Revista Cultura Urbana Nr 19-20

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UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO Nada humano me es ajeno RECTOR Manuel Pérez Rocha

Ilustraciones

COORDINADOR ACADÉMICO María Rosa Cataldo COORDINADOR DE DIFUSIÓN CULTURAL Y EXTENSIÓN UNIVERSITARIA Óscar González

Alejandro Pérez Cruz

COORDINADOR DE PUBLICACIONES Eduardo Mosches CULTURA URBANA • REVISTA DE LA UACM DIRECTOR Juan José Reyes

Salvador Dalí

COORDINADOR EDITORIAL David Huerta JEFA DE REDACCIÓN Y RELACIONES PÚBLICAS Rowena Bali

Sant’ Elia

Diseño Juan Pablo de la Colina CONSEJO DE REDACCIÓN Ernesto Aréchiga, Sergio Raúl Arroyo, Silvia Bolos, Óscar de la Borbolla, Ana García Bergua, Fernando García Ramírez, Iván Gomezcésar, Luis Felipe González, Bárbara Jacobs, José Agustín, Eduardo Langagne, Mónica Lavín, Vicente Leñero, Emiliano Pérez Cruz.

Tony Garnier

VENTA: Sanborn’s, Educal, librerías La Jornada y FCE, Gandhi Achar CULTURA URBANA invita a los miembros de la comunidad de la Universidad de la Ciudad de México y a los lectores en general a enviar a la redacción colaboraciones y comentarios. Asimismo, se reserva el derecho de elegir el material que publicará en sus páginas. Coordinación de Difusión Cultural y Extensión Universitaria: División del Norte 906, Octavo piso, Colonia Narvarte, Delegación Benito Juárez, C.P. 03100, Ciudad de México y culturaurbana00@yahoo.com.mx Reserva del título: 04-2004-100113432600-102 ISSN: 1870-1817 Impresa en los talleres de la UACM, a cargo de Felipe García, ubicados en Av. San Lorenzo 290, Colonia Del Valle, Delegación Benito Juárez, C.P. 03100

Alex Castillo

Marco Castillo

Juan Pablo de la Colina


CIUDADES UToPICAS Y CIUDADES EN CAOS AÑO 3 • NUM. 19-20

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Ciudades sustentables

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Richard Rogers 23

El futuro sin plazo Óscar de la Borbolla

27

El retorno de los tranvías Ana García Bergua

31

Simone de Beauvoir en busca de una moral Tomás León

40

Letramantía Raúl Renán

43

Ciudades perfectas David Huerta

47

21/01/2008

El Pueblo Cooperativo Chapingo: una utopía riveriana Emilio Zomzet

121

Un paseo en domingo Federico Krafft

1 27

Raúl Renán, poeta de la niñez eterna Jorge Asbun Bojalil

1 37

El jorobado

Miguel Ángel Pérez Maldonado 1 38

Sórdidos mundos romanos Josefina Estrada

1 41

Arco iris imperfecto Rubén Don

Fabrizio Mejía Madrid 55

Garnier y Sant’Elia: visionarios

58

Mariano del Cueto 63

Elogio de la Ciudad Leo Mendoza

69

Javier Escalera 66

Leerás a Eliot en Coyoacán La peste en la ciudad

74

Armando González Torres 85

La ciudad bajo las ruedas Juan José Reyes

95 101

116

1 33

América imaginaria en la antigua cartografía Las medidas

José Vasconcelos

Asfálticas Hora pico (las nalgas) Emiliano Pérez Cruz

Tepito tepitorum Las flaneras Mario López Rivero

Emiliano Álvarez 1 09

Crónicas de pueblos y ciudades Dos pasajes de Iztacalco Rosa Muñoz Malagón

Aforismos sobre el cinismo Alfonso Ramírez

Amazon Party Capítulo 15 Esta vez será mía Rowena Bali

Pablo Boullosa 79

Segundo Piso La Del Valle centenaria

1 47

Librario

Alejandra García

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Ciudades sustentables Richard Rogers

El autor de estas líneas es uno de los mayores arquitectos ingleses de la actualidad. Propone aquí modos, probados ya en ciudades como Curitiba, en Brasil, de rescate de las grandes metrópolis, alienantes, contaminadas, congestionadas, que ahogan la vida de millones en todo el mundo. Propugna la creación de “Ciudades compactas”

Las ciudades no habían albergado nunca como ahora a tantos seres humanos ni en tan gran proporción. Entre 1950 y 1990 la población de las ciudades del mundo creció 10 veces, con lo que se disparó de 200 millones a 2 mil millones. El futuro de la civilización será determinado por sus ciudades y en sus ciudades. Las ciudades de hoy están consumiendo tres cuartas partes de la energía del mundo y causando por lo menos tres cuartas partes de la contaminación global. Son el sitio de producción y consumo de la mayoría de bienes industriales. Las ciudades se han tornado parásitos en el paisaje –enormes organismos agotando el mundo para su sustento y energía, consumidores implacables, contaminadores implacables. Si el mundo desarrollado considera enormes sus problemas de contaminación, congestión y decadencia de los barrios céntricos, consideremos entonces los cambios que ahogan al mundo en desarrollo. Mientras que en el mundo desarrollado las poblaciones urbanas de hecho se han estancado, en el mundo en desarrollo las múltiples presiones de la explosión de la población urbana, el desarrollo económico y la migración desde el campo están expan­ diendo las ciudades a un ritmo terrorífico. En 1990 había 35 ciudades con poblaciones mayores a los 5 millones, 22 de ellas en el mundo en desarrollo. Hacia el año 2000 57 ciudades sobrepasaban esa marca, 44 estaban en el mundo en desarrollo.

En los siguientes 30 años, más de 2 mil millones de personas se sumarán a las ciudades del mundo en desarrollo. Esta urbani­ zación masiva causará un crecimiento exponencial del volumen de recursos consumidos y de la contaminación generada. Peor todavía, por lo menos la mitad de la población urbana en crecimiento estará viviendo en barrios de chabolas sin agua corriente ni electricidad ni sanidad, y apenas con esperanza. Y por lo menos 600 millones de personas viven ya en riesgosos ambientes urbanos. Nuestras multiplicadas ciudades amenazan con sofocante contaminación. La sociedad global polariza a los que poseen y a los desposeídos. La Ciudad de México ejemplifica esta amenaza gemela: tiene la dudosa distinción de ser la ciudad más grande y la más contaminada en el mundo. En 1900 su población era de 340, 000; ahora es morada de más de 20 millones de personas y de 4 millones de automóviles, y es el corazón industrial de México. Los visitantes que llegan por avión a menudo creen que están volando hacia una tormenta –la cual es, de hecho, una capa de esmog cuatro veces peor que la de Los Ángeles y seis veces más tóxica que la del nivel acep­ table por la Organización Mundial de la Salud. La cuota de ozono llegó a exceder el nivel de peligro durante más de 300 días al año; cuando la contaminación fue demasiado intensa, se frenó la producción industrial y la gente fue llamada a permanecer en sitios cerrados. Y aún así ha proseguido la emigración rural. En 1996 la Ciudad

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de México enfrentó el problema logístico de proveer de vivienda y bienes y servicios públicos a 70, 000 nuevos residentes cada mes. Ante tales coacciones imposibles, la Ciudad de México, como tantas otras ciudades en rápida expansión, fracasó entonces en su cre­ cimiento sustentable. Hace tanto como en 1966, el economista Kenneth Boulding argumentó que debemos cesar de comportarnos como si viviéramos en una “economía cowboy” con un nuevo territorio ilimitado que conquistar y con recursos para consumir. Debemos en cambio comenzar a pensar en nuestro planeta como en una nave espacial –un sistema cerrado con recursos finitos. De hecho la vida sobre la Tierra se deriva enteramente de un sistema cerrado al que nada entra, salvo la energía del Sol. El Sol a través de la fotosíntesis da vida a la vegetación y crea oxígeno. Por millares de milenios la vegetación descompuesta forma reservas de energía solar: combustible fósil como el carbón y el petróleo. La liberación de estas reservas de energía solar a través de su consumo causa un cóctel de contaminación que crea lluvia ácida y que muchos creen que produce calentamiento global. Pero el Sol es la fuente

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de energía que a diario crea viento y lluvia, y estas energías cons­ tantemente “renovadas” pueden ser cosechadas y consumidas sin contaminar el medio ambiente. Las ciudades mismas deben ser vistas como sistemas ecológicos, y esta actitud debe orientar nuestra aproximación al diseño de ciudades y al manejo del uso de sus recursos. Los recursos devorados por una ciudad pueden medirse en términos de su “hue­ lla ecológica” –un área, dispersa a través del mundo y enormemente mayor que los límites físicos de la ciudad en sí misma, de la que la ciudad depende. Estas huellas surten de recursos a las ciudades y las dotan de sitios de eliminación de sus desechos y contaminación. Las huellas ecológicas de las ciudades existentes cubren ya virtualmente todo el planeta. Tanto como se expanden las nuevas ciudades de consumo, crece su competencia por estas huellas de recursos. La expansión de las huellas urbanas ecológicas está tomando lugar simultáneamente a la erosión de tierras fértiles, mares vivos y selvas vírgenes. Ante esta simple restricción de suministro, las huellas ecológicas urbanas deben reducirse y circunscribirse drásticamente.


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El ecologista urbano Herbert Girardet ha argumentado que la clave yace en las ciudades que tienden a un “metabolismo” circular, donde el consumo se reduce por el despliegue de eficiencias y donde el reuso de recursos se maximiza. Debemos reciclar materiales, reducir desperdicio, conservar las energías no renovables y aprovechar las energías renovables. Puesto que la gran mayoría de la producción y del consumo tiene lugar en las ciudades, los procesos lineales actuales que generan contaminación a partir de la producción deben ser sustituidos por otros que tiendan a un sistema circular de uso y reuso. Estos procesos aumentan la eficiencia total de la ciudad y reducen su impacto en el ambiente. Para conseguir esto debemos planear nuestras ciudades con el fin de manejar su uso de recursos, y para hacerlo necesitamos desarrollar una nueva forma de planeación urbana integral. La ciudad es una matriz compleja y cambiante de actividades humanas y de efectos ambientales. Planear para alcanzar una ciudad sustentable requiere la comprensión más plena de las relaciones entre ciudadanos, servicios, políticas de transporte y gene­ ración de energía, así como su impacto en el medio ambiente local

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y la mayor esfera geográfica. Una ciudad sólo puede crear una sustentabilidad real, cuando todos estos factores se entrelazan. No habrá ciudades ambientalmente sustentables hasta que la ecología urbana, la economía y la sociología cuenten como factores en su planificación. La consecución de esta meta depende de ciudadanos motivados. Afrontar la crisis ambiental global desde el punto de vista de cada ciudad lleva la tarea al alcance del ciudadano. Los asuntos ambientales no son distintos de los asuntos sociales. Las políticas que pretendan la mejora del ambiente también pueden mejorar la vida social de los ciudadanos. Las soluciones ecológicas y sociales se refuerzan entre sí y construyen ciudades más sanas, más vitales, más desprejuiciadas. Sobre todo, la sustentabilidad significa una vida buena para las generaciones futuras. Mi propia aproximación a la sustentabilidad urbana reinterpreta y reinventa el modelo de “ciudad densa”. Vale recordar por qué, en el siglo XX, este modelo fue tan categóricamente rechazado. Las ciudades industriales del siglo XIX eran el infierno: sufrieron extremos de sobrepoblación, pobreza y enfermedad. Pestilentes cloacas abiertas esparcieron el cólera y la tifoidea; industrias tóxi-

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cas asentadas junto a vecindades desbordadas. Un resultado de esto fue que la esperanza de vida en muchas de las ciudades de la Inglaterra victoriana fuera inferior a los 25 años. Estos peligros e inequidades básicas llevaron a planificadores como Ebenezer Ho­ ward en 1898, y a Patrick Abercrombie en 1944, a proponer decantar poblaciones hacia suburbios menos densos y más verdes: ciudades jardín y barrios nuevos. Hoy, en contraste, está desapareciendo la industria sucia de las ciudades en el mundo desarrollado. Al menos en teoría, con la dis­ ponibilidad de la manufactura “verde”, la generación de e­nergía y los sistemas de transporte virtualmente limpios y avanzados sistemas de alcantarillado y desperdicio, el modelo de ciudad densa no necesariamente debe entenderse como un riesgo para la salud. Esto significa que podemos reconsiderar las ventajas sociales de la cercanía, redescubrir las ventajas de vivir en compañía de cada uno de nosotros. Más allá de la oportunidad social que abre, el modelo de la “ciudad densa” puede traer grandes beneficios ecológicos. Las ciudades densas pueden ser diseñadas, a través de la planeación, con

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vistas a aumentar la eficiencia de la energía, a consumir menos recursos, a producir menos contaminación y a evitar su desbordamiento en el campo. Por estas razones pienso que debemos insis­tir en la idea de una “ciudad compacta” –una ciudad densa y socialmente diversa donde las actividades económicas y sociales se sobrepongan unas en otras y donde las comunidades estén concentradas en torno a los barrios. Este concepto difiere radicalmente del modelo urbano que predomina hoy, el de Estados Unidos: una ciudad zonificada de acuerdo con funciones, con un área central de oficinas, una en las afueras para las compras y el ocio, suburbios residenciales y vías rápidas. Tan poderosa es esta imagen y tan prevalentes son las fuer­zas que impulsan su creación (establecidas por los criterios de mercado de los conjuntos comerciales) que los países menos desarrollados están circunscritos en una trayectoria que ya ha fracasado en los países ricos. Esta búsqueda está teniendo resultados cuantificablemente desastrosos. La razón para su adopción continua es la conveniencia económica. Si el acercamiento compacto y entretejido aprovecha la


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complejidad, la aproximación zonificada la rechaza, y reduce la ciudad a divisiones simplistas y a paquetes legales y económicos fácilmente administrables. Inclusive en la escala de edificios individuales, tanto los constructores públicos como los privados están dando la espalda al concepto de uso mixto. Los edificios urbanos tradicionales, en donde los estudios se asientan sobre las casas familiares que a su vez se asientan sobre las oficinas, que a su vez lo hacen encima de las tiendas, traen vida a la calle y reducen la necesidad de los ciudadanos de estar en sus automóviles para satisfacer cada día sus necesidades. Pero estos edificios de uso mixto crean complejos alquileres que las autoridades locales hallan de difícil manejo y los constructores encuentran de arduo financiamiento y complicada venta. En cambio, los constructores públicos y los privados prefieren las edificaciones de una sola función. Y cuando emprenden proyectos mayores prefieren sitios grandes y abiertos o baratos “campos verdes” que ofrecen la posibilidad de edificar unidades de vivienda o parques industriales o de negocios con las mínimas complicaciones de arrendamiento. Además estos sitios facilitan la máxima estandarización del diseño y la construcción, de manera que fa-

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vorecen la efectividad de costo y el argumento contra el uso mixto. Prosigue la búsqueda de ganancias a corto plazo y de resultados rápidos, distrae la inversión del desarrollo urbano complejo de uso mixto y sus beneficios sociales y ambientales inherentes. Pero ha sido el automóvil lo que ha jugado el papel clave en este proceso de debilitamiento de la estructura social cohesiva urbana. En el segundo lustro de los años noventa se calculaba que había unos 500 millones de automóviles en el mundo. Han erosiona­ do la calidad de los espacios públicos y han impulsado la extensión suburbana. Justo como el ascensor hizo posible el rascacielos, el automóvil ha propiciado que los ciudadanos vivan lejos de los centros citadinos. El automóvil ha hecho viable el concepto de la fragmentación de las actividades de cada día en compartimientos, sepa­ rando oficinas, tiendas y casas. Y cuanto más ampliamente se dispersan las ciudades, más antieconómica viene a ser la expansión de sus sistemas de transporte público, y mayor es la dependencia del coche de los ciudadanos. Alrededor del mundo las ciudades están siendo transformadas para facilitar el uso del automóvil, aun cuando es el automóvil –más que la industria– lo que genera la mayor

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cantidad de contaminación del aire, la misma contaminación de la que huyen los moradores suburbanos. En total, se generan cada año 2 trillones de metros cúbicos de gases de combustión, y pro­ bablemente el número de automóviles crecerá el 50% para 2010 y el doble para 2030. Paradójicamente, desde la perspectiva del individuo, el automóvil sigue siendo el producto tecnológico más liberador y más deseado. Es barato porque se manufactura masivamente y porque está subsidiado; es práctico porque las ciudades no han sido planeadas para depender del transporte público, y es un ícono cultural irresistible que brinda glamour y estatus. Argumentos logísticos básicos muestran cuánto daño causa el incremento de la posesión de automóviles. Para empezar, la calle, que antes fue lugar de juego y de encuentro con los demás, es tomada para estacionar automóviles. Un estándar eficiente de estacionamiento requiere 20 metros cuadrados para un solo auto. Inclusive suponiendo que sólo uno de cada cinco habitantes posee un automóvil, una ciudad de 10 millones, algo así como Londres, necesita un área de un tamaño de alrededor de diez veces el de la city of London [el centro de Londres] (“la

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milla cuadrada”) sólo para estacionar automóviles. Pero si se a­r rancan y se conducen esos 2 millones de automóviles, se saturará la ciudad con la contaminación y la congestión que acosan y dividen a las comunidades. Al tiempo en que el transporte por automóvil se convierte en integral en la planeación de la ciudad, las esquinas de las calles y las formas y las superficies de los espacios públicos están todas determinadas por el provecho de los motorizados. Eventualmente la ciudad entera, desde su forma total y los espacios de las nuevas construcciones hasta el diseño de sus aceras, sus arbotantes y sus verjas, está diseñada de acuer­do con este único criterio. Se duplicó en Europa la posesión de automóviles en los últimos 30 años del siglo XX, y está cerca de levantar más el vuelo en las ciudades desarrolladas. Continúa siendo impulsada tanto por las industrias de automóviles nacionales como por las privadas. Y la anticipación de los astronómicamente altos niveles de uso del automóvil en el futuro ha llevado a los planificadores a diseñar ciudades alrededor de especificaciones de rutas, efectivamente impulsados en el sostenido crecimiento del uso del automóvil.


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Una investigación en San Francisco ha comparado las calles de distintos barrios para evaluar el tráfico en términos de la comunidad local. El movimiento de individuos entre casas, en calles agitadas y tranquilas fue monitoreado en barrios diferentes. Los datos revelan una realidad impactante pero predecible: el nivel de la interacción entre vecinos en una calle determinada, el sentido de comunidad en aquella calle, se corresponde inversamente a la carga de tráfico que alberga. Este estudio apunta hacia el tráfico urbano como una causa fundamental de la alienación del habitante citadino, un efecto en el centro de la erosión de la ciudadanía actual. Por fortuna el costo oculto del modelo urbano zonificado está siendo reconocido finalmente. En Estados Unidos el costo económico de la congestión del tráfico, en términos de energía derrochada y de tiempo perdido, ronda los 150 mil millones de dólares al año, equivalente al producto nacional bruto de Dinamarca. Y esta cifra no incluye costos sociales, como los de salud, estimados recientemente por el Instituto de Recursos Mundiales, de más de 300 mil millones de dólares. Ambas cifras excluyen el daño al ambiente na­tural y, crucialmente, el costo social del aislamiento y el desamparo de los ciu-

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dadanos arrojados a una vida precaria en guetos sucios, mientras las ciudades se vuelcan hacia suburbios cada vez más exclusivos. El New York Times ha destacado los dramáticos problemas de embotellamientos y contaminación engendrada por el despa­r ramado “paraíso” de ciudades como Phoenix, Denver, Las Vegas y Salt Lake City. Phoenix es más grande que Los Ángeles y tiene sólo una tercera parte de su población. Su calidad del aire se sitúa entre las peores fuera del sur de California. La creación de la moderna ciudad compacta requiere el rechazo del desarrollo unifuncional y del dominio del automóvil. El asunto es cómo diseñar ciudades en las que las comunidades prosperen y tengan movilidad sin permitir que el automóvil mine la vida comunitaria, cómo diseñar en forma acelerada el uso de sistemas de transporte limpios y reequilibrar el empleo de nuestras calles a favor del peatón y la comunidad. La ciudad compacta se orienta a estos asuntos. Crece alre­dedor de los centros de actividad social y comercial localizados en los nódulos de transporte público. Éstos proporcionan los puntos focales alrededor de los que se desarrollan los barrios. La ciudad

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compacta es una red de estos barrios, dotados, cada uno de ellos, de sus parques y espacios públicos y adecuados a una diversidad de actividades privadas y públicas entrelazadas. La estructura histórica de Londres, consistente en barrios, colonias, plazas y parques, es típica de un modelo policéntrico de desarrollo. Más importante aún: éstos traen trabajo y ventajas al alcance de la comunidad, y tal cercanía significa menos horas al volante al día. En grandes ciudades, los sistemas de tránsito masivo pueden propiciar que se atraviese la ciudad al conectar el centro de un barrio con el de otro, dejando la distribución local a sistemas locales. Esto reduce el volumen y el impacto del tráfico de paso, el que puede ser tranquilo y controlado, particularmente alrededor del corazón público de los barrios. Tranvías locales, sistemas de trenes ligeros y camiones eléctricos llegan a ser más efectivos, y andar en bicicleta y caminar más placentero. La congestión y la contaminación en las calles se reducen drásticamente y crece el sentido de la seguridad y de la convivencia en el espacio público. Las ciudades compactas sustentables pueden, sostengo, repo­ ner a la ciudad como el sitio ideal de una sociedad basada en la comunidad. Se trata de un tipo establecido de estructura urbana que puede ser interpretado de las maneras más diversas en respuesta a las culturas más diversas. Las ciudades deben ser en función de las personas a las que abrigan, en función del contacto cara-a-cara; deben existir para condensar el fermento de la actividad humana, para generar y expresar la cultura del lugar. En un clima templado o extremoso, en una sociedad rica o pobre, el propósito de largo alcance del desarrollo sustentable es crear una estructura flexible de una comunidad vigorosa dentro de un medio ambiente sano y no contaminado. La cercanía, la disposición de buen espacio público, la presencia de un paisaje natural y la explotación de nuevas tecnologías urbanas pueden mejorar radicalmente la calidad del aire y de la vida en la ciudad densa. Un beneficio más de la compactación es que el campo en sí mismo se protege de la invasión del desarrollo urbano. Mostraré cómo la concentración de actividades diversas, más que el conjunto de actividades similares, puede hacer más eficiente el uso de la energía. La ciudad compacta puede propiciar un medio am­ biente tan bello como el del campo.

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En 1991 el alcalde de Shangai me invitó a proponer una estructu­ra estratégica para un nuevo distrito en su ciudad. Esto nos ofreció la oportunidad de explorar y aplicar los principios de la ciudad compacta sustentable. El contexto de la comisión es revelador. China tiene 1 mil 500 millones de personas y conforma alrededor de una cuarta parte de la población del mundo. Su país experimenta la mayor migración del campo a la ciudad en su historia, un traslado que ha visto a por lo menos 80 millones de personas moverse hacia chabolas circundantes de las principales ciudades de China en un periodo inferior al de una generación. Tradicionalmente los chinos vieron sus ciudades y su provincia agricultora como una totalidad. Inclusive hoy el área metropolitana de Shangai está cerca de ser autosuficiente en verduras y granos. Pero en la prisa de la industrialización y la urbanización ha sufrido la ecología. De las 10 ciudades del mundo que sufren la peor contaminación del aire, 5 están en China. Ciudades como Shenzhen, Dongguan y Zhuai están destruyendo colosales terrenos del campo ya sea para el suministro de materiales de construcción, ya sea para pavimentar el camino del desarrollo futuro. Ciudades como Shenzhen han pasado de 100 mil a 3 millones de habitantes en 15 años. La urbanización es la primera fase en la transformación de una sociedad rural comunitaria en una urbana consumista. Las nuevas ciudades chinas son planificadas de acuerdo con las autopistas más que con el transporte público. La propiedad de automóviles por tanto ha de crecer, según se espera, de 1.8 millones, de finales de los noventa, hasta 20 millones en 2010. En tanto aumentan las poblaciones de las nuevas ciudades, un proceso de industrialización seguirá proveyendo el menú clásico de bienes consumistas, garantizando el enorme crecimiento económico que es la base del “milagro” económico chino. En 1990 Shangai, la quinta ciudad más grande del mundo, tenía una población de 13 millones. Se calculaba que hacia principios de este siglo tendría 17 millones. La ambición de Shangai es consolidar su estatus como el centro comercial de China y una fuerza inmensa en el mundo financiero. Tristemente, la ciudad ha intentado seguir el viejo modelo occidental y motorizar a sus 7 millones de ciclistas. Shangai es una ciudad formidable, densa y rebosante de vida. Los edificios de oficinas de principios del siglo XX delinean


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el famoso límite arbolado del Bund en las orillas del río [Bund: célebre construcción que funciona como centro económico en Shangai] –sitio que combina la elegancia del Promenade des Anglais en Niza con el poder de la gran ribera del Merseyside de Liverpool. Pero el Bund ha sido la primera baja en la carrera de conversión de Shangai hacia el automóvil. Sus majestuosas hileras de árboles fueron derribadas para abrir camino a un estacionamiento ribereño de automóviles y pasos a desnivel que bloquean magníficas vistas hacia el río desde la ciudad. Por sí mismo el río, el Huangpo, tiene casi un kilómetro de amplitud y es surcado por embarcaciones mercantes de toda forma y dimensión. A través del río se tiende el Pudong, una vasta zona de desarrollo que cubre miles de hectáreas; y en la parte del Pudong inmediatamente opuesta al corazón del viejo Shangai se tiende el territorio del nuevo distrito –el Lu Zia Sui, un área con forma de lágrima de 1.5 kilómetros cuadrados muy semejante a la Isle of Dogs de Londres. Aquí en Pudong se unió Shangai merced a dos de los puentes de una sola pieza más grandes del mundo, así como por una red de túneles. Previsto puramente como un conjunto de oficinas para medio millón de trabajadores, el proyecto Lu Zia Sui fue visto como un conjunto tipo el Canar Warf [en Londres] pero mucho mayor. Aunque Shangai cuenta con una rica cultura urbana propia, el esquema propuesto por sus autoridades dio la espalda a la diversidad cultural y comercial de la ciudad vieja. En cambio, el nuevo distrito sería exclusivamente para usuarios de oficinas internacionales, y sería diseñado para que se accediera a él por automóvil. Los in­ genieros de tráfico planearon la enorme avalancha de coches al di­ señar sistemas de circulación masivos –algunas veces pisos dobles y hasta triples–, y una contrarred de túneles y puentes peatonales. La cobertura de caminos en el territorio era tres veces mayor que la de Nueva York, pero con menos de la mitad de densidad de edificios. En total, cerca de una tercera parte del territorio se dejaba a las construcciones. Como cada solar para edificación estaba solita­ rio entre autopistas, los propuestas hubieran resultado en un distrito de edificios y torres aislados y rodeados por un mar de automóviles –para algunos la imagen última del progreso en la forma de la moderna ciudad internacional.

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En contraste, nuestra aproximación pretendía evitar la crea­ ción de un gueto financiero particular separado de la vida de la ciudad. En cambio, promovíamos la idea de Lu Zia Sui como un barrio comercial y residencial embellecido por una red de parques y espacios públicos y por el que se transitara principalmente mediante el transporte público, un área capaz de fungir como foco cultural de todo el Pudong. Esta aproximación salvaguardaría también al distrito del vaivén del mercado internacional de oficinas, que tan notoriamente llevó a la bancarrota a los conjuntos de uso único como a Canary Warf en Londres. Sobre todo, apuntamos hacia establecer comunidades sustentables locales, barrios de convivencia que también consumirían sólo la mitad de la energía de sus contrapartes planeadas convencionalmente, y que limitarían su impacto en el medio ambiente. Nuestros ingenieros de transporte y de medio ambiente Owe Arup y Socios calcularon que esa mezcla más amplia de actividades y un mayor énfasis en el transporte público podrían reducir la necesidad de viajes en automóvil y por tanto de espacios para caminos en alrededor de un 60%. El balance entre el uso único del espacio de carretera y el espacio de uso múltiple podría ser alterado a favor de este último. Expandimos vastamente la red de calles peatonales, vías para ciclistas, mercados y avenidas, e hicimos lugar para un parque sustancial. Esta red de espacios públicos fue concebida para propiciar las actividades desprejuiciadas, libres, abiertas de la ciudad. Esto fue entretejido cuidadosamente con el sistema de transporte público para hacer una sola red interconectada de espacio público y movimiento que comenzaba al frente de la casa del ciudadano y llevaba, vía parques vehiculares, camiones y trenes, hasta estaciones y aeropuertos. Una jerarquía flexible de diferentes modos de transporte, desde banquetas seguras hasta los trenes de alta velocidad y aviones, proporcionaba a todos los ciudadanos una movilidad sin obstáculos. En el corazón del Lu Zia Sui estaba el parque central, que irra­diaba bulevares vinculados con tres avenidas concéntricas. La avenida más exterior servía a peatones y ciclistas solamente; la segunda a trenes y camiones; y las más interior, hundida parcialmente, a las principales vías automovilísticas. El propósito principal era situar las necesidades diarias de la comunidad, incluido el

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transporte público, dentro de distancias cómodas para el caminante y lejanas del tráfico. Seis grandes barrios compactos de 80 mil personas cada uno fueron establecidos alrededor de cada uno de los principales puntos de intercambio de transporte y conectados con la principal red de dominio público. Cada barrio tiene su propio carácter distintivo y cada uno está a menos de 10 minutos andando del parque central, el río y los barrios vecinos. Se concentraron oficinas, locales, tiendas e instituciones culturales más cerca de las estaciones subterráneas metropolitanas más activas, mientras los edificios residenciales se aglomeraron principalmente alrededor del parque y a lo largo del río, junto a hospitales, las escuelas y otras instalaciones básicas de la comunidad. Con menos caminos y territorios aislados, las construcciones podrían juntarse para formar calles y plazas. Por la variedad de las alturas de los edificios, la luz solar y la luz del día podrían enfocarse hacia la animación de las calles, plazas y avenidas, aun cuando fuera alta la densidad de construcción. La variedad de los techos también optimizaba las vistas y la penetración de la luz del día en los edificios mismos, mermando la necesidad de energía por luz ar-

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tificial. La composición predominante produjo un perfil de ciudad densa coronada por una serie de torres –un atractivo horizonte a lo largo del río desde la vieja Shangai. La premisa básica de la ciudad compacta es que las intervenciones desatan nuevas oportunidades de eficiencia. Una ciudad compacta de actividades entretejidas, por ejemplo, es mejor para la convivencia y puede reducir la necesidad de traslados en automóvil, lo que drásticamente lleva a la reducción de la energía empleada para el transporte –usualmente una cuarta parte del consumo de energía citadino. Menos coches significan menor congestión y mejor calidad del aire, lo que a cambio impulsa el uso de bicicletas y la caminata más que el manejo. Una mejor calidad del aire hace abrir ventanas al aire fresco, más atractivo que el filtrado por los acondicionadores. Hay otras ventajas ambientales importantes para la forma compacta de la ciudad que tiene menos vías rápidas y calles pero más paisajes. Parques, jardines, árboles y otros elementos del paisaje proveen vegetación que da sombra y frescura a las ca­ lles, patios y edificios en verano. Las ciudades son generalmente 1 o 2 grados más cálidas que sus zonas aledañas. El efecto prin-


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cipal del rico paisaje urbano es reducir el “hervor” caliente de las ciudades, reduciendo considerablemente la necesidad del aire acondicionado. Las plantas frenan los niveles de ruido y filtran la contaminación, absorben el dióxido de carbono y producen oxígeno –además de los factores que reducen la necesidad del aire acondicionado para suministrar aire fresco a los edificios en las que, de lo contrario, serían áreas urbanas calientes y contaminadas. El paisaje urbano absorbe la lluvia, mengua la descarga pluvial y de agua de tormenta. El paisaje juega un papel psicológico importante en la ciudad y puede dar sustento a una amplia diversidad de vida urbana salvaje. Una ciudad compacta reduce el dispendio de energía. La ge­ neración de fuerza eléctrica produce agua caliente como un producto secundario, el que en las plantas generadoras es simplemente desperdiciado. Las plantas de energía y calor combinados pueden ser usadas para distribuir electricidad y, debido a su cercanía, para transportar agua caliente en forma directa a las construcciones. Esto significa más del doble de eficiencia que la de la distribución convencional de energía urbana. La basura de la ciudad, que usualmente es arrojada en tiraderos o incinerada, con efectos contami-

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nantes, puede ser quemada por plantas de energía y calor y surtir el 30% de las necesidades de energía de la comunidad. En una ciudad que combina una variedad de actividades, es más fácil transferir el calor desperdiciado de una actividad a otra. El excedente de calor generado por las oficinas, por ejemplo, comúnmente se disipa en el ambiente, pero puede ser reusado en hospitales, casas, hoteles o escuelas si éstos están razonablemente cerca unos de otros. El desperdicio humano que es rico en nutrientes actualmente es descargado en concentraciones tan altas que envenena el medio ambiente. Puede, en cambio, ser reciclado para producir combustible de metano y fertilizantes. Las aguas seminegras pueden filtrarse a través de sistemas naturales en el lugar y ser reusadas para irrigación del paisaje urbano o para volver a llenar acuíferos locales. Los planes de tratamiento experimental de aguas negras que descargan sus residuos debajo de la silvicultura industrial incrementan la tasa de crecimiento de las selvas, los bosques y los parques y rellenan los acuíferos locales con agua purificada. El agua limpia es reconocida como el recurso crítico del milenio, y debemos desarrollar sistemas que maximicen la eficiencia de su uso.

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Al comienzo del proyecto Shangai buscábamos un 50% de reducción general del uso de energía. Nos asombramos cuando más tarde calculamos que el acercamiento “circular” hubiera significado un 70% de ahorro. En términos comerciales esto implica una reducción del monto de los requerimientos demandados de nuevas estaciones de energía –buenas noticias para el medio ambiente– y también un significativo decremento en amplios términos del costo de vida para negociantes y residentes. La planeación urbana sustentable se hace posible con la mode­ lación por computadora, que reúne la compleja matriz de criteros que constituye la ciudad moderna. En el proyecto de Shangai, nues­tro grupo de diseño pudo medir el impacto de estrategias de consumo de energía, necesidades de transporte, requisitos de estacionamiento, movimiento de peatones y de optimización de la luz solar. El modelo de computadora se usó para ajustar la mezcla de actividades dentro de barrios, para producir el uso más eficiente de energía durante las 24 horas y todas las estaciones del año. El modelo también permitió usar como variables la cantidad de inversión que sería probablemente ne­ cesaria para calles, transporte público e infraestructura energética, y permitió calibraciones entre ellas en términos de costos monetarios y

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ambientales. La modelación por computadora articulada ayudó a todos los involucrados para coordinar actividades y evaluar las implicaciones generales de cada decisión. También es nuestra mejor he­rramienta para comunicar los asuntos complejos de planeación urbana a los oficiales de la ciudad, al inversionista y al ciudadano. Se puede cuestionar si es que Shanghai seguirá alguna de estas estrategias sustentables. Las presiones políticas y comerciales ya han llevado a la venta de terrenos aislados. Se han marcado los lotes con una cuadrícula, y el edificio más alto de China se erigirá en el mismo centro de nuestro parque interior. El proceso actual de construcción requiere nuevas calles para dar servicio a los lotes ya vendidos, así que emergerá la clásica forma de desarrollo no sustentable, impulsado por el mercado. A menos que el gobier­no de China muestre verdadera firmeza y se empeñe en planear para ciudades sustentables, pronto se enfrentará a congestiones masivas, contaminación e insa­ tisfacción social en una escala aún más grande que la que es endémica de las ciudades que se están usando como modelo. El proyecto de Lu Zia Sui no es un modelo para ser impuesto, sino más bien una ilustración local de una aproximación inicial para planear desarrollo urbano sustentable. La distinción es cru-


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cial. Todos los asentamientos, desde rancherías hasta las metrópolis más grandes, desde aquellos de vastos recursos hasta los que tienen pocos y preciados, pueden beneficiarse del pensamiento y la planeación sustentables. Los pequeños pueblos, por ejemplo, pueden hacer desarrollos sustentables ideales al ofrecer la posibilidad de integrar estrategias urbanas con las de la agricultura. Pero en cada caso, construir una ciudad sustentable requiere una disciplina integral de planeación que considere todos los factores que constituyen las necesidades físicas, sociales y económicas de una comunidad, y que los relacione con el amplio panorama ambiental. Este tipo de planeación requiere el análisis comparativo de la población, la energía, el agua, el transporte, la topografía, el empleo y, de manera más importante, la tecnología y la cultura locales. En 1944 se nos dio la oportunidad de probar esta aproximación a pequeña escala cuando se nos comisionó para planear una tecnópolis sustentable, “postindustrial”, basada en información, para 5000 habitantes, en las colinas de Mallorca –un asentamiento basado en la proximidad con el ambiente del conocimiento, en este caso una universidad, y localizada en un medio de calidad que disfrutaba de un clima ideal.

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Nuestro primer paso fue resolver el problema más obvio: cómo lograr que este nuevo asentamiento, en tierras áridas, fuera autosuficiente en cuanto al agua. Nuestros consultores ambientales calcularon que recolectando 10% de la lluvia anual en el paisaje aledaño podríamos abastecer de agua a los nuevos habitantes y mejorar la irrigación de plantíos cercanos. Propusimos estructurar la comunidad en tres ciudades ligadas, atrincheradas en las secas colinas. Una nueva red de distribución proveía el agua doméstica y alimentaba un sistema de fuentes, alberquillas y estanques que enfriaban las calles y plazas y que irrigaban a los árboles y las plantas. El agua sobrante y las aguas seminegras de las ciudades se usaban para irrigar los plantíos aledaños. Esto mejoró la irrigación agrícola en el lugar, e incrementó vastamente la diversidad y el volumen de la producción de las cosechas –fortaleciendo también la viabilidad de la misma comunidad agrícola tradicional. Nos concentramos en aprovechar recursos existentes y dis­ ponibles de energía renovable, incluyendo la solar, por medio de celdas fotovoltáicas, la eólica, con turbinas, y de cosechas como el sauce, que puede ser quemado en plantas de calor y energía locales para producir electricidad. Esto animó al empleo agrícola, y cerró el

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círculo entre la producción de dióxido de carbono, al generar ener­ gía, y su absorción con nuevos plantíos –un uso eficiente de energía renovada a través de la fotosíntesis. Se dispusieron los edificios para hacer uso completo de los e­lementos naturales, y para proteger las calles y plazuelas –un proceso en el que se realiza la construcción para obtener beneficio de cualquier condición ambiental. El patrón de las calles se dispuso para estimular a caminar y a convivir. El desarrollo de Mallorca buscó el máximo empleo de todos los recursos locales, particularmente el trabajo, para crear un asentamiento de bajo costo y fácil administración que pudiera acoger un estilo de vida saludable y social para la comunidad. En muchas maneras, el desarrollo sustentable en esta escala imita el proceso con que se formaron asentamientos tradicionales, desde pueblos de desierto hasta poblaciones de montaña. El concepto de la sustentabilidad también debe ser aplicado a proyectos de “renovación urbana” y de “redesarrollo”. Muchas ciudades del mundo desarrollado han sufrido una intensa desindustrialización en los últimos veinte años, dejando un lega-

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do de vastos sitios abandonados, muchas veces localizados a lo largo de las rutas centrales de transporte y de ríos, vías de tren, canales, y cerca del mar. Otras ciudades, como Berlín, Beirut, Saigón, Sarajevo y Grozny, han sido devastadas por conflictos armados En el caso de Berlín y Beirut, el Muro y la línea verde respectivamente separaban las facciones enemigas y cortaban a las ciudades a la mitad. Como resultado, la destrucción más considerable fue en el mismo corazón de sus centros históricos y culturales. Ya sea por desindustrialización o por conflicto, estos sitios de redesarrollo representan oportunidades importantes para mejorar la sustentabilidad de las ciudades. En el mundo en desarrollo, en contraste, las ciudades se están expandiendo con demasiada rapidez, lo que deviene en la aparición de chabolas gigantescas. 50% de la población urbana del mundo es nueva en la ciudad; para muchos la primera y única experiencia de la vida moderna urbana es la chabola. En muchas ciudades, estos asentamiento (usualmente ilegales) carecen de los servicios más rudimentarios como son drenaje, electricidad, y agua potable. De manera alarmante, la inestabilidad políti-


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ca, las persecuciones, la hambruna, la deforestación y otras de estas presiones siguen empujando a la población rural hacia las ciudades, aun cuando no hay base comercial para sostenerla. En Bombay 5 millones de personas (aproximadamente el equivalente a la población residencial completa de Londres central) vive en chabolas. Se ha estimado que de 30 a 60 % de los residentes de la mayoria de las grandes ciudades vive en “asentamientos informales” o en cha­ bolas. El reporte de la UINCHS de asentamientos urbanos (1986) afirma que en Sao Paulo 32 % de la población vive en chabolas; en la Ciudad de México esta proporción es del 40 %, enManila del 47 % y en Bogotá del 59 %. En Argentina estas zonas se llaman villas miseria. Estos asentamientos tienden a ser estableci­dos en tierras marginadas por las inundaciones o los derrumbes, por lo que son vulnerables a peligros naturales como las inundaciones, desgajamientos o terremotos. No tienen servicios públicos de agua, drenaje, recolección de basura o energía, y como consecuencia sus habitantes sufren los efectos de la contaminación del aire, el agua, y las calles. Necesitan fuentes seguras de energía para cocinar y calentar que reduzcan la contaminación ambiental y los riesgos de incendio,

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sistemas de sanidad que protejan las reservas de aguas y reduzcan las enfermades, sistemas de drenaje para desahogar las inundaciones, y transporte público para mejorar el acceso. Necesitamos encontrar el apoyo técnico y la inversión para infraestructura asequible que dé servicio a estas áreas, y para crear asociaciones que guíen la mejora en sus condiciones de vida. Aquí es donde la ciudadanía y su participación pueden tener grandes recompensas. Aunque sean una pequeña proporcion del total, hay casos de chabolas que han demostrado cohesión social suficiente para transformarse ellas mismas en poblaciones viables de bajo costo: poniendo su propio drenaje, cables y surtidores de agua, y dando prioridades en el orden de la implementación de esos beneficios. De manera más importante, esta aproximación ha permitido a las comunidades individuales crear condiciones de vida únicas que responden a sus particulares necesidades culturales y económicas. En ausencia de una distribución más justa de la riqueza, la mejor manera de ayudar a los asentamientos de paracaidistas es impulsar la autoayuda dando liderazgo técnico, fondeo de bajo costo y soporte político.

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Están surgiendo ejemplos del desarrollo sustentable en el mundo en desarrollo. Curitiba, una ciudad brasileña de 1.5 mi­ llones de residentes, alguna vez sufrió de los problemas usuales de la expansión rápida y las chabolas miserables, pero ahora ha emergido como líder entre las ciudades sustentables. Ha hecho de la sustentabilidad y la participación ciudadana el principio guía de su vida diaria, y ha dado la prioridad más alta al ambiente. Durante su servicio como alcalde de Curitiba, el arquitecto Jamie Lerner atajó sus problemas con políticas profundas. Como las chabolas están principalmente contenidas en las riberas de los ríos de la ciudad y no tenían vías formales, la basura se dejaba sin recoger y formaba pilas enormes y fétidas en las riberas. Los ríos, en consecuencia, perdieron su vegetación y se contaminaron con aguas negras. Lerner introdujo un abanico de esquemas enfocados en aprovechar la participación de los habitantes de chabolas para resolver estos problemas. Ofreció pases de transporte a los adultos, y libros y comida a los niños, a cambio de bolsas de basura entregadas en los tiraderos locales. Muy pronto las favelas que estaban regada con basura putrefacta fueron limpiadas y enjardinadas. La mayoría de los pobladores de la chabela desempleados ahora tiene oportunidades para vender sus propias artesanías y productos en centros comerciales no corporativos especialmente construidos por el alcalde. También los antes desempleados obtienen beneficios, tales como comida, medios para la renta, educación y servicios médicos a cambio de su trabajo. La producción y las ganancias del trabajo se quedan entonces en la comunidad, en lugar de que haya que ir a perseguir bienes ajenos. Las estrategias urbanas de Lerner no se limitan a los pro­ blemas graves de las chabolas, sino que alcanzan al total de Curitiba, con un espectro amplio de iniciativas. Hace veinte años, Curitiba tenía medio metro cuadrado de espacio abierto por habitante. Ahora, después de un programa sistemático de enjardinamiento, tiene posee cientos de veces más, así como una red de rutas pea­tonales y de bicicletas. Lerner ha buscado realizar el desarrollo rápido de la ciudad alrededor de su transporte público. El contraste entre Curitiba y Sao Paulo es sorprendente. Sao Paulo, la tercer ciudad más grande y contaminada del mundo, es una masa fragmentada de edificios puntuada en todas direcciones por altas

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torres; está constantemente congestionada y sus niveles de contaminación son dramáticos; y la ciudad parece no tener centro, ni diversidad ni coherencia urbana. Los planeadores de Lerner han reaccionado ante las presiones del desarrollo rápido con una estrategia simple. Curitiba está zoni­ ficada de manera que sus condominios y edificios de oficina más grandes se alínean con los cinco ejes del transporte público: rutas exclusivas, de alta velocidad y capacidad, para autobuses, construidas a un costo de 200,000 dólares por kilómetro, en lugar de los $60 millones por kilómetro de un sistema convencional de metro subtrerráneo. En el centro de la ciudad las calles y las plazas principales son peatonales. La Avenida de las Flores y el Distrito de las Veinticuatro Horas contienen el corazón civil de Curitiba; todos los sistemas principales de transporte público convergen en el centro y obvian la necesidad de manejar. El logro más vistoso de Curitiba y de la visión de Lerner es la transformación de los tiraderos de la ciudad en un centro cultural arbolado. Ha puesto en servicio tres proyectos culturales, financieramente modestos pero inspiradores. Un tiradero contiene “la universidad del medio ambiente”, construida dentro de una estructura circular de postes de telégrafo recuperados; aquí, los alumnos y sus maestros siguen cursos específicos que explican los principios y los resultados tangibles de la sustentabilidad urbana. En otro proyecto, Lerner ha dispuesto una casa de ópera de vidrio suspendida sobre un lago, con la formidable vista de las paredes del barranco. En un tercero, ha concebido un auditorio enjardinado de 25 mil personas, para conciertos y festivales. Curitiba es más robusta que bella, pero la agenda urbana de Lerner ha creado un espíritu genuino de participación entre los ciudadanos. Sus iniciativas han unido a los residentes de la ciudad, inspirando una cantidad extraordinaria de orgullo y dando incentivos para acciones posteriores. Los extraordinarios problemas de los asentamientos irregulares de los citadinos pobres deben de atacarse desde la misma comunidad, y, como en Curitiba, esos problemas deben integrarse en la matriz completa de la planeación urbana. Los asentamientos “irregulares” no pueden planearse de una manera ortodoxa, pero el proceso de asentamiento debe ser promovido en territorio en


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donde se haya probado la capacidad de alojar seres humanos, en términos de agua, energía, y resistencia a desastres naturales. El soporte técnico y el acceso a datos topográficos y metereológicos sofisticados pueden ayudar en la planeación de sistemas estratégicos agrourbanos para proveer de agua potable, energía segura y comida, y en la creación de patrones de asentamiento robustos que resistan los peligros ambientales previsibles. Esta tecnología y esta experiencia se están desarrollando principalmente en el mundo industrializado, y deberían estar disponibles como un servicio para las comunidades más pobres. En Sudáfirica, la antigua Yugoslavia, Chechenia y otros lugares, donde la consolidación de las comunidades es ahora una prioridad política, es crucial el problema de cómo construir nuevos asenta­ mientos, y en qué forma. Involucrar a las comunidades en el proceso de creación de asentamientos saludables, costeables, y susten­ tables, que respondan a las necesidades y culturas locales, gene­ rará soluciones reales de largo plazo. La participación genuina es la

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clave para producir soluciones urbanas que transformen vidas. Estoy convencido de que la multitud de aproximaciones de­ mostradas para construir comunidades sustentables puede resarcir la tontería y la ignorancia de la construcción actual de ciudades. Las fuerzas comerciales y políticas que, sin necesidad, están acelerando el declive del ambiente y la erosión de la vida urbana, deben ser moderadas con objetivos urbanos sustentables desde el punto de vista ambiental y socialmente igualitarios. Para lograr esto, la sociedad necesitará explotar la tecnología y las comunicaciones modernas, involucrar a sus ciudadanos y aprender a manejar la complejidad dinámica de la ciudad moderna. También tiene que convencerse del valor de la belleza cívica y el orgullo. En lugar de ciudades que han ahogado el ambiente y alie­ nado a nuestras comunidades, necesitamos construir ciudades que alimenten a ambos. Traducción: Salvador Beltrán y Federico Ruvalcaba

Richard Rogers. Es uno de los arquitectos más destacados de nuestro tiempo. Junto al italiano Renzo Piano construyó el Centro Georges Pompidou. Director para la arquitectura y el urbanismo del Greater London Authority. Obtuvo el premio Pritzker de arquitectura. CULTURA URBANA 21


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El futuro sin plazo Óscar de la Borbolla

¿Cuál es nuestro destino? Al parecer es una pregunta cuya respuesta prefiere ser ignorada, olvidada, obviada, silenciada. Somos parte de una inmensa mancha de construcciones y destrucciones, de orden y caos. ¿Cuál es el futuro de nuestra Ciudad de México?¿Qué será de este infierno en el que a tantos nos tocó nacer? Lo que nuestro autor augura no es esperanzador

Hay personas a quienes me resulta muy fácil preverles el futuro: traen impreso en el rostro el porvenir; no me refiero a los viejos enrielados que mes a mes recogen su magra jubilación y cuya punta es obvia, ni a quienes han hecho de su vida un matasellos que sólo un accidente de crucero puede deformar, sino a ciertos jóvenes de alma estandarizada por la meta de ese éxito que los medios fomentan tan insistentemente como insistente es la realidad económica que les cortará las alas. Y hay personas a las que no les veo la punta o, mejor aún, personas cuyo futuro inminente me rehúso a admitir. Son esos jóvenes a quienes les da por el arte, por las humanidades o por cualquiera de esas formas inciertas con las que algunos pretendemos ganarnos la vida. Con las ciudades me ocurre otro tanto: algunas me ofrecen un futuro claro: Brujas, por ejemplo, seguirá, no lo dudo, idéntica no a sí misma, sino a esa postal de cuento de hadas que tengo frente de mí en el escritorio para soñar, de vez en cuando, con que existe lugares no arrabaleros en el mundo, igual me pasa con Montreal o

Luxemburgo su mañana no me invita a pensar en ningún cambio; pero hay ciudades como el DF, Bolivia, Caracas, Bogota, Lima… la lista es larga y se extiende por el sur de nuestro continente, por toda África y buena parte de Asia, a las que no les veo futuro, quie­ ro decir, no les preveo más que ruinas, hambrunas y colapso. Con todo, afinaré la mirada para el infierno donde me tocó nacer: el DF. ¿Cuál es el futuro del DF? Dentro de 20 000 millones de años, calculan algunos, ocurrirá el Big Crunch. El cual obviamente no afectará tan sólo a nuestra locación provinciana, sino al universo en su conjunto. Dentro de 5 000 millones de años, también según algunos cálculos, el Sol implosionará y, con ello, tendremos nuestro mini Big Crunch, es decir, el Sol convertido en hoyo negro se tragará a todo el sistema planetario del cual, o­bviamente, nuestra provincia forma parte. Pero antes, dentro de 1 000 millones de años, el Sol habrá concluido el proceso con el que transforma los átomos de hidrogeno en átomos de helio y, esto es importante, pues la energía que esa fusión provoca es la

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El futuro sin plazo

Óscar de la Borbolla

que baña al DF y al resto del mundo y, si todavía queda alguien podrá contemplar al Sol convertido en una estrella Gigante Roja. Pero antes, la probabilidad de que un meteorito impacte al planeta y levante una atmósfera de polvo que impida el paso de los rayos solares o nos convierta en otra franja de asteroides es altísima, si se considera el tiempo que hay. Pero ¿y antes, antes antes, brincando todo el catálogo de desgracias que es lo único que se vislumbra en el futuro remoto, qué futuro inmediato preveo para el DF? Pongámoslo en el rango

de lo que posiblemente pueda durar mi vida: 30 años más. No habrá agua. No habrá luz eléctrica. No habrá aire respirable. No habrá comida... No habrá nada de lo que permite la vida biológicamente hablando, ni habrá nada de lo que permite la vida socialmente hablando: seguridad, trabajo, educación, etc. Y, sin embargo, sí habrá población. Mucha población; tanta que el DF estará conurbado con las ciudades de Querétaro, Pachuca, Cuernavaca, Puebla y Morelia. Y esa población seguirá esperanzada, esperando espe­ ranzada y tronando cohetes.

Óscar de la Borbolla. Autor del poemario Los sótanos de Babel, de los libros de cuentos Vivir a diario, Las esquinas del azar y Las vocales malditas, publicó dos volúmenes de Ucranías, donde compila algunas de sus columnas aparecidas desde 1985.

CRUCERO

Woody Allen se escapa

Roberto Mesta

En la editorial estadounidense Alfred A. Knopf acaban de aparecer las Conversaciones sostenidas por el cineasta Woody Allen con Eric Lax, amigo suyo con el que ha pasado largas horas durante largos años el extraordinario cineasta. Enseguida, algunos trozos de estas charlas. Hugo Alconada Mon dio la noticia en el diario argentino La Nación. Filósofos -¿Qué filósofos siente que le hablan cuando los lee? -Los más interesantes pueden ser los filósofos alemanes, aunque es bastante interesante cuando se lee a Platón por primera vez. Desde un punto de vista artístico, es divertido. Lo mismo con Nietzsche. Es divertido. Encuentro a Hegel aburrido y uno avanza trabajosamente con él. Pero lo que te mata está muy profundo; los que tienen más sentido para mí resultaron ser los filósofos racionalistas y pragmáticos que básicamente son más grises, pero con los

que es más difícil discutir. Al final, mucho de Bertrand Russell tiene más sentido y resuena mucho más profundamente conmigo, aunque él no es ni de cerca tan divertido o interesante como, digamos, Camus, Jean-Paul Sartre o Nietz­sche, que son más dramáticos y se preocupan más por asuntos de vida y muerte y hablan sobre esos temas de maneras muy escabrosas. Chistoso -¿Alguna vez se ríe de su propios chistes cuando los escribe? -Sí, todo el tiempo. Y a menudo [se ríe] no coincide con aquello con lo que la gente se ríe. Escucho un chiste por pri­ mera vez cuando lo escribo o cuando lo digo. Estoy en una habi­tación y escribo el chiste o lo digo en voz en alta a medida que sale de mi inconsciente, así que lo escucho y me río como si lo contara un extraño. continúa en la página 60

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El retorno de los tranvías Ana García Bergua

La vuelta del tranvía es la utopía de una Ciudad de México vista como una Burdeos azteca que recuerda la pesadilla automovilística como una antigua maldición y que llegará tarde o temprano a su destino ideal

Los habitantes de la Ciudad de México retrocedemos cada vez más en el tiempo. En los años setenta u ochenta, algunos amigos me comentaban cómo sus padres o abuelos hablaban de ir desde San Ángel al zócalo como de ir “a México”, quizá en referencia a unas épocas en que el viaje al centro era un viaje a la capital desde una provincia periférica de caminos imperfectos, de tranvías lentos y morosos. Pasada la mitad del siglo, el trayecto de San Ángel al centro se convirtió en un paseo relativamente corto, que sorprendía por su facilidad a aquellos que antaño lo habían vivido como un viaje. Ahora todos sabemos que es prácticamente imposible viajar de modo expedito de San Ángel al centro, o de cualquier punto a cualquier punto. Como si la ciudad, que antaño se espaciaba merced a los lagos y los canales, y después merced al campo o a la lentitud de los antiguos transportes, se dilatara ahora por culpa de los transportes y las gentes. En el fondo, esta ciudad, esta tierra del águila a la hora de su almuerzo de serpiente sobre la que nos aposentamos, no quiere que la recorramos con facilidad. Hace unos años, a mediados de los años noventa, se hablaba de volver a llenar de agua los antiguos canales, restablecer los cauces de agua para separar de nuevo, de manera natural, a sus invasores habitantes, y de rodearla de agua

para desalentar las eternas y engordadoras migraciones. No sé si era una buena idea desde el punto de vista urbanístico o ingenieril; ciertamente era bella, si nos engañábamos lo suficiente como para convencernos de que aquellas aguas no se convertirían en un lodazal nauseabundo donde nadarían como nenúfares posmodernos los envoltorios de papitas y chicles. Sin embargo, aquella idea volvía patente una metáfora muy verdadera: esta es una ciudad de separaciones, de distancias, y todos los intentos por romper aquellas barreras han desembocado en la creación de unas nuevas, cada vez más desalentadoras: los ejes viales, por ejemplo, sólo contribuyeron a taponarla de automóviles; a saber qué maldiciones nos lloverán desde los segundos y terceros pisos que pretenden saltar kilómetros. Es como si, cada vez que pretendemos ir de un punto a otro de la ciudad, nos invadiera un desaliento peor que si existiese un letrero que dijera: “Prohibido ir de la Del Valle a Naucalpan” y unos guardias nazis vigilaran los caminos. No existen ni el letrero ni los guardias nazis –gracias al cielo–, pero si una infinidad de seres como uno empeñados en ir en sentido opuesto, en el mismo sentido, en cualquier sentido, cada vez más desesperados e inmóviles. Quizá nuestro error es el afán de ser rápidos. Hace poco más de un año estuve en Francia, en la ciudad de Burdeos, la del

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El retorno de los tranvías

Ana García Bergúa

famoso vino: ciudad medieval maravillosa, con una curiosísima colección de monumentos de todas las épocas, a ratos como desván de maravillas: junto a la muralla se puede entrever una pequeña columna muy similar al Ángel de la Independencia, por el estilo, por la época quizá, que parece como si alguien la hubiese dejado tirada por ahí. El asunto es que a Burdeos la rodea un tranvía que es el colmo de la civilización: llega a todas partes a sus horas, uno mismo le paga el boleto a una máquina que no le gruñe ni le dice que se arrime o que se corra hacia ningún lado. Me contaban que ese tranvía es relativamente reciente: antes había sido desterrado por una horda de furiosos cochecitos europeos que convirtieron aquella ciudad magnífica en un pequeño infierno (me imagino que todos acababan metiéndose en las tabernas para olvidarlo; por lo menos es lo que yo hubiera hecho). Los bordeleses llegaron a la conclusión de que los que sobraban eran los autos; los expul-

saron y trajeron de regreso al antiguo tranvía: ni rápido, ni lento, rodea la ciudad y tarde o temprano todo el mundo llega a donde tiene que llegar. El día en que desaparecieron los tranvías de esta ciudad, estoy segura, nos cayó algún tipo de maldición, de preferencia azteca. En mi ciudad utópica, los tranvías regresarán al Distrito Federal como elefantes dignos y antiguos a los que habrá que pedirles disculpas. Tras de mucho rogarles, nos terminarán llevando de un sitio a otro a su ritmo y a su hora, como el tranvía de Burdeos. Quizás no llegaremos a los lugares en un santiamén, como nos ha dictado nuestra fantasía de automovilistas, pero llegaremos. Y quizá recordemos con temblores y escalofríos aquellos sacrificios aztecas de automóviles desde los segundos y terceros y cuartos pisos, alguna noche terrible después de la cual imploramos el regreso de los tranvías, aterrorizados.

Ana García Bergua. Crítica literaria, poetisa, ensayista, novelista Entre su obra destacan Púrpura. El umbral, Isla de bobos y Postales desde el puerto.

LA ACERA DEL FRENTE Carlos Monsiváis En última instancia, parecen mayores las ventajas que los horrores. Y éste es el resultado: México, ciudad-post-apocalíptica. Lo peor ya ocurrió (y lo peor es la población monstruosa cuyo crecimiento nada detiene), y sin embargo la ciudad funciona de modo que a la mayoría le parece inexplicable, y cada quien extrae del caos las recompensas que en algo equilibran las sensaciones de vida invivible. El odio y el amor a la ciudad se integran en la fascinación, y la energía citadina crea sobre la marcha espectáculos únicos, el “teatro callejero” de los diez millones de personas que a diario se movilizan en el Metro, en autobuses, en camiones, en camionetas, en motocicletas, en bicicletas, en autos. Y el show más categórico es la pérdida de miedo al ridículo de una sociedad antes tan sojuzgada por el “¿Qué dirán?” La mezcla incesante es también propuesta estética, y al lado de las pirámides de Teotihuacán, de los altares barrocos y de las zonas del México elegante, la ciudad popular proyecta la versión más favorecida –la brutalmente masificada– del siglo venidero. De Los rituales del caos, 1995

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Simone de Beauvoir en busca de una moral Tomás León

¿Porqué no reivindicar a la mujer? Evitar al menos las mentiras que entorno a ella se han inventado, aclarar ciertas dudas que con respecto a asuntos de género pocos han querido aclarar. Simone de Beauvoir no es la mujer ejecutiva, ni la que desea convertirse en una marca registrada. Tampoco la enemiga del hombre, sino la compañera e interlocutora brillante, iluminada e iluminadora. Simone de Beuvoir, a quien deseamos homenajear hoy y siempre, es más bien una digna representante de esas mujeres que transforman su intelecto en icono de belleza

Se la cita ahora sobre todo por haber sido la compañera de JeanPaul Sartre y es la pensadora feminista más célebre a partir de El segundo sexo, cuyo comienzo es sin exageración primordial: no se nace mujer; se llega a serlo. Pocas veces tras aquellas alusiones brota un análisis o al menos una aproximación seria a su obra y su pensamiento. Simone de Beauvoir parece quedar reducida en la sombra (sartreana) y en la luz difusa (de un feminismo mal o insuficientemente conocido). Aquella obra y aquel pensamiento, no es difícil verlo, alcanzaron sin embargo puntos muy altos. Simone de Beauvoir fue fundamentalmente una mujer inteligente, mucho más dada a la reflexión y la intuición en el campo de las ideas y los conceptos que al despliegue de la imaginación. Sus novelas poseen la hondura del pensamiento firme y penetrante, expresado mediante

tramas que terminan siendo secundarias y personajes que sirven más de intérpretes del andamiaje filosófico que de criaturas lite­ rariamente compartibles. La escritora brillará, en consecuencia, en el campo del ensayo, del intercambio de ideas, de la esgrima inte­ lectual. En este campo destaca, en paralelo a su libro clásico acerca de la condición femenina, Para una moral de la ambigüedad, una obra básica para comprender el existencialismo que propugnaron Jean-Paul Sartre y la propia Simone de Beauvoir, es decir un existencialismo ateo que quiere aparecer, porque así lo dicta su naturaleza, completamente libre de toda negatividad. El existencialismo, en cada una de sus versiones, fue más discutido y atacado desde dos flancos: el del materialismo dialéctico y el del cristianismo. El prime­

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Simone de Beauvoir en busca de una moral

Tomás León

ro no podía concordar con una filosofía que hallaría individualista y ce­r rada. El segundo era incapaz de aceptar una filosofía que, según él y sus principios, remitía al hombre a un mundo sin esperanza, a una derrota sin salida. Para una moral de la ambigüedad está dedicado a desmontar ambas objeciones, o, en términos positivos, a mostrar el carácter verdadero y además genuinamente esperanzador del exis­tencialismo ateo, el preconizado por Sartre, compañero de aulas y de vida de Simone de Beauvoir, interlocutor brillante y seguramente iluminador. Tal vez sea oportuno preguntar por qué en nuestros días el exis­tencialismo no detiene un declive que comenzó ya hace algunos lustros. ¿Fue una filosofía sólo de moda? Al disiparse los estruendos de la segunda Guerra, ¿se desvanecieron también los impulsos de lectores ávidos y de autores entusiastas? Lo cierto es que el propio Jean-Paul Sartre abandonaría la línea que él mismo había trazado y que tanto la suya como la de Simone de Beauvoir serían en a­delante perspectivas orientadas a otros asuntos, a otros problemas, de urgencia mayor que los de la ontología y la moral. Pero a la vez no podría dudarse de que tales perspectivas no brotarían sin los cimientos existencialistas, nunca derruidos por alguno de estos pensadores. En el fondo de Para una moral de la ambigüedad están las bases de una suerte de filosofía de la liberación, es decir de un pensamiento de izquierda que comprenda tanto la emancipación de las mujeres como la de los trabajadores y los marginados. El feminismo de Simone de Beauvoir no podría tener alcances considerables sin el planteamiento de una ontología que a su vez sustente una moral. En los tiempos que corren, y muy justificadamente a la luz, o a la sombra, de las posiciones más retrógradas no es infrecuente identificar los postulados morales a) con una visión del mundo parcial, distorsionada y conservadora y, o b) con la corrección, los modos distintos de acomodar las actitudes y los gestos y las palabras y toda comparecencia pública a las apariencias más reditua­ bles: lo cool, lo anti (racista, xenófobo, discriminatorio), lo ecológico, lo “progre”. Del radical chic de los sesenta, setenta se pasó, de acuer­do con los tiempos, al correcto en términos políticos y morales. Derruido el Muro, delante quedaron las tentaciones del capitalismo como corolario histórico y como escenario del progreso personal, del triunfo en la vida, del individualismo a ultranza pero bien

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disimulado bajo las túnicas de aquella corrección. El existencialismo, en este panorama, no resultaría atractivo para nada. Sería una carga que no habría por qué llevar, y del pensamiento de Simone de Beauvoir circularían, en el confort de la mala fe, falsas o insuficientes reivindicaciones feministas que rescatarían sólo lo más conveniente: el culto al individualismo a ultranza, el lanzamiento de la mujer al estrellato del mercado laboral “a nivel ejecutivo” o en el del “empoderamiento”, la extraña identificación de los valores capitalistas (la moda, el reventón, la belleza como marca registrada) con la presunta afirmación de la personalidad y la exaltación de la libertad. No habrá duda de que las ideas de Simone de Beauvoir y de otras mujeres contribuyeron enormemente a abrir caminos, a desmontar falacias, a iluminar regiones imprevistas en las tareas feministas. No viene mal recordar, sin embargo, cómo esas mismas ideas son presurosamente situadas en el saco de lo intocable, y por tanto de lo inerte. No viene mal, sobre todo, volver a las fuentes originales, a las páginas mismas de una autora poderosamente lúcida, nunca complaciente, dura y certera. Un dato mínimo y curioso: De Beauvoir se niega a forzar el ritmo de sus frases en nombre de la “corrección”: emplea solamente el concepto de ‘hombre’ para referirse al género humano. Su ontología y su moral transcurren con la vieja idea del ‘hombre’ en mente, como debe ser (no faltarían en México de hoy los políticos y los locutores y los periodistas que dirían “los hombres y las mujeres”, como si el primer sustantivo no incluyera naturalmente al segundo por una razón invencible en asuntos de lenguaje: el uso; decir “los hombres y las mujeres” equivaldría a decir, por ejemplo, “los perros y las perras” en vez de nada más “los perros”). Para la escritora “todos los hombres son mortales”, como bien que sabemos. Tal es el título de una de sus novelas, una novela de corte histórico y sustancia filosófica. Su trama sitúa, precisamente, la fatal dualidad de la condición humana: una mujer, actriz que aspira a glorias, viaja con su compañía. En uno de los hoteles de su itine­ rario llama su atención la figura de un hombre que aparece y reaparece siempre, tendido, quieto. Crecida su curiosidad, decide la actriz acercarse a aquel personaje. Él se niega a hablar con ella; forzado ya, le advierte que no le conviene a ella conversar con él. Pero ella lo convence. Comienza pues un relato fantástico repleto


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Simone de Beauvoir en busca de una moral

de referencias históricas. El personaje da cuenta del hecho que lo marcará para siempre: alguna vez consiguió hacerse inmortal. Allí principia una serie de peripecias que durante un tiempo tienen la energía, la vida de lo plenamente humano. Hasta que desaparece el tiempo: nada tiene sentido al perderse la noción, y toda la probabilidad, de fin. Aquel hombre, llamado Raimundo Fosca, ha dejado de ser hombre, y nace entonces un nuevo silogismo: Todos los hombres son mortales / Fosca no es mortal / Fosca no es hombre. La inmortalidad es una radical imposibilidad de los seres humanos, y de todo lo que vive, claro. Y la mortalidad, condición ineludible, abre dos vertientes contradictorias entre ellas: el campo de los proyectos, de esa vuelta del ser del hombre hacia el tiempo inexistente, y el fracaso que necesariamente implica el proyecto fundamental: el de volverse él mismo Dios, hacer que en él coincidan el para-sí y el en-sí. De modo que, como Sartre expresó en una frase célebre, el hombre sea una pasión inútil. Y, si lo es, ¿no estará toda moral forjada por el hombre destinada al fracaso? ¿No sería, en todo caso, una moral del relativismo, tan laxa que resultaría una moral falsa, copia burda, convención de la que se valdrían los poderosos, en última instancia, para intentar justificar sus dominios? Brota aquí el gran estilo de Simone de Beauvoir, en la línea de la mejor tradición francesa. Al reconocer el fracaso implícito en la moral, la autora va desbrozando el camino. Seca, directa, contundente, De Beauvoir columbra la radical imposibilidad de un Dios bondadoso –y añádanse aquí las virtudes requeridas. Si se habla de moral, hablamos sólo del hombre, y no de una deidad ajena por principio a él. La moral de la ambigüedad asume el fracaso que encierra –y que la hace posible, podría agregarse— al tiempo en que toma en cuenta que “también es verdad que las morales más optimistas han comenzado todas por destacar la parte de fracaso que comporta la condición del hombre: sin fracaso, no hay moral. Para un ser que se hallase de pronto en exacta coincidencia consigo mismo, en perfecta plenitud, la noción de deber ser no tendría sentido. No se proponen morales a un Dios. Es imposible proponérselas al hombre, si se lo define como naturaleza, como dato: las llamadas morales psicológicas o empíricas no lograron constituirse sino introduciendo subrepticiamente alguna falla en el seno del hombrecosa que habían definido previamente”.

Tomás León

No se proponen morales a un Dios. Es cierto, como es verdad que la idea de Dios pervive desde hace miles de años entre los hombres. Y ese Dios tiene todas las cualidades que quería San Anselmo que tuviera el Dios de su argumento ontológico: es un Dios perfecto, que no carece de nada, que posee la bondad perfecta, que posee existencia. El lector de Para una moral de la ambigüedad tiene que formular la pregunta que la autora responde técnicamente: ese Dios, que tiene que ser perfectamente libre, ¿cómo elige, qué elige, por qué elige si todo lo conoce y nada de lo que existe y no existe es ajeno a él? La idea de Dios es contradictoria: de existir, Dios se hallaría perplejo con el hecho de que no poseería la libertad, lo que rompería su perfección y por tanto mostraría su inexistencia. Pero lo que importa aquí es aquella tentación humana de forjar y seguir la idea de Dios. Pasión inútil, el hombre innumerables veces no es apto para descubrir que el propio Dios, en caso de existir, sería también una pasión inútil. En El mito de Sísifo, el primero de sus grandes libros de ensayos, Albert Camus llamaba a la proclividad humana de acogerse a la fe en Dios el “suicidio religioso”: ...“me niego a seguir luchando inútilmente y hallo entonces un sentido último, que me rebasa y que todo lo explica. Un Dios que, en este plano, sería labrado a imagen y semejanza del hombre, pasión inútil, incapaz de resignación y que, por eso, llega a la renuncia radical.” No se le propone una moral a Dios. A los hombres les ha correspondido construir una moral que ha de comenzar en cada individuo, para luego extenderse entre comunidades. Tiene interés lo que plantea el existencialismo en esta perspectiva. Brota o puede al menos brotar de aquí una moral fundada justamente en aquella pasión inútil, zona franca, superficie puesta a la intemperie sobre la que todo ha de crearse. “Si se trata de establecer entre los hombres una especie de jerarquía”, escribe Simone de Beauvoir, se pondrá en el grado más bajo de la escala a aquellos desprovistos de todo valor vital: los tibios de los cuales habla el Evangelio. Existir es hacerse carencia de ser, es arrojarse en el mundo: podría considerarse como sub-hombres a quienes se emplean en retener este movimiento original. Tienen ojos y orejas, pero se hacen desde la infancia ciegos y sordos: sin amor, sin deseos. Esta apatía manifiesta un temor fundamental delante de la existencia, frente a los riesgos y la tensión que ésta implica. El sub-hombre

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rechaza esta ‘pasión’ que es su condición de hombre, el desgarramiento y el fracaso de este impulso hacia el ser que nunca alcanza su objetivo, pero rechaza con ello a la existencia misma. Tal elección se confirma bien pronto. Del mismo modo como un mal pintor pinta con un solo movimiento cuadros malos y se siente satisfecho, mientras que el artista encuentra pronto en una obra de valor la exigencia de una obra más elevada, así, la pobreza primitiva de su proyecto dispensa al sub-hombre de tratar de legitimarlo: no descubre a su alrededor más que un mundo débil e insignificante; ¿cómo podría este mundo despojado suscitar en él un deseo de sentir, de comprender, de vivir? Cuanto menos existe, menos razones para existir hay para él, puesto que estas razones no se crean más que existiendo”. Hay aquí sin duda el principio de una moral. El sub-hombre, desde esta moral, suscita el desprecio, encarna el fracaso del peor modo imaginable. Y fracasa doblemente: es una pasión inútil, como todo ser humano, pero no puede asumir su condición, desiste de hacerlo. Aspiraría, si a algo, a la paz de la tumba. Todos sus intentos fallan. “Quisiera olvidarse, ignorarse, estar ausente del mundo y de sí mismo”, escribe De Beauvoir, “pero la nada que reside en el corazón del hombre es también la conciencia que tiene de sí mismo. Su negatividad se revela positivamente como angustia, deseo, apelación, desgarramiento, pero el sub-hombre elude este auténtico retorno a lo positivo. Del mismo modo que de comprometerse en un proyecto, tiene miedo de una disponibilidad que lo dejaría delante del futuro, en medio de sus posibilidades. Por lo tanto, se ve obligado a refugiarse en los valores siempre disponibles del mundo formal. Proclamará ciertas opiniones, se cobijará detrás de una etiqueta. Y para ocultar su indiferencia, se abandonará voluntariamente a violencias verbales e incluso a arrebatos físicos”. Los hombres y las mujeres suplen su insuficiencia ontológica mediante los recursos más variados. Suelen disponer entramados que parecerían complejos, llenos de enredos. Oscilan entre la angustia y la felicidad que le arrancan a su tedio gracias a pequeñas o grandes conquistas, según se vea. Se amparan, fingiendo independencia propia, bajo diversos rótulos. Son creyentes o ateos en aras de un narcisismo que patea lejos toda reflexión; se apegan a causas

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acomodando argumentos que obedecen a peticiones de principio o a franca ceguera; cultivan su apariencia para aprestarse al mundo del mercado y ser triunfadores al menos delante de la mirada de los demás consumidores. Escrito en plena guerra fría, el libro de Simone de Beauvoir puede recoger los endurecidos horrores ideológicos. Al referirse al sub-hombre dice que “aun cuando lo hayamos definido como rechazo o huida, no es un ser inofensivo: se realiza en el mundo como una fuerza ciega, incontrolada, que cualquiera puede captar. En los linchamientos, en los progroms, en todos los grandes movimientos sangrientos y sin riesgos que organiza el fanatismo de lo formal y de la pasión, la mano de obra se recluta entre los sub-hombres.” Como justamente apunta De Beauvoir, detrás de estas pers­ pectivas teóricas está la filosofía de Hegel, que en la Fenome­ nología del espíritu ha demostrado que “el hombre formal se planteaba como inesencial frente al objeto, considerado como esen­cial. Se dejó abolir en provecho de la Cosa que, santificada por el respeto, aparece bajo la forma de Causa: ciencia, filosofía, revolución, etc.” Cuánta simulación hay o puede haber detrás de tales rótulos, de tales empeños. Ha habido una suerte de gran abdicación: los hombres formales reniegan de su libertad. ¿Qué se entiende aquí por ‘formal’? El desembarazo de la propia libertad con la pretensión de subordinarla a una serie de valores que serían incondicionados. El hombre formal “imagina que el acceso a esos valores lo dota de valor a él mismo de una manera permanente: ‘derechos’ en ristre, se realiza como un ser escapando al desgarramiento de la existencia. “Lo formal [prosigue Simone de Beauvoir] no se define por la naturaleza de los fines perseguidos: una frívola elegante puede poseer el espíritu formal al igual que un ingeniero. Existe lo formal desde el momento en que se reniega de la libertad en provecho de fines que pretenden ser absolutos […] Lo que importa al hombre formal no es tanto la naturaleza del objeto que prefiere a sí mismo, sino el hecho de poder perderse en él. Aunque el movimiento hacia el objeto sea en verdad, por su carácter arbitrario, la afirmación más radical de la subjetividad: creer por creer, querer por querer; es, desgarrando la trascendencia de su fin, realizar su libertad bajo la forma vacía y absurda de libertad de indiferencia”.


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Quien abdica de la libertad está obligado a refrendar sin pausa su renuncia. Aparece aquí la mala fe –uno de los conceptos clave de esta moral de la ambigüedad. Instalado en la formalidad el hombre debe disfrazar el movimiento mediante el que se da a sí mismo los valores, que él no crea sino que ya están dados y él toma de fuera. De Beauvoir pone un ejemplo extremo, o ridículo –pero eficaz: “la mitómana que pretende olvidar, al leer unas cartas de amor, que es ella misma quien se las ha enviado”. Despojado de su libertad, el hombre formal vive, podría decirse en un lenguaje marxista, alienado o enajenado. Desde luego que no es consciente de esto. Orondo, el burgués no tiene duda de su plenitud, aunque en su interior en ocasiones despunten las opaci-

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dades del vacío al que se ha acogido. Tampoco pueden asumir su condición los que deciden escapar para hacerse de valores precisamente en las vías de escape: todo lo toman y lo guardan dentro de una individualidad oscilante, que viaja de la autoglorificación al surgimiento de la soledad. ¿Qué sucede con los trabajadores, los campesinos, los marginados, con la población sujeta al bombardeo ideológico de los dueños del capital? Esta moral tiene una respuesta; escribe Simone de Beauvoir: “Hemos indicado ya que, en el universo de lo formal, ciertos adultos pueden vivir de buena fe: aquellos a quienes se ha rehusado todo instrumento de evasión, a quienes se esclaviza o se engaña. Cuanto menos le permiten a un individuo las circunstancias económicas


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y sociales actuar sobre el mundo, más ese mundo se le presenta como dado. Es el caso de esas mujeres que heredan una larga tradición de sojuzgamiento, y de quienes llamamos los humildes. Hay a menudo mucho de pereza y de timidez en su resignación, su buena fe no es absoluta. Pero en la medida en que existe, su libertad permane­ce disponible, no se reniega. Ellos pueden, en su condición de individuos ignorantes, impotentes, considerar la verdad de su existencia y elevarse a una vida propiamente moral. Sucede incluso que vuelven además la libertad así conquistada contra el objeto merecedor de su respeto…”. En estas ideas se encuentra el germen de las que desplegaría ampliamente, con brillantez y para ser discutidas con toda seriedad,

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Simone de Beauvoir en El segundo sexo. Aquella obra es una de las mayores del siglo XX. Fue escrita por una mujer libre que dedicó buena parte de sus empeños a luchar por la libertad de los demás. Supo que su propia libertad tenía que desear la libertad de los otros. Inclusive los tiranos, pensaba, miran en los otros la sombra de la libertad que no termina de extinguirse. Supo que quien llega a ser mujer ha podido librarse de la opresión a que pudieron o quisie­ ron someterla los demás, una sociedad dominada por los hombres formales de los que ella misma habló. La libertad de las mujeres, pensaba, tendría que acompañar a la de los demás marginados, condenados de la tierra sobre los que tan lúcidamente escribieron Franz Fanon y Jean-Paul Sartre.

Tomás León. Estudió Filosofía. Su tesis de licenciatura es un estudio sobre la Ciudad de Dios de San Agustín. Actualmente trabaja en un libro sobre la narrativa de Juan Vicente Melo. CULTURA URBANA 39


Letramantía Raúl Renán Abro la letra y veo la araña de tinta que amenaza. Sus fulgores me hacen su convicto. Siento una muda claridad por dentro mientras afuera la verdad engaña. Resbalan en cascada letras muertas por la conjura de los adjetivos. De nada sirven los pronombres: marcas de no sé qué materia articulada. Sin el velo en la página del limbo los verbos desternillan en tropel. El libro donde pasto, no deplora su tormento elevado en el atril. Apasionadas sufren las rodillas caídas de lo alto del nombre. Hombre y fervor. Declinada virtud de la letramantía que a veces nos endulza con su palábrica y otro nos amarga con la letra infame.

Raúl Renán. Ha sido coordinador del consejo técnico editorial del INBA, Subdirector del CNIPL, Subdirector del Periódico de Poesía UNAM/INBA y Coordinador de Papel de Literatura, Boletín del CNIPL/INBA. Ha colaborado en Casa del Tiempo, Sacbé, Periódico de Poesía, Luvina, La Jornada Semanal, Sábado de Unomasuno, El Ángel del Reforma, La Cultura en México de la revista Siempre!, Castálida, Tropo a la uña, Tierra Adentro. Autor de Catulinarias y Sájicas, De las queridas cosas, La gramática fantástica y Viajero en sí mismo, entre muchos otros. 40 CULTURA URBANA


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Ciudades perfectas David Huerta

Avanza alguien con una ciudad perfecta en los ojos. Una ciudad como una forma de la naturaleza, delineada contra azules montañas, máscaras enormes del tamaño del crepúsculo y rocas rojas debajo de las cuales el miedo está encerrado en un puñado de polvo. Avanza y se dirige a Yáñez, hablando con una voz de prosa ciceroniana, de general erudito, de matador de sármatas, pío, impasible; con el talante de un testigo de aquellos ”grumos congelados de sangre bárbara“, en medio de la divinidad ennegrecida del Danubio. Yáñez, a su lado, lo escucha y camina difícilmente, como quien se ha acercado a una ciudad, y reconoce en los suburbios de piedra y pesadumbre, de bajos metales y telas desgarradas, las hilachas de su propia desesperación, las lágrimas y la neurosis, la procesión fantasmal de olvidos y desmayos, en toda hora. O Yáñez no escucha nada, distraído por la apostura del frío monologante, que habla sin énfasis, haciendo el elogio de la templanza. Majestuoso, quien avanza con una ciudad perfecta en los ojos reconoce a lo lejos el dolor y la prisa, la pobreza y la miseria de todo minuto y toda casa.

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Ciudades perfectas

David Huerta

Con un gesto imperial de la mano derecha se hace callar a sí mismo, como si despachara a embajadores de provincias minúsculas; le pide un vaso de agua a Yáñez y derrama el cristal en la palma de su mano: mudo, mueve entonces la mano izquierda, mojada, y perfecciona lo que sus ojos ven. Yáñez sufre un desmayo y se despierta ante un montón de tercetos encadenados, enredados, magnéticos, como si todos los cuadros de un gran museo —según lo viera el ruso— se hubiesen fundido en una sola masa, una masa resplandeciente que lava y hace brillar en los ojos de Yáñez el momento de su despertar, un solo instante contra azules montañas y máscaras de bordes dorados, enormes, como el crepúsculo de la siesta interrumpida. Ω

Tomado del libro Canciones de la vida común, recientemente aparecido con el sello de K editores

David Huerta. Poeta y crítico literario. Obtuvo los premios Carlos Pellicer y Xavier Villaurrutia. Entre su numerosa obra destacan los libros El jardín de la luz, Cuaderno de noviembre, Versión, El espejo del cuerpo, Incurable y La música de lo que pasa. 44 CULTURA URBANA


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21/01/2008 Fabrizio Mejía Madrid

Decir “yo te gané” es lo más chilango. La utopía es resistir a la vida urbana. Un día en la Ciudad de México es esperar a que amainen la lluvia y el tráfico, es un día de surfing callejero

En el Valle de México el atardecer comienza como sin querer, con co­lores pastel, rosas, morados. Es una hipocresía sobre lo que está por ocurrir: habrá un destripamiento y saldrá tanta sangre que i­nundará los cielos y después, todo, será tragado por la negrura. Los aztecas sólo leyeron la masacre diaria. Estoy frente al árbol de chicle, ese en cuya corteza los paseantes le van pegando lo que traen entre mandíbulas y ya no quieren. Casi todos los chicles secos son blancos. La menta. Los blanqueadores de dentaduras. Extrañamente hay unos negros. Las creaciones colectivas son así en la ciudad: chispazos del que va pasando, la celebración del anonimato y, sobre todo, de la igualdad en el desperdicio. Cuando vean a esta ciudad movilizarse por algo es siempre para esa misma idea. El paso de la naturaleza por la cultura. Los árboles a la mitad de la banqueta, las banquetas tronadas por sus raíces y te tienes que bajar al arrollo. Los peseros que pasan a tres centímetros de la cara, y tu caminando como si se tratara de una calle y en realidad no es sino una extensión del árbol, del pesero, de la casa de enfrente, del todo. La ciudad no es el ser ni el tiempo sino sus extensiones. No existes. La ciudad te aplasta pero no te vas porque la utopía no es arreglar la vida sino resistir a ella. Los peatones no deberían existir. Son como la tierra en que conviven las semillas de los fresnos, las hojas caídas, con cucharas de plástico a medio partir del café a toda prisa de la maña-

na, platos del almuerzo del viene-viene que agita su trapo amarillo –el rojo es más del PRI– detrás de mí, un Boing chupado hasta el último respiro, y un tronco sobre el que hay un altar de la virgen de Guadalupe. Hora de persignarse. Una pared desca­ rapelada con un grafiti incomprensible: 2G. Luego, nueva fonda: ARRACHERAS LA MALINCHE. ¿Por qué La Malinche? ¿Por qué no venden perro xolozcuintle y nomás res? Las camionetas que dan vuelta como si no existieras, y aceleran en el momento en que decides cruzar, para ganarte, porque lo más chilango es decir “yo te gané”; te gané el hueco, te gané el espacio, te gané el tiempo. Las raíces de los árboles embotando el pavimento. La casa lujosa que no cuida el jardín justo en frente de su puerta, la gente con prisa, los niños que estorban agarrados de la mano, una señora se estaciona sobre la banqueta. Es el único acto de potestad posible, que le permite decirnos a todos: soy dueña aunque sea de esta banqueta por un momento. En esta ciudad realmente no se camina, se espera a que el tráfico amaine y alguien gustosamente te haga el milagrito de dejarte cruzar la calle, se anda como se surfea, entre olas de concreto, entre papeles y olas secas. Está atardeciendo en este 20/01 y lo rojo se lo tragará la negrura. Con sus fauces aztecas. El señor del Chevy amablemente me ha dejado pasar. Agradecer lo que es un derecho. Sonreírle a lo que siempre es una dádiva: que el otro te permita existir.

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A diferencia de los ininteligibles grafitis, la ciudad se comunica con carteles de papel en postes: AUXILIARES CUIDADORAS. ¿QUIE­ RES INGRESAR A LA UNAM? ¿LO HA VISTO? Se ofrecen servicios, se pregunta por desaparecidos, ausencias, lo que todavía no está ahí o la que ya no está son la materia del anuncio hecho a mano. ¿Quién diría que entre los 18 millones un papel, una pluma, y un masquin son el único medio de comunicación honesto? Toda la desconfianza chilanga –donde “nos hablamos” quiere decir que nunca la vas a volver a ver– se derrite en el poster manual, el que denota verdaderas preocupaciones. Las mujeres de colita de caballo y lentes de pasta, las mujeres con cara de venadito en la luz, las que tienen cuerpos de luchadoras, las mujeres dibujo animado. La gente platica saliendo de sus trabajos. Las mujeres foca con la ropa entallada, las mujeres mantarraya con la ropa suelta, la gente que camina, sus espaldas de nucas y cabello, las hojas que se mueven con el viento, una tonada por ahí de Shakira, la gente bajando del pesero, desconcertada porque no sabe qué le depara el destino, una mujer se maquilla a estas alturas del oscurecer bajo una caseta donde espera el autobús, el tráfico se detiene. Estamos en rojo. Pasa un camión y nos llena de humo. Tosemos todos. La democracia del enfisema pasivo. Los puestos de revistas que por fuera exhiben BARBIE, MUSTANG, MUY INTERESANTE y adentro venden NIÑAS TRAVIESAS II, LAS PUER­CAS DEL HOSPITAL, ABIERTAS Y DISPUESTAS. Los tacos, siempre es la hora de la comida en esta ciudad, papas, nopales, corta limones, échale más salsa, con todo, El Chupacabras debajo del puente de Churubusco. Un restorán debajo de un puente, al lado de una avenida principal. Estamos en rojo otra vez, pero me lo voy a pasar. Corro por mi vida. Los taxistas empujando sus coches en sitios que no son sitios. Historia del taxi seguro: la que te dice a cuál subirte está tuerta, el chofer, llamado El Grandote, nació en un pueblo de Durango que se llama Nombre de Dios, y cada vez que te subes te confiesa que está borracho. Te persignas aunque seas ateo. A eso le llamamos seguro en la ciudad: a que no traiga una pistola visible. A la salida del metro un hombre rubio cruza erguido. Los demás lo miran. No hay rubios en esta ciudad que no hayan pasado antes por el peróxido. Otra virgen de Guadalupe. Todavía no se enciende el alumbrado pero los coches ya traen los faros pren-

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didos. Algunos nada más uno. Los albañiles regresan muy bañados de la obra. SE VENDE TRATO. EL PRECIO DEL ÉXITO. Es la sala de cine de arte abandonada hace quince años, ahora es un estacionamiento público, pero tiene en la marquesina todavía la película de Woody Allen. Dos muchachos tratan de cruzar una avenida que no les da ningún respiro salvo la agitación de que casi los atropellan. Los jóvenes van al centro comercial pausadamente, con sus mo­ rrales, su ropa rosa, los zapatos de goma, ese andar extraño que uno se inventa porque tiene cambios hormonales. Se avientan unos a otros. Una patrulla va en sentido contrario, la T-17. Una distribuidora de coches, como si hicieran falta más. ESTRENE ESTE 2007 CON LOS MEJORES PLANES DE CRÉDITO. Lástima que estemos en 2008. WILL SMITH SOY LEYENDA SOLO EN CINES. Una mujer mayor con una andadera camina en la calle. ¿Cómo es posible que se lo permita? Si hasta para uno es riesgoso. Alguien se va comiendo un palito de pan. No, es un caramelo. Una señora sale de un estacionamiento como si fuera la única viva en la ciudad. Como si fuera Will Smith en Soy Leyenda. Otra virgen de Guada­lupe. HAZLO FELIZ DESDE SU PRIMER PLATO. PLAZA MARIANA DEL TEMPLO GUADALUPANO. Se mueve el piso bajo los pies. Están mal colocadas las lo­ setas. Abajo hay lodo y te salpica el pantalón. Los recordatorios de que esto antes era un lago. Los coches casi no se mueven como si ganar tres centímetros por minuto equivaliera a circular. Cruzar la calle. Es buen momento. ¿ESCUCHA VOCES? AQUÍ LO DIAGNOSTICAMOS. Voy a tratar de cruzar aquí, pero este coche es un homicida. A lo lejos se ve que ya ha cambiado el semáforo pero se siguen pasando los autos. En esta ciudad todo es negociable, hasta el alto. Ha salido la luna en medio de una pátina polvorienta. El conejo cochambroso. BANORTE, MERCURY, COMPACTOS ORIENTALES LLEVA HOY TU NI­SSAN. Unos aficionados a Los Pumas tomados de la mano se desbaratan para que pase entre ellos. El de adelante corre porque cree que puede ganarle al alto. Tiene fe en llegar a la otra orilla antes de que arranquen los autos. Como de una isla a otra, el archipiélago de los peatones. Como náufragos que dependen de las luces. Mujeres cabaret, mujeres Lo­real. Dos minusválidos en sillas de ruedas piden limosna. Tiene un balón de basquetbol. Su sueño no es saltar sino no vender el balón para comer. O comerse el balón. El puesto ambulante mínimo: pilas, gomitas,


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cigarros sueltos, chicles. Lo minúsculo como seductor del ojo. En la esquina te venden una sala para tu casa en la parte de atrás de un camión de redilas. Lo máximo que apela al bolsillo: si está en la calle debe ser barato. El charco que le contiene un papel mojado, unas corcholatas, un popote. Ya es de noche. Los rostros se tornan desconfiados, cualquie­ ra puede ser tu asaltante. Y, desde la Mataviejitas, hasta una señora puede ser tu homicida. En la noche todos están inciertos, la gente camina más rápido. MARIANO ES EL COMUNICADOR. El de junto habla solo. Empieza el lento avance a casa, se avanza poco,

se encienden las luces, se escucha el Ipod. Vuelvo a pasar por debajo del puente. El taco parado. Está tan sabroso en la boca que los pies deben pagar el pecado. Las farolas del alumbrado dejan ver que el aire es polvo. La ciudad ha estado destripada durante ya tres meses y dejada al lánguido desdén de “disculpe las molestias”. Las únicas barricadas que hemos hecho los chilangos son culpa de las autoridades. La ciudad vuela sólo en forma de polvo. Pasa un avión en la negrura: es una cruz de luces. Un policía ayuda a un invidente a cruzar la calle en medio de la noche. Dos chavas juegan a sacarse fotos delante de la iglesia.

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–Voy a salir fea –confiesa. No hay de otra con la genética. Espérate: a lo mejor, un día de estos, descubren la cirugía fotográfica. Veo a la loca de mi colonia saliendo de un café, como siempre, con el cigarro en la mano y caminando rápido hacia ninguna parte. Bajo la velocidad para que se pierda. No quiero que vuelva a insultarme. Llego a mi calle y me siento seguro por esa estúpida creencia de que cerca de la casa la ciudad se torna distinta, manejable, reconocible. Que cerca de tu casa no te asaltan.

El bulterrier está en su reja y me ladra como siempre. Ya lo hace por trámite, no con la enjundia de hace unos años. Seguro es la vejez pero quiero pensar que es porque ya me conoce. Y esa es quizás la utopía de esta ciudad. Cuando parece ablandarse creemos que es porque ya la conocemos. En la siguiente mordida comprobamos nuestro error. Abro la puerta y miro el cielo. Tengo dos lunas. La de siempre que parpadea con los cambios de voltaje, y la llena. Ambas me alumbran antes de que cierre la puerta y la ciudad se borre detrás. Es hora de dejar de hablar, apagar la grabadora, y prender la tele.

Fabricio Mejía Madrid. Colaborador de las revistas Proceso, Letras Libres, Gatopardo, entre otras. Ha escrito los libros Pequeños actos de desobediencia civil, Entre las sábanas, Salida de emergencia, Hombre al agua, y El Rencor. Obtuvo los premios Elsa Morante y Antonin Artaud.

LA ACERA DEL FRENTE Carlos Monsiváis “Me fui de Comala porque me dijeron que en Los Ángeles vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” Si algo se conoce de las ciudades fronterizas es el sistema de viajes de la gran mayoría de sus residentes: -Del rancho, que es el tedio redimido por las sensaciones periódicas de importancia, a la ciudad donde el anonimato es sinónimo de la clandestinidad, de la ciudad pequeña a la obtención de libertades desconocidas, de la mirada fija en ensoñaciones a la dureza de las oportunidades, del goce del aprendizaje del inglés al recuerdo de los cielos azules y las regiones límpidas, de la familia tribal a la familia nuclear, de la numerosa descendencia a la descendencia que se ajusta al tamaño del departamento pequeño, de la intolerancia que aborrece lo distinto a la tolerancia que se inicia como resignación ante las conductas ajenas que no se pueden modificar, del ágora creada en un patio de vecindad al saludo apresurado en el condominio, de las veladas familiares al autismo televisivo, de la protección violenta de la honra a la defensa (a veces violenta) del derecho al adulterio, del aprecio idolátrico de lo moderno a la nostalgia por lo tradicional, de la imposibilidad de concebir las religiones no católicas a la conversión a otra fe como otra de las migraciones posibles. De “¿A dónde vas que más valgas?”, El Universal, 2007

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Garnier y Sant’Elia: visionarios Mariano del Cueto

El autor de estas líneas es de los grandes conocedores de la Ciudad de México, su historia, la de sus calles, plazas, edificios. Es además un excelente dibujante y un pintor sensible, de un especial talento, y maestro de historia de la arquitectura y arquitecto. De trazo sencillo y seguro, sus palabras presentan dos notables utopías del siglo pasado

Han pasado casi 100 años de aquella esperanzada y efervescente alborada del siglo XX en que estos dos arquitectos dieron a conocer sus ideas sobre las ciudades del futuro. No cabe duda de que la influencia de ambos en los arquitectos y urbanistas del siglo XX fue determinante. Sus utópicas propuestas, en la mayor parte, no quedaron más que como curiosos planteamientos. Las coincidencias entre ambos son notables, además del nombre de pila: extraordinario dominio del dibujo y una fantasía desbordante que asimiló su preocupación por organizar la vida en las ciudades, resolviendo los complejos problemas, que preveían ya, para que las actividades humanas estuvieran ordenadas e hicieran la vida a agradable para todos los habitantes. Tony Garnier (Antoine), francés de Lyon, vivió casi 80 años, por lo que pudo ver cómo muchas de sus intuiciones se cumplieron. No fue así el caso de Sant’Elia, italiano de Como, que apenas llegó a los 28, pues su gran energía y fervor patriótico lo llevaron a alistarse como voluntario en el ejército durante la primera Guerra Mundial, en la que murió en batalla en 1916. El francés tuvo una formación académica muy seria, en la propia Roma, donde a diferencia del italiano, que detestaba las escuelas, estudió a profundidad la arquitectura clásica, en los monumentos renacentistas y de la Roma imperial, dibujándolos y analizándolos incansablemente. Al diseñar, no se mantuvo fiel a los preceptos

clasicistas, como la mayoría de sus contemporáneos conservadores, pero tampoco renegó de ellos; y quedó siempre en su espíritu la búsqueda de la armonía que caracterizó a aquella arquitectura. El brioso Sant”Elia, en cambio, quiso romper con el pasado de manera drástica, hacer tabula rasa y comenzar de nuevo. Marinetti, gurú de los futuristas, lo deslumbró, como a Boccioni, Balla y Carrá, sus amigos y correligionarios, talentosos artistas todos. Así que hizo también un manifiesto “futurista”, La Cittá Nuova, que acompañó con sus prodigiosos dibujos. Vale la pena reproducir algunas cosas de su ideario, que muy al uso de la época comienza con el contenido negativo: Yo combato y desprecio: 1.- Toda(!) la pseudo-arquitectura de vanguardia, austríaca, húngara, alemana y norteamericana (pobres Loos, Wright , Gropius y Van der Rohe) 2.- Toda(!) la arquitectura clásica, solemne, hierática, escenográfica, decorativa, monumental, agraciada y agradable (menos mal que el Partenón ya lo habían destruido los turcos) (…) 5.- El uso de materiales macizos, voluminosos, duraderos, anticuados y costosos. Y proclamo (oh): 1.- Que la arquitectura futurista es la arquitectura del cálculo, de la audacia temeraria y de la sencillez; la arquitectura del hormigón armado, del hierro, del cristal, etcétera.

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Garnier y Sant’Elia: visionarios

5.- Que, al igual que los hombres antiguos se inspiraron, para su arte, en los elementos de la naturaleza, nosotros –material y espiritualmente artificiales– debemos encontrar esa inspiración en los elementos del novísimo mundo mecánico que hemos creado y del que la arquitectura debe ser la expresión más hermosa, la síntesis más completa, la integración artística más eficaz, etcétera. 8.- De una arquitectura así concebida no puede nacer ningún hábito plástico y lineal, porque los caracteres fundamentales de la arquitectura futurista serán la caducidad y la transitoriedad. Las casas durarán menos que nosotros. Cada generación deberá fabricarse su ciudad. Esta constante renovación del entorno arquitectónico contribuirá a la victoria del Futurismo que ya se impone con las Palabras en Libertad, el Dinamismo Plástico, la Música sin Cuadratura, y el Arte de los Ruidos, y por el que luchamos sin tregua contra la cobarde prolongación del pasado… En fin, no cabe duda de que uno piensa con esa tristeza reaccionaria que evocaba López Velarde en tanto edificio derribado en

Mariano del Cueto

aras de esa modernidad proclamada por el joven, que, no podemos saberlo, de haber vivido tal vez hubiera sido el Speer de Mussolini. Garnier fue más sereno, más refinado, como buen francés. Su propuesta de la Nouvelle Cité es mucho más profunda, más científica, nada panfletaria, aborda aspectos sociales que le importaban muchísimo, formado como estaba por Jaurés, Herriot y otros socialistas franceses. Su inteligencia y sensibilidad propusieron soluciones urbanísticas que sería largo ennumerar, baste insistir en que los profesionales de esta disciplina que fue siempre una extensión de la propia arquitectura lo tuvieron hasta bien entrado el siglo XX por un ineludible modelo de referencia. Hoy nos quedan los dibujos de ambos para darnos idea de su extraordinaria fantasía y de su impecable técnica. De lo que “vieron” del futuro; ahí están todas las grandes urbes para comprobar que no andaban muy errados. Respecto al paraíso que vislumbraban quedará por decir tal vez, con un optimismo semejante al que los animó, que habrá que aguardar mejores tiempos.

Mariano del Cueto. Nació en la Ciudad de México. Es pintor, arquitecto e historiador de la arquitectura. CULTURA URBANA 57


Nieve Segundo Piso

La Del Valle centenaria Javier Escalera

Con Porfirio Díaz la Ciudad de México vivió su primer boom inmobiliario. El Centro y sus colonias aledañas se habían quedado chicos, y una emergente clase adinerada necesitaba más espacios, nuevas zonas agradables donde establecerse. Los pueblos sureños vecinos a la ciudad creciente –el primero: Mixcoac, San Ángel, Coyoacán, el propio Tlal­pan–se acercarían, por así decirlo, gracias a colonias intermedias, de las que fue principalísima la Del Valle. La nueva colonia nace del mismo modo que la Condesa, en virtud de un acuerdo suscrito entre las autoridades capitalinas y una empresa privada. En sus orígenes, en las postrimerías del porfiriato (1908), sus casas, de las que persisten algunos ejemplos, mantuvieron la tendencia del momento incorporando detalles del art decó. Lo demás, lo esencial sin duda, se basó en una arquitectura más bien ecléctica, que abarcó del llamado estilo “colonialcaliforniano” (¡!) a construcciones más bien sobrias, sin faltar muestras verdaderamente estrambóticas. En aquellos comienzos, los edificios fueron prácticamente impensables. La Del Valle ofrecía entonces lo que hoy conserva por milagro y en medida considerable: calles y avenidas amplias, tanto que ya en 1913 pasó por ellas un tranvía que conectaba al nuevo y elegante ba­ rrio con el centro de la ciudad. En aquella amplitud cientos de árboles iluminan y en-

sombrecen los días, que alguna vez fueron apacibles. Parques de dimensiones suficientes para el juego y el descanso daban ya desde aquel tiempo alegría a los ojos y oxígeno a los pulmones de los habitantes. Desde febrero de cada año las calles se cubren por el violeta de jacarandas poderosas y coquetas. A los templos católicos de la colonia continúan llegando cada domingo y en fechas señaladas fieles en busca de perdón o de esperanza. En los años cuarenta en la Del Valle fue el principio de un gran cambio metropolitano. Allí, sobre la avenida Félix Cuevas (famosa más tarde por alojar una funeraria cara), por el impulso del presidente Miguel Alemán se construyó el primer multifamiliar de la ciudad, en buena medida contra­ rio a los aires aristocratizantes del rumbo, asiento de una clase media compuesta por familias de empleados y trabajadores fundamentalmente. El multifamiliar, cuyo proyecto corrió por cuenta del gran arquitecto Mario Pani, contiene magníficos departamentos a los que sólo le faltan los detalles del lujo y el anhelado sesgo de la exclusividad. Pronto el Miguel Alemán, como fue bautizado el conjunto de acuerdo con los modales del momento, hizo a la zona muy vital, de aire popular, en mucho gracias a una famosa tortería (que perdura, muy a la baja en términos de calidad).

Años después, ya en el segundo lustro de los sesenta, también sobre Félix Cuevas, en la esquina con la avenida Insurgentes, se instauró en la Del Valle otra seña de que los tiempos habían cambiado: el gran paralele­ pipedo, apaisado, de la tienda Liverpool, que por primera vez extendía su emporio fuera del centro de la ciudad. Liverpool fue y sigue siendo un almacén de mercancía de alto precio y de calidad superior a la promedio. A su nuevo recinto se acercaron entonces cientos y cientos de señoras, ilusionadas ante tanta modernidad. En diciembre, sobre una plancha de cemento situada en la esquina principal, los dueños del almacén dispusieron la instalación de un árbol navideño alto y llamativo, que no tardó en volverse el signo distintivo del almacén. La clase media ilustrada –familias que pagaron escuelas de altas colegiaturas, no pocas de ellas confesionales– pudo prospe­ rar en la colonia. Ha sabido mantener su aire agradable, que tiende a ciertos lujos, especialmente en los nuevos edificios que proliferan en un nuevo boom inmobiliario amenazante: comienzan problemas de abasto de agua, hay muy frecuentes apagones, el tráfico en ciertas calles y a determinadas horas es terrible. Los antiguos propietarios miran estos hechos lamentándose. La tranquilidad de la colonia se tambalea, inclusive por los robos, cuyo índice es uno de los mayores de la ciudad.

Javier Escalera. Ingeniero industrial, además de escritor. Ha publicado ensayo y poesía en diversas revistas del país. Es autor del libro Central de abastos.

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CRUCERO

Woody Allen se escapa

Roberto Mesta

Escritor -Mucho del trabajo de un escritor es arduo. Incluso mis hijos pequeños, que tienen cinco y seis años, dicen [simula una voz infantil] «Papi, se está metiendo adentro para pensar». Y yo digo: “Cuando tú vas al circo, ¿qué voy a hacer yo?”. [De nuevo con una voz infantil]: «Vas a pensar». Y ahí estoy yo, en la cama, de este modo [hace como que se acuesta de lado y mira al infinito], y estoy allí pensando. Y me voy a almorzar y sigo pensando. Y luego vuelvo y sigo. -¿Sin lápiz o papel? -No, sin lápiz ni papel. -¿Qué piensa Soon-Yi [su esposa] sobre esto? ¿Aprendió rápidamente a adaptarse? -Ella simplemente piensa que es uno de los misterios de cómo trabajo, que mucho de mi esfuerzo va en pensar. Ella siempre se ha sorprendido porque piensa que soy un escritor veloz. Pero comete el mismo error que la mayoría de la gente. Piensan que la escritura es escribir. Cineasta -¿Quién tuvo la mayor influencia sobre usted?

-Adoré a Bergman cuando comencé a hacer películas y aún pienso que es el mejor realizador que he visto. Cuando piensas sobre mí en ese entonces, ¿qué era yo realmente? Un cómico de la noche, un escritor de gags de Broadway. No era un inte­lectual, no era una persona melancólica y sombría. Iba a los juegos de béisbol y a comer a Elaine’s. Jamás había visto una cámara por dentro, no sabía lo que estaba haciendo. Mi mayor influencia es Bergman. Es algo tan incongruente y tonto, la disparidad entre las personas que me influyeron: Bob Hope e Ingm­ar Bergman [empieza a reírse]. Así que por supuesto vas a tener un extraño híbrido de película que está llena de ocurrencias como las de George S. Kaufman o Bob Hope y una cierta dramática estilizada que caracteriza a los filmes suecos más pesados por parte de un cómico inculto de club nocturno abordando un asunto que es bastante serio y profundo. Así sale esa extraña mezcolanza. Pero para bien o para mal, para la gente, las películas eran sorprendentes y diferentes, yo no estaba haciendo una cosa convencional. Era, como cualquiera que comienza, un producto de mis influencias. Y mis influencias eran tan antitéticas. continúa en la página 87

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Elogio de la Ciudad Leo Mendoza

Llegamos a ella bajo advertencia de violencia segura, temerosos, desde la provincia. Nos gusta, nos quedamos y de ahí no nos iremos sino hasta que se haya acabado todo. En estas alegres líneas se habla de lo que puede representar vivir en el infierno de la Ciudad de México

Efraín Huerta declaró que la amaba y la odiaba por igual y, de tanto padecerla, uno acaba por estar de acuerdo con el Gran Cocodrilo: a la ciudad, como en una canción de Julio Jaramillo, se le odia y se le quiere –entran guitarras y se escucha en segundo plano “porque a ti te debo mis horas amargas, mis horas de miel”. De los muchos poemas que Borges dedicó a Buenos Aires hay uno que muestra de manera fehaciente esa sensación de hastío, de vaguedad, de dolor tal vez que es habitar una ciudad que ha sido testigo de nuestras humillaciones y fracasos, de ahí que la metrópoli y el poeta estén ya no por el amor, sino por el espanto. “Será por eso que la quiero tanto”, se pregunta Borges y muchos de quienes habitamos la Ciudad de México sabemos de antemano la respuesta: la ciudad es tan atractiva para sus habitantes como atractiva fue la cabeza de la Medusa. Debo confesar que yo soy uno de los muchos que ha caído bajo su hechizo porque, al igual que tantos, llegué aquí con la desconfianza típica de quien viene de otra ciudad, advertido contra la violencia, el robo y la deshumanización que existía aquí –miedo contagioso hacia la metrópoli que se reproduce en todos los países y tiene como objetivo a sus metrópolis, quizá como un

tembloroso rechazo del campo a la ciudad en el que encontramos algo de esa “íntima tristeza reaccionaria” y aun de rechazo medieval hacia el aire citadino que volvía libres a los siervos. De ahí quizá la imagen de la ciudad como sitio de pecado, de perdición y aun de muerte, que es cierta pero ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre. Claro que antes, de la mano de mi padre y después de la de mi madre –cuando llegó el divorcio– ya había estado en la gran metrópoli y hasta puedo decirles que mi tío tenía un taxi cocodrilo y un coral. Y cada vez que venía aquí, ella me conquistaba: en las jugueterías del centro, tras el grito, mi padre me compró un fuerte de madera y un ejército de soldados de plomo con el que viví todas las batallas. Así que cuando descendí del autobús del Pacífico que me trajo a la ciudad –otro mito cumplido, el del joven provinciano que se llega a la metrópoli para conquistarla, para hacerla suya, repitiendo la historia de muchos de mis héroes, por lo menos de Fellini tal y como la cuenta en su Roma– estaba seguro que la ciudad caería a mis pies. Craso error, primero fui perseguido por unos aduanales empeñados en revisar mi equipaje aun cuando no venía de la frontera, sino de Culiacán. Poste-

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Elogio de la Ciudad

Leo Mendoza

riormente –tópicos más tópicos– vino el abuso del taxista que me cobró las perlas de la virgen la misma noche de mi arribo, otro quince de septiembre, me apersoné inocentemente en el Zócalo tan sólo para que un enano, surgido casi del piso, estuviera a punto de dejarme ciego a golpes de confeti. Después, está el caso del vago aquel que, al escuchar mi acento, me dijo que el también era norteño y tenía que regresar a su casa. Le di un poco de lo poco que tenía, unos veinte pesos que en aquellos años era una fortuna, a sabiendas de que hacía mi buena acción. Veinticinco años después, con el pelo blanco y los dientes cada vez más dañados, el tipo sigue pidiendo dinero frente a la Alameda aunque respetuosamente ni siquiera me dirige la palabra, no sé si porque me le haga conocido o porque en resumidas cuentas finalmente he adquirido mi nacionalidad chilanga –aunque la Academia insista en llamarnos defeños. Dos décadas más tarde, el amanecer de otro quince de sep­ tiembre me sorprendió nuevamente en la avenida Juárez. Esta vez en un cajero, acompañado de un par de policías que me habían atrapado orinando entre los árboles plantados por Carlota y quienes amablemente me acompañaron a recoger los cien pesos de rigor de la mordida, además de reprenderme con cierto aire paternal. –Joven, pa que se expone. Ya váyase a su casa. Y yo les hice caso, pero les dije también que ese día se cumplían veinte años de haber llegado a la ciudad y ellos, comprensivos, me soltaron veinte pesos pa mi taxi. ¿Dónde está entonces la tan achacada falta de humanidad de la ciudad? Si nos ponemos serios, ahí está septiembre de 1985. El día del terremoto. Ese día cuando el PRI perdió –espero que para siempre– esta ciudad y el vecino malhumorado de la esquina, el vende­ dor de diarios y el chalán de la obra dejaron de ser masa anónima para tener nombre y apellido y llamarse sociedad civil. Desde entonces, desde aquel día, desde que vi a esa gente hermanada en la tragedia, juré que nunca de los nunca volvería hablar mal de mi ciudad –que desgraciadamente no tiene tantas canciones en su honor como debería– y lo cumplido. Nada une más que la desgracia pero como en la ciudad estamos siempre al borde del abismo, hay una cierta pasión suicida

que nos hace quedarnos aquí y vivirla a pesar de los doscientos días de alta contaminación y los imecas y el no circula. Tengo para mí que la ciudad es verdaderamente un ejemplo de convivencia cívica: más allá de los índices de criminalidad y de la violencia y de la poca capacidad de nuestras autoridades para controlar el fenómeno, hay cierta civilidad en nuestros conciudadanos que nos permite sobrevivir más o menos con decoro. Muchas veces me he preguntado por qué los tres millones de furibundos mexicanos que diariamente viajan en el metro no acaban dándose de dentelladas cada noche y llevan la fiesta en paz a pesar de las aglomeraciones, la lentitud del servicio –se ve que el jefe de gobierno nunca ha utilizado el metro y menos aún el metrobus–, las constantes fallas y aun los cortes de la energía eléctrica. ¿No es ese un gran ejemplo de convivencia civilizada? Porque si quieren otro lo tengo a la mano, es más, lo viví. Hace unos días un ventarrón vino y nos alevantó, o más bien nos apagó. Durante varias horas, buena parte de la ciudad estuvo a oscuras –como decía aquella maravillosa cabeza de un periódico vespertino: “por falta de luz” –pero lo que en otros lugares hubiera sido una incitación al motín aquí, a pesar de las desgracias que lamentablemente se presentaron, todo se mantuvo en calma, es decir, en el caos. El 13 de julio de 1977, la costa este de los Estados Unidos vivió un gran apagón y Nueva York se quedó sin luz durante 25 horas. Como en otro histórico apagón, el de 1965 que algunos dicen fue causado por los ovnis, se produjeron robos y saqueos y se quemaron edificios además de que fueron saqueadas múltiples tiendas en Harlem, Broklyn y el Bronx y la policía fue totalmente rebasada. Hace apenas unos años, la costa este sufrió nuevamente un apagón y tan sólo la ciudad de Nueva York sufrió pérdidas por cerca de mil millones de dólares. Yo no sé qué hay exactamente que tiene la Ciudad de México pero hay algo que, a pesar de su mala fama, nos permite ir tirando, con todo y sus asegunes. El apagón del pasado 23 de enero fue una prueba más de que esta ciudad, dígase lo que se diga, está destinada a permanecer, a ser eterna, a pesar de los vientos, del cambio climático, de la falta de agua, de las playas y las pistas de patinaje, de las patrullas nuevecitas y de los viejos microbuses, a pesar de todo aquello de lo que siempre nos quejamos. Creo que por eso es que he permanecido aquí, odiándola y amándola. No sé ustedes, pero yo así lo pienso.

Leo Mendoza. Periodista, narrador y guionista. Autor de los libros de cuentos Relevos australianos, Mudanzas y Borges y el Che y otras historias hechizas. 64 CULTURA URBANA


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Amazon Party Capítulo15 Esta vez será mía

Una vez recuperada la confianza en mi misma, (esa que pierdo cada vez que pierdo a Cinch de vista) me sentí inflamada por una energía poderosa y nueva. Aquel sitio, Golina, tenía sin duda un poder que se metía en las entrañas de sus habitantes. Cada lugar tiene un poder distinto, que la miseria y la maldad de los poderosos, que todo lo guardan para si mismos, va desgastando, va agotando, va succionando. Imperios fastuosos se convierten en caseríos de desgracia y olvido y caseríos pestilentes podrían convertirse en arcadias si los poderosos no quisieran todo para si mismos. Esta vez la poderosa era yo. Era curioso, sentada en la mesa de la lavandería con mi impecable uniforme –que yo misma había lavado–, doblando las sábanas de

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Rowena Bali

guapos lacayos, me sentía poderosa. Sin embargo había algo en la mirada de los realmente hermosos que me gritaba que yo era apenas una sirvienta condenada a vivir como un topo, lavando y relavando las asea­dísimas tripas del castillo de Golina. Yo era poderosa, lo sabía porque me había tocado transitar por la mismísima pudrición de la Arcadia en manos de unos poderosos despreciables. Me tocaba respirar los olores fétidos, me tocaba presenciar los maltratos del semental hacia mi mujer. Me tocaba ver como Cinch se marchitaba por dentro, como una diosa infeliz, y Medalla se quedaba lejos, cada día más caótica y poblada, menos reverdeciente, como un lugar de dioses perdido a manos de unos poderosos. Medalla también fue una Arca-

dia verdadera, donde se extendían infinitos lagos y bosques y miles de aves. Si mi pobre Cinch hubiera podido verla, darse cuenta de que pudo existir aquello. Era imposible que Cinch viviera feliz con el maltrato de aquel hombre, era imposible que me rechazara cuando regresara a buscarla: sabía con toda certeza que ella me necesitaba y que estaba esperando el momento de verme frente a frente. Estaba segura de que ella presenciaba muchos de mis actos más íntimos: antes de llevar a cabo mi plan definitivo, yo iba a visitarla a su cuarto, asumí el compromiso vital de acompañarla en su dolor. Enton­ces ella sabía que yo estaba ahí, recibiendo la mitad de los golpes del Chulo, en la recámara, conocedora al fin de la verdad del Hom-


Amazon Party Capítulo15 Esta vez será mía

Rowena Bali

LA ACERA DEL FRENTE Carlos Monsiváis Lo efímero es y puede ser el principio de la sedimentación urbana. Si en su etapa de arranque Tijuana favorece el conjunto de edificaciones y orgullos que se desvanecen apenas terminados, y si por lo mismo se alienta la noción de un pueblo afantasmado que, por ejemplo, concibe la religión como una serie de sets donde el Ser Supremo hace apariciones espaciadas, que se contratan con años de anticipación. Tijuana cumple con su destino. La ciudad, en rigor, es binacional: los edificios y “los gringos”, las del sexo alquilado y “los gringos”, las noches y “los gringos”. ¿Cómo evitarlo? “Los gringos” no son turistas así nomás, son parte orgánica del proyecto, los clientes que reaparecen como paisaje de inversiones, los que imponen el gusto que se desdeña (“Es una gringada”), pero que se adentra en el No man’s land y es lo básico del escaparate turístico que, para los fines que convengan, resuelve la identidad. Por una larga etapa, Tijuana promueve el mal gusto que le exigen y que la ciudad misma va demandando. ¡Ay, palacios de estuco! ¡Ay, falsos jarrones chinos y diluvios de mexicanerías (“Esta imagen es la del Tláloc que según creían los aztecas hacía llover semen en las noches de infertilidad”) y jarrones chinos que anticipan la divinización de Mao y boudoirs donde las mujeres de vida galante se emborrachan ante sus propios ojos! (A eso se le podría llamar “el anticlímax del vicio”.) De Tijuana sessions, 2005

bre, del verdadero sufrimiento, del sacrificio que representaba estar al nivel de una amazona verdadera. En fin. Con un poco de imaginación, mirando las gotas caer desde el pene del Chulo de Viades, bebiéndolas, ella podría ver aquel pasado destruido volver, saéticamente, hasta el presente. Como lo he visto yo al mirarla a los ojos. Una vez recobrada la confianza en mi misma decidí que Golina debía caer: mi plan tenía que iniciar con el asesinato de todos los habitantes del castillo, tendría que empezar por aquellos a quienes menos se vigilaba, para ir escalando sin que quedara uno más de aquellos hermosos, suculentos, inalcanzables, vigilantes. Después debía matar

a mis compañeros de trabajo, luego a los lacayos de posiciones mayores, y hasta el final, una vez muertos todos sus defensores, al Semental. No podía aliarme con nadie, no podía permitirme el lujo de una traición, una falta de carácter o una estupidez de aquellos bonitos lavanderos de Golina, que después de todo, no estaban conmigo, no sabían percibir siquiera la peste: estaban enajenados por el triunfo, por aquel puesto privilegiado, tantas veces deseado. Aquel puesto que les permitiría comprarse un terreno grande en un bosquecito despoblado, lejos de la Ciudad, que les permitiría acercarse un poco a su sueño de vida. Estaban enajenados porque en persecución arre­batada iban corriendo, neciamente, ha­

cia el lado opuesto, porque les habían retacado una necesidad de equivocarse siempre. Y así, sin pensarlo, habían ido al gimnasio para ponerse tan hermosos como para llegar a Golina, habían alcanzado una belleza equivocada, y habían perdido la belleza verdadera, o más bien, aun les quedaba una mínima parte de ella, que perderían el día en que yo los asesinara. Pondría una red de explosivos que esta­ llaría desde la capa inferior hasta la más alta, y quemaría la ciudad y la convertiría en una ruina incierta, pero en reconstrucción. Mientras en Medalla volverían a brotar los lagos y los bosques, bajo las gotas que bañarían el negro cabello de Cinch. Sumergiría Golina en el caos hasta recobrar mi utopía.

Rowena Bali. Es autora de seis novelas: El agente morboso, El ejército de Sodoma, La bala enamorada, Hablando de Gerzon, Tina o el misterio y Amazon Party, de un libro de cuentos De vanidades y divinidades y de un poemario Voto de indecisión. CULTURA URBANA 67


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Leerás a Eliot en Coyoacán Pablo Boullosa

En la ciudad está siendo trazado el infierno de Dante. Eliot es la señal. Los círculos que van completándose uno tras otro son un rasgo ineludible. Somos el producto de una sucesión de caos y órdenes: caídas, ruinas, glorias. ¿Qué nos toca en el tiempo presente? ¿leeremos a Eliot en Coyoacán mientras se acerca el fin de nuestra ciudad, efímera como cualquiera?

Leerás a Eliot en Coyoacán y el futuro llegará a convertirse en la estación más cruel. Será cuando adviertas que el infierno es hoy, que ha sido ayer, y que lo será todavía más cuando completemos los nueve círculos previstos por Dante. No nos librará ni la mala traducción de Austral, que ya es historia. ¿Y qué es historia? “La historia es ahora e Inglaterra”, decía Eliot… desde Inglaterra. Diremos pues que la historia es ahora y la Ciudad de México. Y que podremos leer a Eliot como contemporáneos, y que Eliot hablará del drenaje profundo y de Coyoacán como habló del tejo o de la rosa. Al primero de sus Cuatro cuartetos, Eliot lo titula “Burnt Norton”, por el nombre de una casa de campo en la que vivió cierto antepasado suyo. Yo llamaré a la primera de estas Cuatro cuadras “Doctor Vertiz”, pues soy descendiente del Doctor Vertiz, que vivió en una propiedad hoy derribada del centro histórico, de cuyo nombre nadie puede acordarse con propiedad.

Doctor Vertiz El tiempo presente y el tiempo pasado Acaso estén presentes en el tiempo futuro Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado. Basta con observar un semáforo para comprobar cuánta razón tiene Eliot. Y no, no es un galimatías. ¿El tiempo presente y el tiempo pasado contenidos en el tiempo futuro? Quizá. ¿El futuro dentro del pasado? Probablemente. Lo cual debería ponernos a temblar, pues si algo distinguió a las antiguas ciudades de Mesoamérica fue precisamente su carácter más o menos efímero y certeramente inviable. Las ciudades seguían casi siempre el mismo patrón: en un lugar estupendo, los más adelantados construían un centro ceremonial, luego las muchas personas iban afincándose, entonaban himnos, talaban árboles, sacrificaban otras personas; se complicaba todo más y más, crecían los costos de producir y arrear

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Leerás a Eliot en Coyoacán

Pablo Boullosa

víveres para tantos, la gente y el descontento se iban acumulando, luego estallaba una gran revuelta, se abandonaba el sitio, y vuelta a empezar, en otro sitio, y a repetir el mismo patrón. Para los antiguos mexicanos, como para Eliot, cada frase y cada palabra eran un principio y un fin, y cada poema era un epitafio. Sólo la perseverancia o la infinita necedad o la suerte o una mezcla de las tres han permitido sobrevivir tantos siglos, tantos desórdenes, tanta improvisación, a imponente (con n, conste, y no con t) Ciudad de México. Si todo tiempo es eternamente presente, todo tiempo es irredimible. ¿Saben qué? Desgraciadamente, sí lo es. Para nosotros, todo tiempo es eternamente presente, vivimos en un presente perpetuo, en un presente eterno y por lo mismo irredimible. Y así es como queremos seguir viviendo: sin mirar atrás, sin mirar adelante, simplemente ofreciendo nuestro corazón al tiempo presente, rendidos ante el Gran Sacerdote de los Irredimibles. ¿Las cosas podrían haber sido distintas? Lo que pudo haber sido es una abstracción Que permanece como una perpetua posibilidad

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Sólo en un mundo de especulaciones. ¡Este Eliot! ¡Se pasa! ¿Dijo especulaciones o especuladores? Porque una cosa es que hable de nosotros y otra cosa es que nos retrate con mala fe. Hablando de especulaciones, sin duda aumentará cada vez más la posibilidad de que abran una casa de apuestas cerca de tu propia casa, si es propia, cuyo valor, por cierto, no depende ni del terreno ni del concreto, sino de bandos y especuladores y corredores de bienes raíces que están gordos de no correr, que no hacen el bien y que tampoco echan raíces. Lo que pudo haber sido y lo que ha sido Apuntan a un solo fin, siempre presente. Más de lo mismo. El poema de Eliot como que comienza a gobernarnos, ofreciéndonos por tanto esto precisamente: más de lo mismo. Un más-de-lo-mismo siempre presente. En la memoria resuenan las pisadas… Eliot, que ha pasado del tiempo pasado al tiempo futuro, que es ya también un tiempo pasado, cita a Octavio Paz, adelantándosele unos cuantos años. Paz camina en mi memoria y dice:


Leerás a Eliot en Coyoacán

Mis pasos En esta calle Resuenan En otra calle Donde Oigo mis pasos Pasar en esta calle Donde Sólo es real la niebla Pues si Eliot pretendía que el tiempo pasado y el tiempo futuro podían ser la misma cosa, Paz, con modestia mexicana, asume que él está situado en una calle y en otra calle a la vez, desde la cual oye sus pasos aunque, en la calle en la que estaba en primer lugar, lo único real sea la niebla. Si bien hoy — es decir ayer, es decir mañana — lo único real es el smog, o esa palabra no exen­

Pablo Boullosa

Hacia la puerta que da al jardín de rosas Y no abrimos nunca. Así en tu mente Resuenan mis palabras. ¿Palabras o pasos? ¿O Paz? Los pasos, ¿en la calle o en la mente? ¿O la mente es solo la calle por donde pasan nuestros pensamientos, y de alguna manera la sinapsis equivale al tránsito y por eso, digamos, ni una cosa ni la otra fluyen con suficiente rapidez? ¿Somos tontos, o es que somos tantos? Lo cierto es que si hay una puerta que da a un jardín de rosas por supuesto que nunca la llegamos a abrir. La puerta del baño, en cambio, está al fondo y a la derecha. Y Eliot sigue aquí: Con qué propósito perturbamos el polvo Sobre la cazuela que contiene pétalos de rosa, No lo sé.

ta de imecas que propuso el propio Paz: el polumo. En la memoria resuenan las pisadas Que van por el pasaje que no seguimos

¿De dónde salió una cazuela con pétalos de rosa? Eso tampoco lo sabemos. ¡Qué agradable sensación compartir la ignorancia ni más ni menos que con Thomas Stearns Eliot, premio Nobel

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Leerás a Eliot en Coyoacán

Pablo Boullosa

de literatura! El poema describe nuestro presente, que es también nuestro pasado, que es también nuestro futuro, y al hacerlo se da tiempo para recrear nuestros mitos, nuestras ilusiones, nuestras esperanzas (el pasado, el presente, el futuro): De prisa, dijo el pájaro: encuéntralos, encuéntralos, A la vuelta de la esquina. Detrás de la primera puerta, En nuestro primer mundo. La orden del pájaro pudo haber sido: “encuéntralos y búscalos, en ese orden”. Pero al parecer el pájaro no tiene sentido del humor. ¿Qué pájaro es ése? Seguramente, el águila parada en un nopal. (Ya se ve por qué no tiene sentido del humor: todo su sentido se le ha ido en el sentido de la orientación.) “En nuestro primer mundo” se refiere, desde luego, a Santa Fé. Allí es donde hay que buscar ahora el eco de los pasos, pues ya los pies calzados con zapatos de arriba de mil pesos se comprende que llamen

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la atención del poeta, para el cual no solamente el tiempo futuro es como el tiempo pasado, sino que una calle puede en realidad ser otra calle donde: Sólo son reales las compras. Sigue Eliot: Así que avanzamos, juntos, en procesión solemne, A lo largo del callejón desierto, Hasta llegar a la glorieta, Para asomarnos a la fuente vacía. Seco el estanque, seco el concreto, y con tierra en los bordes. Y se llenó el estanque de agua solar… La falta de agua tendrá sus ventajas, pues permitirá que las fuentes y los estanques se llenen con agua solar, un compuesto seco pero altamente poético. Claro, no faltarán los que desconfíen del agua con adjetivos. Pero aguas, el poema de repente anuncia


Leerás a Eliot en Coyoacán

que algo puede cambiar: Luego pasó una nube y se vació el estanque. Por un momento (menos de medio verso) amenazó la lluvia pero ni así se llenó la fuente. Otro augurio que no se cumple. Ni modo. Váyanse, váyanse, dijo el pájaro: el género humano No puede soportar tanta realidad. Una de las admoniciones más famosas de Eliot. Nadie puede soportar la realidad de que, por ejemplo, estemos construyendo ya el cuarto círculo del infierno, allá por las colinas del poniente. Hemos completado a la perfección por lo menos los primeros tres. Primer círculo: el peligrosísimo perímetro del Centro histórico. Segundo círculo: el aún menos hermoso Circuito interior. Tercer círculo: el intestino más grande del mundo, el Anillo periférco. (Cuando dizque circules por éste último, ten cuidado del Volvo alimenticio.) El cuarto círculo está en construcción con-

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tinuando los puentes del Poniente. El quinto círculo habrá que imaginárselo en todo su horror, y el sexto, y el séptimo, y el octavo, y el noveno. No nos librará, creo haberlo dicho al principio, ni la mala traducción de Austral. Y es que, en palabras nuevamente de Eliot, “lo que llamamos el comienzo a menudo es el fin, y llegar a un fin es provocar un comienzo”. Por eso este comienzo (este fin) de Cuatro cuadras culmina así, en la traducción literal que produzco a partir de Eliot: El tiempo pasado y el tiempo futuro, Lo que pudo haber sido y lo que ha sido Tienden a un solo fin, presente siempre. El infierno es aquí: el tiempo futuro es ya el tiempo presente. Y es idéntico a lo que oímos allá, en el pasado. Caerá la lluvia, pero no habrá agua en las fuentes. Cuando leas a Eliot en Coyoacán, cuídate de salir a la calle.

Pablo Boullosa. Artículos y ensayos suyos han aparecido en publicaciones como Reforma, El Universal, Letras libres, Este País, Vuelta, Textual, Cultura Urbana, etc. Publicó en 2005 sus versiones de Los poemas de amor de Marichiko, de Kenneth Rexroth. En ediciones privadas ha publicado Ideario del Conde Montecristo y 40 y Safo. Conduce los programas de televisión La dichosa palabra y Domingo 7. CULTURA URBANA 73


Crónicas de pueblos y ciudades Dos pasajes de Iztacalco Rosa Muñoz Malagón

Dos pequeños relatos de Iztacalco. Contados con el recuerdo de la viva voz de un pariente cercano ya muerto o de amigos o maestros de la autora, quién se suma a los cronistas del pueblo

I Tengo 84 años, nací en 1905. Mi madre fue Guadalupe Ramírez y mi padre Toribio Muñoz, el trabajo de él era construir pozos profundos para la extracción de agua; de ese matrimonio nacimos dos hijos varones: Valente y Mauro Muñoz Ramírez. Les voy a contar unas vivencias de mi infancia: Nací en el pueblo de Iztacalco, donde todos andamos descalzados, pero con los pies muy limpios. Esto es un orgu­llo nuestro. De lavarlos tanto quedan muy colorados (desde niños nos decían los pi­ llones). En aquel tiempo existían muchos lagos y sobre ellos se cons­ truían islas flotantes llamadas chinampas, en donde se sembraban flores y verduras, se construían casas y también se caminaba. El comercio se hacía por medio de trajineras que eran lanchas de madera donde se trasportaban los productos que se cosechaban en las chinampas y también artesanías. En aquel entonces el clima se tornó extremoso, con heladas y sequía. Se acabó todo, no sólo en mi casa, sino en todo nues­tro país. A este tiempo se le llamó “ La decena trágica”, por que había viruela negra, tifo, hambre, escasez de agua y epidemias. La gente estaba desesperada en buscar alimento: maíz para tortillas y frijol. Para huir de las epidemias andaban de un lado a otro.

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Siendo muy pequeño quedamos huérfanos, mi padre murió de tifo, no existían aquí en México vacunas ni medicamentos y los que existían no estaban al alcance de gente como nosotros. Todos se curaban con yerberos o curanderos, mi madre tuvo que trabajar para que no nos faltara de comer, encontró un trabajo en una ha­ cienda gracias a una amiga suya, mi madre era buena cocinera pero con niños no la aceptaban, así que ella nos escondía en unos canastos enormes de carrizo, llamados chundes, ahí nos metía y nos dejaba nos colgados en un clavo, tapados con lana, bajo la condición que no hiciéramos ruido, ni nos moviéramos y de vez en cuando nos daba un pedazo de piloncillo y tortillas, esto era nuestro alimento. Mi hermano tenía cuatro años y yo dos. Después de atender a sus trabajos mi mamá acudía a los cestos para sacarnos, asearnos y darnos de comer, recuerdo que aun me amamantaba: este era el momento más feliz de mi niñez. Así pasaron tres años hasta que una señora que daba órdenes en la cocina nos descubrió, pues teníamos tos. El resultado fue que nos corrieron de ese lugar, para ese entonces contaba con cinco años. En ese momento comenzó un calvario para mi; me tocó cargar el metate (que son piedras negras muy pesadas, se usan para moler maíz y como licuadora). Esta piedra me hizo llorar, con ella


Crónicas de pueblos y ciudades Dos pasajes de Iztacalco

caminé muchos kilómetros, pesaba alrededor de unos cinco kilos, para mi edad esto era un martirio. Mientras que a mi hermano le tocaba cargar ollas, cazuela, jarros, platos. Mi madre cargaba cobijas, ropa, petate, etc... En el camino mi madre se encontró con otras personas que iban a un lugar donde se decía que había maíz: hoy es la Magdalena Contreras, yo corría atrás de todos, en el camino nos daba mucha hambre y era cuando veía lo útil que era esa piedra que cargaba cuando en ella molían el maíz que con mucho esfuerzo conseguían gracias a su trabajo. Y de vez en cuando en el camino encontrábamos nopales, no eran tiernos, si no pencas duras, grandes y espinosas, las cuales abríamos hasta sacar su pulpa a la que se le llama el corazón del nopal que era lo más blandito que se podía comer y así alimentarnos. Recuerdo que mi madre para que el maiz alcanzara para todos los revolvía con asientos de pulque que le regalaban y el hiche del maguey (pulpa del maguey), con esta mezcla nos hacia también atole.

Rosa Muñoz Malagón

Después de mucho caminar llegamos a un caserío y mamá de nuevo buscó trabajo, permanecimos sentados debajo de un árbol esperándola. Ahí vimos como corrían las tropas yanquis y también como moría un caballo, al cual de manera inmediata descuartizaron los soldados y se comieron en trozos de carne cruda mientras decían algo que yo no comprendía; algo así como pata pata y se lo comían (pâté es pedazo de carne) al fin se saciaron y se retiraron. Nosotros sigilosamente nos acercamos y nos tocó algo de esa carne, la guardamos y mi mamá vino prendió fuego y la hirvió. II Otro pasaje que quiero contarles es el de la educación: No había escuelas, nadie en el pueblo sabía leer y escribir. Hasta que surgió un hombre que se llamaba Gregorio Torres Quintero, tenía pensamientos limpios, pensaba en su patria y luchaba contra la gente adinerada de esos tiempos para que todos tuvieran educación. Aquellos ricos se oponían porque nos les convenía que sus trabajadores dejaran de ser ignorantes y reclamaban sus derechos. Casi nadie

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Crónicas de pueblos y ciudades Dos pasajes de Iztacalco

Rosa Muñoz Malagón

hablaba castellano, solo sabía lo elemental, frases como: sí patrón, gracias a su merced. Gregorio Torres Quintero inicio una campaña de alfabetización entre los peones. En mayo de 1911 logró que un veinte por ciento de peones de distintas haciendas supieran leer, el otro ochenta por ciento era analfabeta. Desafortunadamente este proyecto se truncó por traiciones políticas. Los que lograron aprender se compraban un librito llamado silabario, era un libro que los

enseñaba a leer sin maestro, pasaba de mano en mano y, ayudados por alguna persona que sí sabia leer y escribir, aprendían, haciendo creer al patrón que sólo algunos lo hacían y que esto les ayudarían a manejar y contar mejor sus riquezas. Así surgieron los capataces de las haciendas que administraban y vivían para servir al patrón. Los capataces a su vez enseñaban a sus hijos y así nació la educación en México.

Rosa Muñoz Malagón. Es cronista de Iztacalco y autora de innumerables cuentos y poesías.

LA ACERA DEL FRENTE

Carlos Monsiváis Si algo se conoce de las ciudades fronterizas es el sistema de viajes de la gran mayoría de sus residentes: —del rancho que es el tedio redimido por la sensaciones periódicas de importancia a la ciudad donde el anonimato es sinónimo de la clandestinidad, —de la ciudad pequeña a la obtención de libertades desconocidas, —de la mirada fija en imágenes del sueño laboral a las oportunidades en serie aunque casi todas sean iguales, —del goce del aprendizaje del inglés al recuerdo de los cielos azules y las regiones transparentes todavía nombradas en español, —de la familia tribal a la familia nuclear, —de la numerosa descendencia a la descendencia que se ajusta al tamaño del apartamento, —del gusto por ver a los paisanos a la urgencia de hacerse de paisanos nacidos en todas partes, —de la intolerancia a la tolerancia que se inicia como resignación ante la conducta ajena que no se puede modificar, —del ágora creada en un patio de vecindad al saludo apresurado en la colonia popular, —de las veladas familiares al autismo televisivo, —de la organización de la vida familiar en torno a programas de moda al sexo entendido como “las horas sin televisión”, —de la protección violenta de la honra al deseo no tan secreto de que el adulterio de una o de las dos partes revigorice la relación marital, —del aprecio lejano de lo moderno a la nostalgia confusa de lo tradicional, —de la gana de provocar la envidia de los propios al miedo de incitar la codicia de los extraños. De Tijuana sessions, 2005

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La peste en la ciudad Armando González Torres Presagios Dicen que germina en las caricias más delicadas, que ofende de pronto los olfatos con una saliva pestilente surgida de los seres allegados, que se hace invisible, que gasta bromas turbias, chanzas sombrías, que suele lastimar a quienes juegan a ser invulnerables, que suele tullir a quienes traman alguna felonía, que aparece en las calles con los primeros signos de la tarde y se oculta en el espesor de las albas desoladas. Advertencia Debes saber que pernocta en escondrijos urbanos, cobijada por animales ciegos y aviesos; que gusta de esas victorias sórdidamente prohijadas en la oscuridad. Si has escuchado su sedicente susurro, procura escupir y lávate los oídos. No sucumbas a la alquimia de sus ojos blanquísimos, ni te dejes engañar por sus falsificadas plegarias. Nostalgia Esos días de presagios y nublados horizontes, esas noches de neón y de tormenta, esos días de fétidas inspiraciones y abúlicas exhalaciones, cuando la mente se anegaba distraída en sus vapores y la memoria se perdía abismal en sus neblinas y el espíritu abonaba sus temores y el cuerpo se ofrendaba a sus horrores, aún la enfermedad no vedaba esos placeres. Esos días inconstantes de bulimia, esos días retozantes de fortuna, esos días de soledad irredimible, las largas delectaciones en el olvido reprensible, la ebriedad reiterada y la animosidad punible. Esos días afócidos de lúgubre fastidio, con sus lerdas horas de lascivia lánguida o sus exangües instantes de iluminación y de locura y ese fondo de rencor y de amargura, donde flotaban las cabezas de los viejos y destilaban su sangre los embriones y los pecados más provectos o las más inocentes perversiones mezclaban sus aberrantes proporciones y volvíanse licores ostentosos, emulsiones autofágicas que acuñaban la violencia en nuestros ceños.

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La peste en la ciudad

Armando González Torres

Sermón Ahora que lo insignificante se vuelve vertiginoso y que el vocablo caprichoso de las ciencias médicas nos gobierna. Ahora que estamos sometidos a esas voces infamantes que prescriben, a esas voces tipludas que aconsejan, a esas demandantes voces que regañan. Ahora que respondemos con esas voces obedientes que susurran, esas voces que andan como gusanos en la superficie corrompida de la carne, o ascienden como larvas en herida de extranjero, o anidan como abscesos en el oído de la estatua. Salutación Bajo la aborrecida estatua, donde buscan palomas sustento miserable, donde viejas enfermas se sientan a esperar su destino y abrevan frutas parcas con labios desganados. En este atroz paisaje de ciudad ofuscada, en este cruel muestrario de disoluta ansia y exaltación silente, con el recuerdo de la inflamada herida y el hedor infidente de nuestra idolatría prodigo en la mirada una salutación adversa. Todo esto No se descarta que todo esto responda a una conjura de átomos, que azares réprobos y violentos conspiren en la oscuridad del cosmos, que hechos escabrosos, improperios y venganzas expulsadas por la historia anhelen reproducirse y que todo esto aceche a la vuelta de la esquina con la apariencia de un gesto amigable. Extreme sus precauciones, recuerde que somos débiles, cuente los pasos para evitar un encuentro y eluda los escondites en donde podría ocultarse algún beso en la mejilla.

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La peste en la ciudad

Armando González Torres

Relato de la benefactora Era la meserita de mi cafetín preferido. Ahí pasaba yo tardes interminables bebiendo cerveza e intentando aliviar el aburrimiento de mi prolongada e indolora rutina. Un encuentro fortuito en la calle fue pretexto para disminuir distancias e iniciar un trato amistoso que, contra todas las recomendaciones sanitarias, pronto se convirtió en intimidad. Para ser francos, la convivencia no redimió nuestros días carcomidos, aunque nos dispensase algún ligero paliativo. Ella, por ejemplo, solía conmoverse con el relato de mis desventuras y desesperaba ante mi adversa situación presente; cierto sentido le daba a su sencilla existencia la consolación de un alma desdichada. Yo, por mi parte, experimentaba una atípica indulgencia ante la contemplación de su pobre indumentaria, ante el roce de su aliento afligido y aun ante el cáustico olor de su saliva, seña inicial de un contagio lamentable.

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La peste en la ciudad

Armando González Torres

En respuesta a la pesquisa Por supuesto que la recuerdo: se hacía llamar Taís, tenía la voz ronca de una anciana y la doble moral de una adolescente. Recuerdo la falta de gusto con la que elegía su indumentaria y recuerdo que, cuando íbamos a restaurantes, solía ofrecerme comida de su plato o tomar comida del mío, en franco desacato a nuestras disposiciones sanitarias. Confieso que el hastío o el vicio nos conminaron a intimar. Muchas noches, tantas como mi oprobio, cohabitamos en moradas casuales. Ella se empeñaba en encontrar sublime aquello que carecía de pena o de gloria; yo, incapaz de resistirme al elogio, asentía con el silencio a aquellas exageradas apologías de nuestro comercio carnal. Dejamos de vernos cuando mi delicada constitución, ya mellada por la enfermedad, resintió el ajetreo de más de una mujer. Como fue acordado con las autoridades, me enclaustré desde entonces en esta biblioteca de segunda mano. Supe que ella, sin remedio, se empleó en otra relación inconveniente. Es todo lo que puedo decirle. Tienda de antigüedades Afuera, el rumor de una lluvia insistente sobre las baldosas; adentro, la caótica convivencia de deidades. He aquí la hembra adorada en las regiones de islas y arenas, los dioses cesantes que alguna vez presidieron aquel gozoso archipiélago, las vírgenes tolerantes de los cultos paganos, los héroes magnánimos que casi se confundían con dioses, los santos llenos de llagas o aquellos otros que, comprada la beatificación, mantienen el rostro bien conservado. Todos apilados, confundidos bajo el polvo y el ritmo monótono de un tango. El cliente percibe el olor a humedad, mira las oquedades en la pared, las telarañas sobre los objetos y piensa inevitablemente en esa erosión indolora e irreversible que acecha su cuerpo. Comprará algunas figuras, las más baratas, para ampliar su acervo de dioses domésticos y para emprender distraídas rogativas en los momentos de ocio. Por supuesto, sabe que nada le puede ya salvar de la condena, del implacable destino entrevisto en las horas más sombrías del tedio.

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La peste en la ciudad

Armando González Torres

Dignidad del saludo Hay palabras inusuales, formas de pronunciación indefinibles que utiliza la gente y tú no entiendes. Tu propia esposa dice a veces palabras que no entiendes y te parece una desconocida. No es por intrigar, pero en esa extraña manera de decir sus palabras aparecen los barrios de su infancia, sus antiguos amores, sus amantes y todas las cosas que no hizo por casarse contigo. Ah, pero tú: hay palabras tuyas, imploraciones, impostaciones y genuflexiones de la voz, en que suenas tan falso, tan cobarde, tan rastrero, que te darían náuseas si pudieras escucharte. Sin embargo, hay otro tipo de palabras: hay palabras que te encuentras cuando estás cansado y te confortan, hay palabras curativas que, en la medida de lo posible, consuelan tu agonía. Son palabras certeras –y no precisamente rimbombantes– son palabras sencillas que saludas en las calles llenas de cadáveres y te contestan “buenas noches, Dios lo cuide”.

Del libro inédito La peste Armando González Torres. Poeta y ensayista. Su libro más reciente es ¡Que se mueran los intelectuales!. Publica regularmente en los suplementos y revistas más importantes del país.

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La ciudad bajo las ruedas Juan José Reyes

El reino del automóvil es parte del imperio del consumo, y éste descansa en la proliferación indiscriminada de la imagen. Un utopista sensato, no demasiado ganado por el optimismo, al menos concebiría que la sensibilidad de los ciudadanos dejara de ser paulatinamente mermada por la voracidad del mercado, la estulticia generalizada del radio y la televisión, los ataques de la publicidad

El caos y la utopía proceden de una derrota: los seres humanos no han podido organizar sus vidas en común de modo armónico. El caos comienza sigilosamente, con pausa, sin hacerse notar demasiado, dando apenas señas de sus poderes. Causa entonces leves deterioros, breves interrupciones del orden que puede mantenerse sin dificultades mayores. Cada ciudad aloja, se diría que inclusive de buen grado, un número determinado de elementos que perduran y se multiplican a contracorriente. Las de hoy son ciudades de locos o al menos de neuróticos o también de moradores que por donde sea y a toda costa procuran sus escapes diariamente. El modo de ser de una ciudad equivale al modo de trabajo de sus habitantes. Y todo parece ser trabajo para numerosísimas masas de la población. La vida ocurre en las calles, en las que hay que cuidarse, en donde las energías se agotan en interminables traslados cotidianos, de donde el paseo y el placer han sido echados. Irrumpe el caos citadino por dos vertientes: la naturaleza y el progreso, es decir la cultura. Inundaciones, epidemias, terremotos: las fuerzas de la naturaleza, salvo las manifiestas en la enfermedad, han sido imparables y devastadoras. De California a todo lo largo del esbelto territorio chileno, a través de la Falla de San Andrés, los

temblores continúan cimbrando ciudades pequeñas y mayores. Los chilangos conocemos muy bien esta historia terrible, una historia de caos y dolor. La vertiente progresista es, sin embargo, la que con el mayor ahínco y con eficacia plena ha traído el caos a las ciudades. Todo comienza, como bien se sabe, con una célebre victoria de los hombres ante la naturaleza. No conforme con la velocidad que le dan sus piernas, los seres humanos se valieron en una primera etapa de animales para ganar metros y ganar tiempo. De los asnos y los caballos se dio un gran salto hasta los carromatos, las carretas, hasta llegar a los autos último modelo. Mientras, los campos fueron surcados por trenes de velocidades y eficiencias mayores cada vez (salvo en el caso mexicano, donde ha sucedido otro desastre a explicar con suficiencia). El automóvil trajo velocidades incomparablemente mayores, cuando éramos pocos y cuando eran pocos los automóviles. El mundo entero conocería con tal aparición modalidades distintas del caos, nuevos deterioros. En los países víctimas del neocolonialismo contribuyeron al caos el abandono del campo, la falta de servicios, el fracaso educativo, el abismal rezago científico y tecnológico. En México se sumaron, infaltables, la incuria y la

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La ciudad bajo las ruedas

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corrupción y la ausencia de perspectivas. En honor del automóvil y sus orondos y ascendentes usuarios se cubrieron de cemento y se entubaron los ríos de la ciudad, se tendieron viaductos que hoy son a casi toda hora gigantescas ristras neuróticas donde desesperan transportistas, hablan ahora con disimulo o con descaro desde sus celulares conductores impuntuales o meramente instalados en la trivialidad, se escuchan en el radio las noticias y los comentarios de analistas políticos que ahora se creen ellos mismos imprescindibles, terminan de arreglarse caras y peinados las mujeres y los chavos ensordecen oyendo las rolas que las disqueras han asestado en el corto abanico de sus gustos. El Centro de la ciudad, motivo de buen orgullo aun para memorias débiles, fue trazado para una metrópoli que no es la que cono­cemos. Era aquélla una ciudad bien distinta, de negocios y aconteceres sin falta predecibles y siempre renovados, de ritmos que llegaron a parecer sin fin. Pero aquel Centro y sus alrededores, las colonias Guerrero, Doctores, Roma, el propio Tepito, no tardarían en quedarse cortos. Le quedaron chicos al tiempo que con prisa imprevista advinó el progreso imparable. También el tiempo se acortó, y quedó encapsulado en las calles estrechas, junto a edificios que iban siendo abandonados o entraban en un deterioro implacable y tenaz. El progreso abrió entonces sus metálicas tenazas. Abrió sus brazos y ofreció nuevos aires, oxígeno más puro, a millones que veían derrumbarse su paraíso prometido. Como a la de México le pasó a todas las ciudades grandes: extendieron su territorio. En Estados Unidos, fuente del automóvil, se crearon los primeros suburbios, parcelas que funcionaron en sus orígenes como pequeños modelos utópicos, remedios ideales o placebos ante el caos amenazante. En el Distrito Federal se trazaron y construyeron primero, sin esconder lujos urbanísticos y los caudales de dinero que atesoraban los primeros millonarios formados en el siglo XX, Las Lomas de Chapultepec, extensión revolucionaria –por usar un criterio exclusivamente temporal– y sobre todo geográfica de la colonia Condesa. Hay gracias a los árboles en Las Lomas, como se las conoce económicamente, una sensación de aire no del todo perdida aún, de contacto más limpio con la naturaleza.

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Sin árboles pero aprovechando las palpitaciones frescas de la piedra encendida, años después, y en el colmo de la concepción urbanística, nacen los Jardines del Pedregal, al sur chilango. El Pedregal ha contado desde su fundación con lujos diversos: bellas ca­lles donde todo está oculto, guarecido a la vista y las tentaciones por seguras bardas de piedra o metal, puertas amplias de espaciosos garajes, mansiones que uno adivina provistas de jardines que pueden ser exóticos, fuentes y o estatuas que pueden provenir de alguna plaza pública, piscinas inmensas o menores y cursis estanques con patos o inclusive algún cisne, una casa cómoda para el perro, una casa pequeña para el personal de servicio, una cancha de tenis, un salón de juegos donde mesas de cartas, de bi­ llar, de ping pong y hasta una o dos mesas de boliche, estuches de fichas, verdes paños y ruletas, aguardan a que se renueve alguno de los entusiasmos de la compra recién hecha, una sala grande que es la sala pequeña y una sala grande que es inmensa con muebles en los que predominan los colores austeros, en ocasiones el blanco y el negro, una cocina enorme (una como aquélla que hace a decir a Tin Tan en una película: “Pero esto no es una cocina: es una sala de operaciones”) y en la parte superior un amplio pasillo, una terraza semiabandonada, habitaciones con baño propio y su jacuzzi, vestidores amplios. En muchas residencias pintura buena o por lo menos cara. Pero el lujo mayor suele concentrarse en lo destinado al exterior: los automóviles. Las marcas más costosas y las unidades más potentes; las enormes camionetas para las señoras que llevan a la escuela y a cursos que alienten su necesaria creatividad a uno o dos niños en la mañana y en la tarde y los coches serios para los señores, elegantes, cómodos, y para los hijos, ya en la prepa, deportivos dotados de sistemas de sonido de alta fidelidad y gran potencia. Una o dos motocicletas no vienen mal. En los Jardines del Pedregal el ciudadano medio perdería una batalla no sólo por el imposible acceso a la adquisición de uno de aquellos inmuebles costosísimos sino por la ausencia o casi de banquetas en las calles larguísimas. Anulado el peatón, queda sólo el territorio del imperio de la velocidad. Ya en el sexenio de Miguel Alemán comienza a planearse la llamada Ciudad Satélite. Sonriente el presidente adquirió hectáreas y


La ciudad bajo las ruedas

hectáreas al noroeste del Distrito Federal y se propuso venderlas para crear una ciudad alternativa. De ‘ciudad’, lo cierto, Satélite tiene muy poco: casas y calles y establecimientos comerciales, algunos colegios, algún templo. En los años cincuenta el proyecto del suburbio toma cuerpo. El arquitecto Luis Barragán y el escultor Mathias Goeritz ponen su genio en esbeltas y rotundas torres que servirán de nuevo emblema, aunque los paseantes y los moradores primitivos no dejen de manifestar ante ellas indiferencia, incom­prensión o franco desagrado. Como su hermano rico y mayor, el Pedregal sanangelino, Satélite –como se le conocerá siempre– carece de banquetas y viene a ser un nuevo homenaje al automóvil. La idea ‘pegó’. Alemán, que había construido los primeros multifami­liares en el D.F., sabía que aquellos edificios conglomerados en muy poco tiempo serían insuficientes. Por más que se establecieran unidades gigantescas como

CRUCERO

Woody Allen se escapa

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la de Nonoalco-Tlaltelolco, años después, se vería pronto que la explosión demográfica vencería toda previsión y toda prevención. En realidad las autoridades sólo previeron en función de los negocios privados. Engordaron sus bolsillos mandando al dia­blo todo cálculo racional. Ciudad Satélite sería sólo el principio de un estallido de fraccionamientos que en unos cuantos años acabó por enterrar la idea misma de suburbio para remplazarla por la de fraccionamiento, en una primera etapa, y luego por la de periferia, incluidos los cinturones de miseria y las colonias de paracaidistas. Más al norte de la Ciudad Satélite –nombre que era ya del todo una mera broma– aparecería un emblema nuevo: La Quebrada, un racimo de casas colgando en las laderas de un monte, camino a Lechería. Quedaba sellado el destino de la conurbación (como llaman los especialistas a esta malhadada vecindad) del D.F. y el Estado de México.

Roberto Mesta

Ante el fin -A medida que te vas poniendo viejo, aparece la palabra “legado”. Personalmente, no tengo interés alguno por un legado, porque soy un firme creyente de que cuando estás muerto, nombrar una calle en tu honor no ayuda a tu metabolismo. He visto lo que pasó con Rembrandt y Platón y toda esa gente linda. Simplemente están enterrados. Quizá deje un pequeño legado financiero para mis chicos, no la gran cosa, pero cuando esté muerto no me preocupa ni por un segundo si toman todas mis películas y negativos y simplemente las tiran por la alcantarilla. El gran Shakespeare no está mejor que un vago sin talento que escribió obras en la Inglaterra de Isabel y no logró que se las produjeran y cuando lo logró tú te fuiste del teatro. No es que crea que carezco totalmente de talento, pero no tengo el suficiente para lograr que mi sangre siga circulando cuando me llegue el rigor mortis . Así que el legado no me

importa en absoluto. Lo expliqué mejor con un chiste: “Más que vivir en los corazones de mis hermanos, preferiría vivir en mi departamento”. -¿Y qué pasa con el público que disfrutará de su trabajo cuando usted se haya ido? -Bien por ellos y si, por alguna razón, alguna de mis películas da placer a la gente después de que me haya ido, fantástico; no me opongo a eso. Pero no podría importarme menos lo que pasará con mi obra cuando esté muerto. Cuando eres más joven piensas en términos de gloria, adulación, inmortalidad, pero cuando levantas la mirada y ves adónde te llevan tus senderos de gloria… Por eso me pregunto cuando hablan del legado de los presidentes. ¿De qué se preocupan tanto esos políticos sobre sus bibliotecas y sus audios, o sus rostros grabados en estampi­ llas y monedas? Es difícil parecer presidencial cuando estás en una urna. continúa en la página 106

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La ciudad bajo las ruedas

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La Ciudad de México terminaría siendo víctima de su propia voracidad. Ejerció la autofagia sin recato y sin reserva, en el despliegue cada vez más asfixiante del centralismo. Herencia azteca y española, como observó Octavio Paz, la concentración de poderes –el político, el económico, el cultural– devendría en concentración de conflictos de larga duración. Como ramas de aquellos poderes brotarían nuevas realidades a las que no podría dárseles respuesta satisfactoria: hacinamiento, escasez de bienes y recursos básicos (en primer término el agua), caos urbanístico, acentuación de la pobreza… Sucedió un fenómeno semejante al que ocurre con la globalización: si ahora se globaliza la miseria, en la Ciudad de México se concentraron la corrupción, la miseria también, los diversos efectos del fracaso de la política. Ya en los años del desarrollo estabilizador se vio venir un nuevo jinete del Apocalipsis: la explosión demográfica. El aparato político tardó en reaccionar pero, a última hora, consiguió evitar un estallido de consecuencias difíciles de imaginar. En los lustros recientes ha descendido la tasa de crecimiento de la población, con lo cual –de una manera negativa pero efectiva– no cobró el caos

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dimensiones incontrolables. Sin embargo, aquel freno no pararía el gigantismo chilango ni menguaría un ápice sus problemas formidables. A la vida del Distrito Federal se han sumado –de una ma­ nera marginal, soslayados por los poderosos y por una clase media ascen­dente que sólo ha sido cómplice en las prácticas discriminatorias– muchos grupos de campesinos que han tenido que dejar sus lugares originarios en busca de la supervivencia. Las ciudades perdidas, los campamentos de paracaidistas y su secuela en las calles citadinas –en la ejecución de labores arduas pero mal vistas, remuneradas mediante desembolsos dependientes de “lo que sea su vo­ luntad” – son resultado de una política concebida y puesta en marcha sólo para asegurar la riqueza de unos cuantos hijos o nietos de la revolución, desmadrados artífices de la devastación de la capital mexicana y de todo el país. ¿Dónde está la frontera del D.F.? La feamente llamada mancha urbana se extiende por el oriente desde la Ciudad de Texcoco, el noble terruño de Nezahualcóyotl; por el norte, desde poblaciones no ya del estado de México sino hidalguenses, de los rumbos de Tulancingo; por el sur, rebasa Tres Marías y no exagerará quien diga


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que llega hasta Cuernavaca y otras poblaciones para gozo prefe­ rentemente de los privilegiados, como Tepoztlán; por el poniente, nadie dirá que saldrá del D.F. si viaja a Toluca. La cuestión de los límites sería un asunto menor si no representara sobre todo la multiplicación de los focos de pobreza y de los nudos de conflicto de la vida metropolitana. El caos llegó para estacionarse en las que fueron vías rápidas de escasa duración. Allí los automovilistas pueden pasar hasta dos horas en acercarse a su sitio de trabajo y otro par en volver a sus casas. Tiempo muerto que sirve para el culto de los bienes culturales que definen los intereses de amplios sectores de la población desde la última parte del siglo anterior: el consumo de música de todo tipo (de la grupera a la balada, de los viejos jits del rocanrol a los más recientes del hip hop, de la canción mexicana que resiste de modo inverosímil a la música electrónica.) Los noticieros mañaneros y vespertinos pelean mientras tanto amplias franjas de lo que los locutores llaman audiencia, un público que comienza a sentirse cada vez más activo y opina de toda clase de asuntos con mayor o menor vehemencia. Nuevas estrellas surcan el cielo chilango: los periodistas de micrófono, lectores de noticias, comentaristas autollamados analistas, de un lado; del otro, los políticos (o en ge­ neral la gente de poder, porque se incluye también a los dueños del dinero), siempre listos para cambiar la historia del país o para no permitir que los demás lo hagan, se salgan con la suya. Los coches son parte de la cadena que apresa al ciudadano. Lo instala en un lugar ideal para el consumo: información, publicidad e inclusive consumo de bienes concretos como golosinas, comida chatarra, ciga­ rros, máscaras de luchadores o de políticos preferentemente en desgracia pública, manuales de ortografía, ejemplares de diarios y revistas de alto tiro. El coche se ha convertido en una extensión del territorio propio no nada más por un sentimiento de posesión ge­ neralizado sino por las horas en que sirve de morada. Pero el automóvil está lejos de ser una especie de casa rodante. Zona de agobio, olla de estrés, oficina de las postergaciones, región de pleitos de pareja o de encuentros amorosos al vapor, motor de deudas que las autoridades no dejan de fabricar, el automóvil es también escudo y arma, prenda de tentación, objeto de arrepentimientos. Es el corazón del caos citadino, mucho más que

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el metro, sitio consagrado para el tumulto, y mucho más que los microbuses, viejos o maltratados vehículos con asesina fama. Al crecer de manera que adverbios como ‘monstruosamente’ no fuesen ya hiperbólicos, la Ciudad de México se ha negado a aceptar su condición. Ensancha vías rápidas que pronto son insuficientes; superpone unas a otras, diseña y construye distribuidores que agilizarían la vialidad. Nada alcanza. Las necesidades del progreso generan autoimposiciones irrompibles: quién, que contara con la mínima posibilidad de poseer alguno, no compraría un auto nuevo o por lo menos uno ‘seminuevo’ (adecuaciones del léxico a los tiempos del estatus: dejó de haber carcachas, cacharros). La metrópoli parece haberse vuelto incómoda para todo el que anda en ella: el peatón, el ciclista, el conductor de coches, el usuario del transporte público. El automóvil, al menos, da la sensación de aislamiento. Casa en ruedas, seña ambulante de “posición”, símbolo de supremacías presentes o muy próximas, en todo caso signo de ascenso en la escalera social. La competencia entre un creciente número de marcas y estilos, uno de los logros del salinato, anuncia el cumplimiento de un sueño del primermundismo falso que ha lastimado tanto al país: ofertas para la apariencia, engranajes permanentemente aceitados para reciclar un orden alienante e inmoral. Encorsetada por la periferia, la Ciudad de México ha tenido que crecer también hacia arriba. Si desde los años cuarenta del siglo anterior fueron cayendo casas y vecindades en el Centro y en todo el Primer Cuadro en favor de la construcción de edificios, el comienzo del milenio sorprende a la metrópoli en pleno deli­ rio. La especulación inmobiliaria es un negocio redondo y seguro. A­penas comienzan a hacerse las cavidades para los cimientos, nuevos propietarios adquieren departamentos que pondrán de inmediato a la venta o en renta. La colonia Condesa, que dejó su aire porfiriano primero a una clase media de inmigrantes de procedencias diversas (judíos, exiliados españoles), ha pasado a ser una versión refinada y moderna de la Zona Rosa sesentera. No preguntes cómo ha pasado el tiempo: la explosión demográfica incidió también en la clase intelectual y, a caballo sobre la revolución tecnológica y los avances del capitalismo salvaje en atuendo chic o calculadamente cool, germinaron mundos y oficios novedosos: la juventud ilustrada parecería oscilar entre

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La ciudad bajo las ruedas

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las posibilidades cibernéticas de la imagen y la expropiación de modales correctos políticamente. Actualizados, puestos al día, los jóvenes o no tanto de la Condesa recitan direcciones neoyorquinas o euro­peas, rankings literarios o cinematográficos. Pueden conocer lo más reciente de Paul Auster y pueden pagar para que una conversación no caiga en las letras nacionales del XIX. Sus modelos son Buenos Aires y Barcelona, sus mundos ideales, las utopías asequibles. ¿No se puede ser al mismo tiempo salinista y revolucionario? Al no responder, optan estos chilangos por esperar el reventón a partir del jueves en la nochecita. Qué lejos está la Condesa de los otros rumbos capitalinos. Junto a una renovada colonia Roma, la Zona Rosa, cuya restauración han vuelto a anunciar las autoridades, la Cuauhtémoc y otros barrios del México por el que originalmente fue extendiéndose hacia el poniente y el sur el Centro, la Condesa parece vivir en una atmósfera contra­ria a la del resto de las colonias. Por el oriente y por el norte sobre todo, existe una Ciudad de México en donde el único lujo es la supervivencia, el trabajo precario, el reposo fugaz. La carencia es la nota común: escasez de aire, de espacio, de agua, de limpieza, de una arquitectura mínimamente decorosa, de bienes y sitios culturales, de calles en condiciones de veras transitables. A la escasez co­r responde el exceso: inseguridad, mal gusto, abusos, olvido y marginación. El caos es el sello de todos los días, ahondado por la insuficiencia de los servicios de salud, de educación. La distancia que hay entre los capitalinos pudientes y los otros corres­ponde a la sorpresa, la alarma y el disgusto con que muchos de los primeros recibieron la noticia de que el gobierno de la ciudad ayudaría, de manera inmediata y concreta, a miles de pobres de edad mayor. Y sin embargo aquel caos tiene un orden. Tiende naturalmente a generar modos de organización, de resistencia. En la Ciudad de México se ha perdido mucho pero pervive el brío, subsiste la tenacidad y se multiplican espontáneos modos de solidaridad y defensa. En la gran urbe se vive a la defensiva. Como si los demás estuvieran allí, alrededor, delante de uno como adversarios o, lo menos, como cargas que hay que sobrellevar. Frente a los otros se sostiene la lucha por el sustento diario, la búsqueda de trabajos que no sean lastimosamente retribuidos, que no se definan por la inestabilidad o la fugacidad, que no vayan contra la propia dignidad. ¿Son viables

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proyectos que rebasen el día a día? En un mundo marcado por la escasez y la precariedad los otros se me aparecen como rivales o como cómplices o, el caso positivo, como compañeros no ya en desgracia sino en lucha. A las autoridades les toca aquí cumplir un papel: apoyar esta lucha, facilitarla, despojarla de su carácter caótico y reanimar su vitalidad. La utopía citadina Desde los años setenta ha brotado entre los chilangos la idea de abandonar la ciudad. Irse de la capital, no ya en busca de estimulantes o vías de escape que contradijeran los oprobios de la industrialización sino tan sólo en búsqueda de aires nuevos. El Distrito Federal, a fuerza de medidas centralistas, terminó ahogándose, asfixiado tanto en un sentido físico (espacial, atmosférico) como en el social, humano. Orgullosa de su poderío, la capital del país fue ganándose el aborrecimiento primero y luego la conmiseración de los habitantes de la provincia. Al “Haz patria: mata un chilango” siguió el susto, o al menos el recelo. Los chilangos comenzaron a emigrar. Fueron poblando sitios remotos y escasamente habitados como Cancún, y luego pusieron los ojos en ciudades medias. Guadalajara y Monterrey, cunas de aquel aborrecimiento, dieron pronto noticia de que los mismos males que atacaban la vida defeña no tardarían mucho en desplegarse en su seno. Los objetivos fueron vistos en urbes que estuvieran más allá del alcance inmediato pero que se hallasen más o menos cerca de la capital. No se pensó entonces tanto en Toluca o Cuernavaca o sus alrededores (enclave more­ lense de casas para el fin de semana o para el retiro de un amplio sector de millonarios) sino en ciudades que durante décadas habían conseguido mantenerse a salvo de la subversión del Edén. Ciudades conservadoras, donde aún eran posibles conceptos como ‘decoro’ o ‘recato’ se abrían a la avalancha del progreso. ¿Podrían convivir los signos del progreso con el peso de las tradiciones? No parece ser ésta la pregunta que haya que respon­ der. Las tradiciones, en cuanto soporte de valores o de moralidad, van claramente en retirada. En las ciudades mexicanas las iglesias se despueblan y los curas y sus jefes al parecer no tienen más que acogerse a los reflectores de los medios de comunicación para dar


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sus batallas en el desierto. El catolicismo va quedando a la zaga, detrás de la devoción guadalupana, amalgama de identidad, fuen­ te de certidumbres renovadas a golpe de sufrimientos y alegrías efímeras. Nuevas sectas y religiones se afanan por formar rebaños dóciles y redituables. Pero la vida urbana ha proseguido su tendencia a lo profano, de manera muy marcada al cultivo del placer. El reino del automóvil es parte del imperio del consumo, y éste descansa en la proliferación indiscriminada de la imagen. Las ciudades mexicanas, y no en lugar secundario la capital del país y su llamado Centro Histórico, ha sido víctima de una constante ofensiva a cargo de publicistas, empíricos o profesionales, vernáculos o multinacionales, que las han infestado de anuncios que van de la espec­ tacularidad más manifiesta hasta la ramplonería kitsch, el desterni­ llante mal gusto, el gesto estulto, la grosera invitación y la comunión de los afanes en un solo verbo: comprar. Ciudades como Querétaro o San Luis Potosí han podido librarse de tales embates sólo de milagro, en virtud de que las autoridades y la población han podido confiar aún en los poderes y las virtudes de la memoria. Es curioso. ¿Ser un utopista podría representar en nuestros días ser un nostálgico? En buena medida, ocurre así. Del modo en que los turistas, sobre todo jóvenes, acuden a playas todavía vírgenes o apenas mancilladas por las hordas viajeras, los que abandonan las ciudades grandes presienten que en la imposible vuelta al pasado estaría una suerte de salvación de la vida en las ciudades. A la reducción de los espacios urbanos corresponde un ajuste general de las dimensiones: mantener un importante número de calles en su amplitud original; tender sólo nuevas vías en los alrededores; privilegiar el paso de los peatones sobre las carreras o las filas de los automóviles. El cuidado de la atmósfera habrá de consistir cada vez más no sólo en los controles anticontaminantes sino, en medida análoga, en la proliferación de parques y la preservación total de zonas naturales. En algunas ciudades europeas recientemente se ha puesto en marcha un sistema de desaliento del uso de automóviles: se trata de no adquirir unidades propias sino de utilizar autos comunes, que son arrendados a petición de los suscriptores y cuya variedad está dispersa a lo largo de cada una de esas metrópolis. ¿Es necesario llegar a “tocar fondo” para reconocer las ventajas incluidas en una medida tal? ¿En México qué

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se necesita para hacer ver a las señoras de camionetotas y a los señores de coches último modelo que la propiedad de sus vehículos no los hace mínimamente mejores, y que si algún cambio les traerá no pasará de una superficie más bien lodosa? Una sociedad dominada por las apariencias mantiene escasamente alerta el ánimo solidario. Dedica la mayoría de sus empeños al consumo, a la obtención y la ostentación de bienes materiales. El índice de sus necesidades rebasa por mucho el nivel razonable. No se busca una buena educación sino una educación que vuelva “competitivos” a los niños y los jóvenes. Importan infinitamente menos los libros que los nuevos aparatos de adelanto cibernético al servicio de la imagen. Para formularse, toda utopía citadina tendría que consistir en la existencia de una base cultural más o menos sólida, referida sobre todo a la convivencia. Todo lo que hace cada día más difícil la vida de los habitantes parece consecuencia del desgaste no ya del sentido de la armonía sino del respeto al Otro. Publicistas y arquitectos se esmeran en hacer cada vez más feas calles y avenidas mediante rótulos espantosos (más allá de sus generalmente torpes extranjerismos expresivos) y edificios de nula imaginación y de inexistente buen gusto. Durante décadas la Ciudad de México los ha padecido, contando con por lo menos con el silencio cómplice de autoridades exclusivamente dedicadas al cuidado del ensanchamiento de sus cajas fuertes y de su futuro político, y también con la callada aceptación de los moradores, sus víctimas de siempre, arrojados diariamente a la percepción de un panorama más que lamentable. Un utopista sensato, no demasiado ganado por el optimismo, al menos concebiría que la sensibilidad de los ciudadanos dejara de ser paulatinamente mermada por la voracidad del mercado, la estulticia generalizada del radio y la televisión, los ataques de la pu­blicidad. Hace décadas Alfonso Reyes advertía de los peligros que significaba la música comercial en una industria radiofónica aún entonces incipiente. Nadie le hizo caso, y hoy todos pagamos. Se trata desde luego de un solo ejemplo. Los ene­ migos de la sensibilidad se reproducen a toda velocidad, corren como autos último modelo. Son desechables y de inmediato reemplazables. No atacan nada más a los marginados ni a los que no acceden a colegios y universidades caras. En tales colegios y uni-

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versidades operan aun con mayor poder, sin clemencia. Son mucho más peligrosos para la vida urbana que los delincuentes que los informativos han trepado a las ocho columnas. Son tan devastadores como fueron los políticos que gobernaron la Ciudad de México antes de que en ella se pu­diera elegir con democracia a los gobernantes. Son los menos, desde luego. Los dueños de poderes intangibles y muy duros: las cuentas bancarias, los almacenes, los automóviles, las camionetotas, los departamentos que compran y revenden, los especuladores, los mercaderes de bienes y males. La utopía urbana traza sus contornos y colorea su contenido a partir de bases concretas pero aún inconsistentes: la resistencia ciudadana. Tendría que enderezarse ésta en contra de sus enemigos formidables: los beneficiarios de la globalización. Tendría que basarse en un despliegue cultural sin pre­cedente y tremendamente ambicioso: basarse en la lectura y en la creación. No bastan esfuerzos aislados y pobres en esto. En una ciudad Argentina, por ejemplo, los habitantes de los barrios se han organizado para efectuar unidos labores de rescate. Rescatan su pasado, van en busca de sus parques, los cuidan, los embellecen, se afanan en reinstau-

rar la dignidad de los tendajones, las boticas. Ganan la calle a los de coche. Previsores, trabajan para el futuro: toman con frecuencia determinada fotografías de los distintos puntos del lugar, se toman fotos de ellos mismos. Se reúnen. No tienen una sola tendencia política sino que ven en la diversidad un asunto tan natural y lle­ vadero como las aficiones deportivas. Se juntan en cafés, bares. Todos trabajan, estudian. Unos viven con poco, otros con más que suficientes medios. Las suyas son buenas ideas, y son realizables si se ponen en juego paciencia e imaginación. Mucho depende de los vecinos, lo más importante, pero resulta claro que las autoridades por lo menos habrían de dar ciertas ayudas. Ya, gracias a las labores que se han hecho recientemente, andar por el Centro chilango es agradable y reconforta en tramos considerables. Aún faltan cosas –como la indispensable uniformación, con buen gusto, del rotulaje–. En Tepito, como aquí en Cultura Urbana se ha documentado, muchos pobladores se declaran en resistencia, lo cual significa que tratan de aprender más, leer, escribir, bailar, pintar por iniciativa propia. Y se han organizado para ello. La ciudad sólo podrá salvarse así: con imaginación sensible.

Juan José Reyes. Es crítico literario. Su libro más reciente es acerca de dos filósofos mexicanos del siglo XX: El péndulo y el pozo. Ha publicado un incontable número de ensayos y textos críticos en los medios más importantes del país.

LA ACERA DEL FRENTE Carlos Monsiváis Lo urbano es hoy el don de negociar a diario la armonización de los opuestos, de los contrastes entre fealdad genuina y belleza prefabricada, entre la prosperidad que le llega a unos cuantos y la pobreza que se expande. En América Latina lo urbano es también lo reacio a la disciplina, el milagro del orden pese a todo, la combinación siempre incierta entre fortaleza y fragilidad, lo que en sí mismo empieza y se consume, lo que casi sin paradojas le permite a la generación actual desquitarse de la indiferencia que le han de profesar las venideras (“Con tal de que no nos olviden del todo, aquí les dejamos estas ruinas”). En el siglo XX y casi hasta nuestros días, las ciudades de la frontera norte de México se han especializado en armonizar las improvisaciones. Ya que aquí nos quedamos, por lo pronto hasta aquí le damos importancia... las ciudades se arman con la paciencia y la impaciencia de los migrantes, y sus ensueños y ambiciones; han querido vivir en Estados Unidos y no lo han conseguido, fundan dinastías aprovechando la vigilia donde se aguardan las oportunidades, se diseminan entre los cerros y organizan las colonias populares, descubren cómo el intercambio de credulidades afianza los prestigios (“Sé que eres un gran médico, y tú mejor que nadie aprecia el gran abogado que soy”). De “¿A dónde vas que más valgas?”, El Universal, 2007

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Aforismos sobre el cinismo Alfonso Ramírez

• Al cínico termina venciéndolo su propia inteligencia. Incapaz de olvidarse de sí misma, aquella inteligencia se rebela ante lo melifluo, lo tonto y lo soez. Pero no puede vencerse, es poca cosa para enfrentar la vida. Acaba quebrándose. • El cínico no quiere y no puede ser un sentimental y cuando no tiene más remedio que serlo consigue sólo remedos, copias malas, emociones y sentimientos demasiado efímeros y frágiles. • Necesita batallas, duelos en los cuales jugar una supremacía que a nadie le interesa gran cosa. Se pone a prueba sobre todo ante él mismo, y termina invicto. Pone las reglas, extiende las justificaciones. No lamenta más que errores que sólo él conoce. • No admitir ante los otros más que un mínimo de errores, e insignificantes. Pero tener cuidado siempre de que esos errores sean distintos, no sean comunes. Equivocarse gloriosamente en todo caso.

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Aforismos sobre el cinismo

Alfonso Ramírez

• Lo que parece puro cinismo en el conocido chiste marxista (“Nunca entraría a un club donde aceptaran a gente como yo”) es claramente un gesto de sinceridad. El cínico tiende a despreciar a quien lo quiere. Sabe que no entiende las cosas. • Byron pensaba que la inteligencia conducía hacia la infelicidad. Los cínicos saben que la infelicidad conducirá su inteligencia. • Todos ejercemos el derecho a mentir, como todo el mundo sabe aunque pocos lo acepten. Todos decimos la verdad casi siempre, aunque haya quienes no puedan verla. Los cínicos mienten oportunamente porque suelen decir la verdad. No expresan la mentira sino que la crean en la mente, en el corazón de los otros (las otras). • Los cínicos están con las causas justas cuando puede serles beneficiosa esa suscripción. Piensan que la injusticia radical no tiene remisión. Creen en una suerte de destino o de pecado original. No otra cosa significa la célebre idea de Cioran acerca del “inconveniente de haber nacido”.

Alfonso Ramírez. Estudia Filosofía en la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. CULTURA URBANA 97


LA ACERA DEL FRENTE Carlos Monsiváis “Cuando llegué aquí a la frontera, nomás traía puesta mi gana de irme pronto” El espacio físico lo reduce por la explosión demográfica de las personas y de la pobreza; en el espacio social, lo público y lo privado se asemejan y se intensifican las geografías de la exclusión y las geografías de la inclusión pese a todo. Si hay un sentimiento utópico es el del poder adquisitivo, y si hay un ámbito valorativo es el de la avidez migratoria que localiza las extensiones de terrenos baldíos, se instala en ellas y al cabo de 20 años, acompañada de autoridades, las presenta como un “gran desarrollo urbano”. Y a la frontera norte la define un hecho cada vez más frecuente: la ciudad (la totalidad, el concepto) ya no responde a las nociones tradicionales y más bien se aviene a quienes se proponen vivir allí por un tiempo, el suficiente para disponer la partida. “Nunca pensé quedarme” es muy distinto a “ya me voy”. Ciudades de paso, eso han sido Tijuana en Baja California, Matamoros, Reynosa y Nuevo Laredo en Tamaulipas, Nogales en Sonora, Ciudad Juárez en Chihuahua. El fugitivo de las regiones o de la capital llega a la frontera y modifica sicológica y socialmente la provisionalidad del medio, y procura carecer de reacciones ante el narcotráfico y ante la violencia, la señal más trágica de la urbanización. En las últimas décadas la movilidad espacial en la frontera norte detiene su aceleramiento y aparecen las señas de la perdurabilidad (instituciones, personas, vida cultural, historia recuperada, centros de enseñanza superior, localización de orgullos locales). De “¿A dónde vas que más valgas”, El Universal, 2007

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América imaginaria en la antigua cartografía Emiliano Álvarez

Para la gran mayoría el vacío estuvo siempre al final del mar. Para los letrados y los marineros la realidad esférica de la tierra era conocida. Es sorprendente que en mapas fechados mucho antes del descubrimiento de Cristóbal Colón se describa fielmente lo que hoy es nuestra América del sur

Colón mismo no es un hombre moderno, y este hecho es pertinente en el desarrollo del descubrimiento, como si aquel que había de dar origen a un mundo nuevo, no pudiera pertenecerle de entrada.1 Tzvetan Todorov

Existe la creencia de que en la época de Cristóbal Colón no se hablaba de la esfericidad de la tierra, sino que inspirado por antiguos estudios, se rebeló contra las creencias de su tiempo con el fin de establecer rutas comerciales más eficaces. También es común pensar que se creía que, si se navegaba hacia occidente desde Europa, se terminaría la masa oceánica en algún punto para dar comienzo al vacío. Incluso, un autor como Tzvetan Todorov, en su ensayo La conquista de América: El problema del otro, se refiere a la valentía de Colón en los siguientes términos: “a pesar de toda su seguridad, Colón no podía tener la certeza de que al final del océano no estuviera el abismo y, por lo tanto, la caída al vacío; o bien, de que ese viaje hacia el oeste no fuera el descenso de una larga cuesta –puesto que estamos en la cima de la tierra–, y que después no fuera demasiado difícil volverla a subir...” 2 . Pero, ¿es todo esto cierto? ¿Realmente no se sabía ya que la tierra era redonda en aquella época? ¿Se seguía hablando del fin del océano y de su caída en un precipicio? El libro Mapas Antiguos del mundo, de Carlos Sanz, documenta la falsedad de estas ideas.3 Más aun, se puede ampliar esta noción con la ayuda de Atlas anti­ guo de América, siglos XV y XVI: Que este planeta era redondo se sabía desde Hecateo, que mensurable desde Eratóstenes, que adver1 2 3 4

tido y deducido desde Plinio, Diódoro Sículo y Poponio Mela; navegable ad infinitum desde Nearco, Onesicrito de Cos y Andróstenes de Tarso; que esférico desde Marino de Tiro y Claudio Ptolomeo Alejandrino; con una mare ambiens desde Abu Rihan Birunensis, que los griegos llamaron Megas Kolpos y Sinus Magnus los latinos; que más pequeño en tamaño global, pero mayor de tierras desde Estrabón y Posidonio. Y aun durante la temprana Edad Media europea no faltaron sabios que, a contrapelo de la geografía cristianocéntrica, establecieron mapas tan admirables aunque toscos, como Aurelio Macrobio [...]. Y esto, diez siglos antes de 1492.4 Ambos libros hablan de un gran desarrollo científico antes de que en la Edad Media se impusiera una manera de ver el mundo y se descartaran por completo otras posibilidades. De ahí proviene la confusión que rodea la figura de Colón, pues se cree que en su tiempo (frontera indefinida entre dos épocas) aún no se lograba ver detrás del velo de la prohibición impuesta por la visión judeocristiana del mundo. Pero esto también es falso: desde principios del siglo XV (antes incluso), se comenzaron a conocer

Tzvetan Todorov, La conquista de América: El problema del otro. México: Siglo XXI, 2003, p. 22. Idem. p. 15. Madrid: Bibliotheca America Vetustissima, 1961, pp. 35-38. Gustavo Vargas. México: Trillas, 1995, p. 9. CULTURA URBANA 101


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y difundir los mapas y estudios cartográficos de la antigüedad clásica y de la baja Edad Media, y a realizar nuevas investigaciones de esta índole, algunas de gran importancia, como la realizada en 1492, meses antes del primer viaje de Colón: la primera maqueta del globo terráqueo de la que se tiene registro. Fue elaborada por Martin Behaim, cartógrafo alemán nacido en 1459 y muerto en 1506, en Lisboa, donde pasó gran parte de su vida. Acerca de este artefacto, aún conservado en la ciudad de Nuremberg donde fue construido, dice Sanz que “representa un cuadro fiel de las ideas referentes a la distribución de la tierra en la superficie de nuestro planeta que prevalecían entre los marineros de Europa y especialmente entre los de Portugal, en el periodo inmediatamente anterior al primer viaje de Colón.”5 Es decir, era de conocimiento popular, al menos entre los marineros, el hecho de que la tierra era redonda. No obstante, en la maqueta hecha por Behaim, el diámetro de la Tierra es mucho más pequeño que en la realidad, y, evidentemente, la distribución de los continentes, basada en los descubrimientos hasta entonces realizados, es algo completamente distinto a su verdadera configuración. Europa y África, los continentes mejor conocidos en aquella época, no están del

todo mal plasmados en el mapa, pero Asia, misterioso y mucho menos conocido, posee un trazo de mayor contenido imaginario. Para empezar, su extensión es más grande de la real y, en su extremo oriental, más allá de Indochina, posee otra península conocida como la “Cola de Dragón” que, según el mapa, es la parte más oriental del continente asiático y por lo tanto la parte la más cercana a Europa por occidente. El dibujo de esta península (inexistente, sobra decirlo), ha provocado estudios por demás interesantes, de los que hablo más abajo. Ahora bien, si Sanz menciona que el globo de Behaim es tan sólo un reflejo de las creencias de su época, debió de tener entonces referentes para poder construirlo con todos los detalles que posee. Sanz, basado en Cristóbal Cladera (cartógrafo de finales del siglo XVIII) enumera cuatro antecedentes directos del globo de Behaim: El Atlas de Ptolomeo, los relatos de Marco Polo y otros viajeros medievales, las expediciones portuguesas y un mapa de las zonas nórdicas de Europa, impreso en 1482. Sin embargo, omite un antecedente crucial del que, según el investigador argentino Pablo J. Gallez,6 Behaim tomó las medidas y los detalles de la “Cola del dragón”; se trata de un mapa elaborado por Heinrich Hammer en 1489.

5 Idem, p. 37 6 http://wwwtierradelfuego.org.ar/museo/catografia.htm, revisado el día 28 de noviembre de 2007. El sitio web es una transcripción del trabajo Proto­ cartografía fueguina y sudamericana, publicado en 1977. Supe de su existencia gracias a una cita hecha por Dick Edgar Ibarra Graso (“América del Sur en un mapamundi de 1489” en Revista de Historia de América. México: Instituto Panamericano de Geografía e Historia. Número 101, pp. 7-35, enero-junio de 1986.) Lamentablemente, conseguir el ejemplar impreso del trabajo de Gallez me fue imposible (no así otro trabajo suyo en el que hace nuevas inclusiones a las teorías expuestas en Protocartografía...), aunque, si se coteja la cita de Ibarra Grasso con la copia en Internet, se ve que la información es la misma. 102 CULTURA URBANA


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América, una península imaginaria La idea de la existencia de la península se conservó casi hasta mediados del siglo XVI, es decir, después de los viajes colombinos; incluso se daba por cierto que Colón había llegado en el primero de ellos a una isla al norte de la gran lengua de tierra que se creía perteneciente a China (de ahí el nombre tomado de aquel animal fantástico). Los historiadores identifican a la “Cola del Dragón” que aparece en los mapas posteriores a los viajes de Colón con América del Sur. Sin embargo, si se comparan los mapas de Hammer y Behaim con estos últimos, como lo hace Gallez, se observa que no son muy distintos. Al darse cuenta, realizó un análisis cartográfico y descubrió que no sólo son muy similares, sino que el de Hammer (repito, de 1489) supera en detalles orográficos y fluviales a los post-colombinos basados en los nuevos descubrimientos, y que dichos detalles corresponden, con bastante exactitud, a la verdadera distribución de ríos y montañas de América del Sur. 7 Se ha dicho más de una vez que Colón no fue el primer viajero en llegar a América, sino que gracias a sus viajes se empezó un verdadero y exhaustivo estudio que terminó por revelar la existencia de

un nuevo continente. Pero el hecho de que en un mapa anterior a los descubrimientos de Colón haya una descripción tan fiel de lo que ahora es América del Sur, no deja de ser sorprendente. Los descubrimientos de Gallez, para estudiosos como Ibarra Grasso y Vargas, son irrefutables. “Creemos que es difícil dudar de las investigaciones anteriores realizadas por Gallez [...] Suponer que la fecha original de este mapa está alterada es imposible, pues se encuentra bien registrada. Y en cuanto a suponer que se trata de casualidades debidas al azar, es tener demasiada fe en este factor misterioso y siempre oportuno...”8 Donde ya no se puede tener tanta certeza es en la forma en que un dibujo tan exacto de América del sur apareció en mapas de antes de 1492. Al respecto, Vargas afirma que navegantes llegaban constantemente a las costas de Brasil, el mismo Behaim entre ellos; Ibarra, que genoveses del siglo XIII o XIV que buscaban nuevas rutas comerciales (habla con mucha seguridad de los hermanos Vivaldi), llegaron a costas Sudamericanas; Gallez, que tuvo que haber mapas desde el siglo IX, hoy perdidos, en los que la “Cola del Dragón”, empezó a figurar. Lo cierto es que no hay ninguna evi-

7 Gallez hace una lista de comparaciones entre el mapa de Hammer y la realidad, que comprueba este hecho. Un ejemplo: En el mapa de Hammer aparece en el norte de la “Cola del Dragón” un río caudaloso que recorre casi por completo la península de Oeste a Este y que desemboca en el llamado océano Oriental; dicho río nace en una sierra paralela a la costa de un gran golfo llamado Sinus Magnus, pero no en la cadena más próxima, sino en otra situada un poco más al Este. Se puede, sin forzar las cosas, identificar ese río con el Orinoco que se encuentra en el norte de América del Sur, cruza casi todo el continente de Oeste a Este y desemboca en el océano Atlántico; el afluente principal del Orinoco, el Meta, nace, como el río del mapa de Hammer, en una sierra paralela a la costa del Pacífico (que se identificaría con el Sinus Magnus), mas no en la Cordillera Occidental, que es la más próxima a este océano, sino en la Oriental, situada un poco más al Este. En un trabajo posterior (“Nuevas identificaciones de Sudamérica en el mapamundi de 1489” en Revista de Historia de América. México: Instituto Panamericano de Geografía e Historia. Número 106, pp. 121-133 , julio-diciembre de 1988.), el mismo Gallez refuerza su descubrimiento con la elaboración de una red de paralelos y meridianos. 8 Dick Ibarra, op. cit., p. 16. CULTURA URBANA

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dencia contundente de cómo sucedió, pero el hecho es que antes de Colón ya había conocimiento registrado de nuestro continente. Una pregunta que me parece importante: si Asia tenía en los mapas un tamaño que, aunque exagerado, no difiere atrozmente de la realidad, ¿cómo es que en estos en éstos América del Sur y el oriente de Asia están unidos? ¿Por qué el diámetro de la Tierra en sus mediciones era tan pequeño? ¿Y el Océano Pacífico? Al parecer, según la bibliografía consultada, lo que sucedió es que en los mapas de Ptolomeo y Marino de Tiro, que sirvieron de base para los que fueron realizados en el siglo XV, se realizaron recortes en las medidas de la superficie de la Tierra (ya redonda por completo), quitando gran parte del océano que separa a Europa de Asia por occidente (que hubiera sido un cuerpo inmenso de agua, integrado por los grandes océanos y la tierra americana), que quedó reducido a una parte de lo que ahora es el Océano Atlántico, y a un pequeño golfo conocido como Sinus Magnus, que equivaldría al Océano Pacífico. Posteriormente, con los relatos de viajeros como Marco Polo, el tamaño de Asia se fue corrigiendo y por lo tanto aparecía más grande, pero el Sinus Magnus seguía apareciendo como una masa de agua pequeña (al menos si la comparamos con la inmensidad del Océano Pacífico). En algún momento de la historia, que como hemos dicho es imposible situar con certeza, se llegó a la costa de Sudamérica y, gracias al hecho de que la tierra se creía más pequeña después de las correcciones de Ptolomeo y Marino de Tiro, se le consideró, naturalmente, parte de Asia. Al principio se creyó que era una isla, pero después al darse cuenta de la fuerza y anchura de los ríos, se llegó a la conclusión de que tenía que ser una masa de tierra mucho más grande. En vez de considerar que se trataba de una nueva masa continental, se estira un poco más a Asia en los mapas y se le agrega el dibujo de la península de la “Cola de Dragón”. El tamaño del Océano Atlántico, gracias a estos viajes, se corrige, pero no así el del Sinus Magnus, que queda justo al noroeste de la nueva península (como es evidente, pues si no Asia ocuparía en los mapas más de la mitad del mundo).

La antigua cartografía debajo de un velo Ahora bien, ¿por qué se ha difundido tan poco toda esta información? Coincido con Vargas cuando dice que “existe una natural resistencia a examinar estos documentos porque contradicen gran parte de la tergiversada información que durante siglos hemos tenido” 9 Estamos hablando de uno de los momentos más importantes de la historia mundial, que cambiaría para siempre al mundo y que, por lo tanto, se tiene muy protegido y encumbrado por el estudio tradicional de la historia. Lo mismo sucede con quien a posteriori resulta ser el protagonista de todo este proceso: Cristóbal Colón. Al parecer, él sabía perfectamente acerca de los estudios de su época (o al menos de una buena parte de ellos) y de las exploraciones con base en las cuales éstos se crearon. Gallez dice al final de “Nuevas identificaciones de Sudamérica en el mapamundi de 1489”: “Por fin, la existencia de tantos detalles correctos en la Cola del Dragón del ptolomeo hecho por Martellus10, prueba que el dibujante de mapas Cristóbal Colón debía disponer de excelentes mapas de Sudamérica antes de emprender sus grandes exploraciones”11 Vargas va aun más allá y concluye, basado en datos biográficos del genovés y en si correspondencia, que “Colón sabía a dónde iba, que ‘ir a levante por poniente’ fue el corolario indicado y que no hubo casualidad, vale decir, providencialismo, en el primer viaje de Colón [...]. Defendió la hipótesis del arribo al archipiélago aledaño a Catayo, esto es, la India Superior, porque se apoyaba en viajes ciertos y probados tal vez en viajes clandestinos, y porque convenía a sus intereses, a los de España, a los del Papa.” ¿Cómo afecta esto a la figura colombina? Para empezar, se destruyen completamente dos hipótesis contrarias que se han producido a lo largo de los años: La primera es la que habla de él como visionario, aventurero y valiente, y queda descartada pues tan sólo usó lo que en su época era bien conocido para lograr sus fines; la segunda, es la que habla de él como de un mal cartógrafo que no supo medir la circunferencia de la Tierra y, que por un error de

9 Op. cit. p. 10. 10 No es otro que el mismo Hammer 11 Revista de Historia de América. México: Instituto Panamericano de Geografía e Historia. Número 106, pp. 121-133 , julio-diciembre de 1988, p. 129.

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mediciones, se topó a América por accidente. Ésta resulta inválida, pues él, en primer lugar, no elaboró los mapas en los que se basó para realizar su viaje y, en segundo, porque aun cuando la circunferencia de la Tierra fuera en efecto más pequeña en los mapas de aquella época, la distancia entre Europa y la “Cola de Dragón”, navegando hacia occidente por el Océano Atlántico, estaba perfectamente comprobada y bien medida (el error, ya se aclaró antes, era el tamaño del Sinus Magnus, que permitía creer que América del Sur era una península asiática). Es cierto que los descubrimientos de Gallez son más o menos recientes (1977), y que esto libra de culpa a libros como La invención de América (1958), que menciona cosas como que Colón redujo,12 para que su proyecto fuera posible, la circunferencia de la Tierra, o que los detalles de Asia existentes en los mapas de la época provenían exclusivamente de los relatos de viajeros como Marco Polo...13 Otro libro que se encuentra en esa situación es El

dos sus sentidos”15 y “un error de cálculo afortunadísimo facilitaba al genovés la determinación de llevar a cabo una empresa, de otro modo irrealizable”, sentencias, que si tomamos en cuenta lo afirmado por Gallez y Vargas, resultan ahora casi absurdas. Sin embargo, otros libros publicados después de tan interesantes descubrimientos, como el ya citado de Tzvetan Todorov (1982), cometen errores al describir la figura de Colón, debido a que sus autores no han, por una cosa o por otra, investigado lo suficiente los adelantos en esta materia. De Tororov he puesto ya un ejemplo de estos errores y ahora prefiero incluir otro, proveniente de un ensayo titulado “El hombre Colón, protagonista del gran acontecimiento”, publicado por quienes supuestamente son expertos en la materia, en Las actas del primer encuentro colombino: “Eventuales y casuales contactos de algún otro europeo o de afroasiáticos con el Nuevo Mundo no dañaría y aún menos disminuiría el valor del descubrimiento de Colón”16 . Tal vez no sea necesario aclarar que “eventuales y

gran secreto de la carta de Colón (crítica histórica)14 donde se hacen afirmaciones que, juzgadas a partir de los nuevos descubrimientos, son claramente erróneas. Dos ejemplos: “El gran secreto de Colón fue la densidad de convencimiento que se apoderó de to-

casuales” son los peores adjetivos para las constantes exploraciones que dieron como fruto mapas como el de Hammer de 1489, y que no podemos hablar propiamente de un “descubrimiento” de Colón, sino de que más bien aprovechó los descubrimientos de otros.

12 Edmundo O’Gorman. México: Fondo de Cultura Económica, 4ª edición, 2006, p. 75. 13 Idem, p. 84. 14 Carlos Sanz Madrid: Bibliotheca America Vetustissima, 1959. 15 Idem, p. 49 16 Sevilla: Turner, pp. 160-173, 1990, p. 169.

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América imaginaria en la antigua cartografía

CRUCERO

Emiliano Álvarez

Woody Allen se escapa

Roberto Mesta

-Deme una evaluación de su carrera hasta ahora. -Mi sensación objetiva es que no he alcanzado nada significativo en términos artísticos. No lo digo con pesar, sólo describo lo que siento. Siento que no he hecho una verdadera contribución al cine. Comparado a contemporáneos como Scorsese o Coppola o Spielberg, no he influido a nadie, no de manera significativa. Stanley Kubrick sería un ejemplo de primera. Yo no he dejado ningún tipo de influencia. Por eso me resulta tan extraño que me hayan prestado tanta atención a través de los años. Y no estoy siendo una persona exageradamente modesta. Cuando soy bueno, sé apreciarme. No estoy triste ni soy confesionalmente masoquista, pero soy lo suficientemente astuto para saber que maximicé mis limitados talentos,

Una nueva figura de Colón Ahora bien, es lógico plantearnos la siguiente pregunta (y hablar gracias a ella en favor de Colón, como el detonador para que después se descubriera el nuevo continente17): ¿Por qué la exploración de las tierras que ahora conocemos como América del Sur no fue impulsada oficialmente hasta después de los viajes colombinos? Aventuro una respuesta, basada en Ibarra Grasso: Los viajes a esta región previos a 1492, no fueron difundidos del todo por quienes los realizaron, pues se trataba de comerciantes que buscaban un beneficio propio y, un poco como el protagonista de El conde de Montecristo, nunca revelaron el origen de sus tesoros. No fue hasta Colón, que buscó el apoyo de la realeza, que se comenzó la exploración “oficial” o avalada, en este caso por la corona española. Puede ser que como apunta Todorov18, el motivo por el que Colón acudió a varias cortes europeas en busca de apoyo fue el hecho de que, como hombre completamente medieval y exacerbadamente católico, quisiera llevar la religión a esas tierras (que, completemos el análisis del autor ruso, ya se cono-

hice buen dinero comparado con mi padre y, más importante, hasta ahora he tenido buena salud. Cuando era chico, solía irme al cine para escaparme, 12 o 14 películas por semana, a veces. Y como adulto, he sido capaz de vivir mi vida de una manera autoindulgente. Logro hacer las películas que quiero y así logro vivir en ese mundo irreal de mujeres bellas, hombres ingeniosos y situaciones dramáticas, y manipular la realidad. Sin mencionar la música maravillosa y los lugares a los que me ha llevado. Oh, y a veces logré salir con algunas de las actrices. ¿Qué podría ser mejor? Me he escapado hacia una vida en el cine, del otro lado de la cámara, más que del lado del la público. Es irónico que haga películas escapistas, pero no es que el público escape. Soy yo.

cían y se exploraban continuamente, pero no se habían evangelizado, lo que a Colón debía de generarle mucha angustia). Aparte, de los tesoros obtenidos en su expedición, él quería organizar una nueva cruzada para recuperar Jerusalén. Para ambos fines, evangelización y guerra santa, necesitaba el apoyo de alguna corona europea y lo buscó hasta obtenerlo por muchos años, ya con la certeza, basado en otros navegantes, de que su viaje era realizable. Es decir, Colón, un hombre mucho más sumido en la mentalidad del medioevo que los comerciantes ambiciosos que no se preocupaban por evangelizar ni por informar a las “autoridades” de sus descubrimientos (que resultan ser mucho más renacentistas, es decir con una mentalidad más práctica y una conciencia del valor monetario más acusada), fue quien realmente inauguró el mundo moderno. Colón: el astuto quien se aprovechó de los descubrimientos de su época y hábilmente supo hacerse pasar en las cortes como el innovador, el viajero que estaba tan seguro de sus convicciones que emprendería un viaje, aparentemente imposible, todo gracias la ambición medieval de que el mundo fuera enteramente católico.

17 Prefiero considerar el descubrimiento, no el viaje de Colón, sino aquél que Vespucio realizó, ya que después de éste se logró determinar que el territorio al que los viajeros anteriores habían llegado, no se trataba de una península, sino de un nuevo continente. 18 Op. Cit, pp. 20-23

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Las medidas José Vasconcelos En los años treinta del siglo XX José Vasconcelos pudo imaginar una ciudad verdaderamente utópica, que sería posible gracias a los avances de la tecnología. Su mirada sería contradicha por la rea­lidad dura, como sabemos, pero queda como un ejemplo magnífico de la posibilidad del necesario sueño urbano y, sin duda, corresponde al talento de un gran creador

Un estudio de las medidas es como una clave del proceso de las civilizaciones. La primera cosa que se mide es la distancia que nos separa de los objetos de uso diario. Los primeros movimientos van encaminados a vencer estas distancias. Para trasponer las distancias hemos ido aplicando recursos. El primero es el paso y la serie de pasos que constituye la marcha. La marcha a pie es la medida fundamental, la medida primera de todas las distancias en todas las civilizaciones. De las distancias que se pueden recorrer a pie y del tiempo que se tarda en recorrerlas dependen casi todas las demás formas externas de cada civilización. Todavía en las ciudades contemporáneas se advierte la marca, se ve la medida que sirvió para construirlas. En las ciudades de Oriente, barrios viejos de El Cairo, calles antiguas de Damasco, las aceras que se suprimen, las casas

trote ensancha los espacios abarcables y acelera los plazos. Gracias al asno que avanza cargado por dos costados, la ciudad tiene que ensanchar sus rúas. El callejón que basta para el encuentro de dos hombres, se hace insuficiente para el paso de dos asnos con carga. Las ciudades de Oriente iniciaron el ensanche de las ca­ lles hasta el ancho que fue necesario para que pasaran sin encontrarse dos asnos. Los orientales conocen el caballo desde la más remota antigüedad, pero sólo como instrumento de transporte y de combate; para montarlo, como los beduinos, en despoblado. Rara vez los han uncido al coche. El coche tirado de caballos es otro de esos pasos capitales en la lucha de los hombres para dominar el espacio. El coche de caballos, el carro de guerra, han dejado su marca en el trazo de las ciudades. Así como los barrios antiguos de las ciudades

se persiguen en hileras sinuosas que sólo un estrecho arroyo se­ para, y los balcones casi se tocan. La iglesia está cerca, y lo mismo el mercado; las plazas son estrechas; por todas partes se camina a pie y sólo a pie. No podría entrar por aquellas calles un vehículo, ni hacía falta que entrase; las distancias eran cortas y estaban calculadas para ser recorridas a pie. El asno acelera un poco la marcha humana y ensancha las medidas. Al asno le debemos el trote. El trote no es natural en el hombre. El hombre camina o corre, pero sólo trota cuando se ve obli­gado a seguir al borrico; del asno aprendimos el trote. Y el

de Oriente revelan que estaban hechos para el tránsito de los pea­ tones únicamente, y en otros casos para el tránsito de los burros con carga, las ciudades españolas, Madrid o la Sevilla moderna, ciudades como el México de la época colonial, ciudades notables, ostentan la huella de ese gallardo medidor de distancias que es el caballo –el animal más bello nos dio una medida más rápida que el paso humano en la marcha. En la época del caballo como bestia de tiro, las ciudades cons­ truyen sus calles del ancho que es necesario para que dos co­ches pasen sin encontrarse. Además, es forzoso dejar sitio de uno y otro

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Las medidas

José Vasconcelos

lado para los peatones. Así nace la acera y así se ensancha la calle. En seguida las plazas, los parques, ya no son del tamaño que se puede recorrer en una hora o en media hora a pie. Los parques crecen hasta el espacio que puede recorrer sin fatiga el tronco de briosos caballos que tira del coche. Todavía coexisten ciudades acomodadas al paso humano, ciudades hechas para el paso del asno y ciudades ya ensanchadas hasta donde es necesario al recorrido del coche de caballos. Pero la invención del motor se ha hecho sentir en la arquitectura y arreglo interior de la vida urbana. Aquellas ciudades nuestras orgullosas de sus avenidas por donde podían circular en doble fila los coches y tan largas que se perdía de vista la hilera de los vehículos; tan largas que causaban fatiga recorrerlas a pie; todas aquellas distancias señoriales se nos empequeñecieron de súbito el día que por primera vez pasamos sobre nuestra ciudad en automóvil. Desde la invención del automóvil, un nuevo patrón rige el ancho de la calle y la longitud de los trayectos. Y lo que primero se contó por pasos humanos y después se contó por carreras de caballo, se cuenta hoy por kilómetros de rodaje de un aparato que come distancias a una velocidad que apenas siguen los ojos. Y los parques de las grandes ciudades modernas ya no los abarca el caballo; son tan extensos que se fraccionarían en otras tantas ciudades y aldeas si desapareciese de pronto el automóvil. El motor ha operado una revolución de las medidas que acabará por transformar el sentido mismo de la ciudad. La ciudad antigua era un conglomerado de habitaciones. La ciudad del porvenir será un grupo, una masa de edificios deshabitados. Habrá grandes ciudades, pero nadie vivirá en ciudades. Para afirmarlo no se necesita ser profeta. La cosa se ve ya en nuestros tiempos. Nadie hace morada, nadie duerme en toda la vasta extensión construida del downtown de Nueva York. Algo semejante se observa en la City de Londres, en el barrio comercial de todas las grandes ciudades. Espacios enormes que de día se ven henchidos de humanidad, por la noche quedan desiertos; no contienen sino edificios para oficinas, para almacenes, pero ni una sola habitación. Las habitaciones se alejan cada vez más del centro urbano y se ensanchan en el campo adyacente.

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Al mismo tiempo que la ciudad crece, la casa-habitación, con su jardín, se vuelve vasta, se aísla, pero, ligada a la carretera, urbaniza la campiña. Se llega a hacer difícil distinguir dónde acaba la ciudad y dónde comienza el campo. Una evolución de este género de la ciudad al campo habitable se advierte, por ejemplo, en Los Ángeles, cuyos barrios de residencias privadas se extienden fuera de todo lindero municipal. Se caminan horas en automóvil y sólo un perito fiscal podría decir cuándo se sale y cuándo se vuelve a entrar a la zona que corresponde a la metrópoli regional. Los Ángeles exhibe el caso de una ciudad que se vuelve campo; pero no por un retroceso, sino por virtud de un avance que convierte el campo a las ventajas de la urbanización. Nada de esto hubiera sido posible en la época de la marcha a pie, en la época del asno, en la época del caballo. Las ciudades norteamericanas poseen medidas mucho más amplias: la medida del auto, la medida del teléfono, la medida del telégrafo, la medida de la corriente eléctrica que en un instante logra comunicaciones que antes requerían horas o días. Al observar estos procesos, algunos han pensado que las ciudades desaparecerán. En realidad, una ciudad es un centro de reu­ nión y de coordinación de actividades, y siempre será necesario que existan tales centros. Pero la arquitectura de las ciudades y su distribución estarán siempre subordinadas al patrón de medida de la época en que se forman. La ciudad debe reunir a las gentes para aquellas funciones que reclaman un contacto más o menos cercano. El error de la ciudad antigua es que reunía a las gentes de una manera permanente, y no sólo es malsano, es incómodo, seguir reunidos, ya que cesó el propósito que nos ha juntado. Así que ha pasado la hora del trabajo, la hora de la conversación, el instante del placer, el cuerpo necesita volver a la naturaleza: necesita quedarse solo y gozar de espacio. Esto sólo lo da el campo. Y las absurdas ciudades en que llevamos miles de años de vivir, nunca han podido resolver este conflicto de la ciudad y del campo, la necesidad del trato y la necesidad de soledad. El conflicto ha venido a resolverlo el nuevo sistema de comunicación. Un patrón de medida más vasto y más rápido está en camino de resolver la vida conforme a la naturaleza y conforme a la humanidad.


Las medidas

La ciudad desaparecerá como lugar de habitación, pero seguirá existiendo como centro coordinador de las humanas acciones. Métodos cada vez más avanzados de comunicación nos irán permitiendo, en primer lugar, abandonar esos hormigueros inmundos en que todavía padece una gran parte de la población del pla­ neta. Barrios populosos de todas las metrópolis, acabar con ellos es obra de humanidad. Algún día se dará la ley de una hectárea para cada habitante; una hectárea simplemente para respirar. Entonces, ya dueños de nuestro espacio, tan dueños como el molusco de su caracol, tendremos dónde meternos a la hora en que el alma nece­sita palparse a sí misma. Una hectárea de tierra y de viento para el molusco del espíritu, ¿qué menos se puede conce­ der a cada mortal? O tal vez resulte más exacto decir: nada menos debemos dar a cada porción inmortal de la multitud mortal de la humanidad. También habrá centros donde podremos estar, si nos place, codo con codo. En esos sitios estará el comercio; allí se exhibirán

José Vasconcelos

los productos, desde allí se distribuirán los alimentos. En otros sitios nos reuniremos para el trabajo; en otros, para la oración, y en teatros y estadios nos juntaremos para el goce colectivo. La ciudad del futuro será entonces una agrupación de construcciones magníficas. Vastos almacenes, iglesias esplendorosas, tea­tros suntuosos y estadios deslumbrantes. Bibliotecas y Museos. Todo poblado a sus horas, pero desierto en seguida, limpio y desierto, solo y magnífico en las noches de reposo, a la hora en que las gentes se habrán retirado a los hogares para continuar allí, en el espacio limpio de aglomeraciones, esa ruda tarea que desde hace milenios nos trae tan afanados. La tarea de superar siquiera sea a las hormigas. Por ahora, y mientras perduren los barrios antiguos de El Cairo, los horribles caseríos pobres de Constantinopla, las apreturas de Londres, las miserias del East Side de Nueva York o la Colonia de la Bolsa de México, mientras gente como nosotros y hermanos nuestros vivan en semejante hacinamiento, habrá que confesar que todavía después de tantos milenios de vanidad somos inferiores a las hormigas.

Jose Vasconcelos. Uno de los forjadores de la cultura mexicana de nuestro tiempo. Maestro, político, escritor, filósofo. Su Ulises criollo es uno de los grandes libros de todas nuestras letras. CULTURA URBANA 111


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El Pueblo Cooperativo Chapingo: una utopía riveriana Emilio Zomzet

El Pueblo Cooperativo es una joya única, signo irrepetible que documenta la fuerte presencia histórica del socialismo en México. Si la izquierda mexicana actual se dice emparentada con la izquierda mexicana histórica debe demostrarlo protegiendo ese pasado que considera propio

La utopía no es percibida por los que la formulan como una realidad inalcanzable. La utopía es una esperanza cierta. No siempre se manifiesta en grandes proyectos o realizaciones. No pocas veces, al tiempo, su campo mejor son los ámbitos pequeños, partes vivas de una totalidad que les da sentido. Diego Rivera pudo mirar aquel ho­ rizonte con limpieza, y recurrir a la factura de obras de dimensiones reducidas. Fue el pintor de metros y metros de muros en los que es posible espigar aquí y allá su genio. Mantuvo a la vez una idea, no suficientemente conocida acaso, que hace indiscernible a la arquitectura de las artes plásticas. En este sentido puede entenderse el propósito de “poner el arte al servicio del pueblo”. No se trata nada más de que los integrantes de una comunidad, especialmente los trabajadores, disfruten la belleza e interpreten los significados posibles de las obras de arte –de los murales, sobre todo, por su carácter abierto a todas las miradas– sino de incorporar de veras, de modo pleno, las formas artísticas a la vida diaria, al ambiente.

Absolutamente distante de la posición actual, desde la que se consideran comúnmente el arte y su exposición como “eventos” más o menos espectaculares y hechos noticiosos atentos a las cantidades de dinero y de espectadores –nada muy diferente al precio del contrato de un astro del futbol, digamos, o de la música en boga–, Rivera pensó que sin ostentaciones ni ornatos extraordinarios la gente debe pasar sus días y sus años dentro de una circunstancia poblada de cosas bellas. ¿Pura utopía? El artista pensó que no, y se sumó a los empeños de las autoridades de la Escuela Nacional de Agricultura (hoy Universidad Autónoma de Chapingo), cuyos primeros objetivos no se concentraban naturalmente en el plano estético pero que supieron dar a su institución, y por tanto a la circunstancia de sus trabajadores, académicos y estudiantes, elementos de gran altura estética y de sobria dignidad. Se conoce bien, aunque ha comenzado a entrar en el tren del olvido, el notabilísimo trabajo de Rivera en la capilla de Chapingo,

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El Pueblo Cooperativo Chapingo: una utopía riveriana

Emilio Zomzet

que tuvo, entre otras intenciones, la de subrayar la indisoluble vinculación entre el estudiante de aquella escuela y el campesino, la identificación de sus fines comunes, el hecho esencial de que en su trabajo por venir “aprendieran”, como señaló en su momento Marte R. Gómez, “no a explotar al hombre sino a explotar la tie­ rra”. Detrás de la puerta en la que destacan la hoz y el martillo entrecruzados, cuya imagen se repetirá en el fresco, irrumpe el universo riveriano, homenaje a la sencillez incesante del trabajador del campo y los talleres y las fábricas que vive en comunión con el sol, el viento, la tierra y el fuego. Además del de la capi­ lla, Diego pintó otros frescos en la escuela. Uno de ellos ilustra la repartición de las tierras en el Pueblo Cooperativo, y otro, situado como el primero en el espacio de distribución de las escaleras en

la rectoría, el pueblo incipiente, el trazo de sus calles y la presencia de la Plaza Unión, cuyo diseño, decoración y contorno realizó el mismo artista. “Este es el primer Pueblo Cooperativo de la República Mexicana. Aquí no hay cantinas, porque sabemos que el alcohol embrutece. No tenemos templos (ilegible), nuestra oración es el trabajo (ilegible). Nuestra fe (ilegible). El bienestar colectivo. Nuestro dogma la cooperación. Nada tenemos ni esperamos que no sea resultado de nuestros propios actos y fruto de nuestros sinceros esfuer­zos”, cita el reglamento interno, impreso en el pequeño hemiciclo ubicado en uno de los extremos del pueblo. El tiempo, la imposibilidad, la falta de interés por parte de las autoridades, le fueron quitando su belleza original a esta utopía.

Emilio Zomzet. Estudió literatura en la UNAM y arte dramático en el INBA. Es autor de diversos guiones para teatro, video y televisión, además es poeta y ensayista.

LA ACERA DEL FRENTE Carlos Monsiváis Que no se exagere la fantasía integracionista. La Frontera existe y con vigor y crueldad y rechazos. Y Tijuana es parte de una nación y comparte sus niveles educativos y sus niveles de pobreza y miseria. Pero lo real, por importante que sea, no interfiere con los ansiosos de ser contemporáneos de sus ilusiones, de igualar lo que viven con lo que sueñan. Si la computadora e Internet borran límites, si la globalización es un hecho inescapable, y si la arquitectura contemporánea intenta duplicar las formas del horizonte urbano para “desterritorializar” y hacer cruzar virtualmente la frontera a los mexicanos, entonces acéptese la condición “fronteriza” de amplios sectores de la nación. Ser fronterizo es disponerse a salir de inmediato, ir y venir de un país a otro en la realidad o en la imaginación, calificar a lo típico y lo tradicional de dispositivos de la nostalgia, no de la globalidad. La frontera es también, y en contra de las evidencias del racismo y la brutalidad policíaca, un estado de ánimo. Cuando se dice que México se “chicaniza”, se indica el método para usar lo fronterizo como tarjeta de presentación ante la modernidad. De Tijuana sessions, 2005

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Nieve Asfálticas

Hora pico (las nalgas) Emiliano Pérez Cruz

Con mezcal en mano abordas la Línea A, trayecto Pantitlán-La Paz, del tren férreo. Hora pico (las nalgas) vagón hasta la madre y, si se puede, un mucho más. Trago fortuito, líquido que raspa y rasga el gaznate. Traguito leve, nomás pa’ darse valor, nomás pa’ soportar Hombres, mujeres, estudiantes, chamacos desmadrosos de la escuela secundaria que los tiene hasta la madre con sus jerarquías firmemente apuntaladas para hacerlos dóciles, aptos para la joda cotidiana y el raquítico salario si acaso (in)suficiente para mal tragar, peor beber, mal vestir, qué poca madre Tantas horas y horas escuela Horas carga-libros Tameme de los deberes Pípila del proceso enseñanza-aprendizaje Cargador de kilos de libros que supuran contenidos perronamente tamizados pa’ que creas que te preparas para el futuro desde siempre denegado (Venga de nuevo: pachita de mezcal que aniquila amibas, solitarias y acompañadas de viles lombrices. Pachita de mezcal que deja resabios de sabor a madera, alambique casero quizá; si no, sabor como de sal ahumada, de mezquite vuelto carbón)

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Línea A, tren ligero de pesada carga carga de fardos hombre-mujer-joven-chamaco del oriente de la ciudad Línea A de los Orientales Del más depauperado del más jodido Oriente de la Ciudad de México, de su eterno cinturón de miseria que se aprieta el cinturón y padece horas viaje de ida y retache desde la madrugada para el retorno al filo de la medianoche sin jamón ni queso que roer Con mezcal en mano Sólo llegar a la vivienda Despojarse de los andrajos y meterse al camastro entre los hilachos que se quieren cobijas Con las patas requemadas por tantas horas remetidas en los tenis Nike de pésima manufactura china porque la chinada patria no da pa más que eso: posibilidad de subsistir en la ciudad dormitorio que es el eterno cinturón de miseria del oriente que cada vez crece más y más y que en los años Sesenta se llamó Colonias del Ex Vaso de Texcoco, Luego Neza, después Chimalhuacán, Chalco, San Agustín, Valle de Ayotla, y ahora todo el caserío de infames Casas Geo


Asfálticas Hora pico (las nalgas)

Emiliano Pérez Cruz

Qué sed devoró los llanos y sembradíos de Ixtapaluca del valle previo a la Sierra Madre para volverlos ghettos de burócratas venidos a menos, si es que menos es posible (Bucrócrata Casa Geo: carne de escritorio de la globalización, depauperizado sector al que las contradicciones y falta de coordinación entre instituciones gubernamentales de-los-tres-niveles-de-gobierno, tanto en lo pro-gra-mático como referente a las prácticas cotidianas, adquieren relevancia para entender el avance del deterioro a pesar de los múltiples instrumentos de regulación existentes, y más bla-bla-bla-bla...) Veinte minutos —con mezcal en mano— dura el trayecto Pantitlán-La paz en hora pico (las nalgas) y luego: al abordaje de las pecerdas y microbios que atestan más y más pasaje (donde caben nueve entran quince bultos que parecen humanidad de ojos rojos, cabellos ceborreosos, vientres hinchados y culos pedorrones que sólo desean llegar a sus cantones atiborrarse de lo que sea, cargado de carbohidratos aubnque sea, pero que permitan a los intestinos alguna caca producir...)

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Asfálticas Hora pico (las nalgas)

Emiliano Pérez Cruz

Antes de dormir, de jetearse, una tosca caricia A la señora, ménchache p’acá: él, para obtener un mínimo alivio libidinal, para sacarse el veneno; Ella, por no dejar, para que se esté sosiego, para que deje de molestar y entonces, ambos, echarse a roncar, cada quien por su lado, desconocidos de cotidiana y nocturna convivencia, ja. Y al otro día, a las cuatro y cinco aeme, pélale que se hace tarde, chíngale pa’ llegar a la chinga trépate al transporte, ábrete cancha, empuja, codea, arriba a La Paz rumbo a Pantitlán, tren férreo, férreo tren de vida que te lleva hasta el trasbordo, la Línea 1, Pino Suárez, trasbordo a Línea 2, La Azul hasta Cuatro Caminos y de ahí a Naucalpan, qué caray: logras el ingreso a la fábrica en la calle de la Naranja y te ganas el salario para la naranja media y los bodoques que casi no ves porque el rutinario retorno siempre es más llevadero con mezcal en mano, y abordas la Línea A…

Emiliano Pérez Cruz. Cronista y narrador. De entre su numerosa obra destacan Tres de ajo, Si camino voy como los ciegos, Borracho no vale, entre otros. Obtuvo el premio nacional de testimonio Chihuahua 2000 por Si fuera sombra te acordarías. 118 CULTURA URBANA


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Un paseo en domingo Federico Krafft

Un matrimonio que ya no ofrece alegría, después de un trabajo que ya no ofrece sorpresas. Un desvío desafortunado en el retorno a casa después de una visita a un balneario es el pretexto del autor para describir la angustia y la extrañeza que puede experimentar un hombre de familia citadino, con el simple hecho de encontrarse en un lugar desconocido

En otros tiempos, ahora ya lejanos, Arturo solía criticar a los que, obsesivos del trabajo, olvidaban dedicar tiempo para la convivencia con la familia. Sin embargo en la oficina en la que venía laborando desde hacía una década –a la que llegó, dicho sea de paso, después de seis meses de un deprimente periodo de desempleo– la excesiva carga de papeles que tenía que leer, corregir, volver a escribir o simplemente dictar a su secretaria consumían casi todo el tiempo del horario en el que debía de estar presente en la oficina. Como a ello debía sumar las llamadas telefónicas (siempre perentorias y que consumían tiempo sin que se percatara de ello, como fina arena que se desliza silenciosa al interior de la breve cintura de cristal de un reloj obsoleto) y las juntas con el resto de los empleados y los directivos de la empresa, nunca concluía su jornada con el escritorio limpio y la satisfacción de no dejar asuntos pendientes para el día siguiente. Así que, cada vez más, se había vuelto frecuente que llegara a casa con su portafolio rebosante de expedientes a los que urgía dar trámite, si no, los problemas se acumulaban, la irritación y la presión de sus superiores se incrementaba en proporción directa a la cantidad de temas no resueltos. Como de lunes a sábado llegaba agotado a casa; después de cenar, nada más abrir la carpe-

ta color crema que tocaba en turno revisar, sentía la pesadez de los párpados, el ardor de ojos y el lento cabeceo que lo llevaba súbitamente a cerrar de un solo golpe el expediente en cuestión y dejar para después la atención del mismo (‘mañana en mi escritorio, lo despacho en un minuto’). Esa era su vida ahora, en eso se había convertido la promesa universitaria; hasta ahí había llegado aquel dinámico estudiante que seducía o incomodaba a los profesores con sus punzantes preguntas y sus atinadas disertaciones. Su mano se había tornado vacilante, su voz ya no tenía la firmeza de otros tiempos y la locuacidad con la que conquistaba a las chicas más codiciadas por sus compañeros se había apagado… en tan solo diez años… Su mujer, aquella esbelta figura de ojos claros que con serena inteligencia y buenas maneras había roto con el desfile de novias que asediaban a Arturo y había logrado lo que parecía imposible: hacer que el inconstante y divertido Donjuan sentara cabeza, formara una familia, buscara un trabajo decente y llevara una vida como ‘dios manda’. La exquisita y bella Beatriz, fuego en la cama en los primeros meses y todavía durante dos años intensos de matrimonio, dormía ahora dándole le espalda. Despierta parecía ausente, sólo

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Un paseo en domingo

Federico Krafft

atenta a las faltas que cometieran la hija de cinco años y el gruñón muchacho de diez que había heredado los enormes ojos verdes de la madre. Pero ese día, quizá como un reflujo de la antigua rebeldía, ese domingo, al despertar, resolvió ir con la familia al balneario que tanto le había recomendado un antiguo rival de amores, ahora próspero empresario, ocasional amigo y, para más señas: vecino. Contrariamente a su animado despertar, durante el trayecto en carretera no pudo dejar de experimentar una angustiosa desazón que atribuyó a la falta de costumbre y al recuerdo de los asuntos de trabajo que quedaron a la espera de su acertado criterio. No sin cierta dificultad –no había señales que orientaran a los turistas y los habitantes del lugar dieron informaciones contradictorias y confusas– llegaron al lugar encerrado en una árida hondonada incrustada entre pequeñas montañas; para su sorpresa encontraron las inmediaciones del balneario llenas de gente a pesar de lo escondido que éste se encontraba, y si así estaban los alrededores, el espacio que contenía el milagroso líquido (una enorme pileta angosta y larga dentro de la cual transcurría agua verdosa, caliente y con olor a azufre, se decía que las sales que contenía habían curado padecimientos crónicos de varios desahuciados) difícilmente daba cabida a los recién llegados. Entre chapuzones y uno que otro empujón transcurrió la mañana hasta que, una vez que almorzaron unos emparedados rancios y refrescos comprados en ese lugar, Arturo sufrió un corte en la planta del pie derecho al pisar el fondo de la rústica piscina que –tardío descubrimiento– guardaba pedazos de un frasco que unos divertidos mozalbetes habían arrojado. Como no había enfermería y el lugar carecía de los mínimos ele­ mentos para atender el más ligero accidente, tuvieron que improvisar la curación con un poco de mezcal, a manera de desinfectante, adquirido en el pueblo cercano y unos pañuelos desechables que introdujeron hábilmente entre el pie y el calcetín. Ante el desagradable incidente resolvieron volver a casa más temprano. Arturo, cansado y molesto, con la incomodidad en el pie que tenía que pisar el acelerador y el freno con frecuencia a causa del tráfico dominical que satura los caminos vecinales que rodean a la gran ciudad. En algún momento de distracción (no era para

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menos, pues la herida en el pie no dejaba de punzarle) se internó por un camino equivocado que, para cuando se percataron de ello, ya los había alejado enormemente de su destino. Cuando al lado de la carretera se toparon con una solitaria tienda de ultramarinos pobremente iluminada por un foco desnudo, cubierto de polvo añejo y con motas de excremento de mosca, Arturo descendió con dificultad, caminó con dolor y entró en el pequeño jacal. Preguntó a una gruesa señora (enormes senos, morena y con los cachetes manchados por algún embarazo que había dejado sus secuelas en la lustrosa faz) que se encontraba parapetada detrás de un alto mostrador, sobre la dirección que debía tomar y el tiempo que consumiría el trayecto. La señora no contestó y se le quedó vien­do con la atención que suelen poner las personas que hacen de sus tardes frente al televisor en donde se trasmite la telenovela de moda, el motivo supremo de su existencia. Arturo pensó que era débil de oído o francamente sorda por lo que repitió la pregunta en tres ocasiones, cada vez, a mayor volumen de voz. La señora, al fin, despertó de su estática contemplación. –¿Qué? –dijo como murmurando. Arturo enunció una vez más la pregunta haciendo gala de paciencia y con la mayor cortesía de la que era capaz a pesar de su deplorable estado físico. La carnosa mujer se limitó a señalar en sentido contrario al camino por donde había llegado. Arturo sintió que la tarde se le iluminaba y comprendió que bastaba con desandar el camino reco­ rrido para encontrar la ruta correcta e inquirió sobre el tiempo que le llevaría retomarla. La señora volvió a su estado cataléptico y Arturo a su desesperación. –¡Por favor, dígame cuánto hago de aquí a la desviación hacia la Ciudad de México!– insistió. –¿Qué? –Que cuánto me llevará encontrar el cruce en el que puedo tomar la carretera a México. –Depende. –¿De qué? –De si va en burro o en camión. –En coche, por favor, voy en coche. –No sé, ni coche tengo.


Un paseo en domingo

–Bueno, cuánto se hace en camión, será un poco menos… –Menos qué… –Menos tiempo. –De qué… –Menos tiempo de camino. –¿De camino hacia la desviación para la ciudad?... –¡Exacto! Arturo sintió por primera vez que podría entenderse con ese ser ancestral. –Depende. Arturo estuvo a punto de iniciar un sollozo. –Depende del día… –¿Depende del día, de qué día…? –inquirió.

Federico Krafft

–De si es lunes, martes o sábado. –¿Cómo? –Arturo ya empezaba a cobrar conciencia de qué tan perdido estaba en ese lugar desconocido. –En lunes es directo, martes hace namás dos escalas y el sábado diez. –¿? –Cada escala es de cinco minutos, así que añádale. Por fin comprendiendo, Arturo, imploró: –El lunes… cuánto hace el camión del lunes. –Asegún. –¿Qué? –Si son de la línea de Tlalcolpan, son más rápidos… pero más cabrones, no les importa atropellar a los animalitos… y a uno que

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Un paseo en domingo

Federico Krafft

LA ACERA DEL FRENTE Carlos Monsiváis En el siglo XX y casi hasta nuestros días, las ciudades de la frontera norte de México se han especializado en armonizar las improvisaciones. Ya que aquí nos quedamos, por lo pronto hasta aquí le damos importancia... las ciudades se arman con la paciencia y la impaciencia de los migrantes, y sus ensueños y ambiciones; han querido vivir en Estados Unidos y no lo han conseguido, fundan dinastías aprovechando la vigilia donde se aguardan las oportunidades, se diseminan entre los cerros y organizan las colonias populares, descubren cómo el intercambio de credulidades afianza los prestigios (“Sé que eres un gran médico, y tú mejor que nadie aprecia el gran abogado que soy”). Por sobre todas las cosas, las ciudades del siglo XXI documentan la victoria del espacio sobre el tiempo. Tiempo habrá siempre, espacio ya no. Mientras las urbes se extienden, sus habitantes típicos (los más) se restringen a departamentos y casas pequeñas, y sus otros habitantes típicos (los menos), los millonarios y multimillonarios, habitan en espacios reducidos o amplificados por las medidas de seguridad y consolidan la certidumbre última: la soledad perfecta de un triunfador exige una recámara que les parecería el infinito a las 20 personas acumuladas en cualquier cuarto de las colonias populares. Ferozmente caóticas, las ciudades de la frontera norte se rigen por la contradicción irresoluble de la supervivencia (“Ya que vamos a seguir aquí, procuremos irnos cuanto antes”), y por el deslumbramiento ante el vecino imperial, Estados Unidos de América. De “¿A dónde vas que más valgas?”, El Universal, 2007

otro cristiano. –Agregó con generoso sentido de colaboración. –¡Ése, cuánto hace ése! –¿Lunes, martes o …?

milia tres horas después. Esa noche durmió inquieto soñando con la oficina. Sobra decir que días después cuando la esposa de su vecino,

–¡Lunes, por el amor de dios! –Pos si no llueve… como hora y cuarto… pero depende de si… Arturo derrotado por su inveterada impaciencia le dio la espalda, salió sin despedirse y se dirigió a su coche. –¿Ya te explicaron, mi amor? Dijo Beatriz. La niña lloraba desconsolada. El niño dormía en el asiento trasero recargada la cabeza en la ventanilla y con la boca abierta. –¡Sí! Contestó con la mirada fija en el camino. Como si lo hubieran apaleado, Arturo llegó al hogar con su fa-

una metiche nueva rica, con dos cirugías plásticas encima y cincuenta gramos de maquillaje en el rostro, le platicó sobre las ruinas arqueológicas en las que habían estado hacía poco tiempo ella y su esposo con los hijos (tres malcriados energúmenos), Arturo fingió interesarse, dispuesto a olvidar el relato minutos de después de concluido. La vecina, acercándose a él entre coqueta y confidente con aguda voz sentenció: –Mario dice que es interesante, pero se nota que esos indios no tenían ni con qué…

Federico Krafft. Editor y cuentista. Maestro en Letras Francesas en la UNAM. Ha sido Vicepresidente de la Cámara Nacional de la Industria Editorial. 124 CULTURA URBANA


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Raúl Renán, poeta de la niñez eterna Jorge Asbun Bojalil

Escribir en un interminable ludismo es virtud del poeta Raúl Renán. Quizá no sea la transparencia o la sencillez de las palabras, sino la malicia enternecedora y magnética de sus versos, lo que hace a Raúl Renán un poeta de brillante y perpetua infancia

En el prólogo al libro titulado Los silencios de Homero, Rubén Bonifaz Nuño apunta: “En este libro, Raúl Renán escribe como un niño.” En las siguientes líneas trataré de exponer que la visión expresada es correcta, claridad de poetas al fin; sin embargo, me parece ne­ cesario, primero, explorar en un sentido mucho más amplio dicha sentencia –abriéndola a otros libros del autor–, para después tratar de saber el porqué y el cómo de una manera literaria de escribir, de ser, para poder valorar realmente el sentido del “niño” en un autor de tanto movimiento poético. Comencemos: la sentencia que nos abre las puertas al universo poético de Raúl Renán es la siguiente: “En este libro, Raúl Renán escribe como un niño”. Escribir como un niño, pero ¿qué significa escribir como un niño? y más aún ¿cómo se logra? Don Rubén Bonifaz Nuño dice que lo hace con palabras “Transpa­ rentes y sencillas”, pero dudo mucho que los niños hablen, con palabras tales como: Tremolante, vellón, combado, solícito, ve-

lámenes, chapaleando, bruñir, baldosas, turgencias, venablo, óbolos y ni qué decir de Belerofonte, Andrómaca, Menelao, Pe­ rifetes, Tisifone nombres propios transparentes, en su contexto y temática, sólo para alguien del Olimpo como Rubén Bonifaz Nuño… En mi punto de vista, lo que hace de un niño a Raúl Renán es su continua capacidad de asombro, su inconformidad, su humor, y sobre todo la continua invención en el juego, con los mismos muñecos ya descoloridos: las palabras (como en Pan de tribulaciones) donde se trasladan de época y se enfrentan en duelo: “Venía el poeta de una tenida de sangre por honor -era espadachín de corte, noble era- y su espada traía de la tarde la queja: su pluma rendía la esperanza a quien de vuelta suele darle vida. Primero fue Señor, después Marques, también Conde y por siempre dueño de jornadas, tierras y alguna serrana que me fiço gana la fructa tem­ prana.” 1 1

Número dos arábigo, de Pan de tribulaciones.

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Raúl Renán, poeta de la niñez eterna

Jorge Asbun Bojalil

Se han establecido ya las condiciones, la historia y el personaje en este juego. Aquí los números arábigos, escritos en prosa poética, van dando la pauta, la trama, y se enfrentan a los números romanos que son ya el poema consolidado en sí. Veamos el enfrentamiento de los número quince: 15 –“Y si el poema no le gusta al director, chinge a su madre. Que siga publicando a esos bueyes exquisitos”. No se sabía si le dolía el puño o lo estaba calentando con la otra mano para continuar con el mismo coraje el poema: lo cierto es que simulaba unos movimientos para aventar madrazos sobre la mesa, sobre el pinche poema que no se deja apresar. Leyó:

el humor. Brevemente me permitiré hacer una separación de éstos para seguirnos acercando un poco más a la obra. Es indudable que todo creador, cualquiera que sea el arte en el que se desarrolle, comienza su quehacer derivado de un estado de fascinación ante los sonidos, los colores, las formas, entre otras. Es decir, el asombro, como tal, no nos dice nada de la obra, digamos que es un componente que se debe tener al crear, ya sea que se encuentre representado o no. Pero los elementos que sí hacen que se mueva de un lugar a otro la creación son los otros cuatro. Agrupemos juego e invención por un lado, y humor e inconfor­ midad por el otro. En el enfrentamiento de los números quince que acabamos de

leer, notamos la inconformidad casi como si estuviera subrayada: chingue a su madre, pinche, madrazos, pocamadre… que por sí sola sería un simple despliegue de coraje, pero que al unirse con el humor nos logra llevar más allá en la emoción.

Sabrán que aquí hubo asco por todo, que esta ciudad no puede llamarse vida y esto tampoco es muerte que a nadie convida. Padezco sí, y el alma tiene en la boca un durazno de la especie soñadora. Aquí los hombres se dan con la frente del otro y nadie habla por boca de nadie. XV Dibuja el primer verso. Pocamadre. Maldice a los corruptos, exquisitos puñales de hojalata, la trapera costumbre de asaltar a la poesía, despojarla de sí (como del hombre) para después mudársela a su talla. Ni el amor le conviene a su puntilla tajada para herir más que cantar el negro corazón de los infieles. La blanca leche –jugo de leones– el héroe bebe con su llanto amargo. No me entienden, carajo. A la chingada. y con un verso libre despuntado se abre la vena de la indignación.

Tenemos aquí una muestra de todos los elementos, los repito: la capacidad de asombro, el juego, la invención, la inconformidad y

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“No me entienden, carajo. A la chingada. y con un verso libre despuntado se abre la vena de la indignación.”

Y es que realmente tanto coraje se termina con el poema, con el punto final del número quince. Vayamos al otro grupo: juego e invención. Primero aclararé que no son lo mismo, un juego es algo con ciertas reglas, por lo menos para quién lo crea, el cual se puede hacer repetitivamente; sin embargo, el jugador, el que ejecuta la acción dentro del juego, es quien inventa sobre la marcha para que el juego no sea algo monótono. Raúl Renán se mantiene escribiendo, jugando e inventando porque tiene la necesidad de hacerlo, y lo hace, en la medida de lo posible, al margen del canon; lo cuál no significa simplemente dar la espalda, sino hacerlo con una nueva propuesta. Uno de ellos es el canon del salmón, el cual utiliza Raúl Renán para ayudar a sus muchos alumnos a encontrar voz propia dentro de los textos –el poema dentro del poema, dice–, y que él mismo lleva a la práctica en A/Salto de Río, donde juega a que los textos se lean de abajo


Raúl Renán, poeta de la niñez eterna

hacia arriba. Aquí abre el “juego” inventando un cántico, a manera de prólogo, de un personaje cuyo nombre es Salomón S. Almónides. Veamos: agua del nadar cruel al ahí al ahí al ahí al ahí al 1 Este poema dividido en treinta y cinco cantos, nos va llevando a través de la agonía del salmón (siempre de abajo hacia arriba) hasta finalizar con el desove. Otro ejemplo de este juego e invención se da en el poema titulado Escher, donde el bloque formado por el párrafo del principio (el cual a su vez constituye una trama interesante donde el ritmo se mantiene gracias a que las palabras dialogan, o mejor dicho y para ser fieles con la idea, resuenan a cada punto y seguido –la que antecede al punto con la que le precede–) se sostiene gracias a la expresión gráfica del tema central que se maneja: las escaleras. “Los pasos en los escalones suben o bajan. Sajan el silencio del cubo de la escalera. Llevan en sí los golpes que a veces su hastío repite subiendo o bajando. Ando, dice la escalera, para no oxidarme. ¿Y el andante que se va o el que viene pujando para subir? Sub ir quiere decir por debajo como ciertas escaleras de Esch­er: dejan ver sus espaldas, nadie nunca las pisará. Hará que los escalones sueltos de la hilada jueguen a hacer vacío por quien se destrozara el que arroja sus pasos al ir y venir. Ven, ir, no me dejes caer en la tentación aunque siempre tires a ascender y sin ad1 Fragmento de la canción “Viaje al nacimiento” de Salmón S. Almónides, del libro A/Salto de Río.

Jorge Asbun Bojalil

vertirlo la escalera me descienda. Senda de Dios sí subo, senda del diablo si desciende al rojo ardiendo: morir vivo

salgo hasta urbano

del seno

el ojo repto

me enguye voyme

repto

me enguye

seno del

el ojo urbano hasta morir

vivo salgo

Es dentro de este grupo (juego e invención) que se han ido llevando principalmente las exploraciones de los textos de Raúl Renán a través de la literatura, considerándolo ya como un refe­rente o­bligado en lo que a poesía experimental se refiere; no obs­tante hay que tener cuidado de no ceñir la búsqueda sólo a estas cualidades, ya que cuando se trata de la experimentación, se presenta como una filosofía de vida, como un antídoto para lograr que la mordedura de los lugares comunes y sus métricas no envenene la pluma del autor. Por lo que debemos tener en cuenta que de igual modo como encontramos textos como los arriba mencionados, cualquiera que sea el grupo al que pertenezcan, se nos brindan también poemas sólidos que escapan de ser agrupados, universos difíciles de explorar por su carácter de volativilidad poética. Un ejemplo es el titulado Pensamiento 2. En una nube las dudas y los misterios esperan la condensación de las palabras. En la copa de un girasol se prepara el brebaje y en la rama se apoya petrificada la meditación. 2 Del libro Viajero en sí mismo.

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Raúl Renán, poeta de la niñez eterna

Jorge Asbun Bojalil

En fin, un escritor con tantas aristas, como todo poeta singular, no puede delimitarse a clasificación alguna, al menos no en su totalidad. En cuanto a lo que nosotros toca, simplemente tratamos de acercar un paso más al lector, sabedores de que no será de ma­ nera definitiva… quedan muchos análisis, visiones y temas por ex-

plorar –un ejemplo podría ser el de las piedras a lo largo de toda su obra–; pero de algo no existe duda, y es de que nos encontramos frente a un poeta de la poesía y sus signos, importante para el devenir de una poesía fresca, tan necesaria para nuestra literatura. Felicidades poeta a tus 80 años recién cumplidos.

Jorge Asbun Bojalil. Ha publicado las obras Retorno al inicio y Algunas visiones sobre lo mismo, entre otros. Fue incluido en la antología Homenaje a Oliverio Girondo.

CRUCERO

Carballido: hombre del teatro

De mediados del siglo XX para acá el teatro mexicano debe a mucho a la infatigable labor del veracruzano Emilio Carballido, miembro de una generación de escritores que se mantuvo al margen de los grandes cenáculos (en el país la mafias tienden a proliferar) y que reúne a autores tan destacados, a más del propio Carballido, como Rosario Castellanos o Jaime Sabines o Miguel Guardia. De Carballido puede decirse sin exagerar que era un hombre puro-teatro, ya que dedicó a los escenarios la mayor parte de sus esfuerzos. Fue autor de sorpresiva irrupción, en plena juventud, en buena medida gracias al influjo magisterial de Salvador Novo. Escribió entonces, y puso sobre las tablas con inusual éxito, Rosalía y los Llaveros, una historia que mezcla la perturbación del deseo con la crítica de costumbres de la provincia mexicana, adocenada y lista para el quebranto provocado por una presencia femenina distinta. Vino después una larga serie de obras, una serie en verdad abundante y deslumbrante por la buena factura y la variedad de registros que empleó su autor. Vinieron también sus años en el cine, como argumentista y sobre todo como adaptador de historias. Una historia suya fue llevada al cine con particular interés: Felicidad, con la

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Lino Arano

actuación del muy buen actor Carlos López Moctezuma. Fallida y todo, la película deja ver la destreza del autor para hacer ver las desdichas de quien se ha propuesto burlar al destino. Emilio Carballido mantuvo siempre viva su inquietud por poner al descubierto los resortes de la conducta humana manifiestos en los actos de la vida diaria. En tal sentido su obra estuvo tentada por lo popular y sobre todo en la construcción de situaciones y personajes ordinarios. Uno de sus libros se llama, sin más, D.F. y es un mosaico tan abigarrado como vibrante de la realidad probable de caracteres comunes de la gran ciudad. Ya hacia los años ochenta se estrena Rosa de dos aromas, la más conocida de sus piezas. Se trata de una obra menor pero de interés indudable. Un par de mujeres, que se conocerán fortuitamente, comparten largo tiempo y sin saberlo marido. Se trata de un habilísimo y divertido ataque al machismo, no del todo extinto por lo demás. Durante décadas Carballido fue maestro de teatro. No salía de las bambalinas, la tramoya y las tablas más que para acudir al escritorio a ponerse a leer obras nuevas de sus discípulos o para escribir las suyas. Pero hizo más, aún. Fue un novelista más que solvente, como prueba la magnifica El tren que corría (publicada por el Fondo de Cultura Económica). Duele su muerte.


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Nieve Tepito tepitorum

Las Flaneras Mario López Rivero

Relato meloso, no apto para lectores con alto nivel... de azúcar en la sangre.

Las flaneras almidonan su delantal blanco por las noches mientras ven telenovelas. Riegan agua de lavanda añeja bajo su cama, planchan las sábanas antes de dormir, para que el frío de enero no tenga que hacer entre sus camas, y en la cocina las gelatinas se cuajan serenas en la hielera. Las flaneras sueñan sin falta todas las noches, duermen plácidas, incorruptas, como si no tuvieran pecados que maldormir. Para las flaneras, la limpieza es su signo, el olor a jabón, esencias de flores en su pelo, que arreglan en las primeras horas de la mañana. Sus cuerpos siempre están en el punto exacto del deseo, lozana su piel de durazno. Dicen que las flaneras tienen el cutis a prueba de años, debido a los vapores de leche, canela y huevo. Después de la crema y el maquillaje salen a vender; si hace falta se retocan

discretamente ayudadas con un espejito redondo a cada esquina. Las flaneras cantan en Re menor “Flaaaaanessss de L-e-e-e-ec-h-e”, afinadas por los años de vender. Si el árbol de la vainilla cantara, vendería flanes. Las flaneras van de la lechería a la panadería con sus vitrinas en cada mano, cuartillas de papel encerado en el delantal. Buscan desmañanados, trasnochados, niños en las escuelas, carniceros, platican con el hielero, pasan al obrador, se meten en los talleres y en las carpinterías, usan sus ojos para vender, coquetas, libres mariposas. Pareciera como si no tuvieran marido, –si es que tienen, estos han de ser agentes viajeros o braceros, pues no se sabe mucho de ellos–. Las flaneras tienen la virtud de robar con un flan el corazón del maldormido, del malamado. Se meten por los ojos, perturban al cliente, lo convencen, le venden una

gelatina cristal con ciruela pasa. El comprador, presa indefensa como venado lampareado, guarda el hueso y cuando tiene muchos, juega en su soledad a la matatena, recordándola, suspirando un recuerdo. Las flaneras contagian su buen humor, su alegría por vivir, su casa es una casa de cuento, al fondo de la vecindad, rincón de aromas y sabores, un paraíso para los niños. Las flaneras tienen hijas, vivos retratos suyos. Les enseñan el tono de su hablar, la mirada que parece perdonar, el secreto de los labios, y las hijas pronto aprenden, dan sus primeros pasos en el negocio quemando el azúcar para hacer caramelo, luego lo sirven en el fondo de los moldes de cristal. Las hijas de las flaneras desde que nacen no paran, a eso hay que agregarle el hecho de que ellas vivirán dos veces la juventud, en comparación con las otras. Sí, las fla­

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Tepito tepitorum Las Flaneras Mario López Rivero

neras tienen una juventud larga, mientras otras envejecen después de los treinta, las flaneras echan mano de sus secretos, y su figura se alza por arriba de las demás. Las flaneras recorren mercados, tiendas de abarrotes, pozolerías, surten pedidos: nacieron como las gelatinas, frescas, tiernamente deliciosas. Las flaneras tienen que ver con el domingo, y el domingo con sus dientes blancos, composición de risa, de parques con columpios, las fuentes, de sombras de las jacarandas donde se instalan. En la tarde dominguera se les encuentra en los atrios

de las iglesias, con cara de santas inmaculadas, Madonas de aquellos cuadros del siglo XVII. Las flaneras prefieren callar cuando algún peluquero medio clavo les malcanta un bolero. Su silencio es barrera infranquea­ble, ellas salen del entuerto cantando su mercancía y doblan, apresuradas, en la primera esquina. Instantáneamente echan al olvido cualquier perturbación. Los borrachos se echan un “farolazo” a su salud cuando las ven pasar y piensan que una de ellas sería su salvación.

Las flaneras tienen enamorados; y al igual que ellas, éstos prefieren también el silencio, tímidos, indecisos, introvertidos. Las flaneras parecen dominar el tiempo, van de prisa. Ha de ser por eso que éste nunca las alcanza. Las flaneras rondan las calles de la colonia, van rompiendo corazones, provocando la envidia de las envidiosas. Las flaneras son un vitral de sabores, discreción, un pecado en secreto, como el sabor de las gelatinas de Orozús combinadas de anís, con una fresa grande y roja, como su corazón.

Mario López Rivero. Tepiteño, es diseñador gráfico, ilustrador, cartonero, escritor y editor, dirige la revista La hija de la palanca.

LA ACERA DEL FRENTE

Carlos Monsiváis Lo urbano es hoy el don de negociar a diario la armonización de los opuestos, de los contrastes entre fealdad genuina y belleza prefabricada, entre la prosperidad que le llega a unos cuantos y la pobreza que se expande. En América Latina lo urbano es también lo reacio a la disciplina, el milagro del orden pese a todo, la combinación siempre incierta entre fortaleza y fragilidad, lo que en sí mismo empieza y se consume, lo que casi sin paradojas le permite a la generación actual desquitarse de la indiferencia que le han de profesar las venideras (“Con tal de que no nos olviden del todo, aquí les dejamos estas ruinas”). En el siglo XX y casi hasta nuestros días, las ciudades de la frontera norte de México se han especializado en armonizar las improvisaciones. Ya que aquí nos quedamos, por lo pronto hasta aquí le damos importancia... las ciudades se arman con la paciencia y la impaciencia de los migrantes, y sus ensueños y ambiciones; han querido vivir en Estados Unidos y no lo han conseguido, fundan dinastías aprovechando la vigilia donde se aguardan las oportunidades, se diseminan entre los cerros y organizan las colonias populares, descubren cómo el intercambio de credulidades afianza los prestigios (“Sé que eres un gran médico, y tú mejor que nadie aprecia el gran abogado que soy”). De ¿A dónde vas que más valgas?, 2007

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El jorobado Miguel Ángel Pérez Maldonado Casi siempre a la joroba la acompaña una cojera y a nadie le ha pasado por la mente un hermoso jorobado de nombre Serafín Podemos ver parejas de enanos pero no de jorobados ¿Dónde andan los jorobados? Hoy que está de moda la capacidad diferente no he visto asientos con respaldos especiales ni suéteres sobrados en el dorso Los jorobados no se juntan y juegan al basket siguen así huidizos en labores de pasillo ocultos

Miguel Ángel Pérez Maldonado. Poeta. Jefe de redacción de la revista Revuelta y Director de Gestión de la Universidad de las Américas Puebla. Obtuvo el premio Gutierre de Cetina de Poesía Joven.

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Sórdidos mundos romanos Josefina Estrada

No son cuento ni broma los personajes que describe Ignacio Trejo Fuentes en su libro Crónicas Romanas, realmente existieron, algunos sobreviven aun a su propia locura, a sus propios excesos. De muchos era mejor huir, eran capaces de arrastrar consigo a cualquiera y llevarlo a las entrañas de un sórdido, demente, trágico y cómico mundillo

Un cúmulo de recuerdos vino a mi memoria mientras leía el libro Crónicas Romanas de Ignacio Trejo Fuentes. Los sucesos que hemos vivido Ignacio y yo en diferentes épocas y lugares. La gente que conocimos y ha dejado de existir. Las mujeres que lo han amado y desamado. Las calles, cantinas y tugurios que hemos visitado. Las noches iluminadas por la risa y el alcohol. Las absurdas mañanas pletóricas de luz. En fin, todo cuanto pueda suceder en una amistad nacida hace un cuarto de siglo. Para mi fortuna o desgracia, no puedo separar las crónicas de la vida de Ignacio. Narra el mundo sórdido que tanto le fascina. De ninguna manera es un turista o testigo de los sucesos que publica; es actor o personaje de las interminables y demenciales fiestas o bromas estudiantiles que tantas veces nos reseña. Infinitas veces me contó las anécdotas antes de publicarlas, asombrado de que existieran personas que ejecutaran semejantes locuras, pero que él celebraba tanto. Por eso, los romanos se arrebataban la palabra para contarle las últimas hazañas. Por ello, lo buscaban y admiraban: era el cronista del barrio. Porque a pesar de su enorme capacidad como crítico literario era capaz de enfrascarse en sorpren-

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dentes saliveros, en tocar la guitarra y beber hasta que el cuerpo aguantara. Y el de Ignacio aguanta toneles. Doy testimonio de que no hay fantasía en las crónicas. Ni invención ni exageración alguna. Esos locos existen o poblaron esas calles y esas casas de la Roma. A muchos saludé, con algunos bailé, con otros me peleé. De todos huí. No le reprocho a Ignacio su fa­sci­nación por la locura. No era gratuita mi presencia en la azotea de la casa de la señora Gloria. En diversas ocasiones visité ese cuartito de servicio que era su departamento, donde me tomé algunas caguamas o quelonios. Si pisé territorios de romanos es porque a mí también me atrae la sordidez. Pero por un rato. Quizás porque no tengo la excelente hechura de Ignacio que soporta todos los excesos. Quizás porque sé que una mujer en esos mundos termina aniquilada en todos los sentidos. Porque esa Roma es una jungla donde imperan los bajos instintos. Donde se aplaude al que mejor se revuelque en su vómito. O le dé lo mismo tragar orines que cerveza. Si come o de­ feca. Si le escupen o lo besan. No estoy emitiendo juicios éticos o morales, sencillamente doy fe de la realidad que reseña Ignacio. Es un libro que toma el pulso


Sórdidos mundos romanos

de un segmento de nuestra sociedad. Los personajes que aparecen en la nota roja. Los que terminan en una fosa común. Los que vegetan en un manicomio. Las hermosas prostitutas. Las niñas de la calle. Por eso digo que esos seres no son resultado de su imagi­ nación. Él tuvo la gracia de acercarse a ellos para que le contaran, repito. Pero él también es un personaje de la Roma. Igualmente ha vivido sucesos desgarradores como el mejor de los romanos. Tan sólo mencionaré el suceso que lo convirtió por un tiempo en pirata. Ignacio se fue a una fiesta con un grupo de amigos, pero antes pasó a la tintorería a recoger varios sacos. Para no ir a casa a dejarlos, varios de sus amigos se pusieron uno. La pesera donde iban se es-

Josefina Estrada

trelló contra un carro de bomberos y en el accidente, curiosamente, fallecieron aquellos que no alcanzaron saco. A causa de ese incidente, Ignacio sufrió varias operaciones. La última fue en los ojos porque veía doble en su sano juicio. Por eso, varios meses usó un parche, que lo hacía lucir irresistible y como nunca se consiguió admiradoras. Por eso y más, Ignacio es un romano. Aunque ya no viva en esa colonia, él seguirá vivo en ese manicomio que ha escrito. A quien le guste la demencia lea este libro. Si le asusta o le repele, también léalo porque se habrá salvado de tratar a la escoria y a los estrafalarios: trabajo de cronistas. Asunto de Ignacio Trejo Fuentes y sus romanos.

Josefina Estrada. Trabajó en la Dirección de Literatura del INBA, donde desempeñó diversas labores. Becaria de INBA/FONAPAS, en narrativa, fue colaboradora semanal del diario Unomásuno. Imparte clases de Periodismo y Géneros Narrativos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Actualmente es directora editorial de Editorial Colibrí y directora del Instituto La Realidad. Su obra ha sido antologada y traducida. Entre su vasta obra se encuentran los libros Malagato, Para morir iguales, Desde que Dios amanece y Virgen de medianoche. CULTURA URBANA 139


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Arco iris imperfecto Rubén Don

Es la nostalgia por una mujer que muta sus gustos cuando entra el verano lo que impulsa este relato. Una joven que trazó un arco iris imposible y ahora se ha ido dejando el cajón del ropero en completo desorden

I Me harté de esperar. El reloj marcó pasadas las cinco. Miré con hastío las manecillas. Una relación insalubre se formó entre el teléfono, el segundero y el cuadro al óleo con frases surrealistas colgado en la pared roja. Pasé más de diez minutos formando una línea con la orilla de la credencial de elector. Como queriendo y no. En eterna espera. Vana espera. Por si acaso el teléfono decidía hacer ring en el momento preciso. Sorbí hasta el fondo. El polvo de Dios tomó posesión de mí. De nuevo miré el cuadro colgado en la pared roja y en un déjà vu fascinante te vi pintando. Consultabas las frases surrealistas de un viejo libro de André Breton que alguna vez robé de la Biblioteca México. Te sugerí que pintaras algo realista, que usaras otra técnica; el muralismo podría estar bien, dije. Tus ojos radiaron palabras que no entendí. El timbre del teléfono sonó. Volví del pequeño viaje. Levanté la bocina con incredulidad. No me equivoqué: tu voz se distorsionó mucho más grave de lo que pensaba.

II Cogí un abrigo corto. Eché doble llave a la puerta. Caminé entre las calles del centro y me pareció ver tus pupilas en cada par de ojos que me cruzaba. Dudé si había dejado el mensaje acertado en el contestador, si había dictado a la maquina el número co­ rrecto de mi celular. Crucé las puertas del Bar Gante y Osvaldo ya esperaba en una mesa del fondo, cerca del televisor. Detrás de mí llegó Carlos. Pedimos una ronda de cervezas. Pasamos cerca de cuarenta y cinco minutos hablando de asuntos que me parecieron poco trascendentes. En el televisor comenzó un partido del Real Madrid al que poco prestamos atención. En la mesa contigua un par de extranjeros bebían cerveza oscura y la botella me recordó a ese cilindro extraño dibujado en el cuadro surrealista de mi pared roja. Carlos preguntó cómo iba todo. No supe qué respon­ der. Fue más específico cuando preguntó si sabía algo de ti; negué con la cabeza. Osvaldo trato de aminorar mi tristeza preguntando si ya había vendido algún cuadro, moví la cabeza negativamente

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Arco iris imperfecto

Rubén Don

por segunda vez. Se formó cierto silencio en la mesa. Ahora sí decidimos concentrarnos en el televisor. El cuadro merengue goleaba cuatro a uno. Osvaldo pidió otra ronda igual. El árbitro silbó el final del partido e inmediatamente los pocos parroquianos que habitaban el bar dejaron de prestar atención al televisor. Carlos comenzó a contar que la noche anterior había ido al Péndulo a ver tocar a un trovador que tanto le gustaba. Tuve ganas de res­ ponderle que La Condesa apesta. Pero me detuve. Recordé que ahí vi por primera vez tu exposición. Te perdías entre la gente que asistió aquella tarde a la inauguración. Fue en ese café-galería del cual he olvidado el nombre. Sólo recuerdo que se ubica frente al Parque México. Las hojas de los árboles, la mayoría en el suelo por culpa del verano, revoloteaban con el aire vaticinando una tormenta. Estabas en una esquina, sola, fumando un cigarro con ansiedad, deslizando tus dedos al aire, entre los cabellos imaginarios que no tenías en tu cabeza rapada. Te veías tan simple con tu falda gitana y tu suéter con cuello redondo. Gente pretenciosa pasaba frente a ti, te ignoraba. Me acerqué para preguntarte si tenías idea de dónde se encontraba el sanitario; en la planta alta, respondiste, ven, te lo muestro. Le pregunté a Osvaldo cómo iban las idas al siquiatra. Res­ pondió que bien, que ahora exploraban el mapa mental de su vida. Confesó haber descubierto un interminable abismo de introspecciones que hacía años no le dejaban en paz. Recuerdos que se repetían vagamente a través de las personas, de los objetos. ¿Objetos?, pregunté. Objetos de la vida cotidiana, dijo él, de esos que están presentes a tu alrededor, en todas partes. Por ejemplo, dijo que con la ayuda del siquiatra se había dado cuenta que cuando manejaba su automóvil sostenía con exagerada fuerza el volante, o la palanca de velocidades. El siquiatra lo asoció con el abuso de autoridad que probablemente pudo haber ejercido su padre sobre él antes de su muerte. Cómo no, si era general, reconoció Osvaldo. Volví a pensar en el contestador, en mi mensaje grabado antes de salir. Solicitamos otra ronda, pero esta vez pedí un vodka tonic. Seguí con la mirada a la extranjera que se levantó de su lugar y se acercó a la rocola ubicada a un costado de la barra. Programó una canción de Caetano Veloso y me pareció tan raro que hubiese una canción del músico brasileño en el aparato.

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III Salimos del bar y el aire apremiaba. Corría un viento ríspido que amenazaba convertirse en lluvia pronto: como aquella tarde de tu exposición en la Condesa. Una estatua humana parodiaba a Cha­ plin en la esquina de Gante y Madero. La gente se aglutinaba a su alrededor, pero nadie le arrojaba una moneda. Carlos hizo un comentario a Osvaldo sobre la fortaleza que estas gentes tienen para soportar tantas horas en la inmovilidad. Suelen ser estudiantes de arte dramático, dijo Osvaldo. Seguimos por Madero. La calle semejaba un extraño happening entre los aparadores cuyas luces res­ plandecían hasta el filo de la banqueta y las sombras transgrediendo ese resplandor. Calculé que esa noche volverías a casa. Siempre regresabas exactamente a la semana. Dudé dónde habías elegido esta vez para huir: el piso de tu amiga Karla cerca del Parque Mé­ xico, o la casa de Efraín en esa oscura cerrada Anatole France de Polanco. Me di cuenta que la noche había cobijado pronto cuando Carlos entró a un cajero de la calle Palma y la luz del cubículo era la luminosidad más amplia de toda la cuadra. IV Cruzamos las puertas estilo viejo oeste de La India. Ocupamos la mesa del fondo, cerca de la rocola. Osvaldo pidió una ronda de tres bolas de cerveza clara. Carlos se levantó y en tres o cuatro minutos regresó después de haber programado una canción de Joaquín Sabina. Preguntó cuál era la ausencia más grande con la que cargábamos en la vida. Osvaldo dijo que la de su padre. Yo no supe qué responder. Encogí los hombros. Di un fuerte trago a la bola y encendí un cigarro. Pensé en la primera vez que fui a tu estudio de la calle Orizaba. Qué lindo, a pocas cuadras de Álvaro Obregón, dije y me sentí tonto. No era el típico estudio de una artista. Había tres plantas cerca del ventanal y los caballetes estaban bien alineados: demasiado perfecto, para que me entiendas. Un gato ronroneaba en el sillón individual color azul que descansaba junto a las ma­ cetas. Sobre la mesita de madera, con únicamente tres patas, descansaban los tubitos de óleos y la paleta. Y en un pequeño librero descubrí libros de Camus, Artaud, Sartre, Balzac y García Ponce. Fui el primero en llegar a la fiesta. Tuviste tiempo para mostrarme algunos cuadros en los que venías trabajando en las últimas sema-


Arco iris imperfecto

nas. Me llamó la atención que pintaras varios proyectos a la vez. Al poco rato no cabía una sola alma. Te perdí de vista un par de horas, mientras conversaba con otros pintores, amigos con los que habías estudiado en La Esmeralda. Cuando te encontré, bailabas Beatles con algún invitado. Me gustó tu cabeza rapada, la forma en que movías los brazos. V Tomé la papeleta de la cuenta entre mis manos antes que ellos y pagué con un billete de doscientos pesos. El mesero me miró con ojos de odio cuando se percató que de propina sólo deposité una moneda de cinco pesos sobre la mesa. Caminamos hasta Cinco de Mayo donde Osvaldo había estacionado su vehículo. Las calles del centro comenzaban a alumbrarse de nuevo por los antros que o­frecían un algo entre sus paredes. Pregunté si les apetecía ir al Alicia para escuchar a San Pascualito Rey. Carlos dijo que probablemente ya habían tocado, que eran las once y él sabía que el toquín comenzaba a las nueve. Encogí los hombros. Miré mi cabello desacomodado en el espejo retrovisor. Revisé el celular por si caso habías llamado y yo no me había dado cuenta. Carlos, sujetando el volante con ambas manos, mirando de vez en vez por el retrovisor, confesó sentirse sorprendido de que hubiese aceptado salir con ellos, siempre estás encerrado, pintando, dijo. Ahora sólo pinto con intermitencia, respondí. Déjalo, intervino Osvaldo, así son los artistas, trabajan con mucha cabalística. No entendí lo de la cabalística. Quise refutar el comentario pero pensé que sólo nos envolvería en un altercado propio de las cervezas con las que ya cargábamos en el estómago. Metí la mano al bolso izquierdo de mi abrigo corto y apreté el celular, por si acaso llamabas y no lo escuchaba, así podría sentir el vibrador. Quiero comprarme una puta esta noche, dijo Carlos. Sus ojos me interceptaron por el espejo retrovisor. Le noté auténticas ganas de estar con una mujer. Le dije que doblara en Avenida Hidalgo, que siguiera hasta donde comenzaba San Cosme, a la altura del metro Revolución. Encontramos un grupo de travestis que tenían al descubierto sus senos falsos; y tres o cuatro putas, visiblemente deterioradas por el frío de largas noches, que no le agradaron a Carlos. ¿Cuánto estás dispuesto a gastar?, preguntó Osvaldo. Hasta quinientos pesos, balbuceó Carlos. El clásico

Rubén Don

presupuesto clasemediero, dije mientras miraba a través del vi­ drio y una puta pasada de peso, con los pechos apretados por una mínima blusa azul, me hacia señas desde la ventana. Terminamos en Sullivan. El tráfico apremiaba. La demanda superaba a la oferta. Formados un carro tras otro, una chica de cabellos rojizos y ojos profundamente negros me miró. Pensé en tu mirada. En cómo se te dilataba la pupila cuando te enojabas. Aún tengo fresco el re­ cuerdo de la primera vez que peleamos. De la primera ocasión que te ausentaste ocho días. Al quinto día, viernes, tuve la ocurrencia de buscarte en tu estudio al cual había dejado de ir casi después de que te mudaste a mi departamento. Desde la calle se veía gente en el balcón. Respiré hondo antes de pisar el primer escalón del edificio. Puse mi mano derecha sobre la baranda y ésta me temblaba. El ambiente apestaba a alcohol y marihuana. La gente, ida, bailaba Better Sweet Symphony. Alguien apagaba la colilla de su cigarrillo en uno de tus cuadros. Sentí rabia, más tarde defendiste la acción argumentando que te agradaba que transgredieran tus obras. Busqué tu cabeza rapada en medio de la gente que bailaba. Traté de abrir la puerta del baño pero estaba atorada. En la habi­ tación desocupada, esa que tenías planeado convertir en biblioteca, alguien cocinaba un poco de coca en una cuchara. En una de las paredes habían escrito la frase Say No More con óleo rojo. Escuché como los latidos de mi corazón se aceleraron en franca advertencia. Abrí la puerta de tu recamara: al descubrirte desnuda, me volteaste a ver con una insinuada sonrisa en los labios, con tu cara de maldad. El tipo recostado en la cama, medio borracho, o medio drogado, quizá ambas a la vez, trató torpemente de escon­ derse bajo la sábana blanca. VI Carlos se mostró desconcertado pero visiblemente ansioso con proseguir en la cacería de putas. Como última opción les ofrecí visitar una casa de citas que conozco en la Roma. Pero ambos prefirie­ ron que entráramos a un table dance ubicado en Insurgentes. Un par de gorilas nos revisaron antes de cruzar la cadena del estable­ cimiento. Mis ojos tardaron en acostumbrarse a la poca luz y el azul neón hizo brillar los botones de mi abrigo corto. El mesero nos ofreció mesa de pista. Cuando mi vista se había ambientado, un enorme

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Arco iris imperfecto

Rubén Don

culo se movía frente a mí. El olor a perfume y hielo seco penetró en mis fosas nasales. Encendí un cigarro. El humo, sinuoso, viajó hacia delante, hacia el prominente culo de la chica que bailaba One de U2. Después me distraje observando cómo una pareja de lesbianas se besaba y acariciaba en una mesa del fondo, cerca de la barra que parecía una pecera. El ambiente simulaba ser perfecto, todo parecía perfecto: los ojos atentos recorriendo los contornos de una piel hastiada de tantas miradas. Pregunté al mesero por los sanitarios y me señaló unas escaleras. Subí. A la derecha la chica que acababa de bailar se duchaba baja una regadera, rodeada por un cristal transparente que emitía esa luz rosa neón. Todo neón. Con su mano derecha acariciaba sus pechos, con la izquierda se tocaba la entrepierna. Levantó la cabeza y sus pestañas parecían dos enormes paraguas. Lindo pez, linda pecera. Me encerré en el último cubículo. Preparé una delgada línea en la caja del inodoro. Jalé mitad por la fosa nasal izquierda, mitad por la derecha. El polvo de Dios co­ rrió presuroso hasta el lugar más recóndito de mi cerebro. Miré con gracia un letrero pegado en la pared que rezaba: Prohibido ingerir

CRUCERO

Granados Chapa en la Academia

No hay frase suya que no proceda de un razonamiento impecable. Y ni uno solo de sus razonamientos proviene de un cálculo ligero, de una vaga hipótesis lanzada a favor del vocerío que predomina en el medio. No hay tampoco entre las suyas afirmaciones contundentes que escondan su fragilidad en ropajes rotundos o buscapiés sustentados en chismes, rumores o filtraciones siempre oscuras. Lo suyo no son los mentideros en los que siguen abrevando numerosos colegas suyos, ni los despachos elegantes de los políticos o los empresarios bien situados que hallan en las noticias y sus interpretaciones campo del juego de sus intereses. La Academia Mexicana de la Lengua lo ha hecho uno de sus miembros en un gesto de una justicia que no siempre ha acompañado a sus designaciones. Periodista esencialmente, Miguel Ángel Granados Chapa es un escritor de primera línea, un diestrísimo artífice del lenguaje. Su caso es el de todos los ensayistas de

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sustancias ilegales, se consignará a las autoridades competentes. Jalé la palanca y tuve la sensación de que la noche se iba entre el remolino de agua. Cuando regresé a la mesa Osvaldo miraba atento a la mujer en turno. Pregunté por Carlos. Me señaló el fondo del establecimiento. Bajo una breve luz, cierta teibolera colocaba sus pechos en la cara de Carlos. Éste se hundía en ellos. Concentré mi mirada en la V que la rubia en turno formaba abriendo sus largas piernas sobre la pista. Me sentí ahíto. Recordé nuestra última discusión. Dos días atrás me había parecido estúpida. Ahora sólo me parecía natural, coherente. Ocurrió cuatro meses después de mudarte a mi piso. Justo hace ocho días. Insistí que parecía contradictorio que pintaras formas abstractas escuchando música de Mahler. Quizá sentí celos de las formas perfectas que delineabas con el pincel manchado de un cian que yo mil veces había querido lograr mezclando infinidad de colores sin conseguirlo. Miré el cenicero atestado de cinco o seis colillas de marihuana. Dijiste que no buscabas la perfección, que el mundo no era perfecto, que el mundo no giraba alrededor de mí, que yo era insignificante ante el mundo, que mis

Juan José Reyes real fuste: traduce a la expresión escrita o hablada –en el radio su comparecencia diaria es también un oasis y al tiempo un rico manantial– la dinámica de sus silogismos, el encadenamiento, siempre bien aceitado, de las ideas fluyentes siempre en acuerdo con una actitud: la de la búsqueda de lo cierto a partir de los antecedentes y del tramado de sus vínculos. En tal sentido, por desgracia, el trabajo que durante ya algunas décadas ha desplegado el periodista hidalguense es de veras excepcional en nuestro país. A la improvisación, Granados Chapas ha opuesto sin falta la más sólida preparación; al aventurerismo ha enfrentado el temple de una convicción: a los asedios y los efectivos golpes represivos Granados Chapa ha sabido siempre poner cara sin aspavientos y con la seca y efectiva energía de la verdad como pan de todos los días. No lo ha hecho uno de los suyos la Academia por todas estas prendas valiosísimas sino por otra de valor no menor y hermano: su formidable dominio de la lengua, cosa nada común.


Arco iris imperfecto

cuadros intentando retratar la realidad urbana eran pura basura estética, que tratar de comprender el mundo no estaba en su catálogo de prioridades, que estabas harta de mis referencias estéticas tan decadentes. Arrojaste la paleta contra mí. Se estrelló en la pared roja. Resbaló dejando un precioso arco íris imperfecto. Te mandé al suelo de una bofetada. Escupí tu cuadro, la saliva resbaló sobre el lienzo como un falso color. Al cabo te fascinaba que transgredie­ ran tu obra ¿no? Me miraste con poco asombro. Tu cabeza rapada brilló extrañamente cuando la luz de un vehículo que circulaba por la avenida entró a tientas. Salí. Metí la mano derecha al bolsillo del abrigo corto sólo para comprobar que había olvidado el celular en la parte trasera del auto de Carlos. VII Osvaldo liquidó la cuenta con su tarjeta de crédito. El mesero sonrió con la generosa propina. En el vehículo Carlos apestaba a perfume. Había pagado cuatro privados en las dos horas que permanecimos en el lugar. Mujeres distintas todas. Nunca insisto más de dos veces, me advertiste una noche que nos amanecimos filosofando y pintando. El amor no dura tres años, como dice el francés Frédéric Beigbeder, pienso que a lo mucho puede durar tres meses, aludiste. Por las noches, antes o después de hacer el amor, revisábamos a los exis­tencialistas: a veces Camus, a veces Sartre. Sugeriste que leyera Kierkegaard. Convertíamos mi habitación en nuestro propio mundo: salías de la cama y regresabas con un mate y un cigarro de marihuana. Te irritaba que consumiera polvo. Asegurabas que eso me hacía artificial. Pintábamos. Cada quien en su lienzo. Un día comenzamos un proyecto conjunto. Desfigurado. Ambiguo. Había tres llamadas perdidas en el celular hechas desde mi departamento. Marqué pero no quisiste, o no te atreviste, a levantar el auricular. Tonterías. Seguro ya te habías metido a la cama. Te imaginé dormida, agotada por tu largo peregrinar de ocho días. Entonces comprendí porqué te gustan tanto los gatos, te pareces a ellos, te marchas durante largas temporadas como egoístamente saben hacer. Carlos dijo que ahora sí quería ir a la casa de citas en la Roma. Respondí que era tarde, que me bajaba del auto. Les indiqué como llegar hasta el prostíbulo: está en Jalapa 85; tocan tres veces y cuando la voz pregunte qué desean, la clave es gonorrea;

Rubén Don

afuera hay un enorme letrero que reza Estética Unisex; entren sin miedo, y no olviden solicitar su bebida de cortesía. Caminé unas cuadras después de la Glorieta Insurgentes. La última bebida ordenada en el table, un fernet bastante barato, y el polvo de Dios me provocaron fuertes cólicos. Vomité al amparo de un poste de luz. Manché mi tenis izquierdo. Sentí cómo un hilito de sangre comenzó a bajar por mi fosa nasal derecha e inmediatamente a escurrir por la hendidura de mi labio superior. Me limpié con una de las mangas de mi abrigo. Un grupo de niños mimados, a bordo de un BMW G3, se detuvieron en la luz roja de la esquina. Oían a todo volumen una canción de Marilyn Manson. Levanté la cabeza. Sentí un poco de sangre seca en la barbilla. Me miraron con sarna y entre risas comenzaron a arrojar monedas de un peso. Me cubrí el rostro con los brazos. Cuando la luz encendió verde escuché sus risas per­ derse tras el rechinar de las llantas. Una moneda había golpeado mi ceja izquierda dejando una pequeña herida. Sentí el celular vibrando en mi pierna. Al querer sacarlo, con torpeza resbaló de mi mano y fue a dar a un charco de agua puerca a la orilla de la banqueta. Cuando lo rescaté y sequé, el aparato se había estropeado. Pasó largo rato para que un taxi aceptara levantarme. VIII Durante el trayecto intuí algo. No supe exactamente qué. Tu llegada, tu partida: quizá ambas traducidas en una eternidad. La nariz comenzó a sangrarme de nuevo; no hice nada por evitarlo. El taxista no me apartaba la mirada por el espejo retrovisor. Presentí que yo también había quedado impregnado de ese olor a perfume de puta. Bajé del taxi. Con la poca luz del pasillo descubrí que la parte frontal de mi abrigo estaba manchada con gotitas de sangre. Sorbí con fuerza y sentí cómo la sangre seca obstruía el paso de la poca sangre fresca que aún se aglutinaba en mi fosa nasal. Extraje de mi bolsillo la llave con la mano temblorosa. El metal tintineó varias veces al chocar contra la chapa. Sentí el olor de tu piel en la fosa nasal que no tenía obstruida. Encendí la luz. No vi rastro alguno en la sala. En el fondo el arco iris imperfecto en la pared. Revisé la habitación y tus cajones estaban revueltos. Aquella noche que te conocí me explicaste que con el cambio de es­ tación te aburrían ciertas cosas: tu apariencia frente al espejo, la pintura, el amor, todo en ese orden. Me senté frente al arco iris imperfecto de la pared roja y comencé a tallar el óleo seco con mis uñas.

Rubén Don Ha sido corresponsal en México de la Agencia Internacional de Noticias Literarias Librusa. Colaborador del suplemento Arena del periódico Excelsior. Ha publicado la novela La consecuencia de los días (UACM, 2005), Premio Nacional de Narradores Jóvenes 2005; y Negativos extraviados en el placard (Amarillo Editores, 2006). CULTURA URBANA 145


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Librario Alejandra García ENSAYO

POLÍTICA

CINE

Nicolás Alvarado, La ley de Lavoisier / Ensayos (y errores) 1998-2007. Norma, México, 2008, 359 pp. (Colección Actualidad). Textos de un joven ilustrado de la Ciudad de México. Un joven posmo, informado, puesto al día en cosas de la alta cultura, la filosofía que sale a la calle, la literatura en boga, los usos de la moda, obligado al humor, y de suelta pluma que pone a girar con bastante prestancia. Nicolás Alvarado emplea un alter ego con el que cruza bromas, no poco se pavonea, termina de perfilar una imagen que no pasa de una apaciguada superficie. El alter ego, nombrado jocosamente Paul Wasso, no hace más que lastrar una navegación afortunadamente fluida, que puede llegar hasta Eva Norvind o Lipovetsky, o Richardo Avedon o la bella Andrea Palma.

Pablo Yanes (coordinador), Derecho a la existencia y li­ bertad real para todos. Universidad Autónoma de la Ciudad de México / Secretaría de Desarrollo Social, México, 2007, 278 pp. (La Ciudad). En junio de 2007 la UACM y la Secretaría de Desarro­ llo Social del D.F. realizaron el primer Seminario Internacional “Derecho a la existencia y libertad real para todos: Ingreso Ciudadano Universal”. Participaron en él numerosos académicos mexicanos y extranjeros. Este libro recoge lo que ellos platearon acerca de un asunto de primera importancia: el Ingreso Ciudadano Universal, que es un asunto de justicia en el sentido más profundo, ya que contribuye a la creación de mayores posibilidades de igualdad y abre el camino para que el trabajo se libre de las condiciones alienantes que lo definen en el sistema capitalista, aun ahora en tiempos de la globalización neoliberal.

Tomás Pérez Turrent, Canoa. Universidad Autónoma Metropolitana / Juan Pablos, México, 2007, 239 pp. (Molinos de Viento, 137). Bonita edición del guión de un clásico del cine nacional. El dueto Pérez Turrent-Felipe Cazals combinó felizmente los talentos respectivos. El guión es un modelo de inteligencia e intensidad en virtud de su estructura fragmentaria, que da cuenta cruda y verazmente de los hechos cruentos sucedidos en San Miguel Canoa, Puebla, en septiembre de 1968, cuando los poderes establecidos, incluyendo en lugar primaria el eclesiástico, somete y castiga a jóvenes excursionistas a los que han confundido con miembros del comunismo (lo que fuera que esto siginficare).

HISTORIA

FRONTERA

CINE

Alfredo Rajo Serventich, Emilio Castelar en México / Su in­ fluencia en la opinión pública mexicana a través de El monitor republicano. Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2007, 281 pp. (Pensamiento Propio). En el México convulso del siglo XIX la prensa cumplió un papel de primera importancia. Fue canal de expresión, arena de polémicas, tejido de ideas entrecruzadas. Aquel escenario contó con un tenaz y talentoso animador español, Emilio Castelar, presidente de la Primera República Española, liberal, federalista un tiempo, centralista luego, interlocutor de mexicanos eminentes como Ignacio Ramírez y Justo Sierra. Poco se ha estudiado el vivo influjo de las ideas de Castelar en aquel país que buscaba afianzar su propia identidad. El libro de Rajo Serventich contribuye con amplitud a borrar esa laguna.

Carlos Monsiváis, Heriberto Yépez et al, Tijuana sessions. CONACULTA, Secretaría de Relaciones Exteriores, Comunidad de Madrid, UNAM, Turner, BBVA, Aeroméxico, 2005, 155 pp. Dos textos notables. El de Monsiváis es una incisiva interpretación de la vida en Tijuana, entre los tanteos estéticos y su contundencia, su arquitectura que anuncia los niveles de pobreza y miseria y la disolución del sueño, el sentimiento gregario que no disuelve la sensación de siempre estar en otra parte. El de Yépez se concentra más en la desgarrada dicotomía de lo yanqui y lo mexicano, es una historia de los orígenes y a la vez de sus derroteros múltiples. El libro se complementa con ilustraciones de nuevos artistas (instaladores, fotógrafos). Se trata de una aproximación valiosísima a la nueva cultura de la frontera.

Tomás Pérez Turrent y Xavier Robles, Las poquianchis. Universidad Autónoma Metropolitana / Juan Pablos, México, 2007, 258 pp. (Molinos de Viento, 136). Filmada por Felipe Cazals, como Canoa, Las poquinchis re­ crea la historia de la empresa de tres hermanas que conmovie­ ron al país: manejaban una mínima red de prostitución en el centro del país, en los años sesenta. Un día se descubren los cadáveres de nueve mujeres, lo que abre el caso policíaco. El guión, que se presenta aquí, se debe a dos profesionales de primera línea. Con todo y haber sido editado para reducir su extensión, acaso resulte un poco largo, pesado. Sin embargo, no hay duda de su intensidad, de su lucidez para captar la naturaleza de las personajes en su terrible vida diaria. En pantalla, brilló el reparto (Diana Bracho, Tina Romero, Martínez de Hoyos), con todo y la participación de María Rojo.

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Librario Alejandra García

CRÍTICA

ANTROPOLOGÍA

FEMINISMO

Myrta Sessarego, Maqroll el Gaviero o las ganancias del per­ dedor / Ensayo sobre la obra narrativa de Álvaro Mutis. Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2006, 538 pp. (Colección Al margen). Un sólido instrumental teórico sirve a Sessarego, crítica argentina, para desplegar un ambicioso y apasionado ejercicio de interpretación de las obras de ficción del colombiano Álvaro Mutis, creador de un personaje singular, aventurero que es reflejo de la libertad y la condición del hombre, llamado Maqroll. De este modo el libro guarda un doble valor: conduce a la lectura de la obra de Mutis y es en sí mismo un material de lectura de primera calidad, por su transparencia y su riqueza, fundadas en un lenguaje que corre con fortuna su propia aventura.

Richard N. Adams, La red de la expansión humana. Traducción de Megan Thomas. Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social / Universidad Autónoma Metropolitana / Universidad Iberoamericana, México, 2007, 270 pp. (Clásicos y Contemporáneos en Antropología, 3). Adams, distinguido antropólogo estadounidense nacido en 1924, analiza el poder en las sociedades humanas desde una novedosa perspectiva: la búsqueda de poder de unos sobre otros forman parte de un esfuerzo global tendiente al enfrentamiento y el control del medio ambiente, con el fin de asegurar la supervivencia. Si es claro que a los propios de la antropología suelen asociarse los conocimientos de la sociología, la ciencia política y la psicología, sobre todo, es preciso añadir también, y no de modo meramente adjetivo, los relativos a los ecosistemas y la termodinámica. Un libro de importancia, sin duda.

Francesca Gargallo, Ideas feministas latinoamericanas. Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2ª. Ed., 2006, 298 pp. (Colección Historia de las Ideas). Una asombrosa cantidad de información, que va desde los orígenes hasta lo más actual en el mundo de las ideas feministas, se une aquí a una prosa inquieta y profunda, capaz de alcanzar transparencia y de proyectar un haz de imágenes nuevas en torno de este asunto. Gargallo revisa el tema desde su origen y mira el feminismo no sólo desde un plano histórico sino sobre desde uno filosófico, abriendo un espacio fecundo a nuevos enfoques de género, de la relación con el poder (masculino), de situación en el orden mundial (los casos de Latinoamérica y específicamente el de las feministas indígenas). Un libro indispensable.

FÍSICA

POESÍA

FILOSOFÍA

Huitzilin Yepez Martínez, Problemas resueltos de cinemática y dinámica de una partícula. Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2007, 178 pp. No hay más que conocer, con elemental suficiencia, para caer en la cuenta de que lo que nos falta por conocer es inmenso. Pero ese primer conocimiento, si es sólido, es un germen del que podrán brotar frutos imprevistos y sorpresivos por su alcance y su profundidad. Lo complejo, sin dejar de serlo, se torna claro y remite sin demora a sucesivas búsquedas y encuentros. Yépez Martínez, físico reconocido en todo el país, contribuye felizmente a la realización de este proceso en su disciplina, al dotar de armas bastantes y poderosas a los estudiantes que acudan con él a ver estos problemas.

Pura López Colomé (selección y prólogo), Anuario de poesía mexicana 2006. Fondo de Cultura Económica, 2007, 329 pp. (Tezontle). Desde hace algún tiempo el FCE ha retomado una buena tradición mexicana: reunir en un volumen poemas representativos de la actividad poética actual en nuestro medio. El resultado es previsiblemente desigual. El lector encontrará bellos poemas de autores consagrados como, entre algunos más, José Emilio Pacheco, Eduardo Langagne, Ramón Xirau, Elsa Cross, Coral Bracho o Myriam Moscona, junto a otros, algunos de ellos también de feliz factura, de novísimos poetas como El Feli Dávalos o de poetas ya formados y en plena maduración como Luis Armenta Malpica o Francisco Magaña. López Colomé ha recogido el material de varias revistas literarias.

Howard Mumma, El existencialismo hastiado / Conversa­ ciones con Albert Camus. Edición de José Ángel Agejas. Voz de Papel, Madrid, 2005, 180 pp. (Voz de Papel, 5). Notable, e infructuoso, esfuerzo por hacer ver que el gran escritor de lengua francesa Albert Camus en el fondo estaría anclado en la creencia en Dios. El asunto es importante porque el pensamiento de Camus iluminó vastas zonas de la cultura en el siglo XX, desde un existencialismo ateo (como el de Sartre), fundado en el absurdo y en la rebeldía y trazado –he aquí el valor mayor que mueve a los católicos a tratar de hacerlo uno de los suyos– sobre un raro lirismo, de gran belleza, realmente evocador y conmovedor. Mumma conversó largamente con Camus; las pláticas tienen de por sí el gran valor de una inteligencia excepcional.

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A la venta en las librerías más prestigiadas de la Ciudad de México y Guadalajara: Gandhi, Péndulo, Sótano, F.C.E., Librerías Coyoacán, Educal, Librerías de Cristal, Librerías de la Jornada, Librerías Gonvil (Guadalajara)





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