venir de tan lejos
venir de tan lejos Novela
Jorge Guillermo Cano
MĂŠxico, 2015
venir de tan lejos Novela © Jorge Guillermo Cano Tisnado
Servicios Editoriales Once Ríos, S.A. de C.V. Calle Río Usumacinta, 821 Col. Industrial Bravo, Culiacán, Sin., Tel. 01 (667)122950 Diseño de portada: Eduardo Cano Félix Diseño editorial: Leticia Sánchez Lara Primera edición, diciembre 2015 isbn: 978-607-9432-06-5 Prohibida su reproducción por cualquier medio sin la autorización escrita del autor y del editor. Impreso en México Printed in Mexico
Contenido
I. El mundanal ruido II. La vejez que llega III. Como debe ser IV. El camino que se fue V. Un verdadero lío VI. Sin mayores ambiciones VII. La madurez que no llega VIII. Todo tiene consecuencias IX. Cuando la lluvia se va X. Un velorio XI. Llegaron las visitas XII. Por una muerte expedita XIII. Según el color del cristal XIV. Porque un favor se le hace a cualquiera XV. Puede ser interesante XVI. El guía del Vaticano XVII. Cosas del paraíso XVIII. Quizá te enteres XIX. Blanco y negro XX. Una historia vieja XXI. La lejanía del recuerdo XXII. Un señor elegante XXIII. Aplicando la ley XXIV. ¿No mataría? XXV. Esa justicia… 9
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XXVI. Todo a su tiempo XXVII. Algo anda mal XXVIII. Hago mi trabajo XXIX. Lo que hacemos XXX. Harías lo mismo… XXXI. Contigo no se puede… XXXII. Por la vía Germánico XXXIII. Guido se tiene que ir XXXIV. Su vivo retrato XXXV. Por los jardines de Versalles XXXVI. Sería un despropósito XXXVII. Sin remedio XXXVIII. Pero el tiempo pasa XXXIX. Sin pasión alguna XL. Hasta que me cansé XLI. En el momento oportuno XLII. Al filo de la medianoche XLIII. Lo sabía… XLIV. Estas cosas atosigan XLV. ¡Hasta aquí llegaron! XLVI. Adiós, amigo
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El animal razonable es el Ăşnico animal perdido, el Ăşnico que, en lugar de persistir en su condiciĂłn primera, se preocupa por forjarse otra, a despecho de sus intereses y como por impiedad hacia su propia imagen. cioran
I
El mundanal ruido
E
l plazo se acababa. El juez Julio tenía hasta la medianoche para ratificar el fallo. Uno más, pero de una importancia y significado inéditos, y el tiempo se agotaba. Ya no da para más y su resistencia a terminar el proceso, ratificando la sentencia del jurado y fijando fecha para la ejecución del condenado, parecía no tener explicación razonable. Algo extraño estaba pasando. Mientras, el juez no se movía de su viejo sillón y dejaba que los recuerdos se agolparan sin secuencia lógica, brincando de aquí para allá, sacando de curso y rebotando como una bola de goma en paredes cercanas. La mañana, entre un nublado tenue y un sol que se brincaba por las rendijas, había sido como todas antes de iniciar su camino al juzgado. Las atenciones consabidas, la lectura casi obligada de los periódicos locales, rápida, lamentando que ahora los periódicos “modernos” ya no saben usar cabezas explicativas, sumarios, balazos y descansos, para luego arrojarlos a la basura; el café, en vaso grande, hasta el tope y el cigarro que, bien sabía, estaba detrás de la tos de perro que le aquejaba. Saludos y abrazos a las nietas que llegaban de paso a la escuela y algunos comentarios sin pensar, sabidamente rutinarios y obligados, “necesarios para la salud social”, como solía de13
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cir en las tertulias de su viejo grupo escolar. Este caso, que prácticamente estaba ya finiquitado, pues lo que faltaba era mero trámite, le ha tenido acongojado desde que inició. Le parece impropio, además, que hayan escogido a este pueblo verbenero para inaugurar esas “nuevas” prácticas del ejercicio justiciero. Lo de nuevas era relativo y lo de justiciero todavía más. —Bien podían haberlo hecho en la capital del país, de donde saltaron las propuestas que reformaron, dicen, las maneras de juzgar y castigar. Además, les serviría para abonar el colonialismo que no se ha ido, el que practican en todo lo demás –Protestaba el juez. —Pero ha de ser por eso mismo: como no saben en qué va a parar esto a fin de cuentas, si pasada la emoción la gente piensa, posibilidad que no debe cancelarse, por desquiciado que esté él mundo, no quieren tomar el riesgo de que el despropósito, que así se verá desde la razón, se sume a su mala imagen. —Como si algo, de veras, faltara para eso. Así que mejor sea en un pueblo que, de por sí, ya tiene fama de estrambótico y sus habitantes de irreflexivos, dejados al impulso del momento. Del caso en particular, bien que saben lo que habrá de suceder y no me extrañaría que más de uno de esos jurados neófitos haya recibido la sugerencia del centro, como se acostumbra en otros menesteres –Se quejaba Julio, que convencido estaba de la irrelevancia de todo ese relajo, si de aportación positiva a eso que se llama justicia se tratara. La “opinión pública”, los “medios” y la vox populi habían dictado el fallo mucho antes que un jurado emocionado y presto a corear consignas plazueleras. Ese grupo había sido integrado
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seleccionando, eso dijeron, entre los “notables”, hombres y mujeres, figuras mediáticamente construidas de un pueblo atrapado en la veleidad de la presencia. —La prensa, los medios, en general, son responsables de tanto merolico y charlatán que dispone de foros y espacios para vestirse de esto y aquello, defensores de causas, innovadores de quién sabe qué y hasta profetas —Criticaba acremente el juez. Como era de esperarse, al final aquel Jurado quedó integrado por recomendados y figurines protagónicos, de esos que nunca faltan, y habían sido muchos los que deseaban estar en ese equipo que, ya se sabía, sería también el primero en condenar a muerte a un presunto culpable. Por lo demás, al acusado del caso se le podía condenar sin riesgos y así garantizar el espectáculo de la “aplicación de justicia”, precisamente donde ausente estaba sin remedio a la vista. Habría que ver, en escenarios posibles, cómo se actuaría (y se actúa) cuando se trata de capos, narcos conocidos, jefes de gavillas y otros delincuentes de poder comprobado. En estos tiempos los dueños de dineros y destinos, en las oficinas del gobierno y los reductos del poder privado, que es público en sus implicaciones, suelen dar al cliente lo que pida mientras no se trate de extravagancias como “justicia verdadera”, “equidad”, “honestidad política” y esas cosas. En su caso, el juez convencido estaba que no era más que la apretura de la última tuerca, la que no tiene más que girar en el sentido prefijado. Sonrió pensando en lo que sucedería si no ratificaba y firmaba la sentencia, si pedía la reconsideración del jurado o si, en el extremo, declaraba que había dudas razonables y presunción de inocencia del acusado, al fin que su fama de
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loco, la de él, podría ser recuperada sin problema. De hecho había cobertura para ello, pues cuando andaban en eso de las reformas una opinión cuerda se coló a la legislación aquella, advirtiendo el riesgo de que un jurado actuara animosamente y nada más, así que se determinó que, antes de aplicar la sentencia, cualquiera fuera el caso, el juez debía evaluar el proceso y podía, si así lo decidía, reponer el procedimiento, puntualizando al jurado, al fiscal y al defensor, el porqué de su decisión, los puntos conflictivos y confusos que debían ser resueltos, los probables errores. Si el veredicto se repetía, entonces el juez estaba obligado a firmar la sentencia, pero en el inter muchas otras cosas podían pasar. —La atención en el desenlace, conocido de antemano, que se viste de preocupación civil, se debe al morbo colectivo, no se relaciona con un prurito por la justicia aunque sí se asumen como justicieros quienes toman parte en la condena, la de la calle y la del recinto cuasi solemne de la judicatura –Le había comentado el juez Julio a su secretario. —La turbamulta exige linchamientos de cierto y otros simbólicos, así que no me importa. —Que esperen. Pero la espera ya no podía prolongarse más –Pensando en eso está cuando se acerca su secretario. —Hablan, de nuevo, de los periódicos, de la televisión, y muchos están ahí afuera. Quieren saber a qué horas, que porqué se tarda tanto. —Es un fastidio. Dígales que no sabe y que nada le he dicho. —¿Podría decir que más tarde? ¿En la noche? —De todos modos, el plazo se vence… —Insiste el secretario, esperando una reconsideración del juez.
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—Que nada le he dicho, no sea impertinente –Responde aquel, con evidente molestia. * No tiene sentido, es cierto, la espera. Además, es un hecho que tendrá que hacerse de todos modos, a menos que el juez esté dispuesto a violentar sus propias determinaciones, a más de las establecidas en esa ley reformada que ahora da lugar al asunto. La obligada espera que el juez ha impuesto se debe, entre otras cosas, al rechazo que siente por todo compromiso prefijado, toda orden del estatus que, en el fondo, le causa repulsión. Pero se sabe parte integrante de la madeja y así lo aceptó junto con el cargo. También está, y eso quizás pesa más que lo anterior, que el juez tiene dudas. Ese caso parece plano, sencillo y diáfano... —Parece, sí que lo parece –piensa para sí. —¿Y si sólo lo parece? Una profunda incomodidad con las formas convenidas, la cita, la audiencia, el careo y demás prácticas desde lo social hasta lo legal, hace tiempo que le repugnan y le quitan el sueño porque, hasta que no se cumplen, ocupan lugar permanente en su cabeza. Por otra parte, el sueño, en su sentido literal, a últimas fechas se le daba a retazos a lo sumo de una hora y, por lo general, de media hora o de cuarenta minutos, de modo que despertaba hasta diez veces desde que se acostaba hasta al amanecer. Hace mucho que no requería de despertador ni alarma alguna. Invariablemente podía levantarse a la hora que se fijara por cualquier circunstancia. Se había acostumbrado, sin embargo, y eso no parecía afectarle aunque era bastante probable que sí fuera
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un factor de sus recientes desequilibrios todavía menores. Soñaba semidormido o semidespierto, que ha de ser lo mismo, y algunas veces, habiendo despertado, trataba de volver a dormir y retomar el sueño donde se había quedado. No estaba del todo seguro pero creía haberlo logrado en varias ocasiones. También le sucedía que si alguna persona conocida aparecía en sus sueños, al día siguiente le encontraba sin falta por la calle. Pero del trato que ha dado a su secretario y amigo, se lamenta de inmediato el juez por la dureza de sus palabras y, conciliador, con sentimiento de culpa casi, le propone: —Puede decirles que no pasa de hoy. Desde luego que no puede pasar de hoy, el plazo vence a las doce de la noche y si no se ratifica la sentencia del jurado la irregularidad es grande. —¡Que no pasa de hoy! —Habrase visto. Claro que no puede pasar de hoy, hay un límite legal –Dice el secretario, que también se ve afectado por la situación. —¿Dónde está la novedad? –Piensa el secretario, pero no lo dice. Sin embargo se detiene bajo el dintel de la puerta de salida y dirige una mirada de clara desaprobación a su jefe que se hace el desentendido. No es que el juez fuera intolerante sino que el exceso de tolerancia, o su simulación, que era frecuente en el medio en que se desenvolvía, le sacaba de quicio aunque no lo reflejara plásticamente. Se percataba de que el común de la gente parece prestar demasiada atención a lo superfluo, a lo conocido, a lo que ya sabe pero se solaza en su repetición, y aquello no podía ser a causa de otra cosa que no fuera el morbo. Como sea, su reacción era simplemente quitarse,
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hacerse a un lado y dejar transcurrir lo que a todas luces, según veía, eran tonterías. El dirigirse de esa manera a su secretario (que, en estricto, no lo es de él, sino de la institución: el juzgado) era singular y, en el trato cotidiano con la generalidad, sus maneras eran otras muy distintas. Simplemente dejaba hacer y pasar. No asentía pero tampoco disentía de la perífrasis que caracteriza las consideraciones legales, de los rodeos que hacen las “partes” en un juicio, pero cuando emitía un fallo éste adquiría existencia propia, reflejaba la ley, su aplicación irrestricta, y todo reclamo, si cabía, debía a ser a la norma, no al juez. “Se hizo justicia”, decían, según lo que de nuestras leyes se asume como tal, y con mayor razón si el juzgador había sido Julio, tenido por decente, lo que era de suyo raro en este medio. —Si es o no puramente justo, es asunto que deberán discutir quienes las leyes hacen y quienes los han designado para tal función, aunque eso me parece improbable. En este pueblo, una vez que se eligen legisladores ya no se les vuelve a ver como no sea al buscar otro puesto con cargo al erario. Y los vuelven a votar ¡Válgame Dios! Las leyes, yo sólo las aplico al pie de la letra, aclaraba cuando se requería. —Tenemos leyes a destajo, incluso leyes para que se cumplan las leyes. Toda una parafernalia de normas, mandatos, deberes y obligaciones que, reducidas lógicamente, no superan al sentido común. Gobernadores hemos tenido que mandan quién sabe qué tantas iniciativas de leyes que nadie sabe en qué paran. —Lo que hacemos los jueces –Explicaba en ocasiones. —No es otra cosa que administrar la incapacidad social, pues una sociedad que necesita del mandato de lo obvio y de
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cárceles y manicomios para procurarse cierta tranquilidad, que no se obtiene, por cierto, tiene que reconocer que ha sido incapaz de corregir sus desviaciones, de educar a sus miembros y operar de manera que el interés general prime sobre todo lo demás. —La sociedad en su conjunto, toda proporción guardada, es corresponsable de cualquier delito. Es necesario reconocerlo. Incapaz de resolver, excluye sus defectos, los oculta y dice, cuánta hipocresía, que los va a regenerar ¿De sí misma? De eso no le cabe la menor duda a Julio y opiniones como esa le han ganado fama de crítico radical pero, por alguna razón, entre ellas su innegable capacidad y vocación de trabajo, ha permanecido en su puesto mucho más que la mayoría de sus colegas. Además, al igual que los poderosos más pragmáticos, sabe que la crítica que no es capaz de generar reacciones que pongan en peligro a lo establecido, se puede dejar pasar sin mayor problema y es lo que hace el poder cuando es inteligente. El riesgo es que se aparezca un ignorante, un patán simplón de los que muchos hay en la política de este pueblo, y ni eso entienda. Entonces las cosas se pueden poner muy feas. * De clara inteligencia y vocación por la constante indagación de lo que no sabía, que era mucho, según él mismo lo aclaraba siempre, nunca le interesó buscar otros créditos, ni laborales ni académicos. Repelía los lugares de privilegio, los presídiums, la cátedra, ese lugar elevado sobre los alumnos, y en sus tiempos de mentor, que lo fue muchos años,
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prefería hablar desde el fondo del aula, en una esquina de preferencia, lo que le daba cierta tranquilidad pero no así a los discentes que, atemorizados, se sentían vigilados y bajo control. Sobre el escalamiento a cuya búsqueda se negaba, y que necesariamente pasaba por los ámbitos de la academia, “con el espíritu heurístico es suficiente”, solía decir. No es que renegara del conocimiento en sí, ni de los créditos que empataran con la realidad del sujeto, al contrario, pero rechazaba toda simulación y eso era, en su opinión, lo que ahora rondaba y asaltaba en prácticamente todos los espacios de la llamada vida pública. —Querer saber, indagar y discernir lo importante sobre lo trivial. No se ocupa más, a menos que se quiera hacer profesión del ocio vestido de importancia –Decía. —Y es una carga terrible, ese querer saber a toda costa, como si alejarse del error fuera acercarse a la verdad –Reflexionaba. —Es cierto que eso que se llama progreso se debe al tal espíritu pero ¿Quién sabe? ¿No le iría mejor a este mundo si se hubiera puesto en paz y simplemente viviera, y muriera, como la naturaleza manda? —El mundo de hoy ¿es realmente mejor que antaño? Aparatos, inventos, juegos, liberalidad extrema ¿de veras son signo de avances positivos? Eran estas expresiones, como ya se ha dicho, la razón de su posición singular en un medio regido por la mediocridad y el acuerdo acrítico. A los que conocía con aquellas credenciales, que él no buscaba y no le interesaban, les tenía desconfianza grande. Eran, según su punto de vista, un título, un grado sin sujeto
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que les enalteciera. Así que nunca buscó más y, sin embargo, ganó fama de erudito en su campo y sabio en sus decisiones. Sí procuraba, y hasta exigía, que funciones, puestos, títulos y remuneraciones estuvieran claramente establecidos y en eso era intransigente. Nada debía quedar en el aire y la palabra tenía que ser respaldada por un documento legal, dado el caso. Esa particular disposición tenía que ver con la necesidad del orden y la claridad en cosas y relaciones, que parecían haberse fugado del mundo, comentaba en sus charlas, y con frecuencia expresaba que “hace mucho que se perdió el sentido y cada vez estamos peor. El deterioro social no se detiene y está en todas partes. Parece que no tiene remedio”. De común sustentaba sus opiniones con elementos y argumentos que retomaba de sus muchas lecturas y lo cierto es que leía cuanta obra caía en sus manos y por “obra” entendía aquello que para él valía la pena, aunque, de un tiempo a la fecha, de pronto se daba cuenta de que hurgaba en las planas amarillas, igual que los policías de guardia, y se molestaba consigo mismo. Hubo de admitir que buena parte de lo que se sabía, o se creía saber, del caso todavía pendiente de finiquito formal (sobre el desenlace no había duda) provenía de alguna ruta de tantas que la especulación abría y se había desprendido de la nota roja de esa prensa infumable de su pueblo. “Una mentada de madre se lee hasta en un boleto de camión” (se refería a los que se daban en los camiones del transporte urbano que eran papelitos de unos cuatro por seis centímetros en aquellos tiempos) solía decir su maestro, Gustavo, en eso de llenar planas (lo que alguna vez hizo) que era enemigo jurado del amarillismo. —Es una tragedia, pensaba, que ahora nuestro juicio tenga que considerar esas tonterías que se publican en
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medios inanes y que, peor aún, tienen peso a la hora de las consecuencias. Esa prensa, y no sólo aquí, pues a lo largo del mundo la situación era casi similar, estaba cautiva de los poderes públicos y privados. Era un secreto a voces, y un hecho casi irrebatible, que los medios impresos no podían sobrevivir con la venta de sus ejemplares. La publicidad, sobre todo la oficial, de los gobiernos, los mantenía y, a querer o no, eso implicaba una sujeción que, aunque variaba en grado e intensidad, se podía ver con claridad. Los otros, con el auge de los avances cibernéticos, igual o peor, y su actividad estaba alejada del ejercicio que se puede llamar periodístico en estricto. En los últimos años habían surgido las llamadas “redes sociales” que no iban más allá de la compartición de veleidades. Cualquier mensaje que implicara trabajo intelectual, así fuera mínimo, era marginado sin remedio y prácticamente nadie, fuera del círculo reducido de quien lo enviara, y a veces ni ese, lo atendía. Como fuera, esas redes y la figuración informativa de la radio y la televisión, así como los sitios que los impresos tenían casi por obligación, conformaban criterios, si es dable así llamarlos, opiniones y hasta juicios sumarios que desatendían sin remedio evidencias y pruebas. Muchas condenas tenían como origen esa mecánica que al juez Julio le parecía infumable. Consciente estaba de su peso y eso lo molestaba en grado sumo. —¿Qué pasaría si la condena de la vox populi fuera rechazada o, por lo menos, diferida? —De seguro se desata el mundanal ruido, de por sí al garete. Y se imagina Julio aquel desgarriate.
II
la vejez que llega
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abía dejado la cama despertando, como de costumbre, a las cinco y media de la mañana, hora en que sale al porche de su casa a recoger los periódicos. Tenía días con un malestar que no le dejaba, todavía leve las más de las veces, pero agudo en otras y, como tenía repulsión de médicos y hospitales, seguía tratando de vencerlo con remedios caseros o con simples ocurrencias que, por supuesto, no daban resultado. Trataba de convencerse a sí mismo de que los recursos de casa sí servían. En ocasiones eso le parecía de cierto, aunque no lo suficiente y, la verdad, admitía a fin de cuentas, era que de ello había poca o ninguna evidencia. En tiempos de su niñez, que transcurrió en el barrio de San Miguel, donde seguía viviendo, a unas casas de la suya, materna, había una botica de esas en las que se puede encontrar casi cualquier remedio, al menos anunciado como tal, y era ahí donde todo el vecindario se surtía de medicinas y preparados que las madres obligaban a beber. Algunas sabían horrible pero era común que surtieran efecto positivo con prontitud. Si eso no pasaba los augurios eran malos, muy malos. Pero esa botica ya no existía, sus propietarios, estimados por la vecindad, un día se fueron y en el local aquel apareció una taquería. 25
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Buscó, en las inmediaciones del mercadito Buelna, algún otro establecimiento que se pareciera a la farmacia aquella, pero ya no había. Así que la recurrencia a la medicina de hoy se volvía insalvable. Si la depresión le asaltaba o, sin llegar al drama, la simple tristeza y el cansancio, parecía no darse cuenta y nunca buscó la mínima ayuda, ignorando por completo lo que acostumbran proponer quienes piensan que recomendando ayuda se ayudan, pues convencido ha estado siempre de que tales auxilios no son más que inventos de charlatanes y merolicos que hacen cantaleta de obviedades. —Si uno es capaz de examinar lógicamente sus problemas, es casi seguro que encontrará las causas y, una vez identificadas, podrá pensar en posibles correctivos –Decía. Nada fácil, desde luego, pero esa era la clave, según veía, y no se requería de “ayudas” externas. De eso no tenía duda. Su indisposición a los médicos y clínicas se fincaba en el convencimiento de que se trataba de una profesión sobre dimensionada que había derivado, sin remedio, al mercantilismo más rupestre. Ahora, ya bien entrado el siglo xxi, una familia puede fácilmente perder su patrimonio en la atención de un enfermo terminal si cae en las garras de la medicina privada y eso le parecía criminal. Además, su propio transcurrir por varias de esas instituciones hospitalarias en las que pudo ver de primera mano, y vivir en carne propia, las desviaciones que criticaba, avalaba su decir. —A mí que no me cuenten –No estoy hablando de oídas. —Tenía razón –Decía cada vez, y ya eran siete, que había estado internado en hospitales por intervenciones quirúrgicas que en ninguna ocasión fueron positivas a la primera. En realidad nunca, si acaso a medias, al nivel de paliativos
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que pronto eran rebasados por dolencias mayores que no admitían tregua. Cuando iba a entrar al quirófano por vez primera, con el fémur fracturado y un pulmón perforado, consecuencias de un grave accidente, su mujer le dijo: —Ya todo va a estar mejor. —Ni de lejos –Respondió. —Esto apenas empieza. Y no se equivocó. En esa y otras convalecencias leía todo lo que podía de medicina y llegó a saber quizás más de sus propios problemas que los médicos que lo atendían. Había leído sobre Claudio Galeno, nacido en Pérgamo, ya bajo el dominio romano, pero que fue en Roma donde ejerció su carrera. Autor de más de cuatrocientos textos y consumado polemista, su notoriedad creció en gran parte debido a su amistad con el emperador Marco Aurelio, a quien curó de males que otros curanderos habían diagnosticado erróneamente. Fue nombrado médico de los gladiadores y, como las autopsias estaban prohibidas, al atender heridas terribles, miembros cercenados y cráneos abiertos, Galeno pudo perfeccionar sus conocimientos de anatomía y fisiología que documentaron sus aportes a la medicina. “La costumbre es una segunda naturaleza”, frase atribuida a Galeno, le gustaba a Julio que, de esa manera, justificaba sus rutinas. Y también decía que “la naturaleza es el mejor médico porque cura la mayoría de las enfermedades y no habla mal de los colegas”. —¿Hablar mal es decir la verdad? —Eso incomoda bastante a los espíritus menores. —Si lo sabré yo que tengo que lidiar con cada esperpento leguleyo, agregaba.
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Tenía la costumbre de monologar en solitario, que se fue acentuando con la edad hasta llegar a la imprudencia y era escuchado por los empleados del juzgado, que bien se cuidaban de comentarlo. —Hablar, simplemente, de las tonterías y errores en que incurren las personas sin solución de continuidad, es hablar bien puesto que se refiere lo correcto. Que no les guste es otra cosa. Mucha gente se disgusta y reclama como agresión cuando alguien dice lo evidente. La verdad les ofende, pero en un mundo de veras civilizado eso se vería como un diálogo constructivo y necesario. —Decía Julio. —Nombrar a las cosas, a los hechos y los individuos por su nombre real, el que corresponde a sus atributos o defectos, es una condición del entendimiento indispensable para poder actuar racionalmente. De lo contrario se vive de espejismos y figuraciones, en la irrealidad. —Y por llamar cosas y personas por su nombre no me refiero a sus denominaciones de pila o sus apelativos, sino a la realidad de su existencia. Nombrar lo feo como tal, y también lo hermoso que muchas veces se oculta por esa misma negación de la verdad. —¿Por qué conceder a la tontería de negar, por ejemplo, que se ha ido la juventud, lo que es ley de la vida? ¿Por qué dejar hacer y pasar al impertinente que se solaza en la liviandad de juicio de los débiles de carácter y lo hace aparecer como divertido? —Si esta sociedad aprendiera, o aceptara, llamar las cosas por su nombre, todo sería de otra manera, sin duda, concluía Julio. Esas molestias, digamos intelectuales, y otras mucho más terrenales y peligrosas, las del cuerpo y la cabeza, no le
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dejaban de un tiempo acá y la Naturaleza, por alguna razón también natural, no parecía dispuesta a dejarlas pasar así nada más. Si era el mejor médico, Natura llegaba a la conclusión de que su ciclo entraba a su fase final y eso era parte de un diagnóstico certero. Durante casi toda su vida no se ocupó de esos asuntos de la vejez, del cansancio de los años, y siempre vio a los miembros de su generación como mayores de edad y él más joven. Pero de unos meses a la fecha se vio forzado a aceptar la realidad. * Años antes Julio supo que tenía el síndrome de Asperger. Muchos lo consideran una forma de autismo, lo que ha de ser en otro nivel, pero casi todos coinciden en que es una dificultad grande para interactuar socialmente; otro síntoma es que se repiten conductas, formas de comportarse y hay torpeza. Tiende a ser hereditario, por lo que se presumen factores genéticos, pero no se sabe bien a bien qué lo origina de cierto y quienes padecen el Asperger no tienen retrasos cognitivos ni del habla. Otra cuestión interesante es que las personas con ese síndrome, con todo y sus dificultades para socializar, suelen tener una inteligencia por encima del promedio y sobresalen en diversos campos de la ciencia. Sí sucede que padecen obsesiones por un solo objeto o tema, aunque sus razonamientos igualmente se proyectan a otras áreas. A diferencia de los autistas no se aíslan del mundo físicamente, su alejamiento se puede dar aunque estén en un grupo. Sus movimientos corporales con frecuencia resultan raros para el común; su forma de hablar puede ser monótona y por lo general no atienden lo que otros dicen o sienten.
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No captan sarcasmos ni dobles sentidos, en ocasiones hablan con estridencia y, en síntesis, con mucha dificultad se adaptan a los entornos grupales. —Será la edad –Pensaba Julio, rayando la primera mitad de los setenta, aunque aparentaba muchos menos. La distancia, sin embargo, entre su apariencia y su edad real se acortaba a paso veloz. Una mañana, no hace mucho, se vio en el espejo y se dio cuenta que la vejez ya estaba ahí ¿Cómo es que hasta ese momento lo percibiera con la mayor claridad? ¿Asunto de la madurez, también, el darse cuenta de que la vida se acerca a su fin? A su alrededor las cosas iban en la dirección que no se acepta: no había mes en que no llegara la noticia de la muerte de un compañero de generación, un conocido, algún artista o personaje, de su misma edad. Algo anda rondando, se decía. En los velorios, a los que iba, que eran muy pocos aunque muchos los casos, se mantenía en una esquina bebiendo café (consideraba que el único acierto de las funerarias era permitir que cualquiera se sirviera café, el que quisiera) y cuando le ubicaban sus amigos se quedaba al margen de la conversación, aunque todos buscaban algún signo de aprobación en su rostro. Él hacía ese gesto por la sencilla razón de que no le importaba en absoluto. Ahora que lo pensaba, le parecía extraño que, hasta ese momento, había vivido como si fuera eterno. ¿A qué se debe eso, que no tiene razones de peso? ¿A la inmadurez, precisamente? Siempre que conocía a alguien, que leía de algún conocido, encontraba a algún viejo condiscípulo o a uno de esos raros amigos que tenía, acaso dos o tres, le parecía que él mismo era el más joven. Así se sintió siempre y aunque veía pasar lustros y décadas, por alguna razón el espejo le
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era cómplice. Ese día del fallo a ratificar se dio cuenta con la mayor precisión de que había tejido un engaño para sí mismo. No era gran cosa, pensaba: —A nadie se le hace mal, pero ya no tiene caso seguir. —Como sea, es un hecho, ya estoy viejo –Se dijo, convencido.
III
como debe ser
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ranscurrían los primeros días de abril y las mañanas todavía eran frescas tirando a un frío leve, así como las noches, pero en horas del mediodía, y antes de caer la tarde, el calor, todavía no tan violento como de costumbre por estos lares, le recordaba que ya venía. Entre los meses de julio y agosto era un calor agobiante, de esos que dan sueño, molesto y pegajoso, que no deja dormir y el cuerpo, con todo y sus mecanismos de defensa que la evolución le ha dotado, lo sufría. La gente se ponía de mal humor, se equivocaba en sus quehaceres y las riñas hogareñas subían de frecuencia y de intensidad. Ya entrado junio, el agua de la regadera, proveniente de un tinaco en el techo de su casa, lo que igual sucedía en las demás del barrio, salía casi tan caliente que era posible preparar un café, no hirviente pero pasable, y en las siguientes semanas, de plano, hasta para caldo. Parece una exageración pero no lo es, como lo puede constatar cualquiera que por aquí pase. El año anterior al juicio los calores arreciaron sin tregua a pesar de que también llovió mucho más de lo normal. Que es el cambio climático, decían, que lo otro o aquello, el caso es que hasta caminar unas decenas de metros a la 33
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intemperie, al punto del mediodía, equivalía a transitar por el infierno. No siempre fue así. Hace unos sesenta años, o cincuenta, todavía, las calles de este barrio estaban bordeadas de hileras de árboles, el bulevar M tenía camellones con césped y no había casa en cuyo frente no hubiera otros árboles, así que la sombra estaba casi siempre a un paso. En aquellos se posaban sinnúmero de pájaros cuyos nombres sabían los más viejos, pero que a la marabunta infantil no le importaban. Los había pequeños y grandes, de pico largo y corto, negros y blancos, silentes y estruendosos. La mayoría, simplemente, eran chachalacas y chanates. Por las mañanas, al rayar el Sol, hacían gran escándalo y parecía que iban a reventar las copas. Hacia el sur el río cercano, al que se podía llegar a pie y en cuyas riberas se daban fresas, jícamas y rábanos, a más de los mangos por todas partes, era un remanso cordial y asequible. Los fines de semana, a pesar de las dificultades en el trayecto, la escapada al mar era casi obligada. Pero ahora, aunque con caminos mucho mejores, en los meses del verano es un verdadero reto ir al mar, no lejos del pueblo, a unos sesenta kilómetros, porque con las lluvias (normalmente llegan a fines de junio y a veces antes) los moscos y lodazales no dan tregua. Sin embargo, ya en estos tiempos, para Julio el sólo ir, recorrer el trayecto que en los tiempos de su infancia era todo de terracería y arena floja (luego la mitad fue pavimentado, después otro tramo largo y ahora sólo faltaban menos de veinte kilómetros) donde con frecuencia se atascaban los vehículos, era suficiente para su espíritu. Si se viajaba en una camioneta con tracción en las cuatro ruedas era más sencillo,
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pero el riesgo de quedar varados no desaparecía. Esas playas, en varios trechos, se podían considerar vírgenes y se podía conducir y caminar entre aves marinas que no mostraban temor y hasta los pelícanos, de impertinente actitud, se mantenían a una distancia cordial. —En el mundo hay quienes pagarían una fortuna nada más por verlo –Decía Julio. A esas playas acostumbraba ir casi todo el barrio, que hace cincuenta años era todavía breve, en la Semana Santa. El oleaje era fuerte sin llegar al peligro, aunque en tiempos de huracanes, que por acá es de junio a noviembre, no era extraño que las olas rebasaran los tres y hasta cinco metros, por lo que no era recomendable entrar sin mayores precauciones. De esas playas Julio tenía muchos recuerdos, que contaba entre los más amables de su vida, desde la primera vez que, llevado por su padre, hizo el recorrido desde el pueblo hasta el mar en poco más de cinco horas en el viejo carro de su padrino, un señor de apellido Campos, que los había invitado. Más tardaron en llegar que en tener que regresar para que la noche no les llegara andando por caminos que entonces eran inciertos y que, de pronto, tomaban rumbos imprevistos del todo. Pero nada de eso contaba para Julio. Había sido una experiencia extraordinaria y tan sólo ver el mar le había recompensado sin asomo de duda. Recordaba entonces la breve descripción de los narradores rusos: “El mar es grande”. —Sí, así es, no es necesario decir más –coincidía Julio. Mirando a los vacacionistas, el padrino de Julio, que era uno de esos caracteres que no dejan de señalar cuanto error se pone al frente, comentaba: “Esta gente es tan tonta
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que teme al mar desde la orilla a los cincuenta metros pero, apoltronada en la playa, no tiene noción de la gran ola, la que los japoneses llaman tsunami y que puede arrasar con ellos y con todo, así estén a medio kilómetro”. —Por estos mares eso no ha pasado pero sí en otros lugares del mundo y seguro volverá a pasar, incluso cabe aquí la posibilidad y la probabilidad. —El mar es el mar donde sea –Agregaba el señor Campos. El padre de Julio asentía aunque aquello, para él, era más posibilidad que probabilidad, pero no se lo decía a su compadre que gustaba de hablar con propiedad de lo que sabía que, en realidad, no era mucho. Sí, decía Don José, que así se llamaba el padre de Julio —Y hay que ver cómo descuidan a sus niños pequeños. —Mire Usted, revolcados por las olas más grandes que ellos y cualquier día se los lleva la resaca. —Así es, la gente es indolente. Es casi como un designio inevitable. Y cuando las tragedias llegan, el gran escándalo y la búsqueda de responsables que, desde luego, siempre están lejos de la propia responsabilidad. Como fuera, se generaba un ambiente apacible y era agradable para Julio ver como dos adultos podían hablar y darse la razón sin mayor problema. A eso del mediodía, su padre y el señor Campos comenzaban a beberse el cartón de cerveza que había llevado ex profeso hasta terminarlo sin falta. En el decurso, ambos hablaban y hablaban estando siempre de acuerdo aunque, parecía claro, no se escuchaban con la atención suficiente como para dar un asentimiento razonado.
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—Mire Usted aquella ola, decía de repente el señor Campos. —es enorme y bien podría volcar una panga –Aseguraba. —Sin duda, asentía mi padre. Luego se pasaban al tema del fin de los tiempos, las pirámides, las siete maravillas, las serpientes de la Medusa y cada quien diciendo lo que al respecto sabía, o creía saber, sin importar los brincos entre uno y otro tema. —Así debería ser el mundo –Pensaba Julio desde entonces. Al paso de los años recordaba aquellos momentos y se lamentaba por no poder regresar a esos tiempos. Donde ahora estaba era la selva. Ya de viejo, cuando podía y quería (pues se tenían que dar ambas condiciones) se iba de nuevo al camino hasta la playa aquella, fuera solo o acompañado y de preferencia solo. Se quedaba allá por horas, al principio bebiendo cerveza y después nada más porque sí. En los últimos tiempos esas giras se han vuelto esporádicas pero no han cesado del todo. Le molesta que sobre las dunas cercanas a la playa ya estén caseríos y hasta mansiones de los ricos pueblerinos, sin importar de donde venga su riqueza. Han invadido la parte de arriba y no se posesionan de los terrenos al lado del mar porque éste se los arrebata sin remedio. Las edificaciones pegadas a la playa, como sea que las hagan, no duran un año, así que se fueron a donde podían y ahí están. No le gusta a Julio: —Es la ley del capital que se mete en todas partes –Suele decir.
IV
El camino que se fue
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ara tratar de explicar los soponcios del calor, que desde luego padecían con mayor rigor los más pequeños de edad y los más viejos, con la llegada de los aires acondicionados (en su oficina habían instalado un aparato de esos dos años atrás) se empezó a hablar del problema de la descompensación, que se presenta al salir de lo fresco y entrar a lo caliente, y al revés, situación que agudizaba las molestias en los meses de julio y agosto, sobre todo. En su casa, que no es ostentosa a pesar de que, luego de muchos años de trabajo, la situación económica es más que pasadera, el juez Julio tiene dos de esos artefactos y varios abanicos que, a veces, parece que avientan lumbre. Esa insolente descompensación era la responsable de las gripes y resfriados que aquejaban a buena parte de las personas mayores, decían los médicos. Pero el hecho era que, en su niñez y juventud, los calores para nada le inquietaban. Sudando a chorros se la pasaba con sus amigos de entonces en el bulevar M correteando pelotas, subiendo y bajando árboles. —No tiene caso inventar, reconocía Julio –Ya estamos viejos y eso es todo. 39
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A falta de otros temas, o por la recurrencia de lo que preocupa, entre los colegas de la tertulia que frecuentaba, surgían recomendaciones de tal o cual producto para aliviar los calores, eliminar o evitar arrugas, la decoloración de la piel, manchas y demás. Algunos llevaban sus últimas adquisiciones y exhibían lo que, según ellos, eran resultados admirables y los más cuerdos movían la cabeza. —El Efecto Placebo, si fuera alguien de carne y hueso que existiera y pusiera una botica, se haría millonario con estos señores, decía Julio medio en broma y medio en serio. —Y sin que le reclamaran por fallar, siempre lo más probable, agregaba. Le habían recomendado muchos medicamentos, pócimas, preparados, extractos de yerbas y jugos que sabían horrible, además de prácticas cuasi esotéricas que daban risa si se les miraba sin la credulidad que dan las ganas de creer. Lo sorprendente era que mucha gente creían a pie juntillas en las bondades de tales menjurjes y, todavía más asombroso, muchos sanaban de sus males, o eso aseguraban. Primero con reservas, y luego con un desprecio a sí mismo y sus principios, los usó incluso respetando indicaciones, horarios y dosis, que sabía perfectamente eran del todo inocuos. En el fondo se reía de lo que hacía pero igual continuaba con aquello que siempre había criticado hasta el cansancio. Desde luego, de nada sanó aunque dos o tres veces había creído apreciar mejorías que, luego caía en la cuenta, no estaban más que en su cabeza. Que esa disposición a seguir dictados de la charlatanería se generalizara, hasta invadir el ámbito de su profesión, en realidad le preocupaba en los últimos tiempos y cada vez más.
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En la planta baja de la casa de Julio hay una cochera para dos autos, los mismos que se encuentran guardados y sin uso desde hace unos meses; ninguno de lujo y, al contrario, ambos una fuente inagotable de ires y venires al taller mecánico y la odisea que ello conlleva, pues no los hay que sirvan; hay una reja al frente, de un metro y fracción de alta, que en realidad nada protege si alguien quisiera traspasarla; la sala y el comedor, sin división y, atrás, un pequeño patio donde, cuando llegaron a ocuparla, había un jardín de zacate crecido que fue sustituido por una plancha de cemento y mosaico. En la segunda planta hay tres cuartos pequeños y dos baños, lo que ya se considera signo de mediana bonanza. Como sea, esa morada se puede recorrer de unas cuantas zancadas (que Julio ya no puede dar) y se abarca con un solo golpe de vista. Hasta cerca de los sesenta años de vida fue que Julio pudo tener esa casa. Antes vivió al menos en cuatro, todas modestas al extremo. En la primera de ellas las cucarachas, en descarado vuelo nocturno, no dejaban dormir y en horas de la madrugada tenía que levantarse a matarlas y nunca en el número suficiente. Esa pequeña vivienda se aseaba con esmero pero en la casa de junto había un baño maloliente que colindaba con la recámara principal, y única, con que se contaba. Muy a su pesar había dejado de conducir sus autos. Lo hizo después de varios meses de pasarle que, al bajar del vehículo, le asaltaban unos mareos impertinentes. —Ha de ser el cigarro –Trató de justificar. Pero no, eran señales que ya no podía pasar por alto. Otra dolencia era un dolor agudo en el hombro izquierdo que le dejaba el brazo al punto de la inutilidad. Se le pasaba,
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pero volvía, y luego los orzuelos en el ojo izquierdo que él quemaba con trapos ardientes que no daban resultado. Una vecina le dijo que era cosa de calentar un anillo de oro y pasarlo por el orzuelo, que se quitaba sin duda. Lo hizo al costo de molestias y dolores grandes pero la dolencia siguió. Otro amigo le dijo que calentara un frijol y lo deslizara suavemente por el párpado aguantando lo más que pudiera. Y así, muchos otros remedios que cada proponente tenía por infalibles, pero nada daba resultado. —Que se quite cuando le dé la gana –Dijo, y siguió sus rutinas no sin tener que soportar esos comentarios inanes de observadores que fingen preocupación por el mal ajeno y proponen remedios que, al menos, parece que no provocan más daño que el tiempo y la esperanza perdidos. Esa mañana Julio siguió su camino (todavía se podía efectuar el trayecto a pie, siempre que fuera a temprana hora, con cierta tranquilidad) y de cuando en cuando se detenía a la orilla de la banqueta a recoger flores pequeñas de “diente de león”. A esa flor hay quienes consideran mala hierba, particularmente los jardineros porque se mete entre los rosales y otras plantas de ornato. Esa flor, había leído, tiene el nombre científico de Taraxacum officinale, que se deriva del griego taraxis que significa “confusión” y akos, un remedio medicinal. Esa extraña combinación le hacía más atractiva la planta intrusa de los jardines, que se reproducía libremente a la orilla de las banquetas. Otros encuentran en el “diente de león” propiedades varias y como medicina para muchos males ha sido usada desde tiempos inmemoriales. Desde fuente nutritiva hasta remedio contra la fiebre, la diabetes, la diarrea y la obesidad, incluso. Los chinos, se sabe, usan la raíz
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del “diente de león” para tratar males digestivos, inflamación de los senos de la mujer y apendicitis. Tiene varias vitaminas y proteínas y ahí está, en la calle, mientras en los jardines es destruida sin misericordia. La belleza es primero. A propósito de dones de la naturaleza que se pasan por alto, recordaba que, de niño, en tiempos de necesidad extrema, su madre le mandaba a recoger quelites de los baldíos en las cercanías del panteón Civil, planta que a veces confundía con el bledo y el consecuente berrinche de su progenitora. Ella los cocinaba con algo de queso, si había, o solos, agregando picante y limón que se recogía de los muchos árboles de los alrededores de la casa familiar, donde también crecían papayos, ciruelos, tamarindos y mangos, frutos todos que se conseguían gratis hasta que el capital invadió también a los modestos fincatenientes del rumbo. El guamúchil nunca cedió a ese influjo y no se vendía en el barrio, pero sí en el mercado principal, aunque muy barato y en cantidades generosas. No hace mucho, las señoras de la casa todavía ponían macetas llenas de flores y dejaban crecer enredaderas en los ventanales. Así, era posible encontrarse al pasar con rosas y jazmines, margaritas y bugambilias, hortensias y crisantemos, además de la albahaca que casi en ninguna parte faltaba. Esa costumbre de alegrarle la vista al transeúnte, y embellecer la fachada de las viviendas, se fue perdiendo con la llegada de los aires acondicionados y también, lamentablemente, por la inseguridad, terrible realidad que se fue aposentando en esta tierra. Llegó el día, tiempo ha, en que ya a nadie asustaba la noticia de cinco, seis o siete asesinatos en una sola jornada. La capacidad de asombro se fue junto con la tranquilidad
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relativa y sin remedio a la vista. Los voceadores de periódicos se desgañitaban anunciando muertos y balazos pero ya casi nadie les compraba. Era sabido que a los periódicos grandes, en la medida relativa del pueblo, se regresaba la mitad o más de la edición puesta a la venta. Cuando empezó la escalada de la violencia, por allá a fines de los años setenta del siglo pasado y principios de los ochenta, llegaron a tener gran circulación y sin dificultad agotaban el tiraje. Eso ya no se da, lo que les ha llevado, siguiendo los consejos de sus asesores en cuestiones de mercado, a exagerar cada vez más, exponer las miserias humanas y caer en un vulgar amarillismo. Pero ni así. Cuando la infancia de Julio, en tiempos de calores los vecinos sacaban sus catres a la banqueta y ahí se podía dormir a la intemperie, siempre que no llegara de repente uno de esos chubascos que mojan ipso facto y alegran la existencia. Las señoras entablaban plática y los señores se paseaban saludando. Casi todos, porque las familias pudientes, que tenían grandes abanicos y, quizás la razón central, no deseaban convivir con la plebe, se quedaban en sus casas. Quienes no entendían eso eran los niños de esas familias que, desde su encierro, oteaban por las ventanas y su diversión no alcanzaba más que para ver de lejos la de otros chamacos que correteaban libremente por los camellones del bulevar. El caminante pasaba en ese momento frente a lo que había sido el hotel más ostentoso del barrio, lo que no era, en realidad, mucho decir frente a los establecimientos del giro en la capital del país, por ejemplo, pero que en ese lugar destacaba, sin duda. Ahora que, pensándolo bien, la calidad, la buena calidad, de una hostería tiene que ver más con el trato hacia los clientes, la limpieza y el gesto de los patrones.
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Grandes hoteles hay ahora que operan con mentalidad de tugurio de mala muerte. En la parte trasera de ese hotel, al sur del edificio, había un baldío donde reinaban tres grandes árboles de guamúchil. De niño, Julio los trepaba, juntaba roscas con el fruto y, todavía encaramado en el árbol, les sacaba las semillas y los metía en una bolsa que llevaba ex profeso. Ese hotel desapareció, primero para dar lugar a una parada de autobuses foráneos; después, por muchos años, en baldío quedó y en tiempos recientes se instaló ahí una llantera que permanece. Todas esas reminiscencias tenían un efecto embriagador en Julio y, caminando entre esos sueños, en verdad disfrutaba el trayecto. Y nada más el trayecto porque, llegando, el estentóreo murmullo de la vaciedad le apabullaba. Estaba también el pendiente de ese engorroso asunto: la ratificación de una pena de muerte, el desenlace de la reactivación de un caso que debió permanecer en silencio y la reinauguración de una práctica que se creía erradicada. —En mala hora vino a aterrizar todo ese embrollo en este pueblo –Piensa Julio, y eso le hace perder la paciencia.
V
Un verdadero lío
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l secretario del juzgado, de nombre Efraín, es un hombre enjuto cuya vestimenta parece ser del siglo antepasado. su gesto puede pasar de la tristeza a la hosquedad pero un hálito de temor no se va de su rostro apergaminado, entre amarillo y grisáceo. Le recordaba a Julio el Retrato de Eugenio Boch, la pintura post impresionista de Vincent van Gogh: la cara alargada, una barba que se abre bajo la mandíbula, ojos que se desvían de algo que se acaba de ver y no se quiere seguir mirando. Cuando se encontraba solo, acostumbraba permanecer largos ratos frente al ventanal del despacho del juez, mirando hacia la calle pero, en realidad, sin poner mucha atención en lo que afuera sucedía. Luego de aquella reconvención a la que no está acostumbrado, “no sea impertinente”, permaneció en el dintel y unos minutos después se retiró, un tanto incómodo y confuso. No entiende qué pasa y le sorprenden esas maneras de su jefe, de ordinario prudente y paciente. Éste, del que ya hemos hablado, en su oficina adquiere un aspecto muy serio, pero se percibe bonachón. Rara vez sonríe, su rostro proyecta ternura… y lástima. Como ya se dijo, es firme en sus 47
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decisiones, las que enuncia con voz queda mientras parece que se le va el aliento. —¿Qué estará pasando? –Se pregunta el secretario, y enseguida se corrige: —Sé muy bien lo que pasa. Efraín y el juez son parte del escenario, sujetos infaltables en esos espacios y, como suele suceder, se les mira como si fueran eternos. Son ese tipo de gente que se vuelve indispensable para que las cosas transcurran como siempre y el día que no están todo parece extraño, aunque se olvidan con rapidez, es cierto. Pero no se trata de los sujetos en particular, sino de los sujetos, y vendrán otros a funcionar tal cual lo hicieron los que ya no están. Es en la prácticamente nula capacidad de sus actos para modificar, en alguna medida, las dinámicas de un sistema que los ha hecho presos, literalmente, que su quehacer su hermana. Quizá desde esa percepción, que no puede escapar a una mente medianamente aguda, ambos, juez y secretario, profesan un rechazo a la comunidad que sienten alejada de la compartición de ideales, muy lejos de su propia visión de la existencia, de la noción del bien general, que debiera ser común a sus integrantes, pues les queda del todo claro que, en el fondo, esas gentes no defienden más causas y objetivos que los suyos propios. Lo que priva es el interés de parte, signado por un egoísmo rupestre. Esa manera de pensar les permite una identidad relativa y se complementan y apoyan mutuamente: uno, tomando las decisiones y el otro que se siente corresponsable de ellas. Lo que pasa es que, en el fondo, comparten el irrespeto hacia los demás, que les hartan.
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—¿No se da cuenta de que estamos rodeados por una punta de brutos? –Le diría alguna vez Julio, en momentos de enojo. A partir de ese convencimiento, por cuestionable que fuera, todos sus tratos con actores de los casos, incluyendo colegas y vecinos, los entablan con un dejo de ausencia y a los minutos de una plática la quieren terminar y retirarse. Pero entre ellos es distinto, pueden hablar y hablar. Con frecuencia se percatan de que no siguen el hilo de la conversación y en respuesta sólo asienten, lo que el otro toma como válido. Otras veces simplemente comparten la oficina y cada quien, pensando en sus cosas, de repente dice algo y la respuesta es la misma, un simple asentimiento. Es lo mismo que le pasa a Julio cuando habla con el preso condenado por el jurado y cuya sentencia de muerte ya debería haber firmado pero que, sólo él sabe por qué, no lo ha hecho. De cuando en cuando, juez y secretario, se enfrascan en conversaciones que les afectan de manera notable en su forma de ver las cosas y las emprenden con emoción. Una vez, Efraín le comenzó a relatar un viaje que hizo, no muy lejos, al sur del estado, a un pueblo llamado Copala. Había llegado de noche y se hospedó en un hotel, en realidad un conjunto de casuchas viejas, regenteado por una pareja de extranjeros, canadienses, que tenían reglas un tanto extrañas para quienes, como nosotros, estamos acostumbrados al desorden. Se tenía que respetar un horario y avisar si se retornaría por la noche. De lo contrario no se podía entrar, lo que no fue problema para Efraín pues, cuando se lo proponía, era capaz de sustraerse a los vicios mundanos que,
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como se verá más adelante, sin embargo tenía, y a un nivel que su apariencia no dejaba imaginar. A julio le hizo recordar un periplo propio en otro pueblo del sur, cercano al que mentaba Efraín, en un hostal propiedad de un alemán (pensó que bien podría ser un ex nazi refugiado en un país y en un estado donde a nadie se perseguía por cosas serias). La comida era estilo bávaro y no le gustó. Recordaba que el alemán se molestó mucho cuando él agregó una salsa de botella a la salchicha asada. Pero volviendo al relato, Efraín le contaba que en el hotel de los canadienses se escuchaban ruidos extraños y que no pudo dormir la primera noche y sólo estuvo dos. Se quedó nada más para volver a escuchar aquello, lo que, efectivamente, sucedió. No tuvo miedo, le decía, y su intención era tratar de entablar relación con la fuente de los ruidos que se acompañaban de murmullos y quejidos. En cierto momento, creyó ver una especie de espectro pasando frente a la estrecha ventana pero, como no estaba seguro, se guardó de darlo por sentado a diferencia de los ruidos y quejidos que, esos sí, tenía la certeza de haberlos escuchado. —Los ruidos, que se hayan producido, puede ser. Que la fuente haya sido sobrenatural, no lo creo –Le dijo Julio. —Yo tampoco soy dado a esas creencias, pero mire que eso lo creo porque lo viví. Nadie me lo contó y Usted sabe que no soy un mentiroso. —Ciertamente no lo creo un embustero, pero bien se pudo confundir. Las casas viejas guardan ruidos que parecen lamentos. Hay quienes dicen que tienen vida, a su modo, que nosotros no podemos comprender.
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Efraín no se lo dijo, pero algunas noches soñaba despierto que estaba de nuevo en el hostal de Copala y se encontraba de frente con un espectro que cargaba pesadas cadenas. —¿Quién eres? –Le preguntaba, y el espectro señalaba una ventana. Se acercaba y sobre la copa de los árboles que poblaban el monte adyacente se miraba a sí mismo. —¿Quién sabe? –Regresaba el secretario con su historia —Hay tantas cosas que no podemos explicar. —Casi todas, por no decir todas, se pueden explicar, es cuestión de pensar lógicamente y buscar la razón, que siempre se encuentra. —¿Que siempre se encuentra? –Discúlpeme, pero la razón es precisamente lo que en este mundo al revés está de plano perdida. —Y como sea, además, la razón, mire Usted, es lo que cada vez con mayor frecuencia no quiero encontrar. Hay quienes se la pasan buscando la razón de todo y lo peor del asunto es que cada quien está seguro de haberla encontrado, dice y hace cosas que así justifica. —Mejor imaginar que algo inexplicable, como lo es casi todo, hace presencia para recordarnos la inutilidad de nuestros esfuerzos “razonables”. —Entonces, según Usted, no hay que buscar explicaciones sino dejar que las cosas lleguen, pasen y se vayan, así nada más, sin que se haga el mínimo esfuerzo por aclararlas, saber la razón de su emergencia… –Contestó Julio. —¿Y para qué sirve saber esa razón? —¿Ha logrado, por ventura, el limitado entendimiento del hombre, hacerlo mejor?
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—No diga sandeces. Por supuesto que a mayor entendimiento es mayor la oportunidad de avanzar en lo fundamental, en la búsqueda del sentido de la existencia, por ejemplo. —No me refiero a eso, sino a ese “entendimiento” que esgrimen los abanderados de la razón, que no es la razón universal, sino la que se porta como propiedad de merolicos, como valor supremo e incuestionable, y que en realidad opera como una adecuación mecánica para justificar “avances” y “progreso” cuyo beneficio colectivo no se ve. Efraín entraba en calor y Julio se preparaba para escuchar una cátedra que ciertamente no le incomodaba. —Los estudiosos nos dicen que los primeros asentamientos humanos surgieron en el norte de África, en el actual Egipto, hace unos 19 mil años. Luego, en la Palestina (que no hace mucho se tomaron los israelíes y que ya casi desbaratan) hará cosa de 15 mil años el hombre había aprendido a moler el grano y, en el último periodo de la era Cuaternaria, el Holoceno, construían cabañas; en el Neolítico, alrededor del 8 mil 600 antes de Cristo, aparecieron la agricultura y la ganadería. En el seis mil cincuenta ya había pueblos con varios miles de habitantes en Mesopotamia, construían casas y santuarios de ladrillo y sabían fundir el cobre; en el quinto milenio antes de Cristo, la cultura neolítica llegó a Europa… pero no me quiero detener mucho en ese recuento. Mi punto es que, en realidad, no se trata de tanto tiempo como parece. —Y que en ese tiempo las cosas no han cambiado mucho en cuanto a la naturaleza humana. —Es lo que pienso. —Usted me platicó que en Pompeya, que no Gomorra ni Sodoma (aunque igual o peor habrían de andar, colijo) las
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indicaciones para llegar al prostíbulo son penes grabados en las paredes y calles. Que las turistas se ruborizaban, algunas, o se miraban con picardía entre sí. —¿Cómo ver la moralina de hoy? —Y en cuanto a torturas, ajusticiamientos, ejecuciones y castigos en general ¿cómo ve lo que hacían las hordas de Atila, los romanos incluso? —¿Es dable asombrarse con las barbaridades de los delincuentes de hoy? —Lo cierto es que no hay cosa nueva bajo el Sol, acaso instrumentos, herramientas, inventos y novedades que no modifican lo fundamental. —El tiempo parece mucho y no lo es. Apenas vamos empezando, es cierto, por eso hablar de cambios y progreso puede ser una simple figuración. —Nosotros andamos en los setenta años de edad, casi tres cuartos de siglo, y en dos centurias hemos vivido. —¿No le parece que el tiempo viene a convertirse en una ilusión? —Si acaso, estos tiempos han disparado las contradicciones. Será que en las crisis la oposición bueno-malo se agudiza. —Sólo cuando el ánimo ocupa el lugar de la razón –Decía Julio, categórico. —¿Y cuándo ha sido de otro modo? —Ahora vivimos en la “sociedad del conocimiento” y seguro estoy que la ignorancia, que se mide por la cantidad de lo que no se sabe, es también mucho mayor que antes. —El optimismo y el pesimismo van de la mano, es decir, la buena fe y la inteligencia. —Pero, sobre la crisis que vivimos
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—¿De veras es nueva? —Charles Dickens observaba, en su Historia de dos Ciudades, la decadencia de Inglaterra y Francia en el siglo xviii. De la primera, hacía notar que “apenas si había un átomo de orden y de protección que justificara la jactancia nacional” y Londres era, por las noches, campo abierto para los robos a mano armada y muchos otros crímenes. —Creo, sin embargo, que me he desviado un tanto de mi argumento inicial, que es a favor de la sinrazón como rasgo humano en todos los tiempos, o la decadencia que, ciertamente, no es lo mismo pero igual se relaciona con el deterioro social. —Era el progreso, dijo Usted. —Sí, en efecto, el progreso… ¿Y de qué ha servido de cierto? ¿Lo sabe? —¿Siquiera podemos distinguir con toda claridad, como se dice han de ser los asertos lógicos, lo bueno de lo malo? A Julio le sorprendía, aunque ya no tanto, que su secretario supiera tantas cosas y las tejiera con toda propiedad en sus argumentos. Sin duda, de ser su vida de otra manera, de no haber sido obligado a estudiar una carrera que no quería y ser encerrado en una profesión que menos aceptaba, su destino sería muy distinto, pensaba. —¿Distinguir lo bueno de lo malo? —Si parece tan claro, tan obvio –Se decía Julio. Pero al mismo tiempo le surgía una interrogante que lo inquietaba en grado sumo y de sí mismo se preguntaba: ¿He sido un hombre malo? Y siendo la pregunta para él mismo, respondió como si Efraín lo hubiera cuestionado:
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—La verdad es que un acto malo, a conciencia, no recuerdo haberlo cometido, pero sí muchas imprudencias y excesos que han derivado en un actuar malvado. —No es a Usted a quien me he referido, lo sabe. —¿A qué viene esa derivación? —Déjelo así, yo también he caminado por ahí. —Aquí cabe una consideración moral: Si yo sabía que, por ejemplo, en la embriaguez sería presa de los excesos ¿No era el simple hecho de beber sin medida ya un acto de maldad? —Problema grande porque entonces toda acción ha de ser juzgada por sus implicaciones conocidas. Todo acto se debe evaluar en razón de sus consecuencias, el efecto de la causa, el único indicador razonable para calificar, lo mismo en la vida diaria que a la hora de aplicar la ley, dictar una sentencia, actos ambos que, sin duda, acarrean consecuencias que muchas veces, cada vez más, no se corresponden con el fin declarado. Sin embargo, en el primer caso, la simple acción y sus efectos, no necesariamente hay mandato legal de por medio; no tiene lugar esa “voluntad” general que, se dice, está plasmada en la Ley. Esa cuestión se le planteaba mucho más compleja a Julio en estos días en que las víctimas del terrorismo eran decenas, y hasta centenas, a diario (no hace mucho, en un solo atentado fueron miles) y quienes cometían esos actos provocando la muerte de muchos inocentes los justificaban con su religión como buenos, necesarios y justos. Más aún, grupos extremistas ejecutaban prisioneros sin juicio de por medio y exhibían sus cabezas cortadas; algunos eran quemados dentro de jaulas y, grabada en video la ejecución, le daba la vuelta al mundo; familias enteras, mujeres y niños pequeños,
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eran repartidos como esclavos y sometidos a infamias. Se generaba rechazo y la buena gente se escandalizaba pero, condición humana, muchos aplaudían y hasta se enrolaban en las milicias de aquellas fuerzas emergentes que actuaban según su verdad sin esperar entendimiento ajeno. Fuera del asombro y el terror (el efecto se daba, sin duda) lo que se llama la otra cara de la historia se veía impedida y no aparecía con el peso justo para hacer reflexionar a la humanidad. La sospecha, además, de que los dueños de la “civilización occidental” sólo se remitían a las acciones parceladas y selectivas, que no iban a la raíz del asunto, por oscuros motivos que hacían todavía más ominosa la cuestión. —Es un verdadero lío –Dijo el juez y Efraín asintió: —Sin duda, un terrible relajo.
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Sin mayores ambiciones
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l principio Julio se las arreglaba prácticamente solo en ese juzgado de segunda por el que no pasaría en mucho tiempo asunto de importancia alguna, pero los casos se acumulaban y se hizo necesario que se nombrara, por fin, a un secretario, tal y como aparecía en el organigrama. Cuando Efraín llegó al juzgado a solicitar la plaza vacante, abogado de profesión, quedó claro que en ese momento su ánimo no alcanzaba más que para hacer mandados. Se había cansado sin remedio en el primer litigio y si lo admitían podían contar con la plena seguridad de que nunca se iría, hasta la muerte, a menos que lo corrieran, pues no abrigaba ambición alguna y tener el puesto satisfacía a plenitud sus aspiraciones en este mundo que, como se veía, no eran muchas. A lo sumo contar con la seguridad de un puesto secundario, de esos que tienen la ventaja de la poca, o ninguna, responsabilidad a la hora de los problemas. Se presentó al puesto solicitado casi seguro de que lo iban a ignorar, pero lo hizo siguiendo una especie de mandato divino que no admitía omisión. Además, un imperativo de la lógica. Siendo abogado, pese a no litigar, era el lugar donde sus localizadas habilidades podían requerirse. Y pudo ser buen litigante, 57
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pues poseía una rara intuición y era frecuente que pudiera ubicar la verdad o la mentira con sólo ver a una persona. También la maldad y, cuando eso sucedía, le asaltaba un terrible desasosiego que se convertía en angustia. Por eso lo dejó. Pero de secretario, pensaba, sí podía fungir porque, en todo caso, las responsabilidades no serían de él sino del juez. Si acaso, alguna opinión… “pero mejor no”. —Buenos días, vengo por la plaza de secretario. Soy abogado, dijo Efraín al llegar. El magistrado lo miró de arriba abajo. Parecía bibliotecario, o farmaceuta de los viejos, con un poco de vendedor de puerta en puerta. Era evidente, además, que tenía costumbres de esas que ahora se consideran sumamente anticuadas, tales como la buena educación, el respeto y la cortesía. El procedimiento incluía algunas formalidades, pero igual Julio procedió a interrogarlo sin más. —¿Conoce Usted el manual de funciones? —De arriba abajo, señor, lo he leído al menos cinco veces. —¿Es Usted apto para redactar documentos? —Eso creo, durante un tiempo he trabajado revisando ortografía en un periódico. No se imagina usted las barbaridades que se pueden leer en el borrador de una nota. —¡En un periódico! —Pero si Usted es abogado ¿Qué hacía ahí? —Revisaba la ortografía de las notas que llevaban los reporteros. Algunas no les entendía en absoluto y eso me provocaba gran desazón. Estuve a punto de dejarlo muchas veces, sobre todo al ver la obstinación en el error ¡Hay qué ver cómo defienden los periodistas sus yerros! —Pero no había otro trabajo.
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—Bueno, eso no es particular de los periodistas noveles, supongo, habría Usted de ver lo que escriben en sus demandas y defensas los abogados. —Pero ese no es el punto. —Además, déjeme decirle que yo también, antes de estudiar y ejercer la abogacía, anduve en un periódico. Hice amigos, de ahí que mi juicio pueda ser un tanto parcial, pero no es mi intención defender o criticar a unos y otros. —Supongo que tiene Usted su título en orden y alguna experiencia laboral ligada a su profesión. —El título, sí, perfectamente legalizado, y mi cédula profesional. —La experiencia… muy poca. La verdad es que sólo litigué dos veces y no tengo registro de cómo terminaron esos casos. —Bueno, ya se sabe que en este medio se puede adquirir experiencia con un solo caso, o con ninguno, si se pone atención a los arreglos de la calle antes de entrar a la agencia del ministerio público (pensó decir Julio, pero no lo dijo). —Dos casos… son en realidad pocos. —Así es, pero lo que sí aprendí es que no debería seguir intentando algo para lo que no estoy dispuesto. —Me refiero, desde luego, a litigar. Ser secretario sería otra cosa. Se apresuró a agregar Efraín, temiendo haber dicho una imprudencia. Para su tranquilidad, en esos momentos Julio pensaba: —Lo mismo me pasó a mí, pero yo sí seguí y aquí estoy frente a alguien que se atrevió a dejar aquello que no soportaba. Ha de ser un hombre valiente. Se hizo luego un silencio y ambos miraban hacia ninguna parte, como pasa cuando no hablar parece ser la mejor opción en el reconocimiento de un semejante.
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Luego de eso, Efraín derivó a temas que no venían al caso. —¿Sabe Usted? —Nunca he usado un perfume, ni un desodorante y sin embargo no apesto, lo que es decir mucho en estas tierras de calores infames. —Acá entre nos, tengo que reconocer que algunas veces, pocas, percibía el tufo del sudor. Pero nunca comparable al de otras personas que incluso se perfumaban. He calculado que al no haber comprado esos menjurjes he dejado de gastar decenas de miles de pesos, pero no los he ahorrado aunque me lo propuse en varias ocasiones. Sin embargo, el hecho de no haber gastado en esas liviandades me debe haber procurado algún beneficio ¿No lo cree así? —Y en más de una oportunidad… ¿Tiene tiempo? ¿No lo importuno de más? —Bien, como le decía ¿O no le dije? —Ocasiones ha habido en que me he sentido rechazado. Una vez acudí invitado a una tertulia donde todos los asistentes, mujeres y hombres, estaban perfumados. Los olores se colaban sin ton ni son y me parecían desagradables. Entonces sucedió algo extraño: me miraban como alguien que no pertenecía a ese mundo y que debería desaparecer de ahí. Se percataron de que yo no olía a perfume alguno, ni siquiera al jabón de baño que me había aplicado con esmero… Efraín, de manera extraña, se sentía muy a gusto hablando frente el juez que parecía interesado en lo que decía. Julio lo observaba con detenimiento y comenzaba a notar un acercamiento con aquel individuo que de la seriedad, casi lacrimosa, pasaba a las expresiones un tanto eufóricas. Es seguro que nadie le escucha con la frecuencia y la atención que su gesto reclama, pensó Julio.
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Como si lo adivinara, Efraín agregó: —Sí, es verdad, mi rechazo a ciertas cosas que el común da por sentadas me aleja del mundo pero ¿Estará Usted de acuerdo conmigo? —Es mejor, se evita uno muchos desaguisados… dar explicaciones… No es que rehúya dar explicaciones, sino que hay que saber cuáles y porqué. Tenga por seguro que, de conseguir la plaza, estaré siempre presto a poner en papel, o donde sea preciso (ahora que las máquinas de escribir han sido rebasadas) todo lo conducente a los casos que vea. Luego, para tratar de resarcir lo que aparecía como un serio inconveniente, su impericia como litigante, y sin saber lo que el juez pensaba para sí, Efraín se soltó hablando de su interés por el puesto, de lo ordenado que todo mundo le decía que era, del cuidado casi obsesivo que ponía en todo lo que hacía, de que vivía con su madre y no pensaba irse, de que los fines de semana (“casi todos”, observó, lo que hizo volver la vista al juez) los dedicaba a poner en orden sus asuntos, que son los del trabajo solamente… Y habría dicho más si no lo hubiera interrumpido al magistrado. —Está bien, veré que se puede hacer, venga mañana y ya le diremos. Pero habiéndolo escuchado, y sin averiguar en credenciales era un hecho que sería admitido, como en efecto sucedió y al día siguiente Efraín era el secretario del juzgado. En honor a la verdad, hay que decir que Efraín cumplió al pie de la letra lo que dijo, lo cual era sorprendente en este mundo donde casi toda la gente, por no decir toda, sin excepciones, dice lo que sea para conseguir un trabajo y luego se desdice en la práctica de lo que prometió. Muchos hay
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que, además, exigen y pelean bastante más de lo que habían aceptado y convenido. Al día siguiente, en efecto, Efraín acudió puntual para recibir el nombramiento luego de algunas observaciones, recomendaciones y normas que le dio a conocer el juez. —Debe tener en cuenta el horario –Le dijo Julio. —Llego temprano y Usted deberá estar un poco antes, sin falta. —El horario… ¿Sabía Usted que cada hora del día es propicia para determinados pensamientos, actos y emociones? –Contestó el secretario. —Hay momentos en que uno se siente particularmente sensible, alegre, triste o melancólico. —Es muy importante conocer el signo de cada hora para cada uno de nosotros porque, por ejemplo, no se debe hacer promesa alguna cuando nos invade el optimismo, ni tomar decisiones graves en la hora de la cólera, que la hay, no lo dude. —¿Sabe Usted que los recuerdos de las emociones son más fuertes que los recuerdos de las acciones? —Por las tardes y noches, sobre todo si está muy nublado y llueve, recordamos con fuerza todas las cosas malas que hemos hecho, pero es la emoción que sentimos en el momento de la acción lo que se vuelve a presentar casi igual. —¿De dónde saca Usted todo eso? –Preguntó Julio, y Efraín pareció turbarse. —Disculpe, pero me parece del todo evidente, es cuestión de fijarse, tomar nota, hacer memoria.
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—¿No le ha pasado que algún asunto le preocupa en demasía a eso de las nueve de la noche y a las seis de la mañana carece de importancia? —Mire Usted, si me hicieran caso, lo que sé que no, todas las sentencias deberían darse a las seis de la mañana y los jurados no debieran deliberar por las noches. A querer o no, el juez se veía forzado a darle la razón, aunque no se lo decía. —En mi caso he aprendido a no hablar más de lo necesario, es decir poco o casi nada, después de las seis de la tarde, de modo que todos mis asuntos reciben atención muy temprano. —Y esa indicación debe hacerse a la familia, pues es a su interior donde primero quedan claras nuestras debilidades. Por eso las hijas piden todo a las nueve de la noche. Eso creo, según lo que he podido saber de la experiencia de otros, porque yo no tengo hijos. —¿Cómo se le ocurre que eso pueda ser una regla? –Inquiere Julio. —No lo es, pero sí lo más frecuente. Y muy efectivo para ellas. —Los amores, igual, ninguno debe ser valorado sino a las seis de la mañana… —Bien, dejémoslo así. Sus ideas no parecen ser tontas pero sí son algo raras –Dijo Julio, dando por concluida la charla. El padre del ahora secretario Efraín también fue abogado (ya había muerto) y por esas tonterías de las familias cuyos orgullos se agotan en la pared, se dispuso que el hijo también lo fuera. Esas cosas suelen acontecer con más frecuencia de la
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que uno se imagina y muchas veces acarrean consecuencias serias. Véase si no en el caso de médicos cuyas aptitudes y capacidades son otras muy distintas al uso del bisturí. Desde luego, la herencia es importante y los hijos de músico, en el ejemplo más socorrido, suelen tener inclinaciones musicales, pero no es una regla infalible y en el caso de Efraín lo que pasa es que siempre ha visto la abogacía como algo nefasto, dañino y, si verdadera civilización hubiera, innecesaria. Además, su práctica se daba en un mar de corrupción que le era insostenible. Por si algo faltara, le abominaban los pleitos y las discusiones. Lamentablemente era su profesión y por ahí tendría que ver sus opciones. Como secretario, nada provenía de sus propias decisiones y sólo daba cuenta de procederes ajenos. Era de esa forma que podía sobrevivir en su función. Algo parecido le pasaba a Julio: igual que el secretario, estaba en una profesión y con funciones que en realidad repelía y hasta odiaba. —Pero qué se le va a hacer, esto nos tocó en suerte –Se consolaba. Como fuera, luego de unos años, el juez Julio llegó a confiar a su secretario asuntos que en realidad no eran de su estricta responsabilidad y, así, Efraín con frecuencia llegó a dictar sentencias. Procuraba siempre aplicar el límite menor de la pena de cárcel y las multas que imponía eran casi simbólicas. —Eso sí, le decía Julio, si regresan, los quiero por un largo tiempo fuera de las calles. Curiosamente, y al contrario de lo que sucedía en otros lares, eran pocos los que regresaban. —¿Será que la cárcel les ayuda a madurar? —¡Por favor! Será lo que sea, menos eso.
VII
La madurez que no llega
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esde hace unos meses, cuando Julio está solo, o así lo cree, confiando en la puerta cerrada, le da por hablar. Reclinado en su viejo sillón, frente al escritorio de madera, todavía más viejo, Julio se sumerge en un soliloquio que, cuando rebasa el silencio, ya le han escuchado sus subalternos, cada vez más preocupados por la cordura de su jefe, de lo que éste empieza a darse cuenta pero le importa un comino. A estas alturas ya los créditos, la aceptación y el acuerdo ajeno le tienen sin cuidado. Primero es el monólogo interno, luego empieza a mover los labios, susurrando apenas, pero seguido sucede que suba de tono y entonces lo escuchan. Otras veces se dirige a sí mismo y se reclama, igual que lo hacía en el curso de sus conversaciones con cercanos, que se decía: “calla, no hables más”. Eso lo hacía con frecuencia, cuando hablaba con quien fuera: —¡Calla, no digas palabra alguna! La experiencia le decía que no saldría nada bueno si hablaba de más, así que dejaba que el discurso ajeno corriera aunque le taladrara el cerebro, sobre todo cuando lo que se expresaba eran sandeces. 65
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Esa orden a sí mismo se la viene dando desde hace años, justo cuando empezó a darse cuenta de que el silencio es mucho mejor que decir la verdad a quienes no están dispuestos a aceptarla y por lo general reaccionan agresivamente. Quizás por eso es que se hizo de esa costumbre: hablar consigo mismo frente al espejo y cuestionarse su conducta del día. No era, a fin de cuentas, algo tan extraño. Había leído que los orientales hacían algo parecido, en una especie de recuento de lo bueno y lo malo en el decurso de la jornada. De ese soliloquio es lo que sigue: —¿De veras te ha posible tomar distancia de la tontería y callar? ¿Has logrado que no te afecte, que no te mueva el ánimo y entres en la desesperación? –Porque si no, de poco te sirve y tienes que ser honesto, por mucho que te cueste. Es un lugar común pero es cierto: puedes engañar a todo el mundo menos a ti mismo. —Pues la verdad es que no, imposible, no se puede. Si acaso, que lo piensen así, pero la realidad es que debo estar fuera y no habrá poder humano que me haga desistir de esa distancia que necesito como el aire. —Es preciso que todo se desarticule de la forma en que ha sido armado para la inclusión de todos, obligada, irrecusable, que se desmorone el cemento de la convención que nos tiene atados. —Pero nos tiene, de cierto. La prueba es que aquí estamos y seguimos sus dictados. —La cuestión es alejarnos, tomar distancia grande, haciéndoles creer que estamos de acuerdo, actuando según ese trato que no requiere de protocolos pero, en el fondo, no estar.
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—No sé si eso es dable, así como ético y consecuente, pero lo considero necesario, indispensable para seguir soportando la existencia. Y ese es precisamente uno de los dilemas que arrastro. —Si, como dice Cioran, el apego a las personas es la causa de todos los dramas y el desapego un acto supremo, de lo que se trata es de que aparentemos seguir la convención sin dejar que nos atrape, que piensen que estamos apegados y, en realidad, no lo estemos. A veces puede ser hasta divertido. Hay que ver cómo te aprueban cuando creen que aceptas y concedes a cuanta tontería convencional se les ocurra. —Se dice fácil pero, es cierto, resulta de lo más difícil. Creo sinceramente que los compromisos que contrae todo humano tienen ese carácter. Que nunca se admitiría, cierto también. Era incuestionable para él que eso pasaba. Todavía más, en la espera del cumplimiento de cualquier compromiso le asaltaba la zozobra y no podía pensar en otra cosa, la misma que se iba, o al menos se paliaba, una vez cumplido. En sus reflexiones, Julio piensa que el apego quiere ocultar el deseo de la pertenencia, de las cosas, de las personas, y deriva en control que, cuando se pierde, conduce a una inestabilidad de suyo perniciosa. Se convierte en motor que impulsa la emoción de manera enfermiza hacia lo que deja de poseerse. Los primeros ecos de una relación, hermosa en el inicio, casi etérea (por intangible y sublime a la vez) y profundamente generosa, se alejan sin remedio. Al principio le basta a los compañeros el encuentro, aunque sea a lo lejos, mirar al ser amado (así se cree) sin indagar en ires y venires. Después eso cambia y el control hace lugar.
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Es una desgracia. Todo se descompone y la atención sólo está puesta en saber a ciencia cierta cada paso y hasta cada mirada, cada saludo, cada gesto. El miedo aparece en la parte débil pero ¿quién sabe? —La parte que exige puede ser la más endeble, la más insegura que, por lo mismo, busca a toda costa la certeza de que sus exigencias han sido atendidas. Exigencias que muchas veces (hasta llegar casi al silencio total) no se dicen pero que se convierten en reglas harto conocidas. Ambas partes aprenden a reconocer los simples gestos, las miradas de soslayo, el modo de andar, incluso, la posición en la mesa, y muchos otros referentes de mensajes que, gran pena, en realidad son absolutamente intrascendentes. —La búsqueda de compañía lleva a la soledad –Entendía Julio. —Al final estás solo, como al principio, y tardé casi sesenta años para saber que la solidaridad plena y el entendimiento desinteresado no existen. —Entonces ¿Para qué buscar? —Alguna vez, en la ilusión de la comprensión buscada, compartí ideas y sueños con una de tantas figuraciones y convencido estoy que nada se entendió. El hecho es que lo que priva siempre es la conjunción de intereses, o la primacía de uno de ellos sobre el otro, a condición de hacerle creer que es de él mismo. Es un engaño, una farsa, aunque necesaria para la existencia y la vida en sociedad. * Esas reflexiones y vivencias las quiso atrapar Julio en un escrito, cuando le dio por escribir. En realidad hizo varios
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que se acumulaban en un cajón de su escritorio y, de vez en vez, los sacaba al azar y los leía en silencio. Cuando empezó a escribir, de lo que fuera, aunque siempre con la intención de plasmar el sentido de las cosas, lo hizo con la sensación de empezar tarde. Y tarde habría sido para todo, le parecía, lo que explicaría su sentimiento irrebatible de inmadurez, de no saber. Pero empezar, al fin, le daría un respiro para la tragedia antes de que llegara el ingrato olvido de la pena (se deja a un lado y se desprecia, se margina y se le ve con rencor, de manera que ya no haga más daño. Eso es lo que entendía por “olvido de la pena”). Solía recordar las crisis antes de alcanzar la madurez, crisis que llega, según estudiosos del asunto, a los cuarenta años de edad, a veces a los cincuenta o un poco más. En su caso, rebasando los setenta, convencido estaba que esa madurez no había llegado como debía, pero sí en cambio la crisis, que no se iba. Fue de un tiempo a la fecha que Julio venía pensando en eso de que la madurez llega tarde para ciertas personas y seguro estaba que él era una de ellas. —La madurez llega tarde, a veces demasiado, cuando ya nada se puede hacer por recomponer rumbos –Le decía a su secretario. Y así como la madurez, no le quedaba duda, le llegó tarde, las palabras también. O quizá no era tarde sino justo a tiempo; el tiempo de pensar en el momento exacto y la palabra dicha en el instante justo. Pero había algo que no esperaría, ni a él ni a nadie: la muerte. La ausencia definitiva, al menos hasta donde se sabe, no esperaría. El plazo largo no sería respetado en la inevitable despedida.
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—El caso es que esa muerte, la indispensable y, aunque nos duela, necesaria, la que vendrá sin remedio por ley de la naturaleza, no atribula tanto el espíritu como la otra: la que no tiene por qué ocurrir en ese momento y es el humano quien la provoca. La muerte ocasionada a destiempo por un criminal, incluso por ocurrencia o desviación del espíritu y también la muerte de un condenado. Pero, cualquiera sea el caso, cuando alguien muere desaparece un universo. Nada más cierto. Es increíble la cantidad de cosas que se suprimen con la muerte y, en el caso de quienes todavía están en condiciones de tener descendencia, sólo pensar en las generaciones que no existirán, y sus bifurcaciones, ocasiona un temblor. Las historias que no se darán, los caminos que no se abrirán, la irremediable cancelación de posibilidades, que son infinitas. La muerte, que en lo biológico es la condición del renacer, el inicio de un nuevo ciclo, en lo humano es el cierre del saber, una contribución a la ignorancia. Cada vez que alguien muere, con él o con ella, se va un mundo, para mal o para bien y como sea que se considere, dependiendo de las normas en cada lugar, en ningún caso se debe cancelar la apuesta. —Creo que fue hasta los sesenta años de edad que comencé a pensar como si tuviera treinta –Le decía a Efraín. —Y el problema es que, al hacer un recuento de lo transcurrido, los errores y desviaciones, las liviandades que me han llevado a cometer terribles imprudencias, los riesgos fatales y las graves ofensas que se siguen regresando cada tarde que se va la lluvia, me asalta la congoja. —Puede ser una tontería, eso de preocuparse hasta quitar el sueño por algo que ya pasó, que no tiene remedio, y que
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además sus daños también han sido olvidados o curados por el tiempo. —Pero eso es lo que me pasa. —No es el único –Le respondía Efraín. —Si con franqueza se expresara la gente, todo mundo reconocería que sus noches se visten de gris por los recuerdos de las maldades cometidas que siempre, y no creo equivocarme, son bastantes y regresan a cobrar deudas. —Y no parece haber remedio. —La madurez es indispensable para el buen juicio. Implica ecuanimidad, calma y capacidad para evitar que las emociones asalten la razón. Por eso un jurado que se deja llevar por cualquier sentimiento en favor o en contra del enjuiciado, no sirve. Aunque todas las evidencias apunten a una certeza. —¿Y dónde, en qué ámbito de este mundo, se podrá encontrar esa madurez que no llega? —¿Habrá algún algoritmo para eso?
VIII
Todo tiene consecuencias
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urante el juicio, que corto se les hizo, los integrantes del jurado se pavonearon a sus anchas y se dio incluso el despropósito de que hablaran con la prensa que, a su vez, exigía que así fuera porque, si no, se faltaba el respeto a la libertad de expresión. Se violentaba el procedimiento, sin duda, pero no había otra que dejar hacer y pasar. Se sabía que aquello era más bien una puesta en escena, de final conocido, pues la confesión del inculpado, y su propia actitud durante el juicio, no permitían imaginar siquiera otro desenlace. De acuerdo con las normas en curso, ese jurado se podía sustituir pero eso era entrar a un terreno imprevisible y, de todos modos, esperar lo mismo. —Mejor que así se quede –Dijo Julio a su secretario. —Y no hay duda de que ese tipo de jurados, no parece que vaya a haber de otros, se equivocarán cada vez o, a lo sumo, aplicarán una pena como venganza o como premio, ambas cuestiones que nada tienen que ver con la verdadera justicia. —El problema mayor es que un jurado puede ser arrastrado a la simpatía o al rechazo por tramposos avezados, lo sabe Usted muy bien –Agregó. 73
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—Las condenas, entonces, en muchos casos son a tono con la capacidad retórica de los defensores o fiscales. —Sin duda, eso puede suceder incluso en países donde la tradición del jurado popular tiene siglos. En nuestro caso eso es muy relativo, apenas empieza y ¿qué duda cabe? otras imaginaciones pueden hacer lugar y dejar atrás lo que ahora estamos obligados a confrontar. —Sin embargo, hay casos donde la culpabilidad o la inocencia son irrebatibles ¿No lo cree así? —Cuando eso está a la vista, sin sombra de duda, la justicia se impone –Le dice por su parte Efraín. —Ese es el problema y ¿es ello posible? —En todo caso, siempre vale el intento. Buscar que la justicia se imponga sobre cualquier otra disposición de las personas que juzgan. —¿Y qué es, por ventura, la justicia? –Le preguntó Efraín. —Es un principio moral, desde luego, que implica el respeto a la verdad para dar a cada quien lo que le corresponde bajo un principio de equidad. —Pero ¿cómo se determina lo que a cada quien corresponde? ¿Cómo se define la equidad? ¿Y quién está calificado para definir lo que, sin margen de error, o siquiera mínimo, le corresponde a cada cual? —No es posible lograr óptimos en ese asunto, cierto es, pero la búsqueda siempre será pertinente –Respondió Julio. —Ahora bien, considerando que la justicia es un concepto más abarcador que lo puramente penal, que tiene que ver con proporcionar al individuo los recursos, las oportunidades y la seguridad de que sus capacidades podrán ser desplegadas a lo largo de su vida ¿No se comete una
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injusticia, al imponer una pena, cuando ese ser humano es producto, precisamente, de la desprotección que deriva del incumplimiento social de aquellas obligaciones? ¿Y si delinque precisamente por carecer de lo que el sistema debió darle? ¿Es dable condenarlo, sin más, haciéndolo responsable único de su acto criminal? —Son temas espinosos, ya se sabe, pero que deben ser abordados con franqueza y no ser marginados porque, de ser así, la sociedad está actuando a espaldas de su propia realidad. —En cuanto a lo que llamamos “aplicación de la justicia”, ya se ve que es algo muy complicado, que hace prácticamente imposible ubicar certezas. En realidad son cuestiones que dependen de los valores de una sociedad y como las sociedades son cambiantes, distintas en el tiempo y en el espacio, entonces esos conceptos, justicia y equidad, de la segunda depende la primera, son relativos. Lo que es justo en un tiempo y espacio puede no serlo en otro; de hecho no lo es en más de un caso. Y sin tratar de resolver esa complejidad, es claro que la justicia debe ser ciega, es decir no contaminarse con prejuicios, no considerar las emociones, privilegiando la igualdad ante todo, lo que no es la regla, como lo demuestra la historia a lo largo de los siglos, agregó el juez. —Pero ¿Es eso posible? –Inquiere Efraín. —No lo es a plenitud, no puede serlo, pero es factible avanzar en esa ruta. —¿A como están las cosas? ¿De veras lo cree Usted? —Tengo que creerlo. De esos intercambios con el secretario Efraín, como le sucedería con el asesino condenado a muerte por aquel jurado, Alejandro, que así se llama, Julio sacaba la ventaja del
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pensamiento reflexivo, pues se obligaba a evaluar sus propios actos. Y de una cosa estaba seguro: si recomenzara de nuevo, si volviera a vivir desde el principio, muchísimas cosas no las haría como las hizo. No andaría los caminos al mismo ritmo, aunque, eso sí, procuraría que fueran más; no repetiría los excesos que le avergonzaban (y que a nadie revelaría); no azotaría la puerta ni gritaría al compás del enojo; a nadie humillaría, así fuera con la simple exposición de una razón no entendida, y la humildad del saber, la condición que lo hace asequible, sería su divisa inamovible. Si bien la presunción no había sido un rasgo de su carácter, sí era frecuente que se le tratara con una deferencia excesiva y no lo evitaba, así que lo haría si el camino se pudiera andar de nuevo. Pero a últimas fechas los recuerdos le pasaban facturas y la pena aparecía cada tarde, con la mirada en el vacío. Como Kazantzakis, lamentaba el no poder conservar la pena intacta pero, a cambio, declaraba la sustitución permanente de una pena por otra, de una angustia por otra. Así, poco o ningún resquicio dejaba a la risa diáfana, alegre, si acaso al rictus que no puede disfrazar el temor de todo y por todo. Por eso el gesto agresivo que, en la primera impresión, casi todos se llevaban. Cuando le conocían más y mejor, si es que es dable conocer o, al menos, lo que por ello entendemos, era bien visto. De algunas gentes se podría decir que le estimaban, a lo lejos. Muchas de sus reflexiones las ponía en el papel reciclado, escribiendo en el reverso de los borradores de expedientes ilegibles, de esos que nunca aprenderían a hacer con propiedad abogados incultos y más ignorantes de lo que se cree. Leer las demandas era un sacrificio, parecía que esos
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abogados no habían transitado siquiera la escuela primaria y las excepciones eran eso y rarísimas. En otra arista del entorno leguleyo, que provocaba gran inquietud, a varios de sus colegas los habían asesinado en esta tierra que se rehúsa a mirarse en el espejo. Las más de las veces porque se comprometían a liberar algún preso, narcotraficante o ligado a sus negocios, y no cumplían. De uno de esos desenlaces fatales se sentía algo responsable pues fue él quien le negó el favor a un viejo conocido, parte de la escenografía de los juzgados, al que le cayó un asunto así. Se comprometió y no contaba con que el litigio llegaría a manos de Julio, quien se negó terminantemente a liberar al cliente de su amigo, responsable sin lugar a dudas del crimen por el que fue condenado. Unos meses después de la condena, su amigo fue acribillado a las puertas de su casa, a unas cuadras de donde vivía el gobernador del estado. Otros abogados fueron asesinados por maridos o amantes celosos, y presos, pero capaces de disponer acciones desde su encierro, porque el abogado se había relacionado con la mujer del recluido, que es por lo general la que se encarga de las gestiones una vez que el marido, o el amante, es encarcelado. Sin entrar en esas categorías, por así decirlo, un caso le llamó la atención sobre los otros. Se trató de un compañero universitario, de evidente capacidad y perspicacia, que siempre ocupó los primeros lugares de su clase. Casó con la heredera de un fincateniente del que se decía su principal negocio era otro. Julio asistió a esa boda, lo que era raro porque no gustaba de tales bochinches, fue rumbosa y con gran despliegue de recursos. Que auguraba una vida de felicidad y éxitos, había dicho el padrino de los novios,
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otro conocido de Julio. Pues bien, una mañana descubrieron el cadáver de su amigo cosido a puñaladas y su mujer al lado, con cierto pesar. En el curso de un asalto lo habían apuñalado mientras se encontraba dormido, dijo ella, y que lo vio hasta en la mañana porque se había quedado en otro cuarto, agregó. Se anunció la investigación pero, es de sobra conocido, las corporaciones policiacas de por acá nunca han sido duchas en investigar lo que sea y lo muy poco que “descubren” es a base de tortura o porque, de plano, alguien se los dijo. En este caso eso último pasó y fue una hermana del abogado apuñalado quien dio la pista: la mujer lo había asesinado aunque no sabía bien porqué, ya que Fermín, que así se llamaba el litigante muerto, nunca le había sido infiel o la había tratado mal. La presunta asesina, con las facilidades del caso que alguien le proporcionó desde los mandos policiacos, se fue del pueblo y fue condenada en ausencia. Según se dice, vive a todo lujo en Estados Unidos, ruta que han seguido muchos otros que hasta franquicias pueden comprar siempre y cuando completen la cuota, que va de los cien mil dólares al medio millón. Algo raro sucedió en ese caso y de cuando en cuando Julio lo recordaba. Otro de los muertos, eran ya muchos, fue ultimado por hablador. Presumía de sus relaciones en cuanta cantina estuviera y tenía fama de bravucón. Una noche, sencillamente alguien se hartó de sus balandronadas y le enterró un picahielos en el corazón. En el velorio, curiosamente, fue evidente que, en efecto, tenía bastantes relaciones. Acudieron políticos y funcionarios, dirigentes y periodistas. Las esquelas del día siguiente también dieron cuenta de ello. Julio, sin
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embargo, no supo quién era hasta la noticia de su muerte, lo que daba cuenta de su estatuto de extraño en el medio del que formaba parte. —Sí –se repetía al compás de un temor soterrado. —Todo tiene consecuencias.
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Cuando la lluvia se va
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ecuerdos, vivencias, intenciones al calor del momento y planes que, en su gran mayoría, nunca se llevarían a cabo, es lo que escribía Julio en aquellos trozos de papel viejo que un día Efraín encontró y leyó a escondidas, tomando las providencias para que su jefe no se fuera a enterar. Una vez que superó el temor, y cierto reclamo moral por invadir la privacidad de su amigo, sabedor de aquellas confidencias el secretario motivaba la plática para escuchar lo que ya sabía, o lo que se podía saber a partir de aquellos escritos. Algunas tardes, espantando los calores con cervezas frías, las confidencias hallaban lugar. A intervalos, entre silencios, como ocurre en tales casos, en efecto Julio abundaba en el relato de sus andares a preguntas de su amigo y secretario. Un poco hablando consigo mismo, otro poco con la seguridad de un escucha amable, Julio rememoraba: —Desde pequeño me atrajo la música, pero no desarrollé como debía mis habilidades porque invariablemente me ganaba la desesperación. Pero llegué a tocar la guitarra con cierta propiedad y un día, a los sesenta años, comencé a tocar el piano. El instrumento se aceptaba, o no, según el momento, para tocar o escuchar, pero había una 81
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excepción: Mozart siempre era bienvenido. Para escucharlo, sobra decirlo. —Todavía lo hace, tocar, le he escuchado algunas veces al llegar a su casa –Le dijo Efraín. —En efecto, pero me asalta la flojera. El piano se tiene que practicar a diario si no se quiere pasar de villamelón tocando cosas menores que pueden agradar a quienes no saben lo suficiente de música. Es mi caso, porque la constancia en el asunto no se me ha dado. Un ex alumno, que ahora es pianista consumado, me ha contado que, estudiando en el conservatorio, practicaba al menos ocho horas diarias. Desde ese momento supe que nunca sería bueno en eso. De su infancia, Julio le contaba a Efraín que, en la parte trasera de la casa familiar, quedaba al norte, había un revoltijo de escombros, láminas desechadas y trozos de madera de distinto tamaño, algunos con clavos y herrumbre. Con la agilidad que les caracteriza, jugaban ahí unos cuantos gatos a los que, de cuando en cuando, la madre de Julio acercaba un tazón viejo con algo de leche. Los gatos acudían pero nunca hacían caso de llamado alguno, a nadie obedecían y eran reacios en extremo a cualquier acercamiento. Se explica, entonces, que a todos sorprendiera que con Julio el trato fuera distinto de manera notable. —A todos los gatos les llamaba yo “gato”, simplemente. —Me sentaba en una pila de ladrillos y ellos se acercaban, se acurrucaban en mis piernas y era frecuente que tenía que despedirlos sin mucha cortesía, cuando el tiempo me apremiaba hacia otra distracción. Nunca lo tomaron como agravio, colijo, porque siempre regresaban cuando me veían.
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—Tal disposición de los gatos hacia mí generaba comentarios y no faltaba quien señalara rareza en esa circunstancia. Esa suerte de particularidades que, a los ojos del vecindario daban cuenta de algo raro (los gatos no son más que un botón) derivaba en opiniones que quieren parecer inocentes y desprejuiciadas, pero que se emiten con una dosis de mala fe. Eso me acompañaría durante toda mi vida. Efraín escuchaba oteando el horizonte, sin ver directamente a su interlocutor, lo que no era necesario pues ese tipo de atención simplemente se percibe. —En las tardes lluviosas me refugiaba en ese espacio donde había construido una techumbre de lámina, sin puertas ni ventanas, tan sólo cuatro soportes de estuco. Claramente ese refugio no era en absoluto funcional y yo terminaba invariablemente empapado lo que, a la postre, muchas veces derivó en problemas porque desde entonces he padecido de una alergia, molesta y agresiva, que me ocasiona tos recurrente, síntomas de gripe y, a veces, fiebre. A sabiendas, casi siempre hacía lo mismo. —Del tejabán, más hacia el norte, se prolongaba un patio enmontado donde crecían quelites y bledos, huachapores, y un viejo tabachín que mandaba sobre las hierbas retorcidas. Al poniente de ese patio vivían unas mujeres plantosas que no eran bien vistas por el cotarro. Se decía que las buscaban hombres y reían con relativo estruendo. No les gustaba a las buenas almas. —¿Las conoció bien? –Preguntó Efraín con cierta dosis de picardía. —Lo que es dable conocer a aquella edad, cuando otros ánimos no han hecho presencia. Algunas de ellas me mira-
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ban en mi puesto vespertino y me sonreían. Los gatos iban a esa casa también. De una, cuyo nombre no me viene a la cabeza o nunca supe, recuerdo que protagonizó un pequeño escándalo que fue llevado a grande por la tontería que reina en los barrios. —La fue a buscar un vecino de la avenida A, casi llegando a la C, briago, para recordarle una gira de esas que brincan por las noches de infortunio sentimental. No faltó quien le fuera a avisar a la mujer del briago y ésta se apersonó y airadamente, a gritos, reclamó por lo que no sabía pero que la breve turbamulta le había enterado a su manera. Aún no lo puedo explicar del todo, pero aquella mujer que protestaba me pareció ridícula, y su pretensión de agravio terrible casi como un pretexto que dejara de lado sus propios excesos y mentiras. —La acusada, algunas tardes llegaba a mi caserío imaginario y, siempre me llamó la atención, los gatos también la buscaban. Se quedaba a unos metros, detrás de un cerco de latas, y me miraba, sonriente. —¿Cómo te ha ido el día? –Preguntaba a sabiendas de que no le iba a responder con propiedad. Si acaso con un gesto que quería decir: “más o menos”. —Ya vienen los calores –Y yo asentía. —Así seguía, platicando con ella misma y dando por sentadas mis aprobaciones. —Cuando seas grande vas a ser muy afortunado, me decía. —Sólo procura mirar de frente y hablar poco, es lo mejor. El silencio siempre ayuda a no cometer excesos.
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—¡Qué no daría yo por haber callado cuando era lo mejor y más prudente! –Decía. —El silencio me habría hecho afortunada, pero casi nunca le hice caso. —Yo escuchaba a aquella mujer satanizada y ya intuía que lo más seguro es que no siguiera sus consejos, como sucedió a fin de cuentas. Luego permanecía en silencio por largos minutos, mirando hacia la calle. Su imagen reflejaba una calma digna de plasmarse en un lienzo. No era como la composición que Matisse expuso en París, en 1905, y que llamó “Lujo, calma y voluptuosidad”, pero sus rasgos, difuminados y misteriosos, causaban una impresión un tanto parecida a la que el francés representó. Como fuera, mi amistad, creo que así le podría llamar, duraría sin los reclamos de la presencia y el tiempo. —Ella tenía un perro y una gata que en cuanto veían llegar a un extraño se le colocaban entre las piernas. El perro mostraba sus colmillos y la gata asumía una postura de ataque. Nada hacían en realidad, pero más de uno se quedaba a buena distancia de la casera. —¿Y la escuela? Le pregunto porque, en cuanto a mí, siempre fue un problema. No sé cómo hice para sacar adelante ese sacrificio que, aunque con el tiempo le he procurado descargos, siempre concluyo que eso era –Dice Efraín. —No hay mucho, en realidad, que contar. Hicieron mis padres esfuerzos, aunque quizás no los suficientes, para que asistiera yo al Jardín de Niños. Infructuosos todos porque me asaltaba un temor irracional a lo que hubiera detrás de la reja metálica que protegía la entrada. Un sirviente de la casa materna, Márgaro, que así le nombraban, me llevaba y me
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traía después de largos minutos de llanto abierto. La cuestión se complicaba porque, de repente, Márgaro acompañaba mi llanto, a veces con mayor aspaviento que yo. El mozo era ciertamente retardado y en varias ocasiones su defensa de las burlas de los niños del barrio me llevó al pleito. Así que no me pude quedar en el jardín de niños y, ante tanto escándalo, no insistieron más y velaron el intento de recuperar aquel alumno de tan impropio, pero perfectamente entendible, comportamiento. Tan estentóreo sería aquello. —Al tiempo me tocó ir al colegio de paga, debido a la terquedad de mi madre por aparentar lo que, nunca lo supe de cierto, se suponía que había sido nuestra familia, portadora de cierta aristocracia cuyo sentido todavía no entiendo. —El mundo está lleno de liviandad y tontería. En el colegio separaban a los niños cuyos padres no habían cubierto la colegiatura y los exhibían cada lunes, antes de iniciar la jornada escolar. —Yo era casi permanente parte de ese grupo hasta que, un día, descubiertas mis habilidades declamatorias, los dueños del colegio se vieron obligados a soportar la morosidad paterna. —Me llevaban a concursos que, casi siempre, ganaba. Una vez, en un poblado cercano, comimos unos trozos de carne dorada con arroz blanco. Ese plato me gustó mucho y se lo proponía a mi madre, que era excelente cocinera, quien lo hacía, y mejor. Después, cuando me fui de casa, siempre procuraba aquel sencillo manjar y nunca lo encontré igual, lo que me sorprendía porque era algo muy sencillo. Después entendí que no era el bastimento sino la circunstancia, el momento y quien estuviera al lado.
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—Recuerdo también que, un día, me di cuenta que no llevaba zapatos camino al colegio y en lugar de regresarme, no estaba lejos de casa, di vuelta rumbo al mercadito Buelna y ahí me pasé todo el día. Cuando regresé, nadie se percató de que no llevaba zapatos. —Del colegio pronto encontré la manera de escabullirme y no llegar al aula. Me iba a un parque cercano y, cuando me aburría, me refugiaba en un templo del rumbo donde se disfrutaba de una calma que ahora no se encuentra en lado alguno. Cuando me descubrieron, que no fue pronto pues pasé algo así como tres meses ausente de la escuela, mi madre hizo correr la especie de que yo quería ser sacerdote y seguí el juego. —Las tardes del sábado, en reuniones donde mi padre tomaba cerveza con sus amigos, mi madre les repetía que sería yo sacerdote y aquellos se me quedaban mirando a los ojos, inexpresivos en mi intención pero misteriosos para ellos. —Cerca del templo estaba el parque que también frecuentaba y ahí me la pasaba en los columpios. Llegué a tener gran destreza pues me columpiaba de pie, hincado o colgado de las cadenas que sostenían una pequeña tabla que servía de asiento. Fue por aquellos días, y me sorprendo ante el recuerdo, que sentí la primera atracción hacia las niñas. Era, ciertamente, tan solo la búsqueda de alguna admiración que se hiciera presente en la mirada sorprendida. —Los domingos íbamos mis hermanas mayores y yo al mismo parque. Mi madre me acicalaba con esmero y ponía quinado a mi pelo. Recuerdo que me tomaron una foto. Traía una camisa a cuadros de cuello ancho y, aunque en blanco y negro, en la foto resaltaba el claro de mis ojos. Esa foto se
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guardó en un cajón desvencijado del ropero de mi madre por años y no recuerdo cómo llegó a mis manos tiempo después, ni cómo se perdió, tal cual les pasa a las fotos todas del mundo. —También de mi infancia recuerdo que, cuando se iba la lluvia, los niños llorábamos. La lluvia nos daba alegría, era propicia para juegos y diversión para la que no teníamos recursos. No había mucho aparte del campo abierto y la lluvia era benévola, nos dejaba hacer, imaginar, volar sueños. Cuando dejaba de llover regresaba la tristeza y nos enojaba, al tiempo que nos llegaba una pesadumbre... que la lluvia se fuera. Efraín recordaba en esos momentos que lo mismo le pasaba y se preguntaba cómo era que los seres humanos podían coincidir tanto en aquellos pequeños infortunios y felicidades. No había conocido a Julio hasta el día en que llegó a buscar trabajo y, por extrañas e incomprensibles razones, sentía que habían vivido casi lo mismo. —¿Y sabe Usted porque pasaba eso? –Preguntó Efraín, interrumpiendo el relato que Julio armaba a trozos. Sin esperar respuesta, agregó: porque no había más y sentíamos que nos quitaban algo que a nadie pertenecía y era de todos, que era un abuso. —Pero no todos éramos iguales, no todos. En efecto, Julio recordaba que a los hijos de Andrade, el rico del barrio, parecía no gustarles la lluvia. Cuando llegaba se les podía observar pegados a la ventana mirando con desagrado a la calle donde los pobres jugaban entre brincos. Sería porque no los dejaban salir a hacer compañía a aquella turba de desharrapados felices o porque en sus casas tenían
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juguetes de sobra. Como fuera, ciertamente no tenían la misma actitud que la plebe del barrio. —Si no te pesa que la lluvia se vaya, si no te enoja que la naturaleza ponga fin a tu alegría, si no te da pena, si no te pones triste y hasta lloras, es que no somos iguales… * Efraín, como sucede prácticamente con todo el mundo, tenía una vida oculta, de esas que no se saben hasta que están frente a uno. Era alcohólico. Si bien no era bebedor consuetudinario, al menos cada dos meses se embriagaba hasta casi perder la conciencia y con frecuencia perdiéndola. Había acudido varias veces a los grupos de anónimos pero nunca se pudo quedar. ¿Cómo fue que lo pudo ocultar? Había hecho costumbre que, pasadas ocho semanas, pedía un permiso para irse desde el viernes por la noche y regresar hasta el lunes tarde. Lo conseguía siempre, y se iba nadie sabía a dónde. Una de esas veces había estado bebiendo desde el día anterior y amanecido, entre dormido y despierto, en las penumbras de un hotel de mala muerte. Empezaba, como otras veces, a gritar: —¡¿Quién es como Larisa Antipova?! –Vociferaba de pronto. —Nadie. Y todos. Eso no existe y ahí está… en la novela y a la vuelta de la esquina. Y es bello, es cierto. La debilidad humana en todo su esplendor, la miseria y la poesía, de la mano, con lazos invisibles pero irrefutables... Larisa.
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—¿De dónde sale la condena a esas mujeres bellas y buenas que terminan en el drama sin remedio? ¿Qué de Naná? ¿De Madame Bobary? Del Zhivago, cada vez que releía el texto, lejos del vuelo de los clásicos, se decía, imaginaba un tren desaforado con el guerrillero al frente desafiando al viento helado. Se imaginaba él mismo. La mirada fría y el gesto ese que figura la posesión de los más altos principios. —Sólo se figura, lamentaba. La realidad impone límites. —El truco consiste en ignorarla. Al final te cobra, pero en el camino puedes pretender que no existe. Strelnikov no era más que una evidente derivación de Pasha Antipov, del espíritu quieto a la revolución del alma. —Pero ¿valdría la pena? ¿Qué con el sufrimiento de todos para lograr una migaja, algunos lustros de esperanza que iría a las cañerías, como sucedió sin remedio? —¿Sabe Usted? Le decía al portero de turno, los americanos se sacaron de la manga a Gorbachov y luego a Yeltsin. La corrupción hizo su parte ¿Y qué hay ahora? —Un remedo del capital rupestre. En eso pararon los soviéticos ¿Valía la pena? —¡A ver qué dices, Strelnikov! Y en la película aquella la música de Maurice Jarre, las imágenes de la nieve en Varýkino, el poeta escribiendo en el instante de la inspiración, todo eso le enervaba pero, al regresar a la vida (así lo veía) se inconformaba con aquella figuración, que en la calma le parecía sublime. Lo que ni él mismo podía entender era la intolerancia con su propia debilidad. Por eso, quizá, siempre anteponía un mosaico de figuraciones a la realidad que transitaba y, sin saber aún cómo, se insertaba su parte en aquel contexto
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desquiciado, se iba a las calles intrincadas a ver pasar el mundo. Conoció, siempre hay un par oculto para cada cual, a una mujer que le dedicó su atención y una parte de su vida. Ofelia, se llamaba, y había ido al juzgado a solicitar trabajo, que no encontró, pero que fue el inicio de una relación de profundos altibajos con Efraín. —Debo dejar de tomar –Le dijo un día, en una de esas pláticas necesarias entre habitantes del mismo entorno. —Pero tú –le dijo Ofelia. —cuando te emborrachas eres encantador. Así lo creía a pie juntillas y el hecho es que cada vez que Efraín se embriagaba su personalidad retraída y silenciosa se cancelaba y daba paso a una extroversión sorprendente. En su pueblo nadie, o casi nadie, lo sabía, pero en la tarde del encuentro primero, pasando por la estación del tren, ella lo vio bajar bailando con una botella en la mano y sonriendo al mundo con una evidente felicidad que no le duraría, ya se sabe. Había sido una imprudencia, así lo creía Efraín, que de su vida misteriosa alguien cercano pudo ver y eso le acarreó la seguridad de una compañera. No era malo, al contrario, Ofelia siempre fue una mano amiga. Y era con ella, solamente con ella, que podía compartir ese secreto. Algunas veces lo acompañaba, otras, las más, no. Cuando solo se iba, Ofelia no dudaba. Sabía que más allá de su vicio ninguna otra cosa le motivaba en esos lances. la fidelidad nunca estuvo en duda. Sin embargo sus reclamos por la pertenencia y la seguridad fueron subiendo de tono hasta que, un día, Ofelia se fue. A partir de entonces, cuando Efraín regresaba de sus encierros etílicos, su mirada estaba más perdida que de costumbre pero nadie en el juzgado, salvo Julio, parecía
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darse cuenta. ¿Por qué esa extraña conciencia del mal ajeno? ¿Cómo es que entendía, sin cruzar palabra, lo que le pasaba a su secretario, subalterno formal y amigo? —Porque somos iguales en el fondo, se respondía. —Esas giras yo las hice durante mucho tiempo y conozco sin asomo de duda lo que le pasa, lo que siente, su desesperación me hace recordar lo que yo mismo ¿viví? –Pensaba Julio. —¿No se ha dado cuenta que todo se torna más oscuro cuando la lluvia se va? –dijo efraín.
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Un velorio
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esde niño, Julio lo decía con más ánimo que certeza: a los cincuenta años (de edad) me retiro, me jubilo, contando, desde los 18, más de treinta años de servicio, aunque trabajó desde los siete años, o antes, ciertamente en labores que podía realizar. Pasó de repartidor de periódicos y pintor de cruces en Día de Muertos, a vendedor de pasquines, limpia parabrisas y despachador de gasolina. En el 68 del siglo xx, maestro de escuela. Pero no, los cincuenta pasaron y siguió porque había sido atrapado por méritos que son dinero y acaso el compromiso, el deber que llamaba a cumplir la promesa de la preparación adquirida, no le permitió concretar fue quel deseo. Siempre ha pensado que los grados no fueron más que la necesidad de la credencial. “A veces se piensa mejor sin grado alguno”, solía decir. Escribir, en realidad lo hizo bastante. En libros colectivos, ensayos, capítulos, cosas así, pero ninguno parecía satisfacerlo. —Hacer o participar en un libro es una gran cosa –Decía Efraín, que ninguno había escrito, pero sin ánimo de alabanza gratuita. 93
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—Mueve a la admiración, pues no es cosa fácil hacerlos, agregaba. —Será –Decía Julio —Pero déjeme decirle que, ya en esa ruta se puede convertir en algo rutinario y, con la suficiente práctica, fácil. He llegado a pensar que, sobre todo en asuntos de corte social, donde se pueden desenvolver obviedades y lugares comunes, bien se pueden confeccionar varios con la misma pieza de tela que, esa sí, como de milagro, se agranda cada vez. —Quizás, pero como nunca he andado esos caminos sigo pensando que no cualquiera puede –Respondía Efraín. —También sucede que esa percepción social del trabajo publicado no corresponde a la que el autor, lo diga o no, tiene en realidad de su obra. No deje de considerar que estoy hablando de publicaciones de corte académico y de temas cuya relevancia está dada por la cercanía, y la repetición. Problema que no se resuelve, problema que sigue ocupando lugar, es cierto. —Pero es un lío para mí. La desesperanza, el aburrimiento, el desapego al quehacer, el que sea, tiene años y, paradójicamente, también el reconocimiento externo por lo que hago, que les parece muy bueno y hecho con gran ánimo. Oscuro camino el del pensar. —¿Será que esos andares se prefiguran desde que uno es niño? —Usted me ha contado que en su infancia le daba por contar cuentos… –Dice Efraín. —Julio se queda pensativo y trata de explicar: —La infancia, según dicen muchos (y ha de ser verdad, aunque relativa) se refleja en el futuro, en alguna medida sin descargo de las desgracias, como recuerdo feliz. No fue
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mi caso. Debía ser como las estaciones del año: primavera, verano, otoño, invierno... envejecía como un niño que se arruga, simplemente... no era una vejez honorable, ni en la apariencia... De eso hablan en la cantina que suelen frecuentar, donde reina la calma previa al escándalo de la embriaguez. Piden la siguiente tanda y Julio se queda en silencio. Era, la suya, una cara ortodoxa, de esas que ilustran la niñez con rasgos comunes; como la adolescencia, que se pierde en una precoz adultez, cual sentencia despiadada. Efraín le mira con admiración y respeto. Le considera el hombre más inteligente que ha conocido y el más sensible. También, a su pesar, el más infeliz. No urge la continuación de ese relato que le parece hermoso y conmovedor. Simplemente espera. —Hace ya muchos años –Habla por fin Julio —Miré una película, franco italiana, creo. Llovía en Rímini junto a la congoja del personaje. “Tengo que ir a Rímini”, me dije y es hora que no voy. Algo parecido me sucedió con las fotos de Taormina y ya, me tengo que ir, digo muchas veces y es hora que no voy. —Debería Usted haber escrito todo eso –Comenta Efraín, como si nunca hubiera leído lo que había encontrado en el cajón del escritorio del juez. —Lo inicié –Aclaró Julio —Pero, como muchas otras cosas, no lo llevé a conclusión y una tarde destruí casi todo lo que había hecho. —¿Todo? ¿Destruyó Usted todo? —Inquirió Efraín, que sabía que eso no era así. Julio duda al responder: “casi todo”.
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—Pero es difícil terminar y todavía más complicado publicar en mis condiciones. Creo que, en el fondo, es lo que siempre he querido hacer, pero ya no se podrá. Un escritor, y perdone Usted la necesaria explicación que hace suponer que yo lo habría sido, necesita alejarse de su mundo, tomar distancia de los suyos y, a la hora de relatar cosas, que inevitablemente darán cuenta de sus cercanías, hacerlo como si estuviera completamente solo y a nadie conociera (aunque sin esa condición tampoco escribiría). Si lo que escribe es leído por la gente que le rodea, todos encontrarán mensajes ocultos y abiertos; menciones interesadas que solamente están en su cerebro (pero que alguna relación tienen, es cierto, con sus vidas) y no faltará quien se disguste por no aparecer, o por aparecer, de algún modo, en aquello que Usted cuenta, bien o mal. Es curioso, pero fuera de los que se identifican con razón o sin ella, con personajes y situaciones, nadie más lo sabría. Como sea, reclamarán actoría o ausencia. El arte, pensaba Julio, la creación artística, es esclavizante, se encuentra uno en un estado permanente, o casi, de agobio por la obra inacabada (que son todas) y la deontología, el concepto del deber, atosiga sin revelarse, casi a escondidas pero sin remedio. —Lo he dicho bien —Y eso justifica el abandono de tarea tan ingrata y exigente. Al paso que iba terminaría preso de mis propias metas, lo que no tiene sentido porque esas metas son intrascendentes, ridículas. —En el mundo de hoy (sospecho que igual pasó en el de ayer) no hay otra cosa que destellos de la felicidad relativa, cada vez más imperceptibles, lejanos hasta la ausencia.
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—Por eso se cuentan las cosas sin más intención que el cuento en sí mismo. La opinión de los demás me importa un comino, por no decirlo de manera más gráfica. —Así que quizá sea mejor no escribir, mejor se lo cuento, al fin que Usted no ha sido personaje de mis figuraciones. —Lo que mucho le agradezco, por cierto —Dice con cautela Efraín. Pero el secretario pensaba ¿Qué pasará con aquellos escritos que, sin duda, ahí están? —En algún momento tendría que decírselo, pero la verdad es que eso nunca sucedió y los manuscritos se fueron junto con los muebles viejos y el escritorio desvencijado que, a la muerte de Julio, fueron llevados al depósito y luego a la basura. La tarde se iba lentamente, como en los días aquellos de Semana Santa frente a las playas de El Tambor, sin más tarea que esperar la noche para dormir con el arrullo del mar. Eran, esos amigos, almas solas que se hermanaban en los recuerdos de cada quien, como si juntos los hubieran vivido y, así, se hacían compañía. Un día antes habían ido al velorio de un amigo cercano, José Luis, del que ambos, Julio y Efraín, tenían el recuerdo de la bonhomía que no espera recompensa. Se encontraron en la funeraria con otros viejos amigos y parecía evidente un cierto pesar compartido porque el ausente era de veras estimado. Los consabidos saludos y luego la plática esa que se da en tales casos, la misma que deriva quién sabe a dónde y que lo mismo da. A los velorios y entierros Julio era sumamente reacio, no le gustaban en lo más mínimo y, aún más, los repelía. Estuvo una o dos horas y se fue antes de que llegara la marabunta, algunos genuinos, es verdad,
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otros porque la convención lo exige. De la muerte de José Luis se enteró la mañana de ayer y quizás, pensó, era la razón del extraño desasosiego que le asaltó desde temprano. Se lo dijo a Efraín y fueron al velorio. —Nos vendremos pronto, como siempre –Respondía EfraínLe advirtió. —Por supuesto, y si la plática se prolonga haremos lo de otras veces: digo recordar que tenemos un pendiente en el juzgado y listo. —De acuerdo, vamos.
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Llegaron las visitas
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or los días de fin de año, la Navidad y el Año Nuevo, de asueto y vagancias restringidas al espacio conocido, no era mucho lo que aquel barrio podía ofrecer, pero sin duda era suficiente. El dos de enero las caras eran largas y no se veían con simpatía los primeros días del nuevo año sencillamente porque la fiesta se había terminado. El seis de enero, el de los Reyes Magos, no tenía mucha repercusión por acá y casi pasaba de largo. Pero antes de la Navidad y hasta la víspera del Año Nuevo, también era tiempo de visitas de parientes que entonces, así parecía, vivían al otro lado del mundo y hacían la gran hazaña de venir. Cuando llegaban, de inmediato se les trataba como a una aristocracia. Julio recordaba y también se lo platicaba a Efraín. —Que ya casi llegan, de Los Ángeles, pasó avisando Enrique, amigo de esos tiempos que ahora toca la guitarra en un trío y que, sorprendentemente, aprendió a cantar. —En carro vienen y van a traer paletas y dulces –nos dijo. Las más buscadas eran las sugar daddys, de cubierta amarilla y letras rojas. Duraban mucho, casi toda la función en el cine Alcázar donde eran clientes habituales los pequeños del barrio, pese a que las funciones terminaban después de 99
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la medianoche. Se podía regresar caminando sin peligro alguno, mucho antes de que este pueblo se convirtiera en una selva medio pavimentada, por obra y gracia de políticos y delincuentes que la tomaron por asalto. En el barrio todos estaban emocionados y más porque venían la Yolanda y la Coneja, primas del Enrique que despertaban ánimos hasta entonces desconocidos. —Nos apresuramos a limpiar vidrios en la gasolinera, rellenar latas de aceite para revenderlas y lavar carros –Cuenta Julio. Casi siempre lo hacíamos para juntar dinero y gastarlo en la verbena, pero cuando venían los parientes de Enrique era para estar preparados. De suerte, eso lo gastaríamos con sus primas. A unas cuadras estaba el taller de Don Néstor, que se paseaba en una moto Indian por los camellones del bulevar y tenía un Willis de doble tracción que, en Semana Santa, llevaba a las playas cercanas. Los invitados eran de privilegio y todos tratábamos de hacer méritos en los días previos. —El hijo de don Néstor, de nombre Vladimir, desde muy chico conducía moto también y en ocasiones el Willis, despertando el azoramiento de quienes entonces soñábamos con una bicicleta. Tenía, sin discusión, gran ventaja sobre el grupo de desharrapados que formábamos. —El sábado por la tarde, el día de la llegada según anunciaron, nos juntamos en el camellón de la avenida A para esperar. Pero cayó la noche y no llegaban. —La espera siguió hasta que la llamada irrebatible de las madres nos hizo regresar cada quien a su casa. Al día siguiente nos asomamos muy temprano para ver si el carro de los parientes de Enrique se encontraba estacionado frente
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a su casa. Lo estaba y luego todo fue prepararnos para hacer presencia. —Pero nada resultó como lo planeamos. Estábamos en franca desventaja ante la competencia y, a lo sumo, recibimos algún saludo y algunas miradas. Quizás nos faltó ímpetu, arrojo. Pero no estábamos todavía para eso, así que nos sentábamos a la orilla de la banqueta y las veíamos pasar. A media cuadra, entre la A y la G, estuvo varios años una especie de central de autobuses foráneos y casi contiguo a la casa materna de Julio estaba el restaurante de doña Alejandra, señora que había venido de San Ignacio y que expendía variados antojitos, baratos y de muy buen gusto. Por ahí recalaban hermanos y amigos. Doña Alejandra era sumamente bondadosa con ellos (con frecuencia no les cobraba) y siempre recibía a todo mundo con una sonrisa y regalaba palmaditas en la espalda, pero un día de noviembre del 63, de aciago recuerdo, su cara redonda se miraba al punto del llanto. Julio recordaba que esa tarde-noche, cuando llegó el carro de Donaciano, amigo de la familia, en el asiento trasero venía, correctamente sentado, su padre, en medio del Bizco López y el Pepe Largo. Él contaba esa historia a su fiel escucha. lo hizo varias veces y Efraín siempre prestó atención, adivinando cada palabra que seguía. En la esquina de la calle G había una cantina, “El Capiro” se llamaba, donde se reunían los hombres del barrio a beber hasta caer la noche. Julio iba por ahí a hacer mandados y llevar recados a las mujeres enojadas que bien sabían dónde estaba el marido gastando el sueldo de la semana. Esa tarde la cantina estaba casi sola, pero cerca de las cinco de la tarde empezaron a llegar los
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clientes y bebían en silencio. De cuando en cuando uno de ellos salía y se informaba de algo; regresaba y seguían esperando. Cuando el auto de Donaciano pasó por enfrente fue como si lo presintieran y se dirigieron a paso veloz a la puerta de la casa de Julio. —Fui el primero que se acercó y de momento no entendí. De pronto, como un latigazo, supe que estaba muerto y rompí en un llanto que no conocía, violento, lleno de ansiedad y tan fuerte que de la casa salieron ante aquel anuncio imposible de soslayar. Recuerdo que Jesús, amigo de mi hermano mayor, me retiró como pudo del cadáver que yo no soltaba y luego, así nomás, entré en una especie de letargo. Me fui a una esquina de la sala y ahí permanecí durante horas. —El día en que enterraron a mi padre, ya no me sentía triste. lloré sólo el día de su muerte, cuando lo vi sentado en el asiento trasero del carro, con los anteojos puestos, casi vivo, con un largo hilillo de sangre desde donde se juntan los labios hasta manchar el chaleco viejo que mi madre tejió para él. Lo vi y lloré porque me engañó. Yo creí que estaba vivo y lo toqué, con desesperación, casi lo golpeaba y me sentí muy mal. Siempre que me acuerdo me siento igual. Desde ahí supe lo que iba a ser de mí en lo adelante, sin nadie que me viera de cerca y me dijera: “Estás mal”. En esos momentos, quizás a destiempo pero sin lugar a dudas para bien, Julio encontraba en el silencio del que escucha, y se conmueve, algún paliativo a aquella tristeza que al paso de los años no menguaba y se veía compelido a seguir hablando de sí. —Pero todo indica que pudo Usted caminar la vida y enderezar rumbos –Le dice Efraín.
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—Ese puede ser un error. Creo que lo es –Respondió Julio. —Al contrario de lo que muchos creen, no he tomado decisiones. —Y me refiero a las que uno mismo establece como rectoras de su existencia, las que se van eslabonando en su concreción temporal como los peldaños de una escalera. —La verdad es que la vida me ha llevado por donde le ha dado la gana. Me he dejado arrastrar y es hora de que no vivo para mí, no sé a dónde voy. —No espero ayuda en eso, no me interesa que alguien me diga la diferencia (que bien la sé) entre el vivir como las aguas del arroyo que va al río, y éste a la mar, y el vendaval que se abate para luego desaparecer. —Y mire que, es lo más probable, he sido un poco las dos cosas. En ese constante enfrentamiento entre la calma y la tempestad, siempre es dable irse por un tiempo, dejar el lugar de las raíces y buscar otros senderos, aunque siempre se regrese… Pero los viajes de Julio siempre han sido un pretexto de la huida, como le pasaba a Gustavo Aschenbach, el de Thomas Mann, que antes de emprenderlos su atención se alejaba por completo de todo lo que le rodeaba. Como fuera, pasado ese asunto, el de la sentencia de muerte que esperaba ratificación, y la ejecución que todos ansían, vería a dónde se marchaba, como fuera. Era un viajero incansable, era, porque ahora se cansa y a los pocos días de andar el mundo se quiere regresar. Es en el viejo sillón de su recámara donde recrea esas giras. Poco a poco, a retazos, en imágenes que primero son turbias y luego se van aclarando hasta ser luminosas y bellas, cuando
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los lugares adquieren importancia, aunque mucho tiempo después de verlos. Esta vez iría, por fin, a Taormina. Estando en Roma, unos meses antes, había investigado cómo llegar y era engorroso, como todo en estos tiempos de la modernidad inacabada y tramposa, pero iría, si el tiempo (parece que se está agotando) lo permite. Ese viaje era necesario, indispensable para satisfacer una ansiedad que no se iba, que seguiría en el trayecto pero igual iría. Ojalá no le pasara lo que con Versalles, cuya entrada todavía no recuerda bien (lo hará, en su momento) o con Florencia, de la que el Duomo se difumina en su recuerdo, la catedral de santa María del Fiore, con la cúpula de Brunelleschi y el Campanile que divisó desde antes de bajar del tren, viniendo de Termini. En todos los lugares experimentaba un deja vu, un haber estado antes y por eso, explicaba, nada le parecía nuevo ni despertaba su emoción. Parecía que había caminado en todas partes y en ninguna. Sin embargo, como ya se dijo, a los días o semanas, a veces meses, del regreso, podía recrear paso a paso todas sus andanzas y sentía un raro placer en ello. —Le hablaba yo de las visitas, de las primas del Enrique… y del carro de Donaciano, donde llegaron otras. —De eso hablaba yo... de las visitas.
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Por una muerte expedita
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na vez que Julio ratificara la sentencia de muerte, seguro que la ejecución debería ser pronto. El espíritu “justiciero” que había permeado a la opinión pública así lo reclamaba y las autoridades competentes, que se dice, ya habían buscado algunas opciones. Sin embargo, las dinámicas arcaicas de este pueblo, su falta de orden y las exageraciones de la burocracia, podrían ser un obstáculo para la expeditez. Eso lo sospechaba Alejandro, el que iba a ser ejecutado, y no ocultaba su disgusto por ello. Lo platicaba con Julio quien, sin necesidad aparente, había buscado hablar directamente con el acusado y lo había hecho en muchas ocasiones, llegando a darse una relación que todo mundo veía como extraña. Durante el juicio, sobre las poses de aquel primer jurado cuyos integrantes sentían ser depositarios de alguna nobleza, una distinción y un honor que los colocaba en una especie de Limbo, se generó una corriente de simpatía entre el acusado y el juez, al grado que éste iba a visitarlo a la cárcel y tenían largas conversaciones. En la primera, Julio dejó claro que no habría modificación alguna del fallo que el jurado emitiera y lo mismo, para su extrañeza, le dijo el acusado. 105
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—Deberían hacerlo inmediatamente, la ejecución, después del fallo –Decía Alejandro. —¿A qué esperar más? —Es una tontería. —¿Por qué estuvo siempre tan seguro que sería la pena de muerte? –Le preguntó Julio. —Porque tenían todos los elementos, yo mismo se los di y porque quieren estrenar los nuevos procedimientos, ser los primeros en algo. —¿Acaso no se dio cuenta? —Claro que sí, pero eso no es lo fundamental, se defendió el juez, que no podía marginar que desde que inició el juicio esos jurados, y el público, no iban más que a ver al acusado como en un escaparate, esperando que el miedo, o la simple inquietud, le asaltaran para tener tema de conversación. Eso no pasó, el acusado no se inmutaba, siempre se comportó con altivez y parecía que se burlaba abiertamente de todos, lo que le motivó un rechazo mayor. El desenlace era totalmente previsible y sólo era cosa de esperar que aquello terminara. —Les molestaba mucho mi indiferencia, que yo no dejaría de mostrar, porque así es, y también fue motivo de digresiones estúpidas. Que era una muestra de maldad extrema, dirían los merolicos, exactamente como yo lo quería. —Y si esta sociedad no fuera tan hipócrita, deberían estar de acuerdo en que, una vez dictada la sentencia, el propio juez, o el vocero del jurado, o un gendarme, le pegara un balazo en la cabeza al sentenciado y ya. —Pero no, necesitan los formulismos, la faramalla, la simulación. Son una punta de hipócritas. Eso lo decía Alejandro con claro enojo, lo que no era común en su actitud, y era obvio que le molestaba bastante
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esa espera por la ejecución. Al parecer tenía una extraña urgencia por morir. Pero detrás de la seguridad que Alejandro mostraba se escondía, ciertamente por otros motivos, un desespero que, por las noches, le asaltaba. Para calmarse retraía recuerdos de sus andanzas. Se pretendía feliz, sin saber cómo sería eso de cierto, y hablaba para sí. Se imaginaba con alguna de sus antiguas compañeras, componía un escenario a su gusto y armaba mensajes sin destino: —Ven, camina junto a mí, como en otras vidas, y mira el cielo y la tierra, el mar picado y las gaviotas en la playa, peleando la tortilla dura, el malecón destruido y un hermoso paisaje de latas de cerveza, vacías. Eso lo había escrito en una página del cuaderno que le habían dado en la cárcel, a condición de que nada de lo que escribiera saliera de su celda. Cerca del final, Julio le visitaba con mayor frecuencia al caer la tarde, privilegio de juez que podía hablar con quien quisiera aún en la sala de la muerte. En esos encuentros, Alejandro le platicaba sus historias como si hablara consigo mismo, pero Julio encontraba coincidencias extraordinarias con su propia vida y no podía dejar de escuchar. —Mi padre –agregó Alejandro —se juntaba con sus amigos los fines de semana, no todos, en el traspatio a beber cerveza y algunas veces se me invitaba a cantar para los ebrios que, por lo demás, eran buenas personas. Fue entonces cuando quedó resuelto que sólo podría cantar briago o entre briagos, sin gusto real por lo que hacía, sino con una suerte de agresión que disfrazaba lanzando
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la mirada a lo alto, lo que a los escuchas y espectadores les parecía un gran gesto. —¿Cantaba Usted? ¿Qué música era esa? –Le preguntó Julio. —De todo un poco. Al principio, con la sola información de la radio, pues no había televisión (lo que ahora pienso, era una bendición) lo que estaba de moda, canciones rancheras (no los esperpentos gruperos de hoy), boleros y Las Golondrinas Yucatecas, de Palmerín, que aprendí en el colegio. Me acompañaba con una vieja guitarra que encontré en el desván de la casa, sin saber mucho de tonos y acordes. —Cuando dejé la casa, a temprana edad, de cuando en cuando retomaba aquellas aficiones, pero sólo cantaba en soledad… —Por mi parte –Dijo Julio. También he tocado, sin ser un experto, guitarra y piano, cuando nadie me escucha. Como estamos en confianza, déjeme decirle que lo hacía casi como una necesidad. Cierto que también lo hice para otros, y muchas veces, pero siempre y cuando alcanzara un cierto grado de embriaguez que me permitía estar y no estar. —En la adolescencia declamaba y gané algunos premios, pero igual sucedía que a los aplausos ya estaba lejos mi emoción, los recibía, simplemente, como parte de un guion insulso. Declamaba porque sí, y nada más. —Lo dejé pronto, la simulación del llanto o el grito estentóreo no me motivaban en lo más mínimo, ni me costaban trabajo, así que me alejé y no volví a declamar, aunque, a solas, otra vez, de preferencia en alguna playa solitaria, volvía a recordar algo de Larrauri o inventaba estrofas. Solamente con la certeza de que nadie me escucharía.
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—Pero algo pasó que era todo lo contrario si se le ve desde la superficie: de adulto y viejo hablaba de más, con quien sea. Por lo general me arrepentía casi de inmediato de haber expresado opiniones, sentimientos y emociones sin mayor justificación. Era el cobro por los silencios de la niñez, pero, visto el fondo, nada de lo que decía tenía verdadero sentido en realidad. —Ansiaba por momentos la compañía y seguido la buscaba pero a los minutos deseaba estar solo. Así que, comprometido con el tiempo, hablaba y hablaba. De pronto me daba cuenta que el hilo de lo que decía se perdía y trataba de recordar la frase anterior, lo que pasaba en los primeros años de esa euforia comunicativa. —Pronto, sin embargo, me di cuenta de que la gente no escuchaba, así que podía decir cualquier cosa. Era sorprendente que las opiniones sobre lo dicho casi siempre eran elogiosas. —Sin sombra de duda, era la mía una actitud de alejamiento, por el cual seguramente era yo el único responsable. A más de los sesenta años me di cuenta de que no tenía verdaderos compañeros de algo, si bien amigos, más bien conocidos con cierta cercanía, así fuera en la formalidad del término, sí contaba. La soledad era, lo quiera o no, el signo de mis presencias. —¿Era mi padre, en alguna medida, culpable de esa dolencia anímica que yo padecía? —Es cierto que, a pesar de la brevedad de su presencia (es sorprendente cómo trece años se convierten en nada, o casi, si la cercanía no se da) momentos hubo en que la paternidad se acercaba bastante a
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lo positivo o, al menos eso creo pero ¿No será también esta creencia de mi parte una concesión al perdón? —El perdón… ¿Es que la culpa está solamente en la otra parte? –Dice Alejandro en voz alta. —Si se trata de un niño y un adulto, cuando menos la mayor parte de esa culpa está en el adulto –Terciaba Julio. —No lo sé, en verdad, porque también recuerdo que miraba las cosas con bastante claridad y el rechazo, la negación, muchas veces, demasiadas quizá, partieron de mí. —No importa, el alma de un niño suele confundirse, reaccionar en lo inmediato, sin reflexión. Es cosa de niños y el adulto es quien está obligado a entenderlo. —Como sea –Dice Julio —Nunca sería capaz de escribir sobre mi padre algo parecido a lo que Kafka dijo del suyo, porque ¿Qué del padre de su padre? ¿Qué del abuelo de su padre? ¿Y más atrás? —¿De quién, entonces, son todas las culpas? —De nadie y de todos, que cada uno tenga su parte. Así es la vida. —Pues bien, lo entiendo, y razón de más para que no haga yo reclamos semejantes. Venía entonces un silencio en el que cada uno parecía irse, perderse quién sabe dónde, como suelen ser esos silencios que indican, sin duda, que ya no hace falta decir algo. Después, en lo que parecía un lapso de tiempo enorme, pero que no lo era, acaso unos minutos, Alejandro retomaba la palabra. —En realidad, amigo Julio, no me queda muy clara la pertinencia de expresar estas cosas. Lo más probable es que se pierdan en el olvido, en la irrelevancia porque ¿qué sentido pueden tener para usted?
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Pero Julio les daba más importancia de la que su amigo el condenado creía. —Quizás sea parte del mismo asunto. Este hombre ha regresado de lo insondable para recrear mi propia existencia –Pensaba Julio —Y no atinaba si ponerlo en sus manuscritos, aunque fuera como notas sueltas, casi igual que las piedras del empedrado en el barrio de San Miguel. —De las piedras, se decía, las que dicen todo y nada. En esos momentos aquellos dos hombres, el condenado y el juez, se hermanaban y compartían destellos de felicidad momentánea. Miraban las paredes sucias de la celda, los garabatos de clientes anteriores, las rejas de la ventana superior y las nubes a lo lejos. —¿Sabe Usted? Los condenados suelen soñar con ver las nubes afuera, como si unos metros de distancia cambiaran todo. —Yo no. Ya he visto bastante. —Deben apurarse.
XIII
Según el color del cristal
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ué nada le he dicho, no sea impertinente”, le resonaba en la cabeza a Efraín, y habiendo escuchado la orden terminante permanecía bajo el dintel, todavía aturdido. El juez lo observaba como si fuera la primera vez aunque han pasado más de treinta años desde que lo conoció. —Es un buen hombre –Piensa —Mientras aquel se va por fin del despacho. —¿Qué caso tiene? Tendrá que hacerlo ¿Para qué la espera? –Rumiaba Efraín por el pasillo. —No se quiere atender, está enfermo y cansado, se irrita con facilidad y yo vengo a pagarla. —No lo merezco, lo sabe bien… Y así. Pronto, no obstante, Efraín recapacita y se da cuenta de que él mismo está siendo afectado por todo ese relajo de la sentencia de muerte. —Así no le ayudo –Pensó y tomó la decisión de controlarse. Mientras, aparentando que nada sucede, el juez trata de pensar en otras cosas y hace esfuerzos por desviar su atención hacia asuntos amables pero sigue muy molesto. Además de la obligación de ratificar, o no, la sentencia, las 113
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formas y el comportamiento de casi todos los que últimamente le rodean, esas de la gente que se hacen recurrentes a lo largo de la vida, se le han vuelto intolerables. Ya se sabe: llega un momento en que el trato de la convención social se torna repugnante. Lo que dicta según esas mentes menores ha de seguirse al pie de la letra y, si no, serás víctima del rechazo que no se dice pero que está ahí, como un gesto nauseabundo. Se cruzan sus miradas cuando das la espalda y lo mismo pueden ser gestos cómplices de condena que de condescendencia. —Parece que esa conducta desviada que hace reclamos por la inquietud o, la calma, de otros, se está convirtiendo en una constante –Se dijo el juez. —Ya nadie sabe ocuparse de lo suyo y ya. Se tienen que meter en la vida de los demás porque de otro modo no saben vivir. —Debería ser un delito y yo, con mucho gusto, los enviaría a la cárcel. Pero no lo era, había llegado a la conclusión, sino el modo de vida de un pueblo vulgar y desconsiderado con el prójimo. —Cada vez está peor. La sociedad se pierde en sus propias desviaciones –Remataba. En tales reclamos y desesperos por una situación que escapaba sin remedio de sus facultades para hacer algo, se había pasado desde la mañana, cuando salió de la vieja casa familiar casi con los mismos pasos de cada día. Por cierto, hace tiempo que era incapaz de recorrer esa casa y, si lo hacía, siempre le parecía la primera vez, que luego olvidaba casi de inmediato. Y así cada vez, pero hace mucho que no lo hace. Como tenía la costumbre de no tomar el desayuno, que le
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había quedado de otros tiempos de carencias y de prisas, sólo bebió su taza de café y pensó que a su regreso, hacia las tres de la tarde, comería una sopa y unas fritangas. De lo que le servían prácticamente nada rechazaba, así fuera en un restaurante. Podía la comida estar fría, o la orden equivocada, o tardar de más, lo que fuera, casi nunca hizo reclamación alguna. Las veces que el alimento olía mal, simplemente hacía como si el hambre se le hubiera quitado y se retiraba. Lo mismo pasaba con su vestimenta, no tenía preferencias aunque algunas veces mostraba gusto por una prenda, pero si no era esa la disponible, igual le daba. Procuraba, sí, comodidad y la ropa holgada, pero la moda le repugnaba: “es el agotamiento de la imaginación”, solía decir y enseguida admitía que quizás otros ya lo habían advertido. De los colores, el azul era su preferido y habiéndolo tomado de logotipo y casi bandera un partido de esos que quieren aparentar ser a de veras, lo habían metido en un verdadero lío pero mantenía su fidelidad al pigmento. Después el verde, el café, el blanco y el gris, en ese orden. Era capaz de rechazar cualquier cosa de color rojo, negro, amarillo o lila, aunque se la regalaran, y nunca en su vida recordaba haber vestido una prenda de esos colores. Que eso decía mucho de su personalidad, comentó un día un colega que, antes de la abogacía, había pasado por una escuela de psicología y se sentía capacitado para expresar tales derivaciones. —Desde luego, decía Julio, porque, ya se sabe, todo es según del color del cristal con que se mira. —Claro. Hay toda una teoría que expone cómo la preferencia por determinado color configura la personalidad del individuo –Respondía el sabiondo, sin captar la ironía.
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—¿Será? –Se preguntaba Efraín que había escuchado la conversación. Conozco la expresión pero no entiendo su relación con la preferencia por uno u otro color. —No hay problema, pregúntele al colega. El sabrá decir algo –Dijo Julio. Y el colega se empavonaba sin percibir la mirada cómplice entre el juez y el secretario. Efraín tenía razón en sus reclamos por la desatención de Julio a su propia salud. De un tiempo a la fecha le daban mareos al bajar la escalera o de un auto, y también dolores extraños en el pecho que, cuando eso sucedía, se golpeaba con fuerza una y otra vez. Lo que parecía funcionar, pues el dolor se iba o paliaba notablemente. Ya andaba por la segunda mitad de sus setenta y parecía saludable pero, en realidad, por su rechazo a toda aceptación de indulgencias, no enfrentaba lo que veía venir. —Buenos días –le dijo la sirvienta de la casa de junto, que temprano barría la calle hasta el medio, lo que siempre le ha parecido del todo innecesario. Esa limpieza no dura, obviamente, y la rúa se vuelve a ensuciar con rapidez. En esa casa, por cierto, cambiaban de mucama cada mes y el juez sospechaba que era para que no contrajeran derecho laboral alguno, como en las grandes empresas de supermercados que despiden a sus trabajadores a principios de diciembre para no pagar aguinaldos. —Que todo vaya bien –Le dijo la mujer, que intuía importancia grande en ese individuo al que admiraba pero que, si desapareciera, pronto sería sustituido por otro referente de lo inocuo. —¡Que todo vaya bien!
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—¿Qué puede ir bien si todo mundo está esperando que maten al que mató? —¡Habrase visto! —Algo quiere saber la vieja, que le diga. Este pueblo no se ocupa más que de aquello que le mueve la curiosidad enfermiza, el morbo, el ansia de meterse en vidas ajenas y saber lo que otros no. —Es una verdadera estupidez, pero así son las cosas. Nada le diré. Lo piensa, y a medida que avanza su incomodidad y enojo van en aumento. —Buenos días –respondió secamente y siguió de frente ante la desesperanza de su interlocutora que le siguió con la vista esperando que volteara. Entró por una puerta trasera al juzgado y, otra vez, la petición de una palabra con el pretexto de la cortesía. —Hace buen tiempo –Dijo el guardia Luis —¿Cómo le ha ido, señor juez? —Bien. Gracias (¡Y cómo cree que me ha ido si todos esperan que me haga responsable de lo que no se atreverían a decidir!). El guardia, a pesar de su obsequiosidad (que no le agrada, ese quedar bien con la sonrisa obligada, de nadie) le parece una buena persona. Nunca fue policía y sin mayores créditos pasó de conserje a guardia de la puerta trasera del juzgado, donde tenía la ventaja de que casi nadie entraba. En un tiempo fue bombero, con tan mala fortuna que un día cayó del carro bomba, para vergüenza propia y del honorable cuerpo que no se lo perdonó. De ahí es que terminó como conserje hasta que, una tarde, el juez Julio lo ascendió a guardia. Un guardia que nada protegía sencillamente porque no había lugar. No portaba arma, cuya operación seguramente
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desconocía y solamente el uniforme raído hacía presencia de su relativa autoridad. Sus días eran apacibles, pero en los últimos hubo de aguzarse por la marabunta de periodistas y curiosos que amenazaban con asaltar su territorio. El guardia disfrutaba por momentos de ese estatuto de autoridad que casi nunca podía exhibir porque en realidad no lo tenía y, ahora, con todo ese relajo, era su momento. * El guardia Luis había vivido toda su vida en la Ferrocarrilera, por aquel entonces colonia de mala muerte casi en las afueras del pueblo. Al poniente estaba limitada por un canal de riego que cruzaba el valle entre los latifundios disfrazados de la burguesía local; al oriente sólo había baldíos y algunos sembradíos de maíz; al norte y al sur, llanos y pequeños cerros. La vía del ferrocarril la recorría casi en paralelo con el canal, al que dejaba unos kilómetros adelante, tanto al sur como al norte. En verano las tardes no eran tan pesadas como en el centro del pueblo y en invierno, por las mañanas, debido al canal, una niebla, en ocasiones tan densa que no dejaba ver a unos metros, cubría la colonia. Los domingos había misa bajo un tejabán y se acomodaban unas cuantas bancas que ocupaban los feligreses que se tenían que poner de pie aun cuando la liturgia no lo exigiera. Los vecinos se miraban ese día y de pasada el resto de la semana pero, aparte de las señoras que se juntaban a lavar en el canal, casi nadie establecía relación con los demás. A lo sumo, la simple ubicación del semejante que, en el fondo, era un perfecto extraño.
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Ahí conoció Luis a un individuo de nombre Manuel, un tanto huraño y de gesto agresivo, que sin embargo se llevaba bien con él. Su conocido, pues nunca lo considero amigo, lo que requiere de mayor cercanía y entendimiento, ahora estaba preso en una ciudad cercana y el guardia pensaba ir a visitarlo un fin de semana, pues aquel individuo lo había mandado llamar varias veces, con insistencia. Tiempo después, cuando había pasado la ejecución de Alejandro, se supo que, en efecto, el guardia Luis fue a visitar a Manuel. Más por ocupar el tiempo que sobraba que por otra cosa. —¿Cómo has estado? –Le preguntó su viejo conocido nada más verlo llegar. —Bien, gracias. ¿Y a ti? Aparte de que estas aquí ¿te ha ido bien? —Así. Los días pasan y uno se acostumbra. —¿Cómo andan las cosas por allá? Supe que ejecutaron a un preso, un asesino confeso. —Así fue, era Alejandro, el hijastro de aquella señora medio rara que vivía en la colonia ¿La recuerdas? –Se llamaba Lucila. —Hubo un tiempo en que la frecuentaba. —Y mira, hay cosas que se deben saber –Dijo de pronto Manuel. Ya lo que pasó no tiene remedio y la verdad es que había merecimientos, por eso hasta ahora es que voy a decirlo, a ti, que sé lo tendrás siempre en reserva. —Antes, déjame decirte, hubo cosas buenas. Ella era capaz de desprenderse de un bocado para dárselo a un limosnero.
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—En una ocasión, por rumbos del mercado grande, vimos a una señora muy anciana cargando un niño. Lucila se le acercó y le dijo: —No es suyo ¿verdad? –La señora la miró con temor y trató de irse rápidamente pero ella se le atravesó: —No tema, nada le haré, ni diré. ¿Está pidiendo para comer? Tenga, aquí tiene. Y le extendió un billete de cien pesos. —Sólo déjeme ver al niño –Agregó. —Se parece mucho a uno que tuve… hace ya muchos años. Y otro que me llegó, y que se fue, como se van todos. —Regresamos al pasillo de las taquerías y fondas. Ella caminaba delante, más rápido que de costumbre y al subir la escalera de una cafetería la pude ver de costado: estaba llorando, sin escándalo, pero con un temblor interno que parecía iba a explotar de pronto, inundándolo todo. —Sufría mucho, de enfermedades horribles y de pensamientos torcidos. Ya no aguantaba y se quería ir, para siempre. —Durante mucho tiempo yo no supe qué hacer. No era fácil, aunque la emoción me asaltaba, hasta que una noche le concedí el favor que me pidió muchas veces. Estuve después muy apesadumbrado. En el fondo, intuía que los motivos eran otros mucho más complejos, pero no era cosa de averiguarlo. —Esa vez la duda era: ¿Cómo una maldad grande puede resultar en algo bueno y deseable para alguien? —Pero todo alrededor era raro y confuso, desde la primera vez que caí por ahí, casi de casualidad. —Parece que andas perdido –Me dijo aquel joven, que me invitó a su casa.
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—Esa vez, la primera, me quedé hasta tarde entre hablando y callando, pero sin ver qué. —La noche aquella que te cuento, tuve que hacerle el favor. —Como te digo, en el fondo era una mujer buena… Y el guardia Luis escuchó, azorado. —Con razón el juez siempre anduvo de mal humor con ese caso –Pensó. * Hace ya mucho tiempo, por el rumbo del aeropuerto, un avión de vieja factura, nada más cruzar la calle casi pegada al inicio y fin de la pista de aterrizaje y despegue, cayó y se llevó de manera horrible a un auto que pasaba en el que iba toda una familia (casi toda, se supo pronto). Murieron ellos y nadie más porque, aparte de un edificio donde expendían fritangas y que a esas horas estaba cerrado, había un baldío donde quedaron regados los restos del avión aquel. Los pasajeros del auto iban a una ceremonia de graduación, hermanos, algún primo, y los padres. Pero en el rancho cercano donde vivían se quedó uno de los hermanos que, flojo por naturaleza, se había levantado tarde y luego de una espera que amenazaba con retardar la llegada al acto, y perderlo, decidieron dejarlo. La prensa, desde luego, supo de la historia, lo entrevistó y de la noche a la mañana lo hizo héroe, afortunado y predestinado. —Se salvó de milagro, con seguridad habría muerto también, calcinado, entre los fierros retorcidos del auto con el avión encima –Decían las crónicas.
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Pero no era así y, terrible verdad, si lo hubieran esperado, si paciencia tenido, la cadena de eventos se habría alterado y, aunque fueran segundos, el avión no les habría caído encima. La impaciencia los mató. Esa historia la conocía Julio. La contó una tarde en la tertulia de los leguleyos y éstos se le quedaron viendo como si fuera un Mefistófeles, un augur de la tragedia. La salvación se volvía trágica. También, si el flojo hubiera insistido un poco más, exigido la espera, los habría salvado. De haberse apurado, los segundos que hiciera al caminar rumbo al vehículo habrían sido suficientes para evitar la tragedia, pero no, eso no fue lo que pasó. En el fondo aquel holgazán, además de eso, no quería ir a la ceremonia. Tenía sentimientos encontrados con su hermano, el que sería homenajeado, envidias soterradas que, cuando lo pensaba, se sentía culpable. Quizás no fue solamente la flojera, sino una mezcla de esos sentimientos. El sobreviviente, de nombre Manuel, siguió con su vida de holganza y derivó a la vagancia. A veces le iba bien, a veces mal, pero sobrevivía con un extraño desapego a la gente y, por eso, llamaba la atención de los espíritus menores, como también suele suceder en este mundo disparatado. Una tarde de transitar sin rumbo conoció a Alejandro quien lo llevó a su casa y se hizo muy amigo de su madrastra Lucila.
XIV
Porque un favor se le hace a cualquiera
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n su celda, Alejandro, el asesino confeso condenado a la pena capital por un jurado, y cuya sentencia será ratificada en unas horas, lo que ya sabe a ciencia cierta, porque además así lo exige él mismo, está tranquilo, extremadamente calmado, si es dable entenderlo. Es decir, su calma no parece ser de este mundo y resulta totalmente impropia dadas las circunstancias en las que, en efecto, uno esperaría un cuadro de temores y desesperación. Nada de eso, Alejandro está muy lejos de esa imagen del condenado que no soporta la incertidumbre de su destino, no desconocido pero igualmente rechazado. Primero será la ratificación de la condena y luego se fijará lugar, hora y fecha de la ejecución. No debiera haber más retrasos, pues él no impugnará, y si el abogado defensor, que se cree su función, insiste en apelar, lo va a desautorizar. Que venga la ejecución y mientras más pronto mejor. Es cierto que pasará un tiempo antes, pero espera que no sea mucho. Ya le pidió a su amigo, el juez, que la fije lo más pronto posible. Como siempre, los compromisos a la distancia le incomodan y la ejecución es como una cita que hay que cumplir. Hasta que eso no suceda no estará conforme, pero eso nada tiene qué 123
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ver con su actitud ante la inminencia de la muerte. Simplemente no le importa, se ríe de ella. Se mira al espejo que le dejaron tener una vez que supieron que, de todos modos, lo matarían. —Si le da la loquera y se corta las venas, pues allá él, de todos modos se irá al infierno —Decían los guardias. Pero él no lo haría, no es ese el fin que desea. —Estoy harto, muy harto, tienen que apurarse. —Deben entender que la función llega a un término. —No puedo ser la nota eterna –Pensaba Alejandro. —Por otra parte, es un hecho que merezco ser ejecutado. Sin duda soy culpable de muchas cosas que lo ameritan. Sería lo justo, de acuerdo con su idea de justicia, y lo más aceptable para esa comunidad que grita bastante. Así que no debe haber preocupación alguna. Si el jurado fue más emotivo que razonable, si hay sospechas de que algo oculto no se ha dicho y que hace el asunto tenebroso y a la vez emocionante, nada de eso importa, la pena es merecida y, además, Usted sabe: un favor se le hace a cualquiera –Le dice al juez. —¿Un favor? —¿Considera que le estaría haciendo un favor enviándolo al patíbulo? —Como le dije una vez, quizás de manera imprudente, debió alegar que estaba loco. —No ofenda mi inteligencia. Usted sabe que eso era imposible, ir a formar parte de esa cauda de mentirosos y cobardes… —Pero bueno, le concedo razón porque ¿quién no lo está? –Agrega Alejandro, cuyo semblante cambia de repente y ríe.
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Pero Julio tiene dudas. No es policía, ni investigador, “cualquier cosa que eso sea”, como decía, pero conoce la condición humana. Es capaz, como su secretario, que se ha guardado de opinar al respecto, de ubicar los alcances de un individuo en la bondad y en la maldad, en la verdad y en la mentira. Es cierto que Alejandro no es una persona común y los indicadores pueden fallar, pero lo que ve Julio es un hombre seguro de sí mismo, despreocupado por completo de su destino, que parece diseñado por él mismo, y claramente ajeno a cualquier sentimiento por lo que pueda suceder, indiferente a su propia muerte. —¿Y qué quiere decir con eso de que “un favor se le hace a cualquiera”? —¿Cómo es que su ejecución es un favor que se le hace? —Detrás de todo esto puede haber un gran engaño –Se dice Julio, sin esperar respuesta, con una preocupación que tiene días y no lo deja. * La celda de Alejandro es pequeña pero, desde que él la ocupa, limpia y ordenada. Antes de su llegada era un cuchitril, como todas en ese penal. Ahora se acerca más a su acepción de habitación de convento que lugar de encierro en una cárcel. Tiene más de lugar de alejamiento, simplemente, que de mazmorra, lo que no es común en este medio. Le hubiera gustado que su cautiverio fuera en un subterráneo, como encerraban los sarracenos a los cristianos, lo que también les pasaba en Roma que, como se sabe, iba de la excelsitud a la barbarie. Ahora que, todavía,
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hay celdas o mazmorras subterráneas, y en la superficie, que quizás resulten peores. —Cuando lo van a matar a uno (ya se sabe por qué) se disfruta de ciertas ventajas –Pensaba Alejandro. En su encierro nadie le molesta y sirve para ello que los demás reos no se acercan al condenado, que inspira temor. Más bien horror cuando mira de frente sin parpadear y con el gesto contraído a sus compañeros de prisión. Es un hombre que ha perdido todo rasgo de temor por las cosas que puedan pasarle en este mundo, que ya no le importan, y eso atemoriza a cualquiera que no esté en su caso. La gente común teme a esos extraños que han cortado de tajo su relación con las convenciones sociales y su comportamiento es evidentemente ajeno al sentir general. La diferencia de la ocurrencia, del gesto imitativo y la originalidad ausente, lo que muchos confunden con independencia, llama la atención pero no inquieta. Cuando alguien se aleja y ni siquiera tiene que decirlo, cuando está fuera de la influencia terrenal, el miedo social se hace presente. La aplicación de la ley es un subterfugio para una sociedad que no se atreve a mirarse al espejo, que busca alguna tranquilidad en la certeza de que puede castigar, recluir y hasta matar. Para ello, ya se sabe, ha construido todo un edificio de figuraciones y supuestos a los que ha dotado de valor universal. Caminando con Matías, un compañero de reclusión, por el patio de la muerte, una simple explanada reservada para que deambularan y pasaran el tiempo los criminales más peligrosos y despiadados, pero que antesala de la muerte lo
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es hasta hoy que se tiene al primer condenado, comentaba su repulsión por las convenciones. —Es ridículo, decía, cualquier fecha de festejo se convierte en obligación. Si no aceptas formar parte del asunto, incorporarte al juego de la simulación, que eso es, entonces serás criticado, hasta satanizado según la extensión de la lengua de quien hable. La convención, entonces, ya no es asunto de lo que la palabra indica, sino de aceptación acrítica, de supeditación al uso y costumbre, aunque no lo compartas, no lo quieras ni te motive en modo alguno. La convención se convierte en una falta de respeto al libre albedrío, puesto que pasa a ser mandato y desde luego que su desobediencia implica una sanción. Que no pase de la crítica inane, puede ser, pero no deja de ser una verdadera molestia y muchas veces llega al crimen. —Mira, este fin de semana festejarán aquí, en el penal, a un compañero presidiario que tiene altas credenciales en eso de la violencia y la maldad, dicen. Lo he visto en el patio y me mira con recelo. El otro día me habló para invitarme a su celda. Que habrá vinillo, ese que le llaman “saliva del diablo”, una mezcla de cáscara de piña, algunas uvas, manzana podrida, cáscaras de plátano, papa y, cuando se puede, fresas, me dijo. Todo eso se puede meter aquí con un pequeño soborno a los guardias. Ya lo he probado y no sabe mal. Al contrario, tiene muy buen sabor. Pero en realidad él no desea que vaya, parece que soy el único aquí que no le teme y recela bastante de mí y hace bien. Se me ha ocurrido que ese festejo es un buen momento para matarlo. Alejandro disfruta al ver el gesto entre asombrado y temeroso de su interlocutor, más bien su oyente, que muy poco
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arriesga algún comentario. Le mira con marcada prudencia. De Alejandro se decían muchas cosas y toda su apariencia, su forma de tratar a los demás, no dejaba dudas de que sería capaz de cualquier barbaridad. Y eso que sus compañeros no eran santos, nada que se le pareciera. Con todo, el compañero arriesgó su opinión. —Son costumbres, gustos muchas veces necesarios, para la convivencia… —Para las habladas, los mitotes, para nutrir reclamos posteriores. Esas fiestas no son más que un pretexto de la liviandad ¿No se da cuenta? —En verdad no lo sé. Nunca fui a fiestas –Respondió Matías, un tanto compungido. —Lo imagino, lo he visto en películas, en algunas pláticas, me ha parecido bueno. —Es por eso, si hubieras ido, si te hubiera pasado lo que naturalmente le pasa a cualquiera, aunque muchos ni cuenta se dan, tendrías otra opinión. —En mi caso a algunas fui, obligado, y también porque en mi juventud podía beber sin pagar y comer gratis, pero pronto me di cuenta de que los caseros de turno hacían todo lo posible para que no fuera. Al principio, que no me enteraba, no había mayor problema. Después, al saber que era rechazado, aunque soportado, lo hacía con rencor. —Un día decidí que nunca más lo haría, en buena parte porque ya no ocupaba de esas trampas para satisfacer mis apetitos y también porque, en realidad, nunca estuve a gusto en esos trotes. —Es la hipocresía en todo su esplendor, si se vale así decirlo.
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Ante el gesto de Alejandro, que se ha vuelto hosco y oscuro, su compañero busca retirarse pero teme que su conducta parezca inoportuna o descortés. Para su tranquilidad, es su temible compañero el que dispone la retirada. De pronto se detiene y se vuelve. Lo mira de forma que el temor invade a Matías. —Tú –Pregunta –¿Le tienes miedo a la muerte? —¿Despiertas por las noches pensando en lo que sucederá dentro de mil años y nada, absolutamente nada, sabrás? —A eso es a lo que yo temo. —¿Qué será del mundo en los próximos siglos? —¿Cuántas cosas sucederán de las que no tengo la menor idea? —En verdad, es lo que más deseo: poder saberlo. Por eso es urgente que me vaya. Dicho eso, Alejandro retoma su camino. No soporta una conversación prolongada con quienes termina hablando solo y se recluye de nuevo en su celda. En ella hay un pequeño camastro de resortes, una cuilta, una cobija y una sábana; al fondo, un retrete y al centro una mesita donde, perfectamente acomodados, están unos libros. Como en este penal no dan uniformes, Alejandro viste sus propias ropas que, un tanto raídas, dan cuenta de buen gusto. Las de color verde, negro y azul fuerte le fueron confiscadas y prohibidas, de modo que sólo vestía camisas blancas, azul claro y amarillas, color este último que nunca le gustó pero que se vio obligado a portar. Esa mañana el guardia de turno, viejo conocido, se detuvo a conversar unos minutos. —¿Cómo amaneció?
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—El día estará fresco y hay nublados. —Al rato lo veré, en el patio, el día... —Parece que le han traído otros libros aunque… (Iba a decir que ya no tendría tiempos de leerlos, pero se contuvo). —Bueno, es probable que usted ya los haya leído. Alejandro captó la observación interrumpida pero hizo caso omiso. Era verdad, ya no tendría tiempo de leer algo que superara unas cuantas páginas, pero no era eso lo que en ese momento le interesaba. —¿No sabe si vendrá Don Julio? —Quedó de traerme una piezas de pan de dulce que le encargué ayer. Usted sabe, para la cena. —No lo sé, nada me han dicho, pero con gusto preguntaré en la jefatura. —Se lo agradezco y, si no ¿Me haría el favor de enviar un recado de mi parte? —Sabe que no me está permitido… pero déjeme ver qué puedo hacer. Le entrega una hoja de papel doblada cuatro veces. Es para el juez. El guardia se retira y Alejandro se tira de nuevo en el camastro. Fija su mirada en el techo, sucio y despintado, en el que imagina galaxias, constelaciones y nubes de gas. —Esa sería la Vía Láctea y aquí, en la periferia, estamos nosotros. —Pero cientos de miles de millones nada más en una. Y de ellas igual en lo que se conoce. —Si esto es así ¿cuál es nuestra relevancia? —Nuestra existencia es una pérdida de tiempo.
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—¿Cómo esperan, entonces, que me preocupe por algo de este mundo? —Además, el juez es una buena persona, me hará el favor que le he pedido.
XV
Puede ser interesante
A
lejandro había consultado, como le aconsejaron que lo hiciera, hasta cinco médicos, pero ya no había duda: le quedaban, a lo sumo, seis meses de vida. Un cáncer de los más agresivos, de cerebro, grado IV, era lo que tenía. Todo empezó con un dolor de cabeza más frecuente de lo que consideraba normal, luego vinieron nauseas después de comer y, en las semanas recientes, vómitos. También notó que su visión se tornaba borrosa y que, a pesar de toda su voluntad, se inquietaba con demasiada facilidad y no faltó quien notara extrañeza en su conducta. Con todo, era capaz de controlarlo de modo que en su trato cotidiano casi nadie se percataba de sus males. Ya en el encierro de su habitación, donde estuviera, venía la debilidad y tenía problemas para ubicarse. Dejó en definitiva sus recorridos en bicicleta luego de varias caídas porque perdía el equilibrio. Ya no había duda, tenía un tumor cerebral, canceroso, y le restaban unos meses de vida. —¿Cuántos? –Apremió al médico más reciente, al que fue a buscar hasta La Habana, y el último que vio.
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—No puedo dar una cifra. Es incierto. Pueden ser seis, cinco, cuatro o tres, y también puede ser mañana. Nadie sabe a ciencia cierta. —Conozco de eso, dijo Alejandro, hay quienes han durado años arrastrando la incertidumbre. Tengo un amigo de por acá, Carlitos, que con un aneurisma inoperable cuida cada paso que da mirando siempre el piso. —Y ha durado bastante, considerando el pronóstico. —No es su caso, no lo creo, la espera no será mucha. Lo lamento. —Pero hay algunos tratamientos y convendría que se hospitalizara. —¿Para qué? —Vivir un poco más, quizás. —¿Así? Desde luego que no. Alejandro le dio las gracias y se fue. Antes de regresar a su pueblo, Alejandro fue a caminar con Carlitos por el malecón de La Habana. Enfrente está la fortaleza de San Carlos de La Cabaña, que Carlos III ordenó construir para impedir que invasores tuvieran vía libre a la bahía. Los ingleses habían tomado la ciudad entrando justo por ahí y, en 1763, cuando se fueron los anglos, luego de una negociación que no resultó venturosa para la monarquía española, el rey ibérico ordenó construirla a todo lo largo del canal de entrada. Les cayó la noche y, a las nueve en punto, escucharon el cañonazo ceremonial. —Pues con todo y fuertes, desde La Cabaña hasta La Punta y El Morro, ya vienen de regreso y van a entrar sin cañonazos de esos –Decía Carlitos.
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—Sí, ya vienen, o ya están aquí. —Y en qué aterrice todo eso, lo seguro es que no nos va a tocar verlo –Agregó Alejandro. —Es una lástima. A todo el que va a morir deberían informarle en detalle de lo que se va a perder, para irnos perfectamente enterados –Y ambos sonreían. ¿Qué tanto le inquietaba a Alejandro el saber la proximidad de su muerte? ¿En qué cambiaría su vida, cerca del fin, a la que acostumbrado estaba? Era un hecho que su transcurrir no obedecía a algún plan, o eso que llaman “proyecto de vida”. Simplemente se dejaba llevar aunque, una vez encaminado a lo que fuera, tomaba control de ese rumbo que él no había previsto. Y esta vez, de nuevo, lo imprevisto se imponía. También haría lo conducente, si así estaban las cosas, en lo que cabe, según su deseo que, ciertamente, no era terminar atado a una cama de hospital. Era tiempo, pensó, de regresar. De lo que sucedía en aquel pueblo que lo vio nacer, y desaparecer a la vuelta de la esquina, se había enterado esporádicamente concediendo a la curiosidad y, con frecuencia, se imaginaba caminando por la ribera del río T donde, en los tiempos de su infancia, se juntaba la pandilla del barrio M a bañarse, siempre en riesgo que él, por cierto, nunca pudo tomar. —¿Qué hacer? –Se preguntaba. La muerte anunciada llegaría sin remedio y nada más esperarla, o apostar al momento en que aparezca, le parece bastante anodino, demasiado común, aun cuando su mal, ese cáncer agresivo, era poco frecuente y lo hacía un tanto especial. Según estudios, la probabilidad de tenerlo apenas era del uno por ciento y a
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él, tenía que ser, le tocó ser uno de esos casos. Pero no, eso no es suficiente. —He caminado bastante como para salir del sendero así nomás –Se decía. Fue entonces cuando empezó a fraguar una salida que le parecía más digna y apropiada, más acorde con la vida que había llevado, con sus singularidades y rarezas. Comenzó a investigar con mayor interés lo que pasaba en aquel rancho grande; supo de las nuevas y grandes iniciativas de los políticos inservibles para lo fundamental y así se enteró de la pena de muerte, de los jurados… y se acordó del asesinato de su madrastra, Lucila, un caso que nunca fue aclarado y técnicamente seguía abierto. Bien que conocía esa historia. Más que bien. Cuando andaba en el segundo mes del pronóstico fue que regresó a su pueblo y, por esos días, en la comandancia se recibió un mensaje denunciando al asesino, el responsable de aquel crimen. Dos décadas puede ser mucho o muy poco, según desde dónde se mire, pero, como fuera, era hora de aclararlo. Las autoridades lo enarbolarían como un éxito de la justicia que no se vence al paso del tiempo; además, se inaugurarían los juicios con jurado popular y, casi seguro, se daría la primera sentencia de muerte. ¿Cómo sería la ejecución? Ese pueblo no da más que para algo sencillo, simple, a la mano y rupestre pero, sin exageración, eran capaces de decretar que fuera por lapidación. —De veras, son capaces –Se decía Alejandro, y sonreía. —Vamos a ver, puede ser interesante.
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el guía del vaticano
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l calor no cesa y el juez sigue en su despacho, la pequeña sala sin adornos, como ya se dijo, el escritorio repleto de carpetas y papeles en un desorden perfectamente ordenado; una cajita de madera con plumas y lápices; varias lámparas de mano y un librero atiborrado; en la pared del sur, una reproducción de Saturno devorando a sus hijos, de Goya. Cuando le preguntan por qué tiene a la vista esa obra, contesta: “me recuerda a mis colegas” y casi todos lo toman a broma —“Mejor así”, piensa. En la otra pared está la Gioconda, de Da Vinci. —Es correcto, decía: la realidad de este mundo y al frente la ironía y el misterio. También la belleza. A la Gioconda original (al menos eso dicen) la vio en el Louvre, custodiada como un dictador moderno, de lejos, por lo que bien podría haber sido una de esas reproducciones como la que él mismo tiene. Que la original es de un valor incalculable y probablemente, invaluable como es, nadie podría comprarla, escuchaba al guía. —Invaluable ¿De veras hay algo que sea invaluable en un mundo donde todo tiene precio? 137
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—Seguro que si la venden habrá quien la compre, por cara que sea ¿Qué caso tiene negarlo? —En este mundo todo tiene precio –Reiteraba para sí. Meses antes, en el Museo Vaticano, mirando los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, en el murmullo del silencio obligado cruzaba unas palabras con otro guía, un argentino gordo y de paso terriblemente cansado pero sorprendentemente dispuesto a recorridos que, nada más de calcularlos hasta el fondo de los pasillos, parecían interminables. Le quiso preguntar algo. —Ahora no, le dijo el guía gordo, de nombre Ángelo, por cierto, según le dijo después. En el descanso para un breve lunch, Ángelo se le acercó. —Es un verdadero crimen, estos turistas incultos que no hacen caso. Usted escuchó cuando dije que no activaran el flash de las cámaras y teléfonos ¿verdad? —Pues ya vio el caso que hicieron. Es el colmo. —Y se pensaría que han de ser “latinos”, como les dicen sin ton ni son los que se sienten escogidos del llamado “primer mundo”, es decir mexicanos, centroamericanos o sudamericanos, cuando menos, que no españoles. Pero no, son alemanes, franceses, estadunidenses, suecos y holandeses, por nombrar a los visitantes más comunes. —Gracias a Dios hablo inglés, alemán, francés y hasta un poco de ruso, que me faltó nombrar a los de esa tierra ex socialista y neo capitalista, igual de maleducados o peores que sus ahora colegas de las metrópolis occidentales. —Habrá visto que me la pasé gritando: —¡Prohibited! ¡Interdit! ¡Absprachen! y cada “tour” parece peor… Pero ¿Recuerda Usted?
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Le mira de nuevo, con mayor atención. —Usted me recuerda mucho a otro visitante que viene seguido. Es más joven. Se llama Giuseppe y es bastante educado, por lo que puedo hablar con él de muchas cosas… —¿No le parece una fortuna poder hablar con alguien que entienda? Ángelo no espera que su escucha le responda y da por asentado que, en efecto, aquel turista que parece mucho más serio y enterado que el resto, le está poniendo puntual atención y enseguida pasa a otra cosa —Dios, apuntando al dedo del hombre, su índice a punto de tocar el de Adán, su creación, el momento fundacional en la obra maestra de Miguel Ángel, que realizó por encargo, y mandato, del Papa Julio II, hace mirar hacia arriba sin remedio. —¿Se dio cuenta que las imágenes parecen que se van a salir, que están flotando? —Son más de trescientas figuras y cada una parece tener vida propia, en La Creación, Adán y Eva, el Jardín del Edén y el Diluvio Universal. —Es una maravilla, la he visto miles de veces y cada vez parece la primera, dice emocionado el guía. La Sixtina, que tiene ese nombre por Sixto IV, que la restauró a finales del siglo xv, entre 1473 y 1481, es la sede del cónclave, la reunión de los cardenales que eligen al nuevo Papa, y en sus paredes están frescos de Botticelli, Perugino, Roselli y Signorelli, entre los principales, aunque es el fresco de Miguel Ángel el más famoso y el que la gente viene a ver desde muy lejos, como Usted. Fue hasta 1512 que se decoró la bóveda con el extraordinario fresco y después se pintaría
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el Juicio Final en la pared del altar, ya bajo las órdenes de los Papas Clemente VII y Pablo III. El guía hace un alto en su monólogo porque le llaman por teléfono, saca su celular y contesta. Le preguntan qué desea para la comida, a eso de las cinco de la tarde, cuando despida a la turba de turistas que le han enjaretado. Le habla un amigo desde un restorán en la Plaza Viminale; que quiere una Strega y una Ensalada Mediterránea y nada de postre, porque el azúcar sigue dando problemas. Resuelto el pendiente, el guía Ángelo le cuenta a su escucha que se vino desde muy chico a la Italia donde tenía, y tiene, parientes lejanos y cercanos. Vivió en Florencia y Venecia, que le gustan mucho más que Roma, y si no fuera por la Sixtina y el Museo Vaticano, que conoce de pies a cabeza, desde el corredor de los tapices hasta la salida y el frente con los nombres de los Papas, ya se habría ido. Nació en La Pampa pero es ciudadano italiano y habla con fluidez cinco idiomas. —¿Escuchó Usted mi explicación? ¿No es así? —Desde luego, muy interesante y documentada. En verdad es Usted una enciclopedia en estos asuntos. Halagado, el guía cambia de tema y le pregunta a Julio si conoce Argentina, “de la que ya no me acuerdo”, dice. Le contesta que sí. —Buenos Aires y Mar del Plata, así como el camino entre una ciudad y otra –Sólo eso, agrega. El guía se queda pensativo ¿Se acuerda haber pasado por General Pirán? –Pregunta. —¿Cómo dice? —Sí, pasé por ahí. El pueblo se ve desde la carretera, de
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calles limpias y trazos impecables, no sé más allá, todo puede cambiar una vez que la mirada se vuelve cotidiana que no puede ser la mía. Entonces enseña lo que no se vio. —Tampoco yo lo sé, dijo el guía. Cuando salí apenas mi mundo se agotaba detrás de una hilera de pinos. Pero quisiera regresar. A veces es lo que más quisiera. —Cuando llegué a Italia busqué a un pariente, primo, que tenía fama de haber logrado el éxito, pero no simpatizamos. Ciertamente me recibió y me ayudó pero era claro que no deseaba tener más relación conmigo. —Había en su casa, que me pareció enorme, una pecera que igual era mucho más grande que las que había visto antes. Ahí, encerrados, decenas de peces de distinto tamaño iban y venían hasta las paredes de cristal con movimientos que parecían erráticos, pero que en realidad reflejaban una gran habilidad para hacer giros insospechados que a mí me parecieron angustiosos. Imaginé por un momento cómo sería esa vida, siempre en cautiverio, sin poder ir más lejos de las paredes infranqueables. Mientras observaba ese cautiverio, mi pariente me miraba. —Vienes del otro lado del mar, pero es igual. El mundo es eso –Me dijo, señalando la pecera. —Crees que has escapado pero sigues ahí, sin remedio –Agregó. —Alguna vez vino al museo, acompañado de un joven que se le parece mucho. Él se llama Guido y su acompañante es Giuseppe, del que ya le hablé. Quizás sea mi sobrino… No lo sé. —Pero qué digo, lo importuno con una plática que en nada tiene porqué interesarle. Le ruego me disculpe.
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Y raudo se pusó de pie, levantando una bandera para que lo vieran aquellos turistas malportados. —Sí, en el camino a Mar de Plata. Lo recuerdo –Le alcanzó a escuchar.
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cosas del paraíso
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l secretario Efraín se ha retirado y por la ventana Julio mira a la turba de reporteros que esperan la noticia, o más bien su confirmación porque esa es una historia cuyo desenlace es de sobra conocido. Pero esa última noticia que esperaban del caso no la daría hasta en el límite del plazo. —Que el morbo espere, porque no se trata de otra cosa –dijo, y siguió ensimismado en sus pensamientos. —Todavía hay tiempo. En la actualidad el deterioro social ha llegado más lejos de lo que se piensa en esos vaivenes globales. Un mundo que recuerda tiempos de molicie, desenfreno y tontería, las bases de la descomposición que, ciertamente, no es única de esta época. Ya a nadie le importan la justicia, la verdad y la decencia. Todos están dispuestos a admitir, dejar pasar, cualquier barbaridad, exceso o abuso, mientras le signifique la probabilidad de ganar algo. Las cosas andan mal, muy mal, y nadie parece poner la atención suficiente, o mínima siquiera –Se decía Julio con evidente enfado. Recordaba sus viajes a Los Ángeles y sus obligadas visitas al Skid Row, apenas a unas cuadras del World Trade Center y del City Hall. El Skid Row que es como un 143
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presagio, o la advertencia que aún no contiene todos los elementos del drama que prefigura y que, el temor ocupa lugar, sería peor. Para intelectuales epígonos del self made man, del sueño realizable al alcance teórico de todos, del american dream que encuentra, todavía, emocionados adherentes en donde esa realidad no llega (y lo que buscan quienes vienen es una figuración) el Skid Row es lección plástica: si no atiendes las reglas del sistema, aquí llegarás. Si lección es entonces el fracaso se relativiza, se convierte en parte del juego y se llega a aceptar. El sistema tiene sus altibajos, el Skid Row no es destino general, dicen. Ahí llegan los que se lo merecen. Un coterráneo que se había ido hace tiempo a la metrópoli, exitoso en el arreglo de esos vehículos que se convierten en una extensión del ego, y que desde allá criticaba con furia todo lo malo que en su país de origen sucedía, le contó que había maestros de escuela que usaban como material didáctico al Skid Row. —¿Cómo es eso? Me parece poco creíble –Le había dicho Julio. —No lo es. Hay quienes llevan a sus alumnos y les muestran, de lejos y no tanto, aquel barrio. Los niños alcanzan a ver a los drogadictos, los homeless en sus carritos de supermercado, la suciedad, las tiendas de campaña a media calle y, si aguzan la vista, hasta los rostros del desamparo más atroz. —Me parece impropio, innecesario. —Será, pero allá van y la advertencia junto con ellos. El también llamado “barrio bajo” se ubica al este del ostentoso Distrito Financiero y del Centro Histórico de Los Ángeles, abarca ciento cincuenta manzanas entre la calle
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Main, al oeste; la Tercera, al norte; Alameda, al este, y la Séptima, al sur, pero los límites son relativos. Oficialmente, el Skid Row (la fila de los caídos, los que patinaron) se denomina Central City East y dentro del área que ocupa habitan más de cinco mil personas sin hogar (homeless), según estimaciones oficiales, que delimitan su espacio, su lugar de vida, con cajas de cartón y tiendas de campaña. Los terrenos donde hoy está el Skid Row eran agrícolas y con la llegada del ferrocarril, alrededor de 1870, se instalaron industrias. La afluencia de trabajadores temporales y ferrocarrileros hizo prosperar hoteles, bares y prostíbulos. Hacia 1930 se había configurado la fisonomía del área cuyos rasgos aún se pueden observar en el viejo barrio industrial. —¿Cómo te llamas? –Le preguntó Julio a un hombre de color, cerca de dos metros un tanto encorvados, que permanecía en silencio, con la vista perdida, como cuando se mira no al objetivo sino, a medio camino, el aire. El viejo no volteaba y seguía en su lejanía mientras el mundo pasaba raudo a su lado. —¿Te puedo ofrecer algo? –Silencio. Por fin el viejo volteó a mirarlo —¿Quién eres? –Musitó, casi. —Si vienes aquí seguido te vas a venir quedando, agregó con un dejo de ironía –Así nos ha pasado a muchos. Pensó en grabar una conversación pero de inmediato se dio cuenta de que habría sido un terrible despropósito. Además, el viejo perdió el destello de lucidez y regresó a su postura de tótem. Julio se retiró caminando lentamente y, ya en la esquina de la calle Séptima, volteó al lugar del viejo, que seguía
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donde mismo, igual. No muy lejos se comenzaban a atestar las misiones donde los homeless obtienen sopa, un guiso de repente, y se encuentran entre ellos. Volvió al día siguiente y el viejo estaba donde mismo. Esta vez le dedicó una mirada sin la tardanza de ayer. Parecía que lo aceptaba en sus dos metros cuadrados y Julio se quedó de pie, como haciendo guardia. Fue hasta el tercer día que el viejo aceptó hablar de nuevo con él. Se dio cuenta porque se le quedó mirando como diciendo —¿Qué esperas? –Pero Julio ya no supo que preguntar. —Este lugar me está contagiando –Pensó. Y de manera extraña encontró que el sólo estar ahí, de pie, mirando sin ver, tenía una rara fascinación. Se cruzaron las miradas y siguieron en su puesto hasta que, sin aviso, el viejo echó a andar cruzando la calle y ya no lo volvió a ver. Todo eso lo conversaba con Efraín que, un día, le dijo: —Lo conozco, yo he estado ahí. —¿Cómo? Tengo la impresión de que Usted nunca ha salido de este pueblo. —Pues no, sí que he salido. Durante unos años estuve perdido y caminé rumbos que Usted ni se imagina. —¿Qué hacía? ¿Qué lo llevó por allá? —Alguna familia tenemos todos en todas partes, pero fue más bien que cualquier rato uno se cansa de estar en donde mismo y se va, a lo que sea. * A Julio le sorprendía el que casi todos los seres humanos tuvieran una historia oculta y se sorprendía cuando, en su
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trabajo, de pronto se encontraba con situaciones insospechadas. Había individuos que, a primera vista, parecían incapaces por completo de llevar a cabo acciones como las que, en efecto, habían hecho. Sin embargo, al paso de los años, tuvo que admitir que él mismo era uno de esos casos, es decir, que compartía esos rasgos oscuros de la humanidad de la que era parte y producto. Julio tenía parentela en Los Ángeles y los visitaba con cierta frecuencia, aunque sus estancias tenían algunos rasgos de rareza. Por ejemplo, salía por las mañanas a tomar café que compraba en una tienda contigua a una gasolinera, de las que muchas hay por allá, y se regresaba a la casa de sus parientes sin salir, la mayoría de las veces, en todo el día. Pero dos lugares sí acostumbraba visitar cuando menos una vez en cada viaje: el Skid Row y el barrio de los mexicanos: el East. En Los Ángeles, los primeros asilos, refugios y misiones, se remontan a los años 30 del siglo pasado, cuando los efectos del vicio y la dispersión social comenzaron a impactar a la población de la zona. Después de la segunda Guerra Mundial y, hacia los setentas, soldados veteranos de la guerra de Vietnam nutrieron la población del Skid Row. En los años recientes, después de la recesión económica de los 90 en Estados Unidos, y las que han seguido con pérdidas de empleo y casa, al área llegaron familias completas para aprovechar la ayuda de las misiones. Por estos años, ya entrado el siglo xxi, en el Skid Row se permite acampar y dormir de las 9 p.m. a las 6 a.m. y está prohibido hacerlo fuera de ese lapso de tiempo, pero esa ordenanza ha sido ampliamente rebasada por la realidad. En muchas partes, los homeless ocupan las
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calles durante las 24 horas del día y hay espacios vedados al común de la gente. En el Skid Row, que es en sí una especie de fraternidad, coexisten varios estamentos con el signo del abandono y la miseria. No hace mucho, las autoridades decidieron delimitar un área de las banquetas y pintaron unas rayas haciendo rectángulos de unos dos metros por uno con el letrero en medio: sleeping zone. Ahí duermen los desposeídos que temprano deben retirarse para que la gente común pueda transitar sin tropezarse ni presenciar aquella exhibición del fracaso capitalista. Y Skid Row hay también en muchas otras ciudades de la metrópoli. Con el nombre inicial de Skid Road surgieron en el noroeste de ese país y actualmente está la Pionner Square, en Seattle; la Old Town Chinatown, en Portland; el Chicago River, en Chicago, y el Bowery, de Manhattan. En Vancouver, Canadá, está el Downtown Eastside. En todos esos lugares, la misma situación, la misma miseria, el deterioro implacable de la promesa y los sueños rotos. Aparte de esas áreas, en casi todas las grandes ciudades de Estados Unidos viven homeless bajo los puentes y a los lados de las autopistas. En obvio, son gente que no tiene dinero, que suelen ser adictos a las drogas y con un pasado oscuro, además de su miseria. Ahí duermen, en algunos casos incluso con niños pequeños, a la intemperie, al arbitrio del frío y del calor, presas de lo imprevisible. Al sureste del centro de Los Ángeles se ubica la ciudad del Este. Ahí se expenden tamales, tacos de pancita, birria, barbacoa, pan de dulce, capirotada, aguas frescas y piñatas. En el East, casi el 90 por ciento de la población es mexicana, o de origen mexicano, y cerca del 30 por ciento de las fami-
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lias que lo habitan están por debajo del umbral de pobreza, según el estándar estadounidense, con ingresos menores a los 20 mil dólares anuales (oficialmente el límite era, en el 2010, de 24 mil 343 dólares para una familia de dos adultos y dos niños). Según el censo de ese año, en el East el primer idioma es el español, hablado al menos por el 89 por ciento de sus habitantes. El Departamento de Policía de Los Ángeles tiene identificadas 32 pandillas (gangs) en el East, entre ellas están los “Arizona Maravillas”, la “clica los primos”, “Juárez Maravilla” y “Maravilla Rifa”. De unos años a la fecha la influencia de las gangas ha disminuido, cuenta un amigo de Julio, Miguel Ángel, “pero cuando no se tiene trabajo, ni se puede ir a la escuela y no hay ingresos buenos, la tentación de la pandilla es muy fuerte”. En la actualidad, la mayoría de los indocumentados que llegan al área de Los Ángeles son jóvenes, entre 15 y 25 años de edad y, en menor proporción, parejas y familias pequeñas. Quienes no tienen contactos a su llegada al paraíso perdido recurren a caseros que les rentan viviendas en mal estado, departamentos de una recámara, normalmente sin mueble alguno; dejan un depósito y cubren mensualidades que varían por lo general entre los 300 y los mil dólares. Aparte, deben cubrir el costo del gas y electricidad. Mientras se resuelve lo conducente, es decir que se consiga trabajo más o menos estable que garantice un ingreso y pagar la renta, o que el casero se haga cargo del trámite, previo pago, los recién llegados pueden pasar semanas consumiendo comida de lata y sopas instantáneas. Los adultos logran encontrar trabajo relativamente pronto. Los hombres, en la construcción, jardinería o de
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cargadores, y las mujeres en maquiladoras de baja escala que pululan en el área; ambos, en la industria restaurantera que en Los Ángeles ocupa a casi 300 mil trabajadores. Es de sobra conocido que muchos empleadores no cubren su salario a los indocumentados, o lo reducen significativamente bajo amenaza de denunciarlos a la migra. Incluso en los trabajos más estables los abusos están a la orden del día. Entre quienes más abusan son señalados patrones de origen mexicano. “Desgraciadamente son los peores”, afirma Miguel. El salario base mínimo de los trabajadores que reciben propinas (tips) en los restaurantes es de alrededor de cinco dólares la hora pero muchos pagan menos de eso, no cuentan con cobertura médica y sus horas extras no se cubren de acuerdo a la normatividad. En general, los ingresos de los indocumentados, según diversos estudios, apenas alcanzan para cubrir las necesidades más elementales. El salario mínimo federal en Estados Unidos, hasta principios del año 2015, es de 7.25 dólares por hora, pero varía entre un estado y otro. En California es de ocho dólares por hora de trabajo. La industria restaurantera de Los Ángeles obtuvo ganancias, en el 2007, de cuatro mil 700 millones de dólares, y se estima que actualmente supera los cinco mil millones. Según la ley, en Estados Unidos cualquier trabajador, aunque no cuente con permiso laboral, debe estar protegido, con la salvedad de que no sería indemnizado por desempleo. En la práctica, eso no opera. Mujeres indocumentadas que encuentran trabajo, por ejemplo, en la maquila de joyas de fantasía y objetos de ornato de bajo costo, reciben de cinco a siete dólares por hora, tres días a la semana, y sus jornadas
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pueden ser de cinco de la tarde a doce de la noche, pero no les cubren el extra por horario nocturno. Los empleadores saben que sus trabajadores indocumentados no presentarán queja alguna y que se dan por bien pagados con el trabajo en sí. No es creíble que las autoridades laborales, que realizan inspecciones periódicas, desconozcan esa situación. Los indocumentados representan un excelente negocio para abogados (en su mayoría de origen mexicano) que en Los Ángeles se dedican a trámites migratorios. También para defensores que luego de pedir cooperaciones económicas (para mantener la lucha, dicen) desaparecen sin dejar rastro. Como la esperanza muere al último, muchos ilegales invierten buena parte de sus ingresos, de por sí raquíticos, en procurar su legalización, la green card (tarjeta de residente permanente, con permiso de trabajo) primero y luego, cinco o diez años después, si las cosas marchan bien, la ansiada naturalización. Sin embargo, la realidad ocupa su lugar y cada vez son más quienes deciden, de plano, regresar a su país, México, el mismo que no ha sido capaz de proporcionarles la oportunidad de una vida digna. Aquí, el espejismo ya no alcanza y “la verdad, ya no sabe uno para dónde”, dice Miguel. Los caminos se cierran. Un gobierno de presunta tendencia liberal defendía “su derecho” de encarcelar a madres con sus niños, pese a que sin sombra de duda se violan garantías elementales e incluso acuerdos internacionales. Las condiciones del encarcelamiento eran infames y cada vez peores, pero no había fuerza suficiente en los reclamos y así seguían. Esos penosos asuntos eran relegados en el “mundo civilizado”, que mejor se ocupaba de los ires y venires que motivan el morbo colectivo.
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A su regreso, dos veces al año, al menos, Julio conversaba con Efraín. —Esa es la realidad del espejismo que persiguen nuestros connacionales que se van al “paraíso” y, allá como aquí, si se espera el castigo de un bandido es por simple inercia, pues en realidad no importa. —Se sabe con certeza que muerto el perro la rabia sigue y el paliativo no sirve más que para satisfacer el morbo colectivo. Eran esas conclusiones, un tanto emotivas, si se quiere, pero que Julio extraía de su experiencia directa, lo que le llevaban a criticar con aspereza a la sociedad, a cualquier sociedad pero principalmente a la que se basa en el abuso, la explotación y la búsqueda de la ventaja. Era por eso que a Julio tampoco le importaba que la comunidad de su entorno, la que siempre ha considerado irresponsable y mediocre, le exigiera ratificar un veredicto que, por lo demás, de nada serviría. De hecho, convencido estaba que ninguna pena servía para corregir la conducta que sancionaba, que no era más que un mal necesario, otro mal, solía concluir en aquellos encuentros académicos para analizar la aplicación de la ley. —Un mal necesario ¿Los hay, de veras? –Se cuestionaba. * Antes de su modesta bonanza, por allá entre 1970 y 1980, al punto briago Julio se subía a su viejo auto y emprendía camino rumbo al norte. Fueron muchas veces y un verdadero milagro que no haya quedado en alguna de
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aquellas giras estrambóticas. Cruzaba la frontera y se iba bebiendo hasta donde la gasolina alcanzaba y después, nunca supo bien a bien cómo, regresaba. Lo sorprendente era que, a pesar de eso, y de muchas otras cosas, pudo lograr el éxito relativo que llegó a tener. Y no fue más sencillamente porque no quiso. —Así está bien –Se decía, y dejaba pasar las oportunidades del reconocimiento y el ascenso a otros méritos y otros puestos. Nunca buscó alguno y si llegó a ser juez fue sin buscarlo y no hubo emoción cuando sucedió. Además, las expresiones de elogio (algunas había recibido) le repugnaban porque sabía de su falsedad y de la limitación de miras que les acompaña. En varias ocasiones le fueron a buscar para proponerle participar en la búsqueda de puestos mayores, direcciones, jefaturas. —Quedarías, sin duda, le decían, considerando tu preparación y méritos. Pero uno de sus amigos más francos y serenos, de nombre Álvaro, que tenía un negocio de pinturas en el barrio, le dejó claro el asunto: —Sencillamente no sirves para eso, se necesita otra condición y la bondad, la buena fe, la honestidad como la condición de cualquier trato, no entra ahí. Es un obstáculo y una carga que más temprano que tarde se hace presente y te hace renegar de aquello que, te prometieron, valía la pena. —Tus maldades no alcanzan para eso, a nadie más que a ti y, con gran pena de tu parte, a los tuyos, han afectado. Te cayeron sin más, de repente, como los tropezones entre las piedras de la calle. Si de pensar el mal se tratara, no lo harías, seguro estoy. Y en esos lugares, qué se le va a hacer, hay que ser perversos para permanecer.
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—En una sociedad como la nuestra, donde priva la dictadura de la mediocridad y el servilismo, las mayorías están prestas al aplauso que, al tiempo, sería signo de la insensatez. Pero así es y no parece que eso vaya a cambiar en un tiempo, o nunca, si la condición humana sigue signada por la tontería y el atraso. —Así estás bien, no busques más infortunios. —Para esa está el Skid Row…
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quizá te enteres
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uando había manera y oportunidad, ya se ha dicho, Julio, igual que Efraín, emprendía camino a donde fuera. Luego de muchas travesías, con la experiencia, era capaz de cruzar el mar y regresar a los tres días. A Cuba había ido en cuatro ocasiones y se lamentaba que, de 1980 a la fecha, desde que arreciaron las trampas del capital para que la gente internalizara el deseo de satisfacer las “necesidades” de la veleidad, para luego avanzar, penetración cultural en ristre, en las concesiones a una “iniciativa privada” presta a sacar ventaja, como en todas partes, hasta el anuncio de reconciliaciones con el imperio, que no tenía más motivación que la expectativa de los grandes negocios, las cosas parecían ir cada vez peor. En compañía de Juan, un académico amigo suyo, había caminado por las calles de La Habana, una ciudad hermosa cuyas grandes avenidas parecen estacionada en el tiempo; de un lado gente hastiada y ansiosa por la “apertura” que le permitirá tener algunos lujos y satisfacer veleidades, pero también con problemas reales; del otro, quienes siguen creyendo en la Revolución y para ellos los que protestan son mercenarios pagados por el Imperio. 155
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—Se necesita estar loco para decir que aquí se violan los derechos humanos ¿Has visto algún policía? ¿Uno, al menos, importunando a alguien? ¿Has visto limosneros en la calle? ¿Niños desamparados? —Le decía su amigo. La verdad es que no había visto ni uno. Cierto deterioro social sí, palpable, a la vista. La condición humana, diría Balzac. La noche anterior habían recorrido dos o tres centros nocturnos y vieron multitud de visitantes coterráneos que vienen a lo mismo que los europeos, italianos principalmente: en los tugurios, mujeres obsequiosas en tanto se consigue el arreglo, prácticamente encima. —Eso, digo, es señal de que no todo anda bien y, si me apuras, hay cosas que presagian males mayores. —El vicio está en todas partes. Lo sabes bien. La penetración cultural hace su parte, como en la ex Unión Soviética. —¿Y en tu país? ¿Qué me dices? —Yo también he estado por allá. Ante la reconvención, en la mente de Julio aparecía el Callejón Manzanares, las aceras por el rumbo de La Merced; las prostitutas en fila en cada frontera. —Sí, pero mal de muchos… –Pensaba. —¿Has visto niños pidiendo limosna? ¿Desharrapados en la calle? –El amigo insistía. —De los que se quejan, todos están bien comidos, educados y saludables. Son los que quieren más porque la publicidad engañosa con las promesas de progresos figurados está ganando la batalla. No piensan en los hijos de sus hijos porque les han internalizado la necesidad de tener lo superfluo.
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—Aquí no hay desahuciados en la calle. Todos tienen acceso a los servicios médicos y somos el pueblo más educado de América –Decía Juan, al punto del enojo. —¿Por qué las jóvenes se prostituyen? —Aceptan que en Cuba se tiene acceso gratuito a la educación y la salud, además de la comida “mínimamente asegurada” por la libreta. Entonces ¿qué necesidades tienen estas jóvenes que se prostituyen? —Porque “es la única manera de comprarme las cosas que necesito”, dicen esas mujeres. —Pero ¿realmente son cosas que “necesitan”? Es en esa parte donde la ambición de lo superfluo, siempre perniciosa, la exhibición, la búsqueda de horizontes y aventura (que, ciertamente, es un rasgo de la juventud en todo el mundo) toma su lugar. De modo que las miras por muchas partes, en los hoteles, fuera y dentro, en clubes, cafeterías y tiendas. El turismo lo sabe perfectamente y una gran proporción va a La Habana con ese simple propósito: conseguir compañía sexual. Toda una “industria” se ha generado alrededor de ese fenómeno: guías, guardias, grupos y hasta oficinas, locales y en el extranjero, que se encargan de tramitar lo conducente para dar al cliente lo que pida. Hay casas particulares cuyos dueños están en el negocio. Se dedican a rentar las habitaciones a los turistas. No todo, desde luego, es así, y son todavía muchos, muchísimos, los cubanos que defienden su lucha por la dignidad nacional y se resisten a ingresar a las filas de la inconsecuencia. Pero es cada vez más difícil. De los europeos que van a la vagancia, más que el turismo, los italianos son los más numerosos, jubilados con ingresos suficientes para comprar muchas
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cosas en La Habana, incluida la compañía de muchachas, se ven en todos los hoteles de la ciudad. El gobierno no aborda el tema en toda su complejidad y crudeza, pero es un hecho que, con la apertura, viene más deterioro, no hay duda, y cada vez son más los jóvenes que ven a los “valores” como un arcaísmo de la Revolución. Y para nadie es secreto, y menos para las autoridades, el comercio sexual es ya una cadena de negocios. —Como sea, yo camino y siento una soledad terrible. Eso es cosa mía, desde luego –Le dice Julio. * En La Habana, Julio conoció a Carlitos, un joven maestro de la universidad, matemático de altos vuelos, al que le habían encontrado un aneurisma inoperable al decir de los médicos. Antes de saberlo, Carlitos tuvo una vida normal, alegre y un tanto despreocupada, pero en cuanto supo de su mal todo cambió. Vivía en constante aflicción por lo que pudiera pasar y todo lo que antes hacía normalmente se volvió prohibitivo. Lamentaba que se lo hubieran dicho. La ignorancia era lo mejor en su caso, pensaba, pero se lo dijeron y entonces el temor a la muerte, inevitable, le consumía. Le platicaba cómo, de haberlo sabido unos años antes, habría dedicado su vida a otras cosas, o haciendo las mismas su actitud habría sido totalmente distinta. Cosas recuperables las tenía, bondades en el camino, gestos de los cuales sentir cierto orgullo pero, en lo fundamental, lo que le da sentido a una vida, no creía haber hecho lo suficiente.
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—Siempre, cerca del final, nos asalta la evidencia de que no hemos hecho lo suficiente, de que pudimos hacer más y mejor –Le decía Julio. La tristeza se subía al rostro de Carlitos y la sonrisa que se dibujaba era como un pesar que reclamaba adhesión. Una tarde, caminando por el malecón de la Habana, encontraron a Milanés, sencillo y sin boato. Se tomaron una foto y Pablo les dio un abrazo. Por la cara de Carlitos cruzó un destello de felicidad, luego se volvió y retomaron su camino. —Yo debería aprender de mi compañero de infortunio, le contaba Carlitos. —¿De qué me hablas? ¿Cuál compañero? —Inquirió Julio. —Es un coterráneo suyo con un problema mayor que el mío, pero que tiene asombrados a mis médicos que son los mismos que lo atienden a él. —Alejandro, creo que se llama y es un tipo simpático. Cuando se sube a mi viejo Skoda (nos hemos vuelto amigos) se pone a cantar: “Me voy pá La Habana y no vuelvo má, el amor de Carmela me va a matá” y luego ríe con entusiasmo. —Pero no es el amor de Carmela lo que lo va a matar sin falta, sino un cáncer cerebral terriblemente agresivo que cualquier rato, sin más aviso que el que ya tiene, va a explotar. —Una tarde, me dijo: ¿No crees que, sabiendo lo que sabemos, deberíamos buscar una muerte, digamos, más interesante? —Yo no sé –Le dije. La verdad es que la preocupación no me deja y no tengo arrestos para imaginar más salida que esta espera infernal. —Uno espera porque quiere –Me aclaró Alejandro.
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—Y siempre hay forma de hacer que las cosas no nos atosiguen tanto, de irnos de la manera en que queramos –insistió. —Por mi parte, ya tengo prevista mi muerte. Y será muy a tono con lo que ha sido mi vida toda. —Quizá te enteres –agregó aquel amigo de Carlitos. Julio escuchó esa historia con atención y sería un tiempo después que hiciera gran ruido en su cabeza.
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e las conversaciones con su amigo Álvaro, quien se equiparaba con Efraín en eso de generar dudas y preocupaciones a la hora de distinguir entre lo correcto y lo erróneo, se acordaba Julio con frecuencia. —Hay que admitirlo y vivir con ello: no eres igual, no somos iguales, porque me incluyo, a esa gente que por ahí vemos ubicada con su cuota de poder relativo –Le decía Álvaro. —Es cierto que, cancelando ese abordaje, que por lo demás no nos sería tan difícil, dejamos campo abierto a la kakistocracia, como tú lo has dicho en más de una ocasión. Pero qué se le va a hacer: no tenemos esa condición. —Igual, no me interesa –Decía Julio. Pero dos que tres veces lo había considerado aunque, casi de inmediato, se lamentaba de ello. Al final, llegaba a la misma conclusión que su amigo. —Total, así estoy bien. En cuanto a su función, como abogado y como juez, Julio era un crítico implacable, lo que por cierto era otro impedimento grande para los puestos que, le decían, merecía. La distancia entre peldaños de esa escalera se volvía enorme y 161
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se nutría, sobre todo, de la manera de pensar de aquel juez que había llegado hasta ahí quién sabe cómo. —Ya lo he dicho: si una sociedad necesita cárceles, es que no sirve, que está mal, es defectuosa, y no tiene más remedio que inventar subterfugios para tratar de paliar su incapacidad. —Todavía peor, las cárceles son un negocio para las autoridades y, a últimas fechas, para los empresarios que las administran. A su interior, sin sombra de duda, son un espacio de la corrupción más desatada. —En las cárceles, que algunos ocurrentes sin más negocio han bautizado de maneras rimbombantes, y ridículas a la luz de la realidad, a nadie se redime, nada se rescata y todo empeora. Hay quienes entran apenas iniciados en los vicios de la descomposición social y salen expertos delincuentes. Julio sabía bien de eso, pues infinidad de casos así lo probaban. —Lo mismo pasa con las ejecuciones, donde el negocio tiene muchas más aristas (la de los medios que las difunden, también) y todas perniciosas para la sanidad social. Voltaire señala, en su Diccionario Filosófico, que “con frecuencia se han castigado con la pena de muerte actos inocentes” y cita lo que hicieron en Inglaterra Ricardo III y Eduardo IV, “mandando que sus jueces sentenciaran a dicha pena a los sospechosos de no ser adictos al partido de dichos monarcas”. Esos no pueden ser calificados de “procesos criminales”, sino que “son asesinatos que cometen asesinos privilegiados. El último grado de perversidad consiste en escudarse con las leyes para cometer injusticias”, dice Voltaire, que relata el caso de la familia Sirven, sentenciados a muerte padre y madre siendo inocentes.
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Eso les decía Julio a sus colegas que eran precavidos en sus adhesiones pero que siempre escuchaban con atención, intuyendo que era una voz razonable y creíble, pero no apta para instalarse en el discurso del poder cuyas cuotas marginales disfrutaban. Sus compañeros de oficio eran dados a eso que los americanos llaman “name dropping”, darse importancia exhibiendo, lengua afuera, relaciones con personajes del círculo del poder. Había uno, funcionario menor de la Procuraduría de Justicia, que se llamaba por teléfono a sí mismo desde fuera de la oficina. Contestaba la secretaria y él se procuraba diciendo que le buscaba el licenciado, el presidente de tal organismo y hasta el gobernador. Fue penoso cuando se le descubrió. Al secretario Efraín, que se le permitía estar en aquellas tertulias pero que nunca abría la boca en ellas, le preocupaban los dichos de su jefe. —Un día de estos Usted ya no va a ser juez –Le decía en privado. —No me importa, nada sucedería conmigo y, al contrario, me sentiría más libre –Contestaba Julio. —¿Y sabe qué? En este medio uno deja de estar donde está por otras razones, pero mientras se le ocupe ahí seguirá, no tenga la menor duda, ya se lo he dicho. —Por otra parte, si le preocupa que su suerte dependa de la mía, se equivoca. Usted es indispensable, no se encontraría a otro más eficiente y servicial. —No es eso, me preocupa Usted. —Se lo agradezco, pero mire que es mucho mejor que se preocupe de sus propios problemas, que no han de ser pocos.
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Y su secretario se quedaba con la duda de que, a lo mejor, así como él ha leído sus escritos, su jefe sabe más de lo que cree. * La pena de muerte había sido aprobada unos meses antes y el decreto correspondiente fue publicado con celeridad. La propuso un partido palero de la oficialidad y, aunque tardó años en pasar, finalmente la oportunidad electorera y compromisos políticos la hicieron realidad. No era algo radicalmente nuevo, la pena de muerte ya estaba en la Constitución de 1917 y se aplicaba por los delitos de homicidio con alevosía, parricidio y traición a la patria. La última ejecución de un civil tuvo lugar en 1937 y de un militar en 1961; en 1975 todos los estados de la república mexicana la abolieron pero siguió vigente en el ámbito federal, de donde fue retirada en 2005, sin importar la magnitud del crimen. Por cierto, el mismo partido que propuso la reactivación de la pena de muerte impulsó leyes para que los niños ya no vieran animales en los circos y otras genialidades que, lo que son las cosas, eran bien vistas por un sector de la población. Junto con la pena máxima, la ley incluyó al Jurado Popular, más o menos siguiendo el modelo anglosajón. Los miembros del jurado establecían la culpabilidad o la inocencia y recomendaban la pena a imponer. En este caso había sido la muerte, para reinaugurar la nueva modalidad. Pero era una patraña, sobre todo en un país donde las leyes sólo existen en el papel y la justicia sigue siendo una entelequia. No en
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el sentido aristotélico, sino en el irónico. Esa pena de nada servía ante las evidencias en el mundo entero. Los texanos de Huntsville, que se vanaglorian de sus ejecuciones, ignoran que los males están en otra parte y que matando asesinos, y también inocentes, nada se arreglaba. Hasta el aparato ese que impresiona por las figuraciones que genera, el propio fbi, el de los grandes mitos de la eficacia, reconoció que se cometían “errores” en análisis científicos que sustentaron condenas a muerte. Muchos prisioneros resultan inocentes luego de ser ejecutados y nada qué hacer. También los testimonios dudosos están a la orden del día, para no hablar de la facilidad con que los jurados se embarcan en especulaciones y animosidades. Cuando saltan las inocencias ya nada hay que se pueda recuperar. En Estados Unidos organizaciones independientes han señalado al fbi sus errores a tiempo, pero la agencia no ha corregido y las ejecuciones proceden. No se admite y se oculta, se esconde y se niega, pero es claro que hay un sentimiento de venganza y, peor aún, un extraño placer invade a quienes siguen la ejecución. Es algo perverso y muy espinoso de abordar, pero ahí está. Como se sabe, en Huntsville, en el condado de Walker, ciudad que tiene poco más de 38 mil habitantes, han ejecutado a más de quinientos condenados desde 1976 a la fecha y cada vez que hay una ejecución, que ahora son por inyección letal, miles de turistas acuden a ese lugar, además de los manifestantes que están a favor y en contra de la pena de muerte. En California, son más de seiscientos los condenados a la pena capital en espera de su ejecución. En todo el mundo hay cerca de veinte mil presos condenados a la pena de muerte y esta puede ser aplicada por
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decapitación, como en Arabia Saudita; mediante la electrocución, que se sigue contemplando en Estados Unidos; el ahorcamiento, que se practica en Afganistán, Palestina, Bangladesh, Botsuana, India, Irak, Irán, Japón, Pakistán y Sudán; por inyección letal, en China y Estados Unidos; el fusilamiento, en Bielorrusia, Corea del Norte, China, Gambia, Somalia, Taiwán, Yemen, y lapidación, en Irán y Afganistán. Incluso, aun cuando los tratados internacional prohíben la ejecución de menores de 18 años, en el 2012 varios fueron ejecutados en Yemen e Irán y otros menores están condenados a muerte en Arabia Saudita, Nigeria, Yemen, Irán y Pakistán. En China, el número de ejecuciones, en general, permanece en secreto pero organismos como Amnistía Internacional creen que pueden sumar cientos de miles. En general, la utilidad social de la pena de muerte no ha sido demostrada, no se le ve por parte alguna. No implica la prevención de conductas negativas, no inhibe a los delincuentes más peligrosos, ni el temor que puede generar su posibilidad impide que se sigan cometiendo atrocidades. Todo indica que la probabilidad de la pena de muerte hace con frecuencia que los criminales ultimen a sus víctimas pues, concluyen, de todos modos serán ejecutados si los atrapan. En estricto, no hay prueba alguna de que la pena de muerte disuada la comisión del delito y, al contrario, donde no se aplica el índice de crímenes mayores es menor. La sospecha de que la pena de muerte se aplica por razones políticas está cada vez más fundada. También sucede que es la venganza social y la pasión de los deudos la que se hace presente.
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* Giorgio Del Vecchio, en Sobre el fundamento de la justicia penal, afirma que, si se considera sin prejuicios, “en su trágica realidad la larga cadena de aberraciones” en materia de procedimientos criminales e instituciones penales a través de los siglos, “se tendrá que reconocer que la historia de las penas es tan deshonrosa para la humanidad como la de los delitos” y él está en contra de la pena de muerte porque, bajo el supuesto de que se impone justicia, se puede esconder el deseo de venganza, que no es justo. Además, esa pena contradice el derecho fundamental a la vida, que es inalienable, es decir, también lo tiene el peor de los asesinos. Otra cosa que le llamaba la atención a Julio era que cuando las personas se veían frente a la muerte, en un accidente, por ejemplo, en un desastre natural, por una enfermedad penosa o ante la desgracia de un semejante el pesar les invadía. Lo había visto muchas veces y ese sentimiento de pena, además, era evidentemente contagioso. Primero se acercaban buscando disposición en el rostro de algún testigo que había llegado antes que ellos y, si no, de todos modos preguntaban con un dejo de respeto y temor: ¿Quién es el muerto? ¿Qué pasó? Y no todos, pero muchos ha visto dispuestos a arrojarse al río, al mar, si ven en peligro a otro ser. Cierto que la cobardía hacía presencia en muchos casos, pero también que no faltaba gente dispuesta al sacrificio para salvar a otros. ¿Cómo es que, entonces, esa misma gente se ve más que dispuesta a presenciar una ejecución sin que sentimientos encontrados le asalten? No lo entendía, en realidad.
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—Blanco y negro –Decía Efraín; Ormuz y Ahriman; el dios dual de Demian; la historia del mundo. Julio había leído una crónica del fusilamiento del padre Miguel Agustín Pro, acusado de participar en el atentado al general Álvaro Obregón. Fue en las primeras horas del 23 de noviembre de 1927 que se le colocó frente al pelotón de fusilamiento que integraban cinco soldados. Se ha escrito que el padre Pro tenía un amparo a su favor pero que se impidió su ejercicio, pues la consigna era matarlo; se dice también que uno de los jefes policiacos le pidió perdón y el padre Pro le dio las gracias. Imaginaba aquel cuadro. El 23 de noviembre, había caído en la cuenta, el mismo día en que años después murió su padre en camino al puerto. * En este caso que le quitaba el sueño, la presunción de inocencia, al menos en la relatoría oficiosa de lo resuelto, ya no tenía lugar. La culpabilidad del sentenciado, que luego sería ejecutado, estaba demostrada sin sombra de duda, o al menos todo así lo indicaba, por lo que la aplicación de la justicia estaría en primer término. La resistencia del juez Julio tenía que ver con su convencimiento de la inutilidad de la medida y nada más ¿Nada más? No simpatizaba con un jurado lego, ignorante de la ley y con frecuencia alejado del sentido común. También era un hecho que sentía evidente simpatía por el asesino, Alejandro, con quien se identificaba de varios modos. Éste no cesaba de preocuparle con sus agudas reflexiones, al punto de la ironía, como si nada le afectara, lo que parecía ser cierto a juzgar por sus expresiones.
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—Debe hacerle caso al jurado de pacota y me tiene que mandar al patíbulo –Le decía el sentenciado, que parecía más interesado en su propia ejecución que aquellos que la esperaban con el signo del morbo colectivo. —Una, porque soy evidentemente culpable según la ortodoxia del juicio y, otra, porque yo mismo he dado testimonio que lo amerita de acuerdo con la ley tres del Código de Hammurabi: “Si uno en un proceso ha dado testimonio de cargo y no ha probado la palabra que dijo, si este proceso es por un crimen que podría acarrear la muerte, este hombre es pasible de muerte”. —¿Sugiere Usted que mintió en su contra? –Preguntó Julio. —Están las pruebas de cargo, por supuesto, pero de manera fundamental su confesión ¿Mintió Usted? –Enfrente, la sonrisa. —Aunque así fuera, es una tontería, se trata de Usted mismo, –dijo el juez. La sanción no procedería. —¿Y qué? La ley es la ley. En sentido puro sí procede, pues se violó la norma. Todavía más, en el código de Hammurabi la pena capital se aplicaba a veinticinco tipos de delitos, entre ellos el robo, delitos sexuales y daños a la propiedad. Se consumaba mediante ahogamiento, quema y hasta empalamiento. Pero si no le satisface esa derivación recordemos a Dracón. Sus leyes eran tan drásticas que sólo contemplaban un castigo para cualquier delito: la muerte. Así que lo que sea que yo haya hecho, merezco la muerte. Y todos, cualquiera ¿O no? ¿O es que hay alguien que no haya violado, nunca, bajo circunstancia alguna, la ley?
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—Ha de ser, lo de la violación de la ley, y más en su caso, aceptando que es razonable ese alegato, pero no en cuanto a la aplicación indiscriminada de la pena de muerte. Si así fuera el mundo quedaría deshabitado. —Si va Usted a la muerte será por esa forma de ver y aplicar la ley. De lo otro, lo draconiano, no cabe en el mundo de hoy. Con el avance de la civilización se han superado esas ideas. —¿De verdad lo cree? ¿Y cuál es ese avance del que todos hablan y que, aparte de aparatos inservibles para lo fundamental, no se mira por ningún lado? —Como sea ¿Le parece bien que un asesino salve su vida y, llegada la oportunidad, en este sistema judicial las hay de sobra, vuelva a matar? —Si no es él, serán otros. La pena de muerte no resuelve el problema que está en la base del sistema todo. —Entonces ¿está o no de acuerdo con la pena de muerte? –Inquiere Alejandro. —No con la pena en sí, la que deriva de un sistema legal, pero, acá entre nos, déjeme decirle que conozco a muchos cuya desaparición, por así decirlo, vería con gusto. No por una sanción legal, sino porque se lo merecen. —Está Usted confundido, amigo. Si se mata como derivación de una acción, la que sea, se trata de un castigo, sin sombra de duda, y poco importa que lo dicte un aparato de “justicia” o un agente externo. A fin de cuentas es la aplicación de una “pena de muerte”. Cuando se quita la vida a otro ser humano, es un homicidio y no hay más. Lo mismo en la eutanasia que en la imprudencia ¿Cuál es el peso específico de la intención?
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—Si el derecho a la vida es innegociable ¿Puede haber descargo? ¿Es eso posible? —¿Y los suicidas? ¿No serían también criminales, en sentido estricto? El juez dudaba y parecía perder el hilo de la conversación. En efecto, estaba confundido y sí, matar a alguien en respuesta a sus actos condenables era eso y no cabe discusión al respecto. Entonces ¿Por qué estaba en contra de la pena de muerte? —La búsqueda de justicia, pensó… quizá por ahí. Recordaba entonces a Ormuz y Ahriman. El primero, creador del Sol, la luna y las estrellas, con un conocimiento inmensurable, Dios del Bien en la mitología del Mazdeísmo, y Ahriman, el espíritu destructivo que, atrapado en la Creación, se dedica a hacer el mal, a corromper y propiciar el pecado. “He ensuciado el mundo con inmundicia y oscuridad”, dijo Ahriman, y por eso la victoria sería suya. ¿Cómo se resuelve el dualismo que, queramos o no, se presenta en todos y cada uno de nosotros? No lo sabía, pero sí que somos capaces tanto de la bondad como de la maldad y, puesto en franqueza, presentía el triunfo de Ahriman. Una tarde, el asesino trajo a colación el tema, pero en referencia al Demian de Hesse. “Todos somos Abraxas”, diría. —Malos y buenos, oscuros y luminosos, rectos y falsos. Lo mismo, blanco y negro al unísono. —En el taoísmo, el Yin y el Yang representan la interacción de dos energías opuestas que no pueden existir una sin la otra, pero cuando una de ellas se impone (el mal sobre el bien, dado el caso) el individuo define una tendencia que se torna insuperable. De esa manera, el principio de la armonía original entre los opuestos queda en cuestión.
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—¿Y las dos caras de Jano? El Dios del comienzo y el final, del pasado y el futuro, que mira hacia ambos lados a la vez, a los que llegan y a los que se van. Los romanos lo invocaban antes de ir a la guerra y creían que les auguraba un desenlace favorable; Ovidio pensaba que Jano podía equilibrar al Cosmos. Pero eso de las dos caras en la vox populi apunta a la hipocresía y quizás sea la referencia más usada. —¿Y cuánto falta, por ventura, para que todo este relajo se acabe? Julio movía su cabeza de un lado a otro, casi con desesperación.
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n este país parece que lo malo priva sobre lo bueno, sin remedio a la vista. No hacía mucho, en una bodega de un municipio del centro del país, veintidos personas fueron abatidas por elementos del Ejército. Estudios realizados revelaron que cuando menos once de ellas fueron prácticamente fusiladas, cinco murieron cuando trataban de cubrirse de los disparos y del resto en ningún caso se ha probado que hubieran disparado contra los militares, quienes dijeron que se habían defendido en un enfrentamiento. Julio leía la noticia y expresaba: “Para qué tanto brinco, entonces, que lo saquen y lo fusilen ipso facto, como él quiere”. Todavía más, una madrugada del año del juicio, policías federales mataron a 16 civiles desarmados, en otro pueblo de la costa del Pacífico. Cerca de cien personas mantenían un plantón de protesta en los portales del palacio municipal y, según la versión oficial, los federales llegaron a desalojarlos, hubo un enfrentamiento y de ahí los muertos, ninguno de los federales. Pero testigos y sobrevivientes escucharon el grito de ¡Mátenlos como perros! entre la gendarmería. Se pudo probar que ninguno de los que estaban en el plantón tenía armas largas, aunque seis de ellos portaban pistolas 173
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debidamente registradas, mismas que pusieron en el piso cuando llegaron los federales. Nadie de los civiles disparó. Varios de los manifestantes fueron puestos de rodillas y ejecutados. El gobierno era hora que no investigaba en serio y todo indicaba que la impunidad se impondría, como siempre, en este pueblo que no sabe de justicia verdadera. El asunto era indignante, se documentó que la policía dejó que los heridos, muchos, prácticamente se desangraran y no pidieron ambulancias sino hasta después de una hora, habiendo hospital cercano. No sólo, los federales además bloquearon el traslado de los heridos. Ante las denuncias, y la imposibilidad de ocultar lo evidente, la Comisión Nacional de Seguridad decidió abrir una investigación luego de que recibió anónimamente un video del que se podía inferir “presuntos actos de uso excesivo de la fuerza o abuso de autoridad por parte de elementos de la Policía Federal”. Y no era el único caso. En realidad se trataba casi de una constante. Los policías asesinos son el Estado, decían los críticos y con razón. Eso es muy grave porque significa que la barbarie es institucional y, en consecuencia, lo que diga el gobierno es una mentira, a sabiendas, concluía el juez Julio, y la pesadumbre por lo que él mismo hacía, pretendiendo aplicar la ley, le caía sin remedio. Unos meses antes, 43 estudiantes de una escuela normal habían desaparecido y, en la tandariola de las explicaciones manidas, las autoridades dieron por hecho que habían sido asesinados, quemados, desmembrados, vueltos polvo y arrojados a un río. Cantidad de versiones contradictorias circularon y a los que sabían algo importante, policías y oficiales, el mando simplemente les dijo: “de lo que pasó ustedes no
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saben nada, no vieron nada”. Si hablaba, “nos amenazaban que nos iban matar a nuestras familias o a nosotros”, decían aquellos silenciados. Era, en realidad, una historia vieja, repetitiva y tenebrosa. En los setentas del siglo xx, el Ejército y los cuerpos policiacos mexicanos desaparecieron a miles de personas cuando la guerrilla tenía presencia en el país. Lo mismo daba que fueran guerrilleros o simples ciudadanos. A fines del 2006, el gobierno federal declaró la guerra al narcotráfico y, de entonces a la fecha, más de cien mil personas han muerto y muchas siguen desaparecidas. Los grupos que se disputan el poder en el narcotráfico tienen armamento sofisticado, equipo de primer nivel y, según se ha dicho, hasta entrenamiento en Estados Unidos. Se matan entre ellos, pero llevándose entre los pies a los civiles que tienen la mala suerte de cruzarse y, cuando se enfrentan al Ejército, con frecuencia llevan ventaja logística. En ese relajo de sinsentidos y despropósitos, hacía unas semanas, el juzgado del Poder Judicial de Baja California había impuesto una fianza de siete millones de pesos a jornaleros agrícolas acusados del delito de daños en propiedad ajena, cometidos durante una manifestación para exigir mejores condiciones de trabajo. Durante esa acción, la policía del estado golpeó y lesionó a setenta jornaleros y muchos acabaron en la cárcel con peor suerte que delincuentes, narcotraficantes y asesinos. A esos se les ponen fianzas con frecuencia menores y, si altas, les vale, pues tienen para eso y mucho más. El contraste era enorme y no podía menos que suponer sujeción de quienes deben impartir justicia al poder del dinero, es decir, los dueños de los campos agrí-
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colas donde trabajaban esos jornaleros exigentes de alguna dignidad. * Pero la debacle de la “ley” tenía muchos más referentes. Otros casos penosos se registraban al fijar las pensiones alimenticias que debían pagar padres irresponsables. Era increíble, pero jueces hay que las fijan en menos de cinco pesos diarios para mantener hasta tres hijos. Julio había tratado de revertir esa situación y fijaba cantidades razonables, más o menos suficientes para la manutención, pero venían los amparos y otros jueces, en otros juzgados, echaban abajo sus sentencias. Aparte de esos “recursos” que interponen padres irresponsables, los jueces se escudan en que es muy difícil conocer el ingreso real de los demandados por pensiones alimenticias y fijan un porcentaje del salario mínimo (que apenas rebasa los setenta pesos diarios). En los casos más benévolos con la mujer y sus hijos, puede ser del veinte, treinta y hasta el cincuenta por ciento, que en obvio es ridículo y no alcanza para cubrir las necesidades básicas vitales de uno o más menores. La gran mayoría de los demandados declaran recibir el salario mínimo y no se investiga o se acepta sin más. Otros, para no pagar ni eso, llevan una carta de renuncia al empleo, por lo general falsa, o se cambian de domicilio, y hasta de ciudad, para eludir un pago miserable. Casos de esos los protagonizan incluso dirigentes políticos, funcionarios y empresarios, sin que el juzgado intervenga como debe de ser.
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Recordaba Julio una plática que había tenido con una procuradora para la defensa de la niñez y la familia, la misma que, años más tarde, sería asesinada, según se dijo, por familiares en pugna. —¿Qué se puede hacer? –Le decía, luego de haberle expuesto uno de esos casos de abuso inadmisible. —Por principio de cuentas está la ley, que les da cobertura y las influencias… Usted sabe –Respondió la procuradora. —El demandado dice que vive al norte del estado, a cuatrocientos kilómetros, y que la mujer que lo demanda es la que debe llevar los avisos y citatorios, pero eso es mentira. Se trata de un funcionario que vive aquí, todo mundo lo sabe. —Así es, pero mientras no se denuncie y se compruebe, está en su derecho. —¿Lo cree Usted? —Desde luego que no, pero así son las cosas por acá. Yo no puedo hacer más. —Debería darnos vergüenza. Este es un mundo insoportable —Le dijo Julio. Pero, en efecto, así están las cosas y, volviendo al caso de Alejandro, en esta sociedad que asusta, otro problema es que aún no estaba claro cómo habría de aplicarse la pena de muerte. Si con la silla eléctrica, la cámara de gas o inyección letal, formas todas esas de las que no había experiencia, ni aparatos, en este país. El fusilamiento parecía ser lo más probable y a la mano. —Al fin que aquí sobran especímenes prestos a disparar a inermes. *
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Ya estaban viendo ese asunto las autoridades y pronto lo decidirían. Ratificada la pena, se designaría hora y lugar de la ejecución. Las empresas hoteleras habían pedido que se avisara públicamente con tiempo suficiente para ofertar sus paquetes a los turistas que, sin duda, abarrotarían este pueblo verbenero. Julio recordaba que, cuando andaban en eso de las reformas, alguien les advirtió que se tenía que atender lo establecido en la Convención Americana sobre Derechos Humanos: el mandato de que, en los países donde se aplique la pena de muerte, tiene que haber un procedimiento o una instancia que pueda resolver sobre la conmutación de la pena. Así que se tuvo que crear ese órgano. En la jurisprudencia emergente, al aprobarse la pena de muerte, se estableció que si bien el Jurado emitía un veredicto y determinaba una pena, sería el juez quien decidiría, en última instancia, si se aplicaba o no. De no ratificar el fallo del jurado, el juez debía formular observaciones al procedimiento que, a su juicio, tendrían que ser subsanadas, es decir, ordenaba una revisión del caso. Lo había pensado con frecuencia: si el juez determina que ningún jurado razonable podría haber dado un veredicto equis; si se ocultaron elementos fundamentales para fincar culpabilidad o inocencia, había manera. En efecto, un juez puede revertir el veredicto de un jurado si considera que hay datos suficientes para ello, pero lo que pasaba, a fin de cuentas, es que el paquete se le cargaba al juez del caso, aun cuando el Jurado hubiera determinado la culpabilidad y propuesto una pena; si el juez tenía la facultad de ordenar la revisión y de formular observaciones, además de proponer alternativas a la decisión del jurado, era él quien sería señalado como di-
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rectamente responsable de una condena a muerte. Cuando la sentencia se le comunicaba por parte del jurado al juez, en ese momento se establec铆a un plazo para su ratificaci贸n y firma o bien ordenar la revisi贸n del caso. Ese plazo se venc铆a hoy, a las doce de la noche.
XXI
La lejanía del recuerdo
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e nuevo, colgado Julio de sus vivencias, a él mismo le asombraba (a últimas fechas menos) haber pasado por tanto y en tantas partes. De las ciudades, grandes y pequeñas, que había conocido, sólo al recordar algún trayecto podía ubicarlas en la memoria pero, si volvía, era como partir de cero. Si de nuevo las miraba era como si nunca antes las hubiera visto. Así, podía estar en todas partes y en ninguna. En Roma, mirando sin ver la Vía de la Conziliazione, rumbo a San Pedro, pero imaginando las playas de El Tambor; o en París, subiendo por la Eiffel y oteando el horizonte sin saber a ciencia cierta que buscar, mientras en su cabeza está la catedral de su pueblo. Si tenía o no sentido eso no le inquietaba en absoluto, aunque le pesaba con frecuencia, pues deseaba sentir la emoción del descubrimiento. Estando en Roma, una tarde de octubre, comenzó a hacer un frío intenso, un tanto impropio para la época que era otoñal y fresca sin llegar a esos extremos. Además, empezó a llover y era una lluvia fría y pesada. Se detuvo entonces a comprar un paraguas a uno de los vendedores senegaleses que se apuestan frente al castillo de San Ángelo. Lo abrió con cuidado y se colocó debajo. Casi a la entrada del castillo, 181
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un joven tocaba su guitarra acústica con maestría. Primero reconoció el barroco en una pieza, pero luego el joven se puso a tocar música moderna. No lo hacía mal, pero parecía impropio. Incluso su vestimenta, que nada tenía que ver con los seguimientos a los esperpentos roqueros, parecía cuestionar el giro aquel. Se detuvo y se sentó en una de las bancas que por ahí han sido colocadas, lo que casi siempre hacía cuando escuchaba a cualquier músico de la calle, y esperó hasta que la lluvia se fue. El joven se dio cuenta de aquella atención, muy distinta a la de los turistas que nada más otean y se siguen de largo raudos para evitar la cooperación monetaria. El joven tocaba y le miraba como buscando un gesto de aprobación que Julio, desde luego, hacía patente moviendo su cabeza de arriba abajo, de manera comedida. Un joven vendedor, africano por supuesto (ellos ven a Italia como el asidero de su tabla de salvación, así se queden o se vayan más lejos) se detuvo también y, de pronto, comenzó su cuerpo una cadencia que daba cuenta de una disposición natural, esa que envidian los blancos sureños a la gente de color. Bailaba y sonreía amigablemente. No trató de vender nada, simplemente bailaba y de esa manera se fue yendo en dirección a San Pedro, por la Conziliazione. El joven músico no lo perdía de vista y, un poco siguiéndolo, apuntaba con su instrumento al rumbo que seguía el africano, acentuando los acordes, como para que no dejara de escucharlos, hasta que la distancia se impuso. Entonces se regresó, llegó al lado de Julio y le dedicó una amplia sonrisa. Julio se levantó de la banca y tomó rumbo a San Pedro, pero al cruzar el Puente de San Ángelo hasta el Lungotevere Tor di Nona, una turba de vendedores casi no dejaban ca-
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minar por la banqueta. Era tal el asedio y la insistencia, que terminó comprando una especie de bufanda y como el frío y la lluvia regresaron, bien cayó. Julio trató de hablar con algunos de ellos, haciendo las consabidas preguntas tontas, y ellos respondían en un inglés casi incomprensible. —¿De dónde son? —¿Cómo llegaron? —¿Dónde consiguen su mercancía? Hacía una semanas, casi cinco mil inmigrantes llegaron cruzando el Canal de Sicilia y se calculaba que, tan solo en ese año, eran cerca de 45 mil los que habían logrado entrar a la península itálica. Muchos se ahogan luego de naufragar los barcos en que los llevan desde las costas de África. Tiempo después los inmigrantes pusieron en crisis la vocación declarativa del humanismo europeo. En respuesta, anchas sonrisas y el brazo extendido con la mercadería que, desde luego, alguien había puesto en sus manos. Eran parte de un negocio que no daba la cara, pero claramente activo. Ellos tienen un gran rostro redondo, de un negro que no se ve ya ni en Mississippi, el color de África que poco se parece al de los afroamericanos, con un idioma que, por desconocido, no basta para hilar la plática. Sólo sonríen y, quizás en su lengua natal revuelta con un italiano de miedo, insisten en su venta. Se mueven de un lado a otro con movimientos rápidos y nerviosos, pero se ve que están alegres. Quizás no tengan un lugar dónde dormir esa noche, o no completen para medio comer, pero están felices, no simulan, es obvio. Así sería el infierno que dejaron. Pero sucede que, otra vez, la condición humana, unas semanas después, o meses, la
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nueva situación, con sus ventajas y expectativas, los vuelve un poco más exigentes y ya no se conforman con lo que, al llegar, parecía un regalo del Cielo. Es lamentable pero también muchos derivan al robo, al engaño a los turistas. Los romanos, igual que los florentinos y venecianos, casi todos (acaso en Nápoles se les soporta un poco) en Italia los ven como un mal y un peligro en ciernes. La mayoría está muy de acuerdo en que los regresen a como sea, pero es muy difícil y llegan a diario. Se iba Julio por el Lungotevere para tratar de hablar con ellos, les compraba algo, y algunas cosas eran realmente bellas. Los hindúes, que también llegaban, al igual que de Bangladesh, Nepal y Pakistán, de alguna manera tenían para vender artesanías que parecían originales. Como fuera, del Castillo de San Ángelo a la Plaza de San Pedro, se podía ver un mundo multicolor permeado por los altibajos del capital. Mientras estaba en esos lugares, Julio se embebía de una realidad que le lastimaba, pero unas horas después el sentido de ajenitud le asaltaba de nuevo y sería dentro de unas semanas, o meses, o años, que esas escenas se recrearían en su cabeza anduviera donde anduviera. —Venir de tan lejos para nada –Se decía. Cada vez y en todas partes, como si fuera una condena. Cada vez que regresaba imaginaba que habían pasado años y no días. Recorría los camellones del bulevar con la mirada, encontrando siempre lo mismo pero como un descubrimiento. Y lo mismo le pasaba con la gente y los suyos: cada acercamiento era algo nuevo, como si la distancia anímica fuera todavía más grande que la física.
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Sin embargo, tiempo después de aquellos recorridos que muchos envidiarían suponiendo una gran emoción sólo de ver lares que, extraños, ya estaban instalados a fuerza de tantas imágenes, films, series y citas, el recuerdo de lo que, en su momento, pasó desapercibido, le proporcionaba emoción y entonces deseaba regresar. La ansiedad del regreso para volver a ver lo que no vio en su anterior gira (¿o sí lo vio?) operaba como acicate de sus momentos de fugaz felicidad. Lo mismo le sucedía con las conversaciones: las palabras sólo adquirían sentido pasado un tiempo. Entonces reclamos y adhesiones tomaban lugar. Era extraño, pero así era y, en realidad, nada olvidaba. Pero lo cierto es que, con el temor que le llevaba a la distancia, más que como resultado de perdones o condenas, era capaz de borrar de su vida y de su mente (así lo había dicho alguna vez: “borrar”) a las personas y lugares que, a su parecer, no merecían ocupar lugar ni atención. Sus familiares lo sabían y el temor les asaltaba porque Julio hacía todo en silencio. Lo hacía y ya. La actitud de sus seres cercanos le incomodaba bastante porque, pensaba, a nadie le debe importar lo que uno decida a la hora de las cercanías o las ausencias. Por lo demás, no les hacía daño o no entendía que así fuera. Sin embargo, en el umbral de los setenta años de edad, con frecuencia le atosigaban recuerdos ingratos de su proceder, que resultaba extraño y, con gran pena, atemorizante. Pensó, para ajustar cuentas con el pasado que le remitía facturas, en escribir sus memorias, un diario, y lo inició pero era incompleto, se brincaba los días, dejaba el relato a medias y todo quería resolver con puntos suspensivos, indicando que después seguiría. En realidad aquello
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sólo tomaba forma apropiada y comprensible en su cabeza y no precisaba escribirlo. Pero de ese escribir a retazos aquí se ha dado cuenta suficiente. * Ese estar y no estar era recurrente. En Pompeya, un día pesado, a correvuela por sus calles, por momentos no recordaba siquiera el nombre del volcán que estaba justo frente a sus narices. —Es el Vesubio, atinaba por fin pasado el soponcio. Es el Vesubio, que lo miraba con desdén portando, eso le era evidente, una amenaza. En realidad no le parecía un cerro notable, pero la historia y la experiencia le dictaban opinión y dimensión. El Vesubio, el azote de Herculano y de Pompeya, donde hay vestigios y señas para ubicar lo que fue. Aquella todavía exhibe frescos y se pueden apreciar las villas de los potentados romanos. Los vestigios humanos de las víctimas en Pompeya fueron recuperados gracias a que las cenizas del volcán se mezclaron con la lluvia y cubrieron los cuerpos, quedando una suerte de moldes que revelan la posición precisa de los muertos al caerles encima el ardiente vendaval. Se vertió cemento líquido dentro de los moldes y surgieron las formas, con los gestos del instante postrero. Ahora eran atracción turística y no les creía del todo. Con Los últimos días de Pompeya, el libro de Edward Bulwer-Lytton, en la memoria, pensaba entonces en Arbaces, que “fue el que dejó su herencia”, se decía. Esa obra no le convencía lo suficiente para colocarla entre sus referentes, pero habiéndola leído en la adolescencia se negaba a una revisión crítica que, intuía,
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no le sería favorable. Al fin, y como fuera, Pompeya era ya un museo de cobro y ventas. —Cuando se mete el capital ya nada se puede creer – decía. Entre esos ires y venires del recuerdo se le iban los pasos de la sala al comedor, de la recámara al patio, hasta la salida de su morada. Cuando llegaba a su despacho, siempre tenía la impresión de que había caminado una eternidad y que habían pasado años desde que despertó por la mañana. Por la noche, desde la ventana que era su puerta al mundo exterior, reconstruía el trayecto que todos los días emprendía, desde que despertaba y dejaba su casa (que igual no conocía de la forma en que la ortodoxia dicta, pues con frecuencia equivocaba el rumbo y no encontraba una escalera a su lado) y miraba la calle de ese mundo tan cerca y tan extraño. Recordaba con nitidez cuando el grupo de pequeños vagos perversos, del que formó parte, roció de gasolina a un gato y le prendieron fuego para ver cómo intentaba llegar al río, cuadras abajo. Trató de impedirlo aunque compartía aquella pérfida curiosidad y, en realidad, no hizo lo suficiente. El gato no pudo llegar al río, trayecto lejano con la lumbre hasta en los ojos, y se quedó enroscado, chirriando de manera horrible el breve incendio, pasando del maullido violento y desesperado al silencio que también parecía ruidoso. Era inhumano tratar así al pobre gato, piensa ahora, y ellos, aquella vez, de alguna manera lo entendieron pasando del jolgorio a la pesadumbre. Pero lo hecho, hecho estaba y el gato aquel se quemó por completo. En otra ocasión, su compañero de juegos, Enrique, tomó una lata que contenía gasolina y cruzó la calle regando el
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combustible. Dejó caer un cerillo ardiendo y una línea de fuego cruzó rauda el bulevar. Pocos autos circulaban entonces por ahí pero, para su mala fortuna, la hija del señor Andrade llegaba en el carro familiar. De pronto, se encontró ante una muralla de lumbre (así lo vio ella) y viró, desesperada, tratando de evitarla, sólo para ir a estrellarse en la casa de la esquina, de donde salió a grito abierto Doña Trinita, la vieja inquilina que a todos encontraba defectos. Desde ese momento odió aún más a los niños de la cuadra que le parecían, todos, demonios en ciernes y a la hija del rico del barrio la disculpó, por supuesto. En aquellos tiempos que se nutren de temores y fantasías, algunos amigos tuvo (amigos, lo que se dice amigos, quizás no, pensaba) y los recuerdos traían a colación andanzas con ellos pero, en estricto, casi siempre, por no decir siempre, fue un niño solitario y lo mismo le pasaría en la adolescencia, la juventud y la adultez. Ya de viejo, sería lo mismo pero ya no importaba. De su familia tampoco recordaba cercanías del cariño y le costaba un gran esfuerzo decir “te quiero”. —Es que no aprendimos el lenguaje ese –Le dijo a una de sus hermanas que padecía el mismo mal. * Volvía la vista al extremo de la calle, casi llegando a la esquina con la avenida A. Era ahí donde se apostaba un viejo vendedor de jícamas y elotes asados, a más de dulces baratos, de nombre Domingo, un viejo seco y chimuelo, siempre con barba crecida y mirada ausente. Al principio atemorizaba a los niños del barrio pero poco a poco se fue convirtiendo en
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parte del paisaje. Después era visto sólo como un obstáculo más que se elude en las carreras de los juegos. Pasaban los años y el vendedor de jícamas seguía ahí, donde mismo, con la misma carreta y la misma disposición de sus vendimias ralas ¿Cuántos años lo seguía viendo? Muchos, demasiados para estar viendo lo mismo en el mismo lugar. “Esa no es la constancia que vale la pena”, pensaba Julio. —Es una monotonía insoportable que nadie en sus cinco sentidos puede alabar, aunque simples hay que lo hacen. —Si el hombre se queda en la banca por años es que su vida no tiene sentido, carece de esencia, es inútil, prescindible… Eso, prescindible, le parecía, y no podía dejar de considerar que ese estado de inmovilidad casi (espacio de la meditación trascendente, dicen) era muy apreciado en varias partes del intrincado mundo pero, en estricto, seguía sin conceder mayor mérito a esa suerte de pasividad y renuncia a la acción. Cierto es que los budistas reivindican la meditación profunda, tukdam, un trance que se da entre la vida y la muerte. —¿En medio? —¿Qué es eso? —¿Cómo se puede entender? En el fondo le tenía respeto a esas ideas y creencias, pero no podía establecer de cierta alguna correspondencia evaluable entre su propia actitud frente a ello y la propuesta que le seguía pareciendo impropia en el mundo real. Sin embargo, muchas veces había llegado a la cuenta de que quizás (sólo quizás) lo mejor era encerrarse de algún modo, o irse a la nada, a terminar de vivir pues la existencia esa que llevaba
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igual carecía de sentido. Quizás no “igual” y lo relevante era alejarse del mundo, marginarse de la colectividad. Eso es lo que hacía cada tarde en punto de las tres, cuando llegaba a su casa después de jornadas que lo tenían harto aunque se zambullera en el trabajo hasta la exageración. Llegadas las tres de la tarde se encerraba en su cuarto y casi nunca salía hasta el día siguiente. Ahí, en ese encierro voluntario, pasaba las horas mirando, primero, años atrás, cuando la modernidad chafa, inconclusa (aunque haya simples que hablen de post modernidad, marginando la evidencia de que lo posterior parte de algo instalado) todavía no llegaba con sus aparatos, teléfonos, computadoras y “redes”, la vieja máquina de escribir. Tomaba entonces una cuartilla, la metía en el carrete y escribía algo que luego terminaba en la basura; después, cuando otros aparatos se impusieron y no había, además, manera de conseguir o arreglar una máquina de escribir, que seguía prefiriendo, encendía el artefacto y esperaba a que recorriera quién sabe qué arreglos. Cuando por fin terminaba de acomodarse, casi siempre lo apagaba. Como sea, la imagen del viejo Domingo era la misma de la primera vez que, una tarde, le fue a comprar elotes asados, viejísimos, duros: el rostro cruzado por arrugas, cetrina la tez, una semi sonrisa que no abandonaba. Le traía a la mente emociones encontradas y, sobre todo, incertidumbre. El viejo se le había acercado en algunas ocasiones, quizás solamente para verlo, porque él era la imagen que se percibe en todos esos barrios del probable éxito futuro, de algún triunfo que motive el orgullo insensato de esos lugares miserables y engañosos, como los paisajes bucólicos que se ven al pasar por la carretera y que son un infierno una vez que bajas.
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Así era el barrio aquel: para ver de lejos, en la ajenitud intocada siquiera por el deseo de bajar a ver. Pero era su barrio, el de la niñez y los barquitos de papel. Esto era una simpleza pero, por algún desvarío incomprensible para su formación racional, el recuerdo de aquellos barquitos siempre le conmovía y con frecuencia una lágrima asomaba a su rostro. Se daba cuenta que el viejo de la carreta y su cansancio evidente era parte de los arroyos que la lluvia dejaba en las calles de su infancia. Parecía querer decir algo pero nunca lo hizo y, en verdad, no hacía falta. En su cerebro se conjugaban y revolvían sentimientos encontrados y no atinaba a precisar alguno. Su infancia, como luego descubriría a fin de cuentas, fue la del condenado. Estuvo signada por la soledad aun cuando en familia se viviera. Siempre se sintió como un extraño en la vieja casa familiar y era porque así lo veían. En eso no había exageración. * Lo que no se comprende se llega a odiar, pero la causa de su soledad sí era del todo comprensible, bien lo sabía. Muchas veces pudo tratar de cambiar la situación pero no soportaba la convención del caso. Entonces, lo que en realidad pasaba es que no podía. Para eso debió aprender otros lenguajes que no conocía, nadie se los enseñó, y lo que signaba su conducta al paso de los años era la circunstancia que él mismo diseñaba: la soledad. Ese era su drama pero igual le daba, como si el sufrimiento fuera inevitable y todo el significado que daba a su entorno fuera necesariamente incomprensible para los demás.
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Al viejo, sentado al lado de su carreta, lo veía desde hace muchos años, es cierto, pero siempre experimentaba un Deja vu, la sensación de que había sido en otro tiempo, en otra vida, quizás, que se habían encontrado por lazos mucho más profundos que este mirar a lo lejos. Y lo imaginaba en otra circunstancia, como algo cercano, casi íntimo, un familiar o un amigo entrañable, aunque poco sabía de la amistad en carne propia, pero sí de referencias, del cine, los libros… La lectura representaba un escape atractivo y se convirtió en un hábito y un compromiso, casi. Por la lectura era capaz de dejar otras escapadas, juegos y argüendes vecinales que los demás no se perdían. Su padre, del que siempre pensó que no estaba capacitado para serlo, pero igual lo justificaba (como le sucede a la gran mayoría) llevaba revistas a la casa familiar y libros de todo tipo. Lafuente Estefania ocupaba lugar, para él, cosas de la edad, pero al final era rebasado por Verne, Salgari, Dumas y, un poco después, por Stendhal, Flaubert, Zolá, Moliere y Víctor Hugo. Leyó Los miserables cinco veces. La primera porque sí y las otras cuatro cuando se le ocurrió participar en un programa de preguntas, con premios cuantiosos. Se sabía prácticamente todo de los andares de Valjean, Cossete y Marius y le obsesionaba el extremo de las maldades de los Thenardier; el relato de la Comuna de París con Gavroche, el hijo del posadero que ilustraba la miseria humana, que muere a los doce años en las barricadas. Mandó foto y datos por correo simple, mucho antes de las prácticas de hoy, pero no fue aceptado. Que el concurso era sobre la obra de un autor, la obra completa, y no por un solo libro, le dijeron.
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Jean Valjean todavía viene a su mente con frecuencia cuando tiene que dictar una sentencia. En la historia de Víctor Hugo, Valjean trató de robar una pieza de pan al panadero Maubert Isabeau. Quebró la vidriera de la tienda y se fue corriendo pero Isabeau le persiguió y alcanzó. Lo detuvieron, sin el pan, que había tirado a la calle, y lo acusaron de robo con fractura, con el agravante de que fue de noche y en una casa habitada. Lo sentenciaron a cinco años de prisión pero estuvo cautivo diecinueve años, pues a su condena inicial se le sumaron otras por intento de evasión. Salió en libertad hasta el año de 1815. Diecinueve años ¡Por quebrar un vidrio y tratar de robar un pan! —Los tiempos han cambiado, es cierto. —Pero ¿es cierto?
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Un señor elegante
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a calle de su barrio en que nació hacía tiempo que fue rebasada por un crecimiento desmesurado del parque vehicular y la evidente incompetencia de quienes, se supone, se encargan de que la histeria de los motores no invada a las personas. Había que sumar la proliferación de puestos ambulantes y semifijos que ofertaban comestibles y la gente, mucha más gente. Era casi incomprensible la permanencia del viejo al que, además, ya nadie le compraba su mercancía. En ese momento pensó en ir a saludarle. Sería el pretexto para verle a los ojos buscando una explicación ¿De qué? No lo sé, aclaró. Pero otra vez no fue y regresó por donde había llegado a la salida de su casa, dobló por la escalera hacia arriba y se dirigió al barandal. Desde el ventanal del segundo piso todavía se podía ver hasta dos cuadras más allá, los camellones desdibujados por el tiempo, la bajada de la avenida S, que cuando las lluvias caían era canal impetuoso que corría raudo hasta la ribera del río T donde arrojaba sus aguas lodosas y, hace años, en el curso de una de esas tempestades que se extrañan, un vehículo en que viajaban dos damiselas de sociedad fue 195
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arrastrado hasta la corriente y ambas murieron ahogadas, lo que fue tragedia grande en el pueblo. Por esa rúa pasaban ahora grandes vehículos sin interrupción. A las puertas del viejo edificio de al lado de su casa materna aún se podían ver las aldabas y un candado que, para entonces, no abría ni cerraba algo porque cerrado estaba abarcando solo una oreja de la cerradura. Ese edificio estaba en la esquina de la avenida A y la calle M y era una construcción rara, que se fue haciendo al capricho de sus ocurrentes y competitivos propietarios. Si los vecinos construían una barda, ellos hacían otra y más alta; si un segundo piso, ellos lo mismo, o tres, como fuera. Por dentro, esa casa semejaba un laberinto. En esos momentos es que se daba cuenta de que todo cuanto le rodeaba ahora era desconocido, estaba muy lejos de lo que sus recuerdos colocaban en cada sitio y, de un día a otro, la memoria se difuminaba. Todo lo que veía, contrastado con lo que había visto por decenas de años, era nuevo. Nunca pensaba demasiado en ello, pero de cuando en cuando le inquietaba. Lo andado tiene presencia en el recuerdo y nada más que en el recuerdo. Eso es problema grande porque, entonces, se vive para después, el momento se pierde y carece de significado en su momento vital. Será recordado más tarde, cuando no haya acción posible que lo altere. Es como un ver y dejar pasar al mundo, sin afectarlo en lo más mínimo. Estando en París, pasaba con frecuencia por el puente del recuerdo, el Ponts des Arts, el primero que se hizo de metal en esa ciudad, donde ahora los turistas han colgado miles de candados de todos tipos y tamaños. No hace mucho que
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el peso acumulado de esos candados provocó la caída de una parte del barandal pero, igual, los enamorados (obnubilados como están en los primeros lances o, sin serlo, están atrapados en la convención y simulan) lo siguen haciendo. Él no colocó un candado, ni su compañera, y simplemente cruzaron hacia el Louvre. Una vez afuera pasaron por los pasillos que le recordaban como si fuera ayer ¿hoy? los portales de la vieja plaza de su pueblo (aunque no había razón suficiente, en realidad). Quienes lo hacían, pensó, es que apenas empiezan un trayecto que, más temprano que tarde, tendrá fin. —Podrán permanecer pero, si acaso, tomados de las manos. Con los años no hay para más —Decía Julio. Se quejaba del imperio del mercado, tan rupestre en la Ciudad Luz como en los malolientes reductos de la gran capital: Tepito, la Merced y el Mercado de Sonora, donde por el pasillo de las mascotas, estuvo a punto de vomitar. Como ya habían pasado unos meses, ahora podía recrear la ruta del Appart City, en Bobigny, hasta la estación del metro pasando por la avenida Paul Vaillant, cruzando las vías del tren para tomar la Rue Carnot y llegar al paradero de los buses. De ahí a la estación, a unos pasos. Fue de la Plaza de la República a la torre Eiffel en taxi y, nada más llegar, sólo quería descansar. Al día siguiente no pudo reconstruir el trayecto, pero sí unas semanas después, al pie de la letra, en el pensamiento. De Notre Dame admiraba los vitrales y se pasaba largos minutos, al punto del mareo, viendo hacia las torres en busca del jorobado Quasimodo que, por supuesto, no estaba pero que, según se ha escrito, sí hubo un escultor contrahecho
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que trabajó, hacia 1820, en la remodelación de la Catedral, personaje que supuestamente habría conocido Víctor Hugo y tomó como referencia para su libro. La catedral es de estilo gótico, su construcción, dedicada a María, nuestra señora, inició en 1163, por orden el Obispo Maurice de Sully, y se terminó hasta el año de 1345, pero ha sido objeto de varias restauraciones pues los vientos de la historia causaron destrozos que requirieron reparación. Del Sena, le atraían las barcas pobladas y le sorprendía que algunas tenían hasta jardín en la cubierta. Bajaba las escalinatas hasta la ribera y se imaginaba caminando entre tantos y tantos personajes de la historia y de la literatura que por ahí habrían pasado. A Montparnasse, barrio a las orillas del Sena, fue en varias ocasiones. El Monte Parnaso, el hogar de las nueve musas, que frecuentan, antes y ahora, los poetes y escritores. En el panteón de Montparnasse están enterrados Sartre, Simone de Beauvoir, Julio Cortázar, César Vallejo, Samuel Beckett, Ionesco, Maupassant y Cioran, entre muchas otras celebridades del arte. Fue a visitar la tumba de Cioran, cuya frase: “La sociedad no es una enfermedad, sino un desastre. Es un milagro estúpido que consigamos vivir en ella”, le agradaba bastante. Además de esas giras, debido a sus compromisos de trabajo, y porque la oportunidad se presentaba, Julio iba con cierta frecuencia a la capital del país. Es una ciudad que no le gusta para quedarse, dice, pero algunos de sus lugares le son de sumo interés y los frecuenta cada vez que puede. Invariablemente caminaba por las calles del centro de la capital y llegaba al Palacio de Minería, con El Caballito al frente luego
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que lo cambiaron de lugar. Esa estatua ecuestre, de Carlos IV de España, fue diseñada por Manuel Tolsá. Es la segunda de bronce fundido más grande del mundo; cambió de lugar varias veces y en 1852 se ubicó en el cruce del Paseo de la Reforma y Bucareli, que es donde Julio la vio por primera vez, allá por 1965. La movieron de nuevo y ahora está en la Plaza Manuel Tolsá, del Museo Nacional de Arte, frente al Palacio de Minería. Para evitar reminiscencias coloniales, en el pedestal se puede leer: “México la conserva como un monumento al arte” y habrá que creer que por nada más. De ahí se enfilaba a la Casa de los Azulejos, que ahora es un desayunadero muy concurrido; después a Bellas Artes, cruzaba La Alameda, donde recordaba que tomaba un viejo camión urbano para ir a Ciudad Universitaria, y visitaba a los libreros de viejo en la calle Hidalgo. También iba al Zócalo capitalino y algunas veces conversaba con albañiles y plomeros que ahí ofertan sus servicios. Entrar a la Catedral era obligado y solía sentarse por horas, contemplando las estatuas y los altares. Era en la Catedral donde en varias ocasiones le asaltaba un llanto soterrado y no sabía por qué. Lo mismo le pasaba a últimas fechas, de repente, mientras caminaba al trabajo y veía a los indigentes pidiendo limosna, o niños limpiando cristales de los autos, y que eran rechazados por más de un conductor atribulado por quien sabe qué. También cuando trataba de tocar la guitarra y entonar viejas canciones de su pueblo. Todo eso le tenía acongojado y, en el fondo, percibía que la inminente ejecución del condenado era una causa. Más bien, su propia participación en ese hecho. En las casas adyacentes a la suya, en su pueblo, se podían ver los restos de lo que fueron fachadas ostentosas protegidas
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por unos portales minimalistas de gran presencia. Había un andador limitado por un barandal de varillas entreveradas y, al fondo de la calle, quedaban algunos tabachines y papayos que todavía daban fruta. Los niños, hace mucho tiempo, ya no, cortaban las ramas del papayo que se convertían en cerbatanas, con la fruta de la pingüica como proyectiles. A uno de esos tabachines se trepaban los niños y subían a la azotea de la casa de los ricos del barrio, desde donde espiaban a las ya ni tan niñas que, coquetas, hacían como si nada vieran pero no perdían detalle de los esfuerzos de sus espías, estirando el cuello. Muchas tardes pasaron ahí, acomodados entre las gruesas ramas viendo pasar al mundo, pequeño mundo, por abajo. El señor Andrade llegaba y acomodaba su carro que en aquel tiempo era casi una rareza entre la población de bicicletas Hércules y Búfalo y carretas tiradas por burros y mulas. El señor Andrade era el emisario de la modernidad que, inacabada en un pueblo que fue asaltado por la mediocridad, al paso de los años fue derrotada por la feroz inercia. No la modernidad en estricto, que esa nunca llegó en firme y como tal, sino sus figuraciones que se hacían tangibles en los discursos de políticos de plazuela que, como todos los políticos de entonces y ahora, habían hecho profesión de la simulación y la mentira. * Para las mujeres de escaso cacumen, y también los hombres que en esos trajines van de la mano y que nunca faltan en una cuadra, el señor Andrade era elegante. Pero en su vestimenta lo que había era cierta ostentación, presunción
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y veleidad. La elegancia es otra cosa. Es lo dotado de gracia, pero con base en la nobleza y la sencillez. La simple gala, por tanto, nada tiene qué ver con la elegancia. Proceder con elegancia en algo es hacerlo con esmero y cuidado, atender el buen sentido con apego a la rectitud en todos los casos. No hay elegancia en el engaño, en la mentira y la simulación. Acaso astucia, maña y baja ralea que se viste de seda para sacar ventaja. En la acepción más banal, la de los diccionarios de la vulgata, lo elegante es la sujeción a la moda, el uso de las vestimentas y artículos conforme a ella, de modo que pueden ser “elegantes” petimetres y mamarrachos, porque la moda suele estar reñida con el buen gusto, que es cosa muy distinta. Hay estereotipos, como la elegancia inglesa o de la Quinta Avenida, que en eso quedan, pues miserables sin posibilidad alguna de modas o adhesiones banales hay en Londres, Nueva York y en todas partes. En este país (según se sabe en muchos otros también) a presidentes se les da lecciones de comportamiento elegante. Pero lo insulso (redituable en el ánimo flojo) no hace excepciones y de lo cotidiano a lo relevante, de lo menor a lo que afecta a una nación, el seguimiento de modas y prácticas mercadotécnicas ha sustituido al sencillo mensaje y el valor de la verdad, directa y sin más aditamento que la honestidad. Y no sólo, pues los ámbitos del engaño a sabiendas abarcan casi todas las esferas, por no decir todas. En política, la elegancia reside en el comportamiento recto, el apego a la verdad y la negativa a la simulación. Así las cosas, nuestros políticos son, en estricto y en su enorme mayoría, vulgares exponentes de la moda desvaída. Patanes bien vestidos, o lo que por eso se entiende, lejos del sentido original del interés
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colectivo, ajenos a la valoración de la sencilla compartición de lo bueno y recobrable que poseen todos los pueblos. Pero la culpa central en este caso, menor si se quiere, es de quienes, alegando candidez, o solapamiento disfrazado de adhesión a lo inocuo, celebran las distorsiones de esa tal elegancia de pacota. En su descargo, hay que decir que el señor Andrade era ajeno a la liviana apreciación que de su persona hacían esas damas, que sin duda se perdían en la fulguración de prendas caras, bien planchadas y diferentes desde luego a las de sus maridos que, por cierto, ellas mismas descuidaban. Los domingos de mañana se podía ver a Andrade en bata recorriendo la cochera de su casa y su apariencia era lamentablemente ridícula, lo que no parecía importarle en absoluto pues era claro que no estaba consciente de ello. Al juez, en esos ires y venires del recuerdo, una escena que le provocaba sentimientos encontrados le venía a la mente. El hijo mayor de Andrade renegaba y lloraba porque, a su parecer, los juguetes que le había traído el padre de Estados Unidos no llenaban sus expectativas. Toda su atención estaba en un juego de carros a control remoto que daban vueltas y vueltas en una pista de plástico entramado, el regalo de su hermano menor. —¿Qué? ¿No estás conforme? –Le gritaba Andrade a su hijo. Entre llantos y con los mocos en el rostro, el casi adolescente simplemente se pegaba a la pared y miraba al padre con profundo reproche. —Pues bien, ve y quítale a tu hermano lo que quieras, si eso te contenta –le decía el padre.
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Pero el mozalbete no se movía y, finalmente, seguro de su soledad cuando el padre se hubo retirado, buscó sus juguetes y los empezó a manipular. De ese muchacho, cuyo nombre no recordaba, se supo tiempo después que desapareció sin dejar rastro y pasados los años se le olvidó, como sucede en todos los casos en que un mitote es rebasado por otros y en ese barrio siempre hubo muchos. Esa desaparición habría sido un gran escándalo más allá del barrio si no fuera por el ocultamiento que de ella se hizo. Simplemente se fue y nada más se supo, todo se acalló y nadie trató de indagar, como no fuera lo que se escuchaba en los mentideros de las esquinas. Si hubiera sido uno del prole seguro que más se habría sabido con detalles puntuales, pero era el hijo del rico y eso imponía límites a la averiguación. Tampoco Andrade hizo nada por indagar, fue como si se tratara de algo sin relevancia alguna. Sí se enteraron los vecinos, por boca de la chiquillada, que por las noches la señora de Andrade lloraba en el patio de la casona, oculta al resto de la familia. —Si llora es por algo –Decían las mujeres. Por esos días se supo, las lenguas viperinas no tienen descanso, que la mujer de Andrade había tenido una aventura antes de casarse, en un carnaval, con un europeo, italiano para más señas. Las jovencitas provincianas suelen ser presa fácil de las figuraciones y las elegancias de banqueta que portan los inquilinos de cualquier metrópoli. Su primer hijo nació a los cinco meses de casada pero Andrade, que también había iniciado sus relaciones con su mujer antes de la boda, lo aceptó como propio. Sin embargo, al paso de los años y al transcurrir la infancia del primogénito, sus rasgos
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no parecían encajar en la fisonomía de Andrade. Éste conocía de las giras del grupo de jovencitas del que formó parte su mujer y las dudas comenzaron a surgir. No faltó quién de sus amigos, con los que pasaba las tardes de los sábados en partidas de Dominó, sacara a cuento aquellos periplos de las novias pudientes al puerto carnavalero, contando lo que ahí sucedía, los secretos que debían irse con la muerte, y la duda creció. Se sabía también que la madre de aquel niño de pelo ensortijado, ojos grandes, piel morena clara y rostro de maniquí, se quedaba absorta en el balcón de su recámara mirando hacia el oriente, donde, a una cuadras, bifurcaba la carretera al sur. Era su rostro melancólico y triste. Desde su casamiento, de la previa audacia juvenil, de la alegría y los arranques festivos, casi nada quedaba. Solamente en las reuniones familiares, a las que los niños del barrio acudían para hacer mandados y arreglar el patio, pero que eran retirados a la llegada de los invitados, se le podían ver destellos de coquetería, vestida con elegancia y maquillada por vecinas que con esa labor se procuraban unos pesos extras. Todo eso fue cuando la niñez de Julio y de poco o nada se enteró. Como fuera, al paso de los años sería él, y no Andrade, el que despertaría las envidias de aquel barrio mediocre y huidizo, del que nadie podía salir ni salió nunca aunque estuviera a miles de kilómetros. Ni el hijo desaparecido, de quien se decía que volvía en secreto de viajes a lugares muy lejanos para cortar ramas del melón y recoger frutos de la pingüica. Pero nadie lo había visto de cierto. Un día, ya nadie se ocupó del asunto.
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Tiempo después, cuando aquel juicio estrambótico, al referirse Alejandro a su desapego del mundo, y de las mujeres, le dijo: —Debo confesar que sí recuerdo a mi madre, me miraba como con culpas que yo desconocía, me rehuía y me acariciaba casi a escondidas. Me acostumbré a ello y, por eso, cuando dejé de verla no me afectó lo suficiente como para regresar y quedarme. —Pero sí, la volví a ver ¿Sabe? —Ella pasaba frente a su casa en los días de invierno portando un chal floreado y su cara relucía aún con los últimos destellos de la tarde. —Era una mujer bella.
XXIIi
Aplicando la ley
E
l juez Julio tuvo cuatro hermanos y le quedaban dos: una mujer y un varón. El menor, de nombre Ernesto, se mató una noche de parranda, con apenas 20 años de edad, en compañía de amigos cobardes que lo dejaron a su suerte después de un accidente que no debió pasar a mayores y, el mayor, Antonio, habiendo terminado una carrera nunca la ejerció, prefirió la vagancia y fue de un lugar a otro hasta que enfermó de gravedad y finalmente murió en un pueblo alejado de su tierra natal. Siempre con problemas financieros, desde antes de que se supiera de su enfermedad y con mayor frecuencia después y hasta antes del deceso, lo veía y le ayudaba con algunos pesos. Julio era el de enmedio, del que suele decirse que deriva a la confusión en la búsqueda de su identidad al encontrarse en el centro equidistante del mayor y el menor de los hermanos que, por distintas razones, concentran la atención de los padres. Al parecer esa condición hace del hijo de enmedio una suerte de abandonado circunstancial y, aunque se trata de una situación que, por lo general, no llega al dramatismo, casos hay en que les asalta una baja autoestima y un constante recelo por su propia conducta. El hecho de que no sea objeto 207
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de la misma atención que reciben sus hermanos mayores y menores le proporciona cierta independencia pero, al carecer de estímulos por parte de sus padres, o ser estos mínimos en comparación con los demás, el de enmedio se siente marginado y eso afecta su carácter por el resto de su vida. En contraparte, el hijo de enmedio, al no recibir la misma atención de sus padres, tampoco recibe la misma presión y eso se convierte en un factor positivo. Esos hijos pueden ser más independientes y formularse objetivos superiores a los de sus hermanos, tienen más libertad y no cargan con la necesidad de agradar con los resultados de sus actos. Si en su caso prevaleció una condición sobre la otra, no era asunto que inquietara demasiado a Julio, pero lo cierto es que todo mundo opinaba que tenía un carácter “raro”, si bien le reconocían inteligencia. Muerto el padre y forzada su madre, maestra de escuela, a trabajar por miserias, Julio se tuvo que buscar la vida al igual que todos sus hermanos. Los que en edad suficiente estaban tuvieron que dejar los estudios para realizar algún trabajo que ayudara a la mermada economía familiar. Fue cosa de suerte, quizás, o de intrincados patrones de conducta que muchas veces se instalan por rechazo y desesperación, que sólo uno de ellos derivó a la vagancia y la resistencia a ganarse la vida de forma honesta, es decir trabajando. Como fuera, Julio siguió estudiando. Caminaba todas las noches hasta la escuela y en ocasiones regresaba hasta casi el amanecer, sin causa aparente, sólo andar las calles que en aquellos tiempos eran oscuras, solitarias, pero extrañamente tranquilas, afables, amigables. Lo que hoy son se asemeja más a un infierno hipócrita y cínico, que se oculta de sí mismo.
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Cuando egresó de la universidad no pasó por su mente la posibilidad de llegar a ser juez. Había estudiado leyes porque no le fue posible entrar a la carrera de medicina, a donde su padrino de bautizo, un médico militar tenido por importante en lo que entonces era pueblo ralo, y con fama de mujeriego, le llevaría. Pero el padrino no hizo el esfuerzo suficiente, o no quiso, o simplemente no estuvo dispuesto a cargar con aquella responsabilidad y sencillamente no se hizo. Así que, primero, pasó por la escuela de maestros y hubo de trabajar como docente desde los 18 años. Así las cosas, de la escuela para maestros pasó a leyes y luego a litigar o, más bien, a negociar cada caso con el agente del ministerio público, con las partes y con los jueces. Estuvo a punto de dejar la carrera con el primer caso, de ingrata experiencia, cuya superación, aunque difícil, le fue dando ¿la experiencia? necesaria para soportar aquel ambiente de corrupción extrema. —¿Cuál expediente? –Le preguntó la encargada del archivo, cuando acudió al Juzgado en las vueltas de su primer caso. —El de Tomás Rojas, el del robo de carros –Le dijo. —Bien. Son cincuenta pesos. —¿Porqué? —Usted debe proporcionarme el expediente. Soy el abogado defensor. La encargada sonrió y luego rió abiertamente. —¿Eres nuevo, verdad? —Sí, es mi primera vez. —Cincuenta pesos, pues. Y ve aprendiendo, muchacho. Del ladrón de carros, Julio se acordaba porque era un vecino de su barrio que en suerte le había tocado defender. Metido a ladronzuelo, Tomás tenía mala fortuna. Empezó
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robando bicicletas pero, en un entorno tan reducido como era el barrio por aquellos tiempos, todo mundo lo sabía y varias veces terminó en la cárcel de donde luego salía, era un secreto a voces, para cumplir encargos del jefe de la policía. —Te puedo conseguir una –Le dijo una tarde a Julio, por aquellos tiempos en que se conocen todos y de todo. —Y del color que quieras. —No lo creo, no hay tantas por aquí. —Aquí no, en la colonia de los ricos. Algunos las dejan tiradas en la puerta y no les importa mucho si se las llevan. —¿Será? Tienen a la policía a sus órdenes. —Y yo estoy a las órdenes de la policía –Decía Tomás, riendo a tambor batiente. Recordaba el novel litigante aquello y se lamentaba por tener que encarar recuerdos desde el estatuto que ahora tenía. —Y tuve que pagar cincuenta pesos —Le platicaba Julio a Efraín —Sólo por ver su expediente que, por lo demás, no tenía mucho caso. Lo habían sorprendido in fraganti y no quedaba más que solicitar alguna clemencia así fuera parcial. Por esos días le enviaron a atender otro caso. Habían atropellado a un anciano que, borracho, trató de cruzar una calle en aquella ciudad que ya era de locos y que luego se pondría mucho peor. Le quebraron una pierna y estaba en el hospital. El responsable fue ubicado y, de no llegar a un arreglo legal, debería ir a la cárcel. Fue a ver al viejo al hospital que, ya sobrio, decía nada recordar del accidente. Escuchó a Julio y a todo dijo que sí. —Usted sabe lo que hace, licenciado. Por mi parte, con irme a mi casa es suficiente.
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Ya con los elementos del caso, Julio se fue a la agencia del ministerio público. —Pásale, licenciado –Le dijo el agente, nada más lo vio llegar y sin rodeos, agregó: —Mira, te la voy a poner fácil y clara: el responsable está dispuesto a pagar tres mil pesos y que ahí quede el asunto. Mil para mí, mil para ti y mil para el borrachito. —¿Estamos? —¿Cómo puede ser? Le contestó Julio al agente, escandalizado. —Es la realidad, amigo, como el día y la noche. Si no aceptas, el abogado del atropellador ya trae listo un amparo, nos vamos a juicio, al viejo lo sacan del hospital porque no tiene para pagar y quien sabe hasta cuándo se le dé algo. El responsable no pisa la cárcel. Es un hecho. Acepta el trato, es lo mejor para todos. Julio caviló unos momentos. Miraba a un montón de gentes deambulando de aquí para allá en la estrecha oficina, esperando una señal de la secretaria, algo que les indicara que no habían ido, otra vez, de oquis. No había que pensar mucho para darse cuenta de que ese sería el camino. —Sabes, que le den dos mil al señor, yo estoy bien. Hasta luego. Regresó con su maestro y le contó lo sucedido, apesadumbrado. El maestro aquel, tenido por decente (y lo era en cierto modo) le miró con tristeza. —No hay de otra. Así son las cosas por acá. Hace uno lo poco bueno que puede y lo demás que ruede.
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¿Cómo fue que pudo seguir, pasar por alto los constantes reclamos interiores? —El ánimo, como los órganos del cuerpo, se domestica. —La emoción se controla (y para eso es que sirve la ausencia, tomar distancia); la noción del perjuicio y del beneficio ocupan lugar aunque, después, a la hora de rendir cuentas con uno mismo, el perjuicio salga ganando y los reclamos por lo que se hizo, lo que no se hizo, lo que se dejó pasar, las complicidades, los engaños, la falsedad y la simulación, se vuelvan insoportables. Otra vez, él mismo participó del engaño. Era un juicio de “jurisdicción voluntaria”, en la jerga leguleya. Alguien tenía problemas porque en su acta de nacimiento, a la hora de hacerla, le pusieron a su nombre una “s” en lugar de una “z” y la burocracia le estaba poniendo peros hasta a sus boletas de estudio que estaban con “z”, siguiendo la norma ortográfica que, como se sabe, no opera para los nombres propios. Dos errores, pues, y el sujeto tenía problemas. —Vámonos rápido, consígase dos testigos, de esos que están esperando turno –Le dijo el secretario del juzgado aquel. —Los que sean, que digan que fulano con “s” es el mismo que fulano con “z” y ya. El tipo con “s” y “z” ya llevaba un testigo y sólo faltaba otro. —Aquí, el que viene por el asunto del carro robado –Comenta uno de sus compañeros que andaba por las mismas. Le habló al susodicho y le explicó que sólo tenía que decir que fulano con “s” era el mismo que con “z”. Con reservas, el aludido acudió frente al juez que, de mal humor esa mañana, le soltó una retahíla señalando la de peligros que entrañaba dar una declaración falsa. Multas y cárcel, repetía aquel juez que había amanecido indispuesto. Luego de la perorata,
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preguntó primero al que habían conseguido: ¿Conoce Usted al señor…? Asustado, el pobre hombre respondió ipso facto: “Nunca en mi vida lo he visto. Aquí el licenciado me dijo que viniera y dijera que lo conozco, pero yo soy respetuoso de la ley y no quiero ir a la cárcel”. Eso pasó. —Puras vergüenzas –Se dijo Julio, que hizo mutis. En esos y otros trances leguleyos recordaba a Bossuet, el amigo de Marius Pontmercy en Los Miserables, de Víctor Hugo, que habiendo dicho “presente” en lugar de Marius fue expulsado de la carrera de leyes. “De la que me salvé, iba a ser abogado”, había dicho Bossuet —¿Sería él, estudiante en penurias, capaz de hacer lo mismo? —No. La vida no era poesía, sino espinosa realidad y siguió en la escuela, terminó y se volvió parte del panorama en juzgados repelentes. Era bien recibido porque siempre parecía que no estaba donde estaba, no entraba en controversias y, al paso de los años, un día le dijeron que sería juez. Los requisitos eran, en realidad, mínimos: cinco años de ejercicio, ser mayor de treinta años, el título, desde luego, no haber sido condenado por delito y gozar de buena reputación. Esto último le parecía de lo más cínico ¿Quién que haya pasado por los laberintos del sistema judicial en este país es capaz de afirmar que hay razones para ser calificado así? —Pero, en lo que toca al trabajo y el respeto a la profesión, él tenía buena reputación, aunque no se la creía, en absoluto. En cierto modo, llegar a la judicatura le convenció para siempre de que todo aquello era una farsa miserable sin remedio y, en lo sucesivo, respondería a la medida de ese estrambótico esquema. Sin embargo, su ascenso no había sido sencillo. Otras fuerzas intervinieron. Algunas de su conocimiento y otras que sólo al paso del tiempo se
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aclararían. Como fuera, aceptó la toga y se dejó llevar por aquella vida muelle. ¿Cómo fue, en realidad? Se preguntaba algunas veces porque, aunque conocía la probabilidad (o la certeza relativa) de la intervención de amistades y conocidos, no lo podía asegurar a ciencia cierta. * —Será Usted un buen juez –Le dijeron. No respondió de inmediato pero sí le inquietó la duda: ¿De veras seré un buen juez? —La verdad es que no siento emoción alguna por el puesto –Pensó, mientras urdía una respuesta apropiada. —Les doy gracias y espero responder a sus expectativas. Y él mismo se escuchaba como a lo lejos. Al final de ese día en que lo nombraron juez, cuando salió del tribunal la tarde noche ya era oscura y soplaba un viento leve que amenazaba con la intensidad. El bulevar M todavía tenía sus dos camellones que dividían las callejuelas laterales y la principal, en medio. Había árboles y césped que, aunque descuidado, ayudaba a combatir el calor. En esos árboles, invariablemente, siempre se encontraban pajarillos cuyos nombres genéricos nunca supo y sin falta se atravesaban perros y gatos. Pero a los años sucedió que, cuando la modernidad banquetera empezaba a llegar, también se dispararon las tremendas iniciativas de alcaldes ineptos y uno de ellos mandó cortar todos los árboles de los bulevares en ese pueblo de soponcios. Como era de esperarse, en los años subsiguientes los calores comenzaron a aumentar y así, cada vez más, hasta la fecha.
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Tomó rumbo a su casa, que no estaba lejos, sorteando remedos de banquetas y la calle rasa. En este pueblo nunca ha habido banquetas en forma, si acaso en algunas calles se pueden apreciar intentos, pero cada quien en cada casa hace el promontorio que le da la gana (y esas gracias son contagiosas) o se apropia del espacio que al tránsito de caminantes debe destinarse. Curiosamente, en calles de difícil recorrido, que a paso lento hay que transitar obligadamente, llenas de hoyancos, desniveladas, propensas a la inundación, de un tiempo acá, unos años, proliferan los llamados “topes”, obstáculos que supuestamente impiden, o al menos inhiben, las altas velocidades y, de esa manera, se evitan accidentes. Pero no es así y tales mamotretos, de pésima factura, además, no son más que obstáculos que dañan vehículos, retrasan aún más el flujo vial y, paradójicamente, generan riesgos innecesarios. Esos “topes” los pone cualquier influyentillo de tercera, con la venia, o la vista gorda, de sus jefecillos. Para muchos, no hay duda, son una especie de signo de autoridad y poder. En la práctica, la gran mayoría son innecesarios y tampoco sirven para lo que se supone iban a impedir. Asuntos menores, cosas terrenales que ocupan la atención de las mentes que extrañan algo de orden, pero que igual siguen, sin remedio a la vista. En realidad había asuntos muchos más serios y peliagudos, como los muertos que en número creciente comenzaban a aparecer por todas partes. Que la batalla entre los “narcos”, decían, que es por la plaza que se limpia, que esto y lo otro, pero nada parecía arreglarse y aquellas pugnas, si la causa cierta fueran, parecían eternas. Ya era juez y se daba cuenta de que muy poco, o nada, iba a poder hacer al respecto. —Total, es cosa de aplicar la ley, a como está. No hay más.
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¿No mataría?
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odo eso pasaba por la cabeza del novel juez en su camino aquel día de su asunción mientras saludaba a uno que otro conocido. Pero en ese momento nadie de los que encontraba a su paso, era obvio, sabía que ahora él era juez. Lo sabrían más tarde o al día siguiente y entonces cambiarían los gestos. El poder relativo así es y tiene muchos seguidores. Pronto se fijó en que uno en particular, al que no conocía sino de vista, le miraba como si supiera y hacía intentos de saludar pero no lo hizo. Él tampoco, pues tenía por norma no iniciar un saludo a menos que llegara como visitante o interesado a alguna gestión. Sobre su nueva encomienda “no será problema”, seguía pensando Julio. Ensimismado, se planteaba la cuestión: —¿Qué hace el poder relativo con personas normales, los policías, por ejemplo, que se transforman en bárbaros? —¿Serán simples efectos sicológicos del poder en el comportamiento del ser humano, cuando no se está preparado para ejercerlo? —He visto a gendarmes, que de civil son apacibles y hasta simpáticos, convertirse en cancerberos sin piedad. —¿Por qué sucede eso? 217
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—Porque siempre ha sido así. Usted es un hombre culto, leído. Sabe que, en realidad, no hay nada nuevo bajo el sol –Le diría tiempo después su secretario. —He conocido hombres que rondan el servilismo y lloran en el agradecimiento por un simple favor del que puede hacerlos. —Después, si logran subir los peldaños y, sucede, rebasar al jefe, se convierten en ogros vengativos y muchas veces sin causa real. —Vea también a las mujeres que una vez que consiguen lo que quieren dan la espalda. Es como una ley de la vida. —Y mire que es interesante que, por grosero que parezca, eso es una condición del progreso. —Por eso es que se cuestiona al progreso mismo. Para tranquilizarse, asimilando su nuevo estatuto, Julio concluyó que, como sea, lo que en este pueblo pasa ni oportunidad tiene de llegar a un juzgado, o llega como esos invitados que nadie ve sino cuando se llevan la comida escondida entre sus ropas. Robos, asaltos, extorsiones y hasta asesinatos se dan a diario y lo más probable es que la mayoría, si no quedan expuestos para que el amarillismo los use, no llegan a los reductos de la “procuración de justicia”. —Será ganancia no tener que litigar de nuevo y batallar con esos jueces, esa punta de inservibles que ahora son mis colegas. Pero él no será igual –Se decía. —¿O sí? ¿Será que el sistema no deja margen alguno para marcar una diferencia? —Ya se verá –Y apresuró el paso. Años después, el juez cavilaba de nuevo en todo eso mientras leía el proyecto de sentencia sin poder concentrarse y
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a cada momento tenía que volver a empezar. No tenía caso porque conocía el expediente de sobra. Era raro que eso le pasara y lo normal era que dictara sentencia rauda, pero esta vez había hecho todo lo posible por retrasar la ratificación de un veredicto. Por lo demás, ya el jurado había determinado culpabilidad y pena. El hecho es que algo extraño intuía en ese asunto, pese a que las evidencias, incluyendo la confesión misma, no parecían dejar lugar a dudas. Había sugerido, incluso, que el acusado, Alejandro, fuera declarado loco, incompetente, y remitido a un hospital siquiátrico. Cuando se lo dijo, aquel se deshizo en carcajadas. Además esa condena (y lo mismo pensaba de casi todas) le parecía inútil en cuanto a su relevancia para incidir en el estado de cosas, el sistema ese que bien conocía y que no dejaba dudas de su inoperancia para cambiar positivamente. —Presos al por mayor, y ahora hasta ejecutados ¿De qué sirve? –Se cuestionaba. El sistema, que no dejaría de operar con paliativos inanes, era el verdadero problema, pensaba. A la vista de múltiples injusticias que había presenciado, cuyo recuerdo le hacía odiar su función, llegaba a decir: “Que se vayan los asesinos, entonces, y si vuelven a matar no importa. La vida misma de víctimas probables resulta intrascendente. Este mundo no tiene remedio”. Después se arrepentía de tales arrebatos y se disculpaba con el argumento de que a los excesos es proclive la condición humana. Así lo veía. De los ladrones, sobre todo aquellos que lo hacían por verdadera necesidad pues no sabían, ni podían, vivir de otro modo y nadie se tomó el tiempo de enseñarles cosa distinta, pensaba que expulsarlos de su modo de vida era
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condenarlos sin remedio, cancelándoles todo posibilidad de subsistencia. La pena resultaba con frecuencia más perversa y atrabiliaria que un robo menor. Iban a la cárcel y cuando salían (casi todos los ladrones salen pronto) volvían a robar, no había lucha. Nada qué hacer, en realidad. Las moralinas no estaban para eso. Casos vivió en que un ex recluso intentaba reincorporarse a la sociedad que lo había condenado. A veces, de momento, parecía que funcionaba pero cualquier día desaparecían para retornar con la comisión de otro delito. Fundamental o no, pero era un hecho que nadie les tenía confianza y quienes la fingían lo hacían para aprovecharse de ellos. Eran los mismos patrones, cercana la fecha de pago, quienes los reportaban con delitos inventados. * En el caso que le ocupaba y preocupaba desde hacía meses, la ratificación de la sentencia condenatoria, ya dictaminada en primera instancia por el jurado, era inevitable. Incluso, de ser en otro sentido, el propio acusado le había advertido que denunciaría a jurados y juez por incompetentes. De la declaración de locura, el acusado se mofó abiertamente. —Sólo le digo que es un recurso y, si mucho me apura, bastante creíble en su caso –Le había dicho Julio. —Si eso piensa, el loco es Usted. Yo estoy perfectamente cuerdo –Respondía Alejandro. —Por cierto, según he sabido, Usted tenía esa fama, de joven. Que hacía muchas cosas que escandalizaban al cotarro y mostraba una gran indiferencia hasta de su propia vida.
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—Ha de ser, en aquellos tiempos la independencia y la terquedad por el libre pensamiento no eran bien vistas. Tampoco hoy, por cierto, aunque se guardan las formas mejor que antes. –Explica Julio. —Lo imagino. Y habrían de pasar años antes de que esa gente se convenciera de que, a pesar de sus locuras reales y las inventadas, algo tenía que valía la pena –Le dice Alejandro, pero Julio ya no está a gusto con el giro que ha tomado la conversación. —Olvídelo, simplemente olvídelo —Le dice con énfasis y enfado el juez. —Claro que lo olvidaré. Sobre todo para no poner en riesgo la impresión que de Usted tengo como una persona inteligente. Ya sabe, lo que a cada quien enoja y hace perder la paciencia da una medida de sus alcances —Agregó Alejandro. Julio pareció no prestar mayor atención al comentario y, ni hablar, lo que el condenado decía era cierto. Sus propias locuras habían sido muchas y era un verdadero milagro que hubiera sobrevivido a ellas. Muchas veces más habló con el sentenciado, entre confuso ante los giros de aquellas pláticas y admirado por la implacable lógica que marcaba sus dichos. Esa empatía, la identificación mental y afectiva que se expresaba entre juez y criminal, no dejaba de sorprender al secretario Efraín, que no admitía razón alguna para lo que consideraba un claro despropósito. Y si no fuera por la fidelidad casi perruna que le caracterizaba, Efraín habría pedido que cambiaran al juez de ese caso. No por torceduras en la interpretación de la ley, sino porque intuía que algo no marchaba bien y en el fondo temía que su jefe, al que apreciaba sinceramente, saliera perjudicado.
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—Sabe Usted que esto no tiene remedio –Le dijo el secretario. —Así es, tendremos que proceder. Lo haremos, respetando los plazos de ley, deberían de saberlo. Si lo quieren a modo para que sus ediciones se hagan en tiempo y comodidad, eso es otra cosa. —Pues no deja de ser un problema, porque la prensa está exigiendo la ratificación de la condena y, la verdad, no hay manera de justificar más retardos. —El plazo vence a las doce de la noche. No habrá retardos. —Pero ahora que lo dice y parece Usted defensor de oficio de los medios –Le espetó al secretario —¿Desde cuándo esa opinión pública ha servido para otra cosa que no sea hacer ruido para beneficio de unos cuantos que luego, si así les conviene, olvidan sus reclamos y guardan prudente silencio? —Será en su momento, que esperen y nada más que hablar –Reiteró, categórico, el juez, que se dirigió como muchas otras veces a platicar con el preso. —¿Irá de nuevo a la celda? –Preguntó Efraín. —Así es. Me han traído un recado. Quiere verme y ello me parece justo. Se fue al penal, que estaba cerca, a pie, saliendo por la puerta trasera donde se volvió a encontrar con el guardia y pronto estuvo frente al preso. —A usted y a mí nos importa un comino el desenlace –Le había dicho más de una vez el sentenciado. Usted conoce perfectamente la razón por la que estamos en esta situación. —La historia de un crimen, la causa de que esté aquí. La visible y de la que no tengo problema en admitir –Le soltó.
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—¿Insinúa Usted que hay otros casos? ¿Que tiene Usted otros delitos? –Indagó el juez, y el asesino confeso esbozó una sonrisa. Esa vez el preso se soltó hablando, trayendo a colación detalles que ni siquiera en el juicio se habían ventilado, convencido seguramente de la irrelevancia de lo que ahora dijera, que en nada podía modificar su situación. Todo había sucedido hacía poco más de 20 años y, en los últimos meses, después de haber sido aprehendido, el recuerdo de los inicios se volvía recurrente. Curiosamente, cuando le atraparon, no respondió preguntas y solamente asentía a las afirmaciones de un jefe policiaco que, a falta de otros méritos, exhibía su detención como un gran logro. Por acá se acostumbra presentar a los detenidos en situación humillante, ignorando por completo sus derechos, ante una opinión pública acrítica; la prensa les toma fotos que luego publica sin importar que después resulte otra cosa. Sólo antes, en el momento de la detención, cuando le recordaron la causa, Alejandro respondió: “Ah, sí, se trata de eso, vámonos”, como si estuviera pensando en algo muy distinto y, al mismo tiempo, esperando que llegaran. —Dígame, señor juez, conociendo los detalles del crimen ¿Qué habría hecho usted en mi caso? En efecto, el juez conocía al detalle la confesión y respondió: —Sin duda, no mataría. —¿Sin duda? ¿De veras puede asegurar que no mataría, luego de sentir el hartazgo de una vida sin sentido, sin emociones, presa de las convenciones?
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—Hay momentos en la vida (perdone el lugar común) en que es imprescindible hacer algo que vaya en contra de esa insoportable vaciedad, lo que sea. —Es una forma de combatir, de luchar y también de huir –Insiste Alejandro. —No estoy de acuerdo. Su explicación, además de cínica, es más bien una respuesta programada, tratando de reivindicar supuestos existenciales que en realidad carecen de sustento. Ya las conozco, establecen una derivación como correcta en alguien que, de esa manera, no parece pensar por sí mismo. Como Usted, en este caso. —Y créalo o no, yo no mataría. Me alejaría y me mantendría al margen de la vida esa que me hartó –Responde Julio. —¿Lo ha pensado? ¿Se irá alguna vez o se quedará aguantando la medianía de su existencia? —También, ya lo sabe, puede matar a alguien –Dijo Alejandro, entre socarrón y tenebroso. —Esa es la salida más adecuada. Incluso si lo atrapan, porque ¿De veras creen ustedes que me atraparon? —Y nunca se perderá la emoción, aunque parezca que ya estaba perdida pero se recupera. —¿No lo cree? Nada fuera de lo común se requiere. Es lo más fácil del mundo. —¿Y el conflicto moral? ¿El sentimiento de culpa? ¿Acaso es inmune a la naturaleza humana? –Inquirió el juez. —No, desde luego que me asaltan remordimientos. Pero sólo cuando tengo la certeza de que hice algo malo con el sólo propósito de la maldad, de hacer daño sin que haya un solo elemento que lo justifique. —No hay razón que justifique la comisión de un crimen.
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—Es lo que su ley dice, pero sí que hay razones… —Mire, Julio, un crimen se puede cometer por razones recuperables. Hasta para hacer un bien. —Incluso si el que lo comete encuentra que hay alguna justificación, queda en cuestión el reclamo moral –Responde Julio. Pero en esos momentos dudaba. Julio tenía tiempo cavilando en ese asunto del flautista de Hamelin. ¿Niños por ratas? –Y tenía gran éxito ese relato… el sentido de justicia ¿no sería repelente? Iban a dar los pobladores de aquel pueblo cien monedas a quien lograra desterrar a las ratas que le habían invadido y, habiendo logrado el joven flautista hacerlo, la codicia les ganó a los notables de Hamelin y no cumplieron su promesa. Tocó la misma flauta con la que había encantado a los ratones, pero esta vez le seguirían todos los niños del pueblo. El final era trágico ¿así lo quería Grimm? ¿La venganza es justa y definitiva ante el agravio, era el mensaje? Los niños se fueron tras el flautista y desaparecieron junto con él. Había quienes defendían la idea de que, para poner coto al delito, la falta o la omisión lesiva, el castigo debía ser mayor al mal ocasionado. Sería aleccionador, rebasando el ojo por ojo: dos ojos por un ojo; cien mil por robar mil; una mano por golpear y así. En esa lógica, el flautista de Hamelin estaría en lo justo. Nunca más aquellos avaros se atreverían a violar un acuerdo, a pagar una deuda. Pero esas ideas no tenían lugar en los tiempos que se vivían y quienes las sacaban a colación eran simplemente soportados. Esos argumentos nunca serían esgrimidos en un espacio serio. —¿Cómo puede asegurar que los desvaríos tienen que afectar a todos y que la debilidad del ánimo ha de llevar a
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donde mismo? Algunos somos capaces de resistirnos al insano deseo –Se defendía Julio, dándose cuenta de la fragilidad de su dicho. —Pero no mataría, seguro estoy –Repitió, como una derivación del diálogo consigo mismo. El preso le miraba con una mezcla de simpatía y desdén. Le recordaba a Mario, antiguo condiscípulo que andaba quién sabe dónde y que tenía una mirada como la del juez, entre cansada y agresiva. En esos momentos, el juez se decía que para sobrellevar la presencia, y los despropósitos, de la mediocridad se requería una fuerte dosis de cinismo y un alejamiento. Estar ausente y dejar que los eventos se dieran sin prestar atención, ninguna, pues en el momento en que lo haces quedas atrapado. Sería simplemente borrar de tu esquema a esas personas y seguir tu camino como si no existieran. —Se parece a matar –Pensaba —Pero sin la comisión del delito. —¿No sería, así, delito? —Desaparecer de tu entorno al semejante, con el cargo de que es alguien cercano, muy cercano y, por lo mismo, que se siente con derechos. El de la presencia que debe soportarse, en primer lugar. —¿Sería eso justo? —¿Estaría justificado borrar a un ser humano de esa manera? —Y lo había hecho muchas veces. Por eso siempre era visto como un extraño en su mundo. * Del condenado, Alejandro, alguien informó que provenía de una familia de mediana prosperidad, que un día
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abandonó, o lo expulsaron de ella, sin saberse porqué. Al tiempo se supo que recalaba en casa de una dama un tanto misteriosa por el rumbo de la Ferrocarrilera; que ya de grande se iba con frecuencia hasta muy lejos, regresaba y volvía a desaparecer. El caso es que, dueño de una extraña ascendencia con el común de la gente, después de una niñez y una adolescencia en lo confuso, encontró trabajo en varias empresas y un buen día apareció con la suya propia, de la que se decía era exitosa sin que la razón de esa prosperidad se conociera, como tampoco la tal empresa. Hasta la temprana adultez, le contó al juez, la suya fue una de esas vidas que transcurrían como dando cada día aval al estado de cosas, desde la nación a la familia. Pero apareció aquella señora joven, con algunos años menos que él, con una rara habilidad para sortear vendavales verbales y coincidir hasta lo estrambótico. Cuando Alejandro viajaba al extranjero y miraba las ruinas, o las calles, comenzó a imaginarse con ella colgada de su brazo, señalando los edificios, los monumentos y trayendo a cuento alguna anécdota de cuando él mismo pasó, antes, por ahí. Reflexionaba en el hecho de que, una vez que la veía, su deseo subsecuente era irse a otra parte pero si así sucedía le volvía a embargar el deseo de verla. Todo eso le contó puntualmente al juez, su atento escucha y, a últimas fechas, su amigo. Julio le escuchaba y una idea comenzó a prender en su mente ¿Acaso era él? Se preguntaba con temor. “Parece que me está dibujando. No tanto por el hecho en sí, sino por los sentimientos que, mala cosa, compartimos”. —Hay muchas mujeres y el extravío es un riesgo natural cuando uno anda de aquí para allá, le dijo.
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—Tendría que verla –Respondió el acusado. —Era como un vendaval que, al llegar a ti, se volvía suave caricia del viento. Usted sabe, si no es así, termina uno por inventarlo. Así que disculpe la retórica. Pero había un impedimento: su madrastra Lucila, que era como una cuerda alrededor de su existencia, perfectamente anudada. No había mayor razón en realidad, pues se podía despojar de la atadura en cualquier momento. Bastaba con irse en definitiva y nadie se lo podría impedir pero, por alguna extraña razón, no lo hacía. La libertad, entonces, tenía como condición la desaparición de quien ataba. —¿Lo ve? Le he dado una razón más –Dijo Alejandro. —No es suficiente –Respondía el juez. —No basta para justificar la muerte de alguien. —Por supuesto que no es suficiente, es un pretexto. Eso que parecen razones casi siempre no son más que figuraciones del ánimo circunstancial. Ninguna atracción puede dar para tanto. —Lo sé bien aunque no lo admitiría ante un jurado. Y, mientras lo decía, su mente se trasladaba a otra parte, en un tiempo pasado. Cuando veía a su madrastra, luego de que la niñez y adolescencia pasaron y con ellas la casi obligación de la permanencia, siempre era lo mismo. Le reclamaba: ¿Por qué vienes, si cada vez es para el desconsuelo? —Había momentos, fíjese Usted, en que no me decidía entre la muerte de mi madrastra y la de mi amiga. Y sigo sin saber bien a bien porqué. Será por eso de las ataduras… —¿Y cómo hacer para que una cosa no se confundiera con la otra?
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—Eso pasa, sucede con todas y todos, cuando la figuración inicial sustituye a la razón –Le decía Julio. —Bien lo sé, pero déjeme darle algún elemento cuasi romántico a este asunto –Respondía Alejandro. —Parece que esto le divierte, recrear el crimen. —Lo que sucede es que el amor no existe. Si así fuera todo mundo se enamoraría una sola vez y nadie engañaría. Estará de acuerdo conmigo en que, por más que se insista, se trata tan solo de una convención y de una mentira aceptada. —Lo que sea que se diga, el amor vale porque supone la consumación de un sueño –Responde Julio. —Yo también tuve esos sueños pero llega un momento en que uno se cansa y se busca salir, correr en pos de algo que ni siquiera se imagina con claridad, como un salto al vacío. —Es un hecho que la repetición, de lo que sea, cansa, primero, y desespera hasta el límite. —¿Recuerda Tiempos Modernos, de Chaplin? —Las piezas pasando por la banda, los trabajadores haciendo los ajustes, una y otra vez. Luego la máquina que hace lo mismo pero, en un efecto más bien humano, pierde la cordura y empieza a repetir hasta el extremo. Finalmente, el personaje de Chaplin, aún fuera de la fábrica, repite con un tic los movimientos, aprieta tuercas imaginarias, entra en crisis nerviosa y termina en el manicomio. —¿Se da cuenta? ¿Le parece abusivo el símil? —Estoy convencido de que eso es lo que nos pasa y de que el amor puede funcionar de la misma manera, hasta que la repetición de las rutinas y el nudo de la convención le harten sin remedio –Explica Alejandro.
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—Y una condición del amor ese que se mitifica es la mentira. Quizás no al inicio, cuando la figuración alza su tea aunque, pensándolo bien, será que una mentira se asume como verdad –Agrega. —¿Se imagina al mundo si todos dijeran la verdad y nada más que la verdad? El caos, seguro; la debacle. Ningún mundo. Y mire que acepto que haya otros, muchos, millones en la suela de mi zapato y más en las afueras de este planeta. Ninguno puede sobrevivir con la verdad y quizás esta sea la única veracidad posible. Para Platón, si se vive con la verdad se alcanza la felicidad y, así, derivo, nadie puede ser feliz, sigue diciendo Alejandro. —Eso es imposible, sencillamente imposible, como la justicia. ¿O me va a decir Usted, que cientos de veces lo ha vivido, que de veras hay justicia? —Hay reglas, normas, regulaciones, necesarias para la vida en común. Eso es indispensable. —Trata de defender Julio su argumento. —Sí, la vida en común, donde el hombre es lobo del hombre, como se ha dicho muchas veces ¿Pero es la vida en la justicia, en la equidad, en el interés común? —Claro que no, eso es un cuento –Se responde Alejandro. —¿Cómo entender la recta impartición de justicia? ¿Será lo mismo que la simple aplicación de la ley? –Agrega. —Para Ulpiano –Explica Julio, “la Justicia es la perpetua y constante voluntad de darle a cada quién lo que le corresponde” y, por extensión, digo yo, lo que se merece. —Si comete una atrocidad debe recibir una pena correspondiente a su falta. No es fácil establecer una equivalencia exacta para tales asuntos, pero se hace lo posible y el resultado
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de ese ejercicio se consigna en las leyes –Continúa el juez. —Justicia y ley son inseparables, ya se sabe, y la segunda no atiende singularidades, es general por naturaleza y no puede ser de otro modo. Es a través de la ley, como norma impuesta, que el Estado dicta o prohíbe, regula y sanciona conductas y omisiones. Eso lo hace con el fin de cumplir con los fines del propio Estado que, en teoría, representa los fines del conjunto social –Agrega. —Pero, volviendo a la justicia. El problema para su definición es la dificultad de establecer con claridad que es lo que a cada quien corresponde, qué elementos se han de considerar para fijarlo. Si la justicia es un valor y la ley una norma dictada que trata de representar ese valor ¿Cómo hacer para que la correspondencia no sea injusta? –Interviene Alejandro. Y sigue: Si una persona quiere morir y la ejecutan, en realidad le hacen un bien puesto que cumplen su deseo; la pena, en ese caso, no es un castigo. En la cárcel hay presos que no quieren salir libres y si los liberan, contra su voluntad, delinquen de inmediato para volver al penal. Ahí tienen comida, abrigo, por rupestre que sea, y amigos, han hecho su vida, no conocen otra. Hay muchos otros ejemplos y Usted conoce bastante de ellos. —Así que, sobre la aplicación de la justicia siempre estará la duda. Hay que ser escépticos, casi metódicos, aunque ya se sabe que llevado al extremo el escepticismo puede llegar a la negación de la existencia. Descartes se plantea la duda universal, dudar de todo, sin excepción, como recurso para acceder a un principio indubitable. Él descarta como falso todo aquello sobre lo que puede haber duda, y eso es todo, ya que no hay un solo aserto que no sea susceptible del error.
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Es la duda metódica que parte de la constancia de que los sentidos no son confiables, que engañan; se sigue con la confusión entre la vigilia y el sueño, cuando la realidad se difumina o se aleja. En efecto, el mundo que vivimos puede ser un sueño, como dice Descartes, y él incorpora un tercer elemento, propio de su época pero vigente: hay un genio maligno que, cuando creemos alcanzar la verdad, nos convence del error. —Así es. Pero el escepticismo de la academia platónica, que surge en oposición al dogmatismo, también se basa en la duda para obtener la verdad, pero no es radical y acepta el criterio de probabilidad como norma de conocimiento –Responde Julio —La probabilidad, es decir que algo tenga referentes de probanza y en eso se basa casi todo el criterio para la aplicación de la ley. Concluía Julio con aquella conversación inimaginable si se la participara a cualquiera allá afuera. Ya en el pasillo, a la salida del penal, la pregunta rebotaba en su cabeza: ¿No mataría? ¿De veras, no mataría? Y sus dudas no se iban.
XXV
Esa justicia...
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ratando de aclararse lo que siempre le pareció un embrollo en eso de la noción de justicia y su aplicación, Julio recordaba la victimización de las mujeres en las demandas contra maridos o amantes que, ciertamente, habían incurrido en falta grave. Pero a muchos de esos hombres los había visto en el derrumbe moral y mental. Sucedía que, con frecuencia, los victimarios eran también víctimas, aunque en otro sentido, distinto de la acción material y directa, de sus acusadoras; eran empujados a la violencia directa por otra violencia, la que se puede ejercer sin mostrarse materialmente. Ese es un lado que no se ve con la atención debida, decía. En nuestro medio sólo se alcanzan a mirar los signos de la violencia directa que puede ser causada por una perversa intervención. —Sé cómo hacer para que se vuelva loco –Habían reconocido a sotto voce muchas de ellas. —Lo hago cada vez que quiero, no importa que me pegue… lo hago y ya. —Después, cuando la culpa le asalta, es como un corderito o un perro pequeño capaz de hacer cualquier cosa. A eso se le saca buen provecho. 233
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Pero un día las cosas se salen de control y el hombre no es capaz de parar su agresión física, golpea hasta la muerte, acuchilla, dispara. Las cosas salen mal, muy mal. Complicado en sí le parecía a Julio establecer el sentido de la justicia en esos casos. De la culpa directa no había duda, ni disculpa; de la otra, soterrada pero efectiva, nada que la sancionara. —Es necesario explicarlo, acaso tratar de entenderlo —Decía, sabedor de su impotencia para avanzar en ese intríngulis. Y los contrasentidos eran muchos, Julio los había presenciado a lo largo de su ejercicio. En una ocasión, uno de los acusados que había golpeado a su mujer en el curso de una borrachera, habló sin reclamar inocencia: —Trabajé toda la vida para dar seguridad a mi mujer y a mis hijos, que nada les faltara. Años he pasado empezando el día a las cuatro de la mañana. Tomar el camión urbano y luego caminar varias cuadras hasta el trabajo. Pensé en comprar un viejo auto pero me di cuenta de que había que sacrificar gastos de la casa, así que no lo hice. —Los sábados por la tarde llegaba a casa para sólo encontrar reclamos. Una vez que le entregaba el salario, antes no. —Uno de esos días me fui a la cantina y cuando regresé, ebrio y sentimental, en realidad angustiado y deseoso de un gesto de comprensión, de alivio, de solidaridad, de un abrazo, quizás y, si se pudiera, de amor, lo que recibí en cambio fueron reclamos enormes. —Empecé a tomarlo como manda, irme a la cantina al final de la jornada semanal y, desde esa vez, cada fin de semana hice lo mismo.
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—Le pegué, es cierto, y lo lamento en el fondo de mi alma. No espero indulgencia, sólo sé lo que he querido decir. —¿Qué hacer? –Se preguntaba el juez Julio —Si lo encarcelo, no habrá quien lleve sustento a esa casa. —Si no lo hago, dejo impune el delito. Se lo explicó a la mujer, quien luego de considerar las implicaciones accedió a que no lo encarcelaran y Julio optó por la prisión domiciliaria con permiso para ir al trabajo. —Mire, señor juez: la verdad es que todavía lo quiero –Dijo la mujer. * A los violadores sí no soportaba… la injusticia evidente, pero no la simulación de aquellas defensoras cuya defensa era gran negocio y espacio de poder, así fuera relativo, pero con la bandera de la igualdad, reclamando injusticias que, por cierto, ellas, las abanderadas, casi nunca habían sufrido. En otra ocasión al juzgado llegó una dama de buen ver, completamente maquillada, vestida a la moda, se diría, en la exhibición mundana que busca algo (“nada de malo en ello, pensó Julio: todos buscamos algo”) y sí buscaba, a su marido que, dijo, se había ido el fin de semana y no aparecía. Eso no era normal porque, aunque algo vago, su consorte no acostumbraba desaparecer por tanto tiempo. Así que algo andaba mal. —¿Ya indagó en la Cruz Roja, en los hospitales, en la cárcel? –Le preguntó el secretario Efraín, que le atendió. —No –Fue la respuesta.
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—Eso hay que hacer en primer lugar, ir eliminando posibilidades. —¿Acostumbra tomar, su marido? —Sí que lo hace y por eso no cumple con sus obligaciones. A veces no hay ni para comer. Yo y los niños no tenemos ni que ponernos. —Me disculpa, pero se ve que Usted viste bien, que se arregla bastante y esos menjurjes no han de ser baratos. La señora cambió de gesto y vio con enojo al secretario. —Ah, se ve, lo va a defender. —No se trata de eso, pero disculpe mi comentario, no la he querido molestar. —Veamos primero por esos lugares, quizás ahí se le encuentre. Unas llamadas, revisar el reporte del día en la policía y el marido apareció. Estaba preso por “faltas a la moral” y Julio mandó por él. —Ya lo van a traer –Le dijo a la mujer. —Entonces ya me voy, que se vaya al trabajo, ya se le hizo tarde. Cuando trajeron el marido, avergonzado, no atinaba a determinar qué actitud correspondía frente al juez. —Buenos días –Le dijo Julio, tratando de hacerle entrar en confianza. —¿Qué le pasó? ¿Por qué lo llevaron a la cárcel? —No lo sé, contestó. Salí de la cantina y la emprendí a pie rumbo a mi casa. En la esquina me detuvieron y como no traía dinero, me llevaron. —Todos dicen lo mismo, algo habrá hecho Usted.
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—Huir de mi casa, embriagarme, dejar de pensar… es todo. El hombre parecía al punto del llanto. Volteaba al ventanal, a la puerta, ponía las manos sobre los brazos de la silla y los estrujaba. Miraba al juez y era claro que nada esperaba y que no le importaba su suerte. —Está bien –Dijo Julio. Se puede ir. —Tenga más cuidado. —Gran problema este de la justicia –Reflexionaba Julio. —¿Y la gente que roba comida en los mercados? Es un hecho que, en su gran mayoría, son madres –Le comentó a Alejandro en una de sus visitas. Las grandes tiendas tienen guardias y rápida atención de la policía. Casi todos los días me traen a alguien. —Por acá, en efecto, a quienes roban para llevar comida a sus hijos, pues no tienen cómo hacer de otra manera, son llevadas a la cárcel y hasta sus fotos publicadas en esa prensa, exhibidos como ladrones comunes, gente mala. He visto en esas páginas el rostro de una mujer llorosa, terriblemente acongojada, llena de pena ¿Qué pensarán sus hijos cuando, el día de mañana, una mente ociosa urda la entrega del pasquín? ¿Qué cuando quiera demostrar honorabilidad? —Ah, la justicia, esa justicia –Rechinaban los dientes de Julio. También había llevado el caso de un hombre que incendió su casa y murió su padre, quemado, mientras dormía. La madre se arrojó por la ventana desde el segundo piso y mientras las llamas se propagaban a viviendas vecinas. Pudieron morir más inocentes, pero gracias a que una hermana del responsable salió dando gritos a las primeras llamas, el vecindario
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pudo salir apresuradamente. Ese hombre ya había intentado dar muerte a su familia pero, en uno de esos sinsentidos que ilustran a nuestra comunidad, no fue denunciado. La madre tenía la esperanza de que “cambiara”, se “compusiera” y retomara la cordura, pero eso no sucedió. Cuando lo interrogaron, el incendiario, sin mostrar remordimiento, dijo que había quemado la casa con la clara intención de que sus padres murieran ardiendo, porque lo habían enviado a un centro de rehabilitación donde permaneció recluido varios meses. Nunca los perdonó. Julio habló con él y pudo ver que, detrás del rencor que permanecía, el hombre estaba asustado de sí mismo, al punto de la locura cuando recordaba su acción. Por su cabeza rondaba el cuerpo de su padre, hecho un ovillo mientras las llamas le consumían. —Haga lo que sea, le dijo el hombre al juez. Nada me importa, sólo quiero que sea rápido. Sé que en la cárcel me van a matar. Usted también lo sabe. Mándeme para allá. Es lo que quiero. En efecto, al parricida le esperaba la muerte en manos de los otros prisioneros que, así, aplicaban su ley ¿Y no era la ley ancestral, aunque la sociedad y sus convenciones actuales todavía no lo admitieran? La pena de muerte, la que se impondría a Alejandro, vendría después, pero en la cárcel se aplicaba desde hacía mucho tiempo sin que nada se pudiera hacer. Algunas veces se procesaba a responsables a los que igual les importaba un comino, condenados como estaban a morir en el penal. —Entonces ¿No es todo esto una simulación vulgar?
XXVI
Todo a su tiempo
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na tarde lluviosa, días antes de agotarse el plazo para la ratificación de la sentencia emitida por aquel jurado que no era de las simpatías del juez Julio, éste acudió una vez más a platicar con el reo condenado a muerte. Luego de los saludos y los silencios previos, mientras miraba a los barrotes, le dice Alejandro: —Déjeme preguntarle algo: ¿No cree Usted que tener hijos sin la preparación debida, sin la madurez necesaria, sin el criterio requerido, en suma, tenerlos por tenerlos, también es un crimen? —¿No cree que esos hijos, de padres impreparados y con frecuencia abiertos irresponsables, se convierten en un problema social? ¿No ha pensado que van a causar males, para ellos mismos y para los demás? —Yo creo que esos padres irresponsables son un daño social, que deberían ser castigados –Agregaba Alejandro. —Será –Respondió Julio. —Pero la culpa original la tienen quienes conducen a esa sociedad, que nada hacen por corregir y sólo se ocupan de negociar con la necesidad pública. —¿Y Usted? ¿Tuvo hijos? –Le pregunta Julio. 239
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—Ninguno, nunca. —¿Porqué? —Porque, al igual que mis padres (a los que, por cierto, casi no recuerdo... acaso la imagen de mi madre) yo soy uno de esos impreparados. Sólo habría traído problemas al mundo. Conmigo era suficiente. —Pero esos problemas se pueden atender, hay maneras… —¿En esta sociedad? —Estamos entre gitanos ¿O no? —Vamos respetando la inteligencia de cada cual. —Pero mire, no pretendo eliminar toda posibilidad de reencauzar rumbos en este mundo. Acepto la posibilidad, mas no la probabilidad mientras las cosas estén como están. —Ahora que, es cierto, a veces quisiera haber tenido alguno. A lo mejor mis inquietudes habrían tenido que matizarse… podría haber sido otra persona... quizá ¿Quién sabe? Detrás de lo que Alejandro expresa, intuye el juez, está la realidad que apabulla al hombre común, y con mayor rigor al que piensa demasiado. Es la historia de todos, el recuento de los miedos, de las deudas por el actuar mal, según dicta la norma social que nos han impuesto desde que tenemos uso de razón. Enseguida recuerda Julio el motivo de esa visita: —No se lo había dicho, pero ha venido un señor, escritor dice que es, y quiere escribir su historia. Ha pedido unos días para entrevistarlo y grabar, haría un libro. Necesita su autorización y, por mi parte, yo le daría el permiso. —¿Escribir mi historia? Que escriba la suya de él. Todas son iguales, lo único que cambian son algunos personajes y acciones. Es lo mismo. Que haga un recuento de sus pen-
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samientos, de sus temores y de sus actos no realizados. Por cobardía, lo más probable. —Ahí tiene tema suficiente. Me quiere para poner en boca de otro lo que él no se atreve a decir de su propia, patética, existencia. —O que retome las notas rojas, las de diario, donde se resume la miseria humana, esa que está en todas partes y que ninguna gracia tiene reseñar. —Creo que esos escritores, si vamos al fondo del asunto, terminan subsidiados por la miseria colectiva y buen negocio hacen al exponer, las más de las veces sin mérito mayor, las tragedias del mundo. —¿Usted qué opina? –Dígamelo con toda franqueza. —Urge Alejandro. —La decisión es suya –Le responde Julio. —Ya se la he dicho, mi pregunta es sobre mis razones —¿Usted qué opina? ¿O rehúye una definición? ¿No es eso lo que le ha aquejado toda su vida? —Déjese de cosas. Estoy de acuerdo con Usted. —No lo verá, entonces. Pero podría Usted pensar en las ventajas que eso tiene. Una vez que ya no esté, su verdad se conocerá, la que sea… —Trata de argumentar el juez. —¿La que sea? –Le interrumpió Alejandro. —¿Es que supone Usted que hay otra distinta a la consignada en ese maremágnum de evidencias en mi caso? —La que sea que Usted quiera que se conozca, en sus términos. Es lo que hacen la mayoría de los escritores. —La que quiero que se conozca es la que ya está en los periódicos. No hay mejor manera de maquillar la realidad que en esas páginas, Usted lo sabe muy bien.
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—Que de ahí tome lo que le cuadre y se deje de hazañas literarias a costa de otros. —¿Es que hay de otras? Vamos, Usted sabe que todo eso es así –No evitó decir Julio. * La noche en que Alejandro huyó, o lo expulsaron, de su casa, terminó en una vivienda por el rumbo del ferrocarril. Lo recogió aquella señora de mediana edad, Lucila, que vivía sola en un barrio de pepenadores, pero ella no lo era y su condición era pasadera tirando a buena, “más o menos bien”, como suele decirse o lo que se puede entender por ello en esos lugares. No había duda de que estaba ahí por su gusto y no por la necesidad, o porque escapaba de algo, como era el caso de muchos otros. Salía Lucila por las mañanas, emperifollada, el rostro cubierto de maquillaje, sombrero y paraguas. Tenía una rara dignidad que hacía que los demás no le faltaran el respeto y la trataran con temor vestido de deferencia. No se sabe bien a bien cómo fue que Alejandro llegó a estar frente a ella, pero el caso es que lo hizo como si supiera el rumbo y destino. De inmediato, fue prácticamente adoptado y ella lo vio claramente como un argumento contra su evidente soledad y un motivo de atención, algo a qué dedicar la precaria existencia y dar sentido a su vida protegiendo a un niño que, de otra manera, segura estaba, iría al despeñadero. Desde un principio lo asumió de su propiedad y como dueña procedía. En los primeros años eso no fue mayor problema, pero que no era del gusto del adoptado se empezó a notar en la juventud y más en la
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temprana adultez. Sin embargo, por las razones que sean, Alejandro se quedó con su madrastra de facto. Cuando tuvo con qué le arregló la casa y aseguró comodidades que no tenía, quizás por no buscarlas. Eso pasó cuando se dio una bonanza repentina que todos los vecinos enterados han referido como algo extraño. El muchacho comenzó a perderse por días, luego semanas y más tarde hasta meses. Siempre regresaba y, cuando lo hacía, se le recibía como a una dignidad porque era portador de obsequios y pagaba las cuentas atrasadas de las vecinas en los estanquillos y abarrotes del rumbo. De Lucila siempre se supo poco por el rumbo de la Ferrocarrilera y menos, casi nada, en el barrio de San Miguel. Era una de tantas personas anónimas llegadas quién sabe de dónde y que sólo existían cuando se les miraba. En realidad, en aquellos tiempos, a fines de los cincuenta del siglo xx, entre una colonia o barrio y otro no había más de tres kilómetros, pero parecían como mil en un pueblo separado por baldíos, cercos y sembradíos. Más allá del arroyo propio, todo era extranjería. Era normal que nadie supiera de la existencia de los otros, que eran todos los que vivían más allá de los límites propios. Ahora sería cosa de risa y entre los barrios ya no se distinguen fronteras, parecen estar todos a un tiro de piedra, por lo que sea. La permanencia de Alejandro en lo que operaba como casa materna era, así lo veía él, inevitable. Ya de adulto, no tenía necesidad de seguir ahí pero se tardó mucho más de lo esperable, según sus propias cuentas, en irse, aunque volvía de cuando en cuando. Al paso del tiempo, esa relación con quien había asumido como su madrastra se convirtió en un
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cotidiano rejuego de ironías, agresiones solapadas y, poco a poco, de amor y odio. Pero las tempestades, como es común, siempre dejan lugar a la reconciliación, que no dura, ya se sabe, pero que da un respiro y lugar para que los actores se tranquilicen y hagan patente su interés, casi siempre nada más su interés, en el bienestar del otro. De modo que se dieron los momentos en que Lucila aconsejaba al joven: “para que la vida no te asalte”, le decía. —Debes saber que las mujeres sabemos fingir a la perfección para obtener lo que queramos, cómo hacerlos sentir culpables y que pidan perdón por lo que nosotras urdimos. —¿Todas? –Preguntaba Alejandro. —Bueno, todas quizá no. Hay excepciones que rondan la abnegación, pero son muy raras, casi inexistentes. Será muy difícil que encuentres a alguien así. —Por aquí no la vas a encontrar. De la primer novia que Alejandro tuvo, de nombre María, Lucila hablaba pestes y la odiaba. No había razón en realidad, simplemente era la novia de su hijo adoptivo, pero la enervaba, la sacaba de quicio. Era, María, una mujer bella y quizás esa la verdadera razón del odio gratuito del que era víctima por parte de su potencial suegra. De estatura regular, cabello largo y sedoso, frente amplia, tez clara y ojos cafés, grandes; de buen cuerpo y senos prominentes, lo que no era un rasgo muy común en estas tierras, María llamaba la atención pero nadie se atrevía a importunar a la novia de Alejandro. Este ya había ganado fama de ser un tipo peligroso. Animada por su rechazo, Lucila hizo lo necesario para que María le tuviera terror y ella y Alejandro se tenían que ver a escondidas. La madrastra esperaba al joven por las noches y
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él tenía que escucharla por horas, reclamando y satanizando a la novia. A los meses de iniciada aquella relación, la situación dio un vuelco inesperado. Lucila le dijo que, primero, le era insoportable, pero después le gustaba. Le instó a que la llevara más seguido a la casa y, cuando así era, entablaba plática, más bien monólogo, con María, que simplemente le escuchaba sin perder su temor inicial. Un día de esos, la indiferencia de Alejandro a todo lo que le rodeaba, que incluía a las personas, de las que en realidad así se defendía, llegó al extremo y dejó que María lo dejara. Después lo lamentaría pues era ella con quien, acaso, le habría gustado tener hijos. Así se lo confesó al juez Julio, cuando éste le preguntó si los había tenido. Pero la ausencia le comenzó a cobrar, miraba constantemente el cruce de la calle, por si pasara; preguntaba en los corrillos, no por ella, sino por cualquier cosa que pudiera relacionarse con su existencia. Nunca sucedió. Después, ya de adulto, Alejandro le contaba a Lucila de sus parejas con el sólo propósito de que la madrastra despotricara sin freno. Lo que sucedió es que se convirtió en un juego perverso, hasta que un día Alejandro decidió que eso debía terminar. Y al referirse a eso, incluía a la madrastra como ser viviente. Al menos así se lo explicó al jurado aquel que lo sentenció a muerte. —¿No le parece curioso que uno haga planes hasta el detalle y estos se cumplan sin que el autor intervenga? –Le decía al juez. —Es raro, pero así suele ocurrir. —¿A qué se refiere? —Usted confesó que mató a su madrastra.
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—Sí, así lo hice, lo confesé, eso ya está claramente establecido. —Me refiero a los planes que solemos hacer, de todo y para todo, y luego resultan al margen de nosotros. Eso digo. –Agregaba Alejandro. —Sí que es raro, ahora me hace más ruido. Usted hace el plan, al detalle y, de pronto, por quién sabe que artes, resulta lo que planeó, pero sin su intervención –Decía el condenado, casi hablando consigo mismo. —Es decir, lo que Usted planeó, pero que no llevó a cabo, se produce cuando interviene un factor que, al principio, no se había contemplado. Se podría decir, claro, que es una modificación de su plan original, pero no necesariamente. Usted lo pudo haber desechado y ya no tenía la intención de consumarlo. Ese factor aparece, sin más, y se da cuenta de que lo planeado en primera instancia se va a consumar. Es como si el plan tuviera vida propia… seguía diciendo. —Claro que, entonces, Usted tiene que hacer algunos arreglos… Luego de uno de tantos silencios, Alejandro le preguntó: —¿Ha oído hablar del general Custer? —He leído sobre él –respondió Julio. —¿Sabe qué fue realmente lo que pasó? —¿Sabe que Custer, al mando del Séptimo de Caballería, asesinó a todos los habitantes de una aldea Cheyenne, en Dakota del Sur? —No escaparon las mujeres, los niños ni los ancianos. —En esos tiempos, allá por 1868, los anglosajones sabían que había oro en la región y comenzaron con sus pretextos para quedarse con esas tierras ricas.
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—Antes de saber, había admirado a Custer. —Y lo que pasó en Little Big Horn, en 1876, fue que Custer, a pesar de estar informado, llevó a 611 de sus soldados contra más de tres mil cheyenne y sioux, lo que era casi un suicidio. Del Séptimo de caballería sólo quedó vivo el trompeta de órdenes. Los guerreros de Caballo Loco y Toro Blanco ganaron una desigual batalla, a pesar de la superioridad tecnológica de los blancos. —Siempre me ha gustado la historia de lo que pudo haber sido y no fue. Es mucho más interesante –Continuaba Alejandro, presto a seguir hablando. —¿Y sabe usted que Trotsky no fue al funeral de Lenin y abrió así el camino a Stalin? —¿Y Grouchy, que no llegó, pero sí Blucher, a Waterloo? —Víctor Hugo hizo un bonito juego de palabras con esa confusión que, de no haberse dado, quizá la historia de Europa, y del mundo, fuera distinta. —Además, como recuerda Víctor Hugo, si no hubiera llovido durante la noche del 17 al 18 de junio de 1815, quién sabe dónde estaríamos ahora, o si estaríamos. A las seis de la mañana del día de la batalla de Waterloo la tierra estaba mojada, lodosa, y la artillería francesa no se pudo desplazar como lo hacía. Si hubiera estado seca… —Son momentos definitorios… La historia de lo que pudo haber sido y no fue ¿Quién sabe? —¿No cree que este asunto se parece a esas historias? –Dijo, enigmático, Alejandro. Luego aparecían los silencios, como esquivando algún asunto central que no podía ser parte de la plática y Alejandro prefería regresar a sus andanzas que, bien sabía, quedarían
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entre él y su escucha. Le explicaba a Julio, como antes al fiscal, que era cuando el hartazgo por una situación a todas luces irregular le asaltaba, que concluía que sólo había una forma en que esa especie de reclusión anímica cesara: la muerte de su madrastra. Lo venía pensando de tiempo atrás y cuando, en la víspera de uno de sus viajes más largos involucró a su amante de turno, Eva, se llamaba, lo hizo sólo por darle participación, haciéndole creer que la idea había surgido entre los dos (en el fondo, imaginaba eso como un descargo de su culpa) pero desde el principio supo que aquello no llegaría a nada bueno si de veras participaba. A Eva no le motivaba más que la emoción circunstancial, propia de esa juventud que desvaría cada vez más, que se ocupa de liviandades y tonterías y procede con un insoportable desapego a lo fundamental. Podía haber sido una buena mujer, y en muchos sentidos lo era, pero sus afectos se reducían al momento. Daba la impresión de ser liviana de cascos pero expresaba una extraña fidelidad. Quizás eran las circunstancias, pero eso no daba lo suficiente para entender a cabalidad su conducta. Alejandro se daba cuenta que en cualquier momento podía salir volando quién sabe a dónde y en el fondo seguía con ella porque le recordaba a María, aunque solamente en lo físico pues nunca tendría los atributos humanos de su primer pareja. Era, con todo, una relación común en el entorno actual, a lo lejos apacible pero llena de pugnas y reclamos. Al agotarse el ánimo, como naturalmente sucede siempre, Alejandro se alejó. Entonces vino la otra faceta de Eva, que no hizo mayor escándalo pero le miró con odio y con un gesto que era clara advertencia. —Me vale.
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—Y a otra cosa –Dijo Alejandro. Pero, antes del rompimiento, la evidencia de que Eva era incompetente para lo que se proponía le quedó clara, sin duda se haría presente y pasaría factura. —¿Cuándo lo haremos? –Le preguntaba Eva, sonriendo con una pose que quería parecer malévola y en realidad era nada más irresponsable y desenfadada. —Todo a su tiempo –Contestaba Julio. * El hecho es que el crimen le parecía inevitable. Era una ausencia, la de Lucila, que debía darse para buscar otros sueños que exigían atención y lugar. Imaginó entonces que serían realidades si su madrastra no estuviera y fue entonces cuando entre ambos decidieron asesinarla, lo que parecía fácil y se antojaba perfectamente factible. Tendría que ser de manera que nadie sospechara, o que si sospecharan ningún referente tuvieran para fincar responsabilidad en los autores. Pero fue entonces cuando Alejandro decidió abandonar su plan, lo que no le dijo a Eva. Luego el tiempo pasó, Alejandro se fue y de Eva no se supo más que se había ido con un agente de ventas, corbatas, ofrecía, y vivió en un pueblo del sur del país. Poco antes del juicio de Alejandro había regresado al pueblo. Sin embargo, el caso es que, en efecto, Lucila fue asesinada. La encontraron en su recámara, degollada. Se iniciaron las investigaciones, o lo que por ello se entienda en un medio donde nada se investiga y todo queda a la buena de Dios, sin que se llegara a nada, como también es lo único esperable.
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Por aquellos días alguien recordó al hijastro de Lucila, al viajero Alejandro, que tenía bastante sin verse por ahí, pero no lo pudieron localizar para informarle de la muerte de su madrastra. La pusieron en un féretro de madera siguiendo las indicaciones que habían encontrado sobre un buró. Unos años antes de su muerte Lucila comenzó a padecer la enfermedad de Morgellons, que se agudizó hasta hacerla repugnante. Desde una postura médica, el síndrome de Morgellons es una condición en la que la persona que lo sufre tiene el delirio de que está infectado por agentes enfermizos, tales como insectos, parásitos, pelos y fibras, pero no hay evidencia de que así sea. El caso es que quienes lo padecen presentan un amplio rango de lesiones cutáneas, al parecer por rascarse y morderse tratando de quitarse un hormigueo incensante y fibras extrañas en la piel. Hay consenso entre la mayoría de los médicos en que Morgellons no es una enfermedad nueva, sino la manifestación de una enfermedad conocida: el delirio parasitario dermatozoico y no se descarta que, en el futuro, se pudiera encontrar una causa infecciosa. En la actualidad hay tratamientos que han resultado un tanto efectivos aunque, en muchos casos, Lucila era uno, parecen no tener remedio. Ella tenía sensaciones insoportables de mordidas, picaduras de insectos que aseguraba ver, se arrancaba pedazos de piel, se infectaba y el problema seguía. Le brotaba sarpullido intenso, perdía la concentración y se tornaba irascible. Estaba segura de que extraños parásitos la habían invadido y de sus piernas y brazos salían extrañas fibras que no fue posible saber de dónde provenían. Por las mañanas, lo primero que hacía era explorar sistemáticamente su cuerpo para ver si no había más llagas. En ocasiones, le
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había propuesto a su amigo que la visitaba que le amputara una pierna. —Puedes hacerlo. —Lo soportaría mejor que esta terrible desesperación –Le decía. Fue ese amigo de Lucila, Manuel, quien se apersonó en el lugar cuando la encontraron degollada y mostró cierto pesar. Él fue quien la vio con vida por última vez pero, extrañamente, nunca se le consideró sospechoso del crimen. La visitaba de cuando en cuando y se sabe que, andando ebrio, algunas noches pasó a la casa de su amiga de donde salía al día siguiente muy temprano. —Es asunto de cada quien –Decían las viejas mitoteras de la colonia. Y no se atrevían a más porque Lucila les inspiraba temor. El hecho es que Manuel, la noche del crimen, había estado tomando en la cantina de un amigo, apodado “el caimán”, por el rumbo del arroyo que desembocaba en el río T. Siempre taciturno, hasta cuando pagaba la música, esa noche platicó con el cantinero, de sus penas y rencores que, al parecer, eran a causa de y con el mundo. —No es que me queje –Le decía. —Todos tenemos reclamos de la vida por lo que hicimos y por lo que no hicimos. —Es un verdadero lío y no podemos vivir en paz. —Pues déjalas, que rueden las penas –Le decía riendo su amigo, cuya sensibilidad no daba para más. Su rostro se endurecía y, de cuando en cuando, se llevaba la diestra a la empuñadura de un cuchillo de pesca de regular tamaño que siempre llevaba en una funda de cuero que
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había mandado hacer con los talabarteros del mercadito B. Preguntaba la hora y, cerca de la medianoche, pagó su cuenta y se fue. Tomó rumbo a la Ferrocarrilera, pero cerca de la casa de Lucila a esa hora nadie lo vio. —¿A qué vienes? –Le reclamaba Lucila siempre que Manuel iba a verla. —Sólo cuando se te ocurre y no tienes sentido del compromiso. Es cierto que no lo tenemos, pues así lo acordamos, pero es cuestión de tener consideración, gestos amables… Manuel escuchaba mientras tomaba a pequeños sorbos de la pachita que siempre llevaba en la bolsa interior del saco. —He estado pensando en la muerte –Le dijo Lucila. A mis años es necesario tomar una decisión para no pasar lástimas. Esto no es para mí. —Pensando mucho y te lo quería decir porque, quizás te parezca muy extraño, los amigos verdaderos deben entenderlo, deben ser capaces de hacer hasta los favores más raros. Es una forma de mostrar la verdadera amistad. —Me preocupa mucho ignorar lo que va a suceder dentro de diez, veinte, cincuenta años, un siglo, dos o tres. Al paso de mis años esa preocupación se va convirtiendo en tristeza grande aunque, afortunadamente, no tengo descendientes cuyo destino me llene de incertidumbre. De mi hijastro, lo sabes, es el mundo quien debiera preocuparse y, la verdad, no quiero pensar mucho en ello. —He decidido, entonces, que mientras más pronto me vaya menos será el tiempo de sufrir, por lo que se sabe y sufro y por lo que no se sabe. —¿No te pasa lo mismo? ¿No te asalta la incertidumbre nada más al imaginar aquel mundo que no verás?
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Manuel escuchaba y seguía bebiendo en silencio mientras recorría con la vista aquella estancia que, en realidad, nunca sintió familiar aunque la había visto muchas veces. Siempre creía encontrar algo nuevo, que no estaba la vez anterior, un florero, una silla, un espejo, cualquier cosa. Era como si cada vez fuera la primera. Lucila estaba acostumbrada a ese gesto ausente y seguía hablando. —Estuve sacando algunas cuentas. Sucede que hay momentos propicios para morir y, si los escoges bien, te vas con felicidad y sin temores. Estos días son los más adecuados para mí. —¿No te he comentado que las decisiones más serias, las más graves, deben tomarse a las seis de la mañana? –Agregaba Lucila. —Y sobre todo por las noches, antes de dormir, cuando estás peleando con tus angustias, ninguna debe hacer lugar. —Se muy bien que tú me harías el favor que te pidiera, por eso te lo digo… pero habría que esperar el amanecer. Manuel seguía bebiendo y miraba a su amiga que se pasaba los dedos por el pelo revuelto y se frotaba la cara. Ella también había bebido y la botella de ron barato sobre la mesa estaba casi vacía, pero hablaba con propiedad, segura de lo que decía. Pasaron las horas y, poco después del amanecer, Manuel salió de la casa de Lucila caminando, como siempre, con parsimonia y estilo, según decían los vecinos del barrio. Cuando les preguntaron, nadie lo había visto.
XXVII
Algo anda mal
E
n ocasiones, Eva se preguntaba si en verdad había querido a Alejandro. Si lo veía quería dejar de verlo y si no lo veía quería verlo, pero siempre era como cumplir un compromiso y llenar un vacío. Cuando se fue del pueblo a correr el mundo, Eva tuvo muchas otras relaciones y en todas encontraba algo de Alejandro. Al paso de los años, con la madurez y la cercana vejez, al recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue, el rencor aparecía. Podría haber seguido pero no, se fue quién sabe a dónde, o se quedó, pero sin ella. Entonces pensaba que lo odiaba. Mucho tiempo después del crimen, del que supo de oídas, nota perdida en la reseña de escándalos pueblerinos, algo así como a veinte años del asesinato de Lucila, alguien le habló a Eva, que todavía se movía en la inconsecuencia: —¿Te quieres vengar de Alejandro? –Le dijo una voz que le sonó al tiempo extraña y conocida. —Hay una expediente en la comisaría, empolvado, de hace años, de cuando mataron a Lucila ¿Te acuerdas? —La vieja aquella que vivía por los rumbos de la Ferrocarrilera. Nada más ve y diles que tú sabes cómo estuvo todo; que el asesino te reveló el plan para matarla, que él te 255
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lo contó y te invitó a participar. Claro, que tu nada tuviste qué ver al fin de cuentas. Te van a preguntar más cosas pero tú nomás les dices y repites que él mismo te lo dijo y no van a averiguar. La policía de aquí no da para otra cosa. —¿Quién habla? –Preguntó Eva. —Eso no importa. Si quieres vengarte, ahí está puesta la mesa. Y colgó. Era cierto que ella nada tuvo que ver y del asesinato se enteraría por los periódicos pero, ahora que lo pensaba, estaba casi segura de que sí, en efecto, Alejandro la mató y luego se fue quién sabe a dónde. La voz se le hizo conocida pero no paró en ello. La oferta, de quien fuera, era atractiva y por esos tiempos ella no tenía mucho que hacer, así que fue a la gendarmería y procedió de acuerdo con lo que aquella voz le propuso. Sólo puso como condición que no fuera testigo de cargo. Que los fiscales, ya con la seguridad en la mano, se encargaran de sacarle la confesión. Los “investigadores” accedieron y lo demás fue casi de rutina. Al juicio fue Eva al inicio y al final. El primer día, un sonriente Alejandro le dedicó tiernas miradas que parecían promesas de lo que no podía ser. Ella no soportó estar ahí. Él volteaba a verla con frecuencia, disfrutando de su turbación evidente y mejor se fue. Cuando en el pueblo todo mundo decía: “hoy lo sentencian”, volvió. Una vez más, Alejandro adivinó su presencia y la ubicó de un sólo golpe de vista. Ahí estaba Eva, de nuevo, todavía con un dejo de prestancia y de belleza incomprendida; el cabello recogido que se salía de la pañoleta y le daba una imagen desgarbada y atractiva. El preso le miraba con insistencia y casi no ponía atención a lo que en ese momento
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se anunciaba, el veredicto del jurado. Sólo cuando el juez le llamó la atención atinó a asentir, como urgiendo a que terminaran con aquel circo. El fiscal, que en realidad se estrenaba como tal, se adornaba con una retórica grandilocuente que emocionaba a los espectadores. Creía haber descubierto muchas otras cosas que abonaban a la culpabilidad del acusado. Lo que pasaba era que habían encontrado unas notas que de pronto aparecieron en el expediente del asesinato de Lucila, en las que contaba confidencias de su hijastro. —Este individuo, sin duda, es culpable y su crimen tiene como causa tanto su horrible condición como el temor, lo que demostraré sin falta –Decía, emocionado, el fiscal. Mientras el fiscal hablaba, Alejandro recordaba que, en efecto, había tejido un plan para matar a Lucila. Lo había hecho de manera impulsiva y, torpemente, había involucrado a Eva, casi como diversión. Para eso se tuvo que inventar motivos, o recuperar algunos que funcionaran como causa suficiente. Se trata de que no sea razón única la de los sueños que reclaman realidad (si alguien desaparece y ello significa libertad…). Debía haber otros, más terrenales y creíbles para la medianía que un día los conociera. Encontró uno, cuando luego de una de tantas trifulcas hogareñas su madrastra le dijo secamente: “yo sé”. Imaginó que hablaba de su relación con la dama aquella que, ciertamente, los estaba separando, pero después le fue del todo claro que se refería a otra cuestión. Hacía un tiempo que Alejandro, una de las veces en que había bebido de más, le contó a su madrastra que una noche de parranda, por el camino a los tugurios donde todavía
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funcionaban cantinas y cabarets, se había atravesado un incauto y fue arrollado por su auto. No conducía él, sino un amigo que le había pedido prestado el vehículo, pero cuando lo regresó de nada dio cuenta. Al día siguiente vio las huellas del atropellamiento y resolvió como pudo, deshaciéndose del auto. Si pensaba con calma, caía en la cuenta de que ningún riesgo había ya, pasado tanto tiempo y sin huella posible de encontrar a estas alturas. Pero la inseguridad le asaltaba. Como fuera, lo que en realidad le movía a tapar todo aquello de una vez y para siempre era su rechazo a todo tipo de administración, del burocratismo y, en ese caso, el tener que acudir a tribunales, dar declaración, escuchar peroratas leguleyas y todo eso que hace de esos espacios de la justicia una sucursal del infierno para la gente de mediana inteligencia. De no ser por eso, él mismo habría acudido a denunciar el hecho. Eso le contó al juez que ya le visitaba con frecuencia en su celda del penal. —¿Qué fue, entonces, lo que le llevó al asesinato? ¿Sus ansias de libertad, los sueños con la amante o el riesgo de la denuncia por los celos de su madrastra? –Le inquirió Julio. El acusado no se inmutó ante la exigencia, pero le pareció que claramente las dos causas probables que el juez mencionaba al final rebajaban el nivel del crimen que había confesado porque, en el fondo, estaba convencido de que ni uno ni otro habían sido los motivos ciertos. El primero, la búsqueda de libertad al no tener más a nadie a quien responder, atender, considerar, le parecía mínimamente justificado. No le atemorizaba que Lucila lo denunciara, al final de cuentas no había sido el culpable, sino la de vueltas y despropósitos que acompañan a cualquier contacto con el “aparato de justicia” y eso sí que le aterraba. De lo otro, era
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interesante, aunque nunca sería suficiente. Así que ni una cosa ni la otra, aunque cual fuera la que se diera, solamente apresuraría un destino. Los sueños son muy superiores a los temores, siempre pensó. Los miedos son rupestres, menores, aunque sean respuesta natural para la supervivencia. Si el hombre evoluciona hasta lo que ahora no somos capaces de entender, ni imaginar siquiera, llegará el momento en que no habrá temores. Claro que mientras el afán rupestre de la concentración del poder, de la riqueza, tenga preeminencia, el humano no se podrá ocupar de los asuntos torales y seguirá sin saber. Y con ese miedo que no deja pensar, de no tener lo suficiente para satisfacer sus necesidades reales o creadas, decía. A la amante, por cierto, cuando se produjo el asesinato de Lucila, hacía tiempo que la había marginado sustantivamente, lo que ella nunca le perdonó. —Como ve, es claro, lo que hice fue planear el crimen. —¿Sólo planearlo? –Inquirió Julio. —Es lo primero que se tiene que hacer. Todo lo que se hace por un simple arranque no tiene mérito alguno —Pues bien, lo planeó ¿Y luego? —Se vino el tiempo de llevarlo a la práctica. —Luego sucedió lo que todos ustedes ya saben. —Lo que Usted hizo, no hay duda –Insistía el juez. —En efecto, así lo dice mi confesión y así se concluyó en el juicio. Pero Julio dudaba. Alejandro siempre se refería al crimen como un hecho consumado, es cierto, pero en sentido neutro. Lo describía con claridad, prácticamente igual que lo hizo el fiscal. De hecho, el acusado simplemente repitió lo que la parte acusatoria ya había dicho. Pero lo que dijo la fiscalía es
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lo que el propio acusado les había dictado, a retazos, entre golpe y quemada, puntapié y ahogamiento. El asesino llegó pasada la medianoche a casa de Lucila, discutió con ella, y los vecinos afirmaron haber escuchado gritos e improperios, lo que no era raro en ese lugar. Luego vino el silencio y a la mañana siguiente la madrastra de Alejandro apareció degollada. Las mujeres del rumbo se miraban con asombro y algo de temor, pero sus conclusiones se escucharían mucho tiempo después, cuando la fiscalía había documentado evidencias que le parecieron más que suficiente al jurado y además estaba la confesión manifiesta: tenía que haber sido Alejandro, tenía que haber sido él porque cada vez que la visitaba (ya hacía varios meses que se había mudado, aunque regresaba con frecuencia) sucedía lo mismo y cuando se retiraba azotaba la puerta, lo que esta vez nadie afirmó que pasara. Había otro problema: hacía días que nadie había visto a Alejandro por el rumbo y esa noche en particular nadie lo vio pasar. No era un hecho irrelevante porque para llegar a la casa de Lucila se tenía forzosamente que pasar por el único acceso que cruzaba un canal, pero no lo vieron. El abogado defensor, de oficio, que traía casi una decena de casos y ninguno podía atender con atingencia, no interrogó a las vecinas que, a toro pasado, siguiendo la corriente ya imparable, daban por hecho que el asesino era Alejandro y éste tampoco insistió en nada que le pudiera beneficiar durante el juicio. Al contrario, estimulaba las torpezas de su defensor. Todo eso le empezaba a brincar en la cabeza a Julio que, le molestaba, no había percibido antes. Pero ahora le parecía un hecho: algo no encajaba.
XXVIII
Hago mi trabajo
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ulio recordaba sus reflexiones al pasar por las aulas, donde no sólo tuvo que lidiar con su ignorancia de saberes pertinentes (particularmente de los alumnos, que saben más de lo que uno se imagina) sino también con los miedos de aquellos niños dramáticamente impedidos, primero, de comprender el porqué de una obligación para ellos carente de toda lógica y, después, reducidos a la respuesta prefijada en el rejuego de reglas impuestas, ajenas por completo a sus deseos. Extraño de por sí que era para ellos el espacio escolar por vez primera aproximado, se volvía más insoportable, sospechó desde entonces, por la extensión autoritaria de la casa paterna y sus reglas o, peor, sus amenazas, simplemente. Si acaso él era un extraño también, impredecible, y, por lo mismo, quizá, distinto. Las miradas escrutadoras de los mentores, en el maremágnum del primer día, no dejaban lugar a dudas en la búsqueda de respuestas que debían brotar de la cara de cada infante: ¿Será malo? ¿Será bueno? ¿Me hará la vida pesada o será una oveja más? Y, jalonado por lo evidente, de la especulación pedagógica, vestida, faltaba más, de reflexión filosófica, pasaba raudo a una realidad ominosa: con bastante frecuencia sus 261
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pequeños alumnos llegaban golpeados a la escuela, con la camisa pegada a la piel sangrante, sin exageración alguna. Le miraban y los miraba, entre su miedo y el suyo propio matizado de coraje y de impotencia. Fueron, entonces, sus primeros enfrentamientos con padres de familia que, pensaba, eran insensibles, impreparados para conducir vidas y reacios al reconocimiento de sus evidentes errores y excesos. Pero, las preocupaciones nunca terminan, encontró en la mayoría de aquellos rostros apenados, incluso en los que rondaban el cinismo y el reto, otros miedos y sufrimientos negados a la revelación. El intríngulis crecía. Los padres tenían miedo de que sus debilidades de carácter, sus desviaciones y sus rencores acumulados, se tradujeran, como se traducían a la postre y casi sin remedio, en agresión a sus hijos. Sufrían, los agresores, antes y después y —¿Quién sabe? Quizás yo sufra más –Le decía un padre de familia por aquellos días. Percibía el miedo en los niños y también en los adultos, así fuera distinto, pero, se preguntaba ¿Qué es, en términos entendibles y más o menos definitorios (con lo que las definiciones conllevan de seguridad relativa) ese miedo? Intuía, desde luego, que se trata de una reacción perfectamente identificable ante un peligro externo, o como resultante de un sentimiento de inseguridad que deriva en congoja, reacción que es dable percibir sin mayor dificultad, pero eso no resuelve el asunto. Un personaje de Maupassant, en uno de sus relatos, define al miedo como “algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición del alma, un espasmo horroroso del
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pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia”. Y hay de miedos a miedos, de angustias a angustias. A Julio le pasaba que los compromisos, los pendientes, desde los menores e irrelevantes hasta los prioritarios, le provocaban una gran preocupación que se paliaba una vez cumplidos. Entre tanto, no se podía alejar de la zozobra y se la llevaba pensando en la hora de que aquello, una vez atendido, pasara. En la mitología clásica, Fobo, el pánico, el miedo que hace al guerrero batirse en retirada, es hermano de Deimo, que es el temor, el miedo que paraliza. Los dos son hijos de Ares, el dios de la guerra, identificado con el combate brutal. La fobia es una aversión profunda, el temor desproporcionado, fuera de control. Puede ser reconocida en lo que tiene de injustificado el temor extremo frente a algo que, normalmente, no motivaría reacción de ese tipo, pero igual el sujeto nada puede hacer para superarla. Cuando la seguridad que provee el regazo materno ha propiciado fuertes lazos y dependencia, el niño ingresa a la escuela en lo que significa una separación obligada, a la vez que incomprendida. El cuadro común de inicio de clases en el primer grado, de llantos y temores compartidos entre los infantes, se explica por esa separación que dispara la inseguridad y el temor a lo desconocido, que eso es el espacio escolar para el niño en esos momentos. Ahora bien, si la imagen del profesor, después del temor inicial, puede llegar a ser amigable y tranquiliza, lo que no es frecuente que suceda pronto en la relación escolar, y en ocasiones no sucede, entonces los miedos pueden ser superados,
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relativa y parcialmente, pero el equilibrio es muy inestable y rara vez da lugar a relaciones de confianza y actitudes de compartición más o menos estables. El miedo y el ejercicio del poder están íntimamente vinculados; la autoridad se teme porque, al derivar en acciones contra el sujeto, éste sufre y la expectativa del sufrimiento se traduce en angustia. La autoridad, así, se convierte en factor inhibitorio colocando a la defensiva a los sujetos. Cualquier participación probable, en esas circunstancias, se dará al margen de la creatividad, cancelando el ambiente de libertad indispensable para el despliegue de la imaginación y poniendo en cuestión la vocación heurística que, precisamente por la autoridad explícita e implícita en ese tipo de relaciones escolares, supone riesgo de transgresión a la norma en un esquema vertical y autoritario. —Hacen que, desde niños, le tengamos miedo a la búsqueda de lo nuevo, a la explicación racional de lo que no entendemos –Decía Julio a Efraín, en sus pláticas. —El saber es poder, sin duda, como informar es, en más de un sentido, conformar –Respondía Efraín. —Ciertamente, pero comunicarse es otra cosa, pues no hay proceso de comunicación sin respuesta y ahí la diferencia con la mera información. En ese sentido ¿Se establece comunicación efectiva entre docente y discente? ¿Entre el lector de un periódico y quien escribe la información? —Si es así, ¿en qué consiste la respuesta? –Indagaba Efraín. —En el caso de la educación, en la demostración del saber, se dirá, constatable, medible, a través de algún mecanismo de evaluación. En el otro caso en alguna respuesta…
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—Sí –Decía Julio —El muy probable seguimiento de pautas que, sin esa influencia, no tendrían sentido para la gente. Sobre las preocupaciones de su secretario, que en ocasiones parecían hacercarse al miedo, le aclaraba: —Yo seguiré siendo juez mientras me necesiten. Y va para largo porque, Usted lo ha visto, sus colegas litigantes son en su enorme mayoría una punta de ignorantes, no saben escribir y lo usual es que presenten alegatos que son galimatías sin sentido. Las fallas de las secretarias se entiende, pero nadie que sea mínimamente responsable de lo que firma deja pasar esas barbaridades. Tenemos que descifrarlas y en ocasiones hasta rehacerlas. —Así que aquí seguiremos, estimado Efraín, no lo dude. –Le decía Julio. * Por esos días, invitado a dictar una charla en una escuela de derecho, Julio inició diciendo: “En nuestra sociedad, las relaciones a su interior se basan en la coerción, en la imposición de un cierto orden cuyas matrices son externas al sujeto”. —Su asidero es el respeto incondicional a la autoridad y, por más digresiones y eufemismos que se intenten, en el temor a la transgresión, temor que permite imponer y preservar el estatus sin necesidad, al menos eso se supone, de la represión directa y abierta, socialmente más traumática y propiciatoria de reclamos mayores –agregaba. —El apego al orden, la aceptación de las relaciones de dominio, se presentan como equivalentes de lo positivo, lo
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bueno, socialmente hablando, que debe ser internalizado por las generaciones emergentes. Uno de sus alumnos, tenido por brillante, le cuestionó: —¿Pero no es, acaso, ese orden expresión de lo socialmente positivo? —Todas las sociedades, a lo largo de la historia, al avanzar en un proceso de civilización, han visto necesario establecer un orden y lo han plasmado en códigos cuya observancia da cuenta de madurez colectiva. —De acuerdo, pero lo que en realidad sucede es que, aún con todos los matices, y todas las discusiones que se dan, no es la pura bondad lo que se persigue, sino la adecuación de los sujetos al estatus y la experiencia indica, en prácticamente todos los campos del quehacer social, que las conductas individuales se ajustan a la expectativa de mejoramiento a partir del cumplimiento de la norma, de la elusión o el ocultamiento del acto transgresor –Respondió Julio. —Eso –Dijo el alumno. —Tiene que partir de un supuesto: en la sociedad hay quienes se aprovechan de ese orden, lo usan para su beneficio particular y la conducta civilizada, en consecuencia, no sería más que la adecuación del sujeto a la exigencia externa y todo viene a convertirse en un juego de simulaciones. —Así es, lo que resulta es apariencia, figuraciones (así sean compartidas por muchos); hipocresía y ocultamiento de las verdaderas intenciones, deshonestidad en las relaciones humanas y aprovechamiento de la debilidad ajena, son los resultados a esperar. Eso era lo que Julio había encontrado prácticamente en todos los casos que había atendido: la mentira, la simulación,
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la hipocresía y la pose para fincar culpabilidad o inocencia. Era, en verdad, algo que le parecía nauseabundo. —¿Por qué seguir aquí? –Se reclamaba él mismo. —Porque sí –Se respondía. —Cumplo mi parte en el engranaje perverso de este mundo. —Hago mi trabajo y, de esa manera, subsisto. —Aunque no sepa para qué. —Y ¿sin miedo?
XXIX
Lo que hacemos
S
iendo tan reacio a las amistades, y más bien a las convenciones que se imponen como implícitas, en la escuela de Derecho convivió con un pequeño grupo: el Dandy, porque siempre andaba bien vestido; el Guapo, que no lo era en realidad pero que se acicalaba ferozmente a fin de parecerlo; el Beethoven, que tocaba la guitarra y el piano; el Niño, por su baja estatura, y el Magazo, un muchacho simpático, siempre alegre, que divertía a todos con imaginarios trucos de magia. A Julio no le tenían apodo, pero el Niño se refería a él como “el callado” y, en efecto, era el que menos hablaba. Se corrían francachelas de días, empezando a la una de la tarde de los viernes en la cantina del Perico, siguiendo por el rumbo de la Cañedo, donde había casi una decena de bares, y de ahí a la zona de tolerancia del pueblo, que cerraban a las cuatro de la mañana. Tomaban provisiones de cerveza y se iban al mar. Era un verdadero milagro que pudiera regresar a la Universidad el lunes. En una de esas escapadas al mar, fueron a dar hasta el puerto, donde amanecieron. Se recostaron sobre el muro bajo del malecón y se quedaron dormidos. De pronto, alguien jaló a Julio: “su amigo se está ahogando”, le dijo una persona. 269
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Se levantó y vio hacia el mar donde, a unos doscientos metros, el Magazo sacaba la cabeza y manoteaba. Sin pensarlo, Julio corrió hacia la playa, se metió al oleaje y fue por su amigo. No lo podía jalar, pues a cada momento el Magazo trataba de abrazarlo. Se retiró lo suficiente y le gritó: “fíjate bien, hazme caso, tú puedes salir, saldremos juntos o no saldremos. Sabes nadar, no te desesperes”. Poco a poco se tranquilizó y Julio llegaba por la espalda y lo empujaba, pero de inmediato tomaba distancia. Así estuvieron más de una hora hasta que salieron. Siempre se lo agradeció el Magazo y lo tuvo en el más alto concepto. Los demás amigos, cuando llegaron, seguían dormidos. Días después, el Magazo fue a platicar con Julio, sumamente preocupado. A su hermano le habían disparado la noche anterior, se encontraba muy mal y no podían llevarlo a un hospital. —¿Porqué? –Indagó Julio. —La policía no debe enterarse. —¿Cómo es eso? —Porque la policía fue la que le disparó. El hermano del Magazo había participado en un asalto, con tan mala suerte que al salir de la tienda atracada se toparon con tres agentes que iban por sus cervezas de la noche. Pudo más el temor y salieron corriendo, seguidos por los gendarmes que les conminaron a detenerse, lo que no hicieron. Cansados, les gritaron: ¡Alto o disparamos! Cayó el hermano del Magazo y esa es la historia. Julio le habló a su compañero de la secundaria, Miguel Ángel, que estudiaba medicina, y fueron a buscar al hermano del Magazo, pero cuando llegaron había muerto.
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Al Magazo se le fue la sonrisa, se alejó del grupo. De ellos, unos desertaron de la escuela y los que terminaron cada quien fue por su lado. Ahora, si se vuelven a ver, ni quien se acuerde. ¿Cómo fue que el hermano del Magazo, hijo de familia, con las oportunidades a la mano, vino a terminar así? Julio intentaba explicaciones y recordaba que, a través de ese mecanismo de transferencia de significados que es la educación, en la infancia que transcurre en las escuelas se instalan los miedos a la transgresión social y se legitiman, por extensión, los recursos de la imposición. Una sociedad que procede en esa tesitura tiende a eludir su responsabilidad en las innumerables desviaciones que a su interior se dan. Porque junto con la internalización de los miedos a la transgresión se instala el rechazo y sus derivaciones que con demasiada frecuencia se salen de control. Muchas veces la ausencia de sinceridad se relaciona con la ignorancia: algo no se sabe y no se quiere saber, o simplemente se margina la ignorancia por cuestiones de jerarquía, si es la del jefe de la familia, del profesor, del hermano mayor, por temor a que el estatuto de autoridad se ponga en riesgo. Así es que un miedo aparece como propiciatorio de otros miedos. Como se sabe, la seriedad sin causa aparente, que inhibe el trato afectuoso y coloca a los sujetos en posición defensiva, propicia el alejamiento, pone distancia. Pero la seriedad implica una actitud defensiva de quien la esgrime para proteger su estatuto de autoridad, o su miedo; es un escudo, no siempre efectivo, contra la burla y la falta de respeto. La seriedad coloca una barrera entre los no pares; la seriedad es útil, así, para evitar desviaciones respecto de las conductas
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esperadas y tiende a la asepsia (más pretendida que real) de las relaciones y oculta las implicaciones reales del ejercicio del poder. Incluso en situaciones simples así sucedía. * Recordaba Julio que, en su primer viaje a Cuba, habiendo abordado el autobús que llevaría al grupo a su hotel, el guía cubano se plantó al frente y tomando el micrófono dijo: “los cubanos somos muy serios”. Los pasajeros se miraron entre sí, primero con curiosidad que dio paso a un temor menor. “Los cubanos somos muy serios”, volvió a decir el guía, con gesto que parecía de enojo. “Los cubanos somos muy serios” y empezó a golpear un pequeño tambor que sacó quién sabe de dónde. “Los cubanos somos muy serios, muy serios, muy serios” y comenzó a bailar y reír al compás de lo que transformó en un sonsonete pegajoso, invitando al grupo que pasó del susto al relajo. El guía reía pero algo en su rostro indicaba tristeza y en los breves lapsos de tiempo entre una y otra broma, aclaración o consejo a quienes acertadamente en su mayoría suponía turistas neófitos, sus ojos trataban de huir a los lados del camino como buscando algo. Cuando llegaron y mientras sacaba su maleta, julio lo invitó a platicar. —Mañana, o pasado, cuando tenga tiempo. Estaré aquí tres días. —Bien, veré. Ya sabe que aquí los teléfonos son una calamidad para los extranjeros, pero si vengo y no está le dejaré un recado en la administración, para más tarde. —De acuerdo, lo esperaré.
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Fue y hablaron. El guía había estado en Yemen, en una misión humanitaria. —Ni se imagina lo que allá miré –Le dijo a Julio. —En Sana, las manos cortadas, a la vista de todos, colgadas de postes para inhibir a los ladrones. No había mucho de qué asombrarse, en ese país se sigue aplicando la pena de muerte a quienes tienen relaciones con personas de su mismo sexo. Además, la tortura, ejecuciones extrajudiciales y allanamientos infames están a la orden del día. En Arabia Saudita, todavía, los ladrones pueden ser crucificados, decapitados y sus cabezas cosidas de nuevo al cuerpo y todo exhibido profusamente en la plaza. No importa si son menores de edad, igual sucede, porque el objetivo es el escarmiento irrebatible. La cuestión es tratar de entenderlo ¿Qué puede explicar algo que, para nosotros, en nuestra cultura llamada “occidental”, lo que parece apropiado, pues en este caso la contraparte es la “oriental”, se presenta como una expresión irrebatible de barbarie? Lo que sucede es que, en el Islam, lo que para nosotros es cruel, bárbaro, inadmisible a la luz de lo que entendemos por Derechos Humanos y libertad individual, es del todo legítimo. Para el Islam son permisibles todas las cosas útiles al ser humano y tajantemente prohíbe todo acto que sea dañino o haga confusa la existencia. Los actos perversos, obscenos y abominables (que implican una gradación) son condenados en el Corán y en el mensaje de Mahoma, de modo que la prohibición de lo malo y el ordenamiento de lo que se considera bueno es un mandato divino que rebasa, incluso, la moral particular del individuo, por lo que está obligado a denunciar cualquier conducta que caiga en las categorías
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de maldad. Nos escandalizamos por la denuncia que en esos países lleva a la muerte a los denunciados (y en nuestra experiencia, sabemos cómo se puede falsear los hechos, mentir y calumniar, riesgo que dejamos por sentado en aquellas sociedades) pero marginamos el mandato ético y religioso que los puede impulsar. Si profundizamos en las razones, entonces los musulmanes ya no parecen tan bárbaros sino que su cultura, sus principios religiosos y su justicia, tienen bases distintas a las nuestras. Esos saberes que no admiten réplica, que son consustanciales a la fe, dogmas inamovibles que dirigen a los espíritus urgidos de paz, para nosotros pueden ser perversos y su sola presencia nos conduce al temor. Julio sabía, por experiencia propia, que en la sociedad como en la escuela se utiliza el saber, que acaso se revela en dosis calculadas, como instrumento de poder. —El que sabe más, ejerce un influjo sobre el que ignora, pero éste tiene que saber su ignorancia pues, de otro modo, no reconocería la superioridad del que sabe lo que él no sabe —Les decía a sus colegas. —Pareciera que con los avances de todo tipo, ya sean científicos o tecnológicos y de los saberes en general, los espacios del miedo debieran reducirse; servir los adelantos para alejarse el hombre con ese progreso, así sea siempre relativo, de temores surgidos de la ignorancia, de las reacciones que provoca la inseguridad y las amenazas de lo incierto, pero no es así. —Nuestros monstruos, en efecto, ahora ya entrado el siglo xxi, son cada vez más y los horizontes que se abren están preñados de nuevas incertidumbres. Más miedos,
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entonces, con otros referentes, a medida que el progreso, la modernidad, amplía las visiones y, por lo mismo, incrementa las preguntas. —La inseguridad, de esa manera, se convierte en una constante y únicamente se supera, paradójicamente, en el aislamiento, literal o circunscrito al entorno inmediato: la propia familia y su espacio vital. De esa manera, Julio creía sustentar su actitud frente al mundo y justificar su conducta que a todos parecía extraña. * En los tiempos que corren, el miedo a la no aceptación, al rechazo, por lo común se puede ubicar en un antecedente familiar, en cuyo entorno el niño es objeto de discriminación o, al menos, no recibe la atención suficiente que le permita un grado aceptable de autoestima. A los signos del rechazo, en cualquier caso, le sigue la angustia del rechazado, incluso antes de que se pase de las señales a la expresión concreta. El niño atemorizado se convierte en un adulto pusilánime y a la historia de sus miedos le acompaña la historia de las agresiones y de los abusos sufridos. El temor a la no aceptación inhibe la expresión de la discrepancia, así sea justificada, en todas partes y, particularmente, en el entorno ciudadano y en los ámbitos de participación política. En ese orden de ideas, los niños atemorizados resultan muy convenientes para la preservación del estatus. —Se forman individuos sumisos en lo fundamental, a la vez que agresivos en lo superfluo –Afirmaba Julio.
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Frente a la no aceptación, está lo que podemos llamar el dar lugar a los sujetos. Esto es, que se identifiquen al interior del grupo y se sientan reconocidos, no excluidos; parte integrante de la comunidad y, en consecuencia, actores de la existencia colectiva. El dar lugar, desde luego, no equivale a la permisibilidad extrema, ni a la ausencia de criterios diferenciadores al interior de un grupo. La no aceptación tiene repercusiones en la vida adulta, básicamente porque pre condiciona al individuo que busca, a como sea, la aceptación; inhibe, por tanto, la libre manifestación de las ideas. También, y de primera importancia, da lugar a relaciones viciadas de origen entre el sujeto y su entorno. De un sujeto que fue un niño rechazado, temeroso de la desaprobación de sus pares y superiores, es dable esperar conductas distorsionadas en el plano familiar y social. En cuanto al sentimiento de culpa, de la percepción de que se han violado las normas vigentes, pero también de que se pueden violar si se procede de determinada manera, surge el llamado sentimiento de culpa. Peor es que la manera no está determinada en modo alguno, y bien puede saltar a la vuelta de la esquina. Todas estas reflexiones había encontrado Efraín en los manuscritos de Julio y cuando venía al caso buscaba, y encontraba, total coherencia con lo que su amigo el juez abundaba, sin saber que aquel conocía de primera mano su pensamiento. —Muchas veces el cine, que ahora va de mal en peor, es cierto, nos proporciona algún mensaje recuperable –Le decía a Efraín. —Entre que me respeten (lo que puede implicar un grado de miedo prudente) o me teman, prefiero que me teman, le
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dice Sonny, un gánster ortodoxo del Bronx, a Calogero, su joven amigo, en una película que Robert de Niro dedicó a su padre. —Se trata de “A Bronx Tale”, una película de 1993, con guion de Chazz Palminteri (que se llama Calogero Lorenzo) y que también hace el papel de Sonny. —El respeto, sepa Usted, en efecto, se pierde con mayor facilidad que el miedo; en el respeto (particularmente cuando es impuesto) juega un cierto grado de aceptación, en el miedo sólo hay sometimiento. El respeto, además, cuando la coacción y la represión no son su fuente central, tiene que afirmarse cada vez, pero bastará una falla para que se pierda. Quizás no se manifieste en el instante, pero aparecerá en su momento sin remedio. El respeto, por eso, obliga a ambas partes, el miedo sólo a una –Decía Julio. —El sometimiento del miedo, cuando cruza las relaciones sociales, las reacciones de grupos grandes, se viste de razonamiento que justifica la negativa al cambio, el rechazo a los abanderados de la diferencia. Toda proporción guardada, es lo que encontró Grant Matthews, El personaje de la película “State of the Union”, de 1948, interpretado por Spencer Tracy, en sus pretensiones de ganar la presidencia de Estados Unidos. —Ahora bien, como se sabe, “hacer lo correcto”, lo ético aceptado que, por lo mismo, es digno de ser reconocido por la comunidad, ayuda bastante a la tranquilidad de espíritu (aunque nada la garantice). Eso es lo que aconseja el anciano alcohólico al joven repartidor de pizza en otro film: “Do the right thing”, de 1989, escrita, dirigida y protagonizada por Spike Lee.
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—Por lo demás, hacer lo correcto puede estar alejado sin remedio de las reales posibilidades en la lucha por el incierto ascenso social. Efraín se sorprendía del conocimiento cinematográfico de su jefe y se preguntaba a qué horas se habría dado tiempo. —El temor ajeno aleja y evita los problemas del trato engorroso: “es mucho más fácil vivir con niños que os temen que con niños que os aman”, dice Neill. El temor de los alumnos le evita muchas complicaciones al profesor y, de entrada, no tiene necesidad de explorar más vías para su trabajo, ni de resolver inquietudes que no están contempladas en los currículo, ni en sus estrategias didácticas que son el límite y la pauta inamovible de su quehacer. —Lo que es todavía más inquietante –Agrega Julio. —En el hogar, si los mensajes del miedo surten efecto, incluso la vigilancia paterna puede descansar. —Buscan los padres su comodidad, y nada más, cuando hacen creer a sus hijos en fantasmas que se esconden tras las puertas prohibidas o, sencillamente, más allá de donde la mirada alcanza. —De esa manera, contribuyen en medida grande a cancelar el espíritu de aventura, la imaginación que se persigue a sí misma y todo aquello que ha hecho del hombre un explorador constante de lo inacabado. —Y ahí está buena parte de la tragedia: buscará siempre, de cualquier forma, y la búsqueda tendrá el sello de lo prohibido, infundirá temor y será como un salto al vacío cada vez que se quieran atrapar las explicaciones huidizas, las que están más allá del quicio de la puerta vedada. —Investigar será sufrir, cuando se haga en serio.
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—VĂŠalo si no en el terreno social: si la gente es presa de sus propios temores y prefiere dejar hacer y pasar, hay menos trabajo para los vigilantes del estatus. —Eso es precisamente lo que Usted y yo hacemos, amigo EfraĂn.
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Harías lo mismo...
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uchos de los miedos se podrían evitar con el olvido, pero el humano consciente no puede hacerlo: le asaltan los recuerdos, le toman literalmente por el cogote y no lo dejan vivir en paz. Además, y a la postre, eso incrementa los temores, lo cuentan. Eso era lo que le pasaba a Alejandro en sus pláticas con su madrastra. Así, le contó que una noche desventurada, cuyo recuerdo lo llenaba de temor y angustia, otro evento recalaba. Siempre apostó a que nadie sabía y que no sabría nunca. Al menos eso pensaba pese a que no le confortaba del todo. Una noche de embriaguez había dado muerte a otro briago en las inmediaciones de los antros. No lo supo sino cuando, al amanecer, llegó a su casa y vio los residuos de sangre en su ropa. Todo fue un sin sentido. El briago aquel le había tratado de golpear con su cabeza y él, casi de manera mecánica, estrelló en su testa la botella que estaba consumiendo. La sangre había brotado a borbotones y el briago, pese al terrible golpe, seguía agrediéndole. Una vez más le golpeó cuando el enemigo trastabillaba, justo en la base de la nuca y cayó para no levantarse más. En un momento de debilidad había contado esa historia, que apareció en la nota roja (sin 281
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mencionar al asesino) a su madrastra. Fue porque el temor creció en la mañana siguiente y, con mentiras a medias y verdades iguales, le dijo lo que había pasado. Ella nada diría, eso creía, pero no estaba seguro y la sospecha de que en caso de una venganza cambiara de parecer era fuerte. Con ese eran dos los casos revelados y el temor hizo que incluyera una duda. Había sido, dijo después, un pleito grande y hubo otros partícipes, así que no podría confirmar de manera fehaciente que haya sido él y no otro. Pensó que ella se quedó con la sospecha, pero siempre inclinada a la certeza. Eran tiempos en que, pese a los excesos que se incrementaban, su carácter era generalmente tranquilo, pero si el coraje le invadía el desprecio por todo le asaltaba y era capaz de cualquier cosa. Cuando venían a su memoria sucesos tenebrosos de su existencia, los excesos incomprensibles, el reto al destino, del que nunca estuvo convencido pero que respetaba (por eso al pasar frente a una iglesia hacía una reverencia, “no vaya a ser”, se decía) le asaltaba una gran inquietud. Muchas veces se preguntó cómo es que seguía si cualquier explicación razonable (él sabía que las había irracionales) tenía que dejar al margen la casualidad de su vida que continuaba. Se lo contó también al juez, después del juicio y la condena. —Ese sería otro elemento para establecer un motivo. —¿Ella usó lo que sabía? –Inquirió Julio. —Nunca, pero me miraba con una advertencia permanente. —Creo que Usted me quiere hacer pensar de cierto modo, convencerme de que sus motivos eran varios y suficientes, pero las cosas no encajan del todo –Agregó Julio.
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—¿Para qué regresar y dejarse aprehender años después, cuando prácticamente nadie se acordaba del asunto? ¿Qué necesidad? —Regresé porque tenía que hacerlo y me aprehendieron porque alguien me denunció. —Lo pudo evitar, era fácil. Y de su temor porque su madrastra lo denunciara de algo que ni siquiera estuvo consignado en un expediente, simplemente no le creo –Le dijo Julio. —Ni falta que hace. Y en ese momento Alejandro sonríe. * Cuando Alejandro conoció a Eva había sido una felicidad momentánea que siempre se convertía en infelicidad. Un oxímoron que era una constante en su transitar y, de alguna manera, una y otra vez, regresaba. No podía ser de otro modo, el problema de la infelicidad, como contraparte inseparable de la felicidad, no ha sido resuelto por la filosofía. Un polo requiere del otro para entenderse y definirse. Por lo tanto no se concibe la felicidad sin su opuesto y eso sí que es una realidad evidente del todo, según le parecía. En su Moral a Nicómaco, Aristóteles dice que el fin supremo del hombre es la felicidad y ésta consiste en vivir bien que es obrar bien, pero él mismo reconoce que hay una gran diferencia a la hora de definirla, entre el vulgo y los sabios. Filósofos y creyentes concluyen que de lo que se trata es de obrar bien. La cuestión es saber en qué consiste exactamente eso, al menos para tenerlo como referente, pensaba Alejandro.
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* Pasadas las tormentas de la locura juvenil, cuando rayaba en la irresponsabilidad más expresiva en aquello que la gente común tiene como ejemplo del actuar bien, había sido, y de ello se jactaba para sí mismo, nunca para los demás, disciplinado y constante. Pero al rechazar el tren de su existencia “normal”, ninguna consideración le merecía su propia inclinación al orden. Era como si, a pesar de su alineación al estatus, se quedara afuera. De joven, en formación con la aventura más que otra cosa, huyendo de esa normalidad que le asqueaba, estuvo en las filas de la oposición, que lo era aunque ahora se daba cuenta de lo difícil que resultaba su justa ubicación. La emoción le asaltaba al hablar en los mítines o al discutir con los tránsfugas que, entonces, fungían como jueces de lo que no eran, pero él aún no lo sabía. —Cuando me di cuenta nada más me fui y ya no volví, estaba trabajando para que otros se hicieran ricos simulando ser revolucionarios. —Pero quizás esa historia de mi vida no le interese –Le decía a su amigo el juez. —Además, duró poco. —No es eso, pero estamos hablando de los motivos de su crimen –Respondía Julio. —De tantas cosas ¿Cuál fue la causa principal? —Yo esperaba que usted me lo dijera. Ha tratado tantos y tantos casos que debiera saber qué mueve a cada desequilibrado del momento, o de toda la vida. —Usted no es un desequilibrado. Sabe muy bien lo que hace y lo que hizo. Aunque pudo haberlo alegado en el juicio, casos hay en que eso prospera.
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—Puede ser y puede no ser. Lo que confesé hecho está pero no estoy seguro porqué se hizo. Sucedió como cualquier otra cosa. Lo mismo habría ido a acampar al mar y, verá usted, fui. —¿Qué dice? —¿Qué tiene qué ver eso de ir a acampar con la comisión del crimen? —Más de lo que se imagina, si se vive al momento. Y entre tazas de café y cigarrillos, el juez y el asesino confeso seguían aquella charla que a ninguna parte, si se trata de la lógica jurídica, podía conducir. —Además, y ahora que lo pienso, fuera del momento de la espera, en el trayecto al encuentro, el que concentraba la emoción —Retomaba el hilo Alejandro —Ella era insoportable. Imposible aguantar más, y buscaba la forma, inútilmente, de sobrellevar la situación. Pero había sido un error, sin duda, y ya no tenía alternativa. —¿Habla Usted de su amante o de su madrastra? —Quizá de las dos. —Sólo restaba esperar que el tiempo pasara, contando las horas, los minutos, hasta los segundos. Ella comía toda la chatarra que encontraba, haciendo ruidos bucales repugnantes; reía a carcajadas y su voz era metálica, muy fuerte para mi gusto, inapropiada en una dama. Torpe, de entendimiento limitado y cerrada a cualquier apreciación que requiriera un mínimo esfuerzo intelectual. No podía más, era insoportable. —Pero ahí seguía –Le decía el juez. —Alguna razón tendría que haber, aparte del lazo fugaz. —No lo sé, no lo sé, por más que busco, no lo sé.
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—Sí me queda claro, entonces, que no era ella ni la complicidad necesaria para deshacer obstáculos y quedar en libertad. Era otra cosa. En esos momentos era que Alejandro mostraba algún signo de debilidad. Cierto es que se difuminaba con celeridad, pero se percibía. Cuando la reunión era en el juzgado, dirigía entonces la vista hacia los cuadros, reproducciones todos, que colgaban de la pared del despacho del juez. Se hacía el distraído con el pequeño bote que contenía lápices y plumas, las contaba y jugaba mentalmente a acomodarlas de otra manera. Recuperado el aplomo, viraba la cabeza y miraba al juez de frente. —Como ya le he dicho otras veces: fue un pretexto, un simple pretexto para un acto que podría tener otra motivación. Para Usted será la sinrazón pero, si lo piensa bien, si va al fondo de lo que no se ve, entenderá. * En la búsqueda de la explicación que no se puede dar, de la acción que parece vedada al entendimiento, Alejandro recordaba a una prostituta que, en la capital del país, rondaba los rumbos de La Merced y, específicamente, el callejón Manzanares, de infame presencia éste, que se estrellaba en el rostro de una ciudad pretenciosa, cuyos aires de grandeza tienen referente y donde emergen como fantasmas los vestigios de una refulgencia que, opresiva siempre, compartieron los ahí nacidos, antes de que llegaran las huestes de Iberia y acabaran con todo, o casi todo, cual proceden los bárbaros de todas partes y épocas. Recordaba a aquella mujer de rara
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belleza que se perdía en la máscara de su tristeza. Un día se detuvo y habló con ella, o quiso hablar porque la mujer no atinaba a ligar ideas y sus palabras se mezclaban sin ton ni son al compás de una media sonrisa atribulada. ¿De quién era la culpa? —Se cuestionaba una y otra vez sin atinar a fijar la responsabilidad colectiva, de la que era parte. ¿Y qué sería lo mejor para ella o lo menos trágico? La muerte, se respondía. La muerte porque de esa manera se salva de seguir un destino todavía peor a lo que estaba viviendo y, además, se evitaba así que arrastrara a otros a su ruta, la del pesar irrebatible, de la pena que no admite correctivos, de la vida triste que no es posible ignorar. Pero ¿De ahí a su madrastra? El correlato parecía no tener sentido. La derivación no era justa. —¿Qué le pasó, a fin de cuentas, a la prostituta del Callejón Manzanares? –Preguntó Julio, con un dejo de temor. —No lo sé bien. Creo que murió –Respondió Alejandro. —¿Sería ese uno de los casos que no lo trajeron aquí? —Preguntó Julio. —¿Y no cree Usted que, con su muerte, ella saldría ganando? –Le respondía Alejandro y sonreía nuevamente. Y del caso que lo tenía al borde de la ejecución, el voluminoso expediente y las crónicas establecían que, finalmente, aquel individuo no soportó más a la que era su benefactora, lo que hacía aún más terrible su crimen, y la mató. Pero el juez no estaba convencido. Saber la causa, o si realmente la hubo, era lo que quería. El crimen consumado estaba y todo apuntaba a la culpabilidad de Alejandro, sin duda, eso había concluido el jurado y el ahora sentenciado había admitido toda la culpa. Su confesión, con lujo de detalles, era más
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que suficiente para condenarlo. Pero sólo eso: su confesión. —No se da cuenta, le decía el secretario, es un asesino. Peor aún, es un monstruo que debe ser excluido de la sociedad. —Su víctima le recibió, lo adoptó, lo salvó de la calle, del vicio; le dio abrigo cuando deambulaba sin rumbo y él, en cambio, la mató, empujado por quién sabe qué emociones desviadas, por la concesión a sus debilidades ¿A qué esperar? En los interrogatorios le preguntaron una y otra vez: —¿Por qué lo hiciste? Una mirada vaga recorría siempre el pequeño salón. Se tomaba su tiempo y respondía: —No lo sé –Dijo —O sí. No sé. —Estaba cansado. Harto. —Ya hagan lo que tiene que hacer y déjenme en paz. * Vendría luego el juicio, que más bien fue una función de teatro, pleno de los despropósitos que suelen darse por estos lares, arrinconados en la figuración del progreso. Y ese juicio era, según los promotores de aquella reforma legal a contracorriente del pensamiento civilizado, progreso legal, sin más. Desde luego, el fallo era conocido desde antes de que juicio hubiera, así como se saben tantas cosas donde la razón no es lo que mueve las acciones de una oficialidad reñida con la cordura. Pero, es justo aclararlo, lo que del caso se sabía parecía sustentar la condena más radical. Como fuera, en el fondo el juez Julio seguía teniendo una clara resistencia a
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ratificar el fallo de aquel jurado, el mismo fallo de la llamada opinión pública, de los medios y la radio bemba, como dicen los cubanos. —No hay remedio, pero me asalta la idea de que será como condenarme yo –Pensaba el juez, pero no lo dijo. —El asesino confeso ¿Había hecho cosas buenas? –Se preguntaba Julio. —Desde luego –Se respondía. —Todos, en algún momento, hacemos cosas buenas —¿Y cuáles son? —Las que corresponden al valor entendido que está sobre todos y que se tiene que observar. Cuando se muere, entonces, no faltará quien recuerde las cosas buenas que, es lo más probable, alguna vez se hicieron. Habrá reconocimientos y hasta los enemigos y los mediocres estarán de acuerdo en que, sí, el ausente o la ausente había sido una persona digna de ser tomada en cuenta. Eso pensaba el juez al pasar las páginas del expediente que, así las cosas, no recibía atención suficiente pero eso no era un problema, lo conocía muy bien, sino que la hora de dar por finiquitado aquel penoso asunto ya no admitía dilación. Se acordó de su propósito de escribir sus memorias. Y vaya que tenía material suficiente. Las miasmas en que se había desenvuelto a lo largo de cuarenta años daban para muchas historias a cual más de dramáticas. Qué no podría contar de lo que había visto. Puesto en esa idea, hacía tiempo se dio a la tarea de pergeñar recuerdos, anécdotas, casos ciertos y derivaciones que se pudieron dar. “En todo juicio es más lo que no se dice que lo que se sabe”, anotó en lo que sería la primera página y “así es como todo empieza y termina”, que estaría al final. En una vieja agenda rotuló los
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nuevos números de los días y los iba marcando a medida que pasaban luego de haber escrito por unos minutos y luego lo dejaba por semanas y hasta meses. Tenía unos días que había retomado esa labor, que seguía siendo una idea, y solamente idea, de escribir sobre aquellos casos que, todavía, le inquietaban y movían su imaginación a sabiendas de que los casos mismos la rebasaban. Uno, que le hacía recordar el de su amigo, el condenado ¿No sería exagerado nombrarlo así? El de un colega, jurista, se le podría decir, porque no a todos, que igual una noche se distanció para siempre de la cordura y mató sin un grito a sus hermanas, que habitaban una de aquellas casonas viejas de la ciudad que, ridículamente, cierto instituto quería preservar por quién sabe qué de contenido histórico. El abogado aquel, visto en la normalidad de la calle, en el saludo de la plazuela, era la antítesis social del energúmeno y, sin embargo, un asesino impío. Cuando habló con él, éste le espetó: “Habrías hecho lo mismo”. —¿Por qué? –Desde luego que no. —Por supuesto. Es más, todos, cualquiera, habrían hecho lo mismo. —¿Matar así nada más? ¿Casi sin saber, o sin saber? —Siempre se sabe. —O lo crees. Le asustaba, a veces un poco y otras más, pero siempre le intimidaba hablar y mirarle a los ojos, que refulgían como llamas que salen del carbón cuando recién prende. En definitiva, estaba fuera de juicio pero ¿Qué hacer? —“Habrías hecho lo mismo”, retumbaba en su cabeza. —¿Y lo habría hecho?
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Al punto de la madrugada, cuando las luces de tantos controles se difuminan, el signo del sueño que llega, finalmente asentía: Sin duda habría hecho lo mismo. Es más: lo haría. En sus manos tenía todas las artimañas, las formas de superar el miedo, los pasos a seguir para que tu huella no quede. “Se puede”, concluía. Y el temor, expresado en un temblor de sus manos, le asaltaba pero, al mismo tiempo, una emoción hasta entonces desconocida. “Se puede”, retumbaba en su cabeza. De aquellos asesinos sin sentido no hallaba cuál escoger para emular, la idea únicamente, porque la razón sería distinta ¿O no? ¿Sería en realidad lo mismo? ¿La sinrazón y la estupidez de la existencia? En el fondo, se sentía naturalmente distanciado de ellos aunque admitía que algo, muy a su pesar, le jalaba hacia la banca donde se cruzaban murmullos al caer la tarde en el penal.
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Contigo no se puede...
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a verdadera soledad no tiene qué ver con la ausencia de compañía sino con la incapacidad de convivencia, para compartir, escuchar y responder atendiendo la razón ajena. Puede ser que el alejamiento se nutra del rechazo a lo común y superficial, a lo que parece torpe y tonto, liviano y vulgar, pero el caso es que la soledad se convierte en una pena grande y, lo que es peor, insalvable, porque el mundo seguirá ahí, del mismo modo. Los de enfrente nunca lo entenderán y seguirás solo, sin sombra de duda, rodeado, literalmente rodeado, de figuraciones. El hombre solitario sufrirá más y no hay duda de que es por su propia voluntad, pero no tiene alternativa. No sabe vivir de otra manera. Sus pensamientos siempre serán extraños al resto de la gente y de ahí su descalificación e incomprensión. La tristeza es el rasgo común del solitario, que sueña despierto y rara vez ríe. Cuando lo puede hacer se hermana un poco con el común de la gente y soporta el siseo de lo intrascendente. Pero el solitario es repelente al conjunto, no se le quiere de verdad porque se intuye ajeno y suele pensarse en que se coloca por encima de los demás, superior. No es así, en realidad el solitario no quiere más que no molestar, no incomodar, dejar 293
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hacer y pasar con la esperanza de que a él se lo permitan. A fin de cuentas, el solitario inspira lástima. Quien se aleja sin remedio cree haber encontrado la fórmula para distinguir claramente la razón de la sinrazón, y ésta es la que se expresa en la tontería circundante. Que no aterrizas, le dirán algunos prófugos de la dimensión justa (eso es lo que él cree sin sombra de duda). Eso no tiene qué ver con que lo que se diga sea brillante o encomiable, sino que el contexto humano se verá reflejado y enfrente estarán destinatarios impensados de lo que no se quiere decir pero se dice. Habrá enojos y reclamos, rechazos y gestos; primero ocultos, pues la razón pesa y cuesta trabajo enfrentarla, pero después, esculcadas las frases en momentos de enojo trivial, se volverán contra ti, sin remedio. Enfrentarse al común, desde la distancia que el pensador se impone, viene a ser una verdadera hazaña, y cansa. Por eso es que se espera que los días pasen, uno por uno, hasta perder la cuenta, una eternidad, para salir corriendo, con prisa grande, a dónde sea. Julio numeraba los días en una agenda que no se usaba para lo que se supone es, del uno al cincuenta. ¿Por qué cincuenta? ¿Por qué no cien o doscientos? —No lo sé –Se decía, y en el fondo me da exactamente igual. Pero si hubiera dicho cien, doscientos o trescientos, lo mismo seguiría la norma, angustiado. Nunca llegaba a completar su meta, es decir, simplemente llegar al número fijado porque en realidad no había meta. Los signos del fracaso son preludio de lo que luego llega, o parece llegar. Es decir, con frecuencia no se fracasa, sino que se siente que se fracasa, que no es lo mismo pero es
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igual. Sucede que los signos los inventa uno mismo y los coloca sin falta en el entramado de un día cualquiera. Lo más lamentable es que el fracaso es perfectamente evitable, al menos en la lógica del éxito mundano. Pero éste requiere de la cancelación del espíritu. Así que el fracaso es inevitable. Cuando Efraín leía esas y otras reflexiones en los papeles de Julio que éste creía a buen resguardo en su escritorio, no podía menos que sorprenderse. —Si pudiera, lo habría dicho igual, como en realidad lo pienso. * Efraín, jalonado por la emulación a su jefe, también solía escuchar a Mozart, la número once, en La mayor, casi un cuarto de hora. Era para él momento de contar, entonces, que la ausencia se repite, se duplica a sí misma y se mete por los rincones de cualquier parte, lo que quiere decir que no se puede estar en parte alguna donde no la encuentres. Tiene la once tres movimientos: el andante gracioso, un minueto y termina con un allegretto que se toca en La menor y mayor. —Algún día la tocaré –Pensó. Pero no lo haría porque ni siquiera había empezado a estudiar piano, como se lo había propuesto muchas veces, lo que sí inició, al menos, el juez Julio. —Todo mundo tiene sus talentos –Decía Efraín. —Pero tener muchos puede ser una desgracia. Si es uno solo, lo puedes cultivar y, si tienes la disciplina suficiente, la entereza, quizás llegues a lo excelso. Mi problema es que
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aún no encuentro el mío, el principal, el que me puede elevar aunque sea un poco… En tanto, Efraín cree escuchar, con aquel fondo de privilegio, su propio llanto lastimoso, el que se oculta de sí pero que, es una paradoja, termina por ser tan ostensible que incluso se adivina. Se había separado de Ofelia esa tarde y su condición le decía que, aunque volviera, como siempre sucedía, cada vez sería más complicado recomponer las formas. Estaba muy triste y sentía el imperativo de buscarla. Pero de algo estaba seguro: al menos esa noche no lo haría, no cumpliría con ese raro designio de la compañía obligada. Miraba intermitentemente el reloj, el teléfono, saltando a cada destello, esperando la señal de que, por fin, se comunicara, dijera algo. Sin embargo, si alguno de esos aparatos daba una señal, de inmediato la interrumpía o lo apagaba. Como ya la vida no tenía muchas bifurcaciones, o no había mayor ánimo para buscarlas, Ofelia se reunía por las tardes con amigos en algún café, para hablar de lo que fuera. Ese era, en realidad, su mundo, en el que Efraín no cabía. Se le aceptaba, a secas, pero siempre se le veía como extraño. Desde que la conoció, le fue muy claro que la habían engañado y los había engañado, pero la peor parte siempre le tocó. Creyendo que tenía el control no percibía la falsedad, quizás porque no quería, simplemente, y en el fondo la compartía. Primero, cierto, le exhibían, y más si su pertenencia circunstancial acarreaba fama al de turno. Pasó la niñez entre estrecheces y penurias. El padre ganaba bien con la venta de comestibles, pero cada noche dilapidaba las ganancias en alcohol y mujeres.
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—Es muy buena gente Don Rafa (el padre de Ofelia) –Decían los vagos del pueblo. En casa, Rafa nunca tenía gestos agradables para su prole y todos trabajaban en la familiar empresa que, a la hora de las ganancias, perdía por completo su generalidad. Por eso, los hermanos más grandes comenzaron a planear la retirada. Y pronto lo hicieron, de todo, de modo que las hermanas menores quedaron al garete. Cuando Ofelia conoció a Efraín, éste ya estaba comprometido con otra realidad y los límites eran evidentes. Lo peor es que no se trataba de compromisos familiares, sino de una incapacidad para vivir con quien fuera de manera estable y permanente. Su matrimonio era con la soledad. —Contigo no se puede –Le decía Ofelia. Es andar ocultos. Yo necesito andar a los cuatro vientos, a la vista de todos. Y entonces se alejaba por días y semanas. Después le pesaba y buscaba la manera de regresar, lo que le era muy difícil, aunque habría bastado una simple llamada, una señal o un grito desde la acera de enfrente y volvería sin remedio. Era como un destino. En realidad esa búsqueda de la independencia magnificada era una auto justificación, una desviación del sentido de realidad, pues independiente era y al extremo. Quizás otra búsqueda: la de la infancia que pasó sin verla y, también, del estatus pequeño burgués que se condenaba en lo ajeno y se perseguía en lo propio. El sueño se ensanchaba con un estribillo de Chabuca Granda. Porque a los cuatro vientos lo que había era una farsa vulgar, tolerada y acicateada por el mundillo irreverente, que requería la especie para bordar el tedio de las mañanas
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interminables en cafés bien vestidos pero de mala muerte. Era el cruce de las miradas, en la confusión del orgullo que no se sabe a sí mismo pero que se esgrime en la sonrisa aquella, quién sabe cómo, que se queda pegada a la pared de la indiferencia un segundo después. Pero tenía razón, y derecho, solo que el hastío de la vida ya no daba para más y Efraín no hizo mayor intento de transitar a otras rutas de incertidumbre. * Narcisista al fin, Ofelia se miraba donde podía y posaba para sí, volteando de reojo a la vista transeúnte. Andar “a los cuatro vientos”, entonces, era una alegoría tenebrosa de la vaciedad. Pero era urgente y necesario. Toda su vida no tenía otro sentido que la búsqueda del regateado reconocimiento. Y, cuando menos, una mirada de respeto. Quizás lo más importante. Efraín le recordaba el dilema del mafioso aquel: “¿Qué es preferible? ¿Qué te respeten o que te teman? —La moral dice que lo primero. La vida, lo segundo. —Siempre tienes una explicación que no quiero escuchar –decía ella. —Las explicaciones se quedan, de todos modos, aunque no se digan, a condición de que se entiendan. Si las digo, son retóricas, solamente. —Pero ya no hay lugar para el diálogo, ya no se escucha. —Todo mundo requiere del reconocimiento y a los cuatro vientos.
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Como fuera, cada vez que se encontraba a alguien con expectativas de más, terminaba expulsándolo de su vida. —Mejor es que te vayas, le decía. Pero pasaba un tiempo y vuelta a empezar. Una de esas veces no lo pensó más, en absoluto, ni siquiera lo imaginó como en otras situaciones le sucedía. Simplemente subió al auto y empezó a llorar. —No sé qué hacer. Nadie me quiere –dijo, volteando la cara. —¿Qué es lo que importa? ¿Lo interno o lo externo? —Si te fijas: nada. No importa, ni una cosa ni la otra. La vida no es así. Lo que sucede es que cada quien la pinta de los colores que mejor le acomodan. Se cree lo que cada quien necesita para tener la razón. Y como se cree, se convierte en divisa de la existencia. La verdad es que a los cuatro vientos nada hay, porque lo que se cree que hay está permeado de la farsa, no refleja la realidad, sino el prejuicio. —¿Así será? —Si, como ha sido siempre. Como siempre será. Siguieron, un tiempo, compartiendo la certeza del mal que se imagina, pero llegó el momento en que Efraín decidió poner distancia y simplemente se alejó. Tenía sentimientos encontrados y hubo intentos de regresar, pero ninguno tomaría la iniciativa. —Yo no fui a buscarla –Le contaba a Julio. —Lo que pasó es que subió angustiada a mi carro y me espetó lo azaroso de mi presencia y no tuve más remedio que tomar su mano. Así empezó todo. Lo mismo se repetiría después en decenas de ocasiones.
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—Pero mucho antes había dado vueltas por mis espacios, con proyectos, tú sabes, ideas locas y sueltas, ocurrencias del ánimo que sirven para retomar fuerzas y caminar como si se supiera a dónde se va, pero no se sabe. No se sabe. —Luego de los encuentros no buscados, iba por mí a donde estuviera. Eso decía, que “por mí”, aunque en realidad simplemente iba, como igual, creo, habría ido a otro lugar, pero llegaba y comía alguna torta, una gorda, lo que fuera que vendían por ahí. Duraba unos días. Algunas dos o tres semanas, cuando más, y luego todo explotaba y el círculo vicioso regresaba. —Pero esta vez no iré –Repitió. No fue y años después, una tarde de embriaguez verbenera, la vio recargada en una pared, por el rumbo del mercadito Buelna. Se acordó del tango aquel. No es justo. —¿Te acuerdas? –Le dijo ella cuando lo vio. —Que nos lleve el tren, dijiste. —Sí, ya fui. Y todavía no regreso. —Me quedé de viaje y no he vuelto. —¿No te das cuenta? —¿Quién eres?
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Por la vía germánico
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stando en Roma, el juez Julio había encontrada a aquel joven, Giuseppe, le dijo que se llamaba, o éste lo había encontrado a él. —Busco el Vatican Garden –le dijo. El joven, que extrañamente parecía no fijar la vista en parte alguna, sin verlo contestó: “Por la Vía Germánico, creo”. Se quitó los audífonos y de un golpe recorrió al inquirente. —Lo llevo, voy por el rumbo. Y echó a andar seguro de que le seguiría. —Está Usted algo lejos, a la vuelta de esa esquina está la fuente de Trevi. Pero lo llevaré, no importa, tengo tiempo. El juez que venía de lejos le siguió a un paso y desde ahí trató de entablar conversación. —Acabo de regresar de Pompeya, le dijo. —A Pompeya hay que ir en autobús, de ventanas grandes. —¿Se fijó que en el camino hay nopales? —El mundo es pequeño. —Imagínese cómo sería Roma antes de ser reducida a lo que ahora es (y que sigue siendo mucho, muchísimo) si una ciudad de segunda en aquel entonces es de esa magnitud –Agregó Julio. 301
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El joven ya no respondió, apresuró el paso y luego de cruzar el Tíber por el puente de San Ángelo, que como Ponte Elio fue construido en el año 134, en tiempos del emperador Adriano, que se camina a lo largo de 135 metros y tiene cinco arcos, cruzaron por la Plaza Adriana, siguieron por Virgilio, Ovidio y a la Germánico, rumbo a Octaviano. Se detuvo en una esquina para indicarle: —Camine hacia allá y verá el letrero del hotel que busca. —Que le vaya bien –le dijo y se dio media vuelta. Así lo hizo. Se cruzó con transeúntes que, Julio creyó, hurgaban su imagen. Se puso algo nervioso y aceleró su andar. Antes de entrar y subir una breve escalinata, volteó hacia la esquina y creyó ver de nuevo a su guía ocasional que parecía esperar que se introdujera al hotel. Nada más entrar a su habitación, destapó una botella de tinto, que le resultó algo agrio, encendió el televisor y se recostó en el estrecho camastro. Había salido de manera intempestiva en respuesta al llamado cuyo acatamiento era ineludible. —Algún día tenía que pasar, esa gente no da nada gratis. Tomó el avión de la primera hora y esperó hasta la tarde en la capital para abordar el segundo hasta las Europas, otra escala en Madrid y de ahí a Fiumicino. Al caer la tarde se fue a caminar sin rumbo y al regreso fue que encontró a aquel guía. Al día siguiente, pasado el mediodía, el juez se encaminó al encuentro con su amigo Guido. En realidad no estaba seguro que fuera su amigo, pero era un valor entendido. Socio, quizás, o cómplice. Lo había conocido a través de un empresario de su tierra cuyos negocios eran varios y por igual oscuros, aunque la fachada parecía bien vestida. Guido resultó amigo de un alto empleado de la embajada italiana,
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que tenía a su vez muchos amigos en esferas del gobierno mexicano. Por esos tiempos se nombrarían jueces al crecer los asuntos del ramo y fue cuando Julio resultó designado. En realidad no supo bien a bien cómo se había gestado esa designación. El presidente de la Corte local le había llamado para preguntarle si estaba interesado en ocupar una plaza vacante y él dijo que sí. Le pidió que enviara un curriculum para el “concurso de oposición” convocado por el Supremo Tribunal Estatal que, en última instancia, se reservaba la decisión discrecional de designar, y fue todo. A los días recibió el nombramiento. Después Guido lo invitó a un café y sacó a colación la llamada del magistrado. * La selección y nombramiento de jueces y fiscales de todos los niveles, generalmente se hace mediante concurso público de méritos y evaluación personal. Pero el perfil de quienes pueden ser jueces es prácticamente imposible de alcanzar a plenitud (“me temo que ni de cerca”, pensaba Julio). Casi en todas partes: tener una trayectoria intachable de vida personal y profesional, formación jurídica que incluya la capacidad de interpretación creativa de la norma y razonamiento jurídico, de mantener independencia en el ejercicio de la función, conocimiento crítico del sistema de justicia, de la realidad nacional y prácticas culturales del lugar donde desempeñará su función, de la organización y gestión del despacho judicial o fiscal y capacidad de liderazgo. —Habrase visto.
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—¿Y dónde, por ventura, hay jueces, con todos esos créditos? —Qué digo. No sólo jueces, sino seres humanos con tan altísimas credenciales. Pensaba, además, que nada más pasar a formar parte del sistema, ahora como juez, se integraba a una especie de conspiración, de una tenebrosa sociedad en la que debería observar ciertas normas que no quería imaginar puntualmente, aunque casi todas las conocía en el litigio; un lugar en el que tendría que marginar por completo sus afanes justicieros y, paradójicamente, impartir “justicia”. Eso le inquietaba bastante, más aún, le molestaba en grado sumo y en lo sucesivo tendría arranques de rechazo a lo que hacía, que en eso se quedaban, y así seguiría hasta sus días postreros. —Es cosa de dotarse de una buena proporción de cinismo y bueno fuera que se tratara del filosófico y no el de la calle. Fue Antístenes, uno de los llamados “socráticos menores”, quien recuperó las capacidades morales, y prácticas, de la filosofía socrática: la de la bastarse a sí mismo, el autodominio, la fortaleza de ánimo y la resistencia al cansancio. Para el fundador del cinismo como corriente filosófica sólo existen los juicios tautológicos, definir lo idéntico por lo idéntico, pero es la capacidad de bastarse a sí mismo, de no depender de los demás y no tener necesidades, cuestión que ya había sido planteada por Sócrates, la que, llevada al extremo, derivó en la autarquía como finalidad. —Me gusta de Antístenes su combate a las ilusiones sociales, creadas artificialmente, que llevan a la esclavitud y dejan sin libertad al hombre; el irrespeto que el sabio debe
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tener a las leyes mundanas y su idea de que carecer de fama y gloria es un bien –Solía decir Julio. Diógenes, que fue el principal discípulo de Antístenes, decía que la felicidad radica en despreciar las riquezas y las posesiones materiales. Quien tiene menos necesidades es más libre, aseguraba, y destacaba los males de la civilización en oposición a la naturaleza. Aquellos cínicos, además, eran lo que hoy diríamos excéntricos y eso, sin duda, podría ser suficiente para tenerles simpatía. Los seguidores de Antístenes se reunían en el gimnasio de Cinosarges, que significa “perro ágil”, y de ahí derivó el nombre de “cinismo” para esa corriente filosófica que no tiene mucho en común con lo que ahora se llama con ese nombre. Si acaso el saber un tanto insolente que se propone y una conducta que privilegia la utilidad práctica que, en su distorsión, llevaron al cinismo vulgar de hoy. Julio solía hablar de los cínicos de una y otra etiqueta y tales disertaciones, aunque causaban cierta admiración, no dejaban contentos a varios de sus correligionarios con quienes se reunía cuando menos una vez a la semana. Les costaba trabajo entenderlas a causa de su pereza mental, les parecían ociosas y lo más importante para ellos: sospechaban que se trataba de señalamientos ni tan encubiertos. Eran los colegas de Julio de esos críticos que, fuera del poder, relegados por la alta burocracia, además de un tanto indispuestos para una búsqueda franca y decidida de eso que llaman éxito, encaminaban duras críticas al sistema, mismas que, desde luego, quedaban en el reducido círculo, a salvo de una propagación riesgosa. Pero al menos dos de ellos le habían recriminado con energía su inclusión en aquel sistema que también
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criticaba con acritud y puntualidad. Julio sabía que tenían razón, así fuera en los límites del discurso que se comparte, de modo que comenzó a evitar esas compañías hasta que, en definitiva, se alejó. —Y eso de cumplir con esos requisitos supra humanos, de plano, la simulación –Comentaba Julio a su secretario meneando la cabeza. —Todavía más, según los ordenamientos en curso, el procedimiento de selección y nombramiento “se desarrolla conforme a los principios de legalidad, veracidad, economía procesal, transparencia, acceso a la información, publicidad e igualdad” ¡Por favor! No hacía mucho, a los mandones de la judicatura se les ocurrió contratar a un motivador para que orientara a los jueces en su desempeño. Era una de tantas iniciativas insustanciales de burócratas, que no tienen más negocio que aparentar que desquitan lo que se llevan, y lo mismo podían organizar un curso de esto y aquello que un baile de disfraces, “para robustecer los lazos del personal” dirían. El motivador llegó, como acostumbran tales exponentes, con aires de gran sabiduría, sentó a jueces y secretarios haciendo un rectángulo de unos seis metros por cuatro y se paseaba por el centro arengando a la obligada concurrencia, luego de haberles dado una infumable cátedra sobre la responsabilidad en la impartición de justicia y cómo ser buenas gentes. ¡¿Qué somos?! —Preguntaba a gritos y ellos debían gritar: ¡Guardianes de la justicia! —¿Qué? –Preguntaba de nuevo aquel merolico. —¡No se oye!
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—¡Guardianes de la justicia! — ¡No se oye, más fuerte! —¡Guardianes de la justicia! — ¡Más fuerte! Cuando lo recordaba, la pena no se iba del rostro de Julio. —Hay qué ver a donde hemos venido a dar –Decía. Pero ya sabía cómo llegar a la Vía Germánico, por si se perdía otra vez.
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Guido se tiene que ir
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o me lo agradezca, le había dicho Guido (“pero no se le olvide”, dejó claro en el gesto) al que no había visto sino casi de paso, pero con quien ahora compartía un secreto que, por cierto, desconocía en sus términos precisos, tan secreto que ni él mismo lo sabía a ciencia cierta, aunque imaginaba varias cosas. Pasaron años antes de que, una tarde, la llamada aquella le hizo recordar y “sí, cómo no, iré, no faltaba más”. Con dificultad recordaba el rostro del italiano pero, ajeno como siempre a las derivaciones emotivas, simplemente se puso de acuerdo y se dispuso a viajar. En realidad era el viaje lo que le motivaba, simplemente, y la curiosidad por lo imprevisto. —¿Qué se va de viaje a las Europas? –Le preguntó Efraín. —Así es, y de eso no hay porqué hacer formalidad alguna. Hace años que no tomo vacaciones, ni descanso. Pero lo cierto es que Julio había viajado bastante, aunque casi siempre con celeridad y por poco tiempo eran sus estancias y de Europa conocía más de lo que se creía. Había caminado por las calles de París, de Berlín, Florencia, Nápoles, Londres y, la que más le gustaba, Roma. Y siempre lo 309
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hizo casi en secreto, procurando que nadie se enterara. Si se descubría el periplo, simplemente lo negaba. —Por supuesto, está en todo su derecho y, por mi parte, nada tengo que comentar, ni responder si me preguntan, pues es así como Usted lo prefiere ¿O No? —Empiezo a sospechar que Usted quiere que yo le diga a qué voy y porqué y nada de eso es de su interés. —Disculpe, en realidad no era esa mi intención –Dijo con cierta sorna Efraín. Cuando Julio hizo el compromiso no lo pensó mucho, lo que le solía suceder y, al paso de los días, al acercarse el encuentro programado, con quien fuera, una zozobra que iba en ascenso le asaltaba. Esperaba que, al llegar, ese terrible desasosiego le dejara en paz. Imaginaba, entonces, salidas de todo tipo. Pero fue, desde luego, igual que cuando atendía aquellas tertulias que, en el fondo, repelía. Ya en Roma, al acercarse al lugar de la cita, pensaba: —¿Qué si me regreso y no llego? —Cualquiera lo hace y la mayoría ni siquiera lo explica. Pero no, casi mecánicamente se dirigió al lugar exacto del encuentro y ahí estaba Guido, con los brazos abiertos y una sonrisa enorme. —¿Qué? ¿Se perdió? –Le dijo Guido de primas a primeras. —Tuve que mandar a alguien para que lo orientara, le dijo. —Entonces, el joven Giuseppe no fue casualidad –Pensó Julio. Ya me lo imaginaba ¿Cómo es que apareces en el momento justo para lo que se requiere en el instante? —Venga, vamos por un buen ossobuco y luego, si nos queda apetito, un stracotto al barolo.
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Julio le acompaña, pero lo hace como aquel que tiene que hacer algo por algún tipo de mandato, incluso personal. Pasa frente a las fachadas de la ciudad museo pero, igual, no hay ni un gesto de asombro, o de gusto. Pasa, simplemente, y medio escucha las explicaciones de su acompañante, ciertamente ducho en la historia de su pueblo. Quizá después, semanas o meses, disfrutará en el recuerdo la vista de esas calles. Para entender por qué se da ese encuentro es preciso regresar a las razones por las cuales un abogado cualquiera un buen día se convierte en juez. Quid pro quo y ahora le toca al juez. La cuestión resulta muy incómoda para Julio porque, en verdad, él nunca buscó el puesto ni a quien le ayudara para tenerlo. Se vio envuelto en uno de esos arreglos de cantina que se hacen con entusiasmo pero que pocas veces se concretan. No hay negociantes y gestores más emotivos y dispuestos, mientras dure la parranda, que los borrachos. En ocasiones, sin embargo, se concretan planes fraguados en la turbiedad de la embriaguez. Este fue uno de esos casos. Acude, pues, el juez a su encuentro con aquel personaje del que muy poco o nada conoce y no tiene idea de qué es lo que le pedirá. Intuye que algo le va a pedir y que, de algún modo, él está obligado a la ayuda o participación y eso le emociona levemente. Por fin, luego de las múltiples vueltas de la plática, los rodeos y gestos de inteligencia que suelen darse en tales trotes, Julio es enterado del asunto que lo requiere. El caso es que Guido tiene que desaparecer, con todas sus letras, dejar lugar, cara y recuerdos que puedan ubicar un destino, así fuera circunstancial. Eso es más fácil
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en la Europa del Este, pero el cambio que se considera más seguro, y anónimo, se procesa en otro lugar, en el país donde vive el juez, para más señas. El reto principal será mantener el anonimato pues el protagonismo es una tara que muy pocos pueden superar, pero en aquella tierra, que hacía veinte años no visitaba, casi todo el mundo se hace de la vista gorda. Sería factible. —¿No hay otra salida? –Quiso indagar Julio, pues aquello le parecía extremo. Guido sonrió y después de un silencio accedió a contarle lo que se había intentado antes que, en realidad, le daba algo de pena. Resulta que antes de optar por esa salida, habían buscado un doble que luego entregarían para que fuera abatido y, ya muerto, Guido podría vivir su nueva vida. Eso fue lo primero que hicieron y lo encontraron. Era casi idéntico. —Si buscas lo suficiente, lo encontrarás –Le había dicho su consejero a Guido, que tenía serias dudas. Luego de que el doble se hizo ver de acuerdo a lo planeado, prepararon entonces las cosas para que fuera detenido por la policía y no faltó a quien se le hiciera extraño capturar al mafioso, que eso era Guido, de manera tan sencilla. Allá y acá la “investigación policiaca” es un cuento. El doble, que a duras penas se aprendió gestos y señales de Guido, ingresó al penal. La prensa hizo su consabido escándalo con la aprehensión del capo que no era, pero que oficialmente sí era. El plan siguió adelante, todo estaba preparado y el falso Guido fue asesinado en una riña de esas que, se supone, son cosas del penal y de los presos. El ingreso a la cárcel era parte del trato. Unos días antes se habían puesto de acuerdo y el
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doble estaba satisfecho pues, a su salida, lo que le habían asegurado, tendría dinero y protección. Le mostraron a quiénes iba a encontrar en la cárcel, cuáles serían sus amigos y cuáles sus enemigos, de quién cuidarse y a quién seguir. Del penal saldría pronto, uno o dos años, eso también estaba ya arreglado. Y después, a gozar de la vida con el dinero que iba a recibir. La mitad ya estaba depositada a su nombre verdadero. En la cárcel, hasta que saliera, sería Don Guido. Eso le habían dicho y el doble estaba contento con tal arreglo. Pero nunca saldría vivo y esa era la parte del plan que, desde luego, nadie le diría. —Es un honor –le decía el doble, de nombre Andrés. —Ser como Usted, ser Usted, hacer lo que Usted hace, porque ¿Habrá unos días antes? —Para que yo pueda disfrutar… —Los habrá, pero no harás las cosas que yo hago. —Esas las seguiré haciendo yo —Le contestaba Guido. —Uno no se levanta de mañana y dice frente al espejo: ahora voy a ser muy malo, haré atrocidades, porque así soy ¿Entiendes? —Uno no se hace de la noche a la mañana y, si no eres, entonces mejor no intentarlo. Te puede traicionar el miedo, o la compasión, que puede ser peor. —Tú eres una buena persona. Así sigue. —Desde luego, lo entiendo perfectamente –Asentía el rufián menor, cuyo mayor logro hasta ese momento era parecerse de tal manera al capo. A los días de entrar al penal, sin embargo, el doble comenzó a sospechar y llegó un punto en que se dio cuenta de que las cosas no serían de la manera convenida. Su mirada se tornó huidiza y hasta los asesinos dudaban de
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su verdadera identidad. Ellos querían matar a Guido ¿Era este? Les llamaba la atención la forma en que desatendían su seguridad. Iba solo a la ducha, paseaba sin precaución por el patio. Era raro. Alguien que pusiera la suficiente atención, sin duda, lo notaría al final. Pero eso fue poco, en realidad. La noche anterior a su ejecución, la que ya presentía sin sombra de duda, Andrés dejó una misiva donde contaba al detalle su arreglo con Guido y sus secuaces, de modo que, una vez muerto, revivió a Guido. Entregó la carta a uno de los guardias con el que había entablado cierta amistad. —Si algo me pasa (que me va a pasar) le das esto al abogado que me viene a ver. Sólo a él. —Te dará una recompensa. * Cuando el falso Guido, ya muerto, denunció al Guido verdadero, las autoridades, tan inútiles como en todas partes, no contaron la historia como era y se adjudicaron un triunfo inexistente pero al que se dio gran vuelo mediático y, de esa manera, lo falso se convirtió en verdad, la misma historia de siempre. Ese desenlace incomodaba al capo. Había investigado a su doble y una falla de ese tamaño no fue considerada. Por la sospecha de un error así es que habían descartado previamente a otros candidatos. La selección fue en extremo cuidadosa. Tenía que ser a su gusto, inteligente y duro. Hasta que creyó encontrar esas características fue que se decidió por esa salida, pero el asunto se complicó porque, en las
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terribles crudas de la coca y el ron, el capo perdía el sentido y se levantaba de pronto preguntando: ¿Quién soy? Marco, su ayudante, contaba que hubo noches en que salió a hurtadillas de la casa, tomó el volante del Mercedes y condujo sin rumbo durante horas. No era cuento. Un día en que nadie lo encontraba habló por teléfono de una ciudad a un día de distancia. Nadie se explicaba cómo había llegado hasta allá, pero después se supo que un compañero de borrachera, piloto fumigador, lo había llevado cruzando los aires durante toda la noche y lo dejó dormido en un camino cercano al aeropuerto. Guido era desde luego peligroso, de carácter impredecible, y ninguno de sus allegados se animaba a decirle que parara, que pusiera remedio. El asunto del doble era urgente. Guido se pasaba las noches reconstruyendo la trama, urdiendo nuevos desenlaces, al punto de la ira y asaltado por sentimientos encontrados. La casa y sus lujos eran distantes y comenzó a notar que cada vez que entraba era como la primera vez, se le olvidaban los pasillos, a dónde conducía cada escalera y en el fondo se sentía terriblemente abrumado por el cansancio, por la necesidad de seguir haciendo lo mismo… y matar ya no le emocionaba. En ocasiones llegaban a su casa los nietos hacia los que manifestaba cierta animadversión que luego le pesaba enormemente. Se convertía, entonces, en un ser desvalido que se angustiaba por sus excesos. En la cabecera de su cama había un crucifijo y todas las mañanas Guido le hablaba: “Ayúdame a ser una buena persona”, le decía. Sus nueras, en su mayoría salidas de las tabernas de Nápoles, a donde casi todas las jovencitas de por ahí acudían para cazar soldados
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de la Camorra, con suerte algún jefe menor, en el fondo le veían siempre con descaro, conscientes de su posición. Ahora que sería otra persona, un Don Nadie, pero vivo, no le preocupaba perder los lazos familiares. —Mejor –Pensaba. Ya no tendré que acudir a fiestas obligadas. Sin embargo, se daba tiempo para comprar chucherías en el mercado y llevarles a los niños, que los recibían, pero en el rostro de los infantes se percibía un dejo de temor ni tan oculto. Eso acongojaba a Guido y se ponía triste. Con frecuencia, antes de dormir, o intentarlo, se proponía casi con violencia cambiar aquello e imaginaba formas de trato que le alejaran de esa presencia ingrata que, lo sabía, en el fondo era para los suyos. —Es una desgracia, se lamentaba, que la gente viva asustada por mi culpa. Pero después de que aquel plan del doble se concretara ¿Quién sería? Estaría formalmente en la cárcel. Su nombre, su trayectoria, su orgullo encapsulado y, aunque él estuviera fuera ¿Seguiría siendo él? Eso le inquietaba sobre manera, de ahí que, cuando mataron al doble, y se supo que no era él, lo que contrariaba el plan original, le invadió la calma y recompuso la figura. —Mejor así, otra vez soy yo –Se decía mirándose al espejo. Pero tenía que desaparecer de algún modo y luego de buscar en la experiencia de otros, vendría la estrategia de la cirugía plástica y es ahí donde entraba el juez, su amigo, su protegido, aunque Julio no lo supiera. Cuando decidió lla-
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marle recordó lo que su socio le decía cada vez que el tema se tocaba: “no conozco un abogado decente”. —Si acaso, alguno que lo intente, pero no más. La red los atrapa sin remedio y la mayoría se acomoda de buen gusto. —Julio lo intenta y, en este caso, la intención es la que vale – Decía Guido. Le pagó el viaje a Roma y le dio mucho gusto verlo. Se hicieron los arreglos, que no fueron tan problemáticos como lo había temido Julio. Casi todo estaba arreglado y nada más iba a ser un intermediario, una especie de garantía capaz de dar la confianza suficiente. Después Don Guido viajó a la tierra del juez y éste, a través de su secretario, lo puso en contacto con aquel cirujano que habría de cambiarle el rostro de una vez y para siempre. En realidad, la información había sido recibida por Efraín. Unos días antes le llegó un mensaje: “Dentro de poco necesitarán la referencia siguiente” y venía apuntado nombre y teléfono del médico aquel. El asunto siguió su curso, pero el desenlace sería ajeno por completo a la voluntad de Guido.
XXXIV
Su vivo retrato
—La mayoría de las personas es liviana. Si están de modo, prometerán lo que sea, sin pensarlo. Y quedarán mal. Pasado el ánimo la promesa les incomoda, les molesta y no ven la culpa en su liviandad –Decía Julio. —No confíes, entonces, en los buenos modos, sino en la palabra recta, la que señala alcances y limitaciones, la que se percibe en el gesto –Les había dicho muchas veces el juez a sus alumnos en la escuela de Derecho, a los futuros abogados, jueces y magistrados. Era cosa sabida. Eso se decía como en las piezas oratorias de vacía grandeza, como los discursos del presidente o las declaraciones conjuntas. A julio, seguir sus propios dictados le resultaba muy difícil y en no pocas ocasiones trató de eludir sus compromisos. —¿Cómo saber lo que está pensando? –Se preguntaba su secretario. Y sabía, de cierto, pero como no se atrevía a situar en su justa dimensión aquello, prefería repetir la pregunta: ¿Cómo saber? o mejor ¿Cómo evitar que el saber de lo que se teme no interfiera en forma alguna en nuestras propias respuestas? Esas cavilaciones le quitaban el sueño y solía, de pronto, quedar parado en una esquina mirando a lo lejos y recordando. 319
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El caso es que Julio tenía que cumplir uno de esos compromisos que, de haberlo pensado mejor, nunca habría contraído, y no por el riesgo que pudiera entrañar, sino por el sólo hecho de ser una obligación que él mismo se impuso. Le resultaba sumamente incómodo. —Si hubiera tenido un padre que me aconsejara –Se lamentaba. —Que me dijera qué hacer o, al menos, que compartiera mis temores. Pero sí tuvo padre, aunque lo conoció de vista, como suele decirse. Aun viéndole a diario la extraña lejanía hacía de las suyas. Ya lo había dicho: las ausencias no son de distancias. Pero no tenía caso, daba en realidad lo mismo, nada hubiera cambiado. Sin duda hizo falta. Aún en los extravíos es necesario un padre que ponga el buen y el mal ejemplo. Como fuera, el asunto de Guido, el amigo del funcionario que él nunca conoció, al que nada le pidió, pero cuya ayuda misteriosa aceptó, tenía que resolverse. Era algo extraño y, en realidad, la curiosidad y la tentación de lo inesperado fueron su mayor motivación. Sentía como en aquellas ocasiones en que, desamparado en la capital colonial, planeaba asaltar una oficina de telégrafos, lo que nunca hizo. —En fin, ya no tiene remedio. Ahora me enredaron en otro intríngulis. —Y ya me tengo que retirar, salir de esto, parece que lo impensable me persigue. Pero quien había trabajado aquel arreglo, y el que hizo la recomendación, fue Alejandro. Eso no se sabría sino mucho tiempo después. En Roma había conocido a Giuseppe, el joven aquel que años después hiciera de guía de
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Julio, cuando se fue de mochilero a Europa en una de sus primeras escapadas de su madrastra Lucila. Se habían visto en la Plaza Ostiense, cerca del metro, en un café, y sin motivo aparente se hicieron amigos. Unos días después, estando en Nápoles, Alejandro, de trato fácil y proclive a los enfrentamientos de bar, entabló amistad con jóvenes sicarios de la Camorra. Fue cuando Alejandro regresó de ese viaje que su bonanza se comenzó a ver por los rumbos de la Ferrocarrilera. Años más tarde le llegó una solicitud de Giuseppe: que lo buscara en Roma. Así lo hizo y hablaron largamente, después se mantuvieron en contacto. Tiempo después Giuseppe le pidió que hiciera los preparativos para aquella operación en que se cambiaría el rostro a Guido, y en la que también moriría. Se hicieron los arreglos y, para quienes no conocían el perverso plan que los capos mayores habían aceptado a propuesta de Giuseppe, con el acuerdo de Alejandro, todo apuntaba a un final exitoso. El médico aquel tenía experiencia y ya había sacado adelante varios de esos casos. Julio habló con él y éste se mostró satisfecho. En efecto, era confiable. Se fijó el lugar, en el norte del país, y se procedió, pero las cosas salieron mal, o salieron como debían salir. Guido se murió en la mesa de operaciones. Que hubo complicaciones de esto y aquello, dijeron. La noticia se supo y se difundió ampliamente. Otra vez, el aparato presumió de una investigación que no hizo. Y a los días, sin que se supiera la causa (por quienes nada sabían del plan que tenía por objetivo matar al capo) el médico que había operado a Guido apareció muerto en un camino vecinal. Del paciente muerto sólo se supo eso: que había tenido complicaciones y ni modo.
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—Que mala suerte –pensó Julio, y se hizo a la idea de que, en cualquier rato, vendrían por él. No fue así, pasaron las semanas y los meses y el juez no fue molestado. Después alguien llegó a buscarlo y le dijo que así era la cosa, que no se preocupara, los socios de Guido sabían que eso iba a pasar, cosas de la vida, Usted hizo su parte, muchas gracias… Aun así, Julio se incomodaba seriamente consigo mismo. —¿Qué necesidad tengo yo de esto? Y se preguntaba cómo es que él, un abogado pueblerino sin mayores pretensiones, vino a involucrarse en esa historia estrambótica. * A Don Guido, ya muerto, se lo llevaron de regreso a Italia, a la Campania, por el rumbo de Casalnuovo, de donde era. Se le hizo un funeral ostentoso que llamó la atención en toda Italia. Su cadáver, vestido de gala, fue colocado en una carroza tirada por caballos lujosamente adornados. Durante el cortejo, al que asistió casi todo el pueblo, una banda de filarmónicos no paró de tocar música de su pueblo y temas de películas de capos. Luego del entierro, en el mausoleo que había sido construido con anterioridad, al gusto de Don Guido, que más bien parecía una pequeña mansión y contaba con todos los aditamentos de una casa habitación, incluido refrigerador, horno de microondas, estufa integral y hasta lavadora, la fiesta siguió, regada de vinos y comida para los asistentes. A la entrada, los amigos de Don Guido, viejos trúhanes, ponían cara de duelo y recibían y daban
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abrazos, saludos y cuchicheos al estilo de los camaradas de la Camorra. En la fila del frente estuvo Giuseppe y, más atrás, Alejandro. Habían llegado temprano y fueron de los primeros en retirarse. Sus rostros eran inexpresivos y sus miradas volando al horizonte, fue todo lo que se pudo ver. Se fueron juntos. Entre las mujeres, donde se encontraba una hermana de Guido, surgió un comentario: —Cómo se parece Giuseppe a Guido, es su vivo retrato a esa edad. —Y, miren, aquel joven de más atrás, parece su hermano. —Creo que son amigos –Dijo. Luego habría reuniones y nuevos arreglos. La continuidad, la preservación del grupo, estaba garantizada. Años después, en la espera innecesaria de la ratificación de una sentencia, y a unos días de que el plazo se cumpliera, Julio estaba apoltronado en su sillón de la judicatura, con la mente en blanco o eso parecía. Su secretario le dijo que alguien quería hablar con él, que le urgía pues venía de lejos y traía un recado importante de un amigo común. Parecía, además, un tanto imperioso y seguro de que su petición sería satisfecha. El tipo aquel era mayor aunque parecía de menos edad, vestía bien y tenía apariencia de extranjero. Julio lo pensó un momento y enseguida le dijo a Efraín: Hágalo pasar. —Buenas tardes, Don Julio –saluda el joven señor aquel que aparentaba mayor edad. —Le saludo y le vengo a decir que no tiene de qué preocuparse. No fue difícil encontrarle, Usted es una persona conocida y más por su función. Además, preguntando es fácil llegar a cualquier parte, a Roma, a donde sea.
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Julio le miró con atención. Aquel rostro le era conocido pero de momento no atinaba a ubicarlo. —¿Nos conocemos? –Preguntó. —Es probable. Usted y yo, según sé, hemos caminado mucho en este mundo. —¿No ha regresado a Europa? —Esta es la mejor época del año para visitarla. Roma, en primer lugar. Puede salir económico, sobre todo rumbo a la estación Octaviano, que está cerca de la Plaza de San Pedro. Por ahí hay hoteles económicos, muy buenos. Conozco algunos y creo que Usted también. —En octubre puede hacer frío al caer la tarde, pero siempre hay manera de comprarse una buena bufanda, muy barata, de esas que venden los senegaleses que por ahí andan como hormigas. El visitante hablaba pausadamente, volviendo el rostro a la ventana, como si conversara con alguien más. Era, sin duda, un individuo muy seguro de sí mismo y, aunque aparentaba ser más joven, las arrugas por preocupaciones guardadas surcaban su frente. Entre una frase y la otra, volteaba a ver al juez que no le despegaba la vista. —Sí, casi estoy seguro que lo conozco –Le dijo. Y de pronto Julio se dio cuenta: era Giuseppe, el vigilante que Guido había enviado cuando lo fue a visitar a Italia, el que lo guio a su hotel. —Vera Usted –dijo Giuseppe, tengo un amigo que me ha pedido un favor. Está preso y seguro será ejecutado pues ya ha sido condenado a muerte.
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—Le adelanto que si su pedimento tiene algo que ver con torcer la ley, eso es imposible. Ya no estoy para esos trotes y no me preocupa lo que pueda suceder –Le aclaró Julio, —Espere, no es lo que Usted piensa. Al contrario, mi amigo desea que la sentencia se ratifique en el sentido que el jurado decidió y mientras más pronto mejor. Teme que Usted pueda regresar el caso con observaciones y eso nada más retardaría un desenlace que él ya decidió y que de una manera o de otra deberá concretarse. —Es lo que me ha pedido que le diga. —Es un favor que a mi vez yo le debo. A Usted no se le volverá a molestar. —También, si es posible, quisiera hablar unos minutos con él. Esperaré su respuesta mañana temprano. Aquí estaré. —Es todo, que pase buenas noches –agregó. Se retiró entonces y con paso ágil traspuso la puerta. Su sombra se fue difuminando por el pasillo. Julio quedó de pie, tratando de tomar distancia de todo aquello que, poco a poco, cobraba forma y claridad en su cerebro. De manera imprevista se fue a ver a Alejandro en su celda —He recibido a su enviado –Le dijo, con una mezcla de enojo y de turbación. —Al parecer tiene Usted dudas, piensa que quizás yo no ratifique su sentencia. —Puede ser, las de Usted están a la vista y, la verdad, no quiero correr ese riesgo. —No lo hay, ya le dije en más de una ocasión que la pena será ratificada, sencillamente porque no hay manera de desvirtuar la conclusión del jurado.
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—¿Está seguro? —Entonces ¿Por qué tarda tanto? —Yo no tengo su tiempo. En verdad no lo tengo. Julio puso esta vez más atención en el rostro de Alejandro. Era el de un enfermo, sin duda, y lo que primero vio como resultado natural del encierro y el desconsuelo de la espera, ahora se le presentaba con los signos de una muerte que se acerca. —¿Será esa su prisa? –Pensó Julio. Como fuera, ya no insistió en buscar respuestas a las dudas que, en efecto, tenía y eran cada vez más fuertes. Al día siguiente Giuseppe regresó a su despacho y le dijo: —Sí, pierda cuidado. A la visita lo va a conducir Efraín. Estuvieron platicando cerca de una hora y cuando se despidieron el guardia se sorprendió de su parecido. Aún con el evidente desgaste físico de Alejandro, podían pasar el uno por el otro. De lo que hablaron entre ellos, nada se supo.
XXXV
Por los jardines de versalles
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a en el ocaso de su vida, Julio se preguntaba cómo fue que llegó a ver los viajes tras la mar como una rutina insoportable. Lo que para muchos es motivo de alegría y asombro, para él era una carga. Eso era parte de su naturaleza. Cuando iba y venía de muy lejos, tanto que cualquier medio fuera del aeroplano hacía imposible la relativa cercanía, parecía no estar. —Esos deben ser los centuriones –Pensó, mirando los cuerpos cuadrados, de mediana estatura, en las vías de Bobigny, de donde venía, porque no había viajado directamente a Roma y primero pasó por Madrid y París, sin emoción. No hacía mucho, en París, que no puso el candado ni arrojó la llave al Sena. ¿Qué habrías pedido? Le preguntó una vecina de figuraciones con ganas de entablar plática (como les pasa a los extraños en las ciudades que visitan y que sólo se pueden relacionar con otros extraños). Nada, le dijo. pero sí había imagido algo y el recuerdo de aquel requerimiento sólo regresaría años después, al punto de la muerte: quería descender de un avión en el aeropuerto de Púlkovo y mirar de nuevo los espectaculares con el “hasta aquí llegaron”. 327
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—Si nada pides, todo queda abierto, todo puede, y debe, pasar… Recordó entonces al viejo guía argentino que, en un banco del Jardín del Vaticano, había murmurado: “Vivir, y morir, en General Pirán”. Una tarde, en Versalles, Julio pensaba que nunca imaginó María Antonieta que sería la gran atracción turística de los tiempos por venir (¿O sí? Dudaba. Ella tenía gran gusto por la atención); a dónde iría a parar todo el odio que se desprende de la explotación y el miedo contenido contra una monarquía que era símbolo del escarnio y el abuso. En sus tiempos de gloria e impunidad, la joven reina debió haber caminado entre esos jardines y descansado en esas bancas de Versalles que, por cierto, no le pareció a Julio la magnificencia sin paralelo, comparada con lo que le hacen a uno imaginar antes de conocerlo, ahora convertido en simple atracción turística de villamelones de la historia. Detrás del lujo y la ostentación se adivinaba el sacrificio de obreros, del pueblo casi esclavizado para construir aquel símbolo del poder monárquico, y también se puede imaginar que estaba destinado a la debacle de sus amos. Pero, como quiera que se le viera, era una lástima lo que le había sucedido a la reina que además era bastante guapa, se decía Julio. Fue el 14 de octubre de 1793 que la destronada María Antonieta, calificada de azote de los franceses, compareció ante el Tribunal Revolucionario, en París. Demacrada y seguramente asustada, la ya ex reina cumplió un mero trámite. Su condena a muerte ya estaba dictada. Acusada de conspiración, de intrigar contra la Patria, de arruinar al país con sus derroches sin límite y hasta de incesto, escuchó la
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sentencia. Atrás quedaba Versalles y sus grandes bailes, el teatro, los juegos, los vestidos con hilo de oro; enfrente, el pueblo agraviado que pedía su cabeza. En la mañana del 16 de octubre, apenas dos días después del juicio, María Antonieta fue conducida al cadalso, fue insultada durante todo el trayecto y parecía no estar consciente de lo que sucedía. Cayó la guillotina y rodó la cabeza de la ex reina en la Plaza de la Concordia. Tenía 37 años de edad. En el museo de Versalles está un cuadro de Luis XVI, que fue guillotinado cerca de nueve meses antes que su mujer. El cuadro es de André Monsiaux. Se ve a un tipo calmado, y confiado. Tiene un mapa sobre la mesa frente a él y atrás suyo se adivina la corte obsequiosa, la cauda de rufianes disfrazados, como son todas esas cortes. Se dice que, antes de huir vestido de sirviente, cuando la revolución le pisaba los talones, después pasaría por el invento del médico Guillotin, Luis XVI redactó un testamento. Al final del documento aquel se puede leer: “Franceses, y sobre todo parisinos, volved a vuestro rey; él será siempre vuestro padre, vuestro mejor amigo”. Así de confiado, o más bien creyente, en la sumisión de la plebe, se mostraba el rey y obviamente falló en su apreciación. —Háganme el maldito favor… Julio está de veras enojado al recordar eso. Se va al baño, el mingitorio, pues, y hay que hacer una larga fila. Está hastiado del lujo y la ostentación del palacio pero más le han molestado los gestos de asombro y admiración de los turistas. Parece que extrañan aquella opulencia y que bien aceptarían el retorno a las monarquías parasitarias, como lo son todas.
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El asombro está por igual en los rostros de los europeos, los asiáticos y latinos que por ahí andan. Algunos, de plano embobados, parecen extasiados imaginando la corte aquella, los bailes, la comida y el vino corriendo en los festejos de la nobleza parisina. Julio se acerca a una máquina expendedora de refrescos, deposita la cantidad indicada pero el armatoste le roba las monedas y ningún refresco le devuelve. Insiste y golpea el mueble refrigerador, pero nada, el dinero se ha perdido. —Este es el verdadero rostro del “primer mundo” de pacota –Se dice, molesto. Se va a una cafetería dentro del edificio, los altos precios le parecen vulgares. —Se trata de sacar lo que se puede de la bolsa de quien se pueda –Piensa. —Igual que en mi país. No encuentra diferencia sustantiva. De nuevo, el turismo embobado le harta y busca la salida, pero no puede quitarse de la mente la imagen de la cabeza de María Antonieta, rodando luego de ser cercenada por la máquina infernal del doctor Guillotin, y la muchedumbre festejando, a gritos y risas estentóreas. ¿Será ese el común denominador de todas las ejecuciones? Cierto que en la Revolución Francesa estaba el ingrediente del odio popular ¿Pero no es lo mismo, con las diferencias del caso, lo que hoy vivimos? ¿No pasa la misma cosa fuera de la prisión de Huntsville? ¿No será lo mismo en la ejecución que tendrá que darse pronto en su tierra, con él como actor casi central, casi verdugo? La preocupación surca su rostro, mientras se acomoda en unos pilares a la salida del palacio aquel, esperando el camión que lo llevará de regreso
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a París. Renuncia a contemplar el panorama y hace el camino de regreso leyendo. —¿Habrán leído los políticos de mi país Vidas de los Doce Césares? —Y si lo hicieron ¿habrán entendido algo? –Julio regresa el libro de Suetonio donde cuenta el camino de la República al Imperio, desde el primer César a Domiciano, a la maleta donde trae una computadora portátil. —Mientras el poder dura, las bajas pasiones no alcanzan para derribarlos, después, inexorablemente, la debacle. Días antes, en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, entre laberintos profusamente iluminados en cuyos bordes se vende todo lo imaginable de lo superfluo, un prófugo del “cante jondo” se lleva unos teléfonos que dejaron sin vigilancia. Muchos vieron al ladrón, y nada más lo vieron, caminando a la salida con los celulares que incautos habían dejado cargando en un pilar. —En efecto, peores cosas se pueden ver en La Guardia, el Kennedy y Miami –Piensa Julio. —Para desterrar el mito del “primer mundo” sólo hay que verlo y la magia esa que rodea los sueños de quienes no han ido se difumina sin remedio –Le dijo a un vecino de banca al que no le agrada el comentario. Tenía una gran animadversión por los aeropuertos en general, a los que, si se llega como alguien común, son una desgracia. Con la amenaza del terrorismo, la vigilancia, las medidas de “seguridad” y las sospechas se han elevado exponencialmente. Pero el exceso evidente es ridículo. No hace mucho un copiloto estrelló un avión repleto de pasajeros y es hora que se sigue indagando porqué; otro aeroplano se
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perdió en el mar sin que nadie hasta ahora sepa qué pasó, con todo y los grandes adelantos de pacota. Pero no hay aeropuerto de este mundo cada vez más pequeño en que no revisen hasta lo que no, te quiten los zapatos y más, te pasen aparatos y detectores que, como ya se dijo, de nada sirven en realidad. Por supuesto, toda esa parafernalia es un excelente negocio. Ahí está el quid del asunto. Con el tiempo, y pudiendo perderse en la lejanía, sin salir de su pueblo Julio prefería irse a caminar por la ribera del río T que seguir alguna gira. La magia de la distancia se había ido. —Es poco –Le decía a Efraín. —Sólo querría ver libros raros en un rincón de la librería de viejo, pero no será así. La vida no alcanzaría… y no me gustan los estantes bien vestidos, presuntuosos. —Tampoco los honores que, dice Usted, seguro me brindarán una vez muerto. Para negar ello con toda la energía, de modo que hagan caso (lo que no sabré, pues muerto estaré) voy a publicar una especie de manifiesto indicando con toda claridad qué es lo que quiero que se haga conmigo una vez difunto. —No deberán llevarme a lugar alguno, ni habrá ceremonia. Cuando mucho un velorio privado (haré una rigurosa lista de quienes podrán ir y quienes no). Tampoco ofrendas florales, ni esquelas (quizás será lo más difícil de evitar). —Ya lo verá Usted, habrá que sentar un precedente. Si quieren contar chismes y chascarrillos, que es lo que hacen en todos los velorios, que se vayan a la cantina. Efraín le escuchaba con la paciencia que le tenía y que desarrolló aún más en los últimos años del juez. —Así se hará, pierda Usted cuidado. —Se hará sin falta.
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Sería un despropósito
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ue en Roma, por la vía de Los Foros Imperiales, la Fori Imperiali donde inicialmente sólo estaba el llamado Foro Romano y que luego de cada relevo en el poder se amplió hasta tener cuatro: el de César, el de Augusto, el de Nerva y el de Trajano, que Julio vio aquella escena. El violinista viejo que tocaba sobre la acera interrumpió una canción polaca entre nostálgica y festiva, se pasó el pañuelo por el arrugado rostro y miró hacia la calle donde reinaban rugientes motores (en esos casos siempre se pierde la apuesta del silencio) y, una vez más, pensó: ¿Qué pasó? ¿Dónde se perdió la esperanza del éxito relativo? Había sido primer violín en su pueblo, de orquesta y levita, incursionado en la gran ciudad pero, al final, uno de tantos, terminó en la calle con una gorra raída en el suelo. Y tocaba bien, muy bien y mejor cuando se había bebido una pachita de esas que parece que no te van a quitar el sueño pero que sí lo hacen. A veces se quedaba en la silla y otras, emocionado, se ponía de pie y detenía el flujo de la banqueta. Cuando sus movimientos eran comedidos despertaba la simpatía de los transeúntes pero, si la emoción subía de 333
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tono y los humos del alcohol agredían a los más cercanos, sus giros eran bruscos, belicosos. Entonces la buena gente, que así se piensa, mejor pasaba de largo. A unos metros, Julio vio como un joven se le quedó mirando al viejo y le pareció que se preguntaba: ¿Será ese mi destino? —Y tú –Se dijo él mismo. —¿Es que temes que te esté jugando una mala pasada? Imaginó que el viejo le decía a su atento visitante: “Puedes regresarte, doblar la esquina y evitar verme. Eso puede resultar si hemos de dar crédito a los augures de mi pueblo”, pero el joven detuvo su marcha y volvió sus pasos. —Es bello lo que tocas –Le dijo el joven, y se acuclilló para verle los ojos, azules y metálicos. —¿Me dejas ver tu violín? —Está demasiado sucio pero tiene un excelente sonido. —¿Tocarías para mí, una parte aunque sea, sé que lo sabes, del Moto Perpetuo de Paganini? —Lo debo llevar a la Academia para mañana y me haría bien escucharlo. El viejo le miró durante unos segundos que parecieron eternos, volteó a la calle, la gente pasando y, de pronto, inició los acordes, rápidos, sin llegar a la fulguración, pero de necesaria maestría para su ejecución. Vino el primer cambio de tiempo y el viejo se irguió lo que pudo. Volteaba hacia su izquierda como imaginando el piano que faltaba para acompañar y hacer lucir la pieza todavía más. Siguió tocando con energía y cerraba los ojos por momentos y luego los abría como buscando algo entre la gente.
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Apretaba el violín con fuerza y de manera magistral hacía correr sus dedos sobre las cuerdas. Los transeúntes empezaron a detenerse y de pronto la calle entera se paralizó a los acordes del viejo que, sonriente y solemne a la vez, miraba a su lado, donde nada había, y reclamaba al piano imaginario los últimos acordes. Tocó el Moto completo y al final hizo una reverencia frente a aquel público impensado que le prodigaba aplausos. Se agachó y retiró la gorra al tiempo que se negaba a aceptar los bilimbiques. Esta vez no, decía. Sería del todo impropio. Le digo que no, repitió al señor bien vestido que extendía un billete. Esta vez no. El joven le tendió la mano y le miró fijamente. El viejo sonrió. Se quedaron así, lado a lado frente a la calle, mirando al vacío, el rostro tranquilo… y triste. El viejo acomodó su violín en el estuche raído y le dijo al joven: Lo ves. Al final el destino te devuelve algo. Volteó a mirar a Julio, el único que permanecía como clavado en la acera, con lágrimas en los ojos. Creyó ver en aquel viejo una estampa de su padre, al que perdió a los trece años de edad y cuya muerte fue a anunciar por todo el barrio. Se le vinieron recuerdos imborrables y luego, lentamente, se acercó al viejo y se fundieron en un abrazo que pareció eterno. Al día siguiente, el joven tocaría el Moto de Paganini como el mismo autor.
XXXVII
sin remedio
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uando la suya era ya evidente, Julio recordaba que la vejez de aquel violinista era digna y seguramente muchos otros individuos la pasarían también con dignidad. En ese momento se preguntaba el porqué del horror a la vejez y los intentos estrambóticos de las mujeres, sobre todo, por parecer jóvenes cuando ya no lo eran. La mía, se decía, será como debe ser. Que cambie lo que tenga que cambiar, el cuerpo, el rostro, el ánimo… que el cabello se torne gris y luego blanco o se caiga, que las piernas ya no den para subir escaleras corriendo y que los mareos matutinos hagan lugar; que se empiece a pensar en la muerte con miedo y sospecha, que el entorno carezca de importancia y todo se vuelva inocuo. Así será, pensaba. Sus hijas, que le adoraban, “mucho más de lo que merezco”, siempre decía, le aseguraban que, a sus años, aparentaba muchos menos, lo que en parte era cierto pero ya no había lugar a dudas: la vejez llegaba sin remedio y el espejo no mentía. —¿Sabe Usted que nunca podremos vernos como realmente somos? –Le decía Efraín. 337
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—Nunca podremos vernos en nuestra estricta realidad porque no podemos salirnos de nosotros mismos, así que lo que vemos de nosotros siempre es una representación, una imagen, que también es más imprecisa de lo que se piensa. —¿Y que tampoco nos oímos como realmente sonamos? —Igual, tendríamos que salir de nosotros para que ello fuera posible. —Si eso es así ¿No le parece ridícula la presunción de certeza en lo que sea? —Para no hablar de que las grandes preguntas de la filosofía clásica están todas sin respuesta y parece que así seguirán por mucho tiempo. —Pero hay una certeza: la muerte, lo que hay que reconocerle en nuestro mundo de ignorancia. —Qué importa –Dijo Julio. —La muerte es la muerte y si habrá de llegar de todos modos ¿Cuál es la relevancia de apresurarla, por lo que sea? —Ha de ser –Respondió Efraín. —Pero hay que ratificar la sentencia. Eso no tiene lucha. * Una tarde, Efraín se vistió con inusual esmero, de corbata y chaleco que, aunque descolorido, le daba un toque de refinamiento al viejo saco cruzado. Frente al espejo observó que, de rayas, la camisa no cumplía con el requisito de ser diferente a la corbata, también de rayas, y fue a buscar otra. La encontró, negra, lisa y brillosa, también ostensiblemente vieja pero la única que cumplía esa regla que no sabía de donde salió pero que le parecía correcta y necesaria. Mien-
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tras calculaba la distancia precisa que debía haber entre la lengüeta superior y la inferior de la corbata un malhumor le empezó a invadir. En realidad no quería ir, al igual que su jefe velatorios y entierros le repugnaban. Pero en ese caso tenía que ir, se trataba de Arsenio, con el primero que fue a una cantina. Había que despedirlo. Arsenio tenía no un defecto de carácter, sino muchos, como decían los alcohólicos ni tan anónimos en el grupo aquel al que, un día, fue Efraín invitado por su amigo que había tocado fondo, según le dijo, y al que siguió yendo primero por el miedo al despertar de las parrandas y después por las historias que escuchaba. Su amigo tenía un puesto de frutas y verduras en el mercadito Buelna, que atendía entre altibajos y, aunque había dejado de beber alcohol, sus arranques no se iban. Cada vez que subía a la tribuna era para mentarle la madre al auditorio y decir cuanta leperada se le venía a la cabeza, hasta que una noche prácticamente lo expulsaron, violando una de las normas de esos grupos. Pero en descargo no había duda de que aquel energúmeno había llegado a un punto insostenible. En la última ocasión el sobrio perfectamente briago celebraba un año más de no beber, llegó con la comida que se ofrecía, en charolas, y al frente de sus colegas comenzó a hablar. De pronto, tomó una de las bandejas y arrojó al público su contenido: ¡Para que traguen, perros! les gritó, y fue entonces cuando salió escoltado por sus indignados congéneres. Sólo como precaución, dijeron. Para que las cosas no pasen a mayores. En la puerta le esperaba, angustiada y llorosa, su hija. Él, con el rostro desencajado, caminaba a zancadas hasta el auto,
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pateando lo que a su paso encontrara. Fue un milagro que las cosas no hubieran terminado de manera trágica. Sus compañeros recordaban que cuando llegó, que lo llevaron, a su primera sesión, era la humildad toda. Nada en su fachada daba cuenta del carácter violento y disparatado que en realidad tenía. Vestía con sobriedad pero sin gusto, mal combinados los colores y, por esa extraña disposición de la naturaleza (habremos de decir, a falta de mejor explicación) nada de lo que se ponía parecía armonizar y, al contrario, dejaba en constante entredicho el sentido de la proporción y la simetría. En su familia le veían como una venganza misteriosa por todas las maldades que, ni duda cabe, todo mundo hace y que ellos creían estaban localizadas y pormenorizadas. Atribuían sus defectos de carácter a sus ansias de cobrar deudas emocionales. Era así porque en las familias siempre se cree (y lo creen todos, de veras) que saben con exactitud lo que a cada quien le pasa, pontifican con los destinos y se pierden en una maraña de sinsentidos que suele agudizar los problemas ajenos y propios en lugar de contribuir a resolverlos. Al día siguiente, el briago sobrio se debatía en un terrible cruda moral y los sentimientos de culpa le atosigaban, inmisericordes. —¿Qué más hice? –Dime, le urgía a su hija. —Nada, Papá, no te preocupes. Esas cosas pasan. —Algo más debo haber hecho, porque la nube no me deja verlo –Contestaba. —No te preocupes, más tarde vendrá tu padrino y podrán hablar… —¡No!
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—De ningún modo. No deseo hablar con nadie. Y se encerraba con aldaba en la alcoba que dejaba a oscuras, temblando de miedo. Le hablaban entonces a Efraín que acudía a la casa de su amigo. Se pasaban una o dos horas, sin hablar, mirando cada quien al vacío. Ahora estaba muerto y había que ir al velorio. Aquel amigo siempre fue una invitación urgente a dejar los excesos y tomar en serio hasta la más mínima recomendación del grupo. Cuando Efraín duraba más tiempo en los grupos de anónimos (a los que dejaba por temporadas para seguir con su vicio, lo que no revelaba) no faltaba quien le pidiera algún consejo, pues parecía mucho más informado y cuerdo que la mayoría, y fue así como un día apareció fungiendo como el padrino de Arsenio que, dada esa circunstancia, le contaba infinidad de andanzas a cual más de dramáticas y peligrosas. * Arsenio se había volcado en automóvil cinco veces y sólo en la última salió seriamente dañado. Le quedó una cojera de por vida y la amenaza constante de una quinta, sexta, séptima operación, y todas traumáticas. La primera vez fue bajando una cuesta empinada por el rumbo del Palmito. Iba con una novia que conoció en la escuela de leyes (la que, por cierto, murió de repente, años después, y él fue enterado casi por accidente, de cáncer, le dijeron); la segunda, camino a la frontera norte, dormidos sus compañeros de vagancia y él también, quedando a unos metros de los barrancos de La
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Rumorosa.; la tercera, una madrugada rumbo al puerto, en esos arranques sin sentido que le suceden a los jóvenes que no reciben más consejo que el de acomodar la tercia de ases a la primera en el cubilete; la cuarta, en otro viaje, o escapada, al punto briago a la capital colonial, en una subida con curva y la quinta y ¿última? viniendo de la metrópoli, dormido al volante otra vez. De hecho era casi un record. En todas esas veces los buitres de la carretera se robaron todo lo que llevaba en su auto, compacto siempre y endeble. Después no volvería a conducir uno de esos autos y el resto de su vida lo pasaba en camionetas grandes y altas. La primera vez estaban en un cantina y le pidió prestado el auto a un amigo que, con dudas y temor, cedió. —Esos son hombres —Dijo uno de los briagos alabando el gesto del que había prestado el auto a un individuo evidentemente irresponsable. Se fue a buscar a una novia que tenía por el rumbo del centro de la ciudad y la llevó a pasear a los altos. Bajó a exceso de velocidad por una calle que no tenía pavimento, cubierta de pedregullo, resbaló y cayó hasta la base dando vueltas. Milagrosamente, ambos salieron ilesos del vehículo, sin rasguños siquiera. Regresó a la cantina y dio la noticia a su amigo. Pasaría un año pagando con su trabajo la deuda por la reparación del vehículo. Pero desde ese momento la fama, mala fama, le acompañaría sin remedio durante años. Sobra decir que Arsenio hizo todo lo necesario para justificarla. La segunda vez se había encontrado a una tercia de vagos un tanto misteriosos en una cantina del puerto. Le propusieron que los llevara en su casi auto hasta la frontera, que ellos
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pagarían combustible y comida. Así iba, hasta que se quedó dormido al volante y salieron dando tumbos a unos cientos de metros de los barrancos. Esta vez sufrió daños menores y a sus compañeros los asaltó un miedo grande. La tercera vez fue en unos de esos autos de tecnología alemana que se produjeron un tiempo en el norte del país. Tomó la carretera al sur y a medio camino del puerto volcó de nuevo. Que fue una broma, le jalaron intempestivamente el hombro, se perdió el control del vehículo y salieron de la carretera hacia la muerte que también esa vez los dejó pasar. La cuarta, más al sur del país. Había comprado camarones secos para llevarle a su hermana en la capital defeña y tomó el camino bebiendo. No recordaba si se había dormido al volante de nuevo o fue otra cosa, el caso es que cayó dando tumbos por la cuneta. Se dio cuenta de lo que pasaba pero no tuvo temor y se quiso quedar dormido dentro del vehículo volcado. Despertó porque le empezó a caer ácido de la batería. Salió por una ventana del auto, levantó lo que pudo y se sentó a un lado de la carretera, donde lo recogió un autobús de pasajeros. Cuando regresó esa misma noche, todo le habían robado. La quinta, la más reciente aunque habían pasado unos veinte años desde la primera, fue regresando de la metrópoli. Se había ido de su pueblo a la medianoche tres días antes y dio principio una cadena de locuras, como cada vez que eso pasaba. Antes de irse le pidió a su mujer que lo acompañara pero ella se negó y tampoco dejó que se llevara a sus hijos pequeños como lo había hecho en otras ocasiones. De regreso, fue embestido por un auto de esos que parecen lanchas y de ahí a las giras hospitalarias.
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Efraín le escuchaba y pensaba que, sí, en efecto, era un verdadero milagro que siguiera vivo, pero enterarse de todo eso le hacía comprender los extravíos de su ahijado de grupo. Todas esas aventuras estaban permeadas por la irresponsabilidad, la dejadez y la indisciplina. No hubo en esos trances mérito alguno y eran, aún con su cuota de dramatismo, riesgo y peligro evidente, la expresión de un abandono y del rechazo a todo lo que significara exigencia de orden en la vida. Arsenio se justificaba diciéndo que habían sido decisiones en uso de su libre albedrío, pero al final de su vida hubo de reconocer la diferencia entre una decisión que se toma reflexivamente, en posesión de la razón, así sea relativa, y una ocurrencia inspirada por los humos de la parranda. No había heroísmo, ni siquiera el arrojo y la audacia recuperable en personajes de historietas, sino la insensatez. En el fondo, llegó a reconocer, jalonado por su padrino, que hay mucho de cobardía en tales arrebatos y es paradójico que el común de la genta admire a tales expositores del sinsentido. También le quedó claro que era la soledad, provocada por él mismo, lo que le llevaba a buscar en el camino, la escapada, lo que ya tenía en su casa. Efraín le contó a Julio todo aquello y, al hacer un recuento de aquellos trajines desastrosos se remitía, a querer o no, a sus ideas del bien y el mal y su propia recurrencia al segundo, lo que a Julio le parecía una exageración. —La tontería, la limitación del entendimiento no es excusa suficiente –Decía el juez. —Sin duda, si un acto irresponsable perjudica a otros, quien lo cometa debería ser sancionado. —Y en eso tiene razón: no hay inocentes, me dijo Alejandro no hace mucho ¿Lo recuerda? —Se lo conté.
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—A propósito –Recordó de pronto Efraín —Este Arsenio, a cuyo velorio me dispongo a ir, puede ser que Usted lo haya conocido. Tenía un puesto de verduras y frutas en el mercadito Buelna y, pese a todo, algunos rasgos de bondad. —Se dice que, al caer la tarde, repartía la fruta pasada, gratis, entre los vendedores que expendían su mercancía en carretas, por el rumbo del barrio en que Usted vive. —Puede ser –Dijo Julio. Alguna vez vi a alguien haciendo eso con el viejo Domingo. —¿Ese era el tal Arsenio? —Parecía una buena persona. —Sí. Mucha gente lo parece.
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Pero el tiempo pasa
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on sus compañeros de generación, requerido con insistencia, Julio se reunía algunas veces para recordar, y extrañar hasta la pena, cuando se era joven. En los primeros años las jornadas duraban hasta bien entrada la noche, cuando se podía porque ya no se puede como no sea a riesgo de no regresar. Además de esos peligros que son el pan de cada día en este pueblo atrapado por todo tipo de delincuentes, no había ocasión en que no circulara la noticia de la muerte de algún compañero. Que se murió fulano o fulana, decían, de reojo, con el temor de que al año próximo, festejando otro aniversario, la cuenta les incluyera. Fue durante un tiempo a esas reuniones donde se producían intercambios de las ideas más irrelevantes, vestidas de esa falsa sapiencia que es reconocida sin más a cambio de que se ensalce la propia, y otras con frecuencia preocupantes por la simple claridad de lo evidente. Sin embargo, luego de una rudimentaria esgrima verbal, sólo encontraba ahí sonrisas forzadas. Detrás, el hartazgo, la molestia, la falsa cortesía. Una clara percepción de agresión en los rostros huidizos era percibida y cada quien se quedaba en un mundo indefinido, como no fuera por el hastío, diciéndolo de manera amable. 347
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¿A qué iba? En realidad no lo sabía. Desde hacía tiempo, la obligatoriedad de ciertos rituales sociales ocupaba lugar en sus animadversiones cotidianas. El saludo, la sonrisa afectada, la palabra medida. Todo era un asco, en realidad, pero igual cumplía con aquellas exigencias de la veleidad. —¿Cómo has estado? —Hace tiempo que no te dejas ver ¿Qué haces? Las preguntas de rigor. —¿Y que, en verdad le importaría al inoportuno lo que hiciera? –Pensaba Julio. —Probado estaba que una vez dada la información ni siquiera se registraba y los nombres de invitados, nuevos o aparecidos, quedaban en el olvido un instante después. A la vista de las compañeras de generación (habían pasado casi cinco décadas) casi nada recordaba. La novia que tuvo no iba, vivía en otra ciudad pero seguro estaba que no la reconocería. Fue por eso que propuso que se pusieran un letrero, una etiqueta al frente con su nombre, única forma de saber quiénes eran. Lamentable, pero necesario. Antes de que la medida fuera aceptada, recordaba que en una de esas reuniones percibió una mirada penetrante a sus espaldas y se volvió. —¿Cómo estás? —Le dijo una señora entrada en carnes (lo que es un eufemismo). —Parece que el tiempo no ha pasado para ti. —Pero no te reconocía, por la barba. Estuvo unos momentos sin saber qué hacer porque no sabía quién le hablaba y no portaba nada a la vista que le indicara su nombre, como él había sugerido y que, ahora se veía, era absolutamente necesario.
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—No te preocupes, no recuerdas quién soy. Tampoco en la escuela sabías quien era. Tú te movías en otra parte. —Sí, en otra parte, en casi todo lo que presentaba una motivación. —Me hubiera dedicado a carpintero –Pensó Julio. —Habría hecho cajitas de madera. En eso pasó un conocido y saludó a la platicadora: ¿Cómo estás Laurita? Por fin, pensó Julio, y se tranquilizó. —Ni lo pienses, no sabes quién soy –Le dijo la susodicha y siguió su camino (que era dar vueltas alrededor del pequeño salón de fiestas). Creyó ver una mirada de rencor y la mujer volvía la vista cada tres o cuatro metros, parecía que sonreía. —Si pudiera, es probable que me asesinara –Se dijo Julio. —Pero no, es una exageración. —¿Por qué habría de hacerlo? —Ningún daño le he causado. ¿Ninguno? Creyó escuchar como un eco: “me humillaste, me hiciste sentir como un ser repugnante y eso no se olvida”. —Sí hay un motivo válido. No lo niegues. Era un diálogo imaginario, disparatado pero perfectamente posible. Esos reclamos puede que nunca se hagan pero de que están ahí, lo están, sin duda. Los veía en cada uno de sus ex compañeros. Se cruzó con el que hacía de escritor y se codeaba con los intelectuales, por así decirles, de la ciudad pueblo. —Leí tu ensayo. Está bien –Agregó, con aire de condescendencia y de quien aprueba desde lo alto.
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—Pero no aterriza –Comentó el intelectual casi a sus espaldas a otro que dijo no haber entendido. No había problema porque en realidad le tenían sin cuidado las opiniones, buenas y malas, sobre su trabajo, fuera en el Juzgado, en un periódico o revista, en cualquier parte. No le inquietaban y sólo las oía, cuando la imprudencia se las hacía llegar, con desgano. Él mismo se consideraba un tanto manierista porque le asaltaba la idea de recrear a Dostoievski o a los grandes narradores rusos, pero se sabía lejano de “la manera” de hacer literatura de aquellos a quienes admiraba pero no envidiaba en absoluto (lo que, ciertamente, le parecía pretencioso). —Si se los dijera, lo comentara o me lo escucharan, esos críticos de banqueta tendrían material harto para sus tonterías –Concluía. Era en realidad algo gratuito porque, fuera de algunos manuales y guías académicas, la obra literaria siempre había estado pendiente. Como fuera, aquellas incomodidades las pasó algunas otras veces (al parecer su singularidad le había acarreado reclamos que se guardaron mucho tiempo) pero igual siguió yendo a las reuniones, al menos una vez al año, porque, en realidad, ahora le quedaba claro, iba para ver cuántos quedaban, cuántos habían muerto y cuántos estaban cerca, lo que percibía con la sola apariencia. A veces esa indagación se complicaba porque esperaba que la información saltara en el curso de la conversación vacía. No preguntaba expresamente y si no se tocaba el tema comenzaba a mostrar signos de desesperación. Nunca aceptaría, sin embargo, que fuera el morbo lo que motivara aquel interés que, bien visto el asunto, se antojaba insano.
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—Hay que estar al día –Decía para sí, pero no se lo creía. Era que, al igual que la gente que criticaba a veces con ferocidad, él también estaba atrapado en el círculo perverso del morbo colectivo. En el teléfono de la mercadotecnia tenía números que no sabía de quienes eran. En los ratos de ocio los marcaba. Después se enteraría de que habían muerto, que ya no estaban en el país o que habían cancelado todo contacto con ese mundo que les hartaba. Al llegar a la reunión todo era sonrisas y abrazos (cercanías que nunca le agradaron) y, pasado el momento de la tertulia cuasi obligada, venía el alejamiento de la cercanía, llegando al grado de que hablaban sin escucharse esperando solamente que el otro callara y se fuera. El rato más agradable era cuando aquel compañero o compañera se sentaba en silencio, cruzaba una mirada y nada decía. Lo que se compartía en esos momentos no tenía qué ver con los sujetos, casi inmóviles, frente a frente, sino con la circunstancia y el sentimiento etéreo, que parecía sobre volarlos, existiendo de manera independiente, al margen de quienes lo compartían pero que nunca lo usarían para de veras relacionarse. Era un hecho que no sabía cómo podría resolverse. —Nunca. Que así se quede.
XXXIX
Sin pasión alguna
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n estos tiempos de las redes, que eso son (como dice Kusturica: la humanidad está convertida en rebaño, como ovejas que, voluntariamente, renuncian a su personalidad) la individualidad se pervierte hasta ser irreconocible. Así como la moda es el agotamiento de la imaginación, la “comunicación” moderna es la cancelación de la búsqueda, la aceptación de la divisa externa, del precepto ajeno que configura conductas y reacciones que de otra manera serían impensadas para el sujeto. Ese caso, el que ahora iba a finiquitar el juez Julio, ratificando por fin la sentencia que salió de un jurado primerizo, pero muy satisfecho de su papel, era de esos que parecen cruciales, que así se presentan en el rejuego mediático que requiere materiales que impresionen pero que son irrelevantes en el fondo, aunque necesarios para las conciencias medianas que se nutren de los dramas ajenos. Las tragedias en las redes se explican por el abandono de lo importante (lo que tiene relevancia para la existencia en un marco racional) y la esclavitud de la veleidad; los dramas son en realidad comedia que rebasa sus límites, pasando de la carcajada a la pena. La actitud ante la muerte, que siempre 353
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se ve de lejos aunque esté a la puerta, mientras no entre, se permea de estupidez; los gestos y las palabras se acomodan a una especie de guion que nadie sabe de dónde salió pero que está en todas partes. Cosa de “los tiempos que corren”. —¿Quiere saber cómo sucedió? –Le preguntó Alejandro y, sin esperar asentimiento, agregó: —Como un ejercicio, sin pasión alguna. —Casi al amanecer estaba dormida, ebria y drogada, como siempre. Hubo una espera hasta que despertó. —Es la hora –dijo. Tienes que cumplir lo que me prometiste. —Miró a su alrededor y luego a su ejecutor, la mirada cómplice. En realidad ambos serían culpables. Después la daga cortaría su cuello –Siguió el relato, un tanto impersonal. —Eso es lo que está, exactamente, en su confesión y, si mal no recuerdo, fue la relatoría de los detectives, tal cual. —Observó Julio. —¿Detectives? —¿No le da cierta pena? —Como sea, los investigadores del caso, y repite Usted su confesión, la que se dio por buena durante todo el juicio. —Agregó Julio, cada vez más interesado por el giro que estaba tomando esa conversación. —Yo no la redacté, pero sí la corregí. Me gustó la forma en que los iletrados contaron la historia, aunque en su aparato todavía no saben escribir un informe con propiedad. —Hasta a mí me convenció el fiscal, no lo podía hacer quedar mal —dijo Alejandro. —Además, recuerde a Ulpiano: el confeso se tiene por juzgado.
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—Pero no me dice nada nuevo –Insistió Julio. —Desde luego que sí. Se lo estoy diciendo, no me decepcione. —Sé que a ustedes les escandalizó que se tratara de mi madrastra, la que me recogió una noche de frío y soledad. Pero ¿Sabe Usted porqué lo hizo? ¿Considera la acción como una muestra palpable de bondad desinteresada? —De ahí lo abominable de mi crimen, dijo el fiscal ¿Lo recuerda? —Pero no fue así, yo no era más que un pretexto de su existencia y pronto fui su sirviente, su objeto para presumir caridad, el adorno de su presunción de beata. Por eso nunca me inquietó en lo más mínimo la idea de eliminarla, quitarla de mi vida porque ¿Sabe? Llega uno a estar atado. Ya lo hemos comentado. Además, era evidente que ella también quería desaparecer y así lo sugería, primero en su mirada y después, cuando se dio cuenta de que se entendía, lo pidió abiertamente. Y si no era yo, alguien sería… —En las noches de silencio, las miradas huidizas y la atención puesta en los movimientos del otro, como antes de accionar las armas en un duelo, me proyectaba todos sus rencores y yo sufría. En esas veces en que hablaba concediendo al sentimiento profundo, pero preñado de odios, es que sugería morir. —¿Estarías dispuesto a matarme? –Me preguntaba una y otra vez. —¿Porqué? –Le respondía. —Si te quieres morir hazlo tú misma. —Soy cobarde, decía. La idea de más dolor me repugna, que lo traigo por esos condenados bichos que me consumen.
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No sería capaz. Pero si tú no te atreves es que también eres cobarde. Deberías hacerme el favor. —Teníamos entonces un compañero en aquellas reuniones horribles, que escuchaba con atención. Yo lo había llevado pues me servía en algunos trances. Ese era un tipo bastante apropiado para las cosas más impensadas. —Se lo presenté y se hizo su amigo, o al menos eso parecía, y rara vez hablaba. Manuel, se llamaba, o se llama. Luego pasó lo que Usted ya sabe. —Así fue y si hubiera sido de otro modo creo que de todos modos estaría muerta, aunque en esa ocasión cualquier cosa pudo alterar el curso de los acontecimientos porque, en realidad, no importaba mucho. Igual me habría ido. —Lo que espantó a las buenas conciencias es que captaron esa indiferencia de su parte –intervino Julio. —Esa actitud sin ningún respeto a la vida. —Por lo que a mi toca, lo que sigue sin quedarme claro son sus motivos reales… —Sería el hastío porque, habiendo motivos de esos que la gente común vería como justificaciones, no eran lo importante –Admite Alejandro. —Lo que pasó es que, un día, así nada más, imaginé cómo sería mi vida estando ella ausente y, la verdad, no encontré gran diferencia. Ya se lo he dicho. De todos modos, es un hecho, está en los papeles. —Hablo de ese caso porque es el que Usted ha tratado. —¿Hay otros? –Preguntó Julio de nuevo y, otra vez, solamente la sonrisa enigmática del condenado. —Para que dos personas permanezcan juntas durante años, que en los matrimonios se pase por los rituales de las
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bodas de esto y aquello (los muchos años, esa estupidez) o de los aniversarios simples, se requiere de gran abnegación o una gran dosis de tontería. Si una evaluación desprejuiciada de la realidad y la inteligencia de una de las partes (que puede ser la esposa, la madrastra o la amante; el esposo, el padrastro o el amante) se imponen, la ruptura es inevitable. Pasados los años, como ya le dije, el amor, su figuración, que no es otra cosa, no existe. Al final se impone el deseo de vivir sin ataduras, que todos tenemos pero que la mayoría no puede llevar a cabo porque la necesidad se lo impide. Es la necesidad, precisamente, lo que conserva las relaciones. Satisfechas las necesidades, y las materiales en primer lugar, la actitud cambia como por arte de magia. Las mentiras parece que se creen y se dicen como verdades, pero sólo parece. Así que llega un momento en que los odios afloran o resurgen, porque en realidad siempre han estado ahí. —¿No lo cree Usted así? –Le dice Alejandro. —Es una forma de verlo. Pero no es mi forma. Yo creo que la bondad existe y que también juega en las relaciones, las hace duraderas y firmes –Repuso Julio. —Le guste o no, lo que digo es la realidad, la que no queremos ver porque todos apostamos a las figuraciones –Insiste Alejandro que, por momentos, parece cansado y dispuesto a cerrar el tema. Julio lo observa y ratifica su impresión de hace unos días, parece enfermo. En realidad se ve bastante mal. —Es lo que pasó en el caso de mi madrastra, la que maté, según todas las pruebas, las indagaciones y el criterio del jurado que las conoció. ¿Vio Usted alguna injusticia en ello? —Me refiero a una cuestión de fondo, no a la aplicación de la ley –Inquiere Alejandro.
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—Esta sociedad sólo sabe hacer derivaciones si tiene las evidencias, o lo que cree que lo son, frente a sus narices. Le aclaro: ella entra al análisis que hago porque es un polo de la emoción, de la convivencia que permanece mientras la necesidad está presente y luego por la fuerza de la costumbre, que es bastante. Mire si no a cuantas parejas se les ata por esa fuerza y nada más. —Pero estábamos en que todas estas cosas tienen qué ver con la necesidad de la convivencia, el temor a la soledad y luego el deseo de libertad, de romper las ataduras. —De nuevo, le pregunto ¿No lo cree Usted así? La verdad es que el juez Julio sí lo creía así, pero pensaba que manifestar su acuerdo era dar ventaja a su interlocutor, lo que no deseaba. Sin embargo, sus silencios eran asumidos por Alejandro como el reconocimiento y el acuerdo. El juez se daba cuenta pero igual dejaba que las cosas así se dieran. Al paso de los días, con la inminencia de la ratificación de la condena a muerte recomendada por el primer jurado que en este país abordaba un caso así, el juez había dudado más. Consideraba al acusado perfectamente capaz de una acción así, y sospechaba que había otras que no estaban formando parte del caso. No era, desde luego, Alejandro inocente. Pero ¿De qué? ¿Y acaso hay inocentes? ¿No somos todos culpables de algo? Ha de ser el cobro del karma ese, que cuando presenta factura no define la causa central, porque hay muchas causas. En Julio surgían pensamientos que le asustaban. El problema, pensaba, es que a él tampoco lo inquietaba en lo más mínimo aquella historia. En el fondo le parecía irrelevante la pérdida de una vida, la comisión de un crimen ¿La sentencia de muerte? En realidad también, se decía.
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—El caso es que no me agrada la responsabilidad de dictarla y menos cuando sé que irá al consumo de la turbamulta. ¿Y cómo fue que pasó del respeto a la observancia de la ley, el convencimiento en el orden y el estatus legal, al desprecio por una justicia engañosa? No sabía cuándo, pero sí cómo. En ese sistema no se podía dar un solo paso sin rodar por el lodo; los principios, las ideas, la ética y la deontología no tenían lugar, todo era una patraña y muy pronto se vio obligado (era inevitable, no se podía actuar ahí de otra manera) a formar en la fila. Cada caso, cada procedimiento, cada alegato, le hundía más. Era un sucio juego de simulaciones que todos en el ámbito conocían, como la vestimenta ridícula de los jueces en otros lugares, la búsqueda de la solemnidad por la apariencia. A últimas fechas todo eso lo tenía alterado, indispuesto, al punto de la ira. —Y tener que ocultarlo –Decía para sí.
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Hasta que me cansé
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odo había sido un tanto raro. Ese crimen se había cometido 20 años atrás y, de pronto, se reabre el caso y, casi de inmediato, dan con el asesino. Julio supo después que alguien había enviado los datos a la gendarmería que presumió de una investigación que no hizo, como siempre. Fue por allá a mediados de los ochenta del siglo pasado cuando apareció muerta Lucila, habitante de la Ferrocarrilera, de fama oscura. Señora que era vista con temor y morbo por los vecinos, los mismos que la descubrieron con la garganta cortada, en medio de la sala de su casa. Fue uno más de los crímenes que en estos lares se cometen de varias maneras a diario, muchos de peor factura, y sólo el seguimiento amarillista le dio al hecho más importancia. Aquí amanecen muertos, asesinados, cerca de la decena, casi todos los días y se tendría que matar a cientos para que a estas alturas, rebasada desde hace mucho la capacidad de asombro, se moviera la inquietud general. Como siempre, nada se supo y pasó el tiempo, pero un día llegó la información a la policía. Más que una aprehensión, lo de Alejandro fue una entrega y muchas cosas no tenían sentido. Cuando la policía fue por él, puso una cara de asombro. 361
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—¿De qué se trata? —Dijo, y los gendarmes no captaron una media sonrisa del detenido. De lo que pasó después, Julio se enteró puntualmente. Una vez preso, con Alejandro habían hecho lo que con todos. Lo torturaron, le quebraron los dedos de los pies, le asfixiaron y cortaron, lo que siempre hacían con los detenidos aun cuando ya hubieran confesado lo que ellos dictaran. Para esa turba de policías, era casi como una práctica inviolable. —¿Qué necesidad? –Se cuestionaba Julio con disgusto —la tortura nunca es necesaria. —Será, pero lo es para que las cosas que se admiten adquieran credibilidad. Si uno se resiste a admitir que es culpable de esto o aquello y luego se ve forzado a reconocerlo, se disipan las dudas. Al menos eso piensan los gendarmes de su tierra, que es la mía también. —¿Ha leído lo que Foucault dice sobre la confesión y la tortura? Es interesante –Agrega Alejandro. —Foucault dice que la confesión, como acto del sujeto delincuente, “es un documento complementario de una instrucción escrita y secreta”. Pero la confesión, agrega, no puede “conseguir por sí sola la condena”, ya que se debe acompañar de “indicios”, de “presunciones”, es decir, lo que ustedes llaman pruebas. —Esa observación es bastante razonable porque, como el mismo Foucault advierte, “se ha visto a acusados que se declaraban culpables de delitos que no habían cometido”, de ahí que el juez, el buen juez, supongo, debe hacer sus investigaciones, sobre todo si lo único que tiene, en realidad, es la confesión. Pero ésta, ya se sabe, es tenida como la mayor prueba y eso sólo da cuenta de la terrible debilidad
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de la certeza jurídica, que se tiene que amparar en el dicho, el simple dicho, del confeso y puede suceder que nunca sepa si es culpable de veras, o no. —Pero, como la confesión es la madre de todas las pruebas, se hará lo que se pueda para conseguirla. A confesión de parte relevo de pruebas, suelen ustedes decir, aunque en el fondo, y sabiendo cómo se obtienen muchas de esas confesiones, por no decir todas, en su pueblo, eso suena un tanto estúpido. —Alguien puede confesar hasta para vengarse de sí mismo, y de ustedes, o porque le da la gana. Como sea, para conseguirla es que hace lugar, en hablando de autoridades y policías ineptos, la tortura, que tiene su atractivo, sin duda – Le decía Alejandro al juez Julio, que escuchaba con atención. —Pero la tortura también es muy ineficiente. En lugar de obtener la verdad, como tal, el torturador obtiene una verdad, que generalmente es la que ya sabe, es decir, la que ya estableció como cierta. En cierto momento de la tortura más bárbara, hasta el más reacio a confesar dirá lo que quieran que diga. Pero hay un detalle: si el torturado ya sabe lo que habrá de decir, porque además se lo dejan claro sus ineptos interrogadores, y tiene su propio juego, hará del proceso una caricatura a la que pondrá fin cuando quiera. —Eso es del todo cierto, se lo digo por experiencia –Agregó Alejandro, para incrementar las preocupaciones del juez. —Ahora que, también lo advierte Foucault, dar a la confesión todo el peso, o ampararse en ella para suplir las dudas de un proceso que no tiene más basamento que dichos y presunciones, tiene sus asegunes, porque si el enjuiciado no
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acepta su culpabilidad, incluso con la peor de las torturas, lo cual, siendo, en mi opinión, improbable, es posible, entonces la prueba mayor se cae. —La confesión, en esos casos, como sospecho es el mío (ustedes tienen la evidencia de la víctima, arma y dicen que motivo, pero nada que me ubique en la escena del crimen de manera efectiva, incontrovertible). —Pero, no se preocupe: yo confesé. —Y cuando hay pruebas irrebatibles, la confesión refuerza un veredicto; cuando no las hay, la confesión puede ser una trampa del confeso ¿No lo cree Usted? —¿Por qué no alegó eso? ¿Por qué no dijo, para salvarse, que lo único que teníamos era su confesión? –Le dice Julio. —También ¿Por qué no denunció la tortura y el que lo aprehendieran sin orden? —Porque no. Ese era el juego, yo quería que lo hicieran. —Confiesa, tú la mataste, decía el “investigador”, y yo callaba. El seguía golpeando, cortando, amenazando. —¿De qué te ríes? ¿Acaso estás loco? —Y yo seguía sonriendo, sin hablar. —Así fue hasta que me cansé, porque ¿Sabe Usted? Yo me había fijado un plazo. Él también administraba sus tiempos, el tipo de tortura, la dimensión del daño. Es un juego entre torturador y torturado, hasta que una de las partes decide darlo por terminado. —Entonces le dije: dame ese papel para firmarlo. Y lo firmé. De esa manera, además, fui yo quien puso fin al juego y les impedí seguir disfrutando, porque ha de saber que todos esos están enfermos sin remedio. —¿Y luego?
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—Nada, me llevaron de nuevo a la celda después de pasar por el hospital y a esperar. Es todo. —Algo no cuadra. —¿Qué? Firmé lo que quisieron, lo que se dice que pasó. Porque pasó, sin duda. En esos momentos Julio se ve tentado a preguntar, directamente, lo que no hizo durante el juicio: ¿La mató usted? ¿De veras la mató y su confesión es la verdad? Porque, en realidad, no tenemos más que su confesión. —Lo confesé y eso es lo que importa para su sistema y sentido de la justicia. No hay nada más que aclarar. De nuevo, el silencio. Julio percibe que algo no anda bien y Alejandro, de todos modos, sonriente frente a él, será ejecutado. —Yo lo vi a usted. Una vez, hace muchos años –Le dijo de pronto Alejandro. —Iba a una fiesta de estudiantes, llevaba calcetines blancos y corbata de esas que se enganchaban, ya con el nudo hecho. Iba emocionado, se le notaba. —¿Cómo fue eso? ¿Dónde me vio? Yo no lo recuerdo –Dijo Julio. —Claro, Usted no me vio, pero eso no importa, el hecho es que lo vi. —¿Vivía Usted por mi barrio? ¿Acaso pasaba por ahí, simplemente? —Pasé, sí, eso fue. Y lo vi, lo recuerdo bien porque no ha cambiado mucho. Tiene la misma cara de niño asustado. —¿Se divirtió? ¿Bailó con las muchachas? —Esa tarde me quedé pensando en cuándo iría yo, pero la verdad es que nunca fui, nunca participé de esas fiestas, no las tuve.
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—Además, le confieso, nunca he sabido bailar. Algunas veces, es cierto, ebrio, lo hacía, o eso parecía, pues en realidad era patético. Daba brincos de aquí para allá y desplantes que, intoxicado como estaba, me parecían ingeniosos. —Y ya sabe Usted, no hay peor ridículo que el del ingenioso que se lo cree, sin serlo. —Sin embargo, un hermano que tuve sí que sabía bailar. Volaba, casi, y no exagero. Lo hubiera visto…. —Creo, me parece, que Usted sí lo sabe hacer, se le nota… como todo hace con cierta propiedad… —Pero no le envidio ni tengo el menor rechazo a su persona. Usted me cae bien. —Llevaba calcetines blancos, no se me olvida. Julio no lo puede evitar y vuela en el recuerdo. Eran días propicios a la felicidad relativa, piensa, y sonríe, levemente, de la única forma que puede. Enseguida le asaltan dudas: —¿Cómo fue que Alejandro me vio? —¿Por qué lo recuerda de manera tan vívida? —¿Quién es en realidad?
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En el momento oportuno
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ulio tenía gran resistencia a la convención de los obsequios. Ya se sabe: que el día de esto y de aquello, el onomástico, el cumpleaños, el de los géneros y parentescos, las fiestas tradicionales y en fin, cosa de casi todos los días hasta que, para esas mentes inconformes, se torna repugnante. Claro que esas fechas uno no tiene por qué considerarlas, decía, como obligación, pero ahí están y no falta quien nos lo recuerde. En el mes de mayo hay 21 días de festejos, desde el Día de la Santísima Cruz hasta el Día de África, pasando por el del Trabajo, la Madre y el Maestro. Creo que hay más y, por si algo faltara, no faltan simples que se inventan otros: que el día que nos conocimos, que el primer abrazo, que la primera vez que fuimos al teatro, cuando nos vimos en un elevador… Parece exagerado y ridículo, pero así es. —¿Sabe Usted que, nada más la onu, ha decretado sesenta días para festejar desde el Día del Agua hasta el de las Cooperativas? –Le decía a Efraín. —Y en días pasados me enteré que ahora hay un Día Mundial del León –Contestó el secretario. —¿Del león? ¿Habla Usted en serio? No es que tenga nada contra los leones pero la verdad me parece excesivo –Dice Julio. 367
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—Por otra parte la cosa se puede complicar todavía más porque ¿No tienen el mismo derecho los demás animales de la creación? ¿Se imagina? ¿De dónde se van a sacar tantos días? —Como sea, en lo que toca a las familias y las cercanías mayores, los días de festejo son además de regalo obligatorio y eso es lo que más me ha incomodado siempre. —Ahora que, bien visto el asunto, las cosas hay que darlas en el momento adecuado; tenerlas en el instante oportuno y las fechas salen sobrando. Efraín había llegado a pedir cooperación a su jefe para comprar un pastel, porque era onomástico de una empleada del tribunal. El secretario sabía la reacción que tendría el juez, pero igual lo hacía cada vez que eso se presentaba, y eran muchas veces a lo largo del año. —No es que sea yo tacaño o reacio a dar, sino la obligación es lo que rechazo, decía, pero Julio entregaba su cuota para aquel pastel que, además, no probaría. De niño, recordaba Julio, ansiaba enormemente un rifle de postas y no lo tuvo. Ya de grande lo pudo comprar pero ninguna emoción le trajo. Lo mismo le pasó con los carros de fricción, populares por aquellos tiempos; ya entrando a la vejez, con cierta liquidez para lujos menores, compró carritos de colección, guantes de béisbol, balones, y muchas otras cosas más. —La mayoría de las cosas que ansiaba en la niñez las tuve después, cuando ya no las puedo disfrutar, amontonadas en los rincones de los desvanes. —Así no es… –Se lamentaba. —Fue en la frontera, unos días después de la Navidad, días de frío en callejuelas empinadas, lodosas, ya hace mucho.
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—El rifle estaba a unos metros, pero en otro país, y un tío mío, joven aún, ebrio hasta el extremo, prometió comprármelo. —Recuerdo que mi tío pasaba frente a la casa de su madre, donde nos hospedábamos y creo que éramos recibidos de mala gana, trastabillando, y sus conocidos del rumbo le gritaban: ¡Otra vez en la uva! –Y mi tío sonreía. —Mañana, me decía. —Cruzaremos la línea, iremos a la tienda. —Pero llegaba el día siguiente y mi tío seguía ebrio, o dormido. —Esperé, angustiado, hasta que tuvimos que regresar mi hermana mayor y yo. —No lo hizo, no me compró el rifle de postas. —Ahora tengo uno, que en ninguna ocasión he usado. Está ahí, en una esquina de mi recámara y es fino, supongo. —Pero en nada se compara con aquel que no pude tener cuando mi infancia lo reclamaba. —Yo tuve algunas cosas —dijo Efraín, por su parte. —Pero, mire, también sucede que, aunque parezca que se da a tiempo, no es así, o el resultado no es la alegría esa que Usted y yo extrañamos. Si se da nada más porque no hay de otra, por convención, el desenlace es el mismo: el ánimo se pierde, el objeto no es más que una piedra en el río. —Por cierto ¿Sabe, Efraín, que Alejandro cumplirá sesenta y seis años el próximo domingo? —Lo sé porque vi en su expediente la fecha de su nacimiento, la que el declaró ¿Sería adecuado hacerle algún obsequio? ¿Qué opina Usted?
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—Puede ser, nada se quita. Un gesto amable siempre es bien recibido, pero ¿No está Usted contrariando su posición sobre estas cosas? —Acaba de decir que repulsa de los obsequios en fechas consabidas… —Es distinto, nadie vendría a pedir cooperación para comprarle un pastel a Alejandro. El domingo por la mañana el guardia le entregó un libro al condenado. Era Carta al Greco, de Kazantzakis. —Se lo manda Don Julio –Le dijo, mientras sonreía amigablemente. * Los días ya pasaron pronto, como en la vejez los años, y las horas eran largas en la espera del final. La espera, esa que sacaba de quicio a Alejandro y también a su amigo, el juez, ambos presos de una extraña ansiedad por el movimiento constante. Se veían casi a diario, con la urgencia de compartir las penas de los recuerdos que lastiman. —Déjeme contarle algo que todavía me apena un poco – Dijo Alejandro al juez, la tarde anterior al día de su ejecución. —Una vez, en las primeras horas del día de Navidad, me di cuenta de que a mi hermano le habían dado el regalo que yo quería, porque hurgué debajo de su cama. Lo cambié de lugar y lo puse bajo la mía. Por la mañana hubo gran escándalo pues mi madre aseguraba que lo había puesto en el lugar correcto, que no era el mío y, de alguna manera, todo mundo se enteró del cambio y la sospecha, luego la certeza,
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de que había sido yo quien lo cambiara de lugar, llegó sin falta. Sólo yo había podido hacer el cambio, no había duda. —Fue un motivo más para que mi padre reafirmara la opinión que de mi tenía –Agregó. —No tengo claro cuál era esa opinión sin duda ominosa, ni la razón que la motivara, pero no había duda de que era rechazado por mi padre, que me veía como extraño, lo que se fue acentuando al paso de los años. La actitud de mi madre hacia mí era también un tanto extraña, si bien no podía ocultar una suerte de amor en su mirada, pero me parece que abrigaba un sentimiento de culpa por algo que yo, en definitiva, ignoraba y sigo ignorando. —Como sea, volviendo a mi relato, después de aquella Navidad, en la víspera del segundo día del nuevo año, entrada la noche me fui de la casa. Lo hice a escondidas, desde luego, pero mi padre me vio y yo lo vi. Nada hizo por impedir que me fuera, como si se tratara de un acuerdo tácito entre los dos. Pasé por la recámara donde mi madre dormía y no sé si me vio pero recuerdo que escuché sollozos acallados. No entré, lo que podía hacer, pues mi padre caminaba por el patio, sólo adiviné su silueta frente a la ventana. Ella no volteó pero seguro estoy que sintió mi presencia. Luego abrí la puerta del frente, traspuse la reja y tomé camino. En el trayecto me asaltó un terrible desasosiego. Parecía que caminaba kilómetros y que tardaba siglos pero, poco a poco, con el aire de la noche en el rostro vino una calma bondadosa. Era la primera vez que sentía una tranquilidad así. Además, algo me decía que me tenía que ir, que yo no era de ahí. —Caminé con rumbo al poniente, hasta más allá de las vías del ferrocarril, siguiendo la ruta del viejo tren, donde
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se cruzan, y me quedé dormido entre los rieles del patio de descarga. —Cuando desperté, una mujer estaba frente a mí, observándome. —¿Qué te pasa? ¿De dónde vienes? –Me dijo. —Vente, vamos a mi casa. Y la seguí. —Poco después me di cuenta de que, en realidad, no estaba tan lejos de donde me fui, pero tuve la seguridad de que con esa distancia, en esos tiempos, sería suficiente. El deseo de la ausencia es lo que cuenta y ese estaba allá conmigo. —Quizás no me lo crea Usted, pero en cuarenta años no crucé el eje central de esta ciudad y siempre me quedé al poniente, donde baja el Sol, hacia el mar, y cuando viajaba, siempre como lo hice si no había que atravezar el mundo, en autobús, y tenía por fuerza que pasar por el bulevar M, cerraba los ojos durante todo ese trecho. No porque recordara algo, sino por una fuerza interior que así me lo ordenaba. —Tengo la impresión de que Usted entiende perfectamente lo que le digo porque sé que ha vivido de siempre por el rumbo… Fue hasta después de la ejecución, entre las miradas huidizas de sus colegas y de la turbamulta que vio satisfecha su exigencia de justicia, que Julio comenzó a hacer memoria: el mozalbete que se escapa de su casa, que lo conoce, que lo ha visto… ¡Alejandro! ¡Se llamaba Alejandro! Era el hijo de Andrade…
XLII
Al filo de la medianoche
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esde que el día empezó nada ha funcionado correctamente para Julio, lo que es normal en estos lares. La computadora, que en mala hora dejó atrás a la vieja Remington, más lenta que de costumbre, o es que se percibe más claramente esa lentitud; el teléfono que se interrumpe, cae al silencio, que no se escucha aunque en realidad no le interese hablar con alguien. Mejor así, que las horas pasen, se dijo, y recurrió a lo que hacía de un tiempo a la fecha: hacer como si nada importara porque en realidad nada importaba… dejar pasar las horas, que sabía ya no eran muchas, en la farsa de esa modernidad que le había quitado la escasa tranquilidad que le quedaba. Julio era reacio a las “nuevas tecnologías” porque intuía que, detrás de las figuraciones lo que estaba era un vil mercadeo y, junto, la aprehensión de los incautos que confiaran en la bondad irrebatible de tales artilugios, que tenían sin duda para él la condición de ardid. —Los satisfactores se deben evaluar en función de sus resultados positivos y, dígame –Le decía a Efraín. —¿Cuáles son los beneficios reales de esos aditamentos? ¿Los necesitamos realmente? 373
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—No son más que trampas de esa modernidad de lengua que padecemos. Por la tarde del último día para firmar la sentencia, Julio sorprendió a su secretario cuando le dijo: vayamos a la cantina. —Piénselo bien. Habrá mucha gente, y preguntas y miradas. —No importa, se les ignora con amabilidad y ya. —Además, Usted no bebe desde el Año Nuevo. Ya lo sabe, se pone mal durante días. —Desde luego, es Usted el más indicado para decírmelo –Le responde Julio, con un sentido que a Efraín le pareció del todo evidente. El juez sabía de sus debilidades, ya no le quedaba duda. —Vayamos –Reiteró Julio, dando por terminada la charla. Cuando llegaron era todavía temprano y los clientes habituales no estaban. Esa cantina era frecuentada por vagos de todo tipo que gustaban de parecer intelectuales o libertinos comprometidos con quién sabe qué cambios de esto y aquello, pero eran gente simpática. Tocaba ahí una banda de músicos un tanto estrafalarios, que eran imágenes vivientes de la habilidad que pierde relevancia porque en realidad su destreza era notable y el cliente común parecía no apreciarla en absoluto. Dos de ellos habían sido, o eran, profesores de música y, ya se sabe, eso no alcanza, así que se iban a tocar a la cantina pero, en opinión de Julio, se habían metalizado y él ya no les pedía piezas que cobraban sin falta. Le pidieron al mesero, viejo conocido, un par de cervezas y fueron a sentarse en una esquina del tugurio. Los músicos tampoco habían llegado y la dueña del establecimiento,
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que había sido esposa de un prensista en el periódico local más antiguo, vio con preocupación a la pareja de amigos. Conocía a Julio desde hacía años, cuando acostumbraba reunirse a conversar con los periodistas más viejos. Siendo joven, era aceptado por aquellos que hacían profesión de la burla, a falta de otras ocupaciones, y no admitían a carentes de ingenio, ni aquellos que no pudieran captar la ironía tan solo en el gesto. Casi todos de aquella pandilla habían muerto o estaban inhabilitados físicamente y de la clientela actual nadie les recordaba y muy pocos les habían conocido. Julio y Efraín se acomodaron en una mesa que justo encajaba en la esquina sur poniente del establecimiento, desde donde podían ver quién entraba y quién salía. Pasaron las horas y Julio no aceptaba retirarse. Cuando llegó la clientela habitual algo percibieron todos, de modo que el temor de Efraín no tuvo referente, porque saludaban desde lejos y no se acercaron a la mesa. Algo extraño flotaba en el aire y no era cosa de ir a averiguarlo. —Parece que estamos apestados. —Mejor así, es preferible con nadie hablar… a como están las cosas. —¿Cree Usted que esta gente tiene miedo? —No serán ellos los responsables de una ejecución que, estoy seguro, todo mundo finge que le apena pero la esperan con ansia. —Ha de ser la reacción frente al verdugo, porque eso soy. Pero el ejecutor sigue órdenes. —Ya no le dé más vueltas, se lo dije, es mejor que nos vayamos y además hay que entregar la sentencia. Usted sabe
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que el tiempo se agota. No dé motivos para que lo descalifiquen. Hasta que tiene miedo han de pensar. —No sea idiota –le dijo Julio con la misma dureza de la mañana a Efraín. —Si no tiene miedo el que será ajusticiado ¿Por qué habría de tenerlo yo? —La duda, es la duda que tiene desde hace rato. No está convencido –Le aclaró Efraín, ya dispuesto a entablar una discusión. —Eso ya no importa. Creo que nunca ha importado –Se limitó a responder el juez. Más tarde, casi a la medianoche, perfectamente ebrio hasta la sobriedad, escoltado por su fiel secretario, que se había mantenido sobrio, Julio firmó la sentencia de muerte de su amigo, pues así lo consideraba. Esa misma noche, Alejandro en su celda releía Carta al Greco, de Kazantazakis. El cretense de Megalokastro era uno de sus favoritos y le gustaba sacarlo a cuento al conversar con alguien que entendiera, que no eran muchos. Había subrayado una parte del capítulo “El hijo”: El espíritu del niño es tierno, su carne es delicada; el sol, la luna, la lluvia, el viento, el silencio, todo esto cae sobre él; es como si ellos trabajaran una liviana arcilla. El niño absorbe insaciablemente el mundo, lo recibe en sus entrañas, lo asimila y lo transforma en niño. Afuera llovía y una lágrima rodó por su mejilla. Faltando un minuto para la medianoche, al límite del plazo legal, con la turba enardecida por la tardanza y los medios encabritados porque tenían que trabajar hasta tarde, Julio firmó la sentencia de muerte.
XLIII
Lo sabía...
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uando por fin habían decidido en aquel rancho grande cómo efectuar la ejecución, luego de largas y ociosas consideraciones, que sería oficialmente privada pero extra oficialmente pública, se dispusieron a organizarla. Estarían ahí, desde luego, el juez de la causa, el fiscal del Ministerio Público, el director de la cárcel, el abogado defensor, un médico forense, personal paramédico, un sacerdote (iría el padre Guadalupe, de la capilla del Carmen, la que frecuentaba prácticamente todo el barrio de San Miguel) y, aparte de los asistentes reglamentarios, las autoridades estatales y municipales, los directores de los periódicos locales y sus reporteros, de la radio y la televisión, algunos opinadores influyentes y hasta otros invitados que nada tenían que ver con el asunto, salvo la influencia necesaria para satisfacer su morbo. Podrían haber estado también familiares de Alejandro, o amigos íntimos que él decidiera, pero ninguno estuvo y si los hubiera nadie supo. Fue un circo organizar aquella ejecución. Después de considerar varias opciones, y de salir al paso de las propuestas más estrambóticas (hubo quienes exigían que fuera en la plaza pública, a la vista de todos, porque, de no ser así, se 377
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estaba coartando la libertad de esto y aquello) decidieron hacerlo en el campo militar. En toda la ciudad había gran expectación y de muchas partes llegaban personas para estar presentes. No se permitiría grabar videos, salvo el del archivo oficial y, después de muchas consideraciones y alegatos, se acordó entregar algunas fotos para su publicación, previamente editadas para evitar que detalles morbosos estuvieran sobre lo noticioso. Como fuera, todo mundo sabía que habría grabación y que llegaría al público. Siempre había manera. Se colocaron unas bancas detrás de donde estaría el pelotón de fusilamiento y el área estaba acordonada por policías y militares. El acceso al campo fue restringido y todo se encontraba listo. El juez Julio llegó temprano, vestido formalmente, como a todos los asistentes e invitados se les pidió. Tomó una taza de café de la mesa que se había instalado ex profeso y solamente respondía a los saludos sin fijarse realmente en su origen. Por lo demás, no parecía que hubiera mucha disposición a departir con él. A las cinco de la tarde, el director de la cárcel condujo a Alejandro hasta la barda donde sería colocado para proceder a su ejecución. El secretario Efraín leería al reo la sentencia y las razones de la resolución judicial. Enseguida se formaría el pelotón y esperaría la orden de disparar. Una vez que se confirmara la muerte, el cuerpo sería enviado a una fosa común, pues nadie había presentado solicitud de recuperarlo. A la hora señalada, el sentenciado fue colocado en el sitio de la ejecución. Nadie le acompañaba, ni amigos cercanos que, al parecer, no tenía. El privilegio de invitar a una persona
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de su cercanía no fue aprovechado. Se le veía tranquilo. Con un gesto de curiosidad repasaba la asistencia y sonreía. El oficial informó a la prensa que a seis de los integrantes del pelotón, que eran doce, se les habían cargado los rifles con balas de salva, de modo que el sentimiento de culpa no los asaltara. Ya estando frente al pelotón de fusilamiento le preguntaron si quería decir algo. —Sólo que se acerque el señor juez, es mi amigo –Pidió. Julio se levantó de su asiento y se acercó. Alejandro lo jaló levemente de la chaqueta y lentamente, al oído, casi inaudible, le dice: —Yo no la maté. —¡Lo sabía! ¡Siempre lo supe! –Gritaba Julio para su interior y, antes de volver a su asiento, con un terrible desasosiego, al filo de la emoción, le dijo: ¡Eres un desgraciado! Se trató de vendar a Alejandro, pero este se negó terminantemente y además exigió permanecer de pie y no en la silla que se había colocado. Miró con dureza al público. El pelotón disparó. Unos meses después, el vecino aquel de la Ferrocarrilera, viejo truhan y padrote de rancho, el amigo de la madrastra, murió en la cárcel y, al hacer la autopsia, se le encontró un tatuaje con el nombre de Lucila y una flor cortada a la mitad por un puñal. Lo habían procesado por violación y, antes de la ejecución de Alejandro, había tratado de hablar con el juez que no lo atendió. Será uno de tantos que busca clemencia con mentiras, pensó Julio, pero cuando se enteró de su muerte y aquellos detalles, su desazón fue grande y tardó mucho en mitigarse.
XLIV
Estas cosas atosigan
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asado el vendaval, en estos pueblos el olvido es necesario para dar lugar a nuevas elucubraciones y mitotes, vinieron días de tranquilidad y, a los meses, el caso aquel del fusilamiento de Alejandro ya era nada más un asunto de esos que se citan y relatan para darle importancia, o curiosidad insana, a un lugar. La pena de muerte volvía a estar a discusión porque en otros lugares del mundo la tendencia era a suprimirla y en este país, como le sucede en casi todo, por cuestiones políticas, con esa medida cavernícola se había retrocedido. Junto con la fama quedaría el estigma del pueblo donde se aplicó por ¿última vez? y la duda era porque cualquier rato, en otra coyuntura electorera, capaz que la reeditaban. Del juez que dio curso a la sentencia de un jurado villamelón, sólo algún ensayo bien vestido, de esos que acostumbran los académicos de lo obvio, o algún manual de jurisprudencia, daría cuenta en los años por venir, si acaso. Por esos días Efraín le explicó, sin pretextos ni subterfugios, aquella red impensada desde la normalidad de una existencia que fue sacudida por avatares fuera de control: Alejandro era el hijo del señor Andrade, un día desaparecido sin dejar rastro, no había duda; fue socio de Giuseppe, sicario 381
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de Guido, y éste muy probablemente era el padre de ambos, al que traicionaron y llevaron a la muerte. Alejandro, entonces, era hijo de un parrandero italiano que seducía mujeres en el carnaval de M, tal y como lo sospechara el señor Andrade, lo que motivó su rechazo a aquel niño que en nada se le parecía y desarrolló en su contra una animadversión cada vez más radical hasta que prácticamente lo desterró. El ejecutado era culpable de muchas atrocidades, pero no había matado a su madrastra. Ese crimen lo cometió Manuel, el amigo, y probablemente amante, de Lucila, el que desde la cárcel lo reveló cuando ya nada había qué hacer. Alejandro enfermó gravemente y estaba cerca de la muerte que, de esa manera, le parecía poca cosa; regresó a su pueblo a que lo mataran y fue él quien actuó para que el caso se reabriera y aparecer como culpable; la información que llevó Eva, con la que se reabrió el caso del asesinato de Lucila, se la dio él y, después, prácticamente le dictó al fiscal los entretelones del crimen y la relatoría de la parte acusadora la hizo confesión de parte. Para Alejandro era imprescindible que su ejecución se diera lo más pronto posible porque su cáncer cerebral podía adelantarse, al grado de pedirle a Giuseppe que interviniera para que Julio no dispusiera la reposición del juicio y una nueva investigación que, muy probablemente, contando con los elementos que se supieron hasta después de su muerte, habría derivado en la absolución. La relación de Julio con Guido fue circunstancial, no planeada por él ni por el capo, pero éste le vio algunas ventajas en reserva. Simplemente operaron esas influencias superficiales, de común innecesarias, que se tejen al calor de una borrachera, para que lo nombraran juez, situación en la que,
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probablemente, algún día les sería útil, pero nunca se dio sino hasta que le pidieron que conectara con aquel médico, cirujano plástico que, ahora quedaba claro, había sido en realidad recomendado por Alejandro, de acuerdo con Giuseppe. Guido habría de morir en la sala de operaciones y el médico era el instrumento de sus propios hijos para matarlo; el médico, sabedor de sólo una parte del plan, sería eliminado sin remedio, como sucedió. Antes, la muerte del doble de Guido, que se presentó como la del propio Guido en otros lares, estrategia que ya habían utilizado antes otros capos en Italia y también en México, no resultó del todo creíble, por lo que se pensó en la cirugía plástica. La mediación de Julio tenía como propósito que Guido estuviera tranquilo y seguro de que las cosas se harían bien a su favor, pues confiaba plenamente en la rectitud del juez, pero no contaba con el plan de Giuseppe y de Alejandro. —¿Usted sabía todo eso? –Preguntó Julio a su secretario, con un gesto de asombro que parecía fingido. —Como Usted también. Lo tenía enfrente, sólo que nunca quiso verlo. Julio se encogió de hombros y se acercó al ventanal que daba a la calle. Pasó un rato mirando a los transeúntes, los carros que pasaban raudos ofendiendo aquella tranquilidad del barrio que se había ido sin remedio. Vio pasar al guardia de la autoridad ausente que con paso cansado cruzaba la calle, cumplido su horario. Recordó que le había pedido permiso para llegar tarde al día siguiente, por la graduación de una nieta en el Jardín de Niños. —¿Será todo ahora más fácil? —Yo no pude terminar ahí –recordaba.
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Efraín, solícito como siempre, se desplazaba a su lado, de la ventana al escritorio, de ahí a la puerta y de regreso, en evoluciones extrañas y sin sentido. De vez en vez, Julio volteaba a ver su secretario y expresaban acuerdos en silencio. De repente, como también sucedía en esos trances, el juez se dejó caer en su viejo sillón, encendió un cigarrillo, lo que no acostumbraba a esas horas, y simplemente dijo: —Es cierto, la verdad es que he estado muy cansado. —Estas cosas atosigan.
XLV
¡Hasta aquí llegaron!
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nos años más tarde, contando los días no era mucho lo que restaba a Julio, que se había retirado de la judicatura y ni siquiera pasaba por el viejo edificio. Menos por el cuartel donde habían ejecutado a Alejandro. El fin se veía cerca, convencido estaba, y sólo de imaginar el destino de los hijos de los hijos de sus nietos, la vida en los siglos venideros, que no vería, la angustia le asaltaba. Deseaba entonces con todos sus sentidos vivir más, o mejor: saber. Saber qué pasaría y no le importaría estar muerto si ello fuera posible. No poder verlo, no tener control sobre el camino de su descendencia, no saber en qué pararía cada quien, ni cuáles, ni quiénes, era lo que llevaba sus miedos in crescendo. Ese era el verdadero horror por la muerte: la ignorancia del futuro, misterioso y aterrador. —Es terrible –Recordaba una plática que había tenido, como muchas otras, con el ejecutado. —Sí que lo es. Cien años son pocos, Usted y yo ya pasamos los sesenta, más de medio siglo, y quizás, a Usted, le falten unos cuantos. Por mi parte, afortunadamente, ya me voy. —Cien años es poco, lo que quiere decir que el destino de su descendencia no está tan lejos. 385
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—Y no poder verlo –Dijo Julio en voz alta. —Mil años, tampoco. Pero es sorprendente lo que ha cambiado este mundo en diez siglos, acaso de veinte generaciones. El tiempo es más breve de lo que parece. Este mundo es irreconocible comparado con la visión del año mil ¿Qué será dentro de otros mil, dos mil, tres mil años? ¿Qué con la descendencia de su descendencia? —Cierto que hay maneras de evitar esa tribulación y Usted las sabe. —¿Las se? —He hablado mucho sobre eso. La lejanía, el extrañamiento para salir al paso de la engorrosa convivencia, pero ¿de la necesidad de saber? —Creo que de eso no me podría alejar nunca. —Esa angustia no se va. Su interlocutor ya no estaba y no había manera de encontrar miradas comprensivas que acercaran salidas a esas inquietudes. Las buscaba, sí, pero infructuosamente. La urgencia de lo inmediato era el signo de los tiempos; la preeminencia de lo superfluo y, en consecuencia, la primacía de la superficialidad, de lo inocuo. La vida ahora era cosa de pasarla, sin más quehacer que contemplar la calle, pero invariablemente el recuento de su existencia le hacía pasar momentos de opresión. No, su conducta no había sido la mejor, por más que buscara descargos. De facto, una evaluación desprejuiciada le colocaba al lado de quienes acremente había criticado a lo largo de su existencia. Huía, entonces, y se refugiaba en recuerdos selectivos, de andares en los que a nadie se había perjudicado y que habían encendido ánimos recuperables. Con frecuencia se ponía a recordar sus viajes y uno, particularmente, hacía
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lugar: bajando del avión, el día amaneció lluvioso, subieron al autobús y a los lados del camino estaban los letreros: hasta aquí llegaron los alemanes el día tal, hasta aquí en la otra fecha y “hasta aquí llegaron”. A mediados de agosto de 1943 los carros alemanes llegaron a 30 kilómetros de Leningrado. Los tres millones de sus habitantes esperan lo peor y es claro que morirán antes de rendirse. Están encerrados sin víveres ni parque. En septiembre, los alemanes llegan más cerca, a trece kilómetros del centro de la ciudad. El mariscal de campo, Von Leeb, anuncia que el banquete de la victoria será en el hotel Astoria, el de más renombre en Leningrado. Julio, acompañado de su amigo Enrique, periodista, y el poeta Eulogio, fueron a ver el restaurante donde los nazis festejarían después de tomar la ciudad. No habría festejo. Nunca llegaron. Leningrado había estado sitiada durante casi novecientos días, desde 1941 hasta 1944, cuando las huestes de Hitler ya estaban al borde del precipicio. La primera nevada cae sobre el Palacio de Invierno en octubre y sería hasta el el 27 de enero del 44, habiendo muerto casi un millón de civiles, que Leningrado pudo festejar su liberación. Un sobreviviente de la División Azul, que esperó la muerte lejos de ahí, a orillas del Cantábrico, le había platicado las peripecias tenebrosas de aquel desaguisado monumental. —Fue una cadena de infamias –Le decía. —De ellos, los alemanes, en primer lugar. Pero en los momentos de barbarie nadie se salva. Dentro de la ciudad hubo mercado negro y se asesinaba a gente para vender su grasa y carne. Todo mundo lo sabía pero igual se acomodaron a la situación. Y fue por ese sentido de la fatalidad que se acepta y la disposición a convivir con
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la miseria humana, asumiendo que no hay más opción, que nunca podrían tomar Leningrado. De regreso en Moscú, a la vista el mausoleo de Lenin, garabateó unas líneas que nunca incluyó en sus relatos hablados y escritos (algunos hizo, los que encontró Efraín en un cajón de su escritorio, pero que no conocieron más destino). Con frecuencia recordaba aquel periplo desde el aeropuerto de Púlkovo a la ciudad que luego se rebautizó San Petersburgo. Soñando despierto, se imaginaba en la línea del frente resistiendo al enemigo para gritar: ¡Hasta aquí llegaron! —Al punto del aliento postrero, abría la boca, tomaba aire y quería gritar: ¡Hasta aquí llegaron! ¡Hasta aquí llegaron! Una noche, frente al Kremlin, el piso helado, una botella de vodka en la bolsa interior del abrigo, con sus amigos, el poeta y el periodista, estuvieron haciendo guardia ante la mirada curiosa de un viejo de dos metros que por ahí vigilaba. Les habló el guardia en ruso y, desde luego, nada entendieron. Sólo habían aprendido a decir “gracias” y “cerveza”. Al parecer “vodka” no requería de traducción. El poeta, con quien bebía los fines de semana en las cantinas de su pueblo, también abogado de profesión (el esfuerzo más grande, quizás, que vio para ser decente en un medio corrupto al extremo) dibujó un mapa en el hielo y, haciendo pausas para beber, le decía al viejo guardia: “de aquí venimos”, señalando un punto en realidad inubicable, pero donde, según esa extraña localización geográfica, estaba México, que el viejo guardia trataba de situar en aquel mapamundi de locos. Sin embargo, prestaba atención y su desgano daba paso a la curiosidad y el deseo de saber, ese sentimiento ingrato pero indispensable para que el humano se aleje de los simios. En sus ratos de
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felicidad relativa, la de los destellos y nada más, Julio recordaba aquellas andanzas y sonreía. Ahora, ensimismado en sus pensamientos, y tratando de huir de aquello que llegaba puntual, sin falta, tal y como él reclamaba a los demás en su diario quehacer, no miró las sombras que le empezaban a cubrir. Otra vez cayó en la cuenta de que no conocía su casa. La quiso describir para sí y pronto encontró que no sabía cómo. La puerta ¿un pasillo? ¿O un corredor? ¿Será lo mismo? Pero es demasiado breve y desemboca en una sala, ese espacio un tanto amplio donde hay acomodados unos sofás y al fondo unas vitrinas. Más atrás, con una verja de por medio, un pequeño patio ¿De qué tamaño? ¿Lo entendería alguien que escuchara la descripción, con sólo esa parquedad, notoriamente insuficiente? Le apremiaba que la explicación lo fuera, no como aquellas digresiones tontas y vacías de los libros que sus alumnos trataban de memorizar, pero ¿una casa? ¿Que se entienda la disposición de una casa? Parece demasiado simple, se dijo. Estaba de pie, con el brazo izquierdo sobre la baranda y por momentos se tambaleaba. Parecía que iba a caer pero se mantenía de pie. Esos mareos iniciaron hace años, primero muy a lo largo y después cada vez que hacía un esfuerzo, que bajaba de un vehículo, que subía una escalera. Y nunca quiso averiguar qué pasaba. No tiene caso, al final es lo mismo. Los médicos no pasan de las obviedades y sin la química están perdidos, decía siempre. No los visitaba salvo que una obligada reclusión hospitalaria se hiciera presente. Hace muchos años, el ladrón de bicicletas, personaje infaltable en cualquier barrio, le propuso ir a trabajar a una
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despepitadora en un estado del norte. Julio tenía que juntar dinero para ir hasta la frontera y fueron. Trabajaban desde temprano y hasta tarde, comían lo que se pudiera para ahorrar y no había cuidado alguno. Se respiraba el polvo del algodón y eso, junto al cigarro y el gis en sus años de docente, explicaba esa tos recurrente que molestaba a quien estuviera cerca. —En estos días ya ni se conoce el gis… aparatos que sirven para todo lo superfluo y fallan en lo fundamental, son la constante –Se quejaba. Cansado y dispuesto a terminar el trayecto, cerrar el camino, contra todo cálculo médico había sido capaz de salir de la cama y caminar hasta al ventanal, con paso lento pero firme, como se camina seguro del destino. El Sol se pone, con tonos naranjas, luego púrpura, rojos, amarillo claro, gris, destellos azules al poniente. —Estas puestas las he visto también en otros lugares. No he prestado atención… es hermoso. —Parecen las nubes el pelo suelto de una joven señora que se dirige al trajín matutino. No hay tiempo, después se hará… como la nube… Donde no está, ni se ha quedado… como la ausencia del siempre conocido que nunca ha estado. Volvería a esos lugares, de la tierra y del alma, como la hoja que se desprende del árbol y va y viene con el viento, se estremece y cae, una ráfaga la levanta y luego se pierde… volvería así, tan raudo y ausente como el viento que me arrastra...
XLVI
Adiós, amigo
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o se repiten las cosas malas, se decía Julio. No se vuelve a hacer lo que está mal (y que se sabe mal desde antes de hacerlo) a menos que se trate de un indolente hasta el extremo o de un desquiciado. Siempre que sea posible, se corrige lo que se puede, es lo normal. Además, no es correcto negarlo, no tiene caso, los actos malos se revierten, cobran y es inconcuso que salen más caros en la cobranza. Se puede vivir en la aflicción, recordando nuestras perversidades, nuestras ofensas injustas (¿las habrá justas?) y en suma todo aquello malo que hicimos en perjuicio de otros. Quien diga otra cosa miente. Enmendar, cuando es dable, y terminar las tareas que nos propusimos y que dejamos por indolencia. Y siempre quedan muchas cosas por hacer, el tiempo nunca es suficiente, pero esa certeza llega tarde. Lo peor del asunto es que se busca el precipicio a sabiendas, que se insiste en el error y el despropósito, que se hace hasta lo imposible por acelerar la debacle. Es impropio que a esos desfiguros irresponsables se les llame “sueños de juventud”, que no son sino el desperdicio de tiempo valioso y por lo general no resultan; el ocio que acompaña a esa eternidad que se cree en los primeros años hace de las suyas. Ya de viejo, llega un momento 391
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en que esa certeza conduce a la inmovilidad. Ya no importan créditos, credenciales, logros o méritos, ni metas nuevas. No habrá tiempo suficiente y, entonces, mejor nada hacer, que el mundo ruede. Te das cuenta que es mucho, demasiado lo que falta y ya no te preocupa, que así se quede. Además, con la experiencia de la vida entiendes los alcances reales de tus actos, buenos y malos ¿Para qué han servido? ¿Cuál ha sido su beneficio? ¿Qué han logrado cambiar? Te preguntas. Y la respuesta es: nada, había escrito Julio. Puede haber descargos, referentes de paliativos que justifiquen tu paso por el mundo, que te digan que de algo has servido, pero no son más que figuraciones. Si quieres, participa del engaño y di que te lo crees, que hay significados recuperables en ese galimatías que es la existencia. Pero la verdad es que no tiene caso. Es cuando el hombre se detiene a esperar la muerte, nada más. Se acomoda donde puede y a ver pasar el mundo, sin motivación alguna, esperar, simplemente, que la ausencia se concrete, la definitiva. Eso no se entiende sino al final y sólo quien está en el caso, colegas de la incertidumbre en la certeza, son capaces de verlo. Es por eso que los viejos comparten gestos entre sí, un lenguaje indescifrable para el lego, que son todos aparte de ellos. La locura se queda, como se cree que pasa con la juventud porque el hombre permanece colgado de sus recuerdos. Se mira uno al espejo y se da cuenta de que algo se fue, pero no es la locura, sino la juventud, y la cordura no ha hecho lugar. Es que ya no hay la energía de antes para hacer los desfiguros y es a esa incapacidad que los demás llaman prudencia, o madurez.
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La locura se queda pero no se manifiesta más que en la soledad y se oculta a la vista de los demás. Entonces tu mirada se vuelve turbia y llegas a desear que el mundo se acabe. ¿Qué cuentas sacar? Esto se acaba porque así tiene que ser ¿Tendrá sentido partir entre reclamos que, por lo demás, no podrán ser atendidos? ¿Dejar un rastro de infelicidad y desesperanza? Seguramente no, la búsqueda de horizontes mejores siempre deberá hacer presencia. Quizás nada nuevo se encuentre, pero no es dable cancelarla. A los que se quedan hay que dejarles la esperanza de que pueden ser mejores que tú. Cuando alguien se va, quién sea y como sea, un universo se pierde, quiérase o no; también surgen las comparaciones, y la evaluación, que suele ser injusta o, por lo menos, desinformada. Los muertos no se pueden defender y, en realidad, es la ingrata verdad, al paso del tiempo casi nadie está dispuesto a defenderlos. Lo caído, caído queda y a lo que sigue. No puedes, cerca del fin, ignorarlo, y lo mejor que debes hacer es dejar una impresión positiva, por así decirlo, amable y confiada, tal como si nada supieras, aunque lo sabes sin duda. Hay que tratar, entonces, de sonreír. Es una concesión que no lastima. * Tratar, intentarlo, perseverar, pero no era fácil. Nada fácil. A la cabeza de Julio venían los recuerdos ingratos de la intolerancia que lo tomaba por asalto y entonces hacía que la gente le temiera, sus más cercanos, sus hijas y sus nietas. Era horrible y se
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quejaba de sí mismo ante el espejo de su baño privado, que común debía haber sido, al que nadie entraba por temor a mover algo, quitar de su lugar alguna nimiedad figurativa, descolocar una toalla, dejar una mancha ¿Por qué –se preguntaba angustiado– tenemos que empujar al temor a quienes queremos? ¿De quién es el castigo? ¿Cuál ha sido esa maldad suprema que me hace merecedor de esta pena? ¿Qué me impidió, sencillamente, retirarme, y decirles que no, que se buscaran a otro, que fueran ellos, si yo sabía, lo sabía perfectamente? ¿Por qué no hay voz alguna que nos advierta cuando estamos a punto de consumir nuestra existencia en el abismo de lo irremediable? ¡¿Por qué?!
* Miró otra vez hacia la calle, la misma de hace sesenta años que el maquillaje de una modernidad chafa y vulgar no podía ocultar. Allá en la esquina es que se apostaba el viejo vendedor de jícamas. Lo mira (pero no está) y le sonríe al vacío. En esa esquina estaba la casa de los Andrade, ahí vivió Alejandro y de ahí desapareció para volver en mala hora; al costado, por la avenida A, todavía está el tabachín al que trepaba, de niño. A una cuadra se divisa lo que fue arroyo indomable capaz de llevarse a incautos. La vista se nubla, por el recuerdo ingrato y por el llanto que se quiere abrir paso. Entre sombras le parece ver la silueta de Alejandro cruzando la calle, caminando altivo y sonriendo abiertamente. Le dirige una mirada amistosa, cordial y su gesto es de camaradería y de comprensión, como diciendo: “Ve tranquilo amigo…” y Alejandro le saluda, levanta su brazo derecho y lo agita al vacío. ¡Adiós, amigo! Parece decir:
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¡Adiós! Habrá que agradecer que haya venido, recorrido esa enorme distancia para entregar un segundo que parece un siglo… Sus hijos y nietos se miran entre ellos sin entender lo que sucede. “Desvaría, sin duda”, comentan con los ojos. El vuelve la vista a la calle, poblada de imágenes, ruidosa en su letargo, concurrida y festiva. La vuelve a ver y se difumina lentamente, las casas de ayer que de pronto se forman por la acera también se pierden y en su lugar los adefesios de hoy, los árboles y los dos camellones del bulevar, la esquina donde se cantaba, la tienda de Don Fili que tampoco está, todo se disuelve, se pierde en el aire haciendo garigolas que lo hacen volver la vista al cielo. Mira de nuevo hacia donde está el viejo, cuya imagen es la más viva del entorno, que parece sonreírle a lo lejos, y dice moviendo los labios en silencio: “Aquí estoy. Ya ves, somos de donde mismo… todos, en algún momento y para siempre, por aquí pasamos”. —Y venir de tan lejos…
VENIR DE TAN LEJOS de Jorge Guillermo Cano Se terminó de imprimir en noviembre de 2015, en los talleres gráficos de servicios editoriales once ríos s.a. de c.v., Río Usumacinta 821 Col. Industrial Bravo, Culiacán, Sin. c.p. 80120. Tel. 01 667 712 2950 La edición consta de 2000 ejemplares