Asomada a la ventana todavía te espero

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Asomada a la ventana todavĂ­a te espero

Eva MarĂ­a Maisanava Trobo

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Nunca olvides que la vida es algo más que efímeros momentos. Estamos en ella de paso y por eso, debemos vivirla intensamente. El futuro es incierto. Así que por favor: Vive, lucha, pelea, llora, grita, tiembla… Porque todo forma parte de la vida. Espero que disfrutes con esta pequeña historia. Estoy segura que acariciará tu alma y te hará pensar. Con cariño Eva María Maisanava Trobo

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Asomada a la ventana todavía te espero

Tenía 35 años y decidí cambiar mi vida por completo, dejando todo atrás, familia, amistades, trabajo, ciudad... Estaba cansada del agobio de la capital y un buen día decidí liarme la manta a la cabeza y coger el primer autobús que me llevara a un pueblo de la sierra norte de Madrid. Después de mucho tiempo buscando trabajo, antes de haber tomado la decisión de dejar la capital, decidí empezar en una residencia de mayores, cuyo nombre me encantó: El Retiro. Justo lo que yo buscaba en ese momento, un poco de paz espiritual con la que poder olvidar mi vida ajetreada en la ciudad. No es que tenga que ver mucho con lo que he podido realizar hasta ahora, pero… algo me decía que sería una experiencia enriquecedora. Fui caminando decidida hacia la residencia y, a lo lejos, lo único que mi mirada alcanzaba a ver era la silueta de una señora sentada sobre una silla de ruedas. Según me fui acercando, más misteriosa me parecía la mujer. No me atrevería a decir que edad podría tener, porque todavía conservaba su belleza, su elegancia y ese toque de misterio que siempre me ha llamado la atención en todas las personas. Me miró durante un instante y enseguida volvió a mirar la foto que tenía entre sus manos, antes de comenzar a llorar.

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Cuando me acerqué a preguntarle qué le sucedía, escuché a mis espaldas: -

¡Buenos días, Ena! La estábamos esperando. Era la encargada de la residencia, una señora con un carácter un tanto hostil y

altanero, algo raro para trabajar en un sitio como ése. -

¡Buenos días!, me imagino que usted es… Victoria.

-

¡Así es! ¿Le ha sido fácil localizar la Residencia?

-

¡Si claro! He llegado estupendamente con las indicaciones que me dio

-

Me alegro. Dejemos la conversación para otro momento, hay mucho trabajo que hacer, pero… por favor, no se quede allí fuera. Pase, le voy a enseñar la Residencia y su habitación. Si quiere puede descansar, me imagino que ha sido un camino largo y estará exhausta. La cena se da a las 20:00, ya sabe que tiene que estar antes para servirla.

-

¡Perfecto! Usted primero Victoria, gracias por dejarme descansar, no se preocupe, que estaré puntual para dar la cena, pero… si es necesario avíseme y la ayudaré en lo que sea menester.

-

¡Tranquila! ¡Usted descanse, Ena!, le esperan unos días de mucho trabajo. La habitación que me habían asignado era sencilla, escasa en muebles, tan solo

una cama, una mesita de noche, un armario, un escritorio, una silla y un espejo, pero era confortable y tenía un balcón desde el que podía apreciar la belleza del entorno donde se encontraba la residencia. Se respiraba el olor a la naturaleza y a paz. Desde la ventana podía ver el patio, donde los ancianos paseaban por el jardín mientras mis compañeras ayudaban a otros empujando sus sillas de ruedas. Al lado de la fuente estaba ella, esa mujer solitaria y enigmática sobre su silla, con la foto aún entre las manos.

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La caminata hasta llegar había sido agotadora. Decidí refrescarme con una ducha. Todavía era pronto para bajar a dar la cena, así que aproveché para sacar mi diario destartalado, viejo por el uso, y plasmar en sus hojas las novedades del día. Era una aspirante a escritora y cada tiempo libre lo empeñaba en expresar mis ideas lo mejor posible. Ya eran las 19:30 de la tarde. Me apresuré a bajar al salón (ya tenía el uniforme puesto) para dar la cena, con mis compañeras y con la supervisión de Victoria. Era la primera vez que me encontraba dando de cenar a personas mayores y me encantaba escuchar sus conversaciones. ¡Qué estúpidos los jóvenes -pensé-, que nos creemos más conocedores de la vida que ellos, cuando somos unos ignorantes a su lado! Llegó el momento en el que tuve que servir la comida a la mujer misteriosa de la silla de ruedas. Estaba llena de felicidad. Ahora que la tenía cerca, era imposible no reparar en la elegancia y saber estar que tenía. Se llamaba Dulcinea y era uno de los huéspedes, sin duda, de más edad, pero con un espíritu jovial, que chocaba con la sensación que percibí el primer día en que la vi. Cuando terminaban de cenar, teníamos que acompañarlos a la habitación, y esa noche me tocó hacerlo con ella. Ya me iba a retirar de su cuarto, cuando Dulcinea me dijo: -

Espera Ena, no te vayas, ¿te puedes sentar un rato?

-

No sé si debo Señora, no puedo tomarme ese atrevimiento. Es mi primer día de trabajo y lo último que quiero es perderlo.

-

¡Tranquila! Nadie te va a decir nada.

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-

¿Cómo está tan segura?

-

Sé lo que te digo Ena, siéntate tranquila y, si no te importa, departe conmigo. Estuvimos durante más de una hora conversando. Era una mujer tan especial,

había viajado en su juventud por muchos países, se había educado en los mejores centros, contrajo matrimonio con un militar de alto rango y, lo más importante, compartíamos la pasión por la literatura. Después de haber estado un rato con ella en su habitación, se hizo demasiado tarde y me fui a la mía. Demasiadas emociones juntas me tenían en un estado de embriaguez absoluta que me impedían conciliar el sueño. Saqué del cajón de la mesa de estudio el destartalado diario que tenía y comencé a escribir la historia de Dulcinea. Me parecía tan asombrosa que dejé de escribir en el diario sucesos que me ocurrían, para dar paso a escribir su vida. Estaba perdiendo el interés de mi propia vida y ya solo vivía por y para ella. Me había contado que contrajo matrimonio siendo muy joven, tan solo tenía 17 años cuando en 1940, influenciada por la opinión de su estricto padre, contrajo nupcias, con un hombre 10 años mayor que ella. Dulcinea formaba parte de la sociedad pudiente de aquella época, su padre poseía un marquesado y, por lo tanto, era impensable que por aquel entonces una señorita de bien pudiera enfrentarse a la opinión de su progenitor. Su padre ya le tenía planificada la vida. Querían que se casara con un apuesto militar 10 años mayor que ella, serio, de buena educación, algo severo, pero con una prometedora y brillante carrera militar. Justo lo que el padre consideraba que le vendría bien a su hija para empezar a moldear ese carácter levantisco de Dulcinea que lo traía por la calle de la amargura. Dulcinea ya soñaba entonces con ser una gran escritora, libre de espíritu y alma, amante de la vida y del arte.

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Pero pronto se le acabó su mundo de ensoñaciones cuando un día su padre le anunció que el 17 de Mayo de 1940 sería su boda con el Alférez Yagüe. A Dulcinea se le cayó el mundo encima. Ella que estaba acostumbrada a viajar por muchos países, a la lejanía de su familia cuando vivía interna en las mejores escuelas europeas, de repente vio como todo ese espacio de independencia se convertía en cautiverio y soledad, viviendo con un hombre que le iba a robar lo único que el dinero no podía comprar, la libertad. A la mañana siguiente tenía que estar despierta a las 6:00, por que el desayuno lo servíamos a las 8:00. Era viernes y, después de dar el desayuno y hasta el Domingo por la noche, teníamos la jornada libre para hacer lo que quisiéramos. Me fui al pueblo andando. Daba gusto pasear por esos parajes llenos de vegetación, con olor a frescura y con el ganado cruzándose por tu camino. Cuando llegué, me dirigí directamente a la única tienda que había y me compré un diario nuevo para poder seguir escribiendo y unas cuantas galletas de chocolate que tanto me gustaban y que en la residencia no solían poner. Las compañeras que tenían familia iban a pasar el tiempo libre con los suyos, con lo que tan solo tres compañeras y yo nos quedábamos en la Residencia al no tener a nadie cerca. Nos quedábamos trabajando, pero cobrando horas extras. Al entrar por la puerta, observé en una ventana un trozo de cortina corrida y a Dulcinea detrás de ella. Cuando se dio cuenta de que la miraba, enseguida se apartó. Saqué el diario y el paquete de galletas y los puse encima de la mesa de estudio. Me tumbé en la cama, abrí el diario y me puse a escribir sobre Dulcinea. Era una de esas historias que siempre de niña venían a mis sueños, vestidos de colores

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vivos, sombreros, viajes y un mundo de elegancia alrededor de la alta sociedad, que jamás hubiese podido imaginar. Empezó a faltarme el aire y decidí bajar a tomar el sol, sentarme en uno de esos bancos que estaban en el jardín, al lado de la fuente, y dejar que las musas de nuevo vinieran a visitarme. Al rato, una de las compañeras que hacía guardia durante el fin de semana, trajo a Dulcinea a tomar el sol y la sentó junto al banco. Estaba triste, no era la mujer alegre que había departido conmigo y que me había contado un mundo maravilloso de viajes y aventuras en su juventud. Como siempre, empezó a hablarme de su vida y me enseñó una foto de ella cuando era joven, asomada a una ventana con un libro en las piernas y vestida sólo con un pantalón, cuando se sentía libre, sin ataduras y empezando a escribir un libro… Justo cuando me iba a decir su título, vino mi compañera para llevarla a merendar. Se despidió de mí cordialmente y me dijo: -

Que pases una buena tarde Ena, ya hablamos.

-

Igualmente Dulcinea, que descanse. Siempre es agradable poder departir con usted, gracias por sus conversaciones tan enriquecedoras, ¡gracias de verdad! Ya estaba refrescando en el jardín y subí a la habitación. Después de haber

hablado con Dulcinea, tenía de nuevo la información suficiente para poder seguir escribiendo sobre ella, pero… ¿Qué título le pondría? Añoraba la época en la que era joven y libre, su matrimonio con el Alférez no había sido para ella algo maravilloso de recordar, más bien todo lo contrario, había cambiado su vida por completo, se había convertido en una mujer inerte y sin vida, apenas salía de su casa para dar algún paseo a caballo y visitar a su familia. Había perdido las ganas de escribir, su carácter no era el de antes y se sentía arrinconada.

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Un atisbo de alegría le sobrevino al tener la primera falta. Por fin en su vientre empezaba a desarrollarse la vida de ese bebé tan deseado. De nuevo la alegría, la ilusión, las ganas de vivir se apoderaron de ella. Por fin se sentía realizada como mujer, después de dos años de matrimonio en los que se había sentido apagada, mustia, como un ente que vaga por la vida. A pesar del carácter serio de su marido, éste no dejo de estar pendiente de ella conforme pasaban los meses del embarazo. Le había proporcionado todo lo que necesitaba, le había puesto una doncella más a su servicio y, con el tiempo, buscaría una chica que amamantase a su primogénito, permitiendo a Dulcinea retomar su vida social. Ella rebosaba belleza. Solamente le quedaban dos meses de gestación para poder ver la carita al pequeño Alfonso, tal como se llamaría el tan ansiado retoño. Su marido, el ya Teniente Yagüe, le indicó que tenía que irse por tres meses a realizar unas maniobras en el desierto de Sáhara, pero que volvería tan pronto le fuera posible. Aunque la relación entre ellos era muy fría. A Dulcinea le asustaba la idea de estar sola en el momento del alumbramiento, y más ahora que sus padres se habían ido de crucero y no estarían a su lado. Pasaría aquel trance sola y asustada. Le quedaban dos semanas para dar a luz cuando recibió un telegrama de un compañero de su marido con muy malas noticias. Estimada Dulcinea. Me imagino que esta misiva no será de recibo y más con las malas nuevas que le voy a comentar. Su marido el Teniente Yagüe ha fallecido durante un ejercicio en unas maniobras. Mi más sincero pésame.

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En ese instante rompió a llorar. El padre de su hijo había fallecido y aunque su matrimonio no fuera ejemplar, siempre le había procurado todo cuanto necesitaba, y ahora sí que estaba sola, sola… cuando más lo necesitaba. No podía conciliar el sueño, su doncella velaba por ella para que no le faltase nada y no tuviera sensación de vacío. Le hizo tomar una infusión de tila y la acostó para que pudiera descansar e intentar, como le fuera posible, sobreponerse al infortunio de lo acontecido. A altas horas de la madrugada la escucharon gritar de desesperación. Todas las doncellas apresuradamente se dirigieron a la habitación, ya tenía contracciones, el alumbramiento era un hecho que en breve tendría lugar. Sudores fríos, gritos, dolor, desgarramiento… durante más de 5 horas de parto, las que fueron necesarias hasta que de sus entrañas salió Alfonso, su hijo tan deseado. Con tan solo 19 años, a Dulcinea le recompensó todo el dolor que sintió en el parto el poder verle la carita, desde entonces tuvo más claro que nunca que su vida sería por y para él. Era el hijo póstumo del Teniente Yagüe, el retoño más bonito de la comarca, de piel sonrosada, regordete, sano, digno de ser el heredo del marquesado que Dulcinea recibiría a la muerte de su padre. Cuando me quise dar cuenta, observé en el reloj que llegaba tarde para poner la cena, así que dejé el diario en la mesa y bajé apresuradamente. Dulcinea no se encontraba en la mesa junto con los otros residentes y me preocupó bastante. Al finalizar el servicio, le pregunte a Victoria por ella y me dijo que se encontraba un poco resfriada y que había decidido quedarse en la habitación a descansar. Recogimos las mesas, colocamos las sillas, barrimos y fregamos el suelo. Victoria vino y nos dijo que por hoy el día había finalizado y que nos fuéramos a

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descansar, que al día siguiente había una excursión programada y teníamos que estar con energías. Ya en la habitación, y recordando la conversación con Dulcinea, seguí escribiendo en el diario. Dulcinea veía cómo día a día su hijo iba creciendo y el dolor de la ausencia de la pérdida de su marido, poco a poco, se iba mitigando. Alfonso tuvo una niñez muy feliz, su madre supo hacer el papel de padre para que no sintiese su ausencia. El único recuerdo desagradable que conservaba de la niñez de su hijo Alfonso fueron unas altas fiebres se apoderan de él y que hicieron temer su pérdida. Ya tenía 5 años cuando sus abuelos fallecieron en el regreso de uno de los innumerables viajes que por aquel entonces hacían. Otra vez la tragedia se presenta en la vida de Dulcinea, pero esta vez no se podía permitir el lujo de doblegarse. Tenía un hijo por el que luchar y un marquesado por el que pelear, unas viñas de las que estar pendiente para que la denominación de origen de su vino no se fuera al traste y asegurar el sueldo de todos los jornaleros que tenía a su cargo. Aunque con 24 años una mujer todavía era joven, ya llevaba mucho batallado a su espalda y se veía con las fuerzas necesarias para salir adelante con todo. De muy buenas maneras llevaba el título de marquesa, culta, distinguida, trabajadora y con una humildad impropia para la gente de alta alcurnia. Ya muy suelta en su mundo aristocrático, se codeaba con todos sus iguales una vez al mes, en un baile benéfico para contribuir con un hogar de mayores que iba a levantar sus cimientos en un pueblo a las afueras de Madrid. Éste era el único momento que tenía de distracción, en el que dejaba aparcadas todas sus tareas de empresaria y quedaba a Alfonso a cargo de su doncella de confianza. Los años pasaban rápidamente y llegaba el momento en que se tenía que plantear la educación de su hijo. Quería que siguiera la carrera militar de su padre y

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que pudiera llegar más lejos de lo que éste no pudo por culpa del accidente en las maniobras. A la mañana siguiente me desperté temprano, teníamos que estar a las 7:00 dando el desayuno, para que nos diera tiempo a recoger todo, pues a las 9:00 estaban los autobuses preparados para partir a La Granja de San Ildefonso, en Segovia. Dulcinea estaba mejor de su resfriado y, aunque más abrigada de lo usual, vino a la excursión a visitar el Palacio del Real Sitio segoviano, majestuoso, que yo nunca había tenido la oportunidad de conocerlo. Su construcción se remontaba al año 1721, bajo el reinado de Felipe V. Éste, cansado del viejo Alcázar de los Austrias, quería un palacio barroco con grandes jardines. Mandó a Teodoro Ardemans la construcción del lugar que con los años fue conocido como el Pequeño Versalles. Dulcinea

me contó

que

Alfonso

XIII,

lo utilizó como

casa

veraniega,

organizando cacerías en los alrededores, a las que en alguna ocasión, cuando era más joven, asistió con sus padres, que eran amigos íntimos de los Reyes. Fue entonces cuando me dijo que mi nombre era igual a cómo se conocía familiarmente en la corte a quien era una de las Reinas más bellas que España podía tener, Victoria Eugenia de Battenberg, madre de Don Juan de Borbón (Conde de Barcelona) y abuela de nuestro actual Rey Don Juan Carlos. La verdad es que cuando me contó por encima la penosa vida de Ena, no pude evitar en ocasiones sentirme orgullosa de llevar su nombre e identificarme con ella. El 12 de Abril de 1931 las elecciones municipales dieron la victoria a los partidos republicanos en la mayoría de las ciudades, de manera que el 14 de Abril de 1931 Ena tuvo que abandonar España. -

Un día de estos, Ena, le contaré el encuentro de cuando, siendo una niña, pude ver a la Reina Victoria Eugenia de Battenberg. Ahora ayúdame a subir al

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autobús hija, que cuando tú llegues a mis años, te darás cuenta que las cosas por muy simples que parezcan van entrañando mayor esfuerzo para nosotros. Hablar con Dulcinea era como poder viajar a otra época. Tenía tantas vivencias que contar que me extrañaba que nunca nadie viniera a visitarla a la Residencia. Llegamos justo para cenar, en Segovia habíamos pasado mucho frío y Dulcinea me pidió si podía traerla un caldito, pues no quería comer nada más. -

¡Claro que sí Dulcinea! No se preocupe que le traigo ahora mismo un caldito bien caliente, que ahora que empieza a ponerse bien, no quisiera que recayese.

-

Gracias Ena, tenerla a usted aquí es uno de los mayores privilegios. Nunca antes ninguna chica se había reparado a escuchar a una vieja como yo.

-

No diga eso, se lo ruego, estoy muy orgullosa de poder tener estas conversaciones que tan feliz me hacen. Otra vez llegaba el fin del día y ya estaba de nuevo en mi habitación sin poder

evitar coger el diario y seguir escribiendo sobre ella. Alfonso ya era un jovencito de 10 años con la edad suficiente para viajar fuera de España y empezar a conocer bien los idiomas y hacer de él lo que su padre y su abuelo hubieran deseado, un hombre digno del Marquesado que con el tiempo sería suyo. Dulcinea ya era una mujer hecha y derecha de 29 años que veía cómo, con tesón, esfuerzo y una buena organización del manejo de sus tierras, todos los jornaleros que trabajaban en las viñas, las doncellas y demás personal tenían trabajo, lo cual la llenaba de felicidad. Vivía sin pasar ninguna necesidad, tenía comida, vestidos, un hijo maravilloso que ya sentía que empezaba a coger el vuelo, pero se sentía sola. Llegó el día en que Alfonso tuvo que viajar fuera de España camino de un internado en Londres, para educarse y formarse.

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A Dulcinea esto le provocaba un gran dolor. El separarse de lo más importante de su vida le dejaba un gran vacío, pero sabía que era todo por el bien de su hijo. Alfonso era un joven espabilado y un vivo retrato de su madre, aunque muy maduro pasa su edad. Quizás el hecho de haber crecido sin padre y el haber visto los sacrificios de su madre, hicieron que creciera demasiado rápido. Era un mozo que no hacía más que devorar libros como su madre. No le costó mucho separarse de ella. Es más, le pareció una aventura más que le tocaba vivir. Durante toda su ausencia, Dulcinea no dejaba de esperar las tan ansiadas cartas que su hijo le mandaba desde Londres. Querida Mamá Los días en el internado están siendo muy enriquecedores, tengo que darte las gracias por el sacrificio que has hecho durante toda la vida para forjarme un futuro. Estaremos un tiempo separados, pero lo aprovecharé. Te quiere, tu hijo Alfonso Dulcinea apretaba la carta a su corazón y brotaban mil lágrimas de sus ojos. Sabía el dolor que le causaba la distancia, pero también que todo era por el bien de su hijo. Estaría 8 años sin verlo, sería entonces cuando entraría en la Academia Militar. Fue durante este tiempo cuando Dulcinea aprovecho para llevar a cabo uno de esos sueños que hasta entonces no podía haber concretado, intentar escribir su biografía. El sueño se apoderaba de mí, me puse el camisón y me quedé dormida.

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No hace falta que diga lo cansada que me encontraba al día siguiente. Desde mí llegada a la Residencia, era como si la vida de Dulcinea se hubiera apoderado de la mía propia, ya no existía yo, si no que sentía la necesidad de saber más y más de ella. A la mañana siguiente, el desayuno ya estaba preparado y Dulcinea como siempre pidió su chocolate calentito con bizcochos. Me extrañaba que fuera la única mujer de toda la residencia que nunca recibiera visitas, no podía entender que una dama como ella no tuviera a nadie, yo misma me pasaba horas y horas escuchándola, aunque no tantas como hubiera deseado. Ya quedaba poco para que fuera mi cumpleaños y la tristeza se apoderó de mí. Mientras llevaba a Dulcinea al jardín, las lágrimas rodaban por mis mejillas. Vivía sola en un pueblo, trabajaba muchas horas y no tenía a nadie con quien celebrar mi cumpleaños, sentía ya esa necesidad de amar alguien, de un sentimiento distinto al que hasta ahora había necesitado, de sentirme realizada. Dulcinea se dio cuenta de que estaba llorando y me dijo: -

¿Qué te pasa, Ena?

-

¡Vaya! Se ha dado cuenta, no se le escapa nada.

-

A mi edad, Ena, es difícil que algo se nos escape. Quizás haya muchas personas que piensen que estamos desahuciados por ser mayores y estar postrados en una silla de ruedas, pero créeme, es el mejor momento para escuchar y dar consejos, por que tenemos una vida recorrida y una experiencia que todavía vosotros no tenéis.

-

No puedo mentirla, es cierto que tengo una gran pena, porque apenas quedan unos meses para mi cumpleaños y no tengo con quién celebrarlo.

-

¿Y eso es motivo para llorar Ena? Vives en un lugar que parece una gran familia. Además, uno no está más acompañado por vivir con alguien, hay

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veces, Ena, que una persona sola se siente más llena que rodeada de mil. Haz caso a una mujer que ha sido criada por muchas doncellas, en un ambiente en el que no me faltaba nada y, Ena, he llorado mucho y he tenido mucha soledad. Quizás con los años te des cuenta de que la mejor compañía y la única persona que no te falla eres tú mismo. Pero… bueno, dejaré de darte el sermón, que mi intención no es echarte la bronca, y dime ¿qué día es tu cumpleaños, preciosa? -

Es el 17 de Mayo, ya 36 los que haga... ¡cómo pasa el tiempo!

-

¡Vaya! Yo me casé un 17 de Mayo de 1940, tenía solo 17 añitos cuando me obligaron a casarme. Así que, Ena, tú disfruta de tu soltería que en ocasiones es mucho mejor a que te obliguen a hacer algo en contra de tu voluntad, como a mí me pasó.

-

¡Tiene razón! Qué estúpida he sido. Ahora, si no le molesta, tengo que retirarme, tengo que seguir con mi trabajo.

-

Tranquila Ena, ya hablamos. Me puse con mis compañeras a limpiar a fondo el salón, dónde por las noches

se ponía un proyector para que vieran cine. Cuando terminamos de limpiar, ya casi era la hora de dar la cena, estábamos agotadas y en cuanto finalizamos, subí a la habitación. Estaba tan cansada del duro día de trabajo que no pude ponerme a escribir, enseguida cogí el sueño. Me levanté temprano, había dormido tan profundamente que me sobraban dos horas hasta que tuviera que dar de nuevo el desayuno. Y otra vez Dulcinea y su vida se apoderaron de mí y seguí escribiendo su vida en el diario.

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Dulcinea estaba sumergida en su libro cuando recibió una carta de su hijo Alfonso. Ya habían pasado 7 años sin verse desde que partió para el internado de Londres. Su hijo le anunciaba que había tomado la decisión de regresar cuanto antes para inscribirse en el ejército. Dulcinea no aprobaba la decisión de su hijo, pero en el fondo la alegraba porque por fin podría estrechar a su hijo después de tantos años sin verlo. Estaba emocionada, pues se encontraría con un hombre y no con el niño que dejó partir. Cuando Dulcinea vio a su hijo entrar por la puerta, se quedo maravillada. Nada quedaba del niño, había crecido muchísimo y era físicamente la copia de su padre. Se abrazaron durante un buen rato y Dulcinea no podía dejar de llorar. Se sentía orgullosa del sacrificio que supuso estar tantos días alejados, porque ahora por fin había un hombre en la casa, su pequeño gran hombre. Alfonso no dejaba de contarle todo lo que había aprendido, todos los lugares que había conocido, lo bien que se desenvolvía en los idiomas y, lo más importante, que había valorado el sacrificio de su madre y la quería más que a nadie. Le confirmó su deseo de ir a la Escuela Militar cuanto antes, quería seguir los pasos de su padre y llegar lo más alto posible. Tenía claro que quería estar en el ejército del aire y dar servicio a España sería lo más grandioso para él. Dulcinea poco podía hacer ante la madurez de su hijo y lo bien planeada que tenía su vida.

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Así que a la mañana siguiente, el Teniente Anguita, compañero de su marido, almorzó con ellos y estuvieron hablando de cómo se iba a plantear la carrera de Alfonso y dónde sería destinado. Llegaron a la conclusión de que el mejor sitio donde podía formarse era en la base militar de Rota, en Cádiz. En una semana tenía que estar presente en el cuartel. Se sentía feliz de verlo en casa, pero sabía que pronto partiría para coger el vuelo como hombre y consagrar su vida al Ejército. Durante el resto de la semana que tenía para estar juntos, se fueron de viaje a Llanes, un pueblo costero de Asturias, donde Dulcinea tenía una casa heredada de sus padres en la que solían pasar todos los veranos desde que ella era una niña. Alfonso le comentó a su madre que estaba en amoríos con una chiquita de Londres que le prometió esperar hasta su regreso. Dulcinea no sabía cómo reaccionar. De repente, se había convertido en un hombre sin que ella tuviera constancia. Victoria, que así se llamaba la chica, era de carácter un tanto serio, pero muy trabajadora y con buen corazón. Era el complemento perfecto para que su hijo Alfonso fuera el hombre más feliz del mundo. La semana finalizaba y, con ello, la estancia en la playa. Tenía que regresar a Madrid y tomar al día siguiente el vuelo hacia Rota. Dulcinea tenía 34 años y a su hijo completamente criado. La alegraba saber que tenía la posibilidad de que su hijo se desarrollase como hombre, con su apoyo encomiable, ya que ella jamás tuvo la oportunidad de decidir, por eso con mano izquierda supo encaminar a su hijo por el mejor lado. Por poco me despisto y se me olvida que tenía que servir el desayuno. Victoria y Dulcinea estaban hablando. Tenía la sensación de que Victoria podría ser su hija, pero me daba reparo preguntar, a fin de cuentas, era mi jefa.

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Pero la relación entre ellas era muy diferente al trato que Victoria daba a otros huéspedes de la residencia. Dulcinea estaba completamente recuperada del resfriado y dispuesta a que la llevase a dar una vuelta por el pueblo. La noche anterior ella se había ocupado de llamar a un cochero para que nos llevara al pueblo a escuchar misa y a hacer unas compras. -

¿Te acuerdas, Ena, que te dije que te contaría mi encuentro con la Reina Victoria Eugenia?

-

¡Sí, claro! ¿Cómo no me voy a acordar?

-

Nací un 6 de Mayo de 1923. Era muy niña la primera vez que vi a la Reina, fue en uno de esos veranos que pasaban en el Palacio de La Granja, tenía tan solo 7 años cuando la vi por primera vez. Mis padres tuvieron una audiencia con ellos y me llevaron a mí. Era de una belleza extraordinaria, alta, delgada, ojos azules, llevaba la sangre real en sus venas, sangre que estaba contaminada por la hemofilia. ¡Pobre Ena! Tan injustamente que fue vilipendiada cuando el Rey Alfonso XIII y su madre, la Reina regente Cristina, eran conocedores del problema que supondría para el futuro de la monarquía en España.

-

Me imagino que no habrá olvidado un momento así.

-

Imposible Ena, hay momentos en esta vida que no se pueden olvidar, pero bueno hija, vayamos ya de regreso a la Residencia, es la hora de almorzar. Por el camino no dejaba de pensar en todo lo que estaba aprendiendo al lado

de Dulcinea, una mujer que me había enseñado tanto, después de haber estado rodeada de riquezas y habiéndose codeado con la Realeza y, sin embargo, tan sencilla. La dejé en su habitación para que una de mis compañeras la ayudara a cambiarse de ropa y bajé a por las bolsas que había dejado en el jardín.

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Miré a la ventana y otra vez estaba allí, asomada, mirando al vacío y con lágrimas en los ojos. Me daba la sensación de que estaba esperando el regreso de alguien, pero, ¿de quién? Después de servir la comida, comencé a sentirme un poco mareada, se lo comenté a Victoria y no me dejó ni recoger un solo plato y me dijo… -

Descanse, tómese una semana, aunque esté aquí con nosotros no tendrá que trabajar, y no me lo cuestione, Ena. ¿De acuerdo?

-

¡No sé que decir!

-

No tiene que decir nada. Subí a la habitación a descansar, estaba agotada. Desde que dejé Madrid, no

había apenas descansado y la verdad es que necesitaba un tiempo para mi. De nuevo cogí el diario, que ya tenía la sensación de haber abandonado, y continué con la historia de Dulcinea Llegó el momento en que Alfonso tenía que partir hacia Rota, hacia su sueño como militar, y Dulcinea estaba inundada de lágrimas. Le duró tan poco la presencia de su hijo, otra vez tenía que pasar por el trago de que se ausentase y, esta vez, por un tiempo mayor. Alfonso estaba feliz, radiante, quería dejar el nombre de su padre bien alto y con el tiempo convertirse en un hombre digno de heredar el marquesado. Se fundieron en un gran abrazo, se prometieron estar en contacto y ella le aseguró que lo esperaría asomada a la ventana, como siempre lo hacía cuando era niño y se quedaba vigilando el regreso de sus juegos en el jardín. Dulcinea se volcó de nuevo en su libro y en revisar las obras de la Residencia para la que cada mes aportaba una cuantía nada despreciable.

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De esta forma estaba distraída y era una manera de enmascarar la ausencia de su hijo Alfonso. Los años pasaban casi a la velocidad de la luz, tenía tanto trabajo que apenas le daba tiempo a seguir con el libro. Alfonso ya era un hombre de 28 años, tenía el mismo cargo de su padre cuando se caso con su madre, era alférez, y quería seguir trabajando duramente para llegar a lo más alto. Dulcinea tenía ya 47 años y las fuerzas le empezaban a flaquear, había llevado una vida muy intensa. Desde que se casara con 17 años, no había dejado de trabajar. Recibía cada lunes una carta de su hijo, siempre con buenas noticias y progresos, pero no tenía tiempo para poder ir a verla. Esto le dolía a Dulcinea, pues sentía que parte de ella estaba desapareciendo. La Residencia a la que mensualmente aportaba dinero ya estaba finalizada, el nombre que le pondrían sería “El Retiro”, fue ella quien escogió ese nombre por ser la mayor contribuyente a que el proyecto se desarrollase. Pronto se acercaba su cumpleaños y, en la última carta de su hijo, éste le informaba de su intención de regresar para estar unos días con ella, en su 50 aniversario. El 6 de mayo de 1973 estaba previsto que Alfonso llegará a su casa para pasar ese día con su madre. Para ella sería el mejor regalo, no había dinero que pudiera superar a la felicidad de poder estrechar de nuevo a su hijo en su regazo. Sonó el timbre de la puerta. Apresurada, bajó las escaleras para abrazar a su hijo, pero fue un compañero de la base aérea de Rota quien le entregó personalmente una carta. Estaba

temblando,

pues

tenía

una

sensación

muy

parecida

a

la

que

experimento cuando le anunciaron la muerte de su marido. Quería negarse a sí misma la sensación que en ella había y quiso salir de dudas abriendo la carta.

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Efectivamente, su palpitar y nerviosismo anterior no eran en vano, la comunicación de la carta indicaban lo peor. El avión en el que venía su hijo había sufrido un accidente. Iban tres compañeros, todos saltaron con el paracaídas, pero ninguno llegó a ver Alfonso con vida. No tenía ganas de seguir viviendo, se decía una y otra vez que era inhumano tener que sobrevivir a la muerte de un hijo, que era injusto que Dios no se la hubiera llevado a ella y que ya no tenía nada que hacer en este mundo. Con 50 años, Dulcinea sufrió un derrame cerebral, la llevaron a los mejores hospitales a que la trataran los mejores especialistas, pero se había quedado postrada en una silla de ruedas para el resto de su vida. Ya estaba más recuperada de la lipotimia que me había dado y bajé al jardín para que me diera el Sol. Sin saber el por qué, miré hacia la ventana de Dulcinea como si un imán me atrajera, y de nuevo la vi, como en la última ocasión, “Asomada a la ventana”. Quién me diría que iba a ser la última vez que la viera con vida. Cuando me disponía a entrar en la habitación para departir con ella como tanto nos gustaba, la encontré desplomada en el suelo y con la foto del primer día entre las manos, detrás de ella había escrito unas letras para mí, en las que decía: Querida Ena Durante todo este tiempo no he querido decirte la verdad, pero… llevaba mucho tiempo enferma, tengo leucemia y, a mi edad, poco se puede hacer ya. Te dejo esta foto y, con todas las conversaciones que hemos mantenido, espero que puedas terminar lo único que yo no pude en la vida, mi libro, mi sueño. Dulcinea

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No daba crédito a lo que realmente había sucedido, estaba completamente desolada, rota, sin ánimo de nada. Dulcinea había sido para mí un ejemplo a imitar por todas las mujeres, luchadora, valiente, y un fin así no se merecía. De repente entró Victoria en mi habitación, estuvimos hablando como nunca, me contó que ella fue la novia de su hijo Alfonso y que cuando éste tuvo el accidente, no dudo en venir a trabajar a la Residencia para estar cerca de la madre del hombre que amaba. En más de una ocasión Alfonso se lo hizo prometer y así lo hizo. Con 51 años, Dulcinea, después de sufrir la embolia, se recluyó en la Residencia El Retiro y cada día por la ventana se asomaba durante un rato, con la esperanza de poder ver a su hijo con vida, siempre mantuvo la esperanza de que estuviera vivo. Tenía tan solo 60 años cuando la Leucemia se apoderó de ella y decidió que tenía que descansar para siempre. Ha pasado ya bastante tiempo, desde aquel día que, agobiada por el ajetreo de la vida que llevaba en Madrid, tomé la decisión de cambiar el rumbo de mi vida y venirme aquí, a la Residencia a trabajar. Hoy estoy sentada en esa mesa de la habitación que me dieron cuando llegué y no puedo evitar asomarme por la ventana con la estúpida idea de engañarme y pensar que es un sueño y que, al bajar, estará Dulcinea en el jardín para darme esas conversaciones llenas de consejos impagables. Pero no, no es un sueño, ni una utopía, es tan real como la vida misma y ahora me encuentro en la habitación donde el primer día la observé asomada desde mi ventana y tengo que sacar fuerzas para hacer su última voluntad, acabar su libro y, al recordar su historia, mi corazón se hace jirones. Ha sido duro, muy duro el descubrirme a mí misma que era capaz de hacer del sueño de una persona el mío propio. Pero daría mi vida por ver que mi sueño no se hubiese cumplido nunca, o no de esta manera tan ruin, ¡maldita Leucemia!

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Cuando me compré el diario en el pueblo, jamás pensé, que sería capaz de escribir la vida de una mujer tan sencilla cómo especial. El haberla conocido me ha dado la oportunidad de crecer, de valorarme y de conocer muchos de los sinsabores que tiene la vida. Quizás y solo quizás hayan valido la pena las lágrimas y el dolor que ahora siento al finalizar la historia de Dulcinea, porque estoy segura de que quien tenga la oportunidad de tenerla entre sus manos y la lea, sabrá valorar a esas personas mayores que muchas veces dejamos de lado, aparcadas en una mísera silla de ruedas, en una residencia de mayores, pensando que ya nada tienen que aportar. ¡Qué gran error! Tendríamos que ser nosotros quien, embelesados de su sabiduría, nos quedásemos horas y horas escuchando esas grandes conversaciones que son sin duda alguna “la mejor escuela de la vida”. Desconozco si alguna vez alguien leerá esta historia, pero si por el contrario me equivoco y sale a la luz, me gustaría tener la osadía de dirigirme a ti, que ahora me estás leyendo. Me gustaría pedirte, que fueras capaz de leer entre líneas, como a Dulcinea le hubiera gustado, y que aprendieses que en la vida estamos de paso, que no se es más feliz por tenerlo todo, si no por apreciar aquello que la vida te pone en tu camino y disfrutar de cada uno de sus momentos, porque lo único seguro que hay en esta vida es que algún día, lejano o cercano, todos tendremos que decir adiós a este mundo. Y entonces ya será tarde para cambiar todos esos momentos en los que por nimiedades estuvimos tristes, sin tener motivo alguno. Eso lo aprendí de Dulcinea, que aun sabiendo que el fin de sus días estaba cercano, vivió intensamente hasta el último aliento de su vida. Y es el verdadero motivo que me empuja a tener arrestos de escribir su historia. Así que, por favor, vive, lucha, pelea, llora, grita, vibra, tiembla… porque todo forma parte de la vida.

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Un cúmulo de sentimientos se apodera de mí, el corazón me late fuertemente y las lágrimas acarician mis mejillas, voy a cumplir 36 años y Dulcinea no va a estar conmigo para poderlo celebrar, pero me ha dejado el mejor de los regalos, el optimismo, la lucha y descubrirme a mí misma que sí soy capaz de escribir su historia, su vida, sus sueños… Hace un tiempo, cuando comencé a escribir esta historia, no tenía claro que título iba a darle, después de todo este tiempo ya no tengo ninguna. “Asomada a la ventana todavía te espero” Y aunque, locura o cordura, me cuesta discernir cuál es la realidad o qué es una utopía, al igual que ella cada día esperaba el regreso de su hijo, yo todavía albergo la esperanza de que todo fuese un mal sueño y de que un día la vea sentada en su silla, junto a la fuente, como el primer día…

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Eva MarĂ­a Maisanava Trobo

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