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Extraños en la ciudad
Por Javier Díez - Fotografías: José Luis Díez / Carlos Baztán
Los hay grandes y pequeños, metálicos o de plástico, algunos son contundentes y otros livianos.
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Por lo general, siguiendo la tónica general imperante en gran parte de nuestras grandes ciudades, son grises, aunque podemos encontrar bastantes pintados de verde, e incluso algunos, como verdadera rareza cromática, azules o amarillos.
No sé si el lector o lectora de este artículo puede vislumbrar a qué tipología de mobiliario urbano estoy haciendo referen cia, aunque el evocador título del mismo — digno de un cuadro de Edward Hopper o de una película de Wong Kar-wai— puede ser una buena pista; se trata de elementos con los que nos cruzamos todos los días en nuestro deambular citadino, pero mientras que bancos, papeleras, farolas o bolardos son fácilmente reconocibles, recordables y agradecidos en su presencia —bueno, los bolardos tal vez no— los elementos a los que me refiero pasan prácticamente desapercibidos para la inmensa mayoría de la ciudadanía, ya sean peatones o entes rodantes en cualquiera de sus variadas versiones.
Algunas pistas más
Pueden presentarse de manera aislada, a modo de alma solitaria y desolada, o bien en parejas, tríos o incluso grupos heterogé neos, en plan pandilla de amigos; hay algunos que muy bien podrían formar parte de una retrospectiva de arte povera y otros en cambio parecen salidos del taller de Donald Judd; muchos de ellos se colocan simplemente apoyados sobre la acera, como olvidados, abandonados en la gran ciudad; otros, con más suerte, se instalan sobre un zócalo, aunque aquí hay clases ya que éste puede estar rematado con simple mortero o chapado en lustrosa piedra, a modo de digno pedestal; los hay que se nos muestran en su sinceridad material y su honradez constructiva, mientras que otros intentan —en un ejercicio de mimetismo con un entorno más noble— camuflarse, recubriéndose de granito, metamorfeándose así en basamentos vacíos, no se sabe muy bien si de ‘no esculturas’ conceptuales, de monumentos dedicados a la vacuidad contemporánea cuando no a la pérdida —si es que alguna vez la ha tenido— del sentido de la vida, o convirtiéndose en el testigo mudo de cómo la corrección política ha desalojado a su anterior inquilino, ya fuese este dictador, conquistador o personaje políticamente incorrecto, o presentándose como plataforma ideal para ser ocupada por alguna de esas ‘esculturas vivientes’ cuya cualidad, paradójicamente, es —viviendo como vivimos en el reino de la hipermovili dad— la del estatismo.
Todos ellos cuentan con una puerta más o menos camuflada que raramente habremos visto abierta y que oculta a nuestros ojos el misterio de su contenido. Creo que a estas alturas el lector o lectora ya pueda imaginarse de qué estamos hablando, aunque no sepa ponerle nombre, aunque tal vez sea porque no lo tenga, al menos a nivel coloquial, a nivel de la calle, nunca mejor dicho. Tengo que reconocer que en mi caso tuvo que ser un amigo, el añorado Vicente Patón, arquitecto, articulista y defensor del patrimonio que mereciese ser defendido, quien me abrió los ojos para con estos desconocidos con los que me cruzaba todos los días.
Fue en una de las más divertidas conferen cias —me corrijo, en la más divertida— a las que he asistido en mi vida, hace ya unos años, en la sede del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid; Vicente, con la amenidad que otorga la inteligencia no arrogante, los conocimientos sabiamente dosificados y la fina ironía, nos descubrió a todos los asistentes un variopinto catálogo de elementos urbanos que intentó agrupar bajo la etiqueta de ‘armaritos’, aunque hay que reconocer que podemos encontrarnos algunos que fácilmente podríamos catalogar como armarios roperos e incluso empotrados.
Efectivamente, se trata de todos esos elementos contenedores que desperdiga dos de una manera caótica —y diríase que i ncluso azarosa— en nuestras aceras, contienen en su interior registros, reguladores y controles a través de los cuales las diferentes compañías, incluso los propios ayuntamientos, garantizan el correcto funcionamiento de los servicios y suministros que proporcionan a la ciudadanía.
A pesar de reconocer su indudable utilidad, a ningún político, en periodo de campaña electoral, se le ocurriría prometer alegremente su instalación; ninguna asociación vecinal pide nunca su retirada, pero menos aún incluirlos en el listado de demandas de equipamientos para el barrio; nadie los echa de menos si un día desaparece alguno de su paisaje habitual, ni nadie, seguramente, se dé cuenta de su aparición allá donde el día anterior no había nada, cosa que no sucedería por supuesto con una farola, un banco o una fuente.
Pues bien, una vez identificado al protago nista —o mejor dicho a los protagonistas, dada su variedad— de este artículo seguramente nos demos cuenta de que sí, de que en ciertas ocasiones habíamos reparado en su presencia, pero no por ellos mismos, o mucho menos por la función, silenciosa pero necesaria, que permite que las ciudades funcionen mal que bien.
Mas de una vez nos habremos fijado en los carteles, anuncios, grafitis y pegatinas que suelen cubrir sus superficies convirtiéndolos de esta manera en soportes no h omologados ni rentabilizados de publicidad o de manifestaciones a medio camino del pop art y el arte urbano.
De esta manera se crea una situación realmente paradójica en el hábitat ciudadano.
Por una parte, tenemos unos elementos por lo general anodinos y grises, con configuraciones poco o nada dadas al ornamento y el embellecimiento, cuya forma prismática —como muy bien marca el precepto racionalista— sigue perfecta mente a la función de gestión pura y dura de datos, suministros y servicios, y que como ha quedado demostrado pasan desapercibidos per se para la gran mayoría de los habitantes de las ciudades.
Y por otra, contamos con una gama variada de manifestaciones gráficas y visuales, coloristas y vitales, espontaneas y mutantes que colonizan esos elementos hasta otorgales una utilidad con la que sus creadores no habían contando, o si lo habían hecho había sido solo para contemplarla como una cuestión de uso indebido en el mejor de los caso o de vandalismo en el peor.
Queda abierto el debate sobre qué hacer con estos ‘armaritos’, ¿mantenerlos en sus ubicaciones habituales?, ¿soterrarlos?, ¿empotrarlos en las fachadas de los edificios más cercanos?..., pero también —y aquí hay campo suficiente para la polémica que prometo tratar en otro artículo— para preguntarnos si algunas de esas manifes taciones callejeras del llamado street art , como los grafitis, las pintadas, el muralismo y las pegatinas personalizadas, son mero vandalismo o deben verse —y aceptarse— como una manifestación más de la idiosincrasia de la urbe moderna.
Mientras, veamos la solución que a este dilema se está dando desde Dirección General del Espacio Público, Obras e Infraestructuras del Ayuntamiento de Madrid, dirigida por José Luis Infanzón.
La respuesta que podemos ver ya en algunas zonas del centro de la ciudad a esta problemática consiste en encerrar estos ‘armaritos’, ya sea de manera individual o grupal, en una especie de jaula techada cuyas paredes perimetrales están constituidas por T metálicas lo suficiente mente espaciadas para que permitan, por u na parte, la ventilación de los elementos en ella contenidos y, por otra, impidan la fijación en ella de pegatinas, anuncios y carteles, y en menor medida su cubrición con grafitis realizados con espray o rotulador.
Esta solución consigue unificar —hasta cierto punto, ya que las diferencias dimensionales siguen existiendo— visual mente la heterogeneidad material, c romática y de acabado de estos elemen tos en un intento de simplificar y ordenar l a imagen visual de la ciudad, donde la cacofonía— no solo acústica y ambiental— impera, y donde los remansos de silencio y quietud son cada día más difíciles de hallar.
Entendiendo que esta propuesta —proyectual, técnica, y estéticamente muy buena— es económicamente poco viable a gran escala al tratarse de una solución constructiva a medida para cada configu ración de los elementos que se quieran o cultar, y que seguramente solo la veremos materializada en zonas muy concretas y especiales de la ciudad, solo nos queda, a partir de ahora, no digo llegar a saludar a cada uno de los ‘armaritos’ con los que nos crucemos en nuestro día a día, pero sí reconocer en ellos la utilidad y el servicio callado y anónimo que nos prestan, dejando de ser así los extraños que siempre han sido para nosotros.
Javier Díez es diseñador industrial y componente del estudio los díez, especializado en el diseño de mobiliario urbano.