Jorge

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Jorge Jorge nació un día de aquellos, en un hospital de aquellos, en una ciudad de aquellas. Jorge, cómo todo niño, tuvo una infancia común y corriente, dígase de otro modo, única y llena de pequeñas y grandes cosas que de una u otra manera marcarían para siempre el transcurso de su vida. Primer y único hijo de un dúo joven, fue criado con todo el amor y todo el cuidado que sus padres podían proporcionarle, procurando hacer lo que “más le convenía” aún sin saber a ciencia cierta que significaba aquella frase, pero haciendo el mejor esfuerzo por lograrlo. Cómo todo niño, sus primeros años estuvieron marcados con grandes logros: sus primeros pasos, sus primeras palabras, el paso de biberón a vaso de plástico y de pañal a calzón de tela; su entrada al “kínder”, sus primeros garabatos pegados en la puerta del refri, la primer manualidad para el día de las madres, el de los padres, San Valentín, Navidad, y un largo etcétera. Sin embargo, estos pequeños grandes logros no serían los que marcarían su vida ni quedarían en su memoria, si no que, cómo la mayoría de nosotros, serían relegados al cajón del olvido y nunca vueltos a ver a menos que fuesen encontrados un día de limpieza profunda a la casa, causando risas y lágrimas. Uno de los primeros hechos que marcarían la vida de Jorge ocurrió cuando tenía 9 años. Sus papás, tras un largo periodo de ruegos y súplicas, decidieron que le comprarían un perrito con quién pasar los ratos en la casa. Jorge mostró un amor incomparable por su pequeño amigo de cola alegre y orejas caídas, y no se separaba de él más que para ir a la escuela. Dormían en la misma cama, tomando turnos para ser la almohada del otro, se bañaban juntos en el jardín para luego enlodarse y volverse a bañar en la regadera, incluso, para disgusto de su madre que no estaba ciento por ciento segura si fuese


buena idea que su hijo tuviese “heces firmes y pelaje brilloso”, compartían a veces un poco de su comida. Cada fin de semana Jorge llevaba a su perro a pasear por un parque cercano, donde correteaban y se revolcaban en el pasto y donde Jorge también comenzó a hacer algunos amigos humanos mientras que su perro hacía lo propio. Mas la influencia de estos hermosos recuerdos quedarían opacados por el poder de uno no tan bello. La visión de una tarde soleada de otoño, con los árboles con los colores del fuego y el viento haciendo bellos diseños en el pasto, el perro de Jorge yendo a saludar a una ancianita sentada a lo lejos y un extraño acto por parte de ella, espolvoreándolo con algo como si estuviese salando un bistec. El perro regresando a la llamada de Jorge, con la cola vuelta loca y la lengua de fuera para que al cabo de unos minutos se comenzase a tambalear cómo si estuviese borracho, desplomándose con la respiración agitada y finalmente, al cabo de unos interminables veinte minutos repartidos entre sollozos y gritos en el coche y una consulta de emergencia al veterinario; sus ojos brillantes se volviesen vidriosos y su vida se extinguiese cómo si de una vela se tratara. Jorge nunca había llorado tanto desde que tenía memoria. No lloró tanto cuando le pusieron la inyección de la varicela ni cuando su papá no lo dejó ir a la fiesta de cumpleaños de uno de sus compañeros de clase. Pasó días llorando sobre el rectángulo de tierra removida que había en un extremo del jardín. Para él, este fue su primer encuentro con la muerte. Sus padres, intentando consolar a su hijo, le dijeron que la muerte era algo natural, que era parte de la vida, que todos morimos y que cuando creciera lo entendería mejor. Fue en ese momento cuando Jorge tomó la decisión de que nunca crecería, que sería un niño para siempre al igual que Peter Pan para así nunca entender la muerte ni verla como algo “natural y parte de


la vida” como sus padres le habían dicho. Sin embargo el tiempo pasó e hizo lo suyo, llenando los espacios vacíos con otras cosas hasta que Jorge recuperó su sonrisa, mas la promesa de nunca crecer se mantendría latente. Siguió su vida y contrario a lo que había prometido, creció para pasar de un niño a todo un adolecente. Terminó la primaria sin pena ni gloria para pasar a la secundaria, lugar de apodos y peleas, de los primeros cambios de su cuerpo, sus primeros amores y primeros rechazos, no obstante todo esto tampoco dejaría gran huella en el resto de su existir. Fue la prepa el lugar que le concedió su segundo gran recuerdo, el cual terminaría por definir su camino. Como todo joven, se hizo de algunos muy buenos amigos con los cuales tuvo grandes aventuras y desventuras, y una de las más grandes fue cuando uno de ellos consiguió un poco de marihuana. Algunos habían probado el cigarro, pero jamás habían fumado hierba. Jorge y su grupo de amigos decidieron ir a un terreno baldío cercano a la casa de uno de ellos y con una pipa comprada en un bazar, comenzaron a inhalar aquel humo de aroma fresco y parecido al pasto recién cortado. La primera vez no sintieron más que sequedad en la boca, pero advertidos de antemano que siempre pasaba aquello, probaron y probaron hasta que una tarde las ideas maravillosas flotaron entre nubes de colores y animales fantásticos adornaban las paredes, para pasar a unas ganas incontrolables de comer papas fritas con mermelada de durazno. Para Jorge y sus amigos se había abierto una puerta a mundos increíbles y llenos de sensaciones inexplicables, por lo que al cabo de unos meses, la adicción se había apoderado de todos ellos, alejándose de la escuela y dedicándose a conseguir dinero para poder pagarle a su proveedor. Los padres de Jorge intentaron regañarlo y castigarlo, pero a esas


alturas él ya estaba más allá de prohibiciones y miradas iracundas. Simplemente había dejado de ser el pequeño Jorgito de sus padres y había pasado a ser el “Burguer”, apodo ganado tras una competencia donde él comió más hamburguesas que ninguno de sus compañeros sin vomitar. Algunos de sus amigos pasaron a drogas más fuertes, perdiéndose en ellas y dejándose consumir para nunca volver a salir de aquellos mundos donde la lógica no importaba. Fueron y vinieron personajes, uno de los cuales vivía cerca y que tenía la manía de hablar y hablar cuando se ponía high y que no los dejó de molestar hasta que descubrió que el señor que trabajaba en la tienda de la esquina era quien les vendía la marihuana. Un día uno de ellos llevó estampillas de ácido, las repartió entre todos y fue ahí cuando Jorge tuvo una visión: entre colores, sombras, espectros, sonidos y demás psicodelia vio un perro, SU perro, con su cola bailarina y sus orejas chatas. Durante lo que fueron las 6 horas más coloridas de la vida de Jorge, su perro se mantuvo a su lado echado cómo en antaño, con sus ojos brillantes y su pelo sedoso; y aún cuando después de un tiempo Jorge descubrió que lo que acariciaba no era a su perro, si no el cadáver de una rata, la impresión le duró por siempre y le dejó ver lo que quería ser en su vida. Un veterinario. Así fue como Jorge dejó las drogas y regresó a los libros. Pasó de amigos con aroma a alcohol y vómito a amigos con aroma a desinfectante y guantes de látex, y tras algunos duros años en la universidad, un grupo de sinodales salidos de lo más profundo del infierno y una modesta fiesta de graduación de la que la mayoría de los participantes sólo recordaría la mitad, consiguió un título como médico veterinario zootecnista.


Obtuvo un empleo en una veterinaria donde más que curar animales se dedicaba a cortarles las uñas y pegarles moños en la orejas, pero igual se sentía feliz de poder ayudar a aquellos seres peludos. Al cabo de unos años, juntó suficiente dinero para poder pensar en rentar un apartamento y salir de la casa de sus padres. Se mudó más al centro de la ciudad donde la vida era más ruidosa y más rápida, pero los apartamentos más baratos. Siguió trabajando en la veterinaria, ganando experiencia y unos cuantos billetes, hasta que finalmente decidió que abriría su propia clínica, la cual al cabo de unos tres años, tenía una decena de clientes frecuentes y su propio letrero con los colores de una marca de comida para gatos. Desde ese entonces, la vida de Jorge se asentó en el suave vaivén de la rutina. Claro que tenía sus emociones, cómo cuando un perro con rabia le mordió la mano y tuvo que ser sometido a varias inyecciones en el estómago o cómo cuando se enteró de la desaparición en extrañas circunstancias de un cliente que le había pedido una dosis de anestesia para dormir a su gato que, según le contó, estaba agonizante y él y su novia Clara querían ser los que se encargaran de darle un final decente. Pero fuera de aquellos esporádicos sucesos, su vida era un ir y venir sumergido en la costumbre. No obstante, otro suceso habría de llegar a la vida de Jorge que le daría un giro a su cotidianidad, tal vez no tan impresionante cómo la muerte de su adorada mascota o aquel viaje alucinógeno en un solar, pero de igual importancia y repercusión. Uno de aquellos días recibió la llamada de su madre, diciéndole que uno de sus tíos que vivía en provincia quería mandar a su hijo a vivir a la gran ciudad. Jorge conocía a dicho primo ya que había pasado algunos veranos en el pequeño pueblo polvoriento donde él y sus padres tenían una plantación de papas y algunas cuantas vacas y


cerdos. Así que aceptó gustoso la idea de recibirlo e introducirlo a la vida de citadino. A través de llamadas telefónicas le dio a su primo algunas instrucciones para llegar a la ciudad, su dirección, su teléfono y acordaron verse en la terminal de camiones el día de su arribo, mas el deber llamó de último momento y tuvo que dejar a su familiar plantado en la estación mientras él corría a toda prisa a atender a un gato al cual un par de niños le habían quemado la cola. Aún así, su primo se las arregló para llegar a la dirección correcta unas horas más tarde de lo esperado. Jorge escuchó divertido los percances de la travesía de aquel sujeto de fuerte acento y piel tostada por el trabajo de campo. Sabía que era cuestión de tiempo antes de que aquel traje humilde y sobrada cortesía se volvieran un traje formal y una frialdad necesaria para lidiar con el día a día en la jungla de concreto. Los meses pasaron y su primo se fue adaptando poco a poco a la vida del claxon y el smog, pero de vez en cuando le contaba a Jorge, no sin un tinte de añoranza, lo bella que era la provincia, con sus atardeceres rojos que le daban al campo un aire de ser parte de un sueño, el canto de los gallos al amanecer y el ensordecedor chirriar de las cigarras en verano. Contaba tantas maravillas y tan bien las describía que Jorge no podía evitar verlas en las noches mientras dormía. Caminos de tierra bordeados de pasturas y plantaciones, gente de sonrisa amable y corazones grandes, noches tachonadas de estrellas acompañadas de una luna llena que hacía que las lámparas estuviesen de sobra y conocimientos sobre los animales que ningún libro y ningún profesor de universidad le podrían enseñar jamás. Tanto fue su deseo de ver aquello con sus propios ojos que decidió cerrar la veterinaria por dos meses y dedicarse a viajar por los pueblos macondianos que se encontraban más allá del horizonte gris de la ciudad.


Mochila al hombro, dinero en la cartera y mente en verdes campos, dejó la ciudad para explorar aquellos rincones desconocidos a lo largo y ancho de su país. Lo que fueran dos meses se convirtieron en seis, olvidando toda preocupación sobre su clínica o su apartamento, el cual le había cedido a su primo en lo que él se dedicaba a viajar por donde los pies lo llevaran. Fue de un pueblo a otro, pasando por aquellos que si bien pequeños, tenían todas las comodidades a las que estaba acostumbrado, hasta algunos en los que el nombre del presidente era desconocido, el dinero nada valía y el idioma era una mezcla compleja entre el de Jorge y lenguas ignotas. Aprendió de los granjeros a identificar enfermedades en los polluelos con sólo mirar los huevos que las gallinas mantenían tibios bajo sus plumas, aprendió a hacer que las vacas dieran más leche y a que los cerdos engordaran más, todo sin medicinas, agujas o manuales. Pura práctica, tradición y algunas gotas de superstición. Conoció gente de todo tipo, la mayoría cálidos y sin ningún problema en compartir una taza de café o vegetales recién recogidos, pero también se topó con seres de costumbres extrañas, viejos errantes que murmuraban una retahíla de palabras inteligibles mientras arrastraban sus pies por entre las hortalizas, supuestas brujas y chamanes que hacían ceremonias tétricas e invocaciones que enchinaban la piel, e incluso a una prostituta que se rehusó a cobrarle y lo declaró santo. Sin embargo, después de seis meses de travesía, comenzó a extrañar el sabor de la pasta, la leche pasteurizada y los embutidos; las noches de karaoke con sus amigos e incluso la absurda tarea de pegarles a las perras moños rosas en sus orejas, por lo que decidió volver a la ciudad, no sin antes hacer una gran travesía a burro por entre las montañas para llegar a un pueblo donde algún camión se


detuviese. Cuando llegó a la gran ciudad se dio cuenta, por primera vez, de lo grande y lo citadina que era en realidad. Todas las estrellas del cielo se transformaban ahora en faros de automóviles y lámparas de alumbrado público, el aroma a verdor y humedad en olor a humo de Diesel y alcantarilla y los que fueran caminos de tierra con manchas de pasto y flores silvestres en grandes tiras de asfalto. Estaba de regreso. Con más facilidad que su primo se readaptó a la vida urbana, reabrió su clínica para alivio de algunos clientes que no encontraban quién le cortara el pelo tan bien a sus mascotas y volvió a su apartamento para encontrar que su primo ahora trabajaba en una fábrica y que tiempo atrás había conseguido el suyo propio, pero que una vez a la semana iba a recoger las cartas, sacudir un poco y evitar que las telarañas se acumularan en los rincones. La vida de Jorge volvía al dócil ir y venir del trajín diario, aun cuando por las noches se asomara a la ventana buscando ver la Vía Láctea sin mucho éxito. Fue por aquellos días que llegó una nueva clienta con un perico que se negaba a comer y la cual decía que había ido a otras tantas veterinarias sin que nadie le supiera explicar que pasaba y sin más resultado que medicamentos que habían terminado únicamente como un gasto. Jorge lo revisó y haciendo uso de los conocimientos adquiridos en uno de los pueblos donde aún se hacían intercambios de plumas y conchas a modo de monedas, rápidamente halló el problema, para el cual recetó un medicamento, una infusión de hierbas y un pequeño encantamiento. Ese día conoció a Cecilia, la cual no supo cómo reaccionar ante tal receta, pero confió en que eso curaría a su plumífero compañero, cosa que así sucedió cuatro días después de la consulta. Asombrada por dicho resultado no pudo evitar regresar a la clínica con una sonrisa de oreja a oreja y una


canasta con frutas a modo de agradecimiento. Esa sonrisa fue lo que desarmó a Jorge. Ella no era la primera mujer que le gustaba, pero era la primera que lo había dejado completamente anonadado. Recibió la canasta sin más que un gracias entrecortado y mil ideas y frases agolpándose en su mente que nunca llegó a pronunciar, hasta que ella se dispuso a salir del consultorio y él, traicionado por su lengua que se negaba a cooperar, le invitó una “bella sonrisa” para luego corregirse e invitarle un café. A partir de entonces su relación fue de buena a mejor, Cecilia con perico y todo, se mudó al apartamento de Jorge. Los dos trabajaban, Jorge en la clínica y Cecilia como secretaria en alguna compañía que Jorge no se preocupó en recordar. Juntos pagaban los gastos y soñaban en comprar una casa grande, y si bien ninguno de los dos era virgen, el sexo entre ellos era el mejor que habían tenido en sus vidas, embargando cada uno de sus cinco sentidos hasta límites donde la realidad se desvanecía y a la vez se magnificaba a su alrededor. En su tiempo libre, disfrutaban de ir a bailar y al karaoke, para lo cual Cecilia resultó tener bastante talento, llevándola a obtener una que otra bebida gratis y cumplidos no siempre bien recibidos. De vez en cuando pasaban una temporada en algún lugar remoto para escapar de las garras de la ciudad y Jorge le enseñaba a predecir lluvias y a leer las estrellas. Pasado el tiempo, decidieron que era hora de casarse. Hicieron una ceremonia pequeña con una fiesta modesta, a la cual asistieron tanto parientes y amigos, como gatos, perros, conejos y un perico. La luna de miel, adaptada a sus bolsillos pero con algunos lujos, la pasaron en una playa de la que ninguno de los dos había oído nombrar antes, perfecta para descansar de la


rutina y dedicarse más a ellos que a conseguir un camastro frente a la alberca. Meses se hicieron años, y aunque la piedra había sido grande, el estanque volvía a su relativa calma. La rutina y el día a día los comenzaba a llenar de un fino polvo que les restaba poco a poco su brillo y su energía. Al cabo de un tiempo pudieron costearse una casa no tan grande que, como es usual, quedaría a un crédito interminable. Nunca pensaron en tener hijos y después de la muerte del perico, nunca compraron otro animal. Bastantes tenía Jorge con los que atendía a diario. Poco a poco llegaron los achaques, los dolores, los “eso nunca me había pasado antes” y Cecilia se enfrascó en una lucha interminable contra la edad, teniendo fe ciega en que una vida tranquila, sedentaria y baja en calorías, grasas, sodio y colesterol le concedería la vida eterna. Jorge, sin embargo, mantenía su espíritu aventurero y que se asombraba con facilidad, asistía sin falta al consultorio donde con gusto atendía a sus pacientes de narices húmedas y procuraba ir a caminar por los parques al menos dos veces por semana haciendo caso omiso de las señales que los años imprimían en su cuerpo. Aún con los reproches de su esposa, seguía comiendo lo que quería, seguía yendo a donde quería y en pocas palabras, seguía viviendo como quería. Cierto día de invierno algo inesperado ocurrió en la gran ciudad. Cómo si hubiese acontecido una lucha de almohadas titánica, miles de pequeñas plumas de un blanco sucio comenzaron a caer de los cielos, sólo que estas plumas se derretían al contacto con la piel o las hojas de los árboles. La ciudad se paralizó, no por la cantidad de nieve sino por la nieve en sí misma. La gente detenía sus coches en medio de las avenidas para salir y contemplar lo jamás visto en


aquella metrópolis. Todas las ventanas de los edificios estaban tapizadas con caras atónitas, absortas en el lento descender de los copos que poco a poco se acumulaban en los alféizares, y los parabrisas de los autos. En los noticieros, los meteorólogos no sabían si recomendarle a la gente que se quedase en casa con una taza de café en la mano o salir a revolcarse y a disfrutar de aquella oportunidad única. No faltó quién acusara de dicho evento al calentamiento global y el hecho de que la raza humana estaba cambiando los climas, pero hasta el ecologista más aguerrido no podía evitar admirar con cierta culpa el espectáculo que se desarrollaba frente a él. Nevó durante cinco días. Suficiente para que las calles se tapizaran de hielo gris que, conforme el cielo se iba limpiando de contaminación, se convertía en una suave capa blanca que, al caminar sobre ella, asemejaba al sonido de galletas siendo trituradas. Poco a poco la gente dejó de prestarle atención a la nieve y comenzó a preocuparse más por las cañerías que reventaban a causa del frío o las montañas que se acumulaban frente a las casas y oficinas. La ciudad entró en una especie de estado de emergencia, sin saber qué hacer con la nieve o como combatirla, dado que jamás había pasado algo así y jamás se había pensado que pasaría. Parecía que los únicos que aún recordaban que nunca había nevado en la ciudad y que nunca habían visto la nieve, más que en vasitos de plástico y coloreada con jarabes de tonos chillones, eran los niños, los cuales aprovechaban el cierre temporal de las escuelas para emular todo lo que habían visto en los especiales navideños que transmitían en la televisión. Trineos hechos con cajas de cartón, tablas y cualquier cosa que se tuviese a la mano; muñecos que, aún hechos por los niños mayores, denotaban la inexperiencia del escultor y más de un ojo morado a causa de bolas de nieve demasiado apretadas que


habían terminado convirtiéndose en grandes piedras heladas que luego eras usadas por los mismos heridos para desinflamar sus golpes. Los niños lo disfrutaban a lo grande. Los niños y también Jorge, que con su alma de explorador, no podía evitar salir a la calle y caminar haciéndose paso entre la nieve que le llegaba hasta las rodillas para llegar al consultorio, aún pudiendo cerrarlo so pretexto de las inclemencias del clima. Jorge seguía tan maravillado cómo el primer día de la nevada, quedándose horas frente a las lámparas de alumbrado público viendo a contraluz las partículas de hielo caer suavemente, cómo si tuviesen pereza de recorrer el camino desde las nubes hasta los tejados y jardines. Incluso llegó a participar en guerras de nieve con los niños de la colonia, hacer ángeles en el suelo quedando completamente empapado y al cabo de una semana, teniendo que quedarse en cama a causa de un resfriado que daba bastante batalla. La nevada terminó y pasados tres días, no había más rastro de ella que los jardines machitos a causa del frío. Todo volvió a la normalidad, a la cotidiana, rutinaria normalidad, todos en la gran ciudad regresaron a sus hábitos diarios haciendo que pareciera que todo había sido parte de un sueño colectivo más que de algo excepcional. Nunca volvió a nevar. Jorge y Cecilia continuaron su vida hasta que ella se sintió vencida por la edad por lo que pidió su jubilación y dedicó el resto de su tiempo a cuidar de la casa. Jorge continuó yendo a la clínica. Él no se sentía viejo, no se sentía cansado ni desganado. Para él el mundo continuaba dando vueltas, el Sol seguía saliendo, los días seguían pasando pero eso no significaba que el tiempo estuviese trascurriendo. Sólo sería hasta que un día un perro murió en la mesa


metálica por un error a la hora de cortar a través de su pelaje que se daría cuenta de que ya no era tan joven como antes. Sus manos temblaban un poco, el ladrido de los perros lo irritaba con más facilidad y a veces le costaba recordar de que dueño era que animal. Inevitablemente, y aún en contra a aquella antigua promesa, había crecido. Había dejado de ser un niño para convertirse en un señor de casi sesenta y cinco años. Una mañana se vio al espejo, vio su pelo ralo y del color de la nieve sucia, sus arrugas, sus ojos algo hundidos y sus pómulos sobresalientes. Desde ese entonces no podía evitar verse en cualquier superficie reflectante, ya fuese la mesa metálica, una vitrina en la calle o una fuente. Esa cara no era la suya, esa persona que veía reflejada no era él. Jorge no sentía la edad con la que se presentaba ante el mundo, se sentía mucho más joven, cómo cuando salió a recorrer los pueblos por primera vez. Los siguientes años de Jorge consistieron en intentar olvidar que estaba envejeciendo. Intentaba llevar a su esposa a bailar, aún cuando ella le decía que el alcohol y los movimientos bruscos la ponían en más riesgo de fracturarse la cadera que si se quedaban en casa y bailaban al compás de una balada lenta. Intentaba ir a las montañas para darse cuenta de que le faltaba el aliento apenas transcurrido unos minutos subiendo la pendiente. La idea de ir a explorar los pueblos le cruzó varias veces por la cabeza, pero siempre se encontraba a sí mismo dándose pretextos para no hacerlo. Finalmente lo aceptó, ya no tenía quince, ni veinticinco, ni treinta y cinco, estaba por cumplir setenta. Dejó de trabajar en la clínica a sus setenta y tres cuando un par de gatos fallecieron porque confundió los medicamentos que les correspondían. Se retiró a vivir con su esposa, en aquella casa, no tan grande como la que habían soñado antes de casarse y que aún no


terminaban, ni terminarían, de pagar. En donde había vivido un perico, en cuya mesa habían planeado excursiones a rincones desconocidos y pueblos de nombres impronunciables, en donde no había rincón en que ellos no hubiesen hecho el amor al menos tres veces. Aquella casa que nunca albergó niños, pero que siempre estuvo llena de alegría. Una mañana Cecilia decidió que adelantaría su consulta mensual con el doctor dado que había despertado con un extraño dolor en el tobillo derecho y quería asegurarse, por cuarta ocasión, que no tenía artritis. Jorge, el que antes saliera a caminar en los parques y explorar lugares que los mapas no mostraban, ahora se dedicaba a leer. Tal vez no podía ir al Everest o al desierto de Atacama con sus pies de casi ochenta años, pero al menos podía imaginarse ahí. A las once y veinte alguien tocó la puerta y trabajosamente fue hasta ella. Normalmente preguntaba antes de abrir, pero ese día abrió sin ningún miramiento, como si supiese exactamente quién estaba tras la placa de pino que lo separaba del mundo exterior. Una figura estaba frente a él y Jorge la reconoció, no con asombro pero sí con algo de sorpresa. La invitó a pasar y le ofreció una taza de café, la cual fue rechazada cordialmente. Jorge no sabía que decir, no esperaba esa visita pero al mismo tiempo sabía que eventualmente tenía que llegar. Ambos se sentaron a la mesa, callados, como esperando que alguien rompiese el hielo, pero no había palabras que pudiesen llenar el silencio que se había apoderado de la casa. Se escuchó un ladrido tras la puerta, un ladrido que Jorge reconoció al instante, con ojos brillantes le lanzó una mirada a la figura y esta sólo asintió con la cabeza. El alma de Jorge de pronto rejuveneció, de la nada le llegaron fuerzas nuevas, se sintió transportado hacia el pasado, y una sensación se asombro, emoción y curiosidad lo


embargaron, cómo cuando vio la nieve, cómo cuando conoció a Cecilia, cómo cuando decidió viajar por el país, cómo cuando probó por primera vez la marihuana, cómo cuando recibió a su perro. Aquella antigua promesa de pronto se vio cumplida y Jorge supo entonces que estaba por emprender la última aventura de su vida. Un último viaje a lo desconocido.

Dedicado a todos aquellos que aún se maravillan con lo que la vida les ofrece. A todos aquellos que viven la vida que quieren.

Fernando “Viento del Norte” Sánchez. 08 de Junio de 2013. Auckland, Nueva Zelanda.


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