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Historias de Español para niños Nivel 1° de Primaria Universidad La Salle Noroeste Psicología Educativa 5° Semestre 2 de Mayo 2013 Alumna: Daniela María Carrillo Valenzuela Matrícula: 109022 Instructoras: Anabell Covarrubias; Mónica Ruíz Materia: Innovaciones Tecnológicas en Educación
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Índice
Introducción……………………………………………………………………………………………………………….03
Polvillo de Mariposa……………………………………………………………………………………………………05
La Niña de las Trenzas.………………………………………………………………………………………………..07
Lección de Humildad……………………………………………………………………………………………..……08
Ben el Valiente……………………………………………………………………………………………………………09
Las Abejitas Juguetonas...…………………………………………………………………………………………….12
La Abeja Haragana………………………………………………………………………………………………..…….14
La Araña y la Viejecita ………………………………..………………………………………………………..…….26
El Grillo y el Sapo…………………………………………………………………………………………………………29
La Ranita de la Voz Linda……………………………………………………………………………………………..30
La Hormiga Vanidosa y el Perro Agradecido…………………………………………………………….…..31
Las Arrugas ………………………………………………………………………………………………………….………32
La Joven del Bello Rostro……………………………………………………………………………………………..33
Atrapados en Tururulandia…………………………………………………………………………………………. 36
Los Colores…………………………………………………………………………………………………………………. 39
Ahí Vienen Los Monos……………………………………………………………………………………………….…41
La Ratita Presumida………………………………………………………………………..………………………….. 42
Aladino y la Lámpara Maravillosa……………………………………………………………………………….. 45
Hansel y Gretel……………………………………………………………………………………………………………. 54
El Principe Rana………………………………………………………………………………………………………… 59
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Polvillo de Mariposa Cristina Mena
El niño con su natural curiosidad se acercó a la flor, la mariposa le miró pero juzgando que ese niño sólo estaba contemplando la naturaleza y nada podía hacerle, continuó libando el rico néctar dándose un buen banquete. Pero el niño de repente puso su mano sobre las alas de la mariposa y al instante el pequeño sintió sus dedos manchados con un polvillo extraño y retiró rápidamente sus manitas. El padre al ver lo que había hecho no pudo evitar reprenderle con rabia y decirle que por haber querido coger la mariposa de esa forma le había quitado su pigmentación y ahora sería presa fácil de los depredadores, pues ese polvo en sus dedos era los colores que le permitían protegerse y camuflarse de sus enemigos. El niño se quedó muy triste con tal noticia, bajó la cabeza y se puso a llorar. Al instante el padre comprendió que había lastimado la sensibilidad del niño con sus duras palabras y buscando una forma de que entendiera lo que le había querido decir le explicó: - Verás cariño, a veces es inevitable hacer daño, no queremos hacerlo pero ya sea por inconsciencia, curiosidad, prepotencia, temor u otro motivo humano lo hacemos. Cuando eso sucede no debes centrarte en lamentaciones ni paralizarte por tal error, pues el gesto ya está hecho, sólo debes entender lo que no has de volver a hacer y aprender una lección de ello: los niños bobos se duelen del daño que se hacen a sí mismos pero los niños sabios aprenden del daño que hacen a los demás. Es la mariposa la que debe preocuparte, no tu error.
6 - ¿Qué puedo hacer para curar a la mariposa? – dijo el niño entonces calmando con más entereza su llanto. - Esperar, – contestó el padre serenamente, – esperar y confiar, la naturaleza es sabia no permitirá que algo tan bello ya no pueda protegerse de sus enemigos, solo porque tú hayas querido tocarla sin saber cuánto la podías lastimar por ello. Entonces el pequeño, que había entendido las palabras de su papá, tocó la cabecita de la mariposa y le dijo: - Perdona, no sabía que eras tan sensible y que si te tocaba de esa manera podía perjudicarte. No quería molestar, solo fue que no pude resistir la tentación de tocarte, al verte tan bonita, venga, perdóname, no lo hice con mala intención, ¿sí? ¿Vale? ¿Me perdonas? ¿Me perdonas? ¿Me perdonas?, ¡no me voy de aquí hasta que me perdones!! La mariposa entonces levantó su vuelo y por unos segundos se paseó por delante de aquel niño en un suave recorrido, lo cual fue interpretado por el niño y su papá como un gesto de perdón, luego se alejó y fue a posarse en otra flor un poco más distanciada, buscando protegerse entre unos pétalos más grandes. El niño se volvió a su padre y con voz encendida y muy serio le dijo: - Desde ahora te digo que no pienso lavarme las manos hasta que la mariposa ¡vuelva a tener colores en su alita!! ¿Cuándo venimos otra vez al campo a ver si ya los consiguió? Moraleja: Sabio el que entiende que no debe lavarse las manos ante un error. La mariposa también aprendió una hermosa lección: la de la prudencia.
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La Niña de las Trenzas Cristina Mena
Ella tenía unos zapatitos blancos, trencitas a ambos lado de su cabeza terminando en dos moños rosas. Su vestido también rosa pero con flores de colores… Salía muy temprano para visitar a su abuelita ese día domingo, para que ambas pudieran ir a misa de once. La casa de su abuela tenía ese olor…a casa de abuela, con bizcochos de anís, caramelos de miel y perfume de lavandas que ella usaba en abundancia. La cocina siempre estaba pintada de verde, llena de almohadones, jarrones con flores frescas, y pelos de perro… pero de perro juguetón…Oso era un perro peludo de pechito blanco muy juguetón. Ese día le robó los moños a la niña y su abuela le puso otros pero no combinaban con su vestido por eso lloró y lloró…Se enojó mucho con Oso…Hoy la niña creció, ya no tiene trenzas… Oso ya no corre… le lame la mano buscando sus caricias y la viejecita dormita en su silla mecedora…recorre la vieja casa donde y los ladridos las risas han quedado atrapadas en las paredes de su niñez.
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Leccion de Humildad Raquel Keren
Este era un león con fama de ser demasiado arrogante. Un día, mientras descansaba, vio pasar muy cerca de una tortuga. “Acércate y conversemos” le dijo. “De acuerdo”, respondió la tortuga. “Veras…, como ya sabes, yo soy Rey…, temido y admirado, por mi fuerza y belleza. Son esos atributos para sentirse orgulloso ¿lo crees? La tortuga reflexiono un instante…, “sin duda si…, pero también debes conocer lo que es la Humildad”. ¿”Humildad? ¿ y eso qué es”? pregunto el león sorprendido “Eso, es lo que yo represento. Sin quejas y en silencio, acepto mi simple existencia…, y así soy feliz”. Y desde ese día, el león fue amigo de la sabia tortuga, que supo hacerle comprender, el valor de la Humildad…
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Ben el Valiente Mathilde Stein y Mies van Hout
¡Soy tan cobarde!», se dijo Ben. «Cuando alguien se cuela en la fila de la panadería, no digo nada. Cuando llevo mi peto de flores preferido, tengo miedo de que se rían de mí. Y cuando oigo ruidos raros por la noche, pienso que hay un fantasma debajo de la cama. Necesito ayuda». Ben consultó la sección de «Ayuda para cobardes» de las Páginas Amarillas, y encontró el número de «El Árbol Mágico». El anuncio decía: «Previa petición hora. Éxito garantizado». «¡Mágico! Es justo lo que necesito», pensó Ben, y llamó para pedir cita. A la mañana siguiente Ben se internó en el oscuro y agreste bosque donde vivía el árbol mágico. «Estoy en el agreste bosque en compañía de todas las agrestes y extrañas criaturas», había dicho el árbol por teléfono. «Pero son inofensivas, así que no tengas miedo». Menos mal que el árbol mágico había advertido a Ben. Un terrible dragón apareció de repente en el sendero del bosque. Expulsaba grandes nubes de humo por la nariz y, de vez en cuando, escupía fuego. —¿Dónde crees que vas? —rugió el dragón. Lo único que pudo hacer Ben fue tragar saliva. Pero recordó que el árbol mágico le había dicho que no tuviera miedo, así que miró a los amarillos ojos del dragón y dijo:
10 —Hola, Dragón. Voy a ver al árbol mágico. Tengo cita. Para sorpresa de Ben, el dragón le contestó con suma cortesía: —Sigue todo recto y gira a la izquierda en el tercer esqueleto colgante. Dale recuerdos de mi parte al árbol mágico, si eres tan amable. Tan pronto como Ben entró en el bosque, oyó un fuerte siseo… y antes de darse cuenta de lo que ocurría, se encontró colgando cabeza abajo de una telaraña. Una enorme araña peluda se arrastraba hacia él. —¡Hummm! —siseó ella—. ¡Mi comida favorita! Menos mal que Ben sabía que la araña era inofensiva, porque si no se hubiera muerto de miedo. —Hola, Araña. ¿Podrías soltarme, por favor? Tengo que ver al árbol mágico. —Vaya —dijo la araña suspirando—. Qué pena —pero desató todos los nudos—. Dile al árbol mágico que su bufanda está casi lista —añadió—. Y que tengas buen viaje. Ben siguió recorriendo el bosque. Estaba tan oscuro que no podía ver el sendero. Por fin distinguió una flecha con las palabras «Árbol Mágico», pero en ese preciso momento una mano helada le agarró del cuello. Horrorizado, Ben se dio la vuelta. Una fea bruja se alzaba ante él. De su pelo colgaban arañas y cucarachas, olía mal y sus ojos centelleaban con maldad. —¿Qué haces en mi jardín? —cacareó. «¡Cáspita!», pensó Ben. «Menos mal que sé que no hace nada horrible». —Buenos días, señora —dijo muy educado—. No sabía que estaba en su jardín. Voy de camino al árbol mágico. —Bueno —dijo la bruja—. No te preocupes. Aquí tienes una calabaza para el árbol mágico. Le saldrá un pastel estupendo. Ben siguió adentrándose en el bosque. Los murciélagos revolotearon sobre su cabeza y oyó aullar a los lobos y otros alaridos espeluznantes, pero no hizo ningún caso. Giró a la izquierda en el tercer esqueleto colgante. Allí estaba el árbol mágico: grande e imponente. —Hola, Árbol Mágico —dijo Ben—. Soy Ben. Tengo una cita… —Perfecto —dijo el árbol mágico—. Has visto al dragón? —Uy, sí —dijo Ben—. Me pidió que le diera muchos recuerdos. —¿Algún problema con la araña? —Ninguno. Ya casi ha acabado de tejer su bufanda.
11 —¿Y la bruja? —Me dio esta calabaza para usted —replicó Ben. —Ah —dijo el árbol mágico—. Bien, bien. Um. Esto. Er. Biennnnnn… Y después no dijo nada durante largo rato. Por fin preguntó: —¿En qué puedo ayudarte? —Quiero ser menos miedoso —susurró Ben. El árbol asintió y dijo muy serio: —Todo lo que ha ocurrido hoy ha servido para resolver eso. Ahora ya eres valiente de verdad. Ben volvió a casa feliz. Pensaba: «Que árbol tan fantástico. Me ha convertido en Ben el Valiente como por arte de magia. Ya no volveré a tener miedo nunca más». Al llegar a casa, Ben se puso su peto de flores favorito y se acercó a la panadería. —Perdona, pero yo estaba primero —le dijo a la chica que intentaba colarse. Compró dos pasteles. Uno para él y otro para el fantasma de su cama.
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Las Abejitas Juguetonas
En un panal había tres abejitas que por primera vez, iban a buscar néctar de las flores del campo. La reina de las abejas le dió un cántaro vacío a cada una y les ordenó traerlos bien llenos al caer la tarde. Las abejitas partieron volando a cumplir su tarea. La abeja mayor empezó inmediatamente. La del medio, se dedicó a escuchar las historias que lecontaban las flores y los insectos. La más pequeña juntó muestras de todos los colores que encontraba en las florecillas. Sin que se dieran cuenta, de lo entretenidas que estaban, llegó la hora de volver al panal. En la entrada las esperaba la reina y su corte. La abejita mayor entregó su cántaro lleno y fue felicitada por todas las abejas. Luego le tocó a la del medio. Cuando mostró su cántaro con solo la mitad con néctar, la reina le dijo enojada: - ¿Eso es todo lo que traes? - No, dijo la abejita. - Además tengo muchas noticias y chismes que me contaron las flores y los insectos. Y así entretuvo a la reina y al panal por mucho tiempo. Las abejas también la felicitaron.
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Al final le tocó a la más pequeña. La reina le preguntó: - ¿Y tú, cuánto néctar traes? La chiquita dijo: - Yo, traigo un tercio del cántaro con néctar y muchos colores, para que todas nos pintemos y nos veamos muy lindas... Las abejas se pintaron e hicieron una fiesta. Ese día aprendieron que todos los talentos son bienvenidos en el panal.
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La Abejita Haragana
Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
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-Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
-Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
-No es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
-Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
-¡Uno de estos días lo voy a hacer!
-No es cuestión de que lo hagas uno de estos días -le respondieron-, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
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-¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
-No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
-¡No se entra! -le dijeron fríamente.
-¡Yo quiero entrar! -clamó la abejita-. Esta es mi colmena.
-Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras-. No hay entrada para las haraganas.
-¡Mañana sin falta voy a trabajar! -insistió la abejita.
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-No hay mañana para las que no trabajan- respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
-¡Ay, mi Dios! -clamó la desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
-¡Perdón! -gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
-Ya es tarde -le respondieron.
-¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
-Es más tarde aún.
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-¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
-Imposible.
-¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
-No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. AI fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
-¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
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Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: -¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
-Es cierto -murmuró la abeja-. No trabajo, y yo tengo la culpa.
-Siendo así -agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamo entonces: -¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
-¡Ah, ah! -exclamó la culebra, enroscándosé ligero -. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
-No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
-¿Y por qué, entonces?
-Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
-¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
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Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
-Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
-¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? -se rió la culebra.
-Así es -afirmó la abeja.
-Pues bien -dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
-¿Y si gano yo? -preguntó la abejita.
-Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
-Aceptado -contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
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Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
-Esto es lo que voy a hacer -dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
-Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
-Entonces, te como -exclamó la culebra.
-¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.
-¿Qué es eso?
-Desaparecer.
-¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
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-Sin salir de aquí.
-¿Y sin esconderte en la tierra?
-Sin esconderme en la tierra.
-Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida - dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
-Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
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La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo de hallarla.
-¡Bueno! -exclamó por fin-. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
-¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento?
-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
-Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
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La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
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-No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad de todoses muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.
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La Arana y La Viejecita
En una casita, en lo alto de una montaña, vivía hace tiempo una viejecita muy buena y cariñosa. Tenía el pelo blanco y la piel de su cara era tan clara como los rayos del sol. Estaba muy sola y un poco triste, porque nadie iba a visitarla. Lo único que poseía era un viejo baúl y la compañía de una arañita muy trabajadora, que siempre le acompañaba cuando tejía y hacía labores. La pequeña araña, conocía muy bien cuando la viejecita era feliz y cuando no.
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Desde muy pequeña la observaba y había aprendido tanto de ella que pensó que sería buena idea intentar que bajara al pueblo para hablar con los demás. Así aprenderían todo lo que ella podía enseñarles. Ella les enseñaría a ser valientes cuando estén solos, a ser fuertes para vencer los problemas de cada día y algo muy, muy importante a crear ilusiones, sueños, fantasías. Las horas pasaban junto a la chimenea y las dos se entretenían bordando y haciendo punto. La viejecita, apenas podías sostener las madejas y los hilos en sus brazos. ¡Qué cansada me siento!, ¡Me pesan mucho estas agujas!. Decía la ancianita. La arañita, la mimaba y la sonreía. Un día, la araña, pensó que ya había llegado el momento de poner en práctica su idea. ¿Sabes, lo que haremos?. ¡Iremos al mercado a vender nuestras labores!. ¡Así, ganaremos dinero y podremos ver a otras personas y hablar con ellas!. La anciana no estaba muy convencida. ¡Hace mucho tiempo que no hablo con nadie!. Dijo: la anciana. ¿Crees que puede importarle a alguien lo que yo le diga?. ¡Claro que sí!. ¡Verás como nos divertimos!. Se pusieron en marcha, bajaron despacito, como el que no quiere perder ni un minuto de la vida. Iban admirando el paisaje, los árboles, las flores y los pequeños animalitos que veían por el camino. Llegaron al mercado y extendieron sus bordados sobre una gran mesa. Todo el mundo se paraba a mirarlos. ¡Eran tan bonitos!.
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La gente les compró todo lo que llevaban. ¡Además hicieron buenos amigos!. Enseguida, los demás, se dieron cuenta de la gran persona que era la viejecita y le pedían consejo sobre sus problemillas. Al principio, le daba un poco de vergüenza que todo el mundo, la preguntara cosas. Pero poco a poco descubrió el gran valor que tienen las palabras y cómo muchas veces una palabra ayuda a superar las tristezas. Palabras llenas de cariño como: ¡Animo, adelante, puedes conseguirlo!. ¡Confía en ti, cree en ti!. Ella también aprendió ese día, que las cosas que sentimos en el corazón, debemos sacarlas fuera, quizá los otros puedan aprovecharlas para su vida. La arañita le decía a la anciana: ¡Deja volar tus sentimientos, se alegre, espontánea, ofrece siempre lo mejor de ti!. La viejecita y la araña partieron hacia su casita de la montaña. Siguieron haciendo bordados y bordados. Trabajaban mucho y cuando llegaba la noche la araña se iba a su rinconcito a dormir. La anciana se despedía de ella y le decía: ¡Gracias por ser mi amiga!. ¡Un amigo, es más valioso que joyas y riquezas, llora y ríe contigo y también sueña!. Mientras sentía estos pensamientos, la viejecita se iba quedando dormida, sus ojos cansados se cerraron y la paz brilló en su cara. La luna les acompañaba e iluminaba la pequeña casita y nunca, nunca estaban sueños.
solas.
Más
allá,
muy
lejos,
sus
seres
queridos
velaban
sus
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El Grillo y el Sapo
Érase una vez, un grillo montado en una cerca con sus amigos en el bosque, y el grillo y sus amigos estaban jugando a las escondidas. El grillo se escondió detrás de un árbol donde vivía un sapo. Éste, no tenía amigos porque ere un sapo feo y un poco repugnante. El sapo estaba llorando cuando llego el grillo, quien le preguntó: ¿por qué estás llorando? El sapo le respondió: “porque no tengo amigos…“. Entonces, el grillo le dijo al sapo: ¿quieres ser mi amigo? El sapo le respondió: “¿usted no me ve que soy feo y asqueroso? “No me pareces un buen sapo y humilde”, le respondió el grillo. “¿Y por qué dices eso?, mis amigos me dicen que soy feo y asqueroso….”, le respondió el pobre sapo. “Venga vamos, que te voy a presentar a mis amigos y como eres mi amigo, mis amigos también serán tus amigos”, le dijo el grillo. Así fue como el sapo fue un gran amigo de los grillos, y el sapo y el grillo, fueron felices para siempre.
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La Ranita de la Voz Linda
En un charco, a orillas de un río, vivía un grupo de ranas. Se lo pasaban todo el día croando y croando. ¡Croooc! ¡Croooc!... Aquel día era muy especial porque las ranitas pequeñas cantarían por primera vez. Una a una fueron cantando: ¡Crooc! ¡Crooc!. Hasta que saltó al escenario, que era una piedra en medio del agua, una ranita, que en vez del famoso ¡Crooc! ¡Crooc!, ¡cantó una hermosa melodía, con una bellísima voz de soprano!. Todos quedaron paralizados. Simplemente no lo podían creer. ¡Una rana que sí cantaba bien! La novedad corrió por todo el valle y llegó a oídos, de un representante de artistas, que se apresuró a ir a buscar a la ranita cantora. La llevó a los más grandes escenarios del mundo y grabó muchos discos. Todos la admiraban y querían tomarse fotos con ella. Sin embargo, la ranita no era feliz. Ella quería volver a su charco, con su familia y sus amigos. Pero era esclava de su voz y de su fama. No podía volver. Hasta que, en medio de un recital, en un reino muy lejano, la ranita cantora cambió su dulce canto, por el canto natural de las ranas, el ronco ¡Crooc! ¡Crooc!... El público la empezó a pifiar y las pifias eran música para la pequeña, porque se dió cuenta que ahora podría volver a su charco añorado. Ahora la ranita sí es feliz. Y cantando ¡Crooc! ¡Crooc! ¡Crooc!, pero con su familia, sus amigos y su charco.
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La Hormiga Vanidosa y el PerroAgradecido
Cierto día, la hormiga vio pasar un perro con tres zapatos de distinto color… - ¡Uy qué oso!, que mal vestido y harapiento se ve usted, ni afeitado se le ve, me parte el corazón ver un animal en sus condiciones, por favor perro, desaparezca de mi vista, dijo la hormiga. - Lo siento, doña hormiga, excúseme si la he molestado, busco en el camino un zapato que ya no use nadie y algo de comer -, contestó el perro. Desde ese día la hormiga, jamás a nadie volvió a juzgar, arrojó al río su ligereza para hablar, al viento su vanidad y volvió a ver, mirando con el corazón a los demás. De pronto, el perro se quitó los zapatos, cuando a una hormiguita que le faltaba una pata vio, entonces no comió, ese día su corazón también se alimentó y al creador, millones de gracias dio.
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Las Arrugas
Era un día soleado de otoño la primera vez que Bárbara se fijó en que el abuelo tenía muchísimas arrugas, no sólo en la cara, sino por todas partes. - Abuelo, deberías darte la crema de mamá para las arrugas. El abuelo sonrió, y un montón de arrugas aparecieron en su cara. - ¿Lo ves? Tienes demasiadas arrugas - Ya lo sé Bárbara. Es que soy un poco viejo... Pero no quiero perder ni una sola de mis arrugas. Debajo de cada una guardo el recuerdo de algo que aprendí. A Bárbara se le abrieron los ojos como si hubiera descubierto un tesoro, y así los mantuvo mientras el abuelo le enseñaba la arruga en la que guardaba el día que aprendió que era mejor perdonar que guardar rencor, o aquella otra que decía que escuchar era mejor que hablar, esa otra enorme que mostraba que es más importante dar que recibir o una muy escondida que decía que no había nada mejor que pasar el tiempo con los niños... Desde aquel día, a Bárbara su abuelo le parecía cada día más guapo, y con cada arruga que aparecía en su rostro, la niña acudía corriendo para ver qué nueva lección había aprendido. Hasta que en una de aquellas charlas, fue su abuelo quien descubrió una pequeña arruga en el cuello de la niña: - ¿Y tú? ¿Qué lección guardas ahí? Bárbara se quedó pensando un momento. Luego sonrió y dijo - Que no importa lo viejito que llegues a ser abuelo, porque.... ¡te quiero!
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La Joven del Bello Rosrtro
H
abía una vez una joven de origen humilde, pero
increíblemente hermosa, famosa en toda la comarca por su belleza. Ella, conociendo bien cuánto la querían las jóvenes del reino, rechazaba a todos sus pretendientes, esperando la llegada de algún apuesto príncipe. Este no tardó en aparecer, y nada más verla, se enamoró perdidamente de ella y la colmó de halagos y regalos. La boda fue grandiosa, y todos comentaban que hacían una pareja perfecta. Pero cuando el brillo de los regalos y las fiestas se fueron apagando, la joven princesa descubrió que su guapo marido no era tan maravilloso como ella esperaba: se comportaba como un tirano con su pueblo, alardeaba de su esposa como de un trofeo de caza y era egoísta y mezquino. Cuando comprobó que todo en su marido era una falsa apariencia, no dudó en decírselo a la cara, pero él le respondió de forma similar, recordándole que sólo la había elegido por su belleza, y que ella misma podía haber
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elegido a otros muchos antes que a él, de no haberse dajado llevar por su ambición y sus ganas de vivir en un palacio. La princesa lloró durante días, comprendiendo la verdad de las palabras de su cruel marido. Y se acordaba de tantos jóvenes honrados y bondadosos a quienes había rechazado sólo por convertirse en una princesa. Dispuesta a enmendar su error, la princesa trató de huir de palacio, pero el príncipe no lo consintió, pues a todos hablaba de la extraordinaria belleza de su esposa, aumentando con ellos su fama de hombre excepcional. Tantos intentos hizo la princesa por escapar, que acabó encerrada y custodiada por guardias constantemente. Uno de aquellos guardias sentía lástima por la princesa, y en sus encierros trataba de animarle y darle conversación, de forma que con el paso del tiempo se fueron haciendo buenos amigos. Tanta confianza llegaron a tener, que un día la princesa pidió a su guardián que la dejara escapar. Pero el soldado, que debía lealtad y obediencia a su rey, no accedió a la petición de la princesa. Sin embargo, le respondió diciendo: - Si tanto queréis huir de aquí, yo sé la forma de hacerlo, pero requerirá de un gran sacrificio por vuestra parte. Ella estuvo de acuerdo, confirmando que estaba dispuesta a cualquier cosa, y el soldado prosiguió:
- El príncipe sólo os quiere por vuestra belleza. Si os desfiguráis el rostro, os enviará lejos de palacio, para que nadie pueda veros, y borrará cualquier rastro de vuestra presencia. Él es así de ruin y miserable. La princesa respondió diciendo: - ¿Desfigurarme? ¿Y a dónde iré? ¿Que será de mí, si mi belleza es lo único que tengo? ¿Quién querrá saber nada de una mujer horriblemente fea e inútil como yo? - Yo lo haré - respondió seguro el soldado, que de su trato diario con la princesa había terminado enamorándose de ella - Para mí sois aún más bella por dentro que por fuera.
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Y entonces la princesa comprendió que también amaba a aquel sencillo y honrado soldado. Con lágrimas en los ojos, tomó la mano de su guardián, y empuñando juntos una daga, trazaron sobre su rostro dos largos y profundos cortes... Cuando el príncipe contempló el rostro de su esposa, todo sucedió como el guardían había previsto. La hizo enviar tan lejos como pudo, y se inventó una trágica historia sobre la muerte de la princesa que le hizo aún más popular entre la gente. Y así, desfigurada y libre, la joven del bello rostro pudo por fin ser feliz junto a aquel sencillo y leal soldado, el único que al verla no apartaba la mirada, pues a través de su rostro encontraba siempre el camino hacia su corazón .
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Atrapados en Tururulandia
Tururulandia era un pequeño y precioso país de juguete que había hecho Paulina Perfectina con sus construcciones.
Paulina cuidaba constantemente Tururulandia para que todo estuviera en orden, y mantenía los muñecos rojos junto a sus casas rojas, y los niños verdes jugando en los columpios del parques verdes, y los papás hablando todo el día junto a la plaza.
Era un país tan bonito y perfecto, que Paulina soñaba con poder llegar a vivir un día en Tururulandia. Y sin saber cómo ni por qué, su sueño se cumplió, y un día despertó en mitad de Tururulandia, vestida toda de rosa, y hecha de piececitas de juguete. ¡Qué maravilla! ¡Todo era como ella conocía! Y era realmente precioso.
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Paulina está totalmente feliz, y tras la primera sorpresa, corrió a ver los columpios de los niños del parque verde. Pero antes de que pudiera llegar, una mano gigante la alcanzó, y tomándola de un brazo, la llevó de nuevo junto al gran palacio rosa.
Paulina quedó un poco extrañada, pero enseguida lo olvidó, porque vio sus queridas casas rojas, y hacia allí se dirigió. Pero nuevamente, antes de llegar a ellas, la gran mano volvió a aparecer, y la volvió a dejar junto al palacio.
- No te esfuerces-dijo una princesita rosa que asomaba por uno de los balconesnunca podrás abandonar la zona rosa
Entonces la princesita explicó a Paulina cómo la gran mano nunca dejaba moverse a nadie en Tururulandia, y que aquel era el país más triste del mundo, porque nadie podía decidir qué hacía ni dónde iba. Y Paulita miró las caras de todas las figuritas y muñecos, y comprobó que era verdad. Y se dio cuenta de que aquella gran mano era la suya, la que utilizaba siempre para mantenerlo todo como ella quería.
- ¿Pero entonces? ¿No os gusta vivir en un país tan bonito y organizado?- terminó preguntando Paulina. - Si no podemos elegir qué hacemos o a dónde vamos, ¿para qué nos sirve todo esto?- le respondieron - Si tan sólo tuviéramos un día para ver otras cosas... ¿no lo entiendes?
Y vaya si lo entendió. Tras unos pocos días sin poder decidir nada por sí misma, ni moverse del castillo rosa, Paulina estaba profundamente triste; tanto, que su precioso país le daba totalmente igual.
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Hasta que una mañana, se despertó de nuevo en su vida normal, y al llegar junto a su país de juguete, lo primero que hizo fue cambiar las figuritas de sitio.
Y así, cada vez que encontraba una fuera de su lugar, en vez de devolverla inmediatamente a su sitio, esperaba un día, para que tuviera tiempo de disfrutar de aquel bello país.
Y muchas veces, en el colegio y en casa, trataron de explicarle en qué consistía la libertad, y lo importante que era. Pero no le hacía falta, para saber lo que era la libertad, sólo tenía que recordar la tristeza extrema que sintió aquellos días en Tururulandia
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Blanco, amarillo, verde, rojo, violeta y azul. Los colores de este mundo que siempre viste brillar, si tĂş no sabes su nombre, canta y lo aprenderĂĄs. Blanca es la espuma del mar, las nubes que vuelan, es la nieve y el azahar. Amarillo el Sol da su luz, los campos dorados que duermen en su quietud. Violeta, nombre de una flor, nombre de perfume, dulce nombre de color. Azul es el color del mar, de lagos y rĂos y del espacio estelar.
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Blanco, amarillo verde, rojo, violeta y azul. Los colores de este mundo que siempre viste brillar, si tú no sabes su nombre, canta y lo aprenderás. Verde es la vegetación, es la hierba que da al campo su color y resplandor. Roja es la fresa silvestre, son las amapolas y el color del corazón. Blanco, amarillo, verde, rojo, violeta y azul. Los colores de este mundo que siempre viste brillar, si tú no sabes su nombre, canta y lo aprenderás.
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Ahí Vienen los Monos. Vicente T. Mendoza Ahí vienen los monos de Cualichandé y el mono más grande se parece a usted. Baila la costilla, baila el costillar; con cuidado chata, no se vaya a caer. Ya vienen los monos, (Mendoza, 1984)
vienen de Tepic y el mono más grande se parece a ti. Baila la costilla, baila el costillar; con cuidado chata, no se vaya a caer.
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Érase una vez, una ratita que era muy presumida. Un día la ratita estaba barriendo su casita, cuando de repente en el suelo ve algo que brilla… una moneda de oro. La ratita la recogió del suelo y se puso a pensar qué se compraría con la moneda. “Ya sé me compraré caramelos… uy no que me dolerán los dientes. Pues me comprare pasteles… uy no que me dolerá la barriguita. Ya lo sé me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.” La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita. Al día siguiente cuando la ratita presumida se levantó se puso su lacito en la colita y salió al balcón de su casa. En eso que aparece un gallo y le dice: “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le respondió: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?” Y el gallo le dice: “quiquiriquí”. “Ay no, contigo no me casaré que no me gusta el ruido que haces”. Se fue el gallo y apareció un perro. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”. “Guau, guau”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me asusta”. Se fue el perro y apareció un cerdo. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú por las noches qué ruido haces?”. “Oink, oink”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido es muy ordinario”. El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le dice a la ratita: “Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo:
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“No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches?”. Y el gatito con voz suave y dulce le dice: “Miau, miau”. “Ay sí contigo me casaré que tu voz es muy dulce.” Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce voz. Los dos juntos fueron felices y comieron perdices y colorín colorado este cuento se ha acabado.
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Érase una vez, una viuda que vivía con su hijo, Aladín. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño favor. Como el muchacho y su madre eran muy pobres decidieron que Aladín aceptara la propuesta.
-¿Qué debo hacer? -preguntó.
- Sígueme – respondió el misterioso extranjero.
El extranjero y Aladín se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde este último iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladín nunca antes había visto.
- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven- ¿Siempre a estado ahí?
El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:
- Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lámpara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.
- De acuerdo- dijo Aladín-, iré a buscarla.
- Algo más- agrego el extranjero-. No toques nada más ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lámpara de aceite.
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El tono de voz con que el extranjero le dijo esto último, alarmó a Aladín. Por un momento pensó huir, pero cambio de idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podía comprar con ella.
-No se preocupe, le traeré su lámpara, – dijo Aladín mientras se deslizaba por la estrecha abertura.
Una vez en el interior, Aladín vio una vieja lámpara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cual no seria su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas.
“Si el extranjero solo quiere su vieja lámpara -pensó Aladín-, o esta loco o es un brujo. Mmm….. ¡tengo la impresión de que no esta loco! ¡Entonces es un…!”
- ¡La lámpara! ¡Tráemela inmediatamente!- grito el brujo impaciente.
-De acuerdo pero primero déjeme salir -repuso Aladín mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.
¡No! ¡Primero dame la lámpara! -exigió el brujo cerrándole el paso
- ¡No! Grito Aladín.
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- ¡Peor para ti! Exclamo el brujo empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo el cual rodó hasta los pies de Aladín.
En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacia rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.
Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladín tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.
De repente, la cueva se lleno de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.
- Soy el genio del anillo. ¿Que deseas mi señor? Aladín aturdido ante la aparición, solo acertó a balbucear:
- Quiero regresar a casa.
Instantáneamente Aladín se encontró en su casa con la vieja lámpara de aceite entre las manos.
Emocionado el joven narro a su madre lo sucedido y le entregó la lámpara.
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- Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.
La esta frotando, cuando de improviso otro genio aun más grande que el primero apareció.
- Soy el genio de la lámpara. ¿Que deseas? La madre de Aladín contemplando aquella extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.
Aladín sonriendo murmuró:
- ¿Porque no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?
Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos manjares.
Aladín y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los días durante muchos años.
Aladín creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades.
Un día cuando Aladín se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:
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- ¡Madre, este es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.
- Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.
Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas.
Aunque muy impresionado por el presente el Sultán preguntó:
- ¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a Aladín que, para demostrar su riqueza debe enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.
La madre desconsolada, regreso a casa con el mensaje. – ¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige el Sultán? – preguntó a su hijo.
Tal vez el genio de la lámpara pueda ayudarnos -contestó Aladín. Como de costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las órdenes de Aladín.
Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladín, cuarenta Jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo.
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- ¡Al palacio del Sultán!- ordenó Aladín.
El Sultán muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de su hija. Poco tiempo después, Aladín y Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado del del Sultán (con la ayuda del genio claro esta).
El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su esposo que era atento y generoso.
Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo regreso a la ciudad disfrazado de mercader.
-¡Cambio lámparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lámparas viejas.
-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también entregándole la lámpara del genio.
Aladín nunca había confiado a Halima el secreto de la lámpara y ahora era demasiado tarde.
El brujo froto la lámpara y dio una orden al genio. En una fracción de segundos, Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.
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- ¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre Halima, viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.
Cuando Aladín regreso, vio que su palacio y todo lo que amaba habían desaparecido.
Entonces acordándose del anillo le dio tres vueltas. -Gran genio del anillo, ¿dime que sucedió con mi esposa y mi palacio? – preguntó.
- El brujo que te empujo al interior de la cueva hace algunos años regresó mi amo, y se llevó con él, tu palacio y esposa y la lámpara -respondió el genio.
Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladín.
- Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran. Poco después, Aladín se encontraba entre los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a Halima. Al verla la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.
- ¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar susurró Aladín. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de envenenar al brujo. El genio del anillo les proporciono el veneno.
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Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió el veneno en una copa de vino que le ofreció al brujo.
Sin quitarle los ojos de encima, espero a que se tomara hasta la última gota. Casi inmediatamente este se desplomo inerte.
Aladín entró presuroso a la habitación, tomó la lámpara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la froto con fuerza.
- ¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo-.
¿Podemos regresar ahora?
- ¡Al instante!- respondió Aladín y el palacio se elevo por el aire y floto suavemente hasta el reino del Sultán.
El Sultán y la madre de Aladín estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la joven pareja.
Aladín y Halima vivieron felices y sus sonrisas aun se pueden ver cada vez que alguien brilla una vieja lámpara de aceite.
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Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como no alcanzaba el alimento para los cuatro, sus padres debieron plantearse el problema y tratar de darle una buena solución. Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador: — No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga. Al principio, el padre se opuso rotundamente al tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer. — ¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? — gritó enojado. — De cualquier manera, así moriremos todos de hambre —dijo la madrastra y no descansó hasta convencer al débil hombre de llevar adelante el malévolo plan que había trazado. Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba. — No llores, querida hermanita,— decía él— yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa. A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan. — No deben comer este pan antes del almuerzo.— les dijo— Eso es todo lo que tendrán para el día. El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron hasta adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel,
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haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa. Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron: — Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos. Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura. Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas. Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo. La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando éstos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos. Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer. Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo. — Primero,— dijo la bruja— vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.
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En realidad, la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía. — Yo no sé. ¿Cómo entro?— preguntó Gretel. — Tonta,— dijo la bruja— mira cómo se hace— y la bruja metió la cabeza dentro del horno. Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta. Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja. Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco, compadeciéndose de ellos, les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra. Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.
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El príncipe rana Hermanos Grimm Hace muchos, muchos años vivía una princesa a quien le encantaban los objetos de oro. Su juguete preferido era una bolita de oro macizo. En los días calurosos, le gustaba sentarse junto a un viejo pozo para jugar con la bolita de oro. Cierto día, la bolita se le cayó en el pozo. Tan profundo era éste que la princesa no alcanzaba a ver el fondo. -¡Ay, qué tristeza! La he perdido -se lamentó la princesa, y comenzó a llorar. De repente, la princesa escuchó una voz. -¿Qué te pasa, hermosa princesa? ¿Por qué lloras? La princesa miró por todas partes, pero no vio a nadie. -Aquí abajo -dijo la voz. La princesa miró hacia abajo y vio una rana que salía del agua. -Ah, ranita -dijo la princesa-. Si te interesa saberlo, estoy triste porque mi bolita de oro cayó en el pozo. -Yo la podría sacar -dijo la rana-. Pero tendrías que darme algo a cambio. La princesa sugirió lo siguiente: -¿Qué te parecen mi perlas y mis joyas? O quizás mi corona de oro. -¿Y qué puedo hacer yo con una corona? -dijo la rana-. Pero te ayudaré a encontrar la bolita si me prometes ser mi mejor amiga. -Iría a cenar a tu castillo, y me quedaría a pasar la noche de vez en cuando propuso la rana. Aunque la princesa pensaba que aquello eran tonterías de la rana, accedió a ser su mejor amiga.
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Enseguida, la rana se metió en el pozo y al poco tiempo salió con la bolita de oro en la boca. La rana dejó la bolita de oro a los pies de la princesa. Ella la recogió rápidamente y, sin siquiera darle las gracias, se fue corriendo al castillo. -¡Espera! -le dijo la rana-. ¡No puedo correr tan rápido! Pero la princesa no le prestó atención. La princesa se olvidó por completo de la rana. Al día siguiente, cuando estaba cenando con la familia real, escuchó un sonido bastante extraño en las escaleras de mármol del palacio. Luego, escuchó una voz que dijo: -Princesa, abre la puerta. Llena de curiosidad, la princesa se levantó a abrir. Sin embargo, al ver a la rana toda mojada, le cerró la puerta en las narices. El rey comprendió que algo extraño estaba ocurriendo y preguntó: -¿Algún gigante vino a buscarte? -Es sólo una rana -contestó ella. -¿Y qué quiere esa rana? -preguntó el rey. Mientras la princesa le explicaba todo a su padre, la rana seguía golpeando la puerta. -Déjame entrar, princesa -suplicó la rana-. ¿Ya no recuerdas lo que me prometiste en el pozo? Entonces le dijo el rey: -Hija, si hiciste una promesa, debes cumplirla. Déjala entrar. A regañadientes, la princesa abrió la puerta. La rana la siguió hasta la mesa y pidió:
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-Súbeme a la silla, junto a ti. -Pero, ¿qué te has creído? En ese momento, el rey miró con severidad a su hija y ella tuvo que acceder. Como la silla no era lo suficientemente alta, la rana le pidió a la princesa que la subiera a la mesa. Una vez allí, la rana dijo: -Acércame tu plato, para comer contigo. La princesa le acercó el plato a la rana, pero a ella se le quitó por completo el apetito. Una vez que la rana se sintió satisfecha dijo: -Estoy cansada. Llévame a dormir a tu habitación. La idea de compartir su habitación con aquella rana le resultaba tan desagradable a la princesa que se echó a llorar. Entonces, el rey le dijo: -Llévala a tu habitación. No está bien darle la espalda a alguien que te prestó su ayuda en un momento de necesidad. Sin otra alternativa, la princesa procedió a recoger la rana lentamente, sólo con dos dedos. Cuando llegó a su habitación, la puso en un rincón. Al poco tiempo, la rana saltó hasta el lado de la cama. -Yo también estoy cansada -dijo la rana-. Súbeme a la cama o se lo diré a tu padre. La princesa no tuvo más remedio que subir a la rana a la cama y acomodarla en las mullidas almohadas. Cuando la princesa se metió en la cama, comprobó sorprendida que la rana sollozaba en silencio. -¿Qué te pasa ahora? -preguntó. -Yo simplemente deseaba que fueras mi amiga -contestó la rana-. Pero es obvio que tú nada quieres saber de mi. Creo que lo mejor será que regrese al pozo.
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Estas palabras ablandaron el corazón de la princesa. La princesa se sentó en la cama y le dijo a la rana en un tono dulce: -No llores. Seré tu amiga. Para demostrarle que era sincera, la princesa le dio un beso de buenas noches. ¡De inmediato, la rana se convirtió en un apuesto príncipe! La princesa estaba tan sorprendida como complacida. La princesa y el príncipe iniciaron una hermosa amistad y al cabo de algunos años, se casaron y fueron muy felices para siempre.