su desnudez. Chillando y alborotando la fatiga de esos gordos corazones sin significado. Sudando y con los ojos empedrados de incomprensión, voy a buscarla. Al salir del cementerio las miradas no dejan de azotarme, como si fuera un muerto que cometió un pecado más grande que el de blasfemar. El camino se torna borroso y distante, con breves momentos intensos que recuerdo. Mi mente sufre una trágica discontinuidad cada vez que mis pensamientos se redirigen hacia ella. No existe tiempo y el espacio se vuelve estrecho, mi voz se oculta y mi mirada se acontece. Soy un hueco en el mundo. ¿Pero que soy sin ella? No deseo descubrirlo. Al llegar a la funeraria, la encuentro sentada en la acera, observando la nada. Entonces reconozco mi miedo. Sé porqué se revela ante su presencia. Ha sido esa mirada que caracterice por cínica. No es que en ella no existiera ese ardor de luchar por la vida, sino que había un sentimiento más profundo y oscuro, como las profundidades de un helado océano. Me siento junto a ella en silencio. Su aura emana un olor dulzón, como si fuera un dulce recién sacado del horno de un pastelero. Ahora, más cerca de su presencia, puedo verla con más claridad, sin esa inseguridad y extrañeza de ayer porque la rabia, que


ahora me ofrecía la valentía de pronunciar las palabras que residían en mi eterna incomprensión, era quien dirigía el timón. Todo esperar, todo momento anhelado comienza a tomar forma con las primeras palabras. Uno trata de parecer neutro y con confianza cuando en realidad una gran tajada de nervios circulaba sin control alguno. Son millones de propuestas las que emergen de mi cabeza, y ninguna valía la pena. Así que solo dejo cesar la rabia y me recuesto en la timidez. Guardo silencio, con la esperanza de que ella no hiciera lo mismo. -Necesito tu ayuda. Y después todo fue oscuridad.

Mis pulmones arden en flamas ascendentes a causa de mi (y ahora lo reconozco) intento fallido de escape. Mi alma sangraba junto a mi cuerpo mientras que mis lágrimas se mezclaban con la sangre que caía desde mi frente, entorpeciendo por completo mi visión de las cosas. La herida de mi pierna ya se volvía más pesada con esta eterna carrera. Puedo oler el aceite ardiendo en las lámparas cargadas por esos sujetos envueltos en la ira. No es mi culpa que esto sucediera, si tan solo ella no hubiera… Me detengo para tomar aire. El único cantar del bosque provenía de esas voces que maldecían, reclamaban mi nombre y sangre. Y los lloros entre cortados de mi espíritu. Me limpio con mis manos el rostro, para despejar un poco el camino por el que me llevaban esos testigos de toda la verdad. ¿Podrían acaso entender lo sucedido con sólo ver el arrepentimiento a través de las ventanas de mi alma? Mi rostro queda cubierto de tierra, caigo en cuenta en que mis manos están sucias y maltratadas, pequeños cortes se dibujaban en mis palmas y mis uñas seguro estarían entre la tierra y madera del cementerio. Escuché el sonido fugaz de la piedra, pero aún más el crujir de mi cráneo al ser impactado por ella. Caigo y veo como mi mundo terminaba de derrumbarse por mis acciones. Los recuerdos parecieron intensificarse con ese golpe, nunca sabré si era bueno o malo. O si era necesario o cruel. Sólo sé que reviví esa irónica tragedia, en la que la chica de los funerales me hizo participar.

Después de estar sentados por horas sin pronunciar palara alguna que diluyera el eco de su confesión, la chica más extraña me invito a pasar a su casa. Recuerdo haberme sentido halagado, pero eso se disipo cuando ya adentro, ella se limito a encerrarse en su cuarto.


Estuve parado frente a la puerta sin saber qué hacer, rebuscando dentro de mí esa furia que me hizo levantarme y andar horas atrás. No hay nada más que el vacío solitario que ella me dejaba en su ausencia. La sala es una hermosa exposición de recuadros estrafalarios. Sus significados surrealistas parecen sacados del más puro sueño. Sé que ella saldrá cuando su necesidad así lo disponga, así que recorro la sala con la más humilde vista. Esperando encontrar una pista para entender esa misteriosa confesión. ¿Mi ayuda? ¿Qué había en mí que ella considerara útil para sus propósitos? Ven conmigo…veme dormir. ¿Sería eso? Verla dormir fue algo que me perdí y ansío intentarlo de nuevo. Descubro retratos de ella siendo tan solo una niña, una pequeña criatura vestida de adorables trajes diminutos, todos tan inocentes que rejuvenecía el corazón más viejo. Sonrío ante toda alma suya guardada en esos cuadros. Ignoré en ese entonces que no había ninguna foto de ella tal y como ahora yo la veía. De la nada aparece a mi lado, si bien mi rostro era la mera expresión de sorpresa ella pareció no disfrutarlo. Su mirada me analizaba de arriba para abajo, sentí como secaba mi sudor entre cada pestañeó suyo y como me golpeaba por medio de esos pensamientos que se callaban y que solo se me mostraban en sus oscuros ojos. Este soy yo, viviendo una relación envolvente en su propia y nefasta locura. Mi garganta se secaba mientras que en sus pupilas un oasis me invitaba a convertirse en un espejismo. Sígueme, susurró apenas. Se devolvió por donde llegamos. Supe que no debí hacerlo, no debí aceptar, pero es incomprensible la situación en la que todo parece tener razón de ser. Cuando todo va de perlas, las perlas se quiebran. Anduvimos por las calles solitarias sin entender lo que nos cruzaba por la mente. Ella, sumergida en ese silencio misterioso y yo, alimentando mi hambre de respuestas con gordos bocados de impotencia. No existía nada más que dos sombras móviles sobre el pavimento. Marchamos lejos de nuestras propias presencias y aún así, caminar sabiendo que ella me reconocía, me hizo sentirme pertenecido.


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