Colorin Colorado

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Dwar Ev soldó ceremoniosamente la última conexión con oro. Los ojos de una docena de cámaras de televisión le contemplaban y el subéter transmitió al universo una docena de imágenes sobre lo que estaba haciendo. Se enderezó e hizo una seña a Dwar Reyn, acercándose después a un interruptor que completaría el contacto cuando lo accionara. El interruptor conectaría, inmediatamente, todo aquel monstruo de máquinas computadoras con todos los planetas habitados del universo - noventa y seis mil millones de planetas - en el supercircuito que los conectaría a todos con una supercalculadora, una máquina cibernética que combinaría todos los conocimientos de todas las galaxias. Dwar Reyn habló brevemente a los miles de millones de espectadores y oyentes. Después, tras un momento de silencio, dijo: - Ahora, Dwar Ev. Dwar Ev accionó el interruptor. Se produjo un impresionante zumbido, la onda de energía procedente de noventa y seis mil millones de planetas. Las luces se encendieron y apagaron a lo largo de los muchos kilómetros de longitud de los paneles. Dwar Ev retrocedió un paso y lanzó un profundo suspiro. - El honor de formular la primera pregunta te corresponde a ti, Dwar Reyn. - Gracias - repuso Dwar Reyn -, será una pregunta que ninguna máquina cibernética ha podido contestar por sí sola. Se volvió de cara a la máquina. - ¿Existe Dios? La impresionante voz contestó sin vacilar, sin el chasquido de un solo relé. - Sí, ahora existe un Dios. Un súbito temor se reflejó en la cara de Dwar Ev. Dio un salto para agarrar el interruptor. Un rayo procedente del cielo despejado le abatió y produjo un cortocircuito que inutilizó el interruptor.



Las cumbres e la montaña dormitan; Los valles, los peñascos y las cuevas están en silencio. Aloman “Escúchame -dijo el demonio, poniendo su mano sobre mi cabeza-. El país que te digo es una región lúgubre. Encuéntrase en Libia, junto a las orillas del Zaire. Allí no se encuentra descanso ni silencio.” Las aguas del río son de un tinte azafranado y lívido. No corren hacia el mar, sino que eternamente se agitan, bajo la pupila roja del sol, con un movimiento convulsivo y tumultuoso. A ambas orillas de este río de fangoso cauce extiéndese, en una distancia de muchas millas, un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Uno contra otro, ofréncese como anhelantes en esta soledad, y dirigen hacia el cielo sus largos cuellos espectrales, fantasmales. Inclinan, a un lado y otro, sus perennes corolas. De ellos sale un rumor confuso que se parece al refugio de un torrente subterráneo. Y el uno inclinándose hacia el otro, suspiran; pero se halla una frontera en su imperio, y ésta es una selva densa y oscura. Desde luego, horrible. A semejanza de las olas en torno de las islas Hébridas, los árboles están allí en perpetua agitación, y no obstante, no sopla viento alguno en el cielo. Los enormes árboles primitivos se balancean continuamente, cediendo a otro lado, con un estrépito impresionante. Y de sus altas copas, llorando gota a gota, se filtra un inacabable rocío. Extrañas flores venenosas se retuercen a sus pies en un perpetuo duermevela. Y sobre sus copos, provocando un suave eco, nubes de plomo se precipitan hacia el Oeste, hasta que como una catarata se vierten detrás del muro ardiendo del horizonte. Pero a pesar de ello, repito, no hay fuerte viento, y a ambas orillas del Zaire, no existe el silencio ni la calma. Era de noche y caía la lluvia. Y cuando caía, era lluvia; pero caída ya, dijérase sangre. Encontrábame en medio de la marisma, y cerca de los nenúfares gigantescos, y caía la luvia sobre mi cabeza, en tanto suspiraban los nenúfares. El cuadro era de una desolación solemne. De pronto, a través del leve velo de la funérea niebla, se levantó la luna. Una luna roja. Y mis ojos se fijaron entonces en una gran roca gris que se alzaba en la margen del río y a la que aquélla iluminaba. La roca era gris, siniestra, altísima... En ella había unos caracteres grabados. Avancé hacia ella por la larga marisma de nenúfares, hasta que me encontré próximo a la orilla, para poder leer aquellos caracteres grabados en la piedra. Pero no podía. Decidí, en esto, retroceder, y la luna brilló entonces con un rojo más vivo. Me volví y miré otra vez hacia la roca. Volví a mirar los caracteres. Y finalmente, pude leer estas palabras: DESOLACIÓN. Miré hacia arriba. En lo alto de la roca había un hombre en pie. Y, para espiar sus acciones, me escondí entre los nenúfares...


El hombre era imponente, mayestático, y desde los hombros hasta los pies, envolvíase en la toga de la antigua Roma. Su silueta era indistinta, pero sus rasgos eran los de la divinidad. Porque, a pesar de las sombras de la noche, y de la niebla, sus rasgos faciales fulguraban. Su frente era ancha y reflexiva. Y los ojos aparecieron nublados por las cavilaciones. Leíanse en las arrugas de sus mejillas las imaginaciones del tedio, del cansancio y del disgusto de la Humanidad, a la vez que un gran deseo de soledad. Sentóse el hombre sobre la roca, apoyó en sus manos la cabeza, paseó sus miradas por la desolación que le rodeaba. Contempló los arbustos siempre inquietos, y los grandes y primitivos árboles. Miró a lo alto, a las nubes y a la luna roja. Y yo, escondido al amparo de los nenúfares, no perdía ninguno de sus actos, pudiendo apreciar cómo temblaba el hombre en medio de la soledad. Así avanzaba la noche, pero el hombre continuaba sentado sobre la roca. Apartó del cielo su mirada para fijarla sobre el lúgubre Zaire, siguiendo con los ojos las aguas amarillas y las legiones pálidas de nenúfares. Parecía escuchar los suspiros de éstos y el murmullo que se alzaba de las aguas. Desde mi escondite seguí observando los actos del hombre. Vi cómo continuaba temblando en la soledad. Avanzaba más y más la noche, pero el hombre permanecía sentado sobre la roca. Me abismé en las simas remotas de la marisma, y anduve a través del bosque susurrante de nenúfares. Llamé a los hipopótamos que vivían en aquellas profundidades, y las bestias escucharon mi llamada, viniendo hasta la roca, rugiendo, sonora y espantosamente. Todo bajo la luna. Maldije a los elementos. Y una tempestad horrible se formó en el cielo. Allí donde apenas momentos antes corría un soplo de brisa. El cielo se volvió lívido bajo la violencia de la tempestad, azotaba la lluvia la cabeza del hombre, y se desbordaban las olas del río. Este, torturado, saltaba rizado en espuma. Y crujían los nenúfares en sus tallos. El bosque se agitaba al viento. Se derrumbaba el trueno. Centelleaba el relámpago. Y el hombre, amo siempre, temblaba en la soledad, sentado sobre la roca. Irritado, maldije con la maldición del silencio; maldije al río y los nenúfares, al viento y al bosque, al cielo y al trueno, a los suspiros de los nenúfares... Entonces se tornaron mudos. Y cesó la luna en su lenta ruta por el cielo. El trueno expiró y no centelleó el relámpago. Quedáronse quietas las nubes, descendieron las aguas de sus lecho, y cesaron de agitarse los árboles. Ya no suspiraron los nenúfares. Ni se elevaba el menor rumor, ni la sombra de un sonido, en todo aquel gran desierto sin límites. Volví a leer los caracteres grabados sobre la roca. Habían cambiado. Ahora decían esta palabra: SILENCIO.


Fijé mis ojos en el rostro del hombre. Estaba pálido de miedo. Levantó apresuradamente la cabeza que tenía entre las manos y se incorporó sobre la roca. Aguzó, entonces, los oídos. Pero en todo aquel desierto sin límites no se oyó voz alguna. Y los caracteres grabados sobre la roca seguían diciendo: SILENCIO. El hombre se estremeció y volvióse de espaldas. Y huyó lejos, muy lejos. Apresuradamente. Y ya no le vi más.

Se encuentran bellos cuentos en los libros de magia, en los tétricos libros de los magos, en esos libros que están encuadernados en piel. Digo que hay allí maníficas historias del cielo y de la tierra, así del fiero mar como de los genios que han reinado sobre él; sobre la castigada tierra y acerca del cielo sublime. Hay, asimismo, gran sabiduría en las palabras que han sido dictadas por las sibilas. Y sagradas cosas fueron escuchadas en otro tiempo por las hojas sombrías que temblaban alrededor de Dodona... Pero, tan cierto como que Alá está vivo, considero a esta fábula, que el demonio me hizo ver cuando se sentó a mi lado en la sombra del sepulcro, como la más maravillosa de todas. Y cuando el demonio hubo concluido de guiarme, se hundió en las profundidades del mismo sepulcro y comenzó a reír. Yo no pude reír con él, provocando sus maldiciones. Y el búho, que continúa en el sepulcro por toda la eternidad, salió de él, y púsose a los pies del demonio, y le miró a la cara fijamente.



Hubo una tía nuestra, fiel como no lo ha sido ninguna otra mujer. Al menos eso cuentan todos los que la conocieron. Nunca se ha vuelto a ver en Pueblamujer más enamorada ni más solícita que la siempre radiante tía Valeria.Hacía la plaza en el mercado de la Victoria. Cuentan las viejas marchantas que hasta en el modo de escoger las verduras se le notaba la paz. Las tocaba despacio, sentía el brillo de sus cáscaras y las iba dejando caer en la báscula. Luego, mientras se las pesaban, echaba la cabeza para atrás y suspiraba, como quién termina de cumplir con un deber fascinante. Algunas de sus amigas la creían medio loca. No entendían cómo iba por la vida, tan encantada, hablando siempre bien de su marido. Decía que lo adoraba aun cuando estaban más solas, cuando conversaban como consigo mismas en el rincón de un jardín o en el atrio de la iglesia. Su marido era un hombre común y corriente, con sus imprescindibles ataques de mal humor, con su necesario desprecio por la comida del día, con su ingrata incertidumbre de que la mejor hora para querer era la que a él se le antojaba, con sus euforias matutinas y sus ausencias nocturnas, con su perfecto discurso y su prudentísima distancia sobre lo que son y deben ser los hijos. Un marido como cualquiera. Por eso parecía inaudita la condición de perpetua enamorada que se desprendía de los ojos y la sonrisa de la tía Valeria. -¿Cómo le haces? -le preguntó un día su prima Gertrudis, famosa porque cada semana cambiaba de actividad dejando en todas la misma pasión desenfrenada que los hombres gastan en una sola tarea. Gertrudis podía tejer cinco suéteres en tres días, emprenderla a caballo durante horas, hacer pasteles para todas las kermeses de caridad, tomar clases de pintura, bailar flamenco, cantar ranchero, darles de comer a setenta invitados por domingo y enamorarse con toda obviedad de tres señores ajenos cada lunes. -¿Cómo le hago para qué? -preguntó la apacible tía Valeria.

-Para no aburrirte nunca -dijo la prima Gertrudis, mientras ensartaba la aguja y emprendía el bordado de uno de los trescientos manteles de punto de cruz que les heredó a sus hijas-. A veces creo que tienes un amante secreto lleno de audacias. La tía Valeria se rió. Dicen que tenía una risa clara y desafiante con la que se ganaba muchas envidias. -Tengo uno cada noche -contestó, tras la risa. -Como si hubiera de dónde sacarlos -dijo la prima Gertrudis, siguiendo hipnotizada el ir y venir de su aguja. -Hay -contestó la tía Valeria cruzando las suaves manos sobre su regazo. -¿En esta ciudad de cuatro gatos más vistos y apropiados? -dijo la prima Gertrudis haciendo un ndo. -En mi pura cabeza -afirmó la otra, echándola hacia atrás en ese gesto tan suyo que hasta entonces la prima descubrió como algo más que un hábito raro. -Nada más cierras los ojos -dijo, sin abrirlos- y hacesde tu marido lo que más te apetezca: Pedro Armendáriz o Humphrey Bogart, Manolete o el gobernador, elmarido de ti mejor amiga o el mejor amigo de tu marido, el marchante que vendelas calabacitas o el millonario protector de un asilo de ancianos. A quién tu quieras, para quererlo de distinto modo. Y no te aburres nunca. El único rieso es que al final se te noten las nubes en la cara. Pero eso es fácil evitarlo, porque las espantas con las manos y vuelves a besar a tu marido que seguro te quiere como si fueras Ninón Sevilla o Greta Garbo, María Victoria o la adolescente que florece en la casa de junto. Besas a tu marido y te levantas al mercado o a dejar a los niños al colegio. Besas a tu marido, te acurrucas contra su cuerpo en las noches de

peligro, y te dejas soñar... Dicen que así hizo siempre la tía Valeria y que por eso vivió a gusto muchos años. Lo cierto es que se murió mientras dormía con la cabeza echada hacia atrás y un autógrafo de Agustín Lara debajo de la almohada.



Un pulpo que agonizaba de hambre fue encerado en un acuario por muchísimo tiempo. Una pálida luz se filtraba a través del vidrio y se difundía tristemente en la densa sombra de una roca. Todo el mundo se olvidó de este lóbrego acuario. Era de suponerse que el pulpo debía estar muerto y sólo podía verse el agua podrida iluminada apenas por la luz del crepúsculo. Pero el pulpo no había muerto. Permanecía escondido detrás de la roca. Y cuando despertó de su sueño tuvo que sufrir hambre terrible, día tras día en esa prisión solitaria, pues no había carnada alguna ni comida para él. Empezó a comerse entonces sus propios tentáculos. Primero uno, después otro. Cuando ya no tenía tentáculos empezó a devorar poco a poco sus entrañas, una parte tras otra. En esta forma el pulpo terminó comiéndose todo su cuerpo, su piel, su cerebro, su estómago, absolutamente todo. Una mañana llegó el celador, miró dentro del acuario y sólo vio el agua sombría y las algas ondulantes. El pulpo había virtualmente desaparecido. Pero el pulpo no había muerto. Aún estaba vivo en ese acuario mustio y abandonado. Por espacio de siglos, tal vez eternamente, continuaba viva allí una criatura invisible, presa de horrenda escasez e insatisfacción.



Palillo quería a Cerilla Con un amor muy vehemente. Amaba su delgadez Que veía muy ardiente

Entre Palillo y cerilla Puede arder una pasión? Asi fue. Y en un segundo Ella lo volvió carbón.



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