La violencia no es solución ni respuesta

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Diario de una comunicadora

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Capítulo único Él se miró al espejo y arregló su corbata y traje. Tenía que llegar impecable y, a la hora de siempre, al trabajo, se esmeraba en dar el ejemplo para que todos lo viesen y lo admirasen. Sonrió contento al terminar. Era un hombre guapo y varonil, las damas caían ante su tono de voz, decían que tenía todo el perfil para ingresar a la radio y dirigir programas de horas, pero él había preferido destacar en el área de sistemas. -Ya está el desayuno… -anunció una voz delicada y temerosa desde la puerta. Él giró, la vio y asintió. -Lávate la cara, mujer –dijo negando la imagen de ella. Llevaba el cabello recogido en un simple moño y parecía que no había tenido tiempo de asearse-. Mírate, pareces un estropajo, muestra un poco de belleza… estoy seguro de que la tienes, eres mi esposa. -Sí… hoy hice lo que te gusta, huevos revueltos, jugo de naranja y café caliente ¿está bien? –consultó mientras ingresaba y se colocaba a su lado. Ambos se miraron al espejo. Él era el doble de alto que ella y de contextura fuerte, ella, en cambio, era delgada y sumisa, de mirada poco decidida y gestos débiles.

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-¿Vendrás a cenar? –preguntó con dulzura. Él suspiró y consultó su reloj:- ¡Mira la hora! ¡Es demasiado tarde! Creo que sí, no lo sé, ¿harás algo especial? -Es miércoles, hoy los niños no estarán en casa… -¿Y eso? -Alfred tiene un trabajo para la escuela y la mamá de Mireya me pidió permiso para llevar a Johanna al cine a ver una nueva película de disney. -¿Y yo? ¿Acaso estoy pintado o qué? -No te dije nada porque estabas muy ocupado. -Tsk, idioteces –gruñó él a medida que ella se alejaba-. Esa no es razón, ¿debo dejarles en claro que soy el padre y que aquí soy la cabeza o qué? -¡No! –exclamó ella llevándose las manos sobre la boca-. Digo… sólo no te enfades... -¡Es demasiado tarde! –reclamó-. Ya hablaremos cuando regrese. Y sin decir más salió hecho un bólido de la habitación. Bajó las escaleras seguido por ella y tomó el jugo de naranja de un sorbo, cogió el pan y sin decir más dejó la casa en su auto del año que le había costado duro trabajo. -Nos vemos… -musitó ella apoyada en el alfeizar de la puerta. Una vez sola, la cerró con lentitud y tras acomodar y limpiar toda la cocina, con pasos cansados, fue a su cuarto. Miró el desorden y no se detuvo hasta estar frente a su espejo de tocador. La casa era grande. Él ganaba lo suficiente como para mantener a una familia con 20 niños si querían, pero sólo tenían dos por razones obvias. Diario de una comunicadora


Ella, gracias a Dios, no había podido quedar embarazada nuevamente y se había encargado de que sus dos únicos retoños estuviesen lejos de su lecho. Las mucamas habían sido despedidas, hasta la fecha lo máximo habían sido tres y un mayordomo, el chofer apenas estuvo los cinco primeros años, aquellos en donde ella había sido una real princesa. Conoció a Raúl en la universidad, ella estudiaba cocina y se había quedado prendada de él en una reunión a la que prácticamente sus amigas le habían obligado a asistir. Era el chico más pedido por todas, era caballero, guapo y tenía dinero, además era muy inteligente y cuando conversaba supo robarle todos sus sentidos. Cuando se le acercó ella había reaccionado nerviosa y nunca olvidaba cómo es que el vaso de jugo de naranja se había caído sobre el traje de él, lo había intentado limpiar y él simplemente se echó a reír indicándole que se la debía y que, a cambio, la invitaría a salir. -¿A salir conmigo? –repitió como idiota. “¡Pero si hay muchas mujeres hermosas!” -Claro que sí ¿me dirás que no? Y no se negó. Años después, muchos años después, hubiese deseado hacerlo. Comenzaron con una salida en donde pudo conocerlo e ilusionarse, las demás sirvieron para enamorarse. Al par de años, se casaron. Sus padres estaban felices, ella tenía 23 años y era la mujer de un hombre con mucho futuro. ¿Qué más podían pedirle a la vida? Amor, pasión, lujuria, viajes, comidas, cenas, salidas… los primeros años se la pasaron entre risas, besos, diversión y compañía… Raúl cambió cuando

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llegaron sus hijos. Se había emocionado ante la idea de que ella estaba embarazada. -¿De verdad? ¿Un hijo mío? ¿Tuyo y mío? ¿De verdad? –había preguntado como tonto. Ella sonreía de oreja a oreja y asentía con los ojos llenos de lágrimas. Lo habían estado intentando durante el último año y medio. -¡Sí! –exclamó alegre-. Estoy embarazada, el doctor me lo acaba de confirmar. -Un hijo… -susurró él-. Eres mi mujer y tendrás un hijo mío… en tu vientre hay un bebé mío creciendo ¿Sabes lo dichoso que me siento? Ella lo miró con ternura y dejó que él esa noche la poseyese con tanta ternura como con todo el amor que él demostraba. Los primeros meses fueron detalles y mucho cuidado. Al sexto mes él estaba más serio y taciturno, no la quería tocar porque temía lastimarla, ella quería estar con él y cada día tenía un as bajo la manga para que él le prestase atención. Trajes sexy de noche, incluso un camisón transparente sin nada dentro, pero él no la miraba… él no la tocaba… -Cariño, el bebé… debes cuidar tu cuerpo, por favor… -decía. Y cuando el niño nació, él se dio por entero a su hijo. Se dedicó a él, lo miraba con amor, con un amor que ella pensó que jamás le había profesado. Contrató personal para que los asistiesen y siempre se escapaba del trabajo para verlos. -Todo está bien, amor –susurraba ella-. Soy su madre, jamás dejaría que le Diario de una comunicadora


pasara algo… -Sí, lo sé… ¡Vamos campeón, eso es! –exclamó alegre mientras le daba de comer. Cuando el niño acabó el bocado le iba a dar otra porción pero miró la cuchara y frunció el ceño con enojo-. ¿Esto no está muy viejo? ¡Le puede raspar la boquita! Él apenas tiene año y medio. Elizabeth ya estaba, para esa fecha, acostumbrada a que él alzara el tono de voz. También había descubierto que era mejor dejarle gritar y después intentar hacer que entrase en razón. Hasta ahí, ella había tolerado. A veces discutían, pero prefería llevar la fiesta en paz. Con el tiempo, se enteró de que estaba embarazada nuevamente y fue el mismo episodio. Él volvió a cambiar y era el hombre perfecto. La amaba por las noches, con un ímpetu y un amor que lograba que ella olvidase el carácter rabioso y descontrolado que tenía últimamente; no obstante, al avanzar el periodo de gestación, él también cambiaba. Cuando la niña nació, él lloró y la vanaglorió, le dio de todo, hasta le compró un auto que mandó a acondicionar con todos sus caprichos. Sus padres no cabían de felicidad al ver que ella era bien atendida y que sus nietos tenían de sobra. Elizabeth siempre sonreía y para los demás jamás habían problemas, ¿para qué contarlos?, se preguntaba, ¿para qué mostrar que, de cuando en cuando, pasaban cosas que ni ella misma entendía? Suspiró al verse el rostro. Abrió el primer cajón de su cómoda y le dio la bienvenida a todo el maquillaje. Sus amigas fueron en una ocasión a visitarla y la habían envidiado. Diario de una comunicadora


-Si ellas hubiesen sabido por qué tanto maquillaje –canturreó al sacar la base. Se acercó más al espejo y cubriendo con el líquido uno de sus dedos, untó el gel sobre su piel, se demoró un poco más en la parte morada en donde se evidenciaba el golpe. Raúl no le había levantado la mano hasta el segundo año de su hija en donde esta se cayó y fracturó uno de sus piecitos por jugar. La pelea había sido desmedida y Elizabeth había terminado con el cabello desprolijo, la ropa rota y sin poder moverse un par de días. Él, después de eso, pidió perdón y ella entendiendo que había sido su temor al ver a su hija en la clínica, le disculpó. Le disculpó una y cien veces hasta el día actual. Elizabeth terminó con la base y acomodó el flequillo delante del rostro para que todo se disimulase mejor. Sus padres la visitarían y ya eran muchas semanas en las que ella se estaba negando rotundamente para no atenderles. La semana anterior se había terminado de recuperar de una lesión en la que había resbalado por las escaleras y no había previsto que la noche pasada él se enfadaría porque ella había comprado unos jeans más ajustados de lo común. ¡Y había sido con la intención de que él se sintiese orgulloso de ella! -¿Por qué? –se preguntó una vez estuvo completamente lista. Su tez era Diario de una comunicadora


morena, de labios gruesos, ojos pequeños pero con grandes pestañas, sus labios estaban pintados de rojo y la base disimulaba el golpe, la chalina cubría la huella de la presión de los dedos de él, la ropa era ceñida a su cuerpo y sus botas lucían el dije de la marca-. ¿Por qué a mí? Se suponía que él era bueno… que era el hombre de mi vida… ¿por qué ha cambiado tanto? –musitó. Sus ojos se llenaron de lágrimas como cada vez que se preguntaba lo mismo. Su mente reflejó el rostro furioso de él cuando ella hacía algo incorrecto, su cuerpo tembló cuando se vio a si misma empujada contra la refrigeradora, contra la mesa… las cachetadas y los insultos… -Puta… fea… cualquiera… irresponsable… no sé hacer nada… -susurró. Su corazón sentía rabia. De pronto se imaginaba que un día en uno de los zarandeos de él, ella se zafaba, corría hacia la cocina y, de uno de los cajones, extraía el cuchillo que la esperaba, uno destinado para defenderse de él… uno para clavárselo en donde cayese. Pero jamás lo usaba, sus hijos amaban a su padre y él era tan inteligente que jamás la tocaba cuando estaban cerca. -¿Por qué? ¡¿Por qué?! –lloró. El timbre sonó. Dio un brinco, se obligó a calmar y echó más polvo sobre Diario de una comunicadora


su rostro. Bajó a la primera planta y saludó a sus padres, los invitó a la sala y les ofreció de comer, ellos se negaron y comenzaron a conversar de trivialidades. -¿Por qué parecía que no querías vernos? –preguntó su padre. -Sí, estábamos preocupados, pensábamos que estabas enfermita o algo, hija. -No, para nada, estoy muy bien, he estado ocupada, los niños… ya te imaginas. -Sí, ¿cómo está Raúl? -Bien mamá. Te envió saludos, sabía que ibas a venir. -Ay, él no cambia, ojalá un día nos vayan a visitar como antes porque se les extraña ¡igual a mis nietos! -¿Estás bien? ¿Segura? –insistió el hombre mayor con los ojos entrecerrados-. Algo te veo que no estás como siempre. Ella viró los ojos. -Padre, tengo 37 años, no soy ninguna niña, tengo mis hijos y una familia, créeme, si estuviese mal, lo diría yo misma. Puedo cuidarme, soy fuerte y luchadora como tú, así que ¿qué te preocupas? Estoy bien. “Mentirosa” -Bueno, ¿por qué tanta ropa si no hace tanto frío? -¡Papá! ¿Qué tienes? –renegó alzando la voz -No te veo bien ¿qué quieres que diga? Te conozco, eres mi hija. -Oh, por Dios ¿para eso vienen? –espetó-. Estoy muy bien, si estoy así es Diario de una comunicadora


porque estoy un poco preocupada porque mi hija no está en casa, nada más. -Pero estás más delgada que de costumbre… -aseveró su papá. -¡Ay! ¡Estoy a dieta! ¿Algo más? –gritó. -Por favor… los dos… -susurró su mamá-. Hemos venido a tener una conversación agradable ¿no? “¡Mentirosa, mentirosa, mentirosa!” gritó Elizabeth en su cabeza conteniendo las ganas de lanzarse a los brazos de ellos como una niña de trece. -Váyanse de mi casa, aquí no hay ninguna plática en paz, mamá. Váyanse –dijo en cambio. Su corazón se destrozó al ver como los dos únicos, que siempre la habían apoyado, se iban tristes y cabizbajos. -Lo siento… -murmuró cuando estuvo sola. En la noche terminó de preparar la cena y fue a su cuarto a ver televisión. Él no llegaba aún y ella comenzaba a pensar que él estaba con otra. Le habían llegado voladas de “vigila a tu esposo”, pero ¿para qué? Si él la engañaba quería decir que podrían terminar el matrimonio y ella podría ser… -Libre… -¿Qué haces? –preguntó la voz fría de él. Ella dio un brinco y lo miró con ojos desorbitados. Diario de una comunicadora


-Oh no… por favor, no… Él había llegado con esa mirada que avecinaba gritos y golpes. Se puso de pie de un salto dejando que el control resbalase pesadamente sobre la alfombra. -Mi hija me llamó diciendo que no te has comunicado con ella en todo el día, que se ha divertido pero que extraña a su mamá. ¡Para qué tienes el carro! ¡Podías haberla ido a visitar! ¡Se supone que eres una madre amorosa! ¡Caprichosa de mierda! –Jalón-. ¡Para qué la tienes! –Cachetada¡Responde! –Empujón y su caída sobre la cama-. ¡Te doy todo y así pagas! -¡Déjame! ¡Me haces daño! -¡Más daño te haré si la próxima no cumples con tu función! –Jaló sus cabellos. Ella se defendió como pudo, pero la talla de él era demasiado para ella. Volvió a terminar llorando, volvió a terminar como casi todas las noches. -¿Por qué? –se preguntó una vez en el baño mientras gimoteaba y lavaba su rostro-. ¡¿Por qué?! ¡Por qué! ¡No he hecho nada para merecer esto! ¡Ya no quiero! ¡Ya no quiero! Y se detuvo. Dejó de lavar sus manos. Se miró al espejo. Cerró el grifo. Diario de una comunicadora


Se decidió. -¡No, ya no! –dijo con rabia. Y salió corriendo. Él se sorprendió y frunció el ceño con extrañeza al ver que ella dejaba la habitación desesperada. Suspiró y a zancadas fue a darle el alcance para ver qué era lo que pasaba. Bajó las escaleras y no la ubicó. -¿Elizabeth? –llamó- Vamos, cariño, debes regresar, los niños te pueden ver así y no queremos traumarlos. Amor… Caminó por la sala, por el pasillo y llegó a la cocina. Uno de los cajones estaba abierto y su contenido desordenado. Odiaba las cosas desordenadas e iba a acomodarlo cuando se quedó sin aire, sintió algo frío y como un algo extraño que ingresaba dolorosamente… -Ahora vas a pegarme el doble, amor… -espetó colérica la voz de ella a sus espaldas. Elizabeth había atestado el cuchillo de cocina en la espalda de él y hubiese seguido dando puñaladas inciertas si un grito no la hubiese asustado y detenido. En la puerta de la cocina estaba Conny, la madre de Mireya. Diario de una comunicadora


-¡Oh Dios! –exclamó la mujer. Elizabeth abrió los ojos de par en par y soltó el objeto. Retrocedió a medida que comenzaba a negar con la cabeza. Miró a Raúl y vio que estaba arrodillado sobre el piso jadeando. -¿Johanna? –musitó llorosa. -Se ha quedado en el carro… no iba a bajar hasta llamarla… ¡Una ambulancia, señor! –gritó Conny. Elizabeth vio todo en cámara lenta. Conny llamando, los paramédicos acudiendo, atendiendo a Raúl, interrogando a Conny, llevándosela a ella… de pronto estaba frente a los policías… no podía decir nada, no podía hablar… -Señora ¿va a contestar? -Yo… él debía morir… va a volver a golpearme… va a volver a golpearme… El tiempo pasó. Ella estuvo en prisión y se sintió tranquila y en paz. Con los años recibió tratamiento psicológico. Sus hijos fueron a vivir con sus padres y al terminar su condena y volver a ver el mundo, fue como haber nacido por segunda vez. Elizabeth decía que era una mujer maravillosa y fuerte, pero era consciente de que aún tenía miedo. Cuando le tocó preguntar sobre Raúl supo que éste había tenido un destino parecido al de ella y que aún estaba en rehabilitación.

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-¿Y mis hijos? -Están hermosos, amor mío –dijo su madre con todo el cariño del mundo mientras manejaba-. Están ansiosos por verte y tranquila… están preparados, también han estado en terapia, todos en realidad y no tenemos nada que reprocharte. Hasta Raúl sabe que te debe una disculpa. -No… fui yo que permití toda esa injusticia… -Fuimos todos… -No –aseveró Elizabeth en el auto camino a casa-. Papá y tú me quisieron apoyar y nunca lo entendí. -Ya pasó, ya me lo has dicho muchas veces, dejemos el tema. ¿Cruel? ¿Triste? Es realidad. Elizabeth… soy yo… hoy tengo 42 años, estoy libre de cargos, pagué una condena que fue para mi propio bien. Me quiero tal como soy y no aceptaré ni hoy ni mañana ni nunca que una persona vuelva a poner un solo dedo sobre mí. Me ha costado. Cuando me enamoré de Raúl me di por entera y creí que sus golpes eran normales o productos de mi mal trabajo en casa. Quise formar apariencias para llenar mi ego, quise que mis hijos gozaran de economía así iban a tenerlo todo, pero no me di cuenta de lo que realmente necesitaban: una madre fuerte que les enseñase valores para seguir adelante. Un hogar que creciese en principios, con creencias

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sólidas, que estuviese rodeado de respeto y entrega; un hogar en donde el amor fuese el pilar de sus convicciones; un hogar en el que su madre tuviese más valor. Me equivoqué y dejé que pisotearan mis derechos. Hoy lucho por aquellas mujeres que son víctimas como lo fui yo y es que una mujer se puede enamorar y dar su vida por entero, pero todo tiene un límite y es mentira que una mujer no puede criar sola, es mentira que una mujer no puede formar un hogar con sus propias manos, podemos hacerlo, podemos separarnos y darles el hogar que merecen a nuestros hijos. Da miedo, pero sí se puede. A Raúl no le tengo cólera, en el fondo me da lástima, él era así producto de su propio hogar y estilo de infancia. Su padre golpeaba a su esposa y nunca se supo si esta señora falleció por los golpes o por enfermedad, él intentaba que sus hijos no viviesen lo que él mismo tuvo que soportar. A sus pocos años, Raúl generó muchos traumas que siendo adulto afloraron. Ahora yo sé esto, sé que mucho proviene del hogar. Decimos que la escuela es nuestro segundo hogar, entonces no debemos olvidar que la casa es el primero… y que nuestra casa es la escuela más grande e importante para nosotros como familia y nuestros hijos. Me ha costado estar en donde estoy. Para ti quizá sea un triunfo ganar títulos de estudio, o quizá ganar mucho dinero, probablemente ascender posiciones en el trabajo, ser famoso ¡qué sé yo! ¿Sabes cuál es mi triunfo?

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¡Ver a mis hijos sonreír! ¡Verme sonreír! Tengo una casa modesta, muy pequeña, vivo con un hombre que me adora, que me respeta y que ha aceptado a mis hijos como suyos. Es bueno y amable, para él soy una delicada flor y me ha tenido mucha paciencia porque tuve miedo de enamorarme. ¡Le ha costado y lo logró! Hoy sé qué es la felicidad. Mi triunfo es éste. Me siento una súper mujer, siento que puedo volar. ¡Soy feliz! Y doy gracias al cielo de que puedo seguir con mi vida, disfrutar a mis hijos, ya grandes, pero disfrutar de ellos. Estoy intentando terminar mi carrera y pensando en ponerme a trabajar. Hoy… hoy vivo… ¿Vives tú? Por favor, dime que sí porque si estás bajo oscuridad es hora de empezar a llamar a la luz. Confía en los demás, no dejes que callen tu voz, no la calles tu misma. Vive. FIN DDC

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