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BETO, EL ESPANTAPÁJAROS
Luciano Guillermo ARLINDO
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Recientemente, los congresistas han aprobado la construcción de un policlínico exclusivo para ellos y sus colaboradores más cercanos, dejando a un lado a la mayoría de los ciudadanos que deben acudir a los hospitales públicos o a EsSalud para recibir atención médica.
Este acto pone en evidencia una marcada diferencia que existe entre la clase política y el resto de la población.
Es muy probable que estos señores se sientan con derecho de que ellos deban recibir un mejor trato y servicio, por el hecho de ser congresistas, aun cuando su trabajo sea totalmente deficiente y sin trascendencia en la ciudadanía.
Simplemente, a los congresistas no les interesa que el pueblo, a quien dicen representar, los detesten y no les tengan ningún ápice de respeto.
La primera y única vez que han demostrado unión entre ellos fue cuando se sintieron amenazados de perder su posición privilegiada ante el intento de golpe de estado proclamado por Pedro Castillo.
Lo que deberían de tener en claro estos congresistas es que son servidores públicos como cualquier otro empleado del Estado, y deberían tener los mismos derechos y obligaciones que el resto de los ciudadanos.
En lugar de contar con instalaciones médicas exclusivas podrían optar por atenderse en hospitales de EsSalud, o incluso adquirir un seguro privado si sus ingresos lo permiten.
Esta situación lleva una vez más a cuestionar hasta qué punto se está abusando del poder y de los recursos públicos en beneficio propio.
En otros países es común que los legisladores y representantes políticos opten por seguros médicos privados, evitando así la utilización de fondos estatales para la construcción de clínicas y hospitales exclusivos.
Mientras tanto, gran parte de la población enfrenta condiciones precarias en los hospitales públicos, con falta de insumos, personal médico insuficiente y largas listas de espera. La construcción de un policlínico exclusivo para congresistas solo agrava la percepción de desigualdad y descontento social.
Es necesario que los representantes políticos asuman una postura más solidaria y comprometida con la realidad de la mayoría de los ciudadanos.
Los recursos públicos deben destinarse a mejorar la atención médica para todos, en lugar de privilegiar a unos pocos. Ya es hora de poner fin a los abusos y exigir un trato equitativo en el acceso a la atención médica de calidad.
Me citó a su casa a las 8 de la mañana; llegué puntual. Tenía la edición de su último libro. Alista la publicación de sus cuentos completos, esos que no son para niños ni adolescentes. Lo encuentro con la salud a tope, conversador, sentado sobre el sofá con la pierna derecha encima de la izquierda; tiene una figura patriarcal, pero se muestra como un anfitrión hospitalario y solícito. Ha recibido la visita de su lector y amigo de años, desde mi lejana juventud, cuando ambos vivíamos en Paucarbamba, aún no era mi profesor de literatura en la universidad. Con él aprendí a leer poesía, a entender que el verso no dice todo, había que exprimirle la esencia de la belleza que está en la sencillez y no en el hermetismo y la petulancia lingüística, el tema, el contenido, la intención, la metáfora o el hipérbaton. Recuerdo aún la lectura de los sonetos de Francisco Petrarca dedicados a Laura, la musa del poeta italiano. Samuel Cárdich es un escritor profesional que se dedica íntegramente a escribir. Me entrega el libro y sospecho que llegó la hora de retirarme porque, seguramente, tiene que seguir escribiendo. Como no quiero pecar de intruso ni impertinente, me despido con la promesa de un café.
Beto, el espantapájaros (Edit. Ámbar, 2023) es un cuento de 40 páginas con ilustraciones de Ricardo Catto que se corresponden con la secuencia del relato. Un narrador invisible cuenta la voluntad de un espantapájaros que cuida un trigal, pero se ha cansado de su oficio, quiere dejarlo e interactuar, sentir, oler, cantar, vivir como los pájaros y conocer el mar. Es extraordinario el espectáculo del traslado del espantapájaros a la orilla del mar donde lo dejan para una nueva existencia. Ahí deja de ser un muñeco que asusta a los pájaros y se convierte en un hombrecillo de paja inofensivo y de agrado de los niños. La caída casual al trigal de una pequeña oropéndola, que fue por comida, cambia el rumbo del destino de Beto. Hay un tránsito vital y trascendental que se explica al principio y al final del cuento: “Vive solo en medio del trigal. Día y noche se encuentra parado en el mismo lugar y sin moverse, así llueva o haga mucho calor. Siempre está solo y silencioso. No es un labrador, pero se viste como si lo fuera” (Pág. 10). Eso cambia: “- ¡Adiós, niños, que todo les vaya bien! -les dice Beto despidiéndolos y sin dejar de sonreír porque piensa en el día que podrá estirar los brazos y tocar a la luna cuando pase por encima del mar, y si eso no es posible, para saludar y dar vueltas en una ronda, cogido de las manos de los niños, cuando ellos vengan a visitarlo los domingos en que él tiene corazón” (Pág. 35).
Samuel Cárdich ha escrito libros para niños y adolescentes: la novela Crónica del primer amor, los volúmenes de cuentos Tres historias de amor, El último petirrojo y Cuentos viajeros; a ese catálogo se suman los libros que desarrollan historia independiente y personaje específico: La casa del guayacán, La pequeña Anette, Se busca un colibrí, El retorno del Jinete Incógnito, Lito Granito y el duende y La vaquita. Samuel Cárdich, en estos libros, ha sido muy escrupuloso para no caer en el facilismo de crear historias infantiles con happy end, exceso de fantasía y expresa finalidad didáctica que devalúa la calidad literaria; la literatura no es Biblia ni Nuevo Testamento ni libro de autoayuda. Los cuentos de SC no dan lecciones morales directamente, sino divierten, motivan y despiertan interés en el lector un afán de coger la enseñanza que cree mejor conveniente; Samuel no es titiritero de las emociones de sus lectores. Estos cuentos sensibilizan la conciencia infantil e involucran para deleitar la imaginación. Estos relatos tienen cuatro características diferenciables: el lenguaje sencillísimo, sin rebuscamiento verbal ni frases largas ni innecesarios hipérbatos; dirigen la ficción a la imaginación del lector infantil; siempre hay una lección sutil, no declarada, que sería como la conclusión del lector; y la empatía de los personajes niños y adolescentes con quienes el lector se solidariza y abraza sus causas. Nadie es un témpano de hielo ante la súbita desaparición del corralón del Jinete Incógnito. No es posible olvidar dos cuentos memorables: “El hombre que lo arreglaba todo”, cuyo personaje anónimo, recorre la comarca sobre un caballo, semejante al Quijote por La Mancha o Ishaco Molero (personaje de Virgilio López) por Ayancocha, Quicacán y Huánuco; y “Naty y los gorriones”, esa mujer laboriosa que teje tapetes a crochet, ama a las avecillas y ese gorrión que pelea con su sombra; o ese alegato contra el maltrato infantil en La pequeña Anette.
Mientras leía Beto, el espantapájaros, recostado en el sofá de la sala y cubierto con una cobija polar, le di licencia a mi “niño interior” para que disfrutara de las ficciones de Samuel Cárdich; ese “niño interior” que no permito que envejezca, se marchite ni agonice; ese “niño interior” que aún conservo como indicio de vitalidad y optimismo en la vida cotidiana. Asimismo, he recordado con nostalgia al espantapájaros de Quitasol, en la extensa parcela del abuelo Melecio Luciano Gutarra en Cochachinche. Era una cruz de maguey, plantada fijamente en la tierra. La cubríamos con hojas de choclo y tallo de maíz y envueltos con hilos de cabuya. Yo era su ayudante diligente en las vacaciones de enero a marzo en la década 70. Le colocaba un sombrero campana viejo, una camisa, pantalones grandes y tiras largas de plástico en el maguey horizontal. “Este es el vigilante de la huerta, hijo, cuando yo no esté aquí”, decía con premonición. Se sujetaba la manta blanca de la cintura y nos íbamos a descansar, comer la merienda preparada por la abuela Clara, mujercita baja, sin zapatos, con delantal color del hollín, manos toscas de campesina, roja como un tomate maduro, pero de corazón inmenso para la tropa de nietos que invadía su casa en Minapata. Luego chacchaban para continuar la jornada hasta las 5 de la tarde. Bajábamos por un sendero estrecho sin decir una sola palabra; el abuelo era taciturno, callado, delgado, discreto, caminaba con parsimonia. Solo volteaba para decirme, con su rostro serio y ojos vivaces, que no debía quedarme atrás. Los primos palomillos, que venían de Lima, se encargaban de darle elegancia al espantapájaros de Quitasol: corbata, cigarrillo en la boca, pero a ninguno se le ocurrió ponerle ojos, boca ni nariz. He leído Beto, el espantapájaros como un niño de 8 años, creyendo las ficciones de Samuel Cárdich: los espantapájaros tienen deseos, aburrimiento o se cansan del trabajo que hacen, que se sienten como un ciudadano cualquiera. Un escritor como SC sabe, inteligentemente, sintonizar la sensibilidad del lector infantil y del adulto que también puede gozar de la imaginación de los niños. El primer síntoma de envejecimiento del adulto es la agonía de su “niño interior”. La literatura infantil, sin estereotipos ni maniqueísmos, es un modo de refrescar la vida y sonreírle de frente.