El Mensaje Relatos y Aforismos - J. G. Cano

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EL MENSAJE. RELATOS Y AFORISMOS

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J. G. CANO


El Mensaje

Relatos y aforismos



El Mensaje

Relatos y aforismos

J. G. Cano

MĂŠxico 2012


el mensaje Relatos y aforismos

© Jorge Guillermo Cano

Servicios Editoriales Once Ríos, S.A. de C.V. Calle Río Usumacinta 821, Col. Industrial Bravo Culiacán, Sin., Tel. 01 (667)12-29-50 Diseño de portada: Eduardo Cano Félix Diseño editorial: Leticia Sánchez Lara Primera edición, noviembre 2012 isbn: 978-607-9128-40-1 Prohibida su reproducción por cualquier medio sin la autorización escrita del autor y del editor. Impreso en México Printed in Mexico


Contenido Porqué escribir Galimatías Las gaseosas cuarteadas Una curva cerrada Iré pronto Esmaragdo La noche siguiente Un día como cualquiera Compañera Las barbas de tu vecino Los grandes avances De una barda La bata de trinita Una tarde de esas La estrategia La casa de la esquina Positivistas Nomás un brinco Tomando agua A veces me digo la verdad No hay respeto En la cara El llanto En globo Sin la canción Nada qué hacer Por el rumbo de Las Águilas Indio Inmortales De regreso La sombra de Firmin El mensaje Cuestión de lógica Explicación No hay más Hablar de más

 9  11  13  17  19  21  25  27  29  31  35  37  39  42  43  45  50  52  54  56  58  59  60  61  61  62  63  64  66  67  68  69  70  70  71  72


Una cara de esas Eran como las seis Andrómeda Cuando me vaya Aquella sonrisa Y ser buena Skid Row La mar no estaba serena Aquí estoy Un niño A una lado de Chinatown De qué me acusan Una foto Demonios Cuando caiga la noche Al amanecer Los ecos Cada quien la gracia que puede Y no te puedo olvidar ¿Cuándo y a dónde? Un tren al sur Carlitos subió al camión Enterados Llueve La sombra La Nuez de Adán El tiempo lo cura todo Tan sólo un minuto Como un destino Las piedras Por ir de prisa En la histeria Según se mire Sin remedio Jesús En el vacío Cuando el Ticuiza se cayó de la bombera Las sillas voladoras Mala suerte Al final A lo que sigue

 72  73  75  76  78  81  84  86  87  88  89  90  91  92  93  95  96  99  100  102  103  106  108  108  109  110  112  114  114  115  116  116  117  117  118  118  119  122  124  126  127


Porqué escribir

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e cansó sin darse cuenta y luego todo fue esperar que los días, las semanas, los meses y los años, simplemente pasaran. El ánimo había huido sin escándalo ni disculpa, se fue, así nomás, y todo quedó enredado en los gritos apagados de la inconsecuencia; el trabajo ya no fue cosa buena, ni lo mejor de la vida y la vida fue perdida porque todo era campo ajeno, como en el canto de Atahualpa. Por la noche esperaba la mañana y en la mañana la noche. Cada hora se caía a cuentagotas y no hubo más que el rechazo, absurdo y torpe, de cuanto le rodeaba sin importar el sentido ni el deseo sincero de apaciguar culpas. Fueron días terribles que sólo una bondad tenían: se acababan. A punto de dar vida a las palabras sueltas (cada una por su lado son vacías) le asaltaba el temor de Kazantazakis de matar a la mariposa por querer hacerla vivir antes de tiempo. Pero el tiempo pasaba, lento y raudo, mientras el apoltronamiento del ocio ganaba la batalla. ¿Qué hacer? —Se preguntaba con el torpe disfraz de quien conoce la respuesta, que en su caso era dolorosa y angustiante, por lo inasible de la voluntad que se alejaba cada vez más.

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Hacer, era y es la respuesta, aunque el momento se viva s贸lo sin posibilidad alguna de que alguien, afuera, que es todo, entendiera. Pero hacer era la clave. Entonces se puso a escribir, la 煤nica derivaci贸n posible.


Galimatías El sentimiento del ser humano, hombre o mujer, es como el paralelepípedo de granito, o el bloque burdo si se quiere, de donde el escultor saca el cuerpo con sus finas curvas y pliegues. Pero no es menester que la obra emerja en el caso del sentimiento. En el fondo, todos intuimos su insondable grandeza, su indescifrable espiritualidad, aún en sus más terribles expresiones. Es el Hombre que nos asusta y nos identifica; es, más bien, su tragedia que nos envuelve, un día sí, otro quizás no, pero siempre al acecho, siempre ahí, como el enjuego de palabras que no aciertan a decirnos más de lo que suponen. ¿Quién sabe qué quieren decirnos las palabras? ¿Quién? Si vivimos descifrando precisamente lo que no se dice, lo que se gesticula, lo que se mira y cómo se mira? —Nada pueden decirnos, en realidad, porque en el fondo no necesitamos que nos digan algo. Pero hemos signado una tenebrosa sociedad con las palabras: nos ayudarán a mentir y convencer; se prestarán a nuestros gestos y nos darán ideas para interpretar los ojos de enfrente. A cambio, nosotros las defenderemos hasta la muerte (parte del juego) y diremos que nada hay más excelso en este mundo. Y a diferencia de la obra que se saca del bloque de granito, con las palabras, de común, no hay una correspondencia ética entre el producto y la fuente. El discurso se convierte en una figuración del espíritu, una falsificación del significado real, que se pierde sin remedio. Hablemos, pues. 11



Las gaseosas cuarteadas De viejo, entendió por qué le gustaba aquel refresco de cola revuelto con agua y entendió la causa de que en la niñez su madre sirviera la misma bebida en vasos de papel. Era lo que su madre hacía; siete hermanos eran muchos y el gusto por el líquido, aunque diluido, una recompensa menor que justificaba el engaño. En la adolescencia miraba tras la cubierta transparente de las tiendas al lado del Garmendia, el jamón, los embutidos, el queso amarillo que no rondaban su mesa. Después les dejaría en hieleras apestosas. Ya mayor, hurtaba esos manjares de los refrigeradores en las casas a las que llegaba. Mal menor, pero se llenaba de angustia mientras comía con urgencia aquello que en la infancia era lejano, inasible. También entendió, más o menos por la misma época, porqué al comer lo hacía con prisa del todo inapropiada, queriendo acabar, como quien cumple una tarea. 13


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Nunca rechazó una vianda mal hecha de comedor rupestre, nunca regresó un plato, así estuviera frío, aunque le repugnaban si la grasa rezumaba. De común terminaba primero, siempre, en realidad, que los demás y luego miraba con impaciencia muchas veces manifiesta a quienes duraban más comiendo. Era extraño en cualquier mesa y en su casa comía solo, en un sillón con una mesita, una tabla, frágil, al costado; le llevaban la comida y procuraba que hubiera algún ruido no muy fuerte alrededor. Sus hijos comían con su madre y si había invitados esa indisposición de su parte producía un sentimiento inapropiado. Pasaba días enteros sin salir del cuarto donde pululaban libros y objetos que había recogido en alguna parte, todos por una utilidad imaginada y no en exceso. De tiempo en tiempo hacía limpieza y terminaba arrojando a la basura casi todo lo que, a su ver, ya no era práctico conservar, pero lo sustituía con otros objetos. Debe haber sido por los cincuenta de edad cuando las mañanas comenzaron a tornarse insoportables, aunque al paso de las horas iba dejando atrás la angustia. Llegada la tarde, la emoción por cualquier cosa también llegaba, se llenaba de planes y hasta de obras; podía escribir entonces y sentía una agradable urgencia por crear lo que fuera. La noche tenía varias etapas y como desde los cuarenta, o menos, despertaba alrededor de diez veces a orinar, vivía algo así como quinquenios que se desconectaban. Si soñaba, casi siempre, sucedía entre despierto y dormido y las imágenes negativas se difuminaban al ver el reloj luminoso. —“No pasa nada, se decía, puedo volver a empezar”. Le llamaban de un modo y de otro; le conocían de una parte y de otra y él mismo con frecuencia no sabía cuál era. Había jugado tanto con la apariencia en la búsqueda de


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identidad relativa. Pero no es que no supiera, su búsqueda era clara, evidente lo que pretendía: encontrar el alma que se le había perdido entre los tablones y los clavos del patio trasero en la casa materna. Por ello, quizás, nunca le emocionó bastante lo que al resto emocionaba. Si algún éxito lograba lo miraba siempre con desdén. “Parece como si todo lo mereciera”, reclamaban los que no lo habían tenido pero, en realidad, es que le resultaba ajeno y hasta confuso. Ahora que, bien visto el asunto, nunca fueron las obras grandes y, por lo mismo, la recompensa siempre le parecía, más que inmerecida, impropia e irrelevante. ¿Para qué escribía? ¿Para qué hilaba ideas? ¿Para qué trataba de enseñar? ¿Para qué todo? Si no había entusiasmo ante el producto, o lo había en parte mínima, no correspondiente al objetivo ni al esfuerzo ¿Para qué? La respuesta era simple: sólo eran subterfugios para seguir girando en torno al objetivo real, o irreal: la búsqueda del alma, en lo profundo del vacío que siempre ha sido la existencia. Algunas veces decía que era la razón, la coherencia lógica que guiaba sus actos y que estaba por encima de cualquier otra cosa, pero no era cierto, ni siquiera la razón llenaba el vacío que la búsqueda infructuosa hacía cada vez más grande. Casi todo, o todo, lo hacía porque sí, debía hacerse, un cierto sentido de una responsabilidad que no se sabía de dónde se había impuesto. Por lo mismo todo, o casi todo, carecía en el fondo de sentido, se perdía en la irrelevancia, la inutilidad que el tiempo haría patente, sin sombra de duda. Aún no se reconcilia con el mundo y, si pudiera, haría todo de nuevo, igual y mal, nada más para darle la contra.



Una curva cerrada —Es que casi nunca lo cuento. No le veo caso. Pero tienes razón: alguna vez hay que contarlo, no tanto por los demás sino por uno. Como que la verdad hay que decirla de vez en vez, no vaya a ser que se nos olvide y luego las mentiras se descolocan cuando menos se piensa. Las mentiras necesitan de la verdad; es el marco donde se mueven y por eso la ocupamos. Como punto de referencia, nada más. Había salido por la noche y durmió una o dos horas en el camino. Al amanecer cruzó la frontera y pasó por Santa Ana a eso de las siete y media de la mañana. Traía la crisis de una larga borrachera y no se detuvo por café, como lo venía pensando. Siguió de largo y recordaba los cabeceos sobre el volante y la terquedad por continuar, como un destino. —Por momentos la mirada se te pierde a la mitad de ningún lado, como hacen los oradores ortodoxos para no fijarla en algún distractor.

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—El siguiente recuerdo es borroso: manos y brazos que se alargan para sacarte del auto que había brincado quién sabe cuántas veces dentro y fuera de la carretera; el auxilio, la ruta en ambulancia y una plática eufórica, al punto de la muerte. Compró, dijo, un abanico chirris en el camino, por un atajo de esperpento, impropio del orgullo primermundista. Luego se perdería, junto con todo lo demás, cuando llegaron los buitres de la carretera que se llevaron lo que pudieron, compitiendo en su rapacidad al grito de guerra. Lo mismo de siempre y ya iban cinco veces —“¿Cómo es que, vivo, aún estoy?” Nadie quiso o nadie pudo quitarle la idea estrambótica de su cabeza. Todos alrededor, aburridos, cansados, y hastiados de la figuración de los sacrificios, le dejaron ir, raudo, a lo mismo de siempre: el albur ingrato de la sobrevivencia en el milagro. Y se fue, como otras veces, en la euforia de la borrachera interminable, vuelta peligro al punto de la sobriedad que llegó, esa vez, a los tres días. Si bebes hasta la sobriedad, como Firmin, el de Lowry, la conciencia se convierte en un argumento de muerte; desaparece cualquier razón que atisbe una explicación de las barbaridades cometidas, aquí cerca, mordiendo el pie que arrastras y parpadeando destellos en tus ojos cercados de la sangre que la angustia atiborra bajo tus párpados. —“Cuando eso te sucede, eres otro”, diría después muchas veces antes de que el instinto destructivo le arrastrara de nuevo. —Pero siempre fuiste el mismo, y lo sigues siendo, si no: mírate al espejo sin rehuir la imagen inacabada.


—Pronto recordaste pero igual seguiste en la debacle anímica deseando olvidar, mejor, borrar tu vida toda y empezar algo con una simple mirada al horizonte... rojo, oscuro, sanguinolento, pero calmo y amigable en su desconocida línea de tristeza. Pero no se pudo, ni antes ni después; ni ayer ni mañana, ni ahora ni nunca. No se pudo porque su mente estaba ocupada contando mentiras a sí misma, inventando los subterfugios que le permitieran mirar, así, aunque fuera, sin tanto miedo a todos los que le miraran, o pareciera que le iban a mirar, o se imaginara que iban a mirarle. ¿Para qué tanto escándalo? —Todos se mueren a diario.

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Iré pronto Duraba el propósito unos días, a veces unas semanas y era de risa como cambiaba la cuenta de las viejas agendas: hasta el quince y vuelta a empezar; el 21 y el uno, otra vez; sesenta, a lo mucho y uno de nuevo. —“Qué pena”, decía. Encontró, en un recodo del viaje estrambótico, a un borracho ex jugador de béisbol que le acompañó con una mirada de extravío hasta las riberas del Colorado, en la esquina de Nevada. Manejaba mal y a medias pero igual daba entre dos locos dando tumbos de suerte en el país de los milagros artificiales. Después vendría el regreso, a deshoras, como todos sus regresos. Y la línea rayando el alba; y los brincos en el casi auto; y los cuentos para explicar lo que, dicho así, era sencillamente inexplicable. Se había dormido, otra vez, la quinta en fila y lo sorprendente, al extremo, era que todavía viviera. Eso lo sabía bien y el miedo le envolvía. —Después perforaron su fémur, dos veces, y le colgaron dos galones de agua; primero, le quitaron uno y al “chequeo”, resultó que de nada sirvió estar amarrado dos meses a una cama de hospital. —“Pero cuando menos estaba amarrado”, dijo.


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Dos operaciones después, de doce horas cada una, tuviste que aguantar seis meses antes de “cargar” (decían los médicos) tu peso, ralo entonces, en el pie izquierdo. Lo hiciste bien porque hoy aún caminas. Desde entonces ha pasado muchas veces por el lugar, sin verlo; sabe dónde fue y no sabe dónde. Apenas ayer sentiste cómo el vehículo se deslizaba, suave y cómplice, mientras el giro del brazo no alcanzaba, casi. Como flotando retomó el carril. En el mismo lugar, la misma curva que te espera. —“Iré pronto”, dijiste.


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Esmaragdo Así se llama porque así le pusieron y había que simplificar aquello acaso por los escarceos de un nombre tan disímbolo, con acento de trepador de cuerda floja, en el tono agorero de aquel lado del Papaloapan, por donde bajan las muchachas brincando los veneros y bordan sones guajiros por veredas de serpentina. A ciencia cierta no sabes porqué (a ciencia cierta no sabes nada, ni maldita sea la cosa) pero sale sobrando con la magia y el misterio cordial de los enredos al tener que repetir dos, tres, cuatro, cinco veces, “Esmaragdo, Esmaragdo, Esmaragdo, Esmaragdo, Esmaragdo”, para que luego nadie se acuerde al día siguiente de esa extraña mezcla silábica que a lo mejor en las faldas de Los Alpes, o en un barrio perdido de Estambul, tiene familia. “Mago”, mejor y sin mayores eufonías; un bisílabo corriente pero decidor y hasta con cierta nobleza por los rumbos de Minatitlán. Además, confundidor a sabiendas que no sabes terciar una carta aunque a lo mejor te tragas una espada. Allá donde te asaltan las curvas del tiempo que te cobraron unos hijos, unos amigos, pero que no te vendieron el miedo que de todos modos no les ibas a comprar aunque te arrugues seguido al timón de cualquier nave, sobre todo de noche y más ahora que ya no ves, o que ya no vas a ver como bien verás. El miedo vino después y ahí está en cada frase que se repliega, en cada mirada sin luz, en buscar a tientas la mano que mira por ti. Y miedo a que esa mano se canse, sin decirte, sin darte cuenta, sin sumar los gestos que al tacto se pierden en la vergüenza.


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(Era por el rumbo de Escárcega donde salía aquel amigo caído del catre a gritarle al diablo: “diablo, diablo, ven” y el automovilista que se detuvo luego anduvo diciendo que eras tú. Cría fama, aclarabas, Esmaragdo, “al diablo yo no le grito... no vaya a ser”). El de enseguida está peor, dijiste con la sonrisa de gnomo travieso que te surcaba la cara descolorida. Y sí, está peor. No tiene nada en los ojos y no ve. No lo van a incendiar para abrirle el globo ocular pero en cambio le van a serruchar la cabeza. Está peor y qué y la señora que mandaste a quién sabe dónde te regaña con una mirada que tú no ves y que ella se está muriendo porque veas, Esmaragdo. Intuye que no la ves porque eso es parte de alguna venganza por todas las malas caras que te hizo desde siempre, aparte de tener que aguantarte... y entonces nos reímos los dos mientras los demás mueven la cabeza. Sale sobrando, por supuesto. No hay nada, en verdad, porqué reír ¿Pero es necesario que haya algo? Nos miramos y nos reímos. Solamente lo hacemos porque la única solidaridad posible, la real y efectiva, en los hospitales se da entre los propios pacientes y entre nadie más. Cualquiera que diga otra cosa es un ingenuo o un hipócrita. Si es médico por lo general es lo segundo. Por extensión y seguimiento también entre, y de, los familiares es dable esperar solidaridad aunque les dé por competir a ver quién sufre más; a ver, mejor dicho, a quién han hecho sufrir más estos condenados inválidos, para siempre o circunstanciales, de alguna cosa. Claro que si les decimos esto entonces se van a poner a llorar. No hay caso, y por eso nos reímos como tontos.


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“Todo iba muy bien hasta los sesenta”, repetías, “y eso es ganancia” te respondía, porque desde este lado todo iba muy bien hasta que me llevaron al primer hospital. Este es el cuarto en fila y, para colmo, ahora estamos en la lista de privilegiados que aquí y allá es como estar en cualquier lista del mundo ese que imaginamos. En eso estamos cuando llega la runfla de aprendices de curanderos y te empiezan a ver sin recato, te esculcan los ojos, se cruzan miradas que quieren parecer inteligentes y tú volteas para todos lados, inútilmente porque ya no ves y, lo sabes, lo más probable es que ya nunca vuelvas a ver. Mañana te van a operar, a las seis, y te van a poner el lente de dos millones que compraste en Minatitlán y que te dijeron que con él vas a ver como la vez que te bebiste tres garrafas y saliste como sonámbulo a buscar al diablo por el rumbo de la refinería. A platicar, porque tú no estás como el tumbado de Escárcega, ni briago en superlativo como te ponías. —Tienes que caerle bien a los embatados solemnes de pacota, dices, y un día de estos, cuando hagamos la fiesta con el de enseguida que le va a faltar media cabeza, vas a traer unos sones enlatados, un amasijo de piloncillo, cuatro kilos de conserva de papaya y unos habaneros de mecate para que se espabilen. Pero tienes que dormir, aunque sea un rato, no sea que mañana te pase lo que a tu hijo que despertó sentado junto al motor de su carro. Que te va a pasar de todos modos. No tiene lucha, Esmaragdo.


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La noche siguiente Para llegar al quirófano tienes que recorrer ocho kilómetros en una camilla desvencijada, empujada por un rufián que juega carreras con un congénere que lleva a otro burriciego como tú; que va pensando, el chafirete, si acaso, en que le faltan dos o tres recorridos de moribundos para irse a comer sus tortas de tamal y ver a la gorda del puesto de enfrente. Bajas y subes imaginando el cielo raso de los pasillos del siglo xxi y sientes que te revienta la cabeza cuando llegas a los espacios de luz. La luz, Esmaragdo, con la que no puedes vivir y de la que nunca has entendido que falte uno solo de los días de tus años, que ya son muchos. La luz lastima, es una pedrada en la oreja. Zumba y se mete por la nariz como lentejuelas cuadradas y filosas. ¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer con la luz? ¿Dónde nos vamos a meter si ella se mete en todas partes? —Entonces te das cuenta: esa no es la luz que tú conoces. No se parece, ni siquiera huele al zacate podrido de la ribera en la que te echabas al sol bebiendo como desesperado. La luz que tú conoces ya no existe para ti, se la llevaron los cirujanos hace unas horas, después de que te pusieron a contar al revés y ni te acuerdas a qué número llegaste. ¿Qué número era, Esmaragdo? —Ahorita no puedes perder la memoria porque a lo mejor es lo único que te va a quedar, chueca y todo. Los recuerdos de cada giro y vereda, los verdes y azules, los rojos y naranjas, el bermellón y el solferino, el amarillo canario... el negro no. Ese se queda contigo para siempre, lo puedes tentar y te llenas de angustia porque te abraza la oscuridad y sientes que te sorbe los ojos como el hormiguero rapaz.


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Pides que te guarden el lente minúsculo que compraste en Minatitlán, porque salió caro el pinche lente y dices, no tienes lucha Esmaragdo, que luego te puede servir. ¿Y de qué chingados te va a servir? En el desespero, la niña que practicó tu autopsia ocular lo rayó con el bisturí. Sabes que no tiene caso, pero insistes estúpidamente y te dan ganas de llorar pero ni eso puedes, cargas tantos líquidos que te echaron que no puedes distinguir el sabor de las lágrimas y así ¿para qué llorar? —No hay caso. Ya es de noche, Esmaragdo. Es un decir, nada más, como si fuera invierno en el polo norte y algún despistado preguntara por el frío. Pero es de noche, para que te tranquilices. Piensa, si quieres, que toda la vida puede ser de noche, eterna, impersonal. Total, la noche también tiene su chiste. Y ya no estés gritando tanto, que no estás en tu pueblo. Mañana me toca a mí.


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Un día como cualquiera Eran las seis de la mañana, más o menos, cuando me sacaron de la cama y deslizaron bajo mi espalda la carretilla de los condenados. Después me formaron en fila con otros espantados y fue cuando casi todos, al mismo tiempo, como si hubiéramos recibido una señal irrebatible (pudo ser del camillero mascador de chicle) nos pusimos a llorar. Primero quedo, despacio, sin espasmos, casi dignamente. Después aquello era el acabose y el personal iba y venía sin acertar a nada cuerdo. De por sí. Entonces me dio risa aquel sin sentido del ridículo colectivo. “Este, aparte, ha de estar loco”, murmuró un sabio de turno. Nada más les vi la cara y me di cuenta de que esos y esas eran capaces de sacarme los ojos. Y nada más, porque luego me colocaron una sonda ardiente y desperté en un sala llena de quejidos, pidiendo un trapo húmedo en los labios. Te has de estar riendo, pinche Esmaragdo... Al regreso aquello no era un cuarto de hospital, era una capilla ardiente sin muertos pero con medio muertos, llena de fantasmas, de sombras tenebrosas y brazos tendidos al vacío. Y nada de “merecido lo tienes”. Yo sabía antes que tú, desde antes de venir, cuando se me empezaron a mover las luces de los carros de enfrente y miraba rosetones en los faroles, de doce puntas, las conté. No existían, por supuesto, pero ya se estaba creando mi universo de figuraciones y en ese no me iba a equivocar nunca. Lo sabía, también, porque esta era la segunda vez de la segunda, es decir la cuarta. Yo ya había viajado los 16 kilómetros de ida y vuelta al quirófano. Estoy aquí porque a la


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semana de la tercera, en el “chequeo”, me dijeron “fíjese que lo tenemos que volver a operar porque le quedó líquido en el ése del ojo”. Y es la ley, la dura lex. Si al rato nos vienen con lo mismo, a transitar por hoyos, Esmaragdo. Nada se puede hacer. Que vengan las influencias, ahora es cuando las necesito para que jalen la camilla y la avienten pasillo abajo entre las paredes de vidrio mugroso (ha de ser el siglo xxi, que viene raudo). Que llegue ya, aunque se mortifiquen los prófugos del cero y el monje Dionisio que no sabía contar, o los días que se perdieron en Moscú. Lo que sea, total, aquí nos está yendo peor.


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Compañera Es curioso como descifras las palabras en las manos que te tocan. Como aprendes el nuevo lenguaje de los olores, los tactos desiguales, el afecto, el cansancio, el temor y el odio de la piel. Ya te das cuenta que muchos van a salir corriendo, que los sacrificios son el tedio de los inoportunos en vida. No van a durar, así que tienes que despertar para que me despiertes porque el letargo siempre me llega a destiempo. Ya es hora, acércame el bastón. Ven y pon tu cara en mi mejilla, déjame sentir como ruedan tus lágrimas. Ahora que aún puedes llorar por mí, y por ti, y por todo lo que se perdió. Tómame del brazo y deja que me deslice a tu costado, no voy a caer. Caminemos, despacio... mañana, mañana será otro día. ¿Pero cuántas veces ya? —La última, en punto de las tres de la tarde, por la calle de Mérida. La despedida de siempre ¿cuántas veces ya? —El miedo terrible en la mirada, haciendo un esfuerzo por obviar lámparas insolentes en el techo. Adiós, vuelve pronto que aquí te espero y no mires, ni imagines siquiera, mi llanto.


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Las barbas de tu vecino Aureliano se va a morir. Puede ser dentro de una hora, por la tarde, a la noche o mañana, o pasado mañana, pero Aureliano se va a morir, sin duda, porque vino la vida y le pasó facturas muy gruesas. Y no las puede pagar, su cuerpo ya no da para más y se achica mientras se agranda y se le va el resuello. Aureliano voltea y me mira de reojo, a tientas porque le duele todo cuando se mueve. —“Qué suerte de cabrón”, ha de decir, “se ve que en esta no se acaba”. Puede ser un error, de esos que los moribundos suelen cometer cuando miran sin ver a los de enfrente, que son todos los que no están en su pellejo. Aureliano debe haber sido flaco y ahora es flaquísimo de unas partes y está hinchado de otras. Tiene barba rala, de pelos dispersos que hacen punta enredada; bigote igual y dos líneas moradas por labios que hacen rictus de dolor y se desfiguran todavía más. Su gesto natural debió ser entre cínico y obsceno; ahora es de susto, acurrucado en la esquina pensando en cómo hacer creer al que viene que él no tiene miedo.


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Debió ser popular, emprendedor y aventado. Ahora tiene muchas visitas ajuareadas y con tono de empresa boyante. Todos le dicen “ahí la llevas, aguanta, la vas a hacer” y luego se voltean a cruzar miradas que dicen todo lo contrario. Aureliano lo sabe. Tiene las patas como prolongaciones de pesas hechizas y en lugar de varilla una mezcla de pulpa semirrígida, de color morado, azul en partes, negro y lila en otras. Lo peor es que cada vez que se mueve se le va la respiración y se mueve porque se le va la respiración. Es un sacrificio terrible y Aureliano ya está molesto con todos. Si acaso su molestia, su enfado, su coraje, a veces es más grande que su miedo. Yo estoy esperando que vengan por mí para llevarme “a piso”. Ya me fleté 18 horas en una silla desvencijada, cargando tubos, mangueras y sueros, pero ya van a venir por mí. Aquí va a empezar otra historia de esas que conozco, y como nunca terminan a la primera esto va a durar un rato, van a ver... Aureliano me mira otra vez de reojo porque no puede de otro modo y parece que me envidia un poquito. Ha de ser la primera vez que lo traen, y la última. Él no sabe que estos trotes del sufrimiento pertinaz son como una maldición de los malditos y uno ya lo que quiere es salir, a como sea. Después, sí, te olvidas de casi todo lo malo, o te haces pendejo, pero el temor no te abandona. Ahí andas por la calle, en el trabajo, en la cama de noche, vigilando cada brinco del dolor, midiendo su intensidad, con un termómetro en la bolsa y preguntando al que se pone a modo “¿Qué color me ve? ¿Estoy pálido? ¿Traigo los ojos amarillos?” Está cabrón. Una vez que entras a los terrenos del miedo ya no sales. A veces, un tanto así, te escapas, pero el


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menor síntoma te regresa al miedo, a las agujas, al bisturí, al quirófano, al despertar de la anestesia, la presión que se dispara, los días que parecen noches iguales y las noches que no distingues. Solamente los destellos te mantienen cuerdo: los destellos en que te sientes humano otra vez y cuando abandonas a cuentagotas los campos del sufrimiento. Pero pasarán días, semanas, meses, en que las punzadas y el miedo te van a estar recordando, una y otra vez: “aquí te esperamos”, “aquí te esperamos”. Así que no hagas fiestas Aureliano. Puede ser que tú seas el ganancioso. Me miras otra vez y algo percibes en mis ojos y yo veo un destello en los tuyos. Está bien, si mi propia angustia soterrada te sirve de algo, pues tenla. Digamos que es parte de la solidaridad entre un muerto que se apresura y otro que va a esperar un poco. La señora regordeta hace una seña a los otros potentados de banqueta y tú te das cuenta, Aureliano. La vida es así, ni modo, tus camiones no se pueden parar, qué se le va a hacer. Ya vienen por mí, pero no traen camilla. Será en una silla de ruedas que al entrar se le va de lado al conductor —Puede irse en la silla ¿verdad? —Pues sí, y ahí vamos. No te rías Aureliano, no estás para eso. Yo voy empezando de nuevo y cuando me traigan aquí otra vez tú ya no vas a estar. O te moriste o te cortan las patas, de perdida. ¿Que voy a regresar? —Seguro, tengo rato que nada me sale a la primera. Voy de dos en dos operaciones y esta va a ser la quinta. Luego te cuento. Nos vemos, Aureliano, llévatela calmada y ni pienses en que nadie sabe para quién trabaja... total.


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Los grandes avances Estaba, de verdad, preocupadísimo por el color de los miados, de la mierda; si salían o no salían los gases y por dónde; el color de lo blanco de los ojos; los gritos por los aprietes y el gesto de dolor... cuestiones clínicas, usted sabe, que son las que mandan, aunque la química diga que la fosfatasa se fue hasta la madre. Así estamos de avanzados. Cada día, a las siete de la mañana en punto, a medir la bilis que salió por el “penrose” y mejor que salga por ahí porque si sale por otro lado te regresamos al hospital y tú te pasas todo el día vigilando tus humores, tus olores, tus espasmos y preguntando como idiota a todo el que te va a ver “¿Estoy pálido? ¿Verdad que no?” El primer día salió casi un litro y medio, al segundo 750 mililitros, luego 520, 510, 500, 490 y, de pronto, no salió nada durante toda una mañana. Hubo destellos y más preguntas que nunca hasta que acatarraste a todos —“Que le salga lo que sea a este pinche enfadoso”, leías en la mirada cuyo signo no tenía porqué preocupar a su dueño. El miedo, maestro; el miedo que no te deja porque ya te imaginas de nuevo en el quirófano tratando de quedar bien con los pequeños marcianos que te van a anestesiar, a abrir la panza, arrancarte la vesícula con lo que venga y luego a coserte el pellejo. Ese mismo día, por la noche, volvió a salir la bilis y ya no dormiste ni tampoco tu vieja que ya está pensando en que mejor la hubieran operado a ella y no a ti. Trecientos se juntaron y al día siguiente, vigilante que estás y ni una se te escapa, volvió a parar el flujo, había cualquier chingadera,


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como para pintar una cuba y luego un jaibol, después un wiski esmirriado de esos que llevaba el Pifas cuando la borrachera ya se había acabado tres veces. Dos días más y te sacaron el “penrose” con otra tripa anaranjada que te habían metido de repuesto porque algo en tu cuerpo ya no quería al “penrose” y lo aventaba para afuera, como inquilino de Bucareli, cuando dejaste de pagar la renta al dar la vuelta del mercado Cuauhtémoc. Ya no traes el tripero pegado a la barriga pero no lo crees y van a pasar dos o tres días antes de que te convenzas de que sí, ya no lo traes. Es como cuando te quitan la “canalización” y no mueves la pinche mano porque te imaginas que se le van a clavar agujas arrieras de lado a lado. Nomás te faltan quince días de vigilancia, otro análisis, la dieta cabrona que te quieren poner de por vida; pesarte cada día el resto de tus días; volverte abstemio y casi santo. Eso, poquito, y la hiciste. Hasta la otra, aunque pongas cara de espantado, que ahí viene sin notarse, despacio pero segura. Aguas. Así será, porque para la condición humana no hay prescripción que valga. Si lo sabremos.


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De una barda ¿Cómo está eso de que les cayó una barda encima y nada más a uno casi le arranca la pata, que le quedó colgada de un cuerito dando vueltas como perinola verbenera? —Ya no tienen ni madre de ortodoxia. Una barda le cae a cualquier pendejo encima y la lógica indica, fíjense nomás, que le aplasta la cabeza y lo mata ipso facto. Ni cuenta se da y para evitar medias tintas que le caiga la dala de concreto, la de arriba, que para ahorrarse varillas dejaron toda enclenque; le cae en medio de la frente y salen botados los sesos, los ojos y las orejas le quedan aplanadas. Pero ahí los traen en una ambulancia que venía más despacio que yo a pie al hospital de traumatología de Lomas Verdes, y cuando los bajan ahí vas de metiche para recordar tiempos no tan viejos. “Eso vale madre”, te dices cambiando una mirada de inteligencia, de esas de “yo sí sé”, con el rengo de al lado que parece cigüeñal cuando camina. Lo bueno viene después, porque la pata te la van a pegar, son chingones estos batos, te la van a coser, clavar, ajustar, engrasar, nivelar y tornear. A los seis meses, o un año, si no se te bota antes, te van a dar chance de que la apoyes diez kilos. —Hazme favor, diez pinches kilos. Después la vas a apoyar veinte kilos y así hasta que apoyes todos los kilos que peses en la pata que casi salía volando cuando te llevaron a vuela pié a la sala de emergencia. Pero una pata vale la pena: más de dos años de dolores, cuidados y enfados que no veas, para que luego te suelten y vuelvas a hacer bardas. Ni modo que te manden de vacaciones a Can-


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cún, que te bequen o te den el sabático. A trabajar de vuelta en lo único que sabes: hacer bardas. Y cuando te robes el cemento y te hagas buey con las varillas del ingeniero, porque también te tocan, acuérdate de la pata colgada de un pellejo. Eso, cuando trabajes y si alguien te mantiene en el ínterin, que va a estar cabrón, a menos que tu vieja se vaya al callejón Manzanares ahora que la moral ha vuelto a la capital. ¿Cómo la vio? —Le pegamos la pata que ni con cola y ya estamos averiguando para hacer huesos de cuerno de chivo si la clonación no nos alcanza. —No pos sí, la ciencia está bien avanzada. Al rato van a poner cabezas de repuesto, a pedido y de colores.


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La bata de Trinita A la semana se dieron cuenta de que tenías una fístula que hacía un efecto horrible. Eso fue mucho después que pasaras años luchando contra un cáncer que te llegó todo apenado y que a cada rato se quería ir, como diciendo que lo mandaron y él pues qué va a hacer, órdenes son órdenes, no fuera que los jefes de los cánceres le hicieran consejo de guerra. Uno de esos días, casi sin darme cuenta, vi el hoyo que no la fístula; un hoyo horrible a media nalga enjuta, divisando el hueso o lo que haya sido, allá adentro de un vericueto que nadie se podría imaginar que ahí estuviera porque, toda tú, dabas la impresión que para ni un alfiler tenías espacio. Así de flaca estabas. Yo creí que con tales estropicios te ibas a morir en unos minutos. Para nada me acordé de los cinco o diez años de radiaciones y quimimadres que te hicieron, pero que te dieron energía para descomponer todo lo descomponible cada vez que alguien te iba a ver. “Nunca vienen”, decías, en plural, aunque uno solo estuviera ahí; “son una bola de desconsiderados sin madre; no me quieren” y así hasta que hacías correr. Esta vez fueron más de cinco meses y, bajita la mano, te las arreglaste para que a algunos les parecieran cinco lustros. Al principio era de verse la asiduidad (esa por la que daban, o dan, medallas en los colegios de paga, a falta de otros haberes, la inteligencia, por ejemplo) de tu prole. Salir del trabajo y correr con la pena de estandarte al hospital de la


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Güera; miradas de angustia por un lado y el hartazgo que ganaba terreno, por el otro. Vendría al tiempo, ni mucho, lo que tenía que venir y ya ni el gesto se tenía que disfrazar. Cuando te moriste, la pena grande se instaló por el tiempo necesario de tal manera que no era siquiera imaginable ponerla en duda. Te quitaron la bata que te había llevado, floreada y de colores retadores, como para las fiestas de Las Coronelas, allá por el barrio de San Miguel. No era de mi gusto pero era del tuyo y por eso me gustaba. Luego te vistieron con un traje negro, de corte clásico, acorde a las miradas de los que te fueron a ver en aquél ataúd color caoba. Al final, te enterramos en esa tumba a la que ya casi nadie va y, de seguro, a la que nadie irá un poco más delante. Unos días antes, tú y yo, nos acordamos de cuando te llevé serenata al hospital: “La Lira de Oro”, cuando todavía se la sabían porque los de ahora, músicos chafas vestidos de mamarrachos, ni “el palo verde”. Gran escándalo ¿a quién chingados se le ocurre llevar la música a un hospital? —Al pinche loco ese… de plano. Era de oquis porque en la clínica ya no había pacientes, la tenías toditita tú. Claro que, de todos modos, hubiera llevado a los filarmónicos. Y lo que más les sorprendió fue que saliste, o te llevaron, con tu bata floreada, hasta la puerta del desgarriate y nos pudimos solazar un rato con la estupefacción de los transeúntes desvelados. Te me quedabas viendo, como cuando regresaba el camino del colegio porque se me habían olvidado los zapa-


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tos… como cuando se perdieron los gatos del tejabán de enfrente que se fueron, así nomás. Después vino lo que tenía que venir y adiós, luego nos vemos, te guardo la bata, de veras… no está tan fea. Te la guardo… ojalá me hicieras caso.


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Una tarde de esas Habría que ver cómo se tragan el cuento de que aquí toda la gente vive todos los días de todos los años como si fueran este fin de semana. El gordo de enseguida, me dice, se pasa un año ahorrando para venir a perder 12 mil dólares en una semana. Qué digo, esta vez los perdió en una noche y como ya tenía pagado el hotel pues se viene a rascar la panza y ver uno que otro cuero pero sufriendo gacho, porque ya no tiene ni para las cheves. Medio se ríe cuando te cuenta. Es minero en Nuevo México, se ha casado cuatro veces, tiene cinco hijos y a ninguno educa. Ahora anda peleado con su última vieja y ya le anda por el quinto encuentro. Es lo de menos, porque en esa mina la gente se pone vieja cuando menos piensa, de un día para otro, me dice escamado. Se le paran los pelos y empiezan a toser como trascabo descompuesto. Te entierran un día y ya. Así que vamos a ahorrar otro año para venir a gastarlo todo un fin de semana en esta figuración. Ni quien lo discuta y órale, aquí nos vemos, si podemos, el otro año, faltaba más...


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La estrategia Tienes que empezar a hablar contigo mismo. Pero no es como hablar con el espejo, desvariando. Es hablar contigo para convencerte de lo que hay qué hacer, por difícil... por duro. Luego sacas tu libreta y apuntas algo, o enciendes la computadora mirando los pinches focos que se tardan una eternidad en decirte que ya puedes empezar, si es que ya no olvidaste todo. Pero no lo olvidas todo y con lo que te queda armas una historia. Entonces no basta con hablar contigo mismo: también tienes que dejar ese diálogo-monólogo-soliloquio plasmado en alguna parte. Donde lo puedas borrar todo después, cuando estés sobrio de esperanzas y te digas: “qué ridiculez, qué necesidad tengo de decir estas pendejadas”. Es malo cuando empiezas a contar, o mirar, los escasos destellos de felicidad. Son tan sólo una fracción de segundos y también puedes distinguir las caídas, que son más. Cada vez más. La felicidad es un crucigrama que aburre con dos verticales y una horizontal. Es una chingadera que todo mundo persigue y nadie sabe a ciencia cierta cuándo la agarra, aunque sea así, tantito. La felicidad puede ser una colonia, mucho más propiamente, porque los nombres de colonias no dicen maldita sea la cosa, o dicen lo que no es: “El Progreso”, “La Buenaventura”, “Valle Bonito”, “Lomas Verdes”, “Colonial del Valle”, “Libertad”, que es la que más me encabrona. Peor cuando tienen nombres de los que dentro de mil años no tendrán nombre alguno y su árbol genealógico habrá torci-


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do de tal manera que ningún Flavio Josefo los podría ubicar. Ni con la computadora, si la tuviera. En esos días que bien pueden no venir, pero que igual da a nosotros que ya nos vamos y por lo mismo nos valen madres, habrán inventado algo hasta para quitar lo pendejo. Mala suerte para los que se mueren ahora y después nadie los va a querer clonar, porque los grandes descubrimientos permitirán saber que clonar a tales babosos sería lo mismo. Pero no era de eso que yo quería hablar, sino de que tienes que hablar contigo mismo, para convencerte de que hay que hacer las cosas por ingratas que sean. Ir, por ejemplo, dentro de unos momentos a la clínica a seguir viendo morir a tu madre, que no acaba de morirse o que ya se murió. Tienes que ir y por eso tienes que seguir hablando como imbécil. Nomás para convencerte. Nomás.


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La casa de la esquina Al salir, me lanzó una patada a mansalva y, sin dar oportunidad a una respuesta, cerró violentamente la puerta en mis narices. Don Gume había perdido la esgrima verbal, que ya no fue esgrima sino un pleito a pedradas, de callejón y navaja. Así era siempre. Iniciaba escuchando música de la que mucho tenía: Nicolás Urcelay, Guty Cárdenas, Negrete, Palmerín, Lara, Vargas, Daniel Santos... la nostalgia correveidile era el único punto de confluencia. La de él, porqué yo era un muchacho de once, doce, años. Doña María, su mujer y mi tía, terciaba, respetuosa y condescendiente, al principio; rapaz y violenta a medida que mis argumentos iban ganando terreno. Era un verdadero martirio y todavía no me explico porqué regresaba. En un rincón, siempre en un rincón, el Prieto se acuclillaba escondiendo la cara. Sólo los huidizos ojos sacaba de vez en vez, embozado con antebrazos y codos. Esperaría que amainara la tensión, no que se fuera, porque nunca se iba. El hambre me recordaba el porqué del sacrificio, pero igual se iba en la crispación del debate vulgar que se vestía de elegancia hasta que la pasión desbordaba con un sonoro madrazo. Había venido, don Gume, del sur, de Guanajuato, hijo de un vendedor de corbatas, de piel cetrina, que viajaba incansablemente por el país ofreciendo su mercancía. En esta tierra no se usaban mucho las corbatas, por el calor endemoniado de casi todo el año, pero el padre de don Gume


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cumplía un recorrido esquizofrénico por impropio y nada propicio a su negocio. Lo vi dos o tres veces y, creo, me ubicó como su enemigo irreconciliable. Por lo mismo, me trataba con una deferencia inusual, una cortesía alarmante y su gesto exhibía un rictus amable. Nada le había hecho, pero éramos diferentes: yo, el hijo de la hermana de su nuera, que podía recorrer las calles y mirar por las ventanas de los camiones, mientras que sus nietos se encerraban en el espanto zaguán adentro. El Güero, que empezaba a jugar ajedrez y era buenísimo para el damero, y chinas, esperaba en el dintel de la cocina; su mirada, rostro pálido, inexpresiva, indicaba su inmunidad a lo que, otrora, le alarmaba en demasía. Una tarde, tiempo ha, salió corriendo de la casa de la esquina, la suya, y no habiendo recorrido dos cuadras sorprendentemente no supo regresar. Él mismo lo contaba con sorna real y vengativa. Ahora presenciaba sin emoción la pugna inane de sus padres por humillar a un mozalbete atrevido, que buscaba palabras como piedras en un combate callejero. De la tía abuela, Adelita, que nadie supo nunca a ciencia cierta de dónde salió, y las malas lenguas de la calle abajo murmuraban barbaridades que implicaban a don Fili, el abuelo, en el barrio no se decía más que ahí estaba, con el humor nefasto que arrastraba a incautos portadores de cierta buena fe. Su mirada era atemorizante. En el curso del combate pasaba con regularidad por las orillas, solazándose con la angustia del atrevido jovenzuelo de ojos claros. Curiosamente, era prieta de ojos negros pero


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no encontraba gusto más que en los blancos. Sin embargo, odiaba mi presencia. Ariel anunciaba lo que sería a los años: un exitoso fracasado hombre de negocios. Primero puso un changarro aceitero, al lado de la vieja casona, que provocó pleitos a destiempo por herencias previstas. No estudió gran cosa fuera del colegio de monjas en cuyos pasillos se perdía para no escuchar la catequística perorata. Y no porque fuera ateo, al menos consciente, sino porque le aburría terriblemente cualquier discurso hilvanado o no. Dolores, el menor, tenía desde el principio una mirada extraña, grande y difusa pero que en realidad poco abarcaba; en el tráfago del pleito se dormía, o fingía hacerlo, y así se escapaba de lo que no entendía. Muchos años después me diría que seguía sin entenderlo. El abuelo había tocado el saxofón en una banda de pueblo y, llegada la revuelta de 1910, se hizo villista, o carrancista, o las dos cosas, y llegó a ser Mayor del ejército revolucionario. Los domingos portaba su uniforme militar y salía a la calle donde sus conocidos le saludaban con cierta reverencia irreverente. Era quien despachaba en el abarrote de la esquina. Ahí llegaba yo y esperaba, en un silencio ominoso, a que me acercara un refresco de cola y unas galletas que no pagaba; me miraba y, sin falta, siempre tenía un reclamo por lo que yo no sabía ni había vivido: su hija, la menor y más hermosa, se había casado con un blanco aventurero que luego derivó en burócrata de segunda, pero que era extrañamente simpático al grado de que resultaba casi imposible entablar pleito con él.


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Alguna vez recibió mentadas a su paso, cuando los pleitos verbales no agotaban su combustible de leperadas y él regresaba de la cantina de la otra esquina, pero no prosperaban las agresiones y finalmente tenían que decirle: “buenas tardes, don José, pase Usted”. La tía abuela, o lo que haya sido, le espiaba por los visillos de su guarida-prisión y se embelesaba al mirar los cabellos rubios, escasos ya, ondeando al viento de la tarde. Formalmente lo odiaba y se lo hacía saber a quien podía. A los años me fui de ahí y sólo regresaba borracho a la casa de enseguida, la nuestra, a deshoras de la madrugada a dar serenata a mi madre. En esos tiempos uno se podía colocar bajo una ventana, sacar la guitarra y cantar, solo, sin que nadie viera mayor despropósito en ello. Fui muchas veces, decenas, y la víspera del Día de la Madre, sin falta durante muchos años. También regresaba cuando me avisaban que se había muerto alguien. De la tía abuela, o lo que fuera, supe meses después del deceso. La encontraron en su cama desvencijada con un rictus horrible, me dijo el Prieto, con las llaves de su viejo ropero asidas de tal forma que la tuvieron que enterrar con ellas. El ropero lo abrieron de todos modos y, para sorpresa de todos, encontraron unas fotos familiares más o menos cuidadas y, entre ellas, una mía. Después moriría el abuelo, sin haber remontado una amargura que en muy pocas, demasiado pocas, ocasiones le vi marginar siquiera un poco en momentos propicios. Más tarde moriría la tía María, de quién sabe qué, como, atingente, informaba a la puerta el tonto Márgaro, entre solemne y apesadumbrado. En su último acto de venganza, la tía María dejó su tristeza desparramada por su casa y por


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el barrio. —No se qué sucede, me decía Enrique, amigo de banqueta en el barrio desvencijado, “pero cada vez que paso por aquí me dan ganas de correr o de matar a alguien”. A don Gume lo encontraron muerto una mañana, a unas casas de una amante vieja que consiguió por el rumbo de Las Huertas. Estaba dentro de su carro, viejo y sucio, recostado a la izquierda con la cabeza apoyada en el cristal. También lo supe mucho después y de todos ignoro dónde están enterrados, o si están enterrados. A los demás los veo de vez en cuando, nos abrazamos, intercambiamos números de teléfono y nunca nos hablamos, hasta que la casualidad nos hace coincidir en alguna parte. Algunos están enfermos, según he sabido, y se presagian desenlaces ominosos. La casona aún está ahí.


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Positivistas —Métete al jacuzzi, me dijo, para desquitar el hotel. Estábamos en el Riverside de Laughlin y yo insistía en recorrer lo que fuera en lugar de ir a las mesas de juego. En la alberca había poca gente y me dirigí al óvalo. Entré poco a poco, despacito, porque el agua quemaba y cuando me llegó a la panza sencillamente me salí, sin averiguar más. En eso llegó uno de esos güeros aprontados y sin preámbulos se zambutió completo. Nada más entrar y salir vuelto madre, casi volando. Me acordé del Tico cuando cayó enarcado en el cerco de la esquina, en el barrio de San Miguel, por la calle donde vivíamos. —“Es que los gringos, me explicó doctoral un chiquillo quiquirimiau de Pensacola, viven en lo frío y no están acostumbrados a lo caliente”.


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—Sí, le respondí al prófugo habanero, y es que en Montana el agua hierve a los 50 grados. —“Ajajá, bien dicho”, y se siguió el recabrón como si nada tomando un jugo con ginebra a las nueve de la mañana. El güero, herido en su orgullo, rondaba el pozo del jacuzzi, midiendo al terreno para intentarlo de nuevo. Por fin se animó, ante la mirada desaprobatoria de su güera mujer, pero esta vez entró poco a poco, con el dedo gordo por delante; se sentó en la orilla y se empezó a echar agua con las manos, en la cara y en la espalda. En eso se resbala y para adentro completito. Volvió a salir vuelto madre, casi volando, y se puso de un salto en la otra alberca con agua fría, sin intención emuladora de los suecos. Ya no miré siquiera al cubano de Mariel y me fui por la evidencia que me constaba, en abono de los positivistas y en detrimento de los hermenéuticos: estaba caliente, bien caliente la pinche agua.


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Nomás un brinco La verdad nunca se la vamos a decir a nadie y menos ahora que el Güero ya no toma. Nada más digo que la tarde que llegamos al Consejo Nacional de Huelga nos estaba esperando Genaro y, con gestos de comandante santaclareño, nos metió al auditorio que le habían puesto el nombre del de la clara transparencia. Genaro era un circo y un batallón de franceses descamisados. También era un atajo de recuerdos que, de pronto, lo asaltaban a medio discurso y le tenían que preguntar ¿Cómo fue? —“Sepa”, decía Genaro y empezaba a pergeñar otra mentira inocua. Cuando terminó el movimiento, el eufemismo que nos gusta para no mencionar la partida de madre que nos dieron, Genaro se fue de viaje por cortesía del supremo gobierno y se paseó por los Elíseos persiguiendo viejas flacas. También fue a Moscú y compró rublos en el mercado negro, a cuatro por dólar, cuando los gringos se estaban sacando a Gorbachov de la manga. De regreso se emborrachaba a diario en un departamento de tercer piso que rentó o le rentaron. Hacía unas francachelas espantosas y una noche, casi sobrio de lo briago, le llegó un resplandor de felicidad y se lanzó a la calle con los brazos abiertos como queriendo asir el aire. Se estrelló en el pavimento sin rebotar y lo único que se notó en su cuerpo ovillado fue ese querer meterse debajo del concreto, como las aspas del abanico del Chino Chaires, cuando se le olvidó ponerle la tuerca y le pasaron rozando


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la oreja izquierda al cura del templo del Carmen que, desde ese día, vivió asustado. No se murió. Una tarde de compulsión cervecera me lo encontré tomando las últimas en el mercadito Izábal. Chueco y quebrado, miaba en una bolsa pegada a su existencia y se me quedaba viendo sin saber que unos años después yo lo iba a acompañar de muchos modos. La euforia antes del salto todavía bailaba en sus ojos minúsculos de nostalgia. Nos fuimos casi al alba a buscar a mi compadre Canoero y lo encontramos horas después arriando un tractor por el rumbo del Aguape. Le ofreció chamba el que podía y Genaro nomás miraba como diciendo “¿De qué se trata toda esta chingadera?” Platicamos durante varias horas, de la vida que se hizo chiquita, del techo del Politécnico donde el Chester tiraba pedradas a los helicópteros, de la guitarra de Pedro Calderón, de las serenatas por el rumbo de Tacuba. Y al final coincidimos, sí, es cierto, aquello era una fiesta que se acabó sin darnos cuenta. Pero una fiesta mexicana: de remordimiento anunciado y tragedia en curso; de contrasentidos y despropósitos; de heroísmo y cobardía; de gloria y de penas. De penas, que son las que se quedaron pegadas al espíritu precoz de nuestros 18 años. —Tócate esa de Serrat, ándale: “Se equivocó la paloma, se equivocaba…”


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Tomando agua Hablé tres horas en la clase del viernes por la mañana, dos más en el camino de Culiacán a Mochis, tres más de cinco de la tarde a ocho de la noche en el diplomado de quién sabe qué; otras tres al día siguiente y dos alegando con el bruto que manejaba y que de pronto quería rozar a Dracón, con la presunción de ese “saber” en la ignorancia. Todo eso, hurgaba, en busca de las causas de que desde el día de los angelitos me la pasara encamado, sin poder tragar saliva, con fiebre, dolor de cuerpo y una debilidad horrible. Luego de gastar quinientos pesos en las farmacias de descuento y tomar cuanta chingadera recomendaron los dos o tres médicos (“doctores, si me hace el favor”) del entorno, me di cuenta, el mero Día de Muertos, que aquello no iba a sanar tan fácil. Dicho y hecho: tres días después se diagnosticó, tajante, que era un absceso infeccioso que había pescado quién sabe dónde. —Ni madres, reviré, y empecé a reconstruir las actividades desde una semana antes. Te dicen, con aquella certeza que ya sabes que es pronóstico del tiempo, “tres días, setenta y dos horas y empezará a ceder”, el tormento llegará a su fin poco a poco. Tú empiezas a contar los segundos, por largo que parezca, porque como estás no puedes respirar bien, sientes que se te bloquean los bronquios, la boca te duele toda y las llagas están por doquier en tus labios, lengua y garganta. Tres días y en la de malas vuelta a empezar porque el microbio resultó no ser “sensible” al medicamento tal o cual.


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Te ponen diez inyecciones en una sola nalga porque en la otra tienes la pieza esa de titanio, silicón y tuercas y la inyectadora tiene miedo de que algo se atraviese al paso de la aguja. Con el miedo que le tienes a las jeringas el dolor que sigue sale sobrando. Todo se complica. Ya estás rengo del remo izquierdo y ahora no puedes apoyar el derecho. Amables y diligentes platicadores de la academia te vienen a ver ¿Y qué chingados vienen a ver? —Vienen a ver que estás jodido y, por un rato, ellos no se preocupan porque tú tienes otras cosas de qué preocuparte menos de ellos. Todo es un esquema estúpido. Vuelven los miedos esos que nunca te van a dejar y la única salida que tienes es el coraje, la rabia sin sentido porque no hay destinatarios posibles. Te enojas solo y tu incomprensión te atosigará después porque haces daño a los únicos que te quieren porque te soportan y el daño se te revierte y la angustia sube. Hay que tomar las pastillas esas de la receta controlada para medio ver lo que es dable ver, pero que de todos modos no ves. Y, en el colmo de la tontería, te largas a cumplir, dices, con los caros compromisos. Nadie, absolutamente nadie te lo va a agradecer por la sencilla razón de que nada hay qué agradecer. Nada de grande hay en ello, sino figuraciones que te han atrapado sin remedio. Puras pinches figuraciones que no van a servir al paso de los siglos, como todo lo que hace el género humano. Cuando medio salgas, porque tienes años que no sales de estos trotes por completo, te subes a un trastobús, llegas y te tomas un vaso de agua en la primera llave que halles abierta. Le sigues pues, hasta que se te caiga medio cerebro en una palangana. Allá tú.


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A veces me digo la verdad —Se palpaba en al ambiente, ominoso. ¿Qué cosa? —El ambiente, flotaba ahí, se palpaba. Sigo sin entender, el ambiente, sí... —Nadie estaba seguro y cualquier cosa podía pasar. Era como una embriaguez de esas que rayan en lo estúpido, lo imprevisible, los avatares... Exageras, como siempre, exageras... —No, era el ambiente, te lo digo, plástico y terrenal. Pero no pasó nada... —No es lo que pase, sino lo que puede pasar. Es como si te pasara mil veces en lugar de una sola; es como si lo trajeras para siempre, de una vez... Exageras, te lo digo. Todo a la tremenda...


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Se paró en medio de la pista, con la botella en la mano, mirando como imbécil hacia todos y ningún lado, con una sonrisa muerta... Lo hacía con frecuencia... —No así, así no. Esa vez fue la de a deveras, como una en todas. Nada le pasó. —No es que le pasara. No hacía falta. Ni que nos pasara. En esto lo importante no es lo que pase... es lo que de todos modos va a pasar. Exageras, otra vez. —No, a veces me digo la verdad... estoy muriendo a diario desde aquel día... pero no puedo morir ni puedo vivir... ese es el problema. Se sentó en el frío suelo, se hizo un ovillo y se echó a llorar. La libertad era triste y era nada; el dolor era insondable y no había manera de encontrar un solo recuerdo de bondad. Las lágrimas fluyeron al cruzar la mirada con un azorado testigo. Nunca dejarían de fluir.


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No hay Respeto Siempre, de alguna manera, en cierto modo, según el caso, alguien tiene relación con otra persona. Es una verdad que no requiere de mayor abundamiento; es una perogrullada de lo más simple, pero todos pretendemos ignorarlo. La ves en la parada del Metro, en la esquina, frente a un escaparate, haciendo cola, comprando un taco, buscando un libro, andando, brincando un charco, tapándose el sol con un periódico que ni para eso sirve, buscando un teléfono o chiflando en la loma y, de inmediato, asumes que tienes todo el derecho del mundo a echarle los perros porque, ya concluiste, está sola. Pues no lo está y muy probablemente piensa en ese momento en otro pero, y aquí está quizás lo más perverso, ella también te mira de reojo y espera que hagas, digas, o no hagas y no digas, señal al fin, para dar paso a la traición maquinada. Puede o no resultar, pero el caso es que no hay respeto para los ausentes; el amor es una fantasmagoría, un pretexto para la permanencia obligada y el juego del engaño es todo lo demás que es casi todo lo demás. —Será, pero yo estoy aquí y estoy verdaderamente solo. Nadie se me acerca asumiendo cosa alguna; hago gestos al pasar y nada sucede; sonrío como idiota y nadie me hace caso. Es que no hay respeto para nadie. Por eso nadie está dispuesto a faltártelo; no se le falta a lo que no existe. Pero tú síguele. Nunca falta un roto para un descosido, decía doña Trini. El rollo del respeto es para un día de flojera y nada más.


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En la cara Me di cuenta de que me iba haciendo humano porque, de pronto, derivaba al llanto soterrado ante la presencia de una ternura o la imagen de un recuerdo; la culpa por no callar la ofensa y la magnificación de la parte propia en el entrecruce de las palabras. Había tardado tanto tiempo que ahora podía suceder, y sucedió muchas veces, aunque no siempre los otros se dieran cuenta, que el nudo en la garganta no me dejara continuar una frase. “Estará afinando sus ideas o midiendo el peso de un razonamiento”, pensarían algunos cuando de la academia vestida de seda se trataba. Pero no, estaba al límite de la sorpresa y atrapado en la emoción de tantas tristezas atrasadas. No eran trampas del entendimiento que iría a sortear, imaginaban, con arte, sino la pura lástima por el tiempo perdido, la pena insondable por todo lo que pudo haber sido y no fue; el reclamo terrible por haber dejado caer la piedra tres veces en el mismo camino. Una tarde discursera, de honores impensados y rutinas solemnes, quedó del todo claro: ya nunca más podrías sortear las trampas de la emoción. El tiempo de la firmeza ramplona se quedó colgado de una alcayata chueca, en la vieja casa del bulevar Madero. Una tarde, a las cinco en punto. Y cuando muera, si lejos de aquí, al revés del canto de Chucho Monge, que digan lo que quieran pero que no me regresen. Ese es un viaje de ida.


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El llanto Cortó despacio la tortilla y de un trozo hizo un canalete; la sumergió en el caldo flaco que medio anegaba las orillas del plato y fue sorbiendo poco a poco... era algo salado. Hacía pucheros y suspiraba, se pasaba los dedos entre el cabello revuelto y su angustia crecía por momentos. Estallaba de pronto en sollozos y luego entraba en trance con la mirada flotando entre las garigolas de los tubos de luz. Obligado a tomar su lugar en la mesa y forzado a comer después de ser apaleado, nada entendía. En la cocina se oía la estridencia opresiva del silencio y más allá, en los límites del patio incoloro, el resoplido del coraje revuelto con un sentimiento indescifrable. En un instante sus ojos se cruzaron y pudo leer el mensaje que era imposible no recibir: “¿Por qué?” decía “¿Por qué?” Dos o tres veces explotó el llanto de nuevo y cuando llegó la calma fue peor. Ya siempre sería peor y nunca más reiría. Sería la sonrisa cómplice en el compartimiento de una culpa, de una lástima, de un dolor insondable. Y era por eso.


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En globo Había sido la suya una generación de sueños, todavía, pero luego le tocó vivir en otra cuyos intereses se agotaban en la puerta de su breve espacio. El sentido del sacrificio se había ausentado, creía, en definitiva, y nada de aquello valioso por lo que la melancolía compartida se podía beber tenía ahora significado. “El mundo global”, se dijo.

Sin la canción Dicen que como quiera que nos sintamos: alegres, tristes o desesperados, siempre habrá una canción para ese momento. A mí no me parece: sí para lo alegre y sí en lo triste, pero nunca en la desesperación. Ahí no hay lugar para la canción, ni la música siquiera; ahí lo que hay es un rechazo a la existencia misma, sin subterfugios, el alejamiento a secas... la desesperación.

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Nada qué hacer Qué quieres que te diga, chiquillo... los tengo guardados bajo llave y los saco en horas de nostalgia absoluta, inmisericorde. Los escucho a tientas, sintiendo los bajos y los tambores bajo cuerda, sin mucho escándalo. Si en la guagua, si en el rufo, si en el porche abierto al viento que extraña el polvo de la calle vieja, los olores del barrio y el revoloteo de los papaloteros. Los escondo en el trasiego de papeles y bolígrafos de la camisa de trabajo, la navy que me dieron los güeros para que parezca selfmademan. Qué te digo, chiquillo, que me pongo a llorar quedo, como lamento de abuso, que me hago ovillos en la noche de almohadas que se refrescan con el llanto avergonzado que no se puede decir. Porque lloro por mi tierra... por los verdes inalcanzables de la isla bella que dejé por el otro verde de la perversa avaricia. Me voy, a veces, a la barra de la esquina desharrapada que nos regresa un aire de verano perdido, unos calores chirris que salen corriendo con los vientos norteños de un sur que no conoció los sudores del alma. Qué te digo, chiquillo, que de Silvio me las sé todas y las de Pablo me acompañan con el silbido cómplice de media mañana y en la mirada triste de la tarde que se va anunciando el deber de otro día, que es el de todos los días, sin sentido y sin futuro. Y, aquí entre nos, todos nos las sabemos. Hasta las del pinche Fidel que barbas en ristre nos hace sentir orgullosos... qué se le va a hacer. Qué te digo, chiquillo... que se me perdió mi Unicornio azul y que todavía amo a Yolanda... que me estoy muriendo porque mi piel extraña la tierra de mis abuelos... Que eso pasa y nada qué hacer.


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Por el rumbo de Las Águilas Todos buscamos un momento de ingenio y, logrado, rondamos la estupidez. Debemos parar pero seguimos, atrapados en la tontería de la risa ganada, que se contagia, incomprensible, a otros que esperan su turno. No se percibe el drama de la liviandad que no se supera, que se queda en gesto desdibujado por la intolerancia, la ausencia de cordura. De pronto, el coraje brota en el lado contrario y todo se descompone. Salgo, siempre, perdiendo luego de condenar el desvarío de enfrente. De nada sirve que me repita desde hace años: “Cállate, ya no hables, piensa en otra cosa; asiente nomás, di que sí, olvida hasta la lógica y escucha, sencillamente, sin oír”. Pero no, el reclamo agresivo de la razón aparece y tengo que hablar, y perder, desde luego. A una agresión responde otra y cuando menos te des cuenta ya pasaste la línea y nada detendrá tu ira idiota. Esa noche fue peor porque sabías que las culpas estaban en otra parte y, sin embargo, reclamaste en una espiral inconsecuente por una cordura que, ausente o no, ninguna relevancia tenía. No era el caso. Luego estrellaste el bastón sobre el auto ajeno y te negaste a conceder un paliativo a la angustia y el temor de quienes te habían visto saltar la barrera de la cordura. Antes y después, la espiral de los días, las semanas, los meses y los años para recuperar el ánimo. La misma historia, ésta del rumbo de Las Águilas donde, me dijeron, vive una prima mía que tiene el horario al revés. Otro día la conoceré.


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Indio Hoy amaneció nublado, como esos días en que me envuelven la tristeza y la alegría relativa. Retomé, entonces, la tarea de escribir sobre aquella mañana en Flagstaff, de frío pero de sol. Todo el día anduve perdido, como suele sucederme en tales jornadas y hasta entrada la noche empiezo las líneas que te debo. Yo fui quien te dejó las piezas de pollo helado y de pan tieso cerca de tu adivinada cara, cubierta con el cuello volteado de tu suera desvaída. Hacía un frío tremendo, del que me gusta, y lo primero que me pregunté es cómo no te moriste todo tieso, enrollado en tus prendas insuficientes a la intemperie. Estabas entre los pequeños arbustos a un costado del hotel que a lo mejor está en terreno que era tuyo y ya no es, como las tierras detrás del cerro nevado, a dos cuadras del Gran Cañón, casi pegando con el desert view. —Aquí no se hace, entiendes bien cuando me miras el gesto de solidaridad babosa que está enfrente. Saludo indio, dijiste cuando te di la mano y extendiste tu garra al antebrazo. Hermano, quisiste decir, antes de arrepentirte por el exceso. Unas piezas de pollo frío no son para tanto. —Esta es mi hija, la que adivina el pensamiento, y te diste cuenta nomás al verla, con sus grandes ojos de miel india a punto del llanto, porque le duele tu miseria y tu mirada aún cargada de los sueños de ayer por la noche, cuando pasaste trastabillando frente a la tienda. Ni quien pensara que ibas a amanecer hecho bola ahí donde te encontramos, casi de casualidad obligada, como si te anduviéramos buscando.


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Un café, además, del continental breakfast que te incluyen en la cuenta, que te tomaste raudo como si no estuviera ardiendo. Quién te entiende. Ni cómo te llamas te pregunté, en la lengua esa que ni tu ni yo hablaríamos si no estuviéramos cada uno donde ahora estamos. Que podríamos estar al revés y, si así fuera, anota desde ahora que me debes un pedazo de pollo, un bisquet retorcido, un café con una de azúcar, una servilleta y una chingaderita de mermelada que también iba, que no encontraste pero ese no es mi problema. Apunta, no vaya a ser que la historia se regrese y, de veras, hay ocasiones en que me caería muy bien ese pollo. Fue la redonda tristeza de tu cara que no pudo borrar la euforia pasajera de una borrachera que quiere volver, orgullosa, para defender a su portador del reclamo irresoluble; tu gesto preñado del desprecio por tu vida de ahora que se enfrenta, cada vez en tu mente, con la de antes, cuando con un dejo de vanidad rondaba otros caminos. Un día de estos te vas a ir a la Gran Pradera a cabalgar para siempre y te vas a acordar del pollo frío en Flagstaff. Ojalá te acuerdes que yo te lo llevé y, si te animas, me avisas. Yo también me quiero ir.


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Inmortales No es tan difícil de entender: mientras haya vida seremos inmortales; si tenemos hijos, la prolongación de nuestra existencia se percibe de manera más directa y tangible; y con los hijos de nuestros hijos y así. Seguiremos viviendo, sin duda, en aquellos que viven por nosotros, a causa de nosotros, pero también si no tuviéramos descendencia. No es tan difícil de entender: seguiremos viviendo porque formamos parte, de una u otra manera, de la vida de otros, aun cuando no los conozcamos, ni los conociéremos; si influimos en algo, si algo hicimos ser de modo distinto a lo que hubiera sido en nuestra ausencia, y es seguro que mucho de eso haya en la vida de todos, entonces seguiremos viviendo. Y porque somos inmortales, ya ven que no es tan difícil entenderlo, somos responsables por el género humano hasta su última generación, si la hubiera. Nada de lo que hagamos hoy, o dejemos de hacer, puede perderse en el vacío; nada es irrelevante y puede suceder, al contrario, que, sin saberlo, sin pensarlo, sin dedicar el segundo necesario al pensamiento, cancelemos un día los colores del atardecer. Nos damos cuenta de que somos inmortales y la vida, al mismo tiempo, se vuelve fiesta y tragedia. No es tan difícil comprenderlo.


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De regreso Cuando parecía que la calma cómplice del éxito se instalaba, le llegó la evidencia irreductible de aquella locura sin remedio, de aquella rabia incontenida que explotaba sin el argumento del descargo intelectual, que no lo había. Un rebelde, lisa y llanamente, con causa o sin causa; con una causa a medias o una razón rotunda, con la consecuencia del agravio en ristre o con la simple desazón de la reacción incontrolada. La vida era muelle ahora, peor para la promesa de la calma que merecía recompensa, y la recibía; las relaciones llevaderas y hasta elegantes en su medianía; los gestos condescendientes y las miradas cómplices sin recato que acicateara la vergüenza. Todo iba bien, podría decirse. Pero aquella tarde, que era una más de las olvidadas mas presentes, explotaba de nuevo la intolerancia vestida de razones ciertas y extensiones comprensibles; la rebeldía brotaba una vez más con toda su carga de rencores justificados o no, de su imprudencia y su intolerancia. Y era de pronto, sin aviso oportuno, ni advertencia inoportuna: era un descaro irrebatible de la vida, un reclamo insondable, sin respuesta, irrepetible y tenaz, peligroso e impredecible. Estaba de regreso. Más bien: estaba donde estaba porque, en realidad, nunca se había ido, ni su rabia expuesta al mundo. Era sólo que había desaprendido cómo escuchar los signos de la ira y ahora ella, ella sola, le jalaba de las sienes sin misericordia y le llevaba a rastras mentándole la madre al mundo. Como siempre.


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La sombra de Firmin Si hubiera estado en casa se habría escondido una horas más entre las cobijas, sudando porque en esos trances ni siquiera atina a levantarse un minuto para encender un abanico, el aire si lo hay o lo que sea. Es tanto el miedo que hasta la respiración se convierte en angustioso recordatorio. Pero no estaba en casa y, al menos, quizás nadie le conociera de lo que ayer conociera y se puso en pie, contando los progresos de la reintegración anímica: tomó un baño, se rasuró, se lavó la boca y sacudió los calcetines. Cuando salió a la calle la tarde caía; la cruzó y se arrimó al estante de la cerveza helada. Compró seis, unos pasos y se fue a acomodar entre las piedras de Olas Altas. No sintió el amargo inicial que le obliga a probar salado. Fresca, la bebida, pronto le llevó a donde en realidad no había salido y enseguida regresó sobre sus pasos, sonriendo estúpidamente a cualquier signo de vida. —Por aquí pasó, una tarde, Lowry, y me invitó una copa. “Cómo has estado, Firmin” —Me dijo que le dijo.


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El mensaje La tarde se había hecho noche. El niño llegó con su voz quebrada (era una voz de cristal) y dijo: “dice mi madre que mi padre ha muerto... No sé, mi madre me dijo que viniera a decirle y ya me voy porque me falta toda la cuadra...” Quiso sonreír, caballerosamente, como le habían dicho que debía de ser, pero no pudo; apenado, trató de llorar y no supo. Tan solo un rictus apesadumbrado, tenebroso, inconcluso, se dibujó en su rostro arrugado sin remedio a sus trece años. Cuando colocaron las barras de hielo debajo del féretro, la curiosidad, la misma que años después lo llevaría al éxito relativo, se instaló sobre un dolor que no alcanzaba a comprender. Había llorado a gritos unas horas antes, abrazado al cadáver de su padre que presintió mucho antes de que las luces del viejo auto se atisbaran. Lo arrebataron del cuerpo inerte y enseguida quisieron regresarlo a un secreto ridículo: “necesario para su infancia”, dijeron. “Que lo van a enterrar mañana... Sí, como a las cinco... No sé... Claro, le daré sus saludos”. Al regreso, dejado el mensaje como correspondía, se acurrucó en una esquina, con una pieza de pan en la mano y un vaso de leche aguada. Comenzó a sopear el pan, sorbiendo lentamente... y el sueño lo venció, mojando su ropa.


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Cuestión de lógica Hay enorme diferencia entre el bebedor que recibe la copa regalada, sin seguridad de consumir otra, y el que la puede comprar cuando quiera. Los dos podrán emborracharse, pero nunca entenderá el segundo la tragedia del primero (aunque tenga la propia que es distinta).

Explicación El trabajo de un padre (y lo que sea que haga) es a destajo (el de a de veras, de las cuentas de mañana). No tiene horario (aunque tenga), ni jefes que le obliguen a entrar y salir a determinada hora (pero puede estar ahí); no tiene necesidad de ser solícito, servil, pues; no ha de sonreír estúpidamente, pero igual es un esclavo.


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No hay más Es la tristeza, irremediable, del no haber aprendido nunca a decir las palabras del cariño, de haber perdido, y antes de encontrarlo, el lenguaje del amor. Es la tristeza de perder la alegría antes de reír; de figurar la tragedia antes de sufrir. Es la tristeza que le acompaña, constante, asidua, puntual, y le espera al pie de la cama, le toma del brazo y le lleva por la vida. A veces, por no dejar, se disfrazan las vueltas y se busca refugio en el ánimo artificial; nos colgamos de una estrella inventada y hacemos liacho con los despropósitos que, no hay lucha, llegan de la mano de la huida. ¿Y cuándo sucedió? —No lo supo de cierto, pero un día, serían las cinco de la tarde, la sonrisa se despidió de su alma. Después, sólo rictus, muecas o dirección vacía de un mirar aburrido... Eso es todo y lo demás simples ganas de quedar bien. No hay más. Y ni modo.


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Hablar de más Lo tenía anotado, para recordarlo, pero nunca, nunca, que me acuerde, tomé en cuenta la advertencia: “Si olvidas que el silencio es tu mejor aliado perderás”. Y perdía, cada vez, en la angustia posterior al error; hablaba, siempre, de más y más de lo prudente. Sólo cuando se borró comencé a tenerlo en cuenta pero era, como siempre, tarde.

Una cara de esas Ser niño por la cara, así el tiempo pase y pase, es lo que sucede a ciertos seres. Ser viejo, por lo mismo, a otros. A mi me pasan las dos cosas.


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Eran como las seis —Está sentado frente a mí, la vista en ninguna parte, viene a contar para ver si de algo sirve. “La amistad obliga”, ha de pensar. Por la penumbra podrían ser las seis de la tarde y eso creyó. El tiempo, su noción, se había ido la noche anterior que tampoco sintió noche. Empezó, como tantas otras veces, a eso de la una de la tarde del sábado, pensando, en el segundo previo al primer trago, en la experiencia amarga más reciente, que signó todo su asueto de primavera. Pero bebió el primer trago. Después de la tranquilidad y en la euforia cuerda de unos minutos, entre el primero y el segundo litro de cerveza helada, comenzó a planear las vueltas de la inconciencia que se cree consciente. Es decir, a no planear. Y ya nada le detendría, si no fuera la tragedia insensata, la pérdida injustificada por el error torpe y no buscado, pero buscado más que todo, en realidad. La de antes había sido un mes de junio. No supo decir si hace dos años o un año. Esa vez le robaron todo lo robable en un cuartucho. Despertó buscando alrededor de su cuello y enseguida los lentes, pues hace tiempo que no ve sin ellos, y la cartera que no encontró. Las vacaciones de julio estuvieron perdidas en el recuerdo penoso. Alguien, o él mismo, le drogó y no era la primera vez: cinco veces antes, refirió puntual, había sucedido y siempre pensaba que en la siguiente no pasaría. Despertó con la cabeza pesada al grado de no poderla, los brazos y las piernas pegadas a la cama; “cada movimiento se vuelve un triunfo”, dijo.


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—Pero eso es lo de menos. Lo peor es la angustia, corporal, pegada a la piel, mientras te quieres perder entre las sucias cobijas; dejas de pensar y pones la mente en blanco, pero la angustia desbarata todo intento y nada puedes hacer frente a ella. Durará entre tres y cinco días, luego vendrán días de calma en ascenso, sin llegar a los destellos de felicidad, fracciones de segundos, y después, otra vez, se acercará la oportunidad... de morir, ahora sí, en la siguiente. El relato se hacía pesado y costaba seguir el hilo de la indagación. —Podrían ser las seis de la tarde. Salí y arranqué el vehículo a traspiés, sin ver sino sombras alrededor. Las calles estaban solas: sí, son las seis de la tarde y es domingo. Pero no. Eran las seis de la mañana del lunes y no me di cuenta de ello hasta el mediodía, luego de que desperté varias veces en la confusión de siempre. Es lunes, me di cuenta y era un día perdido como serían los tres siguientes. —Cuando creí que eran las seis de la tarde empecé a buscar mis cosas y las encontré regadas por el piso. En la bolsa del pantalón traía una lente y no encontré los aros, pero recordaba entre sueños haberlos visto. No los encontré y salí a tientas, sólo quería salir. —Es lo que puedo decir. Más no sé. Tampoco si mi vida cambiará después de tanto estropicio y de la gran lástima que me tienen y me tengo. Decenas de veces ha sucedido lo mismo y algunas veces peor. Al tiempo vuelvo a caer. —“No sé, yo creí que eran las seis de la tarde”. Escuché. La tarde caía de nuevo.


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Andrómeda La refulgencia galáctica no me llamó la atención, sino un punto, el más distante, allá en la esquina de la foto. Lejano y sombrío, perdido en la maraña de estrellas o constelaciones venidas a menos. Galaxia y estrella, desde la presunción de Cefeo surgiría la amenaza. Andrómeda, brillante hasta la indiferencia, marcando el cielo de esa parte con la pauta de su presencia avasalladora. Pero Andrómeda se pierde en sí misma, se vuelve hoyo negro de su luminiscencia y por eso nada nos puede decir después que nos ha hecho presa de nuestra insignificancia. Aquél punto sí, temeroso de verse, como escudado en una puerta que no se abre ni se cierra, que no es puerta sino pretexto de la sombra. Ese punto sí, porque me retrata. Es como yo, cuando rebaso las 24 horas de sobriedad penosa. Más allá de Andrómeda. Mucho más allá.


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Cuando me vaya Déjame decirte, de una vez, que puedo correr por ti entre los azules de mar y cielo; pintar de verde la madre tierra y mirar el rojo corazón de los volcanes que te acechan, ahí, cerquita, a un paso de tu sangre. Deja sospechar, en la distancia cruel, tu paso rozando un empedrado y tu mirada que absorbe el paisaje todo; lo fijas en lo profundo de tus ojos y te lo llevas a trasmano a pasear por la plaza, despertando envidias porque traes el canto que brota a la vida enredado en tus cabellos. Un día, como tiene que ser, ya no estaré del otro lado del camino vigilando las luces y separándolas del claroscuro de tu sombra; acechando estrellas para enviar mensajes que brincan en la noche oscura. Ese día, verás unos puntos luminosos que se desprenden del entramado celestial. Por ahí me puedes buscar, caminando a hurtadillas para robar un verso al Absoluto.


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Recuerda entonces cosas sencillas, como mi gusto por diciembre y sus mandarinas; las nueces rodeadas de dátiles, higos y dulces verbeneros; la rueda de la fortuna y el estropicio de faldas almidonadas en los estanquillos de la esperanza infantil. El mar, sencillamente el mar, con el que hablo en confianza un jueves santo. Si en alguna parte me encuentras es en el mar. Si te fijas bien, nada más tres o cuatro pasos, verás un juego de azules y verdes en las ondas. Es que te sigo viendo. Y si lloras, que sea poco. Luego nos vemos, pronto y aquí; mañana en otra parte y al final del camino oyendo la Lira de Oro. Luego nos vemos, porque de todos modos nos tenemos que ver y eso es lo que nadie, en la vida o en la muerte, podrá nunca impedir. Antes, voy a buscar un pueblo escondido y vamos a recorrer las calles escarchadas. También puedes ir por ahí, yo voy a estar en una esquina platicando con el viento helado. Y si no estoy, me lo saludas. Le dices que otro día vuelvo, que me espere donde mismo.


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Aquella sonrisa En los momentos de gloria relativa, más bien de recogimiento de alabanzas increíbles pero perfectamente instaladas; en el corresponder forzado a la mirada cómplice, o el ruego de adhesión, soterrado y abierto al tiempo, podía sonreír, única forma de explicar aquello que el término destina, ciertamente, a un asunto bien distinto. Sería la sonrisa que es obligada desde alguna parte, interna y externa, que se combate a sí misma en el momento de su gestación y permanece inconclusa, dibujada y desdibujada en el semblante de aquél a quien la farsa le pasa facturas. Una sonrisa que se niega a sí misma y que se esconde de sí misma, avergonzada de transitar el ánimo de lo aceptado y común. Así, ese hombre en realidad nunca sonreía. Más bien hacía muecas trágicas que rebotaban en sus ojos huidizos, siempre prestos a retirar cualquier atención de lo que fuera. Y aquí otro rasgo: el ansia de saber de lo superfluo todo en un instante, aparentando una importancia inexis-


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tente; el gesto, simplemente, como indicador de una reacción imaginada en lo observado y justificante de la reacción propia, de común atrabiliaria. Esa sonrisa era advertencia y vigilancia; odio, temor, burla, desdén y sorna. Ni siquiera ironía que se teje fino, tampoco el ingenio que se desliza o corre entre dientes y se cruza mejor en los destellos miméticos de vengativos dominados. Vista a contraluz, en claroscuro o en contraste, esa sonrisa asustaba. Pero el tipo sonreía y paseaba su esperpento de condescendencia por todas partes. Y lo peor no era eso, de suyo trágico, sino que los demás eran presos a sabiendas, esclavos interesados y cómplices de la sonrisa farsante. Primero a tientas, después interpretando los signos y haciendo lo propio, siempre llegarían a sonreír igual. Sin remedio.

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Y ser buena Nadie la supo entender nunca y, muy pronto, sencillamente ella no mostró interés alguno por ser entendida porque comprendió que no tenía caso. Así, su universo se hizo ajeno y su ánimo ausente; distante su espíritu del mundanal revuelo, igual se consumía en el silencio. Se casó, un día, y su gesto fue de una dignidad ineludible. Ambos, en realidad, inmersos en el necesario ritual de la exigencia colectiva. Al día siguiente, nada había cambiado. Tuvo, al tiempo, hijos que fueron tragedias disfrazadas de comedia. Y sin tango de por medio su vida se fue achicando entre paredes descoloridas y pasamanos de madera que, rondando escaleras injustificadas, asaltaban las manos con sus astillas y se metían en dolores de una semana.


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El cuarto matrimonial dibujaba las etapas de su cansado trayecto: una puerta que colgaba de un marco viejo y, arriba, un entrepaño que formaba un cubo donde se amontonaban maletas de viajes que nunca se hicieron, adornos de navidades y un liacho de listones junto a entramados de palma, recuerdos de un domingo de ramos cuando la esperanza aún jugaba en su campo. El guardarropa tenía puertas que abrían a medias y, colgando siempre, dos espacios enormes donde se guardaban otras muchas baratijas y artículos inservibles media hora después de comprados en una tienda de rebajas. La cama, anclada al suelo, tenía cajones que desde hace mucho no abrían y, dentro de ellos, trofeos de todo tipo que habían sido ganados por su compañero, tiempo ha. En la cómoda, al frente de la cama, pendía una televisión de insolente presencia y encima de ella estaban colocados archiveros de plástico, de cartón y de trapo donde se guardaban los hilos de glorias insulsas, inexistentes si se aplicaba el rasero de lo pertinente y razonable, pero que bien sirvieron en su momento para colocar medallas, y dineros ralos, pero dineros reales al fin, y prometidos que, por lo mismo, más pesaban. Cualquier día, sin que la frontera de la juventud hubiera advertido su presencia, crecidos los hijos se fueron. Al principio hablaban a diario, luego cada tercer día, después a la semana, quince días, al mes y varios, dos veces al año y, una tarde de resolana ofensiva, mientras regaba un pequeño jardín, se dio cuenta de que ya no estaban. En el jardín colocaba flores bellísimas, de plástico, y otras de cierto; las veía a contra luz, entre el arcoíris del chorro de agua, y de reojo, casi porque sí. El compañero... ese nunca estuvo. El amor había muerto con la primera promesa incumplida y entonces ella tuvo


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que amar por dos, y por tres y por siete cuando la prole aprendió a ignorar el sentimiento, que fue pronto. Comenzó a frecuentar la iglesia y rezaba cuando todos dormían. Ya sola, lo que es un decir, rezaba a toda hora. Al amanecer, al mediodía y en la noche, dos o tres veces, hasta quedar dormida recargada en la cama, la misma cama vieja que había visto pasar todas sus angustias y visto rodar tantas promesas. ¿Por qué te quedaste? —Se preguntó una tarde, a los setenta años, llorando en silencio como siempre desde los veinte —¿Por qué? —“Había que ser buena”, se dijo, firme y serena. Enseguida recompuso la figura y orgullosa, casi, miró hacia lo alto entre las greñas de palmera rala que había sembrado en su breve patio. Sintió el viento leve en la cara y un fresco camino en las lágrimas a punto de secar. —“Tenía que ser buena”, repitió y, volando sobre su cabeza blanca y gris, los pájaros vespertinos hicieron un discreto escándalo. Entonces, su cara transitó de un tierno puchero a un apretar de labios y enseguida, como un milagro, ella sonrió. Y era su sonrisa, así, la más bella de este mundo.


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Skid Row Lo que está detrás, el fondo de la cuestión, el mensaje, si se quiere, o la moraleja, queda en evidencia desde el nombre mismo: skid row, la fila de los que derraparon, por su culpa, se entiende; los que patinaron en el camino de la ventura a la que hubieran llegado si no fuera por sus debilidades, su falta de constancia, su indisciplina, su indisposición a las cuotas del sacrificio que exige el éxito terrenal, y hasta el espiritual, ahora que incluso eso se puede tasar en dinero. La fila, la hilera y la ronda de los desposeídos, por su culpa, del mundo y sus promesas a las que no arriban aquellos que violan, ignoran o no atienden las reglas de acceso, por lo que sea, pero fundamentalmente por su culpa. Y están ahí, también, para ejemplo y advertencia de los que puedan pisar fuera de la vereda; en el colmo del contrasentido están para ser negados a la vista y para ser vistos de reojo: “Eso te puede pasar si te descuidas”. Hay una recuperación rentable de la moral capitalista, dicen, en la advertencia que es el skid row; que pasen frente a la ronda de miserables los herederos del capital como divisa de todo; que se miren ahí los que ponen en cuestión las bondades del sistema, los que patean al pesebre y condenan al estatus; que se vean en ellos los apóstoles de lo común que atentan contra la iniciativa y la individual competencia. En fin, que aprenda la generación emergente de la tragedia de aquellos que transgredieron los límites. En el skid row sólo hay lugar para la vista perdida entre los ojos y el piso. Rara vez se mira al cielo, como si se obedeciera alguna orden no dicha, atendiendo a la prohibición de saltar fuera del espacio designado. No es aleccionador,


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además, ver a un prófugo del orden saludable (que ahora está ahí por ese mismo orden) como queriendo soñar con la mirada airosa buscando mensajes en las nubes blancas que se mueven. Cualquier intento de ese tipo es una muestra, todavía, de independencia y hasta de desafío. En el skid row se tiene que estar vencidos, sin ánimo alguno para levantar la frente; el mundo ahí se define entre la acera y la calle, en la sleeping zone. Si ahí vas a estar, por tu culpa, deja entonces de otear al horizonte. Tu tiempo se ha vencido, ya no es hora. ¿Nosotros? —Nosotros no somos responsables por el skid row de todas partes; nosotros somos responsables por nosotros y nosotros somos yo. Cada vez que decimos “nosotros”; nuestro interés es “mío”, pero decimos “nosotros” y “nuestro”; cada uno de nosotros es la expresión de un “yo” parcelado porque es nosotros sin serlo; somos y no somos nosotros. Así que si buscas culpables (lo que ya sería un signo de que no has aprendido la lección) búscalos en otra parte que no sea nosotros, es decir, búscate a ti mismo, porque tú eres el único culpable. Y date cuenta de que somos extraños, porque si tu fueras nosotros no estarías ahí. Por tanto, no puedes pedirnos, y menos exigirnos como aventuran ciertos atarantados que tampoco viven contigo, que nosotros resolvamos tus problemas. Aunque quisiéramos, que no queremos, tus problemas no se pueden resolver; ya no se pueden corregir las desviaciones de tu vida, que ha llegado al único lugar a donde puede llegar una vida así: al skid row. Si lo asumes y no haces olas puedes servir de algo: de ejemplo. Nosotros, nada qué hacer, hace mucho que perdimos la vergüenza cuando empezamos a vender y comprar esperanzas.


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La mar no estaba serena Y ya no era el mar el que mirabas. Al menos, no el que conocías, el que podías recordar, después, con gusto y emoción tranquila; ese mar era otro, diferente porque lo vestías, tú y la herencia de tu destino, con formas estrambóticas, inexistentes para la recuperación de los ánimos. Toda tu embriaguez jugaba con los colores de ese mar descomponiendo el entendimiento posterior y condenando, sin remedio, a una vergüenza. Como siempre, el inicio cómplice te ocultaba los desenlaces sabidos, seguros, inexorables de la huida. Y el mar seguía siendo grande, al tiempo que intranquilo, angustiado, por ti y todo tu mundo derrumbado.

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Aquí estoy Primero miró hacia dentro de la casa, por una puerta semiabierta y un pasillo macilento, hasta que encontró otras miradas, entre curiosas y burlonas, unas, desdeñosas y hastiadas del saber secreto que de todos modos ya no es rentable, las otras; sus ojos huyeron un poco del giro natural de su cabeza y luego regresaron, cansados, hasta el rostro torpe del novio, que abría la boca y sonreía, lejos su entendimiento del fuego cruzado que atendían caseros y visitantes. Una vez confirmada la presencia, jaló al mozalbete y le plantó un beso contaminado de risa, volteando de reojo a la casa donde el juicio del prejuicio, a tientas primero, cobraba lugar. Pero había cansancio en ambos lados y la batalla no aparecía vestida de pasión. —“Pinche niñita vaga, igual que la madre, altanera y retadora”. Lo entendió al instante y ya nada más etiquetó el mensaje: —“Aquí estoy”, les dijo, mientras escondía su figura esmirriada al viento de la tarde.


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Un niño Su debilidad venía del reconocimiento a la nobleza mayor, lo que era captado por los mediocres y aprovechado. Ante una bondad superior surgía la humildad y la debilidad se hacía presente. Sólo así podía ser derrotado y eso estuvo claro, sin exagerar, desde que cumplió tres meses.


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A un lado de Chinatown Es increíble como una calle, la Hastings, puede dividir al mundo de esa manera. En todas partes hay calles así, rutilantes en una acera y llenas de perversidad en la de enfrente. ¿Cuántos años tenías? ¿Trece o catorce? –Quizás menos, entre sueños de tenis de moda y lentejuelas en las mejillas. Pasaste enfrente con una mirada insolente y, al mismo tiempo, preñada de dolor. Nos habíamos perdido viniendo de Whistler y equivocamos la ruta que pasaba por el puente Red Lion, de modo que fuimos a dar más allá de New Westminster y en Burnaby dimos vuelta, nada más por dar vuelta a ver si luego atinábamos a recomponer el rumbo. Así llegamos a Chinatown, sin querer, y recorrimos las calles coloridas de misterios almidonados, hasta que nuestra mirada de asombro y complicidad se quedó, en un instante, colgada de tu figura y tus vestimentas raídas. Fue entonces que nos viste, de pasada, sin mayor atención en la mentada de madre contenida en tus ojos que, seguro, habían llorado minutos antes pero que ya se enderezaban luego del aguijonazo que alguien te pasó en la calle que divide tus mundos y los nuestros. Se fue la magia que nos había vendido letreros luminosos, de trazos raros pero entendiblemente predecibles en el juego del mercado. Tú eras, y eres, la realidad escrita en mil idiomas, la misma que quisimos evadir por unos días y que nos trajiste rauda en ese ajuste de cuentas de tu mirar altanero. Eran las cinco de la tarde en Chinatown, viniendo de Whistler, un pueblo que se llena de nieve la mitad del año y la otra mitad se la pasa extrañándola. Tú has de saber dónde.


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¿De qué me acusan? Siempre me pasó algo así como las contradicciones de Dylan a lo largo de su vida, supuestas y reales; entendibles y hasta necesarias: Dylan ausente en Woodstock y Bob recibiendo una condecoración de Clinton. Porque la vida es así, confusa y cambiante; engañosa y dinámica. Si el signo de los tiempos está antes que el cambio del signo de los tiempos, entonces apareces así. Claro, dirás, eso cuando el compromiso está ausente y sí, puede ser. Lo que no estaría ausente sería el otro compromiso, original y menos ostentoso, con la vida misma. Y ni uno ni otro. Total, el heroísmo hace tiempo que se batió en retirada.


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Una foto Cuando la vio, ya venía pasando. Las arrugas surcaban raudas el rostro y los ojos, cada vez con menos brillo, se escondían en cuencas oscuras. Tengo sesenta años, se dijo y giró la cabeza, con más pena que enojo por la vida vacía. A contraluz, parecía que los cabellos no eran tan grises, ni los quiebres del rostro evidentes. Una claridad de esas que ocultan los rasgos se plantaba en el papel y moviendo la foto, de un lado a otro, jugaba con la simulación de imágenes, acomodando los ángulos para ver lo que no era. Nadie se puede ver, a fin de cuentas, como realmente es. El espejo del agua tiene bondad en su imprecisión y ayuda a las figuraciones del espíritu, a paliar temores por la vejez invencible, pero no puede ocultar, aún en su imperfección, las huellas del tiempo. La modernidad trajo los instrumentos para el disfraz que requiere el ego, pero también para exhibir la fealdad, la imperfección, el gesto deleznable, incluso. —“No importa”, se dijo, y procedió a enviar la constancia de su banalidad a destino igualmente vulnerable.


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Demonios El propósito era madurar como en alguna ocasión leyó que hacían ciertos antiguos: se encerraban en un cuarto oscuro por varios días, sin contacto alguno con el exterior para dejar salir a sus demonios. A los días, no sabía cuantos pero calculaba que el experimento se podía consumar en una semana, se entraba en crisis emocional, se padecía claustrofobia y se bordaba la locura. Finalmente, al salir, se alcanzaba la madurez y el juicio no podía ser mejor. Para mejorar los efectos, el encierro debía ser secreto. Solo un sacerdote sabría el lugar y sólo él tendría la llave. Así se lo propuso y aceptó. Los preparativos llevaron tres semanas. Vino luego el encierro. Él debía abrir a la semana siguiente, pero faltando unas horas se enfrentó a una crisis interna: tenía el poder de abandonarlo, dejarlo morir en su encierro sin que nadie, nunca, lo supiera. Nunca antes había tenido ese poder. Cuando lo cuenta por primera vez termina con un dejo de tristeza y remordimiento: “Ni qué hacer. Eso sucedió hace diez años”.


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Cuando caiga la noche El miedo regresa temprano de su gira mañanera, haciendo alharaca y sembrando la discordia en el alma atormentada. ¿Cuándo llegarán? —Han pasado siete días y la sospecha que ronda se ha quedado prendida de los suspiros temerosos. La luz se apaga y, con ella, el ánimo que se había recobrado a fuerza de no parar, de no tener respiro ¿Cuándo vendrán? —La sospecha está a punto de lanzarle a la calle gritando medias verdades. Por las rendijas de las celosías manchadas de tiempo entra la luz de contrabando, como tú, las veces que te escondías de las sombras perspicaces ¿Llegarán hoy o mañana? Como sea, ya ni siquiera necesitan llegar, llegaron desde antes, desde el primer gato que brincó sobre los ladrillos rotos de la casa 511, al lado de un tabachín chueco y siempre desvelado. Ya están aquí, a tu lado, oliendo tus miedos y burlándose de tu angustia. Son los fantasmas que te inventaste en lugar de mirar tu realidad trágica, y la de los demás que arrastraste en tu inconciencia. Mañana seguirás como si nada, en el rito y el mito de tu existencia. Y ellos volverán. Cuando caiga la noche. Y así, hasta la muerte.


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Al amanecer ¿Cuántos colores se cancelan con la muerte a destiempo de una mariposa? El mundo se puede tornar gris, insulso; desvelado de miedo, se puede correr de la claridad que acuchilla los ojos tristes de la mañana. —Caminamos entre paredes de verde y rugosa naturaleza, saltando charcos leves y oteando murmullos a lo lejos. ¿Cuántas esperanzas se truncan con la muerte de una vida que no vivió? —A las seis de la mañana, en punto, iniciamos lo conducente. ¿Cuántos amores quedan desprotegidos? —Tan sólo miradas y ni una palabra de lo pasado, ni falta hizo. ¿Cuántas rutas del destino se quedan sin cruzar y cuántas tumbas anunciadas sin cruces que las recuerden?


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—Atrás, el volcán de fumarolas y truenos de farola. Y cómo quisiera haberlo visto, con sus buscapiés de fuego, sus filigranas naranjas apuntando al cielo, en otro cielo, otra mañana, en otra vida, quizás. Llega entonces el padre italiano, quieto y preciso. —Es la muerte, que no pide permiso, explica sin hablar, lanzando una mirada. Agita el viento unas palabras; las miradas se esconden en el tapete natural que se ha desplegado cual sábana huidiza en la tumba breve. Los enterradores, diligentes, cautos, temerosos, angustiados por el ángel que perciben, perdido en la ternura de una tierra que se resiste a cerrar su faz. La historia de lo que pudo haber sido y no fue y que es, por no haber sido, entre la confusión de nuestras mentes apabulladas por la ausencia de lo que no conocimos. —Se fue y se llevó lo bueno y lo malo que no pudo ser y aquí solamente hay espacio para la angustia por las respuestas ausentes. Al final, el viento... el viento cómplice del llanto oculto... nos da vuelta y seca la humedad de la tierra y del espíritu. Un día te lo contaré.


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Los ecos Amigos no tuvo. Si acaso complicidades temerosas de ser violadas, acuerdos soterrados que brincaban de la confianza relativa al miedo; conocidos y vecinos, cercanos parientes y parientes lejanos que se acercaban en sus tiempos de huida. Pero amigos, aquellos que se recuerdan a los años con un buen sabor de boca, que hacen sonreír a la distancia, de esos no tuvo. Lo supo, además, que amigos no tendría, desde el momento primero en que cruzó una mirada con su par de mesabanco y sintió un odio menor, una agresión indolora en el gesto que pasó, porque él lo propició, porque su miedo fue captado y de la precaución el par pasó a la osadía y al desprecio. Con el tiempo podría hilvanar una plática de banqueta durante horas con algún otro desvelado. Inventaría cuentos, aventuras y tragedias, al punto del llanto, pero no tendría, nunca, la confianza plena en el gesto amable de la amistad que se forja, por igual, del afecto, la tristeza compartida, el respeto y los temores mutuos. De alguna manera, sus propios miedos sobrepasaban el punto de equilibrio y quedaba en desventaja. Su niñez fue un ir y venir de angustias, sin destellos siquiera de la felicidad relativa que da la seguridad de la mano amiga. Iría, por eso, solo, abandonado a un destino que no podía conciliar por callarlo, por evitar que incluso el gesto develara la emoción que, de todos modos, explotaba en llanto a la vuelta de la esquina, a escondidas de todo, hasta del sol


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cuya luz amenazaba con hacer visible sus dramas, su debilidad y su impotencia. Luego llegaría el tiempo de los amores, de la búsqueda de recuperación en el alma ajena. Y otra vez, amores no tuvo, sino figuraciones del sentido para no morir de soledad. Viejo ya, se sorprendía, ausentes los sujetos de un afecto que nunca supo expresar, de no haber dicho siquiera una frase amable, no haber dado un beso tierno y, a tiempo, no haber reído a plenitud. ¿Qué pasó? –Rondaba preguntando al viento y entrada la cuenta regresiva se fue consumiendo en la tristeza. Entonces, sólo entonces, en el andén para emprender el viaje sin remedio, recordó a sus pares de la infancia y pudo sonreír al sol en lontananza; tres o cuatro sucesos menores rasgaron el velo del olvido y un destello de felicidad pasó raudo por su vista mermada y gris. Luego, sin aspavientos, dejó correr una lágrima enfadada y cerró los ojos. —“Así es la vida”, musitó para sí y sólo para sí, como siempre.


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Cada quien la gracia que puede No era Paganini, sin duda, pero qué hermoso tocaba. Con las piernas viejas al aire, cerca del suelo, miraba alejarse y acercarse el contingente que seguía y tocaba, tocaba el violín que se adivinaba desvencijado, o cansado de tanto tocar. Un poco más arriba, otro solemne entusiasta pulsaba una guitarra y, vigilante, volvía la cara al del violín, llevando el ritmo entre los hombros y unos codos que parecían no llevarse bien con el resto de su cuerpo. Cinco o seis damas emperifolladas de Adelitas y Valentinas inadivinadas lanzaban el canto, y la carabina treinta treinta que los rebeldes portaban se convertía en grito y gemido; al desliz del gaznate seguía la mirada de susto hacia las banquetas repletas. Pero no había lugar para condena alguna y, al contrario, el aplauso genuino apagaba los hilos sueltos de un agudo que no se dejaba agarrar. Llevaba ya en la banqueta de tantos años ¿Quince? ¿Veinte? hora y media de pie, fiel a la tradición y deseando por momentos que luego se iban que llegara ya la pelotonada de los charros y vámonos, hasta el año que viene. Pero ahí estuve, una vez más, firme, riendo internamente y apoyando mi brazo en el hombro de ella, la que prolonga su alma hasta que me alcanza. Miré gracias y desgracias, giros felices y despropósitos bien vestidos; gente bella y otra que a otros debe haber parecido horrible. Como fuera, me decía y repetía: de cada quien la gracia que pueda. Y nomás.


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Y no te puedo olvidar Se dio cuenta de que no podía vivir sin él cuando, una noche, despertó llorando abrazada del aire, respirando con trabajos y todo porque, entre sueños y despertares, lo miró mirando a otra, de falda voladora y sonrisa traviesa. Los celos le atravesaron el espíritu y su rala confianza se mecía en la floja cuerda de las verdades a medias. —“Tú no sabes cuánto te quiero”, solía decirle con la vista puesta en el rumbo de otros amores o de otras traiciones que no es lo mismo pero es igual. —“Tanto, suspiraba, que no alcanzo a comprender el tamaño de mis angustias por tu ausencia”. —Que se vaya, se dijo una tarde; —Que se vaya y nunca vuelva. —Y se fue, sin divisa y sin otro motivo, perdido el espacio, que no fuera trajinar sin remedio entre los ires y venires del enamoramiento fugaz. Al tiempo, le vinieron a decir que se moría entre pasillos tenebrosos y luces incoloras, tendido en camillas de sonámbulos. —“Que escribas”, le dijo el mensajero, “algo que le recuerde lo mucho que le quisiste”.


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A fin de cuentas tomó un viejo lápiz desteñido y le endilgó todos sus rencores en cuarenta y tres apretadas líneas. Cerró la última frase y dobló el papel con el cuidado de siempre, rodando una lágrima por su mejilla otrora rosada. Pasó sus labios por el pegamento rancio y selló el sobre, alisando con cuidado los bordes sobre sus rodillas. De pronto, con ansia febril, anotó una última frase donde pudo y arrojó la misiva del insolente de otros tiempos. —“Y no te puedo olvidar”, decía en el espacio del destinatario que, lejos, moría solitario y, seguro estuvo, olvidado sin remedio.


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¿Cuándo y a dónde? Lo peor es el sentimiento perdido, lo que nunca más habrá de decirse, las lágrimas que no rodarán, el enojo que no tendrá destinatario, el amor errante y sin dueño, porque se ha ido, se ha muerto de una vez y para siempre. Eso es lo peor, la soledad que se aleja de sí misma, porque ya no tiene a quién extrañar, porque ya se cansó de esperar, sola. Eso es lo peor, la vida que ya no late, las miradas que ya no miran, los odios perdidos y las almas rotas, de pena que no dura. ¿Quién aprenderá de los que se van antes de tiempo? ¿Cuánto se pierde con la muerte prematura, y toda la muerte ha de serlo? Pienso y los miedos llegan prestos ¿Cuánto falta para que me vaya? ¿A dónde iré? Vive, pues, ahora que todavía nos queda tiempo, así sea incierto y tenebroso.


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Un tren al sur Miraste entre los tablones del viejo vagón, cuando te ibas lento, despacio, como queriendo prolongar la huida, envuelta en el ruido ingrato, triste, plañidero de la vieja máquina. Miraste tu campo que jamás sería tuyo, ni era, y por eso y más te ibas, o te llevaban, dejando, tú, hacer a la vida esa que ni entendías, ni nada. Tus ojos se hacían grandes ante la sorpresa de lo incomprensible por desconocido, por inesperado, por arbitrario, por impropio, por injusto. Entonces, casi nomás porque sí, vestiste todo de poesía pero, lástima, era falsa, sólo servía para encubrir el reclamo de la carne que te había subido a ese tren, haciendo tuyos esos cuentos. Después vendría la vida, que se iría, mucha, entre espinas y promesas. Al tiempo te quedaría la mirada de susto y de reto; la sonrisa burlona de ti, primero, y de todo lo demás. Te acordabas, en la oscuridad de la lluvia nocturna, de los juegos que nunca jugaste, porque la realidad te puso en el camino un rostro distinto. Cómo lamentó, él, no haber estado ahí, para jalarte del brazo que ahora cruzas sobre su brazo y contarte una historia propia de tus catorce años y de tus sueños no soñados; cómo le duele no poder imaginar tu risa entre los cañaverales, ni adivinar travesuras en las esquinas de caseríos dormidos. Pero quizás así era, porque así tenía que ser y de ningún otro modo. Ahora, cuando mira tus ojos, suspende la marcha de la vieja máquina y surge tu risa al viento.


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Del correr de esas vidas te quedaron tres hijos, tres historias y tres reclamos; el primero, cuando tus brazos apenas se abrían a muñecas imaginarias, el segundo al buscar un resguardo del temporal y el tercero porque sí. Cuando su lógica transitaba al agravio, eran tres causas y tres prejuicios. Pero eran tuyos, y se mecían en la cuna de tu amor. —“Tú ya no tienes quince años”, te dijo un día, iracundo, reclamando promesas que nunca le hiciste pero que igual te cobraba en cada trajín de tu falda, en cada pliegue de tu vestido que dejaba ver la gracia, cansada, de tu andar. —Tú ya no eres una niña, te gritó, espumando rabia por tu mirar inocente que él veía disfrazado, ofensivo a su cerrada manera de entender lo inentendible. Así iba, cuando un relámpago de realidad apagó sus improperios. Y es que, le espetó tu temblor involuntario, tu azoro angustiado por el oleaje de su rabia, tú nunca tuviste quince años, ni catorce, ni trece, ni doce; tú nunca miraste entre las rejas de una ventana que comprendía la osadía de la infancia; tu nunca viviste aquella ráfaga de ternura triste que todavía no quebraba las tejas del deseo. Tampoco lo adivinaste a él, que andaba en otros tiempos de aventuras pretenciosas, y por eso él doblaba la espalda ante el peso de los recuerdos que nunca se dieron. Pero, enfermo al fin, embotado su sentido por el peso de angustias que le gritaban a media noche, su mal de vida era viejo. De vez en vez lo asaltaban sus resabios y odiaba a la vida, a todos los que te habían mirado y a todos los que te miraban; en cada esquina aparecía la vieja locomotora que te quería arrebatar de su existencia. Entonces huía otra vez, como tú, aquella noche vestida de señuelos que portaban farsantes.


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De la felicidad al llanto, pasaban, tomados de la mano, perdonándose y reclamando la debilidad, la poca fe, la confianza negada. A veces, reías como un sol y, otras, llorabas el mar. “¿Pero es que nunca podré mirar el ocaso sin la carga de mis pecados que no supe?” Una media tarde dijiste, cansada: “Me quiero morir”, revuelta en lágrimas y él volvió sus ojos diciéndote, sin palabras, que no irías sola. Así siguieron, burlando tiempos, hasta que un día, como en la noche que nunca se dio, la de los cañaverales a lo lejos y los tablones de miedo, se tomaron de la mano y abordaron un tren al sur, a contracorriente de sus vidas. Como en los cuentos.


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Carlitos subió al camión De una zancada se colocó al lado del asiento del chofer. No me vio en ese momento, yo estaba a media tanda, iba a Mazatlán en una de esas giras estrambóticas de la academia que se viste de seda. Comenzó a caminar por el angosto pasillo, con la vista clavada en el piso. Entregaba llaveritos con la tarjeta consabida: “ayude a este sordomudo, cinco pesos”. Llegó a mi lugar y, sin darse cuenta, levantó la vista; sus ojos se agrandaron y se quedó con el llavero a medio camino, el brazo extendido que dejaba ver moretones de días, el gesto asombrado, el rostro que ya extrañaba la frescura infantil, el cansancio, todo, en su imagen. Por un instante envió el mensaje dramático. Luego desandó su escaso camino, recogiendo con celeridad los llaveritos y bajó del autobús. Se perdió en los andenes de la vieja central camionera. Carlitos llegaba a clase, un día sí, otro quizás, con la camisa raída pegada a la espalda con la sangre que había brotado, rota la piel, por el cinto de un padre impensado pero terriblemente real. Cuando suerte tenía, era una fiesta de ingenio y la risa espontánea aparecía, natural y solidaria. De pronto, un rayo de tristeza apagaba su ánimo, cargado del recuerdo y temeroso del regreso. Pasó del primero al segundo grado, pero el Día del Niño regresaba a mi aula aunque ya no era mi alumno, jalaba la piñata, bromeaba a los más chicos y se divertía, creo, como ningún otro día.


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Yo lo dejaba hacer y él, consciente de su importancia, adquiría seriedad llegado el caso. Por alguna extraña razón, a las posadas antes de las vacaciones navideñas no iba. Nunca fue, ni siquiera a la de su grado. Se habló, muchas veces. La tragedia también era del padre golpeador, de la madre impotente, de tres hermanos. Arrepentimientos y llantos, algún abrazo, un beso. Pero cualquier día, otra vez, como un destino, Carlitos llegaba a mi salón con el llanto en la cara y la sangre en la espalda. Nada pude hacer. No lo busqué. Tendría doce o trece años y hacía tres que no lo miraba, desde que no llegó al cuarto año y contaban que robaba bolsos en el mercado Garmendia. Se perdió en los andenes. No lo he vuelto a ver.


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Enterados La noticia llegaría, simple y escueta: “murió”, o “se mató”, lo que a todos resultaría más propio, natural y esperado. “En realidad, duró mucho”, comentarían. No habría lugar para el llanto cierto, no las muestras de dolor ni compasión que rebasan el gesto. Siempre había estado alejado aún en la más terrenal cercanía y hace tiempo que había dejado de ser útil. No tan necesario, cuando menos, y lo suficientemente prescindible. Como había lastimado orgullos insensatos, solamente se encogerían de hombros y seguirían su paso. —Lástima, era un hombre inteligente, diría alguien. —Pero el talento sin disciplina es un desperdicio, ya se sabe, terciarían. Se había ido una noche de embriaguez sin medida, al calor de ánimos descontrolados y poderosos. Cuando lo trajeron, que no volvió, la reacción veraz era un escueto: “Enterados” (y adiós).

Llueve Es la lluvia, la que nos espanta con sus truenos, la amiga, la que nos tranquiliza en las tardes del desasosiego; la lluvia, la que nos recuerda el mundo en los arroyos callejeros, la que nos abraza en la noche del silencio, la que gotea en los techos de la infancia; la lluvia, la que acarrea el llanto de los niños cuando se aleja, la que se esconde, la traviesa, la que se ríe, la que canta, la lluvia de toda la vida.


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La sombra Así como Firmin podía beber y embriagarse hasta la sobriedad, descubrió que podía desvariar y enloquecer hasta la cordura. Era masoquismo puro, pues nunca tuvo noción del sufrimiento ajeno, incluso no importaba lo que afuera sucediera, ni con quien, sino la circunstancia que avivaba su angustia y le hacía perder el sentido de las cosas. Podía ser la risa, la felicidad, aparente o real, la que acicateaba sus desvaríos. Sabía que su única salvación de la locura sin regreso era desarrollar la capacidad de no estar estando, estar sin estar, existir en la ajenidad, viendo pasar el mundo y haciéndole creer que estaba en él. Aceptar la anormalidad como normal y aparentar que había bebido de la fuente. Caminar con la vista en ninguna parte, sin fijarse en la sombra de su cuerpo que parecía, ella sola, volar a su lado.

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La Nuez de Adán Fueron decenas de abogados, y abogadas, las que se negaron, o disfrazaron una negativa, a ocuparse de aquel litigio, totalmente desproporcionado, entre una mujer desamparada y un beneficiario del poder delegado, de la corrupción y la inmoralidad. Otras tantas decenas sí se ocuparon del asunto, pero con la divisa de dejar hacer y pasar, de tontear a sabiendas mientras la impunidad se imponía sin remedio. Algunas más, con sus costos de tiempo y esperanzas, simplemente vendieron la parte rentable del caso, cobraron su comisión y salieron por la puerta de atrás de los juzgados. Ni siquiera advirtieron a la demandante que nada había qué hacer por ese camino. Pero la mujer parecía empecinarse en la búsqueda de justicia. Después, en el rejuego de reclamos por despedidas anunciadas, diría que tampoco ella quería esa indagación de la fe perdida. Como sea, siguió peleando sin tregua. Y tenía toda la razón del mundo, la misma que el mundo no tenía ni en un ápice, pero el mundo fue ganando la batalla. Finalmente se cuestionaría, y reclamaría a la influencia del ánimo, porque la trampa del estatus había funcionado. Su voz era suave, a veces en extremo al punto del silencio, las tres estructuras de la laringe, y sobre todo el cartílago tiroides y el cricoides, se habían confabulado biológicamente para que su condición de mujer no dejara ni el menor resquicio de duda con sólo escucharla.


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Pero los rencores se habían anidado y soltaban el vuelo de vez en vez; si los reclamos por la ligereza, que era la desatención de la ausencia, llegaban, entonces la ira se expresaba, aunque acurrucada en el rostro de niña que nunca quiso brincar sobre el abuso y prefirió el lamento agresivo. Pero el gañán la tuvo de cómplice en el enamoramiento y la tibieza de la carne hizo su parte. La mentira estaba ahí, mas no cabía en el entramado trastabillante que era esa relación de figuraciones. No es que el juicio de su censor fuera el más atinado, pero si el más cercano a una descarnada realidad. La furia, esa respuesta que no falta en la inconsecuencia, aparecía. Al final, aunque no había final, nada pasó más allá de la farsa. Quizás ese había sido siempre el problema y, por lo mismo, no era asunto de jueces, sino de los demonios. Con la relativa calma del tiempo se vio un día al espejo y percibió el mensaje: “perdí, pero gané”.


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El tiempo lo cura todo Es la patética búsqueda de condescendencia lo que acicatea amores seniles. —Y todos. Pero más aquellos, pues los maduros, por ejemplo, se escudan mejor en la simple hipocresía. —¿Y la juventud? La ignorancia y el deseo de lo inmediato. —Hablas, quizás, por la ira del abandono. La ira, en un primer momento. Y por rachas, cierto; regresa de pronto pero, poco a poco, se va diluyendo en la certeza de lo improbable; se va difuminando en un sentimiento de extrañeza, de alejamiento…


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—Es una defensa, ya lo sabes. Sí, te defiendes de lo que no puedes controlar, ni enfrentar porque te han castigado con la ausencia; no hay con quien pelear, sino con las imágenes y los recuerdos. En éstos siempre surge algo que no habías visto, que habías pasado por alto, y te asalta la ira de nuevo. —Es curioso, pero mientras más frecuentes son los abandonos el espíritu se va acostumbrando hasta que no hay lugar para la ira. Es que al final el tiempo lo cura todo, perdonando el lugar común. —O casi todo. Es lo que sale del cálculo de la parte que utiliza el abandono para castigar. Un día, irremediablemente, se quedará sola. —Pero esa parte, ella o él, pronto encontrará compañía. La vida es una rueda. Y de nuevo, la vuelta de la vida o de la muerte.

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Tan sólo un minuto Entonces cobró sentido del minuto, un espacio del tiempo perfectamente medible y con una profunda presencia, incluso en la perspectiva de un siglo. —Un minuto, el lapso de tiempo que se vuelve unidad independiente en la vida transcurrida. Primero un año era una eternidad, después cinco y luego diez; luego de varios decenios la edad de piedra estaba a la vuelta, aunque hacia atrás. Es que, de veras, no son tantas las generaciones, ni tanto el tiempo.

Como un destino El paso lento, sosegado, el que muchas veces conduce a la muerte, si en la guerra, es también el más seguro para el objetivo; igual en la batalla que en la vida diaria. También lo más difícil… la certeza de que el desenlace no depende de nuestra voluntad y que llegará, impredecible.


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Las piedras ¿Qué haces? —Preguntó el caminante. —Miro las piedras, dijo el desconocido, entre ensimismado y ausente. ¿Para qué? —Sólo por verlas. Son feas, disformes y te tropiezas con ellas ¿Por qué las ves? —Son calmas, nunca reclaman. Todo mundo las pisa y las patea, las arroja, pero también las usa para golpear, haciéndolas partícipes de culpas ajenas. Será por eso que me miro en ellas. —Y las veo por dentro. Ahí están las obras más bellas; esculpidos, el rostro de mi madre, la sonrisa de mi padre y un hermano que tuve, que bailaba. Ahí está su danza detenida, un giro en el aire, la vista en el cielo, los brazos al viento. Se llamaba Eduardo y tenía todos los nombres del mundo. ¿Todo eso ves? —Yo sólo veo piedras. —No. También veo a la humanidad encerrada en la piedra, ciega, sorda y muda, pero que se sueña viva. Y me invade la pena, porque son dos mundos en guerra. ¿Quién ganará? —Ninguno, mas ambos seguirán ahí mientras los mire. No puedo dejar de mirarlos. Después ¿Qué va a quedar? —Urgió el caminante. —Las piedras.

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Por ir de prisa Parecía ser todo y no podía serlo. Sus habilidades eran amplias y, de hecho, no había actividad en la que no pudiera destacar o superar al común, pero también era irrecusable que nunca hubo excelsitud. La amplia gama, el gran espectro de habilidades condenaba al genio. Si hubiera sido una, o dos, varias incluso, con un eje común, como Da Vinci. —El cansancio de la urgencia, encontró la explicación; la premura; el peso ingrato de la prisa por llegar quién sabe a dónde.

En la histeria Hay una especie de placer morboso en la histeria sin fin, en el sufrimiento que aparece como bálsamo para la congoja. Entonces uno como que se ausenta y eso asusta a la gente. Estás y no estás, ajeno como si no fueras causante primero de lo que sucede.


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Según se mire Es que los hombres, y las mujeres, desde luego, no representan o mejor: no son, lo malo o lo bueno, sino figuraciones nuestras mediadas por la incomprensión de lo evidente. Tampoco el drama o la tragedia están, es decir, se localizan, en parte alguna; las portamos y, de pronto, nos identificamos con algo que quiere ser su impresión. No pasa lo mismo con la comedia, que de común nos simpatiza o nos molesta según sea el estado de ánimo o los alcances intelectuales. Así que no existe algo que sea “el gusto”, como tampoco verdades ni certezas.

Sin remedio La búsqueda de compañía lleva a la soledad sin remedio y la ignorancia de ese hecho irrebatible conlleva tragedias mil ¿Porqué? —Preguntaría el villamelón de la existencia: porque la compañía, cualquiera que sea, al tiempo aburre, cansa y, si no se tiene prudencia y paciencia suficiente, como suele ser el caso de la enorme mayoría de los humanos, deriva en rencor. Al final estás solo, como al principio.

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Jesús ¿Por qué la imagen de un individuo sacrificado, en el límite del sufrimiento, se ha convertido en bella, además de portadora de un mensaje de paz? —Porque el crucifijo es de todos, lo sabemos.

En el vacío ¿A qué ir? –Se va por el mensaje, la pregunta, la respuesta o la palabra, simplemente, se va por algo, no a la nada. Pero vas, entras con la mirada perdida y presta a ubicar un punto que diga algo o que calle, que grite o se encierre en la angustia. Encuentras, entonces, un rostro inexpresivo, perdido en la veleidad guardada para exhibir un ánimo ausente. ¿Porqué ir? –Uno se pregunta en el límite del no entendimiento, de la zozobra, y de pronto cae en la cuenta, la misma cuenta de siempre: es porque la razón está en otra parte, lejos del mundo y del sillero ocupado por cabezas sin razón. Vas, en realidad, por la irrealidad misma. Las verdades, todas relativas tanto como ingratas pesan en el ambiente. Casi nunca hay aprecio, y decir más que eso es una grosería mayor; el respeto, ese que nace de la libertad de juicio y que se dibuja con el ánimo de la propia insignificancia, se difumina casi sin remedio. Es lamentable, pero así es.


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Cuando el Ticuiza se cayó de la bombera —Iba en chinga, la verdad. Salimos de la calle Segunda y entramos en la Revolución toreando gringos amanecidos. Casi nos estrellamos frente al jálale ai y en la bajada del Seguro el compadre Rafa casi se desprende de la baranda. Yo iba agarrado, pegado, untado a las mangueras de atrás y me di cuenta que el tubo rechinaba y rechinaba y me puse como suato a ver un tornillo que daba vueltas. En el retorno salí volando hecho madre y fui a dar un jacal de la Colonia del Río. Me dolió la caída pero más me partió el alma ver que todos se reían del bombero que se cayó, que cojeaba y no sabía qué hacer, si pedía raite o no, y me fui caminando, con la capota rota, hasta La Mesa. Llegué a mi casa y me tomé tres arrebiatadas. Al otro día ya no fui, ni a barrer, que era lo que hacía antes de que se me metiera la ventolera de apagar incendios. —La Cuca era de muy buen ver, tú la conocías. La vi en el pueblo y desde muy chiquita ya se notaba. Yo ya estaba mayor y la dejé crecer, como el perro de la carnicería. Un día de esos nos casamos —“Total, de la bola de vagos, cuando menos este viejo zonzo la saca de apuros”, dijo la madre. No había mucho qué hacer y nos venimos a la frontera, con la prima, a probar suerte. Al tiempo, los parientes le consiguieron trabajo a la Cuca en el otro lado, de sirvienta, en la casa de unos gringos que nunca vi. Yo no podía cruzar porque ni acta de nacimiento tengo, pero a la Cuca le arreglaron papeles.


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En la casa de los parientes no cabíamos. Todos los que llegaban recalaban ahí y pronto se hizo un desmadre. Entonces cada quien por su lado y yo me instalé en un cerro pelón, arribita de Las Fresas. En invierno hacía un frío tremendo y me la pasaba vuelta y vuelta, la cerveza se congelaba y no sé tomar otra cosa. Lo primero que hice fue comprar un tocadiscos en una segunda y el disco que estaba pegando, ese del Libro abierto. La Cuca me mantenía, ni hablar, y me empezó a traer sixpacs de esa cerveza gringa aguada. También se empezó a ajuarear y a pintarse. Se veía mejor. En la Feria de Agosto nos iba a todo dar. Poníamos un puesto de tacos. Pero el año tiene doce meses. Así que me consiguieron la chamba de barrendero en el cuartel de bomberos. Iba con uniforme, eso sí. Me hice cuate del comandante. Cuando salía la bombera se me enchinaba el cuero, corría al portón y yo daba la señal de arrancada, parando el tráfico de la Octava. Una vez se llevaron de corbata a una patrulla de tránsito que iba entrando y tuve que dejar mis ambiciones para más delante. Me echaron la culpa. Pero yo quería ser bombero y sintiéndome discriminado me preguntaba ¿Qué pinche ciencia tiene agarrar una manguera y echar agua? Los gringos hacen un fiestón el 4 de julio. La Cuca me dijo que ese día tenía que trabajar y se fue a la línea. Ya no regresó. Hace poco me dijeron que sí regresó, diez años más tarde, y que me fue a ver, pero yo estaba hasta las trancas en el tejabán. Dice que no la reconocí porque no abrí los ojos y


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sólo le dije: “tenga usted muy buenas noches. Gracias”. No me acuerdo, le dije. —Pero tú quieres saber la verdad ¿o no quieres? De todos modos, mira, tómate tu cuba. Sí me acuerdo. Todos los días me acuerdo, pero desde esa noche dejé de poner el disco. La vi de reojo, bajando la loma, ya pavimentada, meneándose como la barca chiquita, con la marea. —Cada quien tiene su loquera, me decía el vago del Ayuntamiento que se atragantaba de seconales. —Pues sí, qué remedio, pero nunca me pongo loco con las cheves. Yo creo que tengo otra loquera. —Es cierto, todas las tardes me voy a la línea y me acomodo en el paso de peatones. Ya me conocen los guardias, hasta me saludan. Me pongo a ver a la gente que pasa, sobre todo la que viene. ¿La Cuca? ya ni me acuerdo que blusa llevaba el cuatro de julio, hace 30 años. —Pero, la verdad, iba en chinga la bombera. —Por eso me caí.


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Las sillas voladoras Le conocí hace muchos años. Entonces él era un personaje importante del barrio, el de San Miguel, donde había camellones con árboles y banquetas en las que, por las noches de calor infernal, la gente dormía en catres. Tocaba la guitarra y tenía amigos mayores. Con el tiempo cada quien tomó su camino y la vieja calle se fragmentó, al igual que las vidas y las almas. Después le veía en ocasiones. Algunas bien, me parecía, otras mal y peor. Sabía que era un drogadicto desde tiempo atrás. Le había visto entrar muchas veces en casa de Ernesto, donde se conseguía mariguana sin trabajo alguno y cualquier otra cosa. De cuando en cuando recuperaba bríos y hacía planes fabulosos. Lo he vuelto a encontrar. Ahora ya no hace planes. Su mirada no tiene, siquiera, el recuerdo de la luminosidad perdida. Vaga simplemente por las calles y su figura se recorta pegada a los muros, como si portara una terrible vergüenza. Evidentemente morirá pronto y es claro que nadie en este mundo (en este mundo) puede evitarlo. Lo entiende y, curiosamente, sonríe. Me mira y mide la distancia de lo que pudo haber sido y no fue. Cuentas confusas, porque las tragedias son dispares y ¿quién sabe? los lugares pueden ser los mismos. ¿Te acuerdas —Me dice, con la risa escondida— cuando la Blanquita se salió de las sillas voladoras, en la verbena que ponían donde luego estuvo la central camionera? —Se quebró un brazo y yo creo que por eso le agarró mala voluntad al Quique, que ninguna culpa tuvo.


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Fue después, en una piñata de los ricos del barrio, en casa de la gorda, cuando ella misma le sorrajó un garrotazo infame con el pretexto de la olla colgante ni tan repleta de dulces. Luego el ánimo se apaga, la vista se nubla. —Por aquí pasaba el camión y allá estaba el puesto de Don Fili. De ahí salíamos a la verbena, en la tarde-noche de diciembre, para mirar los higos y los dátiles, las pistolas de agua y las nueces. —Enfrente de los puestos estaban los juegos y las sillas voladoras ¿Te acuerdas?


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Mala suerte Salió temprano, lo que era ganancia pues de común andaba a volapié hasta el trabajo. El camión a veces estaba a tiempo, a veces no. Nadie sabía, eso de los horarios era un cuento, como casi todo en esta tierra. Pero ahora salió temprano y no se preocupaba porque hubiera retraso, llegaría, sin falta. Subió al armatoste y se acomodó en un asiento al lado de una señora joven que cargaba un niño pequeño. Pensó en hacer plática pero se contuvo, el gesto de la joven era huraño y agresivo al tiempo que triste y lejano. —Quién sabe qué penas trae, se dijo, y mejor comenzó a otear las calles entre los brincos del camino. Casi al salir de la colonia subieron unos mozalbetes de talante agresivo. Se hablaban entre ellos a señas que, según creyó, referían a pasajeros y, especialmente, a su compañera de asiento. En eso, uno de ellos se acercó y le dijo, secamente: “Quítate”, al tiempo que otro le jalaba del brazo imperativamente. No supo qué hacer pero intuyó que el momento era delicado y, más que por obedecer, por la fuerza del jalón, se puso en pie. Otro de los jóvenes extrajo una navaja grande y se la puso en el cuello: “el teléfono y la cartera”, espetó. “No tengo”, atinó a explicar, “ni cartera, traigo unos pesos sueltos, nada más”.


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Lo arrojaron al suelo y el que parecía jefe de la pequeña turba se acercó. “¿Qué hacías con ella? ¿Por qué la acompañas? ¿De dónde la conoces?” —No la conozco, apenas he subido al camión y ella venía aquí. La respuesta no fue del agrado y el de la navaja, sin mirarle siquiera, le encajó el arma, tiró hacia arriba y brotó la sangre a borbotones. El sintió una punzada, “como un piquete de alacrán”, pensó antes de caer en un marasmo y hacerse ovillo, como cuando dormía en el quicio de su cama. Entre una niebla azulada miró cómo arrastraban a la joven ante la parsimonia temerosa del pasaje, inamovible, que volteaba la cara. Se fueron, el pasaje se bajó en tumulto y el chofer tomó otro rumbo. Llamó a su patrón y le contó lo sucedido. “Déjalo, por ahí, nada podemos hacer, ni hables a la policía, tendremos más problemas. Es pura mala suerte. Ni modo”.


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Al final Me apresuro a llegar. —Ahí está una de las víctimas de los sicarios. Que “iba pasando”, comentan, aunque los gendarmes dicen que era de los mismos. Me acerco a la camilla, a medio pasillo y le veo. Es que no lo cree. Habla, sin que sepamos qué, lentamente, arrastrando las palabras con dificultad evidente pero extraña a su dolor. Con todo, y con sólo mirar su expresión, nadie podría asegurar que se está muriendo. La pupila izquierda se contrae convulsamente y la frente se arruga, el rostro está opuesto a la luz y sus facciones se dibujan con dureza. La suavidad de sus quince años desaparece por completo. Ese es un rostro, ya, de piedra. Ha dejado de hablar. Los labios se mueven por momentos con velocidad inusitada pero no hay sonidos, se detienen y asemejan, con el nuevo espasmo, un rehilete de color pardo que no hace ruido. Poco a poco se apaga la mirada del ojo abierto y hago un esfuerzo por percibir, queriendo escrutar su pensamiento, adivinar lo que pasa por ese cerebro y me muevo a la derecha de la cabecera hasta quedar justo a su lado. Un terrible desasosiego desplaza mi indignación, me sorprende y descompone mi propia faz cuando encuentro, a contraluz, la mirada de niño preñada en llanto, llena de angustia, con un profundo dolor. Ha muerto.


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A lo que sigue Lejos, la esperanza de la gloria así sea efímera por haber conocido y tuteado a los prohombres. Cerca, la desesperanza por una vida que se sabe desperdiciada en tanto asunto de la irrelevancia, de la confrontación inocua, del esfuerzo en un combate ramplón, desprovisto de heroísmo y pleno de simpleza. Algunos grandes, sin duda, en la pregunta cómplice porqué buscar verdades así, o mentiras así, es asunto de los puros que de todos modos comparten las mieles, los olores y las llamadas contundentes de la euforia. Pregunto entonces lo que puedo responder y responder por el interrogado que va a decir que “sí, está bien, pudiste decir más”. Frases precisas en el juicio contundente y no cuesta trabajo escribirlo porque si algo se olvida, o se borra que es lo mismo, se inventa sin inventarlo porque no hace falta: “Pudiste decir más”. Los viajes son repetitivos y la gracia está en recorrer los caminos de formas distintas en el ánimo. Eso vale por la bronca de Helena y los manes de Odiseo. Pero no habrá acuerdo ni alusión festiva, ni vino de honor. Quizás tan solo un recuerdo compartido por todos los que no pasaron pero que igual hubieran pasado. Leo, y escribo, como se llamaba el libro del colegio, del primer año que pasé de pinta y que pasé. Me regreso y vuelvo, porque la memoria se desdibuja y hay que consignar la palabra huidiza. La gloria está en la esquina, down in the corner, en el skid row. Salud y a lo que sigue.


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Relatos y aforismos Se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2012 en los talleres gráficos de Servicios Editoriales Once Ríos, S.A de C.V. calle Río Usumacinta 821, Col. Industrial Bravo. C.P. 80220 Tel. 01(667)712-2950. Culiacán, Sin. Esta obra consta de 2 000 ejemplares.



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