A pan duro, diente agudo
Recuerdo bien ese día, eran las cinco de la tarde en la estación de La Sabana, lo supe por el reloj grande que aparecía en la pared, cerca de la señora María, una conocida de toda la vida de mi tía Amparito, que al vernos nos saludó gratamente. Al lado de ella se encontraba su esposo, el señor Antonio, quien portaba en su cabeza un sombrero y en uno de sus hombros una ruana. Se dirigió lentamente hacia nosotros para darnos la bienvenida. Mi madre, Clemencia, daba las gracias por el recibimiento, mientras mi padre, Luis, y mi hermano, Carlos, cargaban nuestros chiros en unas maletas muy desgastadas. Teníamos una tusa, pues acostumbrados a la tierrita, sabíamos que nuestra llegada a la capital sería un berraco comienzo pa’todos nosotros. Estábamos con gurbia, no habíamos comido nada en todo el día y, por lo que pude ver en una ventana mientras viajábamos en el tren, había caído un palo de agua tremendo. En total éramos diez personas, pero pronto seríamos once, puesto que mi tía Amparo tenía cinco meses de embarazo; esperaba a su primer chinito o chinita, aún no sabía si sería niño o niña, pero igual, ya le tenía unos posibles nombres: Juanito o Lucerito. También estaban su esposo Rafael, mis hermanos Ceci, José,
Chiros: ropa. Tusa: preocupación. Berraco: difícil, que implica mucho esfuerzo. Gurbia: hambre. Palo de agua: aguacero.
Estación de La Sabana. Hernán Hernández, 2019.
Investigación y textos: Lyda Marcela Fuquene Salas