La triste despedida
—No se puede traicionar al rey, ¿quién te haces pensar? —respondió uno de sus más leales guerreros, pero yo apretaba los dientes y callaba. Estaba ante un veterano curtido en muchas guerras, la mayor parte de ellas causadas en los últimos años por culpa del rey. El hombre llamó a uno de los guardias para sujetar bien a mi padre, estaba tirado mirando hacia el techo con una cara de histeria y unos ojos que parecía habérsela salido de las órbitas. Atado de pies y manos se revolvía aún sabiendo que no conseguiría nada, quizá aumentar aún más la ira de sus atracadores.
En el exterior se oyó a los guardias riendo alguna broma que alguno de ellos habría contado para entretener la última parte de su aburrido turno de guardia. La carcajada de los soldados retumbó entre las paredes del templo como una mueca del denostado presente de una dinastía que, en otros tiempos no lejanos, había sido poderosa y ejemplo de buen gobierno. Ahora todo eso se había desvanecido, desaparecido…
—¡Ay! —exclamé en un quejido ahogado para no llamar la atención del veterano o de los guardias. Instintivamente el primero se giró hacia la esquina donde yo estaba acostado. Varias gotas de sangre fluían por la superficie de la yema de mis dedos, pero no me molesté. Sabía que no debía llamar la atención de nadie por mi propio bien.
El veterano volvió a estirar el brazo y, con sumo cuidado, sus dedos buscaron la empuñadura de la daga. La alcanzaron y la apresaron con el mimo que da la veneración por un objeto al que uno le confiere un poder casi mágico. El puñal apareció sujeto por sus manos y se fue a colocar en la garganta de mi padre. El sudor caía lentamente por la cara de mi padre, estaba a punto de ser asesinado por un guerrero veterano a las órdenes del rey y yo no podía hacer nada para impedirlo.
Estaba detrás de una estantería para que no me vieran, había entrado por la puerta de atrás en la que no había guardia alguna. Sentía como la sangre
fluía por mi mano y se deslizaba lentamente hasta desprender pequeñas gomitas que chocaban contra el suelo haciendo un sonido inaudible para el veterano.
—¡No vas a morir hoy! —exclamó dirigiéndose a mi padre con una furia contenida como si de un león se tratase—. Por órdenes del rey hemos de dejarte sobrevivir hasta el próximo amanecer.
Mi mente se puso en marcha veloz como un rayo, era de noche, cualquiera diría que medianoche, le quedaban doce horas de vida a mi padre. En ese momento, el veterano se alejaba de el hombre que me vio nacer mientras guardaba su puñal y hacía señas a los guardias para que dos se quedaran vigilando a mi padre, y que no se escapara, y los otros dos lo acompañaran hacia el palacio del rey. Cuando ya se alejaba giré lentamente la cabeza hacia la entrada. Lo suficiente lejos para que no me oyeran los guardias entrar.
—¡Padre! ¿Qué te han hecho? —le pregunté con un tono de voz muy silencioso, procurando no hacer el más del ruido necesario.
—Hijo —se dirigió a mí con un tono de voz potente aunque no muy alto, acerqué la oreja para poder escuchar mejor. Mi padre era irreconocible, los malditos le habían cortado la barba y todo el cabello, notándose así su cabeza sin pelo y sudorosa, toda su cara estaba mojada de sudor y se extendía por el cuello. También pude notar una pequeña herida en su cuello por la que la sangre emanaba y se fundía con el sudor, supuse que era de la daga que le había acercado hacía un rato el veterano. —Has de saber que te he dejado en tú cabaña en el bosque del norte, una espada, un pequeño libro donde encontrarás unas notas escritas por mí para guiarte a partir de ahora —en sus ojos se asomaban las lágrimas y en los míos también aunque seguía hablando, era importante lo que había allí en aquel libro—. A mí me puedes dar por muerto, mañana por la mañana me ejecutarán. Es importante que leas esos escritos y hagas lo que ponen, es demasiado para contártelo ahora.
Cogí la mano de mi padre y la estreché entre las mías. Mi padre tenía cuarenta años. Había caído en manos de los guardias hace tiempo pero había conseguido que lo liberaran, y ahora lo volvieron a apresar. Esta vez no parecía
que tuviera posibilidades para seguir viviendo. Apreté su mano entre las mías con ansia. Qué bien me habían venido los consejos de mi padre toda la vida, pero en particular desde que empezaron a ocurrir cosas extrañas en los mandos de la ciudad. Y ahora, cuando le necesitaba más que nunca, ahora se iba, se marchaba. Me sentí poca cosa. Mi padre siempre estuvo conmigo, siempre, toda mi vida: me enseñó la importancia de los pactos, la importancia de la familia y la importancia de mantener las promesas, me enseñó a saber utilizar mi espada — que me había regalado hace ya tiempo— Mi padre me lo había enseñado todo. Y yo ahora, torpe, no sabía ni qué hacer ni qué decir para animarle en sus últimas horas.
—Sin ti yo no sería nada, padre. No sería nada —las lágrimas nublaron ligeramente mi visión—. Siempre te he querido y te he respetado, padre. Si me oyes, quiero que sepas eso.
Pero mi padre no parecía capaz de escucharme; como si ya estuviera demasiado lejos de allí, como si ya no estuviese a mi lado. La sangre seguía brotando de la herida que al principio parecía superflua pero le iba causar la muerte, había perdido ya mucha sangre. Me arrodillé ante el para decirle algo que le permitiese morir en paz. De pronto, las lágrimas desaparecieron y miré fijamente a sus ojos.
—Haré lo que me pides padre, y honraré todas tus promesas, padre.
Recuerdo cuando llegaba a casa después de unos meses en las fronteras del imperio a causa de las constantes guerras con las gentes del norte. Se decía que eran gente incivilizada, que lo único que sabían hacer era luchar, pero yo no creía nada de eso, si lo fueran, no tendrían tanto poder de combate ni unas formaciones tan bien definidas. En la mayoría de las batallas perdían a pesar de su gran defensa, eran pocos, esa era su impertinencia. En todos los combates luchaban con muchos menos efectivos que el ejército de las fronteras. Aún así eran un pueblo fuerte y leal, cada uno de los soldados, se decía que defendían a su jefe hasta la muerte, no había peor honor para los soldados del norte que volver a sus casas con su general muerto.
Todo lo contrario que los imperiales la mayoría lo único que querían era seguir ascendiendo en los puestos militares para así obtener más poder. Por eso siempre que hubiera la ocasión de dejar desprotegido al capitán lo abandonaban a su suerte a sabiendas que si moría, uno de ellos sería el sustituto. Mi padre
sólo era el capitán de una pequeña cuadrilla, la cuadrilla VI delta, bastante conocida gracias a sus logros. Se posicionaban en la esquina superior derecha de las filas del ejército, eran los encargados de forzar las maniobras envolventes de la vidis y los primeros —junto con los otros atacantes de las primeras filas— en entrar en combate. Los inexpertos les seguían a ellos y detrás de todo se encontraban los veteranos, capaces de ganar cualquier batalla de uno contra uno. En cualquier caso, si los capitanes no daban las órdenes correspondientes y que apremiara la batalla, todo podía ser un auténtico desastre.
Entre tanto uno de los guardias le había dicho al otro que escuchara ruidos, se acercó a la cama donde estaba mi padre atado y le dio un puñetazo en el estómago, mi padre aulló de dolor. Yo observaba la escena con rabia e impotencia, era cuestión de tiempo que me empezaran a buscar los guardias así que comencé a andar con paso firme hacia la puerta trasera.
Llegué junto a la puerta. A los lados se alzaban las columnas, un poco deterioradas porque hacía tiempo que no se cuidaban los templos, y mucho menos su estructura. Tenía sueño, sentí que no podía más, estaba cansado pero no tenía dinero para pasar la noche en alguna posada. Sentía un hambre atroz. Caminé durante un par de minutos sin rumbo. Tenía dos opciones, salir de allí hacia el bosque, tendría que saltar las guardias de las murallas, aunque al ser por la noche estarían reducidas, o bien podía acurrucarme en cualquier esquina y dormir lo que queda de noche, en la época del verano no tendría problemas para dormir al aire libre, pero ahora estaban aún entrando en la primavera y venía un aire fresco cortante. Llevé a cabo la primera opción, cogí una antorcha, la encendí y me fui acercando lentamente a la muralla, sin ponerla al descubierto por si los guardias la veían. Al llegar allí miré a mi alrededor, observé las almenas, había tres torres, y en cada torre un arquero. Intuí que habría más durmiendo, así que descarté la idea de salir corriendo, me verían y sería cuestión de horas que me encontraran y interrogaran. Por otro lado, estaba el portón abierto, y dos guardias haciendo turnos.
—¡Despierta! —le espetó un guardia al otro, debían estar en el cambio de vigilancia, dormían por turnos, uno mitad de la noche, y el otro la parte restante hasta el amanecer, eso significaba que ya estaba bien entrada la noche.
Los guardias se intercambiaron posiciones, el que había despertado al otro se recostó encima de una manta de tela, el otro le puso la mano derecha en el hombro y asintió como quien sabe que puede llevar su misión sin posibilidad de fallo. El otro asintió al tiempo y cerró los ojos. Ahora era mi momento, el segundo aún estaba medio dormido después de la siesta y probablemente no se
daría cuenta si yo rodeara la casa que había a la derecha y saliera sin ser descubierto. Observé mis manos, llenas de tierra, luego giré la cabeza hacia mi cinturón, en el que había la funda sin la espada dentro. Se consumió totalmente mi antorcha, por lo que tuve que palparme los pantalones, recordaba tener una daga por algún lugar, pero no la encontraba. Cesé mi búsqueda en el objeto y empecé a rodear la casa con el sigilo del que se encamina a la muerte.
La casa era de piedra y bastante grande, por lo que tendría que dar un gran rodeo, pero ese no era el problema. Mi problema era salir de allí con vida. Primera esquina de la casa, había un perro durmiendo plácidamente, recostado sobre unos hierbajos. Seguí mi camino, me preguntaba una y otra vez por qué habían apresado a mi padre, no me lo había dicho. Segunda esquina, estaba cerca, ahora el camino era recto, en el suelo lo único que había era barro, ni un camino por el que andar, como por ejemplo la calzada principal, que estaba hecha con pequeñas pierdas encajadas. Tercera esquina, a mi derecha, a unos cinco metros estaba el guardia vigilando, y apoyado contra la pared dormía el otro con cara de satisfacción. A mi izquierda, las puertas abiertas. Semejaban las puertas de la libertad, miré hacia las torres, no vi a los arqueros y me pareció extraño, aún así, salí corriendo de allí. Todo iba demasiado bien, cruzadas las puertas, veía como el bosque se cernía sobre mí.