Los piratas cuarto

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Los piratas Texto: Francisco Fernández Ilustración: Myriam Holgado La historia de la piratería es casi tan antigua como la historia de la humanidad. Cuando algunos hombres se dieron cuenta de que podían viajar por el mar, se volvieron navegantes Y cuando otros hombres se dieron cuenta de que podían asaltar a esos navegantes, se volvieron piratas.


Desde entonces, las playas y los mares de muchas partes del mundo comenzaron a poblarse de esos personajes que amaban el peligro, odiaban el trabajo y ambicionaban las riquezas que poseĂ­an los demĂĄs.


Según nos cuenta la historia, el más famoso y antiguo de los piratas fue un griego, cuyo nombre era Polícrates . Vivía en la isla de Samos. Allí mandó levantar un hermoso palacio. Y también hizo construir una gran flota de cien naves de guerra, con la cual asaltaba a otros barcos que


llevaban oro y piedras preciosas . Otro famoso pirata de la Antigüedad fue un romano llamado Sexto Pompeyo. Vivía también en una isla, porque las islas siempre han sido los refugios más seguros para los piratas.

Pero sucedió que a Sexto Pompeyo se le ocurrió atacar cierta vez una ciudad muy amada por todos. Entonces el emperador envió un fuerte ejército contra él, que lo derrotó y le quitó todas sus riquezas.


Pasaron muchos siglos, y parecía que en el Mar Mediterráneo no habría ya piratas tan grandes y tan temibles como lo fueron el griego Polícrates y el romano Sexto Pompeyo. Entonces apareció un joven robusto, de nariz recta y ojos penetrantes como los de un águila. Venía de Berbería, región ubicada en el norte de África. Era, pues, un pirata berberisco. Se llamaba Arudj. Pero como nadie podía pronunciar un nombre tan difícil, y como además tenía rojos los pelos de su barba, todos lo llamaban Barbarroja. Este pirata era tan ambicioso y audaz, que se atrevió una vez a capturar dos naves llenas de preciosas mercancías enviadas por el Papa de Roma. Los amigos del Papa de Roma se enojaron mucho, y juraron acabar con Barbarroja. Comenzaron entonces a perseguirlo por mar y tierra.


Y cuentan los relatos de aquella época que el pirata, para demorar el paso de sus perseguidores, sembró los caminos de oro y joyas. Mas los perseguidores no se dejaron engañar, y finalmente lo alcanzaron y lo mataron. Así terminó Arudj, que era llamado Barbarroja por ser su nombre tan difícil de pronunciar y por tener rojos los pelos de su barba. Después surgieron otros muchos y muy pintorescos piratas. Como los vikingos, que eran todos rubios y navegaban en barcos con forma de dragón. O como los piratas chinos, que siempre acechaban las naves enviadas por el emperador del Japón. Pero, en realidad, la época de los más grandes y famosos piratas comienza cuando el navegante


Cristóbal Colón llega a América. A partir de entonces, los conquistadore s españoles empezaron a descubrir en nuestro continente riquezas nunca soñadas. En Perú encontraron riquísimas minas repletas de toda clase de metales valiosos. En México, plata, oro y piedras preciosas. Y en las islas del Caribe, tierras fértiles en las que crecían especias y otras rarísimas plantas, como el tabaco, que los españoles no conocían. Movidos por la curiosidad y la codicia, los conquistadores trataban de llevarse todas estas riquezas en sus barcos, dentro del mayor secreto.


Pero los piratas siempre se enteraban y atacaban las pesadas naves cargadas con tan valiosos tesoros. De esta manera, mientras los conquistadores espaĂąoles se apoderaban de las riquezas de AmĂŠrica, los piratas se llevaban las riquezas de los conquistadores espaĂąoles.


Pero, ¿de dónde salían tantos piratas?

Bueno, no es tan difícil de averigua r.

Al conquistar nuestros territorios, España se había convertido de la noche a la mañana en el país más grande, más poderoso y más rico del mundo entero. Los reyes de Francia y de Inglaterra veían con envidia como España se llevaba nuestras riquezas, sin compartirlas con ellos. ¿Cómo apropiarse de esos tesoros? ¡Con barcos, claro! Pero Francia e Inglaterra eran dos países pobres en esa época, y no tenían naves propias. Entonces resolvieron firmar pactos con aquellos capitanes de barcos que, deseosos de aventura y riqueza, quisieran cruzar el mar y atacar los navíos españoles.


A esa forma de viajar se la llamรณ ir a corso, o sea, "correr por el mar ". Los capitanes de tales barcos se llamaron corsarios.


Cuando los corsarios regresaban de sus correrías, entregaban el botín conquistado a su rey, y éste les cedía una parte. ¡Y todos contentos! El rey con sus riquezas, y el corsario con su parte del botín. Pero muy pronto, a algunos corsarios les resultó muy incómodo zarpar de puertos europeos, cruzar todo el Océano Atlántico, atacar las naves españolas y regresar nuevamente a Europa. ¡Uf! ¡Era mucho trabajo! Además, les caía de la patada dar una buena parte de lo conquistado al rey quien, al fin y al cabo, no se arriesgaba en el mar como lo hacían ellos. Decidieron entonces hacerse independientes, vender todo al que mejor pagara y refugiarse en Jamaica, donde vivían ya por aquel entonces algunos piratas. Y en la famosa isla de La Tortuga, donde había muchos más.


Así, al cabo de cierto tiempo, en ambas islas acabaron viviendo muchos corsarios y muchos bucaneros, a quienes se les daba este nombre porque antes de convertirse en piratas se habían dedicado a cazar animales, cuya carne preparaban de una manera especial que se llamaba bucan; y muchos filibusteros, palabra de origen holandés que significa "el que va a la captura del botín". Todos ellos, a pesar de tener nombres tan diferentes, estaban unidos por un oficio: la piratería.

En la isla de La Tortuga , todos esos piratas habían formado una república, a la que pusieron por nombre Cofradía de los Hermanos de la Costa. Los piratas vivían en aquella isla como querían, sin importarles si uno era inglés, el otro francés, o el de más allá holandés. Allí no había policías, ni jueces, ni cárceles.


Cuando se producía un pleito entre los filibusteros, se retaban a duelo y se batían con espada o con cuchillo. Al que ganaba la lucha se le daba la razón y se acabó.

En la isla de La Tortuga tampoco existía la propiedad privada de la tierra. O sea que la isla era de todos pero, a la vez, de nadie en particular. Claro que a los piratas no les interesaba mucho todo esto, porque la verdad es que eran demasiado comodinos para andar preocupándose por averiguar de quién eran las cosas. Ellos eran piratas y su vida estaba en el mar, no en la tierra. Y como les gustaba la aventura y eran muy codiciosos, se pasaban gran parte de su tiempo planeando cómo iban a apoderarse de los tesoros que transportaban los barcos que cruzaban el océano.




Una de las empresas más conocidas del temible Lorencillo fue, por cierto, la toma de Campeche y otros veinte pueblos de la zona. Allí se quedó durante dos meses como dueño y señor. Y capturó tantos prisioneros y robó tantas joyas y piezas de plata que, cuando acabó de cargarlos, su barco casi se va a pique. Lorencillo fue perseguido día y noche por tres fragatas españolas llenas de cañones. Pero el filibustero esquivó los ataques, arrojó al mar toda la carga para que la nave fuese más ligera y, aprovechando un viento fuerte, se alejó velozmente. Después de estos sucesos, los españoles empezaron a levantar una muralla de ocho metros de altura alrededor de Campeche.


Tardaron muchos años en construirla pero, cuando estuvo terminada, ningún otro pirata pudo entrar.

La verdad es que por estos rumbos hubo tantos piratas y tantas historias de piratas, que podríamos pasarnos días enteros recordando sus aventuras. Algunos eran muy impresionantes y muy teatrales. Como el pirata inglés Barbanegra, que tenía una barba larga y negra, la cual peinaba en trenzas, enrollándoselas alrededor de las mejillas y de las orejas. Usaba un gorro de pieles cuyo color era negro, por supuesto. Y cuando subía a bordo de una nave capturada, el feroz pirata se colocaba cuatro velas encendidas en el ala del sombrero.


Con este aspecto causaba un miedo tremendo a sus prisioneros, que acababan entregĂĄndole todo lo que poseĂ­an y contestando a sus preguntas sin ocultar nada.


También hubo un pirata muy bromista. Se llamaba Juan Lafitte y se creía el amo de todo el Golfo de México. En cierta ocasión en que el gobernador de Luisiana, cansado ya de soportar sus piraterías, ofreció una recompensa de 5 000 dólares por su cabeza, Juan Lafitte respondió ofreciendo 50 000 por la cabeza del gobernador. Un pirata totalmente diferente fue Bartolomé Robert, a quien todos llamaban "El Bello".


Era corpulento, moreno, guapo. Vestía ropas lujosas, llevaba al cuello una cadena de oro con una cruz de diamantes y lucía un sombrero ancho con una pluma roja. Al desembarcar en un pueblo, Bartolomé el Bello hacía desfilar a sus compañeros por las calles principales. Luego entraba él y se hacía entregar las llaves de la ciudad, como si en verdad fuese un huésped de honor o un invitado especial. Finalmente, capturaba a los hombres más fornidos y los obligaba a convertirse en piratas. Cuando Bartolomé el Bello murió, su cuerpo vestido de púrpura y encajes fue arrojado al mar. Así lo había ordenado él, que fue el más elegante de los piratas.


Y los piratas, cada vez más empobrecidos, sólo tenían barcos de vela, demasiado lentos para alcanzar a los buques modernos. Además, cuando los hombres empezaron a usar la comunicación por radio, los pocos piratas que quedaban en el mundo no podían dar un solo paso sin que los capitanes de los barcos lo supieran. Por otra parte, como tú sabes, luego se inventaron los aviones, con los cuales se puede vigilar el mar sin que se escape un solo pescadito. Y por último, empezó a utilizarse el radar, que es un aparato que capta la presencia de cualquier intruso.


Bueno, con todo esto, los piratas tuvieron que abandonar su viejo oficio y ponerse a trabajar como las demรกs personas.


Y el Mar Caribe con todas sus islas y el Golfo de MĂŠxico con todas sus costas volvieron a ser como habĂ­an sido antes:


Lugares tranquilos en donde las aventuras de los piratas se recuerdan sรณlo como algo que sucediรณ hace mucho, mucho tiempo.



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