5. LOS VENGADORES DEL PULP LLEGA LA SOMBRA
Tal como acabamos de señalar en el capítulo anterior, cuando los editores de Black Mask mencionaban en la cubierta que su revista incluía historias
de alguno de sus tres personajes principales (Race Williams, Ed Jenkins o el Operativo de la Continental), las ventas se multiplicaban. Y en las revistas Desde sus inicios, La Sombra tuvo una relación especial con la radio. No solo nació en ella, sino que en las novelas se mencionaba que el personaje realizaba extrañas emisiones en las que hablaba sobre el crimen.
criminales de la competencia, las historias dedicadas a detectives extraños comenzaban a proliferar como setas. Era solo cuestión de tiempo que a alguien
se le ocurriera dedicar toda una revista pulp a las hazañas de un solo justiciero. Curiosamente, la fórmula del éxito surgiría del modo más casual. La edi-
tora Street & Smith, una de las más potentes en el marco de las revistas pulp, tenía pensado promocionar la renovación de su vieja Detective Story
Magazine, que a finales de los años veinte ya empezaba a renquear. Para
ello, contrató un espacio publicitario en la radio, que emitiría el programa Detective Story Hour, publicitando la revista. Y fue
en dicho programa radiofónico donde surgiría
una figura oscura que, además de revolucionar las revistas pulp, pasaría a la historia de la cultura po-
pular, ejerciendo, de paso, un poderoso influjo en el futuro mundo del cómic. Estamos hablando de «La Sombra».
La emisión de los jueves de la Detective Story
Hour constaba de una dramatización de alguno
de los relatos cortos de la revista Detective Story
Magazine, que solía ser presentada por una voz misteriosa y siniestra, la cual, a los pocos programas, fue bautizada con el sobrenombre de «La
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Sombra». Se trataba en realidad de una especie de personaje ubicuo y omnisciente que nos comentaba los macabros relatos criminales como si de un siniestro profesor se tratara, regalándonos después algunas moralejas del tipo «La semilla del crimen da frutos amargos» o «El crimen nunca compensa».
Y entonces sucedió algo que ninguno de los directivos de la Street & Smith
podía haber anticipado. Los oyentes del programa comenzaron a pedir en los
quioscos «la revista esa, la de La Sombra», en lugar de buscar el Detective Story Magazine. El reclamo publicitario había resultado ser más interesante que el
producto que anunciaba. Fue entonces cuando el directivo Henry Ralston
decidió tomar cartas en el asunto. Registró el personaje, para que nadie pudiera quitárselo, y, para que tal formalidad tuviera efectos legales, contrató a un escritor aficionado para que realizara varias novelas acerca de aquel.
El escritor en cuestión era un periodista y mago aficionado, que había pu-
blicado numerosos artículos acerca de la magia escénica. Se llamaba Walter
Gibson, y carecía por completo de experiencia a la hora de escribir cualquier clase de novelas.
El encargo resultaba aún más difícil si tenemos en cuenta que nadie sabía
en realidad cómo era La Sombra, quién era o, incluso qué era. Tan solo era una voz siniestra, que parecía saberlo todo acerca del hampa, emitía una risa
macabra y regalaba a sus oyentes toda clase de frases rimbombantes acerca de la futilidad del crimen.
De modo que Gibson decidió no mojarse demasiado y mostrar a su per-
sonaje como un ser misterioso, siempre en las sombras, o bien disfrazado, y que, por tanto, resultaba imposible de reconocer. Para ahorrar costes, la
editora decidió reciclar una portada antigua de The Thrill Book en la que aparecía un oriental asustado por una sombra, motivo por el cual, Gibson se vio obligado a reescribir parte de la novela, para incluir una escena «con chino».
Esa primera novela, «La Sombra viviente», apareció en mayo de 1931 y,
pocos años después, la editorial Molino la publicaría en España poco antes de la guerra civil, en su colección Hombres Audaces. Aparecía firmada por
Maxwell Grant, dado que la editorial prefería recurrir a los pseudónimos, por si en algún momento se veían obligados a cambiar de escritor. Ya en la época de las novelas de a diez centavos, el personaje Nick Carter había sido
escrito por una auténtica legión de autores, que hoy en día se conocen como
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«la factoría Nick Carter». Durante toda la época pulp, esa sería, por norma
general, la política imperante en todas las editoriales que publicaron revistas
dedicadas a un personaje, manteniendo como autor a un seudónimo bajo el cual se irían sucediendo diferentes escritores.
No obstante, en el caso de La Sombra, lo cierto es que debemos a Gibson
la mayor parte de las novelas del personaje. Tuvo algunos sustitutos, el mejor de
los cuales fue, sin duda, Theodore Tinsley, y el peor, (también sin duda), Bruce
Elliot, cuyas novelas han sido rechazadas de plano por los aficionados, que nie-
gan su pertenencia al «canon» del personaje. Pese a ello, es mérito de Gibson todo el desarrollo del personaje y su entorno, así como el éxito de la fórmula.
Como ya hemos señalado, nadie sabía cómo era La Sombra. En las pri-
meras novelas, de hecho, en la esquina inferior izquierda de las portadas, solía
aparecer una siniestra figura encapuchada, que no tardaría en ser descartada
según el personaje fue tomando cuerpo. De hecho, los astutos editores de Street & Smith elaboraron un cuestionario/concurso, en el que preguntaban a los lectores cómo pensaban que era La Sombra. La redacción se vio des-
bordada de cartas, lo cual movió a Henry Ralston y John Nanovic a contratar
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Cubierta de Graves Gladney para “Death’s Harlequin” (mayo de 1939), una novela de Tinsley que influyó poderosamente en el personaje de El Joker. Cubierta de George Rozen para “The vindicator” (marzo de 1939).
al joven Gibson para que realizara doce novelas al año, una cantidad que se duplicaría a partir del año siguiente.
Por suerte, Gibson hizo caso omiso de los gustos de los lectores, que ima-
ginaban al personaje alto, fuerte y… ¡rubio! Poco a poco fue creando a una
siniestra figura de la oscuridad, que sembraba el terror en los bajos fondos, y que contaba con una organización secreta cuya verdadera extensión acertábamos a sospechar.
El protagonista de la primera novela era Harry Vincent, un joven que,
tras un desengaño amoroso, intenta suicidarse, y es salvado en última instancia por una extraña figura que no acierta a distinguir. Dicha figura lo
reclutará para su organización, prometiéndole una vida de honor y justicia. De este modo, el astuto Walter Gibson recurrió a la figura del «protagonista
provisional». Es decir, que en sus primeras novelas, vemos a La Sombra des-
de los ojos de Vincent y de los siguientes protagonistas de sus novelas, con lo cual era muy poco lo que de verdad veíamos del personaje. A partir de enton-
ces, Vincent se convertiría en uno de los agentes de confianza de la extensa
organización de La Sombra, a la que, en años posteriores, se irían incluyendo decenas de nuevos personajes, de ambos sexos, y de todas las razas.
En cuanto a La Sombra, en la segunda novela «Los ojos de la Sombra»
(julio de 1931) se nos hacía creer que era, en realidad, el millonario Lamont Cranston, en lo que sería una fórmula bastante habitual en los vengadores
del pulp, y en los posteriores superhéroes del cómic. No obstante, como buen mago escénico, Gibson nos engañaba continuamente con sus ilusiones, y en
sus novelas nada era lo que parecía. Ya en la tercera historia, «La Sombra ríe»
(octubre de 1931), el verdadero Lamont Cranston, completamente perplejo, recibía la visita de alguien que parecía su gemelo, y que le informaba de que Cubierta de Rozen para “The Shadow Unmask” (agosto de 1937) donde los lectores descubrieron al fin que la verdadera identidad de La Sombra era el aventurero y explorador Kent Allard, aunque tampoco eso quedó demasiado claro.
pensaba emplear su identidad para su lucha contra el hampa. Descubríamos, por tanto, que La Sombra no era Cranston, sino que este no era sino uno de sus innumerables disfraces. El bueno de Cranston, por cierto, accedía a la
petición/orden de La Sombra, y aceptaba irse a dar la vuelta al mundo, para que el justiciero pudiera servirse de su identidad.
Por ese motivo, a menudo se ha pensado que Lamont Cranston era el
alter ego de La Sombra, un error que tanto la radio como las películas o los
cómics no han sabido suprimir (al igual que ocurrió con su supuesta invisi-
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bilidad, que solo aparecía en la radio). Aunque Cranston era, por lo general, el «disfraz civil» más habitual del personaje, existirían otros, como George Clarendon, Henry Arnaud o Phineas Twambley. Hasta casi una década después no descubriríamos que su verdadero nombre era Kent Allard, (en
«The Shadow Unmasked», agosto de 1937), aunque ni siquiera eso quedó muy claro.
A pesar de todo ello, a pesar de su cambiante personalidad y de su cada
vez mayor legión de ayudantes, el personaje no tardaría en adquirir una for-
ma definitiva: un sujeto alto y delgado, de ojos penetrantes y nariz aguileña, ataviado con abrigo, capa, y sombrero negro de ala ancha, que empuñaba dos enormes pistolas automáticas que disparaba con precisión letal, castigando
sin piedad a asesinos y criminales. Al comienzo de las novelas, Gibson nos
presentaba lo que sería la trama general y al protagonista provisional. Luego, La Sombra encargaba a Harry Vincent o a Burke, o a algún otro de sus agentes, que investigara y se infiltrara en el lugar que parecía ser el foco de los
acontecimientos. De ese modo, y por mediación de su indispensable agente Burbank, que gestionaba todos los informes, La Sombra iba recopilando to-
das las pistas, todos los datos aparentemente inconexos, apareciendo solo de
forma ocasional para salvar a sus agentes de toda clase de muertes espantosas. Al final, con el caso resuelto, La Sombra hacía una última aparición, en la que sembraba el caos —y el plomo— entre las huestes enemigas.
Esta figura de la noche, este vengador oscuro, influiría notablemente en
los innumerables superhéroes del cómic que habrían de aparecer en años pos-
teriores, empezando por Batman, cuyo binomio millonario de día/justiciero sombrío de noche no puede dejar de recordarnos a la fórmula Cranston/ Sombra, eso sin mencionar el sempiterno recurso de sembrar el terror entre
los supersticiosos criminales, o incluso a la creación de algunos villanos como el Joker, que recuerdan directamente a los «arlequines de la muerte» de las novelas de La Sombra.
No obstante, aún quedaban algunos años para la llegada de los comic book
y sus superhéroes. A comienzos de los años treinta, tal concepto, sencillamente, no existía. Se decía de La Sombra que era «un vengador», que es como se denominaría a toda la hueste de personajes que, a partir de su éxito surgirían en las revistas pulp como un auténtico e imparable torrente.
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Cubierta de Rozen para “The Shadow Unmask” (agosto de 1937) donde los lectores descubrieron al fin que la verdadera identidad de La Sombra era el aventurero y explorador Kent Allard, aunque tampoco eso quedó demasiado claro.
DOC SAVAGE Y SUS MUCHACHOS
Evidentemente, los primeros en explotar la fórmula fueron los propios editores de Street & Smith. Acababan de descubrir una mina de oro. En lugar de revistas de temática general, o dedicadas a diferentes series y
relatos, habían descubierto que una revista dedicada a un solo personaje se vendía como rosquillas. Era el momento de buscar nuevos personajes y aprovechar el tirón.
Sin duda, el más exitoso fue Doc Savage, una suerte de superhombre el
cual, básicamente, era a la vez un genio científico y un verdadero Hércules. Concebido por el editor Henry Ralston y el director editorial de la revista Retratos de Doc y sus muchachos, realizados por Paul Orban como interiores para la revista. Página siguiente: cubierta de Walter Baumhofer para el primer número de Doc Savage magazine, (la edición canadiense, de idéntica cubierta y contenido, apareció en agosto de 1933).
de La Sombra, John Nanovic, y basado además en su mutuo conocido, el aventurero y escritor Henry Richard Savage, Doc Savage era un experto en
todas las disciplinas científicas, así como un gigante de aspecto impresionan-
te, que había pasado toda su vida entrenándose para llegar a convertirse en
el ser humano perfecto, alguien que pudiera dedicar toda su vida a deshacer injusticias y ayudar a los más débiles.
Doc Savage —de nombre Clark Savage Jr., y apodado «el hombre de
bronce»—, no estaba solo en su tarea. Poseía un grupo de colaboradores, cada uno de ellos experto en diferentes campos, a los que llamaba «herma-
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nos» y que le acompañaban en todas sus aventuras (al menos en las primeras): «Monk» Mayfair, experto doctor en química, corpulento y simiesco, y
siempre metido en trifulcas con «Ham» Brooks, astuto abogado; «Rennie»
Renwick, genial ingeniero, aunque algo aficionado a derribar puertas a puñetazos; «Long Tom» Roberts, coloso de la electrónica, y, por último, el entra-
ñable William Harper «Littlejohn», arqueólogo, y hombre de vasta cultura, que era incapaz de expresarse con palabras de menos de cuatro sílabas. Con
el tiempo, no obstante, según las novelas se fueron haciendo más simplonas, la mayor parte del grupo dejó de aparecer —dedicados, sin duda, a sus nu-
merosas especialidades—, limitándose los personajes secundarios a «Monk»
y «Ham», y a sus eternas trifulcas, que aportaban un simpático tono humorístico a las novelas.
Al igual que ocurriera con La Sombra, Doc Savage aparecía firmado por
un seudónimo: Kenneth Robeson, que ocultaba al autor Lester Dent, un pro-
lífico escritor de relatos policiacos y de aventuras, que había despuntado en la
revista Black Mask con sus historias criminales. El propio Dent era un trotamundos, que aportó al personaje una gran parte de su componente aventure-
ro, ideando además toda clase de gadgets y curiosos aparatos que, hoy en día, no se ven como ciencia ficción, pero que en aquellos remotos años treinta apa-
recían como auténticas fantasías: autogiros, submarinos, chalecos antibalas, detectores de mentiras... la lista es interminable, e incluye una «fortaleza
de la soledad», en el Ártico, a la que Doc Savage se retiraba a descansar
y trabajar en sus numerosos inven-
tos de la lucha contra el crimen. Si a eso sumamos que en los anuncios del personaje se le denominaba como
a un supermán en letras mayúsculas, el paralelismo es tan evidente que no hace falta decir más.
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Cubierta de Walter Baumhofer para “The Spook Legion” (abril de 1935) mostrando una imagen habitual en la serie: Monk conduciendo el automóvil tuneado de Doc, y éste agarrado al estribo del coche, dispuesto para saltar contra el enemigo. Abajo: en las revistas de Street&Smith solían anunciar a Doc como un “Superman”. Si a esto unimos que su nombre de pila era Clark y que tenía una Fortaleza de la Soledad (literalmente) en el ártico, su influencia sobre el personaje de Siegel y Shuster es evidente.
En una muestra más de la evidente preocupación del lector medio hacia
la precaria economía reinante, Dent hizo que Savage fuera multimillonario. En la primera novela, «El Hombre de Bronce», aparecida a comienzos de
1933, Doc y sus muchachos encontraban una civilización perdida y rebosan-
te de oro, que, a partir de entonces, financiaría a fondo perdido la cruzada de Doc Savage. En ella, el hombre de bronce conocía a lo más parecido a una
«novia eterna» que tendría jamás, dado que los héroes de la Street & Smith rara vez solían preocuparse por tales minucias. El único personaje femenino Cubierta de Baumhofer de “Quest of the Spider” (mayo de 1933). Página siguiente: cubierta de Baumhofer para “The Phantom City” (diciembre de 1933), una de las innumerables novelas de “ciudad perdida” que aparecieron en la colección.
más o menos habitual de la serie, fue Patricia Savage, la prima de Doc, pero no hubo entre ellos la menor «intimidad».
Las aventuras de Doc Savage nos llevaron a los rincones más recón-
ditos del globo. Al igual que su primo hermano, Tarzán de los Simios (el
autor Philip José Farmer demostró tal parentesco sin dejar lugar a dudas), Doc encontró decenas de civilizaciones perdidas, pero además se enfrentó
a científicos locos, robots... y, por supuesto, a genios criminales, hampones, y toda clase de asesinos de la peor calaña. No obstante, Lester Dent parecía decidido a desmarcarse por completo de la influencia de La Sombra, de
modo que, a las pocas novelas, Doc Savage dejó de matar criminales, ideando algo que denominaba
«balas compasivas» que noqueaban al oponente sin matarlo; e inventó también algo así como una operación de cerebro que reformaba a los crimina-
les —algo parecido a una moderna lobotomía que, si lo pensamos, resulta aún más horripilante que
si se hubiera limitado a matar al pobre diablo—. No obstante, el tono de la colección era mucho más luminoso que el de La Sombra. Doc era un
vengador, ciertamente, pero no un vengador os-
curo. A pesar de ello, no tardaría en convertirse en la segunda colección estrella de la editorial, y ya
hemos mencionado su evidente influencia sobre los posteriores comics.
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LOS OTROS VENGADORES DE LA STREET & SMITH
No contentos con el éxito de las revistas de La Sombra y Doc Savage, los editores de Street & Smith continuaron creando nuevas revistas de personaje. En
primer lugar, recurrieron a Nick Carter, el ya mencionado detective de los tiempos de las novelas de a diez centavos, que volvieron a actualizar para que se
enfrentara a modernos gánsteres y espías de otras potencias. Después, crearon
sendos émulos de La Sombra y Doc Savage, con El Susurrador y El Capitán,
respectivamente. Aunque el segundo no funcionó —algo que, curiosamente, le sucedió a todos los personajes que intentaron copiar a Doc Savage—, El Susurrador sí que llegó a disfrutar de un cierto éxito, apareciendo en cincuenta
historias, entre novelas y relatos cortos. El Susurrador era en realidad el comisario de policía James «Wildcat» Gordon —en efecto, como el comisario amigo de Batman—, que recurría al disfraz de Susurrador para ejecutar a los
criminales que no podía enchironar. Teñía el cabello pelirrojo con un tono gris, y se colocaba en la boca una extraña placa dental, que hacía que su mandíbula pareciera más prominente. Luego se vestía de gris, se calzaba un sombrero de
cuáquero, también gris oscuro, y se dedicaba a sembrar de fiambres las calles de
San Francisco (en su primera serie) y Nueva York (en la segunda), empleando unas siniestras pistolas automáticas con silenciador. Precisamente debido al ma-
cabro sonido de dichas armas, junto con la voz susurrante que la placa dental le obligaba a adoptar, el sobrenombre de Susurrador resultaba hasta necesario.
Pero el personaje no llegó a obtener el éxito que los editores deseaban, y
su influencia en la cultura popular no fue excesivo (años después, el guionista
Roy Thomas lo homenajeó como el justiciero villano «Testa Cúprica » en la colección de Daredevil). Estaba claro que había que seguir buscando a un tercer personaje que pudiera compartir el éxito de Doc y La Sombra. Y así fue como se creó El Vengador.
El editor Nanovic pensaba que la fórmula que buscaban podía consistir
en crear un personaje que aunara lo mejor de La Sombra y de Doc Savage, y que apareciera firmado por uno de los dos autores. De manera que concibió a
un ser oscuro, amargado, que se dedica a impartir su propia justicia allí donde
la ley no alcanza, pero que aparecía acompañado por un grupo de seguido-
res, que formaban la organización Justicia S.A. A diferencia de La Sombra, cuya organización era secreta y cuyos agentes profesaban al personaje una
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El Susurrador fue uno de los personajes que pretendían emular a La Sombra, con la particularidad de que había sido creado por su misma editorial. Escritas por Alan Hathway (bajo el seudónimo de Clifford Goodrich), sus novelas no estaban mal, aunque su traducción al español (de la Editorial Molino Argentina) era infame.
lealtad servil, la organización de El Vengador era, como la de Doc Savage, ampliamente conocida, con el fin de que la gente pudiera venir a pedirle
ayuda. Además, y a pesar del carácter huraño del personaje, sus socios en el peligro poseían más un rol de compañeros que de sirvientes, aunque fuera El Vengador el que diera las órdenes y distribuyera los recursos.
El Vengador era en realidad Richard Henry Benson, un individuo maduro
de inagotable experiencia —había hecho prácticamente de todo, alrededor de
todo el mundo—, que había decidido retirarse de su vida de aventuras, y sentar
la cabeza con su preciosa mujer y su hijita. Pero ¡ay! No le dejaron. Mientras viajaba con ellas en un avión comercial, desaparecieron misteriosamente, y todo el mundo negaba que Benson hubiera subido al avión con ellas. La impresión
hacía que Richard Benson sufriera un shock, que provocó que su pelo encane-
ciera por completo, y le paralizó los músculos faciales (que, a partir de entonces, sería capaz de moldear para que adoptaran cualquier forma, haciendo de él un maestro del disfraz). Durante su investigación, Benson iría conociendo a sus
primeros ayudantes y, al final de la primera novela («Justicia S.A.», septiembre de 1939), Benson, al descubrir que su mujer y su hija habían sido, en efecto, ase-
sinadas, al ser brutalmente arrojadas del avión en pleno vuelo, decidía dedicar su vida a castigar a los culpables y ayudar a los desvalidos, fundando a tal efecto la organización pública que daba nombre a la novela. Los paralelismos con Frank
Castle, alias «el Castigador» , que dedicaría su vida a castigar a los criminales tras la muerte de su mujer e hija a manos de unos mafiosos, son evidentes.
Aunque aparecidas bajo el seudónimo de Kenneth Robeson, las novelas
Las primeras cubiertas de El Vengador le plasmaban, al igual que a La Sombra, como una suerte de figura omnisciente, contemplando imágenes de una gran violencia, que pedían a gritos ser vengadas. Cubierta de H. W. Scott para “The Yellow Horde” (octubre de 1939) que tres décadas después acabaría siendo adaptada al comic por el mismísimo Jack Kirby.
de El Vengador fueron, en realidad, escritas por el autor Paul Ernst, un escri-
tor versátil que era capaz de ofrecer desde relatos de horror hasta historias al
estilo Fu-Manchú —en su serie del Doctor Satán, en la revista Weird Tales—. Ernst nunca estuvo demasiado conforme con la saga, a pesar de lo cual realizó un buen trabajo. Su primera novela es un perfecto ejemplo de cómo narrar el origen de un personaje y, a la vez, enganchar al lector en una trama crimi-
nal opaca y siniestra. No obstante, la colección pulp de El Vengador duró solo veinticuatro números, tras lo cual pasó a convertirse en protagonista de varios
relatos cortos —escritos por Emile Tepperman— y una posterior docena de novelas realizadas por Ron Goulart en los años sesenta, durante el revival de los vengadores del pulp.
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LA TRUCULENCIA DE LA POPULAR
Como es lógico, el resto de las editoriales de pulp magazines se apuntaron
rápidamente a la moda de las revistas dedicadas a un personaje. Surgieron personajes pulp para todos los gustos y de todas las temáticas, aunque siem-
pre parecía claro que lo más deseable era acercarse a la fórmula del éxito que la Street & Smith había alcanzado con La Sombra.
De este modo, la Popular Publications, que siempre se había caracteriza-
do por la truculencia de sus historias —una truculencia que enganchaba, por
cierto, y que contaba con una legión de seguidores, como, por ejemplo, el pre-
sidente Roosevelt y todo su gabinete, que estaban suscritos a esas revistas—, decidió crear su propia versión de La Sombra, buscando también un nombre que resultara siniestro y amenazador.
Así fue como nació La Araña, aunque es justo señalar que sus comien-
zos no fueron demasiado prometedores. En la primera novela, «The Spider
Strikes», aparecida a comienzos de 1933, conocíamos al joven Richard Wentworth, un conocido playboy que regresaba a EE.UU. a bordo de un crucero y que, al verse envuelto en una misteriosa intriga, adoptaba la identidad de una misteriosa figura de la noche, temida por
los criminales y buscada por la policía. La historia, escrita por R. T. M. Scott (que fue también el autor
de la segunda novela), estaba pulcramente redac-
tada, pero resultaba demasiado sosa. Estaba claro
que, así, los editores de la Popular no iban a poder competir con el éxito de La Sombra. La solución
evidente era cambiar de autor, sobre todo si tenemos en cuenta que la colección aparecía firmada
por Grant Stockbridge, el eterno «seudónimo de la casa». Y, en efecto, la colección sufrió un cambio radical —e incluso traumático— cuando un nuevo
autor, Norvell W. Page, se hizo cargo del personaje, convirtiendo La Araña en una de las revistas pulp más potentes, brutales y desmesuradas que se hayan publicado jamás.
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Cubierta de Walter Baumhofer para el primer número de The Spider, “The Spider Strikes” (1933) escrito por R. T. M. Scott, el cual no tardaría en perder la serie, para alivio de los lectores de ésta. A partir de su número tres, The Spider sería escrita por Norvell Page y la serie subió como la espuma. Abajo: un retrato de Richard Wentworth/ La Araña dibujado por John Fleming Gould, el artista habitual de sus ilustraciones interiores.
Aunque Henry Steeger, el director de la Popular era muy partidario de
publicar carnaza, sangre y truculencia, es poco probable que estuviera pre-
parado para las sangrientas historias que Norvell W. Page escribía sobre el
personaje. Pocos lo estaban. Mientras las historias de La Sombra se basaban, básicamente, en misteriosos enigmas y opacas conspiraciones, las tramas de The Spider se reducían a una imparable escalada de acción y violencia que no
paraba de crecer hasta un dramático clímax final. Mientras La Sombra se
mantenía alejada del lector, deviniendo en una especie de figura incorpórea, que rara vez sufría el menor daño, el pobre Richard Wentworth sufría en cada novela toda clase de torturas y heridas mortales, la mitad de las cuales
habrían bastado para acabar con cualquiera. ¿Y qué decir de las víctimas? Todos los meses, la ciudad de Nueva York se veía asediada por toda clase de
sádicos maníacos que acababan con sus habitantes de las maneras más espeluznantes, (el autor, por cierto, las narraba con mórbido detalle). Por norma general, la ilustración de cubierta y el título de la novela, lo decían todo: «La
ciudad que no se atrevía a comer», «Las legiones de la locura», «El destructor de la ciudad», «Las huestes de Satanás»...
En cuanto al protagonista, ciertamente había sufrido una metamorfosis.
Richard Wentworth seguía siendo un millonario filántropo que dedicaba las
horas muertas a tocar su stradivarius como un virtuoso, además de alternar
con su novia eterna, Nita Van Sloan. Pero cuando surgía cualquier emergencia, Wentworth se disfrazaba, transformándose en un ser horripilante, con
joroba, nariz postiza y colmillos de vampiro, que emitía un alarido espantoso, y se dedicaba a matar criminales de un tiro en la frente para después marcarles quemando su piel y estampando en ella el «sello de La Araña» —un Cubierta de “The City of Lost Men”, (febrero de 1938), la novela número 53 de la saga, y una de las pocas escritas por Wayne Rogers. La cubierta es obra de John Newton Howitt, que solía plasmar a La Araña de un modo más elegante que como se le describía en el interior.
recurso que no tardaría en adoptar el personaje de cómic The Phantom—. Mientras La Sombra era un ser misterioso que imponía respeto, y cuya existencia era incluso puesta en duda por la policía, La Araña era un ser sobrecogedor, que causaba auténtico espanto entre los criminales, y era buscado
por las fuerzas del orden. Su creador lo definió a menudo como «mitad santo, mitad maníaco» y, ciertamente, era tan espantoso y desagradable de ver que
ni siquiera aparecía en las portadas. Las ilustraciones de cubierta, realizadas en su mayor parte por John Newton Howitt, mostraban escenas reales de la
novela —por lo general las más truculentas—, pero retrataban a La Araña
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