Se está haciendo de noche

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JOSÉ BELMONTE

SE ESTÁ HAC IEND O DE NO CH E



JO SÉ BE L MON TE

SE ESTÁ HACIENDO DE NOCHE Prólogo de Julio Llamazares

H U E R G A

FI ERRO

e d it o re s


HUERGA Y FIERRO EDITORES, S. L. U. MARTÍN SOLER, 1 28045 MADRID (ESPAÑA) TELÉFONO: 91 467 63 61 E. MAIL: huerga@huergayfierro.com WEB: www.huergayfierro.com

PRIMERA EDICIÓN 2014

© PORTADA: ALMOST BLUE (HOMENAJE A CHET BAKER), DE JOSÉ LUIS CACHO © LA FOTOGRAFÍA DE PORTADA Y LA FOTOGRAFÍA DE JOSÉ LUIS CACHO HAN SIDO REALIZADAS POR ANA BERNAL © FOTOGRAFÍA DEL AUTOR: ANA BERNAL © PRÓLOGO: JULIO LLAMAZARES, 2014 © JOSÉ BELMONTE, 2014 © HUERGA Y FIERRO EDITORES DEPÓSITO LEGAL: M-11810-2014 - I. S. B. N.: 978-84-942650-0-6 IMPRESO EN REPROGRÁFICAS MALPE CUALQUIER FORMA DE REPRODUCCIÓN, DISTRIBUCIÓN, COMUNICACIÓN PÚBLICA O TRANSFORMACIÓN DE ESTA OBRA SOLO PUEDE SER REALIZADA CON LA AUTORIZACIÓN DE SUS TITULARES, SALVO EXCEPCIÓN PREVISTA POR LA LEY. DIRÍJASE A CEDRO (CENTRO ESPAÑOL DE DERECHOS REPROGRÁFICOS) SI NECESITA FOTOCOPIAR O ESCANEAR ALGÚN FRAGMENTO DE ESTA OBRA

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Pr贸logo



Pres ent im iento d el f i n

C

omparto edad con José Belmonte, por lo que estos poemas me llegan directamente. Yo también he empezado a notar los primeros síntomas de la vejez, a percibir que las noticias cada día me importan menos, a ver cómo los camareros comienzan a recoger las mesas del bar como tantas noches reales, sólo que ahora para la definitiva. Queda aún vida por delante (mucha o poca eso lo dirá el destino), pero la que nos queda es ya vida que camina hacia el final. Se está haciendo de noche dice José Belmonte, profesor y poeta murciano al que conozco desde hace años si bien no nos hemos tratado mucho, y su invocación la siento como si me la dijera a mí. E igual me ocurre con otros versos de este libro melancólico y tristísimo (también irónico en ocasiones) con el que conjura sus miedos, que son los mismos que sienten muchas personas llegadas a un momento de sus vidas. Porque de lo que hablan estos poemas es de la fugacidad del tiempo, del descubrimiento de la fragilidad humana, del paso de una etapa de inconsciencia a otra más realista, de la añoranza de las madrugadas de la juventud [9]


gloriosa y de los días azules y transparentes de la niñez. “Ceniza en medio de tanta ceniza” exclama José Belmonte en uno de sus poemas mientras que en otro, el que lleva por título “Síntomas de vejez II”, clama en voz baja, como para sí mismo: “La angustia de los años / y de la obstinada certidumbre / El pelo revuelto, escaso. Una maraña / de desilusión en fuga eterna / Una encrucijada de caminos, / una gota de mercurio en los labios”. Es la aceptación del miedo. El descubrimiento de la melancolía, la premonición del fin, la aceptación del miedo y de la desaparición a José Belmonte le hacen volver la cabeza hacia épocas remotas de su existencia, esas que se identifican (cuando la vida empieza a fallarte) con la Edad de Oro, esa utopía romántica que todos llevamos dentro, como han hecho tantos poetas y artistas a lo largo de la historia. Así, en un momento dado de este libro, en el poema titulado “Madrugadas de viernes”, escribe: “¿Cómo poder recobrar la insensatez / casi ya perdida del todo. Esos / años de indecorosa valentía, / con baños a la luz de la luna, / madrugadas de viernes, de caricias / en lugares secretos…?” O en otro, el titulado “Infancia”: “Miran hacia las nubes, / perplejos al contemplar sus caprichosas formas / Se enfadan por una sencilla piedra, / por una rama que no vale nada / un instante después… / ¿Era yo así entonces?” Al final, eso es lo que queda de la vida: el sabor de los higos y de las naranjas, de los besos robados, de la sal del mar en el que uno fue feliz bañándose como un dios, ajeno al tiempo y a la desolación. [10]


Esos sabores, esos aromas y esos recuerdos, esas memorias y sugerencias son los que llevan a José Belmonte, llegado a un punto de su meditación, a la sorpresa del gran descubrimiento de la vida: el del padre como espejo de uno mismo, algo que a todos nos ocurre según parece cuando empezamos a hacernos mayores ¿Cuántas veces no hemos descubierto en alguien su parecido con sus antepasados cuando, al paso de los años, volvemos a verlo con ojos nuevos, los que hace que no lo veíamos? Pero el descubrimiento de José Belmonte es más metafórico; más metafísico si se quiere. Es el descubrimiento del padre como reflejo de su propia edad, como espejo real y a la vez simbólico: “Recuerdo, padre, tus últimos años, / cuando te afeitabas ante el espejo / en el viejo patio de la casa / en busca de la luz /que te negaba la bruma de tus ojos, / la escarcha de la edad…” dice en el emocionante poema dedicado al suyo, cuyo título: “El espejo”, lo dice todo. Porque el arte de la poesía está tanto en la expresión como en el silencio, en las palabras como en sus sombras, que son las que les dan su valor poético, en la afirmación como en la sugerencia. Sirva el propio poema “El espejo” como ejemplo: “No somos, te decías, sino sombra, / viejos soldados para la muerte”. El final de este libro se solventa con una invocación a la propia poesía, esa forma de salvación de los poetas verdaderos, que en ella encuentran refugio, consuelo y hasta comprensión abstracta (“¿Quién dicta, Poema, lo que has de decir?”, escribe el propio Belmonte), entre otras cosas porque les permite resarcirse [11]


de la desesperanza, el miedo y la melancolía. Como en el poema “La salvación” se expresa, un poema puede salvarte de un día aciago o de una larga noche de insomnio. Si, además, te sirve también para confrontar la vida, para soportar el misterio infinito de la muerte y para mirar cara a cara a la vejez, habrá merecido la pena escribirlo. Aunque solamente sea por lo que José Belmonte sugiere en el poema titulado “Ante una fotografía del pintor José Luis Cacho realizada por Ana Bernal”, quizá uno de los más bellos de todos los poemas de este libro: “Lo que en verdad importa, lo que permanece / lo inmutable, lo eterno, / es esa luz radiante de unos ojos, / la mirada azul del viejo Ulises / que otea naves en el horizonte”. Julio Llamazares

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A mi padre, que ya no abraza los ĂĄrboles. Al pintor JosĂŠ Luis Cacho, que amanece cada noche en su Mirador de la Luna



Se está haciendo de noche. Y qué más da. Es lo de siempre pero todo es nuevo. Claudio Rodríguez, Casi una leyenda

Verás, dolientes, las antiguas sombras. Dante Alighieri, Divina Comedia

Miro hacia atrás y solo encuentro un lejano y dolorido olor a brezo. Julio Llamazares, La lentitud de los bueyes



El Viaje

S

iempre imaginas que es tu último viaje, y dudas del regreso a esa ciudad donde fuiste dichoso, junto al mar y la montaña cercana, en el norte de Italia. Pero de nuevo vuelves y rompes el augurio, el fatal maleficio imaginado que por tu mente pasa. Así, ordenas de nuevo las maletas precisas, y el humor te acompaña, porque has logrado burlar al destino. Allí esperan amigos. Idéntica luz suave, el olor de los pinos y el espliego. Preside el cementerio en las alturas, las viejas tumbas de soldados de guerras ya olvidadas. Tierra noble donde yacen los niños –el ámbito de la inocencia pura– arrancados de las manos maternas. Cantan mirlos en los amaneceres, [17]


con las calles aún desiertas, vacías; solidarios barítonos de la fugaz pasión, de la esperanza. Veleros que recuerdan a un cuadro de Renoir, siluetas sobre el mar azul y plata. Ninguna nueva tierra descubrimos. Todo está en paz, tranquilo. Gente que tiene prisa, unos cuantos turistas, y el tronar de las motos y coches. Un faro milenario, vigilante, recuerdo de la pasada gloria, del esplendor efímero. Un laberinto de calles estrechas; vicos sórdidos, sin principio ni término –laberintos de sueños imposibles–, donde se huele a pan, a digna pobreza. Pequeñas plazas con libros y flores, con ropa tendida en la terraza por expertas y delicadas manos. Visitas lugares conocidos: pequeñas tabernas junto a la playa, antiguas guaridas de lobos de mar, zalameros, canallas, con música de acordeón quejoso y voces aguardentosas, tristes como un maullar de gatos en las postreras brumas, [18]


que refugia la noche con su oscuro y tachonado manto. Eres feliz, tienes que confesarlo, viendo caer la tarde, seguro de haber alejado los extra単os presagios, sin sentido, de tu pertinaz angustia.

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Madr ugada s de v ie r nes

¿C

ómo poder recobrar la insensatez casi ya perdida del todo. Esos años de indecorosa valentía, con baños a la luz de la luna, madrugadas de viernes, de caricias en lugares secretos. De promesas que nunca cumplimos, de miradas furtivas. La altanería, el gozar por nada? ¿Cómo volver a ser sencillos diablos, transgresores, patéticos a veces. Almas puras, sin pasado, sin rencor alguno. Las playas solitarias, el cielo infinitamente azul, las manos delicadas, los cigarrillos, la inocente risa?

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El j ardín Entre paredes blancas emerge en su atlántida en ahogados silencios, sosteniendo los sueños de mi casa María Cegarra, Desvarío y fórmulas O quizá, simplemente, estamos fatigados. Jaime Gil de Biedma, Las personas del verbo

S

e hace la hora del regreso, de volver a lo cotidiano. A lo de siempre –la costumbre alimenta a los seres desvalidos, reacios al desamparo–, no se sabe a qué oscuros abismos. A la casa vacía y en silencio. A la tosca humedad de las paredes. Los objetos cotidianos. La cama, el mismo sillón, que nos espera con infinita paciencia, tranquilo. Porque ya sabe que hemos de volver a ese refugio para ver declinar la tarde, y escuchar a los vencejos, el obstinado piar de los gorriones. Fue un día luminoso y claro de una ciudad mediterránea, [23]


indolente y tranquila. El mismo sol, la misma idéntica luz que redime las almas y hace silenciosos los corazones. Tiemblan las hojas de los finos chopos. Los modestos geranios, los huertos vecinos llenos de frutos que ahora ofrece el invierno. Un viento que arrastra nubes y estrellas, que trae a cuestas la noche, como un jinete que persigue su sueño. La sombra avanza, asoma su rostro entre las paredes de aquel jardín en un viejo rincón de la ciudad. Una certera señal de que expira la larga e infinita tarde, como un lobo cansado y solitario que al fin se retira a su guarida. Y llega la calma a su corazón, –un rescoldo entre sus otras vísceras– como una deseada dádiva, como un inesperado regalo.

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Piensa que mañana será otro día. Otro día como los demás días. Gris y dulce. Monótono. Como la lluvia sobre los cristales. Hace del ocaso un vivir tranquilo. Solo sombra y sueño y una eternidad por delante, a la vuelta de la esquina. Un lugar inexistente en los mapas. Pero pensar no es bueno cuando ahora reina en casa la penumbra. La mirada turbia, siempre escrutadora, desconfiada, atenta. Todo vuelve a su origen –soñar no cuesta nada, es un privilegio que los dioses otorgan a náufragos y vencidos–, cuando la vida era un dulce mar lento, un sabio batir de alas. La risa de entonces y el descaro de mirarla fijamente a los ojos.

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S e llamaba Br ig it te Y es increíble cómo todo se pierde hasta que las cosas parecen no haber ocurrido nunca… como si las hubiéramos soñado… ¿Entiendes a qué me refiero? Thomas Wolfe, El niño perdido

S

e llamaba Brigitte, aún lo recuerdo. Doce años, pelo muy oscuro y largo. Y una cara bonita. Fue mi primer amor. Una niña francesa. Un milagro en aquellos años de oscuridad, de miedos y tristeza. Conversaba con ella en la playa –con su raro acento parisino–, y al anochecer íbamos al cine de verano. Una tierna mirada, una inocente y pícara sonrisa. Los dedos entrelazados, y un calor súbito, complaciente, en el rostro. Después, cuando se marchó, nada supe de ella. Quedó en mí un raro sentimiento que aún perdura, como si solo hubiera sido un sueño.

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El re ino de la inocenc ia

¿A

qué esa súbita nostalgia, ese repentino deseo inútil por recobrar las sombras del pasado? Fue tu casa, tu calle, tu fugaz y dulce luz primera. Las voces infantiles, el paisaje que dio vida a tus ojos. No te empeñes en otorgarles, como si ello estuviera en tu mano, la gracia de la vida, del retorno. No te enfrentes, como un audaz gladiador antes de ser derribado en la arena, a tu lejano mundo de misterio. Ceniza en medio de tanta ceniza. No luches contra lo que el destino ha dispuesto con su ley severa. Pues ni siquiera queda un rescoldo de esa tibia lumbre, de sentimientos y recuerdos extraviados, perdidos por completo.

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¿Qué estarías dispuesto a dar por ver salir a la calle a un niño parecido a ti, de pantalón corto, tus mismos ojos, igual sonrisa, ingenuo y cándido, con un trozo de pan entre sus manos, buscando un lugar soleado y tranquilo para poder sentarse, cuando nada sabía de la vida ni del paso del tiempo? No te empeñes en lograr que la memoria, la frontera infranqueable de los años, te devuelva, sin nada a cambio, todo lo que fue tuyo, el reino sublime de la inocencia.

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Infanc ia

M

iran hacia las nubes, perplejos al contemplar sus caprichosas formas. Se enfadan por una sencilla piedra, por una rama que no vale nada un instante después. Protegen lo suyo y se creen inmortales, mientras atardece detrás de los árboles, refugio ahora de pájaros cansados, de aves silenciosas y solitarias. ¿Era yo así entonces? Encierran en un bote transparente un lento y perezoso escarabajo, una mariposa atrapada al vuelo, que luego exhiben como un delicado tesoro del que no esperan recompensa alguna. Dime, ¿era yo también así entonces?

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S ábado

S

ábado. Cae la lluvia en los cristales de tu ventana con tono lastimero, sutil, suave. Mínino río lento. Las bicicletas aprietan su paso –obstinadas, al instante veloces–. Los niños en la calle sumergen sus zapatos en los charcos, practican sus indescifrables danzas como pequeños e insensibles diablos. Las madres les regañan con sus voces dulces y cariñosas. Pereza. Ganas de cerrar los ojos. De olvidarse del mundo. Aguardas a que lleguen los periódicos. Pasa el tiempo. Las noticias no importan.

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Síntoma s de ve jez I

S

íntomas de vejez, la senectud –terca, puntual, precisa– que toca a tu ventana, a tu vida monótona y confiada, con su bastón y su raída mochila, con sus dedos escuálidos, rugosos como un sarmiento que crepita al fuego. Un vagabundo que ha errado su ruta y que al fin retorna con el crepúsculo, cuando no lo esperábamos, cuando habíamos olvidado su nombre, su designio, su voz y su mirada. Pero nada está perdido del todo, aunque sabes de su efecto implacable. Inútil el regreso a los días azules y tranquilos en brazos de la madre. No resta sino ver pasar las horas y beber del recuerdo y la memoria como un sediento que halla en el desierto, provisión de aguas puras, cristalinas.

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E x traño e n la noche

I

magínate. Una desconocida ciudad en la que no cesa la lluvia, triste como un niño sin dios ni patria. Y tú perdido, los zapatos limpios, brillantes y lustrados, muy lejos de tu casa, frágil entre las olas. Un bajel en medio de la tormenta. Porque esperabas un día apacible, con un cierto perfume de violetas y un sol que te diera la bienvenida. Avanzas, contando, uno a uno, tus pasos, con el deseo firme de desvelar el misterio que ocultan los edificios que ante ti emergen. E imaginas a todos sus moradores detrás de los cristales, perezosos e insomnes, mirándote sin piedad alguna, como quien observa el humo o la nada, con ojos ciegos, emboscados de noche, sin un ápice de melancolía. [37]


Eres, aunque cueste reconocerlo, un extraño entre extraños, uno más entre tanto solitario. Un débil latido que nadie escucha. Un tremolar de hojas en pleno otoño. De pronto deseas unirte a ellos, pasarte al otro lado. Ponerte en su lugar. Aceptar, si es preciso, la derrota. Adoptar las señales de esta tribu. Y no decir ni una sola palabra. Permanecer en silencio en un lugar cálido, en una habitación, sentado en el sofá. En un sitio bien cómodo, con buena luz, libros en abundancia –Homero, Virgilio, Dino Buzzati, algún autor francés del diecinueve–, un perro que te mime, que te mire fijamente a los ojos, que pueda adivinar cualquier secreto de tu mustio y cansado corazón. Y un ligero olor a café que llega desde la cocina próxima, donde se oye el trasiego de la vida, el débil deambular de un ser querido.

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O mirando por la ventana. La nariz contra el cristal, los ojos entornados. A la espera de un nuevo incauto que rompa con el ruido de pasos indecisos, con su bracear cansino, fugaz como una tĂ­mida sombra, frĂĄgil como un vilano, esa bruma que empapa con su humedad la silenciosa noche.

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Síntoma s de ve jez II

L

os ojos como un mar sin horizonte. La mirada aterida y torpe, casi transparente, sutil rosa de ensueño. La angustia de los años y de la obstinada incertidumbre. El pelo revuelto, escaso. Una maraña de desilusión en fuga eterna. Una encrucijada de caminos, una gota de mercurio en los labios. Síntomas de vejez. El mentón mal afeitado, herrumbroso. Una calentura en la memoria. Un dolor difuso, como amaestrado, rondando por algún lugar del alma. La barbilla temblorosa, néctar de todos los espejos. El corazón cansado, quejumbroso, en un inmenso fuego de atardecer. La voz llena de ceniza y rocío, de azules quietos, inalcanzables, de menguada esperanza. Y esa rara sonrisa arrogante. Sardónica, casi descarada, que todo lo arrasa y lo desmiente. [41]


José Luis Cacho


Ante una foto g raf ía del pintor Jos é Lui s C acho, realiz ada por Ana B e r nal

N

o importa la memoria, sino la mirada, fugaz como un ruiseñor que nos arrastra con su canto hasta los mares tranquilos de la luna. No importa el destino, escrito ya de antemano, sino los senderos que nos conducen a la inexorable y triste derrota. No importa el instante de la gloria, ni el sutil esplendor de lo efímero, ni el oscuro ocaso que el viento calla y silencia la noche. Lo que en verdad importa, lo que permanece, lo inmutable, lo eterno, es esa luz radiante de unos ojos, la mirada azul del viejo Ulises que otea naves en el horizonte. Importa la certeza de haber contemplado, a solas, como un dios paciente y generoso, hombres entregados a la sombra cuando ya no hay caminos de regreso e Ítaca es un sueño indescifrable entre la bruma. [43]



Jos é Mar ía Pár rag a 1937-1997

N

o eres tú, sino ese otro tú que camina a tu lado, callado y sutil como la voz de un místico. Es tu sombra. Más que tu sombra: Tú mismo convertido en eternidad, salvado de todos los futuros naufragios, elevado al infinito del imposible fracaso. Un elegido entre los elegidos. Más ángel que demonio. Un fruto sazonado sobre un lienzo de Velázquez. Estás ahí, José María. En un silencioso mar de blanco y negro, regresado del abismo. De las sombras que cobijan la noche. Inmortal, sublime como un ave solitaria. Ajeno ya al desamor, al olvido. Al dolor del fin. A la temida magnitud de la tragedia. Eres la suma de los días, la sublime voz sin tiempo. Un relámpago. Insólito fulgor intenso y maravilloso.

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El cig ar r illo

N

ada le era más grato que encenderse un pitillo a escondidas de mi madre, de todos nosotros. Un furtivo cigarro que se llevaba a la boca con sabia lentitud, con meditado y sutil descuido… Arrojaba el humo poco a poco, como un viejo actor americano de las películas en blanco y negro, con garbo, mirando de reojo cuanto había a su alrededor –el bancal del abuelo, los naranjos y un alto jazminero. Disfrutaba de ese instante prohibido, un paraíso donde refugiarse del mundo, de ingratas adversidades. Se sentía feliz, afortunado por esa paz llegada desde lejos. Un caudal invisible, como un torrente de aguas caudalosas.

[47]


La brasa habĂ­a alcanzado sus dedos, todo convertido en vano sueĂąo, como ese sol lento de la tarde, breve como la brisa. Una naranja carnosa y madura que se sumerge por el horizonte.

[48]


El espe jo

R

ecuerdo, padre, tus últimos años, cuando te afeitabas ante el espejo en el viejo patio de la casa, en busca de la luz que te negaba la bruma de tus ojos, la escarcha de la edad. Aún recuerdo, padre, la asombrosa lentitud de tus pasos. La mano temblorosa, tibia como un sol recién nacido. Madre estaba atenta a tu rota voz, abierta al misterio, tierna y seca, cansada de tus muchas derrotas. Ese mirar atento. Los ojos perdidos en otra parte, en mares profundos y remotos. El espejo te devuelve el rostro –una manzana madura y morena, un piélago calcinado de soles–: un ser desconocido, ahogado por la niebla del tiempo. Un polizonte extraño –no somos, te decías, sino sombra, [49]


viejos soldados para la muerte– en un infinito mar de naufragios. La verdad sincera, reveladora, por fin nítida, al cabo transparente, sin tapujos ni ambages. La única y cruel verdad verdadera.

[50]


El re ino de la s alma s

S

abías el nombre de las plantas más humildes del campo y la huerta, bledas, camarrojas y rabanizas. El nombre de las flores, de los frutos carnosos del verano, la dirección del viento, las horas del día al mirar el sol. Temías al frío de la noche, a la cruel helada y a la escarcha, que hendía con su rayo las tupidas hojas del limonero. A la invisibilidad del miedo, al dolor, al peso de la angustia. Distinguías el canto de los pájaros, el gozoso sonido del mirlo, oscuro como la noche infinita, la larga réplica del jilguero, encaramado a un olivo, a una higuera.

[51]


Te abrazabas a los troncos de los árboles –yo mismo pude verlo–, agradeciendo su sabiduría, su imponente y delicada belleza. Eras como un rey cansado y noble, entregado al silencio, ajeno a la tristeza, en un paraíso limpio y puro, el anónimo reino de las almas.

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L a image n

E

res un crepúsculo que avanza hacia la noche oscura e infinita. Un azul desmayado que nada en las aguas del olvido, más cercana a la verdad que al fuego. Un corazón sin esperanza alguna. Los labios ajenos ya al carmín y las manos silenciosas, torpes. Inmóvil, serena, casi sonriente. Huyeron las palabras de tu boca, cautivas de la nada. –¿Qué te retiene en ese ajado lecho, perfumar con jazmín toda la casa, sacar agua del pozo, coger una naranja del huerto, sentir ese cansancio de siempre y que todavía te acompaña? ¿Quién te impide encender la luz, pedir algo, llamar a padre aunque no esté, aunque falte y te espere en otro lugar?– La piel blanca y fría. Los ojos cerrados: carne inerte agostada. El cabello no responde a la brisa: La imagen que te quedará para siempre. [53]



El poe ma

Q

uién dicta, Poema, lo que has de decir. Si tus palabras han de ser claras u oscuras como el fulgor de una sombra repentina y fugaz. Sutil tocas mi hombro y me abandonas –esquiva y casquivana– camino de otras moradas menos inhóspitas y más acogedoras. Nada sé de ti ni de tu misterio, víctima de tu capricho y desdén, de tu dulzura suave, extraña como un río luctuoso y gris.

[55]



Reg res o

Y

desaparecer por una senda expedita, oscura. Sin ruido, sin lamentos. Como una sombra que vuelve al abismo, que atisba una delgada luz en el horizonte.

[57]



L a s alvac i贸n

U

n sencillo poema puede salvarte de un d铆a aciago, de una larga noche de insomnio. De un amor poco propicio. De la guerra perdida de la vida. De la triste aventura de ser hombre, y de la muerte.

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L a s cue nta s de la v ida

N

o le pidas más cuentas a la vida –ella no sabe de ti, de nadie, siempre cumpliendo con su trabajo. Camina erguida, con su espada de oro, ajena a los que la contemplan–. Cierra los ojos y apresa el instante. Todo lo que hay a tu alrededor (un bello rostro que te sonríe, un niño que te mira) se te ha otorgado sin que lo merezcas, regalo de no se sabe qué dios, qué grata divinidad generosa. Te parece extraña la luz del día, una hoja que arrastra el viento de otoño, el suelo por donde a diario pisas, tanta belleza en medio de la herrumbre, en un lugar cualquiera. Y más extraño aún que puedas sentirte feliz, delicado, como una estatua entre la fina hierba.

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S e hace de noche

T

e sorprendes hablando de salud –tú, que aún te crees joven, repleto de vitalidad, ilusionado–, de los hijos, de padres que ya han muerto. De eficaces remedios para curar todas aquellas enfermedades del cuerpo y del alma. Te sorprendes escuchando tu voz, ahora más grave, cansada y lenta, dando consejos a quien no los pide, capaz de creerte sabedor de los secretos del mundo. De los sagrados misterios de todo el universo. Ay, feliz ignorante, pobre diablo sin maldad, ingenuo, incapaz de ver que se hace de noche, de darse cuenta que no queda nadie. Ni un alma que llevarse a la boca.

[63]


Un camarero recoge las sillas, distraído, somnoliento. Una escoba acaricia el asfalto. Todo el mundo ya está en su casa, y te sientes solo, abandonado, con una honda tristeza que cala hasta los puros huesos. El más rezagado de la fiesta. Una criatura a la que todos miran de lado, evitando su presencia. Pronto todo estará en silencio, el más estricto y angustioso silencio. Solo tus pasos resuenan en la acera. Soledad que te oprime el corazón, que te corta el aliento. Aceleras el paso, dejando atrás el eco de tu sombra en todas las esquinas de la plaza. Y al fin te invade el desasosiego –deprisa, más deprisa , susurra tu alocado corazón–, sin sospechar siquiera que has equivocado tu camino.

[64]


Ag radec imie nto A Asunción AMORÓS, Rafael BALANZÁ, Carmen BALLESTER, Inés BELMONTE, Juan-Diego BELMONTE, Gaby BENAVENT, Ana BERNAL, José Luis CACHO, Joaquín CARAVACA, Zacarías CEREZO, Pepe CLAROS, Yvette COYLE, Verónica DEAN-THACKER, Juan FLORES, Marita FUNES, Enrique GACTO, Nieves GARCÍA, Nono GARCÍA, Pilar GARCÍA, Soledad GARCÍA IBÁÑEZ, Isabelle GARCÍA MOLINA, Juan GARCÍA SANDOVAL, Pedro GARCÍA MONTALVO, Paco GIMÉNEZ GRACIA, Alexis GROHMANN, Antonio HUERGA, Julio LLAMAZARES, José Manuel LÓPEZ DE ABIADA, Pedro LÓPEZ MORALES, Carmen MARTÍNEZ ASTURIANO, Nicol MESEGUER, Manolo MOYANO, Rosaura MUÑOZ, Isabel NOGUERA, Miguel OLMOS, Patricio PEÑALVER, Marian PÉREZ, Julio ROCA, Rafael SÁNCHEZ TOMÁS, Laura SANFELICE, Antonio SOTO, Marco SUCCIO, Remigio TOLMO, José Antonio TORREGAR, Fernando UREÑA, Mercedes VERDÚ, Emilio VILASECA, y muy especialmente a Dionisia GARCÍA y Arturo PÉREZ-REVERTE. Todos ellos han leído o escuchado, antes de su publicación, alguno de los poemas que componen este libro. [65]



Ă?nd ice



Prólogo: Pres ent imiento del f in, p or Ju lio L l amazares . . . . . . . . . . . . . . . . 7 SE ESTÁ HACIEND O DE NO CHE E l Vi aj e . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Madr ugad as de v ier nes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 E l j ardín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 S e l l amab a Br ig itte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 E l reino de l a ino cenci a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 Infanci a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Sáb ado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 Síntomas de vej e z I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 E xt raño en l a no che . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 Síntomas de vej e z II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 Ante una fotografía del pintor José Luis Cacho, realizada p or Ana B er na l . . . . . . . . . . . . . 43 Jos é Mar í a Pár raga 1937-1997 . . . . . . . . . . . . . . . 45 E l cigar r i l lo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 E l esp ej o . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49 E l reino de l as a lmas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 L a imagen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 E l p o ema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 R eg res o . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57 L a s a lvación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 L as c uent as de l a v id a . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 S e hace de no che . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 Ag rade cimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65



Esta obra se acab贸 de imprimir bajo los auspicios de Charo Fierro y Antonio J. Huerga, editores F I N I S C O R O NAT O P U S





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