Cuentos

Page 1

Engaño nerd El vidrio de la tienda dejaba ver su majestuoso bigote recién pegado. La laca en su pelo había funcionado de maravilla: le daba un aspecto jovial, urbano, roquero, pero sobre todo, lo dejaba apto para subirse a una bicicleta sin parecer perno, su temor existencial. Su chaqueta de cuero relucía brillosa gracias a la vaselina que hace pocos momentos le había aplicado. Miró su bicicleta una vez más: las ruedas, plateadas, mostraban como espejo sus pantalones negros con flecos dorados. Roberto se arregló la chaqueta, el bigote, el pelo con laca, y entró a la tienda para comprar una bocina acorde a su personalidad. “Una que no sea aguda”, pensó, y volvió a su medio de transporte con la intención de arreglarla. Si había algo de lo que Roberto se avergonzaba, era haber cambiado su motocicleta por una bicicleta. “Todo sea para ahorrar costos”, le había dicho su padre tiempo atrás, y era cierto: nada se comparaba con la energía humana, totalmente gratuita, brindada por espléndidos músculos de piernas robustas. Roberto admiraba los músculos atléticos de sus piernas por sobre todas las cosas. Además estaba cesante, y no podía darse lujos tan complejos como el de cargar su motocicleta con bencina cada día. Por eso, Roberto había decidido que lo mejor era dejar sus temores y atreverse a usar un transporte de niñitas. Puso, eso si, una condición: para subirse a una bicicleta debía verse macho, y por lo mismo, debía arreglarse a él mismo y a su bicicleta nueva, que por un evidente karma, había llegado desde la tienda con un estampado que tenía, entre otras cosas, dibujos de computadores y anteojos. ¡Que inútiles los de la tienda por la confusión! Roberto evitaba siempre esos desagradables estampados tan nerds, de hecho, había pedido expresamente que su bicicleta fuera de color negro, sobria, sin detalles extraños.


Compró y puso la bocina, había cumplido el primer paso de la transformación de su bicicleta. Él ya se había arreglado con un vestuario y peinado, así que toda la energía la depositaba en su nueva adquisición. Ahora, cuando necesitase expresar su ira, bastaba con apretar la bocina, y esta, totalmente roquera, sonaría como un tambor ronco. Pero la bicicleta aún no estaba en condiciones aptas para ser utilizada. Roberto debió pasar por complicados pasos para dejar la bicicleta estampada acorde, y útil para un macho como él. Decidió darle un cambio rotundo y compró spray negro, con el cual pintó uniforme el cuerpo de la bicicleta, y tapó definitivamente los dibujos de computadores y anteojos. Luego, con temperas a prueba de agua y arañas, hizo adornos masculinos: llamas rojas, que simulaban fuego ardiente, y una gran calavera blanca. Roberto se impresionó ante tales creativos y audaces diseños, y se creyó totalmente apto para utilizar su bicicleta y no parecer perno. Además, él se creía delicioso con su ropa de cuero negro y su pelo engominado. Todo junto, él y su bicicleta, parecían una obra de arte ambulante. Se subió a la bicicleta por primera vez. Sus rodillas temblaron al pedalear: andar en bicicleta no era tan simple como creía. ¿Cómo sus músculos atléticos no eran capaces de responder a una tarea tan simple? Decidió bajarse y agarrar su bici con las manos. Caminó hasta Santa Isabel en busca de una ciclovía que facilitara su ardua tarea: debía acostumbrarse a utilizar el nuevo transporte. Por un momento pudo ver como las micros y autos pasaban veloces sin el mínimo cuidado. ¡Que tarados, que no respetan a un hombre macho!, pensaba, cada vez que un transporte a motor rozaba su cuerpo. Decidió que lo mejor sería subirse a la bicicleta para comprobar, por él mismo, las bondades de hacer ejercicio y


transportarse al mismo tiempo. Sabía que debía ir en busca de trabajo y que además debía bajar ese molesto rollo que crecía indiferente a las malas caras. El ombligo empezaba a salir y eso era mala señal: su abdomen estaba creciendo, y Roberto no podía tolerar estar en formas tan absurdas: su cuerpo parecía un cuadrado y eso lo desquiciaba. ¿Cómo un humano podía parecer una maldita figura geométrica? Decidió subirse de una vez por todas y bajar su inminente gordura. Además, su entrevista de trabajo era a las dos de la tarde en Toesca, y eran las 1:45 y recién estaba en el inicio de la calle Santa Isabel. Una mujer se acercó. Tenía una bicicleta amarilla y usaba un casco celeste. Su femineidad y belleza encandilaron a Roberto, que no alcanzó a pedalear dos segundos antes de caerse justo frente a ella. La mujer de largas piernas y ojos enanos, se agachó escandalizada hasta quedar a la altura de Roberto, que no se había parado del piso como estrategia de conquista. -

¿Estás bien? –preguntó la mujer agarrando la rodilla raspada de Roberto.

-

Si, eso creo…pero mi bicicleta, ¿cómo está mi bicicleta?

Roberto supo de inmediato que aquella mujer amaba a las bicicletas. Comprendió que era la típica defensora de bicicletas y que debía mostrarse interesado en ese medio de transporte tan fascinante. -

Esa bicicleta tan dramática es… ¿tuya?

¿Dramática? ¿Qué quería decir esa mujer al decir dramática? Roberto intuyó que la calavera podría haber asustado a la mujer, y decidió cambiar totalmente el plan de conquista.


-

No, no es mía…esa calavera me repugna, mi bicicleta es estampada, con objetos como computadores y lentes, me gusta conectarme con mi lado estudioso…soy mas bien un hombre reservado, culto…

Roberto no podía creer lo que estaba diciendo, pero todo era para enamorar a la mujer, estaba claro que ella era delicada, femenina, seguramente había dicho las palabras perfectas para engancharla. Mientras tanto, la mujer pensaba en cómo huir de la escena, quería irse lo más rápido posible. ¿Cómo a un hombre podía gustarle tanto una bicicleta con estampados tan pernos? ¿Existía acaso un hombre más nerd que el que tenía frente a sus ojos? ¡Lástima que la bicicleta de calavera no era suya! La mujer se paró, sin importarle la herida de Roberto, y se montó fugaz en su bicicleta amarilla, atemorizada por el perno accidentado. Roberto, en el piso, con la laca en su pelo lleno de polvo, no podía creer que la mujer de sus sueños lo dejara herido, con una calavera riendo frente a sus ojos. Nunca supo que de mostrarse tal cual era, la mujer se hubiera subido a la bicicleta con llamas y calavera. Nunca supo que no debía confiar en las apariencias de las bicicletas, y que la mujer, en la bodega de su casa, tenía una bicicleta negra con una gran calavera blanca.


Pensar de lo lindo. Se cubrió con la capucha de su polerón y presionó el pedal de su bicicleta con el pié derecho, más que por superstición por simple costumbre. Siempre creyó que el primer impulso era el que determinaba cómo sería su trayecto, aquel día el “pedal adivino”, aunque continuaba dudando de su asertividad, le dijo que algo inesperado iba a suceder. Partió con un rumbo desconocido incluso para él, intuyendo que lo que se avecinaba en su hogar no tendría nada de distinto a lo de siempre, por lo que prefería huir, algo rutinario que aún le costaba aceptar. Tener que pedalear en la línea recta que le marcaba el pavimento, sin salirse de ella, era algo que ocupaba ambos hemisferios de su cerebro, no dejando lugar a las miradas interesadas de transeúntes que veían en sus ojos la ira que dejó su pasado en él. Sabía que si desviaba su mirada, podría encontrar consuelo en alguno de los caminantes, por eso prefería no arriesgarse y seguir al pie de la letra su cicletada. Momentáneamente se sentía aletargado por la brisa que le lanzaban las olas del mar al que bordeaba, una costa limitada por un acantilado. Ya no tenía línea recta que seguir ni transeúntes que evitar, ahora era cuando lo embargaban sus pensamientos y el prevenir de no caerse por el acantilado era algo que no ocupaba toda su mente. Admiraba el atardecer con su espalda erguida, agradeciendo ser un poco misántropo, ya que le permitía llegar a lugares como aquél. Un inoportuno suceso lo distrajo y lo hizo caer de su única fiel posesión material. "Se soltó la cadena", pensó en el momento en que caía a tierra, lo cual ya era común, sin embargo nunca le dio mayor importancia como para actuar y repararla. En ese momento nada inesperado le había sucedido, todo pasaba como de costumbre.


Rechazó el impacto con el hombro y giró su cabeza hacia donde oía los golpes de su bicicleta chocando contra las piedras del acantilado por el que caía. Nunca pensó que el fin de su medio de transporte sería tan melodramático, ahora debería cargar con otra pérdida por su culpa, una más para su colección de desatinos. Inesperado. Volvió como un civil más, a pie, derrotado y cansado, sobre la vía imaginaria que había dejado su fallecido escape de la realidad, mirando a todo el que se le cruzaba por delante esperando su linchamiento público. Pero era un caminante más y a nadie le interesaban sus asuntos, se sintió hombre y no pudo evitar el odiar un poco más a su raza, por reparar en el diferente y no en el de en frente.


Sin marcha atrás

Cuando niño tuve una bicicleta sin frenos en el volante. Pedaleaba veloz lanzándome por una pendiente de cemento ubicada en los locales comerciales cercanos a mi casa. Bajaba y volvía a subir nuevamente. La pendiente me parecía arriesgada, eterna; debía esquivar a las personas que se dirigían a la botillería a la panadería o al bazar.

Inmerso en mi mundo me imaginaba zigzagueando obstáculos y pedaleaba cada vez más fuerte. Mientras Gloria, mi madre, me miraba de vez en cuando y continuaba incesante barriendo la calle.

Daba la vuelta completa a los locales comerciales. Me lanzaba por la rampa y en ese particular impulso y silencio pasaba minutos eternos deslizándome, subiendo y bajando entre el cielo y la tierra.

El talud fue diseñado para evitar que la lluvia ingresara a los locales y encauzara su curso a la calle. Todos la rechazaban, yo calladito le pedía que viniera sin demora, que se deslizara por entre mis ruedas. El ritmo parsimonioso de las gotitas formaba una poza para que mi circuito me brindara algo más para aprender, superar y lo agradecía.

Mi bicicleta frenaba con la cadena. Apenas detenía el pedaleo y echaba mis pies hacia atrás en la dirección opuesta se frenaba. Era única, ningún otro niño


o amigo frenaba como yo. Eran mis pies los que frenaban. Mis manos fusionadas al volante dirigían mi destino.

Luego de escuchar el grito de mi madre llamándome a tomar once mi mente volvía a la realidad. Me daba la última vuelta a los locales. Me lanzaba por la pendiente, y apenas llegaba al lado de ella con su escoba en la mano, detenida mirándome como me acercaba, frenaba pedaleando hacia atrás, girando la bicicleta para dejar marcada la calle con la negrura del neumático. Quería dejar mi huella, mi firma estampada en el gélido cemento.

Apenas me bajaba me miraba las manos. Mi piel tenía marcadas con puntitos hundidos las gomas que protegían el volante. No eran duras pero dejaban marcas por un par de minutos. Las quedaba mirando un buen rato y el corazón aun me latía fuerte. Entraba al baño agarraba el jabón, dejaba correr el agua y trataba de borrar las marcas frotando vehemente mis manos con el jaboncillo. Me miraba al espejo, sudaba, refrescaba mi rostro colorado y con la espalda mojada por el sudor me sentaba a tomar mi leche.

Mi bicicleta tenía parrilla, gomas de volantes punzantes, y caían unas huinchas de colores como cortinas de plástico de carnicería. Frenos únicos. Nada se comparaba a ella.

No se qué será de ella ahora. Creo que debería agradecerle. Seguramente estará oxidada, desvencijada en algún techo, basurero o reciclada en el mejor de los casos.


Ahora no freno hacia atrás; lo hago como el resto de los mortales. No tengo parrilla ni tiritas de colores. Mi bicicleta es más sobria, pero lo único que se es que mientras pedaleo por la calle y me río de los automovilistas detenidos por horas en las calles, siempre se que voy a hacia adelante. Las bicicletas no tienen marcha atrás no retroceden.

Las cosas han cambiado. No puedo volver el tiempo atrás, solo voy hacia adelante. Ya no me lanzo por la pendiente imaginándome circuitos. Recorro las calles de Santiago libremente y no escucho la voz de mi madre diciéndome que me entre a tomar la leche.

Cada tarde de regreso a mi hogar miro mis manos, ya no tengo sus marcas en la piel. Cuando veo mi rostro en el espejo del baño sigo colorado y quiero refrescarme.


“El bicinauta” Yuri, se llamaba. Como el primer hombre en salir al espacio y orbitar la Tierra. Era un par de años mayor que nosotros. Bordeábamos nuestra primera década de existencia. Asistía a un colegio donde no le imponían ni el uniforme, ni el corte de pelo, ni ninguna restricción de los demás colegios tradicionales.

Cuando salía en su bici-cross emulaba con sus piruetas al gran cosmonauta soviético. Parecía que en cualquier momento despegaría del asfalto. Sin inmutarse, sin siquiera modificar su rostro con un gesto de esfuerzo, levantaba su rueda delantera y avanzaba un par de cuadras sin titubear encumbrado en una sola rueda.

Sin importar si era invierno o verano, se ponía una polera ancha y de manga larga. Esta prenda le permitía crear un efecto visual con el viento ya que la polera se inflaba y ondeaba casi como una capa, lo que le brindaba aerodinámica y un toque estético inigualable.

Todas las adolescentes del barrio estaban enamoradas de Yuri. Tenía todo para ser engreído y petulante, mas era sencillo, humilde y compartía sus conocimientos con quién quisiera aprender más de sus trucos.

En una ocasión mi padre me castigó por mi bajo rendimiento en notas. La pena fue sacarle los pitutos que sostienen el aire de las ruedas de la bicicleta. En las tardes miraba con aflicción las ruedas desinfladas. Me sentaba en el portón de entrada de la casa a ver como los demás niños jugaban. Una tarde de aquellas


de pronto, como un aparecido, Yuri pasó delante de mí. Nunca habíamos hablado, con suerte nos saludábamos de lejos con un gesto pero esa tarde algo cambió.

-¿Por qué tienes esa cara?, Me preguntó mientras frenaba acercándose al portón de mi casa.

- Estoy castigado. Mi papá me desinfló las ruedas y no puedo salir.

- Ven a mi casa. Y trae tu bicicleta.

Corrí veloz a buscar mi pequeña bici. La tomé en mis brazos para no dañar ni moler las cámaras. Yuri vivía una par de casas más allá. Ingresamos y en el fondo del patio tenía una bodega de madera. Como un cuartito todo desvencijado. Yuri ingresó al cuarto y se perdió en la oscuridad, sin prender una luz sacó una maleta con herramientas y cables.

Yo apenas hablaba. Solo observaba los movimientos de este “experto” de 15 años. Abrió la caja y sacó dos pitutos. Uno para cada rueda. Los apernó, sacó el bombín e infló las ruedas.

- Eso es todo. Quedaste listo para salir a pedalear.

Me dieron ganas de abrazarlo, pero lo único que brotó de mis labios fue un escueto: gracias.


Salimos pedaleando juntos a la calle. Nos dimos un par de vueltas. Un poco más allá se separó de mí. Se adelantó un par de metros me miró hacia atrás me cerró un ojo y en menos de un segundo elevó su rueda delantera, se le infló su polera y pedaleó un par de cuadras hasta perderse al final de la calle. Parecía como si hubiera despegado.

Me hubiese gustado hacer sus piruetas. Lo más que pude hacer fue darme un par de porrazos y pedirle a mi mama que me comprara una polera de manga larga y un poco más ancha para que se me inflara en la espalda mientras pedaleaba lo más que podía.

Cada tarde calculaba la hora en que mi padre llegaba del trabajo y me entraba un par de minutos antes. Bordeaba el límite y sabía que si me descubría el castigo aumentaría considerablemente. Mas nunca se enteró y pude disfrutar de mis tardes de pedaleo incesante intentado las anheladas piruetas de Yuri el bicinauta.


La Nacha y la Roja, historia en ruedas de un amor urbano Eran ya las 18hrs del día de tu cumpleaños, te esperaba ansioso junto la veloz cleta roja, aquella que me acompaña desde el departamento hasta la oficina y, hoy desde allí hasta este barrio para un nueva cita. Aquella no era la primera cita, sino una de muchas, aunque la más importante por cierto. Formalizar lo nuestro era el objetivo. No sería fácil, pero si no lo hacía me arriesgaba a que el tren me dejare bajo de él. Llegaste montada en la nacha, y nuestras miradas se unieron, y nuestras bocas se burlaron a risas de nuestras miradas. Que lugar podemos elegir en esta ciudad, para que nuestras acompañantes movientes no estorben a los seres errantes y caminantes. Formales por nuestras ocupaciones y el centro de la capital dejaba rastros de una movilización estudiantil que arrasó con todo, incluso con los sueños de la eterna juventud luchadora. Caminando y caminando al paso de la roja y la nacha, encontramos un antro favorable para ellas y allí nos guarnecemos. Lugar de mil recuerdos y mil amores de siglos pasados, barrio Lastarria y sus edificios que construyen un camino abierto hacia el parque. Allí mismo, en un restaurante del Lastarria. Sentados ya, te miraba, no quería mas que solo desearte para mi, y así estar (algún día) en la cúspide del sentir espiritual, esperando que lo realizado vuelva las utopías en realidad. Pido tu mano y así lo tan anhelado, quieres ser mi novia fue mi expresión, es que cual expresión más sobraba si lo que quería tendría que hacerse pronto, antes que el nerviosismo termine por opacar el momento. Me miras y tu risa, tu carcajada me hacían pensar y dudar de lo pedido. No creías, repetías incrédula una y otra ves; ¿de verdad? Un beso sello el sí de tu silencio, otorgando pasiones y deseos de arrancar hacia el lecho más cercano, consumidos en el ocaso y descubriéndote en la mañana como cuando las aguas nos bañan. No se por qué, como y cuando llegue a sentir lo tan sensible por ti. Sentimientos que a veces se vuelven imperfectos cuando no somos conscientes de nuestras expresiones. Sentimientos que no se identifican por palabras ni mudaciones. Alguna día las tortugas humanas entenderán lo que eres como fémina para los hombres, sabrán apreciarte como tal y lograr sentimientos serenos hacia tu género. Un hasta luego para la despedida, con ello la nacha y la roja nos transportan hacia nuestra realidad, esperando y confiando en que serán ellas las que nos permitan


llegar sanos y salvo hacia nuestros destinos, para así, llevarnos nuevamente donde siempre…serán también testigos del egoísmo y del amor humano, las máximas expresiones de los que razonamos. Analfabeto

Nombre de la obra: La Nacha y la Roja, historia en ruedas de un amor urbano. Nombre del participante: Ignacio Antonio Zenteno Sotomayor. Rut: 16.976.576-6. Nacionalidad: Chilena. Fecha: 13 de junio de 1988. Lugar de residencia: Recoleta, Santiago. Dirección: Pasaje Chigua Nº 1060. Teléfono de contacto: 6-2534983. Correo electrónico: i.zenteno.smayor @gmail.com.


Para andar en bicicleta La verdad sea dicha y es que a la hora de moverme de un lugar a otro, por ponerte un ejemplo, de mi casa al mercado o de la iglesia al bar, prefiero confiar ciegamente en mi bicicleta, antes que en el azar de las calles y la buena voluntad de algún conductor, o que en alguna desvencijada y atochada micro, que pasan tarde, mal y nunca, y te ligan inexorablemente al humor tropical y folclórico del conductor. Prefiero la bicicleta, que corre rauda a todo el poder de mis piernas, burla ágil cada obstáculo, crece mi cuerpo, llora la piel, grita la herida dolorosa cuando me caigo, por fortuna, algo que no pasa muy seguido. Para andar en bicicleta, primero debes mentalizarte y olvidar cualquier idea previa que pudieras tener sobre el manejo de este móvil. La bicicleta no requiere de un equilibrio excepcional, sólo de un poco de confianza en velocidad al partir, mientras empujas con infantil entusiasmo esos pedales hacia delante y abajo, y acompañas su suave rodeo con tus piernas en continuo pedaleo, casi siempre de pie. Una vez dominada la difícil técnica de partida, y superada la emoción de los primeros metros, se debe proceder a estabilizar el móvil. Esto se hace balanceando el peso del cuerpo hacia atrás de tal manera que el trasero tope, esto sin gran escándalo, y se pose lo más cómodo posible sobre el asiento, de manera que la pierna izquierda quede a la izquierda del asiento y la derecha a la derecha de este. Otra posición de las piernas en relación con el asiento puede complicar en demasía el pedaleo. Otro detalle a considerar a la hora que se busque mantener un pedaleo estable es encasillar


la vista fija hacia delante y en el camino o ruta a seguir, ya que distraerla de esta por esos hermosos y perfectos senos que trotan rítmicos acercándose hacia ti, puede traer nefastas consecuencias como lo es la imperiosa caída por que no viste ese árbol, ese niño, ese triciclo, esa suegra, ese abogado, ese zapato, ese chamán que pasaba quizás tan distraído como tú por el camino que pretendías seguir. Para que la bicicleta cumpla su objetivo en forma íntegra, el de transportar, y pase a ser algo más que un simple obstáculo visual para los automovilistas, es necesario seguir hasta el final la ruta a destino, con todos sus vaivenes, dobleces, vueltas mortales y acantilados, esto sin dejar de pedalear por espacios de tiempo demasiado prolongados en relación con la pendiente del camino, para que la bicicleta no se detenga, y con esta el movimiento y traslado de tu cuerpo hacia el lugar de destino. Por ahora sigue pedaleando y no te distraigas mucho. Una vez que pasadas varias cuadras, te sientas todo un hábil conductor y que establezcas contacto visual con tu destino, debes apretar los frenos (esas manillas sobre el manubrio) suavemente, cuidando de no presionar solamente el del lado izquierdo, lo que conllevaría a una posible caída de bruces (de lo más estrepitosa) en los más variables suelos y terrenos y la adquisición definitiva de ese miedo característico de quienes fallaron en el intento por aprender a controlar sus corceles y de ese respeto excesivo por la bicicleta y sus bondades, lo que te alejaría de ella, sino es por el resto de tu vida, por un buen tiempo, hasta que sientes cabeza y te des cuenta que no es socialmente aceptable no saber andar en bicicleta, no tener una linda y


colorida en la casa guardada, y no sacar el auto cada vez que quieras salir, aunque sea por dos cuadras.


VEINTE AÑOS NO ES NADA

El turco apagó su cigarro y me volvió a decir lo mismo: “Ya, compadre, hoy día en la noche, no vayas a faltar, o si no te voy a entregar un sobre, pero no con un cheque sino uno de color azul”. El turco lanzó una risotada triunfal.

Si bien no sentía mucho interés por asistir a la fiesta, en el fondo de mí había una secreta ilusión. Fue por eso que en vez de irme en taxi, tomé mi bicicleta de media pista, la misma que tenía hacía veinte años y empecé a pedalear cuesta arriba hacia la reunión.

El turco me había contado algo que no era difícil de imaginar: los viejos compañeros de hace veinte años estaban todos transformados en prácticamente los dueños del país. El turco ya había reportado el rumor de que yo había llegado a su oficina a suplicarle trabajo hacía unos meses.

Subía por la avenida en mi media pista conduciendo con eficacia. Nunca había tenido presupuesto para comprarme un auto, sin embargo, estaba tan hermanado a mi bicicleta que me sentía libre recorriendo la ciudad en ella, sin estar embutido en una cápsula de chatarra.

Cuando llegué al recinto dejé mi bicicleta atada con un candado a un árbol y en el estacionamiento me fijé en los automóviles de mis ex compañeros de colegio. Abundaban los BMW, los Mercedes y por supuesto las cuatro por cuatro.


Entré y la música ya estaba animando la fiesta. Había llegado intencionadamente atrasado para evitarme la comida. Estaba todo lleno de gente Me topé casi al instante con el turco que venía saliendo del baño con un gordo irreconocible. “Viniste, qué bueno, ¿Te acuerdas del Tortuga?”, el tal Tortuga había subido unos veinte quilos en veinte años. Siempre había sido gordito, pero ahora además de la cara de Tortuga, tenía un cuerpo de ballena. Entonces la distinguí: Ahí estaba la Panterita, la Panterita después de veinte años. Estaba igual, con sus ojos felinos, con sus movimientos ágiles, delgada, la más bonita del colegio. Bailaba con el rucio Damián.

El Tortuga se me acercó. Estaba con un vaso de Whisky que tomaba como si fuera agua. El Tortuga me hablaba como si fuéramos grandes amigos. “Ahí esta la Panterita. Con el turco siempre nos acordábamos de la Panterita. Está bien jodida la Panterita, se separó, creo que los negocios le han ido mal. El borracho del Checho la dejó en la calle. ¿Y tú sigues trabajando con el turco?”, me dijo sonriendo como una tortuga sanguinaria, como si fuera una tortuga venenosa. “Voy a ir al bar y vuelvo”, le dije. Decidí irme, no tenía nada que hacer ahí, no tenía nada que ver con ellos. Veinte años son veinte años.

Salí al estacionamiento y cuando me acercaba a mi bicicleta distinguí a la Panterita sola con una copa en la mano. Tenía un vestido negro. Se había soltado el pelo. Todavía lo usaba largo. Era el mismo pelo caoba de mis recuerdos. “Hola, me dijo, tú eras el que quería ser filósofo ¿Verdad? Las cosas cambian, las cosas cambian…”


Sentí que este era un momento relevante para mí. “Panterita, sabía que nos íbamos a encontrar, Panterita…” “Esta reunión me tiene aburrida, todos hablan de negocios, yo quiero divertirme” Entonces se lo dije. “¿Panterita, te acuerdas de cuando estábamos en el colegio y yo te llevaba a tu casa en mi bicicleta?”. “Sí, me acuerdo, yo me sentaba en el manubrio y tú me contabas chistes”. Entonces moviéndome como un gato le saqué el candado a mi bicicleta y se la mostré a la Panterita. “Panterita, mi bicicleta, nuestra bicicleta, vamos a dar un paseo”: Ahora la Panterita no me miró con coquetería sino que con algo de emoción. Me senté en la media pista y la Panterita con la misma agilidad de antes se incorporó en el manubrio. Y entonces comencé a pedalear. Ahora íbamos de bajada, rápido, el pelo de la Panterita formaba figuras fantásticas. Y la Panterita comenzó a reír, y al poco rato yo también estaba riendo. Pedaleando rápido con la Panterita, libres, como antes, como si en veinte años no hubiéramos cambiado en nada.

Ignacio Gimeno Vogel













La Interrupción Acostumbraba a seguir cada mañana la misma ruta hacia el trabajo, apuradito de bajada y casi al alba, para no toparse con los estudiantes que aparecían más tarde. Ese lunes salió a la hora de siempre y enfiló la calle con ánimo jovial, aceleró sonriente en la recta previa al semáforo, dobló la esquina por el paso que lo llevaría directo al taller, hasta que, sin alcanzar a preguntarse desde cuándo y menos cómo, un macetero gigante y ostentoso interrumpía la ciclovía y lo hacía elevarse por el aire, convirtiéndose esa mañana en el primer derribado del ilustre paisajista municipal.

Cecilia Pérez Concha


UN SUEÑO…. …una niña (Matilde) pasa a buscar a su amiga Nati, ambas tienen 8 años, la familia de Matilde las invito a visitar SOÑADA una ciudad que queda muy cerca de la que ellas viven. Llegan a 4 Km. de dicha ciudad y tienen que dejar el auto en el cual llegaron hasta allí en un estacionamiento, luego desde allí tienen que alquilar bicicletas para todos y comienzan a pedalear para llegar pronto a SOÑADA. Están muy contentos pues el día es hermoso, de primavera, escuchan y ven muchos pajaritos que los saludan con su dulce cantar, también se ven lindos paisajes verdes llenos de macachines y algunas flores típicas de observar en primavera, disfrutando del aroma de las flores y árboles de sus alrededores, así como de un leve y suave viento que saluda amistosamente, debajo de un cielo totalmente celeste. De pronto un gran cartel de BIENVENIDOS A SOÑADA, tallado en madera, parece el tronco de un árbol, pintado con vivos colores. -Llegamos!!!!!! (Exclaman juntas ambas amigas). Al ingresar todos a la ciudad, lo hicieron por una muy amplia avenida doble vía por dónde circulaba mucha gente de todas las edades, cada uno en una bicicleta, por una vía circulaban los que ingresaban a la ciudad por la derecha claro…..y los que venían en sentido contrario lo hacían por la izquierda. Esta avenida cuenta de varios comercios diferentes, Panadería, Heladería, varias Tiendas donde venden ropa, otros comercios donde uno compra diferentes productos naturales como miel, mermeladas, dulces variados, quesos y otras cosas ricas que hacen abuelitas que viven en SOÑADA, ellas también enseñan a sus nietas a elaborar todas estas cosas ricas; también allí se venden tejidos y telares que también son hechos por estas abuelitas que enseñan a sus nuevas generaciones ese arte. Todos estos comercios son destacados con lindos carteles tallados en madera que indican el nombre y a que tipo de comercio corresponden. Existe también un teatro donde se realizan obras Teatrales y se proyectan películas. Todo esta allí concentrado. Más adelante a medida que avanzamos por la gran avenida de SOÑADA nos encontramos con diferentes carteles (todos ellos tallados en madera) que


nos indican diferentes caminos hacia río, hacía el Estadio donde se desarrollan muchas actividades deportivas, futbol, basquetbol, voleibol, también hay una gran piscina, Matilde y Nati habían emprendido ese caminito juntas cada una en su bicicleta….. - Nati, has visto que lindo es transitar por estos caminitos en bicicleta juntas - Si, y lo mejor de todo es la tranquilidad con la cual vamos, además de que podemos ir solitas sin nuestros padres, esta ciudad si que es MARAVILLOSA!!!! - Es verdad, mientras papá y mamá disfrutan visitando artesanos y degustando ricos productos, nosotras podemos venir a visitar el Estadio. (Justamente iban llegando a este, cuando…..) - Mira Matilde……QUE HERMOSA PISCINA!!!!! - Es GENIAL!!!! Lástima que hoy esta un poco frío, sino nos daríamos un chapuzón. - Vamos a venir nuevamente muy pronto en verano. - Si, así será…….vamos hasta el Río? - Vamos!!! Así siguieron juntas en bici, buscando el camino hacía el Río……llegaron allí y disfrutaron plenamente de él río SUENA….este es el nombre del río, ambas maravilladas, se sentaron a escuchar lo sonoro del río. Más tarde, partiendo ya al encuentro con los papás de Matilde, dieron con otro de esos increíbles carteles, tallados en madera que indicaba el “BOSQUE DE LOS LÁPICES”, se miraron y decidieron emprender camino hacía allí…..el camino era un poco más largo que la llegada al río, pero pedalearon y allí llegaron. FACINADAS se sintieron al llegar allí, no podían creer al lugar donde llegaron, era un bosque increíble donde viven miles de hermanos árboles, todos ellos muy similares, unos más altos, otro no tanto, pero todos llenos de lindas y verdes hojas. Los tonos que generaban los colores del atardecer Al rozar sus hojas eran INCREIBLES. Ellas se preguntaron: -

-

Porque se llamara “BOSQUE DE LOS LÁPICES”? Porque si cortan cualquier ramita de los árboles y le sacan puntan, se encuentran con lápices de colores para pintar. (contesto una mulita que justamente por allí pasaba cuando ellas se lo preguntaron) De verdad? Pregunto apresurada Matilde, mientras Nati quedo estaqueada de la emoción. Si, (contesto la mulita) hagan la prueba.


Ellas eligieron uno de los árboles más lindos para subir y al encontrarse con las ramitas, las cortaban y guardaban en sus bolsillos, viendo ya que en cada una de ellas asomaba cuidadosamente uno de los tantos colores que puedan imaginar, soñando juntas con todos los lindos dibujos que pintarían con ellos. Cuando sus bolsillos estuvieron llenos de ramitas de colores, subieron rápidamente a sus bicicletas y partieron a encontrarse con los papas de Matilde a contarles todo lo lindo que les había sucedido ese GRAN DIA! -

Vamos Matilde, pedaleemos rápidamente para regresar y contarles TODO a tus papas. Si VAMOS!!!!


La chica de mi barrio ya no anda en bicicleta porque sabe que el Daniel se le cuelga de las tet...

En una mañana cañera y muy lejana... UuUAAAARRGHHHH..fiiiuuuuuuuuuuu........UuUAAAARRGHHHH..fiiiuuuuuuuu 1 Episodio XXIII Una Nueva Esperanza

La situación era la siguiente: Nuestro joven padawan pedalero se encontraba recostado en su humilde morada, aún bajo los efectos de la “medicina”2, cuando en eso un sonido, distinto de sus ronquidos, produce una gran perturbación en la fuerza...

Celular (ring tone): ♪Bycicle ♫I wanna ride my bycicle….♪♫3 Cletero: AHHhhhhhhhhhh ¿qué pasa?.... Celular: ♫I wanna ride my bike. ♫ Cletero: ah que lata....ALO...

La persona al otro lado de la línea era nada más y nada menos que su compañera/o de Universidad: Pepa4. El motivo de la llamada era para informar al, en ese entonces, estudiante, dos noticias, una mala y otra buena.

1 2 3 4

Ronquido Copete Canción: Bycicle Race de Queen Estudiante de Ingeniería Civil Electrónica: José Manuel Lillo (lamentablemente no anda en cleta)


Resulta que el profesor de Gestión de proyectos estaba haciendo entrega de las últimas notas del semestre. El jovencito de la película no se presentó a esta entrega, ya que el perla ya se hacía con la media nota y se juraba eximido, y es también, por esa razón que la noche anterior había danzado con la medicina.

Bueno, aquí viene la mala noticia: Pepa me dijo que yo me había sacado un 3.4 en la prueba, y con esa nota no me eximía poh loco. La buena noticia es que Pepa se había sacado un 2.8, ¿qué tendrá de buena esa noticia? dirán Uds. bueno, que el profesor le subió la nota sin necesidad de chuplicar, dándole a Pepa su eximición.

Pepa (comiendo pepirilletas): El profesor se va a las 11:00, así que más vale que te apuris weon. Cletero: ya vale, chao.

El reloj marcaba las 10:30...brígido.

Así que tome mi corcel mecánico y emprendí rumbo hacía el templo del saber. La brisa matutina y la rapidez de mi pedaleo recomponían mi cuerpo y espíritu. Era una mañana bien soleada, con muy poca congestión vehicular, se alcanzaban a divisar todos los cerros que alguna vez estuve subiendo sufridamente y luego descendiendo maravillosamente, la virgen del destino final cletero del San Cristóbal podía divisar todo el valle, o sea estaba la raja para andar en cleta, Santiago no era el Santiasco al cual nos tiene acostumbrado.


Con mi amplio conocimiento acerca de las ciclovías y de la sincronización de los semáforos pronosticaba que iba a llegar sin ningún retraso, a menos que sucediera algún percance...y sucedió (no corte cadena por si acaso).

A la distancia la divise... nuevamente esa silueta magnetizaba mi mirada, su hermoso y largo cabello dorado evocaba una truncada promesa que yo había hecho alguna vez, y que ahora era el momento para hacerla efectiva: La próxima vez que la vea, le hablo. Ella conducía su plateada y “old school” bicicleta, a su lado colgaba su morral, vestía con una falda de flores y zapatillas “Converse”. Nos encontrábamos en esquinas cruzadas, donde, debido a mi sentido de sincronización, a mi me daba la luz verde y a ella la roja. La cuestión es que cruce e hice la mula de comprar algo en el negocio de la esquina para esperarla. Aguarde a que apareciera el peatón verde, para que ella pasara, y después fui a la caza de la chica de mi barrio. Me puse a su lado casi haciendo collera y fue en ese entonces cuando establecí comunicación...

Cletero: Hola ¿Tú vives en 23 de Febrero? Chica de mi barrio (también cletera): Sí

Ja Ja. Su nombre era ####### y se dirigía hacia su Universidad donde estudiaba Artes (para variar una artista, más encima era compañera de %%%%%). Conversamos un buen rato, lado a lado, bicicleta con bicicleta, soltando risas nerviosas, y a un ritmo muy lento. Tan lento que no iba a alcanzar a llegar a hablar con el profesor. Le tuve que decir que me tenía que ir y me fui sin pedir teléfono, ni nada, creyendo que la volvería a ver.


Cuando llegue a la U el profe ya se había ido, DAMN!!!! ¿Habrá valido la pena? Tiempo después el Señor me dio la oportunidad de encontrarme nuevamente con ella, esta vez fue en la calle de las ilusiones “23 de Febrero”. Yo volvía en mi “chancha” de mi rutina universitaria y ella esta vez caminaba5, me ofrecí a acompañarla a la micro, fue un momento exquisito, conversamos del barrio, de fotografía, de viajes cleteros, de la comodidad de la cleta como medio de transporte y echábamos la talla, ella me miraba igual como cuando un perro te mira doblando su cara haciendo creer que te entiende lo que le estas diciendo. Estaba vuelto loco con esos ojos tan dulces, su sonrisa tan inspiradora, su sencillez y con su contagiante sensación de paz, Más encima le gusta andar en bicicleta… las tenía todas! A todo esto se me ocurrió preguntarle que para donde iba, y me dijo que a la casa de su pololo… NOOOO!!! … R.I.P … las mejores siempre están tomadas (y de seguro anda con alguien que no anda en cleta).

CICLISTA CHELERO

P.D: Igual me eximí, también es una historia divertida, pero en esta no figura ninguna mina ni tampoco una bicicleta, así que me da lata contarla.

5

Después ella explicó que sufrió una pana cletera


Mujer en Bicicleta Pascual Cortés Carrasco Me desperté con ganas de experimentar algo especial. Cavilando, mientras caminaba río abajo, se me ocurrieron las alternativas más diversas, como atravesar el puente del arzobispo por uno de sus largos brazos arqueados o descender a la rivera del río para sentir el hedor de la ciudad; incluso pensé que mi antojo se podría ver satisfecho si trepaba el más alto de los plátanos orientales del parque forestal. De pronto, se cruzó ante a mi, a la velocidad perfecta. Descubrí que ese día tenía una sola meta: ver pasar ante mis ojos a una mujer en bicicleta.


Bici y Cleta "Por muchas tardes Isabel dejó amarrada su Bici en el disco pare ubicado en la esquina cercana a la casa de su tía. Pedro, por su parte, encadenaba la cleta al basurero, en aquella misma esquina, frente a su trabajo. Durante todo ese tiempo Pedro e Isabel jamás se encontraron y tanto la Cleta de Pedro como la Bici de Isabel se mantuvieron a sólo unos pasos de distancia. Una de aquellas muchas tardes, el basurero apareció sin compañía y una impecable camioneta nueva relucía frente al trabajo de Pedro. Isabel al otro día, al oír los quejidos de su Bici, creyó necesario volver a aceitarla."


La amiga de Néstor

Siempre comenzaba su día de muy buena forma. Abría la cortina de su pieza y miraba desde arriba su bici, perfectamente estacionada al lado del auto de papá. Luego bajaba y la limpiaba con ese pañito que le había regalado su hermana mayor. Era especial porque no la rallaba y la hacía verse cada día más linda. Qué buenos que eran sus papás, justo se acordaron que el rojo era su color favorito, igual que el del hombre araña, así es que su bici no podía ser mejor. No podía salir a la calle sin el permiso de la mamá y tampoco solo, porque afuera parece que habían personas que les gustaba mucho las bicicletas rojas como la suya, y se la podían quitar, así es que se dedicaba a jugar dentro de la casa con ella, o también a instalarle los nuevos accesorios que le traía la Karen. Ese día le puso unos stickers del hombre araña. Se los puso a lo largo de todo el marco y no se aguantaba las ganas de salir a andar por la plaza. - Después del almuerzo, ahorita no puedo, mijo – le dijo Karen – Pero te prometo que después salimos un buen ratico. Feliz quedó Néstor con esa promesa. Sabía que cuando le decía eso, estaban mucho rato en la plaza, jugaba con sus amigos y comía ese helado que tanto le gustaba. Su bici era lo que más le gustaba. Un tiempo fue el colegio, pero sus compañeros se fueron poniendo pesados y no querían seguir jugando con él, inclusive un día se rieron de él cuando llevó las bolitas de siempre y los invitó a jugar. Por la tarde, escuchó a sus papás conversando en el living y supo que no iría más al colegio. - Quizás debamos retirarlo. - Pero es que le encanta ir, Camilo – dijo su madre.


- ¿Y si la próxima vez le pegan? Creo que eso sería mucho más traumático. Al otro día no lo levantaron para ir al colegio. Su madre, al llegar en la tarde se sentó junto a él mientras jugaba y le explicó que no iba a ir más al colegio, pero que podía ir a un colegio diferente, donde le enseñaban a hacer cosas para trabajar después, cuando grande. Igual la idea lo entusiasmó un poco, sentía que estaba un poco más grande y después, cuando su mamá estuviera viejita, él le iba a dar la mesada que le daban a él. Lo bueno del cambio eso sí, fue que llegó la bici. Lo encantó desde un inicio, con ese color y el brillo que tenía el mango, lo especial que era con ese rayo en el marco y seguro que se veía demasiado bien andando lo más rápido que podían sus pies. Además, ya nadie se reía de él. No entendía porqué sus amigos del colegio ya no querían sentarse con él, si siempre se sentaban todos juntos, desde que entraron en kinder; hace mucho tiempo que no iba a los cumpleaños porque no lo invitaban y eso que le encantaba comer papas fritas y tomar bebidas y cada vez que se acercaba a ellos, como que se alejaban de él. Tuvo que empezar a juntarse con los niños de otros cursos y jugar con ellos. Por eso amaba su bicicleta. Ya nadie se podía burlar de él, porque se veía increíble cuando esta arriba de ella, como le había dicho su hermana. En todo caso él no era nada de tonto. Sabía que no lo querían mucho y por eso no se sintió muy triste cuando su mamá le contó que no iba a ir más. También sabía que algo tenía él, que era diferente del resto. - Se atribuye principalmente a madres que quedan embarazadas después de los 35 años, es que fue un chiripazo, no estaba para nada planificado – le había dicho una vez su mamá a una amiga de ella, cuando estaban en la casa – Pero aun así, es mi vida, ¿sabes? – Sus ojos se le pusieron medios mojados, pero Néstor estaba seguro que no eran de pena. En la tarde, fueron con la Karen a la plaza. Eligieron la más grande, porque así podía andar por más partes en su bici. Se puso a jugar con unos amigos nuevos. Primero


jugaron a la escondida y después al pillarse. Cuando lo pillaron a él, Néstor corrió y corrió para alcanzar a un niño rubio, hasta que por fin lo alcanzó y tiró de su polerón. Pero algo pasó, porque el niño se cayó hacia atrás, y se agarraba el cuello con sus dos manos. Se iba a agachar a ver qué le pasaba, cuando sintió que una señora gritaba y se dio cuenta que era la mamá del niño. - ¡Estúpido! ¿Qué no te das cuenta que ya estás grande para jugar con niños? ¡Casi lo ahorcas! ¡Maldito retrasado! – le gritó la mamá de su amigo, mientras levantaba al niño del suelo y le tocaba el cuello, mirando si le había pasado algo. Néstor no supo qué decir. Solamente estaba jugando con su amigo. Llegó la Karen y lo sacó de allí. Le dio un beso en la mejilla. - No te preocupes, yo sé que no fue a propósito. Desde ese día, no se atrevió a jugar con nadie más, parecía que la gente no quería estar con él, así es que su bicicleta fue su mundo. Le encantaba sentir el viento en la cara, andar despacio y luego fuerte. No dejó de ir a la plaza, iban todos los días después de la teleserie de la Karen, solo que ahora jugaba con su bici solamente, ella sí que lo quería.


Compañeras de ví(d)a.

Cuando Rosa se levantaba en ayunas para ceder su trozo de pan duro al pequeño que apenas sabía caminar, el sol aún sin atreverse a derretir la escarcha que cubría el sillín roto y el manubrio donde todos los días la joven depositaba con resignada confianza las manos ásperas por tanto sol, ventolera y astillas que yacían perdidas en sus palmas (cuyas marcas el buen destino había olvidado dibujar). Ella le esperaba ansiosa, como su mejor amiga conocía cada una de las necesidades de Rosa y aquellas esperanzas que día tras día comenzaban a marchitarse tras la polvareda que dejaban los camiones que adelantaban su pedaleo cansado en aquel camino que ambas conocían de memoria. Le compró con la mirada, cuatro años atrás cuando ninguna de las dos se imaginaba terminarían en aquellos potreros monótonos en su explotación e ingratos en su paga. Paseaba por la plaza de San Javier y se detenía a mirarme, brillaban sus ojos cuando miraba mis rallos y la pintura que combinaba con sus soñadores azules, en una de sus tantas visitas a la tienda le escuché comentar a su hermano que no podría comprarme, ya que por aquellos caminos endemoniados sería difícil sortear los barriales en invierno y la resolana del estío. Tres meses después se presentó para llevarla, entusiasmada por la posibilidad de trabajar una temporada durante la vendimia para juntar un dinerito e irse a vivir a Talca. Se les comenzó a ver juntas todas las mañanas, la agilidad de su bicicleta azul podía sortear los obstáculos de la carretera cuya angosta berma hacía de ella una kamikaze cuando los buses sobrepasaban (generalmente) las velocidades permitidas y las demás reglas que al parecer han sido hechas para ir olvidando. Así, el tiempo compartido hizo de Rosa una preocupada compañera que revisaba cada detalle de la esquelética figura de su pistera, los frenos, llantas, cadena y todo pequeño cambio que parecía incomodar el trayecto libre y avezado que iniciaban día tras día. Recuerdo que aquel martes a las seis no llegó a recogerme, comencé a impacientarme, el sol se durmió con rapidez y ella no se aportaba por la rancha (allí me dejaba junto a otras con quienes preferíamos no hablar). Apareció muda, con sus ojos extraviados, temblorosa y toda sucia, no me dijo una palabra… ese día caminamos juntas los 27 kilómetros de carretera que transitábamos diariamente y los otros 18 que teníamos


que hacer por aquel perdido ramal.

Nunca quiso decirme quien pudo destrozar sus

pequeñas aspiraciones de forma tan brutal e inhumana, tampoco le dijo nada a quienes con el pasar de los meses preguntaban con cierta curiosidad y desasosiego en la mirada, quien era el padre del bulto que asomaba en su anémica contextura. Faltaron sólo tres meses a trabajar, Rosa hubiese querido que fuese menos, ya que por su casa el hambre arreció en aquellas semanas sin una chaucha. Apenas se recuperó del parto fue a hablar con los patrones del fundo para que la emplearan nuevamente, ahora poseían unos invernaderos y ella podría ayudar ahí. Le preguntaron si tenía como movilizarse, ya que debía de estar en El Rosario a las 9 de la mañana y distaba 54 kilómetros de su casa; sin embargo, la joven sabía que podía contar con su bicicleta y que juntas regresarían de la jornada con el cansancio escondido en la mochilla del agua, porque un pequeño las esperaba hambriento para llorar por sus ausencias incomprensibles y el apetito que un vaso de agua con harina calmarían hasta la próxima jornada.


Promesa cumplida, una ciclovía para don Rafael. Don Rafael se despertó esperanzado, aunque con los huesos hablándole por todo el cuerpo, su artrosis no había impedido que se bajara de la bicicleta, pero le recordaba el paso lapidario de los años. Hoy estaba feliz, porque a un pedaleo de perder las esperanzas, en su Comuna inaugurarían la primera ciclovía. En los últimos años había escuchado demasiadas promesas que nunca prosperaron, porque sabía que los autos con su vociferante prepotencia y su contaminante eslogan de comodidad individualista, habían desplazado a la amabilidad de sus dos ruedas que antaño movilizaban a sus amigos y compañeros de trabajo. Era el gran día para su octogenaria memoria, esta obra hablaba de una nueva época, donde su calmado pedaleo, ya no se vería agredido por los gritos de algún conductor colérico o por el susto que algún adolescente bromista le propinara para ver si aún podría reaccionar en la segunda vía. Él se levantó con la convicción del hombre que ha visto la metamorfosis de una ciudad que ha terminado por transmutar al ser humano en bestia que ruge contaminantes. Don Rafael quien siempre se negó a comprarse un auto para terminar pareciendo un perico, motivó a sus tres hijas a hacer de sus bicicletas la amiga que las transportara a todos los rincones de la ciudad. Ellas asumieron el costo: las risas en el colegio cuando amarraban sus cletas a un costado del kiosco; las miradas hostiles cuando trataban de entrar a un supermercado y ya no eran vistas como clientas sino como jinetes que no pagarían por el estacionamiento; la frasecita de algún conserje diciendo NO puede pasar con eso, cuando iban a visitar a algún amigo; sin contar los interminables obstáculos que los forados y la irrespetuosa actitud de micreros y automovilistas les imponían al transitar como un medio más rumbo a la casa. Pero él estaba orgulloso, porque siempre les vio sonreír cuando montaban en sus bicicletas, pudiendo dialogar mientras se desplazaban, disfrutando de la brisa, la geografía humana y la arquitectura de aquellos vericuetos que sólo se observan a pie o junto a las dos ruedas fieles que por varias décadas les acompañaban.


Estaban invitados junto a los cientos de ciclistas de la Comuna a pedalear por su nueva y exclusiva vía… Cuando don Rafael ya había transitado los primeros kilómetros junto a sus hijas, (disfrutando de una nueva sensación de embriaguez por la comodidad y el respeto que se respiraba en esta nueva ruta sólo para ellos) comenzó a abrir los ojos y a percibir que los semáforos para las bicicletas no estaban funcionando, y a medida que avanzaba incrementando su velocidad porque ante sus ojos ya no existían obstáculos que sortear, le comenta a sus hijas que no entiende porque si se puede transitar en ambos sentidos, en algunos tramos resulta ser tan angosta. Llegando casi al término de su ciclo- vía, aumentó el movimiento de sus piernas, percatándose sólo 3 metros antes que una palmera se cruzaba por su camino, o mejor dicho por el medio de la ciclorruta, y para no estrellarse brutalmente contra ésta, bajó avezadamente a la calle, mientras el Mazda que no fue tan ducho en la maniobra le pasó por encima.


Sueños verdes

Después de ver la película de ET soñó con una bicicleta para llegar a la luna; sin darse cuenta había comenzado su carrera de astronauta ecológico.

Pedalead y multiplicaos

Descubrió una gran manera de conquistar a su vecina…compró una bicicleta de asiento doble y la invito a pasear. Ella se dejó querer y hoy la familia tiene una bici-múltiple con tres triciclos acoplados.

La bicicleta corta de vista

No era cualquier bicicleta, definitivamente la suya tenía una “personalidad diferente” ; para comenzar en sus ruedas se distinguían dos grandes ojos que giraban atentos al acontecer de la ciudad.. En medio de una calle llena de ópticas su rueda trasera pinchó y ahí mismo le compro un par de lentes.


Un paseo en bicicleta

El día soleado recortaba los objetos nítidamente a las cuatro de la tarde, hora en que Bartolomé salió de la puerta de su casa montado en bicicleta. Era uno de los últimos domingos del verano, por lo que cierto matiz en el viento que arrastraba el polvo de las veredas, o quizá el leve tono marrón de algunas hojas caídas al pie de los árboles, denotaba la inminente llegada del otoño. Bartolomé enfiló por la ruta acostumbrada: Desde San Ignacio subía por Avenida Matta hasta llegar a la altura de Zenteno, luego alcanzaba Diez de Julio y doblaba en Nataniel, para finalmente atravesar el Parque Almagro e ingresar al Paseo Bulnes. Le gustaba la vista de un monumento inconcluso consistente en un círculo de rocas gigantes, que le parecía una mala copia de Stonehenge, y donde se juntaban a retozar parejas de distintas edades. Allí aminoraba la marcha para disfrutar tranquilamente de la brisa encajonada entre los edificios, en la entrada del paseo, la que variaba su intensidad de manera antojadiza, como si se guiara por un impredecible cambio de humor. Cuando llegaba a Tarapacá, se detenía en la librería de la esquina a mirar los títulos en vitrina (que por falta de dinero jamás compraría), o se allegaba hasta el hall del cine cercano para ver las películas en cartelera. Podía vislumbrar personas solas con sus mascotas al atardecer, o familias paseando despreocupadamente con todos los integrantes tomados de la mano. Ese domingo, sin embargo, Bartolomé no alcanzó a fijarse en muchos detalles en particular. Ni siquiera, de hecho, tuvo un recorrido cercano al normal.


El día invitaba a darse una vuelta, perder un poco el tiempo deambulando sin rumbo fijo, por lo que Bartolomé decidió hacer una especie de rodeo. Se internó por Parque Almagro y cruzó San Diego, para quedarse mirando un momento los Juegos Diana estacionado sobre la acera. Recordó cuando sus padres lo llevaban de niño, con apenas unos años, y subía en la Rueda emocionado al ver, desde la parte más alta, el atardecer cayendo sobre las primeras luces de la ciudad. Ahora, adolescentes con aspecto de animé japonés se dedicaban a bailar sobre plataformas electrónicas que emitían sonidos discordantes. Luego, anduvo por el costado izquierdo de la calle un par de manzanas hacia el norte, torció al poniente y se introdujo en una ciclovía que lo llevaría directo al paseo peatonal. Fue justo al pasar frente al cine cuando, distraído por un perro que peligrosamente mostraba sus colmillos desde la vereda, perdió de vista la esquina próxima… Durante algunos segundos, todo se fue a negro. Un dolor punzante en el costado derecho del cuerpo lo hizo abrir apenas un ojo. Una luz amarilla proveniente de alguna parte por encima de su cabeza fue lo primero que vio. Luego, una forma como de estrellas emergiendo desde un banco de algas en movimiento. Por último, el fino rostro de una chica que lo contemplaba desde las alturas, con una expresión de lástima. “¿Estás bien?”, preguntó el rostro, casi sin mover los labios, lo que le hizo suponer que se trataba de una alucinación o de un sueño.


“¡Uuuuuyyyy!”, masculló Bartolomé entre dientes, con un hilo de voz apenas, sintiendo nuevamente el aguijón doloroso, esta vez en la rodilla derecha y el mentón. “Estás sangrando”, dijo la chica. “Pero sólo un poco”, precisó. Bartolomé comenzó a moverse lentamente. Vio junto a la vereda su bicicleta con el manubrio torcido, la reflectante trasera rota y la botella de agua unos cuantos metros más allá. Junto a la muchacha, una bicicleta de paseo se mantenía en pie con un canasto cargado con algunas bolsas. Bartolomé quiso incorporarse, pero al instante se sintió afectado por un profundo mareo. “¿Qu..e..e..é pa.a…asó?” preguntó, reposando de nuevo su cabeza en el suelo. “Pasó que no me viste y yo a ti sí. Frené en seco cuando te acercabas, pero tú seguiste de largo y perdiste el equilibrio al chocar con mi rueda delantera, por lo que te fuiste de cabeza contra el cemento”, dijo ella. “Deberías usar casco”, le sugirió. Bartolomé se acodó como pudo en el suelo, respiró hondo y con ayuda de la chica se puso en pie. Sentía su cuerpo completamente adolorido, como si lo hubiesen apaleado. Al mismo tiempo, sufría una especie de náusea en el estómago. “Perdona si te golpeé”, dijo. “No te preocupes, a mí no me pasó nada. Fuiste tú el que quedó a maltraer”, y al decirlo, sonrió. Bartolomé observó que sus dientes eran grandes y perfectos, blancos como la leche, y le pareció que su sonrisa era hermosa. Se puso un tanto


nervioso y, avergonzado, recogió su botella y unos trozos del foco delantero, que ya no servía para nada. Al hacerlo, cojeó un poco. “Uuuuh, me duele la muñeca”, dijo con un hilo de voz, mientras intentaba hacer girar la mano sin conseguirlo. “Creo que tendré que ponerme hielo”, reflexionó. “¿A ver?”. La chica tomó su mano rápidamente, pero con delicadeza, sin darle tiempo a pensar en lo que hacía. Presionó con el pulgar y el índice justo en la articulación. “¡Ahhhh!”, aulló Bartolomé. “¡Ja! ¡No seas cobarde!”, dijo ella. “Parece que no tienes nada roto”, afirmó, “Ven conmigo”. Bartolomé no podía creerlo. Claudia, que resultó ser el nombre de la chica, lo invitó hasta el departamento de sus padres, a unos pocos metros de esa esquina, para curarlo. Allí la mamá, una señora amable que además de aplicarle ungüentos algo raros le sirvió once junto a la familia, le interrogó sobre el accidente y luego sobre su vida en general: lo que estudiaba, dónde vivía, cómo eran y en qué trabajaban sus padres y las cosas que le gustaba hacer.

Bartolomé quedó de

acuerdo con Claudia en salir juntos a pasear otro día, y cuando rehacía el camino de vuelta, con un vistoso vendaje en el antebrazo, pensó que nunca jamás se le pasó por la mente la idea, al salir de su casa, de tener un paseo en bicicleta como éste.


“DON BOLO” Y SU BICICLETITA

Yo soy El Miguelo; pero me dicen “Don Bolo”, no sé por qué. Vivo en los departamentos de la orilla del tren: las palomeras; más conocidos como “los departamentos de naylon”, y donde mataron a puñalás al “Cara de Letrina”, el que se violó a las trillizas; ese del que todavía no pueden encontrar la cabeza. Lo encontramos empelota, una mañana; y todos mirando. De no ser por unas colegialas que iban pa’ la Avenía --porque las micros ya no entran--, no habríamos podido saber de quién se trataba. “¡Sí, es él!”, dijeron las colegialas; y eso que estaba sin ropa y sin cabeza. Lo reconocieron porque era exhibicionista. Ahí vivo yo. Al frente de la Compañía de Bomberos; la que rociaron con bencina y la quemaron. En uno de esos bloques, el 17 B. Con mis tres niñitos y mi señora: la famosa “Doña Julita”. Pero cuando se agarra con alguna vecina, por cahuines, entonces pasa a ser la “Vieja Juliá”. Llegan de todos los pasajes a ver la pelea. Es más alta que yo y harto agallá. Y como sabe conservarse, a pesar de las crías, todos los giles me la miran. Yo también, en mi tiempo, tuve mi paquetito. Me decían “El Tula”, porque se me notaba, pero, ya no; debe ser por el trago. Miren. ¿Ven?... Parece entrepierna de mujer. Sí, debe ser por el trago. Medio bruja conmigo, no más es; desde que tomo. Pero como es ella la que está llevando la casa, por mientras..., por mientras me llaman de alguna pega, obligado a bajar el moño.

Otra cosa; no sé si les dije. Los departamentos son de dos pisos, y re chicos; estilo manguera. Hay que entrar de lado.

A veces, yo voy al Súper a dar una vuelta; por si sale algo: algún descuido o choreo pequeño de los que me tiran los mecheros, a la pasá, cuando van perseguidos por los guardias. Agarro mi bicicletita, y parto. “¡Hola, Don Bolo!”, me gritan los cabros chicos, en cuanto me ven. Y yo me tiro el agarrón al marrueco o les echo la bicicleta encima. “¡¿A qué niñita chica le quitaste la bici?!...”, también me gritan; porque es una Mini de las pequeñas y me queda chica. Y eso que soy corto de abajo. Y tengo que pedalear fuerte, arrancando; porque algunos me tiran piedras. --¡Chao!... ¡Saco ‘e peras!... –Me gritan los más veteranos, desde sus pisitos y tomando


el sol. Mis tres críos, claro, no pueden defenderme. Ellos miran, no más; y se limpian los mocos con la polerita. Dicen que sólo el primero se parece a mí. Así son todos, por aquí: súper choros. Los otros, los hombres buenos --como se creen ellos mismos porque tienen una pega--, esos también te miran en menos. Los más jóvenes, cuando me ven sentado en la vereda esperando a que abra la botillería, hacen como que se tropiezan conmigo pa’ darme un pisotón. --¿Y por qué me atropellan? –les reclamo. --¡Por gil!... A la mujer propia, hay que vigilarla. Vos, ¡ni siquiera la cuidai, asopao! --Pero si yo..., yo la cuido. Ni siquiera le pego. Nunca le he pegado. --¿Viste que soi agilao?... No te dai cuenta de ná. Y me tiran un escupo. O sino, te miran..., disimulan una risita..., y pasan. Será por lo chicoco que soy..., o por la pinta..., o por el pelo, quizá. Creo que es más por el pelo; cuando me lo corto yo mismo y me queda todo tijeretiao. En cambio, yo no me meto con nadie. Con mi cajita de vino bajo el brazo ¡soy feliz! Sólo los canutos me tratan bien, cuando con bicicleta y todo, medio mariao, entro al Culto y botando la bicicleta ahí mismo en el pasillo, empiezo a danzar junto con ellos. Si me voy contra las bancas, ellos me sostienen y me guían; hasta el momento en que me enredo con alguien y nos vamos los dos al piso. “Así no, Hermanito –me dicen--. Vuelva otro día, cuando esté mejor. Y le vamos a guardar su bicicletita para que no vaya a sufrir algún accidente, ¿ya?... Y yo, de un puro tirón, se las quito de las manos. Y se quedan mirándome mientras trato una y otra vez de subirme a mi chanchita. Cuando por fin lo logro..., mueven la cabeza. Y parto, medio culebriando. De tanto pedalear, se me pasa el mareo; a veces. Otras no, y me doy el porrazo; y ahí mismo quedo botao, durmiéndola. Pero como todos me conocen, no falta el que me recoge y me lleva hasta la casa. Eso sí, nunca me han atropellado. “La suerte del curao”, dicen algunos. Y salgo. Pero primero paso por la casa de una vecina que tiene buena situación; de la Villa grande del otro lado; detrás de la muralla larga que separa: la señora Bertita... o Fitita... ¡Ni sé como se llama! Y paso por si necesita algo del Súper o de La Casa del Enfermo, porque tiene postrada a su mamá, una anciana. Y paso. Siempre paso. Me da re buenas propinas. Hasta me pagó


una cámara pa’ la bicicleta, el otro día. Pero a veces no me da ná, tampoco; porque ya me ha dado antes. --¿Y?... –Le digo yo, entonces; y quedo mirándola. --¡Otro día!... ¡Estoy cero peso! –Me grita ella, metiéndose en su casa. Y me jode. Justo cuando uno tiene más sed. Pero, por lo general, se porta del uno conmigo. La última vez me dijo que necesitaba que le fuera a botar unos cachureos, advirtiéndome: --Pero lejos, ¿ya?... ¡No me los vaya a tirar en la esquina como la otra vez! --¿Yo?... ¿Cuándo?... --Sí, “¿cuándo?...” No sea flojo. --¿Altiro? --No, a la noche. El camión de la basura no quiso llevárselos. Y me preguntó que pa’ dónde más iba yo. Y yo le conté: –Voy a cortarme el pelo en una Academia que lo corta gratis. Y se rió. Se rió cuando le dije eso. --¿Así que se lo corta gratis?... ¿Por eso siempre lo lleva tan al rape?... Aunque se ve mejor cuando lo tiene larguito. Se ve más joven. --Yo no estoy ni ahí cómo me veo. Pero obligado a cortármelo cuando me crece mucho; o si no, la bruja me agarra de las mechas pa’ sacarme de la cama. ¡Y se mataba de la risa! --¿Su esposa?... ¿Ella lo toma del pelo para sacarlo de la cama? --¿Quién otra? Y seguía riéndose. Después quiso saber: --¿Y cuánto es lo que cobran en una peluquería para hombres? --La más baratieri, donde los maricones, cobra luca quinientos. --Tome, aquí tiene dos mil para que no se vea tan ridículo. Y me pasó dos lucas. --Con esto –le digo yo--, mejor me como un almuerzo donde la vieja de “El plato a quinientos”, y hasta me sobra pa’l litro. --¿Que no está su esposa en la casa? --No. No está ná. --¿Salió? --Yo creo. No la he visto en toda la mañana. --¿Y no le dejó almuerzo? --No sé. No he mirado en el refri; como pasa desenchufao... Los peques se lo comen


todo... --¿Y le dijo para dónde iba? --No. --¿Sale todos los días? --No. Sólo los quince y los fines de mes. --¡Ah!... ¿Y por qué? --No sé. --¿Y... llega y sale? --Sí. --¿Y sus peques? --Por ahí deben andar. --¿Y usted no le llama la atención al regresar, por haber dejado a los niños solos? --¡Y qué!...; si llega cargá de mercadería. --¡Ah! ¡Entonces, sale a trabajar! ¿Y en qué está trabajando? --No sé. Cuando le pregunto, lo único que dice es que tiene “Turno”. --¿De noche? --¿Que se puede hacer turno de día? --Entonces, sí que trabaja. ¿Y de noche? --¡Ajá! --¿Y siempre los puros quince y los treinta? --Síp. -- Y como ella siempre trae algo, usted... usted no le dice nada. Me encogí de hombros. --¡Este Miguelito!... –Y aguantaba la risa--.¿Y a qué hora?... ¿A qué hora llega al otro día? --Poco antes de almuerzo; apurá. También trae leche... galletas... --Comprendo. ¿Y usted, todavía... todavía no encuentra algún trabajo? --¿Qué? --Nada. ¿Y alguna vez, ella ha llegado con las manos vacías? --Varias veces. Cuando llega de madrugá y empalá de frío. --De madrugada... ¿Y sin nada? --¡Yáp! --¿Y usted?... ¿Y usted, qué le dice cuando viene llegando a esa hora y sin nada de nada? --¿Y qué le voy a decir? Si en esos casos llega con un hueón y uno empieza a


conversar. --¡Ah!... ¡Más encima llega con alguien! ¿Y aún así usted no le dice nada? --¿Y qué le voy a decir?; si en cuanto me lo presenta, él mismo me pasa las cuentas de la luz y el agua. --¿Pagadas?... --Yo creo. --¡Oh!... ¿Y usted... y usted... –no podía ni hablar de la risa-- ¿Y usted no se pregunta el por qué... él paga esas cuentas? --Porque tiene plata, supongo. --¡Este Miguelito!... Tome. Aquí tiene mil pesos más para que se sirva algo; pero se corta el pelo, ¿ya?; que se lo dejen larguito para que se vea mejor. No quiero verlo todo cortado a tijeretazos. Dio media güelta, y tapándose la boca ¡se fue corriendo!, como apurá pa’l baño. ¡Vieja tonta! Yo no sé qué encontraba de tan chistoso.

Y me vine con tres lucas. En “La Bodega Azul” había una oferta: una garrafita de un tinto matapenquero a 2,990. Me corté el pelo gratis, al rape, y ni me acordé de almorzar. Teniendo vino, no siento las tripas.

Al salir del negocio, descubrí que me habían tajiao un neumático de la Mini; de picaos que son; como no vale la pena robársela, por lo penca que es... Me la encontré en un basural, toda mogosa, sin frenos y sin asiento. Y como las ruedas todavía daban vueltas, me servía. Tengo que frenar con el taco. Al principio, por la falta del sillín, ponía algún pedazo de cartón o diario sobre la punta del fierro pelao, pero igual dolía. Después, de una tabla, le hice algo así como un pisito; es duro y me las raspa, pero sirve. Y con un tablón que arranqué entero de un cerco, le hice el cajoncito cuadrado que tiene en la parte delantera, a manera de canastillo. Me quedó maomeno, no más; demasiado pesado, eso sí. Por eso a mi bici, le da por irse de punta. Si la suelto, se da vuelta de carnero. Cuando la dejo sola durante mucho rato, afirmada en alguna reja, al regresar encuentro el cajoncito lleno de papeles sucios..., palos de helados..., colillas de cigarrillos... botellitas desechables..., restos de completos... escupitajos..., etcétera; como si mi bicicletita fuera tarro de la basura. Bueno; quizás eso mismo hace que no me la choreen, de asco. Así que, obligado a venirme a pata con ella al hombro.


Al llegar a la palomera encontré a la bruja con otro gallo; uno que ni le conocía. Uno flaco y alto; medio viejón y con pinta de paco jubilao. Ella aún andaba con su vestido de salida; ese rojo con pintas blancas, bien escotado y que le redondea la alcachofa. Estaban comiendo pollo asado con papas fritas. Bien rico el pollo. Yo puse el vino. ¡No voy a estar puro bolsiando!... Uno también tiene su dignidad. Después, jugamos a las cartas. Este gil es mucho más simpático que otros que le he conocido; aunque todos son re buena gente con nosotros. Pero este es más piola. De cualquier cosa hacía un chiste. Cuando le pedí un cigarro, insistió en que me quedara con toda la cajetilla. Y me preguntó si necesitaba un par de billetes. Yo me reí. --¿Cómo se le ocurre? –le dije yo--. No me gusta abusar. --Está bien –me respondió, muy serio. Y me quedó mirando. Después jugamos al dominó: a gamba la pasá y a luca la dominá. Ella tuvo que afirmarme. ¡Y tiene una raja!... Nunca termina con menos de una Gabriela en los bolsillos. Él mismo, a cada rato y diciéndome “Con su permiso”, le metía los billetes por el escote. Como hora y media después, yo, muerto de curao les pedí que me perdonaran porque me quería ir a dormir. Ellos dijeron que preferían quedarse en la salita viendo una película. ¿Y qué les iba a decir yo, también?... Él era el que se había paletiao con el arreglo de la tele; salió en la conversación. Y yo, el mal agradecido, que recién venía a conocerlo. Al pararme, y por querer darle una palmada en la espalda por paleta, casi me voy de hocico. Se enderezó de un salto a afirmarme. Me ayudó a subir la escala y no me soltó hasta dejarme en mi camita, en el segundo piso. Me sacó los zapatos..., me ayudó a meterme entre las sábanas, con ropa y todo..., me acomodó la almuá..., y hasta quiso saber si estaba cómodo así. Me costaba hablar. Muerto de sueño, le tiré un corrío: --Ma... ñana..., voy a tener que... que ver... co co... cómo arreglo... mi bicicleta. --No se preocupe; yo me encargo –dijo él; mientras me tiraba a los pies mi chaquetita. Desde la puerta, me preguntó si me apagaba la luz. Y ya no supe más. Creo que me tiró un besito..., no sé; o lo soñé.

¡Buena honda el gallo! Mi señora sí que sabe encontrar buenos amigos. ¡No hay caso con mi señora!


Castradores de bosques

Me divierte manejar sobre la calzada rociada por la escarcha de la madrugada y oír la resonancia del oxido atrapada entre los fierros de este monstruoso transporte, los automóviles parecen estar estancados entre latas y luces rojas, mientras que mi bicicleta y yo danzamos sobre la vía esquivando los motores de cuatro ruedas, la euforia de las bocinas que expelen estos vehículos extinguen la música oxidada que me acompañaba. Con mis dos ruedas consigo que nos desprendamos de la ruta y optemos por un sendero más tranquilo. Todos los días suele ser el mismo camino, la misma distancia y el mismo entorno… pretender desprenderle los accesorios a mi transporte significa desgarrar una historia de las que hemos vivido, no podría arrebatarle los espejos y reemplazarlos por algo más moderno, ni siquiera otros frenos, ni luces, me registro como sicótica, ese sentimiento que a veces tenemos las personas hacia los objetos muertos nos convierten en sujetos emocionalmente dependientes y creamos lazos extraños y curiosos… que al parecer no queremos indagar en lo más profundo por que estamos bien así. Hoy es un día distinto, no hay demasiada escarcha, ni exceso de helada, prefiero ir por la vía sin destino, hasta que termine la ruta, en Chile no son muy extensas y siempre tienen un fin, los frenos parecen ir bien y la monotonía del oxido está acorde con la velocidad que manejo, no hay ciclistas en el camino ni peatones aturdidos que se burlen de un supuesto choque que les puede dar una rueda a 10 km/hrs. Todo parece tranquilo, avanzo, adelanto y continúo pedaleando…Sin embargo, el entorno digiere un metamorfosis surrealista, como si el viento y el estrépito del oxido hubieran advertido un supuesto mensaje, pero no fue posible descifrar los avisos y tuve que desafiar a la desdicha de frente, vertiginosamente observo que me estoy fusionando con un bosque


que jamás había notado, las hojas de las ramas van palpando mi rostro a medida que avanzo, con delicadeza abordan mi epidermis hasta envolverla por completo, ya no veo el manubrio de mi bicicleta, pareciera que flotara sobre hojas y ramas, comienzo a creer que los árboles se han desayunado la ciudad y que jamás saldré de este laberinto verdoso, trato de detenerme, pero algo me derrumba y estrello mi cabeza contra el asfalto cubierto de pasto… todo el dolor que pude haber sentido en ese instante estaba bloqueado por el deseo de levantarme y agarrar mi bicicleta antes que un desconsiderado tratara de arrebatármela, pero no fue posible, estaba demasiado mareada y volví a caer sin que nadie pudiera auxiliarme. Han pasado segundos, minutos u horas, no lo sé, no puedo distinguir el tiempo desparramada sobre la superficie, el sol parece estático y el tiempo confuso, la rueda delantera sigue girando como burlando las horas, por momentos creo que es mejor estar sola que rodeada de curiosos, es extraña mi argumentación al suponer que estando aislada estoy en menor riesgo que estar expuesta a mi depredadora especie, pero al mismo tiempo deseo que un sujeto advierta mi accidente para no sentirme desolada… nada sucede. La rueda no se detiene, talvez la velocidad no era prudente y me he suministrado una dolorosa dosis de castigo por irresponsable… Intento levantarme, ¡una!, ¡dos!, ¡Y hasta tres pruebas fracasadas!, pero reboto sobre el pavimento; En mi retina quedaron los recuerdos de un perro que fue arrollado por un camión, y no puedo evitar compararme con el infortunado animal que luchaba por su vida sobre la calzada, la gente miraba horrorizada y nadie fue capaz de acercarse en su triste agonía… tal vez ahora sucedería algo similar, si alguien me viera sospecharía de mi casual accidente por temor a que sea una trampa y lo asalte… ¿ por qué no?, quizás


yo también desconfiaría de mi raza. Los recuerdos son los culpables de robar nuestro presente. Las hojas de los árboles no se sacuden entre ellas, es como si el viento tampoco circulara por este sector, ¡diablos!... la paciencia se extingue y observo al infinito tratando de encontrar alguna salida. Al parecer me quedé dormida, los escandalosos sonido de las sirenas han entorpecido mis sueños, hasta que logro desprender mi fatigoso cuerpo del fango y afirmar mi mano derecha sobre el pedal de la bicicleta que estaba ensamblada con las ramas del árbol Bodhi, al asomarme entre los fierros distingo una insaciable celebración, es una fiesta en la calle, ignoro su argumentación, sobre las pasarelas hay curiosos arrojando papeles que se apalean contra el viento, algunos han quedado atrapados entre las ramas y el barro. El silencio ingrato que pretendía hurtar mi alma dentro de este bosque sepultado en la ciudad y que silenciosamente nos está consumiendo es entorpecido por los huracanados vientos que han saqueado mi transporte cubriéndolo con publicidades, informaciones de eventos que lanzaron los individuos, pareciera que todo el esmalte verde y el aroma a bosque que me tenían sumergida con gratas alucinaciones se extinguiera con la presencia humana, los motores y los gritos eufóricos de las maquinas que con bocinas pretenden notificarle al cosmos que estamos de fiesta, han enterrado el bosque por completo y mi bicicleta ya no la podré encontrar entre tanta multitud y basura…nadie ha notado el daño que estamos ocasionando cuando algunos personajes se cuelgan de las ramas para romperlas y convertirlas en astas de banderas, ¡que brutalidad!, tampoco hay conciencia del deterioro que provocan al quemar neumáticos sobre la carretera, parecemos bestias descontroladas desquitándonos con lo que nos resguarda, ¡simios


eufóricos desvergonzados!, registro en mi alma la vergüenza de mi sangre y me destierro de ese hundimiento descarado. Al caminar por la avenida ya no disfruto como antes los sonidos acústicos que se oyen en una ciudad, extraño pedalear y oír la vibración perfecta de las hojas cuando se revuelven con el viento, puedo recordar y deleitarme de la energía generada por el pedaleo constante mientras que la brisa golpea suavemente el rostro cuando conduces, puedo disfrutar de la vida respetando y comprendiendo que el tiempo es infinito y no hay que apresurarse, puedo entender que los errores nos consumen y que estamos eliminando lo que nos custodia, somos ingratos y fácilmente reemplazamos por conveniencia, lo que me tranquiliza es saber que existen personas trabajando por mejorar nuestra familia o linaje, ojala fuéramos más los concientes dentro de esta confusión humana, temo por un deterioro irreparable…


Valpo, 5 de enero

Era 5 de enero, estaba en la playa y me la encontré, una bici con una canastita. Es de una mina pensé. Esperé harto rato al lado de ella para devolvérsela a su dueña, pero nada. La guardé con la idea de dársela a mi hermana que estaba en Santiago. Ya tenía todo listo para echarla al auto. Estaba vacacionando en Valpo, seguí mis vacaciones normalmente. Un día me puse a pensar en la dueña de la bici y pegué unos cartelitos ofreciendo devolver una bicicleta si la persona acertaba a una descripción medianamente minuciosa. Había salido con mis amigos a la playa y yo como jugarreta había sacado la bici a la playa. De repente se me acerca una mujer vestida de forma deportiva y con colores vistosos, llevaba chalas en las manos. “¡No puedo creerlo! Creí que nunca la encontraría, que se la habían robado. Perdón, soy Vanesa y esta chiquita La Viajera”. -Esto último lo hizo apuntando la bici-. “Gracias, muchas gracias” “Te acompaño a la calle.” “Yo vengo en bici desde Santiago, lo hago unas tres veces al año, cuando el trabajo me lo permite. Me gusta irme recorriendo los pueblos pequeños, esos que con suerte salen en el mapa. Me quedo en ellos a dormir, llevo mi carpa y todos los implementos. Me gusta quedarme a conversar con los lugareños, son tan particulares, cada uno con sus dichos y enseñanzas. A veces viajo más al norte, he llegado al valle del Elqui en bici. Ese fue un viaje precioso. En la noche las estrellas parecían que se multiplicaban ante tus ojos, como si hubiera un hombre que tirara burbujas luminosas con una bombilla y no dejaba ningún espacio sin un puntito brillante. Es para volverse loco. Imagínate ponerte a contarlas ja ja ja ja. Ja ja ja ja”. Yo soy Esteban, no lo había mencionado. Soy


de Santiago también, pero me vengo en auto. Y vengo frecuentemente para acá, con mis amigos, solo también, esta ciudad para mí tiene un magnetismo maravilloso. Siempre que organizo un viaje termino llegando acá, como si todos los caminos condujeran acá. Je je je je. “Yo junto plata y llevo cargamento en comida para una semana, todo lo mínimo, después me subo a la bici y dejo que ella me conduzca, que ella determine el destino. Y siempre tengo historias para recordar, como cuando en las afueras de Temuco una familia me invitó a tomar leche al pie de la vaca, estaba deliciosa y me dieron una botella para el camino con muchas recomendaciones para que volviera. Bueno, aquí sigo adelante”. Vanesa tomó con cuidado sus chalas y se las puso, con más cuidado tomó la bici y se subió a ella. “Que tengas buen viaje”. Parecía que Vanesa emanaba un magnetismo ascético, cierta energía al hablar, cierto candor al tomar la bicicleta como si se tratara de un tulipán delicado o un cristal precioso. La miré irse, desplazarse entre los autos con la astucia de un tigre de bengala. No sé si era su bicicleta o ella misma, o las dos, pero resplandecían. En tan corto tiempo supe amar a Vanesa.


Bicicletas oxidadas Vinimos en silencio a buscar estas dos bicicletas oxidadas, arrumbadas al fondo de la leñera entre mucha tierra, muchas astillas y demasiados insectos. Siempre odié los insectos, tú lo sabías y me defendías de ellos, los espantabas antes de que yo alcanzara a verlos, o al menos antes de que yo me percatara de lo que estabas haciendo. Ambos sabíamos que debía ser al revés, que era yo quien te debía proteger, pero en esos días no te molestaba cuidarme también de vez en cuando. Y luego aprendimos que las cosas no tienen y nunca tendrán un orden definido, sencillamente porque no hay razones para que así sea. Sabes que se trata de un gran esfuerzo; me sacrifico y sin titubear —titubeando de manera que nadie lo note— me agacho, contengo la respiración y fijo la mirada en un punto que no me recuerde lo que hay a mi alrededor, nuestro alrededor. Los guantes ayudan, no siento la herrumbre en mis manos y me concentro en olvidar la cantidad absurda de telaraña que he visto en los últimos minutos. Cientos de patas pequeñas corren por mi espalda, mis brazos, mis piernas, estoy seguro, pero no me importa — intento que no me importe— y fijo toda mi atención en asir firmemente los fierros del trasto que hace tanto aprendiste a montar. En esos días los inviernos no parecían tan fríos y los veranos aún eran agradables; no existían tantas luces, tantas cosas luminosas para distraernos de los demás y de nosotros mismos. Cualquier excusa era buena para salir a pedalear un rato. También recuerdo la primera vez que te caíste. Chocaste contra la cuneta con la rueda delantera y saliste disparado, volaste sobre la bicicleta —que no se preocupó de seguirte y cayó allí mismo— y luego tu cuerpo se arrastró más de un metro por la acera para frenar con la cerca de madera ubicada frente a tu casa, nuestra casa, desde donde yo te miraba por la ventana. Me lo ha traído a la cabeza ese par de rayos ligeramente


torcidos que noto en el aro delantero. Quisiste imitar a tu primo menor, cómo alcanzaba la acera desde la calzada sin problemas. Te dirigiste velozmente hacia la cuneta, pedaleaste sin titubear —y yo titubeo en secreto mientras salgo de la leñera con el trasto en las manos—, quedaste tirado junto a la cerca de madera. Pensé que habías muerto. Nunca te lo dije. Por eso me paralicé y fueron otras personas, otras manos las que te llevaron adonde podrían curarte, arreglarte. Pero yo pensé que estabas muerto. Me paralicé pensando en qué le diría a tu madre. Cuando los curiosos y los buenos samaritanos se fueron tú también habías desaparecido. Salí sigilosamente y dejé la puerta sin cerrar. El cielo me pareció hermoso, una mezcla de nubes grises y blancas y el sol como un foco detrás de una pantalla ajada. Crucé la calle y me agaché a recoger la bicicleta, porque sabía que era una buena bicicleta, y quería que la tuvieras cuando me fuera. El golpe había sido brutal, un golpe que te había matado, pensaba, y a la bicicleta no le había pasado nada, nada. Era —es— una muy buena bicicleta. Me fijé —igual que ahora— en que sólo tenía un par de rayos ligeramente torcidos en el aro delantero. Pero qué digo, si pensaba que estabas muerto —realmente lo pensaba, oh, Dios— y también que debías tener una buena bicicleta para cuando volvieras. De la muerte, tal vez, no sé. Desvarío, tal como lo hice ese día, hace ya… ¿cuánto? 15 años. Entonces me fui. Entré la bicicleta, la guardé en la leñera, llené un bolso con tonterías —ropa, un libro, algo de comida, quizás— y salí a la callé sigilosamente, dejando la puerta sin cerrar. Me fijé otra vez en el cielo y volvió a gustarme. Presagiaba algo, tal vez algo bueno. Se parecía al cielo de hoy. *** Por eso, quizás, cuando me abriste la puerta pensé que podría no ser tan malo. Tenemos las bicicletas afuera, y aunque hablas poco ya dijiste lo necesario. “Vamos a pedalear un rato”, dijiste después del hola, mucho rato después del hola. Esperaba algo


más parecido a la rabia o la negación, pero me alegró tanto ver tu cara después de… ¿15 años?, bueno, la misma cara de niño después de tanto tiempo. No me cuestioné tu falta de sorpresa. No me cuestioné nada. Supe que después de la muerte de tu madre te quedaste viviendo en la casa. También supe que la empresa en donde ella trabajaba pagó tus estudios universitarios. He visto como sales en la mañana y como dejas el edificio de tu oficina, triste, solo. Y es por esta tristeza y por esta soledad que he decidido venir a verte. Como si me hubieras estado esperando, me saludaste con un gesto de la mano y desapareciste por la puerta de la cocina. Miré a mi alrededor. Aunque todo estaba diferente, tan diferente a cuando yo vivía allí, supe todo se encontraba en su lugar. Sentí orgullo y me avergoncé. Las fotografías son de ti y de tu madre. Muchas de cuando eras un niño. No aparezco en ninguna. Entonces volviste, sonreíste —¿me sonreíste?— y me invitaste a pedalear. Fuimos hasta la leñera. Tal como no te sorprendió verme en la puerta, yo no estoy sorprendido de haberme vuelto a encontrar con esta bicicleta. Era, es una buena bicicleta. Aunque se ve algo oxidada y rechina un poco, se halla lista para lo que vamos a hacer. Quisiera saber si la usaste alguna vez, quizás mientras aún estabas convaleciente, o cuando saliste del hospital, si es que tuviste que quedarte allí un par de días, o tal vez a la mañana siguiente, mientras yo me alejaba por algún camino que ya no recuerdo, sin sospechar que me traería de vuelta hasta acá. No me atrevo a preguntarte. Sé que no la has usado en un buen tiempo por el polvo y las telarañas, pero esto no significa que no la hayas usado alguna vez. Tal vez la dejaste de lado por la bicicleta que llevas ahora, una que también está oxidada. Tampoco me atrevo a preguntártelo. Te sigo por una calle larga y el sol del mediodía amenaza con quemar nuestras camisas. Caminamos, llevamos las bicicletas durante mucho tiempo. Me parecen horas,


pero sé que se trata de minutos. A veces siento que el corazón me va a estallar y no sé si son los kilómetros o los años. Los años que han pasado desde que me fui. Desde que te dejé. Solo. Triste. No has dicho nada, apenas me has mirado, y sé que sabes que podría largarme a llorar en cualquier momento. Seguimos caminando y viene una pendiente muy pronunciada. Y te subes a la bicicleta sin avisar. No miras atrás. Yo subo a la mía para seguirte. Vas tan rápido que debo esforzarme si quiero alcanzarte. Mi bicicleta —tu bicicleta— se vuelve ligera, rechina, se queja, solloza, y ya no sé si este sonido y este temblor provienen de ella o de mí. Y ya te alcanzo, bajando a toda velocidad por esta pendiente cada vez más inclinada, y los ojos se me van cerrando con la humedad y el viento y lo último que consigo distinguir son tus piernas moviéndose con más fuerza, girando más y más rápido justo cuando estoy casi codo a codo contigo. Y tú aceleras y te vas. Y cuando me doy cuenta de que no te voy a alcanzar oigo el crujido, siento que me hundo en el pavimento y todo lo demás desaparece. Pero no, se trata de algo más simple, del chasis oxidado que cede, de la horquilla que se abre, de los piñones que se desquician. Y ruedo cuesta abajo junto con la bicicleta oxidada, desarmada, rota, en piezas, igual que yo. Mi caída se detiene sólo al llegar al final de la pendiente, y allí me percato de que entre los fierros retorcidos asoma intacto el neumático delantero, apenas un par de rayos chuecos. Un buen neumático. El resto parece chatarra oxidada. Antes de cerrar los ojos veo que te sigues alejando en tu nueva vieja bicicleta, tal vez porque has pensado que no voy a sobrevivir a esta caída, tal vez porque crees lo contrario. Y quién sabe, las cosas nunca han tenido orden ni demasiados motivos. Yo, al menos antes de que todo desaparezca, sé con seguridad que ya no vas a detener tu bicicleta ni te vas a voltear. Y que yo ya no te voy a alcanzar.


Cómo se compra un terruño de cerro Chimpawa era una persona algo diferente a los demás, sí, porque gustaba de andar mucho en su bicicleta, recorría parajes lejanos en ella como cuando salía y bordeaba durante largas horas el Bío-Bío, donde lograba conectarse en la soledad del camino

con la

naturaleza de una manera más íntima. Era así que cada fin de semana tomaba su cleta (como le decía a su bicicleta de manera amistosa) y se iba hasta donde sus energías le alcanzaran. Pero, como había aprendido que en esta vida no todo lo bueno es para siempre, ni la felicidad es sempiterna, tuvo que llegar a la capital por esas cosas, que la gente llama comúnmente “del destino”. No le pareció gran cosa, en el fondo sabía bien que el único camino era adaptarse a las nuevas situaciones que de aquí en adelante se le presentaran, en fin de eso trataba un poco la vida ¿no? Ya desarraigado de las rutas verduzcas, mares indómitos y salvajes, de las lagunas plateadas y ríos diáfanos, no le quedó otra opción que acostumbrarse a los gigantes grises. Había dejado la octava tierra de Chile por la metrópoli. Su espíritu era un ente libre, y en este gusto por descubrir, su cleta era su compañera incondicional. De esa manera llegó a conocer el cerro San Cristóbal en busca de un poco de aire limpio y de paisaje verde. El cerro se convirtió en su lugar habitual de salidas junto a su chancha (otra forma de llamar simpáticamente a su bicicleta). Aquí vio muchas cosas graciosas y otras no tanto: accidentes, otros ciclistas, deportistas varios, enamorados,


trotadores, extranjeros, teleféricos, casamientos, carabineros, un zoológico, perros vagos, ratones, una virgen, antenas, familias, pingüinos (estudiantes), la capa de polución que se cierne sobre todos los santiaguinos, lindos ocasos, vistas panorámicas, lugares de camping y de picnic, sabrosos motes con huesillos, los que se acostumbró a consumir después de subir el cerro, en especial en los días de calor, etcétera. Comprendió que el cerro no era solo uno de lo escasos pulmoncitos, sino un lugar de esparcimiento para personas que quisieran escapar de vez en cuando de lo brutal que en algunos momentos les pudiera resultar su alterada y bulliciosa ciudad. Uno de los días en que había subido para entrenar, ya se disponía a regresar a casa cuando se le atravesó por la mente el pensamiento de que nunca le había ocurrido un accidente en el cerro por suerte, a pesar de lo temerario que se había vuelto con tanto tiempo de práctica. Pensando en esto mientras descendía por la curva en “U” que hay justo donde está el jardín japonés, Chimpawa se cayó de la cleta de manera violenta quedando herido de su pierna y de su codo, nada grave por supuesto, nada que no se pudiera sanar con un poco de alcohol y una venda. Fue entonces de manera casi premonitoria y en medio de la tragedia mientras reía, que se percató de que era la primera vez que compraba un terruño de cerro.

FIN



¡Una bicicleta! ¿Dónde? Cada vez que me desplazo por las calles son muchas las cosas que me dicen –me gritan– ¡La calle no es para las bicicletas! –eso es lo más suave que escucho. Pero yo no les hago caso y sigo feliz, sintiéndome libre y compadeciendo a los pobres automovilistas que, con cara de angustia piensan en que van a llegar tarde a la oficina. El sudor les corre por la cara, apretan el acelerador sin poder avanzar, dentro de esas cajas metálicas que rugen y echan humo. Imagino que al ver pasar frente a ellos algo más pequeño, más liviano, sin ruido y que no bota humo, simplemente les dan ganas de gritar: ¡la calle no es para las bicicletas! En uno de esos días en que iba feliz, sin hacer caso a los habituales improperios de los gentiles automovilistas, me encontré con que parte de la calle estaba cerrada por trabajos. No me quedó otra alternativa que subirme a la vereda. Con mucho cuidado fui esquivando a los peatones. Pero, cuando me detuve frente a un semáforo en rojo, me llegaron unos gritos espantosos, ¡Ay! ¡ayaayyy! Qué le habrá pasado a la pobre señora, pensé, y me acerqué para poder ayudarla. Pero curiosamente, a medida que me acercaba, ella más fuerte gritaba. Entonces escuché, ¡Una bicicleta! ¡auxilio! ¡socorroooo! Y grité también, ¡Una bicicleta! ¿Dónde? –me miré– ¡Yo soy una bicicleta! – Me quedé calladita, así nadie se daría cuenta de mi anatomía, pero todos me gritaron ¡La vereda no es para bicicletas! Entonces me pregunté ¿Por dónde voy? Los automovilistas me dicen que la calle es para los autos y a una señora le da crisis de nervios porque me subí a la vereda, que sólo es para los peatones. Me quedé pensando un poco triste. Si yo no molesto a nadie, no ocupo gran espacio, me muevo en silencio, sonrió, saludo a todos... Entonces me fui por un parque. Aquí no gritan nada ¡Por fin! Por aquí podré correr feliz, no hay nadie que me grite que por aquí no puedo andar. Pero mi alegría no duro mucho, mientras yo saludaba a los niños, que risueños me pasaban la mano, y otras personas se sonreían al verme paseando, algo negro, grande, salto sobre mí. Rodé por el suelo ¡Ay! ¡Vi estrellitas! ¿Qué fue eso? y una voz ronca me gritó – ¡Los parques no son para las bicicletas! – ¿Cómo que no? ¿Si aquí no hay autos y a los peatones les gusta verme correr con mis dos rueditas? – ¿Es que no te han dicho? ¡los parques son para los perros! – No, nadie me ha dicho eso. Entonces, más triste que nunca, me fui a casa. Me quedaré ahí, en un rincón donde no molestar a nadie. Mientras estaba sumergida en esos pensamientos, contenplando el rodar de mis ruedas, una pequeña mariposa agitó sus alas y se alejó volando por el cielo. Estaba muy bonito ¡Cuanto espacio! sin autos, ni gritones, ni perros... Y levante mis rueditas y me puse a volar. Volaba muy alto, iba y venía haciendo piruetas. ¡Qué felicidad! Ya nadie me gritaba cosas. Hasta que de pronto me empujó una ráfaga seca y amarga ¿Qué está pasando? ¿De dónde viene es eso? Un aparato gigante, más aún que las cajas metálicas que conocía, y mucho más estruendoso, me alcanzó. Alguien a través de una ventanilla me gritaba – ¡El cielo no es para las bicicletas! No puedes volar ¿No te han dicho que el cielo es sólo para los aviones? – No… no sabía, me bajaré... Volví, me fui a un rincón y decidí quedarme ahí para siempre. Nunca más saldría a ningún lugar. Estaba de lo más dormida cuando alguien tiró de mis rueditas, ¡ay duele! –grité– ¿Qué pasa? – Vamos, vamos, hay que salir, ya es tarde –me habló una voz suave. ¡Sí vamos!, vamos. Todo había sido un mal sueño. Menos mal, que sólo fue un mal sueño. Porque vivo feliz en un lugar donde comparto con todos y nadie me grita nada. Sólo lo soñe.


Montaenunabike

Hacíamos el amor muy seguido y en diferentes lugares. Con ella no éramos pareja, éramos amantes. Cuando nuestros cuerpos estaban cerca sentíamos la necesidad de ser uno. Nos conocimos en un proyecto de trabajo, ambos somos paisajistas. Hace un año un actor muy famoso nos contrató para diseñar su jardín que estaría junto a su museo personal. -Amaya. -Ariel. Esa fue nuestra presentación, nuestros nombres. Pero no era lo primero que sabía de ella. Cinco minutos antes la había visto llegar en una bicicleta, es una mujer hermosa de eso no hay duda, pero su gracia aumentaba sobre la bici. El sueño que nunca tuve se hizo realidad. Esa misma tarde fuimos juntos en mi camioneta a buscar unos árboles de magnolia que el dueño había pedido como centro del jardín. Ella conocía una parcela que estaba fuera de la ciudad, según ella en ningún otro lugar encontraríamos tantos magnolios y de distintas clases. -Me gustan las magnolias, dijo. -A mi también, dije sin darme cuenta de mis palabras, si el amor a primera vista existe ésa era mi primera vez. Estar cerca de ella me confundía, buscaba palabras inteligentes para sorprenderla pero de mi boca salían comentarios sin sentido. -Concéntrate, me dijo. -Concéntrate, pensé. Cierto, nunca había visto tantas magnolias juntas, bonito espectáculo. -¿Se dará cuenta de la diferencia entre la Soulangeana y una liliflora? -Sí…¿o no? De la seguridad a la ambieguedad en 5 letras. Me miró fijamente, se dio cuenta. En ese momento descubrió el efecto que tenía sobre mí. Yo lo supe esa misma mañana cuando la vi. -Una liliflora, me gustan más. Traté de no pensar en sus pechos, en sus cadera, en sus piernas. Quería sentir su cuerpo, besarle los senos. Manejé. En la mitad del camino de regreso ella me pidió que paráramos, se bajó, me bajé. Me tomo la mano, se la tomé. Me pidió que la siguiera, que me sentara en el pasto, que la desnudara. La seguí, me senté, la desvestí.


Llevaba puesto un sostén y unos calzones pequeños y negros, mi color preferido para la ropa interior que no es mía. Adivinó que me sentía en un sueño, me pellizco, me rasguñó, me mordió el cuello. No era un sueño. Nadie pasaba por el lugar, pero podía aparecer un vehículo o una persona en cualquier momento. La camioneta estacionada, los magnolios, su boca. Hicimos el amor, mejor dicho rehicimos el amor. Me perdí en su triángulo de las Bermudas. Nos devolvimos a la parcela, diseñamos los planos del jardín, hicimos el boceto de pequeñas rejas para los pavos reales y faisanes que vivirían en el lugar. -Esto se va a parecer al museo de Dolores Olmedo en Xochimilco. -Sólo faltan los perros xoloitzcuintles. Pronunciación perfecta, buena intervención, bien. Sin mirarme se acercó, desabrochó en 1 segundo todos mis botones, me empujó sobre los planos que estaban sobre la mesa, se empujó sobre mí. Era la segunda vez que estaba dentro de ella, está vez lo hacíamos con ropa, Su pelo largo iba de un lado a otro, mi mente también. La cortina se movió. Será nuestro empleador, es que también los famosos son voyeristas, como todos. Nos pueden despedir. Nos pueden matar y no me importaría, pensé. Terminamos nuestro trabajo después de dos meses, el actor, que en todo este tiempo apenas cruzó con nosotros un par de conversaciones, nos entregó un pago extra muy generoso. Por nuestro talento, nos dijo. Mientras estuvimos trabajando en la mansión hicimos el amor en el jacuzzi, en la cocina, sobre una lavadora, frente a una costosa pintura, en la azotea, de pie junto a una columna, en la cama del dueño, dentro de un auto antiguo, en la cancha de tenis, sobre una mesa de billar, en un ascensor, en el jardín. Seguimos siendo muy buenos amantes después de trabajar juntos, fuimos frente al mar a seguir con nuestro rito, de día de noche, en la arena en el cielo. Mirando las estrellas. Mientras fumaba un cigarrillo me dijo: -Quiero hacerlo sobre mi bicicleta. La miré y sonreí. Esta mujer está tan loca como yo, pensé. Un domingo fui a su casa, la tarde se estaba despidiendo cuando la besé y empecé a levantarle el vestido. -En la bicicleta. Dijo muy sería. Miré a través de la ventana y observé la bicicleta verde apoyada a la pared. El patio nos daba la privacidad que necesitábamos pero que no queríamos. Salimos desnudos, rápidamente me subí a la bicicleta, ella se subió sobre mí. Inmediatamente nos caímos, ella sacó la peor parte con un gran moretón en su espalda, me sentí muy ridículo en el suelo desnudo con una bella mujer sobre


mí y una bicicleta sobre ella. Lo intentamos una hora después con los mismos resultados, al otro día no nos fue mejor. No podíamos hacer el amor sobre la bicicleta, después de una mueca de decepción se paró del pasto y corrió adentro de la casa, volvió con un par de rueditas de bicicleta, esa que todos usamos alguna vez cuando niños, ahora volvían para ayudarnos. Desnudos en el patio empezamos a ensamblar las rueditas. Perfecto. Hagámoslo. Los intentos fallidos y la espera ayudaron para que el sexo fuera increíble, nos movíamos como nunca y la bicicleta seguía en el mismo lugar, erecta. Algún vecino intento un reclamo pero nuestros quejidos lo callaron todo. Nunca había sentido un placer tan intenso, hay cosas que nunca se olvidarán. Después de ese día nada fue igual. Parece que la bicicleta nos llevó a la cima pero también empezó el descenso de nuestros deseos. Se acabó, nunca más volvimos a sentir nuestros cuerpos enrollados. Y cuando nos veíamos ni siquiera nos saludábamos con un beso. Me parecía increíble sentir que esa mujer había despertado mi lado más sexual y ahora era nada más que una conocida, nunca supe muchas cosas de ella. Pasaron 6 meses y me llamó. -Hola. -Hola. -Tengo el negocio del siglo, necesito que nos juntemos en el Gonzo. -No me gusta ese bar, -A mí tampoco, pero está cerca de un lugar que te quiero mostrar. -Ok, a las 7. -Nos vemos. Estaba seguro que quería tener sexo conmigo, se le debe haber ocurrido un lugar nuevo donde hacerlo. ¿Quedó alguno? Como sea. Le diría que no, que no es bueno mirar el pasado, que las cosas pasan por algo, que la vida sigue, todas esas cosas que se deben decir en estas situaciones. Años que no iba al Gonzo, estaba igual.. Salí muy ebrio de ahí una vez, bueno en esa época salía borracho de todos lados.


-Un pastis. -Me gusta el anís. -¿Cómo estás? Obvio muy guapa. Pero a lo que vine: que… -Quiero poner un motel contigo allá al frente. Apuntó a un taller de bicicletas. Se rió de mi cara, yo también me hubiese reído. -Otra vez. -Ok, escucha, siento que la fantasía de tener sexo sobre una bicicleta está oculta en la mente de todas las personas. Será un éxito. El motel tendrá la entrada de ese taller de bicicletas, muy discreto, pero entrando tendremos un acceso al segundo piso, donde habrán muchos cuartos con bicicletas, para que los amantes descubran los beneficios de andar en bicicleta. Sonrío de su propio chiste. -Le tengo hasta un nombre. No estaba callado porque ella no me diera el espacio para hablar. Estaba callado porque no tenía palabras. Hablaba tan segura, me contagiaba poco a poco con su idea. -Montaenunabike. ¿Ah? Está muy bueno, pondremos un gran cartel de neón fuera del taller, algunas personas entrarán a arreglar sus bicicletas, otras a tener sexo. Ganaremos mucha plata. -¿Dónde entró yo? -Seremos socios, fifty, fifty. Tu la mitad de la inversión yo la otra mitad. Lo mismo en las ganancias. ¿Por qué no? Ya estoy un poco aburrido del trabajo como paisajista y este puede ser un buen negocio. Nos demoramos muy poco en tener todo listo, teníamos mucha energía en el proyecto. De nuevo éramos uno, esta vez para levantar el motel Montaenunabike que abrió sus puertas 3 meses después de que nos habíamos juntado en el bar Gonzo. Los cuartos son increíbles, bicicletas de todos los estilos y años. Unas en el suelo, otras pegadas en la pared y en el techo. Todo el cuarto está tapizado de felpa roja. Ya tenemos muchos clientes, aburridos de que sólo la cama sea escenario de sus pasiones, siempre está lleno. Era verdad, vamos a ganar mucha plata. Antes de dormir me estoy contando un cuento.


La Bicicleta Azul por Valeska A. Olivares O.


Comenzaré por contarles como la bicicleta azul llego hasta mí, algunos no lo creen, pero efectivamente las cosas sucedieron como voy a relatarles. Cierto día, estando en el negocio de papá, la vi por primera vez, afirmada sobre unas cajas, su llamativo color azul metálico cautivo por completo mi atención, era perfecta para mí, su tamaño y su forma eran tal cual la había imaginado. -la trajeron de premio, tienes que llenar unos cupones y participar si quieres ganártela- dijo mi padre con una pícara sonrisa, ya supondrán la cantidad de cupones que tuve que llenar con tal de ganarme la bicicleta, iba casi todos los días a verla y me aseguraba que se encontrase en el mismo lugar. Hasta que por fin, llego el esperado día en el que se daría el nombre del ganador, sin embargo para mi mala suerte, un hecho impostergable me condujo fuera de la ciudad y no pude estar presente al momento de la premiación. Lo que si recuerdo bien, fue cuando me dieron la noticia por teléfono, mamá hablaba de muchas cosas a la vez, que la casa, que el vecino, que mi primo y su polola, que mi abuela y ah!! derrepente, lanzo la noticia entre tanta palabrería: - …Y llamo tu papá y dijo que fueras a buscar la bicicleta…- y luego de un silencio añadió- ¿te regalo una bicicleta?-¿¿¿qué???, ¿me la gane?- dije sin dar respuesta a su pregunta y proseguí- pero ¿Cuándo?, ¿Cómo? ¡Hay que ir a buscarla y yo no puedo!, no me voy hasta el fin de semana, ¡pucha!… ¡que alguien la retire por mi!- no me convencía, nunca había ganado un concurso de nada en la vida, así que por eso me sentía muy contenta, esta era una ocasión especial, además estaba muy feliz, lo había deseado tanto y ahora por fin tendría mi propia bicicleta para ir a todas partes.


Y así fue como la obtuve, de alguna misteriosa manera salió el cupón con mi nombre y yo salí favorecida, pero eso fue algo que los demás participantes no quisieron entender, ahí comenzaron las quejas contra el concurso, “que estaba arreglado”, “que había sido trampa”, “que devolvieran los cupones”, en fin, llego a tal el descontento, que quise devolver la bicicleta para que todo se hiciera de nuevo y mi padre no tuviera mayores problemas con sus clientes. - papá, ¿usted arregló el concurso para que yo me ganara la bici?- le dije con mucha pena por lo sucedido- si fue así, no me importa, se lo agradezco, pero yo creo que es mejor devolverla…-Pero ¿Cómo?, ¿crees que yo haría algo así?, es cierto que tenía muchas ganas de regalarte una bicicleta y que por falta de dinero no había podido hacerlo, pero esta vez la suerte estuvo de tu lado y cuando metí la mano al buzón, saque el cupón que decía tu nombre y todos estuvieron presente cuando eso paso, saben que no miento- dijo con firmeza. - entonces, debe haber una manera de arreglar esto, sin que yo pierda la bicicleta que por derecho me gane y sin que usted pierda la atención de los clientes- dije, mientras pensaba en una posible solución. Esa tarde, de vuelta a casa, me fui andando en la bicicleta, el camino no era muy bueno, lleno de baches y hoyos, así que preferí subir a la vereda y doblar la esquina para llegar por otro lado, por el camino de tierra, iba lento, disfrutando cada pedaleo y lo refrescante del andar, manejaba con una mano y con la otra tocaba las puntas de los sauces que bordeaban el camino, muy cómodamente disfrutaba el moverme así por las calles, mejor que caminando y pensaba en lo liviano que se sentía mi cuerpo y en la ligereza que da, el andar sostenido por dos


ruedas . Pase por fuera de la panadería y el olor a pancito recién sacado, casi me hizo frenar, por suerte no lo hice, porque más adelante en el centro de la plazoleta, un grupo de gente anunciaba por alto parlante: “La 2º vuelta ciclística para jóvenes organizada por la Unión Vecinal nº 5 de la Pobl. Padre Hurtado”. Me acerque para saber más detalles y una señora de la junta vecinal me entregó un volante que decía: “2º Vuelta Ciclística para Jóvenes, organizada por la Unión Vecinal nº 5 de la Pobl. Padre Hurtado”. Inscripciones: Unión Vecina Pobl. Padre Hurtado, Circunvalación Ucúquer 454. De 10:00 hasta las 18:30 hrs. (Sólo por hoy hasta las 17:00 hrs en la plazoleta) 1º lugar: una bicicleta profesional, un casco aerodinámico, coderas y rodilleras, guantes, bombín, luces reflectantes y velocímetro, cadena de seguridad y una medalla de honor. 2º lugar: una medalla de honor 3º lugar: una medalla de honor

¡INSCRÍBETE Y PARTICIPA!

“Esta es la solución, les demostrare a todos los que dudaron, que si soy una digna merecedora del premio, pero si pierdo, entonces ahí, que se la queden ellos y ¡que no me hablen más de bicicletas!”- pensé y raudamente fui a la mesita que había en el centro de la plazoleta para inscribirme. -¿¿vas a competir??- dijo con estupefacción mi primo-hermano Palomo, ciclista aficionado a armar y desarmar bicicletas, cuando le conté la idea que tenía en mente –pero ¿estas segura cabra chica?-Si estoy segura, para eso vine a verte, quiero que revises mi bici y la dejes en perfectas condiciones para la carrera del sábado- respondí con determinaciónnecesito que veas los frenos, el aire de las cámaras, que dejes balanceadas las ruedas y ¡ah! que le pongas un velocímetro al manubrio-


- ¿un velocímetro a tu bicicleta azul…?- se quedó meditándolo unos segundos y luego agregó -mmmmm, bien, te ayudare pero tienes que ganar, ¿me escuchaste?Cuando llego el día de la gran cicletada, estaba muy nerviosa, como dije antes, nunca había ganado un concurso, para que decir de una cicletada, además sabía lo que pasaría si no ganaba, ahí, detrás del cerco, estaban las mismas personas que reclamaban por mi bicicleta, la miraban con celo y rechiflaban. Y al otro lado, mi primo Palomo y sus amigos haciéndome barra: ¡dale, gana cabra chica, no me vayas a dejar mal!. Siendo fiel a la descripción del curso de los acontecimientos, debo decir que me hubiera gustado muchísimo ganar la competición, pero en honor a la verdad, lo que en realidad ocurrió fue algo inesperado. Sorpresivamente y a tan sólo 200 metros de llegar a la meta, un sonido de choque se escucho a mis espaldas, volteé la cabeza sin detener la marcha y vi que una competidora había caído de su bicicleta, al mismo tiempo que un perro melenudo salía cojeando de su lado. Tuve un segundo de duda, mire hacia adelante y luego de una expiración, me devolví para ayudarla – ¿estas bien?, ¿puedes caminar? – pregunté, mientras la ayudaba a pararse.- si, gracias, sólo me duele un poco el hombro- me dijo algo aturdida aún por la caída. Entonces, tome las dos bicicletas, una en cada mano y caminamos hasta el final de la vía. Un poco más adelante se escuchaban los festejos del feliz ganador, aunque un poco mezclados creo, no recuerdo bien, con los aplausos que espontáneamente el público comenzó a darnos cuando llegamos, pero algo que aún no he podido olvidar de todo eso, fue una exclamación que escuche salir de entre los gritos y los vítores de la gente: ¡ grande, chica de la bicicleta azul ! .


LA COLINA

De súbito, el hombre dejó a un lado los pesados escombros que había levantado para reunirlos en la esquina, y salió corriendo hacia la calle con la vista fija en la alta colina que enhiesta se erguía vigilando al pequeño pueblo que estaba comenzando a ser ciudad. -¡Salga de ahí, hombre!- le gritó alguien que desde su pequeño automóvil le tocaba la bocina para que se saliese de en medio de la calle. -¡Alfredo! ¿Qué hace ahí, caramba? ¡Vuelva de inmediato a su trabajo!- el supervisor le gritó desde una caseta en donde el equipo coordinador de la construcción del edificio se ponía de acuerdo en los pasos a seguir mediante planos y mapas de ingeniería civil.

Alfredo volvió cabizbajo a su labor entre las bromas pesadas de sus compañeros y el pesado ruido de la monotonía y la asfixia de las casi eternas horas de labor. Sus ojos rielaban en una inocencia que encandilaba y a veces parecía extraño que él estuviese en medio de una vida tan ruda y sacrificada en exceso. -¿Qué fue lo que viste, oye?- la pregunta venía del “perro José”, un obrero de setenta años que fumaba una colilla oxidada de cigarrillo mientras rememoraba los días de antaño en los que el pueblo no necesitaba ni de grandes edificios ni de grandes obras para sobrevivir.

Alfredo dio una sonrisa que lindaba entre la de un niño y la de un anciano decrépito. Apuntó con una mano hacia la colina y, casi rompiendo en carcajadas, dijo: -La ví, la ví… La mujer en bicicleta


El perro José escupió las partículas del cigarro que habían amargado su boca, y miró con una especie de compasión a los ojos de Alfredo. De pronto, los taladros recomenzaron la ardua tarea del repiqueteo para rebanar en múltiples trozos aquel suelo que daría paso a un piso artificial. El ruido de aquellas máquinas se cruzó entre las miradas de los hombres y cada cual siguió en su labor. En tanto, el supervisor de vez en cuando también miraba la colina y recordaba cosas. Un día, Alfredo faltó al trabajo. Nadie se dio cuenta puesto que sólo era uno más entre los fierros, los escombros, los hormigones y el esqueleto de metal. En el pueblo, desde que el avance tecnológico y el progreso habían calado hondo en su alma, todos se peleaban por obtener un puesto de trabajo en aquella empresa. Alfredo había dejado su oficio; Alfredo había ido a la colina. Al subir por el sendero de esta, sintió olores de fragancia añeja parecidos a los que se sienten en el útero materno; vio animalillos olvidados y escuchó voces dulces hablarle sobre la paz y la emoción de vivir. Iba subiendo con una alegría desbordante y con los brazos abiertos esperaba encontrar a alguien a quien estrechar. Sin embargo, la colina no era otra cosa sino que un triste y maloliente vertedero de todo tipo de chatarras que desde la apertura del pueblo al amanecer del progreso, se fueron acumulando intempestivamente: computadores viejos, lavadoras, microondas e inclusive había fábricas deshabitadas. Pero lo que más había era automóviles, cientos de automóviles. Alfredo llegó a la cima de la colina. Ahí, junto a un árbol, vio a una bella dama que montaba una bicicleta fina y radiante como ella. La dama y su vehículo eran una misma belleza.


-Llegaste muy temprano. Es irónico eso si pensamos en lo tarde que tu gente comprenderá lo que va a perder… Lo que está perdiendo- la voz de la bella dama sonaba como a un eco lejano. -Eres tan hermosa…

Alfredo abrazó a la mujer y luego la besó. Esta le invitó a subir en la bicicleta para dar un paseo por la colina y por el pueblo. Si bien Alfredo veía en esta mujer a un ángel montado en una nube, era costumbre escuchar entre las personas del pueblo la leyenda acerca de una mujer con rostro cadavérico, de voz nauseabunda y cuerpo deforme que invitaba a sus víctimas para llevarlas a un extraño mundo en el que, según se decía, el progreso no expandía el manto de su belleza. La gente decía que esta extraña mujer había sido la primera en morir atropellada en el pueblo por uno de los prístinos automóviles, mientras daba uno de sus clásicos paseo en bicicleta mostrando su dulzura ante todos. -Siente la tranquilidad de este lugar

El ser cadavérico movía el manubrio de la bicicleta como si hubiese perdido el control, pero Alfredo alzaba los brazos y gritaba de alegría. A lo lejos, se podía ver a un grupo de personas gritar aterrorizadas, llenas de pánico, al ver a aquel monstruo llevándose a un pobre hombre. La leyenda adquiría entonces una línea más en su bitácora.

FIN



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.