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CIERTAS HISTORIAS INCIERTAS Cuando en el desierto de Néguev supe que Jesus Christ Superstar está en todas partes
Ricardo Rivas
Conocí el Parque Nacional Beit She’arim, 20 km al este de Haifa, en las estribaciones meridionales de la Baja Galilea, en octubre o noviembre del 2010. Era parte de un grupo de becarias y becarios de la Fundación TESA (Taller de Economía Ambiental Sustentable) que lidera la académica Susana Pesis, querida amiga. El objetivo que teníamos era el de recorrer Israel y Palestina (Cisjordania) para conocer in situ la situación en ese punto caliente de nuestra aldea global. De allí que, además de cursar en las más importantes universidades palestinas e israelíes, cotidianamente recorríamos esos territorios en los que realidad y simbolismo convergen como una constante.
El Desierto De N Guev
Aquella mañana dejamos atrás Tel Aviv para adentrarnos en el desierto de Néguev que, como todo el entorno geográfico allí, es considerado parte de la Tierra Santa para judíos, musulmanes y cristianos. Durante la marcha no demasiado larga –en el área todo queda cerca y por momentos muy lejos– en el bus que nos trasladaba no había demasiada charla. Era temprano después del desayuno. Teníamos mucho para leer, pero, a la vez, había que estar atento a cada cosa porque, en ese ecosistema tan particular donde convergen pasado y presente hasta constituir casi una unidad en la que el tiempo es una referencia poco precisa, porque todo puede ser ayer, hoy, 3.000 años atrás o ahora mismo. Lo más relevante, en esa fase del viaje de estudios, era escuchar al guía que nos acompañaba desde varios días porque por el volu- men y complejidad de la información que aportaba era necesario no perder una sola de sus explicaciones. A la derecha tal cosa, a la izquierda tal otra y, cuando lleguemos… Atrás –no puedo precisar cuántos días, cuántas horas o acaso una semana porque en todo momento, vertiginosamente, estábamos en otra cosa y en la misma que nos llevó hasta allí para estudiar, aprender y tratar de comprender lo que allí transcurre– había quedado Jerusalén, las primeras jornadas en la capital israelí y los días en Ramallah, sede del gobierno palestino.
Parque Nacional Beit She'arim, 20 km al este de Haifa, en las estribaciones meridionales de la Baja Galilea, donde se filmó Jesus Christ Superstar.
Memorias De Un Sitio Singular
En nuestras memorias y cámaras fotográficas llevábamos las imágenes del mausoleo que guarda los restos de Yasir Arafat, la ciudad de Betlehem (Belén) –donde nació Jesucristo–, el Santo Sepul- cro, la Vía Dolorosa, la dorada Cúpula de la Roca –Dome of the Rock– de la mezquita de Umar, Getsemaní, el Muro de los Lamentos, el encuentro con el Premio Nobel de la Paz Shimon Peres en su residencia, que durante casi dos horas y media nos contó una buena parte de su vida y hasta un imperdible diálogo que –en la Casa Rosada de Buenos Aires– sostuvo con Juan Domingo Perón y Evita allá lejos, en los años 50, cuando el Estado de Israel apenas se iniciaba y lo lideraba David Ben Gurión. Increíble experiencia. En aquel viaje están esta noche inusualmente fría mis pensamientos, mis recuerdos. Con un desconcertante clima en el sur del sur –cuando promedia febrero– los termómetros dan cuenta de que lejos de la vieja mecedora, fuera de la casa, la temperatura apenas alcanza a los 10 grados. Un viento arrachado que sopla desde la Patagonia aúlla entre las hojas y ramas de las arboledas cercanas.
“JESUCRISTO SUPERSTAR”
El inicio del sábado es inevitable. Me sorprendió la lle- párate. Recíbeme con un par de buenos vinos para celebrar que encontré remasterizada Jesucristo Superstar que 50 años atrás comenzó a filmar Norman Jewison en Estados Unidos. Te avisaré cuando salga”. Se reinstaló el silencio. Pero aquel título –Jesus Christ Superstar– quedó como suspendido en el aire. Dominaba el ambiente. La música de Andrew Lloyd Webber con letras de Tim Rice, la memoria sonora las instaló en mis oídos. Tengo claro que, aquel musical –ópera rock, como se lo categorizaba por entonces–un 12 de octubre de 1971, con la dirección de Tom O’Horgan, se estrenó en el Mark Hellinger Theatre, de Broadway, Nueva York. Recuerdo que, en esa sala, se mantuvo hasta el 1 de julio de 1973. Hicieron 711 presentaciones regulares y 13 avant-premières. ¡Éxito total! A la vez que el comienzo de un escándalo mundial porque, claramente, no son pocos ni pocas quienes –desde siempre– en el nombre de la fe rechazan que las y los artistas, desde múltiples perspectivas, aborden las religiones. Incomprensible. Sin embargo, de primerísima mano supe que cuarenta años atrás, día más día menos, aquellos debates preñados de violencias inconducentes también llegaron a Buenos Aires y alteraron la tranquilidad de sus noches que –por entonces– se extendían hasta el momento en que los primeros rayos de sol de cada día iluminaban el Río de la Plata. gada de un Whatsapp. Revisé el celu con desgano. “¿Con el frío que hace te parece que viaje mañana temprano para quedarme unos días en la costa o espero?”, consulta Eugenio, un viejo y querido amigo escritor desde Buenos Aires. El silencio de la nocturnidad se rompió. “Encontré una peli que es ideal para que la veamos en cuanto llegue”, añadió sin dar tiempo para que responda ni mucho menos para desalentar su iniciativa. No pude interrumpirlo. Después de comentar que, al parecer, en tres días volverá la calidez, fue por más. “Pre-
Con El Zar De La Tv
Corría el 1983 cuando una mañana Alejandro Romay –un grande de la TV en Argentina– en su amplia oficina, desde donde conducía Canal 9 de Buenos Aires, intentaba explicar que “no siempre una amenaza es mala”. Junto con un camarógrafo formidable –enorme profesional que con paciencia me enseñó casi todo lo que tuve que aprender cuando comencé a trabajar en la tele, en Nuevediario– nos miramos al escuchar aquellas palabras. Desde tres días antes, tanto en nuestros teléfonos familiares como en los del noticiero donde trabajábamos, recibíamos llamadas anónimas amenazantes. En eso pensábamos. Mientras, el Zar –como también se lo llamaba a don Alejandro en el mundillo televisivo por aquellos años– caminaba a lo largo y a lo ancho de su despacho exudando omnipotencia. Excelente locutor radial, modulaba la voz para encontrar el punto justo para cada palabra. Para cada recomendación. Cualquiera que no presenciara la escena, que solo escuchara detrás de una puerta, por ejemplo, podría imaginar que un predicador así se expresaba desde un púlpito. Por los tonos era imposible pensar que solo dos personas lo escuchábamos y que no se trataba de un mensaje urbi et orbi frente a una multitud. “No tengan miedo, muchachos. Las amenazas nos ponen en valor. Nos dan fama y prestigio social. La gente nos ve como héroes”. Con mi compañero y amigo volvimos a mirarnos. Romay continuó. Estaba imparable. Nos contó que, en 1972, en Londres, vio Jesucristo Superstar. En ese momento supimos que el empresario fue espectador de esa obra –en octubre del 72–en el Palace Theatre del West End, donde se estrenó el 9 de agosto de aquel año. Se mantuvo 8 años en cartel. Nos enteramos además de que, sin una larga meditación, antes de regresar a la Argentina compró los derechos para producir y estrenar la obra aquí. No quería perder tiempo. Explicó que preparó todo para levantar el telón en mayo de 1973. Que no tuvo en cuenta los gastos. Que contrató a varias personas de las que hicieron la puesta en Estados Unidos y en Gran Bretaña. Continuó con su monólogo. “Descubrí a Carlos (Wibratt) para que fuera Jesucristo, a Greco (Rubén) para interpretar a Judas Iscariote y, junto con ellos, contraté al Negro Fontova, a Ana María Cores, a Valeria Lynch. No faltó nadie ni nada de nada”, se jactó. “Desde el primer momento recibí amenazas. Pero nada me detuvo”, expresó autorreferente. Poco más de un semestre fue el tiempo que invirtió para producir, seleccionar elenco y estrenar cuanto antes en el Teatro Argentino. No pudo ser. “Los amenazantes cumplieron”, le recordé. Después de un breve silencio y una mirada inolvidable, admitió: “Sí. El 2 de mayo, creo que era un miércoles, horas antes del estreno, me incendiaron el teatro”. La monserga finalizó. Nos fuimos con temores más importantes que cuando entramos al despacho de
Oquis Gauchito
En las primeras horas de aquella noche, cuando salimos del canal, cenamos en el bodegón Fechoría. El bueno de Pepe, su dueño, se sentó para compartir con nosotros un vino que nos regaló. “Nadie avisa cuando va a matar”, sentenció. Levantamos nuestras copas. Comimos “ñoquis Gauchito”, unos de los más famosos platos de ese verdadero templo gastronómico porteño sobre la avenida Córdoba, ya desaparecido y, cuando los relojes marcaban 90 minutos más de la medianoche, nos fuimos. Nos sentíamos invencibles e inmortales. Sonreí y me estiré en la mecedora. Dejé atrás aquella historia. Los recuerdos me pusieron nuevamente en Beit She’arim. Tiene sentido. En la memoria –de corto, medio o largo plazo–es posible que se construya una suerte de red vinculante en la que la vida teje un pasado, imagina un futuro o, simplemente, se enmadeja. De allí que, en el 2010, llegar a ese punto geográfico relevante en el Oriente Cercano o Medio –poco tiene que ver desde donde lo mides–fue de alto impacto. Volví hasta aquella ópera rock que, tal vez, nunca podría imaginarla filmada en ningún otro lugar que no fuera en ese mismo punto en donde descendí del bus que nos conducía. Caminé por esos lugares en procura de no perder detalles. Con cada uno de mis pasos creía descubrir en mi camino al joven Jesús que compuso Ted Neeley, a Pedro en la persona de Philip Toubus, a María Magdalena en la interpretación de Yvonne Elliman o a Barry Dennen como Poncio Pilato. Sin embargo, puse especial atención en la reconstrucción en bronce del lugar en sus épocas de esplendor que se apoya en datos arqueológicos serios para imaginar aquellos tiempos en que el Imperio romano enviaba a ese lugar a los soldados retirados.
Recordar Para Vivir
Hoy, son ruinas. Con becarias y becarios, sorprendidos por el atractivo y belleza históricas del lugar, decidimos recordar para siempre nuestra presencia en ese paisaje con una foto magnífica. “Estuvimos aquí”, pensamos. Cuando pregunté más sobre el rodaje del film, tanto el guía como el conductor del vehículo en el que nos trasladábamos –un argentino y un árabe, respectivamente, residentes en Israel– me comentaron que “las altas temperaturas en esa zona desértica” fueron “un problema importante” para quienes actuaban, dirigían y asistían en la realización y que esa molestia “se extendió desde el inicio y hasta que finalizaron los trabajos”. Un viejo habitante de la zona –añoso, por cierto–que fue testigo de la filmación, algo tan inusual como inesperado para la poca, poquísima, población residente, con traductor mediante, contó que “los primeros días era muy común que algunas mujeres y algunos hombres se desmayaran. (Porque) trabajaban a toda hora y se quedaban sin agua en el cuerpo. Los jefes que los dirigían los obligaban a tomar agua a cada rato para que no se cayeran”. En una publicación especializada en la historia del cine tiempo después supe que Larry Marshall, quien en el film compuso a Simón el Cananeo, también llamado el Zelote, según los libros sagrados del catoli- cismo uno de los 12 apóstoles de Jesucristo, casi cae desvanecido luego de bailar cuando la temperatura ambiente superaba los 41 grados.
Aquel informante desconocido –no pude memorizar su nombre– antes de despedirnos, mientras levantaba el índice de su mano izquierda hacia una elevación en el terreno, aseguró que “después de que se fueron, de todo lo que trajeron, solo quedan los restos secos de un árbol que pusieron en lo alto de aquella loma”. Seguimos nuestro camino. Aquellas ruinas históricas de Beit She’arim, Besara –si se las mencionara en griego– de La Casa de las Puertas, en idioma español, cercana a la ciudad de Kiryat Tiv’on, vecina de la Necrópolis judía, quedaron atrás. Nos dirigimos hacia Cesarea, en el norte de Samaria y Cafarnaúm. Tan impresionante como conmovedor. Definitivamente, una buena parte de la historia de la humanidad –creyente o no– pasó en esas tierras, se las asuma como santas o no. Jesus Christ Superstar, la película, también. ¿Por qué no habría de ser así? Parafraseando a don Pablo y salvando la distancia con su genio creativo, para que se entienda lo que aquel viaje en particular dejó en mí como saberes, pareceres, experiencias y memorias, “confieso que he vivido la vida y no que la he visto pasar”. Aunque me queda claro –clarísimo– que, en cada segundo, siempre hay algo más para vivir y aprender.