Revista Cultura Urbana Nr. 15

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UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO Nada humano me es ajeno RECTOR Manuel Pérez Rocha COORDINADOR ACADÉMICO Miguel Breceda Lapeyre

AÑO 3 • NUM. 15

Literatura, Igualdad, Fraternidad. LOS ESCRITORES BAJO ATAQUE

COORDINADOR DE DIFUSIÓN CULTURAL Y EXTENSIÓN UNIVERSITARIA Óscar González COORDINADOR DE PUBLICACIONES Eduardo Mosches CULTURA URBANA • REVISTA DE LA UACM DIRECTOR Juan José Reyes COORDINADOR EDITORIAL David Huerta JEFA DE REDACCIÓN Y RELACIONES PÚBLICAS Rowena Bali

Ilustradores:

Diseño Juan Pablo de la Colina CONSEJO DE REDACCIÓN Ernesto Aréchiga, Sergio Raúl Arroyo, Silvia Bolos, Óscar de la Borbolla, Ana García Bergua, Fernando García Ramírez, Iván Gomezcésar, Luis Felipe González, Bárbara Jacobs, José Agustín, Eduardo Langagne, Mónica Lavín, Vicente Leñero, Emiliano Pérez Cruz. VENTA: Sanborn’s, Educal, librerías de La Jornada y F.C.E. CULTURA URBANA invita a los miembros de la comunidad de la Universidad de la Ciudad de México y a los lectores en general a enviar a la redacción colaboraciones y comentarios. Asimismo, se reserva el derecho de elegir el material que publicará en sus páginas. Coordinación de Difusión Cultural y Extensión Universitaria: División del Norte 906, Octavo piso, Colonia Narvarte, Delegación Benito Juárez, C.P. 03100, y culturaurbana00@yahoo.com.mx Ciudad de México, 2007. Reserva del título: 04-2004-100113432600-102 ISSN: 1870-1817

Juan Pablo de la Colina

Mariano del Cueto


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Los escritores bajo ataque

51

7

Escribir en libertad

55

El planeta Cloralex

64

Martín Solares 14

Kapuscinski: “Lo mío no es una vocación: es una misión” Entrevista de Bill Buford

23

Los de la colina Marc Villard

Orhan Pamuk 11

Francia: Cocinar con luz para el mundo Martha Chapa

Nadine Gordimer

Bárbaras del norte o el síndrome de la triple frontera: narradoras de la frontera norte Eve Gil

69

Mexicalille

Cathy Fourez

Nietzsche: el último gran metafísico Óscar González

26

Siempre he detestado París Ana Clavel

29

28

Pelícano

Emiliano Pérez Cruz

Juan José Reyes 35

Albures a la francesa

30

Ricardo Ancira 38

Poema

Tzizi de la Colina 44

Sí, ir a París

Alejandro Ordorica Saavedra 49

Asfálticas Viejo, pero no de todas: una vida al volante Amazon Party Capítulo 11 Renacimiento tardío Rowena Balí

40

Rondas

Nicolás Mora 74

Librario

Alejandra García

París no se acaba nunca Magali Velasco

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Los escritores bajo ataque Nadine Gordimer

La ganadora del Nobel de Literatura 1991, que acaba de recibir en Italia el premio Grinzane Cavour, se refiere en este artículo a las amenazas que pesan sobre varios intelectuales y a las censuras que sufren sus obras. Denuncia los fundamentalismos religiosos e ideológicos y aboga por la libertad de expresión como medio de comprensión entre las culturas

La ganadora del Nobel de Literatura 1991, que acaba

de recibir en Italia el premio Grinzane Cavour, se refiere en este artículo a las amenazas que pesan sobre varios intelectuales y a las censuras que sufren sus obras. Denuncia los fundamentalismos religiosos e ideológicos y aboga por la libertad de expresión como medio de comprensión entre las culturas. He participado en la lucha contra el apartheid sosteniendo activamente

al movimiento clandestino ANC, pero ahora quisiera ocuparme de otro tipo de guerra, la guerra contra el que escribe: la guerra contra la palabra, que he vivido en persona como escritora, y la guerra ulterior, considerablemente más seria, letal, que amenaza la vida misma de los periodistas y escritores en los conflictos actuales. Hace poco —en el curso del último año— periodistas han sido tomados como rehenes en las guerras que se libran en muchos países, sobre todo en la iraquí, que implica un compromiso internacional. Incluso antes, en uno de esos países fue asesinado un periodista después de haber padecido, como rehén, un calvario inenarrable.

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Los escritores bajo ataque

Nadine Gordimer

En su discurso de aceptación del premio Nobel, recibido en 2005, Harold Pinter dijo: "La vida del escritor entraña una actividad extremadamente vulnerable, de casi completo desamparo. No debemos llorar por esto. Pero es un hecho que estamos expuestos a todos los vientos, también a los helados". Desde la Antigüedad, ha habido una larga serie de acciones contra escritos juzgados como herejes desde la perspectiva religiosa. Aún existe la lista de los libros proscritos por los católicos. Pero en los tiempos modernos la prohibición de libros se ha basado habitualmente en un lenguaje demasiado explícito en materia de sexo, mientras que la herejía ha asumido la apariencia de la transgresión a la ortodoxia política. En el primer caso, el sexo, vienen a la mente de inmediato Madame Bovary y El amante de Lady Chatterley y, para el segundo, el de la herejía política, se me perdonará que, al margen de tantos episodios de libros prohibidos, cite un caso personal. Desde aquel punto de vista, el régimen del apartheid en Sudáfrica prohibió tres novelas mías, una tras otra. Prohibir una obra por razones políticas, impidiendo su distribución y su venta, o, de modo más drástico, rechazarla quemándola en público —actos que parecen tener presupuestos racionales— son en realidad acciones dictadas por un nuevo tipo de fe, no religiosa sino ideológica. Una ideología abrazada con vehemencia se convierte en una fe en nombre de la cual los secuaces viven y actúan. La pureza de la raza para Hitler y el propósito de eliminar una clase social para Stalin son sólo dos ejemplos de los caminos para suprimir la libertad de expresión en nombre de ideologías políticas elevadas al plano de la fe, cada una de las cuales se atribuye la misión salvadora de combatir al otro presente en la humanidad. Fe y razón: estamos acostumbrados a aceptar que estos aspectos, en apariencia opuestos, estén unidos de hecho, en simbiosis, mediante el exilio de obras literarias por parte de regímenes políticos opresivos. Basta leer los informes, país por país, de la comisión del PEN Club acerca de los escritores en prisión. Contra un escritor, hubo por otra parte una acción inconcebible en los tiempos modernos, nuestros tiempos: una condena a muerte dictada contra Salman Rushdie. Se lo acusaba de haber publicado una novela hereje desde el punto de vista religioso. "No pensé jamás ser un escritor que se ocupaba de religión hasta que la religión vino

a buscarme", dijo Rushdie. "La religión era parte del argumento de mi libro, naturalmente... de todos modos... debí medirme con los acontecimientos y decidir qué posición tomar frente a una oposición tan clamorosa, represiva y violenta. En aquel período era difícil convencer a la gente de que el ataque contra los Versos satánicos formaba parte de un ataque global más amplio contra los escritores, los artistas y las libertades fundamentales". La fe que aprobaba este ataque era de carácter religioso, el Islam. Nada semejante a una fatwa de muerte había sido invocado respecto de otros escritores declarados culpables de herejía religiosa o política, o de tratar el sexo de modo explícito, aun si fueron desterrados o encarcelados. Actos, por otra parte, ya bastante atroces. La condena a muerte contra Rushdie fue una advertencia imborrable firmada por el fundamentalismo, que en el mundo actual lanza sus amenazas y sus asaltos no sólo sobre el terreno de la libertad de expresión sino también en muchas otras áreas de la vida contemporánea. ¿Cómo deben afrontarse no tanto los conflictos singulares y ofensivos sino las causas más profundas que subyacen por el curso de las acciones de la hidra fundamentalista? ¿Y qué dirección puede seguirse para hallar a una solución posible? Amartya Sen ofrece un análisis convincente, que podemos tomar como guía, al hablar de "miniaturización de la gente... el mundo es a menudo considerado una federación preconstituida de ‘civilizaciones’ o de ‘culturas’ , y se ignora la importancia de los otros aspectos, a partir de los que se considera a la gente; relacionados con la clase, el género, la profesión, la lengua, la ciencia, la moral, la política. Este reduccionismo de la gran teoría puede producir, inconscientemente, una contribución notable a la violencia de la pequeña política cotidiana... las personas son colocadas en latas estrechas y se ignoran muchos otros modos —económicos, políticos, culturales, civiles y sociales— en los que interactúan entre sí en el interior y más allá de los confines regionales... la mayor esperanza de armonía en nuestro mundo atormentado está en la pluralidad de nuestras identidades, que se cruzan y se oponen a las divisiones netas marcadas por una sola, profunda y fosilizada línea de confín que se pretende inevitable. Los aspectos humanos que nos unen pasan bruscamente a un segundo lugar cuando nuestras diferencias son enfatizadas en un sistema preestablecido y fuertemente puesto en categorías".

Nadine Gordimer Escritora sudafricana. Recibió el premio Nobel de Literatura en 1991. Viajera incansable, conferencista sobre Literatura Moderna Africana, su abierta posición contra el apartheid, la llevó a participar activamente en política. Entre su principales obras están, Un mundo de extraños, Un invitado de honor, La hija de Burger y El conservador. CULTURA URBANA


Escribir en libertad Orhan Pamuk

En diciembre de 2005 el escritor Orhan Pamuk compareció ante el tribunal Estabulí acusado por denigrar públicamente la identidad turca, después de declarar en una publicación suiza: “Un millón de armenios y treinta mil kurdos fueron asesinados en estas tierras y yo soy el único que se atreve a hablar del tema” El caso se remitió al ministro de Justicia y más tarde se retiraron los cargos. En abril del 2006 el autor pronunció en Nueva York la conferencia inaugural del “PEN Arthur Miller Freedom to Write Memorial Lecture”. En octubre del mismo año, Pamuk recibió el premio Nobel de Literatura

En marzo de 1985 Arthur Miller y Harold Pinter hicieron un viaje juntos a Estambul. Quizá ellos eran entonces los dos nombres más importantes en el mundo del teatro, pero desafortunadamente no fue una obra o un acontecimiento literario lo que los llevó a Estambul sino los límites despiadados que fueron puestos a la libertad de expresión en Turquía en aquel momento, así como los muchos escritores que se pudrían en la cárcel. En 1980 hubo un golpe en Turquía y cientos de miles de personas fueron encarceladas y, como siempre, hubo escritores perseguidos más encarnizadamente. Siempre que he revisado en los archivos periodísticos y en los almanaques de aquel tiempo para recordarme a mí mismo lo que sucedía en aquellos días, viajo a través de la imagen que define esa era para la mayoría de nosotros: hombres sentados en juzgados, flanqueados por gendarmes, sus cabezas rasuradas, frunciendo el ceño según procede su caso… Había muchos escritores entre

ellos Miller y Pinter que habían venido a Estambul a encontrarse con ellos y sus familias para ofrecerles ayuda y para poner su situación apremiante a la atención del mundo. Su viaje había sido arreglado por el PEN junto al Helsinki Watch Comité. Fui al aeropuerto por ellos, porque un amigo mío y yo seríamos sus guías. Yo había sido propuesto para este trabajo no porque tuviera algo que ver con la política en aquellos días sino porque era un novelista que hablaba un inglés fluido, y alegremente había aceptado, no sólo a causa de que aquello era una forma de ayudar a amigos escritores en problemas, sino porque significaba pasar unos días en compañía de dos grandes escritores. Juntos visitamos casas editoras pequeñas y en dificultades, mesas de redacción desordenadas, oscuras y polvosas, direcciones de revistas chicas que estaban al borde del cierre; fuimos de casa en casa, de restaurante en restaurante para encontrarnos con aquellos escritores y sus familias. Hasta entonces

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Escribir en Libertad

Orhan Pamuk

me había mantenido en los márgenes del mundo político, nunca entré, a menos que se me forzara; pero ahora, al escuchar las agobiantes historias de represión, crueldad y rotunda maldad, me sentí arrastrado hacia este mundo a través de la culpa. Arrastrado a él, también, por sentimientos de solidaridad pero al mismo tiempo sentí un deseo igual y contrario de protegerme de todo esto, y no hacer nada en mi vida más que escribir bellas novelas. Conforme acompañamos a Miller y Pinter en taxis, de cita en cita a través del tráfico de Estambul, discutíamos, recuerdo, acerca de los vendedores callejeros, los carros de caballos, los posters cinematográficos y los rostros cubiertos de velos y mascadas de las mujeres que son siempre tan interesantes para los observadores occidentales. Pero recuerdo claramente una imagen: en una punta de un largo corredor en el Estambul Hilton, mi amigo y yo cuchicheábamos en las sombras con la misma oscura intensidad. Esta imagen permaneció gravada en mi mente agobiada, pienso, porque ilustraba la gran distancia entre nuestras historias complejas y las de ellos, mientras percibíamos a la vez que era posible una reconfortante solidaridad entre escritores. Tuve la misma sensación de mutuo orgullo y de vergüenza compartida en cada uno de los otros al hallar lo que nos preocupaba: cuarto tras cuarto de hombres en conflicto que no dejaban de fumar. Conocía yo esto porque algunas veces fue expresado abiertamente, y algunas veces lo sentí en mí mismo y lo percibí en los gestos y las expresiones de otras personas. Los escritores, los pensadores y los periodistas con los que nos encontramos se definían mayoritariamente a sí mismos como izquierdistas en aquellos días, así que podía decirse que sus problemas tenían mucho que ver con las libertades sostenidas por las democracias liberales occidentales. Veinte años después, entristezco naturalmente cuando veo que la mitad de estas personas —o alrededor de eso, carezco de los números precisos— alineada con un nacionalismo en desacuerdo con la occidentalización y la democracia. Mi experiencia, y otras experiencias en años posteriores, me enseñó algo que todos nosotros sabemos pero que me gustaría enfatizar en esta oportunidad. Sea cual sea el país, la libertad de pensamiento y la de expresión son derechos humanos universales. Estas libertades, que los pueblos modernos añoran tanto como el pan y el agua, no

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deberían nunca ser limitadas por el sentimiento nacionalista al uso, sentimentalidades morales o —peor aún— negocios o intereses militares. Si muchas naciones ajenas a Occidente sufren pobreza y pena, no es porque tengan libertad de expresión sino a causa de que no la tienen. Aquellos que emigran de estos países pobres al Occidente o al Norte para escapar de las privaciones económicas y la represión brutal, como sabemos, algunas veces se encuentran brutalizados por el racismo que hallan en los países ricos. Sí, debemos también estar alertas ante aquellos que denigran a los inmigrantes y a las minorías por su religión, sus raíces étnicas o la opresión que los gobiernos de sus países ha ejercido sobre sus propios pueblos. Respetar la humanidad y las creencias religiosas de las minorías no quiere decir que debamos limitar en su nombre la libertad de pensamiento. El respeto a los derechos religiosos o étnicos nunca debe ser una excusa para violar la libertad de hablar. Los escritores no debemos dudar nunca en esta materia, no importa qué tan “provocador” pueda ser el pretexto. Algunos de nosotros tienen una comprensión mejor del Occidente, algunos de nosotros tienen más afecto a aquellos que viven en Oriente, y algunos, como yo, tratamos de mantener abiertos nuestros corazones hacia ambos lados de esta división ligeramente artificial, pero nuestros apegos naturales y nuestro afán de comprender a los que son distintos a nosotros no deben jamás frenarse en el camino de nuestro respeto a los derechos humanos. Siempre he tenido dudas para expresar mis juicios políticos de un modo claro, enfático y firme –me siento pretencioso, como si estuviera diciendo cosas que no son del todo ciertas. Esto obedece a que sé que no puedo reducir mis pensamientos acerca de la vida a la música de una sola voz y un solo punto de vista –soy, después de todo, un novelista, el tipo de novelista que hace su trabajo para identificarse con todos sus personajes, especialmente con los malos. A que vivir como yo, en un mundo donde, en un tiempo muy corto, alguien que ha sido víctima de la tiranía y la opresión puede repentinamente hacer que uno se vuelva uno de los opresores. Sé también que sostener fuertes creencias acerca de la naturaleza de las cosas y de la gente es una ardua empresa. Creo a la vez que la mayoría de nosotros considera simultáneamente estos pensamientos contradictorios, con un espíritu de buena voluntad y con la mejor de las intenciones. El placer de


Escribir en Libertad

escribir novelas procede de explorar esta peculiarmente moderna condición a través de la que las personas son para siempre libres de escribir contradiciendo sus propias ideas. En virtud de que nuestras ideas modernas son tan resbaladizas, la libertad de expresión llega a ser tan importante: la necesitamos para comprendernos, para comprender nuestros pensamientos vacilantes, contradictorios, íntimos y el orgullo y la pena que mencioné antes. Permítanme contar otra historia que puede arrojar alguna luz sobre la vergüenza y el orgullo que sentí hace veinte años mientras conversaba con Miller y Pinter acerca de Estambul. En los diez años posteriores a su visita, una serie de coincidencias alimentada de buenas intenciones, enojo, culpa y animosidades personales me llevaron a hacer una serie de declaraciones públicas sobre la libertad de expresión que no tenían relación alguna con mis novelas, y mucho antes de que hubiera tomado una postura política mucho más poderosa que la que nunca había tenido. Por esas fechas el autor indio dio un reporte de las Naciones Unidas, acerca de la libertad de expresión en mi parte del mundo —un viejo caballero— vino a Estambul y me buscó. Y ocurrió que nos encontramos en el Hotel Hilton. No nos habíamos sentado a la mesa cuando el caballero indio me hizo una pregunta que aún resuena extrañamente en mi mente: “Señor Pamuk, ¿qué es lo que está sucediendo en su país que a usted le gustaría explorar en sus novelas pero teme hacerlo, a causa de las prohibiciones legales?” Siguió un largo silencio. Impulsado por su pregunta, pensé y pensé y pensé. Me zambullí en la angustiada autointerrogación dostoiesvskiana. Claramente lo que el caballero de las Naciones Unidas quería preguntar era “Dados los tabúes de su país, las prohibiciones legales y las políticas opresivas, ¿qué es lo que está siendo callado?” Pero, a causa de que él había invitado —¿más allá del deseo de ser cortés, quizá?— al ansioso escritor joven sentado frente a él a considerar la pregunta en términos de sus propias novelas, yo, en inexperiencia, tomé su pregunta literalmente. En la Turquía de hace diez años, había muchos más asuntos mantenidos en clausura bajo leyes y políticas de Estado opresivas que los que hay ahora, pero al revisarlos uno por uno, no pude hallar alguno que deseara explorar “en mis novelas”. Pero supe, sin embargo, que si decía “no hay nada que desee escribir en mis novelas que no sea capaz de discutir, habría dado la impresión

Orhan Pamuk

equivocada. Porque había comenzado ya a hablar con frecuencia y abiertamente acerca de todos estos asuntos peligrosos más allá de mis novelas. Más aún, ¿no a menudo y airadamente fantaseo acerca de estos crecientes asuntos en mis novelas, justo porque fueron prohibidos? Mientras pensaba esto, me avergonzaba a la vez de mi silencio, y reconfirmaba mi creencia en que la libertad de expresión tiene sus raíces en el orgullo, y es, en esencia, expresión de la dignidad humana. He conocido personalmente escritores que han elegido plantear temas sólo porque estaban prohibidos. Creo que no soy diferente. Porque cuando otro escritor en otra casa no es libre, ningún escritor es libre. Este es, de veras, el espíritu que transmite la solidaridad del PEN, sentida por escritores de todo el mundo. Tienen razón mis amigos cuando a veces me dicen, a mí o a alguien más: “No debiste haberlo puesto así; si sólo lo hubieras trabajado de una manera que nadie encontrara ofensiva, ahora no estarías en tantos problemas”. Pero cambiar las palabras propias y agruparlas de modo tal que pudieran ser aceptables para todo mundo en una cultura represiva, y alcanzar destreza en esta arena es un poco como pasar bienes prohibidos por la aduana, y por ende vergonzoso y degradante. El tema del festival de este año del PEN es la razón y la creencia. He contado todas estas historias con el fin de ilustrar una simple verdad: que la alegría de decir libremente lo que queremos decir está ineluctablemente ligada a la dignidad humana. Así que permitámonos preguntar qué tan razonable es denigrar culturas y religiones, o, más específicamente, bombardear sin piedad países en el nombre de la democracia y la libertad de pensamiento. Mi tierra no es más democrática después de todos estos asesinatos. En la guerra contra Iraq, la tiranización y el crimen inmisericorde de casi cien mil personas no ha traído ni paz ni democracia. Por el contrario, ha servido para prender la furia nacionalista, antioccidental. Las cosas han llegado a ser un asunto mucho más difícil para la pequeña minoría que está luchando por la democracia y la secularización en el Medio Oriente. Esta guerra salvaje, cruel, es la vergüenza de Estados Unidos y Occidente. Organizaciones como el PEN y escritores como Harold Pinter y Arthur Miller son su orgullo. Traducción: Ignacio Solís

Orhan Pamuk Premio Nobel de Literatura 2006, nació en 1952 en Estambul, Turquía. Ha realizado estudios de Arquitectura y Periodismo, y ha pasado largas temporadas en Estados Unidos, en la Universidad de Iowa y en la Universidad de Columbia. Es autor de ocho novelas, entre ellas La casa del silencio El libro negro, La vida nueva, Me llamo Rojo y Nieve.

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CRUCERO

El Boom del cine mexicano

Martín Ibarreche

El título que aparece arriba es engañoso o por lo menos puede ponerse en duda. ¿Qué tan mexicano es el cine que compatriotas nuestros han puesto a circular con gran éxito de público y de crítica mundialmente? Parece claro que la globalización, malhadada o bienvenida, según se vea y según y cómo, tiene efectos determinantes en las diferentes vertientes del arte, de modo muy notable cuando en éstas irrumpe la aplicación tecnológica. En el cine esto ha sucedido desde su comienzo, por lo que habría que buscar las posibles razones de su gentilicio sólo en lo que se conoce como la “temática” o más propiamente dicho su sensibilidad. Por más que El Indio Fernández se haya formado como cineasta en Estados Unidos no habría que pensar mucho para saber que sus películas son mexicanas en la médula y en la forma (a la que tanto contribuyó la fotografía límpida, amplia y honda de Gabriel Figueroa). Pero no sólo ha cambiado el cine ahora sino que se ha alterado el mundo. En Amores perros Alejandro González Iñárritu despliega y entrevera tres historias tan mexicanas como, permítase el anacronismo, tercermundistas. Lo que ocurre en nuestras calles e intramuros sucede, con matices diversos que no rompen lo esencial, en las calles y en las casas de no se sabe cuántos países del continente, de África, de Asia y acaso de la Europa oriental. Si se trata de hallar una nota común al registro de la dura realidad que plasma la película ha de pensarse en la pobreza, mal que la globalización no cesa de extender. La pobreza: violencia, anulación del futuro, desenfrenos y descarrilamientos en una vida urbana poblada de amenazas. González Iñárritu, y su guionista hasta ahora Guillermo Arriaga, ha soslayado de manera natural el mito de la mexicanidad para situarse en el del creador diestro y libre, desprejuiciado, que es. Babel, su película más reciente, lo sitúa en la cima del cine mundial, ha sido saludada por la crítica como una obra maestra. Es notable que esta misma crítica se fije mucho menos en la nacionalidad del autor que en las virtudes de su mirada fílmica. Llama la atención a la vez que la participación cosmopolita de los actores, entre ellos el superstar Brad Pitt, suprima la tentación de adjudicarle a la cinta una posible y única nacionalidad. En Babel aparece el exitosísimo actor mexicano Gael García Bernal, un muchacho de linda y educada mirada y bien aplicado en su carrera de aprendizaje. García Bernal es la figura emblemática de este cine hecho por mexicanos: cumple una labor formidable en Amores perros, salva del naufragio total Y tu mamá también, cumple 10 CULTURA URBANA

el encargo de representar al tentado Padre Amaro. Los triunfos de González Iñárritu coinciden con los de Guillermo del Toro. Cuando los lectores vean las líneas presentes se sabrá ya la suerte que han corrido Babel y El laberinto del Fauno, el jit mundial del Gordo Del Toro, en la mercadoctécnica entrega de los Óscares. Lo importante desde luego son las cintas; El laberinto… como El espinazo del diablo, una película previa de este autor, registra los años posteriores a la guerra civil española, los del franquismo y el poder fascista. Tal registro no es directo sino cifrado. “Para mí”, ha dicho el director, “el fascismo representa el horror último, el más grande, y por eso mismo es un tema ideal para contarlo como un cuento de hadas para adultos. Porque el fascismo es sobre todo una forma de perversión de la inocencia, y, por tanto, de la infancia. Para mí el fascismo representa, en algún sentido, la muerte del alma, como algo que te forzara a hacer elecciones terribles y dejara una marca indeleble en lo más profundo de quienes viven a través de él. El fascismo te consume palmo a palmo, no tiene que ser físicamente pero sí espiritualmente. Este concepto está en el corazón de El espinazo del diablo pero creo que lo he tratado mejor en El laberinto del Fauno, un film mucho más complejo, más metafórico, incluso más oscuro.” Por esta última línea es posible hallar en la obra de Del Toro, junto a aquella realidad feérica y referencias mitológicas, la atmósfera de los dibujos de Goya y ciertos ecos surrealistas. ¿Dónde queda pues el cine “mexicano”? Como trepado en la estela de estas fulguraciones aparece Alfonso Cuarón, un director de indudable oficio que parecería más plegado a la facilidad del mercado que empeñado en construir una obra verdaderamente personal. Luego de un divertido principio, Sólo con tu pareja, Cuarón ha seguido en Estados Unidos una carrera estimable: Grandes esperanzas y La princesita, además de una de las entregas de Harry Potter. Hizo también el taquillazo de Y tu mamá también, sobrevalorada, tramposona, demasiado claramente correcta en términos progres, y se ha lanzado a la realización de Niños del hombre, una película de guerra y de guerrilla, violenta, reveladora del absurdo del poder, y de corte metafísico y moral. Interesante sin duda, en cuanto a su planteamiento, y bien contada pero desprovista de una mínima profundidad y tramada en un guión deshilachado. Cuarón va en el cabús del tren de cineastas mexicanos que cursan a toda velocidad.


El planeta Cloralex Martín Solares Una botella de Cloralex contiene el sentido de la existencia de Cormac McCormick, quien trabajó incansablemente en la investigación del porqué los mexicanos tiran tanta basura, sin poder jamás dar en el clavo

Entre los investigadores del FBI que desaparecieron en la década de los setenta, una de las figuras más enigmáticas es la de Cormac McCormick (1928-1978). El legendario detective se dirigía a la ciudad de Reno, Nevada, donde planeaba ofrecer una rueda de prensa a la que nunca asistió. Su coche se encontró abandonado cerca de un basurero en el desierto de Chihuahua, sin señales de violencia, —y lo que es más extraño— se encontraron sus ropas y las tarjetas de crédito intactas. Como se sabe, el FBI dirige investigaciones muy diversas de manera simultánea. Mientras que sus colegas trataban de averiguar la identidad de un asesino en serie o los contactos del tercer tipo reportados en Milwaukee, McCormick vivió obsesionado por desentrañar un misterio más acuciante. Creció en Brownsville, Texas. Su hermana de tres años murió al ingerir el contenido de una vistosa botella que encontró tirada en el patio. Como se supo después, la botella de Cloralex fue arrojada allí por un grupo de mexicanos que se dirigían a la Isla del Padre. Este hecho decisivo marcó como un hierro ardiente la personalidad de McCormick.

Nunca fue un estudiante modelo, sino más bien retraído. Sin duda el más taciturno de su generación, el joven Cormac acostumbraba vigilar a sus compañeros y tomar notas en abultados cuadernos. En lugar de bailar prefería pasear con una bolsa y un gancho, y recoger muestras de basura que después analizaba. Reñía constantemente con sus padres, que nunca respetaron sus aficiones, y más de una vez se deshicieron de su colección personal. Al terminar la High school abandonó los estudios y se dedicó a viajar de manera obsesiva por la frontera norte de México, solo por la frontera, sin avanzar más allá, como un bañista que no se decide a penetrar en el agua. Recorrió toda la franja fronteriza, de Tijuana a Matamoros, sin adentrarse nunca más de un kilómetro, apenas lo suficiente para comprobar que el lado mexicano era un enorme basurero. Los mexicanos, apuntó en sus cuadernos, tienen gran capacidad de adaptación, y si bien dejan de tirar basura mientras visitan un país extranjero, retoman la costumbre con más bríos al regresar a su tierra. El resultado de esta expedición fue un libro de viajes, que permaneció inédito hasta el día de su muerte. En él se intentaba explicar qué llevaba a los mexicanos a ensuciar

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El planeta Cloralex

Martín Solares

su hábitat natural. Cuando cumplía 25 años entregó el borrador a la editorial City Lights, el mismo día que un joven que acababa de conocer, un tal Jack Kerouack, entregaba el suyo. Dos meses más tarde, la editorial decidió publicar On the road, el libro de Kerouack, y no On the border, el que pergeñó Cormac, pues el libro de Kerouack exploraba toda la Unión Americana y el de Cormac sólo echaba un vistazo por el sur del país —y del lado más sucio. Antes de que McCormick pudiera descorazonarse, un hecho insólito estaba por cambiar su existencia. Entre los lectores de City Lights se encontraba el profesor Johnson, un agente encubierto al servicio del FBI. Johnson, que leyó el manuscrito, reconoció la capacidad de observación y el talento del joven Cormac: “necesitamos gente como tú”, le dijo, y lo invitó a sumarse a La Agencia. Cormac no lo dudó ni un instante. Le asignaron una oficina en Arkansas, presupuesto para viajar y comprar libros, y la obligación de presentar resultados anuales. El día que le entregaron su placa, el mismo J. Edgar Hoover, director del FBI, lo llamó a su oficina: “Su investigación es de vital importancia para nosotros”, y a continuación le tomó las huellas digitales. En su primera hipótesis, McCormick sugirió que los mexicanos tiran basura como una manera de criticar la corrupción del gobierno, pero la idea no tuvo mucha aceptación entre sus colegas: “Un pueblo que soporta a un mismo partido en el poder durante tantos decenios no tiene conciencia política”. La segunda hipótesis que exploró fue que ciertos mexicanos tiran basura porque están deprimidos. Si ingirieran los fármacos adecuados, dijo, tendrían el optimismo suficiente para caminar hasta los botes de basura. Empero, las estadísticas demostraron que no había suficientes botes de basura per capita en la república mexicana, por lo que abandonó esta línea de reflexión. “Libérese, suelte la imaginación”, le sugirió Edgar Hoover. Con el apoyo de Johnson, su verdadero benefactor, Cormac desarrolló su tercera teoría, quizá más extravagante, según la cual los mexicanos ensucian todo porque viven de espaldas a la idea de la reencarnación, “Por ahora”, señaló, “Se diría que los mexicanos están convencidos de que van a desaparecer de manera definitiva. Si creyeran que van a volver reencarnados al mismo sitio, se preocuparían por las generaciones venideras y dejarían de ensuciar su territorio”. Pero como el orientalismo no estaba de moda —y

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Edgar Hoover pensaba que Buda era un alien—, McCormick tuvo que abandonar esta idea promisoria. Así empezó la famosa crisis de McCormick. Decepcionado, pidió un año de permiso y se dio al alcohol y a los excesos. En una de sus borracheras terribles cruzó la frontera de México sin darse cuenta, y tardó nueve meses en regresar. Durante sus incursiones en Durango, cuando nadaba en el corazón de la reserva ecológica, una botella de Cloralex llegó flotando hasta el detective y en vista de que sólo una inteligencia superior podía conseguir tal efecto, McCormick tuvo una revelación: los mexicanos ensucian todo porque son extraterrestres. Vienen de una galaxia muy remota y están convencidos de que su paso por la república mexicana es apenas una estación momentánea en su vida: ¿Para qué limpio el entorno, se preguntan, si al rato llega por mí la nave nodriza? Por descabellado que pueda sonar, esta teoría no sólo no provocó escepticismo en el FBI, sino que le aumentaron el presupuesto y le asignaron dos auxiliares. Fue así como empezó su etapa más productiva. En los siguientes veinte años convenció a sus jefes de que lo instalaran en México, le compraran un auto y se dedicó a explorar cada rincón del país. Del más urbano al más extraño, del más chic al más menesteroso; Monterrey, Zacatecas, Polanco, la colonia Doctores, el desierto de Sonora, Real de catorce, el bolsón de Mapimí no tenían secretos para él. En sus memorias inéditas en castellano, Basura o Nuestro patio trasero es un campo de aterrizaje, McCormick cuenta cómo, al explorar las profundidades del cenote sagrado de los mayas, sabía que estaba alcanzando un nuevo nivel de profundidad gracias a la antigüedad de las botellas de Cloralex que iba encontrando en su camino. “En México, decía el explorador, los basureros son el alfa y el omega. Uno sale a la calle y encuentra basura, sube a un camión y encuentra basura, viaja al extremo del país, al sitio más apartado del mundo, y cuando cree haber llegado a un sitio virgen, siempre encontrará más basura, porque un mexicano ya estuvo allí. Bolsas de fritangas y de Pan Bimbo parecen seguirlos por doquier, como si fueran más necesarios que el aire o el agua. El punto más accesible y el más recóndito que uno puede imaginar siempre serán basureros. Los mexicanos no pueden vivir sin basura, su organismo no se los permitiría. A esto se debe que, lo único que ha tenido


El planeta Cloralex

continuidad en la identidad mexicana es su pasmosa facilidad para ensuciarlo todo”. Con esta idea en mente, McCormick encontró cada vez más indicios de la vida en otros planetas. En uno de sus famosos experimentos, el detective siguió a una familia de chilangos durante dos meses, sólo para comprobar el placer con que los González dejaban rastros de su paso por la tierra. Hasta el bebé de dos años arrojaba sus pañales con tenacidad asombrosa, casi de manera instintiva. Cuando los González se dirigían de vacaciones a las playas de Acapulco, el norteamericano tuvo un presentimiento en verdad importante, se detuvo a mitad del camino y comprobó que toda la carretera entre Cuernavaca y Caletilla estaba sembrada de evidencias. Una larga capa de basura señalaba la actividad de los mexicanos, y esto le pareció muy alarmante, aunque entonces no supo explicarse porqué. Presa de un sudor frío, McCormick se puso en contacto con el coronel Aldrich, de la NASA, el cual le confirmó que, vista desde el espacio, la República Mexicana tiene la forma de un cuerno de la abundancia, que resplandece debido a los millones de botellas de Cloralex, esparcidos a lo ancho y lo largo de su vasto territorio. Fue allí cuando comprendió todo: el complot era tan sutil que podía pasar inadvertido. Del Suchiate al Río Bravo, pronto cada centímetro cuadrado estaría cubierto de basura, porque de esta manera los mexicanos llaman a la nave nodriza. Lo gigantesco es

Martín Solares

una forma de lo abstracto, concluyó el detective, cada vez más aterrado; hay cosas tan grandes que se vuelven invisibles. Contra lo que esperaba, la dirección del FBI no estuvo interesada en sus hallazgos y lo reubicó en las oficinas de Arkansas. Entonces vivió lo que se conoce como “su periodo negro”. A finales de los sesenta, McCormick decidió abandonar las filas de La Agencia, alegando un complot en su contra. Aunque vaciaba minuciosamente su bote de basura todas las noches, el bote siempre estaba repleto la mañana siguiente, tenía que haber un mexicano entre el personal. Tras presentar su renuncia vivió como un fugitivo y publicó el resultado de sus investigaciones en editoriales de amplio criterio, sobre todo en el sur de la Unión Americana. Poco antes de desaparecer, McCormick anunció que haría revelaciones sensacionales sobre el planeta Cloralex. Vino a despedirse de mí, que fui su asistente en Chihuahua, cuando fotografiamos los basureros, y se fue manejando hacia la garita aduanal. Iba vestido con un traje huichol y repetía con insistencia “Ya van a venir”. Como es bien sabido, una botella olorosa a desinfectante fue encontrada bajo la llanta delantera de su auto. La vida de McCormick ha tenido grandes detractores, pero ningún seguidor. A mí me parece que su figura no ha hecho más que agrandarse. Me digo esto mientras miro a mis compatriotas y me parece que el tiempo, que hace justicia, le dará la razón.

Martín Solares Escritor y periodista tampiqueño. Se ha desempeñado como crítico, profesor y editor. Autor del libro Los minutos negros. En 1998 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta. Dirige el Taller de Novela del Centro de las Artes de Oaxaca, y el Taller de París, que fundó en 2001. Radica en París desde el 2000. CULTURA URBANA 13


Kapuscinski: “Lo mío no es una vocación: es una misión” Entrevista de Bill Buford

Lo importante de la escritura no reside en los propios textos sino en las consecuencias que desata, sostiene el gran escritor y periodista polaco Ryszard Kapuscinki en esta conversación. Corresponsal de guerra, viajero infatigable, admirable prosista, el autor polaco, muerto en fecha reciente, cuenta aquí los años de su formación académica, de su visión del mundo y de los oficios que tanto iluminó, desde la Polonia estalinista hasta su estancia en su amada África

La muerte del polaco Ryszard Kapuscinski ensombrece el mundo periodístico y literario de nuestro tiempo. Kapuscinski desarrolló un trabajo excepcional sin exageración: por su estilo vertiginoso y brillante, por el poder de sus percepciones, por el ánimo inalterable que lo llevó sin falta a decir la verdad que atestiguaba, por la imaginación que siempre irrumpe. Periodismo y literatura del mayor calado y de vuelos altísimos, los del polaco no dejaron un momento de estar comprometidos con las raíces de los entusiasmos y los

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dolores, las luchas y las resistencias de pueblos secularmente oprimidos. A Kapuscinski lo fascinó habitar en mundos que no eran el suyo, sabedor de que en ellos, sólo en ellos, podría hallar las certidumbres que en la propia tierra se le escapaban. Tendió de esta suerte su mirada hacia el ebullente corazón centroamericano, y halló en África, la vivísima África, víctima de las más acerbas y duras y genocidas prácticas coloniales y dictatoriales, su verdadera tierra prometida.


Kapuscinski: “Lo mío no es una vocación: es una misión”

Se reconocía, sin hacer trampas, sin caer en fingimientos, como un escritor. Para él la literatura no podía ser asunto de gabinete, ejercicio realizado en sitios apacibles y callados, por más que allí la imaginación puede encontrar los más desgarradores dramas íntimos. Nada de eso. El escritor polaco prefirió la calle, la trinchera, el humo y los estallidos: allí, lejos del sosiego, estaba el lugar propicio para hacer literatura y, lo más importante, tal vez, allí residían los temas de la gran literatura de nuestra hora. Si su gran asunto fue la esperanza de los pueblos, no pudo dejar de confiar en la revolución, como le dijo a su entrevistador Bill Buford en la conversación siguiente, por primera vez publicada en español ahora y dada a conocer en 1987 por la revista Granta. Buford: Su primer libro publicado en inglés fue El emperador, y apareció tardíamente. Usted lo había escrito casi treinta años antes de que los traductores, un estadounidense y un polaco, asumieran por su cuenta la traducción y la enviaran a un editor estadounidense. ¿Qué piensa que deberíamos conocer de aquellos años previos a la escritura de El emperador? Kapuscinski: Durante años he venido construyendo una pequeña colección de libros, periódicos y fotografías acerca de Pinsk. Me gustaría mostrarle aquel lugar. Pinsk es el pueblo donde nací y viví hasta los ocho años, cuando la región entera, parte original de Polonia, pasó a estar bajo control ruso. Buford: ¿La colección es el material para una autobiografía? Kapuscinski: No lo sé. Quizá. No: es sólo parte de un paisaje, mi paisaje, el paisaje de donde provengo. Es el de un campo llano, muy llano, un pantano, y hay dos cosas importantes para mí acerca de Pinsk. La primera: este pueblo muy provinciano, este pueblo de caminos sucios, alejado de todo, fue de hecho un extraordinario centro de reunión cosmopolita. Muchos de los fundadores del Estado de Israel proceden de mi pueblo. Hubo judíos, polacos, bielorrusos, ucranianos, armenios, y religiones diversas, del judaísmo al catolicismo al islamismo, y vivimos todos juntos. Los lugareños fueron llamados ‘poleshuks’, es decir sólo ‘gente nacida en el distrito de Polesia’, y fueron gente sin nación y por tanto sin identidad nacional. Y la segunda: mientras Pinsk fue muy internacional —o, si usted quiere, muy ‘desnacional’— fue también muy pobre.

Bill Buford

Buford: ¿Cómo? Kapuscinski: Pobre en las cosas más elementales. Durante la guerra comíamos masa muy primitiva —harina y agua. Tal era nuestra dieta. Nunca tuvimos zapatos: cubríamos nuestros pies con corteza. Recuerdo que cuando hubo maestros de filosofía, la única filosofía que podían enseñar era la filosofía burguesa, y por tanto la universidad tenía prohibido contratarlos. Aún no se había desarrollado allí una filosofía marxista. Buford: ¿Qué tanto era usted consciente de las maquinaciones del gobierno en su momento? ¿Fue consciente de que sus miembros habían sido preparados en Moscú durante la Guerra, o de la elección manipulada en 1947? Kapuscinski: Bueno, fui entonces un activista. Todos fuimos activistas. [Leszek] Kolakowsky, otros escritores, intelectuales —algunos de ellos más tarde exiliados de hecho. Yo mismo me había incorporado a las organizaciones de la juventud comunista en 1948. Buford: ¿Porque el comunismo era visto como una cosa inequívocamente buena? Kapuscinski: Sí. Desde luego. Entre la gente joven, una cosa muy buena. Todos pensábamos que estábamos haciendo lo correcto, y todos estábamos muy comprometidos, muy entusiastas. Llenos de esperanza. Buford: ¿Y qué era lo que esperaban alcanzar? ¿Qué esperaban que trajera un gobierno comunista? Que la tierra sería redistribuida o… Kapuscinski: Todo. Todo lo bueno. Sí, sí, estábamos llenos de confianza. Usted debe recordar qué tan jóvenes éramos. Es difícil explicar esto a los jóvenes polacos de hoy, porque están mucho más informados de lo que nunca pensamos posible: tienen acceso a la historia, a la información, a las noticias. Nosotros no teníamos nada de esto. No teníamos tradición ni libros; éramos pobres — realmente muy, muy pobres— e inexperimentados y sin educación. Y la poca educación que tuvimos procedía de los textos estalinistas. No olvide que ingresé a la universidad en 1950: la cúspide de la era estalinista, en la que todo era puro, el estalinismo intransigente. Buford: Un interés en la filosofía, una base en la historia: éstas no son las disciplinas obvias para prepararse como corresponsal de

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Kapuscinski: “Lo mío no es una vocación: es una misión”

Bill Buford

Guerra. ¿Fue tentado por la academia? Kapuscinski: De hecho fui invitado a permanecer en la universidad para enseñar, pero la vida escolar era tediosa para mí, una carga. Por entonces había incurrido un poco en la escritura. Había publicado mi primer poema en Slowo Powszechne, un diario católico, y algunos poemas en la principal revista literaria. Al concluir la Universidad en 1955 tenía 23 años, y comencé trabajando para Sztandar Mlodych, un periódico de la juventud, en la hora más militante de su historia. Fue la época del reportaje de investigación. Buford: Y de hecho el texto más importante que brotó entonces fue escrito por usted. Kapuscinski: Sería “Esto también es la verdad de Nowa Huta”. En alguna medida, nuestra publicación triunfó al dar a conocer mi artículo, que fue extremadamente polémico. Nowa Huta era el escaparate de una fábrica de acero que se construía cerca de Cracovia. Esto vino a ser nuestro triunfo económico. Pero yo había trabajado allí como estudiante. Tenía amigos allí. Sabía cómo estaban las condiciones, y eran atroces: la planta carecía de dirección y los supervisores solían estar borrachos. Al aparecer el artículo hubo un gran alboroto, y tuve que esconderme. Buford: ¿Esconderse? Kapuscinski: Sí, los trabajadores, que eran amigos míos, me protegieron. Luego fui aprehendido, despedido de la publicación y castigado. Buford: ¿Qué clase de castigo? Kapuscinski: Es complicado. El alboroto continuó, en diversos niveles, hasta que finalmente se designó una comisión para que investigara mis argumentos. Se confirmó todo lo que dije, y fui premiado con la Cruz de Oro del Mérito. Aún tenía yo 23 años. La experiencia fue excitante para mí. Ilustró que la escritura implicaba riesgos –riesgos de todo tipo. Y que el valor de la escritura no está en lo que publicas sino en sus consecuencias. Si describes la realidad, luego la influencia de la escritura se sitúa por encima de la realidad. Buford: Encuentro todo esto un poco curioso. A los 23 años usted escribió un artículo, extremadamente político en sus implicaciones, específicamente sobre un asunto polaco, que tuvo tal impacto que de hecho cambió la política del gobierno. Entonces usted pasó a

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LA ACERA DEL FRENTE Raymond Aron ¿Cuál era mi estado de ánimo en el verano de 1944, tras la Liberación, en vísperas de volver a Francia? ¿Qué balance hacer? Oscilaba entre la buena y la mala conciencia. A falta de haber conocido los peligros de una unidad de combate, había contribuido a una obra necesaria: una revista cultural francesa, distribuida en el mundo entero cuando la voz de Francia estaba ahogada, o peor aun, desfigurada. Según algunos, la revista tenía que haber mostrado un gaullismo más ortodoxo: todavía hoy no estoy convencido de ello. Tanto fuera del país como dentro de él, los franceses no se dividían en incondicionales del Mariscal o del General. Por lo menos hasta 1943. Sirvió al gaullismo ecuménico mejor de lo que habría hecho una publicación redactada en el estilo y el tono adoptados por los adictos al General. Al mismo tiempo me interrogaba acerca de mí mismo, acerca de mi inclinación a la soledad. ¿Acaso había de encontrar siempre razones más o menos sutiles para permanecer aparte, fuera de todos los partidos, de todos los movimientos? Me acordé del estudiante alemán que en 1933 me reprochaba ser incapaz de mitmachen, de apuntarme. El exilio acentúa los rasgos más desagradables de la política: abundancia de intrigas, habladurías, enemistades encubiertas, acercamientos superficiales. Las controversias se refieren al porvenir, a las posibilidades. La experiencia de Londres tenía que haber representado la última etapa en mi educación política. Lo fue en cierto sentido, ya que por primera vez me acerqué a los hombres que hacen política. Pero sólo poco a poco fui asimilando la lección. Mi alergia a toda visión mítica de la historia en marcha me abocaba a lo que fue mi destino durante los treinta y siete años que siguieron al fin de la guerra. No lo sabía tan claramente como cuando, con el corazón palpitante, pisé el suelo de Francia. De Memorias


Kapuscinski: “Lo mío no es una vocación: es una misión”

escribir una serie de historias, algunas de las más elegantes que ha escrito, acerca de la vida en la Polonia rural, El monte polaco, que de inmediato se volvió un best seller. Pero usted parece haber dedicado el resto de su carrera escritural eludiendo a Polonia. ¿Por qué? Kapuscinski: No es que haya eludido a Polonia. Sólo es que hay otros escribiendo sobre Polonia, y lo hacen muy bien. Mi asunto es diferente, porque he llegado a fascinarme por algo más. Poco después de que fui reinstalado, me acerqué al editor de la publicación. Yo había ganado un premio, y le pregunté si podía irme fuera. Quería salir de Varsovia. Quería ver el mundo. Él me preguntó a dónde quería ir y le dije que quería ver algo diferente, algo exótico. Buford: ¿Cómo? Kapuscinski: Como Checoslovaquia. Buford: ¿Checoslovaquia? Kapuscinski: Sí, porque para mí Checoslovaquia era el gran mundo, era extranjero, estaba muy lejos. En cambio, el editor me mandó a la India. Buford: ¿El periódico había mandado fuera antes a un corresponsal? Kapuscinski: Nunca. Buford: ¿Ningún corresponsal en el extranjero? Kapuscinski: Fui el primero. No debe olvidar que para mi generación no existía el mundo extranjero. No había mundo extranjero, o, si lo había, sabíamos muy poco de él. Un lugar como la India no era una nación. África no era un continente. Eran cuentos de hadas. Y yo realmente no quería más que la oportunidad de ver el mundo como era. Buford: ¿Y luego de la India? Kapuscinski: Luego de la India fueron Paquistán y Afganistán. Mis reportajes gustaron, de modo que fui enviado al Lejano Oriente, a Japón y China, donde trabajé un tiempo como corresponsal extranjero residente para el periódico, y eventualmente a África. Fue emocionante porque estaba descubriendo el mundo. Por esta razón años más tarde, en 1968, al reunir una cantidad de textos que serían publicados como La guerra del futbol, insistí en disponerlos según el orden histórico en que fueron escritos. Era importante

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para mí ilustrar las experiencias por las que entra un extranjero a un nuevo mundo —especialmente el mundo de África: primero, por ejemplo, se atemoriza, luego se sorprende, y luego descubre el placer, la diversión, el regocijo. También recuerdo que, mientras formaba aquel libro, durante mi época en Latinoamérica siempre extrañé a mi África. Buford: ¿Por qué? Kapuscinski: No estoy seguro. En parte porque África sucedió en mi juventud, y, tal vez al decir que extraño a mi África estoy diciendo que extraño mi juventud. Fue en África donde llegué a ser corresponsal propiamente, porque tuve muy distintas responsabilidades a las que tiene su corresponsal tradicional. Para empezar, trabajé en la PAP, la Agencia de Prensa Polaca. Y elegí trabajar para una agencia de prensa por razones muy específicas, porque desde otro punto de vista trabajar para una agencia es pura esclavitud. Buford: “Hombres cínicos insensibles”, como los describe en El emperador, “que han visto todo y han pasado por todo, y que están habituados a pelear con miles de obstáculos que la mayoría de la gente no podría nunca imaginar al sólo hacer sus tareas”. Kapuscinski: Ningún otro periodista —trabajando para un diario o una revista o la televisión— tiene que enfrentar los horrores de un escritor de agencia. Un día escribiré sobre ellos, mis amigos, estos anónimos hacedores de acontecimientos, estas víctimas terribles de la información, trabajando día y noche en las peores condiciones posibles. Pero yo tomé voluntariamente este trabajo, porque sabía que al laborar en una agencia de prensa vería más cosas, hallaría más gente. Un mercenario, un revolucionario, un general no va a gastar su tiempo con un periodista de un oscuro diario de Polonia del que nunca ha oído nada —inclusive si fuera posible que aquel oscuro diario enviara un corresponsal a verlo. Pero él podría agradecer una entrevista a un periodista que reporta al país entero. Y sabía también que, trabajando para la agencia, podría viajar más que si lo hiciera para cualquier otro sitio. Polonia es un país pobre. No puede pagar muchos corresponsales en el extranjero. Reuters, Prensa Asociada o Prensa Francesa tienen un corresponsal en cada país africano cercano; al trabajar para Polonia, fui invitado

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a ser corresponsal para un continente entero. No sólo podría ir a donde quisiera sino que mi trabajo era ir a donde quisiera: si había problema, yo estaba allí para verlo. Con frecuencia me preguntan cómo fue posible que haya sido mucho más que un periodista. He sido testigo personalmente de veintisiete revoluciones. Parece imposible pero eso es precisamente lo que requiere mi trabajo: tuve tareas en quince países; tuve la obligación de encargarme de algo por lo menos una vez al mes en por lo menos uno de aquellos países. Estaba lleno de historias. Buford: Tengo la sensación de que usted debe haber sido un operador. Kapuscinski: Tenías que serlo; tenías que serlo porque el trabajo lo requería y porque, laborando para una agencia pobre, tu mayor recurso nunca era el dinero —era la información; contactos: a quién conocías, qué sabías. Un periodista que trabaja en una agencia rica puede alquilar un coche o un aeroplano en el momento de la noticia, pero yo nunca pude. Así, por ejemplo, cuando estalló el conflicto en Zanzíbar, tenía que estar ahí pero no tenía transporte. A diferencia de los periodistas de las grandes agencias, como quiera, conocía alguna gente involucrada en la revolución. Eran amigos míos. Uno de los periodistas de agencia grande me pidió ayuda: él tenía aeroplano pero no permiso para aterrizar. De modo que hice un trato: “Okay, Felix, no tengo dinero para rentar un aeroplano. Pero si me llevas contigo, arreglaré lo de la autorización que necesitas para poder aterrizar”. Buford: Sé que usted no quiere hablar de Amin [dictador en Uganda, de 1971 a 1979, famoso por el ejercicio genocida] ahora, porque él es el tema del libro que está escribiendo, pero me asombra cómo fue que usted llegó a conocerlo. Kapuscinski: Fue en 1962. Fue en Kampala y había contraído malaria cerebral y estaba muy, muy enfermo. Estuve inconsciente durante tres semanas, y un día, justo cuando estaba comenzando a recuperarme, alcé la vista y ahí estaba él junto a mi cama. Buford: Usted fue, según entiendo, el modelo para el periodista en el film de Andrzej Wajda Trato injusto. Y Wajda lo describe a usted como un hombre que aún no puede sentarse. Usted se va y luego vuelve, cuenta algunas historias y luego desaparece de nuevo. ¿En

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qué medida utilizó sus viajes al reunir el material para escribir lo que haría más tarde? Kapuscinski: No, no comprende usted. Estuve en África porque la encontré irresistible. Estaba consciente de que estaba viendo algo único, porque estuve ahí en un momento histórico importante: la liberación de África —cuando las naciones africanas estaban declarando su independencia. Quiero poder transmitir cómo era África. No he experimentado algo así. África tiene su propia personalidad. Algunas veces una personalidad triste, algunas impenetrable, pero siempre irrepetible. África era dinámica. Era agresiva, sobre el ataque. Y eso me gustó. Después de todo, ahora, encontrándome en callados alrededores, entre condiciones de estabilidad, en Europa, he venido a aburrirme. Por lo demás no estuve en África para reunir experiencia. Era sólo un periodista trabajando para una agencia. Es cierto que me veía a mí mismo como un escritor, pero siempre había sido —como poeta— un poeta publicado por años. Buford: Usted está viviendo en un país que, por completo, parece creer que tiene un gobierno marxista impuesto contra su voluntad; por otra parte ha sido testigo de varias revoluciones, por las cuales a menudo ha manifestado un alto grado de simpatía, que se hicieron en nombre del marxismo. ¿Siente que es posible una revolución? ¿No ha visto demasiado para creer en la esperanza de lo que ofrece una revolución? Kapuscinski: En el siglo XIX la fe en la ciencia condujo hacia una fe análoga en la historia: que la historia tenía leyes, que podía ser conocida, que seguía un patrón. Lo que creemos ahora —yo creo ciertamente— es muy diferente. Es imposible penetrar la historia, y eso es su gran riqueza. Sí, puede haber revoluciones, revoluciones que empiezan en nombre de la justicia y traen alguna versión de una reforma justa. Salazar en Portugal, por ejemplo. Y hay otras que no dan resultado. Pero yo estoy mucho más interesado en el misterio de la historia, en por qué una revolución ocurre en primer lugar. En Etiopía, la revolución comenzó a causa de los aumentos del precio del petróleo. Pero el precio del petróleo había estado incrementándose durante años. ¿Por qué repentinamente una revolución?


Kapuscinski: “Lo mío no es una vocación: es una misión”

Buford: Es fácil apuntar líneas paralelas entre las situaciones políticas descritas en sus libros y la situación política en Polonia: la corte corrupta de Halie Selassie recuerda la burocracia corrupta de Varsovia; la modernización loca, irracional del Sha evoca a Gierek y el gasto incontrolado de los setenta. En sus viajes por África, ¿estaba consciente del paralelismo con Polonia? Kapuscinski: En África encuentras una población peleando por su independencia, y tratando de preservar sus tradiciones para establecer su identidad nacional. Pero yo no estaba buscando el paralelismo. Buford: ¿Está consciente de que sus lectores aquí en Polonia ven las líneas paralelas, y leen sus libros casi como alegorías? Kapuscinski: No, no son alegorías. Pero hay relaciones para que haya paralelismos, desde luego. Buford: ¿Qué tipo de relación tiene usted con sus lectores en Polonia? O, para decirlo de otro modo, ¿la experiencia de ser un escritor en Polonia es diferente de lo que cree que sería si usted estuviera viviendo en Europa occidental? Kapuscinski: Sí, sí, pienso que es una experiencia muy diferente. Le daré un ejemplo. No hace mucho me invitaron a hacer una lectura en un pueblo fuera de Varsovia. Estaba programada para comenzar a las cinco de la tarde, y llegué alrededor de una hora y media antes. Pero era imposible entrar. El salón estaba tan lleno, con tanta gente apretada contra la puerta, que nadie podía salir. Al fin conseguí llegar al podio. Había sido estrujado y oprimido y jalado por tantos cuerpos que todos mis botones saltaron. Mi camisa fue desgarrada, y perdí mis lentes. Alrededor de las cinco y media comencé a leer. Buford: Es irónico que los escritores occidentales, especialmente estadounidenses, envidien siempre al escritor que vive bajo un régimen políticamente represivo, el que disfruta de lo que George Steiner ha llamado la “musa de la censura”. Su obra no presupone una musa de esta suerte de ninguna manera. Inclusive, usted tiene lo que algunos escritores occidentales podrían siempre desear: historias que contar, y un público lector ávido de oírlas. Usted podría ser descrito como un contador de historias del modo más tradicional: un viajero que vuelve con las historias de su viaje. Me da curiosidad cómo fue la transición de ser un periodista de una agencia de prensa a ser un escritor. ¿Qué lo hizo querer escribir libros?

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LA ACERA DEL FRENTE Amélie Notomb Es correcto decir: «Aprendí a leer en Bulgaria» o «Coincidí con Eulalie en Brasil». Pero sería erróneo decir: «Aprendí a leer en China», o: «Coincidí con Eulalie en China» hay que decir: «Fue en China donde aprendí a leer», o: «Fue en Pequín donde coincidí con Eulalie» Nada resulta menos inocente que la sintaxis. En este caso, es obvio que el galicismo no puede introducir nada anodino. Así, no se puede decir: «Fue en 1974 cuando me soné los mocos» o: «Fue en Pequín donde me abroché los cordones de los zapatos». Por lo menos hay que añadir: «por primera vez», de otro modo, el enunciado cojea. Consecuencia sorprendente: si los relatos chinos contienen acciones tan extraordinarias, es, sobre todo, por razones gramaticales. Y cuando la sintaxis roza la mitología, el especialista en estilística se pone muy contento. Y cuando uno ha vencido las exigencias del especialista, puede arriesgarse a escribir lo siguiente: «Fue en China donde descubrí la libertad» De El sabotaje amoroso

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Kapuscinski: De nuevo, mi trabajo como periodista de agencia es importante, porque todos mis libros se despliegan a partir de las experiencias que tuve. Mi responsabilidad siempre fue registrar un acontecimiento: localizar la historia geopolítica, y tan rápido como fuera posible enviar un cable contando los hechos y sus detalles. Fue un periodismo honrado, nada más, nada menos. Pero cuando ya había enviado el cable, siempre me quedaba con un sentimiento de insuficiencia. Yo sólo cubría los acontecimientos políticos, y no transmitía realmente lo más profundo ni lo sentía, la naturaleza más verdadera de lo que sucedió. Y esta sensación de insatisfacción permaneció conmigo cada vez que volvía a Polonia. Pueden siempre hallarse dos versiones de mi trabajo. La primera es lo que hago cuando estoy en el campo de los hechos: está todo en los cables, las historias de aquel campo. La segunda versión es lo que escribo más tarde, que expresa lo que de hecho sentía, lo que viví entonces, las reflexiones en torno de las noticias simples de la historia. Usted sabe: un cable de prensa es un medio muy conservador de enviar noticias. Siempre estamos limitados: por el número de palabras, por el tiempo en que podemos estar ante la máquina, por el dinero, por la información que los periódicos de casa quieren recibir. Pero las realidades que encaramos, especialmente en el Tercer Mundo, son mucho más ricas, más complejas de lo que un diario nunca aceptaría reportar. Buford: ¿Qué clase de historia no puede ser expresada en un periódico? Kapuscinski: No es la historia lo que no puede ser expresado: es lo que la rodea. El clima, la atmósfera de la calle, el sentimiento de la gente, los chismes populares, el olor: los miles y miles de elementos de la realidad que son parte del acontecimiento que uno lee en seiscientas palabras en su diario matutino. Usted lo sabe: la respuesta crítica a mis libros ha sido asombrosa. Hay muchos reclamos: Kapuscinski nunca menciona fechas, Kapuscinski nunca nos da el nombre del ministro, él ha olvidado el orden de los hechos. Todo eso, desde luego, es exactamente lo que eludo. Si aquéllas son las preguntas que quiere ver respondidas, puede visitar su librería local, donde hallará todo lo que necesita: el periódico del día, los libros de referencia, un diccionario.

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Buford: Su sensación de insuficiencia como reportero es análoga a la sensación de insuficiencia que muchos novelistas modernos tienen cuando dicen que las demandas de la trama o la historia tradicional inhibieron la expresión de la historia real —las cosas que rodean a la historia. Kapuscinski: Sí, eso es lo que estoy intentando expresar. Buford: ¿Cómo, entonces, se distingue usted de un novelista? Kapuscinski: Ah, ha tocado usted un punto importante de mi pensamiento. Hace veinte años estuve en África, y esto es lo que vi: fui de una revolución a un coup d’Etat, de una guerra a otra; fui testigo, en efecto, de la historia en la hechura de la historia real, la historia contemporánea, nuestra historia. Pero también me sorprendí: nunca vi a un escritor. Nunca me encontré a un poeta o a un filósofo —ni siquiera a un sociólogo. ¿Dónde estaban? Acontecimientos tan importantes, ¿y ni un solo escritor en ningún lado? Después volvería a Europa y los encontraría. Estarían en casa, escribiendo sus pequeñas historias domésticas: el niño, la niña, la risa, la intimidad, el matrimonio, el divorcio —en una palabra, la misma historia que hemos estado leyendo una y otra vez durante miles de años. Usted sabe, el otro día estaba yo leyendo acerca de las novelas que ganaron los premios franceses anuales. Era increíble. Ninguno de estos libros tenía que ver con nuestro mundo, nuestra realidad —nada. Había uno acerca de un niño no querido y otro acerca de un niño, una niña, la risa, la intimidad—. Buford: Entonces usted encuentra la literatura contemporánea demasiado autorreferencial, demasiado obsedida con su trabajo formal… Kapuscinski: No, es simplemente que mucha de nuestra literatura es muy tradicional, inclusive cuando es vista como de vanguardia. Y si es vanguardista, lo es sólo por su estilo —como ensamblada en un taller. Nunca es de vanguardia por su materia; nunca está mirando el mundo. El escritor está siempre mirando sobre su hombro, atendiendo la posición de su predecesor. La literatura contemporánea es un asunto muy privado. Buford: Recuerdo ahora el ensayo de Joseph Brodsky sobre la novela rusa en el que dice que el siglo XX no producirá nunca genuinamente una novela rusa, a causa de que mucho de la


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imaginación literaria está dominado por el Estado —en su homenaje o inclusive por una necesaria resistencia a él. Su obra probablemente está más cerca de la liberación que de los límites del Estado. Sus lealtades son a la historia. Kapuscinski: No lo sé. No estoy formando un manifiesto y ciertamente no quiero parecer dogmático. Pero siento que estamos desplegando una nueva clase de literatura, en un área que está deshabitada e inexplorada. Buford: ¿La literatura de la experiencia política? Kapuscinski: La literatura personal… no, eso no es cierto. Algunas veces, al describir lo que hago, recurro a la frase latina silva rerum: la selva de cosas. Ese es mi asunto, como lo he visto, viviendo y viajando en él. Para captar el mundo, tienes que penetrarlo tan completamente como sea posible. Buford: ¿Usar la historia para crear el sentido de esta selva de cosas, para darle forma y coherencia? Porque su escritura ciertamente descansa en la narrativa. Kapuscinski: Sí, la historia es el principio. Es la mitad del resultado. Pero no está completo éste hasta que uno, como escritor, se convierte en parte de ella. Como escritor, has tenido la experiencia de este acontecimiento sobre tu propia piel, y tu experiencia, esta sensación a lo largo de la superficie de su piel, da a tu historia su coherencia: es lo que está en el centro de la selva de cosas. El ardid tradicional de la literatura es oscurecer al escritor, expresar la historia a través de un narrador fabricado que describe una realidad

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fabricada. Pero para mí, lo que tengo que decir es validado por el hecho de que yo estuve allí, de que fui testigo del acontecimiento. Hay, lo admito, cierto egoísmo en lo que escribo, siempre la queja por el calor o el hambre o el dolor que siento, pero es terriblemente importante que lo que escribo sea autentificado por haber sido vivido. Podría llamarlo, supongo, reportaje personal, porque el autor siempre está presente. Algunas veces yo la llamo literatura a pie. Buford: ¿Cómo es esto distinto al Nuevo Periodismo —la obra de Hunter S. Thompson, Joan Didion o Tom Wolfe, quienes también ponen en primer sitio al reportero en primera persona? Kapuscinski: Ese es un asunto importante. No supe nada acerca del Nuevo Periodismo cuando estaba en África, y ahora puedo ver que el Nuevo Periodismo era el comienzo de la liquidación de la frontera entre los hechos y la ficción. Pero el Nuevo Periodismo estaba en última instancia registrando la extrañeza de Estados Unidos. Pienso que nosotros hemos ido más allá de todo eso. No se trata de Nuevo Periodismo sino de Nueva Literatura. ¿Por qué soy escritor? ¿Por qué he arriesgado mi vida tantas veces, tan cerca de morir? ¿Es para reportar lo seductor? ¿Ganar mi salario? Lo mío no es una vocación, es una misión. No me sometería a estos peligros si no sintiera que existe algo abrumadoramente importante —acerca de la historia, acerca de nosotros mismos— por donde tengo que cruzar. Esto es más que periodismo. Nota introductoria y traducción de Ignacio Solís

Ryzsard Kapuscinski Nació en Varsovia, Polonia. Viajero infatigable, maestro del llamado reportaje literario, fue candidato al Nobel de Literatura en varias ocasiones. Ganó reputación internacional con su trabajo como corresponsal extranjero de la Agencia Polaca de Prensa (PAP) en unos 50 países. Mantuvo largas charlas con el Che Guevara en Bolivia, con el presidente socialista Salvador Allende en Chile y con el líder anticolonialista Patrice Lumumba en Congo. Fue testigo de 27 golpes de Estado y revoluciones y sentenciado a muerte cuatro veces. Murió el 23 de enero de 2007 a los 74 años.

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Nietzsche: el último gran metafísico Óscar González

Ricardo Guerra ha tomado lo mejor de sus maestros, y a su vez ha formado académicamente a incontables generaciones, contribuyendo al fortalecimiento de la tradición filosófica mexicana. Se ha ocupado en sus cátedras incansables de la figura de Federico Nietzsche. Ver de frente, de modo concreto y radical la realidad finita del hombre, es tal vez la enseñanza mayor que el filósofo Ricardo Guerra rescata de uno de los más grandes pensadores del mundo occidental en su libro Actualidad de Nietzsche

En su publicación más reciente Ricardo Guerra se ocupa, desde su visión y experiencia de filósofo, de una figura mayor del pensamiento y la poesía de Occidente: Federico Nietzsche. Al igual que en su ya prolongada cátedra, en el texto de Guerra puede percibirse la claridad y el conocimiento, la profundidad y la inteligencia con que aborda, desarrolla y concentra lo que con toda justicia podemos designar como un discurso filosófico magistral. Quienes hemos participado en sus seminarios y conocemos su trabajo profesional sabemos bien que Guerra cifra su paciente y rigurosa tarea de pensar reflexiva y críticamente a los principales maestros de la filosofía moderna y contemporánea, sobre todo a partir de la oralidad y el diálogo de profesor y estudiantes. De la elaboración de sus ideas —un filósofo entre filósofos— en torno a Kant, Hegel, Marx, Heidegger, Sartre, dan testimonio, entre otros, los ensayos que reúne en Filosofía y Fin de Siglo (1996) y en Metafísica y Ontología (2005).

¿Qué ve Guerra en Nietzsche y qué dice de él? ¿En qué radica para él la actualidad del filólogo y pensador alemán? ¿Qué significa para un filósofo mexicano que, como pocos, de manera específica conoce a fondo el idealismo y el romanticismo alemanes? Guerra acomete su empresa abordando desde distintos ángulos y etapas su objeto de estudio. Primero el contexto: ¿quién es y qué significa hoy Nietzsche? En su obra encontramos —dice—“la crítica profunda y radical a la historia entera de Occidente, de su religión y de su metafísica”, particularmente “la dirigida al platonismo y a su desarrollo más importante: el cristianismo”. Guerra aclara que si bien Nietzsche pretendió iniciar nuevas formas de pensar y actuar para superar el nihilismo, es necesario precisar que sobre éste y la muerte de Dios se han dado algunas de las interpretaciones más erróneas de su filosofía, al igual que las que pretenden, “con total ignorancia”, entender la voluntad de poder como la apología de la fuerza, del racismo y de la barbarie nazi. El nihilismo surgió en la

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Nietzsche: el último gran metafísico

Óscar González

metafísica y en la teología antiguas, forma parte de la historia de la humanidad. “De la nada crearon a su Dios —cita a Nietzsche—, qué raro si se convirtió para ellos en nada”. En la primera parte revisa también la influencia decisiva de Schopenhauer y de Wagner —el “genio más grande y el hombre más grande de su época”— en el joven autor de El origen de la tragedia en el espíritu de la música (1871), y hace un somero repaso de la cronología de sus numerosas obras, destacando desde luego la que se considera culminante: Así hablaba Zaratustra (1883-85). En seguida se plantea la vinculación del joven filólogo con el mundo griego y sus notables estudios sobre el origen de la tragedia, Dionisos, Apolo, los preplatónicos, de modo especial Heráclito. Allí se muestra cómo y por qué, también por la vía de Nietzsche, el espíritu griego sustenta y permea todo el pensar de Occidente hasta nuestros días. Llama la atención que para Guerra lo que constituye la esencia de esta primera etapa en la formación nietzscheana es el rescate del concepto de finitud y devenir, de dialéctica, pero sobre todo de la noción de tiempo como figura filosófica central. Al negar el ser permanente de Parménides, que después con Platón y la metafísica occidental se convertirá en lo racional y abstracto, lo inmóvil y lo inerte —el “ser es el concepto más frío que nada dice y niega la realidad y el proceso del cosmos y de la historia”— Heráclito afirmará el transcurrir del tiempo como realidad última, pues “todo lo que es existe en el tiempo” (“El tiempo del cosmos es un niño que juega”, Fragmento 52, Diels). En una segunda etapa, hacia los treinta y seis años, el interés y la preocupación de Nietzsche por la modernidad, la Ilustración y la ciencia quedarán plasmados en Humano, demasiado humano (1878-1880). En la tercera etapa aparece su nuevo sentido de la existencia en Aurora (1881) y La Gaya ciencia (1882). Un cuarto período será el despliegue de la gran poesía con el Zaratustra. En el quinto publicará Más allá del bien y del mal (1886) y Genealogía de la moral (1887), El ocaso de los ídolos, el Anticristo y Ecce Homo (1888). La sexta y última etapa corresponde a La voluntad de poder y a los Fragmentos póstumos (1888). Es necesario recordar que es aquí, entre diciembre de 1888 y enero de 1889, cuando termina la vida conciente (¿espiritual?) de Nietzsche, ya que su muerte fisiológica ocurrirá en 1900.

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Son tres los grandes ejes del pensamiento nietzscheano: el nihilismo, el eterno retorno y la voluntad de poder. En esto no parece haber discrepancia. La hay en cambio, fundamental, en la identificación y en la interpretación del lugar que debe asignarse a Nietzsche en la originalidad de su aportación en la historia de la filosofía: ¿Es un punto de inflexión que rompe con la tradición y refunda la metafísica occidental? ¿Se aparta definitivamente de ella? ¿O es, como dice Heidegger, el “último gran metafísico”? Entre sus múltiples intérpretes hay que mencionar a Jaspers, Fink, Lowith, Colli, Deleuse, Foucault, Klossowski, Bataille, Luckaks, Habbermas, Derridá, Savater, Guerra. Sin embargo, acaso por tratarse del paradigma que reúne las “dos montañas”, la filosofía y la poesía, el que más ahonda en la significación de Nietzsche es Heidegger. Heidegger dedicó, como se sabe, sus cursos de 1938 a 1946 a la interpretación de Nietzsche, “desde su propia idea —señala Guerra— de la ontología y la superación de la metafísica de la que Nietzsche seguiría prisionero”. Fernando Savater por su parte se refiere a este punto diciendo que Heidegger “se equivoca —aún peor, falsea radicalmente a Nietzsche— al empeñarse en ontologizar su pensamiento como un último avatar crítico de la metafísica occidental” (Nietzsche; F. Savater; p-68), y agrega que Nietzsche no responde a las preguntas tradicionales de la metafísica —ens, unum, bonum, verum o el ente como lo que es, como uno, como bueno y como verdadero— sino que las denuncia como “síntomas de un monoteísmo de base, que en Heidegger es perfectamente visible”. ¿Lo es? Y va todavía más lejos: “Esta es la respuesta que da Nietzsche a toda ontología: Parménides dijo: ‘no se piensa lo que no es’. Nosotros estamos en el otro extremo y decimos: Lo que puede ser pensado tiene que ser con seguridad una ficción”. Si, en efecto, el núcleo del problema es la posibilidad de plantear o recuperar la pregunta por el ser ¿cómo lo entiende Heidegger y cómo lo explica Guerra en la obra de Nietzsche? Lo que a mi me gusta, aunque no deja de sorprenderme, es el planteamiento que hace Guerra de la interpretación heideggeriana de lo que podrían ser los límites de su propia ontología. Es válida, según Guerra, la idea de Heidegger cuando considera que no es la muerte sino el descubrimiento o la creación de Dios lo que da inicio al nihilismo, “en la medida en que se olvida o se abandona


Nietzsche: el último gran metafísico

el ser y se explica todo a partir del ente supremo”. En Nietzsche se llega al nihilismo total, pero de “ninguna manera” a su superación. Tanto en sus planteamientos como en sus soluciones Nietzsche “sigue dependiendo de la historia entera de la metafísica”, ya que la “idea del tiempo como eterna repetición de la totalidad, aún cuando se formule como infinita, es en el fondo la concepción de la finitud aristotélica y de la filosofía moderna”. El error consiste en pretender reducir la filosofía y la metafísica de Occidente a la ontoteología. No obstante, tampoco encontramos en Heidegger “una solución real a esta problemática”, sino apenas “la búsqueda de nuevos caminos del pensar y de la filosofía como camino abierto”. El hecho es que no podemos reducir el desarrollo de la ontología a la ontoteología. Para Kant, por ejemplo, ni el conocimiento, ni la finitud, ni la totalidad del ser del hombre provienen de un ser supremo. En Schelling o en Hegel tampoco se da la concepción ontoteológica. Ni en el origen, ni en la culminación de la Feno­ menología del Espíritu encontramos al ente supremo, como tampoco en la Lógica al tratar del ser y la nada. En Marx sucede algo equivalente. La historia de la metafísica no sólo es la historia ontoteológica, de un ser supremo, sino también del ser del ente o de los entes. En este plano se mueven —afirma Guerra— Kant,

Óscar González

Hegel, Marx y el propio Nietzsche. Después de Nietzsche ya no es posible hablar de metafísica. Pensar la historia del ser permitirá ir más allá de las concepciones metafísicas establecidas. La crítica de Nietzsche permite ahora —como lo hace Heidegger desde el pensamiento reflexivo más radical y novedoso de la filosofía— “no sólo la comprensión de nuestro tiempo, sino también en sentido profundo la comprensión de la ciencia, de la técnica y de la actividad humana”, concluye Guerra. Ciencia y técnica, religión, arte, ética y política habrán de volver los ojos a la filosofía, no ya a la metafísica sino a la ontología. Es en el pensamiento reflexivo, totalizador y omniabarcante, donde han de plantearse las preguntas y las tentativas de respuesta más radicales. Es aquí donde Heidegger recupera, en diálogo efectivo con toda la tradición filosófica occidental, el olvidado ser del ente y la entidad misma del ser. Asumir el nihilismo a profundidad, no por alguno sino por todos los hombres. Sólo entonces surgirá el Superhombre, el hombre “liberado”. Ver de frente, de modo concreto y radical la realidad finita del hombre. Es esta tal vez la enseñanza mayor que Guerra rescata de Nietzsche. Ricardo Guerra, Actualidad de Nietzsche, México, CIDHEM, 2006. 104 p.

Óscar González Ha publicado los títulos: Tiempo Adentro, Hoguera sobre el agua, Daguerrotipos, Contraseñas, Poemas Argelinos, Venus Africana, Colección de Poemas y Cinta de Moebius.

CRUCERO

Poesía en medio de la calle

Miguel Becerril

La Fundación José Manuel Lara acaba de dar a conocer (Sevilla, el 2006) La piel del jaguar, una edición debida a Álvaro Salvador que tiene el subtítulo 25 poetas hispanoamericanos ante un nuevo siglo. Es una buena noticia, sobre todo si se piensa que en España sigue siendo insuficiente la atención a la literatura hecha en nuestros países, y mucho más a la reciente. La piel del jaguar agrupa poemas de autores nacidos a partir de 1941, es decir dos años después que José Emilio Pacheco, el poeta mexicano ya justamente consagrado por la crítica. Comienza con el chileno Omar Lara (1941) y concluye con la cubana Laura Ruiz (1966), lo que significa que los reunidos son autores en joven o plena madurez. Ya Federico García Lorca se refería al “tono descarado del gran idioma español de los americanos (…) poesía que no tiene vergüenza de romper moldes, que no teme al ridículo y que se pone a llorar de pronto en medio de la calle”, esa poesía, no sobra recordarlo, que debe tanto al gran Rubén Darío, vanguardista, heterodoxo, fundador. Poetas reconocidos como el chileno Raúl Zurita, “con sus musas trágicas”, acompañan a otros como “el hondo cubano” Waldo Leyva o “el descarnado venezolano Javier Lasarte, junto a mexicanos que sorprenden con fortuna al crítico Miguel García-Posada (ABC, 20 de enero, 2007), como “el melodioso y tierno” Vicente Quirarte y el “fluido” Fabio Morábito. Ojalá que llegue pronto a nuestras librerías este libro realizado en “la otra orilla” de esta lengua que es muchas lenguas.

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Siempre he detestado París Ana Clavel

Detestable ciudad, en la que el exceso de educación se vuelve un obstáculo, donde el ritmo vertiginoso de las cosas termina por vaciar el corazón de sus habitantes, a la cual se desea volver siempre por sus constantes sorpresas, de la cual se termina por renegar cada vez

Siempre he detestado París. Nunca me han doblegado sus artes de seducción, ni su torre Eiffel, ni sus edificios antiguos y modernos, ni su moda, ni sus mujeres ni sus hombres hermosos, ni su oferta cultural. Para mí, el París que amo está siempre en los libros, en las novelas, cuentos y crónicas de otros que la han amado y renegado de ella por igual. Lo mismo García Márquez que Hemingway. Me pasa como con esos autores a los que idolatro y que otros hubieran dado la vida por conocer. Por verlos respirar, sonarse la nariz, hablar. Para mí, lo mejor de un escritor como Tournier o Cortázar está en esas páginas escritas que me permiten un contacto mucho más íntimo e ideal, a la medida siempre incierta de mis deseos.

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Pero quizá más que a París, detesto a todos aquellos que se postran ante la gran diosa de las ciudades europeas y que, por ejemplo, atribuyen apócrifamente el origen etimológico de París a la crasis de dos palabras en increíble reverencia de una deidad egipcia: “para-Isis”. Me rebela igualmente ese azoro de los que se maravillan porque los parisinos son tan civilizados que le dan mejores limosnas a los clochards que tienen perros porque es más digno apiadarse de los animales que de otros seres humanos. Una amiga francesa que había vivido en Buenos Aires y que, gracias a su novio argentino había aprendido a insultar en el


Siempre he detestado París

español más arrabalero, se burlaba de sus compatriotas diciendo que los parisinos eran tan educados que parecía que siempre traían un “palo en el culo”. Reacios a molestar o perturbar a los otros, eran capaces de atragantarse con un hueso de melocotón antes que escupirlo frente a los pasajeros de un vagón del metro. Un día en la cola cada vez más creciente de un banco, un tal cajero de nombre Pascal nos hacía esperar mientras hablaba por teléfono y atendía a un cliente latoso que no lo dejaba colgar. Tampoco nadie de los de la fila se atrevía a decirle que por atender a uno que ni siquiera estaba presente, nos desatendía a muchos más. El inútil paso del tiempo nos desesperaba a todos. Otra empleada del banco se dio cuenta de la situación y le pidió a Pascal, en un tono muy suave y desde este lado del mostrador, que le abriera la puerta automática para ayudarlo en el área de cajas. Pero Pascal nunca se distrajo de su llamada. La muchacha insistía casi en una voz que caminaba de puntas para no salirse de tono, suave, amable, discretamente: “Pascal... Pascal...” Pero Pascal seguía volcado sobre el teléfono, incapaz de desatender la llamada de ese otro cliente con el que no podía ser maleducado ni terminante. Entonces recordé lo del palo en el culo, respiré hondo y exclamé con fuerza y decisión: ¡Pascal...! El cajero se volvió a verme sorprendido, le señalé a la muchacha que quería entrar y que en respuesta me dijo un delicado “Merci...”, en medio de las risas y la aprobación de los demás clientes. Pero no toda la culpa de mi animadversión la tienen los habitantes de París, sino también sus visitantes. Por ejemplo, me sublevan esos descendientes de Moctezuma que van de vitrina en vitrina, a los que literalmente se les “para el penacho” ante el aspecto de consumada instalación artística que tienen los escaparates de tiendas que venden lo mismo ropa, pipas que muebles de baño. Y estos son sólo los escaparates de los comercios; ni qué decir de los museos y galerías, la manera en que con diseños cautivadores se anuncian en las calles o en el metro. Y la calidad de las muestras que logran integrar es soberbia, ya sea para darle un giro novedoso a lo antiguo (pienso en la exposición del Louvre a partir de una idea de la Nobel Tony Morrison para evidenciar que desde los egipcios hasta nuestros días, todos somos extranjeros en la propia tierra), o ya sea para insuflar un aire de clasicismo a las propuestas

Ana Clavel

más actuales (cómo no recordar en el Pompidou las hechizantes pantallas de Fabrica: les yeux ouverts, un proyecto de Beneton y Toscani que redefine especularmente los límites entre arte, diseño y comunicación). Es que estos parisinos siempre hacen todo para deslumbrar al mundo. Como si sólo exhibiéndose y siendo espectaculares justificaran su razón de ser. Y cómo no quedarse con la boca abierta, por ejemplo, en la última celebración de la Nuit Blanche, con los cerca de cien eventos que se programaron a lo largo de esa noche del 7 al 8 de octubre, entre los que recuerdo con especial fascinación la iluminación fosforescente y azul de una Place de la Concorde y de un Obelisque en refulgencia púrpura, según el diseño póstumo del delirante artista Yves Klein, que lo hacían a uno despegar a una dimensión cósmica, directo a la gran noche de los tiempos. Pero quizá lo que más me consterna de París es su espíritu fugitivo, su constante cambio e inasibilidad: por más que se proponga uno visitar una exposición al día, siempre habrá nuevas muestras, nuevos proyectos, nuevas actividades. A mí que me cautivan la movilidad y el hallazgo, llega a desconcertarme el fluir pertinaz de sus hechizantes anuncios publicitarios lo mismo que sus aguas por el Sena o los vientos que circulan en derredor de la isla de la Cité o de Saint Louis. Supongo que por eso los parisinos son seres tristes y solitarios, porque tanta fugacidad en torno termina por vaciarte el corazón y despojarte de tu alma. Pero son también seres adoloridos y a su manera puros que, como La desconocida del Sena de Jules Supervielle o Los amantes de Puente Nuevo de Leos Carax, lo mueven a uno a compasión. Y es que entre suicidas que viven en el fondo del río, y clochards que se han rehusado a seguir la zanahoria del éxito y la domesticación, se encuentran los verdaderos ángeles literalmente caídos de París. Esos que no tienen cabida en la fachada de Notre Dame o en los monumentos dedicados a tantos parisinos ilustres que abundan en sus plazas y jardines. Es por estas y otras razones que siempre he detestado París. Será por eso que la amo tanto y cada vez que puedo regreso a renegar de ella. París-México, 3 de noviembre de 2006

Ana Clavel Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado cuentos en los suplementos de El Nacional, Unomásuno, La Jornada y en las revistas Dosfilos, El cuento y Tierra Adentro. Algunos de sus cuentos han sido recogidos en memorias y antologías editadas en español, inglés e italiano como la Antología de cuento mexicano finisecular, Fiction International. Mexican Fiction. Es autora del libro del cuentos: Fuera de escena. Fue finalista del Premio Internacional Alfaguara 1990 con su primera novela: Los deseos y su sombra. CULTURA URBANA 27


Asfálticas Viejo, pero no de todas: una vida al volante Emiliano Pérez Cruz ¡Bienaventurados aquellos que no manejan, los que no saben qué significa ser chofer en el Distrito Federal! Bienaventurados los que ignoran dolores de cabeza, estrés, jaloneos de estómago porque ese jijo de tal no me dio el paso, se saltó el alto, no prendió sus direccionales, maneja como junior, se cree que la ciudad es para él solo, ha de ser guarura o hijo de influyente: ¡voy a creer! Bienaventurados lo que andan a pie, se codean con la masa en las banquetas de la poblada capital de Mecsicou, tiene chance de leer en el metro, pecerda, microbio o lentobús, echan taco de ojo, se solazan en las bien formadas curvas de la compañera de viaje que ya no haya cómo hacerle para quitarse de encima tantas miradas pesadas, nomás porque se le ocurrió salir tan primaveral: en minifalda y con escote. Bienaventuradas las señoras que llevan a sus hijos caminando rumbo a la escuela, las que no tienen que pasarse media hora calentando el motor, dándole un trapazo a la carrocería, midiendo el aceite de la

charchina, agregando agua al radiador porque este auto no es enfriado por aire. Bienaventurados aquellos habitantes del Defectuoso y municipios circunvecinos que están a salvo de embotellamientos porque la lluvia fue inolvidable o porque no ha caído una gota en todo el año y afecta la construcción de distribuidores viales y entonces los carricoches se calientan, obstruyen el tránsito, enloquecen los conductores porque nadie tiene la prisa que yo me cargo, éstos se piensan que tengo su tiempo, ya ni la hacen... Bienaventuradas señoras y señores porque no saben lo que es caer en las garras de agentes de tránsito o inspectores del servicio público prestos no a colaborar la fluidez del tráfico, sino para allegarse entradas extra gracias a los errores de quienes van al volante. Igualmente bienaventurados porque no tienen que estar al tanto del Hoy no Circula, ni se preocupan por pasar revista ni las pruebas anticontaminantes, ni tienen que embarrarle la mano a burócratas encargados

de otorgar o renovar licencias para conducir, ni se perjudican el hígado ni se hacen mala sangre porque el mecánico al que acudimos nada más nos dio el avión y ni le arregló nada de lo que le fallaba al cacharro y sí en cambio le perjudicó el sistema eléctrico, perdió piezas que sustituyó con alambritos y hubo que acudir a la refaccionaria que se deja pedir lo que se le antoja por piezas originales, y el hojalatero en vez de sacarle el golpe que nos dieron la semana pasada le puso plastas de blanco de España: con razón dicen que como hojalateros son excelentes yeseros, me lleva la... Tristeza dan quienes no conformes con sufrir a los chorrocientos y tantos automotores que enrarecen el ambiente de la Ciudad de México, sueñan con hacerse de un carrito, aunque sea del año y si no para el que alcance, porque cómo es posible que el vecino —simple hijo de vecino— acabe de estrenar y nosotros, nada. Tristeza dan, pues, pero si piensan que eso es mejorar...

Emiliano Pérez Cruz Cronista y narrador. De entre su numerosa obra destacan Tres de ajo, Si camino voy como los ciegos, Borracho no vale, entre otros. Obtuvo el premio nacional de testimonio Chihuahua 2000 por Si fuera sombra te acordarías. 28 CULTURA URBANA


Pelícano Juan José Reyes

Eduardo Martínez: la figura de un hombre dispuesto a disfrutar la vida por la vía larga y paciente del contacto con las cosas bellas, mediante la inteligencia, la sensibilidad, el buen gusto y sin poses, lejísimos de cualquier estridencia o chapuza ideológica. Le va bien, “ai anda” el buen Pelícano. Andaba bien en su paso por la SEP. Más que trabajar, hizo allí algo realmente portentoso: dio buena alegría a nuestra estancia en aquel sitio

Hacia finales de los años setenta Eduardo Martínez trabajaba, es un decir, en Publicaciones de la SEP. Allí comenzó mi incierta, trastabillante, “carrera” burocrática. Tenía yo poco más de veinte años y aquel mundo me fascinó. Con algunas mujeres hacía El Correo del Libro, un boletín bibliográfico que era la plataforma distributiva de buenos libros y baratos para todos los maestros del país. Como todo lo bueno, o casi todo lo bueno, el programa aquel no pasó vivo la frontera sexenal (lo truncó y luego sepultó Juan José Bremer). Eduardo Martínez aparecía como un personaje singular: pelirrojo, sí, de baja estatura, ni gordo ni flaco, ni atlético ni escurrido, daba la impresión siempre de estar nervioso. ¿Usaba con frecuencia camisas de cuadros, de esas que llamamos “de leñador”? Sonreía a las primeras de cambio, después de escuchar pocas palabras y de observar unos momentos a su interlocutor. Tenía prisa pero se tomaba tiempo sin falta para charlar. Entonces tenía en los labios muy a menudo los nombres de Hugo Hiriart y de su novela Galaor. Creo que alguna vez fue él quien me presentó a Jorge Portilla Livingston. Ambulaban por aquel tercer piso del 23 de la calle de Córdoba de la colonia Roma Carole de Swann, Mariana Yampolsky, Ida Vitale, mi amiga desde entonces. No hacía mucho se había ido Luz del Amo y por allí andaban también Guillermo Samperio y el poeta Jorge Brash, muy cercano a Eduardo si no recuerdo mal. Mi timidez, muy considerable y acendrada por mi

corta edad, hacía juego con la del Pelícano. Intervenía yo en las pláticas mediante apuntes, tal vez algunas preguntas o algunas precisiones. Un mediodía se me acercó Eduardo Martínez y me pidió unas cuartillas acerca de mis años en el Colegio Madrid. No quería saberlo todo, a quién se le ocurriría, sino deseaba el registro de experiencias, anécdotas de veras memorables. ¿De dónde surgía aquel interés? No lo sé de cierto, y ahora, varios lustros después, me parece recordar que uno de los hijos del Pelícano además de estudiar violín era alumno del Colegio. Nunca hice aquellas páginas pero no descarto su probabilidad. No mucho después leí con mucho gusto el libro de Eduardo que publicó Martín Casillas y no me perdí ninguna de las “Ingestas” que aquel excompañero mío publicó un tiempo en La Jornada Semanal. Eduardo Martínez confirmaba entonces la figura que borrosamente había ido creando en mi atareada imaginación: la figura de un hombre dispuesto a disfrutar la vida por la vía larga y paciente del contacto con las cosas bellas, mediante la inteligencia, la sensibilidad, el buen gusto y sin poses, lejísimos de cualquier estridencia o chapuza ideológica. Ahora en ocasiones le pregunto por él a uno de sus amigos, el historiador Juan Puig. Le va bien, “ai anda” el buen Pelícano. Andaba bien en su paso por la SEP. Más que trabajar, hizo allí algo realmente portentoso: dio buena alegría a nuestra estancia en aquel sitio.

Juan José Reyes. Es crítico literario. Su libro más reciente es acerca de dos filósofos mexicanos del siglo XX: El péndulo y el pozo. Ha publicado un incontable número de ensayos y textos críticos en los medios más importantes del país. CULTURA URBANA 29


Amazon Party Capítulo11 Renacimiento tardío

Lo que para los habitantes del mundillo era vejez, para las amazonas era apenas el principio: mientras yo decaía, Cinch vivía su mejor momento, pero todo lo que sube tiene que bajar, y yo deseaba que ese descenso ocurriera lo antes posible. Faltaban muchos años. Yo había perdido tanta vida pensando en conquistarla que ya no podría llegar a encontrarme con ella otra vez, sin que mi vejez le causara repulsión. Al parecer sólo me quedaba seguir haciendo lo que había hecho desde hacía muchísimos años: recordar mis días junto a ella. Era, de hecho, como si toda la vida verdadera estuviera conformada por su presencia, y el resto de la vida, poblada de éxitos burocráticos y comerciales y amantes nunca amados, hubiera sido en realidad una especie de muerte. Tanto creció en mi esa idea que me alejé de todos y me dediqué a gastarme mi dinero sin compartirlo con nadie;

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Rowena Bali

me compré cuanta fruslería encontré en los aparadores, y en largos años no me volví a relacionar con persona alguna. Anduve caminando largas calles llenas de locales. Un día, justamente en el probador de una tienda de ropa, me di cuenta de que, pese a mi sedentarismo y mi vejez tenía un cuerpo todavía atlético. Entonces me di cuenta de que no era tan vieja, y supe que en realidad el shoping ayuda a mantenerse en forma. En el mundillo la gente vivía como esperando ser enterrada para luego ascender a un lugar de veras hermoso. Allá, en la Arcadia, todo lo construido por las manos de las mujeres era verdaderamente hermoso, y nadie pensaba en la muerte, por tanto las mujeres preferían creer que serían siempre bellas, y lo eran hasta el día en que dejaban de creerlo, ese mismo día, morían. Si Cinch moría, yo podría encontrarme con ella al fin, porque yo estaba

muerta. Cuando ella descendiera, cuando dejara de creer en su belleza, entonces podría ser mía. Nos iríamos al parque; un parque distinto al de Medalla; esta vez el Chulo de Viades no estaría, habría dejado en su lugar a un dios verdadero. La lluvia que caería no sería el agua sucia de una fuente, si no el agua diamantina de su vejiga. El pasto no sería frío si no tibio. Los edificios alrededor del parque no serían las destartaladas moles de Medalla, si no edificios de oro. Las aves del paraíso volarían a nuestro alrededor... Impulsada por el entusiasmo de mi juventud a penas redescubierta, y convencida de que todavía podía alcanzar a Cinch, me puse lo más en forma que pude. Me metí al gimnasio hasta alcanzar un tono muscular suficiente para ser su sirvienta. Para servirle el jugo por las mañanas, y meterme entre sus sábanas de vez en cuando.


Amazon Party Capítulo 11 Renacimiento tardío

Yo, que mejor que nadie conozco la tristeza y desesperación de la incerti dumbre les aseguro que guardé la esperanza de ser contratada por mi Cinch. Sabía que era imposible sustituir al Semental, pero quizá, con un poco de inmensa surte pudiera convencerla. Yo, que mejor que nadie conocí la desesperanza y el sufrimiento de la vida les puedo asegurar que luché por volver a verla. Me puse realmente en forma: constituí en mi musculatura el último ideal posible para una miserable habitante de medalla. Ese entusiasmo me impidió darme cuenta de que mi batalla ya estaba perdida. Cinch me contrató como sirvienta, pero no me dejó llevarle el jugo a la cama jamás. Para ese entonces la competencia en el mercado de sirvientes era mucho mayor. Tuve suerte y Cinch me contrató como lavandera.

La sorpresa que recibí al llegar a las instalaciones de la lavandería del castillo más hermoso de Golina fue que eran las mismas entrañas del infierno, constituidas por largos y grises pasillos iluminados artificialmente y sin ventilación alguna. Aquello representó un hallazgo aun para mi, que había vivido en carne propia la crueldad de Cinch. Antes de adquirir un carnet en la puerta de personal del castillo me dijeron cuales serían mis obligaciones y mis derechos, me entregaron un uniforme, me dieron indicaciones sobre mi trabajo y sobre la ubicación de las lavadoras y los detergentes para realizarlo. La ropa de Cinch y su marido era lavada en una lavandería distinta; a mi me tocaba lavar el resto de la ropa. Eso no me lo dijeron, pero me di cuenta cuando busqué desesperada el olor de Cinch entre los montones de trapos sucios. Entonces

Rowena Balí

supe que para que una sola mujer o un solo hombre pueda llegar a la perfección es necesario que otros se sacrifiquen, esto a su vez conforma el camino mismo hacia la perfección de los sacrificados. Así ha sido esto siempre: mientras que Cinch y su marido Cinco Estrellas se daban la vida de auténticos emperadores, su personal de servicio, constituido felizmente por individuos de belleza superior pasaba frío y sufría profundamente en los sótanos. Sin embargo los sirvientes luchaban encarnizadamente por obtener puestos en el castillo. Cinch había tenido un gesto de inmensa bondad al contratarme. Y no tienen ustedes idea de la felicidad que aquello, pese a lo terrible que fue, representó para mi. Porque al fin podía albergar la esperanza de que ella quisiera volver a verme.

Rowena Bali Estudió Lengua y Literatura Hispánica en la UNAM y en la Universidad de Guanajuato. Es autora de seis novelas: El agente morboso, El ejército de Sodoma, La bala enamorada, Hablando de Gerzon, Tina o el misterio y Amazon Party, de un libro de cuentos De vanidades y divinidades y de un poemario Voto de indecisión. CULTURA URBANA 31


CRUCERO

Camus y Bogart (1899-1957)

Santiago Martín

Tuberculoso y fumador tenaz, débil, demacrado con frecuencia, el argelino Albert Camus, uno de los grandes escritores en lengua francesa del siglo XX, vivió y escribió obsedido por el sol. El sol es fuente de bondades y felicidades sin fin, y puede ser fuente del mal (casi enceguecido por el sol Mersault, el personaje de El extranjero, asesina a un hombre; otro hombre acude a un lugar soleado y se hospeda en el hostal de su hermana y su madre sin decirles quién es (por lo que brota El malentendido), sólo para ser asesinado por aquellas mujeres, dedicadas a robar y matar a sus huéspedes). Pero más la penumbra parece ser el ambiente de su obra, si pensamos en su solemnidad a toda prueba y a la gravedad de sus asuntos. De sonrisa esquiva, el escritor Albert Camus, tal como muchos de sus personajes, está mejor bajo la lluvia, más a sus anchas, bien abrigado, nostálgico, evocativo. Su amor al sol es la búsqueda de la infancia perdida en Argelia, en las canchas de futbol. El presente fue el conflicto: la guerra, la libertad amenazada, la disputa ideológica. Sus horas mejores serían nocturnas, y lo fascinaron las iluminaciones teatrales y los neones callejeros. Se sintió a gusto en Broadway, hace medio siglo, cuando fue a Nueva York a arreglar asuntos de la editorial Gallimard y quedó encantado al descubrir, como dice en una carta a un amigo: “¿Sabes cómo me llaman las chicas de Vogue? ¡The young Humphrey Bogart! Ya lo sabes, podría obtener un contrato de cine cuando quisiera.” El biógrafo francés Olivier Todd registra que en 1953 Camus recibe de Londres un regalo: un impermeable Burberry, que le da la facha de Bogey. Escribe a su amigo el argelino: “Tantos bolsillos, presillas, correas, etcétera, colman la más antigua de mis nostalgias. […] Tengo un aire divinamente tough, que, como sabes, es mi ideal en esta vida.” Años más tarde dirá “Soy una mezcla de Fernandel, de Humphrey Bogart y de samurai”. Lo cierto es que predominó en él el aire áspero que tanto anheló, ese tono duro que escondería vastas regiones tiernas e incandescentes. Desconozco la voz camusiana pero, como todo el mundo, puedo imaginarla. Y la imagino parecida también a la del héroe solitario de Casablanca, al personaje de veras inolvidable de Tener y no tener o de El halcón maltés. Guillermo

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Cabrera Infante contó alguna vez cómo se imaginó un cinéfilo español a Bogart. Relató su sorpresa al escuchar lo que escuchó en el sonido original de una película, no doblada como se acostumbra en las salas ibéricas. “¿Era esa voz gangosa, nasal y con un ceceo atroz la voz de Humphrey Bogart?” Era aquella voz lo que hacía “reconocible”, al decir de Cabrera Infante, al actor estadounidense. Aquella voz… y sus ojos, su mirada. “Los ojos de Bogart son su característica más sobresaliente: ojos gachos, tristes…”, una característica seductora, distintiva, acorde con los tiempos, de un aire que remite sin dificultad a la atmósfera existencialista, según la concebía el gran público, que poseen identidad y señalan la cuota justa de desapego, de pasión y distancia. Camus, hombre inteligente y hombre de escenarios, no podía dejar pasar aquella vecindad de aspectos.

Bogey cayó víctima de sus excesos. Al morir, ahora hace 50 años, dejaría vacío para siempre un sitio en el cine mundial y en la mitología del siglo XX. Fue un hombre querido, por amigos como John Huston, y mujeres como la bella Laureen Bacall. Con su velocidad admirable y eficaz narra Cabrera Infante la conjunción de las vidas paralelas de Camus y Bogart. “Los muchos tragos y la poca comida acabaron con su vida [la de HB]: murió de un cáncer de esófago. Su compañero de tragos y de películas, John Huston, se asombró de la fama de Bogart en los círculos intelectuales de Francia. Estaba en París, cuenta Huston, en una cena donde conocí a Audiberti, el filósofo y dramaturgo italiano, un erudito, que me dijo: Querría hablar con usted a solas. Me sentí halagado, honrado... Creía que íbamos a tener una discusión seria sobre filosofía, pero todo lo que quería era que yo le hablara de Bogey. Fui uno de los primeros en hablar con Bogey en el hospital y le conté lo de Audiberti. Estaba encantado. Más encantado estaría de haber sabido que Albert Camus había modelado su imagen con Bogey en mente. Llevó su parodia hasta usar un impermeable ajado que se anudaba con el cinturón sin hebilla. Camus confiaba que había traído a más mujeres a su cama por parecerse a Bogart que por sus escritos”.


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Albures a la francesa Ricardo Ancira

Los chilangos estábamos convencidos de que el arte del albur había nacido en los barrios de nuestra ciudad. Desgraciadamente, como en otras cosas, se nos adelantaron los franceses. En efecto, a principios del siglo XVI, mientras aquí seguíamos sin hacernos a la idea de que nos dominara Cortés (y, por lo mismo, aún no había microbuseros haciendo juegos de palabras), en París los poetas escribían blasones. Es una manera elegante de decir que mataban el ocio albureando y albureándose. El blasón es un poema breve que celebra una parte del cuerpo (exclusivamente femenino al principio). Se le puede considerar un

(¿sub?) género de la poesía francesa nacido en 1535, año en que Clément Marot hizo públicos un par de blasones contrapuestos: uno loaba un pezón bello, el otro vituperaba uno feo. Durante casi dos décadas todos los poetas franceses se dedicaron a competir con Marot en ese nuevo divertimento literario, ciertamente fetichista. Entre otros, el “príncipe de los poetas y poeta de los príncipes”, Pierre de Ronsard, escribió una oda al pene, la cual se transcribe a continuación. Por su parte, a Eustorg de Beaulieu, poeta renacentista y amigo de Rabelais, le interesaba más blasonar las nalgas de las damas.

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Pierre de Ronsard (1524-1585) Lance au bout d’or qui sais poindre et oindre, de qui la raideur jamais ne défaut quand en champ clos bras à bras il me faut toutes les nuits au doux combat me joindre; lance qui vraiment jamais fus moindre, a ton dernier qu’à ton premier assaut, de qui le bout bravement dressé haut est toujours prêt de choquer et de poindre; sans toi le monde un chaos ferait, Nature manque inhabile serait, sans tes combats d’accomplir ses offices; donc, si tu est l’instrument de bonheur par qui l’on vit, combien à ton honneur doit-on de vœux, combien de sacrifices ? Lanza de punta de oro que te levantas, te untas,

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i a ti que nunca pierdes tu dureza cuando en las noches, cuerpo a cuerpo, con fiereza te necesito en mi suave escaramuza; lanza que nunca te has quedado atrás, ni en el primero ni en el último asalto; tú y tu punta que se yerguen, cual basalto siempre listas para el ataque rapaz. Sin ti el mundo un caos sería y no cumpliría la Naturaleza su gran misión sin tus combates. Eres, pues, instrumento de alegría; gracias a ti vivimos: ¿cuántas promesas, cuántos sacrificios merecen tus embates?


Albures a la francesa

Ricardo Ancira

i Eustorg de Beaulieu (1505-1552) Cul enlevé trop mieux qu’une coquille. O cul de femme! O cul de belle fille! Cul rondelet, cul proportionné de poil frisé pour haie environné. Où tu te tiens la bouche close fors quand tu vois qu’il faut faire autre chose… Cul bien froncé, cul bien rond, cul mignon… Cul annobli, et à qui fait hommage la blanche mail, voire tête et corsage s’inclinant bas pour te pouvoir toucher et tous les jours révéremment torcher. Cul désiré d’être souvent baisé. de maint amant de sa dame abusé: s’elle voulait moyennant telle offrande lui octroyer ton prochain qu’il demande. Culo levantado como estrella.

¡Oh, culo de mujer! ¡De hermosa doncella! Culo carnoso, culo bien proporcionado, rodeado de un seto de vello rizado. Siempre andas con la boca ociosa, salvo cuando tienes que hacer otra cosa… Culo bien fruncido, bien redondo, lindo culo... Culo ennoblecido, al que honran cabezas, camisas, blancas manos, y hacen reverencias para poderte tocar y cada día con gran fervor limpiar. Culo que todos desean haber besado. Mil amantes por su dama engañados: cuando ella, una vez en esa pequeña mina, promete presentarles a su bella vecina. Versiones de Ricardo Ancira.

Ricardo Ancira Es profesor de literatura francesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha dirigido el Centro de Enseñanza para extranjeros de la UNAM y ha sido coordinador general de Asuntos Internacionales del FCE.Obtuvo el premio Radio libre de Fernando Mora en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo, por el relato ... y Dios creó los USA™. CULTURA URBANA 37


Poema

Tzizi de la Colina Eres demasiado importante para los otros Hay algo torcido en todo lo que ves Pero yo sí sé quién eres en realidad Eres el que llora cuando está solo ¿Adónde irás sin alguien que te salve de ti mismo? No puedes escapar No quieres escapar Te las arreglas no obstante para rechazar Todo lo viviente que encontraste por azar. Temes tanto que te odien que finges odiarlos primero ¿Adónde irás sin alguien que te salve de ti mismo? No te le puedes escapar a la verdad. Me doy cuenta de que tienes pavor. Pero no puedes abstenerte de todo. No puedes escapar No quieres escapar Estoy demasiado cansada de estas palabras que nadie entiende. Está claro que no puedes vivir solo toda tu vida. Yo puedo oírte en un murmullo Y tú ni siquiera eres capaz de oírme gritar... ¿Adónde irás sin alguien que te salve de ti mismo? No te le puedes escapar a la verdad. Me doy cuenta de que tienes pavor. Pero no puedes rechazar el mundo entero No te puedes escapar No te escaparás No te puedes escapar No te quieres escapar

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Albures a la francesa

Ricardo Ancira

Tu es trop important pour les autres Il y a quelque chose qui cloche dans tout ce qui tu vois Mais moi, je sais qui tu es en réalité Tu es celui qui pleure quand il est seul Où iras-tu sans personne pour te sauver de toi-même? Tu ne peux pas t’échapper Tu ne veux pas t’échapper Cependant tu te débrouilles pour repousser toutes les choses vivantes que tu as trouvées par hasard. Si apeuré que personne ne te haïsse, tu prétends que tu les hais en premier. Où iras-tu sans personne pour te sauver de toi-même? Tu ne peux pas échapper à la vérité. Je réalise que tu es effrayé. Mais tu ne peux pas t’abstenir de tout. Tu ne peux pas t’échapper Tu ne veux pas t’échapper Je suis trop fatiguée de ces mots que personne ne comprend. Il est très clair que tu ne peux pas vivre toute ta vie tout seul. Je peux t’entendre dans un murmure Mais tu n’es même pas capable de m’entendre crier… Où iras-tu sans personne pour te sauver de toi-même? Tu ne peux pas échapper à la vérité. Je réalise que tu es effrayé. Mais tu ne peux pas rejeter le monde entier Tu ne peux pas t’échapper Tu ne t’échapperas pas Tu ne peux pas t’échapper Tu ne veux pas t’échapper

Tzizi de la Colina Novísima poeta de habla francesa y española. Su obra, publicada en diversas revistas de Canadá y Francia, ha sido traducida y antologada. CULTURA URBANA 39


Rondas Nicolás Mora

i Si tu vida consiste en no claudicar, lo probable es que avasalles a la mayoría. Si consiste en ceder, es seguro que te apabullen. Si te gana la indiferencia, aniquilarás a varios y serás utilizado por muchos. Si quieres entenderlo todo, fracasarás pero tal vez halles diversión. Si te tiras al dolor, darás lástima, risa, despertarás irritación o al menos impaciencia. Si eliges el desenfreno, llegarás al hospital y

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el sepulcro antes de la hora. Si quieres hacer fortuna, burlarás a los otros, fatigarás tu entendimiento, darás trabajo y explotarás con disimulo y buenas dosis de cinismo. Si buscas, como el Estagirita, el justo medio, tendrás que no claudicar, que ceder, que encontrar los momentos de la indiferencia, que entenderlo todo, que encontrar cierto desenfreno, que conseguir los medios del bienestar. Serás

avasallado, apabullado, aniquilarás a muchos y muchos se aprovecharán de ti, no tendrás suerte, te divertirás, causarás sentimientos piadosos, enojarás a los que te procuran, enfermarás y siempre pronto hallarás la muerte, te reirás de los demás, nublarás tu razón, abrirás los horizontes de muchos de los que a la vez someterás a rigores excesivos. El justo medio: el río no vuelve a pasar.


Rondas

Nicolรกs Mora

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Rondas

Nicolás Mora

i Bastaría con ver la lógica de la gran empresa privada para advertir su carencia de razón. Sus dueños no cesan de atribuirse nobles fines, como la generación de empleos que se multiplicarían en áureas cascadas. Perseguiría entonces altísimas metas sociales: gracias a la empresa se alcanzaría el beneficio colectivo. Los hechos, por su parte, no dejan de contradecir aquella justificación: el empresario ve crecer y multiplicarse su fortuna mientras el trabajador padece una galopante pérdida en sus condiciones de vida, al tiempo en que vive amenazado: la guillotina del despido pende sobre su nuca y descenderá a la menor oportunidad. Aquí entra la premisa mayor del silogismo: cuanto más produce y son mayores sus ganancias, la gran empresa aspirará a acrecentar sus

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beneficios, a incrementar su rentabilidad con el trabajo de un número menor de empleados. Y prosigue el razonamiento: si no cabes ya en la empresa, busca otra o, todo cinismo es permitido, funda una. Los célebres changarros foxianos no fueron más que una mala broma. Si las cosas fueran como dicen pensar los propietarios, ¿habría el imparable ambulantaje, la piratería desbocada, el taxismo omnímodo o como pueda llamársele como medio de sobrevivencia, los retiros conocidos como voluntarios que lanzan al ostracismo a miles de burócratas? ¿Habría las condiciones impuestas que además de bajos salarios consisten en la ausencia de prerrogativas sin las que, no hace mucho, era impensable trabajar o contratar a alguien (el amparo del Seguro Social, por ejemplo)? Además, no

escasean los empresarios que abruman a los trabajadores mal pagados y amenazados o a los sin trabajo con ofertas deleznables, la puesta en circulación de basura etiquetada, buena para todos los gustos chafas. Allí están, para que se distraigan, la tele babosa o falsamente inteligente, la música idiota de baladitas pegajosas o ruidosas versiones de la moda posmo, el cine pretenciosón que arropa en tecnología sus trampas, el deporte como arma vicaria de nacionalismos o regionalismos o localismos desvaídos o desviados, la idea de competencia (o competitividad como ahora se trata de decirle) como sustrato espiritual, tabla de salvación, colmo de la sinrazón de una burguesía chatarra y poderosa. El capitalismo de la globalidad: el capitalismo salvaje.


Rondas

Nicolás Mora

i Todo escritor está en busca de la Forma. Ninguno podría negarlo. No abundan los temas ni los enredos, y, por extensos que sean, los alcances de la imaginación siempre hallarán límites insalvables. Hay que tener qué decir tanto como hay que saber cómo

decirlo. Lo más evidente, lo más común, lo trivial (el hecho de que la policía viole la ley, como en el comienzo de una novela de Jorge Ibargüengoitia) sirve a la gran literatura. No todos los enamorados pueden escribirla, ni los traicionados, ni los afanosos, ni los irremedia­

blemente melancólicos. Sólo pueden alcanzarla los que dominen la Forma, se entreguen a su búsqueda y la encuentren o la tienten al menos. Lo mismo pasa en todas las vertientes del arte. Basta recordar los numerosos comienzos de obras que Miguel Ángel tuvo que destruir.

Nicolás Mora Ha realizado estudios de historia del arte y colaborado en numerosas publicaciones del interior del país. Actualmente escribe un libro sobre la moda en la Cuidad de México. CULTURA URBANA 43


Sí, ir a París Alejandro Ordorica Saavedra

Oí de Francia desde la niñez, un disco de pasta a setenta y ocho revoluciones de La Mer, lo recuerdo bien, aunque en ese momento no identificara del todo al intérprete, cuyo nombre me toparía inevitablemente: Trenet

Nunca nada tan opuesto a la dimensión incolora o insabora de una Ciudad Luz que cruza los siglos y aunque sea difícil de creer, pudo haber contraído el luminoso despertar de Buda. Antes de estar en París, por vez primera, ya me había aproximado a un puñado de sus esencias, colándome por la buhardilla de los libros, el cine, la música, que fueron presencia sucedánea y descubrimiento anticipado.

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Pude visitarlo, casi cuarentón, palpar realidades, comprobar suposiciones, incluyendo imágenes etéreas de la infancia o experiencias que me sedujeron años después. Vivencias, recuerdos, idealizaciones, que fijaron y siguen entretejiendo los sentidos. París equivale a una suma del gusto, la detección de aromas, el alcance de miradas, la repercusión de sonidos o los tactos


Sí, ir a París

improvisados, que se alternan y hasta pueden provocar delirios. Así, al ver París escucho un acordeón, presiento sus viandas o respiro la alegre prisa de la rue. Oí de Francia desde la niñez, un disco de pasta a setenta y ocho revoluciones de La Mer, lo recuerdo bien, aunque en ese momento no identificara del todo al intérprete, cuyo nombre me toparía inevitablemente: Trenet. Luego supe que esa tierra sabe, colorea, huele, vive, se mueve, emana luz propia. Y comprobar que el sol deslumbra a la medianoche, mientras en la esquina asaltan mi mirada los nichos del arte o aquellos museos que nunca terminamos de inventariar en el acervo imaginario. Y en medio, el sigilo de las aguas del Sena (¿Qué tan frías o lúgubres serán?), que nadie acaba por desentrañar en su fondo oscuro.

Alejandro Ordorica Saavedra

Eso es, y más, París. Sigan entonces mis visiones, aunque no pretenda aventurarme en el escarceo turístico, ni en el menú de los interminables detalles, como tampoco atropellar tantos acontecimientos de su desgarradora y legendaria historia, incluidos esos noticieros de televisión, que en la pantalla detonan y nos propinan escenas de insurrección e incendios en sus calles. Prefiero acercarme junto a Víctor Hugo o cuando aparece retratada la ciudad con su vestimenta de huesos, bajo el grito de la santa soledad de Baudelaire. Pensar que igual en otro siglo, una prostituta obesa baila en la servilleta de Lautrec, brindando con su ajenjo de Montmartre, apenas interrumpida por la súbita aparición de Cortázar, reverenciando a una clocharde.

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Sí, ir a París

Alejandro Ordorica Saavedra

Y ya en la parranda adulta, la reminiscencia de C´est Si Bon como un llamado a la felicidad o la fallida aspiración de La Vie en Rose, que siguen siendo párvulos de existencialismo. Otras escenas enaltecen y desenmascaran la dimensión parisina: el cuello partido de Antonieta en el ceremonial de una plaza pública enrojecida; la compulsión napoleónica de la mano en el plexus sarnoso; los contables golpes de Truffaut; o simplemente en el aula, cuando te hablan de los Galos, tan míticos como aquel visigodo cruzando el Rhin. He tratado de seguir a ese París que abarca a Francia, siempre enmielada en las burbujas de una copa que brinda arriba con el alma y mira sus panteones con la altivez de museo petrificado.

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Testimonios e imágenes que van acomodando en mi mente su propia leyenda: Desde el arco que tira victorias en el inagotable camino de los Champs Elyseés, irreversiblemente urbanizado y que apenas parece salvarse en el pastizal florido de Versalles, cada palacio reencarna en exhibición de antigüedades; o lo mismo moda y perfume en maridaje de pasarela; y a la hora de comer: panes del tamaño de un brazo que atrapan el camembert. Ya después, cuando el Moulin Rouge detiene sus aspas, anuncia un desnudo y empieza la función inalcanzable de la noche; y allá, por las alcantarillas de la madrugada, reaparece la alucinación de las correrías de Fouché en su afán de transmitir puntualmente la rabia de la intriga; o aquellas sombras de


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un fantasma con prominente nariz y abdomen, insinuando al gran general de una República, que pronosticara la sapiencia de Voltaire y decantara a Sartre con escepticismo. Eso es París, y más, porque… Me entero de un ingeniero llamado Eiffel que enloquece y levanta el tripié que faltaba a la Torre de Babel para llegar al cielo. Luego, impresionistas que no impresionan, extasian, precedidos por una consabida Revolución Francesa que parece ir y retornar como un mar de sueños contestatarios, ahora crispado por el incendiario arrabal del migrante. Igual compruebo a Cezanne en el renacimiento de las manzanas de Martha, amorosa compañera de travesía, con su pincel en rojo

Alejandro Ordorica Saavedra

desdoblándose en mantel de arcoiris. Horizontes, en fin, cuyo tono púrpura devela herencias prodigiosas de un pueblo con su balanza claramente inclinada por el peso de libertades y fraternidades. Pero ya no más, para qué, si advierto que estás ahí, y apuesto que volveré o al menos imagino cruzar nuevamente frente a ti. Así te veo, siento, vivo, hasta dedico un palíndroma que enuncia el título de estas líneas que conllevan, de ida y vuelta, mi insistencia reverencial ante tu memoria viva. Si acaso sólo digo: —Comment allez vous? Para que me contestes de nueva cuenta: —Trés bien, Merci.

Alejandro Ordorica Político, promotor cultural, es también poeta y ensayista. Ha obtenido el VII Premio Nacional de Poesía de Tintanueva por su libro Inmediaciones del delirio. CULTURA URBANA 47


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París no se acaba nunca Magali Velasco

Aquella tarde en Luxemburgo asistí a la ceremonia de otros adioses. Volver a París será recuperar la madeleine, la memoria y la alegría, pero quizá no estarán Carlos y Ana como ya no están los otros. La casa esquinada, la casa de la rue Boyer y L. Savart, todos sus habitantes, la Bonbonnière y su dueña, madame Odette, serán fantasmas en París, yo ya lo soy. Pleurer comme une Madeleine…

París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a trueque de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices. París era una fiesta. E. Hemingway Hoy terminé la novela París era una fiesta. Utilicé como separador un portavasos de La Closerie des Lilas… lo tomé el 8 de julio de 2006, un día antes de que partiéramos de París. Detrás del círculo afelpado del portavasos había escrito con tinta morada: Carlos, Ana, César, Gaby, Maga… y la fecha. No había leído, para ese entonces, el texto de Hem, como él mismo se llamaba. De vuelta en casa, en Juárez, busqué en mi librero la novela. En la portada, dos amantes se asoman hacia el Sena; los colores ambarinos de la foto me remontan a un otoño parisino que poco se parece a mi otoño en el desierto. La pareja, él de gabardina, ella con zapatos de piso y falda, no ven la parte trasera de Notre Dame, no ven que los están fotografiando; algo al fondo del Sena llama su atención. Era la última tarde en París. En medio de lo inevitable, tras vivir días de euforia y nerviosismo, el 8 de julio caminábamos por Luxemburgo. En estas tumbonas, ¿te acuerdas, Carlos? Una tarde de invierno profundo, aquí nos comimos un sándwich y me platicaste

de la niñez. Tal como lo siguen haciendo los niños hoy, tu mamá te traía a jugar con los barquitos, era tu parque, fue tu parque; pero cuando tú ibas a la primaria no imaginabas que los años en aquella ciudad estaban próximos a finalizar, que tu madre, profesora, saldría desesperada de vuelta a México, con el 68 en los hombros. Regresarías a Francia a terminar la preparatoria, regresarías solo y con el apoyo de tus dos madres, la tía y la profesora, las dos mujeres yucatecas, primeras en tener doctorados. Sabías, Carlos, que París te perseguiría y en tu silencio (tantas veces que me miraste sonriente) yo ni me enteraba que estabas diciéndome, ¡ay, Maga!, no sabes nada de lo que hablas, no sabes que lo que hoy desdeñas mañana te perseguirá, no sabes que lo que hoy extrañas, ya no existe. No, Carlos, no sabía de esas cosas. Aquella tarde en Luxemburgo asistí a la ceremonia de otros adioses. Volver a París será recuperar la madeleine, la memoria y la alegría, pero quizá no estarán Carlos y Ana como ya no están los otros. La casa esquinada, la casa de la rue Boyer y L. Savart, todos sus habitantes, la Bonbonnière y su dueña, madame Odette, serán fantasmas en París, yo ya lo soy. Pleurer comme une Madeleine… Decía que algo me sucedía cuando caminaba por sus calles. Adoraba subir y bajar mil veces el boulevard Saint Michel, y llegar a Notre Dame y visitarla, ya sabes que soy guadalupana. Llegar a otros rincones, sentarme por ahí, ver la gente. De la paz contemplativa asomarme al abismo intermitente. La certeza era que estaba sola

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París no se acaba nunca

LA ACERA DEL FRENTE

Magali Velasco Vargas

Guy de Maupassant y yo nunca he podido lidiar con eso. Así que bastaba hacer una llamada. Tomo el metro, subo al bus, camino lejos o dos cuadras y el abrazo de una amiga me estrecha, una copa espera, un cigarro se comparte, la tarde ha terminado su despedida, la noche no me sorprende. Ana y Carlos, César y yo nos sentamos en las poltronas de los jardines. Respirar el sol en declive, los verdes de un verano maduro, fue parte de nuestra ceremonia. Qué ganas de sentir el pasto… ruédate, me dice Ana la catalana, que no pasa nada, y si viene el policía, pues nada guapa, ruédate y ya está. Y me tumbé en el pasto de Luxemburgo. Ahora vámonos, dice Carlos, a donde todo inició. Atrás quedaron el Senado Francés y los secretos de María de Médicis. Una fuente, el Lycée Montaigne y cuando volvía a espetar, a dónde vamos, mis pies transitaban el boulevard Montparnasse. Aquí. ¿Aquí?, sí. Pero mira como vengo, estoy hecha una facha. Y qué importa. En el número 171, en una esquina, la Closerie con su toldo verde me dejó adivinar el interior. El corazón de un bar es la barra, y el de este era de madera bañada por ambarinas lámparas; las mesas de madera, breves y chaparritas, tienen dueños. Nos sentamos en la de Bretón. Gaby llegó. César y yo no imaginamos tal despedida. Frente a nosotros teníamos unas copas rebosadas con escarcha. Jamás hubo intervalo en la plática, la emoción y la interminable conversación con ellos no me dio tiempo de percatarme qué era lo que faltaba en esas copas. Pero la sed, esa que me acompaña, despertó. ¿Y qué bebemos? No terminaba la pregunta cuando llegó el mesero, vació las copas que ahora estaban prontas para recibir el champagne. Es nuestro regalo, de Gaby, Ana y yo, por sus cumpleaños, (César y yo nacimos el 10 de julio) faltan dos días y no estaremos con ustedes. Entonces se viene a la mente aquello de la suerte de haber vivido en París cuando joven, se viene a la mente aquello que nos habla de amigos e imágenes colmadas de palabras que no somos capaces de retener. ¿Quién te recuerda? Enfrente tenía los rostros de Ana y Carlos, Gaby estaba sentada junto a mí y del otro lado César. Cuando giré mi cabeza y encontré los ojos de César, grandes y del mismo café que los míos, vi el espejo, vi el viaje, el tiempo y nuestra historia, la partida y un adiós para París, uno que será particularmente evocado. Adioses a París, espero sean muchos.

Los que viven con los ojos abiertos, aquellos para quienes el mundo es un espectáculo cuyos accidentes y emociones sólo impresionan su especial sensibilidad de contempladores, pasean en su existencia una especie de tormento por conocer, examinar y sentir cuanto se vincula al pasado, con tanta fuerza, a menudo, como al tiempo presente. Muchos no se ven tan afectados siquiera por la celebridad vibrante de la vida contemporánea como por ciertas apariciones de la Historia, de las que se derivan, para ellos, ideas generales y sueños de artistas o filósofos. El día de hoy es demasiado próximo, demasiado conocido, excesivamente adivinado y no lo bastante imprevisto para darnos la curiosa sensación de peregrinidad y de grandeza que se halla, muchas veces, en la evocación de otros tiempos. Yo llevaba, en la cabina de mi barco, una docena de volúmenes para irlos leyendo conforme navegaba a lo largo de la costa; libros de esos que no se ha tenido tiempo de hojear durante la agitación del invierno. ¿Cómo leer en París, y leer bien, en medio de todo lo que se hace, lo que se ve, lo que se soporta; de todo lo que se oye, lo que nos ocupa, lo que nos fatiga, nos devora y nos embrutece? Comencé a hojear tres novelas; y me pareció que las conocía desde quince o veinte años atrás. Un poco de ciencia me consoló: porque la ciencia actual, a partir de los innovadores modernos, tiene la ventaja de ser la potente evocadora de un mundo nuevo. Cambia nuestra atmósfera, nuestras creencias, nuestras costumbres, nuestra historia, la misma naturaleza de nuestro espíritu, modifica a la raza humana. Un novelista no debería leer más que ciencia; porque, si sabe comprender, percibirá, mediante ella, cómo seremos, cómo se pensará y se sentirá dentro de cien años; los estudios y los descubrimientos de Herbert Spencer, de Pasteur y de algunos otros, preparan a todas las observaciones mejor que la lectura de los grandes poetas, porque impulsan nuestros espíritus hacia hipótesis de una realidad precisa e inspirada, que mañana serán creencias, reemplazadas después por otras. Miré luego dos o tres volúmenes de investigaciones históricas que había llevado también; y me llamó la atención este título: Un emperador bizantino del siglo X: Nicéforo Focas. De Un emperador

Magali Velasco Maestra en Literatura Hispanoamericana por la Sorbona París. Ha publicado innumerables cuentos y ensayos en diversas publicaciones de la República. Es docente en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Su libro de cuentos Vientos machos obtuvo el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola. 50 CULTURA URBANA


Francia: Cocinar con luz para el mundo Martha Chapa

Nuestra autora, apasionada de la cocina y los colores, nos lleva como guiados por una pincelada fantástica de sabores, hacia la tierra donde nacen deliciosas palabras como croassante, gruyere, champagne...

Francia ha sabido fermentar la literatura y las artes plásticas con esplendor, es además espacio privilegiado donde la comida alcanza el grado de arte gastronómico. Digamos mejor París, esa ciudad luz que ilumina la creación de platillos insignes e inolvidables, que son ya verdaderos aportes a la civilización. A su vez, en Francia ocurre algo similar de lo que aconteció en nuestro país, pues en la cocina gala acuden puntuales y creativas las cocinas regionales, junto a las de otros países, relevantemente en el caso de España e Italia. Veo así, una suma de mestizaje prodigioso. En México, la sabiduría ancestral del mundo indígena asimila los exquisitos aportes de la cultura española, y de otras que se vierten entrelazadas en el mágico telar de los sabores continentales. Y en contrapartida, la lista de los alimentos desconocidos, aquellos que llevara Cristóbal Colón por primera vez a Europa y Occidente, es impresionante. Basta pensar que allá no había maíz, tomate, cacao, aguacate, chiles, incluyendo los hoy día llamados pimientos, pues en esas tierras se trasformó su sabor. Una gama, casi infinita, que abarca por supuesto: frijoles, calabazas, chayotes, no digamos

la delicadeza embriagadora del chocolate, cambiando incluso la fisonomía culinaria del mundo, unido a la aromática vainilla, y hasta nuestro suculento guajolote… en fin, para qué más ejemplos. La Cocina Francesa y sus invenciones culinarias van desde lo más recóndito de sus regiones, además de insertar lo que le rodea, principalmente la gastronomía de países cercanos, en particular la vasca y la alsaciana. Pero si bien toma de otros lados, añade siempre el ingrediente indispensable del refinamiento. Todo culmina en París hasta convertirla en la capital de la gastronomía mundial. Y qué decir de ese toque de sazón histórico traducido en el fervor de los sagrados alimentos de francesas y franceses, que a través de los siglos van hurgando, sopesando, hasta conjuntar maravillosos hallazgos, con ingredientes indispensables de la perseverancia y el talento. De ahí la presencia milagrosa de tantos y exquisitos quesos, o de los embutidos que llegan a constituirse en hitos culinarios. Más aún, el derrame incontenible de sabores únicos a través de salsas, potajes, panes, vinos, es decir, la explosión creativa acompañada del buen gusto en torno de la mesa, donde cada región aporta sus tradiciones y ofrece al paladar su propia cocina, con especialidades

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Francia: Cocinar con luz para el mundo

Martha Chapa

bien definidas: la cocina del noroeste con mantequilla, créeme y manzana; o la del suroeste y sus aceites, foie gras, sets y armagnac; la del sureste influenciada por el sabor de Italia, bien sean aceitunas, finas hierbas, tomates. De igual forma, la cocina del norte, tan acendrada en la patata, carne de cerdo, judías y cerveza; y así la cocina del este, con su ascendencia alemana, incluyendo tocino, salchichas, cerveza y sauerkraut. Cinco grandes zonas regionales, que amplían su condición sápida con otras cocinas locales, como la del valle de Loira (famosa por sus pescados al vino blanco), o la cocina de Rosellón muy cercana a la catalana, y también la cocina del centro con sus especias de caza, el paté de panqués y la patata de tierra, al igual que sus vinos (reuilly) y pescados de agua dulce (en Brenne). He desmitificado en mis visitas a París esa percepción de que sólo se le asocia a la alta cocina en restaurantes con elevados precios, cuando las opciones son tan vastas que en realidad conforman un gran menú, más allá de cualquier prejuicio. Me emociona relatarles que la vinculación con París tiene ya décadas de gestarse, pues se inicia desde que tengo conciencia del sabor, adquirido a temprana edad por las afortunadas circunstancias en las que crecí, para luego transformarse en una devoción gastronómica, que fue acentuándose conforme se dio mi participación en diversas muestras sobre la comida Franco Mexicana, por ejemplo con el gran chef Philippe Braun, a quien conocí cuando en alguna ocasión llegue a comer en el restaurante Celebritée, del Hotel Nikko. De ninguna forma puedo olvidar los maravillosos encuentros que he tenido en festivales gastronómicos de otros países, celebrados en esta capital del sabor global, siendo el primero por allá de los años sesentas. Y más cerca de nuestros días, aún saboreo la más reciente visita, instalados por supuesto en el siglo XXI, junto a mi gran compañero Alejandro, que tanto sabe de todo. Es más, años que han quedado inscritos en un libro que debía haberse publicado tiempo atrás, que ahora me he propuesto culminar, bajo el título de: “Diálogo de Sabores: la comida Franco Mexicana”, que se trata en esencia del intercambio benéfico y productivo, que a través de la historia han generado México y Francia.

Soy una mexicana que desde niña creció entre cazuelas y enseñanzas de las tías y la mamá, escuchando palabras nuevas para mi léxico como: croassante, gruyere, champagne y otros muchos términos de esa gran nación. Un abanico de sabores que se abrió desde ese momento frente a una investigadora gastronómica y cocinera en ciernes. Por fin, un día llegué a saber de la “bullabesa”, inspirada seguramente en nuestra sopa de mariscos. He ahí de nueva cuenta la forma de ser de un pueblo, que también a través de sus pescadores inventa y ofrece nuevos sabores, pues este manjar no sólo mezcla armónicamente diversas especies marinas, sino que los eleva a un gran descubrimiento, con la aparición de la mayonesa oxidada a base de ajos, mejor conocida como alioli. Y por tierra toparme con platillos de magia pura a base de cordero, costillas o estofados de ternera a la antigua o bien uno rociado con calvados, y hasta en lo subterráneo, atestiguar el sabor de riquezas ocultas a la vista, como la inmensa variedad de hongos. Al igual, quizá nunca imaginé poder sucumbir frente a sufflés y merengues, esa especie de nubes sápidas, que procesa la increíble repostería de allá como una más de sus cúspides culinarias. Por si algo faltara, a la manera del eslabón perdido, surge en esta cadena de sabores maravillosos, un milagro absoluto, ese manjar entre lo líquido y lo sólido: el clásico paté e incluso el Filete Wellington que complementó con su técnica pastelera un insigne francés y así su pan que es una bendición de la buena mesa. Y así vibrar con la exquisitez de sus vinos que han dado la vuelta al mundo innumerables veces. Y bueno, para no ir tan lejos, mi cuñada es una francesa sensible, que hace honor a su tierra natal, por lo tanto buenísima cocinera, además unida al cariño de mi hermano Gerardo, un francófilo hasta la médula, que casó con tan linda mujer gala, junto a otra muestra de amor a esa tierra: la de estudiar allá y posteriormente trabajar en México durante treinta años en una prestigiada empresa de este origen. De verdad, estoy convencida de que no sólo basta ver París, sino probar París… y entonces sí morir. Sí, Viva La France, pero siempre acompañada por sus delicados y eternos sabores.

Martha Chapa Pintora, ha ganado fama internacional por sus diversas representaciones de manzanas. Luchadora social, defensora de los derechos de la mujer y la equidad. Ha incursionado en el trabajo periodístico y escrito más de una veintena de libros sobre gastronomía mexicana. 52 CULTURA URBANA


La moda

CRUCERO

Borges y Bioy

José Vasconcelos

Julio Ortiz

Varios ganadores del Premio Nobel hacen pensar más que en sus posibles virtudes en los enormes y variados atributos de muchos de quienes no han obtenido el lauro. Se ha dicho ya: los no ganadores formarían una nómina por lo menos tan ilustre como la de los premiados. Bastante antes de que se laureara, con entera justicia por lo demás, a Octavio Paz, el argentino Jorge Luis Borges reclamaba la distinción en favor de otro mexicano, el sabio y curioso y poseedor de una prosa que no deja de estar viva: Alfonso Reyes. El regiomontano nunca se “nobelizó”, como tampoco Borges (ni Joyce o Kafka o Proust o Rubén Darío o Benito Pérez Galdós o Antonio Machado o Mercé Rodoreda). A los argentinos les ha estado vedado el premio y uno puede pensar que al menos a tres de ellos ha debido dársele: además de a Borges, a su amigo Adolfo Bioy Casares y a Julio Cortázar. La obra de los tres autores sigue fascinando a miles y siendo un éxito de librerías. Ahora la editorial española Destino ha puesto a circular a Borges; reunión de los diarios escritos por Bioy a lo largo de 40 años que tienen como asunto central la figura, la persona y la obra, del autor de El Aleph. Se hallan aquí charlas íntimas, análisis e interpretaciones de textos, críticas, registros de cosas pequeñas altamente reveladoras. Se trata de la reunión de dos amigos que son dos grandísimos escritores, de los mayores del siglo XX. Escribe con emoción y justicia Bioy: “¿Cómo evocar lo que sentí en nuestros diálogos de entonces? Comentados por Borges, los versos, las observaciones críticas, los episodios novelescos de los libros que yo había leído aparecían con una verdad nueva y todo lo que no había leído, como un mundo de aventuras, como el sueño deslumbrante que por momentos la vida misma llega a ser. Me pregunto si parte del Buenos Aires de ahora que ha de recoger la posteridad no consistirá en episodios

y personajes de una novela inventada por Borges. Probablemente así ocurra, pues he comprobado que muchas veces la palabra de Borges confiere a la gente más realidad que la vida misma.” Por su parte, el novelista español Antonio Muñoz Molina, muy probablemente el mayor de los escritores de su patria nacidos de los cincuenta a esta parte, da razón de las sinrazones que alejaron de lo “bien visto” en la España postfranquista y de la mira sueca, ideologizada y prejuiciada, tendida hacia aquellos dos autores insuperables de nuestra lengua: “A uno podían llamarlo revisionista si lo sorprendían leyendo a Proust: de Bioy casi nadie sabía nada, pero en ciertos ambientes leer a Borges casi equivalía a declararse confidente de la policía secreta, o partidario de las dictaduras militares que en aquellos años iban sometiendo uno por uno a tantos países de Latinoamérica. (…) Pero no sólo eran políticas las razones que lo podían alejar a uno del magisterio de Borges. El experimentalismo palabrero de escuela francesa o un realismo social ranciamente autóctono eran los dos modelos estéticos más comunes con los que se encontraba a mediados de los años setenta el joven aprendiz con vocación de rebeldía. Ambas opciones, miradas de cerca, eran desalentadoras, sobre todo cuando uno se apartaba de las explicaciones teóricas para enfrentarse a los productos literarios emanados de ellas. La verbosa ilegibilidad o la ortodoxia política inspiraban alternativamente las novelas más celebradas en la cultura de la resistencia. La literatura había de servir para subvertir el lenguaje o para derribar al régimen franquista y a la burguesía, si bien cabía al parecer la posibilidad ya heroica de proceder a ambas subversiones simultáneamente, empeño éste en el que venía logrando un notable éxito Juan Goytisolo.” Borges, como antes Descanso de caminantes (Editorial Sudamericana) recoge la esencia de una amistad: comunión, admiración, respeto, espíritu de aventura compartido.

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Los de la colina Marc Villard Desde su muy particular visión de Tijuana, el autor presenta la historia de Sergio, un joven que sabe sacar su Glock con mucha facilidad, que sabe meter la pata hasta el fondo y sabe pagar por sus crímenes

Rocco Toledo les consiguió los boletos. Por servicios prestados. Toledo es un pollero de crack y de chamaquitas que opera en la Colonia Libertad, al oeste del entronque de San Isidro. Los tres chavos –Sergio, Juan y Carlos— le cubren las espaldas mientras él pasa la mota. �������������������������������������������������� El traficante les paga con mariguana, entre otras gratificaciones. Ahí están, pues, sentados en la fila catorce de la Monumental, una arena situada junto a la playa. Hay una escandalera en los tendidos, detrás de los chamacos, porque El Dancero, matador de dieciocho años, contorna con gracia un toro furioso que responde al suave nombre de Loco. Tres meses antes, en esa misma plaza, el joven había recibido la alternativa de manos de Manuelito, y toda la raza de Tijuana espera una sola cosa: ver brillar al sol la cola y las orejas de Loco. Espesas nubes de lluvia asoman en el horizonte; el termómetro se mantiene en los 35° y la humedad está en 67%. Un verano normal en Tijuana —¿Cuánto tiempo más vamos a ver a este puto? —El Dancero es un artista. —Estoy hasta la madre de estos pinches toreros con sus trajecitos pretenciosos. Cualquier pendejo puede chingarse a un toro. —Sí, Juan, con una fusca sí, pero este cuate es un creador. —Le hubiéramos pedido hierba al Toledo, en vez de boletos para la corrida. —Luego vemos, no te azotes... ¡Épale! El Dancero está en el suelo, encornado por el pitón derecho de la res que martilla el torso del danzante, tirado en posición fetal. Tres

subalternos interponen sus capotes para distraer la atención del mastodonte mientras que el cuerpo inerte del matador es llevado en vilo hacia las tablas. Los tres adolescentes, algo turbados, se miran unos a otros. —Bueno, vámonos, propone Carlos. —Los otros dos asienten y salen de la plaza junto con un tercio de los aficionados. Sergio introduce algunas monedas en el distribuidor de cocacola y reparte las latas entre sus amigos. Luego, sin nada qué hacer, suben por Del Pacífico checando los carros gringos que turistas y surfistas han estacionado a lo largo de la avenida. —Oyes, Sergio ¿ves esa nave ? —Órale, una Charger R/T… big block mopar engine de 440. —¿Qué modelo? —Yo digo 72 —¿Le echamos un ojo?, propone Juan. Los otros se aproximan al carro reluciente y se acuestan en el cofre con sus latas de refresco para hacerle casita a Sergio que introduce un gancho en la ventanilla del bólido. Una exclamación triunfante de Sergio les informa que ya está sentado en el asiento del conductor. Se baja de un brinco con las manos en la espalda. —¿Y? —No hay lana, sólo una pistola. —¿Qué marca? —Glock, un fierro con cacha de plástico superligero. —Se la podemos ensartar al Toledo.

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Los de la colina

Marc Villard

—¡Uta, otra vez a cruzar la ciudad! —Carlos, agarra el volante. Y tú esconde la fusca. Los tres se aprietan adelante en la Charger y Carlos frota con energía los cables de encendido. Bajo sus pies los ocho cilindros rugen. Sergio, pegado a la portezuela, contempla el arma con respeto. —Está cargada, diez en el peine, una en la recámara. —No me apuntes a los güevos, Sergio, no la chingues. El adolescente —como de quince años, de rasgos finos, con el vientre demasiado plano—no responde. Luego, mirando hacia otra parte, murmura: —Me pregunto si el matador salió de esta. Fuerzan los ocho cilindros del muscle-car por la calle Malinche y, poco antes de llegar a Tijuana Downtown, Sergio sofoca los cánticos guerreros de sus compañeros. —Hay que parquearlo en chinga. —¿Y ora? Es un drag de colección, ya van tres tiras que nos voltean a ver desde que arrancamos. Es demasiado vistoso. Carlos bufa y sus dedos regordetes meten segunda en la palanca del bólido. —¿Tons que, nos paramos? —Síguete hasta la esquina de San Isidro —propone Juan—. Está más oscuro, por ahí lo botamos en un callejón. Hacen lo que Juan propuso, y después de abandonar la Charger se van a comer unos burritos adobados en un Golden Freíd de aspecto high tech revisitado por Diego Rivera. Luego deambulan con las manos en los bolsillos, hasta el Downtown checando de reojo a las putas sudorosas que talonean con la mirada puesta en los hombres de ojos claros que huelen a dólares de pies a cabeza. A diez metros del último bar se detienen junto a un Ford en el que una chavita medio desnuda se la mama con fervor a un espantajo tejano que trae el peluquín ladeado. Los gemidos de la pareja llegan hasta los tres adolescentes, acalambrados por la obscenidad de esa visión, bastante trivial, hasta eso, en una calle invadida por chamacas picadas de viruela. Luego Carlos dice en voz baja, consternado: —Sergio, es Elena, tu carnala.

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Los faros de un Toyota barren por dentro al Ford y, ante la mirada atónita de Sergio, aparece Elena Hernández, monstruosa, con la boca embarrada de esperma. Elena oficialmente es secretaria en una agencia de publicidad y cada viernes lleva a casa su salario. —Pinche puta, qué poca abuela, Sergio. —Haz algo, chingaos, tú eres el hombre de la casa. La mente de Sergio Hernández se agrieta como una sandía demasiado madura. Caray, cómo la odia en este instante preciso. Elena, a quien ha adorado en silencio desde siempre, como enamorado en trance. Sin darse cuenta, saca la Glock de su bolsillo trasero y, como si fuera un juego, le receta tres plomazos a esa carne cochina. La Glock es un instrumento discreto y nadie se mueve en los edificios vecinos. Los chavos se asoman al Ford para evaluar los daños. —Están muertos, fríos, ya valieron. El adolescente enfunda el arma, tembloroso, en el cinturón. —Me cái... No quería matarla. —Ni modo, ya es muy tarde. ¿Alguien tiene una idea? Carlos es de esos que siempre tienen una idea. —Hay que quemar el carro con los dos adentro; si no, por la Elena los tiras llegarán hasta Sergio. —¿Y luego? —A Toledo no le va a gustar que Sergio tenga que ver con la ley. —Sergio, ¿tú qué pedo? —La playa. —¿Qué? —Dejamos la nave en la playa El Vigía, a estas horas no hay nadie, fuera de los putitos de siempre. —Sale, y sirve que quemamos a la zorra de la Elena. —¡Carlos! —¿Y ora? —No vuelvas a pronunciar el nombre de Elena, ¿agarras la onda? Lo que a Carlos le queda claro es la facilidad con que Sergio saca la Glock. —OK, Sergio, no se diga más. Dicho esto acomodan los dos cuerpos en el asiento trasero, más o menos limpian la sangre que mancha el de adelante y se apretujan


Los de la colina

Marc Villard

LA ACERA DEL FRENTE los tres a veinte centímetros de los cadáveres. Dirección: El Vigía. La playa está casi desierta, y bajo la tormenta que empieza a tronar sólo hay unas vestidas californianas que con su aspecto de perdonavidas seducen a los mocosos hambrientos que nacieron del lado equivocado de la frontera. Los tres amigos hacen rodar el Ford hasta el extremo oeste de la playa, en dirección a San Diego. Algunos relámpagos empiezan a acuchillar el cielo encima del Pacifico. La resaca aplasta en la arena una espuma que brilla en la penumbra: Sergio se planta frente a aquella rabia que mueve al mar, y el rostro de su padre se interpone súbitamente entre él y Elena. Francisco se lo quebrará a la primera mentira, tendrá que soltarle toda la sopa a ese cabrón. Entonces voltea hacia los otros dos cuando están sacando de la cajuela dos bidones de gasolina que compraron en el camino. Juan y Carlos riegan el auto cuidándose de no mojarse la ropa. Luego, un poco apenados, miran a Sergio. —¿Rezamos algo, Sergio, una onda así? —No me sé las oraciones, ¿y tú, Juan? —Hay que decirle que al llegar al cielo no se le vaya a ocurrir mamársela a diosito. Los tres chavos pujan de nervios. Su primer crimen. Pesan, los remordimientos. —No llegará al cielo. Elena, un beso; duerme, mi bebita. Las lágrimas corren por el rostro demacrado de Sergio. Los otros esquivan la mirada, apenados y furiosos de estarlo. Entonces Sergio lanza un encendedor pringoso al charco de gasolina, y el Ford prende enseguida. Las llamas se agitan con la brisa del mar. Los tres mexicanitos se alejan del fuego y llegan a la avenida que desemboca en el Paseo Pedregal. —¿Nos echamos un alcohol? —No —se disculpa Sergio—. Tengo que hablar con mi padre. —No digas de más. —A huevo. Sergio se despide de mano y empieza a alzar el pulgar para llegar al Downtown y a la colina. No cualquier colina. En la que vive Sergio domina toda Tijuana. Está compuesta de barracones construidos al ai se va, con láminas, madera y cartón. Todos los muertos de hambre se han dado cita

Annie Cohen-Solal Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y sus amigos habían echado raíces en el Café de Flore desde los primeros meses del invierno de 1941. En 1938 y 1939 se reunían normalmente en Montparnasse, en el Dóme y en La Compole, o más bien en la periferia, en Les Mousquetaires, en la avenue du Maine. Montparnasse, más amplio, menos íntimo, más frecuentado, no ofrecía en aquellos tiempos de clandestinidad las garantías de seguridad que ellos buscaban. En el café del viejo Boubal, en el Flore, detrás de unas gruesas cortinas, se podía trabajar durante días enteros junto a la estufa de carbón, lo que permitía unas relativas economías en aquel invierno glacial. Además, los locales más pequeños, las calles más estrechas, casi pueblerinas y sobre todo las nuevas pensiones, como La Louisiane en la rue de Seine, les habían atraído de forma irresistible a SaintGermain-des-Prés. En la misma época, en aquella postguerra intensa y anticonformista, una nueva generación, atraída por el barrio, iba a reemplazar a los habitantes de la preguerra. Después de la liberación, en 1945, llegaron los aprendices de actor, los jovenzuelos intelectuales, que adoptaron la costumbre de ir a tomar un café en el Flore o en el Deux Magots, un ponche en la Rhumerie Martiniquaise o una caña en la Reine Blanche. Rápidamente, el barrio se convirtió en el lugar por excelencia de la indolencia desengañada, el frenesí de la libertad, en descubrimiento progresivo del exceso. Y el lugar público del café y la intimidad del pueblo proporcionaron de forma inigualable los espacios privilegiados en los que dejar correr palabras, encuentros, imaginaciones. Nació allí una nueva sociedad, en la flexibilidad, las combinaciones y los cruces más diversos. (…) Entre Sartre y la nueva fauna de Saint-Germain-des-Prés se estableció sin duda alguna un tácito consenso compuesto de elementos múltiples: un exotismo basado en los negros y en el jazz, una estética de la angustia, un frenesí inquieto y ávido, cierto culto al populismo, una verdadera subversión, por vía del lenguaje, de todos los valores tradicionales… De Sartre

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Los de la colina

Marc Villard

ahí. Sobreviven en una pendiente de arcilla erosionada por las tormentas, sin agua potable ni basureros. Los hombres andan medio desempleados y las mujeres guisan con dinero de los programas asistenciales. Lo que está bien en la colina es la espléndida vista de la cuadrícula de las calles iluminadas en el Downtown de Tijuana. En los días soleados se distinguen perfectamente las boutiques Gucci, Armani, Ralph Laurent, Guerlain. Gente de otro mundo —el de Los Ángeles o San Francisco— se aglomera con su ropa limpia alrededor de las tiendas después de verificar varias veces si cerraron bien sus carros que apestan a arribismo. Sus trajes cuestan dos mil dólares pero las putas que revolotean a su alrededor dejan que las meen por cuarenta. Son bellas las luces de Tijuana desde la colina que ahora se mantiene en una penumbra mortecina. Eso está bien porque aquí no hay nada interesante que ver, sobre todo esta noche. La lluvia barre la arcilla, la mezcla y los maderos. Sergio levanta los hombros pero no baja la cabeza bajo el fuego de los relámpagos. Bajo sus pies surgen montañas de llantas, acumuladas para impedir los deslaves que provocan las tempestades que cincelan con regularidad ese suelo incierto. �������������������������������������������������������������� La choza de Sergio está a mitad de la ladera. Es de madera, y la sostienen unos pilotes hechizos que instaló Francisco Hernández. Eso cuando Francisco, el padre de familia, trabajaba. Antes del desempleo, el alcohol, el juego y la furia fría reservada a su mujer, María, único testigo real de su derrumbe. ����������������������������������������������������������� Sólo está el padre en la pieza principal. La que tiene una pequeña tele y el catre de Elena. Sergio toma aire y le apuesta más al aguardiente, igual de canijo que el mezcal pero más bien anacrónico por estos rumbos. —¿Ya viste la hora? —Estaba en la playa, tuve que pedir aventón. —¿Adónde anda Elena? —De ella mera te tengo que hablar. Y Sergio empieza a contar la historia. Toda la historia. Su jefe no conoce a Toledo, por ahí no hay bronca. Francisco Hernández escucha. Impasible. Cuando Sergio lo mira, retador, el hombre no pestañea.

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—¿Sabes lo que hiciste? —Sí. Maté a mi hermana. —No. Acabaste con el único sueldo de la familia. El Seguro no me da nada desde hace seis meses y los programas del gobierno valen para pura madre. Vivíamos gracias a Elena. —No lo sabía. ¿Ella te había dicho que andaba de puta? —No. Ora tú tienes que traer igual que ella, es lo que cuenta. Si esa lana no está aquí cada viernes te agarro a batazos y de mí te acordarás, pinche zonzo. —No, papá, estoy muy chavo; además orita no tengo chamba. —Eso sí, pero puede ponerse peor: si la policía se enterara de tu historia irías a dar al tambo donde los jotos de San Isidro te iban a sacar ampollas. —¿Eso prefieres? Sergio se le quedó viendo. Su padre, un desconocido. Entiende de golpe que está frente a un hijo de la chingada. Las últimas palabras del cuarentón se lo confirman: —Con tus nalguitas sacarías una buena feria. Como punto final, el macho de patillas levanta una botella de aguardiente y bebe a pico de botella mientras su hijo baja la colina siniestrada hasta perder el aliento. Cuarto de Carlos, Tijuana, 23 horas. Sergio está echado en la cama y se da un toque que Carlos acaba de forjar. Enfoque del adolescente: La vida es una cloaca. Elena, un castigo. Quedarme por mis hermanos, un deber. Reflexionar, pensar de otra manera. Toledo, fuera de circulación. Poner barreras. Quedarme con la Glock, un seguro de vida. Carlos retoma la bacha : —¿Tons? —Recuerdo las palabras de mi padre, que puedo ganar lana con mis nalgas. —No veo cómo. —Tengo la misma cara de Elena, me visto de vieja y me pongo a talonear.


Los de la colina

—Ándale, ¿y qué haces cuando llegues al cuarto con el tipo? —No sé. Le vuelo la lana. —Primero, a ver si trae. —Claro, voy a seleccionar la clientela: puro riquillo. Engaño a dos o tres y con los dólares calmo al Francisco cuatro o cinco viernes. —¿Y tus clientes te dejan ir cantando Welcome to Tijuana? —Traigo la Glock. —¿La fusca? No mames, Sergio, la neta ya no me digas nada, no me metas en tus broncas. —Es mi castigo. Hay un Dios allá arriba que me manda esta chingadera. Tengo que pagar por la muerte de Elena. Sergio pasa la bachita a Carlos, le da una palmada en el hombro y sale del cuartucho. Las luces del boulevard lo deslumbran un instante. Luego, su cerebro se estructura metódicamente. Poco a

CRUCERO

Cien años de Cri-Cri

Marc Villard

poco sus pasos lo conducen hacia Downtown Tijuana. Recuerda el nombre del hotel donde el año pasado lo había llevado una puta vieja y cansada. El año en que Sergio creyó convertirse en un hombre de verdad. Hoy comprende que el sexo no es suficiente; la edad adulta reclama sufrimiento. El hotel, Juárez —of course—, en la calle 6-A esquina con Constitución. El hombre de la recepción adopta detrás del mostrador un look de Errol Flynn obsoleto; un cigarro azucarado se pasea entre sus labios. —¿Joven? —Quería un cuarto. —Cuarenta. ¿Te quedas mucho? —Tal vez. ¿Cuánto pagan las putas que viven aquí?

Jaime Zentella

Ni su amigo Agustín Lara, y tampoco autores tan situados en el ritmo nacional como José Alfredo Jiménez o Consuelo Velázquez, son recordados en nuestros días como el orizabeño Francisco Gabilondo Soler (1907-1990). Muchas de sus canciones viven en el oído y el corazón de miles y miles que pudieron acercarse a la más limpia imaginación, la más pura malicia y a un buen aire aventurero aproximándose al aparato de radio o al tocadiscos en las tardes apacibles del México postrevolucionario. Gabilondo Soler, el legendario Cri-Cri, “hizo de todo” o casi todo. Posó sus plantas en cuadrilateros pugilísticos aprovechando su corpulencia y ganando peleas y obteniendo campeonatos en torneos de aficionados; partió plaza para lidiar bureles; en la infancia conoció el campo del terruño, aprendió a hacer cuentas (heredando las habilidades paternas), soñó con una de sus caras obsesiones (la navegación marina) y no dejó de mirar el cielo (después, desde la juventud, incurriría sin descanso y afanosamente en la actividad astronómica, inclusive profesionalmente). En su formación fue esencial la figura de la abuela, quien de veras conversaba con él y le mostró las probables maravillas familiares. Se hizo músico como tantos otros, luchando en la Ciudad de México como intérprete en burdeles o en la radio haciendo música cómica. Su amistad con su paisano Agustín Lara le sirvió como acicate y, aprovechando

algún golpe de suerte, de pronto se instaló en la XEW (en 1934 se emite su primer programa) haciendo canciones para los niños. Aquellas piezas son de lo más variado en cuanto al ritmo (fox trot, chachachá, tango, vals y un no corto etcétera) y también en cuanto a sus tonos: las hay muy simples, como “El chorrito”, otras con sus ingredientes picantes (“Negrito sandía”), unas evocativas o nostálgicas (“Di por qué”), muchísimas meramente juguetonas (“Che Araña”), otras costumbristas, risueñas y de crítica política (“La patita”). La memoria colectiva suma decenas de momentos contenidos en aquellas obras maestras. Cri-Cri, lo que es notabilísimo, consiguió siempre mantenerse alejado de la moraleja o el mensaje didáctico y formativo. No es que fuera un disruptor o un rebelde pero no puede dudarse de que su espíritu estaba del lado del juego, la sorpresa, la alegría, la navegación y el cielo abierto. El imperio de la imagen vino a acompañar el alejamiento de este músico y escritor eminente de los primeros planos. Sus canciones y su figura no eran para la tele. Gabilondo Soler se retiró varios años antes de su muerte, se diría que en forma prematura, sabiendo seguramente que había cumplido su inclinación primordial: hacer un arte que contribuyera a acercar a los niños a las cosas bellas, un arte libre, donoso, inolvidable y, es de temerse, irrepetible. CULTURA URBANA 59


Los de la colina

Marc Villard

—Es un establecimiento familiar, tú… —No, qué. Si ya me eché un palito en el primer piso. —Ta bien. Sesenta y ni veo ni oigo. —Quiero la misma tarifa. El hombre levanta la ceja y mira de pies a cabeza, divertido, el cuerpo de Sergio. —No quiero líos con los mayates, ¿eh? —No hay pedo: soy bien tranquilo. El encargado se embolsa de mal modo el dinero y pone la llave de la habitación 17 sobre el mostrador. Primer piso, al fondo a la derecha. Hay una toalla en la cómoda. Sergio asiente y, totalmente asqueado, se acuesta en el colchón que exhala un olor a sudor y maquillajes baratos. En la habitación 18 hay una chavita de 22 años. A Sergio le cuesta trabajo explicarle su caso. Salta a la vista que para ella un aprendiz de travestí no tiene mucho futuro ni garantiza el florecimiento de un individuo. Finalmente, buena onda, acepta prestarle un vestido, zapatos de tacón y algunos cosméticos. —¿Y para la peluca cómo le haces? —Sicierto, se me olvidó el pelo. —Ve a ver a Ángela, en la 21. Le anda zumbando a los cuarenta y ya se le caen las greñas. Ha de tener tres o cuatro pelucas. —Levuá tener que explicar… —Pérate, yo voy, le diré que es pa’mí. —Te amo. 25 de junio, 17 horas, Tijuana very Downtown. Más abajo te mueres. Sergio desciende a los bajos fondos. El callejón que escogió para andar con un vestido naranja y una peluca que haría babear a Winona Rider fue abandonado a los grillos y las bolsas de palomitas; las grietas del pavimento hacen recordar los arrozales asiáticos. Otras tres muchachas mueven las nalgas en el asfalto quemante y ni se inmutan ante la aparición de una piruja de quince años. 20 horas. Calle Zapata —hay pocos héroes en México— Ford y Plymouth pasan despacito. En ellos, gringos con fire en los calzones y dólares en los bolsillos.

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21 horas. Sergio empieza a planear armar un sindicato de prostitución. Primera reivindicación: derecho a usar tenis en el trabajo. Algunos minutos después un Nissan metalizado —tracción en las cuatro ruedas— se detiene a unos centímetros de su cadera izquierda. Un hombre de cincuenta años saca la cabeza: —¿Cuánto, nena? —Sesenta y otros sesenta para el cuarto. —Ahí te voy. Cuando la pareja pasa frente a Rufino, el encargado, este mira impasible a Sergio que le da los ciento veinte dólares. El abuelo se pone caballeroso y deja que Sergio se adelante, así puede fantasmear con las piernas bronceadas del adolescente. El cuarto, bajo un neón verdoso, está de la chingada pero James Olson —así se presentó— se ha aficionado a los tugurios. —¿Y tú como te llamas, preciosa? —Este… Sara. —¿Crees en Dios? —¿Qué? —Sí me entendiste. —Ah, sí. A toda madre, adoro a ese cuate. El hombre se estaba desabotonando la camisa; se detiene y susurra, frunciendo el seño: —Putita de mierda, te vale madres el señor, ¿verdad? —¿Viniste a coger o a dar misa? Olson se pone rojo. Su cuello de toro se infla y de la nada aparece súbitamente en su mano derecha un nudillo de acero con picos. La fusca. Sergio se deja caer cerca del buró cuando el viejo James se avanza hacia él murmurando: «pinche mexicana, te voy a abrir otro ojal». Glock en cámara lenta. Dedo en seguro, índice en el gatillo y James Olson de sentón, con un agujero negro en vez del ojo izquierdo. Sergio guarda el arma en el bolsillo de los jeans que reposan en la silla; sus dedos febriles escarban la cartera del mocho calenturiento. Rápido, rápido. Trescientos dólares. Sergio se clava también las credenciales y aguza el oído. Gloria Gaynor se desgañita en la habitación 16 y ridiculiza cualquier ruido a su alrededor.


Los de la colina

Quitarse el maquillaje, jeans, peluca y todo el rollo en una bolsa de Mac Donald’s. Agua fresca en la cara, una última mirada a ese cuartucho al que no volverá. La serenidad es una nostalgia. En el hall, Rufino habla con dos nazis de sombrero vaquero y cinturones repujados que les detienen esos pantalones sudistas bordados. Sergio, como combatiente del vietcong, avanza entre plantas de hule y cactus caídos. La calle, milagrosa. El puterío, en efervescencia, y su amiga del 18 trabaja arduamente en un Lincoln tripulado por dos adolescentes con camisas hawaianas como las que usan los tarados de Westwood. Viernes, 20 horas. Sergio les da un beso a sus hermanos —gemelos de seis años— y le acaricia el cabello a su madre. Francisco ve las luchas en cable. El adolescente pone en la mesa doscientos dólares. El padre gira la cabeza con lentitud, evaluando la papeliza. Luego vuelve al encordado. —¿No quieres saber cómo me los gané? —No. Tú trae lana. Nada más. —Estarías orgulloso de mí. Me cae que te hubiera gustado mi historia. —¿Me andas buscando, Sergio? —Nomás vengo por mis carnales, nomás por eso. —Y también por lo que tú y yo sabemos. María levanta la cabeza. Es una mujer bonita, de rasgos cansados pero que, es curioso, sigue guardando la línea. —¿De qué hablan? Padre e hijo se retan con la mirada; luego el joven sale de la choza y se dirige al cine Otay Mesa, donde pasan la última película de Clint Eastwood. Juan y Carlos lo esperan Domingo, 16 horas Sergio hace sus cuentas. Se cayó con cincuenta dólares, le dio otros doscientos a Francisco. Entonces le quedan cincuenta. Basta y sobra. Con lágrimas en los ojos y miedo en el estómago llega a la vetusta terminal de autobuses de la calle 1-A esquina Madero. Su bolsa de Mac Donald’s sigue en el locker 21. La saca y se va, con

Marc Villard

la mirada endurecida, hacia el Hotel del Mar. Calle Frida Kahlo. Cerca de Revolución, el establecimiento está como quiera cerca de una barriada. Baños colectivos y cucarachas gratis, la pura vida. Ese mismo día, 23 horas, Sergio talonea entre neones tosigosos un cacho de asfalto abandonado por las putas que prefieren acercarse a Revolución para elevar la tarifa. Sin arrugarse, Sergio balancea las caderas, sintiendo un extraño placer en emular a Elena, en la misma banqueta, con ropa semejante, con el corazón estrujado pero rebosante de un sentimiento de poder. A todos esos tipos que frenan a unos cuantos metros, los tienes agarrados de los huevos. Aquel, por ejemplo: cuarenta años, medio pelón, traje de algodón a la medida, con ademanes sobrados. Qué lata. —Quihubo, Elena, ¿me reconoces? Sergio, helado. Estremecimiento genético. —Este, sí, quihubo. —¿Estás libre? —Claro, ¿cómo dices que te llamas? —Jimmy, pero manejo menos rápido que el otro. —Eres vaciado. Nos vemos en la recepción. —Ahí voy; nada más estaciono el Volvo. Me parezco demasiado a Elena. A partir de mañana, a cambiar de peluca, se dice Sergio. El otro entra en el cuarto con desenfado y saca de su chamarra unas esposas y un látigo. —Voy regresando de Mexicali, vendí 5,000 dólares en vajillas irrompibles. Irrompibles, ja, ja, ja, qué bueyes son los indios… Hey, no lo digo por ti, Elena, pero la verdad es que los mexicanos son bien pendejos. ¿Te quitas la ropa? ¿Cómo ves una violadita? Te vas a venir, Elena, ya verás. Sergio se sentó cerca de la ventana que da a un andador en el que se amontonan botes de basura. Jimmy está en calzones de rayas azules y rojas. —¿Tienes condones? —En la mesa. Cuando Jimmy Salter, de San Diego, voltea —con látex en la verga y la mirada cachonda—hacia su puta, lo sacuden dos

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Los de la colina

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plomazos que acaba de escupir la Glock que Sergio sostiene con firmeza. Botín del día: 150 dólares, una miseria. ������������������������������������������������������������ Justo a medianoche, Sergio avienta por la ventana el cuerpo del viajante; le regala así un ataúd-basurero con los colores de la ciudad. Luego el adolescente borra todas las huellas de la estancia de Salter. ���������������������� Las suyas son mínimas. A las doce y cuarto se tumba en la cama, ya sin maquillaje. Mirando el techo, Sergio busca alguna idea que pudiera sacarlo de esta espiral infernal, pero el sueño lo invade dulcemente ya que la noche es suave, hoy, en Tijuana. David Alfaro no es un mal policía pero sus zapatos son demasiado pequeños y su esposa lo jode desde hace dos años para que pida su cambio a Ensenada. Una ciudad sin frontera, sin dealers, sin cocaína, una ciudad con putas de edad canónica y cadáveres de buena compañía. No carne tártara pudriéndose junto al río, como aquí, ciudad cagada. Cadáveres, Alfaro ya lleva hoy cuatro. En un fólder rosa: dos carbonizados en El Vigía y dos americanos, hombres de negocios, asesinados al parecer por padrotes demasiado golosos. De hecho, Alfaro sueña con un serial killer. Uno de a de veras, como el L.A., dos años de caza intensiva, ocho columnas cada quince días y un

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jugoso ascenso al día siguiente del arresto. Soriano —el comandante Soriano— brama en el pasillo: —Alfaro, ¿algo nuevo de los clientes de burdel, los taladrados a punta de balazos? —Nada de momento. —Me hablaron del consulado, están alterados. —Se hace lo que se puede. —Cretino, murmura Soriano al servirse un mezcal. La noche está fresca este primer jueves de julio en Tijuana. Las tormentas han lavado el cielo y el bochorno se fue de vacaciones. —Última vez, se murmura Sergio que, como peregrino, ha decidido ir y venir por San Isidro. Autoflagelación, curar el mal con el mal. Mañana le dará sus últimos doscientos dólares a Francisco y se irá para siempre. Rentó un cuarto por tres días en el segundo piso de un hotel mugroso. El dueño tiene llaves de todas las habitaciones pero Sergio encontró un escondite para la Glock bajo la duela del primer piso. Checó el arma esta misma mañana: una bala en la recámara, tres en el cargador. Sí, acabar. Salir de la alcantarilla. Esta noche, los pitolocos andan de compras. Miran, olfatean pero no pasan a la caja.


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22.30 horas. Entre los varones apelmazados en los bares, una silueta algo familiar se abre paso a cien metros. El hombre avanza fatigosamente cargando en la panza cervezas y mezcal, la mezcla favorita de quienes residen en la colina. Cuando está a cincuenta metros, Sergio reconoce a su padre. Las mujeres y los niños primero, media vuelta a la derecha. Justo en ese momento Sergio se acuerda de que no se cambió de peluca. El adolescente se esconde en un grupo de chamaquitas enfrascadas en una discusión que podría resumirse así: Francesca, el pinche sida nunca llegará a este culo que ves. Una mano le toma el hombro. — Elena... por fin te encuentro... el idiota de Sergio... El chavo voltea hacia su padre, desconcertado. —… me dijo que’stabas muerta. Chillé. Mugre cabrón, pero aquí estás ¿verdad, Elena? —Sí, sí, claro. —Órale, vamos parriba. —¿Eh? — Sigo bien loco. Bruma a 35° en la cara de Francisco.

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—… loco por tus nalguitas. Vamos. ¿Segundo piso? — Íii. Como autómata, Sergio se encamina hacia el hotel California. La náusea le revuelve el estómago y le tuerce las tripas. Sumergido en odio y repugnancia, al adolescente lo doblan las arcadas y vomita. Su padre se adelanta sin ver nada y entra en el hall oscuro del California. Entonces Sergio se yergue y chanclea detrás del adulto que sube los primeros escalones. Tras él, su hijo se arranca la peluca y la tira al suelo. Luego se quita a jalones los aretes que van a dar al mismo sitio. Después borra con clínex el rimel de sus mejillas y frota con rabia el bilé embarrado en labios y barbilla. Primer piso. El joven levanta una duela y mete la mano. La Glock. Checa el armamento y, con un incendio en la cabeza, pone el pie en el siguiente escalón. Al final de su brazo, la pistola no tiembla. ¿Tons qué, Elena? ¿Subes o no? —ladra el padre, resoplando en el segundo piso. Sí, Elena sube. Versión en español: Ricardo Ancira

Marc Villard. Nacido en Versalles en 1947, ha publicado una vasta obra narrativa y poética en su país natal, entre la cual destacan los libros Rosario, Matador, L’Ange Bleu y Made in Taiwán. CULTURA URBANA 63


Bárbaras del norte o el síndrome de la triple frontera: narradoras de la frontera norte Eve Gil Un recorrido por la línea de escritoras que ha cercado el norte del país, con voces nuevas y no tanto, han constituido un trazo fundamental en la evolución de la literatura femenina en México. Desde el principio hasta el fin su condición de mujeres las hace fronterizas …esta manera chocante de pronunciar la s, la ch y la j no significa ninguna extranjería… Inés Arredondo “La verdad o el presentimiento de la verdad” autobiografía Ser mujer, ha dicho la feminista marroquí Fatema Mernissi, es de por sí una condición fronteriza. De frontera con respecto al varón: “(…) El amor entre un hombre y una mujer es, por fuerza, una mezcla peligrosa de culturas extrañas entre sí, aunque solo sea porque la diferencia sexual es en sí una frontera cósmica, un límite existencial (…)” En “sentido cósmico”, siguiendo la interesante idea de Mernissi, las mexicanas de la frontera norte somos doblemente fronterizas… triplemente, si encima somos escritoras. Como ya he apuntado, la nuestra no es meramente una frontera geográfica, una línea divisoria entre nuestro país y el vecino: se trata sobre todo de la frontera virtual entre el tercer mundo y el Imperio, lo que necesariamente crea en los habitantes de uno y otro lado una especie de fricción esquizofrénica entre realidad y ficción: tan abismales diferencias terminan por hacer del vecino un “personaje”, idealizado, odiado o temido. Ante la supremacía masculina en los listados de “eso” que los críticos insisten en separar del resto de la producción literaria mexicana bajo la clasificación de “literatura de la frontera” (ni siquiera es necesario especificar a cual frontera se refieren: la literatura de la frontera sur ha sido integrada sin dificultad al corpus de la literatura mexicana), resultará curioso el dato de que esta, llamémosle, “corriente”, haya sido iniciada una mujer: Josephina

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Niggli (1910-1983), nunca citada, por cierto, en los sesudos estudios críticos consagrados a denostar y/o alabar a la literatura fronteriza. Su novela, Apártate, hermano ha sido recientemente traducida del inglés por David Toscana. Entiéndase, Niggli no era una escritora chicana sino una escritora mexicana nacida en Monterrey, Nuevo León, hija de padres norteamericanos, criada en el epicentro de la pugna de identidades, que eligió el inglés para comunicarse pero escribió casi exclusivamente sobre México, ambientando sus obras en Monterrey. Básicamente dramaturga, sus obras exploran a profundidad la identidad esquizofrénica del mexicano de la frontera, básicamente a través del mestizaje. Es autora de dos magníficas novelas que abordan la misma problemática: la antes citada y Mexican Village. Es desde esta perspectiva, la de las clasificaciones arbitrarias que devienen estereotipos, que las escritoras de la frontera norte somos tres veces fronterizas, pues tanto nuestra visión del mundo como nuestros intereses temáticos y/o estéticos difieren notablemente de lo que, se cree, atañe en exclusiva a los escritores de la frontera norte. Y aún las autoras que sí escriben desde su perspectiva fronteriza resultan excéntricas en relación con sus, llamémosles, equivalentes masculinos. Aunque considero necesario hacer hincapié en que, contrario a lo que se ha manejado, entre los autores fronterizos varones también son excepcionales quienes centran su obra en la problemática regional, lo cual no repercute en la calidad de la literatura de quienes sí lo hacen. Entre estos últimos podríamos citar a Élmer Mendoza, Heriberto Yépez, Luis Humberto Crostwaite, Eduardo Antonio Parra, Juan José Rodríguez, Gabriel Trujillo, Leonidas Alfaro y César López Cuadras.


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Aunque la mayoría de las autoras de la frontera nos encontramos en los versos de la poeta Dana Gelinas donde menciona las partículas de azufre deslizándose al interior de los libros y el calor al rojo de las banquetas de Monclova, cada una ha asumido en forma disímil la experiencia. Respecto a las escritoras de la frontera norte que han abordado concretamente a su región, citaríamos a Rosina Conde, Rosario San Miguel, Regina Swain y Estela Alicia López Lomas. El de Rosina es el caso emblemático de este análisis, no solo porque se trata de la única autora de la frontera que ha profundizado en la problemática fronteriza desde una perspectiva femenina, sino por su todavía no reconocida calidad de precursora. Fue, para empezar, el primer autor que desarrolló literariamente el tema del narcotráfico aunque, oh ironía, de la referida novela, Como cachora al sol, sólo se han publicado fragmentos en revistas literarias. A los mismos editores que han hecho su agosto subrayando el ingrediente del narco en las novelas de los autores más representativos de la frontera, dicho tema debe haberles resultado chocante abordado por una mujer que, naturalmente, no presenta la visión idealizada del asunto, sino la que dolorosamente repercute en nuestra cotidianidad. En sus posteriores relatos, principalmente en la novela La Genara, Rosina continúa abordando la problemática fronteriza, concretamente la que atañe a las mujeres que, no es secreto, son las más afectadas por esta condición borderline pues no requieren transgredir la frontera para padecer toda suerte de humillaciones: las costureras, las obreras, las estudiantes de la secundaria federal, las lesbianas… en el caso concreto de La Genara, las jóvenes profesionistas que continúan debatiéndose entre el “debe ser”, tan imponente aún por esos lares (baste escuchar la forma en que los asesinos todavía encubiertos de Ciudad Juárez son justificados en aras de la “dudosa moralidad” de sus víctimas), y el legítimo anhelo de independencia. Aunque sin profundizar tanto como Rosina en el aspecto social, la chihuahuense Rosario San Miguel captura en Callejón Sucre y otros relatos (Eón, 2005) la esencia de su lugar de origen a través de una especie de violencia poética que pone en relieve la sutil pero latente discriminación hacia las mujeres, en todos los ámbitos. La denuncia social, pues, se entrevera en el discurso intimista de la mayoría de sus relatos. Swain, originaria de Monterrey, Nuevo León pero radicada en Ensenada, Baja California, es la narradora emblemática

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de lo que Canclini denominó “laboratorio de posmodernidad”. Ningún otro narrador de aquella región ha retratado esta frontera un paso más allá de la realidad, sometida a un perpetuo forcejeo cultural que la coloca entre la espada de una postmodernidad casi apocalíptica y la pared de un letargo extático, de un tiempo detenido o desvanecido. El desparpajo con que Regina incursiona en un género literario tan santificado como el ensayo y la conmovedora franqueza con que se expresa en los mismos, vinculable a la de los relatos que conforman el libro La señorita Supermán y otras danzas (CONACULTA, Instituto de Cultura de Baja California, Fondo Editorial de Baja California, 2001), premio Gilberto Owen 1992, ejemplifican esta actitud experimental y rompedora de quienes lidian día a día con la identidad dividida: “(…) Escribir es, a mi juicio, otra forma de hablar, hablar en tinta y papel, y yo hablo así desde niña (…) Finalmente, si escribir es otra forma de hablar, la literatura debe ser la forma más larga de las conversaciones.” (Ensayos de juguete, CONACULTA, Instituto de Cultura de Baja California, Fondo Editorial de Baja California, 1999, p.p 19-22) Estela Alicia López Lomas, mejor conocida como “Esalí”, recrea una frontera simbólica, más aún, simbiótica respecto a su voz narrativa que es la voz de la tierra y, por ende, polifónica. Resalta, sin embargo, los aspectos míticos que arraigan a esta región con México no obstante la tentadora proximidad del american dream, con especial énfasis en su novela Terramara (Editorial Vandalay, Culiacán, Sinaloa, 2004). El hecho de haber nacido en Jalisco, aunque radicada en Tijuana desde niña, crea esa maravillosa ambivalencia que nos vuelve conscientes de hasta qué punto los habitantes de la frontera norte defienden su alma contra el diablo: “La identidad individual. La identidad de lo múltiple. La multiplicidad de lo uno. Todos los mexicanos, ¿un mexicano? ¿Cuál? ¿De cuándo? ¿De dónde?”. En el sentido de recrear una mitología regional afín a los símbolos de mexicanidad, emparentaría a López Lomas con la sonorense María Antonieta Mendivil (Hermosillo, 1972), quien a través de su primera novela, Otros tiempos (Equilibrio editores, Palabra de Mujer, Sonora, 1999), nos brinda una visión completamente personal del desierto de Sonora, volviéndolo epicentro de una trama apocalíptica donde el lenguaje está en vías de ser proscrito y ha generado un tabú. El lenguaje como arma; la expresión lingüística como amenaza

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tangible para un régimen que se ha apropiado de ese inmenso mundo desértico del que la poesía no podrá ser desterrada por completo pues no existe otra manera de explicar el desierto mismo: “La palabra así viaja como una espada con vestido de manjar, y se le abren fácilmente las puertas del apetito; dentro, desenvaina, y abre con su filo el telón de la conciencia. Una vez abierta, ésta ya no puede ser la misma.” (p. 21) Autora de dos libros de cuentos, Gente menuda y No son gente como uno (ISC, 2003) la sonorense Sylvia Aguilar Zéleny (Hermosillo, 1972), si bien no aborda la problemática regional en su narrativa, no en sentido estricto, narra desde una perspectiva fronteriza, casi siempre femenina, y no escatima el empleo de términos coloquiales y regionales. Su literatura de talante anecdótico y nostálgico, se ha centrado en el ámbito infantil y juvenil y muestra el proceso de maduración de niños criados en el rigor del forcejeo cultural, debatiéndose entre el “acá” y el “allá”, lo que necesariamente incendia su imaginación tanto como sus ambiciones. Se advierte también una crítica con respecto a los vecinos, particularmente en el segundo título, crítica elaborada asimismo desde el discurso coloquial y la engañosa inocencia de sus narradores y narradoras. Zonia Sotomayor Petterson (Hermosillo, 1954) es, en cuanto a temperamento literario, la más sonorense de las escritoras sonorenses. Su primera novela publicada, Los de Moisés (Plaza & Valdés, 2005), hilvana una zaga que me remite instantáneamente a Sonora, donde las familias son muy cuidadosas respecto a conservar las anécdotas de los antepasados a través de la oralidad pero también de testimonios físicos e icónicos, aspecto también observable en la narrativa de Aguilar Zéleny. Los De Moisés es una familia esencialmente trágica, signada por una especie de maldición que está en el aire, que no se explica ni tiene origen específico. Simplemente está ahí y desune físicamente a la familia aunque manteniéndola unida a través de la oralidad. Y si bien alude al destino y a la magia, el tono es arrebatado y pasional y la trama rebosa carnalidad hasta alcanzar la cima de la escatología a través de la innombrada enfermedad que ataca a Héctor María, uno de los protagonistas, y lo carcome hasta dejarlo convertido en un guiñapo sanguinolento. Zonia es autora de otra novela, legendaria no obstante permanecer inédita, Toda la oscuridad del universo, objeto

incluso del análisis de Socorro Tabuenca, especialista en literatura de la frontera norte escrita por mujeres quien hace hincapié en la ausencia de la temática lésbica en la literatura de la frontera norte, salvo la novela citada y los relatos Sonatina de Rosina Conde y La otra habitación de Rosario Sanmiguel. La narrativa de las autoras fronterizas que analizaremos a continuación no se define por una ubicación geopolítica en particular, es decir, no encajan ni estética ni formalmente en un modelo de literatura de la frontera norte, en sentido estricto, no obstante la afinidad ideológica, vivencial y experimental que existe entre estas y las autoras del grupo anterior. En primer lugar citaría a la tamaulipeca Cristina Rivera Garza (Tampico, 1964), primera representante de la nueva literatura de la frontera norte, único nombre femenino que nunca falta en alguno de esos recuentos arbitrarios. Ganadora en 1999 del premio nacional de novela José Rubén Romero con Nadie me verá llorar, la más representativa de sus novelas y, para algunos, la mejor hasta ahora, Cristina pertenece a ese grupo de escritores “raros”, entre los que destacaría también a Sergio Pitol, Carlos Monsiváis o David Toscana, creados no por la mercadotecnia ni por las mafias culturales, sino por los propios lectores, fenómeno que afortunadamente continúa observándose en el panorama nacional no obstante la tan cacareada escasez de lectores. Las novelas y relatos de Cristina transcurren en ámbitos cerrados y atmósferas enrarecidas y, salvo el caso de Nadie me verá llorar, novela de trasfondo histórico desarrollada en el México postrevolucionario de principios del siglo XX, en la Ciudad de México para ser exactos, no se alude a una ubicación geográfica en particular. En La cresta de Ilión, por ejemplo, la trama se desarrolla como un sueño: la llegada de una misteriosa mujer a un lugar que pareciera ser hospital pero en realidad es un refugio para moribundos, y que, averiguaremos más tarde, se trata de un homenaje a la no suficientemente valorada escritora mexicana Amparo Dávila, cuya lectura retomamos a través de esta sutil invitación que nos hace Cristina. En Del amor se menciona el desierto, y es acaso la única de las tres novelas que pudiera remontarnos a la frontera norte, no tanto por el escenario desértico sino por las referencias a la personalidad de los personajes de esta extraordinaria aunque muy incomprendida novela, no de amor sino sobre el amor.

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Nacida en Tamaulipas en 1962 pero radicada desde la infancia en Monterrey, Patricia Laurent Kullick es acaso quien enarbola el discurso más trasgresor de este grupo. En el caso de Patricia no es tanto que la ubicación geográfica sea o no identificable, lo es en varios de sus relatos. Sencillamente no se trata de un dato trascendental para la comprensión de la trama: la narración absorbe completamente los sentidos del lector, como sería el caso de la novela El camino de Santiago (Era, 2004) donde se lleva a cabo una suerte de diálogo esquizofrénico sostenido entre Mina y Santiago, los personajes que habitan a la protagonista que no encuentra su lugar en el mundo y pretende encontrarse a través de los objetos y de los hombres. Cristina Rascón (Cajeme, 1977) es una joven escritora sonorense cuya principal obsesión es la cultura nipona y esto se refleja no solo en la temática de sus relatos sino sobre todo en la intención revolucionaria y trascendente de los mismos. Su primer libro de relatos, El agua está fría (ISC, 2006), atrapa en forma asombrosa la esencia de la espiritualidad de oriente y la fusiona con la aspereza del desierto sonorense, combinación que parece arriesgada, casi imposible, y sin embargo resulta en una especie de género alternativo que bien podría ser aquel libro de almohada al que hacía mención Sei Shonagon, autora japonesa del siglo X que protagoniza el asombroso relato que abre el citado libro, donde Shonagon no solamente se enfrenta a su legendaria rival, Murasaki Shikibu, autora de la considera la primera novela formal de la historia, Historia de Genji, así como a las demás calígrafas que se disputan el favor de la emperatriz, sino también a una esclava que posee un peculiar talento en caligrafía y composición casi equiparable con el suyo. Los relatos de Cristina pudieran considerarse, asimismo, un extenso haikú de frases cortas, contundentes, poéticas. Liliana Blum, nacida en Durango en 1974 y radicada desde bebé en Tampico, Tamaulipas, pareciera más tradicional pues sus relatos poseen un enfoque eminentemente feminista, sin embargo es justo por esto que resulta transgresora: retomar el feminismo, insertarlo en esta época aparentemente post-feminista y hacernos ver que hoy, más que nunca, necesitamos afianzarnos a la lucha emanicpatoria pues vivimos algo peor que el pre feminismo, es decir, la ilusión de estar liberadas. El relato La maldición de Eva

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(tragedia en siete actos), incluido en el libro del mismo nombre (Voces de Barlovento, Tampico, 2002), retrata hasta qué punto la maternidad puede representar la peor pesadilla de una mujer y, al mismo tiempo, su salvación, su inspiración para romper cadenas. Lo que transforma en pesadilla esta experiencia son las condiciones externas, es decir, las taras y prejuicios en torno a la maternidad, bendita y maldita a un tiempo. Aquí es donde surge otra clase de diálogo esquizofrénico de la madre con una sociedad indefinida e incongruente. Liliana es acaso la única escritora de su generación que ha retomado los intereses literarios de Rosario Castellanos desde una posición inquietantemente contemporánea. En ese sentido la siento muy afín con la poeta tijuanense Amaranta Caballero, aunque Amaranta, pese a su juventud, retoma la problemática del ser mujer con firmeza equiparable a la de autoras de los años sesenta o setenta, más con pasión que con rabia: “Cuando se habla de las mujeres/ generalmente se olvidan/ sus significados principales./ Cuando hablan las Mujeres/ el olvido enmudece.” (Tres tristes tigras, “Entre las líneas de las manos”, CONACULTA, CECUT, 2004). Considero pertinente incluir a una joven sinaloense que no ha publicado formalmente sus relatos, es decir, no a manera de libro, pero sí en múltiples revistas literarias, y la pertinencia de citarla se debe a dos razones, la principal, su calidad literaria, la segunda por sentido del equilibrio ya que se trata de la única narradora sinaloense que se ajusta al perfil aquí analizado: Elena Méndez (Culiacán, 1981), narradora muy lúdica que gusta de jugar con el lenguaje y la intertextualidad. La ironía dolorosa de sus relatos breves, así como la glamurización de personajes delictivos femeninos, las “narcas”, representa el aspecto más distintivo de su prosa. Y si bien resulta evidente su influencia con otros autores sinaloenses como Juan José Rodríguez y Élmer Mendoza (este incluso aparece como personaje de su delirante relato “Una clase de literatura”), Elena ha sabido digerir muy bien tales influencias y aportar un producto sumamente original e interesante. Sus textos, además, denotan tanta reverencia hacia la literatura como necesidad de no tomársela en serio: “Obsesión, obsesionada con el sexo, alega que Emma debería haber puesto a Charles a leer el Kama Sutra pero, en vez de eso, cayó en la tentación de que tanto su clítoris como su punto G fuesen descubiertos y estimulados por sus amantes (uno por uno, se entiende).”

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Bárbaras del norte o el síndrome de la triple frontera: narradoras de la frontera norte

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Como juez y parte de esta corriente literaria, me permito intercalar un comentario respecto a mi propia obra y mi muy personal sentir respecto a la influencia de la frontera norte en ella: ya en un texto previo escribí sobre cómo y en qué condiciones se desarrolló en mí la vocación literaria; nacida en Hermosillo, Sonora, de madre sinaloense, para mayores señas, oriunda de Navolato, mi Macondo norteño, y de padre zacatecano educado en Zurich; les hablaba también de la chiquilla que bebía coca con mucho hielo ante un ventilador, en la habitación de una casa enclavada en pleno desierto y con Charlotte Brontë, Jane Austen y Virginia Wolf como autoras gurús. La combinación de esto con la circunstancia de que por el trabajo de mi padre tuve que cursar mis estudios primarios y secundarios en la Ciudad de México, volando a mi natal Hermosillo a la menor oportunidad, pudiera explicar que mi narrativa es fronteriza solo en temperamento, así como que mis personajes suelen ser locos o cuerdos en territorio de locos, o extranjeros atrapados irremediablemente en culturas hostiles, o colonizadores de paraísos artificiales. Fui, pues, una niña cuya educación fluctuaba entre la rigidez de un colegio supuestamente inglés donde rendíamos honores a dos banderas y las vacaciones con una abuela que desplumaba gallinas, y las truculentas historias susurradas entre mis tías sobre mi prima Julie, casada con un narco. ¿Qué mayor esquizofrenia que esa? Naturalmente me identifico con las autoras del segundo grupo.

Entiendo lo que quiere decir Inés Arredondo al hablar de lo profundamente que la impactó su pueblo natal, Eldorado, en la construcción de su corpus narrativo. A mí Hermosillo también me influyó en el sentido de que mis novelas son como una pequeña y aséptica ciudad llena de calor y gozo donde te topas con tu mejor amigo de la infancia y te desvías sin pensarlo dos veces de tu camino original, porque la ocasión lo amerita y nada te apura. Mi literatura es tan fluctuante como mi acento exótico. Estoy completamente de acuerdo con Luisa Valenzuela cuando dice, borgeanamente: “Escribir ficción es una búsqueda de tácitos secretos que nos irán acercando al calor del invalorable e inalcanzable Secreto.” Este ensayo aborda exclusivamente a las narradoras porque sería demasiado extenso abarcar todos los géneros, sin embargo me permitiré algunas menciones que considero importantes, y aún así estoy segura de que me quedaré corta: las notabilísimas dramaturgas Bárbara Colio (1969) y Glafira Rocha, bajacaliforniana y sinaloense respectivamente, y las espléndidas poetas Enriqueta Ochoa de Coahuila, así como Carmen Alardín y Minerva Margarita Villarreal de Nuevo León; Laura Delia Quintero de Sonora, Elizabeth Cazessus de Baja California y Dana Gelinas, de Coahuila, y la muy joven, también regia, Ofelia Pérez Sepúlveda. Me permito mencionar asimismo y por homenaje a la imponente chihuahuense Aurora Reyes, que hace años no está entre nosotros.

Eve Gil Narradora, ensayista y periodista cultural. Autora de Hombres necios, El suplicio de Adán, Réquiem por una muñeca rota, Cenotafio de Beatriz, Electra masacrada, entre otros libros. Ha colaborado en Etcétera, Saberver, Hoja X Hoja de Reforma y muchas otras.

Honoré de Balzac

LA ACERA DEL FRENTE

Podrían existir diez Venecias dentro de París, si los comerciantes retirados hubiesen experimentado el instinto de lo grande que caracteriza a los italianos. Aun en nuestros días, un comerciante de Milán lega medio millón de francos al Duomo, para adorar a la Virgen colosal que corona la cúpula. Canova ordena, en su testamento, a su hermano que construya una iglesia de cuatro millones, y el hermano agrega algo por su parte. Un burgués de París (y todos tienen en su corazón un amor para

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París…) no pensaría nunca en elevar los campanarios que faltan a las torres de Notre-Dame. Cuéntense las cantidades recogidas por el Estado en sucesiones sin herederos. Se podrían haber acabado todos los embellecimientos de París con el dinero empleado en las tonterías en cartón piedra, en dorados, en esculturas simuladas erigidas en el espacio de quince años por los individuos… De Los parientes pobres


Mexicalille Cathy Fourez “Le mexique, pays de la démesure”, declaró un día la fotógrafa francesa, Gisèle Freund… “La démesure” se cristaliza como un epígrafe en las entrañas del Distrito Federal, una ciudad palimpsesto sin nombre que se sublima, en el centro del país, en su “ex-centricidad”

Todo es hipérbole y polisemia: el movimiento monstruoso de la capital nos lleva tanto hacia cornucopias de chatarra y de comida en descomposición como hacia canastas lujuriantes de plantas aromáticas y de dulces panes abigarrados. El tianguis de la colonia Apatlaco que propone a la venta una miscelánea de productos (tortuguitas y arañas tropicales, chones y bufandas polares, discos piratas y perros raptados, fármacos para taparse o destaparse… hasta el séptimo cielo, computadoras y teléfonos portátiles de medio cachete, joyas y material de video robados, su futura casa y su futura sepultura), tras haber navegado todo el día del señor en

un océano de arco iris popular y de risas de escuincles descalzos, termina su descanso dominical en una marea de basura y un aroma a miseria. El exceso corresponde a veces al pan cotidiano de unos choferes de vochos. Una noche, luego de una cenita en el Salón Corona, un taxista tentacular, quien sin dejar de tragarse una bolsa de chicharrones enchilados, sin dejar de comentar con uno de sus cuates vía celular las nalgas de una de las meseras de una cantinucha del Centro Histórico con el lema deserotizado: “Con esa torta y un refresco... ¡qué banquetazo!”, sin dejar de echar un

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Cathy Fourez

vistazo a la serie de los Simpsons difundida en la tele empotrada como un totem en el tablero del carro, me echó piropos repletos de lípidos y quería contraer matrimonio conmigo... Y yo agarrada a la puerta de un vehículo que mandaba al carajo los semáforos, me dije primero ¡guácala!, y después me veía terminar mi estancia capitalina en la cajuela de la combi delantera. El uso de los transportes colectivos del D.F. requiere un manejo agudo del campo semántico del vocabulario rutinario, hasta tal punto que el verbo se hace enigma; el viaje, pesquisa; las carcajadas, indicio; y el turista, lamentable detective. Cuando todavía era una ingenua doctorante francesita, pregunté a un limpiabotas que trabajaba cerca del Monumento a la Revolución dónde se podía coger el metro para ir hasta C.U. Lo vi un poquito patidifuso y con la boca abierta, también desdentada, me contestó burlón: “¡Híjole!, ¿Se quiere coger el metro?”... Yo asombrada por tanta incredulidad pensé, o me está tomando el pelo o le suena bárbaro al chimuelo mi castellano académico. Así que como si no hubiera pasado nada y consciente de que tal vez mi español se asemejaba más a una mujer de Neandertal que a una chamaca de Quetzalcóatl, le fui deletreando cada vocablo de mi oración. Ahora sí, me miró como si fuera un bicho raro y remató mi cómputo silábico latoso soltándome: “Mire güerita, nomas TOME el metro, llegará más rápido y más fresquita”. El lenguaje más insustancial en México goza de una efervescente sexualidad; desvirga un inocente recorrido hacia la UNAM y lo transforma en un orgasmo léxico. Todo es elasticidad y paradoja: cualquier desplazamiento arrastra al viajero a una cabalgata urbana, como por ejemplo ir apachurrado en un pesero liliputiense y destartalado, escoltado por la Virgencita y el Hombre Araña, sustentado por un “¡súbale, Apatlaco, por Roqueta, la Viga, súbale!”, y que vomita, para garantizar su longevidad, el aire del pulmón de un moribundo. Tomar el camión de noche es empezar una epopeya por los haces luminosos que zizaguean de continuo y que aspiran los faros de los carros que acribillan sempiternamente las arterias de la capital. Desde las ventanillas de los camiones, a veces flageladas por ráfagas de lluvia, se exhiben en contrapicado los anuncios que pestañean y nos abisman en su delirio de globalifobia. En el telón de fondo metropolitano se dibujan millares de focos domésticos que,

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como la torre de Pisa, dominan la ciudad y van tirando, igual que veladoras febriles, en una embriagadora diafanidad que enmascara, en la oscuridad, hogares de hambre y de sordidez. Siempre me ha intrigado la llegada de la lluvia al Zócalo: hace calor y cruzo la avenida Lázaro Cárdenas, arrebatada por un enjambre humano y agredida por el soplo del atardecer. El zumbido de los peseros desbaratados asfixia las voces de los CD de contrabando. En la Calle Madero el asfalto se retuerce y se equipara a unos chicles pisoteados. El aire de estufa se desvanece en el cielo gris lácteo que empieza su descenso con la misma soltura acrobática que un arácnido en su hilo estrellado, mientras que el aguacero acaba cautelosamente sus abluciones celestes antes de saborear sus ágapes urbanos, y barrer techos y metates de los vendedores ambulantes. La cortina de agua frena mi caminata y los cuatro costados de la Gran Plaza no son más que ríos que arrancan los vestigios del día. Mis huaraches del Viejo Mundo desaparecen en los charcos estancados que abundan adondequiera, pero siguen mecánicamente el itinerario esbozado por los faros anaranjados del tránsito que hipan sobre el pavimento que está crecido. Mis zapatos veraniegos, pese a todo, bracean el reflujo hormigonado... Regreso a la línea azul rumbo a Tasqueña; en mi mochila van Duelo por Miguel Pruneda de David Toscana, el poema Ton décalage horaire de Jérôme Leroy, un bisquet de la pastelería La Ideal, la bóveda de plomo del centro que va anocheciendo, las fumarolas de gasolina, así como imágenes y titulares del día…, turistas con euros en los bolsillos, policías degollados, presidencia “telenovelizada”, lienzos de Rodolfo Morales, votos amordazados, pechos siliconizados, paz descarnada. Pedro Calderón de la Barca declaró que “El mundo entero es un teatro”. Basta con penetrar en el Subway defeño, imperio del espectáculo y de lo espectacular. El metro matutino se despierta con los pregoneros de la colmena subterránea, quienes con la voz cavernosa venden por diez pesos Todavía me quemas, Te busqué y no te encontré, Quelite eterno, canciones interpretadas por un bigotudo que nació en una olla de lentejuelas, de chaquiras y de dólares, quienes obsequian por cinco pesos la receta milagrosa para acertar en la vida: cómo guisar los mejores chiles en nogada. La escenografía resulta tan familiar que vacunó de manera delirante


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a dos de sus usuarios, quienes, una tarde, sembrados de granos de locura literaria, recitaron, como juglares de la posmodernidad, en la escalera eléctrica de la estación de Azcapotzalco, unos versos de José Emilio Pacheco, y declamaron a unas abuelitas con la piel incendiada los fragmentos más crudos de Me gustas por guarra, amor... en presencia del autor totalmente ardido. La ciudad túnel serpentea las viscéras defeñas y allí en el ruido lancinante de la marcha de los vagones se entrechocan voces del destierro, voces del olvido, voces de la anomalía, voces de la agonía, voces de la pobreza. Cuando me interno en el metro de Pino Suárez hasta Villa de Cortés, acordándome de lo que decía Georges Simenon, miro a la avalancha humana a la vez como un conjunto ordinario e insólito. Veo desfilar rostros acartonados, miradas insondables perdidas en el anonimato de la ciudad, bocas infantiles pintadas de azúcar, besos fugitivos, inocentes, sometidos, manos abolladas por la supervivencia, y hombres prisioneros de su territorio que no son más que sombras. Y en esa áspera soledad brotan inopinadamente la última apología norteamericana de la Warner Bros, que todavía no se ha estrenado en los cines de la capital, la crema tutelar que nos curará de los desastres “foxistas”, el estuche de cinco cucharas para comer gelatinas, los líos amorosos de José José en MP3. ¿Parodia? ¿Paradoja?... Paraíso ilógico del terror maravilloso para mi espíritu cartesiano. Me cuesta flirtear con la incomprensión… El año de mi descubrimiento de Tenochtitlán, tenía apuntado en mi diario defeño el corpus literario de mi Tesis de Doctorado que estribaba ante todo en la obra teatral, narrativa y periodística de Jorge Ibargüengoitia. Un mes antes de regresar a Lille, deposité en una librería, ubicada no muy lejos del Palacio de Bellas Artes, mi lista de referencias. Después de unos ejercicios abdominales forzados por los embotellamientos de libros desparramados por el suelo y de lectores espontáneos, alcancé al responsable de la sección de literatura que me hizo el pedido. En Vísperas de mi vuelta a Francia, recuperé mi lista... tan flamante como la había dejado... Ni hablar de mi pinta a unas horas de tomar mi vuelo... Agobiada por tanto desconcierto, pensé ir a Tepeyac y encender una velita para la Virgen de Guadalupe. Desgraciadamente, no me daba tiempo... Y de todos modos yo

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no creo en los milagros sino en las catástrofes. Pero, aquí, en el ombligo de la luna, prevalece lo imprevisible. Al bajar la avenida hacia Salto de Agua, en esta galaxia sonora de caos que titubea entre lo primitivo y lo moderno, cosechamos con unos amigos míos las obras que me faltaban. La calle entre su panoplia de fayuca y sus fragancias de maíz aceitado es a menudo su mejor proveedor: de la lámpara de bolsillo Cruz Azul hasta La ley de Herodes de Jorge Ibargüengoitia pasando por las hazañas pornográficas del diputado fulanito en un hotelucho de la delegación de Iztapalapa. ������������������������������������������������������ Todo es humor negro: en 2001, con la cuenta corriente hambrienta, un amigo andaluz y yo decidimos cambiar de hotel en el que habíamos adoptado una identidad multiforme (nos habíamos registrado bajo el nombre de Catherine Deneuve y Luis Buñuel), y buscar uno más barato y así dar más panza a nuestro flaquito monedero. En aquella época me había metarmofeseado en ratoncita de la Hemeroteca Nacional (lo que me valió una multa de 350 dólares en el aeropuerto Benito Juárez por tráfico de literatura y exceso de palabras en el equipaje, ¡aunque fueran copias!), y había archivado unos artículos de prensa amarillista sobre el caso Poquianchis, a fin de reconstruir la génetica del texto de Las muertas, novela de Jorge Ibargüengoitia, quien mojó su plumilla en ese suceso real y siniestro que ocurrió en los años sesenta. Me acuerdo de que, mientras estaba hojeando un periódico que hablaba de los prostíbulos de las hermanas Poquianchis en Lagos de Moreno en el estado de Jalisco y en San Francisco del Rincón en el estado de Guanajuato, intentaba imaginarme, con el apoyo de los seres de papel de la obra de Ibargüengoitia, Serafina y Arcángela Baladro administradoras de varios comercios del sexo en la geografía ficcional del Plan de Abajo, el ambiente y la configuración de las casas de trato. No tardé en saberlo... Una noche, al salir del metro Revolución en vez de caminar hacia el Hotel Montemar, fuimos en busca de un nuevo alojamiento. Ya se palpaba en el dédalo urbano el alba de los trabajos nocturnos. Las banquetas se iban poblando de tacones, de silbidos voluptuosos, de caras patibularias... y de dos europeos..., quienes entraron, más rápidos que su sombra en la primera pensión que localizaron, para escaparse del patio de Monipodio... Pero ya habían abierto la caja de Pandora. Del sitio se desprendía un fuerte hedor a desinfectante (para afixiar las cucarachas aseveró mi compañero de viaje), y los

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adornos litúrgicos de un Cristo sanguinolento y de una virgencita que olía a sexo se confundían con cortinas rubincondas que parecían surgir de un lupanar rodado para un filme de Arturo Ripstein. El recepcionista, con su tenebroso rictus de angelote regordete, nos desnudó con su mirada de conquistador sin conquistas. Lo saludamos (aterrorizados) y le preguntamos “¿A cuánto sale la habitación ?”... La respuesta no se hizo esperar y cayó así, “Les sale a una participación en una nota roja”... “¿Mande?”... No pude escuchar la frase, ya estábamos en la calle con mi compadre enloquecido, y que gritaba a los noctámbulos que mis “pinches” investigaciones sobre el género policíaco nos iban a matar... �������������������������������������������������������������� El narcotraficante, que oscila tanto en la ficción como en la realidad entre el criminal y el bondadoso, entre el despiadado y el Robin Hood que obsequia una parte de su fortuna para la construcción de escuelas, hospitales, también pertenece a la mitología tragicómica del país. En casa de Made en la colonia del Valle, después de la clase de francés y junto a Dalida, Gérard Berliner y al grupo Holden, interpretábamos los narcocorridos quemados por Alfredo y Hómar tales como Las monjitas, Jefe de la mafia que cuentan en octosílabos las aventuras heroicas de los comerciantes de droga... Fascinante el campo léxico de la cultura “amapola”: las narcoobras financian la construcción de edificios para el conjunto de la comunidad, las “narcolimosnas” apoyan los gastos de las actividades religiosas, el narcotour propone un nuevo destino de vacaciones a los turistas: la visita a las narcoresidencias de los narcopadrinos con la ayuda de un narcoguía, y narcofacturada con un narcodescuento para los forofos de Jesús Malverde. Y tal vez para mí... Mis amigos de la Calle Eugenia Cerrada me han apodado Blancanieves... cocaína en narcolenguaje... El D.F. es extraordinario: basta con mirarlo a través de gafas deformadas para desdramatizar la tragedia humana. Vivir en una colonia como la de Apatlaco es ensimismarse en un acento, unos colores, una vibración, una biología única. Beto y Male son médicos y suelen atenderme en su casa durante mi estancias chilanguitas. Aunque no ejercemos la misma profesión, compartimos un punto común... Si ellos son los cirujanos de nuestro metabolismo en bancarrota por las gorditas y los chorros de tequila, yo disecciono las palabras dolidas por la barbarie incontrolable de

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un entorno que nos parece tan ajeno y sin embargo tan cercano. En el número treinta y seis del barrio, platicamos la última fiesta de Memo, el rey de la parranda semanal en la calle y por lo tanto nuestro matasueños, bebemos una piña colada y nos comemos los quinientos gramos de queso panela y todos los mangos que Lili había comprado para su casa de Chamizal, tomamos una consulta por haber probado sin receta las tortas de Chapultepec, rentabilizamos la venta de chelas por la victoria de los Pumas, procuramos evitar en el patio los recuerdos del perro Stitch, saludamos al arca de Noé de la planta baja y que tiene como tripulación: las mascotas, los pajaritos, las tortugas, hasta un ratoncito que me hubiera gustado dar como botana al gatito de Liliana y de Yoshio. Dado que en casa la música es el ajonjolí de todos los moles, mis anfitriones me enseñan con una paciencia guadalupana los bailes de su tierra de Salina Cruz. Así intento, en las celebraciones familiares, suavizar mi paso de escoba, adaptar mi frialdad norteña al fandango tehuano, y transcender la letra de De reversa mami o No te metas con mi cucu. En medio de este bullicio de vida, Doña Tonita hace de la comida su tema de predilección. En sus platos, reproduce, como el artista Jean Baptiste Chardin en sus bodegones, el alma del huerto y la esencia misma de las verduras y de las frutas. Poetiza a la nerudiana un racimo de chiles y una bolita de masa para las tortillas, armoniza las percusiones de las cacerolas y el chisporroteo allegro de la carne de res con el arrocito en la sartén, vigila la receta ancestral del atole en la olla de barro y muele en el metate las notas picantes del caldo de chocolate. ¡Adiós latas insípidas, comida manufacturada, pechuga con hormona...! En la cocina de la abuelita Tonita, la melodía del paladar ha encontrado su salón de salsa... verde. En la calle Galeana descubrí los latidos de cada comercio del abarrote acompasado por los silencios de una viejita que desgrana con el sonido de sus zapatillas polvorientas las tardes lluviosas, a la tintorería del señor Fausto Martínez que borró de mis vaqueros mis insensateces callejeras así como las huellas de mis divagaciones librescas. Los escritos de mi tesis se empaparon de la tinta de la papelería, casi aplastada por la frondosa fachada de la carnicería que ostenta su persiana de filetes, lomos, y piernas ahumadas. ¡Cuántas


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veces emprendí un maratón entre la casa y mi taller improvisado de reprografía! Un día me sustituyeron en un fólder mi capítulo sobre “Les masques onomastiques” por la biografía estafada y en versión española de Georges Clooney; otro día me sacaron sólo las páginas pares de un artículo de prensa; otro día me comieron las palabras finales de cada oración de mis veinte cuartillas; otro día me perdieron el libro que necesitaba someter al dictamen de la fotocopiadora. Yo no sabía si debía reír o si debía llorar, si debía seguir aguantando o palideciendo, pero sí supe por qué estaba estudiando los escritos de Jorge Ibargüengoitia y por qué una reja separaba el espacio de los empleados y el de los clientes. Otro día se enmarañaron unos fragmentos de la conclusión de mi doctorado en el corazón de la máquina, la que por culpa de mi cantaleta ibargüengoitiana pasó a tránsito... Aquella mañana concluí que estaba pasando un verano de la chingada. Desde su reino, Doña Tonita muy quieta, fue testigo de mis expediciones papelónicas, de mis vituperios afrancesados, de mis subidas histéricas hasta mi habitación y de mis bajadas deprimidas; y en medio de esas idas y vueltas sísmicas y del soplo condimentado que se escapaba de los chiles tostados en el fuego, me asestó “déjate de engañarme, estás coqueteando”... “¡¡!!”. Me fui a la papelería con la moral por los suelos... aguachin(g)ados. Mientras esperaba con un temor que me cosquilleaba el estómago la entrega de mis copias, ahora en unas manos que procuraban combinar el engullir de unos sopes y la reproducción académica... ahora graciosa y grasienta de mi trabajo, presencié el descuartizamiento público de una miriada de pollos. Apoyado por una cumbia, el carnicero programado en imagen acelerada, formateado como un samurai, y con la cadencia de un jefe de orquesta acuchilló, abrió, destripó, rellenó, remendó y archivó... ¡OUF!… su partitura de empalados. A la música pollera se agregó el espectáculo de los taquitos marchitos que huelen a calle y a gasolina, y que muchas veces me despertaron sin “Cortés..sía” la venganza de Moctezuma y que me generaron unos tremendos terremotos intestinales. Mi peinado también fue moldeado en las fábricas artesanales del barrio... Mi peluquera María Lee... De pura película almodovariana... Emperejilada como un caramelo navideño... Totalmente alucinada por tener cabellos de güerita entre sus manos plateadas. Me cortaba

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el pelo a las once de la noche en su accesoria a la Peter Pérez y me contaba contoneándose tal un gusanito de maguey, la última lista necrológica de la zona y cómo se preparan los sushi mexicanos... con chile por supuesto. ���������������������������������������������������������������� En la esquina de la calle que da hacia el Eje Cinco, consultaba al anochecer mi buzón electrónico. “Jefa, la que le guste” me trompeteaban, y me entregaban mi trono que tenía que inspeccionar antes de sentarme si no quería tatuar de mole mis pompas de exiliada universitaria. La lectura de mis mensajes allende el Atlántico se veía salpicada por la autopsia encarnizada de bombitas gustativas, unos tamales entortizados comprados en El Matadietas cerca de la Viga, y que terminaban su carrera culinaria en los estómagos carnavalescos de dos gueyes, que ostentaban con un orgullo generoso esloganes altamente teológicos tales como “No soy virgen pero hago milagros “. Aquí en el corazón de ese antro donde los ratones se me pegaban a los dedos como un imán para la nevera, donde internet valsaba con las migajas de carne picada y las reliquias de frijoles fritos, donde la miseria se pagaba una vuelta artificial al mundo por diez pesos la hora, tomaba el pulso de Francia, de mis rollos universitarios y de mi diario íntimo. ��������������������������������������������������������������� ¿Quimérico o real? ¿quimérico y real su D.F.? Las ciudades son el receptáculo polifónico de una proliferación de signos visuales, auditivos, olfativos. Se miran, se escuchan, se leen, se viven, se sueñan... El mero hecho de escribir, seamos o no escritores, es ya transfigurar la realidad, simplemente porque, como lo decía Georges Duhamel, “el mundo ha sido creado para ser recreado”. Esta capital es una invención de múltiples realidades y la realidad de muchas lecturas ficcionalizadas. La única realidad es que, yo, desde hace seis años, vivo en este incesante entredós LilleMéxico / México-Lille... Difícil apoderarse de los lugares cuando una se encuentra en el movimiento. Tal vez, a la manera de los personajes de la novelista Chantal Pelletier, acaparar un sitio consiste en alejarse muy lejos de él, vivir entre el anclaje y el desarraigo del territorio... Mis salidas de “la tierra contradictoria de México” siempre se llenan de desasosiego y profunda melancolía: “No llores —me dicen rumbo al aeropuerto— México siempre estará”… “Pues, sí,... pero yo no estaré...”.

Cathy Fourez Maestra de conferencias en la Universidad Charles de Gaulle-Lille3 en Francia. Su tesis de doctorado radica en los tratamientos del género policíaco en la obra narrativa de Jorge Ibargüengoitia. Actualmente realiza un trabajo de investigación titulado Las ciudades fronterizas del norte de México en las literaturas policíacas. CULTURA URBANA 73


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Política

Literatura

Eugenia Meyer, John Kenneth Turner / Periodista de México. Ediciones Era/ UNAM, México, 2005, 519 pp. Sólo en el corazón de los hechos puede conocerse, para ser transmitida, la verdad. Tal podría ser el corolario de la vida y la obra del estadounidense Turner, autor de un libro clásico de nuestra historiografía: México bárbaro, periodista convencido de la justicia de la causa socialista y testigo inmediato, apasionado y objetivo al tiempo, de la lucha revolucionaria desde los años postreros del régimen de Díaz hasta 1921, tiempo en el que van naciendo las instituciones que regirían la vida nacional durante décadas. Eugenia Meyer rastrea aquella trayectoria ejemplar y rescata una serie de documentos hasta ahora ignorados del gran reportero.

Santiago Santa Cruz Mendoza, Insurgentes / Guatemala, la paz armada. Ediciones Era / Editores Independientes, México, 2006, 357 pp. (Biblioteca Era). Médico de profesión, Santa Cruz Mendoza, conocido como el Comandante Santiago, participó en la guerrilla guatemalteca entre 1980 y 2001. Presenta aquí los motivos de aquellas luchas, sus esperanzas, sus conflictos y su desembocadura en unos acuerdos de paz en los que él mismo participó. A lo largo de la narración corre junto al registro político la recuperación de las líneas que se trazan y contradicen en las relaciones personales: líneas de fraternidad, de camaradería, de comunión y también de severos enfrentamientos internos, de dudas, tal vez de certidumbres demasiado alejadas en ocasiones del ánimo de la discusión y la crítica. El relato arroja necesarias y suficientes luces sobre una forma de lucha normalmente ignorada por la mayoría.

María Eugenia Romero, Escritores argentinos / Entrevistas. Centro de Estudios Ariadna, Buenos Aires, 2005, 190 pp. He aquí una nómina de autores de indudable interés y que de seguro serán novedad para la mayor parte de los lectores mexicanos: Andrés Rivera, Silvio Mattoni, Alan Pauls, Florencia Abbate, Héctor Tizón, Angélica Gorodischer, Martín Kohan, Griselda Gambado, Lucrecia Martel, Juan José Becerra. Se trata, a pesar de aquel desconocimiento nuestro, de escritores de valor indudable, creadores de una obra ya sólida y a la vez promisoria. Las entrevistas que aparecen aquí están hechas con el mejor profesionalismo: dejan ver la luz que se cuela a través de las palabras de estos nuevos maestros del oficio escritural.

Ensayo

Crónica

Comunicación

Charles Lamb, Sobre la melancolía de los sastres. UNAM, México, 79 pp. (Colección Pequeños Grandes Ensayos). La aparición reciente de este librito es sin duda una de las mejores noticias en nuestro ambiente literario en los días que corren. No es que Charles Lamb y su obra sean una novedad entre los lectores nacionales (hay varios fieles, que lo han leído en su inglés original) pero es cierto que las generaciones más jóvenes no han tenido frecuentemente la fortuna de acercarse a estos ensayos. Sentido común, inocencia, gracia: de la combinación brota un sabio humorismo, noble y malicioso. Al ensayo que da título a esta selección se unen aquí Lamento por la decadencia de los mendigos en la metrópoli, Confesiones de un borracho, Porcelana antigua y la Autobiografía de Charles Lamb. La presentación y las versiones de los textos se deben al poeta mexicano Rafael Vargas, y son de veras inmejorables.

Rafael Pérez Gay, Sonido local / Piezas y pases de futbol. Ediciones Cal y arena, México, 2006, 138 pp. No se cae en hipérbole si se reconoce que en el futbol y sus incontables miradores reside una parte de la más viva mitografía de nuestro tiempo. De ahí que no sea extraño que entre los escritores mexicanos nacidos de los cincuenta para acá haya algunos muy buenos que dediquen páginas y libros enteros a aquel juego que el mitificador mayor Ángel Fernández llamó el juego del hombre. Uno de estos escritores es Rafael Pérez Gay, dueño de finos trazos, gran dominio y amplias perspectivas de los terrenos que surca. Ha reunido aquí varias de sus crónicas periodísticas que giran con el ritmo del balón sobre el césped terso. Héroes cumplidos y frustrados, epopeyas alcanzadas o reventadas en sus esbozos, las voces y los cantos del graderío: todo se mira y se escucha entre estas hábiles gambetas.

Tanius Karam, compilación, Mirada a la ciudad desde la comunicación y la cultura. Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2006, 360 pp. Sería imposible concebir la vida urbana sin pensar en la comunicación y la cultura. Sería imposible pensar en la cultura sin tomar en cuenta la comunicación. Sería imposible pensar en la comunicación sin pensar en la vida social, más o menos organizada entre gente que tiene propósitos más o menos parecidos. Lo cierto es que en nuestros días la vida urbana se torna cada vez más compleja, la comunicación alcanza vertientes insospechadas y en ocasiones sospechosas y la cultura adopta los más diversos aspectos y niveles. Para observar las redes de hechos que ocurren en este panorama movedizo, la Universidad Autónoma de la Ciudad de México celebró el Seminario de Cultura, Ciudad y Comunicación con el concurso de reconocidos especialistas nacionales y extranjeros. Se recogen aquí las participaciones de aquellos académicos.

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