Udeniversidad Guanajuato Campus Guanajuato
Estudios Interdisciplinarios de la
Organización
Palabras clave: Eficiencia, división del trabajo, desinstitucionalización.
Resumen En el texto se aborda el estudio del sobre-dimensionamiento que se le ha dado a la eficiencia por parte de la disciplina administrativa en las últimas décadas, como resultado de un largo proceso histórico que ha evolucionado por más de un siglo. Se argumenta que la división del trabajo, como mecanismo privilegiado para el logro de la eficiencia, ha causado estragos sociales e individuales. Se sugiere que es necesario incorporar el tema de los fines sociales en cualquier conformación organizacional para reducir los dos riesgos señalados en el trabajo: el empequeñecimiento y la desinstitucionalización de la sociedad.
1 Versiones preliminares de este trabajo fueron presentadas en tres eventos académicos recientes: el Primer Coloquio de Perspectivas de la Administración y la
Concepción Organizacional Contemporánea, organizado por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco y la Universidad Nacional Autónoma de México en mayo de 2011; el Primer Congreso Iberoamericano sobre acoso laboral e institucional, organizado por la Escuela Nacional de Antropología e Historia en julio de 2011; y el XXIV Seminario Internacional de Sociología de las Organizaciones, que tuvo lugar en la Universidad de Guanajuato en julio de 2011. Agradezco por lo tanto a los Dres. Oscar Lozano, Florencia Peña y Claudia Gutiérrez, organizadores de los respectivos eventos, sus amables invitaciones. 2 Jefe del Área de Investigación Organización y sociedad de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Investigador Nacional III.
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EL SENTIDO DE EXISTENCIA SOCIAL FRENTE A LOS EMBATES DE LA EFICIENCIA 1 Luis Montaño Hirose 2 Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa
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Luis Montaño Hirose
Introducción El estudio de la relación entre los ámbitos organizacional y social abarca un amplio y complejo espectro de posibilidades de análisis. Algunos autores se han abocado a la reflexión teórica desde la influyente perspectiva estructural funcionalista iniciada por Talcott Parsons (1956, 1968) en la década de los cincuenta, o bien la han abordado desde otros ángulos paradigmáticos, tales como el marxista (Benson: 1977) o el constructivista (Gergen y Thatchekery: 1996), por mencionar sólo algunos de los más relevantes. Otros se han dedicado al análisis de las consecuencias económicas, sociales y políticas de las organizaciones en el mundo contemporáneo, destacando, entre otros, sus estrategias y consecuencias laborales (de la Garza: 2006) y su actividad política (Luna: 1992; Puga: 1993), e incluso sus repercusiones en la vida psíquica de los individuos (Aubert y Gaulejac: 1993) y las consecuencias del acoso moral en el trabajo (Hirigoyen: 1999; Leymann: 1996: Montaño: 2007a, 2008a, 2008b). Mi reflexión se orienta, sin menoscabo de lo anterior, hacia un análisis acerca de cómo el individuo ha experimentado cambios significativos en su sentido de existencia social a raíz de cambios inducidos por las organizaciones modernas. Me centraré en dos aspectos sociales relevantes en los que las organizaciones han participado de manera relevante. Al primero de ellos lo he denominado la contracción de la sociedad, y al segundo la desinstitucionalización de la sociedad. Ambos fenómenos han reducido significativamente el espacio social donde los individuos construyen el sentido de su experiencia cotidiana, restringiendo con ello su capacidad de acción. Sin duda, uno de los elementos centrales de la eficiencia es la división del trabajo; ella no se limita exclusivamente al ámbito técnico sino que tiene implicaciones muy importantes en los terrenos político, social e individual. Ella ha participado de grandes transformaciones sociales y ha evolucionado a lo largo del tiempo, generando a su paso ásperos debates y controversias, por lo que dedicaremos el primer apartado a su análisis. En un segundo momento abordaremos el tema de la eficiencia, destacando sus diferentes aristas y sus implicaciones sociales para, en un tercer momento, estudiar, a partir de los elementos anteriores, algunos aspectos centrales de la modernidad y las alteraciones que provoca en la existencia social del individuo. Finalmente, en nuestro último apartado revisaremos algunos aspectos de la ética en las organizaciones con el objeto de reincorporar en dicho debate los elementos institucionales en el funcionamiento organizacional. La división del trabajo Si bien encontramos desde la antigüedad, en los escritos de Platón, argumentos acerca de su importancia en el desarrollo social, nosotros comenzaremos nuestro recorrido en fechas más cercanas, en los albores de la modernidad económica; nos remontaremos a 1776, año de la publicación del libro de Adam Smith que inaugurara la disciplina de la economía, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. Este filósofo escosés inicia este famoso tratado precisamente con el tema de la división del trabajo, haciendo referencia a una fábrica de alfileres en la que cada uno de los obreros realizaba sólo una pequeña tarea para la elaboración de dicho producto. Al finalizar la jornada de trabajo, la producción 36
alcanzaba un nivel notablemente alto en comparación con la que se hubiese obtenido si cada obrero hubiese realizado desde el inicio hasta el final cada uno de los alfileres. Se ha llegado a estimar que la producción hubiese sido tan sólo de unos 200 alfileres al día en vez de los 48,000 que se lograban aplicando la división del trabajo (Say: 1803: 71). El incremento en la productividad resultaba simplemente asombroso. ¿Qué motivación humana había dado origen a tan impresionante transformación? De acuerdo con Smith, el principal móvil del individuo es la búsqueda del beneficio personal, mientras que su principal instrumento es la inclinación hacia el intercambio. El autor refiere que: “No es por la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero que obtendremos nuestra cena, sino por la búsqueda del interés propio de cada uno de ellos. Nosotros mismos no nos dirigimos a su humanidad sino a su egoísmo y nunca hablamos con ellos de nuestras propias necesidades sino de sus beneficios” (Smith: 2005: 19). El autor señala que si bien la división del trabajo se sustenta en el egoísmo personal, ella acarrea efectos muy positivos al desarrollo económico. Smith reconoce, no obstante, que existen también graves consecuencias, tanto en el plano individual como en el social; su planteamiento resulta por demás elocuente: “El hombre que dedica su vida a desempeñar unas cuantas operaciones simples… se hace tan tonto e ignorante como cualquier criatura humana puede llegar a serlo. El aletargamiento de sus facultades mentales lo hace incapaz de disfrutar una conversación razonable o de tomar parte de ella… En cuanto a los grandes y amplios intereses de su país, es también totalmente incapaz de emitir algún juicio…, es igualmente incapaz de defender a su país en una guerra” (Smith: 2005: 637-638). Jean-Baptiste Say coincide ampliamente en su famoso Tratado de Economía Política, publicado en 1803, con Adam Smith, tanto en lo concerniente a las consecuencias económicas positivas como en lo que respecta a las individuales negativas; de acuerdo con él: “Un hombre que no hace en toda su vida sino una misma operación, la ejecutará seguramente mejor y más rápido que cualquier otro; pero al mismo tiempo se hace menos capaz para realizar cualquier otra actividad, sea física o moral; sus otras facultades se apagan y ello resulta en una degeneración del hombre considerado individualmente” (Say: 1803: 76). Sin embargo, el economista francés es más optimista que el escosés ya que considera que estos inconvenientes pueden ser ampliamente compensados a través de las instituciones educativas o bien en su andar por otros ámbitos sociales, extralaborales, en los que el individuo se encuentra inserto. La democracia en América es el título de un famoso libro, escrito por Alexis de Tocqueville en dos etapas 1835 y 1840-. Con respecto a su visión de la división del trabajo, el tono del análisis resulta muy similar a los anteriores: la eficiencia productiva permite el desarrollo social pero implica costos individuales muy altos: “Cuando un artesano se dedica sin cesar y únicamente a la fabricación de un solo objeto termina por realizar ese trabajo con una destreza singular pero pierde, al mismo tiempo, la facultad general de aplicar su espíritu a la dirección del trabajo. Se puede decir que el hombre se degrada a medida que el obrero se perfecciona. ¿Qué se puede esperar de un hombre que ha empleado veinte años de su vida a hacer cabezas de alfileres?” (Tocqueville: 1856: 157). 37
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Emile Durkheim publica en 1893 su tesis de doctorado, intitulada De la división social del trabajo. En ella analiza la relación entre los individuos y la sociedad. Considera que la división social del trabajo evoluciona desde formas simples, caracterizadas por un alto grado de homogeneidad, hacia formas más complejas y superiores, en las que predomina la diversidad. En las primeras, la división social del trabajo es incipiente y la cohesión social se expresa a través de la solidaridad mecánica. El individualismo resulta muy débil y constituye, de hecho, un atentado contra la comunidad. Por otro lado, argumenta el sociólogo francés, en las sociedades más avanzadas, la división social del trabajo resulta mucho más acentuada; la solidaridad proviene precisamente de la diversidad de los actores que están obligados a relacionarse unos con los otros por la vía de la complementariedad. La individualidad resulta una característica apreciada en este tipo de sociedades. El autor acude a planteamientos de tipo biológico para legitimar la división del trabajo; plantea incluso que mientras más desarrollado sea un organismo mayor división interna de órganos tendrá; algo similar, señala, ocurre con las sociedades. No obstante ello, Durkheim recalca que se trata también de una apuesta moral para el desarrollo social: “En pocas palabras, la división del trabajo, al mismo tiempo que constituye una ley de la naturaleza, resulta también una regla moral de la conducta humana, y si ella posee este carácter, ¿por qué causas y en qué medida? No es necesario demostrar la gravedad de este problema práctico ya que cualquier juicio que se haga de la división del trabajo todo mundo siente bien que ella constituye una de las bases fundamentales del orden social” (Durkheim: 1893: 49). La constatación realizada por economistas y sociólogos desde finales del siglo XVIII hasta finales del XIX de que la eficiencia productiva provenía directamente de la división del trabajo y que sus consecuencias negativas tanto en el terreno individual como social deberían ser combatidas por un conjunto de instituciones fuera del ámbito laboral caracterizó en gran medida la mentalidad de una sociedad que realizó una gran transformación mediante la revolución industrial. El optimismo generado por la idea de progreso material llevó a pensar que la eficiencia representaba el verdadero motor de la riqueza de las naciones, constituyéndose además en un imperativo moral que conduciría a la sociedad a estadios superiores de desarrollo. En este orden de ideas, iniciado el siglo XX, la eficiencia se convirtió en objeto de reflexión científica, generando una nueva disciplina: la administración. Recordemos que el estudio de la organización fabril inició con la publicación, en 1911, del famoso libro de Frederick Taylor, Principios de Administración Científica, en el cual podemos observar cómo la división del trabajo en la fábrica es llevada al extremo con el fin de acrecentar la eficiencia productiva. Lo mismo ocurrirá con las otras propuestas de la Administración Científica, el fayolismo y el fordismo, las cuales abrazaron inmediatamente la división del trabajo como uno de los elementos fundamentales para la mejora de la eficiencia. De acuerdo con Taylor uno de los beneficios sociales centrales de la eficiencia residía en el hecho de que el aumento de la productividad permitiría finalizar el grave conflicto social entre obreros y propietarios al incrementarse significativamente la porción de ingresos para cada una de las partes en disputa. 38
La aparición del libro de Taylor, y por lo tanto el inicio de la administración como ciencia de la eficiencia, ha marcado significativamente la evolución del mundo de las organizaciones y de la sociedad hasta nuestros días. La administración ha jugado un papel central en el devenir de la sociedad repercutiendo sus efectos más allá de la esfera de lo laboral. La capacidad transformadora de la administración rebasa ampliamente dicho ámbito y trastoca significativamente el sentido de la acción social. Esta disciplina, entendida como discurso, es decir, como pretensión de conocimientos especializados entrelazados alrededor de una visión ideológica, ha jugado un papel central en la nueva orientación que la modernidad ha asumido desde el siglo pasado, trastocando no sólo la vida laboral y material de los individuos sino la concepción misma de sociedad. La eficiencia La eficiencia ha sido tradicionalmente considerada como la relación existente entre resultados y recursos. Esta perspectiva constituye una visión bastante simplista ya que relega a un segundo plano el tema de los resultados; éstos son considerados exclusivamente en su relación con los recursos, despojándolos de todo valor al alejarlos de la relación con los fines de la organización, los cuales son excluidos de la conceptualización y operación de la eficiencia. Ello resulta claro en el caso de la empresa privada, a la cual se le atribuye poseer un objetivo claro: la rentabilidad financiera, que puede ser interpretada como una forma específica de la eficiencia general. Recordemos que el mismo Parsons consideraba que la empresa constituía un componente particular de un sistema más global conformado por la sociedad en su conjunto y que cada uno de estos subsistemas tendría que realizar aportaciones al sistema general. Esta situación de interacción se derivaba directamente, de acuerdo con el autor, de la misma división social del trabajo. De esta manera, los subsistemas no podrían funcionar de manera autárquica. La consideración de que la función de utilidad económica resulta el único objetivo de la empresa privada contradice esta idea ya que no realiza aportación alguna al conjunto del sistema. En palabras del autor: "para la empresa privada, la rentabilidad económica es una medida primaria y simbólica del éxito y constituye por lo tanto parte de la estructura de los objetivos de la organización. Sin embargo, no puede constituir el objetivo primario de la organización ya que la utilidad económica no es por ella misma una función que represente al conjunto de la sociedad en tanto sistema" (Parsons: 1956a: 68). De hecho, esta idea de que la eficiencia es solamente una relación resulta contraria a los primeros trabajos realizados por Wilson en el ámbito de la administración pública, antes incluso de la aparición de la propuesta de la eficiencia fabril, ya que los fines del gobierno, instrumentados a través de la administración pública, constituyen la esencia de la acción gubernamental. De esta manera, Wilson señala que: "El objeto del estudio administrativo es descubrir, primero, lo que el gobierno puede correctamente y con éxito hacer, y segundo, cómo puede hacer estas cosas correctas con la más alta eficiencia posible y al costo menos elevado posible sea en dinero o en energía" (Wilson: 1887: 197). ¿Cuál es el significado de la eficiencia? Waldo responde en su famoso libro, The Administrative State, publicado en 1948, que si bien hay diferentes acepciones, éstas se pueden agrupar en dos. La primera, dice el autor, es de orden filosófico y 39
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está relacionada con la noción de energía, fuerza o causa. La segunda hace referencia a lo que el autor denomina el significado mecánico o científico y señala que es entendida entonces como una proporción. Si bien en la literatura especializada, comenta el autor, podemos encontrar ambas orientaciones, cuando se requieren que el concepto de eficiencia sea precisado, la segunda noción es la que predomina. Este es el caso, señala Waldo, del trabajo de Ridley y Simon, quienes señalan que: “La mentalidad matemática puede ver en esta estructura un conjunto de ecuaciones. La primera expresa los resultados del gobierno como una función del desempeño de ciertas actividades. Las siguientes ecuaciones expresan esas unidades de desempeño como funciones de unidades de desempeño menos inmediatas; las últimas son unidades de esfuerzo y, finalmente, el esfuerzo es expresado como una función del gasto. El problema de la eficiencia es maximizar los resultados de cualquier gasto dado” (Ridley y Simon: 1938: 24). Taylor publicó su famoso libro en un ambiente en el que la idea de éxito constituía un valor esencial de la sociedad. La eficiencia representaba un imperativo moral al considerar que el incremento constante de la productividad era una virtud que conduciría inexorablemente al desarrollo. Ser eficiente representaba incluso un valor patriótico aún cuando éste fuera resultado, a la manera que lo proponía Adam Smith, del egoísmo personal. Así, el presidente Roosvelt consideraba que la búsqueda de la eficiencia de la empresa privada permitiría un uso más racional de los recursos naturales. Por otro lado, ser eficiente constituía, de acuerdo con Taylor, como ya se mencionó, la posibilidad de reducir e incluso de eliminar el conflicto entre los propietarios y los obreros. Finalmente, la eficiencia constituía el núcleo de un nuevo cuerpo de conocimiento científico que daba origen a la administración. De acuerdo con Callahan (1962), en 1911 la influyente revista estadounidense Outlook comenzó la publicación de una serie de artículos bajo el título genérico de eficiencia doméstica, en la cual se buscaba establecer la analogía entre el mundo fabril y el doméstico. En 1912, de acuerdo con este autor, apareció el artículo intitulado La administración científica en el hogar, en la que se proponía realizar grandes economías a través de la eficiencia. Así, por ejemplo, habría que estandarizar la preparación de alimentos, reduciendo la diversidad con el objetivo de homogeneizar no sólo el contenido sino los procedimientos y los tiempos de preparación. Hay que recordar, además, los esfuerzos de aplicación que realizara Morrison Cooke, joven ingeniero y brazo derecho de Taylor, en los ámbitos de la administración pública y las universidades (Cooke: 1910; 1915), y aquellos que incorporaban las herramientas administrativas de la eficiencia al mundo operativo de las iglesias (Allen: 1917), por citar algunas transferencias institucionales relevantes, que marcarían desde entonces la tendencia actual hacia la incorporación de la administración como herramienta central de todo tipo de institución. Estas interpretaciones, que consideraban a la eficiencia como un valor en sí mismo, independientemente de sus fines, inauguraron una forma de pensamiento que predomina hasta la época. El supuesto de la neutralidad valorativa de la eficiencia, propia del paradigma positivista, representado de manera central por Simon, ha hecho que la eficiencia sea considerada entonces como un componente central de todo esfuerzo administrativo. Esta posición contradice aquella que asume, como en Wilson y Waldo, que la 40
eficiencia tiene siempre que estar asociada a un valor o principio social (Spronk: 2010; Rutgers y Hendriekje: 2010). Otra justificación de la eficiencia proviene de la economía. En efecto, de acuerdo con Calvo, el estudio de la economía comenzó a orientarse a partir de los trabajos de inspiración marginalista hacia el tema de la escasez, conceptualizando a la economía como la ciencia que estudia los fines y los medios escasos para lograrlos. Uno de los economistas que más ha fundamentado la definición de la economía en la escasez es seguramente Lionel Robbins para quien: “La escasez de los medios requeridos para satisfacer ciertos fines es casi una condición ubicua del comportamiento humano” (1932: 15). El autor señala, en una posición positivista, la separación de los fines y de los medios, argumentando que los fines no constituyen un elemento de discusión de la ciencia económica; sólo son los medios: "A la economía no le preocupan los fines como tales. Asume que los seres humanos poseen fines en el sentido de que tienen tendencias para conducirse las cuales pueden ser definidas y entendidas, y se pregunta cómo el progreso de los objetivos se encuentra condicionado por la escasez de los medios" (Robin: 1932: 24); esta misma posición será adoptada, años más tarde, por Herbert A. Simon, en su conocida obra El comportamiento administrativo. Nos encontramos nuevamente con la idea de la separación entre los fines y los medios. Recordemos, así sea sucintamente, la problemática planteada por Weber (1970), y posteriormente por Merton (2002) y Marcuse (1965), acerca de los riesgos de la racionalidad instrumental como elemento esencial de la vida social al privilegiar los medios en detrimento abierto de los fines. En ese sentido, insisto en la idea de que la eficiencia, en su sentido estrictamente técnico, constituye un medio que no puede ser evaluado en sí mismo sino siempre con respecto a fines, cualesquiera que éstos sean y cualquiera que sea la evaluación que de éstos se haga. Así, la administración pública no puede ser entendida al margen de un proyecto político de la sociedad que, desde una visión democrática, de respeto y convivencia, promueva el desarrollo de la mayoría. Desde esta misma postura social, la economía no puede reducirse a la optimización de funciones abstractas caracterizadas por la escasez de recursos sin miramientos, por subjetivos que resulten, de los fines sociales a los cuales está irremisiblemente vinculada. Recordemos en este sentido el uso específico que se le da al concepto de eficiencia social en el óptimo de Pareto, el cual considera que la eficiencia no puede ya ser mejorada cuando el bienestar de la sociedad ha alcanzado un máximo, lo cual implica que el incremento del bienestar de alguien disminuirá necesariamente el bienestar de alguien más (Rutgers y Hendriekje: 2010). Si bien el planteamiento resulta un tanto cuanto abstracto, el óptimo de Pareto refleja de manera bastante conveniente la filosofía de la llamada eficiencia social. La eficiencia técnica, asimilable, al menos parcialmente, a la racionalidad instrumental, comenzó a agotarse en la década de los setenta. La división del trabajo, asentada en el paradigma taylorista-fordista y en el modelo burocrático se vio sacudida por un concepto que trató de lanzar nuevamente el tema de la eficiencia, ahora bajo la bandera de la flexibilidad. En efecto, los llamados modelos toyotista, postburocrático o postmoderno de organización del trabajo enfatizaron algunos de los límites alcanzados con los sistemas anteriores (Alexander: 1975). Algunas de las principales reacciones se concretaron en 41
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programas de enriquecimiento y ampliación del trabajo. El surgimiento de Japón como actor destacado de la economía mundial implicó el reconocimiento de formas distintas de abordar la eficiencia, ahora desde lo colectivo y lo cultural, la convivencia de la contradicción y la flexibilidad (Montaño: 2003). La nueva visión grandilocuente que se generó de la empresa y de su buen funcionamiento gracias al cumplimiento aparente de las reglas de mercado (Lillrank: 1995), sirvió de catapulta para el lanzamiento de un discurso comprometido con el servicio, la calidad y la excelencia, discurso seductor que rápidamente cautivó al sector público, ávido de legitimidad social. En 1989, un economista inglés, John Williamson, redactó un documento intitulado What Washington Means by Policy Reform; conocido posteriormente con el nombre de Consenso de Washington para enfrentar la crisis de la deuda, dirigido principalmente a los países latinoamericanos; los gobiernos de estos países eran considerados como ineficientes y derrochadores (Spronk: 2010). Los principales cambios propuestos en dicho documento en términos de política económica se encontraban en los siguientes ámbitos: disciplina fiscal, reordenamiento de las prioridades del gasto público, reforma impositiva, liberalización de los tipos de interés, tipos de cambio competitivos, liberalización del comercio internacional, liberalización de la entrada de inversiones extranjeras directas, privatización, desregulación y derechos de propiedad. En este contexto de desregulación estatal, Osborn y Gaebler publicaron en 1993 un influyente libro, Reinventing Government, en el cual asentarán la necesidad de una reforma profunda del Estado para que abandone sus viejas estructuras burocráticas a favor de de un modelo flexible inspirado de las prácticas de la gran empresa privada. La separación entre los ámbitos público y privado se desvanece frente a una nueva dupla, conformada por el discurso emprendedor frente a la vieja rigidez burocrática: “El hecho de que el gobierno no pueda ser administrado como un negocio no significa, claro está, que no pueda hacerse más emprendedor. Cualquier institución, pública o privada, puede ser emprendedora, tanto como cualquier institución, pública o privada, puede ser burocrática” (1993: 22). La Nueva Gestión Pública se sustentará desde entonces en algunos principios fundamentales tomados de la obra de Osborn y Gaebler, tales como la reducción del tamaño del sector público, la descentralización, las jerarquías aplanadas, la polivalencia, la desburocratización, la competencia, el desmantelamiento de la estructura estatutaria, la clientelización, la evaluación y el cambio de cultura (Olías de Lima: 2001). El espíritu empresarial constituirá desde entonces la ideología dominante, lo que Boltansky y Chiapello (2000) designarán como el nuevo espíritu del capitalismo. La modernidad Las organizaciones modernas, tal como las entendemos en la actualidad, se constituyen formalmente con la intencionalidad específica de alcanzar ciertos objetivos (Parsons: 1966). Si bien dicho planteamiento ha sido cuestionado, sobre todo a partir de la década de los setenta, al relegar aspectos fundamentales de la vida colectiva como lo son la dimensión simbólica, el inconsciente o la cultura, entre otros, es preciso mencionar que la racionalidad instrumental no ha dejado de constituir uno de los pilares del 42
funcionamiento organizacional moderno. Es en este contexto de debate que quisiera introducir el concepto de modernidad, ubicando en dicho proyecto social los planteamientos organizacionales que se originaron a principios del siglo pasado. Podríamos decir que la modernidad es un proyecto social amplio, nacido en Europa, cuyos orígenes se remontan principalmente a los siglos XVII y XVIII, con la Ilustración, la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. La modernidad ha sido entendida de diversas maneras; una de ellas hace alusión a la autonomía que logran diversos espacios institucionales con respecto al religioso. De hecho, recordemos, a título de ejemplo, que la universidad, nacida en el siglo XIII, hace irrupción en lo social desde el cobijo institucional de la iglesia. Así, la música, la medicina, la guerra, la familia, y otras muchas actividades sociales van distanciándose cada vez más de este gran centro promotor de sentido social. En la modernidad, dicho centro explota en fragmentos, obligando a cada uno de ellos a generar su propio sentido para lograr una adecuada inscripción en la sociedad y adquirir el estatus de actor social. La racionalidad instrumental hace entonces su aparición; entendida como la adecuación de medios a fines, fija su principal interés en la búsqueda de los primeros –los medios-, dotando a la administración de una de sus principales funciones. En este contexto, los fines dejan de ser relevantes ya que lo más importante es alcanzarlos de manera eficiente. De acuerdo con Echeverría, la modernidad se bifurca posteriormente, generando la vertiente estadounidense, basada en la idea de eficiencia productiva, tal como lo señala el autor: “Si examinamos lo que distingue a la modernidad 'americana' de la modernidad europea –de la que es un desprendimiento histórico independiente-, su rasgo peculiar parece estar en la disposición total o irrestricta a asumir el hecho del progreso, es decir, la realización del ímpetu productivista abstracto” (Echeverría: 2008: 33). Este ímpetu adquirió una enorme fuerza en Estados Unidos desde los inicios del siglo pasado, alcanzando un fuerte protagonismo social con el taylorismo, desde el cual se estipulaba, hoy hace cien años, la universalidad institucional de la eficiencia: “Los mismos principios (de la Administración Científica) pueden aplicarse con igual fuerza a todas las actividades humanas: a la administración de nuestros hogares; a la de nuestras granjas; a las de los negocios de nuestros artesanos, grandes y pequeños; a la de nuestras iglesias, de nuestras instituciones filantrópicas, de nuestras universidades y de nuestros departamentos de gobierno.” (Taylor: 1961: 17.) Como ya se mencionó, la modernización no pudo ser pensada al margen de la división del trabajo y del individualismo; ingrediente y consecuencia, este último se expresó de múltiples maneras y asumió diversas formas de legitimidad. Tocqueville propuso que la participación del ciudadano en el plano democrático estadounidense provocaba una reducción de su horizonte de interés social: “El individualismo, dice el autor, es un sentimiento reflexionado y pacífico que dispone a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a retirarse con su familia y sus amigos de tal manera que, habiéndose creado así una pequeña sociedad a su uso abandona voluntariamente la gran sociedad a ella misma” (Tocqueville: 1840: 97). 43
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El individualismo halló en espacios colectivos restringidos una alternativa ad hoc a la vida social. La familia, de acuerdo con Toqueville, vivirá ampliamente los beneficios de la democracia, generando “una pequeña sociedad a su uso”. La otra modalidad que tuvo el individuo moderno para dotarse de pequeñas sociedades se derivó del desarrollo de las grandes empresas. Así, por ejemplo, la compañía Western Electric, cuyos estudios dieron origen a una de las corrientes más importantes del pensamiento organizacional, las Relaciones Humanas, fue considerada en su momento, en los años treinta, como un espacio social que satisfacía ampliamente las necesidades de los individuos. Los talleres Hawthorne, localizados en la ciudad de Chicago, contaban en 1927 con cerca de 29,000 trabajadores, los cuales representaban a 60 nacionalidades distintas; en su interior había un comedor que servía 7,000 comidas diarias, un moderno hospital, dormitorios, una revista informativa –Micrófonos-, un estadio de atletismo y un gimnasio, así como una escuela nocturna a la que asistían cerca de 3,000 alumnos; organizaba incluso la empresa también su propio concurso de belleza (Roethlisberger y Dickson: 1976). Fueron estos espacios sociales restringidos –familia y empresa- los que ocuparon gradualmente el escenario social. Los grandes órdenes cósmico y divino que regían antaño el ámbito social cedieron su lugar al micromundo de la cotidianeidad, de las pequeñas tareas y los cortos plazos; el universo se encogía mientras el egoísmo se acrecentaba. Esta pérdida simbólica del gran espacio social proveniente de la fragmentación en múltiples pedazos institucionales implicó en cierta medida la posibilidad de reencantamiento. El hospital, la universidad, la familia, etc. adquirían sentido por ellos mismos, en tanto instituciones que representaban la idealidad del esfuerzo colectivo. Por institución entiendo una aspiración social que se materializa en una representación mental abstracta acerca del sentido social de nuestra existencia. La institución prefigura a la organización al dotarla de un sentido social e individual. La escuela, el hospital, la universidad y el partido político, así como la familia y la empresa, entre otras formas institucionales, permitieron el reencantamiento del mundo moderno al dotarlo de sentido: una sociedad pequeña, sí, pero diversa. La pretendida homogeneidad organizacional de la que nos habla hoy en día el Nuevo Institucionalismo –Económico y Sociológico- o la Nueva Gerencia Pública se traduce en realidad en una disminución de la riqueza social. La humanidad se juega en la diversidad. La eficiencia ya no como motor del crecimiento sino como forma abstracta de legitimidad modifica sustantivamente el sentido de la acción social: hospitales o universidades que consideran que su principal responsabilidad es una administración impecable en vez de paliar el dolor y asegurar la vida en el primer caso o de constituirse como un instrumento de civilización en el segundo, es pensar que el mundo es un gran mercado y que el cliente viene a substituir todos los otros roles sociales, tales como los de paciente y estudiante. Apunte final El proyecto de la administración se orienta cada vez más a incitar a la acción desde los medios, desdibujando completamente los fines. Por ello, el debate sobre la ética de los fines constituye un proyecto indeclinable e inaplazable. En este sentido, resulta pertinente recordar algunos elementos teóricos 44
propuestos por Max Weber, sobre todo en lo concerniente a dos aspectos centrales de nuestra discusión, el sentido y los fines. El proyecto de Weber era, sabemos, la construcción de una sociología comprensiva, es decir, una ciencia que diera cuenta de la acción social a la cual los seres humanos otorgan un sentido subjetivo. Propuso que en la modernidad la forma más acabada de dominación era el modelo burocrático, caracterizado por la preeminencia de la racionalidad instrumental, la más perversa de todas si escuchamos a Eugène Enriquez, al justificar a toda costa los medios para lograr los fines y por la enorme dificultad de alcanzar éstos sin provocar efectos colaterales. Además, para Weber, la burocracia implica la despersonalización de las relaciones humanas como una virtud: “Su peculiaridad específica, tan bienvenida para el capitalismo, la desarrolla en tanto mayor grado cuando más se 'deshumaniza', cuanto más completamente alcanza las peculiaridades específicas que le son contadas como virtudes: la eliminación del amor, del odio y de todos los elementos sensibles puramente personales, de todos los elementos irracionales que se sustraen al cálculo” (Weber: 1970: 732). Weber plantea la existencia de dos éticas, la de la convicción y la de la responsabilidad. La primera está orientada a la consecución irrenunciable de los fines, es motivada por una causa y no es negociable, pero puede también resultar muy perversa; la segunda está guiada por la posibilidad de responder por los actos asumidos. En un trabajo interesante, Enriquez (1993) intenta elaborar una especie de sistema ético incluyendo estas dos variantes apuntadas por Weber, agregando la posibilidad, propuesta por Habermas, de una ética basada en la discusión y en la construcción de consensos centrados en la consideración de intereses superiores, y proponiendo a su vez una ética de la finitud, sustentada en la conciencia de nuestros propios límites, de nuestros recursos naturales, pero también de nuestra vida. Es nuestros días se observa que una constante del funcionamiento de las organizaciones reside, como ya lo hemos mencionado, en el hecho de privilegiar los medios sobre los fines, haciendo de la dirección una actividad reducida al ámbito instrumental, alejada de las preocupaciones éticas de la convicción y limitando la ética de la responsabilidad a los actores más cercanos, aquellos que resultan proveedores de recursos –accionistas y clientes principalmente-. Por otro lado, resulta importante señalar que la búsqueda desmedida de la eficiencia, que constituye en sí misma una modalidad de funcionamiento operativo, es decir, un medio, se ha convertido crecientemente en un fin en sí mismo, generando altos costos sociales al reducir el horizonte social del sentido de la acción y disminuir la diversidad institucional. ¿Tendremos la capacidad de enfrentar esta doble adversidad, es decir, de poner las cosas en su lugar, y hacer de la eficiencia una acción supeditada al logro de fines que enriquezcan la vida social de los individuos? No lo sé, en todo caso, ello requiere de una reflexión más amplia y de acciones colectivas.
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