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El aterrador Jairo Pinilla

Texto y fotos: Santiago Gómez santiago_gomez@javeriana.edu.co

Jairo Pinilla es un director de cine que ha dividido a la crítica. Mientras que algunos son incapaces de ver el valor en sus precarias producciones, otros le han dado el título de “padre del terror en Colombia”. En la década de 1970, sus películas llenaron teatros y luego fueron olvidadas. Hoy, este hombre, considerado un director de culto, continúa apostándole a un cine tan extraño y extravagante como él mismo.

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Jairo tenía menos de diez años la primera vez que vio un cadáver: el padre de uno de sus compañeros de colegio se había suicidado unos días antes, y la rectora del colegio decidió que, en su honor, todos los alumnos debían desfilar frente al ataúd abierto antes de que fuera enterrado. “Nunca más en mi vida volví a acercarme a un ataúd. ¡Nunca más! Es que incluso hoy, sesenta años después, yo voy a una funeraria por la muerte de fulano, y solo llego hasta la puerta”, dice. El hombre conocido como el “padre de la ciencia ficción y el terror en Colombia”, también les tiene miedo a los muertos.

Jairo Pinilla es un hombre de 77 años, ojos negros, cejas pobladas que se escurren por cada lado de su rostro y una nariz grande y puntiaguda justo encima de una sonrisa que se escapa cada vez que suelta un refrán a través de una densa nube de humo de tabaco. El cigarrillo es el que le ha dado esa voz ronca. Jairo toma una bocanada y la punta del cilindro se enciende. Retiene el aire por unos segundos y exhala con parsimonia antes de soltar nuevamente una sonrisa. Adentrarse en su cine es penetrar en esa densa nube de humo y caminar a ciegas hasta encontrarse con la muerte segura. Funeral siniestro se estrenó en 1977 y fue el primer éxito de Pinilla. Es la historia

Funeral siniestro fue su primer éxito en taquilla. La estrenó en 1977 y hubo grandes filas de espectadores en el teatro

de Isabelita, una niña que acaba de sufrir la muerte de su padre y que se ve forzada a vivir con su madrastra, Lucrecia, una mujer que siente un profundo odio hacia ella y tiene planes de acabar con su vida. Pero la película da un giro cuando la madrastra, mientras persigue a Isabelita, tropieza en medio de un potrero y una estaca se clava en su vientre. El camisón se le inunda de sangre y ella alcanza a lanzar una última mirada de odio a Isabelita antes de caer desplomada al suelo. Isabelita, entonces, se ve obligada a velar sola a su madrastra en una noche en la que vive experiencias extrañas y llenas de terror, al mejor estilo de Pinilla.

Para el director, esa es “la película bandera de Colombia”, aunque la mayoría no la conoce, y entre los que sí la han visto, algunos podrían estar en desacuerdo con él. El cine de Pinilla

no tiene nada que ver con lo que Hollywood, la crítica, Dago García o Ciro Guerra nos han dicho que es el cine. Sus producciones han tenido que mantenerse con un apretado presupuesto, se desarrollan con más artesanía que con costosos efectos y resultan en filmes que si bien son precarios desde la forma, tienen cierto encanto que, precisamente, radica en sus fallas, pero también en su honestidad. En las producciones de Pinilla es frecuente encontrar ciertos errores técnicos —iluminación, fotografía, problemas de continuidad—, pero también una propuesta que desde la modestia pretende contar historias diferentes. Por eso, si bien su trabajo ha recibido muchas críticas y fue olvidado durante décadas, también ha sido reconocido y revivido: Canal Capital le rindió un homenaje en el 2006 en el Cementerio Central, el Zinema Zombie Fest 2013 incluyó una retrospectiva de su trabajo y en el Festival de Cine de Sitges, en Cataluña (España), el director fue ovacionado por el público en la sala Brigadoon. Hoy Jairo es un director de culto, una figura controversial para los amantes del cine y un hombre que sigue con su proyecto cinematográfico sin pensar en el dinero que entrará o no a su bolsillo al final del día y a pesar de quienes se niegan a ver algo de valor en sus producciones.

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Su historia en el cine comenzó cuando tenía 27 años, pero desde muy joven ya era un gran creador de historias. “Yo después de leer las tiras cómicas de El Santo: el enmascarado de plata, me puse a dibujar cuadritos en los cuadernos y a poner ahí aventuras que me inventaba. Estoy hablando de cuando tenía por ahí siete u ocho años, que fue cuando me di cuenta de que a mí me gustaba inventar”. Ahora, con toda una carrera de cineasta encima que le pesa como un ataúd lleno de demonios, Jairo tiene más de 40 producciones entre las que se encuentran películas, cortometrajes y documentales. Antes de dedicarse de lleno al cine, estudió Ingeniería Electrónica y recién graduado se fue a trabajar con la compañía Burroughs, que lo llevó a México a capacitarse en la construcción de dispositivos eléctricos. Pero como su trabajo solo le exigía estar ahí de lunes a viernes,

los fines de semana se iba para los estudios de Churubusco, el hogar de algunas de las producciones más conocidas de la época de oro del cine mexicano. Allá no solo se “codeaba” con artistas como Mario Moreno, Germán Valdés y Antonio Espino, mejor conocidos por sus papeles como Cantinflas, Tintán y Clavillazo, respectivamente, sino que vio por primera vez las técnicas que utilizaban para la producción de las películas. “Yo decía ‘Esto es fácil, esto es mamey’, cuando veía que un escenario lo cambiaban en un momentico”, dice y luego cuenta que aprendió que si quería contar historias, debía entender cómo se hace una película de principio a fin. Jairo volvió a Colombia con la idea de producir películas que estuvieran a la altura de las que vio en México. El problema era —y siempre ha sido—conseguir los recursos para sacar adelante sus proyectos. “Para una película, una compañía gringa intentó cobrarme dizque 10.000 dólares por cortar unos negativos. ¿Qué hizo Jairo? Aprendió a cortar negativos”, dice. Sus películas no son perfectas, no tienen los actores que salen en las telenovelas o en grandes producciones ni mucho menos la calidad de efectos especiales que la industria cinematográfica ha demostrado ser capaz de crear, pero para Jairo, más que una debilidad, esto es un punto de orgullo. “Yo aprendí de producción, revelado, laboratorio… y ¿sabe por qué? Porque no tengo plata”, concluye. Durante la década de los ochenta produjo algunos de sus más grandes éxitos que lograron llenar teatros, como Área maldita (1980), 27 horas con la muerte (1982) y Triángulo de oro: la isla fantasma (1984). Y aunque se enfrentó a la escasez, eso nunca lo detuvo en su misión de llevar sus historias a la pantalla grande. “El no tener los recursos lo convirtió en una persona más experimentada”, afirma Amparo Desa, amiga y asistente de dirección en una de las últimas producciones de Pinilla. “El cine es lo que él ama, realmente a él no le importa el dinero. Al contrario, mucha gente ha explotado lo que él ha hecho para hacer dinero”, cuenta. Jairo vive en un pequeño apartamento en el barrio El Tunal de Bogotá. Allí es donde ubicó su estudio: Sonofilms Corporation, una pequeña habitación con paredes de ladrillo y con un gran televisor que sirve como monitor. En el cuarto se amontonan cables, equipos de sonido, una claqueta, un tocadiscos, un VHS y una colección de películas. A la izquierda de la pantalla, arriba de una repisa, hay una imagen de la Virgen, una de Jesús y una pequeña estatuilla del Oscar, así sus producciones estén lejos de complacer a la academia. A Jairo, como le puede pasar a muchas personas de su edad, se le dificulta mandar un correo electrónico o contestar un mensaje por WhatsApp. Aún así, pasa las horas sentado allí editando sus películas como si hubiera nacido sabiendo qué es un computador.

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Las ruedas de una silla giran sobre un camino de baldosa descuidada mientras en la pantalla se van dibujando unas letras color rojo sangre. Detrás de ellas se mueve un hombre. Camina lentamente, con la mirada fija en el suelo mientras empuja la silla de ruedas vacía. Es el estereotipo del villano de película de terror. Camina lentamente, encorvado dentro de su gabardina y alrededor de sus ojos tiene círculos

Jairo lleva 50 años haciendo cine y hoy continúa apostándole al terror. Foto: Cortesía archivo Jairo Pinilla.

Arriba: Jairo siempre habla con orgullo de sus producciones, además dice ser “el hombre que más sabe de cine en Colombia”. Foto: Cortesía archivo de Jairo Pinilla

Abajo: Una técnica que utiliza con sus actores es que los pone a contar desde mil, así ellos mueven la boca y Jairo en edición inserta el diálogo necesario. Foto: Cortesía archivo Jairo Pinilla

negros parcialmente cubiertos por unos mechones que caen de su cabeza despeinada. Acaba de comenzar La silla satánica, la historia de la posesión de este particular objeto que se dedica, a lo largo de la historia, a acabar con la vida de aquellos que se le atraviesan. Jairo es aguerrido y obstinado cuando se trata de hacer cine. No acepta un no por respuesta y siempre busca la manera de sacar adelante sus películas. “Trata de buscar siempre que las cosas sean muy naturales, por lo que a veces toca tomar ciertos riesgos”, recuerda Desa sobre algunas de las técnicas inusuales de este inusual director colombiano. “Para 27 horas con la muerte, el camarógrafo tuvo que ingresar a la fosa donde iban a enterrar al muerto de la película. Y dio la casualidad de que hacía una semana habían enterrado a otra persona ahí, entonces el olor era horrible”, dice y suelta una mueca de asco. Este es solo un ejemplo, pues en otras películas también ha tenido que correr riesgos para obtener lo que quiere. En Área maldita una serpiente real interactuaba en una escena con un niño de apenas dos años. En la misma producción tuvo que pedir la supervisión del F2 (antigua división de la Policía Secreta y Judicial) , pues les dio a sus actores ametralladoras y balas reales, “porque en Colombia no contamos con armas especiales para la producción de cine, y las balas de salva no funcionan en una ametralladora porque se traba”, aclara Pinilla en un video narrado por él mismo sobre la película. También Funeral siniestro tuvo una escena en la que dos personajes peleaban en un río, con la mala suerte de que una de ellas se vio arrastrada por la corriente hacia una cascada, y los demás miembros de la producción tuvieron que ir a socorrerla antes de que toda la faena terminara en un verdadero funeral.

“Independientemente de si a uno le gusta o no lo que el tipo ha hecho, uno sí tiene que ser muy berraco para enfrentarse a hacer cine de género”, afirma Juan Gabriel Machado, cineasta y guionista colombiano. “No es sencillo hacer cine de terror porque tiene la complicación de hacer creíbles los universos y los personajes”, agrega Machado. Pinilla, que ha sido comparado tanto con Ed Wood —a quien le han endilgado el título de “el peor director de cine de la historia”— como con Alfred Hitchcock —“el maestro de suspenso”—, utiliza ciertos elementos que son parte fundamental del género (música tensa, caras de espanto que ocupan toda la pantalla y sangre, mucha sangre), pero lo hace de una manera muy particular, pues elementos como la utilería, el sonido y el maquillaje, por su misma precariedad, suelen percibirse como falsos o exagerados y, al final, tienen un efecto más divertido que aterrador. “He ahí la gran cosa de Pinilla, y es que logra convertir ese estilo en una firma propia, y eso lo convierte en lo que llamamos un director de culto”, dice Machado.

Sus años como cineasta lo han convertido en un compilador de historias. Se jacta de ser

el padre del suspenso y la ciencia ficción en Colombia; despotrica contra la desaparecida Compañía de Fomento Cinematográfico (Focine), a la que acusa de arrebatarle sus películas; y cada tanto recuerda sus glorias pasadas, los días en los que las boletas para sus películas se agotaban en matiné, vespertina y noche, y las colas para ingresar que le daban la vuelta a la cuadra. Pero todo tuvo un comienzo más allá, un origen más complejo que el susto de un niño por la primera visita a un muerto. “Yo me estoy dando cuenta de que la humanidad le está dando la espalda a Dios”, dispara con una fría seriedad. Resulta paradójico que un hombre que ha dedicado su vida a la creación de historias de muertos, ouijas y demonios afirme que lo hace en nombre de Dios y la salvación de la humanidad. Su justificación para esto es muy simple: “A la gente hay que hablarle con lo que le gusta”. Por eso argumenta que en sus historias siempre hay un mensaje, una suerte de enseñanza sobre el bien y el mal. “Una cantidad de gente entra a una iglesia a oír a un señor allá decir un sermón el berraco, pero ¿los que no entraron qué?”, pregunta Jairo mientras se acomoda en su silla inclinándose hacia adelante. “Yo estoy utilizando el cine para llevarle ese mensaje al que no entra”. Está serio y habla en voz baja, pues se toma muy a pecho la tarea de dejar un mensaje para “intentar moralizar” a las personas en cada una de sus películas. Está renco, desde hace varios años su cabello ha ido perdiendo lentamente ese color betún que tenía cuando protagonizaba sus películas y en su espalda se está formando una leve joroba. Ahora tiene lista una película llamada El espíritu de la muerte: poder satánico, el azote de la humanidad, pero quiere esperar a que la pandemia pase para estrenarla y que la vea más gente. La senectud le ha ido cobrando poco a poco la energía que tenía a sus veinte años cuando arrancó a hacer cine. Lo que no ha abandonado su rostro es esa sonrisa ingenua que le sale cada vez que se pone las gafas 3D —unas que construyó él mismo con un poco de cartón y papel celofán rojo y azul— o recuerda las caras de envidia de aquellos que se burlaron de su trabajo. Es un cineasta, un viejo raro, un paria, un hombre que le apostó a lo que amaba y que seguirá haciendo cine hasta el fin de sus días.

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