Modelo de Lesgilacion Divina lo Diez Mandamientos

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UNIVERSIDAD EVANGELICA DE EL SALVADOR Asignatura: Ética Docente: Dr. Jehovani Portillo

MODELO DE LEGISLACIÓN DIVINA LOS DIEZ MANDAMIENTOS


Los Diez Mandamientos para hoy Brian H. Edwards Índice Prólogo por Andrew Anderson 1 ¿La Ley de quién? (Éxodo 20:1) 2 El valor de la Ley (Éxodo 19:8) 3 No tendrás otros dioses (Éxodo 20:1–3) 4 No adores ídolos (Éxodo 20:4–6) 5 No blasfemes (Éxodo 20:7) 6 Guardar el día de reposo (Éxodo 20:8–11) 7 El propósito del día de reposo (Éxodo 20:8–11) 8 Honrar a los padres (Éxodo 20:12) 9 El valor de la vida (Éxodo 20:13) 10 El matrimonio importa (Éxodo 20:14) 11 Derechos de propiedad (Éxodo 20:15) 12 Mentiras y más mentiras (Éxodo 20:16) 13 Todo está en la mente (Éxodo 20:17) 14 Vuelta al principio (Éxodo 20:18–26)

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Capítulo 1 ¿La Ley de quién? Y habló Dios todas estas palabras. Éxodo 20:1 Dunblane es un pueblo tranquilo en la zona de Stirling, justo donde acaba la autopista M9 en Escocia. Aun aquellos que no lloran con facilidad debieron sollozar calladamente ante los terribles acontecimientos que tuvieron lugar el miércoles 13 de marzo de 1996. Poco después de las 9:15, mientras los niños se estaban incorporando a sus clases, Thomas Watt Hamilton entró en la escuela primaria local y mató a tiros a una profesora y a dieciséis de sus alumnos, todos ellos menores de seis años. Yo me encontraba viajando por la autopista M4 cuando puse la radio a mitad de un boletín informativo. Al principio supuse que la noticia de la que se estaba informando había sucedido en algún rincón del mundo; Chile quizá, Ruanda o aun Jerusalén. En sitios como ésos siempre ocurre ese tipo de cosas. Entonces me di cuenta de la realidad: Dunblane, Stirling (Escocia), ¡aquí en el Reino Unido! Mi mente retrocedió treinta años, cuando a las 9:15 de una mañana de octubre de 1966 una montaña de escombros se derrumbó sobre la escuela primaria local del pequeño pueblo minero de Aberfan, en el sur de Gales, cubriendo a cinco profesores y a 109 niños con un espeso lodo negro: resultado, según la investigación oficial, de la “torpe ineptitud” del Consejo del Carbón. Mientras escuchaba la noticia de la masacre de Dunblane, dejaba atrás la desviación de la M4 hacia el próspero pueblo de Hungerford en Berkshire, donde, el 19 de agosto de 1987, Michael Ryan vagó por sus calles matando a dieciséis personas e hiriendo a otras catorce. El ataque con machete a unos niños que celebraban un merienda campestre en Wolverhampton, tan solo cinco meses después del suceso de Dunblane, confirmó la repugnante evidencia del peligro latente en nuestra sociedad moderna. Aberfan, Hungerford, Dunblane y, más tarde, Wolverhampton: lugares que, como Lockerbie, pocos de nosotros podíamos señalar en el mapa hasta que una tragedia los lanzó al primer plano. Y cada desastre fue por responsabilidad humana: dos pistoleros malvados, un loco con un machete, unos terroristas insensibles y un avaricioso y negligente Consejo del Carbón. Y estos no son hechos aislados o excepcionales como desearíamos que lo fueran. Los nombres de Myra Hindley, Mary Bell y Fred y Rosemary West son unos pocos de los más destacados en la lista de asesinos sádicos y brutales. A raíz de semejantes sucesos, editoriales, columnistas y las plumas más eminentes se centran en el estado de la sociedad y se lanzan a criticar al Gobierno, a la Iglesia, al sistema educativo, etc. Los encuestadores se dedican a sus entrevistas y estadísticas. Un escritor sacó la conclusión de una encuesta de Gallup de que “debería ser posible construir sobre la base de un consenso moral” para producir parte del currículo escolar. El fundamento de este optimismo se encuentra en que el noventa por ciento de los entrevistados apoyaba el “respeto a los gobernantes” y la “tolerancia de las opiniones de los demás”. Ese es nuestro consenso; nuestros “valores morales compartidos”. ¿Pero debemos basar nuestra esperanza en una sociedad segura sobre esos mínimos? Durante la última semana de noviembre de 1993, dos muchachos de diez años secuestraron y golpearon hasta la muerte al niño de tres años James Bulger, abandonando su cuerpo destrozado en la vía del tren. Como resultado de esta inconcebible brutalidad, John Mayor, el Primer Ministro británico, desesperado por llevar a una sociedad moralmente arruinada hacia algún sitio, habló de la

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necesidad de una “vuelta a lo básico”. Tristemente, no ofreció ninguna sugerencia de lo que lo “básico” podía ser o de dónde podía encontrarse. Así, no sorprendió en demasía cuando la Cruzada se hundió bajo el “destape” de las vidas privadas de algunos ministros del Gobierno. No había habido ninguna referencia a los Mandamientos del Creador y, el lunes 29 de noviembre de 1993, menos de una semana después del asesinato de Jamie Bulger, el Gobierno llevó al Parlamento una proposición para liberalizar el comercio en domingo. Una llamada de “vuelta a lo básico” se acompañó de una ley que destruía la importancia de uno de los Diez Mandamientos. Obviamente, los Mandamientos no tenían la consideración de “básicos”. Dos años después, tras otra ola de violencia que incluyó el asesinato del director Philip Lawrence a la salida de su colegio en el norte de Londres, la nación hizo su habitual examen de conciencia. En cualquier caso, habiendo olvidado de dónde venía su alma, lo más cercano a lo que pudo llegar un miembro del Parlamento fue a sugerir que lo que necesitábamos era “algo parecido a los Diez Mandamientos”. ¡Qué arrogancia! ¿Solo algo “parecido a los Diez Mandamientos”? Quizá pensó que podríamos mejorarlos. Hoy, tenemos una moralidad del consenso y la experimentación. Lo correcto y lo erróneo es lo que la mayoría quiere o, más generalmente, lo que la minoría más ruidosa o fuerte desea. Ocasionalmente, el consenso cambia cuando el experimento sale mal. Pero no siempre. En los próximos treinta años 200 millones de personas de todo el mundo morirán a causa del SIDA. No obstante, si todo el mundo obedeciera el séptimo mandamiento, el SIDA sería erradicado por completo en treinta años. ¿Renunciaremos a nuestros inmorales estilos de vida en el adulterio, la promiscuidad y el comportamiento homosexual para que víctimas inocentes no sean contagiadas? Por contraste, en la primavera de 1996, cuando se registraron algunas muertes trágicas “posiblemente” relacionadas con la Encefalopatía Esponjiforme Bovina (o enfermedad de las “vacas locas”), el mundo entero renunció a consumir ternera británica. Solo cuando estemos preparados para enseñar a nuestros hijos una moral de absolutos y ejemplificar esos absolutos en nuestras vidas, podrá haber algún freno en la espiral descendente de la decadencia moral. Hay una pérdida de respeto en nuestra sociedad casi total. No tenemos ningún respeto por la autoridad, el liderazgo, la mujer, las leyes, la propiedad. Casi el único respeto que queda es a los animales y a los árboles. Los Diez Mandamientos insisten en el respeto a Dios, a los padres, a la vida, a la propiedad y a la verdad. Pocas cosas son tan importantes hoy en día como el retorno a la comprensión y a la enseñanza de los Diez Mandamientos. Una de las mayores tragedias de nuestra edad moderna es que la confianza en los absolutos morales, la creencia en un Dios santo y la conciencia del juicio venidero, están todas pasadas de moda. Sostenida por un Estado del bienestar, planes de pensiones y una ciencia médica en continuo progreso, la vida para la mayoría de la civilización occidental no está mal del todo. La gente no se puede imaginar el porqué de esas molestias que Dios se toma por ellos, y menos aún el porqué de que esté enfadado con ellos. Si hablamos a los hombres y mujeres de hoy en día sobre el juicio y el Infierno, se preguntan cuál es la razón de tantas preocupaciones. Después de todo, aun grandes sectores de la llamada Iglesia cristiana ya no creen en esas cosas. La civilización ha evolucionado, nos dicen, no estamos en el siglo XVIII sino a las puertas del III milenio. De hecho, la única razón por que nuestra sociedad es ligeramente más segura

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que la del siglo XVIII es la instalación de alumbrado público y la existencia de un cuerpo policial más eficaz y con más recursos. Si apagáramos las luces y sustituyéramos a la policía moderna por los rudimentarios guardias del siglo XVIII, podemos imaginarnos lo que ocurriría: nadie se atrevería a salir a la calle después de anochecido a menos que fuera tonto o estuviera armados hasta los dientes: habríamos retrocedido dos siglos. A pesar de la electricidad y la policía moderna, muchos lugares de nuestro país, desde los suburbios urbanos hasta las comunidades rurales, viven aterrorizados por el equivalente actual de los granujas, bandidos, fulleros, pícaros, salteadores de caminos y carteristas del siglo XVIII. En 1752, sir Horace Mann se lamentaba amargamente: “Uno se ve obligado a viajar, aun al mediodía, como si fuera a la batalla”. Las mujeres eran escoltadas a sus partidas de cartas por jóvenes con porras. Toda esta crueldad, violencia, avaricia y ambición egoísta del siglo XVIII en Inglaterra es sobrepasada, punto por punto, por nuestra sociedad en el amanecer del nuevo milenio. ESCUCHAR LA VOZ EQUIVOCADA Hoy en día tenemos violentos criminales que frecuentemente son demasiado jóvenes como para sentarse en el banquillo, y crímenes de tan horrenda brutalidad que una sociedad conmocionada empieza a hacerse preguntas tan fundamentales como: “¿Qué va mal en nuestra generación?”. Aun a riesgo de sonar a simplistas, podríamos responder seriamente: Lo que va mal con nuestra generación es que se está enfrentando con niños de la tercera generación educada en la casi absoluta ignorancia de los Diez Mandamientos y sus implicaciones personales. Expresado de otra manera, la sociedad está haciendo lo que siempre ha hecho desde la tragedia del Edén: escuchar la voz equivocada. Nuestros primeros padres habían estado escuchando diariamente la voz de Dios. La suya era la única voz que escuchaban y la única voz que querían escuchar; hablaba con autoridad y con bondad, y Adán y Eva no encontraban ninguna contradicción entre ambas. Sabían que la autoridad era bondadosa porque era para su bien. Entonces otra voz entró en juego y susurró insinuando que Dios les estaba dejando fuera de algo mayor y mejor y que, si se liberaban de aquellas “insignificantes” normas, serían libres para realizarse y encontrar su satisfacción y propósito en la vida. Al final lo perdieron todo. Pero por encima de todo, perdieron la conciencia de la bondad de Dios; lo vieron como alguien que pretendía su mal; en lugar de amarle por sus leyes le temieron (Génesis 3:10). Claramente, odiaron su autoridad, por lo que se escondieron de Él en el huerto. Desde entonces, el mundo ha estado escuchando la voz equivocada. Es cierto que hay un griterío golpeando la mente del hombre, pero en realidad es una única voz. Todo lo que no es de Dios en última instancia es del diablo. De la gran multitud de religiones y filosofías, el único mensaje alto y claro viene a ser: “¿Conque Dios os ha dicho?”. Uno de los principales perjuicios de la Caída fue la negativa del hombre a seguir escuchando la voz de Dios. Y el principal efecto negativo de aquello es el gobierno de Dios mediante la Ley. El apóstol Pablo en el Nuevo Testamento entendió esto muy bien. Escribiendo a los cristianos en Roma comentó: “¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás”. Pablo concluye: “De manera que la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (Romanos 7:7, 12). Hace casi 200 años, Henry Martyn, un brillante matemático de Cambridge,

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marchó a la India para llevar las buenas nuevas de Cristo. El 23 de marzo de 1809 escribió en su diario: “Habiendo leído la Ley y los Profetas a mis sirvientes durante nueve meses los consideré suficientemente preparados para oír el Evangelio. He empezado, pues, a leerles Mateo”. Quizá eso fuera un poco demasiado rígido. Nueve meses de malas noticias antes de compartir las buenas dejaba abierta la posibilidad de que alguno de los sirvientes pasara a la eternidad antes de que Henry Martyn llegara al Evangelio. Pero Martyn tenía un orden de prioridades correcto; y estamos muy equivocados si concebimos los Diez Mandamientos solo como “malas noticias”. Especialmente hoy, son algunas de las mejores noticias que Dios podría darnos. Henry Martyn llevaba razón al empezar por recordarles a sus sirvientes lo que Dios esperaba de ellos. Solo entonces podían medirse con el baremo adecuado y comprender lo cortos que se quedaban. 200 años después de Henry Martyn, pocas cosas han cambiado. Siglo XIX o XXI, Oriente u Occidente, la gente es la misma. Paralelamente a una gran mayoría de personas en el mundo que prácticamente desconoce la existencia de la Ley de Dios, hay muchos en las iglesias que prefieren pasarla por alto. La Ley en general, y los Diez Mandamientos en particular, resultan incómodos. La libertad y la felicidad son predicadas como excluyentes de la Ley y el juicio. Se nos dice que a los tiempos modernos no les atraen los truenos del Sinaí; la vida cristiana debe presentarse como una emocionante aventura rebosante de paz y felicidad. Esto, nos aseguran, es la “plenitud de la vida”. Preferimos encontrarnos a nosotros mismos antes que hallar a nuestro Dios. El Evangelio es presentado en términos de propósitos y buenas intenciones antes que en términos de perdón y reconciliación. Pero el Nuevo Testamento hace claramente hincapié en el sentido de la reconciliación y el perdón. ¿Ha sido popular la Ley de Dios alguna vez? Parte de las críticas que los medios hacen a las iglesias de hoy es a su imprecisa respuesta a la pregunta: “¿Dónde puede encontrarse la moralidad?”. La Iglesia duda y se disculpa, como si también creyera que necesitamos algo solo “como los Diez Mandamientos”. Precisamente cuando el mundo se vuelve más desesperado en la búsqueda de respuestas, y puede estar preparado para escuchar al Dios que “habló todas estas palabras”, gran parte de la Iglesia cristiana parece haber perdido su mensaje. Justo a las puertas de esta oportunidad, muchos cristianos dan la impresión de estar degradando la Ley y negando su pertinencia hoy. Pero antes de llegar a eso debemos definir nuestros términos. ¿QUÉ QUEREMOS DECIR CON LA “LEY DE DIOS”? Eso puede parecer una pregunta innecesaria con una respuesta obvia. Seguramente la Ley es el código moral del Antiguo Testamento que establece lo que se espera del pueblo de Dios. Pero tiene muchas más implicaciones que esas. Para dejar claro los diferentes tipos de Ley que se encuentran en el Antiguo Testamento, voy a dividir las distintas leyes en cinco categorías. Esta es una división totalmente artificial puesto que los israelitas nunca parcelaron la Ley en segmentos tan delimitados; para ellos, cada parte de su vida, y por tanto su Ley, tenía que ver con su relación con Dios. Hacemos estas distinciones simplemente en aras de la descripción de la Ley. Puede ser útil “saborear” su diversidad. LEY CEREMONIAL ¿Cuál es el motivo de todas las ceremonias, sacrificios, fiestas y sacerdotes? Cada detalle de la Ley del Antiguo Testamento apuntaba como una señal hacia

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Cristo. No importa qué detalle, tenía la intención de preparar a la gente para que respetara al Dios santo que iba a mandar a su Hijo santo a un mundo en pecado para traer la salvación. Todas las reglas del ceremonial religioso se cumplen en Cristo. Él es nuestro sacrificio y nuestro sacerdote; Él es nuestro altar y nuestra ofrenda por nuestros pecados. Cuando depositamos nuestra confianza de salvación en Cristo, estamos cumpliendo toda esta parte de la Ley porque se cumplió en Cristo por completo. Por este motivo no puede haber lugar para edificios religiosos, vestiduras, ceremonias, fiestas y acciones que tengan un contenido de salvación en la verdadera adoración a Cristo (con la sola excepción de la Cena del Señor y el bautismo, ambas instituidas por Cristo mismo y que principalmente miran hacia lo que ya ha tenido lugar (la Cruz y la conversión) más que a lo que lo tendrá lugar. No necesitamos ninguna otra señal. Sacerdotalismo es el nombre que reciben el ritual sacerdotal y los sacrificios ofrecidos bajo el nombre de “cristianismo”. El sacerdotalismo es un anacronismo: no tiene cabida en el cristianismo del Nuevo Testamento. Durante más de cincuenta años, la Iglesia Mundial de Dios, a través de su revista La Pura Verdad, inculcó en sus miembros la necesidad de seguir al pie de la letra las leyes del Antiguo Testamento. Entre otras cosas, celebraban la fiesta de los Tabernáculos, la fiesta de los Panes sin levadura, la fiesta de las Trompetas y la Pascua judía (ver Levítico 23). Eso era una malinterpretación —y, por tanto, una utilización errónea— de la Ley ceremonial del antiguo pacto. Tras un examen agónico y la pérdida de la mitad de sus miembros, la IMD publicó una retractación de su principal pastor, Joseph Tkach Jr., en el número de marzo-abril de 1996 de La Pura Verdad. Incluía esta confesión: “Impusimos a nuestros miembros un acercamiento a la vida cristiana basado en las obras. Exigimos la adhesión a onerosas regulaciones del código veterotestamentario […]. Nuestro enfoque del antiguo pacto promovió conductas exclusivistas y de superioridad en lugar de las enseñanzas sobre hermandad y unidad del nuevo pacto”. Y así, con una gran dosis de coraje, la Iglesia Mundial de Dios pasó al Nuevo Testamento y al Evangelio. Hay dos importantes valores de la Ley ceremonial del Antiguo Testamento que hoy tienen significado para nosotros. En primer lugar, nos ayuda a valorar la adoración como algo sagrado. Cuando Dios creó una Ley ceremonial tan detallada, estaba diciendo a su pueblo: “Soy un Dios santo, no debéis venir ante mi presencia de forma descuidada”. En el Antiguo Testamento hay algunos ejemplos sorprendentes de personas que quebrantaron ese mandamiento. Nadab y Abiú ofrecieron a Dios “fuego extraño” por lo que fueron muertos en el acto mediante fuego del Cielo (Levítico 10); Uza tocó el arca de Dios cuando era llevada a Jerusalén en un carro y cayó muerto instantáneamente (2 Samuel 6). Dios no es menos santo de lo que era entonces. El cómo adoramos no es cuestión de agradarnos a nosotros mismos sino a Dios. Los judíos tenían prohibido adorar a Dios como los pueblos que les rodeaban: “No haréis así a Jehová vuestro Dios” (Deuteronomio 12:4); también fueron advertidos de no adorar en la forma en que les placiera: “No haréis como todo lo que hacemos nosotros aquí ahora, cada uno lo que bien le parece” (12:8). La Ley ceremonial nos muestra la santidad de Dios. Sí importa la forma en que adoramos a Dios, no solo porque honra la soberanía del Creador sino porque nuestra comprensión y estima de Dios se muestra en la manera como adoramos y, por supuesto, la forma en que adoramos rige nuestra forma de vivir.

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En segundo lugar, la Ley ceremonial muestra cuán seriamente considera Dios el pecado y al mismo tiempo su disposición a perdonarnos. Siempre que un sacrificio era llevado ante el sacerdote, la persona que lo ofrecía ponía su mano sobre el animal como señal de que el pecado era transferido a este; aquello era un recordatorio de la importancia de su propio pecado. Era una ilustración del único y verdadero sacrificio de Cristo por el pecado. Cuando el oferente se marchaba dejando atrás el animal sacrificado, sabía que era libre. Cuando depositamos nuestra fe en Cristo, toda la Ley ceremonial se cumple para nosotros. Pablo deja claro que “la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo” (Gálatas 3:24). Es muy importante la comprensión de esto. Cuando confiamos en Cristo para nuestra salvación, no estamos dejando a un lado la Ley ceremonial como si careciera de importancia. Al contrario, estamos reconociendo que Cristo la cumplió perfectamente. LEY CIVIL “Hay gente para todo”, y por esa razón cada sociedad requiere unas normas para mantener a su “gente” a raya. Israel no era ninguna excepción, pero sus normas le fueron dadas por Dios. Vivimos en una cultura no cristiana, y por ello muchas leyes se redactan sin ninguna referencia a las Escrituras. En cualquier caso, no hay nada en la Ley civil del Antiguo Testamento que haya perdido por completo su vigencia para nosotros. Permítaseme dar solo un ejemplo. La restitución es una parte importante de la Ley civil del Antiguo Testamento. No hay ninguna indicación para la construcción de prisiones puesto que la idea de que la mayoría de los criminales se volverán penitentes (de ahí el término “penitenciaría”) y cambiarán su actitud tras su estancia en prisión es ajena al plan de Dios. Todos sabemos que el sistema penitenciario ha fracasado. Básicamente, solo hay dos formas de tratar al criminal en el Antiguo Testamento. Si había cometido lo que llamamos un delito grave, era ejecutado. Para otros delitos se le exigía que enmendara su error. En Éxodo 22 se establece el principio de restitución; por ejemplo, cuando alguien robaba un buey debía pagar cinco bueyes en su lugar (v. 1). Últimamente en los Estados Unidos se ha puesto en práctica, en al menos dos Estados, un interesante experimento. Se le llama “justicia innovadora”, pero de innovadora no tiene nada; es tan antigua como el Antiguo Testamento. En lugar de que ciertos delincuentes sean encarcelados se les exige que devuelvan lo que han robado. Más aún, las autoridades intentan reconciliar al criminal con su víctima. En 1983, el Estado de Florida estableció lo que llaman un “Programa de Control Comunitario” basado en la restitución. Hasta este momento puede dar las cifras de 14 000 delincuentes que han pasado por su programa de control comunitario. Las cuatro quintas partes de ellos se enfrentaban a condenas de prisión, pero después de pasar por este programa, menos del siete por ciento han vuelto a ser arrestados por crímenes posteriores, mientras que normalmente las tres cuartas partes de los que salen de prisión son arrestados en los cuatro años siguientes. Paralelamente, el Estado de Florida sostiene que este sistema les ha ahorrado más de siete cárceles nuevas. Se está probando lo mismo en el Reino Unido al asignar a ciertos delincuentes un número de horas de servicio comunitario en lugar de una sentencia a prisión. En los últimos tiempos hemos creado leyes para que, en el caso de determinados delitos, los tribunales puedan confiscar posesiones de manera que se prive al criminal de los beneficios de su crimen. Pero nos está costando mucho tiempo alcanzar al Antiguo Testamento. Cristo es acusado a veces de saltarse el castigo civil del Antiguo Testamento. Por

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ejemplo, por la forma en que trata a la mujer encontrada en adulterio. El Antiguo Testamento ordenaba la pena de muerte para ese pecado en concreto. Al proteger a la mujer, nuestro Señor estaba demostrando que el castigo por el quebrantamiento de la Ley siempre podía ser atenuado con la gracia. 1000 años antes, Dios había hecho lo mismo en el caso del Rey David (2 Samuel 12:13). Estas leyes ayudaban al pueblo a comprender que su Dios era un Dios de justicia, y que la justicia también podía ser misericordiosa. LEYES DE ALIMENTACIÓN E HIGIENE La regla que se oye en millones de hogares cada día: “Lávate las manos antes de comer”, está en la línea de algunas reglas que Dios dio a su pueblo en el Antiguo Testamento. La queja de los fariseos y maestros que aparece en Marcos 7:1–5 no era que los discípulos hubieran quebrantado las reglas del Antiguo Testamento (no tenemos ningún motivo para creer que no se lavaran las manos antes de comer), sino que habían violado la “tradición de los ancianos” (v. 5). La cita de Isaías 29:13 que hace nuestro Señor lo prueba: “[…] y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado”. La Ley es para que los sabios mantengan su salud física y espiritual: es el necio el que la desestima por completo o le añade la tradición de los hombres. En Mateo 5, Cristo da a entender que toda la Ley es pertinente. La lista de alimentos puros e impuros que se recoge en Levítico 11 es casi análoga a la carne que comemos o evitamos hoy en día. Puede que sea cierto que podemos consumir carne de cerdo porque es menos peligroso que entonces. De hecho, Pedro aprendió en Hechos 11 que se le permitía hacer precisamente eso, pero Cristo ya había tratado este asunto, según Marcos 7:14–23. En este pasaje nuestro Señor decía esto, “haciendo limpios todos los alimentos” (v. 19). No quería decir que todas las leyes sobre alimentos del Antiguo Testamento carecieran, o hubieran carecido, de importancia, sino que su utilización errónea siempre había sido dañina espiritualmente. Dios nunca pretendió que su pueblo creyera que la verdadera religión era cuestión de comer ciertos alimentos o de lavarse las manos antes de comer. Dios había dado a su pueblo rigurosas leyes en cuanto a la comida y a la higiene con el fin de proteger su salud, pero, con más importancia aún, para mostrarlos como un pueblo distinto en el mundo antiguo. Cuando Cristo libera a sus discípulos de la adhesión estricta a las leyes sobre alimentos, los principios que hay detrás permanecen inalterables. Deben ser personas “limpias” en sus hábitos y en todos los aspectos de su vida. Cuando Cristo nos libera de la letra de la Ley, no nos libera de su espíritu. Hace 150 años, las familias tiraban sus desperdicios a la calle con la esperanza de que fuera la lluvia la que se los llevara. En verano, cuando no llovía, había frecuentes brotes de tifus. Y cuando llovía, toda la porquería iba a parar a canales, arroyos y ríos. Hacia finales del siglo XVIII, la gente se refería al Támesis como una fosa séptica en movimiento. Hoy en día damos por supuestas las leyes del Antiguo Testamento en materia de higiene y saneamiento. Hace más de 3000 años, Dios había establecido normas de saneamiento para su pueblo cuando, entre otras regulaciones, había ordenado que se excavaran letrinas en las afueras del campamento (Deuteronomio 23:12–14). Dios ordenó además que si alguien encontraba una mañana un lagarto en la olla con la que se cocinaba, debía romperla inmediatamente (Levítico 11:32, 33). Puede que algo así suene como un respuesta drástica para algo tan poco importante, pero pronto enseñaría a la gente a dejar sus recipientes boca abajo

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durante la noche, minimizando de esa forma los riesgos de contaminación. Semejante higiene puede resultarnos obvia, pero hoy en día estamos mandando equipos médicos por todo el mundo para enseñar a la gente reglas tan básicas. En la Edad Media, la tercera parte de la población europea pereció víctima de la peste, principalmente porque se desestimaron normas de higiene tan sencillas. A principios de la década de 1840, a un joven médico llamado Ignaz Semmelweis se le dio la responsabilidad de una de las salas de obstetricia del famoso hospital de enseñanza Allegemeine Krakenhaus en Viena, Austria. Se sorprendió de la elevada tasa de mortalidad femenina en estas salas: una de cada seis. Observando que la mortalidad más elevada se daba entre las mujeres que habían sido examinadas por los profesores y alumnos que habían estado diseccionando cadáveres en el depósito, estableció la norma de que en su sección cada médico y estudiante que viniese de la sala de disección debía lavarse las manos cuidadosamente antes de proceder al examen de una nueva paciente. La tasa de mortalidad cayó dramáticamente hasta la relación de una de cada ochenta y cuatro. Más tarde, enfrentándose a la disconformidad general, el doctor Semmelweiss exigió que también se lavaran las manos entre exámenes de pacientes vivas. La tasa de mortalidad descendió más aún. Tristemente, por causa de celos profesionales, no se le renovó el contrato. Su sucesor se deshizo de las tinas, y la tasa de mortalidad se disparó de nuevo. Finalmente, Semmelweiss moriría arruinado pero no sin antes haber puesto por escrito sus investigaciones. La utilización de agua corriente para la limpieza de ropas y cuerpos contaminados se menciona en Levítico 15:13. Significativamente, el contexto se refiere a las precauciones a tomar en caso de enfermedades infecciosas. Hace algunos años se publicó un pequeño libro llamado Ninguna enfermedad (Editorial Vida, 1987). El autor (S.I. McMillen) era médico, y el libro venía a demostrar cuántas de las enfermedades actuales podrían evitarse si se siguieran las reglas bíblicas. Así que, antes de que dejemos de lado las leyes sobre higiene del Antiguo Testamento, deberíamos preguntarnos “qué significan”. Todas son pertinentes. Jesús no mencionó que ninguna de ellas hubiera perdido vigencia. Hay principios que extraer de ellas. Estas leyes nos enseñan, además, que la naturaleza de Dios es pura en todos los sentidos, y que espera lo mismo del pueblo que le representa. Algunos cristianos argumentan que estas leyes sobre higiene y alimentos poco o nada tienen que ver con el bienestar físico de la sociedad sino que formaban parte de las reglas del ceremonial para asegurar que el pueblo de Israel se mantuviera distinto de los demás. Un escritor va tan lejos como para afirmar que la lista de animales prohibidos y permitidos “nada tiene que ver con la salud y la higiene” (Pig Out? —¿Cerdo fuera?—, Jordan, Transfiguration Press, 1992). Pero eso es de una miopía muy grave. Por supuesto que todo lo que Israel hacía tenía implicaciones religiosas puesto que debía ser un ejemplo para las naciones, pero las leyes no fueron dispuestas por un Dios caprichoso y arbitrario. Sus sabias reglas aseguraban que la gente estuviera limpia tanto moral como físicamente. La promesa que encontramos en Deuteronomio 7:15 se refiere directamente al cumplimiento por parte de Israel de las leyes sobre higiene y comida: “Y quitará Jehová de ti toda enfermedad; y todas las malas plagas de Egipto […]”. Todas las órdenes fueron dadas a Israel “para que tengas prosperidad” (Deuteronomio 10:13), y es ridículo sugerir que su promesa nada tiene que ver con el bienestar físico.

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LEYES GENERALES Cuando yo era niño, recogía huevos de pájaro. Esa afición se podría llamar “ovología”, aunque desconocía el término por aquel entonces y esa práctica es ilegal hoy en día. En el Antiguo Testamento, la recolección de huevos para alimentarse era una necesidad; Dios la reguló, pues, con una ley que se encuentra en Deuteronomio 22:6. La orden de Dios era que la madre en el nido no debía ser tocada, aunque los huevos sí se podían tomar. Obviamente, la razón es que tendrá otra nidada la misma temporada. Eso no es “ovología” sino ecología. Se trata de cuidar el mundo en que vivimos y de administrar inteligentemente nuestros recursos. Al parecer, todo el mundo se interesa por la ciencia medioambiental, por la ecología y por todo lo verde en general, pero no es algo particularmente novedoso; hay muchas instrucciones sobre este asunto en la Ley del Antiguo Testamento. Nunca debemos rechazar estas leyes como inaplicables, sino preguntarnos: “¿Qué significan y cómo podemos aplicarlas?”. En el mismo capítulo de Deuteronomio, Dios ordena a su pueblo que debe asegurase de construir un pretil alrededor del tejado. Dios da una razón para ello: evitar que nadie se caiga del tejado haciendo culpable de homicidio al propietario (22:8). Solo ha sido recientemente cuando hemos endurecido nuestras normativas en estos asuntos y algo como el Comité de Salud y Seguridad es una incorporación a la sociedad relativamente nueva. Dios legisló esas cosas hace mucho tiempo. Era todo parte de la relación de Israel con Dios. Como nación santa, mostraron una gran preocupación por la vida humana, cosa significativamente ausente en los antiguos códigos de leyes. LEYES MORALES En el transcurso de un sermón sobre Mateo 5, el Dr. Martyn Lloyd Jones, el destacado pastor de Westminster Chapel en Londres durante cuarenta años desde la década de los 30, comentó: “No hay nada más funesto que el considerar la santidad y la santificación como experiencias que se reciben. No, la santidad implica ser justo, y ser justo significa guardar la Ley. Por tanto, si nuestra llamada gracia (que decimos haber recibido) no nos lleva a guardar la Ley, en realidad no la hemos recibido. Puede que hayamos pasado por una experiencia psicológica, pero no hemos recibido la gracia divina. ¿Qué es la gracia? Es ese maravilloso don de Dios que, habiendo liberado al hombre de la maldición de la Ley, le permite guardarla y ser justo como Cristo lo fue, puesto que Él la guardó perfectamente” (El Sermón del Monte, El Estandarte de la Verdad 1971, vol. 1 pág. 265). Pero volveremos a este tema en el próximo capítulo. El Nuevo Testamento es nuestra guía infalible en cuanto a cómo aplicar la Ley del Antiguo Testamento. Estas diferentes leyes no son inaplicables desde el momento en que son una enseñanza acerca del carácter de Dios y de lo que Él espera de su pueblo. En el Sermón del Monte, nuestro Señor mostró cuántas de estas leyes podían ser englobadas por principios generales. Cristo enseñó obediencia a los Diez Mandamientos en su totalidad. Comparemos Mateo 22:37 con los dos primeros mandamientos y Mateo 5:33–37 con el tercero. Marcos 2:27 es claramente un comentario sobre el cuarto mandamiento. Este versículo no significa que el día de reposo tuviera la finalidad de que el hombre hiciese lo que le pareciera, sino que fue hecho para su beneficio. Comparemos Mateo 10:21 con el quinto mandamiento, Mateo 5:21–30 con los dos siguientes, Marcos 10:19 con el mandato contra el robo, Mateo 5:11 frente al noveno mandamiento y Mateo 6:19–24 con el último. Nuestro Señor en realidad nos advierte que no hay lugar en el Reino de Dios para aquellos que enseñan que la

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Ley es inaplicable. Cuando habló acerca de la justicia en Mateo 5:20, estaba hablando de la justicia de la Ley. ¿QUÉ CLASE DE DIOS DIO ESTAS LEYES? Hablar del término “Dios” en nuestra sociedad “pluralista” carece de sentido casi por completo. Tenemos decenas de religiones en nuestras ciudades y veintenas de iglesias cerradas que se utilizan para rituales desconocidos y cultos interconfesionales. Los dioses de la Nueva Era, el hinduismo, el islam, el budismo, el sikhismo, y las desviaciones del Dios cristiano que producen las sectas, provocan una confusión que se agrava con la afirmación políticamente correcta de que todas nos llevan a la verdad. Podemos olvidar muy fácilmente la clase de Dios que se muestra como autor de los Diez Mandamientos. Él es único. UN DIOS QUE SE COMUNICA DEBE SER OÍDO “Después de la tormenta viene la calma”. Eso es algo tristemente habitual en muchos hogares de nuestra sociedad. Días, semanas o meses de discusiones y peleas se ven sucedidos por un tétrico y tenso silencio. Ninguno de los bandos dice nada. Nadie se decide a romper la barrera y restablecer la comunicación. Frecuentemente, cada uno desea que el otro mueva ficha y diga algo, pero, mientras tanto, una importante relación se ha roto, algunas veces de forma irreversible. “Y Jehová lo llamó desde el monte diciendo […]” (Éxodo 19:3) son palabras significativas. Cuando Adán y Eva cayeron en el pecado, su reacción instintiva fue la de correr y esconderse de Dios. Pero el santo y soberano Creador no se dio la vuelta para dejar a los hombres y mujeres revolcándose en su miseria. Nuestro Dios es un Dios que se comunica, y la iniciativa siempre parte de Él. La gran diferencia entre el cristianismo y las demás religiones del mundo es que, en la religión, el ser humano se ve obligado a arrastrarse hasta su dios; en el verdadero cristianismo, es Dios el que desciende a nosotros. La primera palabra de esperanza después de la Caída la encontramos en el mensaje dirigido a Adán en Génesis 3:9: “¿Dónde estás tú?”. Eso era gracia; el inmerecido amor de Dios. De hecho, cualquier cosa que Dios diga al género humano es gracia; aun sus palabras de juicio y en especial sus advertencias. Pero aquellas primeras palabras después de la Caída eran la llamada de Dios a Adán y Eva para que se detuvieran y pensaran adónde les había llevado el pecado. Aquí, en el monte Sinaí, es el mismo Dios hablando de nuevo. El pueblo no estaba implorando que les hablara, no se preguntaban: “¿por qué está callado el Cielo? ¿Puede, por favor, decirnos Dios algo? ¿Podemos recibir algunas leyes que nos digan cómo trabajar y convivir? ¿Puedes decirnos algo que nos dé un modelo a seguir?”. Clamaban por libertad (Éxodo 2:23), pero no se daban cuenta de que la libertad implica reglas, siempre es así. El hombre nunca le ha pedido leyes a Dios; es algo que no queremos. De modo que Dios habló. La frase “Dios dijo” es la declaración más importante en la Historia de la raza humana. En los tres primeros capítulos del Génesis tiene lugar cincuenta veces. Pero desde la Caída, la raza humana ha adoptado al menos cuatro medidas evasivas desesperadas. Primero: negamos que Dios haya hablado siquiera: “Pero la serpiente […] dijo a la mujer: ¿Conque Dios os ha dicho?” (Génesis 3:1). Quizá esa sea la respuesta contemporánea más frecuente ante cualquier reivindicación de las leyes de Dios. Segundo: ponemos en duda la veracidad de las palabras de Dios: “No moriréis” (Génesis 3:4). Esa ha sido la reacción de los que han desacreditado la autoridad bíblica durante los últimos dos siglos.

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Tercero: manipulamos el significado de las palabras de Dios según nuestras necesidades: “las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición” (2 Pedro 3:16). Un mundo de falsos maestros se ha convertido en herramienta del enemigo. Cuarto: escribimos nuestro propio mensaje. Pablo advirtió a la iglesia en Tesalónica sobre las profecías, cartas y cualquier palabra “como si fuera nuestra” (2 Tesalonicenses 2:2). Todas las escrituras “sagradas” del mundo religioso, desde el libro de Mormón hasta el libro de Mahoma son la falsificación de Satanás. Solo hay un Dios que habla; todo lo demás es una mentira del diablo. No es una coincidencia que, en el contexto de la entrega de la Ley, Moisés advirtiera: “No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella, para que guardéis los mandamientos de Jehová vuestro Dios que yo ordeno” (Deuteronomio 4:2). No es que no se digan cosas buenas y sabias en toda la literatura religiosa del mundo, sino que la voz de Dios no se encuentra en ella. No pueden ofrecer auténtica esperanza de salvación ni las auténticas leyes del Creador. El veneno diluido sigue siendo veneno. Tomemos como ilustración un código de leyes escrito poco antes de Moisés. LA LEY DE HAMMURABI Uno de los códigos de leyes más antiguos de los que se tiene registro es el de Hammurabi, el sexto de los once reyes de antigua dinastía babilónica. Generalmente su reino es fechado entre el 1700 y el 1600 a. C., lo que, si la fecha es correcta, le situaría algo antes de Moisés. Entre las 282 leyes de las que consta el que se ha dado en llamar “Código de Hammurabi”, hay algunas de un asombroso parecido a las detalladas leyes que se encuentran en Éxodo y Deuteronomio. Inevitablemente, algunos críticos han sugerido que Moisés debió de haber copiado algunas de las leyes de Hammurabi. Dejando a un lado el hecho de que la datación de estas antiguas dinastías no es para nada segura, y que probablemente descubramos que Moisés sea anterior a Hammurabi, el concluir que Moisés copió las leyes de este rey babilonio es leerlas con los ojos cerrados. En el código de Hammurabi no hay nada remotamente parecido a las leyes que Moisés recibió como revelación de Dios; por el contrario, el prólogo del Código de Hammurabi se extiende durante más de noventa líneas ensalzando las virtudes, las hazañas y la piedad del propio rey. La palabra “dios” y el nombre “Marduk” aparecen solo trece veces en todo el listado de leyes, aunque se registra más de una docena de dioses en el prólogo. Significativamente, mientras que las leyes que Moisés recibe se centran principalmente en el respeto a las personas, las de Hammurabi sobreabundan en las que se refieren a la propiedad. Además de esto, algunos de los castigos de Hammurabi son excesivos; por ejemplo, al ladrón se le exige devolver treinta veces la cantidad de lo que ha robado y, si no puede pagar, será condenado a muerte (8); si a un hombre se le encuentra robando en un incendio “tal hombre será arrojado al fuego” (25). Ciertamente Hammurabi exige un elevado listón moral, y unas cuantas leyes son cuando menos interesantes: por ejemplo las tarifas de los médicos dependen de la renta de sus pacientes (215–217), y si el médico fracasa debe ser castigado (218). Ninguna de las leyes antiguas se acerca remotamente a la sabiduría y claridad de las que reveló Dios a Moisés. Aun el Corán islámico, con el beneficio de la percepción retrospectiva (habiendo sido escrito en el siglo VII d. C., más de 2000 años después de la Ley de Moisés), no puede compararse con los Diez Mandamientos o el Sermón del Monte. A pesar de que el Corán declara confirmar

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el libro de Moisés, que es “una guía y una bendición para todos los hombres” (46:12), poco tiene que ver con él, y claramente muestra el escaso conocimiento que Mahoma tenía de las historias del Antiguo Testamento, muchas de las cuales aparecen totalmente confundidas en el Corán (especialmente aquellas relacionadas con José y Moisés). Israel era un pueblo único porque adoraba al único Dios verdadero, quien le comunicó sus leyes para su bien. UN DIOS SANTO AL QUE TEMER Éxodo 19 contiene algunos de los preparativos más aterradores para los Mandamientos del capítulo 20. Veamos cuáles son. El día del baño en esta ocasión era un asunto serio; no era el vecino el que iba a comprobar los resultados sino Dios mismo (vv. 10 y 11). Aun exteriormente debían estar preparados para Él. A continuación la gente debía acercarse al monte (v. 12). Debía pintarse una línea alrededor de la falda del monte que el pueblo no debía atravesar. No debían tocar el monte, no porque el montículo de tierra y roca estuviera dotado de poderes mágicos, sino porque representaba la presencia sagrada de Dios entre ellos. Algo que el pueblo tuvo que aprender era que jamás comprenderían las palabras de Dios si antes no aprendían a apreciar su santidad. Cuando alguien se queja de que estas diez grandes leyes tienen la pretensión de arruinar nuestra libertad y nuestra vida, podemos estar seguros de que no tiene ni idea de la naturaleza del Dios único y verdadero. Hay muchas personas a quienes les aterrorizan las tormentas eléctricas, y no sin una buena razón: un relámpago de treinta centímetros de grosor y tres kilómetros de longitud, que descarga una potencia de millones de voltios, puede asustar a cualquiera. Repentinamente el monte Sinaí cobró vida con rayos y truenos que aquella gente jamás había visto. Rayos, truenos y una espesa nube son cosas perfectamente normales. Pero aquello era excepcional. Algo estaba ocurriendo en aquella montaña que obligó a la gente a exclamar: “Hemos oído truenos y hemos visto relámpagos antes, pero nada que se asemejara a esto”. No se esperaba que Israel simplemente se sintiera sorprendido, curioso o perplejo, debía aprender lo que el trueno, el relámpago y la nube significaban. Aquí estaba un Dios cuyo poder y autoridad son “insondables” (Romanos 11:33) Mientras Israel veía y oía los relámpagos atravesando el cielo, el rugido de los truenos a través de las nubes y la espesa nube que se posaba en el Monte Sinaí, de pronto oyeron algo que era a la vez antinatural y excepcional: el sonido de una trompeta celeste (Éxodo 19:16–19). El pueblo tembló, y bien que podía hacerlo. Solo hay dos ocasiones en la Biblia en las que se oye el sonido de las trompetas celestes. Una fue en el monte Sinaí y la otra aún está por venir. Según 1 Tesalonicenses 4:16, la trompeta sonará de nuevo en la Segunda Venida de Cristo. Y entonces, como en Sinaí, los que la oigan temblarán. A la llegada del Señor al monte Sinaí y a la venida del Salvador en gloria, las trompetas de Dios suenan como aviso. Según Éxodo 19:17, 18, el pueblo tenía miedo aun de situarse al pie del monte debido a que el fuego y el humo se volvieron tan fuertes que el monte se estremecía violentamente. El sonido de la trompeta se fue haciendo cada vez más fuerte hasta llegar a límites extremos. Entonces Moisés habló. Eso es algo increíble: “Moisés hablaba y Dios le respondía con voz tronante” (v. 19). Debo releerlo y preguntarme: “¿Hay algo equivocado aquí? El sonido de la trompeta iba aumentando. Seguramente Dios hablará ahora”. Pero fue Moisés quien habló. ¿Qué es lo que dijo? No lo sabemos. Ojalá lo supiera. Quizá Moisés

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clamó: “Oh Dios, basta. Si te acercas más, nos destruirás con tu ardiente santidad y tu increíble poder”. Y cuando Dios contestó, ¿qué es lo que Él dijo? No lo sabemos. Quizá dijera: “Moisés, antes de que el pueblo oiga mis leyes, debe comprender la clase de Dios que tiene ante sí. No voy a lanzar algunas ideas para tomar o dejar. No voy a dar unas cuantas leyes y normas para que las pongas en el tablón de anuncios del campamento para que la gente elija las que les gustan y las que no les parecen convenientes. Moisés, quiero que esta gente comprenda el carácter del Dios que hay tras estas leyes”. La demostración de poder en el monte tenía la intención de que el pueblo le temiera. No sorprende que así fuera (Éxodo 20:18). Este Dios de poder, fuerza y pureza, que es demasiado santo como para que un hombre pecador se presente ante Él, requiere un espíritu “temeroso”. Ese Dios es nuestro Dios. Encontramos 150 frases en el Antiguo Testamento y unas treinta en el Nuevo que contengan referencias al temor de Dios. Probablemente sea el mejor resumen de lo que la verdadera alabanza debe ser. “Tú debes mostrar reverencia a Dios” (Eclesiastés 5:7 DHH) se traduce magistralmente en la Reina-Valera: “mas tú, teme a Dios”. El salmista promete: “Bienaventurado el hombre que teme a Jehová, y en sus mandamientos se deleita en gran manera”. Al pueblo que se encontraba ante el Sinaí se le advirtió: “Si no cuidares de poner por obra todas las palabras de esta ley que están escritas en este libro, temiendo este nombre glorioso y temible: JEHOVÁ TU DIOS, entonces […]” el juicio sigue a continuación (Deuteronomio 28:58). Adviértase en estos versículos la unión entre temor y obediencia. Pablo hace la misma conexión en 2 Corintios 7:1: “perfeccionando la santidad en el temor e Dios”. Un entendimiento correcto de Dios siempre debe comprender la obediencia a sus mandamientos. ¿Pero qué significa “temor” en este contexto?”. Tanto las palabras griegas como las hebreas vienen de una raíz que significa “sobresalto” o “terror”, y ambas se desarrollan hasta alcanzar el significado de “respeto, maravilla o reverencia”. Quizá podamos definir mejor el temor que Dios quiere de su pueblo como una vida y una adoración a la luz de la santa e imponente naturaleza de Dios. Este tipo de temor brota tanto de la naturaleza como de las acciones de Dios. Dios es aterradoramente santo. Él es el Dios que gobierna en los cielos (Job 26:7), y sobre el ejército de los ángeles (Daniel 4:35); Él domina todos los acontecimientos del universo (Efesios 1:11) y las vidas de todos los hombres y mujeres (Hechos 17:25, 28); Él controla el destino de cada miembro de la raza humana (Proverbios 16:4, 33) y es soberano de la Historia y la geografía (Hechos 17:26); Él provee para la Tierra (Mateo 5:45), hasta controla las catástrofes naturales (Isaías 45:7) y cuida de su pueblo (Salmo 121); Él ha escrito cada capítulo de la Historia de esta Tierra y de este universo, incluido el último (1 Corintios 15:24, 25). Dios no ha sido creado, tiene una existencia autosuficiente (Juan 5:26), eterna e ilimitada (Apocalipsis 21:6), inmutable e inmensa (Malaquías 3:6 y Jeremías 23:24); Él es todo luz (1 Juan 1:5), omnisciente (1 Samuel 2:3), omnipotente (Lucas 1:37), omnipresente (Salmo 139:7–12), completamente santo (Éxodo 15:11), y es todo amor (1 Juan 4:8). A esto solo podemos responder: “Grande es Jehová, y digno de suprema alabanza; y su grandeza es inescrutable” (Salmo 145:3). Sin embargo, además, es un Dios cuyos actos son aterradoramente santos. Aquí en el monte Sinaí el efecto físico de su presencia fue imponente (Éxodo 19:16– 25). Más tarde, dos hijos de Aarón “murieron delante de Jehová” cuando le ofrecieron sacrificio impío (Números 3:4). Cuando David quiso traer el Arca del

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pacto a Jerusalén, Uza murió por una sola acción de desobediencia blasfema (2 Samuel 6). Nuestro Señor advirtió del Dios temible que “tiene poder de echar en el infierno” (Lucas 12:5); Hebreos advierte que “nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29); y las vivas imágenes de Apocalipsis 6:12–17 y 14:9–12 hablan por sí solas. Por encima de todo, la asombrosa muerte de Cristo muestra la ira santa de un Dios que hizo que su Hijo nos redimiera “de la maldición de la ley” para que pudiéramos ser salvados de la maldición por el quebrantamiento de los mandamientos (Gálatas 3:13) o, como lo describe Isaías: “el castigo de nuestra paz fue sobre él” (53:5). Dios espera una adoración santa y una respuesta obediente tanto a su naturaleza como a sus actos. UN DIOS MORAL AL QUE OBEDECER Qué pasaría si Dios nos permitiera modificar los Diez Mandamientos o, mejor aún, escribirlos nosotros mismos. Sería interesante comprobar cómo reformaríamos el orden de prioridad de los Mandamientos, o qué propondría nuestra sociedad moderna como los diez primeros si el Creador no nos hubiera dado ninguno. Quizá sería algo parecido a esto: 1 En este mundo se adora a muchos dioses, y ninguno debe ser considerado más importante que los demás. 2 La adoración de ídolos es solo un sano reconocimiento de la divinidad en todas sus formas. 3 Los gobiernos deberán mostrar cuidado en no herir la sensibilidad de los devotos de todas las religiones. Con la posible excepción del cristianismo y de los cristianos. 4 La productividad y los beneficios son prioritarios y los dividendos de los accionistas son más importantes que los salarios justos, las jornadas laborales razonables y la estabilidad de nuestras familias. 5 Los padres deben honrar a sus hijos absteniéndose de cualquier forma de disciplina física y educación dogmática que pueda influirles sensiblemente en la creencia en absolutos morales y en un Dios Creador; es probable que algo semejante pueda causar una grave inestabilidad emocional en fases posteriores de sus vidas. 6 Se deberá combatir cualquier forma agresiva de gobierno; esto incluye la limpieza étnica, los prejuicios raciales, la tortura institucional, la pena capital y cualquier intrusión en las libertades personales. 7 No debe permitirse que el matrimonio limite la libertad de un cónyuge para disfrutar de otra relación que considere beneficiosa en cuanto a placer y autorrealización. 8 Los gobiernos y la industria tienen la responsabilidad de no abusar del medio ambiente, explotar a los animales, o ser excesivamente escrupulosos en asuntos de pequeños fraudes. 9 Debemos tener una sociedad abierta en la que los políticos y los directores no hagan errar al público. 10 La ambición, la autoestima y la Lotería Nacional son buenas para la economía y la sociedad, y son la mejor motivación para los logros personales. Tendríamos mandamientos que trataran de la injusticia social, la desigualdad racial y sexual, las relaciones internacionales, la explotación comercial y ecológica, porque todos estos son pecados de otros gobiernos y otras personas. No obstante, el Creador, cuya sabiduría creó todo el complejo universo, ha omitido cualquier referencia a temas parecidos en sus requisitos fundacionales de

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las relaciones humanas. Nuestra sociedad quiere mandamientos que sean totalmente impersonales. Queremos ser capaces de excusarnos y señalar a los gobiernos y las instituciones como los culpables. Preferiríamos problemas cómodos, lo suficientemente lejanos como para mandarles caridad o culpar a otros de ellos. Por otro lado, cada uno de los Diez Mandamientos señala muy cerca de casa: literalmente. Todos tratan temas que afectan la manera como mi familia y yo vivimos cada día: en mi casa, en la fábrica, en la oficina, en clase o en la tienda. Dios empieza por la gente, no por las instituciones; por las familias, no por los gobiernos. Comienza por nosotros, y eso incomoda bastante. A menudo se critica la Biblia por tener poco que decir a los gobiernos; se nos dice que no hay ninguna filosofía política en la Biblia, ningún mandato económico, ninguna constitución para una liga de naciones y solo unas pocas referencias de pasada a la ecología. Esto no es cierto. La Biblia sí habla a las instituciones, a las familias y a los gobiernos y sí trata asuntos “verdes”. Pero principalmente se preocupa por la gente. Lo que anda mal en este mundo, y lo que siempre ha estado mal, no son los gobiernos o las instituciones, sino las personas: gente normal y corriente como nosotros, porque las personas son la base de la sociedad. Los gobiernos e instituciones jamás serán más morales que las personas que los forman. Lo dijo todo el político de hace un siglo que salió del culto en la iglesia murmurando: “Las cosas han llegado demasiado lejos cuando se permite que la religión interfiera en la vida privada de uno”. Los Diez Mandamientos son impopulares precisamente porque son personales y porque nuestra filosofía de hoy rechaza aceptar un criterio objetivo de lo bueno y lo malo que interfiera en la vida del individuo. Si una religión no interfiere en la vida de cada uno, esa religión no vale nada. Uno de los grandes fracasos de la sociedad occidental moderna es que la moral social haya ocupado el lugar de la moral personal. El hombre de la calle protesta enfurecido contra la corrupción del Gobierno, el fraude de despacho y los narcotraficantes. Sin embargo, quiere la libertad para mantener su porno suave, sus pequeños trapicheos, sus sobornos y su cerveza. Queremos que la sociedad se reforme pero sin cambiar nada de nuestro estilo de vida. Cambiar el orden de Dios de esa forma conjura la tragedia. Cuando los dirigentes judíos quisieron establecer su inocencia ante la Ley, Cristo los volvió a llevar a todos al juicio de aquella con una aplicación más próxima que la que ellos querían oír. Les recordó que incumplir el día de reposo, deshonrar a los padres, el asesinato, el adulterio y la envidia eran pecados de la mente y el corazón antes de que se materializaran en actos (Mateo 15:18–20). Los gobiernos son un macrocosmos de cada nivel de la sociedad hasta llegar al de la familia, que es la unidad fundamental. La verdadera religión, ya sea el judaísmo del Antiguo Testamento o el cristianismo del Nuevo, se preocupa principalmente por las personas y las familias. Dios sabe que cuando estas obedecen sus Mandamientos, influirán a los que les rodean, y si cambian suficientes personas, cambiarán los gobiernos. GRACIAS A DIOS POR LOS MANDAMIENTOS Lo más importante de los Diez Mandamientos es precisamente que estén ahí. Aun la propia Ley que me condena como pecador y muestra cuán corto me quedo, es una increíble muestra de la gracia de Dios. Porque al mostrar su Ley, Dios se muestra a sí mismo. La mayor bondad de Dios consiste en mostrarse a nosotros y, en segundo lugar, en mostrarme a mí mismo. Pero solo entiendo

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claramente la segunda cuando he comprendido la primera. La parte maravillosa de la gracia de Dios no es que primero muestre la desobediencia de mi espíritu, sino que muestra la santidad de sí mismo. Si tan solo pudiéramos comprender eso. Por supuesto que la Cruz es gracia; el Evangelio de la salvación es gracia. Pero la gracia comenzó mucho antes. La gracia empieza cuando Dios habla a nuestro pecado y luego nos dice la clase de Dios que es. Podría haber guardado ese secreto de la Humanidad caída. No hay nada en el código de Hammurabi que pueda compararse con la seguridad de Israel de que Dios había hablado o la confianza de que es Dios, y no Moisés, el que da las leyes y espera obediencia. Este Dios imponente, poderoso, bueno y puro podía haber dejado en el mismo sitio la barrera del pecado. Y podía haber permanecido así hasta el día en que el mundo entero se presente ante Dios en juicio y llegue a la horrenda comprensión de Dios y de toda su santidad. Es gracia el que nos haya hablado de antemano. Todo lo que ocurrió en Éxodo 19 es gracia, y todo lo que dijo Dios en el capítulo 20 es gracia también. Por eso, el apóstol Pablo puede afirmar en el Nuevo Testamento que la Ley es buena (Romanos 7:12). Por supuesto que lo es, porque nos conduce a Dios. Es la Ley la que nos dice lo lejos que quedamos de satisfacer los requisitos de Dios, y es la Ley la que nos recuerda que no podemos hacer nada para salvar el abismo. La Ley nos dice lo necesitados que estamos de salvación. Aunque puede que estemos deseosos de empezar ya con los mandamientos en sí, este capítulo ya ha generado muchos interrogantes y esquivado demasiadas cuestiones. Antes de segar la cosecha hay un campo que arar, malas hierbas que deben ser arrancadas y semillas que plantar. Nunca ha sido tan atacada la Ley como lo está siendo hoy en día, y no por el mundo (que es de esperar), sino por aquellos que deberían estar de su lado. Debemos dirigirnos ahora al tema fundamental de cómo tener la certeza de la validez de la Ley hoy en día, y de cuán lejos podemos llegar en su aplicación. Capítulo 2 El valor de la Ley Todo lo que Jehová ha dicho, haremos. Éxodo 19:8 Recientemente hube de leer con mucho esfuerzo toda la Ley de la Infancia de 1989. Sabía que parte de ella era especialmente aplicable a la vida de las iglesias cristianas, aunque solo unas pocas páginas tuvieran relación con esto. ¿Qué es lo que hice con lo demás? Tuve la tentación de tirarlo a la basura. De hecho, leí cuidadosamente toda la Ley para comprender la visión general que quería dar el Gobierno, y porque sabía que toda la ley era pertinente para cada ciudadano del país, aunque ahora mismo solo estuviera preocupado por una parte en concreto. Los cristianos se muestran frecuentemente indecisos sobre cómo deberían utilizar la Ley del Antiguo Testamento. ¿Tendrían que deshacerse de partes de ella o simplemente esperar a que tarde o temprano les sea de utilidad? Es innegable que el código hallado en Éxodo 20 es bueno, pero aun una posterior lectura superficial del libro ofrece serios problemas de aplicación. ¿Hasta dónde pueden ser pertinentes estas leyes hoy en día? ¿Tienen algo que decir? ¿Podemos adoptarlas como el código moral del cristiano? ¿Son los Diez Mandamientos simplemente la portada de las leyes de Dios para su pueblo hace 3500 años o podemos basar las leyes cristianas en ellos? Antes de adentrarnos, pues, en el estudio detallado de los Mandamientos, intentemos contestar algunas de estas preguntas empezando por verlas en su contexto.

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EN EL SILENCIO DE UN DESIERTO Hace 3500 años, Dios sacó a una nación pobre de dos millones de personas de la esclavitud en Egipto. Mediante una serie de milagros, los llevó hasta un escabroso y árido monte llamado Sinaí en medio del desierto, en la conocida hoy como península del Sinaí al norte del mar Rojo. No debemos olvidar lo significativo que es que fueran llevados a un desierto (Éxodo 19:1). Dios llevó intencionadamente al pueblo de Israel a un sitio en el que dependían totalmente de Él. En un desierto, una multitud de gente tan grande debía depender de Dios tanto para la comida como para el agua. También su salud y seguridad dependían de Dios. Al llevarlos, pues, al desierto, Dios les estaba diciendo: “Dependéis totalmente de mí e igualmente en cuanto a relaciones espirituales y morales también debéis depender de mí. Mientras bebéis el agua que mana milagrosamente de la peña, y mientras recogéis el maná que cae milagrosamente a vuestro alrededor, aprenderéis a confiar en mí. Así como confiáis en mí para vuestra salud y me buscáis para que os proteja de las naciones que os rodean, quiero que comprendáis que os he traído a un desierto para recordaros que por vosotros mismos sois inútiles. No podéis hacer nada sino confiar en mí plenamente. Debéis confiar en mí para vuestro bienestar espiritual y moral igual que lo hacéis para vuestra comida y seguridad”. Hoy confiamos demasiado en nuestras capacidades. Ya no somos conscientes de que dependemos de Dios para nuestra comida y bebida, nuestra salud y fuerza, y nuestra protección y seguridad. Tenemos nuestros supermercados, nuestras grandes superficies y nuestro bienestar social. Dios advirtió a Israel: “y digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza. Sino acuérdate de Jehová tu Dios, porque él te da el poder para hacer las riquezas” (Deuteronomio 8:17, 18). Creemos exactamente del mismo modo que tampoco necesitamos a Dios para nuestras leyes morales y espirituales. Los logros de la ciencia en la física, la genética, la ingeniería aeroespacial, han generado la convicción de que somos los dueños de nuestro destino y los capitanes de nuestra alma. Esto, junto con una filosofía evolucionista que nos ha convencido de que cada día vamos mejorando en todos los sentidos, nos ha llevado a la temible perspectiva de que, en todas las facetas de la vida, la criatura cree saber más que su Creador. Alguien dijo que nuestra generación está perdiendo la capacidad de maravillarse. Puede que eso sea cierto, pero lo que sí hemos perdido es el sentido de dependencia. Nuestro orgullo no tiene límite. Creemos que estamos al borde de la creación de vida ex nihilo, de manipular los genes de forma omnipotente, de calcular lo incalculable y de descubrir vida en Marte. Cualquiera que se atreva a sugerir la necesidad de absolutos morales obviamente ha olvidado que ya han pasado 3500 años desde lo del monte Sinaí. Vivo en las afueras de Londres. Desde nuestro jardín en la parte trasera de la casa, la vista es lo suficientemente agradable, con árboles y parques que llegan hasta la carretera A3, a 300 metros de mi casa. Pero el ruido del tráfico es continuo, excepto muy temprano la mañana de Navidad. Algunas veces, durante nuestras vacaciones, disfrutamos simplemente “escuchando” el silencio que nos rodea. Un desierto era un lugar sin distracciones. Era un lugar silencioso, un lugar donde escuchar. Hoy no hay tiempo para escuchar lo que Dios tiene que decir, y si alguna vez nos detenemos, la voz de Dios es eliminada por la ruidosa cacofonía de nuestro estilo de vida. Hay muchos en nuestra sociedad que nunca están callados durante más de unos segundos. Desde los cereales del desayuno

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hasta la hora de dormir, el ruido es el menú del día. En una construcción, en la fábrica, en el supermercado, a través de la radio, el walkman y la saturación informativa, estamos ahogados en ruido. El silencio es algo que teme, por encima de todo, la generación de comienzos del III milenio. Nuestros políticos, educadores, empresarios y dirigentes eclesiásticos han permitido que el tumulto de voces que reclama nuestra atención margine la voz de Dios. Tengo en mi escritorio el lujoso anuncio de un extravagante día de alabanza en el Centro de Conferencias de Wembley en Londres; promete incluir una “espectacular presentación tecnomediática” y las principales atracciones serán: “proyecciones en grandes pantallas formato cine, iluminación inteligente, diez kilovatios de sonido envolvente y total cobertura ultravioleta”. Esa es la definición evangélica moderna del “dinámico espíritu de avivamiento”: diez kilovatios de sonido envolvente. Al parecer, hasta en la alabanza el silencio es impopular. No nos atrevemos a callar por un momento. Cuanto más ruido hagamos, menos posibilidades hay de que la Palabra de Dios, o aun nuestra propia conciencia, llegue hasta nosotros. Una descripción adecuada de parte de la alabanza actual se encuentra en las palabras del predicador en Eclesiastés: “la risa del necio es como el estrépito de los espinos debajo de la olla” (7:6). No carece de significación que poco después de que subiera al monte para recibir la Ley de Dios, el pueblo celebrara fiestas en el valle; era la vieja estratagema del diablo para que no oyeran la voz de Dios. Dios llevó a esta gente hasta el pie de una gran montaña en un desierto silencioso para que pudieran escuchar lo que tenía que decirles. Fue en el “silbo delicado y apacible” donde Elías oyó la voz de Dios (1 Reyes 19:12). En medio del bullicio de la vida, Dios alienta a su pueblo diciendo: “estad quietos (puede traducirse también como “en silencio”) y conoced que yo soy Dios” (Salmo 46:10). El silencio es una de las mayores necesidades en nuestro megadecibélico mundo actual; sin embargo, es aquello a lo que más tememos. Quizá sea por eso por lo que el predicador nos alienta a tener la aparentemente ridícula creencia de que “mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete” (Eclesiastés 7:2). ¿Quién piensa ni por un momento que un funeral sea mejor que una fiesta? Dios sí. Porque la estridencia de una fiesta está preparada intencionalmente para ahogar la conciencia de la Ley, mientras que la callada reflexión de un funeral puede hacer que “el que vive lo pondrá en su corazón”. Se hacen, y se lamentan, más cosas en una fiesta que en un funeral. ¿LA LEY ÚNICAMENTE PARA ISRAEL? Dios dirigió la Ley en primer lugar a su pueblo elegido: “Así dirás a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de Israel” (Éxodo 19:3). Sus raíces se remontan hasta un hombre llamado Abraham cuya familia se convirtió en una tribu que a su vez se transformó en nación. La familia, la tribu y la nación fueron elegidos por Dios no por cualquier atractivo que pudieran tener, sino simplemente porque Dios los amaba: “No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó” (Deuteronomio 7:7, 8). Pero Dios también tenía un magno propósito: dijo a Israel que a través de ellos se mostraría al mundo y que millones serían bendecidos por ellos. De hecho, Dios dijo a Israel que se mostraría a sí mismo de dos formas: Por sus palabras mostraría su naturaleza santa a través de la obediencia que esperaba de su pueblo elegido, y por sus hechos demostraría su odio al pecado y su compasión por el pecador. Dios estaba hablando al pueblo que había elegido, a aquellos que había llamado de

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entre el mundo para ser su preciado tesoro (Deuteronomio 7:6). Debido a que Dios estaba hablando a los judíos en esta gran relación de leyes, hay muchos que dicen que estas leyes nada tienen que ver con los que no son judíos hoy en día, ni siquiera con los cristianos. Esta era la Ley de los judíos y ahí debe terminar. Pero consultemos de nuevo Éxodo 19:5, 6: “Ahora pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel”. Advirtamos estas frases: “mi especial tesoro”, “un reino de sacerdotes”, “gente santa”. Esas palabras son significativas porque tienen su exacta correspondencia en 1 Pedro 2:9, 10. Dios, a través de Pedro, no está escribiendo a los judíos sino a la Iglesia: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia”. De modo que Dios habla de la misma manera a la Iglesia cristiana que a los judíos. Esa es la razón por que la Iglesia se describe como “hijos según la promesa” (Romanos 9:8). En otras palabras, estos Mandamientos son lo que se espera de las personas que pertenecen a Dios, sean quienes sean y estén donde estén. No obstante, y más importante aún, Dios no tiene una Ley para su pueblo y otra para el mundo. ¿Qué gobierno redacta un código de leyes para los que las cumplen y otro más permisivo para aquellos que las quebrantan? Entonces, ¿por qué deberíamos esperar que el Dios santo y soberano del universo creara un código de leyes para su pueblo y otro patrón inferior, o ningún patrón en absoluto, para todos los demás? Aprobé mi examen de conducir con un todoterreno cuatro por cuatro. Estaba viejo, abollado, sin señalización mecánica, y debía accionar el doble embrague para cambiar las marchas. Aun en aquellos tiempos ya había algunos automóviles elegantes en circulación, con muchas lucecitas y marchas automáticas. Era difícil conducir aquel todoterreno, y parecía injusto que se me exigiera el mismo nivel que a mi compañero que se examinaba con un reluciente modelo nuevo de principios de los 60. Pero mi examinador no hizo ninguna concesión. Tuve que aprender las mismas normas de circulación que el otro, obedecer las mismas reglas y conducir con la misma precisión. Aparentemente, ¡a nadie se le pasó por la cabeza bajar el nivel para los conductores de “trastos”! Sin embargo, tomemos un ejemplo del Nuevo Testamento. Tanto Pablo (Efesios 5) como Pedro (1 Pedro 3), describen las relaciones familiares; es evidente que tienen en mente a la familia cristiana, ¿pero no significa nada para todas las familias? Por supuesto que sí. Si la familia cristiana debe ser el modelo para todas las familias, la Ley del Antiguo Testamento para Israel era igualmente el modelo para el mundo pagano e idólatra que les rodeaba. Este es precisamente el razonamiento de Dios en Deuteronomio 4:5–8: cuando las naciones oigan las leyes de Dios, concluirán que “ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es ésta”, y envidiarán los “estatutos y decretos” de Israel. ¿Debemos aceptar que, habiendo revelado tan buenas leyes a las demás naciones a través de Israel, Dios no tuviera ningún interés en que esas naciones obedecieran o no esas leyes? Estas no son simplemente las mejores leyes que Dios ha revelado, sino las únicas. Sería bastante extraño que el Creador fuera indiferente a que la mayor parte de la Humanidad no cumpliera la única Ley que ha dado.

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Juan el Bautista condenó a Herodes Antipas por su adulterio (Mateo 14:4) y Pablo discutió con el gobernador Félix “de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero” (Hechos 24:25), porque el rey judío y el gobernador romano estaban ambos bajo la Ley moral del Dios santo. No debería haber ninguna duda sobre que el propósito de Dios en estos Mandamientos es su aplicación a todo el mundo y no solo a Israel. Esas son las instrucciones del Creador. Cuanto más compleja es una máquina, más detalladas serán las instrucciones, y no hay nada más complejo en el universo conocido que una vida humana: física, mental, emocional y espiritualmente. A veces se argumenta que los Mandamientos son simplemente parte del pacto exclusivo con Israel y que, por tanto, son principalmente leyes ceremoniales, como hemos visto, que terminaron con la llegada de Cristo. Eso suena bien hasta que leemos Deuteronomio 31:12, 13. Moisés dio las leyes a los sacerdotes y ancianos de Israel y ordenó que, cada siete años, durante la fiesta de los Tabernáculos, la Ley debía ser leída a todo Israel. Sin embargo, Moisés añadió entonces: “Harás congregar al pueblo, varones y mujeres y niños, y tus extranjeros que estuvieren en tus ciudades, para que oigan y aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios, y cuiden de cumplir todas las palabras de esta ley”. La próxima frase es aún más significativa: “y los hijos de ellos que no supieron, oigan, y aprendan a temer a Jehová vuestro Dios todos los días que viviereis sobre la tierra […]”. “Sus hijos” se refiere a “tus extranjeros que estuvieren en tus ciudades”. No se dice nada sobre su conversión al judaísmo o su entrada en el pacto. Cabe suponer que seguían siendo extranjeros, pero debían aprender a temer a Dios. ¿Y cómo? Aprendiendo lo Mandamientos del Dios de Israel. Este pasaje en Deuteronomio 31 es decisivo contra los argumentos de que los Mandamientos son exclusivamente para Israel. Muestra el cuidado por las naciones, y ese cuidado comienza con la esperanza de que escucharán la Ley. El negar el conocimiento de la Ley a las naciones es tan malo como negarles el Evangelio. Puede ser comprensible que, para los grupos de personas recién alcanzados, empecemos la traducción de la Biblia por el Nuevo Testamento, pero es insostenible que frecuentemente nos quedemos ahí. Por tanto, Dios establece estas leyes en un terreno común para ser cumplidas por creyentes e inconversos. Pero con una diferencia: espera que los cristianos las cumplan y les proporciona toda la ayuda necesaria para ello. Le ha dado a los cristianos nueva vida y ha puesto al Espíritu Santo en sus vidas de forma que cuando pone estas leyes ante los cristianos espera que sean cumplidas. Por otro lado, Dios manda al mundo cumplir estos Diez Mandamientos pero sabe que no lo hará. No esperamos que una cabra cante el Mesías de Handel. Es incapaz de hacerlo. Tampoco espera Dios que los no cristianos sean capaces de cumplir sus leyes. Pero, mientras que la cabra nunca fue creada para ser una soprano, la raza humana sí fue creada para guardar la Ley. No culpamos a la cabra por su pobre interpretación del Mesías, pero Dios sí juzgará a los hombres y las mujeres por su desobediencia a la Ley. Fuimos creados con la capacidad de cumplir la Ley, pero por nuestra deliberada desobediencia nos convertimos en transgresores de la Ley. CRISTO Y LA LEY ¿Qué dio a entender Jesús cuando dijo: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mateo 5:17)?

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La palabra “cumplir” básicamente tiene dos significados. Puede bien significar que ha venido para completar lo que faltaba: en el sentido de acabar un trabajo sin terminar, o puede significar que llevará a cabo la Ley perfectamente: en el sentido de obedecerla y cumplir su propósito. Nuestro Señor utiliza la misma palabra en Mateo 3:15 en su bautismo: “porque así conviene que cumplamos toda justicia”. Su respuesta a Juan el Bautista significaba: “Debo llevar a cabo todo a la perfección, y el bautismo es una de esas cosas”. Algunos sostienen que la palabra simplemente significa que vino a cumplir todas las leyes para que cuando creamos en Cristo para nuestra salvación, seamos liberados de todas las obligaciones de la Ley. Pero eso haría innecesario el resto de la declaración: “Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido. De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos” (Mateo 5:18–19). ¿Cómo iba a decir que nada de ella iba a desaparecer si era exactamente eso lo que Él había venido a hacer? ¿Y cómo debemos guardar cada parte de la Ley y enseñar a los demás a hacer lo mismo si de hecho no tenemos nada que guardar? Consideremos de nuevo a la palabra “cumplir”. En Romanos 13:9 Pablo nos ofrece un compendio de la Ley de Dios para a decirnos a continuación que todo se resume en la palabra amor. Llega a la misma conclusión en Gálatas 5:14: “Porque la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Significativamente, la palabra traducida como “resume” en Romanos 13 y “cumple” en Gálatas 5 es la misma palabra empleada por nuestro Señor en Mateo 5:17. La comprensión más natural de este versículo es que toda la vida de Cristo es un resumen de obediencia a la Ley de Dios. Cuando llegamos a una aplicación difícil en nuestra sociedad moderna, debemos preguntarnos: “¿Cómo habría obedecido Cristo la Ley en este aspecto?”. Este es el sentido en que nuestro Señor utiliza la palabra aquí en Mateo 5:17. Vino a llevar a cabo la Ley en su vida a la perfección para que la Ley no tuviera ningún poder sobre Él. La vivió perfectamente, y enseñó a la gente a obedecerla. El Dr. Martyn Lloyd-Jones dijo de este pasaje de Mateo 5: “Advirtamos cuán cuidadosamente guardaba nuestro Señor la Ley; la obedeció hasta el detalle más minúsculo. No solo eso, enseñó a los demás a amar la Ley y se la explicó, confirmándola constantemente y defendiendo la absoluta necesidad de obedecerla” (El Sermón del Monte, El Estandarte de la Verdad 1971, vol. 1, pág. 257). Eso es exactamente lo que Cristo hizo. Pero cuando la gente fallaba, les enseñó a arrepentirse y aceptar el perdón. Esa es la razón por que trató a la mujer adúltera de la forma en que lo hizo. No le dijo: “No importa cómo vivas”; sino que, al contrario, dijo: “Vete, y no peques más”. Cuando el Señor concluyó: “Ni yo te condeno”, no estaba detrayendo de la Ley; al referirse al pecado demostraba que sí importa. La mujer estaba condenada y bajo el juicio de Dios, pero Cristo le ofreció el perdón. Dios había hecho exactamente lo mismo con el rey David tras su doble pecado de adulterio y asesinato (2 Samuel 12). Cristo no suavizó los requisitos de la Ley, pero moderó su castigo con misericordia. Debemos tener todo esto muy claro. La justicia de la Ley es esencial para llegar al Cielo. Cuando un joven, pues, preguntó a Cristo qué debía hacer para heredar la vida eterna, nuestro Señor respondió inmediatamente: “Tú conoces los

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mandamientos, obedécelos” (cf. Lucas 18:18–20). Sobre esa base, todos fracasamos, y esa es precisamente la razón por que Cristo vino a morir. Obedeció la Ley perfectamente, y la salvación se ofrece sobre la base de la perfecta justicia de Cristo ante la Ley. El propósito de su muerte era pagar el castigo por nuestro pecaminoso fracaso en el cumplimiento de la Ley. Hace algunos años, alguien pagó generosamente para que las máquinas franqueadoras del servicio de correos llevaran este mensaje a miles de hogares: “Cristo murió pagando por nuestros pecados”. No dudo que fuera bienintencionado, pero estaba mal escrito. El gerundio “pagando” lo hacía sonar como un trágico accidente. Cuando leemos: “El encargado del cabrestante murió llevando una cuerda al marinero que se ahogaba”, sabemos que morir nunca fue la intención del aspirante a socorrista. Eso no es lo que ocurrió en el caso de nuestro Salvador. Su propósito era morir. El mensaje debería haber dicho: “Cristo murió para pagar por nuestros pecados”. Era la única manera. En cualquier caso, el hecho de que Cristo viniera para liberarnos del castigo de la Ley no significa que viniera a liberarnos de sus exigencias de justicia. Guardó la Ley, y así debemos hacerlo nosotros. Toda la Ley es nuestra; cada parte de ella. En realidad es un gran privilegio estar bajo la Ley, no para nuestra salvación, porque eso es imposible, pero sí para la justicia que agrada a Dios. La Ley de Dios nunca perecerá porque ahora está escrita en el corazón de los cristianos (Jeremías 31:33). O, como dice el salmista: “Y andaré en libertad, porque buscaré tus mandamientos” (Salmo 119:45). UN PUENTE DEMASIADO LEJANO: Teonomía y Reconstruccionismo cristiano Teonomía significa “ley de Dios” en griego, y es la palabra utilizada para el estudio de la aplicación de la Ley en la actualidad. Parte de la convicción de que todas las leyes del Antiguo Testamento tienen algo que decir a los cristianos de cada época. La teonomía no insiste en la aplicación detallada de cada ley sin tener en cuenta los cambios del mundo y la cultura, pero sí reconoce que “todo lo que dicen las Escrituras fue escrito para nuestra instrucción […]” (Romanos 15:4 DHH). En realidad, en el primer capítulo, estábamos aplicando la teonomía cuando hablábamos del asunto de los nidos de pájaros. El “Reconstruccionismo cristiano” es un acercamiento particular a la teonomía. Algunos cristianos creen que, a medida que nos acerquemos a la Segunda Venida de Cristo, habrá una creciente influencia del Evangelio sobre las naciones hasta que la mayoría de la gente, o al menos una importante minoría, quiera ser gobernada por las justas leyes del Antiguo Testamento. Creen que deberíamos empezar ya el proceso recordando a los gobiernos las leyes de Dios, y que estamos bajo la obligación de guardar las leyes morales del Antiguo Testamento (es decir, todo menos las leyes ceremoniales). Estas leyes son aún el patrón por el que deben regirse todas las leyes nacionales. A veces se la cita como “Teología del dominio”, pero el término más utilizado es el de “Reconstruccionismo cristiano”. Los dirigentes del Reconstruccionismo cristiano de hoy vienen de los Estados Unidos, y algunos de los nombres más destacados son los de Rousas John Rushdoony, Gary North, Greg Bahnsen y David Chilton. Sus libros son exhaustivos y dejan exhausto a cualquiera. Gary North, por ejemplo, ha creado An Economic Commentary on the Bible (Un comentario económico de la Biblia), que se desglosa en cuatro volúmenes, ¡y los que cubren desde el Génesis hasta Levítico tienen una extensión de 4000 páginas! Estos escritores señalan pasajes

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como Deuteronomio 4:5–8, Proverbios 14:34 e Isaías 2:2–4 para mostrar que las leyes de Dios siempre son las mejores leyes para las naciones. El Reconstruccionismo cristiano no es una herejía, y sus principales escritores son mayormente evangélicos sinceros que creen con firmeza que la Biblia es totalmente pertinente y sin error de principio a fin. Están acometiendo un serio intento de comprender el Antiguo Testamento y aplicarlo al mundo de hoy; de esta forma, se toman muy en serio la Ley del Antiguo Testamento. Esto puede mostrarse valioso para la Iglesia cristiana y no debemos reaccionar irreflexivamente. En cualquier caso, el Reconstruccionismo está unido a la teología posmilenarista. Esta visión sostiene que, a través del constante testimonio de la Iglesia y de un poderoso avivamiento del Espíritu Santo, llegará un tiempo cuando el Evangelio triunfe por todo el mundo y la autoridad de Cristo y su Palabra sea aceptada por una significativa minoría de personas. El que esta sea o no una interpretación correcta de la profecía bíblica no es pertinente aquí, pero hay que decir que no hay ninguna evidencia en las Escrituras sobre un tiempo cuando la Ley de Dios sea adoptada de forma unánime por los gobiernos del mundo. Una crítica más significativa al Reconstruccionismo es que está claro que algo así no formaba parte del mensaje ni del Señor ni del apóstol Pablo. Cuando Cristo respondió al desafío de Pilato diciendo: “Mi reino no es de este mundo […]” (Juan 18:36), no se refería a una ubicación física sino a la naturaleza de su Reino. Quería decir que su gobierno y autoridad, a diferencia de los imperios terrenales, es esencialmente espiritual; aparentemente, Cristo nunca previó un tiempo en el que gobernase en términos de leyes y dirigentes terrenales. Similarmente, cuando Pablo escribió en Romanos 13 acerca de los deberes de los gobernantes y los gobernados, no hizo ninguna referencia a la Ley del Antiguo Testamento. Sería de esperar que el Apóstol hubiera aprovechado esta oportunidad para establecer sus planes reconstruccionistas como modelo para Roma, pero en 1 Corintios 5:12 pregunta específicamente a los corintios: “Porque ¿qué razón tendría yo para juzgar a los que están fuera?”. A pesar de que los cristianos puedan ser políticos y la Iglesia pueda recordar a los políticos sus obligaciones, la política activa no estaba en el programa de la Iglesia en el siglo I. Quizá la razón por que la teonomía reconstruccionista no se encontraba entre sus asuntos era porque roza peligrosamente el legalismo. Más adelante echaremos un vistazo al significado de esta palabra, pero los libros de leyes que se basan en la detallada interpretación y aplicación de las leyes del Antiguo Testamento corren el riesgo de caer en la trampa de los maestros de la Ley (escribas) de los tiempos de Cristo. Creían que Dios había dado a Moisés tanto la Ley escrita como la tradición oral: la Halakhah; con el paso del tiempo la Ley pasó a un segundo lugar con respecto a su autoritativa interpretación en la Halakhah. En el reino anticipado del posmilenarismo reconstruccionista, ¿qué seguridad hay de que no ocurriera lo mismo con sus propios escritos? En su gran análisis del judaísmo en tiempos de Cristo, Alfred Edersheim comenta las tradiciones judías que pretendían proteger la Ley de Dios: “tomaban precauciones para cada caso posible, o imposible, penetraban en cada detalle de la vida privada, familiar y pública; y con férrea lógica, inflexible rigor y el más meticuloso análisis, perseguían y dominaban al hombre, dondequiera que se dirigiese, tendiendo sobré él un manto verdaderamente insoportable” (The Life and Times of Jesus the Messiah —La vida y los tiempos de Jesús el Mesías— vol. 1, pág. 98). Esa puede ser una oportuna advertencia para aquellos

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relacionados con el Reconstruccionismo cristiano. De todas formas, el principal problema actualmente no se encuentra en aquellos que se exceden en el uso de la Ley de Dios, sino en aquellos que se oponen casi por completo a cualquier utilización de esta. Hay un número creciente de evangélicos que cuestionan la pertinencia de la Ley hoy en día. ¿ES LA LEY SOLAMENTE ACERCA DE CRISTO? Una forma de indefinición entre algunos cristianos de hoy es sostener que como toda la Escritura es acerca de Cristo, la Ley es toda acerca de Él. Debemos, pues, encontrar a Cristo en cada pasaje de la Biblia y, habiéndole encontrado, eso es lo único que necesitamos. El utilizar la Ley para moralizar, para hacer normas, para poner orden en la sociedad o cualquier otro motivo que el de mostrar a Cristo es abusar de ella. Aquellos que siguen esta perspectiva concluyen que los Diez Mandamientos no son descriptivos de la naturaleza de Dios, solo Cristo puede serlo. Después de todo, Cristo explicó a sus discípulos lo que se decía de Él “en todas las Escrituras” (Lucas 24:27). Manejar la Ley como si consistiera en instrucciones para el hombre moderno, o con idéntico propósito utilizar las narraciones del Antiguo Testamento para señalar lecciones moralizantes es acercarse a las Escrituras de forma seca y estéril. Creo que tal visión es bastante defectuosa. En primer lugar, cuando Cristo explicó a los discípulos cómo encontrarle en todas las Escrituras, no quería decir en cada palabra y en cada versículo de la Biblia; esa es una idea atractiva y puede parecer muy espiritual, pero es contraria a la Verdad. Tampoco significa que ese sea el único propósito de las Escrituras. Toda la Escritura, al final, acaba llevando a Cristo, pero puede tener muchos otros propósitos al mismo tiempo. Una señal puede mostrarnos nuestro destino final, pero su propósito inmediato es indicarnos el camino correcto en esta bifurcación en particular. En segundo lugar, el Nuevo Testamento no utiliza el Antiguo solo para mostrarnos a Cristo. Jesús encaminó una y otra vez a sus oyentes hacia la Ley como guía moral, Pablo hizo lo mismo. El Apóstol no se avergonzó a la hora de utilizar Deuteronomio 25:4 como modelo de apoyo económico de aquellos que predican la Palabra de Dios. Deuteronomio da instrucciones para el cuidado del buey que trilla, pero en 1 Corintios 9:9–10, Pablo aplica los mismos principios a los predicadores. Esto, en última instancia, nos lleva sin duda a Cristo, pero no inmediatamente. Además, ¿ qué quería decir Pablo cuando afirma que la Escritura es “útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia”? Es absurdo sugerir que leer las narraciones del Antiguo Testamento como material didáctico para nuestro bienestar moral es árido y estéril. Por el contrario, no utilizarlo de esta forma nos permite extraer las más ridículas y fantasiosas aplicaciones espirituales del Antiguo Testamento, y de paso olvidar el significado principal. Si la Ley no era árida y estéril en tiempos de Moisés y David, ¿por qué habría de serlo ahora? No debería haber ningún contraste entre Cristo y la Ley. Es la Ley de Cristo la que leemos en el Antiguo Testamento y, por tanto, debe mostrarnos algo de la naturaleza de su autor. Vivimos en un mundo que está perdiendo el control a toda velocidad. ¿Nos quedamos a un lado y observamos la aglomeración de tráfico que inevitablemente se está formando al final de la calle sin al menos mostrarles la desviación? Ocupados disfrutando espiritualmente de las curiosidades del Antiguo

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Testamento, ¿no estamos preparados siquiera para informar a los temerarios conductores de nuestra confusa generación de dónde están los frenos? ¿Nos satisface observar un mundo descontrolado sin hacer sonar un clamor fuerte y claro a favor de la inamovible verdad y moralidad? ¿NOS HA LIBERADO DE LA LEY EL NUEVO TESTAMENTO? Es cierto que las Escrituras, a simple vista, parecen confirmarlo. Aquí hay algunos ejemplos: Romanos 6:14: “pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”; Gálatas 3:25 (DHH) afirma que los cristianos, “ahora que ha llegado la fe, ya no estamos a cargo de aquel esclavo que era la ley”, y Gálatas 5:18: “Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley”. En 2 Corintios 3:11 Pablo se refiere a la Ley como “lo que perece”, mientras que el Evangelio perdura. No obstante, igualmente hay pasajes que parecen enseñar lo contrario: Romanos 15:4 nos dice que “las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza”. Romanos 3:31 pregunta: “¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley”; y 1 Timoteo 1:8 nos aconseja: “Pero sabemos que la ley es buena, si uno la usa legítimamente”. 2 Timoteo 3:16, 17 nos recuerda que “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra”. Esta es principalmente una referencia al Antiguo Testamento y es difícil comprender a qué se refería Pablo al decir “toda la Escritura” si la Ley del Antiguo Testamento no tiene vigencia para los cristianos. Estos pasajes no pueden ser contradictorios, aunque solo sea porque todos vienen de la pluma de Pablo. ¿Cuál es, pues, la relación de la Ley con la vida del cristiano? En Gálatas 3:25 (DHH), Pablo tiene un problema concreto en mente cuando escribe: “Pero ahora que ha llegado la fe, ya no estamos a cargo de aquel esclavo que era la ley”. Alguien había estado diciendo a los cristianos en Galacia que, además de confiar en Cristo para su salvación, debían guardar el ceremonial del Antiguo Testamento también. Por ello, Pablo intenta probar que, para ser cristianos, debemos confiar solo en Cristo, porque no nos ganamos la salvación obedeciendo la Ley ceremonial del Antiguo Testamento. Lo deja totalmente claro en el capítulo 2 versículo 16: “El hombre no es justificado por las obras de la ley”. Pero, en caso de que alguien crea que Pablo está rechazando la Ley en su totalidad, nos habla de su valor. En el 3:23 nos dice que la Ley era como un guardián para asegurar que no escapáramos totalmente de Dios y creáramos nuestras propias reglas. Luego, en los versículos 24, 25, dice que era como un supervisor o maestro para preparar la llegada de Cristo. Ahora que somos justificados por la fe en Cristo, ya no necesitamos la Ley como un carcelero o supervisor porque, como Pablo lo evidencia en Gálatas 3:26 y 5:1, somos hijos de Dios y, por tanto, libres. De la misma manera, en Romanos 10:4 Pablo declara a Cristo como “el fin de la ley”, pero no quiere decir que Cristo ponga fin a la Ley, se refiere a que Cristo es la meta hacia la que la Ley se mueve. Igual que si decimos a alguien: “¿Qué fin tienes en mente al hacer eso?”. Como la Ley moral señala la necesidad de Cristo como el único que puede cumplirla perfectamente, así las leyes ceremoniales señalan al sacrificio de Cristo. Esa es la razón por que antes dije que cuando Cristo “cumplió” la Ley significa tanto que la guardó como que la llevó a cabo. Según Pablo en Romanos 7:12, “la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno”.

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Hay algunas cosas que la Ley no puede hacer. No puede salvarnos y ni siquiera añadir nada a nuestra salvación. Solo necesitamos leer Romanos 3:28 para encontrar la demostración de esto: “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley”. Eso es algo claro para todo cristiano verdadero. De cualquier forma, quebrantar la Ley de Dios aún constituye un pecado porque, según 1 Juan 3:4: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley”. La obediencia a los Diez Mandamientos es, por tanto, una prueba del deseo de obedecer a Dios en todo. Esto se ve claramente en la manera como nuestro Señor empleó la Ley del Antiguo Testamento. Frecuentemente desafiaba a la gente diciendo: “¿acaso no habéis leído la ley” o: “¿qué está escrito en la ley?”; en otras palabras, lejos de despreciar el valor de la Ley, quería que aprendieran a utilizarla correctamente. Los escritores del Nuevo Testamento suelen volver atrás su mirada hacia la Ley para apoyar sus argumentos. En 1 Corintios 9:8 Pablo escribe: “¿Digo esto solo como hombre? ¿No dice esto también la ley?” y en los versículos siguientes añade: “Porque en la ley de Moisés está escrito […]”. Más tarde, en el 14:21 y 34, Pablo refuerza sus argumentos con frases como: “En la ley está escrito” y: “como también la ley lo dice”. A quienes se encargan del mantenimiento de su automóvil, el manual de taller les ofrece normas generales como: “al montar no apretar en exceso los tornillos”. Pero cada tornillo tiene su propia torsión (la fuerza que le es aplicable a ese tornillo en concreto). Hay que guiarse por el manual para saber la torsión de cada tornillo. Algo parecido hace Pablo resumiendo en Gálatas 5:14 y 16 al decir que en el amor se cumple toda la Ley, y que si vivimos en el Espíritu no satisfaremos los deseos de la carne. Pero a veces necesitamos saber qué es lo que espera Dios sobre un asunto en concreto de forma que podamos obedecer la ley del amor y andar en el Espíritu. La Ley de Dios es como la torsión para una situación en particular. Tomemos como ejemplo el asunto de las ofrendas a Dios. En 1 Corintios 16:2, Pablo nos anima a ofrendar regularmente y de forma proporcional a nuestra renta, pero debido a que no nos dice en qué proporción dar, no podemos convertirlo en una ley para los cristianos. De cualquier forma, el valor del Antiguo Testamento es que impone la obligación a los israelitas de dar el diezmo, lo que significa dar la décima parte y, por tanto, nos proporciona un patrón que agrada a Dios. En otras palabras, hemos utilizado el Antiguo Testamento como nuestra torsión. En Jeremías 3:13 se dice lo mismo cuando el profeta habla del Evangelio como un tiempo en el que Dios pondrá sus leyes en nuestras mentes y las escribirá en nuestros corazones. El Salmo 40:8 es parecido: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón”. Necesitamos disponer de la Ley de Dios para que nos guíe en todo tiempo. La Ley es aún fundamental para nuestra vida cristiana porque nos ayuda a ver la santidad de Dios, ayuda a definir el pecado y nos ayuda a mantenernos en el camino cuando nos desviamos. Para los cristianos, la Ley no es un enemigo, sino un amigo cuyas directrices amamos; y trae libertad, no esclavitud, porque ahora, la que nos domina es la Ley real del amor. Recordemos que todo el Antiguo Testamento es para nuestra enseñanza. ¿PRESCINDE LA LEY DEL AMOR DE LA LEY DE LAS PALABRAS? Frecuentemente se acepta que en Romanos 13:9 Pablo nos libera de la obligación para con la Ley de Dios sobre la base de que los mandamientos se resumen en una sola regla: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Pero esto lo

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único que hace es demostrar el valor de la Ley, puesto que un resumen incluye todas las cosas que resume. Puede que describamos una caja de caoba bien pulida, una fuerte estructura de hierro, una colección de teclas blancas y negras de marfil, muchos metros de cuerda muy tensada y una cierta cantidad de fieltro. Esas son las partes. Un resumen lo llamaría todo un “piano”. Es lo mismo con la Ley de Dios. En Mateo 22:37–40, Jesús respondió a la pregunta: “¿Cuál es el gran mandamiento en la ley?”, afirmando la importancia del amor a Dios y a nuestro prójimo; pero luego añadió: “de estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas”. Esa era otra forma de decir que todos los demás se encontraban resumidos en esos dos. Cuando Pablo nos dice en Romanos 13:9 que en el amor se “resume” la Ley, y en Gálatas 5:14 que en el amor se “cumple” toda la Ley, está diciendo lo mismo. Quiere decir que el amor, lejos de prescindir de la Ley, la incluye. A esto se refiere Pablo en Romanos 13:8– 10: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la Ley. Porque: No adulterarás, no matarás, no robarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor”. Cuando se aprende a tocar el piano, hay mucho trabajo y la necesidad de prestar atención a los detalles; pero una vez que se dominan las reglas, estas se convierten, por así decirlo, en parte de uno mismo, y se obedecen sin pensar. No se está libre de las reglas pero sí se es libre al obedecerlas. Cuando cometemos un error, son esas reglas musicales las que muestran dónde se encuentra. Probablemente esa sea la experiencia del salmista cuando declara: “Y andaré en libertad, porque busqué tus mandamientos” (Salmo 119:45). La verdadera libertad no es ser libre para hacer lo que yo quiera, sino la libertad para hacer lo que debo hacer, y libertad para ser lo que debo ser. Pablo considera que todos los mandamientos son válidos para la vida del cristiano, pero si seguimos el resumen del amor no necesitaremos de ellos como ley. Por otro lado, si sobrepasamos los límites, entonces la Ley se encuentra ahí para recordarnos lo que Dios dice que está bien o mal. En Juan 13:34 Jesús dijo a sus discípulos que les estaba dando un “nuevo mandamiento”, que se amaran unos a otros. No quería decir que les estuviera dando una regla nunca antes oída, porque la frase “ama a tu prójimo como a ti mismo” se remonta tan antiguamente como Levítico 19:18. Nuestro Señor estaba describiendo la clase de amor que esperaba de sus discípulos y luego continuó con la parte nueva: “como yo os he amado, que también os améis unos a otros”. En otras palabras, la novedad no se encontraba en el amor, sino en el nivel y la calidad de ese amor: “como yo os he amado”. Podríamos llamar al Nuevo Testamento el “factor adicional”. Dos jóvenes pueden justificar el sexo prematrimonial por razón del amor; un marido puede defender su adulterio sobre la base del amor; el asesinato de un marido cruel puede llevarse a cabo por amor de la mujer y los hijos; dos hombres pueden compartir una amistad íntima, como la que tuvieron David y Jonatán, ¿pero qué los refrenará de permitir que degenere en una relación sexual? ¿Quién tiene derecho a decir si cualquiera de estas acciones está bien o mal? En cada caso, es la Ley la que regula el amor. Nunca se pretendió que el amor y la Ley se divorciaran, como deja claro Deuteronomio 6:5, 6. Lejos de ser términos opuestos, la Ley realmente describe y define el amor. Si el amor es nuestra única piedra de toque para saber si una acción es correcta o

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errónea, nos quedamos con una base muy subjetiva e incierta; que es precisamente la confusión en nuestra sociedad actual. ¿SON LA LEY Y LA GRACIA INCOMPATIBLES? Un hombre que intenta introducir armas a bordo de un avión con la intención de secuestrarlo sabe que hay leyes firmes, respaldadas por severas penas, que condenan su actividad. Teme las leyes y las penas, por lo que se acerca al aeropuerto con una taquicardia y las manos sudorosas. La ley le resulta un tirano. Por contraste, un pasajero que obedece la ley atraviesa los controles de seguridad sin pensarlo dos veces. Se encuentra bajo la misma obligación de las leyes y penas que el primer hombre, pero no siente ningún temor; de hecho, se regocija en esas leyes que están allí para proteger la vida y la libertad de los pasajeros. Esa era exactamente la actitud del salmista en el salmo 119:44, 45, 47: “Guardaré tu ley siempre, para siempre y eternamente. Y andaré en libertad, porque busqué tus mandamientos. Y me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado”. La Ley solo es un tirano para el que la quebranta. Probablemente es a eso a lo que Pablo se refería cuando dijo a Timoteo que “la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes” (1 Timoteo 1:9). Durante los últimos años, ha tenido lugar un importante debate sobre si podemos aceptar a Cristo como Salvador sin aceptarle como Señor. Por un lado, Zane Hodges sostenía que no había necesariamente una relación entre la fe y las obras, y que insistir en las buenas obras como evidencia de la salvación significa rechazar la gratuita e incondicional oferta del Evangelio. Hodges defendía que la conversión no requiere “ninguna clase de compromiso espiritual” (The Gospel Under Siege, 1981) (El Evangelio sitiado). Estaba apoyando a Charles Ryrie quien, en su libro Balancing the Christian Life (1969) (Equilibrar la vida cristiana), había llegado a la conclusión de que convertir el arrepentimiento en una condición necesaria para la salvación es “un falso añadido a la fe”. Ryrie agitó las aguas evangélicas al afirmar que se puede aceptar a Cristo como Salvador sin hacerlo como Señor. Puede que solo estuviera afirmando que un verdadero cristiano puede no siempre vivir como tal, pero el modelo ya estaba creado. Se le comparó con Robert Sandeman quien, en el siglo XVIII, enseñaba que una aceptación intelectual del Evangelio era suficiente para obtener la salvación. Esta respuesta puramente intelectual a Cristo se conoce como “sandemanismo”. Contra este trasfondo de un concepto bajo de la salvación, la vida cristiana, la evangelización y el propio Cristo, John MacArthur respondió en 1988 con su libro El Evangelio según Jesucristo. MacArthur está comprometido con un Evangelio que cambia vidas radicalmente, de modo que esa fe salvadora inevitablemente lleva a una vida bajo el señorío de Cristo. Después de todo, el lema de los reformadores era Sola fides justificat, sed non fides quae est sola: solo la fe justifica pero no la fe sola. Como sabiamente comentó Martin Lutero en la Alemania del siglo XVI: “Las obras no entran en consideración en lo que a la justificación atañe. Pero la verdadera fe no se abstendrá de producirlas como tampoco el Sol puede dejar de alumbrar”. O, como Santiago comenta en el Nuevo Testamento: “Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe” (Santiago 2:24). No puede caber ninguna duda de que la fe y las obras van inextricablemente unidas en el pensamiento neotestamentario. Pablo alude a aquellos que “profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan” (Tito 1:16), y afirma en Romanos 8:14 que solo aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.

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Juan está igualmente convencido de que “el que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Por supuesto que algunos cristianos pueden caer en el pecado sin perder la salvación, y algunos cristianos pueden vivir así mucho tiempo. En cualquier caso, no debemos olvidar que en el Nuevo Testamento hay algunas cosas que son posibles pero no permisibles. La prueba de ser hijo de Dios debe estar en manos del Espíritu Santo, y la prueba de esa propiedad debe ser guiada por el Espíritu (Gálatas 5:25). Pero el Espíritu nos guía a través de la Palabra que Él ha revelado. Andar en el Espíritu no es escuchar voces extraterrestres ni impresiones interiores, sino obedecer la clara revelación del Espíritu que se da en toda la Biblia. Pensemos de nuevo en el conspirador subiendo a bordo de un avión 747 con sus armas ocultas. La gracia y la Ley solo son opuestas para aquellos que están fuera de la gracia. Una vez que se está en el extremo receptor de la gracia, la propia Ley se convierte en gracia. Ya no es un tirano que nos condena, sino una fuerza amigable para mantenernos a nosotros, y a otros, a raya. Puede que a algunos les cueste trabajo comprenderlo, pero captarlo es fundamental. El salmista amó la Ley de Dios porque le traía libertad, no esclavitud. Lo pensó mucho, y frecuentemente se deleitó en ello (Salmo 1:2; 119:70, 77, 97, 113, 163, 174). No quería nada mejor para sí que tener la Ley perfecta de Dios en su corazón (37:31; 40:8). ¿CONDUCE LA LEY AL LEGALISMO? ¡No necesariamente! Legalismo es la palabra que se utiliza para describir la salvación obtenida y mantenida por la conformidad con la Ley en oposición a la salvación a través del perdón que Dios ofrece gratuitamente. En la práctica, el legalismo es la exigencia de guardar la letra de la Ley y, en el erróneo intento de “proteger” la Ley de Dios, inventa reglas humanas adicionales. Los fariseos habían escrito 613 reglas para acotar las leyes de Dios. El legalismo no consiste en las restricciones que me impongo, sino en las exigencias que demando de los demás. Pablo estaba dispuesto a renunciar a comer carne si eso era piedra de tropiezo para otros (1 Corintios 8:13), pero eso no era legalismo; por otra parte, si hubiera hecho la misma exigencia a los demás, sí sería legalismo (Romanos 14:2). El legalismo es lo que Alfred Edersheim llamó “costumbres legisladas”: convertir la tradición y la cultura en ley. Una cosa es cierta: obedecer los Diez Mandamientos, e insistir en que los demás hagan lo mismo, no es legalismo, puesto que los Mandamientos no son una tradición sino la revelación de Dios. El legalismo es muy comprensible. Frecuentemente nace del deseo de evitar los excesos; puede que prohibamos algo que en sí es inofensivo por miedo a que otros vayan demasiado lejos. Pero cuando inventamos reglas para guardar las leyes de Dios, estamos situando nuestra sabiduría por encima de la de Dios mismo. El legalismo puede sinceramente intentar controlar las pasiones humanas pero está abocado al fracaso. Pablo manejó esta perspectiva en Colosenses 2:20–23. Todas las reglas que el hombre pueda inventar, por sabias y bienintencionadas que sean, “no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne”. El movimiento monástico lo descubrió en carne propia. Los primeros monjes temían a Dios y eran cristianos sinceros. En el siglo II, Tertuliano alardeaba de que aquellos que se quedaran en el mundo para luchar serían derrotados, mientras que los que se refugiaran en los monasterios saldrían victoriosos. ¡Tuvieron que aprender por las malas que el monje se llevaba su naturaleza pecaminosa consigo!

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En algunos casos, el legalismo es la forma en que los dirigentes ejercen su autoridad sobre los feligreses. En 1 Pedro 5:3, Pedro conmina a los dirigentes espirituales a no poner cargas pesadas a su alrededor. El legalismo suele ser el resultado de querer tener una respuesta para todo; tenemos miedo de las preguntas que no tienen respuestas claras, o de asuntos que no están firmemente legislados. Pero Pablo recordó a los romanos que existen lo que él llamaba “opiniones” (14:1). Precisamente porque Dios no trata a su pueblo como niños, sino que les anima a utilizar su mente bajo la influencia y el control de la Biblia, es por lo que nos deja aplicar la Ley en casos particulares. En Romanos 14, Pablo afronta el asunto directamente. Con respecto a “opiniones”, permite que sea la conciencia de los cristianos la que decida. Pero no debemos convertirnos en la conciencia de los demás. Los cristianos del siglo I diferían en su visión sobre la conveniencia de consumir carne ofrecida a ídolos (vv. 2, 14–17), en su mantenimiento de las festividades cristianas (5, 6) y en su actitud hacia el alcohol (21). Esto no es el “gran slam” de Pablo contra la Ley de Dios, sino su advertencia contra un legalismo entusiástico. Nuestra insistencia en el valor permanente de la Ley de Dios no es legalismo. Solo llegará a ser legalista cuando añadamos nuevas reglas a las leyes de Dios. Cuando los líderes de cierta secta menonita pasan horas debatiendo cuál debe ser el espesor permitido para la trenza de una muchacha, eso es legalismo. Hace algunos años, estaba yo considerando con un grupo de jóvenes toda la cuestión de los donativos cristianos. Pronto estábamos escudriñando el Antiguo Testamento para descubrir los detalles de la ley del diezmo. Fue algo desconcertante descubrir que los judíos realmente gastaban parte de su diezmo en el sacrificio, parte del cual comían. Nos preguntamos si el cristiano podía, por tanto, ¡considerar una tarde en una hamburguesería como parte de su diezmo! El problema era que habíamos comenzado por el extremo equivocado. Como cristianos, habíamos comenzado por la Ley en vez de por la gracia. Comenzamos, pues, de nuevo y buscamos información en el Nuevo Testamento. De 2 Corintios 8 y 9, y 1 Corintios 16, y de Mateo 6, recopilamos una lista de palabras para describir la forma de dar de los cristianos: sacrificada, gozosa, voluntaria, espontánea, proporcionada, abundante, secreta, humilde, regular, confiadamente: todo era el resultado de la gracia. En aquel momento, los jóvenes pidieron un patrón bíblico, una norma por la que medir nuestros donativos. Luego volvimos al diezmo. El legalismo comenzó con el diezmo y lo convirtió en obligatorio, hasta en un alto nivel de espiritualidad, pero la gracia nos llevó allí voluntariamente. Para evitar el legalismo hay una sencilla regla que no es una contradicción de nada que hayamos dicho ya. La regla es esta: La Ley del Antiguo Testamento ya no es obligatoria a menos que la gracia nos lleve a ella. El legalismo consiste en ir adonde la gracia no conduce. ¿MATA LA LEY LA PAZ Y EL GOZO? Hago muchos miles de kilómetros en las autopistas de mi país y, a altas velocidades, el margen de error es muy pequeño. Hay cientos de leyes que gobiernan cada vehículo y la manera como se lo conduce. Van desde las leyes que aseguran que el automóvil enfrente de mí —y su conductor— están en buenas condiciones para estar en la carretera, hasta las leyes que aseguran que la carretera misma se mantiene con alto grado de seguridad. Soy bastante consciente de los conductores que son temerarios en su velocidad e inconsiderados al cambiar de carril, pero tengo paz en mi mente en cuanto que —

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en general— los demás conductores están obedeciendo las mismas leyes que yo. De hecho, sin ese conocimiento, dudo que me aventurara en las carreteras en absoluto: ¡a menos que condujera un tanque! La ley, lejos de matar la paz, bien puede salvarme de que me maten. El puritano del siglo XVII Thomas Watson comentaba sabiamente: “Los que no quieren que la Ley los gobierne tendrán la Ley para juzgarles”. O, como un antiguo predicador metodista se dice que observó: “O bien guardamos los Diez Mandamientos o les serviremos de ilustración”. Los cristianos, como todos los hombres y mujeres, tienen la obligación de guardar la Ley de Dios. Esta no fue escrita en hojas de papel, o rollos, o cuero para que pudiéramos torcerla, sino en tablas de piedra para que o bien la guardáramos o la quebrantáramos. La Ley para el cristiano no condena pero sí manda. Leer la Ley simplemente como una puntillosa lista de verificación significa malentenderla totalmente. Puede resultar convenientemente cómodo tomar la clara afirmación: “No cometerás adulterio”, y pretender tener éxito al cien por cien por haber sido fiel a nuestra esposa, pero está claro que eso no es todo lo que Dios se proponía, como el Sermón del Monte de Cristo lo explicó. Similarmente, en Romanos 2:22, Pablo reprende a los judíos por su confiada arrogancia: “Si odias a los ídolos, ¿por qué robas las riquezas de sus templos?” (DHH). Quizá tiene en mente a Malaquías y el diezmo. Cada generación debe aprender a aplicarse los Mandamientos. La confusión en la sociedad actual en cuanto a lo que está bien y lo que está mal —y aun si existe tal cosa como el bien o el mal— es un resultado directo de nuestra ignorancia de la Ley de Dios. El proverbio bíblico de que “Los que dejan la ley alaban a los impíos; Mas los que la guardan contenderán con ellos” (28:4) ¡tiene toda la razón! Jamás debiera ser un misterio para el cristiano por qué en nuestra sociedad se tergiversan las normas y se aplauden las conductas más degradantes e impías. Ese es el inevitable resultado de una sociedad que ha relegado los Diez Mandamientos a la oscura antigüedad como las arcaicas normas de una raza semítica primitiva. La tragedia más grande es que muchos que profesan ser cristianos parecen estar de acuerdo. Cuando el salmista de Israel leía las leyes de su Dios, no pasaba el tiempo discutiéndolas; por el contrario, una vez escribió: “Y me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado” (Salmo 119:47). Demasiados cristianos utilizan el Antiguo Testamento simplemente como un libro de ilustraciones, y descuidan completamente el hecho de que aprendemos allí cuáles son las normas de Dios para cada área de las relaciones humanas. Es triste que algunos cristianos piensan que una gran parte del Antiguo Testamento no es pertinente para su vida hoy, y así lo consideran poco interesante y hasta aburrido. Encontrar que todo él es pertinente, y comenzar a aplicarlo a cada área de la vida, puede requerir trabajo duro pero es muy emocionante. Leer el Código de Circulación debe de ser bastante tedioso para alguien que solo viaja en yate, pero cobra un nuevo significado cuando alguien se encuentra en una concurrida autopista en la hora punta. La Biblia, toda ella, fue escrita para la vida real: y los Diez Mandamientos no son una excepción. Es con esa mentalidad como podemos aplicarnos a los Diez Mandamientos mismos. Capítulo 3 No tendrás otros dioses Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante

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de mí. Éxodo 20:1–3 Cada profesión y oficio tiene sus normativas para mantener la seguridad. Hay formas correctas e incorrectas de hacer las cosas, y cuanto más peligroso sea el resultado, más precisas son las reglas. Un arquitecto puede diseñar un edificio precioso, estéticamente satisfactorio en todos los aspectos, pero a menos que se adhiera a las normas de construcción, nunca obtendrá el permiso para empezar la obra. Esto no se debe a que el Secretario de Estado para el Medio Ambiente quiera monopolizar el diseño de todos los edificios, sino porque no hacer caso de las normas puede poner en peligro la seguridad de los demás. Este principio de mantener la seguridad pública con normas de protección precisas es aplicable a cualquier profesión seria, ya sea arquitectura, ingeniería aeronáutica o medicina. Pero en la más seria de todas —la religión—, al parecer todo vale. ¿UN DIOS, UN CAMINO? Vivimos en una sociedad “pluralista”. Esto significa que en una misma comunidad tenemos una mezcla de culturas, religiones, razas e idiomas. Pero el término “pluralismo” va más allá. Se utiliza para describir la visión de que todas estas diferencias, y particularmente las religiosas, contribuyen a la existencia de una verdad espiritual. No importa lo que una persona crea, esa creencia debe ser aceptada como una contribución válida a la comprensión total del Principio último —llamémosle como queramos— que se halla detrás del universo. El pluralismo, nos dicen, ayuda a mantener la armonía en una sociedad plural. Nadie debe reivindicar el monopolio exclusivo de la verdad (exclusivismo), y debemos entresacar lo mejor de cada religión. El cristianismo debe tomar su lugar junto a las otras. Ciertamente, esta es la visión “políticamente correcta” que se da en los medios, y que muchos dirigentes eclesiásticos siguen obedientemente. Frases “su lado de la verdad”, “su valiosa percepción de la realidad de Dios”, “una importante contribución a nuestra comprensión de la espiritualidad”, se siembran libremente en los pensamientos y oraciones para el día. Dios exige: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”; Cristo declaró: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6); y los discípulos insistieron: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). La inevitable respuesta a esta exclusividad es: “Eso está bien para los que quieren aceptarle; para ellos, Él es el único camino. Pero para otros hombres y mujeres, hay otros caminos”. Los medios no van a permitir que la fe cristiana afirme que no hay otros dioses, y a nuestros hijos se les enseña que deben ser tolerantes con todas las religiones (una sana verdad) porque todas las religiones llevan razón (una insana mentira). Cuando los Diez Mandamientos comienzan con la afirmación: “Yo soy Jehová tu Dios […]. No tendrás dioses ajenos delante de mí”, la respuesta inmediata es que es perfectamente cierto, pero para los judíos. Ellos tienen un Dios y ningún otro; es el Dios que se muestra aquí en el Antiguo Testamento y entendido a la manera judía. Pero para los demás, tanto musulmanes como hindúes, budistas o lo que sea, hay otros dioses igualmente validos. Esto tampoco es una idea moderna. Un político, dirigente cristiano, escribió en su diario: “La gran mayoría de los que profesan tener fe está eliminando con ansia cualquier forma de dogma o doctrina de su credo. Así será la religión del futuro, donde Vishnu, Mahoma, Júpiter y Jesucristo estarán sobre un mismo nivel; con algunos igualmente buenos y otros igualmente malos”. Eso lo escribió el 18 de marzo de 1868 Lord Shaftesbury, el

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conde evangélico. El pluralismo afirma que todas las religiones se dirigen hacia el mismo destino pero que todos ponemos a ese destino, y al camino que lleva hasta él, nombres distintos. Puede ser el Cielo o el nirvana, a través de Krishna, Buda o Alá, o simplemente podemos llamarlo el Gran Arquitecto o Gaia, la gran madre Tierra. Llama a Dios lo que quieras: Madre, Padre, no importa. Los griegos y los romanos tenían a Zeus y a Hermes, igual que Dios y Cristo. Los asirios tenían su propio dios: Asur, y los egipcios adoraban a Osiris y a Isis y a su hijo Horus con cabeza de halcón, junto con el buey Apis y otras deidades locales. Los persas oraban a Ahura Mazda, y la liste sigue. Tanto si consultamos los “canales” de la Nueva Era, a los médium espiritistas, a los Hare Krishna, cantamos mantras hindúes en nuestra clase de yoga o simplemente vamos a la iglesia los domingos, todo es lo mismo. En 1993 la Asamblea General de la Iglesia de Escocia se enfrentó a una resolución con el fin de hacer un llamado a las iglesias para que reafirmaran que Cristo es el único camino de salvación; perdió por 300 votos a favor y 400 en contra. Probablemente, los representantes de las iglesias sabían más que Pablo cuando escribió: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5), e Isaías quien, en nombre de Dios declaró: “Yo, yo Jehová, y fuera de mí no hay quien salve” (Isaías 43:11). El pluralismo se convierte en sincretismo cuando nuestro mutuo reconocimiento de los dioses ajenos se expresa en la unidad última de un acto de adoración multiconfesional. Esto se supone positivo para las relaciones de la comunidad en una sociedad cosmopolita y heterodoxa. La certeza cristiana y el exclusivismo que sostiene que solo hay un Dios verdadero en este mundo deben ser evitados y combatidos a toda costa. Los cultos multiconfesionales son muy populares en nuestra sociedad. EN RESPUESTA AL PLURALISMO Primero, si todo es cierto, entonces nada es falso Si cada generación y cultura puede redactar sus propias “normas de construcción” para la eternidad, entonces todo está bien y nada está mal. Esto es algo tan seguro como permitir que cada constructor pirata pueda crear sus propias normativas. El pluralismo supone que creencias totalmente opuestas de religiones de todo el mundo deben mezclarse en la olla de la búsqueda espiritual. El momento en que sugerimos que cualquier aspecto de una religión del mundo es o bien falso o, en el mejor de los casos, incompleto, hemos adoptado un patrón con el que hacemos ese juicio. ¿Pero de dónde salió esa norma? Alguien, en algún sitio, debe tener una regla con la que juzgar cuán cerca de la verdad y la realidad se encuentra una religión. Para aquellos que hayan intentado acometer un estudio, aun elemental, de las religiones del mundo, se hace evidente que hay grandes abismos entre ellas. La naturaleza del Ser supremo, cuántos hay, cuál es el propósito de la vida, cómo encontrar paz y perdón (suponiendo que sea necesario o posible), qué es lo que se encuentra más allá de la tumba (si es que hay algo) y cómo podemos estar preparados para ello, qué es una vida “buena” y cómo conseguirla, estos y otros muchos temas tienen respuestas totalmente distintas en miles de religiones. Según el pluralismo, la única visión ciertamente falsa es aquella que reivindica tener la única respuesta. Pero decir que las respuestas no importan porque es la búsqueda la que importa nos lleva a un problema aún mayor.

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Segundo, si nada es falso, entonces todo es verdadero La “medicina alternativa” es una mezcla de ciencia seria y médicos curanderos. Por esta razón, en muchos países nadie puede hacerse pasar por médico y dar consejos médicos, examinar clínicamente, tratar a un paciente o recetar medicinas a menos que se encuentre registrado en un Colegio de Médicos. El Colegio tiene normas muy precisas sobre los requisitos y las prácticas. La razón es sencilla: no todo el mundo está capacitado para dar buen consejo en un campo tan importante como la salud de la sociedad. Un mal consejo, por muy bienintencionado que sea, puede resultar fatal. El principal caballo de batalla del pluralismo es que, cualquiera que sea la religión y sus creencias y prácticas, debemos aceptar que es una búsqueda legítima del ser o seres últimos. ¿Sobre qué base ilegalizamos la quema de viudas en la India colonial? Probablemente porque, de forma ignorante, creímos que los cristianos teníamos un mejor conocimiento. ¿Sobre qué base podemos oponernos a la automutilación de los devotos hindúes? ¿Y la limpieza étnica y religiosa? ¿Y las horrendas prácticas de religiones primitivas? En última instancia, el fracaso del pluralismo se encuentra en el hecho de que, por lógica, debe autodestruirse. Nadie cree que todo sea aceptable a condición de que sea en nombre de la religión, pero igualmente nadie puede aclararnos cómo distinguirlo. El pluralismo y su hermano, el sincretismo, no pueden negar a nadie el derecho a creer y practicar cualquier cosa a condición de que sea una búsqueda sincera de la verdad. En los tiempos del gran imperio babilonio, el aterrador dios Baal y la sensual Asera dominaban las vidas de muchas personas. Presumiblemente todos estos, incluyendo a Moloc al que le eran sacrificados niños, señalaban hacia la verdad y añadían algo al gran océano espiritual. Y si no, ¿por qué no, si no hay una realidad última que pueda ser conocida con certeza? Tercero, tenemos preguntas sin posibilidad de respuesta Si no hay una verdad religiosa última de la que podamos tener certeza, entonces, presumiblemente, estamos preparados para reconocer la existencia, o inexistencia, de un Dios, o dioses, que o bien ha o han elegido no revelarse con claridad, o bien no puede o no pueden hacerlo. De modo que hay una confusión absoluta en el asunto más vital con el que nos podemos encontrar: la realidad de la vida y la certeza de la muerte. ¿Cómo puede encajar de algún modo la creencia en la reencarnación con la clara enseñanza de la Biblia sobre una sola muerte y un solo juicio definitivos (Hebreos 9:27)? ¿Cómo puede la salvación por méritos y esfuerzos personales correr paralela a la creencia en la salvación como un don gratuito que ni se gana ni se merece (Efesios 2:8, 9)? El pluralismo deliberadamente hace las preguntas más vitales que la religión y la filosofía se hayan hecho jamás: “¿Quiénes somos? ¿Para qué estamos aquí? ¿Adónde vamos? ¿Y cómo llegamos?”. Para el pluralismo las respuestas son mucho menos importantes que las preguntas. Cuarto, la evangelización resulta superflua El pluralismo puede ser un primer paso para un acuerdo mundial de que nadie evangelizará a nadie. Todas las religiones quedarán libres de los depredadores evangélicos de otras religiones. Quizá sea por eso por lo que algunos dirigentes eclesiásticos rechazan la evangelización entre los judíos. ¿Por qué debemos pensar en “convertir” a personas de otras religiones, o de ninguna religión para el caso? Sin duda, en una era pluralista, es innecesario querer convertir a los musulmanes, hindúes, budistas, o aun a los animistas o paganos. Algunos escritores llegan a sugerir que todas las religiones deberían unir sus

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fuerzas para llevar a cabo un ataque, no entre ellas, sino contra el enemigo común de la religión: el humanismo. Por el contrario, el cristiano sostiene que el humanismo no es el mayor enemigo de la verdad: es la religión sin Cristo. La evangelización presupone una posesión de la verdad que no comparten los evangelizados. Quinto, una visión limitada de Dios El Dios que se mostró a Moisés y al pueblo de Israel también se reveló a través de la revelación bíblica progresiva como un Dios para todas las gentes, épocas y culturas. Como ya hemos visto, las leyes dadas a Moisés eran un testimonio para todas las naciones (Deuteronomio 4:7, 8), y debían ser enseñadas a las naciones (31:12, 13). Siglos después de Moisés, Dios envió al profeta Jonás a predicar el arrepentimiento a Nínive, la capital del gran imperio asirio, no porque no tuvieran dioses y religión sino porque carecían del Dios y la religión verdaderos. 1500 años después de Moisés, el apóstol Pablo se encontraba en medio del mercado de la ciudad griega de Atenas e invadió su antiguo paganismo al introducirles al “Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay”. No pactó con la mitología griega, con la filosofía o con los sacerdotes: “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas” (Hechos 17:22–32). Pablo prosiguió afirmando que hay un Dios verdadero, denunciando la adoración de los ídolos, insistiendo en el Juicio Final que vendrá y demandando un cambio de mente, corazón y religión. Es esta la clase de confianza evangelística con la que nos encontramos continuamente a lo largo del Nuevo Testamento, y es el contexto de la insistencia apostólica que “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12) Aparentemente, el Apóstol cristiano ignoraba la tolerancia que requiere el pluralismo. LA INFLUENCIA DEL PLURALISMO El pensamiento pluralista se ha infiltrado en las mentes de los cristianos evangélicos hasta niveles alarmantes. Estamos preparados para afirmar: “No tendrás dioses ajenos”, pero somos reacios a aceptar que la consecuencia bíblica de esto es que no puede haber salvación fuera de la fe personal en Cristo. Entre los evangélicos hay actualmente un debate que gira en torno a la posibilidad de la salvación mediante Cristo pero sin conocerle. A ambos lados del Atlántico hay libros, artículos y conferencias que defienden la idea de que aquellos que nunca han escuchado a Cristo pueden ser salvados por Cristo. Un artículo publicado por un grupo de estudio evangélico en la Evangelical Review of Theology (Reseña evangélica de teología) (vol. 15, núm. 1, enero 1991) investiga la salvación de los gentiles en la historia bíblica del Antiguo Testamento y extrae tres conclusiones: Primero, mientras que por un lado se reconoce el implacable odio de Dios a la idolatría pagana y sus prácticas, se nos recuerda que se registran muchos casos de gentiles viviendo “en contacto con Dios”: como Melquisedec, Abimelec, Jetro, Balaam, Rahab y Rut. En respuesta a esto, debemos insistir en que tener contacto con Dios y encontrar la salvación fuera del pacto con Israel son cosas distintas. El Nuevo Testamento muestra a Melquisedec como un personaje enigmático que, sin embargo, era una imagen perfecta de Cristo mismo (Hebreos 7:17); es inconcebible, por tanto, que fuera un sacerdote o un profeta pagano. En el caso de Balaam, una cosa es que Dios utilizara la boca

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de un profeta remiso (igual que utilizó la boca de un burro), pero otra muy distinta es suponer que el profeta tuviera alguna relación salvífica con Dios; de hecho, las Escrituras sugieren fuertemente lo contrario: 2 Pedro 2:15 y Apocalipsis 2:14. En los casos de Rahab y Rut, se nos dice específicamente que vinieron a estar bajo la protección del pacto con Israel; estas mujeres se convirtieron al judaísmo. En segundo lugar, el artículo sugiere que “se declara que las naciones gentiles tienen su lugar en el propósito de la gracia de Dios”, y se ofrece como evidencia Isaías 19:24, 25 y Malaquías 1:11. Es cierto en tanto que Dios utiliza a las naciones para su propósito y les permite su providencia general de sol y lluvia. Pero Isaías 19 habla del día en que “los egipcios servirán con los asirios a Jehová”, eso es sin duda una conversión. Que este capítulo sea la imagen de la conversión de los gentiles en la era del Evangelio depende de la visión de cada uno sobre las profecías bíblicas, pero la única esperanza que aquí se ofrece es para un Egipto convertido al “Señor Todopoderoso”. Nada podría estar más claro. Creer cualquier otra cosa se acerca a sugerir que el islam podría ser la salvación de Egipto. En Malaquías 1:11 leemos: “es grande mi nombre entre las naciones”; ¿cómo puede serlo si las naciones permanecen en su ignorancia pagana? En tercer lugar, el artículo concluye que gran parte de la literatura bíblica sapiencial (p. ej. Proverbios y Eclesiastés) habla de la sabiduría divina “sin referencias a la revelación de Dios a Israel”. ¿Pero es esto así? La literatura sapiencial es parte de la literatura religiosa de Israel y, como tal, nunca se la vio como algo distinto de la revelación a su pueblo. Sugerir que “en espíritu, contenido, forma y método, tiene vínculos cercanos con literatura similar en Egipto” es como un evangélico actual indicando la posibilidad de que Moisés tomara prestadas algunas de sus leyes del código de Hammurabi. El artículo sugiere que Job era un “jefe asirio fuera de la órbita de Israel”; ¿pero qué eran los sacrificios que Dios aceptó claramente (Job 1:5)? Difícilmente podían haber sido una ofrenda pagana, sobre todo porque Dios lo presenta como “mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (1:8). Hay muchas cosas que desconocemos de Job, pero esa descripción, junto con su decisiva fe revelada a lo largo del libro, nos muestra a alguien que es mucho más que un idólatra pagano intentando salir de su ignorancia en busca de la verdad. Este hombre conocía al Dios verdadero y le adoraba de forma correcta. Nadie niega que un pagano pueda “descubrir” algunos aspectos de la verdad —en ese sentido indudablemente hay alguna verdad en todas las religiones y filosofías—, pero conocer a Dios y experimentar la salvación son cosas totalmente distintas. Los argumentos de este grupo de estudio no son mucho más fuertes en el caso del Nuevo Testamento. Mientras que admiten que los Apóstoles tenían un claro mensaje en cuanto a la singularidad y exclusividad del Evangelio cristiano, utilizan Juan 1:9 y Hechos 17:30 para deducir que hay algo de verdad en todas las religiones del mundo. Eligen a Cornelio (Hechos 10:4) como ejemplo de la aceptación de Dios de las oraciones de los gentiles, aunque la salvación viniera solo a través de Cristo. Pero esto pasa por alto el hecho significativo de que Cornelio era un prosélito que se había situado bajo el pacto de Israel; en este contexto, sus oraciones y acciones caritativas se volvían aceptables. La influencia de nuestra sociedad pluralista en este grupo de estudio se advierte de forma muy chocante cuando se cita con aprobación a Leslie Newbigin: “El reconocimiento cristiano de Jesús como Señor no significa un intento de negar la realidad de la obra de Dios en las vidas, pensamientos y oraciones de hombres y

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mujeres ajenos a la Iglesia cristiana. Por el contrario, debería implicar una ansiosa expectación, una búsqueda y un regocijo en la evidencia de esa obra […]. Si amamos la luz y andamos en la luz, debemos regocijarnos en la luz dondequiera que la encontremos” (de The Open Secret (El secreto revelado) (S.P.C.K. pág. 198). Si Newbigin entendía por “evidencia de esa obra” la apertura de los corazones paganos al Evangelio de Cristo, entonces debemos asentir de todo corazón, pero no era eso lo que quería decir. Semejante pensamiento superficial se nos muestra al decir que mientras recibir a Cristo trae la salvación, y que mientras “aquellos que le rechazan están perdidos”, los que nunca han oído el Evangelio serán juzgados “según la luz que hayan recibido”. ¿Pero qué es lo que significa eso? Sir Norman Anderson se permite aclarárnoslo. Tras referirse a la salvación de los santos del Antiguo Testamento a través de los méritos de Cristo, el profesor Anderson continúa diciendo: “¿No podemos creer que ocurriría lo mismo con el seguidor de otra religión, en cuyo corazón el Dios misericordioso haya estado obrando a través del Espíritu, haciéndole comprender su pecado y la necesidad de arrepentimiento, siendo capacitado, por así decirlo, en la penumbra, para arrojarse en brazos de la misericordia de Dios?” (Christianity and Comparative Religion) (El cristianismo y las religiones comparadas) (págs. 100–107). Pero igualar la fe de hombres y mujeres bajo el pacto de Israel con la fe de un pagano “iluminado” es una malinterpretación increíble de la religión del Antiguo Testamento y su relación única con el cristianismo. Peter Cotterel amplía los mismos argumentos en Mission and Meaninglessness (Misión y sinsentido) (SPCK, 1990), al igual que Clark Pinnock en A Wideness in God’s Mercy (Una amplitud en la misericordia de Dios) (Zondervan, 1992), al que Hywell R. Jones ha contestado eficazmente en Only One Way (Solo un camino) (Day One Publications, 1996). Ninguno de estos escritores llega a sugerir que se pueda recibir la salvación de otro lugar que no sea la expiación de Cristo, pero uno va tan lejos como para indicar que puede haber salvación en otras religiones “aunque a través de la mediación de Cristo” (G. Tomlin, Evangelical Anglicans) (Anglicanos evangélicos) (SPCK, 1993, pág. 89). En cualquier caso, este asunto no se queda en una pelea de titanes; va más allá de los teólogos y grupos de estudio. El primer Mandamiento es el primero porque sus implicaciones alcanzan muy lejos. Las frases “no tendrás dioses ajenos delante de mí” y “Yo, yo Jehová, y fuera de mí no hay quien salve” (Isaías 43:11) son, en efecto, las mismas. Dios enseña a su pueblo que no hay otro dios y que no hay ninguna otra salvación, que todo lo demás es falso. EXCLUSIVISMO E INTOLERANCIA La afirmación “no tendrás dioses ajenos delante de mí” no es simplemente un comentario negativo en cuanto que todas las religiones son inútiles, sino una afirmación de la exclusividad del Dios único y verdadero. El primer Mandamiento no solo dice: “no deberás adorar a otros dioses”, sino que no hay otros dioses a los que adorar, como Pablo reconoce en 1 Corintios 8:4: “no hay más que un Dios”. La exclusividad universal del Dios de Israel se muestra también en Isaías 44:6: “Así dice Jehová Rey de Israel, y su Redentor, Jehová de los ejércitos: Yo soy el primero, y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios”. La sociedad puede creer que todos los dioses son verdaderos, pero eso no puede ser cierto para los cristianos a menos que estemos preparados para reducir a nuestro Creador soberano al nivel de los dioses del mundo. El Dios que se mostró en el Antiguo Testamento nunca aceptó a los dioses de las

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naciones circundantes; por el contrario, ordenó a su pueblo que los destruyera. Su rechazo de la conducta de las naciones lo demuestra en Deuteronomio 18:9–13. Aquí no hay ninguna tolerancia. Este Dios, a quien la Biblia siempre declara Dios soberano, nunca da un indicio de que haya otro camino para otras personas. Cuando dijo a los israelitas que no debían adorar como el resto de las naciones, vivir como ellas o adentrarse en sus religiones (Deuteronomio 12:4, 8, 30, 31), no habló como una deidad local cuyo territorio se extendiese aproximadamente desde el río Jordán al este hasta el Mediterráneo al Oeste y desde la frontera siria hasta Egipto de Norte a Sur; habló como el Dios de todo el universo que controla a todos los habitantes de la Tierra, al lado del cual todos los otros dioses son falsos. En cualquier caso, el exclusivismo y la certeza por nuestra parte no implican agresión e intolerancia. Aunque Dios fuera agresivamente intolerante con las religiones del Antiguo Testamento, aun Él permitió que se extendieran por el mundo y solo las destruyó cuando amenazaban la pureza de su pueblo escogido. El Nuevo Testamento admite la existencia de las religiones del mundo e invoca una pacífica demolición de su falsedad con el poder del Evangelio. Los cristianos de hoy, como en el siglo I, pueden vivir pacíficamente con sus vecinos, ya sean religiosos o no, aunque mantengan un Evangelio único y exclusivo. Era Roma, con todo su pluralismo, la que no podía tolerar a los cristianos, y no al contrario. Y eso es exactamente con lo que nos encontramos. Nada es más intolerante con la gente de convicciones que el pluralismo. LA SINGULARIDAD DE CRISTO Cuando Dios ordenó a los israelitas: “no tendrás dioses ajenos delante de mí”, no decía: “vosotros no debéis, pero los demás sí”. Dios puso a su pueblo elegido como modelo para el mundo y venía a decir: “debéis mostrar al mundo el significado de la verdadera religión y la verdadera adoración; lo que sois para mí será un modelo para todo tiempo y para todo pueblo porque no hay otro fuera de mí”. Este es el mismo Dios del que Cristo hablaba cuando declaró que el mandamiento más importante era amar a Dios con todo nuestro corazón, mente y alma (Mateo 22:37). Creer que Cristo se refería solo a los judíos y a los cristianos, o que podía tolerar una definición de “Dios” que incluyera a los musulmanes, hindúes o la visión de la Nueva Era, es francamente fraudulento o estúpidamente ridículo. ¿Realmente creía aquel que afirmó: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9) que Mahoma, Krishna o Gautama podían ser alternativas viables? Si estaba equivocado en la enseñanza de lo que respecta a su propia singularidad, entonces su egocéntrico error no es ningún ejemplo para nosotros; pero si estaba en lo cierto, ¿por qué hay tantos “cristianos” haciendo concesiones al decir que es la “mejor”, la “más cercana” o la “más clara” expresión de la verdad de Dios? ¿No han leído lo suficiente de las vidas de los otros contendientes como para convencerse de que no hay nada más peligroso que una mentira religiosa? EL VALOR DE LAS RELIGIONES ¿Pero no hay ningún valor en este maremagno de religiones? Sí lo hay. De una forma extraña hay un gran valor en todas ellas. Primero porque demuestran la profunda búsqueda de Dios que hay en el ser humano. Nos dicen que nuestra comprensión de la Biblia es totalmente acertada cuando afirmamos que Dios ha puesto eternidad en el corazón de los hombres (Eclesiastés 3:11). Las religiones son el intento del género humano de aferrarse a la eternidad. Un segundo valor en las religiones del mundo es que muestran la conciencia de la

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humanidad frente a su responsabilidad para con Dios. Es por esto por lo que la mayoría de las religiones tienen alguna forma de sacrificio aunque muchos de estos sacrificios se hagan para poner en buena disposición a su dios o dioses; de forma muy parecida a como los niños sacan comida para Papá Noel a fin de ver sus deseos cumplidos. No obstante, las religiones del mundo muestran algo más. Muestran el fracaso total en la búsqueda de paz fuera de Cristo. No hay ninguna certeza de encontrar paz en las religiones del mundo porque en todas ellas se depende de los esfuerzos humanos. Nos basta con leer las inscripciones en las tumbas de las religiones paganas para descubrirlo. No hay ninguna esperanza definitiva, solo la esperanza de que quizá pueda funcionar. El motivo de esto es que la religión humana solo puede empezar por la solución que da el hombre. Por otro lado, el cristianismo empieza por la solución que da Dios. La religión humana jamás podría concebir la idea de Dios viniendo a la Tierra para poder dar la salvación, no a través de su enseñanza sino de su muerte. Esa es la razón por que ninguna religión humana se ha inventado la encarnación y la crucifixión. Similarmente, ninguna religión humana concebiría la idea de Dios haciendo todo lo necesario para la salvación del hombre, ofreciéndola después como un regalo, con el “riesgo” de que el ser humano se aprovechara de esto y se quedara con la salvación sin cambiar de conducta. Por esta razón, ninguna religión humana ha inventado nunca un ofrecimiento así. La religión humana nunca pasaría por encima el esfuerzo humano como principal contribución a la salvación individual, y esa es la razón por que el noble camino óctuple budista y los siete pilares de la sabiduría islámica son llaves para dar acceso al cambio actual y la esperanza futura. En otras palabras, la religión humana siempre enfoca a la Humanidad como la solución a los problemas que afronta la Humanidad. El cristianismo enfoca a Dios como la única solución final. Todas las religiones humanas suprimen la verdad sobre Cristo. Aquel tendero que puso una nota en su escaparate que decía: “Jesucristo no es el Hijo de Dios, solo es un profeta” estaba haciendo lo que todas las religiones: inventaba alternativas a la revelación de Dios. Y es por eso precisamente por lo que Dios empezó sus Mandamientos por donde lo hizo. Las religiones del mundo demuestran una profunda necesidad de Dios por parte de la raza humana, una conciencia de la responsabilidad ante Dios y la absoluta imposibilidad de encontrar paz en Dios fuera de Jesucristo. Tienen valor si podemos verlas como señales que indican la Cruz. Dicen: “Este es el camino equivocado. Ve hacia Cristo”. En cualquier caso, por desgracia, muchos concluyen que señalan al lugar correcto. ¿QUÉ HAY EN UN NOMBRE? Dios empezó por este mandamiento para quitar la basura del camino. Todos los demás dioses traerán el desastre. Pero en Éxodo 20:2, Dios muestra la clase de Dios que es, y solamente sobre esta base podemos seguir con el tercer versículo y el primer Mandamiento. A partir de ahora, a través de los israelitas, Dios dirá al mundo entero: “No hay otro Dios. No debéis tener otro Dios”. ¿Pero por qué no? ¿Quién es este Dios exclusivo? El propósito que hay tras la mayoría de los anuncios es hacer destacar un nombre para que lo recordemos durante la compra. Las empresas buscan destacar el nombre de sus productos para que los asociemos al producto adecuado. Tener un nombre, o construirlo, es fundamental para obtener el éxito comercial. En Éxodo 3:14, Dios se presentó ante Moisés en la zarza ardiente del desierto. Dijo a Moisés que volviera y ordenara al Faraón que dejara marchar a los israelitas; pero

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primero debía comunicar al pueblo que Dios estaba con ellos. Entre las excusas que Moisés presentó estaba la posibilidad de que el pueblo preguntara: “¿Quién es tu Dios? ¿Cómo se llama?”. Moisés quería saber cómo debía responder. La palabra “Elohim” es la palabra hebrea para “dios” pero no contiene ninguna referencia a un dios en concreto. Aun los dioses de las naciones se llaman “Elohim”. Egipto tenía sus dioses también; así pues, ¿qué diferenciaba a este Dios de los israelitas? Dios contestó a Moisés recordándole el nombre especial con el que los Patriarcas (Abraham, Isaac y Jacob) le habían conocido. Ordenó a Moisés que fuera ante el pueblo y les dijera: “YO SOY me envió a vosotros”. Diles que el YO SOY ha venido y que el YO SOY te ha hablado. El Dios que es autosuficiente, con existencia propia, sin principio ni fin. El Dios creador que no necesita nada de vosotros. No necesitáis alimentarlo porque Él os alimenta a vosotros. No necesitáis portarlo porque Él os lleva a vosotros. Él tiene vida y poder en sí mismo. De hecho, no os necesita, pero vosotros sí le necesitáis. Moisés y el pueblo podían comparar a este Dios “YO SOY” con los dioses de Egipto. Al amanecer, los sacerdotes egipcios llamaban a las puertas de los templos para despertar a sus dioses. Luego los lavaban y les servían el desayuno, los sacaban al sol durante el día y, al atardecer, los acostaban para la noche. Moisés dijo al pueblo que el YO SOY, el autosuficiente, el que tiene existencia propia, el Dios completamente distinto a los demás había venido para liberar a su pueblo. Cuando los judíos ofrecían sus sacrificios a Dios, nunca debían pensar que sus ofrendas sirvieran de comida y bebida para mantener a su Dios. Su Dios no necesitaba nada de ellos. Él era el YO SOY, Él era Jehová. En el capítulo 5 consideraremos de nuevo la palabra Jehová; ninguna nación distinta a los israelitas la utilizó jamás, era propia de ellos. Llevaba consigo la garantía de un Dios absolutamente fidedigno que cumplía las promesas que hacía. Era el nombre del “pacto” de Dios con Israel. Yahveh (Jehová) era el Dios que había elegido a Israel de entre todas las naciones de la Tierra, y a través de ellos bendeciría a todas las naciones de la Tierra (Génesis 12:2, 3). Es por este motivo por el que a Dios le importaba utilizar este título en la introducción a los Diez Mandamientos. Le está diciendo al pueblo: “Quiero que comprendáis la clase de Dios que YO SOY. YO SOY el Dios creador de todo y YO SOY el Dios autosuficiente. No necesito nada de vosotros pero os haré promesas que guardaré. Esta es una relación especial”. Aun en su grado más bajo de apostasía, los israelitas nunca olvidaron el nombre especial o su significado; y nunca pensaron que su Dios fuera un dios local. Para las naciones había dioses de las montañas, si se subía a las montañas se les oraba. Si se iba al valle, no servía de nada orar al dios de las montañas, había que orar al dios del valle. Y así con todo. Pero los israelitas tenían el Dios del mundo. Abraham una vez oró: “El juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Génesis 18:25), e Israel nunca lo olvidó. Abraham no dijo: “El Dios de la llanura alrededor del mar Muerto ¿no ha de hacer lo que es justo?”. EL DIOS QUE ACTÚA “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre”. Este era un recordatorio de los poderosos hechos de Dios en Egipto. La gente solo tenía que rememorar las terribles plagas, el ángel de la muerte que pasó sobre sus propias casas, el milagro de las tinieblas que detuvieron al ejército egipcio, la separación del mar Rojo y su desplome sobre los carros, para comprender la necedad de preferir a un ídolo antes que al Dios que

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había mostrado su poder. Pablo desprecia a los dioses del mundo diciendo que no son dioses en ningún sentido (Hechos 19:26). Dios nunca ha estado sin testimonio; el mundo entero y el universo demuestran que Dios actúa y es poderoso (Romanos 1:20), y nadie tiene una excusa para no reconocerle. Desde los suburbios de Calcuta hasta los basureros de Filipinas, hay evidencias de la acción de Dios. Hay pocos que no puedan mirar al cielo nocturno, escuchar el canto de los pájaros o ver la increíble forma de un recién nacido sin maravillarse. Todo esto es Dios actuando. Pero para aquellos que tienen su especial revelación en las Escrituras y que, por tanto, pueden leer sus grandes hechos a lo largo de la Historia y especialmente la venida de su Hijo Jesucristo, hay menos excusas aún para mirar hacia los ídolos de la sociedad occidental. EL DIOS QUE ESTÁ PRESENTE Frecuentemente tenemos visitas de otros países en casa, y una de nuestras primeras preguntas suele ser sobre sus familias. Es muy habitual que respondan: “¿Quieren ver a mi mujer y a mis hijos?”. Por supuesto que querríamos, pero nunca esperamos que pasen al salón en ese momento de la conversación. Una foto desgastada sale de la cartera y podemos ver las caras de su familia; puede que estén a 8000 kilómetros de distancia, pero podemos verlos. En los tiempos de Moisés “ver” la cara de alguien significaba por fuerza estar ante él; no había ninguna otra forma de verlo. En Éxodo 20:2 Dios llamó la atención de su pueblo sobre algo muy significativo. La frase “delante de mí” (v. 3) es la traducción de dos palabras hebreas (al pani) que significan “ante mi rostro”. Entre los enseres del Tabernáculo, y más tarde del Templo, había una mesa sobre la que diariamente se presentaba pan ante Dios. La Versión Reina-Valera se refiere a él de manera poco adecuada como el “pan de la proposición” (en Éxodo 25:30, por ejemplo). Una traducción más literal y conveniente sería “el pan de la presencia” (LBLA) o “el pan del rostro” (LBLA margen); era el pan que se presentaba ante el rostro de Dios. En Éxodo 33, Dios promete a Moisés “Mi presencia (pani: mi rostro) irá contigo” (v. 14), y Moisés toma esto como base de su ruego: “Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí” (v. 15). En cada caso, la raíz de ambos términos “mi rostro” y “tu rostro” es la misma. En algunas versiones se “mistifica” la palabra “presencia” al ponerla con mayúscula, algo que no sucede en el original hebreo. La frase “el rostro del Señor” tiene lugar con frecuencia en el Antiguo Testamento y siempre se refiere a la presencia de Dios; como tal, es una palabra “evangelística” porque igual que la voz de Dios es gracia puesto que no necesita hablarnos, así su presencia también lo es. El pecado siempre tiene como resultado que Dios aparte su presencia. La primera consecuencia trágica de la Caída se describe en Génesis 3:8, donde se utiliza la misma palabra. Se pierde en la traducción de Reina-Valera, pero su sentido literal es: “se escondieron del rostro de Jehová Dios”. De manera similar, tras el primer asesinato “salió Caín de la presencia del Señor” (Génesis 4:16). No puede haber nada peor que esto en toda la experiencia de la raza humana. Es la sensación de la desolación e inutilidad absolutas. El pecado nos separa de la presencia de Dios, y la salvación es la restauración de esa presencia al pecador; por esta razón Cristo murió “para llevarnos a Dios”: para llevarnos de nuevo a su presencia (1 Pedro 3:18). La presencia de Dios es una marca distintiva de los cristianos y, por tanto, de la Iglesia cristiana. Evidentemente, un cristiano es alguien que tiene una relación con Dios, que anda en amistad con Él. Esa es la inversión de la Caída. La

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descripción de Moisés era la de quien ha “conocido a Jehová cara a cara” (Deuteronomio 34:10), y el salmista anhelaba tener la misma experiencia: “Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová” (Salmo 27:8). La palabra hebrea pani se utiliza en cada ocasión. Es la auténtica presencia de Dios, y no solo su capacidad para verlo todo, (lo que se llama omnisciencia), lo que debería infundirnos temor a nuestro Dios (Jeremías 5:22). Lo que Moisés pedía en el ruego registrado en Éxodo 33:15 no era solo que Dios “echara un vistazo a su pueblo”, sino que mantuviese su presencia entre ellos. La frase “delante de mí” no implica que podamos tener otros dioses siempre que Él sea el primero. Tampoco significa que Dios estuviera entre su pueblo con un aura o “Presencia” fantasmagórica, aunque el fuego y la nube fueran símbolos de su presencia. También es algo más que la afirmación de que Dios es un Dios que ve; después de todo, un Dios que ve podía ver a distancia, igual que nosotros podemos ver un eclipse de Luna. El significado fundamental del mandamiento: “No tendrás dioses ajenos ante mí” es que, instantáneamente, la gente recuerda que no hay sitio para otros dioses en la presencia de este Dios santo. La nación de Israel (y a través de ella toda la raza humana) tienen una clara elección: puede tener a Dios o no. Lo que nunca pueden tener es el privilegio de su presencia y al mismo tiempo enredarse en las falsas religiones del mundo que les rodea. Según 2 Reyes 17:33, el pecado de las naciones extranjeras que se asentaron en Samaria, después de ser conquistada por los babilonios, era que “temían a Jehová, y honraban a sus dioses”. Eso no valía. El Dios de Israel nunca toleró el sincretismo, la impía mezcla de dioses. Y sigue sin hacerlo. La forma de su primer mandato muestra que no hay otros dioses aparte del único y verdadero Creador soberano, si hay alguien que lo crea, nunca experimentará la presencia y realidad de Dios. EL DIOS CREADOR Cuando Salomón construyó el magnífico Templo en Jerusalén, podía haber copiado a las naciones diciendo: “Bueno, ahora solo nos queda entrar para encontrarnos con Dios sentado ahí dentro”. Por el contrario, Salomón oró así en la dedicación del templo: “Jehová Dios de Israel, no hay Dios semejante a ti en el cielo ni en la tierra, que guardas el pacto y la misericordia con tus siervos que caminan delante de ti de todo su corazón; que has guardado a tu siervo David mi padre lo que prometiste; tú lo dijiste con tu boca, y con tu mano lo has cumplido, como se ve en este día […]. Mas ¿es verdad que Dios habitará con el hombre en la tierra? He aquí, los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener; ¿cuánto menos esta casa que he edificado? […]. Tú oirás desde los cielos, desde el lugar de tu morada, su oración y su ruego, y ampararás su causa, y perdonarás a tu pueblo que pecó contra ti” (2 Crónicas 6:14–15, 18, 39). Jonás, el profeta desobediente cuya aventura submarina es de todos conocida, se sostuvo sobre la cubierta de un barco sacudido por la tormenta afirmando su creencia en “Jehová, Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra”. Para él, no era ningún dios local de la tormenta. Job habló a Dios de la misma manera: “Él extiende el norte sobre vacío, cuelga la tierra sobre nada. Ata las aguas en sus nubes, y las nubes no se rompen debajo de ellas. Él encubre la faz de su trono, y sobre él extiende su nube. Puso límite a la superficie de las aguas, hasta el fin de la luz y las tinieblas” (Job 26:7–10). Esas no son las palabras de un hombre primitivo que adoraba a una deidad local. Son las palabras de un hombre que no sabía nada de las naves espaciales o de personas andando por la Luna, que nunca había mirado a través de un telescopio

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y no tenía ningún conocimiento de la redondez de la Tierra, pero que conocía al único y verdadero Dios: el Dios de Israel. Los satélites espía norteamericanos pueden identificar objetos con una precisión de hasta treinta centímetros. Pero los Israelitas sabían del cuidado perpetuo de su tierra por parte de Dios: “Tierra de la cual Jehová tu Dios cuida; siempre están sobre ella los ojos de Jehová tu Dios, desde el principio del año hasta el fin” (Deuteronomio 11:12). No obstante, su Dios era mucho mayor que la tierra de Israel porque “puso límite a la superficie de las aguas, hasta el fin de la luz y las tinieblas” (Job 26:10), y “los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos” (Proverbios 15:3). Similarmente, Malaquías ansiaba el día en que el nombre de su Dios fuera grande “entre las naciones” (1:11). Pablo, predicando en Atenas, quizá 2000 años después de Job, afirmó ante los griegos con su gran panteón de dioses y diosas que “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas” (Hechos 17:24). EL DIOS CONOCIDO Dios se presentó ante el pueblo con estas palabras: “Yo soy Jehová tu Dios”. Nunca esperó que nadie le adorara como algo desconocido o incognoscible. La palabra hebrea para Dios es “Elohim”. Es la palabra que Dios utiliza al principio de la Biblia cuando nos muestra su actividad creadora. En la Biblia, y por tanto para los israelitas, no cabe ninguna duda de que Dios es el Creador. Eso no da la posibilidad de ninguna discusión intelectual, análisis científico o debate teológico. La Biblia lo afirma como una cuestión de verdad lisa y llana. Sin embargo, al crear al hombre y la mujer, Dios los creó como una parte distinta de todo el resto de la Creación. Nos creó con eternidad en nuestros corazones (Eclesiastés 3:11). Eso es algo que ninguna otra parte de la Creación tiene. “Y fue el hombre un ser (alma) viviente” (Génesis 2:7). Y cuando Dios creó al hombre, lo creó para que le adorara. Eso es una cosa acerca de la relación del hombre y la mujer con Dios que no se aplica a su relación con el resto de la Creación: Dios y Adán y Eva tenían una relación espiritual de amistad y comunión entre ellos. Esto se describe en Génesis 3:8 como “Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día”. Había una unidad de amistad entre Dios y el hombre que era cualitativa y exclusivamente distinta del resto de la Creación. Dondequiera que encontremos gente, siempre está adorando. Nunca, en toda la superficie de la Tierra y a lo largo de toda su Historia, se ha encontrado una tribu o nación que no adorara. Los gobiernos ateos se han visto obligados a invertir grandes sumas de dinero en educar a hombres y mujeres para que no adoren. La adoración es la inclinación natural de la raza humana. En todos nosotros hay un anhelo de adorar a Dios, y eso es algo que nunca hemos perdido del todo. De todas formas, en esta era moderna estamos expulsando la eternidad de nuestras mentes, pero la eternidad sigue ahí y no está dispuesta a desaparecer. Siempre nos está importunando. Esto es lo que significa cuando la Biblia se refiere a Cristo como “luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (Juan 1:9). La luz que todo el mundo posee cuando llega al mundo, y que el reino animal desconoce, es una conciencia de la realidad de Dios. Muchos padres cristianos, al enseñar a su hijos la fe cristiana, han utilizado el libro Leading Little Ones to God (Llevando a los pequeños a Dios). Quizá sea un título curioso, pero el libro está repleto de buena teología, y tiene una frase que expresa muy bien la conciencia de Dios en las almas de todos. El libro explica que “algunos dicen que Dios no existe y nunca oran”. A continuación, la autora dice:

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“pero en lo más profundo de sus corazones hay una pequeña voz que dice: ‘Sí, hay un Dios’.” Eso es excelente teología. Hay mucha gente que despreocupadamente concluye: “Dios no existe. No creo en Dios”. Pero en lo más profundo de sus corazones hay una voz que dice: “Sí, hay un Dios. Sabes que lo hay”. Hay muy pocos ateos auténticos en el mundo, porque Dios creó al hombre y la mujer con una sed insaciable para encontrar la realidad espiritual. Aunque Satanás haya pintarrajeado toda la Creación de Dios, en lo más profundo, la naturaleza humana sabe que hay un Dios. Eso explica el actual aumento del interés en la Nueva Era, la reencarnación y las religiones del mundo. Nuestra era moderna está desesperada por encontrar la realidad espiritual aunque rechacemos aceptar que la sed consiste en eso. ¿Pero sabemos que hay solo un Dios verdadero? En Romanos 1:19, 20, Pablo deja muy clara la situación: “Porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa”. No se podía haber escrito más claramente. Nadie tiene excusa cuando se vuelve al panteón de las religiones del mundo. Cuando miramos al cielo que nos cubre, deberíamos decir, como concluye el salmista en el Salmo 19: “Los cielos cuentan la gloria de Dios”. Este maravilloso universo habla de Dios. Y lo que es más importante, habla solo de Jehová Dios que se reveló a los judíos. Tanto si una religión es intelectual para que solo los inteligentes puedan entenderla, filosófica para disfrute de los sabios, moral para que los justos la mantengan, supersticiosa para que los ignorantes la adopten, o ya sea politeísmo, paganismo, ocultismo o materialismo, se trata de un engaño del gran enemigo de Dios: Satanás. Cualquiera que sea la religión, o su ausencia, es una violación del primer Mandamiento porque se niega a aceptar al Dios soberano como el único Dios. Pablo escribió de este modo sobre el politeísmo y el ateísmo: “Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, y de reptiles” (Romanos 1:21–23) CUANDO SE ROMPE LA PRIMERA REGLA De los Diez Mandamientos, ocho son negativos porque Dios sabe que el pecado nos lleva inevitablemente a la desobediencia de su voluntad, de modo que debe empezar por decirnos qué es lo que no debemos hacer. Si solo decimos a las personas lo que deben hacer, siempre podrán decirnos: “Bueno, eso sí lo hago”, y seguro que en alguna parte de sus vidas lo llevan a cabo. Digámosle a un hombre que ame a su mujer y la mayoría de ellos dirá que lo hace, o que al menos lo ha hecho. Pidámosle que no cometa adulterio y será un mandamiento que se mantiene durante toda la vida. Si decimos a un hombre que ame a Dios, puede protestar diciendo que lo hace, pero cuando le recordamos la parte negativa: “no tendrás dioses ajenos”, deberá admitir que en algún momento ha fallado. El cristiano que ama a Dios no está libre de culpa en este aspecto; ninguno de nosotros puede decir que nunca tiene ambiciones, intereses, amores, deseos, orgullo o egoísmo que pugnen por el primer lugar en su vida. Este es el primer mandamiento porque es el más importante de todos. Pero a pesar de ser el más importante, es el que más constantemente quebrantamos. Cada demostración de superstición occidental es una violación del primer

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Mandamiento. Aquellos que tocan madera, espolvorean sal, cruzan los dedos, así como los que leen el horóscopo, visitan al quiromántico o consultan al médium, están todos en la misma categoría del deportista que se calza “religiosamente” la bota izquierda antes de la derecha, lleva la corbata correcta para traerle suerte o que devotamente se santigua antes de la carrera. El culto de adoración a la personalidad, sea deportiva o musical, es una forma moderna de quebrantar este Mandamiento. El Papa Pío XII se lo habría pensado antes de declarar a María “Reina del Cielo” si alguien hubiera dirigido su atención al pasaje de Jeremías 7:18: “Los hijos recogen la leña, los padres encienden el fuego, y las mujeres amasan la masa, para hacer tortas a la reina del cielo y para hacer ofrendas a dioses ajenos, para provocarme a ira”. Pocos declararán no creer en Dios de alguna forma —solo un necio niega lo obvio (Salmo 14:1)—, pero cualquier cosa que pongamos en primer lugar en nuestras vidas se lo quita a Dios, por muy legítima que sea en sí misma. Shirley MacLaine popularizó la religión de la Nueva Era en sus libros de superventas. En uno de ellos expresaba su propia filosofía en estas palabras: “Sé que yo existo, por tanto YO SOY. Sé que el Dios-origen existe. Por tanto, LO ES. Puesto que yo soy parte de esa fuerza, entonces YO SOY ese YO SOY”. No hay duda de la referencia intencionada que hay aquí. La filosofía de la Nueva Era es una de las más evidentes violaciones del primer Mandamiento. Cuando los gurús predican que todo es uno (monismo), o que la Madre Tierra (Gaia) observa nuestra evolución, o que los espíritus del pasado (canales) pueden guiarnos por la vida, la mayor ley de Dios ha sido quebrantada. Cuando le preguntaron a Jesús cuál era el mayor Mandamiento de la ley, respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento” (Mateo 22:37, 38). Es interesante que esta frase no aparezca aquí en Éxodo 20, aunque podamos encontrarla en Deuteronomio, justo después de que Moisés repitiera por segunda vez los Mandamientos al pueblo de Dios (Deuteronomio 5): Jesús citó Deuteronomio 6:5. De hecho, estaba diciendo: “Os diré lo que significa el primer Mandamiento. Significa que debéis amar a Dios lo primero y por encima de todas las cosas; cualquier cosa por debajo de eso es una violación de la mayor ley”. Estos dos versículos en Mateo 22 son el comentario de nuestro Señor sobre el primer Mandamiento. Es claramente insuficiente creer en un Dios; eso no nos pone muy por delante de los propios demonios (Santiago 2:19); debemos amar a Dios con nuestro corazón, mente y alma. Un simple teísta no guarda este Mandamiento más de lo que lo puede hacer un ateo; y un deísta no lo cumple más que un panteísta o un politeísta. “Amar” a Dios es obedecerle y confiar en Él. Dios nunca está satisfecho con un simple asentimiento intelectual; reclama la creencia que se manifiesta en adoración y entrega. El filósofo Teilhard de Chardin sugiere que solo hay dos opciones para el ser humano: la adoración o la aniquilación. Casi está en lo correcto. En realidad las opciones son: adoración o separación eterna. Algunos dicen que es tan difícil amar a Dios porque no podemos verle. Pero sí podemos. Por eso vino Cristo, y por eso dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Por eso la Biblia nos dice que Él es la “imagen misma” de Dios (Hebreos 1:3), y que en Cristo hemos visto “su gloria, gloria como la del unigénito del Padre” (Juan 1:14). Obedecer este Mandamiento es simplemente poner a Cristo en el primer lugar de nuestras vidas. De esta forma honramos y amamos al Padre. Aquel que ama al Hijo, ama al Padre y aquel que ama al

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enviado, ama al que le envió. El cumplimiento de Éxodo 20 es amar a Cristo con todo nuestro corazón. Todas las demás religiones desobedecen el primer Mandamiento, porque si no amamos a Cristo en primer lugar, tampoco amamos al Padre por encima de todo. Si no amamos al Padre por encima de todas las cosas, no obedecemos este Mandamiento, y si no lo obedecemos hemos cometido el mayor de los pecados. Debemos probar nuestra obediencia al primer Mandamiento con nuestro amor a Cristo. ¿Cuál es nuestra lealtad hacia Él? Esta es la razón por que la Ley es tan buena para nosotros; es parte del Evangelio porque nos lleva al Calvario. Necesitamos su perdón por quebrantar el primer Mandamiento, porque sabemos que está por encima de todos los demás. Solo hay un Dios y debemos adorarle solo a través de Cristo. Capítulo 4 No adores ídolos No te harás imagen. Éxodo 20:4–6 En 1878, China sufrió una de sus peores hambrunas. El Times informó que unos 70 millones de personas estaban muriendo de inanición; eso era más que la población de Gran Bretaña y América de aquel tiempo juntas. Un sabio confucianista llamado Hsi Shengmo tenía mucho miedo de los ídolos con caras grises que había en su pueblo durante su infancia, y sufría pesadillas al acecharle durante el sueño sus facciones retorcidas. Ahora, con una terrible sequía en todo el territorio, con un Sol de justicia abrasando desde un cielo despejado, el suelo agrietado como un desierto y la gente muriendo por cientos de miles, los hombres del pueblo de Hsi se volvieron a sus ídolos en busca de ayuda. Pero la lluvia seguía sin venir. Al principio les ofrecieron fiestas y banquetes en un desesperado intento de mejorar su humor. Los aldeanos montaron espectáculos teatrales para que se divirtieran. Pero la lluvia seguía sin venir. Al final, la gente acabó poniendo a sus ídolos al sol hasta que la pintura se les cayó a tiras, para que supieran cómo se sentían los aldeanos. Se mantuvo la vana esperanza de que los ídolos hicieran llover en defensa propia. Qué inútil, qué trágico. Recordaba tristemente la competición que enfrentó en el monte Carmelo a Elías con los profetas de Baal: “Pero no hubo ninguna voz, ni quien respondiese ni escuchase” (1 reyes 18:29). El único valor de ese triste suceso en China fue convencer a Hsi Shengmo de que tenía que haber un poder más alto que el de aquellos necios ídolos. Preparó su corazón para la llegada de Cristo. La historia de la raza humana es la historia de la idolatría; cada raza y cada generación crea sus ídolos de una u otra forma. La civilización occidental moderna no es ninguna excepción. Podemos preguntarnos por qué Dios distinguió entre hacer ídolos y “no tener dioses ajenos”. Podría parecer que cometer el primero significa quebrantar el otro. Pero Dios es demasiado sabio como para repetirse innecesariamente. El primer Mandamiento establece la clase de Dios que adoramos; Él es el único; nunca ha habido ni nunca habrá ningún otro Dios. La naturaleza de Dios que se muestra en la Biblia no le pone por encima de los demás dioses sino que afirma que todos los demás candidatos creados por la imaginación humana no son dioses de ninguna clase. Este Dios no está por encima de los demás, como Zeus estaba en el primer lugar de los panteones griegos: simplemente no hay otros. Adorar cualquier otra cosa es no adorar en absoluto. El segundo Mandamiento se centra en la facilidad con que quebrantamos los demás: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el

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cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso”. Como vimos en el capítulo anterior, los hombres y mujeres no encuentran difícil creer en Dios: la evidencia está por todas partes. El mundo entero se encuentra sin excusa para el escepticismo, porque creer en Dios es lo más natural y obvio (Romanos 1:19, 20). El ateísmo es una religión difícil de tragar porque choca frontalmente con la evidencia. Debemos adorar porque tenemos una mente programada para la eternidad. Pensamos en la eternidad, somos conscientes de que hay una eternidad y tememos la eternidad porque sentimos nuestra responsabilidad ante Dios. Aquellos que alaban las virtudes de los escritores sagrados hindúes o musulmanes, por ejemplo, y afirman que son igualmente aceptables para la verdadera deidad, han pasado por encima el hecho de que para ser consecuentes deben admitir lo mismo para los panteístas (Dios es todo), los animistas (todo es Dios) y los seguidores de la Nueva Era. Lógicamente, la puerta del pluralismo no puede cerrarse a nadie, cualquiera que sea su creencia. El hacerlo es reivindicar normas de juicio sobre cuál es la falsa religión y cuál la verdadera, ¿y de dónde salen esas normas? En los tiempos de Moisés, las naciones circundantes no carecían de ídolos. Mantenían a una cantidad respetable de deidades, y por encima de todas ellas estaban El, Baal (o Hadad, el dios de la tormenta) y Dagón; también había diosas: Asera, Astarté y Anoth (las diosas del sexo y la violencia). Baal tenía forma de toro y Asera de vara tallada. Cada Dios se representaba con su forma física, y ese era el ídolo. El mundo antiguo no podía creer en un Dios que no pudiera ser visto, y eso era parte de la singularidad de la fe de Israel: su Dios era invisible. Las naciones buscaban en vano al Dios de Israel. Cada ciudad pagana tenía sus dioses, templos, sacrificios, sacerdotes, sacerdotisas y prostitutas del culto. Posiblemente algunos utilizaban el sacrificio humano y probablemente muchos practicaban el grotesco sacrificio infantil asociado al dios Moloc. No cuesta mucho trabajo imaginar el estilo de vida de la gente que adoraba a semejantes dioses. Es cierto que las civilizaciones antiguas tenían leyes, como el código de Hammurabi, pero estas leyes se centraban principalmente en la propiedad, no en las personas. Lo que es cierto en cualquier caso es que no había relación entre los ídolos y las leyes morales de las ciudades tribales. Estos árboles y rocas tallados no daban leyes morales, no inspiraban leyes morales y no aprobaban ninguna ley moral. En el mejor de los casos eran amorales en lo que esperaban de la gente e inmorales por el ejemplo de las historias que les rodeaban. Su inspiración se ve claramente en la descripción de Acab, rey de Israel: “Él fue en gran manera abominable, caminando en pos de ídolos, conforme a todo lo que hicieron los amorreos, a los cuales lanzó Jehová de delante de los hijos de Israel” (1 Reyes 21:26), y la última acusación en contra de Manasés es que hizo “más mal que todo lo que hicieron los amorreos” (2 Reyes 21:11). ÍDOLOS PARA TODOS Hace un siglo, John Paton fue de misionero a las Nuevas Hébridas en el Océano Pacífico. Tras años de fructífero trabajo, en los que muchos caníbales se convirtieron a Cristo, Paton visitó Australia. Durante su estancia allí descubrió que muchos hombres blancos habían llegado a la conclusión de que los aborígenes no estaban por encima de los animales porque al parecer no había ninguna evidencia de que adorasen. Nadie les había visto adorar, por lo que debían de ser bestias salvajes. A partir de su experiencia, Paton estaba convencido que debían

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de adorar algo, por lo que se lanzó a su búsqueda. Paton descubrió que los aborígenes llevaban a todas partes pequeñas bolsas llenas de guijarros. Finalmente consiguió convencer a un aborigen para que reconociera que aquellos guijarros no eran nada menos que sus dioses. La razón por que los habían escondido era que muchos años antes los hombres blancos se habían reído de sus dioses-guijarro y los aborígenes habían decidido que nunca más enseñarían sus ídolos al hombre blanco. Paton llevaba razón al afirmar que aquellos aborígenes “no eran bestias incapaces de conocer a Dios, sino seres humanos clamando por un dios de algún tipo”. Prosiguió: “Tampoco creo que se llegue a encontrar jamás una tribu que, una vez interpretados correctamente su lenguaje y costumbres, no muestren su conciencia de la necesidad de un Dios, y la capacidad divina de mantener relación con las fuerzas invisibles, de la que las bestias (animales) no revelan el más mínimo atisbo”. Dios comenzó sus Mandamientos ordenando: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” porque sabía que la Humanidad iba a creer en Dios o en dioses y que, por tanto, debíamos saber cuál era el Dios único y verdadero. Dios añadió después el segundo Mandamiento porque sabía que nuestro próximo paso sería decir: “No podemos entender a este Dios. Es demasiado grande, demasiado vasto. Lo reduciremos a un tamaño que podamos comprender”. De modo que con piedras, guijarros y árboles, el hombre haría un Dios de tamaño humano. En otras palabras, Dios dio el segundo Mandamiento para proteger el primero. La historia del becerro de oro en Éxodo 32 lo demuestra. El pueblo quería a Dios. Habían estado hablando con Moisés, el representante de Dios. Habían oído la voz de Dios, habían visto los truenos y relámpagos, y tenían la terrible sensación de la presencia de Dios. Pero todo era demasiado para ellos. Querían un dios que pudieran ver, sentir y tocar: un dios que pudieran controlar. No es ninguna coincidencia que cuando Aarón derritió el oro del pueblo “saliera” la figura del becerro (Éxodo 32:24). El toro Apis había sido adorado en Egipto desde los primeros tiempos como un símbolo de la fertilidad y la fuerza. Apis representaba el dios principal de Menfis así como el dios del río Nilo y sus periódicas y vitales inundaciones. El toro era también una de las tres representaciones del faraón, junto con el león y el halcón. En Egipto, el toro Apis era un animal vivo que recibía grandes honores y adoración durante su vida (unos dieciocho años), al aparecer ante las multitudes. Cuando el toro Apis moría, era enterrado con todos los honores en los grandes panteones de los muertos, y los sacerdotes recorrían Egipto hasta encontrar el nuevo becerro al que llevar triunfalmente a su especial “casa de Apis”. Está muy claro cuán infectado de idolatría egipcia estaba el pueblo israelita después de 400 años de esclavitud. Este deseo de visualizar a nuestro Dios es casi irreprimible, se esconde tras la mayoría de las imágenes de María y de los santos y de las imágenes que se asocian al culto “cristiano”. Aun Moisés anhelaba ver a Dios (Éxodo 33:18) y se le dijo que se contentara con ver algo menos que eso (v. 20). La idolatría convierte a la Humanidad en una burla. Es la pintada del diablo sobre toda el alma del adorador de ídolos. Por eso los profetas del Antiguo Testamento se reían de los ídolos de las naciones. La burla de Isaías es tan gráfica que merece la pena citarla con amplitud: “Los formadores de imágenes de talla, todos ellos son vanidad, y lo más precioso de ellos para nada es útil; y ellos mismos son testigos para su confusión, de que los ídolos no ven ni entienden. ¿Quién formó un dios, o quién fundió una imagen que para nada es de provecho? He aquí que todos los suyos serán

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avergonzados, porque los artífices mismos son hombres. Todos ellos se juntarán, se presentarán, se asombrarán, y serán avergonzados a una. El herrero toma la tenaza, trabaja con las ascuas, le da forma con los martillos, y trabaja en ello con la fuerza de su brazo; luego tiene hambre, y le faltan las fuerzas; no bebe agua, y se desmaya. El carpintero tiende la regla, lo señala con almagre, lo labra con los cepillos, le da figura con el compás, lo hace en forma de varón, a semejanza de hombre hermoso, para tenerlo en casa. Corta cedros, y toma ciprés y encina, que crecen entre los árboles del bosque; planta pino, que se críe con la lluvia. De él se sirve luego el hombre para quemar, y toma de ellos para calentarse; enciende también el horno, y cuece panes; hace además un dios, y lo adora; fabrica un ídolo, y se arrodilla delante de él. Parte del leño quema en el fuego; con parte de él come carne, prepara un asado, y se sacia; después se calienta, y dice: ¡Oh! me he calentado, he visto el fuego; y hace del sobrante un dios, un ídolo suyo; se postra delante de él, lo adora y le ruega diciendo. Líbrame, porque mi dios eres tú. No saben ni entienden; porque cerrados están sus ojos para no ver, y su corazón para no entender. No discurre para consigo, no tiene sentido ni entendimiento para decir: Parte de esto quemé en el fuego, y sobre sus brasas cocí pan, asé carne, y la comí. ¿Haré del resto de él una abominación? ¿Me postraré delante de un tronco de árbol? De ceniza se alimenta; su corazón engañado le desvía, para que no libre su alma, ni diga: ¿No es pura mentira lo que tengo en mi mano derecha? (Isaías 44:9–20) La burla es casi cruel. Isaías está diciendo: “¿Viste al herrero trabajando con todas sus fuerzas en su yunque? ¿Qué estaba haciendo? Sudaba tanto que al final del día estaba deshecho; estaba cansado, tenía hambre y sed. Estaba fabricándose un dios: ¡Qué inteligente por su parte! ¿Y viste al carpintero? Su caso era más ridículo aún. Salió al bosque y encontró un árbol adecuado, lo taló y se lo llevó a casa; lo tumbó en el suelo, lo miró de arriba a abajo y se dijo: ‘Ah sí, ¡esa mitad servirá para hacer un buen fuego que cocine mis alimentos y de la otra mitad saldrá un bonito ídolo!’ Necios. Vuestros ídolos tienen ojos, porque los hicisteis cuidadosamente, ¡pero no ven nada! Les tallasteis oídos, pero no oyen. Les disteis boca, y servís comida ante ellos cada día, ¿pero acaso comen? Si os lo podéis permitir, los cubrís de plata; pero los cubráis con plata o no, se acaban pudriendo. Aun a algunos de ellos los cubrís de oro y, por si acaso alguien se los lleva, ¡encadenáis a vuestros dioses de oro!” Jeremías presenta una imagen parecida, y gráficamente se refiere a los ídolos como “espantapájaros en un melonar” y luego se mofa: “No tengáis temor de ellos, porque ni pueden hacer mal, ni para hacer bien tienen poder” (Jeremías 10:5). Comparemos todo esto con la descripción que hace Isaías de Dios: “¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palmo, con tres dedos juntó el polvo de la tierra, y pesó los montes con balanza y con pesas los collados? ¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová o le aconsejó enseñándole? ¿A quién pidió consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia? He aquí que las naciones le son como la gota de agua que cae del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas; he aquí que hace desaparecer las islas como polvo […]. ¿No sabéis? ¿No habéis oído? ¿Nunca os lo han dicho desde el principio? ¿No habéis sido enseñados desde que la tierra se fundó? Él está sentado sobre el círculo de la tierra, cuyos moradores son como langostas; él extiende los cielos como una cortina, los despliega como una tienda para morar. Él convierte en nada

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a los poderosos, y a los que gobiernan la tierra hace como cosa vana […]. ¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis? Dice el Santo. Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas; él saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus nombres; ninguna faltará […]. ¿No has sabido, no has oído que el Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la tierra? No desfallece, ni se fatiga con cansancio, y su entendimiento no hay quien lo alcance” (Isaías 40:12–28). Una de las historias más patéticas sobre la idolatría que hay en la Biblia, tiene lugar en Jueces 18. En aquellos tiempos la tierra estaba totalmente sin ley; cada uno hacía lo que bien le parecía. La tribu de los hijos de Dan tenía pensado salir de donde estaba para asentarse en Lais. En Lais había un hombre que se llamaba Micaía y tenía un levita, uno de la tribu sacerdotal de Dios, para que cuidara de su religión por él, y su religión se encarnaba en una colección de ídolos domésticos. Estaban alineados en la capilla privada. Cuando llegaron los hijos de Dan, irrumpieron en la casa, robaron los mejores ídolos y se fueron llevándose al levita consigo. Micaía despertó y salió corriendo tras los 600 jinetes de Dan. Estaba muy consternado. Pero los hijos de Dan se volvieron y le advirtieron: “¿Qué tienes que has juntado gente? No des voces tras nosotros, no sea que los de ánimo colérico os acometan”. Y Micaía respondió: “Tomasteis mis dioses que yo hice y al sacerdote, y os vais; ¿qué más me queda? ¿Por qué, pues, me decís: ¿Qué tienes?” (Jueces 18:24). ¡Qué patético! Cuando Adán y Eva cayeron en pecado, todos los aspectos de su vida se vieron empañados y corrompidos. Como resultado, nuestro naturaleza está totalmente arruinada por el pecado. Lo mismo sucede con nuestra alma, la parte que fue creada para adorar a Dios y mantener comunión con Él. En lugar de adorar y glorificar al invisible, aunque santo y todopoderoso, Creador, la gente adora ídolos hechos por ellos mismos. Esto es ridículo a la par que trágico. “Todos los dioses de los pueblos son ídolos”, dijo David en su oración al traer el arca a Jerusalén, “mas Jehová hizo los cielos” (1 Crónicas 16:26). NUEVOS ÍDOLOS EN LUGAR DE LOS ANTIGUOS Fundamentalmente, un ídolo es aquello que representa a Dios; es un objeto de veneración religiosa o afectiva, temor o devoción, que suplanta el lugar de Dios, ya sea consciente o inconscientemente. Este Mandamiento no está en contra de la inocente pintura o escultura sin pretensiones de veneración religiosa. En cualquier caso, la palabra se refería a los dioses de todas las naciones (1 Crónicas 16:26), y en el momento en que Pablo escribía su carta a los cristianos de Colosas, el significado de la palabra ya se había ampliado a cualquier cosa que se convierte en el centro y la meta de nuestras vidas (Colosenses 3:5). De cualquier forma, el segundo Mandamiento no se opone únicamente a la adoración de ídolos. Dios advierte cuidadosamente al pueblo de no fabricarlos siquiera (y es posible hacerlo sin intención). Algo que no se fabrica con pretensión de adoración pronto se convierte en su objeto debido a nuestra naturaleza caída. En Números 21 hay un ejemplo de esto. Israel se había quejado tanto ante Dios que este mandó una plaga de serpientes sobre el pueblo y miles de ellos murieron. Clamaron a Dios para que se llevara las serpientes y Dios le dijo a Moisés que debía fabricar una serpiente de bronce y ponerla sobre un asta; cuando la gente mirara a la serpiente se curaría de las mordeduras. De cualquier forma, el pueblo no tardó mucho en convertir a la serpiente de bronce en objeto de adoración (2 Reyes 18:4). Aunque es cierto que la naturaleza humana es lo suficientemente perversa para convertir cualquier cosa en un objeto mágico de

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adoración o confianza (animales sagrados, joyería, el agua, etc.), Dios advierte a su pueblo de que esté atento a cualquier cosa que pueda convertirse en un ídolo. La nehustán de 2 Reyes 18:4 queda como ejemplo del peligro. Uno de los mayores errores de la Iglesia en los tiempos de la caída de Roma en el siglo V d. C. fue mantener las imágenes de los templos abandonados. Al derrumbarse el paganismo romano, los cristianos ocuparon los templos y lugares de adoración manteniendo las imágenes de los dioses. Los nombres de las estatuas de Zeus e Isis se cambiaron por los de Cristo y María, y esto se justificó como una ayuda al culto. Nadie pretendía adorar aquellos ídolos sino simplemente utilizarlos como una ayuda. Pronto ocurrió lo inevitable y se convirtieron en objeto de adoración. La gente empezó a besar las imágenes de Cristo y María, así como las de los santos; les pusieron velas y quemaron incienso, igual que los devotos paganos habían hecho antes con Zeus e Isis. Las iglesias ortodoxas orientales no adoran imágenes sino que utilizan “iconos” para auxiliar su adoración: imágenes de Cristo, María, los Apóstoles y mártires que son “santos” en la historia de la Iglesia. De la misma forma, cuando el pan de la comunión se declara “el cuerpo de Dios”, inevitablemente va seguido de la superstición y la idolatría. No es suficiente con afirmar: “nosotros no adoramos el icono o la imagen”; Dios no está advirtiendo aquí solo contra la adoración de los ídolos (esa prohibición probablemente viene incluida en el primer Mandamiento), sino que está prohibiendo crear cualquier cosa que sea susceptible de ser adorada. El predicador puritano Thomas Watson nos recuerda sabiamente que si el primer Mandamiento va dirigido en contra de la adoración de un dios falso, el segundo Mandamiento va en contra de la adoración del Dios verdadero de forma falsa. Cuando el pueblo de Israel adoró a Baal y a Dios, estaban siendo peores que las naciones de las que habían sido redimidos. La palabra “ídolo” no trae de inmediato a la mente la imagen del tótem indio o del dios esculpido en piedra; se refiere a los dioses domésticos de los hindúes o a las efigies de los templos budistas. Para la mayoría de nosotros, eso es otro mundo religioso. Pero hay dioses religiosos y seculares adorados aun entre aquellos que profesan el cristianismo. Los cristianos del siglo I utilizaban símbolos para identificarse entre ellos. Vivían en tiempos peligrosos, al igual que muchos cristianos en China y países islámicos hoy en día, y eran formas de identificarse unos a otros. El más conocido era el símbolo del pez. La palabra griega para pez es ichtus, y cada letra de esa palabra corresponde a las iniciales de “Jesucristo Hijo de Dios Salvador”. Por esta razón un pez era un símbolo útil de identificación, y aún lo es. Ese símbolo del pez se convertiría en imagen en el momento en que empezara a ser venerado o adorado. En el Nuevo Testamento, Dios solamente nos dio dos ayudas visuales para el culto: el bautismo y la Cena del Señor. Cada una de ellas tenía una forma deliberada. Aceptando que el bautismo se lleve a cabo en un río o en un lago, se trata de agua en movimiento, ¡cosa bastante difícil de adorar! Los elementos de la Cena del Señor se comían y bebían, ¡por lo que también resulta difícil adorar algo que se come! Aun los paganos no eran lo bastante necios como para comerse a sus dioses: ¡nadie en Egipto se hacía hamburguesas con la carne del toro Apis! Tristemente, la naturaleza caída del hombre no conoce límites. Aun de estas dos ayudas visuales de los cristianos se ha abusado. Los hombres toman el agua “sagrada” del Jordán y le atribuyen alguna clase de poder sobrenatural; en otras religiones, el Ganges y el Nilo también han sido “idolatrados”. Algunos creen que

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el pan y el vino de la Comunión se convierten físicamente en la carne y la sangre de Cristo e inevitablemente primero se tratan con respeto, ¡y más tarde con la veneración que se espera de estar manejando el “cuerpo de Dios”! Cuesta trabajo imaginar cómo podrían pasar cosas así en el cristianismo, pero han sucedido. El agua del bautismo y el pan y el vino de la Cena del Señor tenían una intención simbólica solamente, pero se han convertido en nehustán: la serpiente en un asta. Algunos símbolos tienen más propensión a convertirse en imágenes, y por este motivo deben evitarse. Un crucifijo, al igual que una cruz, puede convertirse fácilmente en un ídolo. Pero para otros, la idolatría puede ser más sutil. Puede tratarse de un anillo, un collar, un colgante o aun una corbata. Cualquier cosa que se convierta en un amuleto o en una mascota es idolatría. Cualquier cosa que llevemos siempre con nosotros porque nos hace sentir más seguros y confiados. Eso es un ídolo. En caso de duda, sería un buen consejo quitarlo y destruirlo. Nuestra disposición a hacerlo es una prueba fiable de si se ha convertido en un ídolo o no. Hoy en día, algunos evangélicos han empezado a imitar a las religiones del mundo en cuanto a sus iconos. En algunos círculos cristianos se ha convertido en costumbre depositar un objeto sobre la mesa y, como una supuesta ayuda para la adoración, dejar que sus mentes se vacíen y concentren en el objeto. Esto, aparentemente, nos acercará a Dios. Ya sea que nos concentremos en unas flores, en una cruz, la Biblia, un trozo de pan o una vela, es precisamente como empieza la idolatría de los iconos. Es precisamente el razonamiento que se esconde tras las imágenes que hay en cada rincón de una iglesia suntuosa y la justificación para las grandes procesiones callejeras de “la Madre de Dios” o el “Corpus Christi” en España y Sudamérica. No son ídolos, nos dicen, solo ayudas para la adoración. ¿Pero cuál es el porqué de tanto besar y arrodillarse? La prueba consiste en sugerir que se destruya la imagen y que los costosos adornos se vendan para ayudar a los pobres, y pronto veremos lo importante que es el ídolo. Escribiendo sobre la tradición, Peter Glover, un periodista cristiano, describe cómo su curso diocesano de teología estaba tan alejado de la verdad bíblica que se vio obligado a hacer una objeción. En respuesta, las autoridades eclesiásticas le dijeron que la verdad es subjetiva y que no tenía necesidad de creer en aquello con lo que no estaba de acuerdo. No obstante, cuando se trataba de adorar en la catedral, la estola se consideraba una prenda esencial del atuendo de los sacerdotes; sin ella no podían oficiar. La tradición se torna idolatría cuando se pone por encima de la revelación de Dios. Las ayudas para curar por la fe que utilizan algunos evangelistas son idolatría. Mandar pedazos de tela “bendecidos” por la oración del evangelista es idolatría. El agua sagrada del Jordán o aquella bendecida por un “sacerdote” no es mucho mejor que la idolatría. Lo que piensa Dios de los horóscopos seguidos ávidamente por los lectores de nuestra prensa local se muestra claramente en Deuteronomio 18:10–12. Pero tristemente esto no impide que millones de personas continúen con su idolatría postmoderna. Recientemente en mi periódico local, tras el titular “¿Qué hay en las estrellas esta semana?”, seguía la pregunta: ¿Es amor, dinero, suerte? Eso, probablemente, resuma la religión de millones de personas. Es idolatría. También hay ídolos seculares. Os Guinness, comentando la forma en que los israelitas abandonaron Egipto (Éxodo 12:35, 36), recalca que “tienen libertad para saquear a los egipcios, pero se les prohíbe levantar un becerro de oro”. No está mal todo lo que pertenece al

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mundo. Pero se convierte en pecado al abusar de ello. Cualquier cosa, desde la austeridad religiosa hasta la glotonería secular, puede convertirse en idolatría. La diferencia entre un asceta y un libertino puede ser la misma que entre un fariseo y un idólatra, solo es cuestión de distintos ídolos. Hacer un ídolo de la abnegación no es mucho mejor que hacer un ídolo de la autoindulgencia. El fariseo religioso y el hedonista secular son lo mismo: idólatras. Cualquier cosa que tome el lugar de Dios y sus leyes es idolatría. Al escribir tanto a los efesios como a los colosenses, Pablo hace una lista de los distintos pecados que forman parte de lo que llama “lo terrenal”: “fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia”, y a todos ellos los califica de “idolatría” (Efesios 5:5, Colosenses 3:5). Los dioses de nuestra sociedad son el sexo, la violencia y la avaricia. Si estos tres ingredientes se eliminaran de las películas y anuncios de una velada televisiva, quedaría poco más en la pantalla. Estos dioses han adoptado un papel central, tanto que a muchos les preocupa seriamente que nuestros hijos se estén insensibilizando rápidamente en cuanto a los ídolos del deseo y la violencia; ya no reaccionan con miedo o desagrado, como un niño debería hacerlo. Cuando Pablo escribió sobre la avaricia como una forma de idolatría, destacó una cosa muy importante. No se trata solo de convertir lo que tenemos en un ídolo, sino lo que no tenemos; la avaricia no consiste solo en tener posesiones, sino en ansiar más. El ojo verde de la envidia está descontento no solo porque no tengamos lo suficiente sino porque los otros tengan más que nosotros. Eso es idolatría. En la actualidad, la Lotería Nacional probablemente se haya convertido en el ídolo número en muchos países, con cifras millonarias de personas “jugando” cada semana. La burla de Isaías contra los ídolos de su tiempo no sería menos cáustica con aquellos que necesitan invertir más de 12 euros (unos 15 dólares) semanales durante 20 000 años para tener una seguridad aceptable de ganar el primer premio. Este “ídolo del sábado noche” ha llegado a embaucar a parte de la Iglesia evangélica para que considere correcto compartir un porcentaje de las ganancias que se dedica a obra social. Cuando nuestros principios se ven condicionados por la trampa de la avaricia, estamos adorando a Mamón, cualquiera que sea su nombre actual. Permitir que el deporte, las aficiones o el ocio tomen el lugar de la adoración a Dios es idolatría. Pero también lo es la gratificación del placer sexual que se obtiene tratando a otros como juguetes con este propósito, por muy secretamente que se haga. La idolatría se puede identificar por las revistas que compramos en el quiosco o las películas de vídeo que alquilamos. El director de una compañía o el especulador financiero cuyas acciones son su religión, y cuya motivación es la avaricia de querer más y más, es un idólatra. La sociedad que antepone los logros individuales a la moral personal, y pasa por alto el estilo de vida más inmoral si el que lo lleva es un triunfador, está en manos de la idolatría. La sociedad que no hace caso de las leyes de Dios cuando promulga las leyes para los hombres es incuestionablemente idólatra. Cualquier cosa que honremos en el lugar de Dios es idolatría, cualquier cosa que guíe nuestra atención más que la llamada de Dios a la santidad o al culto. Nuestro ídolo puede ser una persona tan fácilmente como un deporte o una afición. Las palabras de William Cowper, el gran poeta inglés, no han perdido nada en los últimos 200 años, y en el momento en que las escribía su ídolo era Mary Unwin: El más amado ídolo que haya conocido, cualquier ídolo que este sea,

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ayúdame a arrancarlo del trono, y adorarte solo a Ti. La idolatría no es simplemente un hábito de culturas primitivas, es la rebelión del hombre moderno; y para ambos es pecado. La nuestra es una era de idolatría sin rival. ¿QUÉ HAY DE MALO EN LA IDOLATRÍA? ¿Importa si los hombres y mujeres puedan crearse o no sus ídolos? En vista de la terrible advertencia de Éxodo 20:5 está claro que importa: “Yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen”. ¿Pero por qué está tan mal la idolatría? La idolatría le quita a Dios el honor que le corresponde El ejemplo de John Paton y los aborígenes australianos nos enseña que la idolatría banaliza las mayor cosa que poseemos, es decir, el conocimiento de Dios. Cuando el pecado entró, arruinó todo, incluyendo nuestro anhelo de Dios. La idolatría reduce a Dios al tamaño que encaja con nuestra capacidad de comprensión, nuestra habilidad para abarcar las cosas. Pablo nos habla de cuál es la conducta de la raza humana: “Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Romanos 1:21–23) Dios es un Dios celoso. Esa palabra, en el hebreo de Éxodo 20:5, no contiene la idea de furia colérica, menos aún de envidia vengativa o del temor orgulloso a verse desplazado. Significa que Dios protege su honor y es intolerante con la desobediencia (Isaías 42:8 y 48:11). Pero Dios es protector e intolerante también para nuestro beneficio. Es un Dios que quiere que le adoremos solo a Él, pues solo de esta forma encontramos nuestra realización espiritual, nuestra paz y satisfacción. Hemos sido hechos por Dios y para Dios; nuestra alma está hambrienta de conocer a Dios, y cada sustituto es una burla barata de lo verdadero. Que un cónyuge espere fidelidad a las promesas del matrimonio y la guarde celosamente no debe despreciarse como “egoísmo posesivo”; por el contrario, es para el beneficio de los dos miembros de la pareja. Debe alabarse y no condenarse al marido o la esposa que se enfurece ante la violación del “pacto”. El color de los celos de Dios ciertamente no es verde, sino rojo. Es furia protectora más que envidia posesiva lo que expresa este Mandamiento. Estamos robándole a Dios el honor que le pertenece cuando cambiamos “la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador” (Romanos 1:25). El honor de Dios y nuestro valor se cumplen en la obediencia al segundo Mandamiento. La idolatría degrada la vida humana Hace poco estaba pasando ociosamente las páginas de una revista mientras esperaba una cita cuando llegué a la foto de una procesión religiosa. Mientras miraba las caras serias de los hombres que llevaban el ídolo lujosamente adornado pensé: “Ese hombre puede que sea un banquero, y ese otro un profesor universitario, ese quizá un dependiente de una tienda, o un médico”. Quizá todos eran hombres inteligentes y, sin embargo, iban arrastrando por la calle esa horrible imagen de uno de sus dioses. Los hacía parecer extremadamente necios. Inconscientemente, se estaban degradando tanto como unos payasos borrachos.

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La idolatría es la pintada que hace Satanás en toda la Humanidad. Cuando un hombre o una mujer depositan su confianza en algo que han creado, ello los reduce al nivel de ciegos y necios ignorantes. La imagen y semejanza de Dios se ha deformado trágicamente. No hay nada que dignifique tanto la naturaleza humana que adorar, honrar y obedecer al glorioso Dios que la ha creado. La idolatría no solo le roba a Dios su honor sino que también le quita su dignidad al ser humano. Ver a un hombre o a una mujer dedicando toda su vida a ganar dinero o a hacerse un nombre en el mundo de la política, la educación, las finanzas, el deporte, el arte o aun la religión o el escepticismo es ver a un idólatra en acción. Esto no es menos trágico que el estudio del terror enloquecido de un aborigen ante el tronco de su tótem. ¿A qué ídolo puede mirar nadie y decir: “Quiero vivir así”? Los ídolos no tienen ningún estilo de vida porque no tienen vida y, por tanto, no tienen ningún ejemplo que ofrecernos. Los ídolos del mundo antiguo no se interesaban por la vida de la ciudad ni expresaban ninguna preocupación personal; nunca se movían y nunca daban instrucciones morales. Los ídolos modernos nunca ofrecen un modo de vida “limpio” que dignifique a sus devotos. Nosotros también olvidamos frecuentemente lo que ocurrió en el huerto del Edén: allí la tentación fue de crear una nueva religión en lugar de la adoración de Dios: “Seréis como Dios” (Génesis 3:5). Cuando creemos que somos dioses, nos estamos adorando a nosotros mismos. Nadie nos va decir qué es lo que debemos hacer; nuestro estilo de vida decide por nosotros. En Romanos 1, Pablo rastrea el trágico declive moral de una sociedad hasta el momento en que adopta la religión de la idolatría. Los cristianos romanos entenderían bien la inevitable espiral de decadencia, ya que el Evangelio les había rescatado de ella. El paganismo comenzó al suprimir la evidencia de Dios en la Creación (vv. 19–21), y fue natural sustituir “la gloria del Dios incorruptible” por ídolos creados por hombres (vv. 21– 23). Lo que siguió fue el resultado inevitable de rechazar la verdad: la impureza sexual, las conductas lésbicas y homosexuales, la avaricia, el engaño, la malicia, el asesinato, la murmuración y el orgullo son algunas de todas las formas de maldad que Pablo enumera (vv. 24–32). La idolatría degrada a la Humanidad. En alguna ocasión, las autoridades han acuñado el término “vuelta a lo básico”. Consiste en un intento de arreglar la inmoralidad de una sociedad que se está degenerando. Significativamente, la única moralidad que se ha ofrecido se reduce a la buena vecindad, la política del Gobierno y alguna referencia a los valores familiares. No se tiene ni idea del consejo moral que ofrecer a la sociedad y eso no es muy sorprendente. Los ídolos contemporáneos que hemos identificado hasta ahora nunca pueden ofrecer moralidad a la sociedad. Podemos mirar a Jesucristo, el Hijo de Dios, y decir: “Quiero vivir como Él vivió”. Él vivió en esta Tierra y nos dejó un patrón; durante treinta años vivió y comió, anduvo y habló y fue tentado igual que lo somos nosotros. No obstante, hay una diferencia importante: estuvo completamente libre de pecado. Ningún ídolo puede establecer un patrón, y mucho menos uno tan elevado y santo. La idolatría arruina las generaciones venideras La frase de Éxodo 20:5: “Yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen” (cf. Éxodo 34:7) causa confusión a algunos, pero no tiene por qué hacerlo. En otras partes Dios prometió que castigaría a los hombres y las mujeres por su pecado, no por el de sus padres; Ezequiel 18 lo dice claramente (especialmente los versículos 14 y 20), y también 2 Crónicas 25:4. En cualquier

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caso, no hay duda de que los hijos sufren en gran manera los pecados de sus padres, no por decreto arbitrario de un Dios vengativo sino por la ley de causa y efecto. Triste e inevitablemente, el castigo que recae sobre los padres suele afectar a los hijos. El hijo paga las consecuencias del pecado del padre, y eso es cierto para millones de huérfanos por el divorcio en todo el mundo. Es una ley fundamental de la Humanidad que nunca pecamos solo para nosotros mismos. Cada generación establece el futuro de la siguiente. Enseñamos a nuestros hijos cómo vivir, y al pasarles nuestros ídolos les mostramos nuestras prioridades. Todos nuestros pecados afectan a los demás, y en especial a nuestros hijos. Nuestra idolatría en cualquier esfera, desde ganar dinero hasta el consumo de drogas, se transmite a nuestros hijos con la presión de un torno. Cristo puede romper esa presión, y la advertencia del versículo 5 es solo una afirmación general; pero es una terrible advertencia de que la superstición, la idolatría, la falsa religión o la ausencia de religión de los padres marcarán indeleblemente a sus hijos de manera que solo el poder de Dios puede borrarlo. La advertencia más seria que Cristo hizo jamás estaba relacionada con la siguiente generación. Dirigiéndose a los responsables de su bienestar, y con la ayuda visual de un niño a su lado, Cristo advirtió que cualquiera que hiciese tropezar a un niño con los pecados de sus guardianes, presumiblemente los padres o la sociedad, sería preferible que le colgaran una piedra del cuello y se ahogase en el mar (Mateo 18:6–9). Su radical y agresivo desafío para erradicar cualquier cosa o persona que impida el desarrollo espiritual y moral de un niño viene en el mismo pasaje. Esto es a lo que se refiere Éxodo 20:5 cuando habla del castigo que se prolonga en las generaciones venideras. Cosechamos en nuestros hijos los frutos de nuestra idolatría de ayer. Séneca, el filósofo romano, tutor de los hijos del emperador Nerón en el siglo I, se quejó una vez amargamente de la cruel violencia de las competiciones en el estadio. “Venid ahora”, protestaba, “¿no podéis ver mínimamente que los malos ejemplos repercuten en los que los organizan?”. Si nuestra sociedad no escucha la Ley de Dios, quizá pueda mostrar algún interés por las palabras de un filósofo romano. Pero luego, a él se le obligó a suicidarse por órdenes del emperador porque su listón moral era demasiado elevado. La referencia a la “tercera y cuarta generación” no pone límites a los efectos del castigo; continuará aún más allá a menos que haya arrepentimiento; eso es lo que significa “de los que me aborrecen”. En cualquier caso, Dios muestra amor por cualquier generación a aquellos “que [le] aman y guardan [sus] mandamientos”. La evidencia de esto es el hecho de que el rey Ezequías recibiera gran bendición espiritual y avivamiento (2 Crónicas 29–31) a pesar de que Acaz, su padre, hubiera sido un apóstata y un idólatra (2 Reyes 16:3, 4). Similarmente, Josías disfrutó de un verdadera reforma en la vida espiritual de la nación (2 Crónicas 34, 35) mientras que su padre (Amón) y su abuelo (Manasés) eran idólatras (2 Crónicas 33:1–7, 21–23) La idolatría mantiene atemorizada a la gente En la idolatría nunca puede haber paz, seguridad y certeza. Él ídolo nunca puede reconfortar, ayudar o liberar. La paz, en el sentido cristiano de la palabra, era algo desconocido para las naciones que rodeaban a Israel. Podían parlotear ante sus dioses todo el tiempo que quisieran, pero nunca conseguirían una sílaba en respuesta (1 Reyes 18:29). La idolatría de la avaricia de la que se habla en el Nuevo Testamento (Efesios 5:5 y Colosenses 3:5) sujeta a sus devotos con las garras del miedo: el miedo a soltar

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y perder el premio. No podemos descansar cuando la Bolsa sufre altibajos; cada suceso nacional, cada muerte importante, cada declaración de un ministro puede afectar la fortuna de miles. Y siempre hay alguien dispuesto a llevarse los dividendos del trabajo ajeno. La idolatría del sexo y la violencia conllevan su propio miedo al contagio de enfermedades incurables y la venganza inevitable. Sorprende poco que Pablo expresara su confianza en el hecho de que “gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento” (1 Timoteo 6:6). La idolatría es incapaz de dar vida espiritual No es raro que me encuentre en un pueblo o ciudad extraños preguntando por alguna dirección. Sabiendo que la rutina habitual es cruzarse con alguien que conteste: “No, si yo solo llevo cinco minutos aquí” o con algún extranjero que “no ‘hablar’ español”, trato de fijarme en alguien que pueda ofrecerme ayuda. Todavía acostumbro a equivocarme. Hace poco pregunté a tres personas por una iglesia que finalmente resultó estar a 200 metros: ¡pero ninguna de ellas pudo ayudarme! También estoy aprendiendo a averiguar cuándo alguien, a pesar de tener buena intención, no tiene ni idea de cómo llegar a mi destino. A veces no hay nadie a quien preguntar. En un cruce de caminos rural, donde todo el mundo parece saber el camino y los indicadores parecen innecesarios, aún no se me ha ocurrido atravesar el campo para consultar a un espantapájaros a lo lejos. Por lo menos, tengo la suficiente inteligencia como para saber que un espantapájaros no puede ayudarme. No obstante, el profeta Jeremías ridiculiza cualquier forma de idolatría “como los espantapájaros de un pepinar” (Jeremías 10:5 LBLA). El profeta admite que no pueden causar ningún daño, pero concluye que “tampoco hacer bien alguno”. A diferencia de los espantapájaros, los ídolos del mundo sí son dañinos porque pretenden tener respuestas, pero no pueden darlas. Creer en un ídolo puede suponer alguna clase de beneficio psicológico, pero es incapaz de dar fuerza espiritual y vida renovada a nadie. Nuestros ídolos modernos han drenado la energía moral de la sociedad. La gente está trabajando más duro y por más tiempo que nunca en el siglo pasado. Pero esto produce poca satisfacción. La violencia en los hogares y en las calles aumenta: actualmente, el cuarenta por ciento de los matrimonios acabarán en divorcio; el abuso del alcohol provoca 40 000 muertes prematuras cada año, ocupa una de cada cinco camas de hospital e interviene en el ochenta por ciento de las agresiones; y el SIDA, “el holocausto silencioso”, se extiende inexorablemente por toda la sociedad. Todo esto es el resultado de lo que Dios llama idolatría: un estilo de vida que no deja lugar para Dios y sus leyes. Jesús dijo que la única forma de entrar en el Reino de los cielos era el nuevo nacimiento: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). A continuación explicó lo que esto significaba. Nacer de nuevo es la entrada de Dios el Espíritu Santo en la vida de uno. ¿Qué ídolo puede hacer eso? Si hay algún espíritu asociado al ídolo, viene de Satanás y no de Dios. Por el contrario, el Espíritu Santo da vida, poder y paz. Millones de personas consultan los horóscopos antes de empezar el día, arreglar un negocio o confirmar una relación, pero les iría mejor si hablaran con el espantapájaros en el sembrado. La idolatría no puede mostrar el camino de la vida eterna En las salas de antigüedades egipcias del Museo Británico de Londres se exponen algunos sarcófagos egipcios. Son ataúdes grandes de madera, minuciosamente pintados que contenían los restos momificados de importantes personalidades de Egipto. En el interior de muchos de los ataúdes hay mapas cuidadosamente pintados con el fin de guiar al muerto por el otro mundo. Hoy en

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día nadie puede tomarse estas guías en serio, ¡aunque solo sea porque todos son distintos! Ninguno de nuestros ídolos actuales intenta ofrecer siquiera esperanza para el futuro. El sexo, la violencia y la avaricia son ídolos para hoy pero no para mañana. Sus devotos no se atreven a pensar en la tumba que se avecina, no tienen nada que decir frente a ella y nada que ofrecer más allá de ella. Además, planear el mañana arruina el placer de hoy; no tienen ninguna palabra segura para la vida venidera. Se dice que el comediante Tommy Cooper comentó en el camerino antes de su última actuación: “Estoy bien esta noche; el espectáculo está bien. El único problema es que no sé cómo terminarlo”. Nunca lo terminó, porque Tommy Cooper murió en el escenario aquella misma noche. La idolatría puede creer que sabe cómo vivir, pero ciertamente ignora cómo morir. Ninguno de nosotros permanecerá en el escenario para siempre. Sentado en el interior del gran pez en algún lugar de la costa fenicia del mundo antiguo, el profeta Jonás se recriminó por su insensible indiferencia ante el bienestar eterno de los habitantes de la capital de Asiria, al rechazar ir a predicar a Nínive. Nínive era una ciudad idólatra cuya maldad había llegado delante de Dios. Su única esperanza era el mensaje de llamada al arrepentimiento de Jonás. Reconociendo que las salvación “es de Jehová”, Jonás reflexionó sobre la posibilidad de esperanza para una nación que de otra forma estaría perdida: “Los que confían en vanos ídolos su propia misericordia abandonan” (Jonás 2:8 LBLA). Nada ha cambiado. La idolatría, ya sea antigua o moderna, deniega a los hombres y las mujeres el privilegio de disfrutar de su Creador como Él quiso. El aferrarse a los ídolos les hace perder la misericordia que podía ser suya. UNA INVITACIÓN A LA ADORACIÓN Este Mandamiento tiene una parte positiva: mientras que la idolatría degrada y humilla, el simple hecho de que el Mandamiento se encuentre ahí es la evidencia de que Dios tiene un plan mejor para nosotros. Siempre sucede así. Ninguno de los Mandamientos tiene la pretensión echar a perder nuestro disfrute de la mejor vida posible. Al prohibir los ídolos, Dios no solo está prohibiendo sino haciendo una invitación también. No nos arrebata nuestros ídolos y nos deja en un vacío desesperado. Nos invita a adorar al Creador como siempre quiso; en su adoración siempre encontramos nuestra máxima expresión. Las necesidades que sentimos pueden ser de tener un propósito, un sentido, unas relaciones auténticas, autoestima, etc.: todas esas necesidades por las que el presente nos empuja a esforzarnos. Pero nuestra necesidad real es de reconciliación con el Creador, y entonces encontraremos todas las demás cosas valiosas. Dios dignifica a la Humanidad al ordenarnos que dejemos los ídolos a un lado y le adoremos solo a Él. Nos honró más aún al hacer eso posible. El increíble paso de la encarnación, cuando Dios se hizo humano en Cristo, es la invitación de Dios para que encontremos nuestro verdadero valor encontrando al Dios verdadero. Es como un padre que retira las bayas venenosas de la mano de su hijo para sustituirlas por fruta deliciosa y nutritiva. Puede que la primera acción provoque lágrimas pero su único propósito es el de algo mejor; la segunda acción trae vida y felicidad. Es posible que rechacemos la advertencia de Dios incumpliendo su Mandamiento, pero, al igual que Jonás aprendió por el camino difícil, “los que confían en vanos ídolos su propia misericordia abandonan” (Jonás 2:8 LBLA). Capítulo 5 No blasfemes No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano. Éxodo 20:7

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Cuando en 1989 Salman Rushdie publicó Los versos satánicos, expuso involuntariamente su vida a la pena de muerte de la fatwa islámica impuesta por el Ayatollah Jomeini, abriendo así el debate sobre el significado de la blasfemia. Cierto periódico sugirió que las leyes sobre la blasfemia debían ser abolidas porque nadie sabía lo que significaban y añadió: “El concepto de una ofensa a Dios está más allá del concepto filosófico de la mayoría de los ciudadanos”. Aquel periódico bien podía llevar razón sobre la idea de que ofender a Dios pasa inadvertida al hombre moderno, pero es lo que está haciendo constantemente. El tercer Mandamiento trata de la forma en que hablamos de Dios. Muchos evitan transgredir el segundo Mandamiento pero tropiezan con el tercero. Este se está convirtiendo con gran rapidez en un importante pecado de nuestra sociedad moderna. El significado de este mandamiento depende en parte del término “mal uso” (DHH) que en versiones más antiguas se traduce como “tomar en vano”. Viene de una raíz que significa “malgastar” e implica la idea de algo vacío de significado, desperdiciado. La palabra se encuentra en el Salmo 24:4 (DHH): “El […] que no adora ídolos ni hace juramentos falsos” donde “ídolo” es la traducción de la misma palabra (vacío, malgastado) y la palabra “falsos” traduce la palabra para engaño o fraude. Sin embargo, el significado del tercer Mandamiento depende principalmente de la palabra “nombre”. La utilización de esta palabra nos recuerda el encuentro de Moisés con Dios en la zarza ardiente en el desierto (Éxodo 3). Moisés se encontró con un dilema que debía resolver antes de hablar en nombre de Dios. El problema no se encontraba en una zarza ardiente; indudablemente, Moisés se había encontrado muchas veces antes con ese fenómeno. En la aridez de un caluroso desierto, los arbustos pueden arder espontáneamente bajo el sol abrasador. En cualquier caso, mientras Moisés observaba este arbusto, advirtió que no se consumía y que el fuego no se apagaba. Dudo que cuando se acercó a contemplar este fenómeno fuera con un sentido de admiración espiritual; simplemente era una demostración de interés, de curiosidad. Pero al acercarse a la zarza, que parecía arder con más y más intensidad, oyó la voz de Dios y toda la indagación cambió de rumbo. Dios empezó a hablar a Moisés, diciéndole que debía volver a Egipto y liberar a su pueblo de la esclavitud egipcia. Dios prometió traerlos a aquella misma montaña y dar en posesión al pueblo una tierra maravillosa que por aquel entonces estaba ocupada por tribus salvajes e idólatras. A Moisés le gustó cómo sonaba aquello, pero su problema era que si iba al pueblo de Israel y les decía: “Dios dice”, comprensiblemente le responderían: “¿De qué dios nos estás hablando?”. Después de todo, los egipcios tenían un gran número de dioses. Moisés necesitaba saber qué nombre podía darle al Dios del que iba a ser portavoz (Éxodo 3:13). Dios respondió con las palabras que se registran en Éxodo 3:14: “YO SOY EL QUE SOY”. En el hebreo del Antiguo Testamento “YO SOY” es una única palabra que en algunas versiones a veces se traduce como “Jehová” o “Yahveh”, aunque en otras versiones se representa con la palabra SEÑOR en mayúsculas. Era el nombre especial que solo los judíos utilizaban para describir a Dios. Ninguna otra tribu o nación utilizó jamás esa palabra para describir a ningún otro dios de otra clase; era exclusivamente de los israelitas. Hay otra palabra hebrea que se utiliza más generalmente para “Dios”, es la palabra Elohim. Esta palabra podía utilizarse para llamar a todos los dioses de las naciones y también podía emplearse para

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llamar al Dios Creador verdadero. Pero la otra palabra, Jehová o Yahveh, se refería al Dios eterno con existencia propia que se mostró aquí a Moisés en el desierto de Madián. El significado concreto de la palabra es un interrogante, pero probablemente significa “YO SOY EL QUE SOY” y se refiere al Dios eterno e inmutable que existe por sí mismo, sin necesitar que nadie le añada nada. La razón por que necesitamos entenderlo es que cuando quiera que el Antiguo Testamento se refería a su “nombre”, y particularmente en este Mandamiento, no era simplemente un apelativo con el que referirse a Dios. Era un compendio de su naturaleza santa. De hecho, la palabra se consideraba tan sagrada que los judíos prefirieron no pronunciarla nunca. Para ellos era una descripción de la naturaleza santa del único y verdadero Dios. El nombre Yahveh (Jehová) también era la descripción del Dios que formó el pacto con su pueblo. Era la palabra que les recordaba el hecho de que eran un pueblo elegido con el que Dios había entrado en una relación especial y al que había prometido no abandonar jamás. Para mostrar su reverencia ante este nombre, y para que sus enemigos no pudieran aprenderlo y ridiculizarlo o añadirlo a la lista de su propio panteón, los israelitas se negaron a mencionarlo en voz alta cuando estuvieran leyendo la Ley de Dios; en su lugar, sustituyeron las vocales por las de la palabra corriente para “amo”, la palabra que un siervo utilizaría para su “señor”. La palabra hebrea para esto es adonay. Las vocales de adonay junto con las consonantes de Yahveh formaban una palabra impronunciable, de modo que hasta hoy nadie sabe con certeza cómo debe ser pronunciada. Llevaran razón o no al elegir silenciar la palabra sagrada puede ser discutible, pero al menos demostraron su gran reverencia por “el nombre”. Esta palabra especial “Jehová” se refería a la naturaleza de Dios como un Dios que hacía promesas y que a su vez las cumplía. Cuando quiera que los israelitas iban al templo a ofrecer sus sacrificios, estaban recordando la naturaleza de este Dios. Aunque no se dieran cuenta de este hecho, era el nombre que señalaba hacia la venida de Cristo, quien, como el ser autoexistente que tenía vida e inmortalidad en sí mismo (Juan 5:26; 1 Timoteo 6:16), entregó su vida para establecer el pacto de perdón con aquellos que, de entre todas las naciones, formarían el nuevo Israel de la fe. La primera promesa de la buena noticia la encontramos en Génesis 3:15. En ese versículo, tan cercano cronológicamente a la trágica rebelión de Adán contra su Creador, Dios garantizó que en algún momento del futuro intervendría mandando una descendencia de la mujer para que desafiara el poder de Satanás. Esta descendencia, aunque herida por Satanás, aplastaría irremediablemente al gran engañador. Todo el Antiguo Testamento es en realidad el desarrollo de la historia de Dios preparando el camino para el cumplimiento de la promesa. Fue una promesa repetida a los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob. El sacerdocio y los sacrificios señalaban todos la venida de Cristo. Esta revelación del “nombre” a Moisés en la zarza ardiente (Éxodo 3:15) era solo un paso más de la revelación del gran plan de Dios, un plan que se iba haciendo más claro a medida que la encarnación se acercaba. El nombre no era nuevo. Los patriarcas claramente sabían de este nombre especial y se lo oyeron utilizar a Dios mismo. Abraham “invocó el nombre de Jehová” al levantar el altar al oeste de Bet-el (Génesis 12:8), y de nuevo en Mamre (13:18); utilizó el nombre hasta en su plegaria a Dios (por ejemplo, en el 15:2). Pero es dudoso que los patriarcas comprendieran el significado absoluto de

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la palabra, y probablemente los israelitas lo habían perdido del todo durante sus 400 años de cautiverio en Egipto. Dios ciertamente podía decirle a Moisés en la zarza: “Yo soy JEHOVÁ. Y aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente [El-Shaddai en hebreo, ver Génesis 17:1], mas en mi nombre de JEHOVÁ [Yahveh en hebreo] no me di a conocer a ellos (Éxodo 6:2, 3). La singularidad de la revelación a Moisés no se contenía en la palabra Yahveh, sino en el rico y profundo significado de ese nombre. Este tercer mandamiento, pues, no trata simplemente del mal uso de una palabra consistente en cuatro consonantes hebreas, sino en un abuso de todo lo que ese nombre significa. El tomar su nombre en vano es pisotear descuidadamente el pacto de Dios, por el que ofrece la salvación, y despreciar su naturaleza santa. Por tanto, podemos quebrantar este mandamiento aunque las palabras Jesús o Dios no pasen por nuestros labios en forma de blasfemia. Los israelitas blasfemaron contra Dios al vivir y comportarse de manera que le dejaran en ridículo o cuando atribuyeron sus obras a Satanás, como dejó claro Cristo en el contexto de Mateo 12:24–36 al referirse a la blasfemia contra el Espíritu Santo. ¿De qué manera, pues, podemos tomar el nombre de Dios en vano? LA BLASFEMIA: una palabrota común La segunda edición del Diccionario de uso del español, de María Moliner, publicada en 1998, contiene una significativa acepción de la palabra “Jesús”: “Exclamación de queja, de sorpresa o de susto; a veces, de alivio”. La utilización como blasfemia de las tres personas de la Trinidad se ha convertido en algo tan habitual hoy en día que la gente ya no es consciente de hacerlo; sin embargo, es uno de los pecados más graves porque arrogantemente se implica a Dios mismo. Hoy en día hay una manera social de decir palabrotas en la que algunos usos se reservan para ciertos estratos sociales. Un sector blasfema utilizando las palabras “Cristo” y “Jesús”, pero con un poco más de educación y “clase” se utiliza “Dios mío” o “santo Dios”, que es lo que está en boga. Frecuentemente se puede juzgar el nivel cultural y económico de una persona por su forma de blasfemar. De todas formas, cualquiera que sea la categoría en que nos encontremos, el tercer Mandamiento habla muy claro: utilizar el nombre de Dios como una exclamación espontánea nunca es algo inocente, porque reduce toda la naturaleza de un Dios santo y soberano al nivel de una palabrota. Blasfemar es calumniar el nombre de Dios. No obstante, los que profesamos ser cristianos también debemos andar con cuidado. Podemos caer fácilmente en el uso despreocupado y frívolo del nombre de Dios. Podemos decir: “sabe Dios” como una afirmación despreocupada de que nosotros no, de modo que alguien sí debe saberlo. Eso es difícilmente mejor que utilizar su nombre como una palabrota. Hasta podemos decirle a alguien: “Vaya con Dios”, cuando en realidad solo estamos diciendo adiós (esta expresión originariamente quería decir “con Dios vayas”). No tenemos ningún cuidado al utilizar las palabras, simplemente resbalan por nuestros labios sin pensarlo. Cuando quiera que utilicemos el nombre del SEÑOR nuestro Dios, debemos hacerlo conscientemente o de otra forma estaremos utilizándolo mal. Quizá haya más expresiones de las que creemos que tomen el nombre de Dios a la ligera. Además de “Dios mío” o “Señor” hay referencias más veladas a Dios en dichos como “divinamente” o “válgame”; un cuidadoso análisis de nuestras palabrotas moderadas no solo es necesario sino fundamental si queremos evitar transgredir este Mandamiento.

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Levítico 24:11 cuenta la historia del hijo de una mujer israelita que blasfemó contra Dios con una maldición y que fue ejecutado por ello. Quizá este no sea el tipo de castigo que aplica nuestro sistema judicial hoy en día, pero Dios no será menos severo en el Juicio Final con aquellos que tomaron su nombre a la ligera y lo utilizaron como una palabrota corriente. Y el Dios que ejecutó a aquel joven en Levítico 24 solo estaba haciendo sumaria e instantáneamente en la Tierra lo que hará en el Juicio Final a los que blasfeman contra Él. Esta es quizá la interpretación más fácil e inmediata de la frase y muchos no van nunca más allá de ella. Pero esta no es la única forma en que podemos abusar del nombre de Dios y tampoco es la transgresión más grave del tercer Mandamiento. LA BLASFEMIA: utilizar su nombre en la falsa adoración La traducción “no hagas mal uso” (DHH) es de alguna forma desafortunada. La palabra original hebrea recalca el sentido de “levantar o alzar”. El Salmo 24:4 capta el significado perfectamente en las palabras “el que no ha elevado su alma a cosas vanas (ídolos)”; y ahí se utiliza en el contexto de la adoración. Hubo un tiempo en el Antiguo Testamento en el que el pueblo tuvo la arrogancia de adorar a Baal y a Dios. En los malvados tiempos de Jueces recogidos en el libro que cuenta el trágico proceso de desobediencia, castigo y arrepentimiento del pueblo de Israel, encontramos la breve historia de un joven hombre de Efraín llamado Micaía. A su madre le robaron algún dinero, de manera que maldijo al ladrón desconocido. Finalmente su hijo vino ante ella y confesó haber sido el autor del robo. En Jueces 17:2, 3 leemos estas palabras increíblemente blasfemas de la madre: “Bendito seas de Jehová hijo mío […]. En verdad he dedicado el dinero a Jehová por mi hijo, para hacer una imagen de talla y una de fundición”. La madre parecía creer que al utilizar la palabra Jehová hacía más aceptable el pecado de la idolatría. Nuestra sociedad pluralista alardea de muchas religiones que alegremente utilizan el nombre de Cristo. El islam reconoce a Cristo como un profeta y al hinduismo no le importa añadirlo a su inacabable lista de deidades; aun la Nueva Era admite a Cristo como uno de los “canales”. Pero utilizar el nombre de Jesucristo o de Dios no hace que la adoración sea correcta. Por el contrario, utilizar su nombre con un acercamiento a Dios que no se corresponde con la revelación a través de sus profetas y Apóstoles es emplearlo erróneamente. Más de una vez se advirtió a los israelitas que no debían adorar a Dios de la misma forma que las demás naciones o como a ellos les placiera (Deuteronomio 12:4, 8, 13). No debían adorar de cualquier forma y en cualquier sitio. El tercer mandamiento se opone directamente a la idea de que todas la religiones son una forma legítima de adoración y a que cada una de ellas posee una parte de la verdad. Dios nunca permitió que su pueblo se paseara por el supermercado de la sabiduría y la moralidad de las religiones del mundo y que tomara lo mejor que podían ofrecer al judaísmo. Tampoco les permitió pensar que, en ausencia del conocimiento del Dios de Israel, podían valer las religiones del mundo. El Antiguo Testamento al completo muestra un poderoso ejemplo de la exclusividad del judaísmo como el único camino que tiene la raza humana para llegar a Dios. El Nuevo Testamento deja aún más claro que el cumplimiento del judaísmo en Jesucristo es la única forma de salvación (Juan 14:6 y Hechos 4:12). Hoy en día los cultos multiconfesionales están en boga. Se ensalzan como el triunfo de la armonía racial y la tolerancia religiosa. La gente se emociona ante el acto de adoración que iguala a Cristo con Gautama, Krisna, y Mahoma, y reduce

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el valor de la Biblia a un espacio compartido con las Tres Pitakas del budismo, las Dharma-Shastras del hinduismo y el Corán del islam. Pero introducir el nombre de Cristo en un culto multiconfesional, por muy sinceros y bienintencionados que sean los fieles, es cometer el pecado que se describe en Jueces 17:2, 3 al “levantar su nombre inútilmente”. Hay mucha gente en nuestra sociedad moderna que retrocederá ante la perspectiva de esta conclusión, pero es precisamente la razón por que Dios nos ha dado el tercer Mandamiento además del segundo. No es suficiente compadecer al adorador de ídolos tallados. Permitir que el nombre de Cristo y de Dios se ponga a la par que cualquier otra religión es utilizarlo erróneamente. La falsa adoración es una adoración blasfema, por muchas veces que se invoque el nombre de Dios y por elevados que sean los motivos. No debemos adorar nunca como a “cada uno lo que bien le parece” (Deuteronomio 12:8). Esta es precisamente la razón por que Cristo enseñó a sus discípulos a orar: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9). La palabra “santificado” significa “separado” o “diferente”. Dios no permite ningún rival y ciertamente no tiene igual, y no ponemos su nombre en un lugar especial ni lo respetamos cuando lo mezclamos en el popurrí de las religiones del mundo. LA BLASFEMIA: el nombre de Dios en la adoración irreflexiva El predicador en Eclesiastés advierte: “Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie; y acércate más para oír que para ofrecer el sacrificio de los necios; porque no saben que hacen mal. No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras (Eclesiastés 5:1–2). Nadab y Abiú murieron al ofrecer “fuego extraño” delante de Jehová (Números 26:61). Vinieron ante el Señor a su modo. Puede que fueran sinceros pero se comportaron de forma descuidada. Quizá uno de los mayores errores entre los cristianos actuales sea el pecado de adorar a Dios inapropiada o impíamente. Era parte de la Ley de Dios para su pueblo que le adoraran de la forma en que les había prescrito y no como a cada uno le pareciera (Deuteronomio 12:4, 8). En nuestra búsqueda de la felicidad nos hemos vuelto descuidados en nuestra adoración. Pero la prueba de la verdadera adoración no es que nos alegre sino si nos santifica; no que nos agrade, sino que agrade a Dios. La adoración no siempre es placentera, a veces es muy dolorosa. Shakespeare puso algunas palabras sabias en boca del príncipe Hamlet: “Mis palabras vuelan alto, mis pensamientos permanecen abajo. Las palabras sin pensamientos nunca van al Cielo”. Cantamos sobre su naturaleza y utilizamos palabras magníficas ensalzando el honor de nuestro Dios, pero nuestra mente está a 1000 kilómetros del himnario. Cantamos sobre un compromiso y una entrega serios, poniendo nuestra vida, nuestra alma y todo nuestro ser al servicio de Cristo nuestro Rey, pero no tenemos ninguna intención de salir del edificio de manera distinta a como entramos. Cantamos sobre el Calvario y el cuerpo de Cristo quebrantado en la Cruz, y podemos cantarlo 100 veces con nuestra mente en cualquier sitio menos en la Cruz. Hacemos serias promesas a Dios que luego no guardamos (y que a veces ni siquiera tenemos intención de cumplir). Podemos ofrecernos a hacer toda clase de cosas pero no mantenemos nuestra palabra. Bien se ha dicho que los cristianos no dicen mentiras; ¡simplemente las cantan en sus himnos! Todo esto es una violación del tercer Mandamiento. La vana repetición de la palabra “Jesús” en la adoración también es una clara violación del tercer Mandamiento, especialmente cuando lo hacemos con la

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intención de impresionar a otros con nuestra espiritualidad, o sin pensar profundamente en la naturaleza de aquel cuyo nombre estamos empleando. Lo mismo sucede con la coletilla mágica al final de la oración para la que ni siquiera pensamos: “En el nombre de Jesús. Amén”. ¿Es algo mejor que eso cuando nos ocupamos en la “adoración” mientras estamos llenos de un espíritu crítico contra el que dirige o amargura contra otro adorador o enfado con Dios mismo? Hay cierta ligereza en la adoración moderna que viola este Mandamiento. En nuestra determinación de ser modernos, de demostrar nuestra relación personal con el Creador, caemos en una excesiva familiaridad al utilizar palabras como “papá” o “papaíto”. Parece como si hubiéramos olvidado el inmenso privilegio de ser adoptados en la familia del Soberano del universo. Se ha dicho sabiamente que en, en algunos casos, en nuestra adoración contemporánea el “Padre” se ha convertido en el “compadre”. Un lenguaje tan ordinario y fácil, difícilmente es la manera de “elevar” el nombre de nuestro Dios con honor y respeto. Y la utilización arrogante de Juan 14:14: “Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré”, sin respeto por la voluntad de Dios o su naturaleza santa, no es sino un mal uso del significado de su nombre. Probablemente, si entendemos de esta manera el tercer Mandamiento, no hay ningún hombre o mujer que lo cumpla. LA BLASFEMIA: utilizar el nombre de Dios para apoyar una mentira Todos estos Mandamientos se amplían posteriormente en la historia de Israel. En Levítico 19:12 Dios añade: “No juraréis falsamente por mi nombre, profanando así el nombre de tu Dios. Yo Jehová”. Es demasiado fácil reducir nuestra interpretación al ámbito de las mentiras de aquellos que cometen perjurio ante un tribunal. Al rey Jeroboam se le envió un joven profeta con una advertencia profética. Al profeta se le dijo que debía entregar el mensaje y volver a su lugar de origen inmediatamente; no debía hablar con nadie en el camino, ni aceptar la invitación al hogar de ninguna persona. En su viaje de regreso, el joven pasó por Bet-el donde vivía un viejo profeta que había sido privado de compañía por un tiempo; el anciano le ofreció hospitalidad al mensajero del Señor pero recibió la respuesta adecuada: “Lo siento pero no puedo. Tengo órdenes estrictas de volver directamente a casa”. Entonces, el anciano apoyó su invitación con las siguientes palabras: “Yo también soy profeta como tú, y un ángel me ha hablado por palabra de Jehová, diciendo: Tráele contigo a tu casa, para que coma pan y beba agua” (1 Reyes 13:18). Era una flagrante mentira, como demuestra el resto de la historia. Una mentira o traición envuelta con lenguaje espiritual no deja de ser una mentira. De manera similar, Jacob quebrantó el tercer Mandamiento al asegurar a su padre, Isaac, que la presteza con la que había sido capaz de cazar y preparar una comida se debía a que “Jehová tu Dios hizo que la encontrase delante de mí” (Génesis 27:20), cuando de hecho su madre había preparado un cordero tomado de entre el rebaño. Ananías y Safira pecaron contra el tercer Mandamiento al envolver una mentira con lenguaje espiritual. Todo esto nos queda inquietantemente cercano. Pocos de los que lean esto tienen un problema importante con las palabrotas y por eso creemos que nos estamos manteniendo en los límites del tercer Mandamiento, pero las fronteras son mucho más amplias que esas. El cristiano sirve a un Dios santo cuyo patrón es nada menos que su propia pureza. Vivimos en tiempos en los que la “profecía” está muy de moda. Muchas reuniones en las iglesias cristianas se han vuelto más “proféticas” que bíblicas. Se anima a

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los dirigentes, a los miembros, y aun a los niños para que esperen una palabra de sabiduría o de profecía de Dios. Este no es el lugar para discutir hasta qué punto se pueden esperar cosas así en la Iglesia de hoy; nos vale con admitir que cualquiera que ofrezca una palabra profética como revelación directa de Dios, cuando Dios no ha hablado, está cometiendo blasfemia al quebrantar el tercer mandamiento. El viejo falso profeta dijo: “un ángel me ha hablado por palabra de Jehová”, cuando, de hecho, el Señor no le había hablado: eso era una blasfemia. Pero peor aún es el hecho de que su falsa profecía llevó al joven profeta a ser “rebelde al mandato de Jehová” (1 Reyes 13:21). Algunas iglesias afirman tener habitualmente comunicaciones proféticas de Dios. Puede que sea cierto o no, pero afirmar: “Esto es lo que dice el Señor”, cuando en realidad no ha hablado, es violar el tercer Mandamiento, y “no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano”. Alarmantemente, muchos grupos no parecen inmutarse ante esa posibilidad y aplican poca o ninguna disciplina. De las seis cosas que Dios aborrece, una de ellas es “la lengua mentirosa” (Proverbios 6:17). Los milagros y las profecías cumplidas no son la prueba definitiva del verdadero profeta, como correctamente aclara Deuteronomio 13:1–3. Gran parte del panorama profético actual ya se describe en Jeremías 14:14 como “engaño de su corazón”. De hecho, el profeta más adelante trata este asunto en términos más enérgicos, en el capítulo 23 cuando concluye: “Mas si dijereis: Profecía de Jehová […] habiendo yo enviado a deciros: No digáis: Profecía de Jehová” (v. 38). Utilizar el nombre del Señor para una falsa profecía, por muy sincero y bienintencionado que sea, es una seria violación del tercer Mandamiento. Ezequiel advirtió del mismo peligro: “Vieron vanidad y adivinación mentirosa. Dicen: Ha dicho Jehová, y Jehová no los envió; con todo, esperan que él confirme la palabra de ellos” (Ezequiel 13:6). No está diciendo que no fueran sinceros, de hecho esperaban que sus palabras fueran confirmadas, pero en realidad estaban profetizando mentiras. Uno de los actos más terribles entre los cristianos es cuando alguien afirma tener palabra especial de Dios; si no está en lo cierto, entonces está quebrantando el tercer Mandamiento, y Dios advierte: “Estará mi mano contra ellos” (Ezequiel 13:9). Tristemente, hay cristianos que estarán de acuerdo con todo lo que antes se ha escrito sobre la blasfemia y la adoración multiconfesional pero que ahora se alejarán de la clara aplicación del tercer Mandamiento en lo que a ellos respecta. En todo el debate actual sobre las profecías de hoy, leemos y oímos poco acerca de la comprobación de su veracidad, y casi nada sobre la disciplina de lo que es manifiestamente falso, especialmente cuando dirigentes nacionales e internacionales se ven involucrados. En el Antiguo Testamento, un profeta que profetizara falsamente solo tenía un destino: la muerte. Su ministerio había acabado. Jeremías advirtió: “Falsamente profetizan los profetas en mi nombre; no los envié, ni les mandé, ni les hablé; visión mentirosa, adivinación, vanidad y engaño de su corazón os profetizan. Por lo tanto […] sobre ellos derramaré su maldad” (Jeremías 14:14–16). El estimular a los niños a hacer esto nos somete al terrible juicio de Mateo 18:6: “Cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que cree en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”. LA BLASFEMIA: burlarse de Dios Cuando el director de mi colegio nos advertía a todos los alumnos sobre nuestra conducta en el viaje de ida y vuelta a la escuela, siempre terminaba su charla

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recordándonos que el buen “nombre” de nuestra escuela dependía de nosotros. Lo que esto nos preocupara ya es otra cuestión; pero para los judíos era muy diferente. El término para blasfemia en el hebreo del Antiguo Testamento era la palabra na’ats que significa insultar o despreciar. El humor de mal gusto que bromea sobre Dios y Cristo se encuentra en los programas de mayor audiencia de hoy en día. Solo superada por el sexo, la religión (casi únicamente la religión cristiana) es el coto de caza del humor más patético y depravado. Ninguna persona sensata cree por un instante que la reciente fiebre de libros y películas banales sobre la vida de Cristo tenga algo que ver con el arte, la literatura o los intereses de la investigación histórica. Hace casi 3000 años Dios mostró su descontento al profeta Isaías: “es blasfemado mi nombre todo el día” (Isaías 52:5). Podría haber sido escrito hoy. El periódico citado anteriormente lleva razón al sugerir que “El concepto de una ofensa a Dios está más allá del concepto filosófico de la mayoría de los ciudadanos”. El hombre moderno se ha alejado tanto de la verdad que ni siquiera se da cuenta de que está blasfemando contra Dios cuando le da la espalda y rechaza las leyes de su Creador como improcedentes. De cualquier forma, gran parte de la culpa por la blasfemia de un mundo que se burla se encuentra en el seno de la Iglesia “cristiana”. Muchas veces sucede que los que profesan ser cristianos dan buenas razones para insultar a Dios. Cuando vivimos y nos comportamos en la oficina, la fábrica, en clase, en el taller o en casa de forma que el mundo inconverso tenga motivos de burla o sarcasmo contra Dios, estamos tomando el nombre de Dios en vano. También eso, sin duda, debe de ser blasfemia. El rey David fue el hombre que escribió muchos de los más bellos salmos de la Biblia. Al componer estos salmos mostró parte de su profundo amor por Dios, pero David también pecó gravemente. En 2 Samuel 11 se relata la trágica historia de su doble pecado de adulterio y asesinato. En el siguiente capítulo, el profeta Natán viene a David para mostrar al rey su pecado. Natán le recordó a David un pecado con el que no contaba: “Con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová” (2 Samuel 12:14). Aquí se emplea la palabra para blasfemia, na’ats. Por su pecado, David había llevado a sus enemigos blasfemar. ¿Pero cómo lo había hecho? Las naciones que rodeaban el reino de David habían estado observando a este rey y habían llegado a la conclusión de que era un guerrero increíblemente fuerte y que debía tener a un Dios fuerte de su lado. El mensaje que estaba dando a las naciones era que David no era un rey con el que se pudiera jugar y que tenía una relación especial con su Dios, una relación que les era desconocida en lo que atañía a la relación que mantenían con sus propios ídolos. Mantenían un temor reverencial ante él y concluían, si se nos permite tomar una frase de la historia previa de Israel: “Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta. Porque ¿qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová su Dios en cuanto le piden? ¿Y qué nación grande hay que tenga estatutos y juicios justos como es toda esta ley […]? (Deuteronomio 4:6–8). Pero un día empezaron a correr los rumores: “¿Habéis oído lo que ha hecho el rey de Israel? Resulta que, después de todo, su Dios no es tan distinto como parecía”. Y blasfemaron contra el nombre del Dios de David. Cuando Moisés bajó de la montaña con la Ley de Dios en la mano, primero oyó el ruido de la fiesta del pueblo en el valle y luego vio “que el pueblo estaba

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desenfrenado, porque Aarón lo había permitido, para vergüenza entre sus enemigos” (Éxodo 32:25). Quizá fuera esto lo que enfureció tanto a Moisés. Ya era suficientemente malo que hubieran quebrantado la fe del Dios que les había sacado de Egipto, pero sus actos habían provocado la burla entre las naciones que les rodeaban y, por tanto, la burla a su Dios. Difícilmente eran un ejemplo de santidad y diferenciación de un pueblo perteneciente al Señor. Las naciones blasfemaron a causa de Israel, ¿pero quién se llevó la mayor culpa? No cabe duda de que el comportamiento de muchos cristianos hoy en día, y en especial de dirigentes cristianos, está provocando que el mundo desprecie a Dios. Puede que el mundo blasfeme, pero el cristiano comparte esa culpa. ¿Se toma Dios a la ligera a aquellos que dan pie a que su nombre, y el de su Hijo, sean pisoteados? Los dirigentes cristianos se ven obligados a dimitir por sus escandalosas aventuras o su ansia de dinero, y el mundo desprecia su hipocresía y a su Dios. Otros fomentan comportamientos extravagantes y antibíblicos que llevan a que el mundo que les observa se ría de semejante necedad, proporcionándole así una excusa para rechazar la fe cristiana. Los miembros de las iglesias cristianas se ensañan y se comportan tan amargamente con sus dirigentes y entre sí que aun el mundo lo ve con desagrado. Hay hombres cristianos de negocios que llevan sus empresas de una manera que horroriza a los que tratan con ellos. Todos estos son responsables de la blasfemia de un mundo despectivo. Pablo presenta el asunto llanamente: “Tú que te jactas de la ley, ¿con infracción de la ley deshonras a Dios? Porque como está escrito, el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros” (Romanos 2:23, 24). Hay muchos hoy que profesan su cristianismo como aquellos de quienes Pablo escribió a Tito hace casi 2000 años: “Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan” (Tito 1:16). Según Pablo, a esa gente se le debe “tapar la boca” (v. 11), presumiblemente a través de la reprensión y la sana doctrina (v. 13 y 2:1); no deben ser animados ni aplaudidos. Es precisamente por este motivo por el que Pablo apremió a Timoteo a asegurarse de que los dirigentes de las iglesias tuvieran “buen testimonio de los de afuera” (1 Timoteo 3:7). Cuando el mundo desprecia la fe cristiana por causa del deshonroso y falso estilo de vida de los cristianos, esos cristianos están “tomando el nombre de Dios en vano”, y son los cristianos los que están blasfemando tanto como el mundo. LA BLASFEMIA: el nombre del Señor en los juramentos ociosos Cuando Cristo predicó sobre los juramentos (Mateo 5:33–37), no los asoció específicamente al tercer Mandamiento, aunque los oyentes judíos probablemente establecieran la relación. Significativamente, advirtió contra el juramento por el Cielo, la Tierra, por Jerusalén, o por nosotros mismos, pero en ningún momento se refirió al nombre del Señor. Según Alfred Edersheim (La vida y los tiempos de Jesús el Mesías), las diferentes maneras de jurar a las que Cristo se refiere las adoptaron los judíos para evitar pronunciar el nombre divino: “Por lo tanto, juraban por el Pacto, por el culto del Templo, o por el propio Templo. Pero quizá la forma de jurar más habitual […] sea ‘por la vida’.” Dice muy poco de la naturaleza humana la necesidad que tenemos de jurar por todo. La única razón por que durante siglos la costumbre de los tribunales haya sido esperar de los testigos que juren sobre la Biblia para decir “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad” es infundir el “temor de Dios” en aquellos cuya palabra de otro modo no es de fiar. El hecho de jurar haciendo referencia a un tercero solo demuestra que los hombres y las mujeres son mentirosos por

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naturaleza. Para los judíos era impensable utilizar un juramento en el que entrara en juego el nombre del Dios de su pacto, un nombre que ni siquiera se atrevían a pronunciar durante el culto; sin embargo, les era bastante fácil jurar en nombre de algo que, en comparación, resultaba trivial. La tragedia de esto era que se sentían menos obligados a cumplir un juramento si aquello por lo que juraban era considerado de menos valor. En otras palabras, según Cristo en Mateo 23:16, 18, había niveles de fidelidad a un juramento: “Si alguno jura por el templo, no es nada; pero si alguno jura por el oro del templo, es deudor […]. También decís: Si alguno jura por el altar, no es nada; pero si alguno jura por la ofrenda que está sobre él, es deudor”. Y con una ira escasamente reprimida el Señor termina: “¡Necios y ciegos!” El clasificar una mentira según la importancia del juramento es completamente ridículo. Por otro lado, el Señor permite prometer y hacer juramentos: “Cuando alguno hiciere voto a Jehová, o hiciere juramento ligando su alma con obligación, no quebrantará su palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca” (Números 30:2 y comparar con Deuteronomio 23:21–23). Pero debe advertirse que aquí las palabras importantes son “ligando su alma con obligación” y “no quebrantará su palabra”; no hay ninguna referencia a un tercero (ya sea persona u objeto) para apoyar la promesa, la palabra del hombre debe ser su garantía. Esa es precisamente la conclusión a la que llega nuestro Señor en Mateo 5:37: “Sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede”. Según Pablo en 2 Corintios 1:18–20, ese es el ejemplo que Dios mismo nos da. Hay algo particularmente ofensivo para Dios en el juramento que se hace “en el nombre de Dios”, o “en el nombre de Cristo” cuando el que lo emite está mintiendo. Tal persona puede estar segura de la solemne advertencia de que el Señor no le dará por inocente. El profeta Jeremías se refirió a semejantes promesas vacías: “Aunque digan: Vive Jehová, juran falsamente” (Jeremías 5:2). Por otro lado, el profeta anhelaba el día en que el pueblo del Señor pudiera jurar: “Vive Jehová, en verdad, en juicio y en justicia” (4:2). Por este motivo, no puede ser blasfemo tomar a Dios como testigo de la veracidad de nuestra afirmación, aunque Cristo dijo que debería ser totalmente innecesario, desde el momento en que nuestra palabra debería ser nuestra garantía. Pero invocar el nombre de Dios para mentir es un pecado temible y no estará exento de castigo. LA BLASFEMIA: el nombre del Señor en la queja y en la incredulidad En una serie de afirmaciones que requerían una respuesta, el profeta Malaquías obligó a la nación a admitir su propia desobediencia y conducta pecaminosa: “Vuestras palabras contra mí han sido violentas, dice Jehová. Y dijisteis. ¿Qué hemos hablado contra ti? Habéis dicho: Por demás es servir a Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley, y que andemos afligidos en presencia de Jehová de los ejércitos?”. Los israelitas también pecaron en el desierto con un espíritu de protesta y desobediencia (Números 14:27; 1 Corintios 10:10) y, por esta razón, el pueblo experimentó grandes sufrimientos. Cuando profesamos el nombre de Cristo y de Dios, constituye una violación de su tercer Mandamiento quejarnos de que ha actuado de forma injusta en nuestras vidas o que simplemente no se ha preocupado por nosotros. Tomamos el nombre del Señor en vano cuando nuestras conversaciones o nuestro espíritu de protesta dan a entender que es un Dios en el que no se puede confiar. Otros están oyendo lo que decimos, especialmente cuando tenemos las circunstancias en contra. Dar a entender que “es inútil servir a Dios” o guardar sus Mandamientos deshonra su

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nombre. No es infrecuente que los cristianos expliquen la conducta de alguien que está atravesando un período trágico o de prueba en su vida llegando a la conclusión de que “no ha aprendido a aceptarlo”. Puede que eso sea cierto, pero el problema suele estar en una etapa anterior. Puede que hayan aprendido a aceptar que las circunstancias que tanto han cambiado su vida vienen de la mano de Dios, y no le culpan ni le acusan de ser injusto; en este aspecto son intachables. En cualquier caso, lo que no han aprendido aún es “cómo aceptarlo”. Pueden manejar el hecho de las circunstancias, pero sus quejas y su espíritu sombrío, cómo se resignan refunfuñando a la “voluntad de Dios”, destruyen el valor de su presunta confianza en Dios. En otras palabras, su reacción niega su teología. Probablemente, este fuera el pecado de Jonás cuando se levantó en la cubierta de un barco azotado por la tormenta y declaró su temor a “Jehová, Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra” para a continuación añadir que estaba huyendo de este Dios (Jonás 1:9, 10) Su teología era impecable, su reacción despreciable. Es una blasfemia cuando nuestra conducta es una negación del Dios al que profesamos servir. LA BLASFEMIA: al utilizar mal su Palabra Hace dos o tres décadas, las doctrina de la infalibilidad bíblica (la creencia en que toda la Biblia es la Palabra de Dios sin error) era un asunto muy importante. Con toda certeza, era una blasfemia decir que Dios no había dicho algo cuando sí lo había hecho, o decir que sí cuando en realidad no era cierto. Hoy el mayor desafío de los evangélicos es el de la “hermenéutica” (el entendimiento e interpretación correctos de la Biblia). Uno de los ataques que los críticos dirigen a los evangélicos es que declaramos creer en la Biblia como la revelación de Dios y a continuación nos disponemos a interpretarla de acuerdo a nuestras nociones preconcebidas, nuestro contexto cultural, o el intento de ser “políticamente correctos”. En mayor o menor medida, todos podemos ser culpables de esto. Este no es el lugar para tratar el asunto con detenimiento, pero es un campo muy amplio que está ahí. Lo que es preocupante es la manera como los evangélicos seleccionan unos cuantos pasajes para “demostrar” lo que es contrario al espíritu general de la Escritura, rechazar lo que no les gusta ya sea como condicionado culturalmente o como fragmento que en realidad no forma parte de la Escritura, y hacer suposiciones infundadas sobre textos en concreto. Algunos interpretan principalmente el Evangelio en términos de salud, riqueza y felicidad, y creen que basta con imaginar o “conceptualizar” lo que se nos antoje y se nos dará lo que pidamos: nómbralo y lo tendrás; han elegido algunos versículos fuera de contexto de la Biblia para dar una imagen falsa y grotesca de la revelación de Dios. Otros han intentado justificar recientemente las conductas homosexuales, forzando una nueva interpretación de las claras enseñanzas de Levítico 18:22 y 1 Corintios 6:9, y con suposiciones infundadas como que David y Jonatán mantenían relaciones “homoeróticas” o que el sirviente del centurión (Mateo 8:5–13) era un esclavo homosexual. De manera similar, en lo referente al papel de la mujer en el liderazgo y ministerio de la Iglesia, algunos evangélicos han sugerido que 1 Corintios 14:34 en realidad no es parte de la carta original de Pablo; pero las evidencias que esgrimen son tan débiles que no las aplicarían de la misma manera a ningún otro texto de la Biblia. El debate actual de si el Infierno es para siempre o no ha generado una aglomeración de extrañas reinterpretaciones de palabras y frases cuyo significado muy pocas veces había

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sido puesto en duda a lo largo de la historia de la erudición evangélica. Se podría decir más, pero aquí la hermenéutica no es nuestro tema. El punto principal es el siguiente: puede que todos erremos en nuestra comprensión de pasajes y versículos concretos de la Biblia, pero si quebrantamos principios de interpretación aceptados para forzar nuestra preferencia en un pasaje, estamos utilizando mal su Palabra y su nombre por tanto. Estamos afirmando: “Esto es lo que dice el Señor”, cuando es obvio que Él no lo dijo. No significa que la erudición evangélica pueda pretender alguna vez haber llegado a su destino, pero cuando se tienen en mente conclusiones firmes, previamente adoptadas, debemos preguntarnos al menos si se ha pasado de la integridad a falsificar la Palabra de Dios (2 Corintios 2:17). Es una blasfemia utilizar mal la Biblia, ya sea voluntaria o inconscientemente, de manera que la hagamos decir cosas que claramente no dice. No todo lo que Pablo escribió es “difícil de entender” (2 Pedro 3:16) aunque mucho sí sea difícil de aceptar. En cualquier caso, pretender lo primero a expensas de lo segundo debe de acercarse peligrosamente a la blasfemia. ¿DE VERDAD IMPORTA? Este Mandamiento sí importa, porque utilizar a la ligera el nombre del Señor significa rebajar su naturaleza o poner en ridículo a su Hijo Jesucristo. Abusar de su nombre, en realidad, es decir que nuestro Dios y Cristo no tienen ningún valor en particular. Puede que los judíos fueran demasiado lejos al negarse a pronunciar el nombre de Yahveh, pero al menos su reverencia por el nombre implicaba una reverencia por su persona y naturaleza. Nuestra adoración también muestra lo que pensamos de nuestro Dios y, puesto que la adoración sincera de Dios es la culminación de la existencia humana, la adoración blasfema es el punto más bajo al que un hombre o una mujer pueden llegar. Importa porque rebajar a Dios implica rebajarnos a nosotros mismos. Hablar a la ligera del Dios que nos creó muestra inevitablemente la baja estima que tenemos de la raza humana. Importa porque Dios termina su Mandamiento con una seria advertencia. “No dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano”. Esto significa que tendrá por culpable a esa persona y que no la absolverá. El pecado imperdonable al que Cristo se refirió fue la “blasfemia contra el Espíritu” (Mateo 12:31). Los fariseos estaban atribuyendo las obras de Cristo al propio diablo (v. 24), pero más que esto, estaban afirmando que la naturaleza de Cristo era poco más que diabólica. La naturaleza imperdonable de este pecado se encuentra en la indisposición o la incapacidad para dar al nombre de Cristo el honor que se merece. Puede que neguemos este honor deliberadamente, a través del descuido o de la ignorancia, pero negar el honor de su nombre, de cualquier forma que se haga y, por tanto, utilizar su nombre de forma vana, es un pecado del que Dios no nos absolverá. Si alguien piensa que el nivel se está poniendo imposible, eso es precisamente lo que buscan los Diez mandamientos. Muestran la naturaleza del Dios que adoramos, y esto debería ser motivo suficiente para hacernos temblar ante Él y llevarnos a la Cruz de Cristo para obtener el perdón. UTILIZAR SU NOMBRE Debido a que, como hemos visto, el “nombre del Señor” no se refiere simplemente a un conjunto de letras hebreas sino a toda la naturaleza que representan, la frase incluye los distintos nombres que se utilizan para describir al Dios trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y pretende salvaguardar el nombre de cada miembro de la Trinidad.

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Como en todos los Mandamientos, hay un aspecto positivo en esta advertencia de utilizar el nombre de Dios descuidadamente. Si se nos advierte de no utilizar erróneamente el nombre del Señor, es porque también se nos está invitando a utilizarlo. El nombre de nuestro Dios y Salvador es un nombre poderoso. Es el nombre de Cristo el que nos abre las puertas a la presencia de Dios a través de la oración (Romanos 5:2); y probablemente ese sea nuestro mayor privilegio en la Tierra. Es el mismo nombre que nos da la confianza para pedir en oración y creer que se nos dará (Juan 15:16). Pedro utilizó el poderoso nombre de Cristo para sanar al cojo de la puerta Hermosa: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda” (Hechos 3:6). Pero este nombre no es una fórmula mágica que utilizar sin un conocimiento personal del Salvador, sin un cuidadoso respeto a su santidad. Siete hijos de un jefe de los sacerdotes llamado Esceva intentaron invocar el nombre del Señor para dominar a los malos espíritus y como resultado solo recibieron una paliza del loco poseso (Hechos 19:13–16). Esa es una advertencia significativa para todo aquel que crea que hay alguna clase de autoridad automática en el “nombre” de Cristo. Este era también el único nombre que la Iglesia utilizaba para evangelizar. Pedro afirmó enérgicamente: “No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). El nombre de Jesucristo, al igual que el nombre “Jehová” (Yahveh) del Antiguo Testamento, es un compendio de toda la obra y la naturaleza del Salvador. No era simplemente un asa con la que los Apóstoles se aferraban a Él sino una descripción de aquel que expresaba la integridad de Dios (Hebreos 1:3), y que vino a cumplir la promesa que se dio en primer lugar en Génesis 3:15. Jesucristo es todo lo que el nombre “Jehová” implicaba bajo el antiguo pacto. Es un privilegio para nosotros el utilizar el nombre del Dios trino (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) tanto en la adoración como en nuestro testimonio. Pero hagámoslo cuidadosamente. Hay pocas cosas tan maravillosas como utilizar el nombre de Dios nuestro Salvador, y nada más peligroso que abusar de él. Capítulo 6 Guardar el día de reposo Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Éxodo 20:8–11 Si hay una cosa sobre los Diez Mandamientos en la que todos los cristianos están de acuerdo es que el cuarto es el más polémico. No obstante, sucede que este Mandamiento ofrece gran bendición y está creado de la forma más positiva posible; es uno de los dos únicos mandamientos que comienzan con un estímulo positivo en lugar de una prohibición. Los primeros tres Mandamientos tienen que ver con nuestra relación con Dios mismo y eso, como ya hemos visto, es una forma fundamental de empezar. Lo más importante es nuestra relación con el Creador. No tiene ningún valor hablar de amar al prójimo que vive en la puerta de al lado cuando no estamos en contacto con nuestro Creador que está en el Cielo. El cuarto Mandamiento es una especie de puente entre las dos partes de este “Decálogo” (las “diez palabras”); se encuentra entre los tres primeros y los seis últimos que tratan de nuestra relación tanto con Dios como con aquellos que nos rodean. De hecho, este Mandamiento siempre se mostró como un barómetro efectivo de la relación espiritual de Israel. Cuando Israel se encontraba en contacto con Dios, santificaba el día de reposo, y cuando lo abandonaba, era obvio que se estaba alejando de Él. ¿YA NO UN DÍA DE REPOSO?

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Hoy, el principio cristiano del domingo como día especial está siendo atacado intensamente, no solo por los gobiernos seculares, lo que era de esperar, sino por la nueva generación de cristianos que aseguran que el cuarto Mandamiento ya no es válido como ley vinculante para el mundo en general y para los cristianos en particular. La posición que los cristianos adoptan frente a muchos asuntos a menudo muestra más su compromiso con la tradición o su capitulación ante la cultura contemporánea que sus claras convicciones con respecto a la Palabra de Dios. Este debate no constituye ninguna excepción. A uno y otro lado del Atlántico, sin duda por todo el mundo, los cristianos muestran tal variedad de puntos de vista sobre el asunto del domingo que debe de ser desconcertante para cualquiera que observe el relativo nivel de unanimidad sobre el significado y aplicación de los otros nueve Mandamientos. La avalancha de libros y artículos de los últimos años ha sido un fuerte desafío para los 2000 años de historia de respeto al domingo. Es un comentario muy triste decir que en los últimos diez años es mucho más lo que se ha publicado sobre el cuarto Mandamiento que sobre los otros nueve juntos. Inevitablemente, hemos perdido de vista el bosque debido a un único árbol. Este no es el lugar para tratar exhaustivamente los distintos argumentos, pero son muy dispares. La visión coherente de la Iglesia durante su historia la representan aquellos que creen que el día de reposo es un decreto de la Creación y que, por tanto, es universal y eternamente válido. Cristo nos liberó de la rígida aplicación de los fariseos, y la Iglesia de los Apóstoles del siglo I pasó de guardar el sábado judío al domingo cristiano, eso es, del último al primer día de la semana (Beckwith and Scott, This is the Day —Este es el día— Marshall, Morgan and Scott 1978). Esta visión considera el domingo como el día de reposo. Otros sostienen que el día de reposo es un decreto de la Creación con pertinencia eterna y universal, pero que la Iglesia apostólica seguía el día de reposo judío y que ese día solo se cambió al domingo durante el siglo II en tiempos del Emperador Trajano con el fin de distinguir la adoración cristiana de la judaica (Bacchiocchi, From Sabbath to Sunday —Del sábado al domingo— Universidad Pontificia Gregoriana 1977). Esta visión cree que el sábado es el día de reposo. Más recientemente se presentó la tesis de que el día de reposo no fue un decreto de la Creación y que, por tanto, no tiene una aplicación duradera o universal; por el contrario, era una señal del pacto con Israel, y el ministerio de Cristo y la Iglesia apostólica del siglo I son una evidencia de la “liberación”, no solo del legalismo farisaico sino de toda la carga del día de reposo. En cualquier caso, hay una aprobación bíblica de la adoración del primer día, y la fuerza del Mandamiento del día de reposo se basa en que señala hacia el descanso final en el Cielo, en nuestra suspensión de las obras para obtener la salvación, y en nuestra santificación al dedicar cada día a Dios. En cualquier caso, ni el sábado ni el domingo se consideran el día de reposo cristiano (Carson, From Sabbath to Lord’s Day —Del día de reposo al día del Señor— Zondervan 1982). Los representantes de cada visión utilizan los mismos dato bíblicos e históricos y, sin embargo, llegan a conclusiones totalmente distintas. ¡Verdaderamente confuso! La tercera posición está ganando gran cantidad de adeptos entre un gran espectro del cristianismo evangélico. Se trata de defender convicciones pragmáticas, no teológicas: un día de descanso es beneficioso para la sociedad y conveniente para la Iglesia pero, aparte de eso, tiene poco valor.

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VUELTA AL PRINCIPIO Puesto que los cristianos no deben estar limitados por la tradición histórica o contemporánea, el camino más sabio es volver al principio. Gran parte del debate sobre este Mandamiento tradicionalmente ha girado alrededor de qué es lo que se debe hacer en domingo y qué no. Como punto de partida es completamente irrelevante. El cristiano siempre debe ser conocido como un pensador de “primeras causas”. Volvemos a los comienzos. En este asunto, el principio se encuentra en Génesis capítulo 1, y pocas cosas comienzan antes que eso. ¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué Dios creó el mundo en seis días? Podría haberlo creado instantáneamente, o en seis segundos, seis horas, seis meses o seis años. Para Dios no hubiera sido mucho más difícil crearlo en un microsegundo que en una hora o un día. Una palabra, un pensamiento del Creador soberano y trino, y todo hubiera llegado a existir. Después de todo, cuando hizo falta, Cristo creó el pan de inmediato; lo mismo hizo con el vino en otra ocasión. Durante su vida sanó instantáneamente los miembros y enfermedades de muchas personas. En la resurrección nuestros cuerpos se levantarán y se transformarán en un momento, en un abrir y cerrar de ojos (1 Corintios 15:52). ¿Por qué, pues, no creó Dios en un instante el universo? O, si el número seis tiene algún valor en concreto, ¿por qué no lo creó en seis segundos? La respuesta a esa pregunta se encuentra en Génesis 2:2–3. Todo el debate debe comenzar aquí: “Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo. Y bendijo Dios al día séptimo y lo santificó, porque en él reposó de toda lo obra que había hecho en la creación”. En esto hay un propósito intencionado. Dios estaba fijando un patrón. A seis días de trabajo les seguía un día de reposo. Según Génesis 2:1, después de seis días de creación, todo estaba completo; toda la Creación, el universo y todo lo que hay en él estaban terminados. Y Dios descansó. ¿Qué significaba esto? No se nos pasa por la cabeza que Dios estuviera cansado por la obra de la Creación. La palabra Shabath en hebreo puede significar simplemente “cesar” (cf. Génesis 8:22). Dios terminó de crear, no porque estuviera cansado o pensara que no quedaba nada por hacer sino porque en su plan divino había programado deliberadamente que en seis días lo haría todo. Para el amanecer del séptimo día, no quedaría nada por hacer. Dios estableció un patrón para la raza humana. Después de seis días de trabajo, debía haber un cese de cualquier obra. Los respetados eruditos hebreos del siglo XIX Keil y Delitzsch, señalan que Génesis 1 y 2 están unidos por una conjunción que implica que la finalización de la obra de Creación tiene dos partes: “De forma negativa en el cese del trabajo de creación, y positiva en cuanto a la santificación y bendición del séptimo día”. Con un argumento cuidadosamente desarrollado, Keil y Delitzsch continúan explicando su convicción de lo que significan este “cese” y este “descanso”. Fue por la gran satisfacción y placer que Dios experimentó en lo que había hecho por lo que cubrió su creación de santificación y bendición (Génesis 2:3), lo que, para Keil y Delitzsch, significaba situar la Creación en una relación viva con Dios mismo, alzándola a la participación de la clara luz de su santidad. En otras palabras, cuando Dios declaró que el universo “era bueno en gran manera” (Génesis 1:31), significaba mucho más que ser simplemente bonito. Era perfecto moralmente y en todos los sentidos. El séptimo día era una celebración de ese hecho. La palabra Shabath no aparece en Génesis 1 y 2 pero la raíz se encuentra en el

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2:2, donde dice que Dios “reposó”. Se nos dice en Génesis 2:3 que bendijo ese día y lo santificó. Eso es exactamente lo que recordó a su pueblo en el cuarto Mandamiento: “Acuérdate del día de reposo para santificarlo” (Éxodo 20:8). Las palabras “bendijo” y “santificó”, que aparecen en Génesis 2:3 significan que Dios separó este día como un día con un privilegio y tratamiento especiales; debía ser distinto de todos los demás días de trabajo. Era el día en que los hombres y mujeres podían disfrutar de todo lo que habían hecho durante los seis días anteriores. Esto es lo que se encuentra detrás de las palabras: “y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1:31). En el atardecer de su último día de creación se complació en todo lo que había hecho. Es cierto que en Génesis 2 no se estipula que debamos seguir ese patrón; es una simple afirmación de los hechos. Cuando Dios creó a la mujer como una compañera compatible para Adán, se aplica esta lección de continuo valor: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis 2:24). Pero aquí no hay ninguna interpretación, ninguna aplicación, y ninguna referencia al pueblo escogido; es la simple declaración de que esto es lo que Dios hizo. En cualquier caso, el séptimo día era un día muy especial porque Dios lo hizo así. No tenía que decir nada más sobre el día que lo que está escrito en Génesis 2:2, 3. Dios lo santificó por su decreto y ejemplo, y era evidente que si Dios lo trataba como un día especial, también lo haría el resto de la Creación. ¿De qué otra forma podría ser bendito y santo el día sino con alguna pretensión de reconocimiento perpetuo? El argumento en contra de este día especial como parte de la Creación de Dios se encuentra con un problema insuperable en Éxodo 20:11, donde, en una referencia directa a los seis días de creación y al séptimo de descanso, Dios recuerda a su pueblo: “por tanto, Jehová bendijo el día de reposo y lo santificó”. ¡Si aquí el día de reposo es una referencia a un patrón de innovación reciente para los israelitas, es una forma bien extraña de decirlo! Toda lectura natural implica que el día de reposo que Dios bendijo y santificó era el séptimo tras la Creación. En otras palabras, el séptimo día era el primer día de reposo, y los israelitas debían recordarlo como el patrón para todos lo días de reposo. Génesis 2:2 se refiere por tanto al día de reposo; Moisés venía a decir en Éxodo 20: 11: “Este es aquel”. ¿POR QUÉ SIETE DÍAS? El período de siete días es muy interesante porque no encaja naturalmente. Si estuviéramos recopilando la historia de la Creación y tuviéramos que reunir todos los componentes de Génesis 1 en una serie de días, probablemente obtendríamos una semana de diez días: en el primer día, crearíamos la luz; en el segundo día, crearíamos el cielo; en el tercer día, la tierra firme; en el cuarto día, la vegetación; en el quinto día, los planetas: el Sol, la Luna y las estrellas; en el sexto día, las criaturas acuáticas; en el séptimo día, las criaturas voladoras; en el octavo día, los animales; en el noveno día, la raza humana; y el décimo día sería el de reposo. Esto nos daría un año con treinta y tres semanas y media, ¡lo que no es mucho más extraño que nuestro año de cincuenta y dos semanas y algo más! Al discutir el origen de la semana de siete días, algunos sostienen que los hebreos la tomaron de los cananeos quienes, a su vez, la habían recibido de los babilonios. La costumbre más antigua de las civilizaciones fue la de dividir primero el tiempo en años y días, más tarde en meses y, finalmente y por conveniencia, se añadieron las semanas. En el mundo antiguo no había ninguna clase de

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consenso. En algunas partes del oeste de África se utilizaba una semana de cuatro días, en Asia la semana contaba con cinco días, los asirios adoptaron la semana de seis días, los babilonios de siete o diez, la antigua Roma eligió la de ocho o nueve y en Egipto era de diez. Hay poca o ninguna evidencia de que alguien utilizara habitualmente la semana de siete días antes de que la introdujeran los israelitas. Claramente, el patrón de Dios se había perdido, quizá deliberadamente, a medida que el género humano se iba alejando más y más del Creador. No obstante, los siete días no son algo que esperaríamos, porque no encajan del todo en el año lunar. El año lunar de 354 días nos da cincuenta y nueve semanas de seis días exactamente, y el año solar de 365 días nos da setenta y tres semanas de cinco días. A veces la gente ha intentado jugar con la duración de las semanas. Durante la Revolución francesa, la República cambió el calendario, y en 1792 introdujo la semana de diez días, pero la desechó trece años más tarde. En la antigua Unión Soviética se propuso en 1929 un calendario revolucionario que nunca llegó a materializarse. La propuesta del Calendario Internacional Único mantendría la semana de siete días pero reduciría el mes a veintiocho días exactos. Una cosa es cierta, aparentemente el ciclo de siete días encaja a la perfección con las necesidades humanas. Verna Wrights, como profesor de Reumatología en la Universidad de Leeds y consejero del Departamento de Salud y Seguridad Social, se refirió a la sabiduría de este ciclo de siete días de trabajo y descanso. Recalcó que al igual que el cuerpo necesita un ciclo de veinticuatro horas, el séptimo día de descanso se adecua perfectamente a las necesidades corporales y mentales del hombre moderno. La última acción de Dios tras seis días de creación fue la de crear un día más y ponerlo aparte como especial en comparación con los demás. Y así, Dios creó el día de reposo. Después de eso, los días y las semanas, los meses y los años, prosiguieron cíclicamente. Las civilizaciones se han visto obligadas a cambiar el calendario para que corresponda a una comprensión más exacta del tiempo solar y lunar, primero durante el mandato de Julio César (el calendario juliano), y luego en los tiempo del Papa Gregorio (el calendario gregoriano de 1582). Aunque no se vuelve a aludir al séptimo día de reposo en todo el Génesis, el ciclo de siete días es un claro fundamento de la vida de los primeros habitantes de la Tierra (por ejemplo Génesis 7:4, 10; 8:10, 12; 29:27), un hecho que hoy en día los estudiosos pasan por alto frecuentemente. No se sabe por cuánto tiempo, si llegó a haber alguno, los descendientes de Adán y Eva siguieron el patrón de un día de descanso que les había dado su Creador. Es bastante razonable pensar que Adán y Eva, en la relación perfectamente santa entre Dios y su Creación, señalaron como especial este día que tan claramente había diferenciado su Creador. Como todo lo demás, no hay duda de que se rechazó tras la Caída hasta un momento en que la raza humana perdió este concepto casi por completo. De cualquier forma, como ya hemos visto, por la manera como Éxodo 20:11 se refiere al día que sucede a los otros seis como “día de reposo”, es evidente que los primeros habitantes de la Tierra sabían algo del plan de Dios. Por otro lado, no se dice nada más de este día hasta Éxodo 16. Cuando Dios cubrió de maná el desierto, ordenó al pueblo que el sexto día recogiera una cantidad doble. Moisés explicó que el día siguiente debía ser “el santo día de reposo, el reposo consagrado a Jehová” (Éxodo 16:23). Se especificó claramente que esto habría de repetirse cada sexto día, y los que salieron el séptimo no encontraron nada. Moisés recordó al pueblo “mirad que

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Jehová os dio el día de reposo” (v. 29). Esto fue previamente a la ley del cuarto Mandamiento. Aparentemente, pues, durante muchos años desde la creación y la Caída de Adán por su desobediencia, el día había sido abandonado. No podemos saber si Noé y los patriarcas guardaron este día; pero ciertamente habría sido difícil que los israelitas guardaran el séptimo día de reposo habiendo vivido una esclavitud de cuatrocientos años bajo la semana egipcia de diez días. Pero aun así se conocía el principio. Por este motivo, cuando Dios dio a su pueblo el cuarto Mandamiento, simplemente se lo recordó porque ellos ya lo sabían. El recordatorio no se debía simplemente a las instrucciones de Éxodo 16; Dios llevó de nuevo a su pueblo hasta el principio: “Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo y lo santificó” (Éxodo 20:11). No les costaría mucho trabajo a los israelitas entender el valor de este día puesto que el principio había quedado bien establecido en la historia de la Creación. El patrón que Dios estableció en Génesis 2:3 habría sido, cuando menos, una cita intrigante para cualquier israelita; ninguno podía pasar por alto una frase tan importante. Durante el resto del Antiguo Testamento, su observancia de esta ley se convirtió en un sello de la proximidad o lejanía del pueblo de Dios. En Isaías 58, el pueblo había mantenido los sacrificios a Dios y sus actividades en el Templo, pero Dios vino a decir: “No me interesa vuestra presencia externa, quiero saber dónde están vuestros corazones. Y puedo saber dónde están vuestros corazones por la forma en que consideráis el día de reposo”. Si el pueblo se deleitaba en el día de reposo, como un día santo, un día honorable, entonces demostrarían cómo eran de verdad y encontrarían la alegría en el Señor mismo (Isaías 58:13, 14). CUANDO VINO CRISTO Algunos afirman que, de todos lo Mandamientos, este es el único que no fue confirmado por Cristo ni por los Apóstoles. Como mucho, se argumenta, Cristo rebajó el cuarto Mandamiento al sanar deliberadamente en el día de reposo —lo que los judíos veían como trabajo— y al rechazar específicamente apoyarlo. Lo mismo puede aplicarse a los Apóstoles. Estos argumentos son más aparentes que reales. Cuando vino Cristo, el día de reposo estaba firmemente arraigado en la vida de Israel, tristemente de forma errónea. Habían inventado multitud de leyes mezquinas y ridículas para que nadie quebrantara el cuarto Mandamiento. Alfred Edersheim, en su monumental estudio de La vida y los tiempos de Jesús el Mesías, dice de los fariseos en tiempos de Cristo: “Regulaban cada caso posible e imposible. Entraban en cada detalle de la vida privada, familiar y pública, y con una lógica férrea, un rigor inflexible y el análisis más minucioso, perseguían y dominaban al hombre sometiéndole a un yugo verdaderamente insoportable”. Esto era totalmente cierto en el caso de las leyes que inventaban estos legisladores judíos para proteger el día de reposo. A continuación mostraremos algunos ejemplos: Se puso un límite a la distancia que se podía recorrer el día de reposo: 2000 codos desde la casa. Pero había formas de saltarse esta restricción. La noche antes del día de reposo se podía tomar algo de comida y llevarlo hasta 2000 codos de la casa, cuando se llegaba a ese punto se podía decir: “Esta es mi nueva casa porque aquí hay una comida preparada para mí”. Desde allí se podía viajar 2000 codos más. Pero se podía ser aún más sutil. Si de alguna forma se

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unían dos edificios con una cuerda o una viga, se podía declarar la vivienda del vecino como propia, convirtiendo las dos en una sola. De esta manera se podía atravesar toda la calle sin que empezaran a contar los 2000 codos. El fuego doméstico debía apagarse antes del día de reposo porque ese día no se debía cocinar; no se permitía siquiera dejar un huevo cociéndose al sol. Se podía montar un burro si se le habían puesto los arreos el día anterior. La forma de vestir en el día de reposo era otro aspecto que también se controlaba, especialmente si se trataba de una mujer. A las mujeres no se les permitía llevar un alfiler o joyería porque si se los quitaban para enseñárselos a alguien estaban llevando una carga en el día de reposo. Si alguien se cortaba un dedo, siempre podía tapar la herida con un trozo de tela para cortar la hemorragia, pero si se sospechaba que por ese medio se contribuía al proceso de curación, esto podía suponer una infracción del Mandamiento, una ley farisaica muy importante en vista de sus críticas a Cristo. Las leyes se hacían más ridículas aún. Se podía meter un rábano en sal, pero no por mucho tiempo, ya que eso podía considerarse hacer salmuera. Si se encontraba suciedad en el vestido, se podía sacudir pero no frotar. Se podía tirar algo al aire y recogerlo con la misma mano, si se capturaba con la otra también era trabajo. Si se sacaba heno para los animales había que asegurarse de hacerlo con una mano distinta a la que se había utilizado durante la semana. Quizá las reglas de los fariseos más patéticamente divertidas eran las relacionadas con las aves de corral. Si una gallina que había sido cebada con el propósito de cocinarla ponía un huevo, este se podía consumir puesto que no era su trabajo diario; sin embargo, si una gallina ponedora había puesto un huevo el día de reposo este no se podía consumir puesto que sí era su cometido. Trágicamente, a pesar de los cientos de sermones y páginas que la literatura talmúdica le dedica a este tema, se dice muy poco del propósito espiritual del día de reposo. A los fariseos no les preocupaba que la gente supiera cuál era el motivo inicial del día de reposo. Todo eso es puro legalismo. Ese es el trasfondo con el que Cristo se enfrentó a su llegada. ¿Cómo, pues, debemos responder a la sugerencia de que tanto Cristo como los Apóstoles minimizaron el valor del cuarto Mandamiento y deliberadamente lo quebrantaron? Marcos 2:27 y 28, son versículos significativos que se suelen utilizar en esta discusión. Nuestro Señor está hablando del día de reposo y le han acusado de no guardarlo por la simple razón de que sus discípulos andaban por los trigales, tomaban algunas espigas y las frotaban entre sus manos para comer. No había nada ilegal en su acción; no se consideraba como robo, por lo que ese no era el problema. El problema era que lo habían hecho el día de reposo y, mientras que la Ley de Moisés callaba sobre este asunto, los fariseos sí tenían algo que decir. Respondiendo a las críticas de los fariseos, Jesús dijo: “El día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de reposo”. En esta frase hay tres cosas importantes. En primer lugar, “el día de reposo fue HECHO”. La palabra griega que se emplea (ginomai) “llegar a ser” o “llegar a existir”, y en Juan 1:3, 10 la misma palabra tiene el significado de ser creado. Esto nos lleva de inmediato al plan que existe en la Creación. El día de reposo fue uno de los grandes actos de la Creación de Dios; su origen no estaba en Éxodo 20. Fue después de su trabajo en la Creación cuando el día de reposó llegó a existir. Dios no creó nada más tras el día de reposo. En segundo lugar, el día de reposo fue hecho para el HOMBRE; “género humano” es el término y se refiere a la raza humana más que al género masculino. Nuestro Señor no dijo “para Israel”, y

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aunque se argumente que estuviera hablando a los judíos y que debe entenderse en ese contexto, Él da a entender que es para todo el género humano. En tercer lugar, se nos dice que el día de reposo fue hecho PARA el hombre. Eso significa que fue hecho para el beneficio y bienestar del género humano. Significativamente, Cristo no hizo que sus oyentes se remontaran hasta el Éxodo sino hasta el Génesis. El día fue hecho para que, a través de él, Dios pudiera bendecir a toda la raza humana y Cristo ratificó ese plan divino. No se puede interpretar el comportamiento de los discípulos ni las instrucciones de Cristo en Marcos 2 como una descalificación del cuarto Mandamiento. Ciertamente, ambos violaron las mezquinas reglas de los fariseos, pero lo hicieron para confirmar el propósito inicial del día de reposo. Este pasaje subraya que el día de reposo tenía la intención de ser un beneficio duradero para la Humanidad. El profesor Verna Wright da un sencillo ejemplo para ilustrar la afirmación de que “el día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de reposo”: “Una mañana temprano, estoy conduciendo por una carretera despejada. Al acercarme a unas señales de ‘manténgase a la izquierda’, un niño sale disparado de la acera. La única forma que tengo de esquivarlo es torcer a la derecha. Lo hago sin dudar un momento porque las señales se hicieron para el hombre, no el hombre para las señales. Sin embargo, como norma general, sí me mantengo a la izquierda”. Dios siempre quiso que el día de reposo sirviera para el bienestar y esparcimiento del género humano; este extremo queda confirmado por la promesa de que era un día “bendecido” por el Señor, y por su invitación en Isaías 58:13, 14 a que la gente lo disfrutara y se deleitara en él. Las reglas que dio para él, como las señales de tráfico para nosotros, tenían la intención de ser para el beneficio de su pueblo, pero si la observancia de estas reglas perjudicaba la bendición del día, entonces se podían romper las reglas. Ese es un principio fundamental que debemos recordar y es lo que nuestro Señor quería decir al referirse a los tiempos de Abiatar en los que David comió pan consagrado (Marcos 2:25, 26). Ciertamente, no era la ley del día de reposo lo que Cristo estaba intentando corregir, sino el abuso que los fariseos hacían de ella. Era una forma extraña de desplazar el cuarto Mandamiento del Decálogo, si este era su propósito, puesto que no hizo más que reafirmar el plan de su Padre para el día del reposo. El pasaje paralelo de Marcos 2 se encuentra en Mateo 12, y el contexto de ese capítulo es importante. El cansancio y la carga a que nuestro Señor se refiere en el capítulo 11:28 se refiere, principalmente, no a la dureza de la vida, sino al legalismo de los fariseos; por contraste, su yugo es fácil y su carga ligera (v. 30). Como para dar un ejemplo de este asunto, a continuación se nos relata la historia de cuando los discípulos recogieron las espigas y comieron. Jesús nunca incumplió la Ley sino el abuso que se hacía de ella. A veces se afirma que en el Nuevo Testamento se citan todos los Mandamientos excepto el cuarto. Es cierto que no se menciona, pero no significa por ello que Jesús y los discípulos lo dejaran de lado. Y no es el único Mandamiento que no se cita explícitamente en el Nuevo Testamento, tampoco los tres primeros. No abandonamos ésos. Presumiblemente, creemos que los tres primeros Mandamientos se enseñan de forma implícita en todo el Nuevo Testamento y que son fundamentales para la fe cristiana. Pero, como hemos visto, Cristo ratificó el cuarto Mandamiento en la enseñanza de Marcos 2, de modo que ¿sobre qué base podemos afirmar que este no es fundamental también para la fe cristiana? Cristo no podía haber sido mucho más claro en su afirmación del valor perdurable

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del cuarto Mandamiento. Por otro lado, su principio estaba bastante claro: cuando quiera que las reglas estorbasen el propósito del día, las reglas podían ser quebrantadas. PABLO Y EL DÍA DE REPOSO ¿Se liberó Pablo del cuarto Mandamiento en Romanos 14:5 cuando afirmó: “Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días. Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente”? Pablo no hace ninguna referencia al día de reposo en todo el capítulo, y difícilmente se enfrentaría al ejemplo de la Creación y al mandamiento del Decálogo sin dar alguna explicación al menos. Probablemente sea más satisfactoria la explicación de que en Romanos 14 Pablo se refiere a la observancia de las fiestas judías y cristianas que se pueden inventar y guardar si se desea, con tal de no imponerlas a los demás. La celebración del Domingo de la Cosecha, el Viernes Santo o el día de Navidad y cualquier otro día “santo” cristiano no son cuestión más que de preferencia personal. No estamos haciendo mal o bien al celebrarlos, pero sí que estamos haciendo mal al convertirlos en una norma para otros, o al menospreciar a aquellos que eligen no hacer caso de ellos para nada. Es significativo que en el siglo XVII los puritanos abolieran la celebración de la Navidad y, sin embargo, fueran grandes defensores del día de reposo. Pablo vuelve a subrayar este asunto en Colosenses 2:16. La Nueva Versión Internacional traduce el versículo como “festividad religiosa, celebración de novilunio, o día de sábado”. Por desgracia, esta traducción es bastante pobre y lleva a confusión. La Reina-Valera y la Biblia de las Américas lo traducen como “días de reposo”, y esa es una traducción más fiel del griego. Pablo no estaba pensando en el día del reposo, puesto que sabía que estaba arraigado tanto en la Creación como en la Ley, sino en los abundantes días de reposo religiosos que guardaban los judíos. Las fiestas judías —como la fiesta de los Panes sin levadura, la fiesta de la Cosecha y la fiesta de las Primicias (Éxodo 23:14–19)— eran todas conocidas entre los judíos como “días de reposo”. Isaías 1:13 y Oseas 2:11 contienen referencias a los novilunios y a los días de reposo; el séptimo año era conocido como año de reposo (Levítico 25:2–5), y el año quincuagésimo, o jubileo, constituía un reposo especial (Levítico 25:8). Todos estos símbolos del Antiguo Testamento son imágenes de la venida de Cristo (“sombra de lo que ha de venir”, Colosenses 2:17), y como tales se cumplieron con la venida del Salvador. En ningún lugar encontramos que Pablo o ninguno de los Apóstoles instruyan específicamente a la Iglesia primitiva en contra de la aplicación del cuarto Mandamiento. El hecho de que tuvieran poco que decir sobre el asunto, solo nos dice que en aquellos tiempos probablemente se discutió poco sobre él. Las iglesias no tenían ninguna intención de perder la bendición de un día tan especial, y el único cambio se produjo con respecto al día de la semana en que se celebraba. DEL SÁBADO AL DOMINGO Desde el siglo I, los cristianos han mantenido la costumbre de guardar el primer día de la semana, el domingo, como un día especial de descanso y adoración. El patrón de un día especial entre siete se copió, como hemos visto, de la práctica judía del Antiguo Testamento. Durante los primeros años de la balbuceante Iglesia cristiana, los cristianos cambiaron su día de reposo, que con los judíos había sido establecido entre la noche del viernes y la del sábado, a un día completo en domingo. Se convirtió en lo que los cristianos llamaron el “día del

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Señor”, una frase que implica la existencia de un día “perteneciente a Dios”, aunque esta expresión solo se dé una vez en el Nuevo Testamento, en Apocalipsis 1:10. El incidente de las mujeres que preparaban los linimentos para perfumar el cuerpo del Señor y luego descansar en el día de reposo, “conforme al mandamiento” (Lucas 23:56), muestra una decisión consciente de guardar el día de reposo judío. Los Apóstoles utilizaron como oportunidad evangelística las reuniones en la sinagoga el día de reposo, pero también porque era su costumbre. No existe ninguna evidencia de que en este momento tuvieran alguna intención distinta que la de mantener el patrón bíblico (Hechos 13:14, 44; 16:13; 17:2 y 18:4). Lo más probable es que el cambio se produjera con la intención de distanciarse de los judíos; los cristianos necesitaban hacerlo para no ser considerados simplemente como una secta judía. Pero más en concreto, el primer día de la semana (lo que más tarde los cristianos llamarían el octavo) era el día en que los cristianos celebraban la resurrección de Cristo. Qué mejor día para reunirse que el día en que recordaban el hecho de que Jesús se había levantado de entre los muertos. ¿Acaso no había sido el primer día en el que se mostró vivo (Juan 20:19)? Y el mismo día, una semana después, se había mostrado a sus discípulos (Juan 20:26). ¿No era el cumplimiento del Salmo 118:24: “Este es el día que hizo Jehová; nos gozaremos y alegraremos en él”? Este es también el día en que el Espíritu se derramó sobre la Iglesia. El “día de Pentecostés” (Hechos 2:1) era la “Fiesta de las semanas” del Antiguo Testamento y, según Levítico 23:15, 16, ese era el día posterior al día de reposo judío; los discípulos no podían haber olvidado la importancia de aquello. En cualquier caso, los primeros cristianos mantuvieron la unión con el antiguo pacto al referirse al domingo como el “día del Señor”. En Isaías 58:13 (LBLA) se habla del día de reposo como “el día santo del SEÑOR”. De modo que los cristianos adoptaron la expresión y lo llamaron el “día del Señor”. Simplemente cambiaron el día de la semana. Pablo, en el año 54, al escribir a los corintios, les dio instrucciones especiales para lo que debían hacer cuando se reunieran “el primer día de la semana” (1 Corintios 16:2). Esa era su adoración dominical. Un año después, en Troas, Pablo se reunió con la iglesia el “primer día de la semana” para compartir la comunión (Hechos 20:7). Seguramente debe haber alguna significación en esta referencia al “primer día”, puesto que en ninguna parte del Nuevo Testamento se menciona el segundo día, el tercero y así consecutivamente. Casi medio siglo después, en Apocalipsis 1:10, por primera vez se alude al “día del Señor”. Esa es la forma en que, aún hoy, los cristianos se refieren a ese día. La frase “el día del Señor” (kuriake hemera) es la traducción de una palabra griega que significa “perteneciente al Señor”. La palabra kuriake solo se utiliza de nuevo en 1 Corintios 11:20 donde se refiere a la “cena del Señor”. El léxico de Grimm-Thayer sugiere que 1 Corintios se refiere a una cena instituida por el Señor, y que Apocalipsis 1 se refiere a un día dedicado al Señor. Hay quienes afirman que los cristianos no cambiaron su día de adoración al domingo hasta el tiempo de Adriano en el siglo II d. C., o más tarde aún, cuando el emperador romano Constantino hizo profesión de fe cristiana a principios del siglo IV. En cualquier caso, muchos de los ancianos de las iglesias primitivas escriben sobre el primer día de la semana como su día de adoración. Justino Mártir, escribiendo en el año 155 d. C., nos describe qué es lo que ocurría en el domingo cristiano cuando se reunían para adorar. Plinio el Joven, como

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gobernador romano de Betania, escribió al emperador Trajano en el año 112 pidiendo consejo sobre cómo tratar a los cristianos; entre otras cosas, aludía a su costumbre de reunirse “en un día determinado […] antes del amanecer”. En el año 321, Constantino promulgó la primera ley para mantener especial el domingo. Un fragmento de su ley dice lo siguiente: “En el venerable día del Sol, dejad que descansen los magistrados y habitantes de las ciudades y que cierren todas las tiendas y talleres”. Esa fue la primera legislación del domingo y corría el año 321. De cualquier manera, mucho antes de eso, los cristianos ya habían estado adorando a Dios de forma especial el primer día de la semana. ¿NO ESTÁ BAJO LA LEY? Se sugiere que si seguimos la forma guardar el día de reposo del Antiguo Testamento debemos retrotraernos a las reglas y normas de la Ley, y eso es una negación de la libertad que Cristo nos dio a través de la Cruz. Aquellos que creen en el mantenimiento del día de reposo, se nos dice, o bien deben ser rígidos en la forma en que lo aplican o ser inconsecuentes. Ya hemos dado una respuesta a eso en el capítulo 2. Quizá necesitemos recordar una conclusión a la que llegamos entonces: La gracia y la Ley solo son términos opuestos para el hombre o la mujer que están fuera de la gracia. Una vez que estamos en el lado de la gracia, la Ley misma se convierte en gracia. Ya no es un tirano que nos condena sino una fuerza amistosa que nos mantiene a raya. Puede que a algunos les cueste trabajo entenderlo, pero su comprensión es fundamental. El salmista amaba la Ley de Dios porque le traía libertad, no esclavitud. Solía pensar en esto y se deleitaba (Salmos 1:2; 119:70, 77, 97, 113, 163, 174). No quería nada mejor para sí que la Ley perfecta de Dios en su corazón (37:31; 40:8). Si todo lo que se dijo en el capítulo 2 es una comprensión correcta de la relación entre la gracia y la Ley, entonces el cuarto Mandamiento se alza junto con los otros nueve como una expresión del gran amor de Dios al darnos un patrón de corrección para nuestras vidas. Por supuesto que el Evangelio siempre destaca nuevos aspectos de la Ley. Eso es exactamente lo que Cristo estaba haciendo en el Sermón del Monte (Mateo 5:7); no estaba anulando la Ley de Dios sino explicándola en su dimensión completa. Hemos visto que no había nada nuevo en el mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo (Mateo 22:39), ya había quedado claramente establecido en Levítico 19:18. La nueva dimensión del pacto que Cristo añadió es que debemos amar a nuestro prójimo como Él nos ha amado (Juan 13:34). De la misma forma, hay una nueva dimensión del pacto en el cuarto Mandamiento. El patrón se encuentra en Génesis 2:2, pero Dios le amplió a Moisés el propósito y las bendiciones que iban unidos a la observancia del ciclo de seis días de trabajo y uno de descanso (Éxodo 20:8–11), y 700 años después de Moisés, Dios amplió más aún el valor del día de reposo a través de Isaías (58:13, 14). De cualquier forma, la nueva dimensión del pacto la añade Cristo en Marcos 2 y en otros textos. Hay una relajación de parte del rígido control que encontramos en Éxodo. Aunque hay cierta continuidad entre la Ley del Antiguo Testamento y su aplicación hoy en día, también hay una ruptura, una discontinuidad. El día de reposo y las leyes que conciernen al adulterio son dos ejemplos. Basándonos en el principio de discontinuidad ya no apedreamos a una persona por trabajar innecesariamente en domingo (Números 15:32–36), al igual que no lapidamos a los adúlteros hasta la muerte (Levítico 20:10 comparar Juan 8:1–11). La severidad

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del castigo muestra la seriedad con la que Dios ve cualquier quebrantamiento de la Ley, el cuarto igual que el séptimo. Su visión no ha cambiado, al igual que tampoco lo ha hecho la Ley, aunque en el tiempo del Evangelio la gracia haya suavizado la Ley. Esto es parte del plan de Dios que se va desplegando y desarrollando a medida que progresa la historia de la Biblia. Es parte de lo que llamamos la “revelación progresiva” de Dios. Hemos visto la clara relación con el pasado a través del Nuevo Testamento, pero la forma en que Cristo manejó los abusos de los fariseos fue más allá del tratamiento de las normas más inmediatas para llevar la posición cristiana a una libertad y un deleite en el día mayores aún, aunque sin abandonar jamás el principio. Todo esto realza, más que disminuye, el valor del cuarto Mandamiento. ¿NINGÚN DÍA ESPECIAL? Otra razón que se esgrime para limitar este mandamiento en concreto, es que para el cristiano todos los días son el día del Señor, por lo que no es preciso ningún día especial. Lo que no hagamos en domingo tampoco debemos hacerlo el resto de la semana. Este argumento no tiene nada de encomiable. Fue Dios el que, al término de su obra creadora, puso un día aparte y lo “santificó”. Esa no fue ninguna idea humana. De forma similar, fue Dios quien mostró su plan perfecto a Moisés en el cuarto Mandamiento. De un verdadero israelita, al igual que de un cristiano, se esperaba que viviera cada día de la semana de una manera que agradara al Dios que adoraba, pero eso no era eximente de la necesidad de un día especial. Si nos paramos a considerar la necesidad de este séptimo día, se nos hará patente que solo un día protegido de las prisas y el trabajo de la semana cumplirá el propósito por completo. Además, como hemos visto, no hay duda de que para los Apóstoles y la Iglesia primitiva había un día especial. Se conocía como el “día del Señor” y conmemoraba la resurrección de su Señor y el descendimiento del Espíritu Santo sobre la Iglesia, puesto que ambos eventos tuvieron lugar el primer día de la semana. Sugerir que no necesitamos un “día del Señor” porque de cada día debemos hacer un “día del Señor” es ser más sabios que el Dios que dio un día especial a su pueblo elegido, el Cristo que mantuvo su valor como algo hecho “para el hombre”, y los Apóstoles que primero mantuvieron el principio con la adoración regular en el día de reposo judío y más tarde en el especial kuriake hemera: “el día del Señor” (Apocalipsis 1:10) ¿NADA PREVIO AL SINAÍ? A algunos les supone un gran problema que, tras la única referencia de Génesis 2:2 al día de reposo, hay un silencio absoluto en todo lo que se refiere a él hasta que llegamos a Éxodo 16. ¿Por qué, si es tan significativo, no se menciona y no hay ninguna evidencia de que los patriarcas lo guardaran? No obstante, hay muchos asuntos que más tarde Dios regula en sus órdenes a través de Moisés que, o bien no se mencionan en Génesis, o bien se introducen presuponiendo que se sabía más de lo que nosotros conocemos. Por ejemplo, ¿dónde se prohíbe explícitamente en Génesis la idolatría? ¿Y el adulterio o aun el robo? No obstante, de la narración se deduce que había cierto entendimiento sobre estos asuntos (la respuesta de José a la mujer de Potifar en Génesis 39). De forma parecida vemos que Abraham y Jacob conocían la importancia de todo lo referente al diezmo (Génesis 14:20 y 28:22) sin que se registre explícitamente ninguna instrucción de Dios. Estos dos datos nos permiten suponer que Dios había dado ciertas reglas que la Biblia simplemente no registra. ¿Es este también el caso de la ofrenda de Caín? Debemos suponer que Caín era consciente de

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cosas que no se nos dicen (4:3–7). Es, por tanto, perfectamente razonable sugerir que la introducción del día de reposo en Éxodo 16 y 20 presupone ciertas nociones que se remontan a la historia de Israel. El patrón de Génesis 2:2, 3 era ciertamente claro. ¿UN PACTO SOLO CON ISRAEL? Algunos sostienen que el mandamiento del día de reposo era parte de la Ley ceremonial que diferenciaba a Israel de las demás naciones de su entorno y que, como tal, ya ha sido cumplida en Cristo. El argumento señala a Éxodo 31:16, 17 donde el día de reposo “señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel”. Esto por fuerza tiene que ser la evidencia de que el día de reposo era un requisito único del pacto con Israel que no debía ir más allá. Es un hecho que los Diez Mandamientos al completo están en el contexto de una relación especial con Israel. Éxodo 20:2 los introduce con el recordatorio: “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre”; y esto se refuerza en Deuteronomio 5:2, cuando Moisés recordó al pueblo que “Jehová nuestro Dios hizo pacto con nosotros en Horeb”. Como consecuencia de esto hay algunos que argumentan que esta es precisamente la razón por que los Diez Mandamientos no se pueden tomar como un código moral para toda la Humanidad y que debemos considerarlos como el plan de Dios para su antiguo pueblo; al igual que otras fiestas se han cumplido en Cristo y no se espera, por tanto, que formen parte del culto cristiano, asimismo el día de reposo también ha pasado. No obstante, todo esto pasa por alto que, de todas las festividades especiales, esta es la única que está contenida en los Diez Mandamientos y la única cuyo origen se remonta hasta la Creación. Solo esos dos hechos ya lo hacen especial. Puede que el lector recuerde que en el primer capítulo argumentábamos que precisamente el hecho de que los Diez Mandamientos son el patrón para el pueblo elegido de Dios es lo que los hace tan pertinentes para cada cultura y sociedad. Dios no tiene un patrón para su pueblo elegido y otro para el mundo inconverso. Ciertamente estas leyes destacaban al pueblo israelita como un pueblo especial, sabio y entendido, cuyos “estatutos y juicios justos” estaban muy por encima de cualquier otro pueblo de la Tierra (Deuteronomio 4:6–8). Es, por tanto, perfectamente cierto que este Mandamiento, junto con los demás, es parte especial de su pacto con Israel (Éxodo 31:16, 17) puesto que ninguna otra nación se acercaba a un código moral tan elevado, basado en la adoración de un Dios tan santo y único. Pero eso es un patrón para todo el mundo. Ya hemos visto que Cristo y los Apóstoles no anulan ninguna de estas leyes y podemos declarar justamente que los Diez Mandamientos son aún la marca de los que pertenecen a Dios. Desde los tiempos en que Israel entró en la tierra de Canaán hasta el día de hoy, pasando por los Apóstoles y la Iglesia primitiva, la obediencia a los Diez Mandamientos señala al verdadero creyente como alguien diferente del mundo que le rodea. Otros Mandamientos sí son ratificados por otras culturas, pero este cuarto no; es único del judaísmo y el cristianismo. Esta parte es importante; permítaseme, pues, expresarlo de otra manera. Solo Israel fue elegido para interpretar y aplicar correctamente los planes del Creador para la raza humana. Israel establecería el matrimonio únicamente entre hombres y mujeres en lugar de entre dos hombres o dos mujeres, y se enfrentaría a cualquier práctica homosexual, bestialismo o indecencia sexual. Solo Israel adoraría únicamente a un Dios como Arquitecto y Creador de todo lo que existe. Solo Israel recibió lo que llamamos “la ética cristiana del trabajo”, ese trabajo es el

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plan de Dios para la Humanidad y no debe rehuirse. Significativamente, un argumento básico de la “ética del trabajo” se encuentra aquí en el cuarto Mandamiento: “seis días trabajarás, y harás toda tu obra”: ¿era eso únicamente para Israel? De esta y de otras muchas maneras se esperaba de Israel que fuera un ejemplo para todas las naciones (ver Deuteronomio 4:5–8), y todo porque solo ellos sabían las leyes de la Creación que Dios había dado. Israel apartó, pues, un día de cada siete como día de reposo y adoración para ejemplo de las naciones. ¿CRISTO NUESTRO DÍA DE REPOSO? Se ha convertido en algo habitual utilizar como argumento para el cese de la ley del día de reposo el presunto hecho de que el cuarto Mandamiento se cumple en Cristo mismo. El argumento afirma que este mandamiento es parte de la Ley ceremonial que se cumple por completo en Cristo. Más aún, se habla de Cristo como nuestro “día de reposo”, y en ese sentido se pretende que el cuarto Mandamiento se cumple en Cristo. Esta es una buena forma de pensar, aunque sin ningún apoyo de la Escritura, y revela una comprensión errónea del propósito del día de reposo. En ninguna parte de la Biblia se habla de Cristo como nuestro “día de reposo”. Colosenses 2:17 se refiere a los días de fiesta, luna nueva o días de reposo como “sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo”; esto, sin embargo, no viene al caso. Es cierto que las fiestas (de las que se habla como “días de reposo”) formaban parte claramente del ceremonial judío y se cumplieron en Cristo, pero ya hemos visto que esos “días de reposo” no tienen visos de referirse al día de reposo sin tener ninguna explicación importante de Pablo. Por el contrario, no hay nada ceremonial en el propósito del día de reposo que se muestra en Éxodo 20:8–11 y Deuteronomio 5:12–15. No se puede decir que el descanso físico del hombre y los animales, la oportunidad de recordar y adorar se cumpla en Cristo. Los cristianos necesitan los tres y regularmente. Para ser consecuentes, no solo es necesario ver el día de reposo como parte del ceremonial que se cumple en Cristo, sino que los otros nueve Mandamientos deben acompañarlo también. No hay nada que justifique la división de los Diez Mandamientos en este sentido. El único otro pasaje sólido al que se recurre para afirmar que el día de reposo se cumple en Cristo es Hebreos 3 y 4. La advertencia contra el pecado, la incredulidad y la desobediencia del capítulo 3 se basa en la generación de israelitas que murió en el desierto sin encontrar el “reposo de Dios”. Se recalca dos veces en los versículos 11 y 18. Hebreos 4 desarrolla una larga argumentación en la que el Apóstol asegura la esperanza futura de “un reposo para el pueblo de Dios” (v. 9). La cuestión que discuten los comentaristas es simplemente esta: ¿de qué reposo se trata? Cuando el Apóstol, en el versículo 3, cita el “descanso” del Salmo 95:11 que se negó al Israel desobediente, era claramente la Tierra Prometida de Canaán. El Apóstol continúa argumentando que cuando David escribió el Salmo 95 estaba claramente anhelando un “reposo” distinto del que se podía obtener por medio de la fe y perder debido a la desobediencia; la entrada definitiva de Josué en la Tierra Prometida no fue el reposo final ya que, si no, David no habría escrito de la forma en que lo hizo (v. 8). Algunos sostienen que el “reposo” es el retorno definitivo del pueblo de Dios al Cielo, mientras que para otros forma parte de los privilegios de un Evangelio por el que hemos “entrado a su reposo” (Hebreos 4:10 LBLA). Keil y Delitzsch, a los que antes mencionamos, ven el séptimo día como “el comienzo y la clase de

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reposo para el que la Creación, tras la pérdida de la comunión con Dios por causa del pecado del hombre, recibió la promesa de que volvería ser restaurada por medio de la redención, en su consumación final”. En otras palabras, el día de reposo, es una imagen que no se cumple en la redención (Cristo) sino en la consumación final (el Cielo). Todo parece indicar que Keil y Delitzsch están en lo correcto, especialmente en vista de que nuestro “reposo” se compara con el descanso de Dios tras la Creación (v. 10). La comparación trata del descanso del trabajo, no de las obras para la salvación. En cualquier caso, cualquiera que sea la forma en que entendamos el “reposo” al que alude el Apóstol, hay que señalar dos cosas: Primero, a lo largo del pasaje no se menciona a Cristo como el “descanso del día de reposo”; de hecho, en Hebreos 4 no se le menciona hasta que el Apóstol ya ha terminado de hablar del reposo. Segundo, es significativo que tampoco se hable del cuarto Mandamiento. La alusión más próxima es la de Génesis 2:2. Si todo eso fuera cierto, este sería el lugar idóneo para mostrar a Cristo como el cumplimiento de ese Mandamiento. Mi conclusión es que el “reposo de Dios” (Hebreos 4:10) se refiere al Cielo y que el séptimo día de Génesis 2:2 —y, por tanto, el cuarto mandamiento— se cumplen gloriosamente en el reposo eterno del Cielo. FINALMENTE Quizá una de las mayores tragedias de toda esta discusión es que los cristianos ven este día como un deber y no como un privilegio. Posiblemente la culpa de esto se encuentra en aquellos que, con el fin de proteger el cuarto Mandamiento, no permiten ningún placer ni ninguna relajación normal en el día de reposo, que solo se deleitan en negar el deleite y solo encuentran satisfacción en la ausencia de felicidad. Durante siglos, la Iglesia cristiana ha estado plagada de sufrimientos innecesarios, pero eso no es ningún argumento en contra del bondadoso plan de Dios. El cuarto Mandamiento debería ser motivo de gozo para nosotros. No estamos obligados a guardar el día de reposo para obtener la salvación sino que nuestra salvación nos obliga a guardarlo. No me voy a ganar la salvación al guardar ninguno de estos mandamientos, pero habiendo sido salvado por la muerte de Cristo en la Cruz, me deleita guardarlos todos, aun aquellos que en ciertos momentos no me convienen. Cuando encuentro molesto cualquiera de los Mandamientos es, o bien porque he malentendido la gracia de la Ley de Dios, o porque intento librarme de ella. No hay ninguna otra razón posible. La tragedia es que entre nosotros hay un espíritu de indisciplina mundana, por lo que demasiado a menudo queremos acabar con los beneficios que Dios nos ha dado. No deberíamos tener que perder el tiempo discutiendo sobre lo que se puede y lo que no se puede hacer en domingo. Si el principio es correcto y comprendemos la finalidad del día, entonces por fuerza tenemos que disfrutarlo. No podemos superar a Isaías: “Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y lo llamares delicia, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus palabras, entonces te deleitarás en Jehová” (Isaías 58:13, 14). Debemos considerar el propósito de este maravilloso día. Capítulo 7 El propósito del día de reposo En el clásico victoriano, Belleza Negra pasaba sus años de decadencia trabajando en Londres de caballo de carruaje. El cochero se llamaba Jerry Barker. Hay un momento de la historia en que Jerry está hablando con un colega suyo

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llamado Larry sobre los cocheros que afirmaban que no se podían permitir abandonar su trabajo los domingos y que, además de eso, se les necesitaba para llevar a los feligreses “a escuchar a sus predicadores favoritos”. Los elevados principios de Jerry Barker se muestran en su poderosa apología del domingo: “Si una cosa está bien, se puede hacer y, si es incorrecta, bien se puede prescindir de ella, y un buen hombre encontrará la manera, y eso es cierto tanto para los cocheros como para los feligreses”. En este contexto, ese es un principio excelente: “Si una cosa está bien, se puede hacer y, si es incorrecta, bien se puede prescindir de ella”. La razón por que hoy en día se ataca el cuarto Mandamiento —especialmente por los que deberían ser sus amigos y, por tanto, encontrar la mayor satisfacción en él— es porque una parte excesiva del debate se centra en lo que no debemos hacer en domingo. No hay mucho más que decir a los que estén de acuerdo con las conclusiones del capítulo anterior. La mayor parte de la discusión de lo que se debe y lo que no se debe hacer, cómo y por qué, queda resuelta por la sabiduría de Jerry Barker: “Si una cosa está bien, se puede hacer y, si es incorrecta, bien se puede prescindir de ella”. Aunque hay ciertas dificultades para aplicar este Mandamiento en un sociedad moderna, rápida, orientada hacia el ocio y dominada por las ganancias, quiero enfocar este capítulo bajo la óptica del valor positivo del día. Supongo que la actitud tradicionalmente negativa que muchos han tenido hacia el uso de este día especial, además de la complejidad de aplicar el Mandamiento en la era moderna, ha contribuido a sentir la necesidad de encontrar una forma de evitar sus claras implicaciones. Esto es comprensible, pero no correcto o sabio. Después de todo, ¿ha habido alguna vez algún mandamiento fácil de obedecer? Y en nuestra cultura del siglo XXI, cada vez se está haciendo más difícil guardarlos. Estoy tan convencido de los privilegios de este día que bien podríamos haber empezado por aquí. Después de todo, si un amigo de confianza nos ofrece un regalo, ¡difícilmente responderemos exponiendo las razones por que no deberíamos aceptarlo! Eso, cuando menos, sería descortés y necio. Consideremos, pues, ahora los privilegios de mantener especial el domingo. ES UN DÍA DE REPOSO Para muchos, al final de una dura semana de trabajo, quizá sea el aspecto más estimulante del Mandamiento. Éxodo 23:12 desarrolla el plan de Dios para la nación; es un versículo interesante y muy completo: “Seis días trabajarás, y al séptimo día reposarás, para que descanse tu buey y tu asno, y tome refrigerio el hijo de tu sierva, y el extranjero”. En hebreo, se utiliza una palabra para “reposarás”, pero se utiliza una palabra distinta para aludir al “descanso” del buey y el asno, y una tercera palabra se utiliza para el “refrigerio” del esclavo y el extranjero. Por tanto, se utilizan tres palabras distintas para describir lo que sucede el día de reposo. El amo no debe llevar a cabo ningún trabajo. El verbo forma la raíz del sustantivo Shabath y la palabra Shabath significa reposo. El propietario de la hacienda, presumiblemente, debe reposar por tres motivos: haciéndolo, llevará a cabo el propósito del Mandamiento en su propia vida; dará un buen ejemplo a los que trabajan para él; y, en tercer lugar, no habrá necesidad de que sus siervos trabajen, puesto que si trabajara, también sus siervos deberían trabajar. Los animales deben “descansar” también. Esta no es la palabra Shabath sino una palabra distinta que significa que deben estar quietos y tranquilos. Los animales utilizados para llevar pesadas cargas o arrastrar el arado deben dejarse en paz

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para que pasen el día pastando. Cuando Dios puso a la raza humana al cargo de la Creación, no esperaba que esto degenerara en abusos y crueldad: “El justo cuida de la vida de su bestia” (Proverbios 12:10). Hay un principio importante en este mandato sobre los animales. Su inclusión en esta parte del propósito del día de reposo muestra cuán amplio quería Dios que fuera el “descanso”. Es cierto que los animales no se beneficiarían del recordatorio de los propósitos espirituales del día, pero el sabio Creador señala que el principio del descanso es vital para cada criatura bajo el dominio del hombre. No era simplemente cuestión de dejar las “bestias de carga” atadas esperando el día siguiente. La palabra implica que se les permite descansar y estar tranquilas; lleva consigo la idea de pastar placenteramente. El ciclo de un día de descanso cada siete tiene un beneficio físico que es valioso en sí mismo. Esta es una razón por que los cristianos deberían insistir en que los gobiernos permitieran un día de descanso nacional, para que, hasta los que no tengan intención de utilizarlo para adorar, al menos se beneficien de una parte del bondadoso plan de Dios para la Humanidad. Este día tiene beneficios sociales, además de religiosos. Los sirvientes y el huésped deben tomar refrigerio. La palabra que se emplea aquí es la más fuerte de todas. Viene de una raíz que significa hálito, vida o alma. Es como si Dios estuviera diciendo: “Deja que tus siervos respiren; déjalos rejuvenecerse; déjales descansar en ese día para que entre nueva vida en sus cuerpos y estén listos para los próximos seis días de trabajo”. De nuevo, estamos ante una exigencia para nuestro bien. Tristemente, una sociedad que tanto podría beneficiarse de guardar este Mandamiento ha desperdiciado la oportunidad en aras de insistir en su derecho a trabajar siete días a la semana. Eso no es libertad sino esclavitud, y el Gobierno haría bien en no pasar por alto la sabiduría de Dios violando sus beneficiosas leyes. 400 años antes del nacimiento de Cristo, Nehemías tomó fuertes medidas para cerrar el mercado de Jerusalén el día de reposo. Con el fin de guardar a los judíos de violar el cuarto Mandamiento, también obligó a los mercaderes que no eran judíos y a sus animales a guardar el día de reposo (Nehemías 13). ES UN DÍA CONMEMORATIVO Para los judíos del Antiguo Testamento era un día para recordar dos acciones concretas de Dios. La primera era la Creación y la segunda la Redención. En Éxodo 20:11 le dijo al pueblo que guardara su día “porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay”. Esto se recalca más adelante en Éxodo 31:16, 17. No debería pasar un domingo sin que los cristianos reconozcan a Dios como Creador, tanto en privada como, cuando sea posible, en pública adoración. Esto quizá sea más pertinente hoy que nunca en nuestra sociedad de avanzada tecnología. En nuestro intento de acrecentar los logros y la autosuficiencia humanos, estamos en peligro de olvidar la sencillez de la Creación y nuestra absoluta dependencia del Creador. La advertencia en Deuteronomio 8:11, 17 va dirigida tanto a los judíos como a los gentiles: “Cuídate de no olvidarte de Jehová tu Dios, para cumplir sus mandamientos, sus decretos […]. Y digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza”. Si para un pueblo vagando bajo las estrellas del desierto, totalmente dependiente de Dios para cubrir sus necesidades vitales, era necesario un recordatorio, cuanto más lo será para nosotros hoy en día. A medida que hemos dejado de molestarnos por el “día del Señor”, hemos ido perdiendo un fundamental recordatorio semanal de nuestra absoluta dependencia y significativa

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insignificancia. Gran parte de la adoración actual se basa en la experiencia personal y en las muestras de afecto a Cristo. Son buenos temas que no deben faltar en nuestro acercamiento a Dios, pero nuestra preocupación por la presencia de Dios ahora suele pasar por alto que Él está por encima de nosotros; nuestro deseo de experimentar su inmanencia ha obstaculizado la apreciación de su eminencia. La adoración cristiana siempre debería basarse en la alabanza a un Creador santo e imponente. Nuestros salmos y cánticos deberían reflejarlo como antesala a cualquier enfoque sobre la redención y la respuesta del amor. Corremos el peligro de olvidar que el privilegio del cristiano no solo es conocer a Cristo, por muy glorioso que pueda ser, sino conocer al Padre. Esa, después de todo, es la razón por que Cristo vino. Nuestro Señor enseñó a sus discípulos a empezar sus oraciones dirigiéndose al “Padre nuestro que [está] en los cielos” (Mateo 6:9), y Él mismo oró: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). El día de reposo también era un día en el que recordar que Dios había redimido a su pueblo. Cuando se repite la Ley en Deuteronomio, hay una importante adición a este Mandamiento en concreto: “Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios te sacó de allá con mano fuerte y brazo extendido” (Deuteronomio 5:15). En este día deberíamos centrarnos en el Dios de la Creación y en el Dios de la Redención. Y en ese orden. La redención nunca se comprende en toda su gloria a menos que comprendamos la naturaleza del Dios que odia el pecado y, sin embargo, se convierte en amigo del pecador. La liberación de Egipto se ganó pagando el precio de la sangre de los primogénitos en toda aquella tierra, y Dios puso aparte un día para que lo recordaran. Claro que podían recordar la misericordia de Dios cualquier día, pero, conociendo la debilidad humana, Dios creó un día para que su pueblo “cambiara el chip” al “modo recuerdo”. De la misma forma, podemos recordar la Cruz en cualquier momento, pero nuestro Señor estableció una simple cena para que tuviéramos en mente el sacrificio de la redención. ¿Toma, pues, el lugar del día de reposo la Cena del Señor? Por supuesto que no. Tanto el día de la Expiación como el sacrificio de la Pascua recordaban a los israelitas su redención de Egipto y del pecado, pero además Dios utilizó el día de reposo como una ayuda para recordar. Cuando el amo dejaba a sus animales pastar libremente y a sus siervos descansar, debía recordar que eso era exactamente lo que Dios había hecho para él. En el capítulo anterior discutimos las razones por que los cristianos cambiaron el día de reposo judío al “día del Señor”. En este día se recuerda al cristiano que nuestro Dios es un Dios de resurrección. En el día del Señor los cristianos recordaban que Cristo se había levantado de entre los muertos; por tanto, Él es un Dios soberano sobre la muerte, el pecado y el Infierno. Es porque Dios pretendió que debía ser un día de descanso y de recuerdo por lo que no deberíamos perder tanto tiempo discutiendo sobre lo que debemos hacer y lo que no, e invertir más en utilizar el día para su gran propósito de recordar al Dios de la Creación y la Redención. El primer día de la semana también fue el día en que el Espíritu Santo descendió sobre la Iglesia. Pentecostés, según Levítico 23:15, 16, tenía lugar “el día que sigue al día de reposo”, el primer día de la semana. Dios había preparado una celebración especial para la Iglesia cristiana en los primeros días de la historia de Israel. ES UN DÍA DE ADORACIÓN

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El propósito de este día es tanto de descanso como de adoración; pero los judíos no veían una distinción real entre ambas actividades. El descanso permitía apartar el día como un día especial de adoración. Vimos en el capítulo anterior que este día también señala hacia el descanso eterno definitivo en el Cielo (Hebreos 4:9), el glorioso descanso que espera a los que confían en Cristo. Por tanto, como uno de los aspectos de la Cena del Señor, este día señala hacia delante. Nos recuerda que va a haber un descanso eterno en el Cielo, pero no simplemente sentados sin hacer nada; el día de reposo, como el Cielo eterno, es principalmente para la adoración de Dios. En este día, a través de la memoria, podemos ayudar a nuestra alma. Números 28:9–10 muestra los requisitos específicos del día de reposo. La ofrenda normal diaria se cita en el versículo 3: “dos corderos sin tacha de un año”; pero en el versículo 9 se nos habla de la ofrenda del día de reposo: “Mas el día de reposo, dos corderos de un año sin defecto, y dos décimas de flor de harina amasada con aceite, como ofrenda, con su libación […] además del holocausto continuo y su libación”. En otras palabras, en el día de reposo los israelitas doblaban su adoración. Por supuesto, esto significaba que los levitas y los sacerdotes tenían que trabajar el doble el día del Señor. Paralelamente, no hay ningún otro mandamiento en el Antiguo Testamento que mencione que los sacerdotes deban tener otro día de asueto por añadidura. La razón para esto es que Dios consideraba la adoración no como fatigosa sino como rejuvenecedora. No debemos perder de vista el importante principio que aquí se contiene de una adoración basada en la respuesta de una mente activa. Cuando Dios llamó a su pueblo a “recordar” y dirigió sus mentes hacia la Creación y la Redención, tenía un propósito claro: su intención era que su pueblo adorara, pero no con el éxtasis irreflexivo del que “disfrutaban” las naciones que les rodeaban; sino más bien que su pueblo adorara con una mente despierta y recordando constantemente la naturaleza del Dios ante el que se presentaban. Dios no puede aceptar que dejemos nuestras mentes a un lado cuando adoramos. Que se nos anime a “dejar nuestras mentes en blanco” es totalmente antibíblico. Nuestro Señor definió la adoración como “en espíritu y en verdad” (Juan 4:24). La verdadera adoración, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es la respuesta de una mente activa a la naturaleza del Dios santo. Puesto que la adoración es un privilegio tan grande, cuesta trabajo comprender por qué algunos cristianos intentan desesperadamente escapar de las “restricciones” de este cuarto Mandamiento. Si Dios nos ha dado un mandamiento con la pretensión de concedernos más tiempo para adorar, ¿por qué querríamos tener menos tiempo? El israelita cuyo corazón estaba en paz consideraba este día como una gran alegría, y solo aquellos que querían hacer lo que les diera la gana pensaban que solo era una carga insoportable (Isaías 58:13, 14). Encontrar nuestro “deleite en Jehová”, levantarse “sobre las alturas de la tierra”, y festejar con la “heredad de Jacob tu padre” son el lenguaje del Antiguo Testamento de Isaías para describir el privilegio de disfrutar de la amistad de Dios a través de la adoración y la alabanza. Por muy ocupados que estemos durante la semana, por muy diligentemente que traigamos nuestras “ofrendas diarias” ante Dios, en el día del Señor contamos con más tiempo para adorar. Poco antes de ser enviado a la guerra de Crimea en 1854, el capitán Hedley Vicars del Regimiento 97 escribió una carta a un amigo mostrando su deleite en el domingo. El lenguaje puede sonar “ingenuo” para un lector moderno pero el sentimiento es real: “Recuerdo, sin embargo, demasiado bien el tiempo en que

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temía el próximo domingo y lo consideraba aburrido y tedioso, pero ahora no hay ningún día más alegre ni que me provoque tanto deleite; y no hay ninguno que pase tan pronto. Te digo esto porque durante meses la única prueba interior de santificación que podía encontrar, al examinarme, de haber sido hecho ‘heredero de Cristo’, era este anhelo por el día del Señor”. Vicars, que murió en la primera batalla, escribió de la misma forma desde las trincheras enfangadas delante de Sebastopol. Algo ha ocurrido a nuestra vida con Dios y su pueblo, si no nos sentimos como este soldado se sentía. Para los israelitas de entonces, el día era un día de reposo, una ayuda para recordar, y un día de adoración. Englobaba sus cuerpos, mentes y almas. Pero nunca permitían que fuera uno solo de estos; debían ser los tres a la vez. Cada uno está interrelacionado con los otros. NUNCA DIGAMOS “DEBEMOS” Algunos cristianos dicen que no debemos hacer nada por deber, sino porque el Espíritu nos conduce; en otras palabras, nunca debemos decir “debemos”. ¿Es esa la forma en que nos levantamos a trabajar por la mañana? ¿O es por ser correcto, o por lo que dirá el jefe si llegamos tres horas tarde? Eso es un hábito disciplinado. Es correcto que los cristianos hagan las cosas porque está bien que las hagan así. Para los cristianos, es tanto una oportunidad como una obligación guardar el día del Señor como algo especial. No podemos evadirnos. Está ahí en la Escritura, desde el patrón de la Creación hasta el “día del Señor” en el Apocalipsis. Se reforzó en el Sinaí. Sin embargo, el cuarto Mandamiento también es una oportunidad. Si la obligación viene de la Ley, la oportunidad procede de la gracia. Es un día en el que refrescarse no en la ociosidad sino en la adoración: adorar al Creador por el pacto y su salvación, reuniéndose con el pueblo de Dios y obteniendo todos los beneficios que se deberían derivar de eso. Igual que los israelitas recordaban Egipto, la Pascua y su liberación de la esclavitud, así los cristianos recuerdan al Salvador muriendo en el Calvario, resucitando de entre los muertos, dándonos nueva vida y salvación a través del Espíritu Santo. No debería pasar un domingo sin que nuestras mentes se volvieran hacia Cristo y la Cruz, sin que nuestros corazones reaccionen con un profundo sentimiento de gratitud hacia Él, por todo lo que hizo en el Calvario con el fin de llevarnos a la comunión con el Padre. Ese es nuestro privilegio el domingo. Es un día especialmente apartado. ¿Cuántas veces nos detenemos conscientemente del lunes al sábado para agradecer a Dios y adorarle como Creador y Salvador? ¿Cuán a menudo pensamos en el Calvario y adoramos a Cristo por lo que hizo en la Cruz? Es preciso admitir que frecuentemente estamos demasiado ocupados, ajetreados y distraídos como para tener un momento en el que pensar en la Palabra de Dios, y hay poco tiempo para orar. En el mundo acelerado en que vivimos, cuando las exigencias de nuestro trabajo nos arrastran a la frustración diaria del viaje a la oficina, a la fábrica, a clase, como parte del mecanismo de funcionamiento de la Tierra, parece que nunca somos capaces de llevar a cabo lo que nos proponemos. Empezamos una semana con la carga atrasada de la anterior. Cualquier idea sobre invertir tiempo en adorar al Creador, acercarnos al Calvario y derramar el agradecimiento de nuestros corazones por lo que hizo, se antoja extremadamente lejana de la realidad del lunes al viernes. Es precisamente por esto por lo que Dios nos ha dado un día especial. Debemos agradecer a Dios el domingo aunque solo sea porque nos permite detenernos y adorar.

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¿SOLO PARA LOS CRISTIANOS? Ya hemos tenido la oportunidad de ver en el capítulo anterior que la Ley de Dios era tanto para los que guardaban la Ley como para los que la quebrantaban; tanto para Israel como para las naciones. Pensar que el día de reposo era simplemente parte de un pacto especial con Israel para distinguirlo de las demás naciones pasa por alto que Dios exige la adoración de todos los hombre y mujeres en todas partes, y que en su gracia ha incluido una facilidad en su Ley moral para animarnos a hacerlo. El día de reposo no era solamente un reconocimiento del hecho diferencial de Israel, aunque existiera por haber sido ellos los que primero recibieron los Mandamientos, sino de que toda la Humanidad necesita este precepto especial, creado para llamar a la sociedad al recuerdo y a la adoración. Puede que las naciones no hagan caso de este mandamiento, al igual que lo hacen con muchos de los otros. Puede que hasta legislen en contra de él, pero el hecho de que es parte de la gracia común de Dios para toda la Humanidad caída sigue en pie. ¿Están solos los cristianos en la obligación y el privilegio de recordar a su Creador, de recordar la gracia que hay en la oferta de redención, de adorarle con sinceridad y de dedicar un tiempo a esto? Y si esto no es así, ¿cómo podemos sugerir que este gran don del día de reposo no iba dirigido al beneficio de otras naciones además de Israel, al igual que otros ciertamente lo son? UTILIZAR EL DÍA SABIAMENTE ¿Cómo entonces vamos a utilizarlo correctamente? A John Wesley, el poderoso evangelista del siglo XVIII, una mujer le preguntó una vez si debía ir o no al teatro en domingo. Wesley evitó dar una respuesta directa y en su lugar dirigió su atención a un asunto más importante: “Señora, solo debe preguntarse: ¿cuál es el propósito del domingo?”. Podemos hacer cualquier cosa mientras cumpla el propósito del día del Señor por entero. El motivo por el que algunos se oponen a la observancia del cuarto Mandamiento es que tienen una visión errónea de la relación que hay entre los cristianos y la Ley de Dios. Este día debería ser motivo de gozo para nosotros. Ninguno de estos mandamientos tiene el propósito de producirnos desdicha, sino de darnos ánimo y libertad. Solo el cristiano desobediente intenta razonar una forma de evadirse del séptimo Mandamiento, ¿y no sucede lo mismo con el cuarto? Recordemos que Dios no solo puso aparte el séptimo día sino que también lo “santificó” (Génesis 2:3 y Éxodo 20:11); la palabra “santificar” significa separar y diferenciar de lo ordinario, y eso no puede ser algo negativo. Significa que Dios buscaba algo especial con este día y prometió que los que lo mantuvieran especial se beneficiarían de ello. Si tenemos siempre en mente el propósito de este día maravilloso, entonces sabremos cómo celebrarlo y cómo utilizarlo. Es un día para el descanso, el recuerdo y la adoración; para el cuerpo, la mente y el alma. ¿Cómo, pues, podemos mantener este día especial? Antes que nada, con una preparación cuidadosa Antes de cualquier acontecimiento —una boda, una ocasión social o una entrevista de trabajo—, la mayoría de las personas gastan tiempo preparándose, y también se toman el tiempo suficiente como para no llegar tarde. Si es un día tan importante, ¿no deberíamos prepararnos para él? Es significativo que el día de reposo judío en realidad empezaba a las seis de la tarde del viernes y duraba hasta las seis de la tarde del sábado. Para nosotros, la tarde del sábado debería ser, en la medida de lo posible, una tarde de preparación; debemos hacer cualquier trabajo que sea razonable con tal de evitar el trabajo innecesario en el día especial. Sin caer en el peligro farisaico de una ridícula esclavitud legalista,

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probablemente hay muchas cosas que podemos hacer el sábado para quitarnos de encima el ajetreo del mundo el domingo. No deberíamos guardar el domingo de forma que marquemos presuntuosamente las reglas que estamos obedeciendo y las cosas que no estamos haciendo, sino para que, tanto como nos sea posible en nuestra sociedad moderna, podemos pasar un día apartados de nuestra relación habitual con el mundo; esto nos dará tiempo para descansar, recordar y adorar. Este es el motivo por el que podemos elegir preparar la comida el sábado y abstenernos de las tareas domésticas y las compras que nos han ocupado durante la semana; y por el que el estudiante termine sus deberes y ejercicios en la noche del sábado. John Paton fue un misionero entre los indios de la isla de Aniwa en el Pacífico a mediados del siglo XIX. Cuando algunos de ellos se convirtieron a Cristo, Paton comentó que la vida en la isla cambió a medida que las vidas y hábitos de las personas se transformaban. Entre los cambios que observó, estaba el que los miembros de la tribu acabaron llamando al sábado el “día de cocinar” debido a que toda la comida se preparaba el sábado de modo que cuando amaneciera el domingo pudieran pasar más tiempo en el lugar de adoración. Esto no era nada nuevo; Dios había aprovisionado a los israelitas en el desierto al proveerles del doble de maná el día antes del día de reposo, y les había prohibido cocinar el día de reposo (Éxodo 16:22–23). Para ellos cocinar hubiera sido una tarea más trabajosa que para nosotros con nuestros hornos y microondas, pero aun así podemos preparar todo lo posible para que haya menos cosas que hacer el domingo. Descansar bien la noche antes es una forma de prepararse. Estar despierto hasta altas horas de la madrugada del domingo no nos deja en la mejor forma para la adoración a Dios que vendrá más adelante. Nos prepararemos también levantándonos el domingo por la mañana a una hora razonable y llegando a tiempo y sin prisas a la iglesia. Llegar corriendo a una congregación cinco minutos tarde difícilmente es una preparación para los beneficios de este día especial. Este día no es para la ociosidad sino para el descanso; hay un abismo entre ambos. El descanso revitaliza y deleita, mientras que quedarse en cama medio día no proporciona nada positivo a la mente, el alma o el cuerpo. Se necesita una mente disciplinada para utilizar el día como Dios pretendió. Puede que no vayamos a trabajar el domingo, pero pasar el día pensando en los problemas de la semana venidera no es mucho más respetuoso con el cuarto Mandamiento que si hubiéramos ido a trabajar; nuestras mentes están confusas y ocupadas en otros asuntos. La mejor preparación es orar antes de llegar a la iglesia de forma que estemos preparados para escuchar lo que Dios tiene que decirnos a través de su Palabra. En segundo lugar, con hábitos disciplinados Nuestro Señor fue a la sinagoga el día de reposo “conforme a su costumbre” (Lucas 4:16). Estar en la casa del Señor cuando su pueblo se reúne allí es un buen hábito individual y familiar. Solo la enfermedad debería permitirnos interrumpirlo. Ni el cansancio, ni el trabajo, ni el placer ni el ocio. Algunos cristianos tienen más ánimo que otros, pero si nos ausentamos por causa del cansancio debemos acostarnos a una hora más prudente. De lo contrario, estamos robando tanto a Dios como a su pueblo. Algunos cristianos no van a la iglesia cuando están de vacaciones o unos parientes o amigos llaman inesperadamente. En general, no están ejercitando su “libertad” cristiana sino mostrando que el domingo es un soberano aburrimiento y

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que está bien tener alguna excusa para “tomarse el día libre”. Si estos cristianos tuvieran intención de ver a su equipo jugar el sábado por la tarde y llegaran sus amigos, estos se unirían a ellos o bien tendrían que marcharse apresuradamente. A mediados del siglo pasado, Henry Martyn se fue a servir a Dios en la India y murió en el camino de regreso, solo en algún lugar de Persia. Martyn apuntó estas palabras en su diario: “Por nuestra forma de guardar el día de reposo podemos juzgar si la eternidad será una carga o no”. Lleva razón. Los cristianos que anhelan la eternidad quieren estar tan cerca de ella y tan a menudo como pueden; quieren formar parte de todo aquello que les ayude a pensar en ella. También es cierto lo contrario; aquellos que no encuentren ningún valor en la eternidad no querrán estar cerca de ella aquí en la Tierra. Cualquier cosa que pueda distraer la mente de ser absorbida constantemente por este mundo y dirigirla hacia las realidades del Cielo seguramente debe ser bien recibida por los que tengan la ciudadanía del Cielo. Por este motivo, la respuesta de los israelitas en el Antiguo Testamento al cuarto Mandamiento era un barómetro del amor del pueblo por Dios. Todavía lo es. La reunión habitual es un buen hábito (Hebreos 10:25). En tercer lugar, utilizándolo con sabiduría No debemos legislar para los demás. Dios nos ha dado la Ley, y tanto el Señor como el apóstol Pablo nos advirtieron en contra de la adición de reglas humanas. En los detalles, cada persona debe tener su seguridad ante Dios. Algunos no contestarán el teléfono el domingo, no utilizarán electricidad, no viajarán en automóvil, no darán un puntapié a un balón, ni darán un paseo o nadarán en el mar. Nunca debemos burlarnos de los que tienen fuertes convicciones personales en cuanto a lo que deben hacer y a lo que no en el día del Señor. En cualquier caso, tampoco deben crear leyes sobre esto para los demás. Debemos asegurarnos de que se utilice el día para el propósito del descanso, el recuerdo y la adoración, de manera que se convierta en un día para deleitarse en el Señor. Está claro que, en la medida de lo posible, debemos poner a un lado todo nuestro trabajo diario. Empaparnos de noticias, periódicos y vídeos que llenan nuestras mentes con los valores de este mundo no es utilizar el día como Dios quiere. Puede que estas cosas no sean erróneas, y muchas de ellas nos tienen ocupados toda la semana, pero nuestra intención debe ser la de mantener despejadas nuestras mentes para Dios este día. Es el propósito lo que cuenta, no la obediencia a las reglas. El puritano Thomas Watson instó a sus lectores a la preparación para el domingo: “Habiendo vestido vuestros cuerpos, debéis vestir vuestras almas para oír la Palabra de Dios”. Algunos cristianos eligen tener un día “sin televisión”, no solo porque los estudios han demostrado que es una forma muy pobre de relajación, sino porque tener la mente llena de anuncios e imágenes no es una manera muy apropiada de acercarse al Dios santo y de escucharle hablar a través de su Palabra. Tomar esa clase de decisión no es “rígido legalismo” sino la revitalizante libertad de un corazón en su búsqueda de Dios. En muchas iglesias evangélicas la vida familiar se ve alterada el domingo y los hijos acaban viendo menos a sus padres —a su padre en particular— que durante el resto de la semana. Esto no puede ser correcto y, ciertamente, es una violación del propósito de la Ley de Dios. Él ha planeado bondadosamente un descanso que vivifica y permite a la familia estar junta. Las familias deberían hacer el máximo esfuerzo posible para que este sea un día especial. Si el domingo es un día aburrido para nuestros hijos, generalmente no es culpa de la iglesia: esta

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puede tomar menos de tres horas de este día. ¿Cómo pasamos el resto del tiempo? No es difícil hacer del domingo un día especial para la familia y tener actividades juntos para variar. Ciertamente, muchas iglesias evangélicas harían bien en redefinir su programa de actividades dominicales para asegurarse de que las familias tienen tiempo para estar juntas y no sobrecargar el día de actividades “espirituales” de forma que el triple propósito se pierda bajo la carga de las ocupaciones cristianas. Un poco de imaginación y la liberación de algunos tabúes tradicionales aunque antibíblicos guardará el día y lo tratará de forma que se disfrute (Isaías 58:13, 14). En cualquier caso, ni el deporte ni ninguna otra actividad recreativa deben interferir con el propósito de un día de búsqueda y encuentro de Dios. Tampoco debemos hacer trabajar a otros innecesariamente. Ningún cristiano tiene que comprar en domingo. Eso es injusto para los que nos atienden; no importa que lo reconozcan o no. Lejos de ser una expresión de la “libertad” cristiana, es una señal de la esclavitud de los valores y conceptos de nuestro mundo postcristiano. El negocio puede parar por un día. Muchos lo han demostrado: una nación moderna como Alemania, y otras en Europa, no han encontrado muy difícil cerrar las tiendas desde el sábado al mediodía. Al cruzar la República Checa hace ya varios años, paramos en un pueblo bastante grande y nos sorprendió encontrar el centro comercial limpio y pulcro casi desierto; luego nos dimos cuenta de que era el sábado por la tarde, era casi como si ya hubiera empezado el domingo. Siglos atrás, el profeta Jeremías y el gobernador Nehemías insistieron en que la mejor forma de utilizar el día de reposo era detener todo el comercio diario (Jeremías 17:19–27 y Nehemías 13:15–22). DILEMAS PASTORALES Hemos llegado a la situación en que el hecho de considerar la opción de rechazar un trabajo que exige trabajar en domingo está desapareciendo paulatinamente. Los comercios ya han cerrado sus puertas a los cristianos que se niegan a trabajar en domingo. Durante mucho tiempo, las industrias han trabajado en turnos de siete días, inevitablemente en algunas ocasiones debido al tipo de maquinaria que se utiliza. Nuestro Señor autorizó el trabajo necesario. En nuestra sociedad pagana, postcristiana, los límites se difuminan y nos vemos obligados a hacer cosas que preferiríamos no hacer. Hay momentos en nuestro empleo que no nos queda otra opción que trabajar el día del Señor. No vivimos en la “teocracia” de los tiempos de Moisés, cuando las leyes de Dios eran las únicas que regían a la sociedad. Los cristianos del primer siglo tampoco tenían este privilegio. El esclavo cristiano no podía decir a su amo: “Perdone, jefe, pero ahora soy cristiano; tendrá, pues, que contratar a otra persona los domingos. Estaré adorando en las catacumbas” (!). De hecho, frecuentemente los cristianos aún pueden hacer esa clase de demandas (y, donde puedan, deberían hacerlas), pero cuánto tiempo durará esta libertad es algo discutible. Debemos estar preparados para afrontar el dilema que nos obliga a elegir entre un trabajo en algunos domingos o y ningún trabajo. Una reciente circular de un pastor evangélico incluía este asunto: “Aún tenemos a muchos de nuestros hombres que deben viajar regularmente al extranjero. Hace unos cuantos domingos, cinco de ellos estuvieron fuera (en cuatro continentes diferentes). No solo pierden la continuidad de la enseñanza, sino que, cuando no están, sus mujeres tampoco pueden asistir al culto de la tarde ni a los de entre semana. Nuestros dos policías solo tienen un domingo libre al mes; y otras personas deben trabajar el domingo o toda la noche del sábado”. Eso es algo que

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se está haciendo habitual. No es raro que se espere de los hombres de negocios que viajen en domingo de modo que estén listos para una reunión el lunes temprano, y algunas compañías están dispuestas aun a pagar una habitación de hotel el sábado por la noche. Los empleados de las líneas aéreas y de hostelería trabajan el domingo para los cristianos que están de vacaciones o haciendo negocios. Estos son asuntos pastorales que nos fuerzan a afrontar no el principio de mantener la obligación del cuarto Mandamiento —eso es algo claro como ya hemos visto—, sino la aplicación de ese principio en una sociedad moderna. Cuando podemos elegir entre trabajar en domingo y no hacerlo, nuestro deber está claro, pero muchos deben enfrentarse a la opción de aceptar un empleo que exige trabajar en domingo, o de permanecer desempleados y esperar, por tanto, que el Estado mantenga a sus familias. En algunos países, la opción es más difícil puesto que no existe la alternativa de recibir ayuda del Estado. No podemos ser la conciencia de otro hombre o mujer ante semejantes dilemas. Recordemos a los esclavos del primer siglo y el hecho de que Dios suavizó la Ley con la gracia. Pero recordemos también el consejo de Jerry Barker: “Si una cosa está bien, se puede hacer y, si es incorrecta, bien se puede prescindir de ella”. Encontrar un equilibrio entre estas dos perspectivas suele ser difícil. Pero este no es el único Mandamiento que presenta dilemas en un mundo moderno. El niño cristiano cuyos padres inconversos mandan a comprar en domingo puede considerar que se encuentra ante la disyuntiva de elegir entre el cuarto y el quinto Mandamiento. “SI AL DÍA DE REPOSO LLAMARES DELICIA” John Paton nos dice que en la isla de Aniwa solía llamar al domingo “el día para Jehová”. Este día es aún “el día del Señor”, y el cuarto Mandamiento es para nuestro bien al igual que los otros nueve. No es un día en el que podamos hacer lo que nos dé la gana y, sin embargo, podemos hacer lo que queramos siempre que todo lo que hagamos cumpla el triple propósito de descanso, recuerdo y adoración. Es un “día glorioso” (Isaías 58:13), un día que glorificar; también es un día “santo”, puesto aparte, diferenciado y especial; y es una “delicia”: un día que disfrutar con deleite. Isaías 58:13 refleja el enfoque que el Nuevo Testamento da a este día. Pese a todas la severas advertencias que Dios hizo a su pueblo con respecto al día de reposo, nunca pretendió que lo guardaran simplemente por el castigo que les sería infligido si no lo hacían, sino por el beneficio que recogerían al guardarlo. En este sentido, la preocupación y el plan que Dios tiene para este día siguen siendo los mismos. Es el día en el que seguir el buen ejemplo del Creador. En este día disfrutó del resultado de su creación, y fue bueno en gran manera. No es el día para cavar en el jardín, limpiar el automóvil, pintar la casa o trabajar para la familia, sino más bien el día para disfrutar de todas estas cosas. Despojado del trabajo excesivo y el ocio innecesario, el día del Señor puede ser empleado con el máximo beneficio. La utilización ideal de este día es pasar tiempo con el pueblo de Dios en adoración y ministerio para que volvamos nuestros corazones hacia el Creador y Redentor, y nuestras mentes hacia su Palabra de modo que hayamos escuchado su voz y atesorado la verdad y la práctica para la próxima semana. Tendremos tiempo también para relajar y revitalizar nuestros cuerpos ya sea solos o en familia. Pero no podemos ser las conciencias de otros en los detalles de esto. Cualquier cosa es legítima mientras esté gobernada por el propósito de este día, y no esperemos que los demás trabajen innecesariamente para satisfacer nuestro ocio. Debe ser un día para las buenas obras, ya sea en la evangelización o visitando a los enfermos y

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necesitados. Como todos los demás Mandamientos de Dios, su propósito es el de darnos libertad y felicidad. La libertad no es necesariamente libertad para hacer lo que queramos, sino libertad para hacer lo que Dios quiso que hiciéramos cuando nos creó y ser lo que quiso que fuéramos. Aquellos que destruyen este día descuidándolo por completo, o limitan la fuerza del Mandamiento atenuando su pertinencia, no son mejores que los que lo destruyen por medio de la adición de reglas humanas. La rebelión y el legalismo son mellizos incompatibles. El abrazar el cuarto Mandamiento junto con los otros y reivindicar su observancia como nuestra felicidad y deleite, eso es verdaderamente cristiano. Capítulo 8 Honrar a los padres Honra a tu padre y a tu madre. Éxodo 20:12 La Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, redactada en 1948, afirmaba claramente que “la familia es la unidad fundamental de la sociedad”. Lo lejos que hemos ido desde entonces quedó ilustrado en el programa de la Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer de las Naciones Unidas que se celebró en Beijing en septiembre del 1995. La maternidad quedó totalmente desplazada en favor del papel de la mujer en la política y los negocios; la meta era que las mujeres alcanzaran una representación del cincuenta por ciento en las organizaciones políticas y económicas, sin pensar en ningún momento en las consecuencias del cambio radical en la maternidad y en la composición de los hogares que esto originaría. El derecho internacional de las mujeres a abortar también tenía un lugar preponderante en el programa. Los Diez Mandamientos son el patrón que Dios ha dado como expresión de su Ley moral imperturbable. Son la señal de aquellos que están “perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). Los tres primeros tienen que ver con nuestra relación con Dios, puesto que esta relación es absolutamente esencial. La sociedad desestima esto casi por completo y se centra, en cambio, en las relaciones interpersonales; se piensa que si todos los hombres y mujeres pudieran vivir en armonía todas las sociedades podrían hacer lo mismo, y si las sociedades pudieran hacerlo, también las naciones podrían. La lógica es perfecta, pero falla la teología. Todos los problemas en la Tierra nacen del desmoronamiento original de la relación entre Dios y el hombre. Este es el motivo por el que los tres primeros Mandamientos conciernen a nuestra relación con Dios. Afirman la prioridad del Creador. Dios debe ser lo primero. Describimos el cuarto Mandamiento como una transición: nos lleva de nuestra relación con Dios a nuestra relación con los demás. Aunque la principal preocupación sea por nuestra relación con Dios, debemos estar seguros de que nuestra relación con los demás también sea correcta: por este motivo, el patrón debe asegurarse no solo de que él tiene un día de descanso y adoración sino de que sus siervos y huéspedes también lo tengan. ¿POR QUÉ VIENE A CONTINUACIÓN ESTE MANDAMIENTO? Si se nos pidiera desordenar los Diez Mandamientos y ponerlos en otro orden, dudo que la mayoría no pusiera los tres primeros más o menos bien. Dependiendo de nuestra tradición, puede que pongamos el cuarto Mandamiento como el siguiente o el último. Pero después del cuarto Mandamiento, ¿cuál es el próximo? Algunos elegirían el mandato de “No matarás” porque es fundamental. El asesinato es un ataque directo a la imagen de Dios. Los hombres y mujeres

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fueron hechos a semejanza de Dios, reflejan a su Creador por medio de su razón humana, conciencia, moralidad y capacidad de adoración. El asesinato es, por tanto, un ataque a la imagen de Dios en el género humano y supone la destrucción de la cúspide de su creación. Otros darían prioridad indudablemente al “No cometerás adulterio”. Eso es un ataque a la primera relación que Dios instituyó al crear el mundo; la relación entre marido y mujer. Dios dio al hombre y a la mujer mutuamente en un vínculo inquebrantable llamado matrimonio. Esta sería también una conclusión bastante lógica, porque violar esta relación es minar un pilar fundamental de la sociedad. Además, bajo ninguna circunstancia, debemos cometer adulterio; en cambio, no podemos honrar siempre a nuestros padres en cada momento y circunstancia. ¿Como podría honrar a su padre la hija de José Stalin a la luz de su crimen genocida? El quinto Mandamiento no está, probablemente, donde nosotros lo pondríamos, pero sucede que se encuentra donde Dios lo puso, y eso es al menos intrigante, si no instructivo. Si Dios consideró que debería estar en el primer lugar de la regulación de las relaciones humanas, entonces por fuerza debe mostrar algo del orden social que Dios pretende. Aquí hay una relación que Dios ve tan importante que la antepone a la relación entre marido y mujer y aun al pecado del asesinato. ¿Pero por qué? En primer lugar, porque todo el mundo forma parte de una familia Puede que no vivamos en una familia, que no nos guste o que ni siquiera la conozcamos, pero todos nacimos como parte ella. Puede que no tengamos marido o mujer, o hijos, pero todos tenemos padres, estén vivos o muertos. Esto no tiene excepción ni nunca la ha tenido, ni siquiera el Hijo encarnado de Dios se evadió de ello. La relación entre unos padres y un hijo es una relación, y la única, que es cierta en cuanto a todos nosotros. No importa lo breve o lo mala que sea, es una relación universal. Para bien o para mal, todos tenemos padres. De forma que la relación padre/madre-hijo es el único denominador común de todos los miembros de una sociedad y de todas las sociedades de la Historia del hombre. Puede existir un matrimonio sin hijos, e hijos sin matrimonio, pero para existir, todos necesitamos un padre y una madre. Esto es cierto aun en la era de las madres de alquiler, la fecundación in vitro, la clonación y todo lo demás. Aún son necesarios un padre y una madre. En vista de lo incierto que es el momento en que Cristo volverá, ni siquiera podemos garantizar que vayamos a morir; no hay, pues, nada más que sea cierto para todo el mundo sin excepción. La mayoría de los gobiernos admite que la familia es la unidad fundacional de la sociedad y, por tanto, muchos hacen declaraciones apoyando la importancia que tiene. Tristemente, en cualquier caso, muchos sostienen las medidas que están erosionando rápidamente el escudo que debería proteger la unidad familiar. El divorcio se agiliza y facilita; si las propuestas de prohibir el castigo físico en los niños siguen adelante, es probable que los padres se queden sin su derecho a ejercer la disciplina; la abolición de las leyes sobre el domingo hace casi imposible un día familiar en muchos hogares; se estimula e intimida a las mujeres para que vuelvan al trabajo por medio de la abundancia de guarderías, y se hace bien poco para atajar la ola de violencia, inmundicia y blasfemia que prorrumpe en nuestros hogares a través de la televisión. No es sorprendente que muchos de nuestros hijos hayan crecido hasta volverse salvajes e incontrolables. Un político, viendo las tendencias de los tiempos, escribió: “La vida y la disciplina domésticas pronto llegarán a su fin; la sociedad se compondrá de individuos que ya no formarán

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parte de una familia; tan temprana es la separación de marido y mujer, padres e hijos”. Eso no fue una carta publicada recientemente en la sección de “Cartas al director” de un periódico, sino a mediados del siglo XIX por Lord Ashley, el célebre conde de Shaftesbury. El quinto Mandamiento establece claramente la prioridad de la familia como, idealmente, la unidad básica más estable e ideal de nuestra sociedad. Hemos desestimado esto y, por tanto, estamos recogiendo tempestades. Miles de niños cada año se escapan de casa o de alguna institución, afectados por el divorcio de sus padres, y se añaden al registro de protección de menores. Y eso es antes de comenzar con las estadísticas de la delincuencia juvenil. La decadencia moral más grave de una nación se produce cuando los padres pierden el control de sus hijos y los hijos ya no respetan a los padres. En segundo lugar, porque la obediencia a los padres abarca tres generaciones al mismo tiempo La fidelidad entre marido y mujer es vital, pero solo se aplica a una generación y a una vida. La obediencia al séptimo Mandamiento se reduce a dos personas nada más; por supuesto que muchos más, aparte del marido y la esposa, se ven afectados por su quebrantamiento, pero el mandamiento se dirige solo a dos personas y a una generación. Por otro lado, la obediencia a los padres tiene un campo de acción mucho más amplio puesto que se hace extensiva a tres generaciones: abuelos, padres e hijos. En tiempos bíblicos podían ser muchas más. Son generaciones vivientes: de los hijos a los padres y de los padres a los abuelos. En el Antiguo Testamento podía haber cuatro o cinco generaciones vivas al mismo tiempo; y de nuevo hoy en día, hay un número creciente de bisabuelos. Esta es, por tanto, la relación humana más amplia y prolongada. Hace poco, una pareja celebró su septuagésimo aniversario de boda; eso debe de ser casi el máximo posible. Pero la relación padres-hijo puede prolongarse mucho más allá. La relación maridoesposa se rompe por la muerte después de medio siglo más o menos. Pero, hasta cuando una relación padres-hijo se rompe por la muerte, normalmente la relación se extiende a través de la próxima generación de hijos y nietos. En el hebreo del Antiguo Testamento no existen palabras para bisnieto, bisnieta, bisabuelo o bisabuela. Por esta razón, las palabras “padre” y “madre” pueden remontarse mucho más atrás. En 2 Crónicas 29:2 se nos dice que Ezequías “hizo lo recto ante los ojos de Jehová, conforme a todas las cosas que había hecho David su padre”. En realidad Ezequías era catorce generaciones posterior en el árbol genealógico de David. De forma que la única manera como el Antiguo Testamento lo podría haber descrito era diciendo que Ezequías había hecho lo recto ante los ojos de Jehová “conforme a todas las cosas que había hecho David diecisiete generaciones atrás”. Eso, cuando menos, hubiera quedado farragoso, por lo que únicamente se pone la palabra “padre” y se deja a los lectores llenar el salto generacional. Incidentalmente, en versiones modernas, se utiliza la palabra “antepasado” en lugar de la de “padre” para referirse a las generaciones pasadas. Podemos ver, por tanto, el alcance de esta frase. “Padre y madre” es más que una simple referencia al hombre y a la mujer que fueron responsables humanamente de traernos al mundo, aunque principalmente se dirija a ellos. En este Mandamiento Dios ha llamado nuestra atención a la relación más larga, completa y duradera de la experiencia humana. Más aún que la relación entre marido y mujer. El quinto Mandamiento no solo es una referencia a los padres,

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sino que recordaría a los israelitas su honorable linaje. Significativamente, aunque el hebreo carezca de una palabra para la relación entre abuelos y nietos, es muy rico en términos referentes al desarrollo del niño. Hay más de ocho palabras distintas para nombrar el crecimiento del niño pequeño desde el bebé en el útero y el recién nacido (yeleth), hasta el lactante (yonek), el niño que pide comida (olel), el destetado (gamul), el niño que se agarra a su madre (taph), el que se hace fuerte (elem), el que se independiza (naar), y finalmente el maduro (bachur). La profunda y duradera preocupación de Dios por los niños y su relación con sus padres se muestra frecuentemente en textos como Deuteronomio 6:4–9, Nehemías 8:2, 3 y 2 Timoteo 3:15. En tercer lugar, porque el hogar es el primer encuentro del niño con la autoridad En el verano de 1996 se transportó a un grupo de jóvenes elefantes desde el Parque Nacional de Kruger en Sudáfrica a la reserva de Pilanesburg, a solo veinte kilómetros de la Ciudad del Sol. La pequeña manada pronto se convirtió en un puñado de delincuentes, arrancando árboles, atacando a los automóviles de los turistas y aun poniendo en peligro a los propios vigilantes. La razón de este comportamiento agresivo, que llevó al menos a un ejemplar a ser tiroteado, era el hecho de que habían sido separados de sus progenitores prematuramente. Si los elefantes jóvenes no tienen un modelo a imitar en sus adultos, al crecer se vuelven violentos; los animales más viejos enseñan la disciplina y la norma de la autoridad a sus crías. Dios pone al hombre como cabeza de la familia (Efesios 5:22–28; 1 Pedro 3:1–7) y a ambos cónyuges como cabeza de los hijos (Efesios 6:1–3). Dios espera que sea en el hogar donde se imparta la enseñanza cristiana y moral básica (Deuteronomio 6:4–9 y 2 Timoteo 3:14, 15). Cuando nacemos, entramos en un mundo de autoridad, y el primer contacto es con nuestros padres. Está claro que si esta relación no funciona bien, toda nuestra sociedad saldrá perjudicada. Precisamente por esto tenemos una sociedad tan violenta y desobediente en la actualidad. La desobediencia en el hogar lleva a rechazar la autoridad en todas sus manifestaciones, y la obediencia en el hogar lleva al respeto a la ancianidad, a la autoridad civil y aun al liderazgo cristiano. El encuentro del niño con la autoridad, o su ausencia, en el hogar, deja una huella indeleble. Dios quiere enseñar la necesidad de autoridad y sumisión a la autoridad, y lo hace a través de los padres. Dios ha dejado claro que en toda la sociedad —en la familia, el Estado, la industria, la Iglesia, la escuela o cualquier lugar en que estemos— ha erigido una autoridad; Él tiene una línea para relacionarse. Todo esto es parte del plan de Dios. Debido a que el hombre y la mujer son pecaminosos por naturaleza, siempre debe haber alguien que guíe y alguien que sea guiado; aquellos que obedecen y aquellos que dan órdenes. Las estadísticas muestran que en las escuelas se está produciendo un creciente número de actos violentos y otros desórdenes. La enseñanza es hoy más difícil que nunca: los niños ya no son conscientes de los límites de la autoridad y responden a los que la ejercen de una forma que hace años no habría sido tolerada. Dios empieza aquí porque es la relación en la que la autoridad comienza. Deberíamos aprender una lección de los elefantes: un modelo a seguir en la familia es vital para un desarrollo futuro que sea estable. En cuarto lugar, porque el niño es el hombre Matthew Taylor Coleridge escribió, en un contexto diferente: “En el hoy ya camina el mañana”. Si un niño empieza bien, entonces hay bastante posibilidades de que

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en su estado adulto también vaya bien. Y cuando el hombre o la mujer se conviertan en padres, también sucederá lo mismo. Por eso en Proverbios 22:6 Dios da un principio general a los padres: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”. Aunque esa regla pueda tener sus excepciones, es un principio a seguir siempre. Actualmente en el mundo occidental, muchos jóvenes viven en las grandes ciudades, y muchos de ellos viven solos porque ya han dado la espalda al hogar paterno. Los niños nacen con una naturaleza pecaminosa y se comportan pecaminosamente. Cualquier padre honrado estará de acuerdo con Proverbios 20:11: “Aun el muchacho es conocido por sus hechos, si su conducta fuere limpia y recta”. Erasmo, el teólogo holandés del sigo XVI, escribió a uno de sus alumnos: “Recuerda que nada pasa tan rápido como la juventud”. Si aprendemos a responder a la autoridad en la infancia, hay muchas posibilidades de que esa conducta se prolongue en la adolescencia y la juventud. Pero la infancia y la juventud pasan muy rápido, y las oportunidades para inculcar los principios correctos en las vidas de nuestros hijos menguan con cada generación. Hace un siglo, un joven de veintitantos o treinta y tantos años aún se sometería a la opinión de su padre en decisiones tan importantes como el matrimonio o los estudios. Podemos ver el motivo por el que Dios sitúa este Mandamiento el primero en la lista de las relaciones humanas. Es una relación vital. Por tanto, eso nos lleva al próximo asunto. ¿QUÉ SIGNIFICA HONRAR A NUESTRO PADRE Y A NUESTRA MADRE? En primer lugar, “honrar” significa valorar o tener respeto La palabra no tiene nada de complicada. Se refiere a nuestros padres naturales o al tutor que se encuentra en su lugar. Los padres deben ser respetados. Dios no hace ninguna distinción. No dice: “Honrarás a tu padre y a tu madre si se lo merecen”. Dios quiere que honremos a nuestros padres por el simple hecho de que son nuestros padres. Deben ser honrados aun cuando sus vidas no sean un modelo a seguir. En todas sus reglas para poner orden en la sociedad, Dios nunca permitió que fuera el carácter del dirigente el que decidiera su derecho a gobernar, o la obligación de los súbditos a obedecerle. Eso era igual de cierto cuando Pedro apremió a los cristianos dispersos por todo el imperio romano por causa de la persecución, diciendo “someteos a toda institución humana […] honrad al rey” (1 Pedro 2:13–17); el Apóstol era dolorosamente consciente de que el “rey” era Nerón, el “carnicero loco de Roma”, pero aun así, Nerón era la cabeza legítima del Estado, y solo debían desobedecer sus leyes en caso de que ordenara a los cristianos comportarse de forma contraria a un compromiso más elevado con Dios. Se mantiene el mismo principio para la honra que deben mostrar los hijos para con los padres. De hecho, la hija de José Stalin sí tenía la responsabilidad de honrar a su padre, no por el mal del que fue responsable, sino por el hecho de que era su padre. Pablo instó a los hijos: “obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor” (Colosenses 3:20), y no añadió ninguna matización. Hace algunos años estuve esperando en la inevitable cola de la oficina de correos mientras delante de mí había un hombre mayor cobrando su pensión y la de su mujer. El oficinista del mostrador le devolvió la libreta de la pensión de su mujer disculpándose: “Lo siento, su mujer no la ha firmado”. La respuesta inmediata del marido fue: “¡la estúpida bruja!” Aquello me atravesó como un cuchillo. Si esa era la forma en que hablaba de ella en público, me asustaba pensar cómo le hablaría

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en casa. Es igualmente cierto para la forma en que lo hijos hablan a sus padres. Y, recordemos, los hijos pueden ser de cualquier edad. La honra se muestra en nuestra actitud hacia nuestros padres. Es la forma en que pensamos de ellos, cómo nos comportamos con ellos y les hablamos o hablamos de ellos. El joven o la joven que se refiere a sus padres como “el viejo” o “la vieja” está dando a entender lo que de verdad piensa. El hombre de negocios agradable en la oficina puede ser un monstruo en su casa; el pastor que sonríe con paciencia puede ser irritantemente intratable con su familia. Los niños de una granja lo dijeron todo cuando uno de ellos sugirió a su padre mientras se preparaban para ir a la iglesia un domingo por la mañana: “Ya sé, hoy podíamos hacer algo muy diferente. Seamos desagradables con ellos y amables entre nosotros”. Y es precisamente porque el hogar es el lugar donde es más difícil mantener un respeto consecuente por cada uno por lo que Dios pone allí su marcador. Este respeto y valor deberían empezar en el hogar porque es el lugar donde más difícil es mantenerlos consecuentemente. Es en el hogar donde somos más vulnerables. Los hijos suelen comportarse peor en casa que cuando salen fuera, al igual que los padres. Si los hijos aprenden a honrar a sus padres y abuelos con el ejemplo y la disciplina que reciben en casa, entonces irán en la dirección correcta para honrar a los demás miembros de la sociedad. Esa es una lección vital. Un amigo mío cristiano ya mayor sufrió la burla pública de sus hijos adultos; para él resultó trágico, pero creo que fue más trágico aún para sus nietos, puesto que se criaron aprendiendo a no mostrar ningún respeto por su abuelo. Esto, inevitablemente, les llevaría a mostrar la misma actitud hacia sus propios padres y, más allá aún, con los demás: especialmente con los de edad avanzada. La falta de respeto hacia los ancianos en nuestra sociedad contemporánea es el resultado directo de una violación generalizada del quinto Mandamiento. Alguien lo ha descrito como la “decadencia de la deferencia”. Es en el hogar, y con la obediencia al quinto Mandamiento en particular, donde se aprende el valor de la vida de todo ser humano desde una edad muy temprana. El hogar donde se deshonra a los padres con la falta de disciplina, donde los abuelos ancianos son ridiculizados por dos generaciones, difícilmente corregirá comentarios despectivos sobre el color, la raza, la religión, la ocupación, o la minusvalía física o psíquica de alguien. Mucho antes de que el niño piense en el asesinato, se plantee el pasajero placer del adulterio, comprenda la aparente ventaja de robar, aprenda a mentir o desee las posesiones de los demás, intenta liberarse de la disciplina paterna. Esa es siempre la primera relación que se intenta pisotear y, por tanto, la primera que un niño debe aprender a valorar. De este Mandamiento se desprende la actitud hacia cientos de personas. En segundo lugar, honrar significa obedecer Honrar a los padres significa que escuchamos lo que tengan que decirnos. Las canas no encierran toda la sabiduría, pero hay una sabiduría que se gana con la edad y la experiencia que no debe ser despreciada. La mayoría de los niños piensa que lleva más razón que sus padres, y cada adolescente está tan seguro de que sus padres están tan lejos de la realidad que no pueden enseñar nada a una generación más joven. Indudablemente, sucedía lo mismo en el Antiguo Testamento y, de hecho, hay documentos que se remontan hasta las antiguas dinastías egipcias quejándose de que la nueva generación ya no es lo que era. Nada ha cambiado. La generación más antigua nunca cree que la generación posterior sea tan buena como ellos mismos cuando eran jóvenes, y la generación

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más joven siempre desprecia a la anterior por no estar “conectada” con la realidad. En cualquier caso, el proverbio bíblico tiene una palabra sabia: “Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la dirección de tu madre; porque adorno de gracia serán a tu cabeza, y collares a tu cuello” (Proverbios 1:8, 9). Escuchar es honrar. No tenemos por qué aceptarlo todo, creerlo todo o seguirlo todo, pero escuchar y respetar es una forma importante de honrar a nuestros padres. La actitud de despreciar el consejo paterno simplemente porque proviene de nuestros padres es pecado. Debería haber respeto por los puntos de vista de la generación mayor aunque no estemos de acuerdo con esos puntos de vista; pero especialmente de los puntos de vista de los padres que rigen sus vidas según las Escrituras. Con toda la preocupación que tenemos hoy en día, y hacemos bien en tenerla, acerca de los abusos infantiles, estamos en peligro de olvidar que la preocupación primera de Dios era el abuso de los padres por parte de los hijos. En sus instrucciones a Moisés, recalca la relación entre los padres y los hijos: “El que hiriere a su padre o a su madre, morirá” (Éxodo 21:15). Pero dos versículos más adelante, Dios no solo se refiere al abuso físico sino a la actitud: “El que maldijera a su padre o a su madre, morirá” (v. 17). Las instrucciones de Agur en Proverbios 30 abarcan los seis últimos Mandamientos, pero quizá el lenguaje más gráfico se reserva para el hijo que ridiculiza a sus padres: “El ojo que escarnece a su padre y menosprecia la enseñanza de la madre, los cuervos de la cañada lo saquen, y lo devoren los hijos del águila” (Proverbios 30:17). Tan seriamente ve Dios al niño, al joven o al adulto que maldice a sus padres. Puede que Dios no espere que llevemos a cabo semejantes castigos hoy en día, pero sigue pensando lo mismo de ese crimen. Hay muchos pecados que Dios “pasa por alto” de momento (Hechos 17:30), pero ciertamente los traerá bajo consideración el Día del Juicio Final. No debemos dudar de lo que Dios piensa sobre el quebrantamiento del quinto Mandamiento: “El hijo sabio alegra al padre; mas el hombre necio menosprecia a su madre” (Proverbios 15:20). En Efesios 6:1 (y de forma perecida en Colosenses 3:20), Pablo toma este mandamiento y lo aplica a toda la relación familiar: “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo”. El término “en el Señor” ha levantado algunas polémicas. Cuando lo escribió, Pablo probablemente tenía en mente a los hijos cristianos; después de todo, no esperaba que sus cartas fueran leídas por muchos niños que no fueran cristianos. De modo que la frase “en el Señor” no se refiere a los padres, sino a la forma en que los hijos cristianos deben obedecer a sus padres. Sean los padres cristianos o no, el hijo cristiano debe obedecer como alguien que está “en el Señor”. Pablo añade “porque es justo”, es justo tanto natural como espiritualmente. Con los colosenses va mucho más lejos y exige la obediencia en el hogar con el término “en todo”. ¡Se nos deja con muy pocos argumentos para escapar de la presión que crea la insistencia de Pablo en estos dos pasajes! Una señal significativa de la degeneración de una era que se acerca a la venida de Cristo es la destrucción de las relaciones en este ámbito. En Mateo 10:21, Jesús habla acerca del final de los tiempos y de que una de las señales será que “los hijos se levantarán contra los padres”. Pablo está diciendo lo mismo en 2 Timoteo 3:1, 2 cuando advierte: “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres”. Tales cosas empeorarán más y más a medida que la venida de Cristo se vaya acercando. En

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Romanos 1:30, la desobediencia a los padres se incluye en la lista de los pecados típicos de la “mente reprobada” de los que rechazan a Dios (v. 28). Todo esto muestra un marcado contraste con el patrón de obediencia perfecta que Cristo mismo estableció: “Y descendió con ellos [sus padres], y volvió a Nazaret, y estaba sujeto a ellos” (Lucas 2:51). Esa breve declaración resume la mayor parte de la vida de Jesús. La gente ha querido saber más sobre la infancia y los años de la adolescencia de Cristo. Por este motivo, en el siglo II d. C. había cierto número de historias circulando sobre su infancia y juventud. El Evangelio de Tomás incluye historias fantasiosas sobre cómo Jesús hacía pequeños pájaros de arcilla y los lanzaba al aire para que volaran y así entretener a los niños de la calle. No hay ninguna base histórica para estos relatos, pero la gente quería llenar el vacío. Por otro lado, lo que sí sabemos sobre su infancia es bastante importante. Es como si Dios estuviera diciendo: “¿Queréis un resumen de la juventud de mi hijo? Aquí lo tenéis: “Descendió con ellos, y vino a Nazaret; y continuó sujeto a ellos”. Eso es todo lo que Dios nos dice, pero lo dice todo. El Antiguo Testamento describe un suceso aparentemente grotesco y antinatural: “Si alguno tuviere un hijo contumaz y rebelde, que no obedeciere a la voz de su padre ni a la voz de su madre, y habiéndole castigado, no les obedeciere; entonces lo tomarán su padre y su madre, y lo sacarán ante los ancianos de su ciudad, y a la puerta del lugar donde viva; y dirán a los ancianos de la ciudad: Este nuestro hijo es contumaz y rebelde, no obedece a nuestra voz; es glotón y borracho. Entonces todos lo hombres de su ciudad lo apedrearán, y morirá; así quitarás el mal de en medio de ti, y todo Israel oirá y temerá” (Deuteronomio 21:18–21). Si ese horrendo castigo nos parece antinatural, solo puede ser que Dios considere el pecado cometido como absolutamente antinatural. Ya no tomamos esas medidas, al igual que tampoco lapidamos a los adúlteros, porque Dios, en su misericordia, ha atemperado su ira con la paciencia; efectivamente está diciendo: “Esperaré, pero mi castigo final por la desobediencia a los padres será aún más severo”. Hay hijos de todas las edades en todas las partes del mundo que son como este hijo de Deuteronomio, y Dios está esperando, está dando más tiempo. Pero si tenemos la tentación de tomarnos a la ligera el quinto Mandamiento, y no reconocemos su importancia en el plan de Dios para este mundo, entonces deberíamos volver al terrible pasaje de Deuteronomio 21. Dios había adoptado la determinación de que el pueblo de su pacto fuera “santo”, diferente de todas las naciones que lo rodeaban. Y en este aspecto al menos eran ostensiblemente diferentes. Debían dar ejemplo al mundo. No puede carecer de significación que el Mandamiento que tiene la mayor promesa para los que lo guardan también conlleve el castigo más aterrador para los que lo quebranten. Nuestro hincapié en la obediencia a los padres puede presentar un problema. Alguno hijos pueden responder: “Hablar así está muy bien, pero no conocen a mis padres”. ¿Qué sucede si los padres son personas que viven sin Dios, que odian su Palabra y obligan a un hijo a hacer cosas contras contrarias a su Ley? La respuesta es clara: hay un principio gobernado por la Ley suprema. Veamos un ejemplo. Hay una ley que dice que no debemos superar los cuarenta y cinco kilómetros por hora en un área restringida. Pero si estamos llevando a alguien al hospital en un viaje de vida o muerte no permitiremos que la ley se interponga en nuestro camino. Incumpliremos la ley por que hay un principio más elevado que nos gobierna: salvar una vida. Ese es el motivo por el que las ambulancias y los vehículos de bomberos quebrantan la ley en caso de emergencia; no tienen la ley

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de su lado cuando se saltan los semáforos y las señales de tráfico, pero todos estamos de acuerdo en que se amparan en un principio muy importante. Salvar una vida es más importante que obedecer una regla. De la misma forma, nuestra obediencia a Dios es primordial. Eso es cierto para cualquier relación de dirigente y dirigido, ya sea el jefe en el trabajo, el profesor en la clase, el político legislando en el Parlamento, el marido en casa o el hijo obedeciendo a sus padres. EL DERECHO A LA DISCIPLINA Si una de las implicaciones del quinto Mandamiento es la obediencia, entonces la conclusión más natural es el derecho de los padres a la disciplina. La disciplina debe expresarse con espíritu de exhortación y consolación (1 Tesalonicenses 2:11, 12), con la meta de criar a los hijos “en disciplina y amonestación del Señor”, sin “provocarlos a ira” (Efesios 6:1–4). En cualquier caso, debe haber disciplina. El libro de Proverbios recalca significativamente la obligación de los padres de educar a sus hijos con disciplina cuando sea necesario; ver Proverbios 19:18; 22:15; 23:13, 14. Nuestro Señor reservó muchas de sus palabras más severas y condenatorias para aquellos que llevaran a un niño a pecar, ya fuera por negligencia o por mal ejemplo (Mateo 18:1–9). Antiguamente, había leyes que permitían a los padres y los maestros infligir a los niños castigos físicos que fueran moderados y razonables, con el fin de corregir su maldad. Este derecho está siendo gravemente atacado hoy en día y es cuestión de tiempo que llegue a ser ilegal que un padre propine un azote al hijo más díscolo. Ya en otros tiempos hubo varios intentos de revocar el castigo físico a los niños, y la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 1989 ya ha sentado las bases para poner fin al castigo físico infantil. Mientras escribo estas líneas, un niño de 12 años ha llevado a su madre y a su padrastro al Tribunal Europeo para que no le peguen. ¿Y cuántas más formas de disciplina se ilegalizarán mientras nuestros hijos corren desbocados? ¿Se considerará una palabra severa como “abuso psicológico”? ¿Se llamará “robo” a la pérdida de privilegios? ¿Castigar a un hijo sin salir se convertirá en “secuestro”? Para nuestros hijos es desastroso que los directores de las escuelas no apoyen las medidas disciplinarias de sus profesores, y que los medios conviertan a pequeños delincuentes en héroes nacionales. Si debe aplicarse el quinto Mandamiento, los padres han de tener la libertad para ejercer una disciplina que sea “moderada y razonable” sin que haya interferencias del Gobierno. En las últimas décadas, nuestras medidas suaves en los hogares, en las escuelas y en la sociedad en general han llevado al aumento directo de la actitud rebelde y de desafío a la autoridad de muchos niños en nuestra sociedad. La tercera aplicación de honrar a nuestros padres es cuidar de ellos En relación a esto, hay dos versículos del Nuevo Testamento que es preciso aclarar. El primero es 2 Corintios 12:14: “no deben atesorar los hijos para los padres, sino los padres para los hijos”. Eso es una referencia al cuidado de los hijos mientras son responsabilidad de los padres. Los padres tienen el deber de proveer para ellos; es una simple afirmación de la responsabilidad paterna. El otro versículo se encuentra en 1 Timoteo 5:4: “si alguna viuda tiene hijos, o nietos [adviértase que, a diferencia del hebreo con el que se escribieron los Mandamientos del Antiguo Testamento, el griego del Nuevo Testamento sí cuenta con palabras para nietos y abuelos], aprendan éstos primero a ser piadosos para con su propia familia, y a recompensar a sus padres porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios”. El patrón queda claro por tanto. Los padres tienen la obligación divina de cuidar de sus hijos, pero cuando los hijos crecen, los papeles

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empiezan a cambiar paulatinamente; a medida que los padres se hacen mayores y más frágiles, son los hijos los que tienen la responsabilidad de cuidar de sus padres. Estas dos facetas son parte del plan de Dios para la sociedad, y pasar por alto cualquiera de ellas es igual de pecaminoso. Hoy en día, nuestra preocupación por el “abuso de los niños” nos ha cegado al hecho de que a Dios le preocupa de la misma forma el “abuso de la abuela”, y eso puede suceder tanto por acción como por omisión. Una relación mala o negligente con nuestros padres, no importa la edad que tengan, es una conducta pecaminosa. Todos los que tenemos padres o abuelos vivos debemos hacernos la difícil pregunta sobre cuál es la relación que tenemos con ellos. Cuando somos jóvenes tenemos el deber de honrar y valorar a nuestros padres, no solo porque nos provean de lo necesario y cuiden de nosotros, sino porque son nuestros padres. Cuando están viejos y seniles y el Alzheimer corroe los últimos años, honrarles se hace aún más importante. No honramos a nuestro padres ancianos solo porque hayan servido con valor a la patria, porque hayan cuidado de su familia con amor, o hayan trabajado para la comunidad durante medio siglo. Eso es la ética de los establos de las carreras, donde el caballo victorioso se retira con honor, y el fracasado va a parar al matadero. Honrar al padre y a la madre es un compromiso debido a su valor como personas hechas a imagen de Dios. El cuidado de nuestros padres mayores no es el pago por sus favores pasados sino la respuesta al Mandamiento de Dios que nos recuerda el valor de los que creó. Y este cuidado no solo expresa el valor de los que reciben los cuidados sino de los propios cuidadores. Aquí se encuentran los dos argumentos más poderosos en contra de la eutanasia. En primer lugar, nunca se debe dar a los ancianos la impresión de que son una carga para la sociedad. En los primeros años del III milenio, el número de octogenarios en los países occidentales se habrá incrementado considerablemente y, dentro de pocos años, constituirán un porcentaje sustancial de toda la población. Pero la edad avanzada solo es una cronología, no una enfermedad: nadie se muere de viejo. Los mayores son valiosos para la sociedad porque son personas vivas cuyas vidas, por muy limitadas e impedidas que puedan llegar a ser, reflejan la imagen y semejanza de Dios. No obstante, el segundo argumento en contra de la eutanasia descansa en el valor de los niños y en el de una sociedad que aprende a cuidar a la gente. Actualmente hay millones de asistentes familiares de personas mayores y discapacitadas, lo que frecuentemente se considera más una tragedia que una oportunidad. Por supuesto que en nuestra sociedad moderna los asistentes reciben una fuerte carga y una gran cantidad de presión, pero si la respuesta es un beso amable acompañado de una inyección de cloruro de potasio, nos arriesgamos a que tarde o temprano la presión de las familias y la sociedad se vuelva intolerable. De eso no cabe duda. La obediencia al quinto Mandamiento implica que sostengamos a los que sostienen a los mayores, y también a los enfermos y discapacitados, para aligerar la carga y que nuestra sociedad se vuelva atenta y no negligente. La tragedia del mundo postmoderno se encuentra en su entusiasmo por las soluciones instantáneas. Nos libramos de los bebés indeseados por medio del aborto, de los matrimonios inoportunos por medio del divorcio rápido, y nos gustaría librarnos de los padres y “pacientes” no deseados por la vía rápida, todo con la misma despreocupación con la que satisfacemos nuestro apetito con comida rápida. El valor de las sociedades aumenta a medida que aprenden a cuidar y no cuando

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se vuelven más eficientes para deshacerse de sus “problemas”. La eugenesia de la Alemania Nazi de los años 30 y 40 debería habernos enseñado algo sobre eso. LA PROMESA QUE VA UNIDA Este es el único mandamiento con una promesa: “para que tus días se alarguen en la tierra”. Cuando esta ley se repite en Deuteronomio 5:16, hay una frase añadida: “para que te vaya bien sobre la tierra”. Esa es una de las muchas promesas generales que hay en las Escrituras. No es una garantía de longevidad para el hijo obediente. Similarmente, Proverbios 22:6: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” es una promesa general que debe seguirse, pero Dios no está sujeto a ella en cada caso particular. De la misma forma, cuando Jesús hizo el ofrecimiento a sus discípulos: “Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (Juan 14:14), lo que estaba diciendo era que debían asegurarse de que cualquier cosa que pidieran se encuadrara en su voluntad perfecta. En cualquier caso, la promesa que encontramos en Éxodo 20:12 sigue siendo una promesa. En Efesios 6:3, el Apóstol cita el mandato de Deuteronomio 5:16 y parafrasea la promesa: “para que sean prolongados tus días, y para que te vaya bien sobre la tierra”. Hay promesas parecidas a lo largo del libro de Proverbios. En Proverbios 1:8, 9 leemos: “Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la dirección de tu madre; porque adorno de gracia serán a tu cabeza, y collares a tu cuello”. Y en Proverbios 4:1–4: “Oíd, hijos, la enseñanza de un padre, y estad atentos, para que conozcáis cordura. Porque os doy buena enseñanza; no desamparéis mi ley. Porque yo también fui hijo de mi padre, delicado y único delante de mi madre. Y él me enseñaba, y me decía: Retenga tu corazón mis razones, guarda mis mandamientos, y vivirás”. De nuevo, en Proverbios 6:20–23: “Guarda, hijo mío, el mandamiento de tu padre, y no dejes la enseñanza de tu madre; átalos siempre en tu corazón, enlázalos a tu cuello. Te guiarán cuando andes; cuando duermas te guardarán; hablarán contigo cuando despiertes. Porque el mandamiento es lámpara, y la enseñanza es luz, y camino de vida las reprensiones que te instruyen”. Solo un padre malintencionado anima a su hijo a abusar del alcohol, a ingerir drogas, destruir su cuerpo con la nicotina, o ensuciar su mente con pornografía. Solo un padre completamente irresponsable querría que su hijo siguiera semejante camino. Si los padres dan consejo, su sabiduría puede salvar a un hijo del desastre económico, las lesiones físicas, el fracaso social, el pecado moral y el propio Infierno. Muchos de los niños que cada año se escapan de casa nunca vuelven; podemos verlos deambulando por las calles de nuestras grandes ciudades. No todos son producto de la despreocupación de los padres; tristemente, muchas veces se rechazan los intensos ruegos y sinceros consejos de un padre herido, y una joven vida se desperdicia por los cruces y avenidas del inhóspito cemento de una ciudad hostil. Cada diez años de avance en el campo de la ciencia médica, añade cinco a la media de longevidad, pero sin embargo, no nos va “bien sobre la tierra”. El suicidio entre los menores de 25 años es la mayor causa de mortalidad tras los accidentes de tráfico y el cáncer. PADRES MERECEDORES DE HONRA Un joven que se suicidó en la ciudad de Nueva York dejó una nota que incluía la frase: “Mis padres me criaron para que creyera en Dios, y para que creyera que Él no importa”. Los padres que juegan con el cristianismo sin una intención seria de obedecer a Dios, no son mucho mejores que los ateos. En la autobiografía de John Stuart Mill, el economista político, hay una frase muy impactante que

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subraya dos de los grandes peligros de la vida. Fue educado por su propio padre, que le atestó de conocimientos para que John Stuart Mill se convirtiera en un brillante académico. Pero su padre, James Mill, no tenía ninguna fe religiosa y no quiso permitir que se le enseñara ninguna religión a su hijo. Años más tarde, cuando John Stuart Mill era ya un hombre famoso, consideró su educación retrospectivamente y tuvo una gran sensación de pérdida. Dijo que su mente estaba llena de información pero que su alma había quedado hambrienta. Comentó: “Me he encontrado al principio de la edad adulta con un barco bien equipado y con timón, pero sin velas”. De hecho, estaba equivocado: tampoco tenía timón. Las dos últimas décadas del siglo XX han visto una revolución social resultante del feminismo y una mezcla de más de todo: más dinero, más sexo, más libertad. La tasa de divorcios en algunos países llega a la mitad de los matrimonios; un elevado porcentaje de los menores de 25 años eligen cohabitar en lugar de aceptar el compromiso del matrimonio; una gran proporción de niños nacen fuera de él; a la mayoría de los niños de hoy, el modelo bíblico y tradicional de la familia de dos padres les parece un mundo extraño perdido hace ya mucho tiempo. A millones de niños de las naciones occidentales la idea de respetar y honrar a sus padres les parece menos plausible (y bastante menos atractiva) que creer en Papá Noel. La influencia de la filosofía feminista tiene una gran responsabilidad. Los hijos requieren modelos para cada área de su vida, pero los modelos bíblicos del padre y la madre han sido rechazados por ser “estereotipación de géneros”. A consecuencia de esto, una generación ha crecido hasta llegar al estado adulto y a la paternidad sin tener un buen modelo al que seguir o, en lenguaje moderno, sin tener un paradigma adecuado. En la sociedad occidental, los modelos de paternidad son tan variados como los colores del arco iris y casi igual de fugaces: puede ser un modelo de “matrimonio abierto” donde los hijos casi ni siquiera saben quiénes son sus verdaderos padres, una “convivencia” temporal por motivos de placer o conveniencia, un modelo homosexual de inexplicable misterio para el hijo, un hogar tormentoso inundado por las drogas y el alcohol, un hogar donde el padre y la madre casi nunca están en casa, o un centro de comida y cama donde la televisión manda y los padres están “distantes”. Y así podría seguir el trágico catálogo de “hogares” del siglo XXI. Lentamente, después de tres décadas de una filosofía que ha llevado a las mujeres de los hogares a las fábricas, empieza a hacerse patente a los políticos, periodistas y sociólogos que hemos cometido un terrible error; por desgracia, los padres y los jóvenes aún no han llegado a la misma conclusión. En un artículo periodístico, Helen Wilkinson trató el asunto del gran error del feminismo: “Los baby boomers que predicaron la liberación personal en los años 60 se han convertido en los padres de cuarenta y tantos años. La evidencia de las estadísticas sugiere que muchos se han tornado conservadores, preocupándose profundamente por del crecimiento de sus hijos en un mundo marcado por la inseguridad”. No está sola. En el libro Brain Sex (Sexo cerebral) (Mandarin Paperbacks), Anne Moir y David Yessel escriben: “Muchas mujeres han sido educadas en la creencia de que debían ser “tan buenas como el hombre de al lado”, y en ese proceso han tenido que sufrir frustración, decepción y un dolor agudo e innecesario […]. Algunas mujeres sienten que han fracasado. Pero solo han fracasado en el intento de ser como hombres”. De manera similar, Deborah Tannen subrayaba en su best-seller You Just Don’t Understand (Simplemente no

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entiendes) (Virago Press) las diferencias necesarias entre hombres y mujeres (Las dos últimas publicaciones se citan en Men, Women and Authority — Hombres, mujeres y autoridad— Day One Publications 1996). Una revolución silenciosa de políticos y sociólogos se mueve en la misma dirección, pero está por ver si es demasiado tarde o no para cambiar la dirección de la corrección política de la sociedad antes de que el Armagedón moral sobrevenga a Occidente. Hay algo cierto y es que nunca en toda la Historia moderna había sido el quinto Mandamiento tan descuidado y a la vez tan necesario. Algunas de las palabras más terribles de Cristo que han quedado registradas se encuentran en Mateo 18:6. Al responder a la pregunta sobre quién tendría la prioridad en el Cielo, nuestro Señor tenía a un niño a su lado y procedió a dar a sus discípulos una lección de humildad. Pero fue mucho más allá. Cristo utilizó la oportunidad para animar a los que cuidan de sus hijos: “Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe” (v. 5). Recibir a un niño es tratarle con dignidad, respeto y cuidado; y esto implica un cuidado de su vida tanto espiritual como física, mental y social. En cualquier caso, lo que Cristo dijo a continuación supone el mayor desafío: “Cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”. Si existe algún epitafio para millones de padres en Occidente es precisamente este terrible versículo. Alimentamos a nuestros hijos con suficiente comida, les vestimos con la última ropa de diseño y les proveemos con una educación completa, pero sus almas están hambrientas, sus emociones dolidas y sus mentes llenas de suciedad y violencia. No cuidamos de nuestros hijos ni los disciplinamos y los hemos mantenido al margen de las leyes de su Creador. Se ha realizado un experimento en algunas partes de los Estados Unidos para responsabilizar a los padres de las acciones y conductas de los hijos que dependen de ellos, llegando aun a traspasarles la ficha policial de sus hijos. Las alarmantes tendencias claman por soluciones drásticas. Al menos se está recordando a los padres y a los hijos la relación correcta que deben tener entre ellos. Solo el quinto Mandamiento ya reduce a todo el mundo al nivel de pecadores: ninguno de nosotros ha honrado a sus padres de forma consecuente, y esa es la forma en que la Ley nos lleva al Evangelio. Siempre nos lleva a un lugar de renovación y perdón llamado Calvario, donde todos los que han quebrantado el quinto Mandamiento pueden encontrar vida nueva a través del Salvador que murió por aquellos que quebrantan las leyes de Dios. No solo quita el pasado sino que nos da nueva vida y nuevas fuerzas para obedecer en el futuro, a honrar más a nuestros padres y a ser más merecedores de la honra de nuestros hijos. Y su Palabra nos provee del único modelo que puede dar a nuestro hijos un hogar del que disfrutar y un padre y una madre a los que honrar. Capítulo 9 El valor de la vida No matarás. Éxodo 20:13 La cuarta parte de los asesinatos que se cometen en nuestra sociedad suceden entre marido y mujer, y es la mujer la que se lleva la peor parte. El terrorismo y los asesinos en serie se han convertido en tema habitual de los noticiarios, y es aterradora la horrible brutalidad y la indiferencia que se muestra en tantos crímenes premeditados. Aparte de esto, el número de casos de asesinato

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espontáneo (el que se comete en el transcurso de un robo, una violación o una pelea callejera) también está aumentando. Nos revuelve las entrañas a todos. Los niños y jóvenes frecuentemente suelen ser las víctimas, o aun, por increíble que parezca, los verdugos, de tantas muertes aparentemente sin motivo. No obstante, no existe tal cosa como un asesinato “sin motivo”. Cuando quiera que se acaba con una vida, ya sea deliberadamente o en un acceso de ira, esa acción muestra una mente que trata la vida como algo sin valor. La falta de control que estalla con fatales consecuencias o la “eliminación” cuidadosamente planeada son ambas resultado de una escasa consideración por la vida humana en comparación con la satisfacción de obtener venganza. Todos los asesinatos provienen de una mente que no aprecia el valor de la vida humana y que no comprende la significación del Mandamiento: “No matarás”. En nuestra era moderna miramos atrás con repulsa las matanzas de los circos romanos, la quema de niños en los fuegos de Moloc, el abandono en las montañas de las criaturas indeseadas y las salvajes carnicerías de comunidades enteras en las antiguas guerras. Pero nos endurecemos ante la suerte de miles de personas que sufren la limpieza étnica, el dolor de cientos de miles de bebés asesinados cada año en el útero. Resulta sorprendente nuestra hipocresía deliberada. En hebreo se pueden emplear muchas palabras para matar, pero la que se utiliza aquí en Éxodo 20:13, ratsach, es significativa; se refiere a matar seres humanos y nunca se utiliza para aludir a un animal. Para la matanza de animales, ya sea para sacrificio o comida, la palabra que se emplea en hebreo es shachat. Además de eso, ratsach se utiliza casi siempre en el sentido de matar ilícitamente, una rara excepción de esto se halla en Números 35:27 y 30, donde en el versículo 27 matar se consideraría asesinato en cualquier caso salvo la circunstancia excepcional de que la víctima sucumbiera fuera de la ciudad de su refugio, y en el versículo 30 donde se refiere al castigo judicial de la pena capital. De hecho, es en Éxodo 20:13 donde se utiliza por primera vez en todo el Antiguo Testamento. Algunas de las traducciones más modernas han cambiado adecuadamente, por tanto, la frase antigua de “no matarás” por la de “no asesinarás”. La definición más simple de asesinato es: “matar de forma premeditada e ilícita”. Una definición más antigua se refiere a la “malevolencia premeditada”. En cualquier caso, la malevolencia premeditada puede incluir la furia repentina, ya que un ataque enloquecido de venganza espontánea también es asesinato. El hecho de que haya un pecado que se llama asesinato implica que también hay ciertas ocasiones en que matar no es pecado. ¿NO DEBEMOS MATAR JAMÁS? En primer lugar, Dios mismo ordena que los animales pueden matarse para el sacrificio religioso La palabra hebrea shachat se refiere exclusivamente al sacrificio animal, por ejemplo en Éxodo 12:6 y 29:11. Ya sea la ofrenda de un cabrito, un cordero, novillo, toro, o dos palomas para los pobres, era Dios mismo quien instituyó las leyes del sacrificio. Este Mandamiento no prohibía el derramamiento de sangre necesario de los sacrificios de animales que se ofrecían regularmente en Israel. En segundo lugar, Dios especificó su mandamiento al permitir que se mataran animales para comida y vestimenta Dios mismo tomó la vida de una animal para utilizar su piel y vestir a Adán y Eva (Génesis 3:21). Al hacerlo, les estaba diciendo: “Tenéis dominio sobre el mundo y eso incluye la utilización de animales con el propósito de comer y vestir”. Más

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tarde, Dios dio a su pueblo una lista de animales que podían comer o no, animales “limpios” e “inmundos” (Deuteronomio 14). Cualquier cristiano tiene derecho a ser vegetariano si quiere (Romanos 14:6), pero no debe adoptar su postura sobre la base de los “derechos de los animales” o la “crueldad” y, menos aún, por este Mandamiento. Hacer algo semejante supondría ser más morales que Dios mismo. Tercero, se pueden matar animales para manejar los recursos de la Tierra Se nos dice en Génesis 1:26 y 28 que Dios creó al hombre para que “señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra”. El ser humano tiene la responsabilidad de cuidar del mundo y mantenerlo en orden. Esto significa que, además de utilizar los pájaros, los peces y los animales en general para comida y vestido, también podemos controlarlos, pero solo para el bien del mundo que Dios nos ha dado. La matanza “deportiva” generalizada del búfalo norteamericano a finales del siglo XIX jamás podría tener una justificación moral; por otro lado, si el número de conejos o ratas crece desmesuradamente tenemos derecho a reducir su población. Todo esto forma parte del derecho del hombre a señorear sobre la Creación. El hecho de que hayamos abusado constantemente de ese derecho no niega la autoridad que Dios nos ha dado sobre todas las cosas creadas. De cualquier forma, fue Dios mismo el primero en recordar a la raza humana la importancia de los valores ecológicos, como nos muestra una lectura reflexiva de Deuteronomio 22:6, 7. En cuarto lugar, Dios también permite que la vida sea arrebatada como castigo legal para ciertos crímenes como el asesinato En muchos países la pena de muerte ya ha sido abolida; en Gran Bretaña lo fue en 1969 tras ochocientos años ahorcando criminales. Cualquiera que sea el punto de vista que tenga la sociedad sobre la “pena capital”, está claro que era parte de la Ley de Dios para el asesinato. Aunque Dios mismo no arrebató la vida al primer asesino —Caín (Génesis 4:1–16)—, en los tiempos de Noé, Dios consideró apropiado establecer el castigo de la pena capital como respuesta a uno de los crímenes más violentos cometidos contra la humanidad (Génesis 9:6). Cuando llegamos a los Diez Mandamientos, 500 años a. C., a Dios le bastó subrayar lo que ya era una práctica habitual (Éxodo 21:12 y Levítico 24:17): “El que hiriere a alguno, haciéndole así morir, él morirá”. De manera similar, en Romanos 13:4 Pablo defiende el derecho de las autoridades superiores a ejercer la pena capital al referirse al hecho de que “no en vano lleva la espada”, una frase que afirma el derecho a ejecutar. Es precisamente porque Dios tiene en consideración la vida humana como algo sagrado por lo que exige la pena más elevada para los que menosprecian en los demás la imagen y semejanza de Dios. Volviendo atrás su mirada a principios de los años 60, cuando el debate abolicionista estaba en su apogeo, George Gale, el director del periódico The Spectator comentó: “Estar en contra de la pena de muerte […] era la moda, lo más normal, bueno y decente que se podía ser. Ninguno de mis amigos y conocidos dudaba de ello. Todos nosotros éramos gente civilizada y sensata. Solo diferían los ignorantes y los criminales. Y la policía”. Veinte años más tarde había cambiado de opinión por completo. La mayor parte del debate se basó en las emociones y se fundamentó en sonados errores judiciales. Nada de ello se refería al plan del Creador. Cualquier otra cosa que digamos sobre la pena capital, su principio no puede ser erróneo puesto que Dios mismo la instituyó; es más, no se nos debe pasar por la

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cabeza que seamos más morales que Dios. Por otro lado, tampoco puede estar mal abolirla. Después de todo, en el Antiguo Testamento había otros muchos crímenes punibles con la pena de muerte: el maltrato de los padres por parte de los hijos, el secuestro, la negligencia criminal, la hechicería, la idolatría, las ofensas de índole sexual, la blasfemia y la falsa profecía. Pocos defenderían la reinstauración de la pena de muerte para estos pecados. (Comparemos esta lista con el hecho de que a finales del siglo XVIII había en Gran Bretaña 350 crímenes merecedores de la pena de muerte, ¡y llegaremos a la conclusión de que Israel 3500 años antes era mucho más civilizada.) El hecho de que hoy en día no insistamos en la pena de muerte para estos crímenes no es porque las leyes del Antiguo Testamento fueran demasiado severas e incivilizadas (no lo eran), sino porque, como ya hemos visto, la gracia suaviza el rigor de la Ley. El ejemplo más claro de esto es la repuesta de nuestro Señor ante la mujer que fue encontrada en adulterio (Juan 8). Sería perfectamente correcto reinstaurar la pena de muerte si la sociedad comprendiera que su opción relativamente “blanda” para los criminales violentos no expresa suficientemente nuestra repulsa por el crimen ni honra adecuadamente el valor de la vida que se ha destruido. Era este valor de la vida el que se encontraba en el corazón de la pena capital en el Antiguo Testamento. Aun hoy, hay un sentimiento de perplejidad por parte del marido que ve cómo el hombre que mató a su mujer por conducir bebido va a la cárcel tres años; el pensamiento inevitable debe ser: ¿es así cómo se valora la vida de mi mujer? Es este argumento del valor de la vida humana el que lleva a muchos a pensar que, aunque no se aplique a muchos otros crímenes, debe mantenerse para el de asesinato. De todas formas, en el asunto de la pena capital Dios hace dos salvedades: la primera sitúa el juicio en manos de la judicatura y la segunda permite el homicidio involuntario (Éxodo 21:13). En quinto lugar, el hombre puede matar en la guerra Dios mandó a su pueblo a Canaán con órdenes de destruir a todos los habitantes de aquella tierra (Josué 11:20) a causa de la iniquidad que estaba teniendo lugar allí. Eso no da derecho a ninguna nación hoy en día al genocidio indiscriminado, puesto que ninguna otra nación es gobernada por la revelación directa de Dios como le sucedía a Israel en el Antiguo Testamento. Pero matar en defensa de la libertad y la seguridad de los débiles e indefensos sí puede estar justificado. Sí existe tal cosa como la “guerra justa”, aunque los principios cristianos limitan bastante lo que se puede permitir y lo que no en un conflicto armado de semejantes características. Ningún cristiano puede adoptar la postura de “mi país, lleve razón o no”; de la misma manera, debemos reconocer toda guerra por lo que es: malvada y destructiva. Por muy justa que sea la causa, y por muy necesaria que sea la acción (consideremos las consecuencias de permitir a Hitler los frutos de su agresión en 1939), siempre debe odiarse la guerra. Por otro lado, el pacifismo no es una alternativa bíblica. Juan el Bautista estaba predicando un mensaje de justicia absoluta cuando los soldados le preguntaron: “Y nosotros ¿qué haremos?”; la respuesta de Juan, que se encuentra en Lucas 3:14, difícilmente iba dirigida a paralizar el ejército romano: “No hagáis extorsión a nadie, ni calumniéis; y contentaos con vuestro salario”. Cristo y sus Apóstoles jamás indujeron a ningún soldado con el que se encontraron a negarse a llevar a cabo su cometido. ¿POR QUÉ ES ERRÓNEO EL ASESINATO?

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En primer lugar, porque afecta a la imagen y semejanza de Dios Cuando se mata a un hombre o a una mujer, algo único queda destruido; queda eliminada una vida que jamás se volverá a repetir. La singularidad de los hombres y las mujeres es su alma, su capacidad para comunicarse con Dios, y su capacidad para pensar y razonar; esta era la intención de Dios al crear al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza (Génesis 1:26, 27). Destruir eso es destruir algo que Dios hizo como Él mismo. Es burlarse del Creador. Entrar en una galería de arte privada y romper en pedazos todas las pinturas no solo sería una destrucción gratuita, sino destruir algo que el artista ha creado, algo único; sería un insulto al propio artista. Destruir a un ser humano es destruir la imagen de Dios. No podemos comparar a los humanos con el reino animal: los animales no son humanos y los humanos no son animales. Hay algo único en la naturaleza humana; esa singularidad es la imagen y semejanza de Dios. No es una semejanza física sino espiritual. La interpretación de Dios que hacen los mormones como “un cuerpo de carne y hueso y tangible como el del hombre” (Doctrines and Covenants —Doctrinas y convenios— 130.22) es totalmente errónea puesto que Dios es “Espíritu” (Juan 4:24). El ser humano tiene una responsabilidad moral de la que carecen los animales: si el perro muerde al niño, matamos el perro; pero si el niño muerde al perro […]. El mayor pecado del asesinato es afectar a la creación suprema del Creador. Es una burla a Dios mismo; es como despedazar la mejor pintura de un artista. El Antiguo Testamento tenía una ceremonia muy elaborada para el asesinato sin aclarar. La encontramos en Deuteronomio 21:1–9. Si se encontraba a un hombre asesinado en el campo y nadie sabía quién había cometido el asesinato, entonces los jueces y ancianos debían comprobar cuál era la ciudad más cercana al lugar donde se había encontrado el cadáver. De una forma parecida a como la policía va hoy en día al lugar del crimen. Los ancianos de la ciudad llevaban un novillo a un valle cercano que estuviera sin cultivar y por el que corriera un río; los sacerdotes sacrificaban el animal y los ancianos se lavaban las manos sobre el cuerpo del sacrificio al tiempo que decían: “nuestras manos no han derramado esta sangre, ni nuestros ojos lo han visto. Perdona a tu pueblo Israel, al cual redimiste, oh Jehová; y no culpes de sangre inocente a tu pueblo Israel” (vv. 7 y 8). No hacían lo mismo si se tropezaban con una cabra muerta en el desierto, ni si un pájaro había caído del cielo; en esos casos no debían tocar el cadáver por el riesgo de infección. En otras palabras, la muerte de un animal y la de un hombre estaban en categorías totalmente diferentes. Al descubrir el cadáver de alguien asesinado había que hacer un sacrificio y una elaborada declaración de inocencia. ¿Pero por qué? Para cargar con la gravedad del crimen si no había nadie a quien acusar de él. En segundo lugar, el asesinato es un acto definitivo sin vuelta atrás Este no es un argumento en contra de la pena capital, o Dios mismo no la habría permitido, pero sí es un argumento en contra del asesinato. El asesinato no tiene vuelta atrás; es un acto definitivo y lo que este Mandamiento viene a decir es: “Antes de actuar, piensa”. Eso es cierto para cualquier matanza. Antes de matar cualquier cosa, deberíamos detenernos por un momento y reflexionar: ¿es esto necesario? Si la gente pensara así habitualmente, entonces el acto del asesinato se volvería inaceptable bajo cualquier circunstancia. La secta de la Nueva Era ha reavivado el interés por la reencarnación, la creencia de que el espíritu humano tiene más de una oportunidad para vivir en un cuerpo

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terreno. La antigua creencia budista e hindú es que las vidas sucesivas dan más de una oportunidad para mejorar en el proceso de alcanzar la perfección. La Nueva Era, con su visión monista de “todo es uno”, ofrece la esperanza de que el gran círculo espiritual, la mente cósmica, de la que todos formamos parte, nos dará la oportunidad de volver a este mundo de alguna u otra forma. La revelación de Dios está claramente en contra de semejantes ideas. Según la Biblia: “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27). Precisamente por esto, el asesinato recibe una condena tan clara en la Palabra de Dios. Si la reencarnación fuera cierta, entonces se podría justificar el asesinato argumentando que se le está haciendo una favor a la víctima. Si es una mala persona podemos darle un pequeño empujón a su próximo estado de existencia antes de que degrade su vida futura más aún; por otro lado, si es una persona buena, entonces le estamos llevando al próximo nivel mientras aún le es favorable. No he visto que nadie que crea en la reencarnación defienda algo así, pero es una conclusión ciertamente lógica para una doctrina errónea. Lo definitivo de la muerte y la ausencia de una segunda oportunidad es una fuerte razón para decir que el asesinato es erróneo. En tercer lugar, el asesinato es el acto de mayor alcance entre seres humanos El asesinato siempre afecta a más personas que el propio asesinado; familias enteras se ven envueltas. Dios habla de traer la culpa del derramamiento de sangre “sobre tu casa” (Deuteronomio 22:8), puesto que, cuando menos, el asesinato trae vergüenza y desgracia a una familia. Pero también afecta a la sociedad; lo veremos en un momento, pero es significativo que lo medios hablen de “la culpa de la sociedad” cuando se ha cometido un crimen particularmente horrendo y la sociedad hace un pasajero, aunque superficial, examen de conciencia. El asesinato afecta particularmente al asesino. ¿Cómo puede un terrorista desarrollar una forma de pensar que le permite poner bombas sabiendo que puede matar a bebés, niños, madres o soldados, sin importarle cuáles de ellos sean? La respuesta es que comenzó matando a alguien. Hubo un momento en su vida en que se cruzó con alguien, le apuntó y apretó el gatillo; o cuando puso una bomba cuidadosa y deliberadamente en el cubo de basura de un restaurante. Desde ese momento se fue haciendo más y más fácil hacer lo mismo una y otra vez. Matar endurece, insensibiliza. Esa insensibilización puede comenzar matando conejos simplemente por deporte. Por todo el mundo hay miles de “deportistas” que disparan a muchos pájaros raros y bellos mientras emigran; les disparan simplemente por el placer de ver a una criatura caer del cielo. Esa es una mentalidad maligna que va en contra de este mandamiento; muestra un deseo de matar, y matar entrena la mente para una cruel indiferencia. Los sociólogos están mostrando su preocupación por la influencia “insensibilizadora” de la violencia que emite la televisión. La primera respuesta ante la violencia de la pantalla es conmoción; en el niño, el resultado es de miedo y conducta alterada. La segunda respuesta consiste en la insensibilización cuando la conmoción desaparece. Finalmente, esto deviene en adicción, que es el disfrute de la violencia. La prohibición de Dios contra el asesinato tiene un radio de acción muy amplio. ¿QUÉ ESTA PROHIBIDO? En primer lugar, el Mandamiento se refiere en especial a matar premeditadamente

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Todos lo conocemos como asesinato. Se cita en Éxodo 21:12, 14: “El que hiere a alguno, haciéndole así morir, él morirá […] si alguno se ensoberbeciere contra su prójimo y lo matare con alevosía, de mi altar lo quitarás para que muera”. Eso significaba que no se le podía permitir refugiarse en ningún sitio; debía ser llevado ante la justicia. De todas formas, Dios en ningún lugar hace distinción entre el asesinato premeditado y el causado por medio de provocación. Puede que sintamos gran simpatía por la mujer maltratada que reacciona con furia, pero su acción sigue siendo asesinato. Es precisamente esa clase de asesinato vengativo el que nuestro Señor condena en su afirmación: “Oísteis que fue dicho: ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo […]” (Mateo 5:38, 39). Muchos creían, y siguen creyendo, que tenían el derecho a “tomarse la justicia por su mano” para resarcirse. Era a la utilización errónea de Éxodo 21:23– 25 a la que el Señor se oponía; las penas del sistema legal del Antiguo Testamento debían ser aplicadas únicamente por los magistrados. Las circunstancias atenuantes podían, y pueden, limitar el rigor del castigo, pero no se debe permitir bajo ningún concepto que la gente crea que para una mujer maltratada, un niño, un marido, un empleado, un ciudadano (la lista podría ser interminable), puede ser socialmente aceptable tomarse la justicia por su mano. Los asesinos no son héroes ni heroínas, cualquiera que haya sido la provocación. La mujer apaleada, el amante herido, o el hombre de negocios al que han estafado, deben tener todos acceso a la justicia, pero no a la satisfacción personal del asesinato. La vida humana es demasiado importante para eso. Hay un argumento engañoso que suele colarse en el debate sobre si la pena capital está justificada o no. Algunos, enfurecidos por la muerte de agentes de policía que estaban de servicio, han defendido la instauración de la pena de muerte para ciertas categorías de asesinato. Este tipo de argumento muestra una visión equivocada de lo que es el valor de la vida humana. Significativamente, en el pasaje de Deuteronomio 21 al que nos referimos anteriormente, los ancianos debían declarar que la ciudad no era culpable de “sangre inocente” (v. 8). Esto no implica que haya alguna persona completamente inocente, ni que la víctima no sea necesariamente culpable de algún crimen contra su agresor, sino que no debía haber muerto de la forma en que lo hizo, y en ese sentido su sangre sí era inocente (cf. el versículo 9 con Santiago 5:6). Dicho de otra forma, todos estamos bajo la protección del sexto Mandamiento y sugerir que el asesinato de un agente de policía es más atroz que el de una joven madre es un insulto a la vida de esa mujer. El asesinato es asesinato y debe ser condenado independientemente de la naturaleza o la ocupación de la víctima. Con Dios no hay parcialidad. En segundo lugar, el asesinato por negligencia En Deuteronomio 22:8, Dios insta a su pueblo a vivir de tal forma que no se les pueda imputar la muerte de otra persona: “Cuando edifiques casa nueva, harás pretil a tu terrado, para que no eches culpa de sangre sobre tu casa, si de él cayere alguno”. La forma en que construimos nuestra casa, conducimos nuestro automóvil, paseamos a nuestro perro o vendemos nuestro producto puede ser causante de la muerte de otras personas; puede que no sea nuestra intención, pero aun así es el resultado directo de nuestras acciones. Este Mandamiento nos obliga a sopesar esa posibilidad. Tenemos regulaciones en materia de incendio y seguridad en todas las áreas de nuestra vida porque nos tomamos en serio el valor de la vida humana y somos conscientes de que no debemos ser responsables de la lesión o el fallecimiento de otra persona. Como nos recuerda

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Levítico 19:16: “no atentarás contra la vida de tu prójimo”. Éxodo 21 muestra el incidente de un buey causante de la muerte de un hombre. Cuando eso ocurre, el buey es sacrificado, al igual que eliminamos a un perro que ha atacado a alguien; no se responsabiliza al dueño. En cualquier caso, según Éxodo 21, si el buey se mostró agresivo en el pasado y se advirtió al propietario pero este no adoptó ninguna medida, tanto el buey como su propietario deben ser ejecutados. Puede que esto suene demasiado severo, ¿pero de qué otra forma podían mantener las leyes de Israel el valor sagrado de la vida humana ante alguien que tan obviamente anteponía el valor económico de su buey al riesgo potencial para su vecino? Hay aquí una lección muy importante para los presidentes codiciosos de industrias, compañías farmacéuticas y manufacturas alimentarias. Aquellos que ponen en peligro vidas humanas a cambio de beneficios financieros son culpables de quebrantar el sexto Mandamiento. Cuando hoy en día algo parecido provoca una muerte, los tribunales pueden emitir un veredicto de “muerte provocada por causas ilegítimas”, asesinato en otras palabras. Dios también dio leyes a su pueblo para limitar la fuerza con la que protegemos nuestras posesiones: en Éxodo 22:2 Dios dijo a su pueblo que si un hombre allanaba una morada durante el día, el propietario tenía derecho a utilizar la fuerza contra el intruso hasta cierta medida; en cualquier caso, si el ladrón entraba de noche, se podía utilizar más contundencia. Si en un caso así, la defensa de la familia o las posesiones tenían como resultado la muerte del intruso el propietario no era culpable de asesinato, lo que sí sucedía en caso de que fuera de día. ¿Por qué era esto así? Hay que entender esta enseñanza en el contexto de una sociedad donde la gente vivía en comunidades cerradas y donde las casas se dejaban desprotegidas durante el día. Si se encontraba a un ladrón de noche era probable que hubiera forzado la entrada, lo que suponía un mayor peligro. Esta norma de la protección razonable se registra en todos los códigos de leyes civilizados de la actualidad. Es otra forma de reconocer el valor de la vida humana. Si los hijos de mi vecino saltan la valla de mi jardín y hurtan unas fresas, no tengo derecho a disparar con una escopeta. Puedo proteger mi propiedad poniendo una valla alrededor, pero no sería una protección razonable electrificarla con el voltaje suficiente para causar la muerte. Dios también admite que hay momentos en que algo inesperado sucede provocando una muerte trágica: “Mas el que no pretendía herirlo, sino que Dios lo puso en sus manos, entonces yo te señalaré lugar al cual ha de huir” (Éxodo 21:13). Dios dio un cierto número de ciudades en Judea, llamadas ciudades refugio, para que los acusados de homicidio pudieran esconderse de la venganza de los parientes. No se consideraba asesinato una muerte accidental; un ejemplo de esto es Deuteronomio 19:1–7. En tercer lugar, el sexto Mandamiento condena el aborto, la eutanasia y el suicidio David Field, en su popular comentario sobre los Diez Mandamientos, God’s Good Life (La vida buena según Dios) (Inter-Varsity Press 1992), introduce el asunto del aborto con la siguiente historia: Algunos estudiantes de medicina asistían a un seminario sobre el aborto en que el conferenciante les confrontó con un caso concreto. El padre de familia padece sífilis y la madre tuberculosis. Ya han tenido cuatro hijos. El primero es ciego, el segundo murió, el tercero es sordo y retrasado, y el cuarto sufre de tuberculosis. La madre está embarazada de su quinto hijo y está dispuesta a abortar si ese es vuestro consejo. ¿Cuál le daríais

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entonces? Por abrumadora mayoría los estudiantes votaron que interrumpiera el embarazo. El conferenciante respondió diciendo: “Felicidades, acabáis de asesinar a Beethoven”. Los cristianos evangélicos están unidos en su oposición al aborto. ¿Pero por qué? ¿Simplemente por el riesgo de eliminar a otro Beethoven? ¡Claro que no! Creemos en el valor de la vida desde el momento mismo de la concepción y que el bebé en el feto expresa conciencia, dolor y humanidad desde un momento muy temprano de su desarrollo. No puede carecer de significado el que no haya una palabra en hebreo para feto. Se utiliza la misma palabra (yeleth) tanto para el niño en el útero como para el recién nacido. El conocido versículo de Isaías 9:6 dice: “un niño nos es nacido”, y se utiliza el término yeleth. Lo mismo sucede en el Nuevo Testamento con la palabra brephos, que se encuentra en Lucas 1:41 y 2:12. La enseñanza bíblica es claramente que, de la concepción en adelante, lo que se lleva en el útero es un niño. En el Antiguo Testamento se muestra una situación que lo ilustra perfectamente. En Éxodo 21:22 y 23 podemos leer sobre el hipotético incidente de dos hombres que se pelean; en medio de la trifulca interviene una mujer embarazada, y esta “aborta”. Puesto que este texto está sujeto a cierta polémica nos centraremos en él por un momento. El término “aborta” significa literalmente “si sus hijos salen” (LBLA margen). Se utiliza el plural de la palabra yeleth. En otras palabras, si una mujer está embarazada, tiene un niño (un yeleth), o varios niños, en su útero. Recordemos que no existe ningún equivalente en el hebreo para la palabra “feto”; siempre se alude a lo que hay en el útero como niño. Por desgracia, algunas versiones de la Biblia traducen la frase “si sus hijos salen” con la palabra “aborta”. Pero esa es una traducción incorrecta. La palabra hebrea empleada en el versículo 22 para nada significa aborto. Podemos encontrar el equivalente de la palabra “aborto” en Génesis 31:38, donde Jacob le dice a su tío Labán que ninguna de sus ovejas abortó bajo su cuidado; esa palabra es completamente distinta. La palabra que se utiliza aquí en Éxodo 21 significa “salir” literalmente, y en este contexto se refiere simplemente al nacimiento prematuro. No es lo mismo un aborto que un nacimiento prematuro. La palabra también se utiliza en Génesis 25:25, 26 cuando Jacob y Esaú “salieron” del útero de su madre, y eso, ciertamente, no era un aborto. Una de las versiones que más se acerca a una traducción precisa de Éxodo 21:22 es la Nácar-Colunga, que dice: “Si en riña de hombres golpeare uno a una mujer haciéndola parir y el niño naciere sin más daño, será multado en la cantidad que el marido de la mujer pida y decidan los jueces; pero si resultare algún daño, entonces dará vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal”. Este pasaje no se refiere a un aborto sino a un nacimiento prematuro. Si el niño sobrevive se impone una multa, pero si resulta gravemente herido o muere, entonces el castigo es de vida por vida, etc. Adviértase que el pasaje de Éxodo 21 en el que ocurre está en el contexto de las penas por asesinato. Si el versículo 22 se refiere a la mujer, entonces no es necesario que se nos diga que está embarazada puesto que se aplicaría el mismo castigo lo estuviera o no. El foco de atención debe ser el niño en el útero. Si, como resultado de la violencia contra ella, el niño “sale” pero no sufre ninguna lesión grave, se aplicará una multa, pero si el niño resulta muerto o herido el castigo es de vida por vida.

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Lo que este instructivo pasaje nos enseña es que un acto deliberado que provoca la muerte de un niño no nato se considera como un asesinato. ¿Qué piensa Dios del médico que mata deliberadamente al niño que no ha nacido? Este no es el lugar para considerar las complejidades de todo este debate, sino el valor de la vida humana, y la negativa de Dios a dar otro sentido al niño en el útero que el plenamente humano debería sentar el principio de si tenemos derecho o no a acabar con la vida del niño en el útero. Puede que nuestra sociedad elija referirse al aborto como un “método retrospectivo de control de la fertilidad” pero es algo que el sexto Mandamiento condena directamente. En el anterior Mandamiento expusimos dos argumentos en contra de la eutanasia. Los importantes argumentos que utilizamos entonces eran la necesidad de asegurarse de que los mayores nunca se sintieran como una carga para la sociedad o la familia, y el valor de los hijos y la sociedad que aprenden a cuidar, más que a “descargarse” de aquellos de los que creen que han llegado al final de su vida útil. Ahora podemos añadir un tercer argumento más importante en contra de la eutanasia. Aparte de las excepciones que se enumeraron al principio del capítulo, Dios no nos da derecho en ningún sitio a quitar la vida. El llevar a su fin una vida anciana, dolorosa, o que consideremos “inútil” solo puede llamarse asesinato en términos bíblicos. Es demasiado fácil tomar los casos más extremos y desgarradores e intentar construir un principio sobre esa base; pero en este asunto, la advertencia legal de que “los casos difíciles hacen malas leyes” difícilmente podría ser más apropiada. El hecho de que alguien esté sufriendo “insuperablemente”, tenga poca o ninguna “calidad de vida”, o no pueda “afrontar el futuro”, son todos juicios subjetivos, ya sea por parte del paciente o, más frecuentemente, por parte de la sociedad. La desesperación no es la solución para los problemas de la vida, pero la preocupación por los demás sí lo es. Cuando en 1993 un tribunal dio permiso para que se desconectara el sistema de mantenimiento de la vida de Tony Bland, admitió los argumentos de que la víctima del trágico desastre de la avalancha humana del estadio de Hiisborough estaba inconsciente y no tenía ninguna calidad de vida. Tres años más tarde, el British Medical Journal contenía un informe de algunos especialistas en Neuroincapacidad del Royal Hospital que afirmaba que el cuarenta y tres por ciento de los pacientes que se les había asignado entre 1992 y 1995 como en Estado Vegetativo Persistente (EVP) tenían un diagnóstico erróneo. De hecho, estos pacientes estaban conscientes y podían comunicarse. Esto levanta serias dudas sobre el tratamiento de Tony Bland, que en última instancia vino a morir de hambre, y otros como él. Pero por muy significativo que sea este informe, la postura cristiana ante la eutanasia no parte de aquí. De la misma forma, el descubrimiento de que aun los bebés en fases muy tempranas del desarrollo dentro del útero pueden reaccionar al dolor, no es donde empieza el argumento contra el aborto. La eutanasia y el aborto son erróneos porque son la misma forma de asesinato que la destrucción generalizada de niños e incapacitados en las civilizaciones “primitivas”. El valor de la vida no se apoya en la capacidad de sentir dolor o de comunicarse sino en el hecho de que cada vida humana está creada a imagen y semejanza de Dios y solo Él domina la vida y la muerte. Fue la filosofía eugenésica de la primera mitad del siglo XX la que puso en boga la extendida creencia de que los pobres y los ignorantes no eran aptos para propagar la raza y que, por tanto, debían ser esterilizados en interés de la sociedad en general. El filósofo ateo George Bernard Shaw llegó a la conclusión

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de que “no hay ninguna excusa razonable para negarse a afrontar el hecho de que solo la religión de la eugenesia puede salvar a nuestra civilización del destino que ha sobrevenido a todas las anteriores civilizaciones”; y en 1905 H.G. Wells escribió en A Modern Utopia (Una utopía moderna) que “solo hay una cosa sensata y lógica que se pueda hacer con una raza verdaderamente inferior, y esa es exterminarla”. Al mismo tiempo, Sidney Webb, el fundador de la Escuela de Económicas de Londres y un influyente pensador político de principios del siglo XX, afirmó que la principal tarea de los gobiernos era “determinar qué tipo de constitución física sobrevivirá”. La palabra “eugenesia” significa “bien nacido” y se refiere a la ideología de que solo se debería permitir a los adultos sanos que se reprodujeran para que solo nacieran hijos sanos. Tanto algunos políticos como la Asociación Médica Británica y los educadores previos a la Segunda Guerra Mundial apoyaron la cruzada de la eugenesia. Nació directamente de la biología evolucionista de Darwin y fue adoptada de forma entusiasta por Hitler y su partido nazi en la Alemania de los años 30 y 40. La terrible “Solución Final” que llevó al genocidio a millones de judíos, gitanos, homosexuales, comunistas, ancianos, discapacitados físicos y mentales y cualquier persona que no le cayera bien a Hitler, llevaba a su conclusión lógica los presupuestos de la “biología aplicada” de los eugenésicos británicos, europeos y norteamericanos. La dimensión que tomó fue horrenda, pero no tanto, en términos numéricos, como la gigantesca campaña abortiva de las últimas tres décadas, en que se matan cientos de miles de bebés prenatales cada año. La eugenesia se encuentra detrás de todos los abortos de bebés que pueden nacer con alguna deformidad, por muy suave o grave que sea. Pero más allá de eso está la siniestra mentalidad que hace juicios económicos y de “calidad” sobre las vidas de los discapacitados mentales, los seniles y todos aquellos que sufren. El Creador que cuida de los pobres, las viudas y los huérfanos no nos da el derecho a hacer esa clase de juicio cuando nuestra intención es la de acabar con una vida. Existen organizaciones que buscan dar una respuesta al sufrimiento y ofrecer un remedio para la desesperación. El sexto Mandamiento prohibe la eutanasia. El suicido es la causa de muerte más frecuente entre los menores de 25 años, después de los accidentes de tráfico y el cáncer: las jóvenes adolescentes son especialmente susceptibles. Todas las sociedades civilizadas han visto siempre el suicidio con aversión, y así debe ser. Muchas veces se lo ha llamado “autoasesinato” y, como tal, está bajo la misma condena. Puede que sintamos gran simpatía por la víctima cuya mente no podía enfrentarse a los problemas de la vida, y aún más por su familia; pero, mientras que puede estar bien quitar el suicidio de la categoría de crimen, hay un importante peligro en dar la impresión de que vivir o morir es simplemente cuestión de elección personal. No lo es. De todos los incidentes suicidas que se registran en la Biblia, ninguno es aplaudido, y todos pertenecen a hombres pecaminosos y desesperados: Saúl (1 Samuel 31:4, 5), Ahitofel (2 Samuel 17:23), Zimri (1 Reyes 16:18) y Judas (Mateo 27:5). Puede que los hombres justos anhelen la muerte, como hizo Simón (Lucas 2:29) y Pablo (2 Corintios 5:2, 8 y Filipenses 1:21–23), pero no se relata que ninguno intentara quitarse la vida. Contrariamente al pensamiento contemporáneo, nuestra vida no es nuestra; la guardamos para el Creador que nos la dio, lo admitamos o no. Al igual que es una mentira afirmar que una mujer tiene el derecho exclusivo a decidir si el hijo que

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tiene en el útero vivirá o no, así también es un engaño de la sociedad moderna pretender que todo el mundo tiene derecho a elegir el momento de su muerte. Eso pertenece a Dios, y solo a Él. En cuarto lugar, el sexto Mandamiento condena el asesinato vicario Se ha calculado que para el momento en que un adolescente cumpla 18 años, habrá contemplado 40 000 asesinatos en el salón de su casa. Mientras que algunos investigadores no aceptan que la televisión pueda generar violencia en la mente del niño o el adolescente, todos están de acuerdo en que la marca. Séneca, el filósofo romano y tutor de Nerón, concluyó su expresión de repulsa ante la cruel y violenta carnicería del circo con las siguientes palabras: “Vamos ahora, ¿no podéis ver tan solo que los malos ejemplos se vuelven contra aquellos que los dan?” (Epístolas morales VII, 2). Al fomentar que una generación de niños y adolescentes vea horas de violencia gratuita, simplemente les estamos “implantando” el deseo de ver matar, e insensibilizando su conciencia ante el horror de la muerte, el asesinato y la guerra. Los juguetes bélicos pueden tener el mismo efecto y, por tanto, no son aconsejables. Nuestra sociedad moderna expresa un disfrute malsano del acto de matar. Cuanto más sangriento es el conflicto y más macabro el asesinato, más se deleitan los medios en los detalles durante días y meses. El hecho de que el “público” observe, lea y escuche con ávido interés delata a una sociedad que encuentra placentero el asesinato por sustitución: podemos “disfrutar” el crimen ajeno. A eso es a lo que me refiero al decir asesinato “vicario”. Una adicción a las novelas violentas, a las películas o a los juegos de guerra donde se encuentra cierto placer en leer, contemplar o revivir la matanza de otros debe ser por fuerza una ofensa al santo Creador, para el que la guerra, aunque a veces inevitable, siempre es algo vil y una de las mayores tragedias de la Caída en el pecado de la Humanidad. El Mandamiento “No matarás” tiene la intención de imprimir en nuestras mentes el horror de matar en todas sus manifestaciones, y las noticias que los medios nos presentan cada día deberían llenarnos de asco y repulsa; cuando encontramos cualquier tipo de interés macabro o placer en el asesinato vicario, es el momento de arrepentirse. En quinto lugar, el sexto Mandamiento condena la agresión pasiva Cristo es el mejor intérprete de los Mandamientos, y en Mateo 5:22 su aplicación es clara y directa: “Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego”. La introducción a esto que hizo nuestro Señor fue sencillamente: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás […]”. Luego aplicó ese texto. Podemos difamar el carácter de alguien, menospreciar a una persona, calumniarle y extender rumores malévolos contra él, y al hacerlo, estamos quebrantando este Mandamiento. Levítico 19:17 advierte: “No aborrecerás a tu hermano en tu corazón”. Esa es una forma de asesinato. La razón por que Dios advierte que la agresión pasiva es una forma de asesinato es que el odio hiere al igual que lo hace el asesinato; hiere nuestras relaciones, retuerce nuestra mente y arruina nuestra vida. Pero hay otra razón: cada acción parte de la mente; tal como pensamos, así nos comportamos. El Nuevo Testamento tiene mucho que decir sobre el peligro de la lengua y la necesidad de guardar nuestra mente, simplemente porque podemos causarnos y causar a los demás un daño indecible cuando nuestra lengua muestra una mente amarga o iracunda. De nuevo, Cristo lo expone claramente: “Lo que sale de la boca, del

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corazón sale; y esto contamina al hombre. Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre” (Mateo 15:18–20). Está claro que nuestro Señor, al hacer la enumeración, tenía en mente los Mandamientos. Otra forma de mostrar una agresión pasiva es por medio de la intención pasiva. Planear y proyectar un asesinato es una ofensa punible por la ley; pero podemos desear la muerte de alguien y solo saberlo Dios. De cualquier forma, Dios sí lo sabe. El discípulo de Cristo que una vez fue descrito como “el hijo del trueno” escribió estas palabras en su ancianidad: “Todo el que aborrece a su hermano es homicida, y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él” (1 Juan 3:15). Podemos desear que alguien muera para obtener un ascenso, para proporcionarnos la tan deseada herencia, para aliviarnos de la carga de cuidar a alguien, o por venganza ante su conducta mezquina o rencorosa. Cualquiera que sea la razón, el deseo momentáneo de la muerte de otra persona con el fin de obtener un beneficio personal es un acto de asesinato mental. Es tiempo de arrepentirse. En sexto lugar, podemos quebrantar este mandamiento mediante la pasividad A veces se oyen noticias perturbadoras sobre personas que han sido atacadas en público mientras que los viandantes pasaban sin hacer nada; de personas secuestradas a punta de navaja en medio de una multitud de personas observando pasivamente. Por supuesto que somos conscientes de los peligros que supone interferir en esta sociedad brutal, pero se debe exigir una cierta acción en defensa de los demás. Lo mismo puede suceder internacional y nacionalmente, y ese es el motivo por que antes defendíamos el concepto de la guerra justa. No debemos permanecer pasivos ante la atrocidad del genocidio que una nación comete contra otra. Cuando en 1996 se condenó a muerte en Kuwait a Robert Hussein por el “crimen” de convertirse del islam a Cristo, las naciones occidentales tenían el deber de protestar enérgicamente con el respaldo de la presión política. Eludir el asunto sobre la base de la conveniencia económica o diplomática es ser cómplice de la amenaza de asesinato. Hay momentos en que se debe defender la justicia, y el encomiable deseo de evitar matar a nadie puede llegar a ser un quebrantamiento de este Mandamiento si nos retiramos y observamos mientras se deja a hombres perversos actuar libremente. La política nacional e internacional debe a veces ser severa con tal de salvar vidas. Solo cuando las fuerzas de las Naciones Unidas tomaron fuertes medidas de represalia contra las fuerzas serbias, se pudo poner fin al genocidio y a la “limpieza étnica” que estaba teniendo lugar. Se mató a gente con el fin de salvar vidas “inocentes”. A veces, hacer algo distinto de eso es ser culpable de asesinato. Finalmente De una forma u otra, en mayor o menor medida, activa, pasiva o frustradamente, todos hemos quebrantado este Mandamiento. Pero recordemos: donde está la Ley, allí está el Evangelio. Cuando Cristo estaba siendo juzgado, Pilato quería liberarle desesperadamente. El gobernador había estado investigando todas las posibilidades de liberar a este hombre. Finalmente, el gobernador jugó su última carta. Era costumbre permitir a los judíos que pidieran que un prisionero fuera liberado en aquellas fiestas. Pilato intentó inducirles a que dieran la respuesta correcta. Les ofreció liberar a Barrabás, “un preso famoso […] que había cometido

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homicidio en una revuelta” (Mateo 27:16 y Marcos 15:7), o a Cristo, que sabía inocente (Mateo 27:13). La elección debería haber sido obvia, pero clamaron por la muerte del Rey de reyes. Barrabás el asesino fue liberado, y así, Cristo murió para salvar la vida de un asesino. Pero algo igual de glorioso habría de ocurrir en la Cruz. A ambos lados del Salvador había dos criminales comunes también crucificados; también ellos eran culpables de grandes crímenes, posiblemente robo y asesinato. Las palabras de Cristo agonizante ofrecieron esperanza a uno de aquellos hombres: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Cristo murió para rescatar y perdonar a los asesinos. Capítulo 10 El matrimonio importa No cometerás adulterio. Éxodo 20:14 Lord Penzance estableció en 1866 una definición legal del matrimonio que aún hoy sigue vigente: “El matrimonio según la ley de este país es la unión voluntaria de por vida entre un hombre y una mujer, con la exclusión de todos los demás”. Difícilmente podríamos esperar una definición mejor en la ley. El matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer, no entre dos mujeres o dos hombres, excluyendo a cualquier otro/a. El adulterio es la inclusión de otros/as. Es el acto de romper el propio matrimonio o destruir el ajeno; de separar a un marido y a una mujer al alejar su afecto de sus respectivos cónyuges. El Antiguo Testamento trata de forma bastante específica los pecados sexuales. El adulterio (na’aph en hebreo) es la palabra más habitual y se refiere siempre a la violación del matrimonio, hasta cuando alude a la apostasía contra Dios. En una sociedad donde el matrimonio a una edad muy temprana era la norma, la única otra posibilidad era la prostitución, ya fuera social o religiosa. Esta alternativa era claramente errónea, pero era la violación del matrimonio la que minaba una relación fundamental de la sociedad y era a esto a lo que Dios dirigió específicamente el séptimo Mandamiento. 500 años después, la sociedad pagana habría desarrollado un amplio abanico de perversiones sexuales, por lo que los escritores del Nuevo Testamento intentan alertar de los peligros a los que se enfrentan los cristianos en el siglo I después de Cristo. En griego, la palabra habitual para adulterio es moichao, pero también hay una palabra con un sentido mucho más amplio, porneia, de la que se deriva nuestra palabra “pornografía”. La Reina-Valera traduce porneia como “fornicación”, mientras que La Biblia de las Américas utiliza el término “infidelidad” (Mateo 5:32 y 19:9) e “inmoralidad” (Gálatas 5:19). En este mismo versículo se utilizan otras dos palabras para referirse a la “impureza” y la “sensualidad”; en realidad, son palabras superlativas cuya traducción más adecuada la darían términos más intensos como “libertinaje” y “licenciosidad”. Los dos pasajes en el Evangelio de Mateo tratan el asunto del divorcio con las palabras moichao y porneia. Si alguien repudia a su mujer, “a no ser por causa de porneia, hace que ella moichao”. Queda claro entonces que el plan de Dios era limitar las relaciones sexuales al compromiso amoroso del matrimonio; ese era el propósito que expresó desde el principio (Génesis 2:24 y Mateo 19:5). Cualquier experiencia fuera de eso es o bien adulterio o inmoralidad sexual. Dios no enumera todas las posibilidades puesto que cada generación y cada sociedad inventan las propias. Trágicamente, la lista sería interminable. El séptimo Mandamiento, “No cometerás adulterio”, es un resumen que prohíbe todas las perversiones y desviaciones sexuales; esto es,

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todo lo que se sale de la relación entre un hombre y una mujer bajo el lazo social conocido como el matrimonio. SOLO UN HOMBRE Y UNA MUJER Hoy en día, aplaudir las relaciones homosexuales como una alternativa sana y normal al matrimonio heterosexual se ha vuelto algo políticamente correcto y de buen tono. Hasta algunos cristianos nominales, e increíblemente algunos evangélicos entre ellos, han aceptado que una relación de compromiso y amor entre dos personas del mismo sexo es correcta ante los ojos de Dios. Pero el mandato de Dios en contra del adulterio está claramente asentado en el contexto del matrimonio heterosexual, de eso no cabe duda. De hecho, la claridad y franqueza de este mandato es, de por sí, una defensa divina del matrimonio heterosexual. A pesar de todos los intentos de justificar la práctica de relaciones homosexuales que hay hoy en día, tales relaciones son erróneas por tres razones: En primer lugar, las relaciones homosexuales son antibíblicas. Dios decretó en los términos más claros posibles: “No te echarás con varón como con mujer; es abominación” (Levítico 18:22). Algunos han intentado argumentar en contra diciendo que esto está sometido a condicionantes culturales de la época o que se refiere a la prostitución religiosa. No hay la más mínima evidencia que permita sacar semejantes conclusiones. Todo el capítulo (ver también Levítico 20:13) está relacionado con los pecados, especialmente de índole sexual, que Dios detesta, y el versículo 22 está en medio de una advertencia contra el sacrificio de niños y la bestialidad; ¿también estos estaban sometidos únicamente a la cultura de los tiempos de Moisés? El Nuevo Testamento refuerza esta postura, por ejemplo en 1 Corintios 6:9, donde Pablo se refiere tanto a “los afeminados” como a “los que se echan con varones”. ¿Necesita Pablo ser más explícito que eso? En segundo lugar, las relaciones homosexuales son antinaturales. Esto no se puede negar, por muy aceptables que semejantes relaciones se vuelvan en nuestra sociedad actual. La homosexualidad es improductiva y estéril, y los órganos simplemente no “encajan”. Está claro que no forman parte del plan de la naturaleza, y en ese sentido son antinaturales. En tercer lugar, las relaciones homosexuales son irrazonables. Un ensayo de Charles Krauthammer hace la siguiente pregunta: “¿Proponen los defensores del matrimonio homosexual que ser permita el enlace entre, digamos, dos hermanos, o de un una madre y su hija (adulta)? Si no, ¿por qué razón de lógica moral?” El escritor señala a continuación la inevitable conclusión de que la sociedad, incluidos los defensores del matrimonio homosexual, no permitirá el incesto o la poligamia, pero añade: “La cuestión es por qué no lo permitirían. No lo permitirían porque lo consideran equivocado, o antinatural, o quizá dañino […] (o) psicológica o moralmente horrendo”. En otras palabras, Krauthammer nos está obligando a contestar la pregunta de por qué está bien tener relaciones homosexuales y por qué es erróneo apoyar el incesto o la poligamia. Tal distinción no solo es irrazonable sino que también es ilógica. Los cristianos deben llegar a la conclusión de que, sin la Ley de Dios para guiarnos, todas las manifestaciones sexuales consentidas entre adultos deben, por lógica, tener la “veda abierta”. En el orden de las relaciones humanas en que Dios protege su imagen en el hombre de la destrucción deliberada de la Humanidad, este Mandamiento se encuentra en el tercer lugar. El primero es la relación entre padres e hijos, el segundo es el valor de la vida y el tercero la relación entre el marido y su mujer. La importancia de esta tercera relación se subraya con su inclusión en el décimo

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Mandamiento: “No codiciarás la mujer de tu prójimo”. Una edición de la Versión Autorizada inglesa de la Biblia de 1631 le costó al editor una multa de trescientas libras esterlinas impuesta por el Arzobispo Laud a causa de omitir por error la palabra “no” del séptimo Mandamiento; la edición adquirió el apelativo de “La Biblia Malvada”. Hoy, una omisión así bien podría ser recompensada. Vivimos en una era en que los votos matrimoniales están hechos a medida para ajustarse a enlaces apresurados, cortas relaciones y separaciones más apresuradas aún. Se nos empuja a creer que las relaciones extramatrimoniales fuera del matrimonio son positivas y que el divorcio puede ser el logro más constructivo en la vida de muchas personas. ¿Por qué, pues, lo estropea Dios con un Mandamiento así? ¿POR QUÉ ES TAN SIGNIFICATIVO EL ADULTERIO? En primer lugar, porque el sexo importa No hay duda que el sexo tiene un lugar preponderante en nuestra sociedad moderna. Eliminémoslo de las películas, la publicidad y la conversación de cada día, y no quedará mucho más. Pero eso no es nada nuevo. Cuando los arqueólogos efectuaron excavaciones en la ciudad de Pompeya, enterrada durante casi 2000 años bajo la lava y las cenizas que vomitó el Vesubio tras su erupción en el año 79 d. C., encontraron murales bastante explícitos en los hogares de aquellos desafortunados ciudadanos. El sexo es la fuerza emocional más intensa del cuerpo humano. Controlado y utilizado como Dios pretendió, es uno de sus más grandes dones, pero si se le deja controlarnos, es un tirano que degrada y destruye. La simple presencia de este Mandamiento supone que el sexo, en el lugar correcto, es bueno. En el lenguaje franco y claro que Pablo nunca dudó en utilizar en sus cartas para dejar claro un asunto importante, el Apóstol describió a los cristianos de Corinto lo que significan las relaciones sexuales: “¿No sabéis que el que se une con una ramera, es un cuerpo con ella? Porque dice: Los dos serán una sola carne”. Pablo estaba reconociendo que la hermosa promesa de Dios en Génesis 2:24, de que un hombre y una mujer se hacen “una sola carne” cuando se juntan como marido y mujer en la unión sexual, podía ser distorsionada por la misma unión física entre una prostituta y un cliente. Las dos llevan a la experiencia de “una sola carne”. Puede haber un matrimonio verdadero sin sexo, pero nunca puede haber sexo verdadero sin matrimonio. En lo que a Dios concierne, el matrimonio debe ser honroso en todos “y el lecho sin mancilla” (Hebreos 13:4) y ahí se acaba la cuestión. No sirve nada más. Los diferentes términos que se utilizan en la Biblia para la inmoralidad sexual incluye todo sexo practicado fuera del matrimonio o sin el matrimonio. Es imposible leer la Biblia y llegar a la conclusión de que para un cristiano el sexo es “sucio”. El sexo pervertido claro que lo es, pero el sexo como Dios lo pretendió no. La canción de amor más grande jamás escrita se encuentra en la Biblia en el Cantar de los Cantares, pero las Escrituras siempre condenan el sexo fácil. En segundo lugar, porque el matrimonio importa Dios planeó que hubiera un orden en la sociedad; la anarquía no forma parte de ese plan. Da gobiernos a las naciones y dentro de las naciones provee amos y siervos (patrones y empleados); en la Iglesia hay una dirección (los ancianos), y en el hogar Dios indica un orden y una cabeza; sitúa al marido como la cabeza del hogar y al marido y la esposa como cabeza sobre los hijos. Esta es la unidad más básica que jamás haya dado Dios a la sociedad: el hogar y la familia. Cometer

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adulterio es destruir la unidad fundacional de Dios para la sociedad. La primera relación humana que Dios creó fue entre un hombre y una mujer en el matrimonio, y cuando Dios quiso buscar una relación humana que reflejara idóneamente la relación entre Él y su pueblo, Dios utilizó la imagen del matrimonio. Él era el marido fiel y amante, e Israel se casaría con Él (Isaías 54:5– 8); su apostasía espiritual se describiría en los duros términos del adulterio (Ezequiel 16:32). La misma imagen se dibuja en el Nuevo Testamento, donde Cristo habló de la Iglesia como la novia que anhela la celebración de la boda en el final de los tiempos (Mateo 22:1–14). Ninguna relación sexual que pasa por alto el matrimonio entre un hombre y una mujer recibe aprobación en la Biblia. Hasta los matrimonios polígamos, que nunca fueron parte del plan perfecto de Dios para la Humanidad (Génesis 2:24), pero que Dios permitió a lo largo de gran parte del Antiguo Testamento como una concesión a la debilidad humana, estaban bajo el compromiso del matrimonio. Dios advirtió más de una vez contra la poligamia (por ejemplo en Deuteronomio 17:17), y casi todas las historias que sobre ella se cuentan en el Antiguo Testamento muestran la tensión resultante. Había leyes muy estrictas que gobernaban el trato equitativo a las esposas, y ningún hombre podía deshacerse de la mujer que ya no quería (Éxodo 21:7–17). En el Nuevo Testamento se impone un listón más alto y un dirigente cristiano debía ser “marido de una sola mujer” (1 Timoteo 3:2). Cuando Cristo se enfrentó a la actitud del divorcio fácil y al nuevo casamiento fácil, lo hizo deliberadamente. El judío podía divorciarse de su mujer simplemente anunciándole tres veces que eso era lo que iba a hacer. De esta forma ya se consideraba libre para tomar una nueva esposa sin sufrir el estigma del adulterio. Había al menos una escuela judía que estimaba que una mujer que le estropeaba la comida al marido ya le ofrecía suficientes motivos para el divorcio. Cuando los fariseos preguntaron: “¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?” (Mateo 19:3), nuestro Señor aprovechó la oportunidad para recordarles que el plan de Dios para el matrimonio era que este fuera inquebrantable. El divorcio, a veces, era un final trágico e inevitable, pero la única razón para que se rompiera el matrimonio permitiendo a uno de los cónyuges casarse en segundas nupcias era la “fornicación”, palabra que como ya hemos viste equivale a la porneia griega, que se refiere a cualquier tipo de inmoralidad sexual (v. 9). El divorcio espontáneo y el nuevo casamiento constituirían adulterio. La respuesta de los discípulos: “Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse” (v. 10), era precisamente lo que Cristo quería oír. Al menos este era un grupo de hombres que se tomaría en serio el compromiso del matrimonio. En tercer lugar, porque los hijos importan La mayoría de los matrimonios se rompe por causa de la inmoralidad sexual, ya sea de un tipo u otro, y la separación de maridos y esposas en el consiguiente divorcio provoca a los hijos toda clase de traumas emocionales y psicológicos. La mitad de los hijos en medio de un proceso de divorcio cree que la separación será solo temporal y cinco años después uno de cada seis desean una reconciliación entre sus padres. El coste emocional para los hijos y la carga económica para el Estado son enormes. No obstante, hay algo mucho más importante que esos dos factores. Cuando un marido o una esposa es infiel al lazo matrimonial, destruye el respeto y la honra del hijo hacia sus padres. Los padres adúlteros provocan que sus hijos quebranten el quinto Mandamiento; y ya hemos visto que la advertencia más seria

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de nuestro Señor estaba reservada a aquellos que hacen tropezar a un niño (Mateo 18:6–9). Los padres infieles crean un ejemplo para sus hijos, y los hijos de un hogar roto tienen un mayor riesgo de que su matrimonio acabe en divorcio. Recordemos la lección de los elefantes africanos a que nos referimos en el capítulo 8. Los hijos que no tienen unos padres que les sirvan de modelo tienen muchas posibilidades de que su propio estilo de vida sea desordenado. Dios recordó a Israel a través de su profeta Malaquías que quería “una descendencia para Dios”, y que la fidelidad y el amor dentro del matrimonio eran la forma más apropiada de conseguirlo (Malaquías 2:15). En cuarto lugar, porque las emociones importan No hay en la vida una relación tan intensa y emocional como la relación entre marido y esposa. Destruirla destruye vidas. La infidelidad sexual hoy en día es la raíz de la mayoría de las rupturas matrimoniales, y el trauma emocional de un cónyuge anonadado y unos hijos perplejos es muy profundo. Las estadísticas muestran que la pérdida de eficiencia de un empleado que se ve envuelto en un proceso de divorcio puede costarle a la empresa importantes sumas de dinero. Las mujeres divorciadas tienen una propensión tres veces mayor a desarrollar cáncer de pulmón, y los hombres divorciados tienen el triple de posibilidades de sufrir un ataque al corazón. Lógicamente, el coste económico que esto supone es muy elevado. Cada año, los Estados occidentales gastan muchos millones en el tratamiento de enfermedades relacionadas con el divorcio. Y nada de esto tiene en cuenta los numerosos hogares donde el adulterio destruye las relaciones y la confianza, pero que de alguna forma consiguen sobrevivir. Hace algunos años, uno de mis hijos me habló de una conversación que había tenido con un compañero de la escuela. Su joven amigo admitió que solía quedarse despierto por las noches pensando en quién era de verdad; tantos eran los “tíos” que iban y venían que no estaba seguro de quién era su verdadero padre. Una mujer joven confesó que hasta años después del suceso seguía considerando como el día mas triste de su vida aquel en que su madre entró en su cuarto para anunciarle alegremente que por fin habían terminado los trámites del divorcio. El adulterio pisotea las emociones de los demás como si carecieran de importancia. Esto sucede en cientos de hogares cada día. El libro de Proverbios contiene más advertencias contra el pecado de la infidelidad matrimonial que contra ningún otro. La ira sentida ante semejante traición se muestra perfectamente en el siguiente pasaje: “mas el que comete adulterio es falto de entendimiento; corrompe su alma el que tal hace. Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta nunca será borrada. Porque los celos son el furor del hombre, y no perdonará en el día de la venganza. No aceptará ningún rescate, ni querrá perdonar, aunque multipliques los dones” (Proverbios 6:32–35). Es tristemente cierto que en nuestra sociedad no parece haber mucha vergüenza ante las relaciones adúlteras, pero aparte de eso, el pasaje muestra claramente las emociones humanas de ira y furor que aún siente los niños y los cónyuges “inocentes” cuando se destruye tan despreocupadamente su amor y confianza. En quinto lugar, porque el amor importa Cuando Pablo enseñó sobre la relación entre maridos y esposas, se refirió al ejemplo de Cristo y exhortó a los maridos a amar a sus mujeres “así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:23–32). Pablo afirmó en Romanos 7:1–4 que solo la muerte de un cónyuge podía liberar al otro para que se casara de nuevo. El celoso cuidado del Apóstol por la iglesia en Corinto se expresa con una gráfica metáfora: “Os he desposado con un solo esposo, para

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presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Corintios 11:2). La misma imagen se utiliza en Apocalipsis 21:2, 9 y 22:17. Proverbios 5 hace una severa advertencia contra el adulterio, y siempre con el marido en mente en esta ocasión. Los catorce primeros versículos son una simple descripción del peligro del pecado y de sus tristes resultados; esos versículos no son difíciles de entender. En cualquier caso, desde el versículo 15 hasta el 19, el predicador retrata los beneficios de alegrarse “con la mujer de tu juventud” bajo la imagen del agua corriendo; describe el matrimonio como beber “de tu propio pozo”. El amor intenso y el disfrute sexual jamás deben ser compartidos con otras personas o convertirse en un asunto público: “sean para ti solo, y no para los extraños contigo”. Se describe a una esposa amada por su fiel marido como “cierva amada y graciosa gacela”, y el predicador concluye diciendo: “sus caricias te satisfagan en todo tiempo, y en su amor recréate siempre”. Esto no es un amor erótico pasajero; por el contrario, es el amor seguro de un marido fiel que nunca abandonará a la mujer de su juventud, sino que siempre se recreará en su amor. A Dios le agrada el amor de un marido y una esposa fieles. En el último libro del Antiguo Testamento, el profeta describe las quejas del pueblo porque Dios ya no prestaba atención a su adoración. La razón era que muchos hombres habían quebrantado la fidelidad hacia “la mujer de su juventud”. Dios afirma, en una poderosa descripción de la importancia del matrimonio, que hace al marido y a la esposa “uno” y que aborrece el divorcio (Malaquías 2:13– 16). En el Nuevo Testamento, Pedro insta a la honra y el respeto en el seno del matrimonio “para que vuestras oraciones no tengan estorbo” (1 Pedro 3:7). Nada ha cambiado. No puede haber una vida espiritual sana donde no existe una completa fidelidad matrimonial. En sexto lugar, porque el adulterio importa Los resultados de una encuesta de julio de 1996 mostraron que la mitad de la población cree que el adulterio está mal en cualquier circunstancia, mientras que el cuarenta y cuatro por ciento estima que puede estar “frecuentemente justificado”. La primera cifra sería alentadora si la segunda no fuera tan desalentadora. Lamentablemente, una gran parte de la población cree que el adulterio no importa. Dios reservó su lenguaje más crudo y fuerte para condenar el adulterio. Se esté refiriendo al adulterio físico o al espiritual no es la cuestión; Dios, a través de Jeremías, está mostrando su amargo desacuerdo con el estilo de vida de los habitantes de la Jerusalén del siglo VIII antes de Cristo: “¿Cómo te he de perdonar por esto? Sus hijos me dejaron, y juraron por lo que no es Dios. Los sacié, y adulteraron, y en casa de rameras se juntaron en compañías. Como caballos bien alimentados, cada cual relinchaba tras la mujer de su prójimo. ¿No había de castigar esto?” (Jeremías 5:7–9). Y más adelante: “Yo, pues, descubriré también tus faldas delante de tu rostro, y se manifestará tu ignominia, tus adulterios, tus relinchos, la maldad de tu fornicación sobre los collados. ¡Ay de ti, Jerusalén! ¿No serás al fin limpia?” (13:26–27). Si ese lenguaje es ofensivo, es solo porque Dios lo pretende así. Eso es lo que piensa sobre nuestro pasatiempo nacional, nuestro deporte familiar. En el Antiguo Testamento, el castigo para el adulterio era la muerte (Levítico 20:10); y aunque Dios se reserva el atemperarlo con la gracia (Juan 8:1–11), y frecuentemente lo ha hecho, como en el caso de David (2 Samuel 2:13), la severidad del castigo claramente muestra la gravedad del crimen. Bajo el punto de vista del Creador, nada ha cambiado.

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En séptimo lugar, porque las promesas importan Es una extraña estadística que en la misma encuesta donde se revelaba que casi la mitad de la población pensaba que el adulterio estaba “frecuentemente justificado”, tres cuartas partes creían que estaba mal engañar al marido o a la esposa. Solo podemos suponer que hay una gran cantidad de matrimonios muy abiertos donde los cónyuges admiten rápida y libremente sus aventuras extramatrimoniales. Las serias promesas que se hacen tanto en la bodas civiles como en las religiosas no deben ser quebrantadas. Lleve razón o no, siempre me he negado a casar a aquellos que no tienen interés en un verdadero compromiso cristiano, basando mi razonamiento en que no creo que nadie pueda hacer promesas a Dios en las que no cree. En esos casos, un matrimonio secular es lo más apropiado. De cualquier forma, ya sea un matrimonio secular o religioso, Dios espera que guardemos nuestra palabra (Mateo 5:37). Una de las mayores víctimas del adulterio es la confianza. Con un acto de infidelidad borramos todas las promesas que hicimos a nuestra pareja, y ni ella ni nadie más tiene razones para confiar en nosotros en el futuro. La confianza es el armazón que mantiene unida toda la sociedad y, por encima de todo, nuestra relación matrimonial. Estas son las razones por que Dios dice: “No cometerás adulterio”. No debe haber ninguna excepción, ninguna excusa. El Mandamiento es claro y categórico. Podemos buscar por toda la Biblia, y no encontraremos a Dios haciendo una sola excepción. Y sin embargo, es uno de los pecados más comunes de nuestros días. ¿CÓMO OCURRE EL ADULTERIO? En primer lugar, por la presión del mundo Más de un tercio de las alegres ocasiones de la semana pasada que unieron a un hombre y a una mujer sonrientes ante el altar acabará en divorcio ante los tribunales. Para ser concretos, uno de cada 2, 8 matrimonios fracasará. Los medios tienen una gran responsabilidad por esto. Hoy en día hay una gran presión sobre los que quieren mantener el lecho matrimonial puro (Hebreos 13:4). Nuestras mentes están siendo inyectadas constantemente con la idea de que es una relación sin importancia. El matrimonio es objeto de burla constantemente y el adulterio es el tema de muchos seriales, novelas e historias radiofónicas. El adulterio se considera como normal y correcto, hasta saludable y revitalizante. El matrimonio se ha convertido en un contrato sin valor y que es divertido romper. Hace algunos años oí una sentencia de un invitado a un programa radiofónico que decía: “La mujer que no flirtea envejece prematuramente. El marido que no tiene aventuras pierde confianza en sí mismo”. Esa es precisamente la forma de pensar de nuestra época. Hace algunos años, en tiempo de Navidad, apareció el siguiente anuncio de diamantes: “¿No es hora de que coquetees con tu mujer?; otros hombres lo hacen”. El adulterio es aceptado, aprobado y practicado en millones de hogares. La hija mayor de una familia con la que me hospedé recientemente, encontraba que ella y su amiga eran las únicas muchachas de su clase que vivían con sus dos padres naturales; y más trágico aún es que este hecho motivaba que el resto de la clase las ridiculizara. Esto no cuadra fácilmente con las estadísticas que dicen que los jóvenes entre 16 y 24 años consideraban mayoritariamente que el adulterio era erróneo (el ochenta y un por ciento de los varones y el cincuenta y ocho por ciento de las mujeres). Quizá hemos pisoteado las emociones de nuestros hijos tan efectivamente que hemos cauterizado sus conciencias, agriado sus corazones e insensibilizado sus sentimientos hasta el punto de que creen

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saber lo que está mal, y cuando la tentación les afecta personalmente, siguen al resto del rebaño. Poco a poco el pensamiento de la sociedad empieza a apoderarse de nuestras mentes, hasta de las mentes “cristianas”. Un canónigo de la Abadía de Westminster escribió en agosto de 1993 en una revista de teología, sugiriendo que, con el fin de mantenerse al ritmo de la sociedad, la Iglesia debería ser menos severa con aquellos que tienen relaciones extramatrimoniales y que viven en unión amorosa sin estar casados. Lo que vemos y leemos, la forma en que hablamos, tiene un cierto efecto sobre nosotros. Nos bombardean con la idea de que el adulterio es romántico, emocionante, limpio y que a través de él podemos realizarnos. El pecado siempre se presenta de una forma atractiva: “Las aguas hurtadas son dulces, y el pan comido en oculto es sabroso. Y no saben que allí están los muertos” (Proverbios 9:17, 18). En su libro Divorce: How and When to Let Go (El divorcio: Cómo y cuándo dejar ir), los autores John Adams y Nancy Williams escriben: “Sí, puede que nuestro matrimonio se desgaste. Las personas cambian sus valores y sus estilos de vida. El cambio y el crecimiento personal son cosas de las que enorgullecerse, indicadoras de una mente vital y curiosa. Debemos aceptar que en el mundo de hoy con sus mil y una facetas es especialmente fácil que dos personas evolucionen de forma divergente. Abandonar tu matrimonio, si ya no es satisfactorio para ti, puede ser la cosa mas provechosa que jamás hayas hecho. Conseguir el divorcio puede ser un paso en la resolución de nuestros problemas y en nuestro crecimiento. Puede ser un triunfo personal”. Las presunciones aquí son claras: los matrimonios son por definición cosas temporales; el cambio es inevitable, pero no tenemos por qué preocuparnos porque los valores cambian al igual que cambian nuestras preferencias; y mis preferencias (“si ya no es bueno para ti”), presumiblemente están por encima de los intereses de mi pareja. Perder el matrimonio es algo positivo, no negativo; es una señal del éxito, no del fracaso; es una muestra de la fortaleza personal, no de la debilidad; es algo de lo que estar orgulloso y no de lo que avergonzarse. No se dice nada de la sabiduría del Creador, ni de las vidas destruidas de un cónyuge fiel y unos hijos inocentes. Menos aún se habla de las estadísticas que muestran que el segundo y el tercer matrimonio suelen tener una menor tasa de éxito que los primeros. No parece que aprendamos nada de la experiencia. El invitado del programa de radio que antes mencionamos, defendía el valor de los “matrimonios abiertos”, donde cada cónyuge tuviera sus propias “aventuras” siempre que el otro miembro de la pareja se mantuviera informado y estuviera de acuerdo. Casi todas las personas que llamaron al programa estuvieron de acuerdo, y cuando alguien llamó reivindicando el valor de guardar las promesas, los demás lo rechazaron diciendo que ese era un ideal encomiable, pero que no vivimos en un mundo ideal. Hace poco escuché a una mujer defendiendo la agencia de citas para casados que acababa de formar. Afirmaba que esas aventuras enriquecían el matrimonio; y puede que lo hagan, con la misma probabilidad de que una caída desde un rascacielos pueda enriquecer la vida. Significativamente, la misma mujer admitía que si su marido utilizara una agencia así, lo echaría de casa. La historia de José se encuentra en Génesis 39. Aquí tenemos a un joven mucho más vulnerable ante esta tentación que cualquier otro. Había sido expulsado de su casa y vendido como esclavo. La Biblia nos dice que era alto, fuerte, bien parecido y que servía en una posición de confianza en la casa de Potifar, el

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capitán de la guardia del Faraón de Egipto. También era soltero, estaba solo y era un sirviente. Día tras día, la mujer de Potifar intentaba seducirle. No cuesta mucho trabajo imaginar cómo esta mujer egipcia se vestía y maquillaba cuando le invitaba a tener relaciones sexuales con ella. Invadía su mente y sus emociones implacablemente. Es lo mismo con lo que debemos enfrentarnos en la oficina, la fábrica, la tienda o la escuela. No podemos escaparnos de ello más de lo que José podía hacerlo. Meterse en un convento no sirve de ayuda porque nos llevamos nuestros corazones pecaminosos con nosotros, como el movimiento monástico descubrió muy a su pesar. Nos podemos identificar muy fácilmente con la tentación a la que José se veía sometido diariamente. El pueblo de Dios ha tenido que vivir en esta sociedad desde la Caída de Adán y Eva. En Colosenses 3:5–8, Pablo muestra la clase de sociedad que rodeaba a los jóvenes cristianos de Colosas; entre otras cosas habló de “fornicación (porneia), impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia”, recordándoles que era así como solían vivir; pero ahora el cristiano “conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno” (v. 10). En otras palabras, la obediencia a los Mandamientos del Creador es una de las formas más importantes para encontrar al verdadero ser humano: la dignidad, la realización, el valor y el significado. Mientras que el mundo se ocupa en dirigir a los hombres y las mujeres hacia conductas animales, Cristo y su Palabra hacen volver la conducta animal a la imagen de Dios. En segundo lugar, por la presión de nuestra fantasía Frecuentemente, lo que vemos, escuchamos y oímos nos lleva a pensar: “Quiero que mi experiencia sea así”. Las teleseries y novelas no acostumbran a mostrar la realidad del matrimonio. Nunca nos hablan de las circunstancias infelices, sucias y mundanas, porque al mundo casi le resulta imposible volverlas románticas; y no se encuentra entre sus intereses el recordarnos que el matrimonio se sostiene más con la fidelidad, la lealtad y el compromiso que con un apasionado romance. En el difícil contexto del mundo real, a todo el mundo le gusta fantasear. Soñamos con convertirnos en un ídolo deportivo, un alto ejecutivo, una persona con éxito y renombre. Soñar no está mal. Pero la fantasía es peligrosa. Deja a nuestras mentes ociosas y nos hace perder contacto con nuestras emociones y la realidad. El rey David perdió el contacto con la realidad en la trágica historia que recoge 2 Samuel 11. Durante una campaña bélica en que los reyes iban a luchar, David se quedó en palacio. Mandó a sus comandantes y a sus ejércitos al frente de batalla y él pasó su tiempo de ocio fantaseando. Paseando por la azotea de su palacio, vio a una bella mujer bañándose. La miró. Pero eso no es todo. En lugar de marcharse inmediatamente, la observó y perdió el control de su mente y sus emociones. David mandó a un sirviente para que trajera a Betsabé y así satisfacer sus fantasías. Para “cubrir” su crimen, David tomó las medidas necesarias para que el valiente marido muriera en el campo de batalla. David no solo cometió adulterio y asesinó, sino que trajo deshonra a todo el pueblo de Dios. Una segunda mirada puede ser desastrosa. Según Cristo, mirar a una persona con deseo es cometer adulterio en el corazón (Mateo 5:27), y el lenguaje que el Señor utiliza a continuación sobre sacarse un ojo o cortarse una mano no es más que una imagen que significa que nunca se hacen demasiados sacrificios para escapar del adulterio. El adulterio siempre comienza con una mirada ya sea mental o con los ojos: “No codicies su hermosura en tu corazón, ni ella te prenda con sus ojos” (Proverbios 6:25). Cuando una persona casada mira a otra persona o una persona soltera mira a una casada y el corazón se acelera, deben saltar las

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alarmas. Eso es territorio prohibido. De nuevo, Proverbios nos advierte sabiamente: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida” (Proverbios 4:23). Cuidado con las reuniones que se conciertan; el deseo inconsciente de estar cerca del marido o la mujer de alguien. Cuando intencionada o inconscientemente “arreglamos” el sentarnos con alguien en la iglesia, hablamos “por casualidad” con esa persona en el vestíbulo de entrada, o le llamamos a su casa frecuentemente, por cualquier motivo, la advertencia está ahí. Hay una increíble laxitud entre los cristianos de hoy, una ingenuidad que solo puede ser resultado de una mentalidad atrapada por el mundo. Los cristianos buscan consejo en el sexo contrario, llevan en automóvil a la pareja de otro matrimonio, se presentan en una casa para tomarse algo y hablar, ven vídeos y películas y leen libros y revistas que se basan principalmente en la seducción de la infidelidad matrimonial, y de mil formas dejamos abierta la puerta al pecado de David. Hay una sabia palabra que Pedro introduce en su primera epístola y que, por desgracia, algunas traducciones pasan por alto. En 1 Pedro 3:1. El Apóstol dice: “Vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos”. Pablo hace el mismo comentario en 1 corintios 7:2. Ninguna mujer debe ponerse jamás bajo el dominio espiritual de otro hombre so pena del detrimento de la relación con su propio marido, cualquiera que sea ese hombre y cualquiera que sea su posición. La comparación mental es otra área desastrosa. Comparar a nuestro cónyuge con otra persona desfavorablemente o, peor aún, hacer el amor a nuestra pareja con otra persona en mente, es cometer adulterio en nuestros corazones. Puede que una atención halagadora sea buena para nuestro ego pero es desastrosa para nuestro matrimonio, o el de otra persona. Cuando Jesús advirtió en Mateo 5:28: “Os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón”, era muy consciente de que muchos pecados nunca van más allá de nuestras mentes y corazones, pero cuando entran en la mente y el corazón deben ser afrontados inmediatamente. De esto es de lo que Cristo advertía en Mateo 15:17–20: “¿No entendéis que todo lo que entra en la boca va al vientre, y es echado en la letrina? Pero lo que sale de la boca, del corazón sale, y esto contamina al hombre. Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios (moichao), las fornicaciones (porneia), los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre”. Cristo hablaba de los fariseos que tanto se preocupaban por la “limpieza” ceremonial y que, sin embargo, albergaban tanta maldad en sus corazones. Jesús estaba enseñando a sus discípulos que lo que queremos comienza en nuestro corazón, viaja del corazón hasta la mente y de ella a la acción. Lo quiero, lo haré, lo hago. Mi corazón, mi mente, mi acción. Así es como Cristo dice que sucede el adulterio. El adulterio no sucede espontáneamente, es algo planeado, hasta entre los cristianos. Algunas personas, de forma necia e ignorante, intentan justificarse con la respuesta de “no pudimos evitarlo”. Claro que podían evitarlo. Los monos, los perros y las ratas no pueden; pero las personas lo planean. El adulterio siempre es planeado, no sucede simplemente. El rey David planeó todo para conseguir lo que quería. Había razones pero no excusas. No es ninguna excusa culpar a un matrimonio fracasado, un cónyuge frío y distante, o hasta infiel. Cuán a menudo escuchamos la patética apología de “no debemos ser demasiado severos con ella; después de todo, él fue el primero en ser infiel”. ¿Es eso también una defensa para el asesinato y el robo?

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¿CÓMO PODEMOS GUARDARNOS DEL ADULTERIO? La primera cosa que debemos hacer es pensar En la historia de José tenemos un ejemplo impecable de cómo manejar la tentación del adulterio. Solo y vulnerable, la tentación debió ser casi irresistible. Una opulenta esposa egipcia, vestida atractivamente, seductivamente perfumada y en una habitación cuidadosamente preparada, podía ser una amante excitante; y ella se aseguraría de que nadie se enterara nunca. Además, su familia le había tratado muy mal y podía haber razonado que Dios, aparentemente, le había abandonado en el lado equivocado del mar Rojo. De qué otra forma podía José satisfacer sus emociones humanas; y, en cualquier caso, esa clase de relación se producía en todo Egipto y, sin duda, Potifar tenía alguna que otra aventura. Sin embargo, José permaneció firme. Tenía la suficiente comprensión de las exigencias de su Dios y era lo suficientemente lúcido como para pararse y pensar. Sabía que su pecado probablemente le alcanzaría (Números 32:23), una lección que muchos políticos y cargos públicos parecen pasar por alto extrañamente. José razonó que estaba en una posición de confianza y que, aunque Potifar nunca se enterara, el Dios omnisciente al que adoraba ciertamente lo haría. No rompería su compromiso ni con su amo ni con Dios, y le dijo a aquella mujer eso mismo: “He aquí que mi señor no se preocupa conmigo de lo que hay en casa, y ha puesto en mi mano todo lo que tiene […] y ninguna cosa me ha reservado sino a ti, por cuanto tú eres su mujer; ¿cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” (Génesis 39:8–9). Esa clara lección de moralidad no fue muy apreciada, y raramente lo es. José era muy consciente de que Potifar había constatado su fe en el Señor (vv. 3, 5) y que él era el único representante del verdadero Dios en toda la tierra de Egipto. Si los egipcios iban a aprender algo de Yahveh y su código moral, eso sería solo a través de José. Quizá había muchos observándole. Este hombre con una religión extraña y foránea vivía una vida honesta y limpia. Para José ya sería suficientemente malo traicionar a su amo, pero con ese mismo acto traicionaría a su Dios poniéndolo en ridículo ante los egipcios, cuyo dios del Sol y su toro sagrado no serían mucho mejores ni peores que la deidad de José. José lo pensó. El rey David no lo hizo. Los adúlteros nunca consideran lo suficiente las consecuencias de sus actos. El cristiano declarado que no cumple el séptimo mandamiento está tirando por los suelos el nombre de Cristo. Cegados por la pasión y el deseo, pocos hombres y mujeres se paran a pensar antes que sea demasiado tarde. Puede que José no conociera el proverbio bíblico que dice: “¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan?”, pero ciertamente comprendía su significado. Cuando la visión de alguien nos oprime el estómago, es el momento de pensar primero, y rápido. José pensó en las consecuencias de semejante acción; pensó en todos los que saldrían perjudicados y pensó en su Dios. Sin duda pensó en la clase de mujer que le estaba tentando. No se puede confiar en nadie que esté dispuesto a romper un matrimonio por el deseo y el placer de un momento, o aun por la emoción de una aventura continuada. Cuán a menudo hemos oído las quejas lastimeras de aquellos cuyos secretos más íntimos han sido revelados por la única persona en la que creían poder confiar. Proverbios 5:3–6 describe a la perfección a la mujer de Potifar: “Los labios de la mujer extraña destilan miel, y su paladar es más blando que el aceite; mas su fin es amargo como el ajenjo, agudo como espada de dos filos. Sus pies descienden a la muerte; sus pasos conducen al Seol. Sus caminos son inestables; no los

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conocerás, si no considerares el camino de vida”. Le sigue la advertencia al hombre que es seducido por ella: “Y gimas al final, cuando se consuma tu carne y tu cuerpo” (v. 11). Todos los que siguen ese camino se encontrarán con el más amargo de los finales. La segunda cosa que debemos hacer es no pensar Queda de manifiesto que José no fantaseaba con esta mujer al desempeñar sus tareas. Habiendo tomado su decisión, la apartó de su mente tanto como era posible humanamente. Cuando nuestra mente deja claro que Dios condena un posible camino hacia el acto, debemos alejar de ella lo que nos está tentando y probando. No pensemos en ello, apartemos nuestra mente, llenémosla de pensamientos de Dios. No miremos, no toquemos, no hablemos sobre ello. Tampoco oremos sobre ello. Después de todo, no hay nada sobre lo que orar porque Dios ya dio a Moisés su última palabra sobre el asunto en el monte Sinaí. Significativamente, se nos dice que José rechazaba hasta “estar con ella” (Génesis 39:10). Eso fue un acto de valentía por su parte, y muy difícil. Después de todo, él era solo un esclavo y ella era la mujer del amo; podía ordenarle lo que quisiera. Pero José también podía ser un hombre cuidadoso, podía organizar su estilo de vida de forma que solo estuviera con ella cuando fuera estrictamente necesario. Si la mujer del amo requería cualquier cosa, José tomaba las medidas necesarias para hacérselo llegar por otra persona. El hecho de que ella tuviera que planearlo cuidadosamente para atraparle, demuestra qué hombre tan sabio era. Sus estratagemas prosiguieron después que José hubiera escapado de la casa, llamó a los sirvientes para que vieran el vestido de José, no en su mano, puesto que habría mostrado su culpa, sino “junto” a ella (v. 18). Ciertamente, José y el nombre de Dios sufrieron temporalmente, pero la vindicación final de ambos tiene lugar claramente antes de que acabe la historia de este hombre íntegro. Debemos llegar a un punto donde planeemos la huida de lo que nos tienta al pecado. No hay nada más importante que el compromiso de un hombre o una mujer con las promesas del matrimonio. Hay muchos hombres que le hacen el juego a una adúltera al elegir a la secretaria equivocada, viajando en el automóvil equivocado, o estableciendo el contacto comercial equivocado. Un “matrimonio abierto” no debería tener la acepción actual, en la que cada uno es libre de tener sus propias aventuras, sino la de un matrimonio en que la lealtad absoluta lleva a una confianza absoluta y a una ausencia absoluta, ni siquiera un atisbo, de relaciones “secretas”. ¿MORALIZANTES? Resulta increíble lo sensible que se vuelve la sociedad ante cualquier comentario sobre los pecados sexuales de común acuerdo entre adultos. Condenamos el asesinato, el abuso de menores y la violación, el robo y la estafa; la mayoría se une en contra de estas cosas. Pero si condenamos el adulterio, nos dicen que no debemos juzgar los actos de otras personas. La explicación de esta paradoja es que nos imaginamos que el adulterio, al igual que las prácticas homosexuales y toda una serie de pecados sexuales, no hace daño a nadie mientras se practique entre adultos en pleno uso de sus facultades. No debemos intervenir con nuestros juicios “moralizantes”. El “ángulo ciego” de este razonamiento se encuentra en el hecho de creer que tal acción “concierne solo a los que la llevan a cabo”. Ninguna conducta entre dos personas les concierne a ellas solamente; tarde o temprano, otros se ven envueltos. Como padre y marido, todo lo que hago afecta a mi familia, para bien o para mal. No existe tal cosa como una acción que sea moral o socialmente

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neutra. Los horrendos efectos del virus del VIH son un testimonio de la imposibilidad de que la sexualidad promiscua sea moral o socialmente neutra. La “aventura” de un cónyuge casado siempre afecta a los hijos, padres, esposa, amigos, jefes o empleados, compañeros de trabajo y a la sociedad en general. Probablemente eso es lo que significa Números 32:23: “Habréis pecado ante Jehová; y sabed que vuestro pecado os alcanzará”. Es en el contexto de los Diez Mandamientos donde Dios introdujo la advertencia de los pecados que serían castigados “hasta la tercera y cuarta generación” (Éxodo 20:5). Cuando vimos ese versículo en el capítulo cuarto, comentamos que ese no es el decreto arbitrario de un Dios vengativo, sino que por medio de la ley de causa y efecto, las generaciones venideras reciben daños inevitables por los pecados de las generaciones previas. La tragedia del hijo de un drogadicto que muere nada más nacer o peor aún, agonizando por causa del SIDA heredado, y el hijo asmático de una mujer que fuma demasiado, son ejemplos obvios de este principio de los hijos que son castigados por los pecados de sus padres (Éxodo 34:7). De la misma forma, un hijo emocionalmente atemorizado, criado por una madre que también está atemorizada por el adulterio egoísta de un hombre indisciplinado, puede criarse débil, indisciplinado y resentido; acarreando a su vez lo mismo a su propio matrimonio con desastrosas consecuencias. “Hasta la tercera y cuarta generación…” Pablo hace la misma observación en Romanos 14:7: “ninguno de nosotros vive para sí…” Claramente, el Apóstol está pensando en la responsabilidad que tenemos ante el Señor por todos nuestros actos, pero el contexto es el de cuidar las conciencias de otras personas. Recordemos a los elefantes africanos. La sociedad insiste enseguida en hacer juicios morales sobre alguien que roba un automóvil, allana una morada, o simplemente escucha la música a todo volumen hasta altas horas de la madrugada; pero al parecer el adulterio es asunto de cada uno. Cada sociedad tiene que establecer juicios morales, pero sin la Palabra de Dios no tenemos una base firme de la que partir. Por eso sonaría impensable el querer promulgar leyes contra el adulterio y, sin embargo, pocos se opusieron a la ley que me obliga a llevar puesto el cinturón de seguridad cuando voy en automóvil. Debemos suponer que romper las promesas que he hecho públicamente ante mi mujer tiene menos importancia que romperme la cabeza contra el parabrisas. En el Antiguo Testamento dice que los sacerdotes “enseñarán a mi pueblo a hacer diferencia entre lo santo y lo profano, y les enseñarán a discernir entre lo limpio y lo no limpio” (Ezequiel 44:23). Ese es el propósito de la Palabra de Dios en general y de los Diez Mandamientos en concreto, enseñarnos a distinguir entre lo correcto y lo erróneo, lo limpio y lo impuro, lo santo y lo pecaminoso a ojos de Dios. El adulterio es, en todo lugar y todo momento, impuro y pecaminoso. LA CULPA UNIVERSAL Ninguno de nosotros puede ponerse ante Dios y afirmar que, en lo que se refiere a este Mandamiento, hemos sido perfectos en mente y corazón, aunque hayamos sido inocentes en nuestros actos. Para algunos, este capítulo puede resultar una lectura dolorosa. Quizá despertó recuerdos de experiencias que creíamos haber olvidado, o puede que haya mostrado la gravedad de un pecado que pretendíamos minimizar. Frecuentemente, Dios necesita herir antes de curar. El escritor de Proverbios hace un llamamiento al hombre que está siendo tentado: “¿Por qué hijo mío, andarás ciego con la mujer ajena, y abrazarás el seno de la extraña? Porque los caminos del hombre están ante los ojos de Jehová, y él

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considera todas sus veredas” (5:20, 21). Jeremías 17:9 lo resume en pocas palabras: “Más engañoso que todo es el corazón, y sin remedio; ¿quién lo comprenderá?” (LBLA). De hecho, este es uno de los versículos que más ánimo da de toda la Biblia, aunque una primera lectura no parezca indicarlo. Nadie entiende verdaderamente el corazón humano porque es lo más engañoso que existe sobre la Tierra, y su engaño está por encima de un remedio humano. Millones de hombres y mujeres que han prometido sinceramente un amor eterno a su marido o esposa, han roto el pacto unos pocos años después. Ha habido hombres que han predicado poderosa y convincentemente contra el adulterio y, sin embargo, en un momento de deseo irreflexivo, o peor aún, con un engaño calculado, han destruido su familia, su iglesia y su ministerio. Aun el rey David, el compositor de los más grandes himnos de alabanza a Dios que jamás se hayan escrito, cometió adulterio. No hay ningún remedio humano para el adulterio. No se vuelve menos ofensivo ante Dios simplemente porque se prolongue mucho tiempo. Tampoco es menos grave porque la sociedad lo apruebe, los medios lo exploten, la realeza lo practique o la Iglesia no sea tan severa. No se torna menos ofensivo ante Dios porque seamos fieles a nuestra nueva pareja, o porque nuestro adulterio se produjera a causa del fracaso del primer matrimonio. No se puede pagar la hipoteca del adulterio. A diferencia de la blasfemia, la idolatría y la codicia, tanto el adulterio como el asesinato son actos que una vez cometidos no tienen vuelta atrás, no se pueden pagar ni disculpar lo suficiente. Ni siquiera el amor puede cubrirlo. Es el quebrantamiento de confianza más grave que se pueda cometer. Está por encima del remedio humano. ¿No hay remedio entonces? Por supuesto que lo hay. Donde quiera que hay Ley hay Evangelio. Donde quiera que la Ley de Dios truena diciendo: “No cometerás”, la Cruz de Cristo abre los brazos para decir: “Puedo perdonar”. No hay remedio humano para el adulterio pero, por medio de su Cruz, Cristo puede perdonar cualquier pecado y reconciliarnos con el Padre y con el cónyuge que hemos ofendido. Cristo llevó nuestro pecado, todo nuestro pecado, en la Cruz. 2 Corintios 5:21 nos dice que Cristo se convirtió en nuestro pecado y a cambio nosotros podemos ser hechos justicia en Él. Haciendo un comentario sobre Gálatas 3:13 —“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)”—, el reformador alemán del siglo XVI Martín Lutero escribió: “Con respecto a su propia persona, Cristo es inocente y por tanto no debería haber sido colgado en un madero; pero debido a que, según la Ley de Moisés, todo ladrón y malhechor debía ser colgado, Cristo también debía ser colgado según la Ley de Moisés porque llevaba sobre sí la persona del ladrón y el pecador, pero no de uno sino de todos los ladrones y pecadores […]. Porque haciendo un sacrificio por los pecados del mundo entero, ya no es una persona inocente, libre de pecado, ya no es el Hijo de Dios nacido de la Virgen María, sino un pecador que tiene y lleva el pecado de Pablo, que blasfemó, oprimió y persiguió; de Pedro, que negó a Cristo; de David, que fue un adúltero, un asesino y que provocó que los gentiles blasfemaran contra el nombre de Cristo; en resumen, que lleva y sufre los pecados de todos los hombres en su propio cuerpo, que puede satisfacer por ellos con su propia sangre”. Lutero sabía lo suficiente como para creer que Cristo, hasta en la Cruz, nunca fue menos que el Hijo eterno de Dios, pero le preocupaba mucho recalcar la profundidad del sacrificio del Salvador por nuestros pecados. Se hizo pecado, y

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Lutero no podía pensar en una forma mejor de explicar tan terrible misterio. Eso es lo que significa la justificación: tomar mi pecado para que pueda ser libre y declarado no culpable; tomó sobre sí mismo tanto la culpa como el castigo de nuestro pecado. Todo lo que pide es un corazón arrepentido con un reconocimiento incondicional de nuestro error. David cometió adulterio y asesinato, pero en el Salmo 51:3 oró arrepintiéndose: “Yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí”. Durante dieciocho meses había tenido su pecado ante él. Siempre lo tenía en mente. Cuando dormía le estaba remordiendo la conciencia, y cuando despertaba aún permanecía ahí. El Cielo estaba cerrado y la adoración era imposible. Un día el profeta Natán convenció a David de su pecado y el rey, quebrantado, comenzó su viaje de regreso a Dios: “Contra ti, contra ti solo he pecado” (v. 4). Puede que no estemos de acuerdo: “Ah, no, David, estás equivocado; pecaste contra Betsabé, contra su marido, contra Joab el comandante del ejército, contra la nación”. Pero David sabía todo eso cuando se declaró culpable ante Dios. La diferencia entre José y David se encontraba en ese punto. José había temido pecar contra Dios, y David, en aquel momento de lascivia, perdió su temor de Dios. El adulterio es fácil cuando perdemos nuestro temor de ofender a Dios. Cuando nos sentimos así, el Evangelio no tiene nada que decirnos. Cuando David clamó: “Borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado […]. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmo 51:1, 2, 10), Dios respondió de inmediato. El salmista afirmó en otro lugar: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Salmo 103:12), y el profeta Isaías prometió: “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te redimí” (Isaías 44:22). De forma similar, Dios prometió a través de Jeremías: “Perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jeremías 31:34). Demos gracias a Dios porque aunque haya pecados que no podemos olvidar o perdonar, Él puede hacer ambas cosas. Capítulo 11 Derechos de propiedad No hurtarás. Éxodo 20:15 Se estima que más del ocho por ciento de las personas que visitan unos grandes almacenes probablemente llevan intención de robar. Sin duda, muchos de ellos justificarán su acción sobre la base de la pobreza, pero para la mayoría es simplemente su estilo de vida. En cualquier caso, no debemos suponer que el otro noventa y dos por ciento está en desacuerdo con esa acción, puesto que una reciente encuesta ha arrojado el dato de que la cuarta parte de las personas a las que se preguntó sí encontrarían aceptable callarse si un supermercado les cobra menos de lo debido. El que esta figura se recorte a la mitad cuando se trata de la pequeña tienda de la esquina muestra lo confusa que es nuestra doble moral. Al parecer, si se trata de comerciantes ricos es justo. Mientras que el robo generalmente no cuenta con la aprobación de la sociedad, no solemos estar seguros de por qué. Por eso mismo puede que no sepamos siquiera lo que es robar. Agur, el sabio de Proverbios, parece tener buen conocimiento de los Diez Mandamientos, ya que en un poema magistral incluye la esencia de al menos siete de ellos: “Vanidad y palabra mentirosa aparta de mí (noveno); no me des pobreza ni riquezas; manténme del pan necesario. No sea que me sacie, y te niegue, y diga: ¿Quién es Jehová? (tercero). O que siendo pobre, hurte, y

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blasfeme el nombre de mi Dios (octavo). No acuses al siervo ante su señor, no sea que te maldiga, y lleves el castigo (noveno). Hay generación que maldice a su padre y a su madre no bendice… (quinto)” (Proverbios 30:8–11). El octavo Mandamiento —“No hurtarás”— debería ser un Mandamiento de fácil comprensión. Hurtar es tomar sin permiso algo que pertenece justamente a una persona. Nuestra primera oportunidad probablemente se da en la guardería cuando nuestros compañeros de juego tienen juguetes claramente más bonitos que los nuestros. En toda sociedad hay algún tipo de norma sobre la propiedad que en general es entendida y aceptada, con un castigo para los que transgredan esta ley. Ninguna sociedad puede sobrevivir mucho tiempo sin leyes que prohíban el robo. ¿POR QUÉ ES ERRÓNEO ROBAR? En primer lugar, robar es un pecado porque viola la Ley de Dios sobre la propiedad Cuando Dios puso a Adán en un precioso huerto, le dijo que “lo labrara y lo guardase” (Génesis 2:15–17). Esta fue la primera ley relacionada con la propiedad. En todo el Antiguo Testamento, Dios enseñó a su pueblo la diferencia entre poseer y robar. La ley de la propiedad reconoce que algunos tienen más y otros menos, pero todos tenemos algo. Este principio queda claro en Hechos 5 donde Pablo recordó a Ananías que mientras poseyera la heredad, podía hacer con ella lo que quisiera. El pecado no era que se guardara parte del dinero para sí mismo sino que mintiera a Dios (Hechos 5:3, 4). Muchas de las parábolas de nuestro Señor se basaban en el derecho sobre la propiedad. Dios ha dado su reconocimiento al hecho de que casi todo el mundo tiene alguna posesión, por muy pequeña que sea, y arrebatarla significa violar el derecho que Dios da a la gente para que posea lo que tiene. Tener una posesión es parte de la responsabilidad de trabajar y cuidar del mundo en que vivimos. David Field en God’s Good Life (La vida buena según Dios), nos describe provechosamente como cuidadores más que como propietarios. Cierta posesión puede ser errónea si ha sido obtenida ilegal o inmoralmente, si tenemos demasiado o lo convertimos en nuestro dios. Probablemente, ese era el problema del joven que oyó hablar a Cristo más de lo que deseaba cuando le preguntó el camino de la vida eterna (Marcos 10:17–31). Pero, aunque toda posesión no sea correcta, robar siempre es incorrecto. Equilibrar la balanza, dando a los que tienen menos lo que se roba a los que tienen más, es quebrantar el octavo Mandamiento. En segundo lugar, robar es pecado porque muestra un espíritu codicioso Robar es el deseo de conseguir algo a cambio de nada, aprovecharse del trabajo de otros sin pagar ningún precio. Probablemente, el primer robo de toda la Historia es el que nos relata Génesis 14:11–12. Cuatro reyes se adueñaron de todos lo bienes de Sodoma y Gomorra y se los llevaron, incluyendo a Lot, el sobrino de Abraham, y todas sus posesiones. Un robo a gran escala. Jeremías 49:9 nos recuerda algo muy obvio, especialmente si hemos tenido la desgracia de ser robados en nuestras casas: “Si vinieran ladrones de noche, ¿no habrían tomado lo que les bastase?” A diferencia del zorro, que mata a las gallinas se las coma o no, los ladrones suelen ser selectivos. He tenido amigos a los que no les han robado videocámaras muy caras simplemente porque los ladrones iban en busca solo de joyas. En todos nosotros hay un espíritu codicioso; al codiciar (preludio de robar), elegimos lo que nos gusta, y luego queremos más.

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Robar siempre muestra un espíritu de querer más y más. Es el espíritu sobre el que leemos en Proverbios 30:15: “La sanguijuela tiene dos hijas que dicen: ¡Dame! ¡Dame!” Agur, a continuación, compara esta glotonería insaciable con la tumba, la matriz estéril y el fuego: ninguno de ellos se satisface. Robar es pecado porque revela un espíritu codicioso que dice: “¡Dame! ¡Dame!” El robo es la sanguijuela de la sociedad. En tercer lugar, robar es pecado porque genera violencia La ley distingue entre robo, robo con allanamiento y robo con agravantes. El segundo tipo siempre conlleva algún forzamiento de la propiedad, mientras que el último siempre va acompañado de violencia. En el Nuevo Testamento, Santiago lo resume a la perfección: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis” Aquel robo en Génesis 14 iba acompañado de violencia. Los cuatro reyes no entraron en Sodoma y Gomorra para pedir educadamente a los ciudadanos que se unieran a ellos. Acompañaron su visita de fuego y espada. Todas las guerras son a causa de la codicia, ya sea de poder, de propiedad o de principios; queremos algo y estamos dispuestos a pelear por ello. Muy pocos ladrones van sin armas; están preparados para luchar si es preciso. Hoy las naciones y los sectores de la sociedad se enfrentan entre sí violentamente solo por causa de la codicia. No obstante, la violencia también es una respuesta al robo. Nuestra primera reacción cuando volvemos de vacaciones y nos encontramos con que la casa ha sido “limpiada” por un visitante indeseado probablemente es: “¡Si solo pudiera atraparlos!” Siendo la naturaleza humana como es, respondemos al robo con violencia. Por este motivo tenemos leyes en nuestra sociedad que limitan la agresión del que defiende sus posesiones. Lo mismo sucedía en el Antiguo Testamento, como vimos en el capítulo 9 (Éxodo 22:2 por ejemplo). Dios tenía que poner límite a la reacción violenta que el robo suscita en la mayoría de nosotros. También se aplica el mismo principio a la respuesta internacional ante el robo. Durante 1990 las naciones aliadas arrebataron el pequeño Reino de Kuwait de las codiciosas manos de Sadam Hussein, el dictador de Irak. Era necesaria una cierta respuesta porque el robo a escala internacional no se puede tolerar más que el individual. En cualquier caso, lo que preocupó a algunos fue la dimensión de las medidas que se adoptaron. Naciones poderosas movilizaron grandes contingentes armados y durante semanas estuvieron destruyendo las vidas de civiles y militares iraquíes. Esto despertó las dudas sobre cuál era el grado de agresión apropiado. Ninguna reacción violenta a una agresión es buena, pero sí se puede considerar necesaria. De nuevo, robar generaba un respuesta agresiva. El violento robo que se registra en Génesis 14 tuvo como consecuencia una reacción violenta. Abraham se ciñó su espada, llamó a sus 318 sirvientes entrenados, y con un ataque relámpago nocturno desbandó a los saqueadores. La violencia del robo, la violencia para recuperar lo sustraído. Por eso dice Dios que robar es pecado. ¿ES SIEMPRE ERRÓNEO ROBAR? Tras una dura travesía por el Atlántico, los pioneros europeos desembarcaron en noviembre de 1620 en Cabo Cod, Nueva Inglaterra. Llegaron débiles y descorazonados, sin casa, con poca comida, debiendo enfrentarse con animales salvajes, profundos bosques, tiempo gélido e indios hostiles aunque no los

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hubieran avistado. Creyeron que era la providencia de Dios cuando se tropezaron con reservas de grano indio escondidas en la tierra. Probablemente salvaron la vida de los primeros colonos. Tomaron el grano pero, a causa del octavo Mandamiento, prometieron solemnemente ante Dios que lo devolverían a los indios tras la primera cosecha, y mantuvieron su palabra. Tenían mujeres e hijos en la playa que debían mantener vivos a lo largo de un duro invierno. Los pioneros tomaron los alimentos para mantener vivos a su familia y a ellos mismos, pero este Mandamiento les obligó a decir: “A los ojos de Dios robar es un pecado, pero sería un pecado mayor dejar morir a nuestras familias cuando hay comida disponible, por lo que nos comprometemos a devolvérselo a los indios aunque no sepan nada de ello”. Por supuesto que robar es erróneo cuando revela codicia. ¿Pero hay alguna circunstancia que pueda cambiar este mandato? ¿Es erróneo robar cuando la alternativa es morirse de hambre? Al parecer, el sabio de Proverbios pensaba de esa forma: “Vanidad y palabra mentirosa aparta de mí; no me des pobreza ni riquezas; manténme del pan necesario; no sea que me sacie, y te niegue, y diga: ¿Quién es Jehová? O que siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios” (Proverbios 30:8, 9). En lo que a Agur concernía, hasta robar en condiciones de pobreza deshonraría el nombre de Dios; pero, no obstante, parece ser consciente de que las circunstancias extremas pueden forzarle a quebrantar una de las leyes de Dios. A mediados del siglo XIX, el filántropo evangélico Lord Shaftesbury asistió a una reunión poco habitual. Muy tarde, una noche se reunió con 400 miembros de la fraternidad criminal más peligrosa de Londres. Un trabajador de la Misión Urbana de Londres había concertado la reunión porque conocía bien a aquellos hombres y gozaba de su confianza; todos habían oído hablar de Lord Shaftesbury como el único hombre influyente que parecía interesado en hacer algo por personas como ellos. Allí estaban, apiñados en una fría y escasamente iluminada habitación, 400 de los peores criminales de las calles de Londres. Shaftesbury habló con ellos y les instó a abandonar la violencia y adoptar un estilo de vida diferente. Más tarde el “Lord de los sucios”, como sería apodado, escribió en su diario que muchos de aquellos hombres rompieron a llorar cuando confesaron que no tenían otra alternativa que robar. O robaban o sus mujeres e hijos morirían de hambre. Shaftesbury añadió: “¡Qué espectáculo! ¡Qué miseria! ¡Qué degradación! Y sin embargo, me pregunto si gente exquisita, acomodada, como nosotros, no somos peores pecadores a los ojos de Dios que estos pobres desgraciados”. ¿Por qué dijo algo así? Porque le preocupaba el hecho de que era el lujo de tantos el que, llevándoles a la pobreza, empujaba a estos hombres al robo con violencia simplemente para mantenerse vivos. ¿Cae la culpa del robo sobre los que llevan a los pobres al borde de la inanición? En el Antiguo Testamento Dios dio una ley para la “rebusca” (Levítico 19:9, por ejemplo). Cuando el granjero mandaba a sus siervos al sembrado para que recogieran el grano, no debían cosechar en los bordes; de manera similar, se dejaba sin recoger todo lo que caía de las gavillas. Los pobres tenían derecho a rebuscar, o recoger lo que había sobrado. Lo mismo sucedía en los viñedos. Deberíamos preguntarnos si cualquiera de nuestras acciones contribuye a la pobreza de otros y, por ende, los lleva a robar; y sí es así, qué es lo que debemos hacer al respecto. En todos los Mandamientos no solo tenemos la responsabilidad de no quebrantarlos nosotros mismos sino de evitar ser causa de que otros los quebranten.

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Otro sabio nos recuerda en el libro de Proverbios que los hombres “no tienen en poco al ladrón si hurta para saciar su apetito cuando tiene hambre; pero si es sorprendido, pagará siete veces; entregará todo el haber de su casa” (Proverbios 6:30, 31). La cuestión es que podamos comprender las razones extremas que llevan a un hombre a robar, y podamos simpatizar con su trágico dilema, pero hasta en semejantes circunstancias el predicador admite la justicia del castigo impuesto por robar. Robar es pecado, cualquiera que sea la razón, aunque a veces sea el menor de dos males; y por esa razón se debe suavizar el castigo con la gracia. Como Shaftesbury admitió, son igualmente culpables los que, por codicia o negligencia, obligan a otros a robar. Por este motivo necesitamos tanto el décimo como el octavo Mandamiento. El décimo Mandamiento está en contra de la codicia, y eso nos obliga a controlar nuestros motivos. Tanto a aquellos pioneros europeos como a muchos de los delincuentes del Londres victoriano no les empujaba la codicia; simplemente necesitaban mantenerse vivos, tanto ellos como sus familias. Este Mandamiento no permite ninguna excepción. Robar es pecado siempre y en cualquier circunstancia. Puede que sea una conclusión difícil de adoptar, pero si adoptamos cualquier otra posición, la anarquía se apodera de todo y se vuelve fácil justificar cualquier patrón que un individuo pueda establecer. En Francia, robar en las tiendas se considera un deporte nacional; se ve a los dueños de las grandes superficies como parásitos para la comunidad por lo que robarles es “jugar limpio”. Sobre la misma base, puede que lamentemos los abultados e indecentes salarios que reciben los gerentes de las compañías y oficinas y justifiquemos así manipular nuestras horas de trabajo o robar objetos del trabajo. ¿Pero lo ve Dios así? Justificar el robo de unos clavos en el trabajo basándome en lo ridículamente bajo que es mi sueldo en comparación con el salario y otros beneficios del director gerente de la empresa permite que un hombre más pobre que yo robe impunemente en mi casa. ¿QUÉ CLASE DE ROBO? Primero, el robo directo Esto puede ir desde el robo de lingotes de oro que valen millones hasta sisar por valor de unos pocos céntimos. Los miles de personas que roban en tiendas le cuestan a la sociedad muchos millones cada día. En 1994 cierta cadena de tiendas perdió más millones en bienes robados que los que gastó en sistemas de seguridad. Un documental en el que una mujer aparecía alardeando de que podía conseguir enormes beneficios diarios robando en tiendas tuvo uno de los índices de audiencia más altos. La naturaleza humana tiene una gran capacidad para justificar el pecado propio y condenar el mismo en otros. En 1983, el doctor Gerald Mars, sociólogo, afirmaba que las trampas en el trabajo aumentaban la satisfacción laboral, incrementaban las tasas de trabajo y llevaban a una mayor producción económica. Eso suena como una impresionante justificación del robo en nuestra sociedad moderna, y puede sorprendernos que Pablo no la utilizara para los pobres y explotados esclavos de la congregación de Éfeso. En vez de eso, escribió: “El que hurtaba, no hurte más” (Efesios 4:28). Aun suponiendo que los datos del doctor Gerald Mars sean correctos y se pudiera probar que las trampas en el trabajo sí aumentan la satisfacción laboral, incrementan las tasas de trabajo y llevan a una mayor producción económica, robar seguiría siendo erróneo, y sería más sano para nosotros tener menos satisfacción, tasas de trabajo más bajas y menor producción económica, pero obedecer el mandato de Dios. Cuando alguien roba

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en nuestra casa, puede que experimente una gran satisfacción, pero eso no lo hace correcto. Robar es pecado. En cualquier caso, los cristianos muchas veces no se quedan atrás con respecto al mundo en materia de robos, aunque sea de forma mucho más sutil. Programas sin registrar en los ordenadores personales, cánticos espirituales sin licencia que se utilizan en acetatos, y derechos de autor impagados son todos formas contemporáneas de robar de aquellos que se quejan de los que hacen trampas en sus impuestos de circulación o con sus licencias de televisión. El Mandamiento está claro, y el Nuevo Testamento simplemente subraya su claridad. Pablo se aseguró de que los jóvenes convertidos, esclavos o libres, supieran perfectamente cuál es el nivel que se espera de un cristiano. Cuando escribió a Tito en Creta a principio de los años 60 d. C., Pablo tenía algo importante que decir a los esclavos. Algo de representación nos servirá para comprender el impacto de la epístola de Pablo: Eres un esclavo del siglo I. No posees nada, ni siquiera una mujer y unos hijos; tu amo vive con un lujo esplendoroso y, a cambio de esa comodidad, no recibes casi nada a cambio. Entre tus compañeros es normal robar cuanto se pueda del amo. Simplemente equilibran la balanza aquí y allá; te juntas con ellos, por supuesto, y por las noches alardean unos a otros sobre la “colecta” del día. Un día te conviertes a Cristo y cuando vas al sitio de reunión el domingo, un anciano está leyendo una carta que Pablo ha escrito a Tito, el dirigente del grupo. Casi las primeras palabras que oyes son: “Exhorta a los siervos a que se sujeten a sus amos, que agraden en todo, que no sean respondones; no defraudando, sino mostrándose fieles en todo, para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador” (Tito 2:9, 10). Eso sería radical. Ese tipo de moralidad de largo alcance se convertiría en la comidilla de la casa y pronto llegaría a oídos del propio amo. No sería fácil ni popular explicar tu nuevo estilo de vida a tus compañeros esclavos. Segundo, robo mediante negocios fraudulentos Puede tratarse de “arreglar las cuentas” domésticas o de estafa corporativa, alterar los impuestos, o las cuentas de gastos; ajustar un poco las cosas aquí y allá u olvidar algo por conveniencia. Dios ordena: “Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto” (Romanos 13:7) y podríamos añadir: “al que Impuesto sobre el Valor Añadido, Impuesto sobre el Valor Añadido”. Los ministerios de Hacienda han entablado una batalla con las grandes empresas en relación a los impuestos indirectos, y hoy en día, la evasión de impuestos es un gran negocio. Dar una edad falsa para ahorrarse dinero también es robar, al igual que callarse cuando las cuentas salen erróneamente a nuestro favor. Hace algunos años compré un ordenador y una impresora de una corporación internacional. Me llevé conmigo ambas cosas y unos días después recibí en casa un segundo equipo. Ahora tenía dos ordenadores y dos impresoras por el precio de uno. Llamé para informar del error, pero dos semanas después aún tenía en mi poder el segundo equipo. Llamé otra vez para recordárselo pero no hicieron nada. Tras algunas semanas más, escribí para decirles que si no lo recogían en dos emanas era de suponer que la compañía estaba contenta con que me lo quedara. Unos días después llamaron a la puerta. Alguien podría decir que no estaba en mi juicio cuando insistí tanto; además, una gran compañía como esa difícilmente podría echar de menos tan solo un equipo; quién sabe si lo llegaron a recuperar o si simplemente se “perdió” en medio de todo el papeleo. Pero nada de eso era mi asunto. El octavo Mandamiento no permitía jugar con la verdad. No tenía otra

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opción. “Eso es culpa suya” no es ninguna respuesta ante el fuerte mandato de Dios de “No hurtarás”. Son muchas las personas que viajan en tren sin billete. Eso es robar, aunque las estadísticas indiquen que el catorce por ciento de la población crea que eso es moralmente aceptable. En mi época de estudiante, compartíamos el mismo edificio con una conocida empresa de muebles. Frecuentemente, la oficina de mecanografía se calmaba y se oía a las secretarias hablar cuando las máquinas de escribir estaban en silencio, eso era antes de los tiempos del procesador de textos. Los estudiantes siempre sabíamos cuándo entraba el jefe en la oficina porque instantáneamente todas las máquinas se ponían en funcionamiento con toda eficiencia. Robar tiempo con pausas prolongadas y trabajo despreocupado es robar engañosamente. A los esclavos colosenses se les recordó: “obedeced en todo a vuestros amos terrenales, no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres” (Colosenses 3:22). Relajarse cuando nadie está mirando es robar. Por principio, estos hurtos “menores” no son diferentes del fraude corporativo y los negocios sumergidos. La cantidad de tiempo que se gasta o la suma del dinero que se roba, ya sea directa o indirectamente, solo hace al pecado más o menos notorio, pero no más o menos pecaminoso. Dios no estima la gravedad de quebrantar el octavo Mandamiento según las cantidades que están en juego. Tercero, robo por pagos retrasados Vivimos en un mundo de contratos. Muchos tienen su casa hipotecada, y eso es un contrato. El banco o la sociedad financiera nos prestan el dinero y lo devolvemos con un interés acordado y unos determinados plazos. Todos tenemos otro tipo de contrato con las compañías suministradoras de gas, agua, fluido eléctrico y teléfono. Aceptamos pagar la suma que viene en la factura del suministro que hemos utilizado. Algunas personas creen que es muy inteligente pagar cuando nos llega el segundo aviso. Eso es robar. Retrasar el pago es robar. Ante los avisos definitivos no sirve de nada alardear de la administración juiciosa que hacemos de nuestro dinero al retrasar el pago todo lo posible. Retrasar el pago es robar; es robarle a una empresa el dinero que le corresponde y los intereses de ese dinero. Si un acreedor no nos pide su dinero hasta el día 30 del mes, no estamos hurtando hasta el 31. “No debáis a nadie nada” difícilmente podría estar más claro (Romanos 13:8). Cuando se devuelve un cheque, y una deuda, por muy pequeña que sea, continúa sin pagarse, estamos robando. Es tiempo de que muchos cristianos pongan en orden su hogar en cuanto a economía. Pablo no estaba desacertado cuando acusó a los judíos de ser culpables al alardear de pueblo privilegiado porque solo ellos tenían las leyes de Dios y, sin embargo, romper continuamente esas mismas leyes que ellos creían hacerles diferentes: “Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas?” (Romanos 2:21). Cuando Pablo escribió: “No debáis a nadie nada” se está refiriendo al Mandamiento “No robarás” (Romanos 13:8, 9). Pero luego da otra razón: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No importa si todo el mundo se niega a pagar hasta que se les amenaza con tomar acciones legales; se supone que los cristianos somos la sal y la luz, lo que significa que no debemos dejarnos arrastrar por el mundo sino mostrar una conducta mejor para elevar sus patrones. En este asunto “paga como querrías que te pagaran” debería ser el lema de todo cristiano. Me siento avergonzado cuando hombres de negocios me dicen que no les gusta tratar con cristianos porque tardan mucho en pagar. Eso es una deshonra. Miles

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de pequeñas empresas entran en quiebra cada año por este mismo motivo: los deudores tardan tanto en pagar que la compañía no puede afrontar sus propias deudas. Cualquier cristiano que esté al principio de esa cadena está rompiendo el octavo Mandamiento y trayendo deshonra al nombre de su Señor. Paga como querrías que te pagaran. El mundo lo notará. Es fundamental. Cuarto, robo por cobro indebido En una sociedad gobernada por las fuerzas del mercado no siempre es fácil determinar cuál es el precio correcto que debe tener una mercancía; pero el cristiano debe considerar seriamente el hecho de que una mercancía no siempre vale lo que el mercado está dispuesto a pagar. Puede que el economista político esté en desacuerdo, ¿pero qué sucede si el mercado paga porque no es consciente del valor real o porque no tiene otra opción? Hasta nuestros gobiernos seculares admiten este hecho, y por ese motivo existen las comisiones antimonopolio. Existe algo como la integridad cristiana al cobrar. He conocido artesanos que eran conscientes de que podían cobrar más por su trabajo, pero están satisfechos de todas formas porque reciben un salario justo por su trabajo. No es ninguna excusa ampararse tras la afirmación de que “el mercado puede soportarlo”; quizá pueda, pero puede que muchos encuentren los precios insoportables. La codicia es el motivo que intenta agarrar todo lo que puede. Vender cualquier cosa a un precio que sabemos muy por encima de su valor real es una violación del octavo Mandamiento. “Arreglar” un vehículo en el que no se puede confiar para hacer una venta rápida, vender una mercancía inservible, o hablar de un producto o suministro dándole mucho más valor del que tiene son todos formas de fraude. ROBAR A DIOS Hace algunos años prediqué sobre el octavo Mandamiento, y a lo largo de la semana siguiente solo una persona se acerco a mí para preguntarme si tenía pensado añadir algo más sobre el asunto del robo o si ya había dicho todo lo necesario. Sabía lo que tenía en mente y le aseguré que aún había un asunto importante del que hablar. Ese asunto es el que ahora vamos a tratar. Según estudios recientes, la cantidad que los cristianos en cierto país daban a organizaciones cristianas solo supone el dos por ciento de su renta media. Puesto que la mayoría de las iglesias, misiones y organizaciones cristianas creen que podrían conseguir más cosas si aumentaran sus ingresos, podría ser que los cristianos de hoy le estén robando a Dios. ¿Pero es eso posible? Hay un pasaje en Malaquías de gran importancia hoy en día. Podemos encontrar su contexto histórico en los libros de Esdras y Nehemías. Unos 530 años antes de Cristo, por medio del decreto de Ciro, rey del imperio medo-persa, los judíos habían vuelto de su exilio y empezado a reconstruir su Templo en Jerusalén. El trabajo no tardó mucho tiempo en detenerse. Había dos razones para ello: Primero, porque el pueblo estaba aterrado ante las amenazas de sus enemigos y, segundo, a causa de su egoísmo; encontraban mucho más cómodo y seguro trabajar en la ampliación de sus casas que molestarse con la obra de Dios. El profeta Hageo obligó al pueblo a volver al trabajo por medio de su predicación sin concesiones, pero poco tiempo después, a pesar de que ahora tenían un flamante Templo nuevo, su actividad espiritual se volvió descuidada. El profeta Malaquías apareció en escena para resolver este estado de cosas. Malaquías dirigió su atención a cuatro cosas en concreto. En primer lugar, mostró su desagrado con sus sacrificios inferiores; buscaban los peores animales del rebaño y decían: “Eso es suficiente para Jehová”. En segundo lugar, Malaquías

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señaló sus vidas inferiores; no estaban viviendo como debería vivir el pueblo de Dios. Luego dirigió su atención a los dirigentes inferiores; los dirigentes no estaban dando el ejemplo adecuado al pueblo, y estaban dispuestos a decir cualquier cosa que el pueblo quisiera escuchar. Pero en cuarto lugar, Malaquías mostró su descontento con sus ofrendas inferiores. Se estaban guardando los diezmos. Dios, a través de su profeta, entabló un diálogo imaginario con su pueblo, mostrándole las respuestas que daría ante sus demandas. Aquí tenemos una parte del “debate”: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los ejércitos. Mas dijisteis: ¿En qué hemos de volvernos? ¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde” (Malaquías 3:6–10). Queda claro que no dar a Dios lo que espera de nosotros es “robar a Dios”, y eso es una violación del octavo Mandamiento. Es posible ser escrupuloso en cuanto a evitar cualquier transgresión de las maneras que hemos considerado hasta ahora en este capítulo y, sin embargo, robar a Dios. EL DIEZMO Y TODO ESO Aunque el diezmo consistía en la décima parte de la renta de un israelita, el patrón para ofrendar que da el Antiguo Testamento no es tan claro como esa simple afirmación pueda parecer. La primera referencia al diezmo se encuentra en Génesis 14:20, donde leemos que Abraham da un diezmo a una extraña figura que aparece y desaparece rápidamente del panorama del Antiguo Testamento. Su nombre era Melquisedec. Algunos creen que es una preencarnación de Cristo en la Tierra, pero sea cierto o no, es algo que no nos concierne aquí. El hecho es que Melquisedec era un sacerdote del Dios verdadero al que Abraham dio el diezmo, al igual que de la misma forma más tarde se ordenaría a los israelitas que dieran el diezmo para sostener a los levitas. 400 años después de Abraham, Dios dio a Moisés la siguiente ley que aparece en Números 18:21: “Y he aquí yo he dado a los hijos de Leví todos los diezmos en Israel por heredad, por su ministerio, por cuanto ellos sirven en el ministerio del tabernáculo de reunión”. En Levítico 27:30–32 se recordó a Israel que “el diezmo de la tierra, así de la simiente de la tierra como del fruto de los árboles […] todo diezmo de vacas o de ovejas […] será consagrado a Jehová”. Si alguien quería recuperar su diezmo a cambio de dinero, debía añadir una quinta parte de su precio (v. 31). El diezmo no pertenecía a nadie más que al Señor. En cualquier caso, las leyes de las ofrendas del Antiguo Testamento no acababan aquí. En el tiempo del censo había que pagar un impuesto, o rescate (Éxodo 30:11–16), y las ofrendas especiales y votivas, los primeros frutos de la cosecha, la redención del primogénito y todas las ofrendas voluntarias se hacían además del diezmo (Deuteronomio 12:6 y Éxodo 23:19). Ya en los tiempos de Cristo, el pensamiento de los fariseos se había vuelto tan legalista que contaban hasta la más mínima semilla para asegurarse de que Dios recibiera su diezmo, y nada más que eso (Mateo 23:23). Cristo no condenó su cuidado del diezmo sino su negligencia en asuntos mucho más importantes. Les dijo que debían practicar el diezmo sin dejar de lado “la justicia, la misericordia y la fe”.

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En el capítulo 2 rememoré cómo tratamos el asunto en una discusión entre adolescentes y veinteañeros. Cuando empezamos con la ley de la ofrenda del Antiguo Testamento, nos dimos cuenta que no era fácil aplicar todos sus detalles a nuestra situación moderna, sobre todo cuando descubrimos que los judíos gastaban parte de su ofrenda en sacrificios de los que luego comían. Pero al empezar de nuevo a buscar información en el Nuevo Testamento, encontramos una perspectiva completamente nueva. Reunimos algunas palabras de 2 Corintios 8 y 9, 1 Corintios 16 y Marcos 6 que definían cómo debe ser la ofrenda cristiana: sacrificada, alegre, voluntaria, espontánea, proporcionada, abundante, secreta, humilde, regular y confiada: todo ello como resultado de la gracia. Al llegar a este punto, los jóvenes preguntaron por un patrón bíblico para medir nuestra ofrenda. El diezmo nos dio el patrón. Insistir en la proporción exacta del diezmo para convertirla en una medida de espiritualidad sería caer en el legalismo, pero la libertad cristiana nos puede llevar hasta allí voluntariamente. Encontramos un acercamiento positivo a este asunto en el avivamiento más significativo del Antiguo Testamento. 700 años antes de Cristo, durante el reinado del rey Ezequías, el avivamiento espiritual afectó la adoración de la nación y a la santidad personal y al entusiasmo evangelístico del pueblo. Pero hay otra faceta que siempre resulta afectada cuando el Espíritu de Dios entra en nuestras vidas de una forma tan poderosa. Cuando “volvieron todos los hijos de Israel a sus ciudades, cada uno a su posesión” (2 Crónicas 31:1), el rey les ordenó hacer la contribución adecuada al mantenimiento de los sacerdotes. Se nos dice: “Cuando este edicto fue divulgado, los hijos de Israel dieron muchas primicias de grano, vino, aceite, miel y de todos los frutos de la tierra; trajeron asimismo en abundancia los diezmos de todas las cosas […] y lo depositaron en montones” (2 crónicas 31:5, 6). Hubo tanto que se tuvieron que construir almacenes, y aun así seguían llegando más productos. La Ley demandaba el diezmo, pero la gracia dio más, mucho más. Nada muestra tanto nuestro verdadero valor como la actitud que tenemos hacia “nuestras posesiones”. Este era el motivo por el que Hageo se quejaba 900 años después de Ezequías: la gente había tomado una actitud errónea hacia sus propias posesiones precisamente porque creían que eran suyas. Tenían dinero, pero debido a que lo gastaban todo en sí mismos, era como si lo pusieran “en saco roto” (Hageo 1:6); nunca tenían suficiente. En la parábola de nuestro Señor sobre el rico y Lázaro, lo que mejor mostraba que el rico vivía como un ateo que no tenía ningún interés en Dios era la actitud que tenía hacia sus posesiones (Lucas 18:22–24). En una de las historias que contó Jesús, un granjero construía mayores graneros para albergar la gran cosecha que había recogido ese año. Pero la verdadera condición de su corazón se veía en la actitud egoísta que mostraba hacia su riqueza (Lucas 12:19). Quizá la historia más triste de todas es la del marido y la esposa que mintieron en su ofrenda a Dios. Querían mantener al mismo tiempo su reputación espiritual sin soltar sus riquezas terrenales; la historia de Hechos 5 demuestra que es imposible aferrarse a las dos a la vez. De la misma manera, Demas fue una vez un fiel servidor del Evangelio pero le acabó traicionando la actitud que mostraba hacia sus posesiones, amaba el mundo por encima de todo (2 Timoteo 4:10). Siempre que el Espíritu Santo entra en nuestras vidas, toca nuestros bolsillos. Hace que no nos aferremos tanto a nuestras posesiones. En 1839 en la iglesia de San Pedro, Dundee (Escocia), Robert Murray M’Cheyne señaló la generosidad de las ofrendas de su pueblo con destino a la obra del Evangelio al otro lado del

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océano; era un tiempo de avivamiento en Dundee. En su valioso libro Lectures on Revival (Discursos sobre el avivamiento) (1832), William Sprague decía: “Es en medio de los derramamientos del Espíritu Santo donde los hombres aprenden a comprometerse activa y eficazmente en la gran empresa de la benevolencia cristiana. Es en ese momento cuando abren sus corazones y sus manos para ayudar a los que están en la región de sombra de muerte”. Cuando Dios entra en nuestras vidas, concentra nuestras mentes en la eternidad y aligera nuestras ataduras al tiempo. Si es verdad que “el gasto se incrementa al aumentar la renta”, es el momento de que muchos cristianos afronten el desafío de mantener su nivel de vida de forma que no roben a Dios. Al leer el Antiguo Testamento, descubrimos que hay dos indicadores de la vida de las personas. El primero es si guardaban el día de reposo, y el segundo es si le daban a Dios lo que le pertenecía. Por medio de la lectura de esos indicadores se puede saber si la gente está bien o mal espiritualmente. DAR CON GENEROSIDAD Ya que existe la posibilidad de que robemos a Dios, y puesto que tenemos al menos un modelo de ofrenda en el Antiguo Testamento, ¿cómo debemos dar? En 2 Crónicas 31, el pueblo ofrendó con tanta generosidad que los sacerdotes no sabían qué hacer con todo ello. Discutir sobre asuntos como si debemos dar el diezmo sobre nuestra renta bruta o neta, si también se incluyen las herencias y otros regalos, y cuánto podemos dar cuando tenemos una renta pequeña, está fuera de lugar. Es como los debates sobre lo que debemos hacer y lo que no en domingo. En ninguno de estos asuntos podemos legislar sobre las conciencias de los demás, pero la Biblia abunda en principios que pueden guiarnos. Pablo escribe sobre la ofrenda en 2 Corintios 9:6 y 7 y dice: “Pero esto digo: El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará. Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre”. Advirtamos ahora las palabras que aparecen en los versículos siguientes: versículo 10: “multiplicará, aumentará”; versículo 11: “enriquecido, liberalidad”; versículo 12: “abunda”; versículo 14: “superabundante gracia”. Todas estas son palabras superlativas. Algunas se refieren a lo que damos a Dios y otras a lo que Dios nos da. Así es como debe ser. Cuando Dios planeó el camino de la salvación, no escatimó en su ofrenda, y mi ofrenda debería reflejarlo. El Dr. James Kennedy edificó la iglesia en Coral Ridge desde cuarenta miembros a 5000 en veinte años, y habla de diezmar “por segunda vez”. Esa iglesia tiene un presupuesto multimillonario en dólares. ¿Debemos ser extravagantes o mezquinos? ¿Cuántos de nosotros estamos robando de Dios? Nunca he oído a los cristianos discutir sobre cómo podrían dar más. Solo los oigo discutir sobre cómo evitar dar tanto como piensan que deberían. El diezmo no es la cuestión; es un simple modelo o patrón que da el Antiguo Testamento, y muchos cristianos deberían querer superarlo bajo la ley de la gracia. Pablo dice: “no con tristeza, o por necesidad”. Dios preferiría que no diéramos nada si no queremos darlo. Siempre que ponemos sobre la mesa argumentos sobre los diferentes contextos culturales y los impuestos del gobierno central o local, nos estamos olvidando de la alegría de ofrendar generosamente. Hay un don espiritual por el que aún no he oído a nadie orar, es el don de “repartir”, quizá no oramos por él porque Pablo añade la coletilla de “con liberalidad” (Romanos 12:8). DAR CON ALEGRÍA Hay algunos que hablan de ofrendar como si pudiéramos negociar con Dios.

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Nosotros le damos a Dios, y Él, a cambio, nos hace ricos. Esa no es la enseñanza del Nuevo Testamento. Es cierto que el Nuevo Testamento nos anima a pensar que si damos, Dios se asegurará de que recibamos más, pero más para dar. A Dios no le preocupa nuestra riqueza, sino nuestra capacidad para seguir siendo generosos: “Para que estéis enriquecidos en todo para toda liberalidad” (2 Corintios 9:11). “Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7). No lo que nos sobra, sino aquello a lo que nos atrevemos, es lo que está en consonancia con la generosidad de Dios hacia nosotros. Siempre que se me pase por la cabeza qué otra cosa puedo hacer con mi dinero, estaré dando a Dios con reticencia. DAR REGULARMENTE Todos planeamos nuestras finanzas de la forma que mejor nos conviene. Algunos tienen un presupuesto semanal, otros mensual y aun otros trimestral. Ofrendamos en efectivo, mediante cheque o por transferencia bancaria. Los detalles no importan. Muchas veces he visto cristianos dejando pasar la ofrenda sin dar nada. Sé la razón: ofrendan generosa y regularmente mediante cheque. Pero no puedo dejar de pensar qué es lo que creerá el inconverso o el nuevo creyente: “¿No dan nada esos cristianos?” Probablemente no es hipócrita dar una pequeña muestra durante el culto. Cuando Pablo animó a los corintios a ofrendar con regularidad y proporcionalmente en 1 Corintios 16:2, la frase “según haya prosperado” no solo es en proporción a su renta sino teniendo en cuenta la bondad de Dios hacia nosotros. En cualquier caso, nuestra ofrenda debería ser especialmente una medida del amor que Dios nos muestra. Por este motivo, debemos animar a nuestros hijos a dar de su dinero. Los padres nunca deben dar dinero a sus hijos para la ofrenda cuando van hacia la iglesia; eso no les enseña nada sobre lo que es dar a Dios. Dos pequeñas monedas del bolsillo de un niño son muchísimo más valiosas que un billete de papá; solo de esta forma aprenderán cómo y por qué dar. Un hijo nunca hará preguntas si recibe la ofrenda de sus padres, pero cuando el dinero sale de su hucha, pronto empezará a preguntar: ¿Por qué? TERMINAR EL TRABAJO Cuando Churchill hizo un llamamiento a América para que ayudara a Gran Bretaña en su lucha contra la agresión alemana en 1941, pidió: “Dadnos las herramientas, y nosotros terminaremos el trabajo”. Casi en todos sitios, la obra cristiana se ve frenada por falta de medios. Oímos de misioneros y pastores que apenas llegan a niveles de subsistencia, trabajando con material anticuado e ineficaz. El Evangelio cristiano se merece mucho más que eso. Es una misión increíble. Tenemos la tarea de cuidar y evangelizar. Cuidar para que el mundo sepa y vea la naturaleza de Dios que motiva a su pueblo a cuidar de un mundo indiferente (Mateo 5:16), y evangelizar para que todo el mundo sepa las buenas noticias del Hijo de Dios que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros (Gálatas 2:20). Decimos que nos preocupa la evangelización, pero en el mundo moderno la evangelización cuesta dinero. Si todo el mundo que aceptara a Cristo como Salvador y Señor diera proporcional, regular, alegre y generosamente de sus ingresos, no motivado por el deber sino con entusiasmo y voluntad y un corazón lleno de amor por Dios y su Evangelio, entonces no habría ningún sitio donde el Evangelio se viera refrenado por la falta de recursos. Mantener a un pastor en la pobreza es robar a Dios, negarle a un evangelista las herramientas de evangelización es robarle a Dios, mutilar un trabajo bueno y necesario por falta de recursos económicos es robarle a Dios. Y

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todo eso es quebrantar el octavo Mandamiento. Si quebrantamos este Mandamiento por no dar a Dios, ¿cómo podemos esperar recibir alguna bendición espiritual? No importa si ganamos mucho o poco, aún podemos ofrendar proporcionalmente. Dios no nos da cifras; dice que demos de corazón. Como en todo, Dios mismo da el ejemplo. En Lucas 6:38 se nos anima diciendo: “Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir”. Este pasaje no se refiere a la riqueza y la felicidad; debe interpretarse como bendiciones espirituales, y eso es lo que debemos desear por encima de todo. ¿Es este el motivo por el que Dios retiene su bendición espiritual sobre gran parte de la Iglesia actual? ¿Es el dos por ciento una expresión suficiente de gratitud hacia el Dios que me dio la gracia del Evangelio de Cristo y el amor del Calvario? ¿Algún lector ha comprado alguna vez bulbos de flores en tiendas donde se venden por bolsas? ¿Cuánto tiempo ha invertido en apisonarlos y colocarlos de forma que cupiera el máximo número posible en una sola bolsa? Es increíble cuántos pueden caber cuando hay una buena motivación. Eso es exactamente de lo que está hablando Cristo en Lucas 6. Dios dice que es así como debemos dar. Podemos robar a Dios de mil formas distintas. Tomemos las horas semanales que nos sobran tras hacer todo el trabajo diario, nuestro sueño, las comidas y tareas domésticas; lo que queda es nuestro “tiempo libre”, y es más de lo que podamos pensar. ¿Pero cuánto de nuestro tiempo libre dedicamos a Dios? La ecuación se puede calcular de otra forma: sumemos el tiempo que gastamos con la televisión, la radio, nuestra relajación y aficiones, con el periódico y las revistas y luego sumemos el tiempo que gastamos la semana pasada en la adoración a Cristo y el trabajo para Él. ¿Cómo resulta la comparación? ¿Estamos robándole tiempo a Dios? Algunos de nosotros solo le damos a Dios la mitad del tiempo que invertimos en relajarnos y en nuestras aficiones. Si todos los cristianos dieran más tiempo a Dios, habría menos que hacer para los que hacen más cosas. La traducción de Efesios 5:16 no ha mejorado desde la antigua versión de ReinaValera. La Biblia Dios Habla Hoy ofrece una paráfrasis aproximada: “Aprovechad bien el tiempo, porque los días son malos”. Pero “redimiendo el tiempo” recalca que hay un coste implícito y que somos responsables ante Dios por el tiempo que malgastamos. Eso es robarle a Dios. Si toda palabra ociosa será tenida en cuenta (Mateo 12:36), probablemente cada momento ocioso también será tenido en cuenta. ¿Pero es eso todo? ¿Qué hay de nuestra energía y nuestros dones? Pablo nos recuerda en Romanos 12:6 que tenemos “diferentes dones, según la gracia que nos es dada”. Hoy en día se habla mucho de los dones, pero solo de algunos. Oímos hablar muy poco de los dones más importantes de todos. ¿Qué estamos haciendo con lo que Dios nos ha dado? Nuestra mente, nuestras capacidades, nuestro don. Quizá no seamos oradores públicos, ¿pero podemos cuidar, animar y organizar? Cualquiera que sea el don que Dios nos ha dado, si no lo estamos utilizando le estamos robando a nuestros hermanos en la fe y le estamos robando a la Iglesia, y eso es estar robándole a Dios. En cada aspecto de nuestra vida cristiana descubriremos que la medida que utilizamos para juzgar nuestra ofrenda es la medida que Dios utilizará para determinar las bendiciones espirituales en Jesucristo. Por medio de Malaquías prometió: “Traed todos los diezmos al alfolí […] y probadme ahora en esto […] si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición

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hasta que sobreabunde” (Malaquías 3:10). Me desagradaría presentarme ante Dios como un ladrón, habiéndole robado a Dios mi dinero, mi tiempo y mis dones. “No hurtarás” ha adquirido una nueva dimensión. Capítulo 12 Mentiras y más mentiras No hablarás contra tu prójimo falso testimonio. Éxodo 20:16 Con 1000 palabras tenemos lo suficiente para suplir el noventa por ciento de nuestra conversación, a pesar del hecho de haber cientos de miles de palabras disponibles. La mayoría de nosotros tiene un vocabulario de menos de 6000 palabras, pero la forma en que utilizamos nuestro relativamente reducido vocabulario puede ser estimulante o devastadora para los que nos escuchan. Unas pocas palabras pueden destruir un corazón, un hogar, un negocio o una reputación. Puede que la pluma sea más poderosa que las espada, pero la lengua es más fuerte que las dos. Los niños temen más las agresiones físicas que las morales, pero todo adulto sabe que estas últimas pueden ser mucho más graves que la otras. En el siglo V, Agustín de Hipona sabiamente comentó que ningún médico podía curar las heridas que inflige la lengua. Las palabras crueles pueden matar. Por tanto, no causa mucha sorpresa que, habiéndonos retado a considerar nuestra actitud hacia Él, su día, nuestros padres, el valor de la vida, las emociones y las posesiones, Dios guíe nuestra atención hacia la lengua. En el Nuevo Testamento, Santiago escribe sobre refrenar nuestras lenguas con un lenguaje gráfico e inolvidable: “Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno” (Santiago 3:6). Dudo que alguien haya escrito jamás una advertencia sobre la lengua más poderosa que esa. Todo político sabe que, si se “va de la lengua”, su carrera puede verse terminada de un día para otro; todo médico tiene bien aprendido que un comentario descuidado puede dejar a su paciente en un estado de ansiedad, y todo marido, esposa o padre ha experimentado la situación que una palabra irreflexiva puede provocar. La palabra que se traduce como “falso testimonio” no solo se refiere a falsear una verdad, aunque también se refiera a eso, sino a decir cosas que no valen para nada, inútiles o infundadas. Puede tratarse de unas palabras carentes de valores, llenas de oscuros presagios, o una mentira descarada. El noveno Mandamiento es la forma que tiene Dios de hacernos pensar en lo que hablamos, y no solo en lo que hablamos acerca de nuestro prójimo. Además, ¿quién es nuestro prójimo? El intérprete de la Ley que vino a “probar a Jesús” era muy consciente de este Mandamiento, y el que se encuentra en Levítico 19:8: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, y cuando preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?”, nuestro Señor dejó muy la clara la cuestión al responder con la parábola del buen samaritano: cualquiera que se cruza en mi camino es mi prójimo (Lucas 10:25–37). MENTIRAS Y MÁS MENTIRAS Aunque la prohibición de mentir no es todo el significado de este Mandamiento, sí que está incluida en su mensaje. En Colosenses 3:8 y 9 Pablo escribe a los jóvenes de Colosas y les recuerda cómo solían vivir y el cambio radical que debe experimentar la vida de un cristiano. Les manda: “Dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus

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hechos”. Antes que los colosenses se convirtieran habían vivido una vida de mentiras. Era muy habitual para ellos, llevaban sus negocios y relaciones basándose en la mentira; de hecho, mentían más que decían la verdad. El Apóstol les recuerda que habían construido sus relaciones sobre la desconfianza y la sospecha, pero ahora que eran cristianos todo había cambiado. Habían dejado atrás las viejas prácticas de sus vidas cuando las pusieron en manos de Cristo. Todo había cambiado. Todo eso no queda muy lejos de la forma en que viven millones de personas hoy en día; muchas personas están tan acostumbradas a mentir que mienten hasta cuando no les hace falta. Gran parte de nuestra vida social y laboral se basa en el arte de la mentira. Una simple mentira nos libra de una invitación indeseada, nos da un día libre de trabajo de vez en cuando, y niega nuestra participación en la propagación de rumores y habladurías. Puede que sea cierto que los negocios dependen de la confianza, pero hay demasiada gente que negocia con ella. Mentir es mucho más fácil una vez que suponemos que siempre se puede confiar en los gerentes de nuestras respetadas instituciones bancarias, los comerciantes que han sido galardonados por su servicio al comercio, y los hombres y mujeres que han estudiado en prestigiosas escuelas y universidades. La política se ha descrito como el arte de la mentira, y con un porcentaje de matrimonios que acaban en el divorcio de casi el cincuenta por ciento, por desgracia hay pocos hogares donde la palabra del marido o la esposa tengan algún valor. Nuestra vida nacional gime bajo la pérdida de verdad y confianza. Este Mandamiento también se viola cuando somos “económicos con la verdad”: lo que una vez Winston Churchill llamó “inexactitud terminológica”. Dar una impresión falsa al presentar solo la información que queremos dar es engañar. Los medios de comunicación son los máximos culpables de esto. Una información parcial, una cita deformada o descontextualizada, unas imágenes que se eliminan, y la verdad puede verse totalmente oscurecida. Aunque es innegable que la prensa, la radio y la televisión frecuentemente han prestado un gran servicio a la sociedad al facilitarle información que los gobiernos y empresas hubieran querido mantener oculta, los juicios mediáticos son uno de los grandes peligros de nuestra sociedad instantánea. Un documental de media hora puede asesinar a un personaje, arruinar un negocio, o destruir a un dirigente nacional. Los periodistas deben rendir cuentas cuando dan “falso testimonio”. La aplicación de este Mandamiento se amplía en Éxodo 23:1–3: “No admitirás falso rumor. No te concertarás con el impío para ser testigo falso. No seguirás a los muchos para hacer mal, ni responderás en litigio inclinándote a los más para hacer agravios; ni al pobre distinguirás en su causa”. Está claro que Dios no cree en la discriminación positiva. No debemos mostrar favoritismo con una persona pobre solo porque es pobre (ver también Levítico 19:15). La discriminación positiva puede ser otra forma de quebrantar el noveno Mandamiento. Algunos dirán que un hombre pobre siempre llevará razón, aunque eso sea injusto. La “teología de la liberación” sigue esa línea. Los pobres deben recibir justicia aunque sea por medios injustos. Pero Dios nunca autorizará un argumento así. Dios tampoco nos anima a impartir justicia por nuestra cuenta. Debemos ser honrados y veraces en todo tiempo. Si el hombre rico tiene la razón de su lado, debemos defenderle, y si hay que reivindicar al pobre debemos estar de su lado. Ni la pobreza ni las riquezas deben alejarnos de la verdad; hacerlo sería hablar “contra tu prójimo falso testimonio”. Una de las formas más graves de quebrantar el noveno Mandamiento es la

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mentira bajo juramento. Cada día, en cientos de tribunales, hombres y mujeres cometen perjurio ante jueces, magistrados y testigos. Dios no tomará a la ligera a aquellos que públicamente se comprometen a ser honrados y, a continuación, proceden a decir mentiras y más mentiras ya sea para defenderse a sí mismos o para incriminar a otros. El mentiroso habitual probablemente causa menos daño que el hombre que en general es íntegro, pero miente en escasas pero importantes ocasiones. El primero tiene poca credibilidad y, por tanto, nadie confía en él; el segundo tiene una reputación de honradez y se aprovecha de ella. La mayoría de la gente protesta ante el criminal que comete perjurio en un tribunal, pero nos hemos acostumbrado a los políticos, los hombres de negocios, los periodistas y los deportistas que mienten para encubrir a su gobierno deficiente, sus fraudes, sus dudosos informadores o su dopaje. Una sociedad nunca puede estar saludable o segura si la mentira forma parte de su código no escrito en la política, la economía, los medios de comunicación, el deporte… o la religión. ¿PUEDE SER CORRECTO MENTIR ALGUNA VEZ? La respuesta es: “No”, ¡pero algunas veces puede estar justificado! En tiempos de guerra, con el fin de proteger a los aliados, defender a un inocente, o confundir a un enemigo, se filtrará información falsa o, expresándolo de una forma más clara: se mentirá. La causa nunca puede hacer que una mentira sea correcta en el sentido de ser moral o espiritualmente buena, pero se justifica sobre la base de que en una situación concreta decir la verdad puede provocar un mal mayor que mentir. ¿Es una distinción bíblicamente válida? Creo que lo es. Hacia el final de los 400 años de Israel en Egipto, su número se había incrementado para alarma del faraón. Como método de regulación demográfica, ordenó a todas las comadronas que mataran a todos los varones nacidos a mujeres israelitas. Suprimir una generación limitaría la expansión de los judíos. Las comadronas hebreas Sifra y Fúa se negaron a obedecer las órdenes del faraón y, para defenderse, inventaron la historia de que, a diferencia de las mujeres egipcias, las madres israelitas daban a luz antes que las comadronas pudieran atenderlas (Éxodo 1:19). Eso no era cierto. En cualquier caso, el relato bíblico registra dos detalles importantes: primero, que Sifra y Fúa “temieron a Dios” (v. 17) y, segundo, que “Dios hizo bien a las parteras” (v. 20). Puede que pensemos que deberían haber dicho la verdad y aceptado las consecuencias, pero al parecer Dios no esperaba eso de ellas. Su mentira estaba justificada ante la otra alternativa: el infanticidio. En 2 Samuel 17 nos encontramos con una situación muy diferente. Absalón, el hijo de David, había usurpado el trono de su padre y se había apoderado de Jerusalén. Como suele suceder en tiempos de guerra, David había dejado algunos agentes encubiertos en la ciudad: Husai el arquita, Sadoc y Abiatar, que eran sacerdotes; mandó a estos hombres a la corte de Absalón. Dos hombres jóvenes debían actuar de mensajeros, y una sirviente debía llevarles la información de los agentes de David. Ahimaas y Jonatán, los mensajeros de David, estaban en la fuente de Rogel, pero por desgracia alguien los reconoció e informó a Absalón que mandó tropas para arrestarlos. Ahimaas y Jonatán, antes que los hombres de Absalón pudieran capturarles, escaparon hasta llegar a casa de Bahurim y se escondieron en un pozo. La mujer del dueño cubrió la tapa del pozo con trigo y cuando los soldados inquirieron por ellos, respondió con una clara mentira: “Ya han pasado el vado de las aguas” (2 Samuel 17:20). Mintiendo así protegía un canal vital de información para David, contribuyendo a salvar la

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vida del rey. La conclusión de estas dos historias es que, a pesar de que mentir está condenado por la Ley de Dios, hay momentos cuando la alternativa a una mentira es un mal mayor que la mentira misma. Es el mismo principio que aplicamos al Mandamiento contra el robo. No significa que tengamos una excusa para mentir a otras personas y justificarnos porque pensamos que servimos a una gran causa. Debemos ser muy cautos, raramente una mentira está justificada, y siempre necesita el perdón. Puede que el miedo nos haga mentir, pero eso no lo hace correcto (Génesis 18:15). EL DELEITE DE LA MURMURACIÓN “Las palabras del chismoso”, dice el predicador, “son como bocados suaves, y penetran hasta las entrañas” (Proverbios 18:8). La murmuración es transmitir noticias y rumores por el simple placer de hacerlo; normalmente en detrimento de la naturaleza y reputación de la persona de la que se habla. Recordemos que “falso testimonio” es aquello que es inútil, carente de valor o infundado. A diferencia de las mentiras, la murmuración puede transmitir cosas ciertas, pero con un propósito malévolo u ocioso. No es ninguna defensa decir: “Esto no es murmurar, porque es perfectamente cierto”. Quizá sea cierto, pero la quijada de un asno fue un arma homicida en tiempos de Sansón, y aún lo es. Hay una ley de la naturaleza humana que nos asegura que una historia propagada a través de la murmuración siempre aumenta su tono ridiculizador mientras que su contenido condenatorio jamás disminuye. En 1867 Charles Haddon Spurgeon, el popular predicador victoriano, habló en un culto de instalación en Thet ford, Norfolk, de uno de sus estudiantes, un tal Welton. Muchos años más tarde el Sr. Welton se refirió a lo que Spurgeon había dicho en aquel sermón: “Antes de que dejes el colegio y vayas a la iglesia, quiero que te sometas a una operación. Voy a sacarte un ojo, perforarte un tímpano y ponerte un bozal en la boca. Y antes que vayas sería mejor que tuvieras un nuevo traje y quiero que le digas al sastre que le ponga un bolsillo sin fondo. ¿Comprendes la parábola? Habrá muchas cosas en tu congregación que habrás de mirar con el ojo ciego y oír con el oído sordo, mientras que muchas veces te sentirás tentado a decir cosas que sería mejor mantener en silencio; recuerda entonces el bozal. Toda la murmuración que oigas durante tu trabajo pastoral debes meterla en el bolsillo sin fondo”. No solo los pastores, sino todo cristiano necesita el oído sordo, el bozal y el bolsillo sin fondo. En Romanos 1:29, Pablo comenta que la murmuración es típica del mundo. La palabra griega para “murmuración” es muy expresiva. Transcrita se lee psithuristes. Si la leemos en voz alta, comprendemos por qué tiene el significado de “murmurador” o “chismoso”. Por desgracia, a todo el mundo le gusta un susurro, algo de cháchara, el más selecto manjar de la murmuración. La murmuración alcanza lugares donde las palabras excelsas no llegan: así es la naturaleza humana. En 1 Timoteo 5:13, Pablo asocia la murmuración con las personas ociosas y entrometidas. A todos nos gusta decir algo más de lo que nos dijo la persona que nos contó la historia en primer lugar. Cuando Pablo establece una lista de lo que podríamos llamar mal hablar, dice: “Me temo que cuando llegue, no os halle tales como quiero, y yo sea hallado de vosotros cual no queréis; que haya entre vosotros contiendas, envidias, iras, divisiones, maledicencias, murmuraciones, soberbias, desórdenes” (2 Corintios 12:20). En su último sermón antes de abandonar Northampton (Nueva Inglaterra), en 1750, tras veintitrés años de ministerio, Jonathan Edwards advirtió a la

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congregación: “Una congregación contenciosa será una congregación desdichada”. Llevaba razón, y la murmuración es el falso testimonio que alimenta la contención. El libro de Proverbios hace muchas alusiones a la murmuración y nos habla de tres de sus consecuencias en particular: En primer lugar, “descubre el secreto” (11:13). La murmuración siempre habla demasiado. Cuántas veces habremos salido de una conversación con la sensación de que hemos hablado más de la cuenta, que es posible que hayamos traicionado alguna confidencia. La lengua murmuradora nunca sabe cuándo parar. En segundo lugar, “aparta a los mejores amigos” (16:28). Con una pequeña palabra de murmuración se puede fácilmente hacer volver a alguien contra su amigo. He conocido a pastores que enemistaron a miembros entre sí de esta forma. En tercer lugar, “donde no hay chismoso, cesa la contienda”. Nunca transmitamos historias de segunda mano. Como pastor, no es raro que escuche cosas que me enfurecen; pero cuando voy a la fuente resulta que no son, ni de lejos, tan malas como se me dijo. Cosas así me dejan preguntándome cómo puede alguien alimentar así una pelea. ¿Sabemos cómo detener una pelea? Dejando de hablar, es así de fácil; es difícil pelearse cuando nadie habla. De nuevo, el predicador lo deja claro: “El que comienza la discordia es como quien suelta las aguas; deja, pues, la contienda antes que se enrede” (Proverbios 17:14). Contrastemos todo esto con Cristo, quien era firme y veraz en sus críticas pero amable, justo y equitativo en todas sus palabras. Nunca habló imprudentemente, nunca habló fuera de lugar, y nunca hubo de retractarse de nada de lo que dijo. LA CALUMNIA MALICIOSA El Rey Alfredo, rey de Wessex e Inglaterra, en sus leyes del siglo IX, reservó algunos de los castigos más severos a la calumnia. La lengua calumniadora debía ser cortada. Si creemos que eso era un poco duro, también Alfredo lo pensaba. Daba, por tanto, al culpable la oportunidad de salvar su lengua redimiéndola con un pago. El precio era proporcional al wergild (el precio del rescate de la vida de un hombre). En otras palabras, si el calumniador quería redimir su lengua y librarse de la mutilación, tenía que admitir que debía pagar la proporción del rescate de una vida entera. Eso refleja la gravedad de la calumnia en la corte del Rey Alfredo. Nabot se negó a entregar la heredad de su familia al antojo codicioso del Rey Acab de Israel. Jezabel, la astuta mujer del rey, contrató a dos granujas para que denunciaran falsamente a Nabot. Mintieron diciendo: “Nabot ha blasfemado a Dios y al rey”, y a consecuencia de ello, arruinaron la reputación de un hombre de Dios, que fue llevado fuera de la ciudad y lapidado (1 Reyes 21:9–14). La calumnia llevó al asesinato. La murmuración muchas veces es cierta, pero ociosa. A diferencia de la murmuración, la calumnia siempre es falsa y deliberadamente dañina. La calumnia es una información falsa que se extiende maliciosamente para herir a alguien. De hecho, la línea entre el rumor exagerado y la calumnia es tan delgada que muchas veces no nos preocupa la diferencia. El profeta Zacarías nos ofrece un consejo muy claro: “Hablad verdad cada cual con su prójimo, juzgad según la verdad y lo conducente a la paz en vuestras puertas. Y ninguno de vosotros piense mal en su corazón contra su prójimo, ni améis el juramento falso; porque todas estas son cosas que aborrezco, dice Jehová” (8:16, 17). Cuando Juan escribe su Tercera Epístola, hace referencia a un hombre llamado Diótrefes, un hombre que, según dice Juan, siempre quería “tener el primer lugar”. Eso no era

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ni murmuración ni calumnia, pero en 3 Juan versículo 10 vemos cómo se traicionó a sí mismo: “con palabras malignas contra nosotros”. Murmurar maliciosamente es calumniar. Juan escribe literalmente: “Diótrefes está haciendo mal, hablando palabras injustas contra nosotros”. La calumnia siempre infla nuestro yo y nuestro orgullo por medio de palabras injustas contra los demás. ¿Conocemos a alguien que siempre está ridiculizando a los demás? Esa es una persona insegura que necesita calumniar a los demás para sentirse bien. Tienen que levantarse hundiendo a los demás. La descripción exagerada que podamos hacer de los actos y el carácter de alguien con el fin de dejarla en mal lugar es falso testimonio y calumnia. Santiago instó a sus lectores: “Hermanos, no murmuréis los unos de los otros” (Santiago 4:11). De manera similar, Pedro tuvo que recomendar a los cristianos: “Desechando, pues, toda malicia” (1 Pedro 2:1), y la malicia es hablar de alguien de forma perversa. Eso es la calumnia. Los enemigos del profeta Jeremías se condenaron a sí mismos cuando decidieron: “Venid e hirámoslo de lengua, y no atendamos a ninguna de sus palabras” (Jeremías 18:18). No contentos con pasar por alto la Palabra de Dios, tomaron la determinación de calumniar el carácter del profeta. UN ESPÍRITU DE RENCILLA Al parecer, hay algunas personas que prefieren por encima de todo una buena disputa religiosa. Son valientes cruzados por su causa y creen que solo ellos tienen la verdad. Se pasan el tiempo ya sea provocando para crear desacuerdo, o criticando precisamente a todas las personas que no están de acuerdo con ellos. Siempre andan discutiendo, con rencillas, sospechando de todo el mundo, sin perdonar a nadie, maliciosos en sus insinuaciones “espirituales”. De hecho, son totalmente reprobables. Pero, por desgracia, no son una especie rara ni en peligro de extinción. Pablo escribió a Timoteo en su ministerio en Éfeso, advirtiendo contra los falsos maestros que están sumergidos en “cuestiones y contiendas de palabras, de las cuales nacen envidias, pleitos, blasfemias, malas sospechas, disputas necias de hombres corruptos de entendimiento y privados de la verdad” (1 Timoteo 6:4, 5). El peligro es que puede que no sean “falsos maestros” en todo; puede que hasta en algunos puntos sean adalides de la verdad, pero su interés insano en la controversia les sirve de poco para sostener la verdad, llevar adelante el Evangelio o edificar la Iglesia. Aquellos que pasan el tiempo contendiendo “sobre palabras” (2 Timoteo 2:14) no solo están dando una imagen equivocada de Dios, sino que “pierden” a los oyentes; la palabra griega que Pablo utiliza en este versículo es katastrophe, ¡lo que resulta bastante elocuente! No obstante, nuestra forma de manejar la Escritura pueda caer bajo el mismo juicio. No debemos ser de los que “medran falsificando la palabra de Dios” (2 Corintios 2:17), torciendo el significado de la Escritura para nuestro propio beneficio. Si abro la Biblia y afirmo que mi interpretación es lo que Dios dice, cuando no es lo que Dios dice, estoy dando falso testimonio: eso no queda muy lejos del falso testimonio que niega la veracidad de la Biblia en cualquier punto, mientras se pretende enseñar a una congregación acerca de Dios. Esa es la mentira más grave que se puede pronunciar. En el capítulo 5 vimos detalladamente las distintas formas de blasfemia, y entre ellas estaba dar una imagen equivocada de Dios. LAS PALABRAS PRECIPITADAS, LOS CHISTES GROSEROS Y LA ADULACIÓN La palabra que se traduce como “falso testimonio”, como ya hemos visto, se

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refiere a todo aquello que es inútil, carente de valor o infundado; cualquier cosa vacía que se diga. Nabal era una persona agria y miserable; era totalmente irrazonable y grosero, y ninguno de sus sirvientes se atrevía a conversar con él. Era muy rico y muy necio; de hecho, lo único que le redimía es que tenía una mujer bella e inteligente: Abigail. Durante años, David y su banda de proscritos vivieron escondidos en los páramos cercanos a donde pastaban los rebaños de Nabal. Lejos de robar las ovejas, en realidad David las protegía de sufrir ningún daño. Llegó el día en que David pidió como compensación algunos víveres para él y sus hombres. La respuesta irreflexiva y apresurada de Nabal le llevó a él y a toda su casa al borde de la destrucción; solo la sabia y veloz intervención de Abigail pudo salvarles (1 Samuel 25). Nabal “zahirió” a David sin pensarlo dos veces (v. 14). La respuesta ligera ilustra que las acusaciones infundadas y sin valor muchas veces son resultado de una reacción irreflexiva en momentos de ira. El noveno Mandamiento advierte tan fuertemente contra eso como lo hace contra la mentira clamorosa y directa. Entre la lista de pecados habituales en la conducta como inconversos de los colosenses, Pablo menciona: “ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca” (Colosenses 3:8). Al escribir a los Efesios, Pablo es más directo aún. Hace referencias a “palabras deshonestas, ni necedades, ni truhanerías, que no convienen” (Efesios 5:4). Quizá los cristianos necesitamos esos dos versículos más que nunca. Los tipos de comedia más populares son los que juegan con el doble sentido, y uno de ellos suele ser indecente. Ese es el significado exacto de “truhanería”, literalmente “ambigüedad”: palabras cuyo significado se puede interpretar al menos de dos maneras. Esa clase de entretenimiento es tan viejo como la Caída, y proviene de una mente empapada en sexo. Frecuentemente me entristece oír a cristianos jugando a eso, riendo las gracias de los que juegan. Rebaja el sexo, degrada la conversación seria. Las “palabras deshonestas” de las que se habla en Colosenses también son la obscenidad, la insinuación o las palabras que sugieren más de la cuenta. Hasta cuando la conversación no gira directamente en torno a la insinuación sexual, los chistes groseros y vulgares están fuera de lugar para los cristianos. Este Mandamiento también condena la adulación y la hipérbole. Todos hemos tenido que sufrir a aquellos que “adulan a las personas para sacar provecho” (Judas 16), y por desgracia es probable que nosotros también hayamos caído en lo mismo. La adulación puede hasta decir la verdad, pero tiene un propósito egoísta. El salmista se quejaba amargamente porque muchas veces se sentía solo: “Habla mentira cada uno con su prójimo; hablan con labios lisonjeros, con doblez de corazón” (Salmo 12:2). La adulación frecuentemente tiene la tendencia a exagerar para conseguir favores. La hipérbole es una exageración grande. Cuando se utiliza como una figura retórica es totalmente comprensible. Nadie disciplina a su hijo por decir: “había millones de personas en la reunión”. Pero cuando exageramos para impresionar, sí es erróneo. Todos hemos conocido a personas que, al hablar de cualquier cosa, multiplican su urgencia, su importancia o su emoción por cuatro. Sabemos cómo “escuchar” su historia. Pero la exageración se puede convertir fácilmente en un quebrantamiento del noveno Mandamiento cuando intentamos convencer a los demás de la “veracidad” de nuestro “falso testimonio”. La palabra argos significa “perezoso” en griego. Sin embargo, argos también tiene

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el significado de ocioso o inútil. En el Nuevo Testamento se utiliza para hacer referencia a los hombres desocupados en la plaza (Mateo 20:3, 6), para los cretenses que se describen como “glotones ociosos” (Tito 1:12), y para ciertas viudas que no encuentran una forma mejor de gastar su tiempo que andar de casa en casa como chismosas y entrometidas (1 Timoteo 5:13). Nuestro Señor utilizó la misma palabra cuanto advirtió de que “de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mateo 12:36, 37). Esas palabras deberían hacernos pensar en el significado más profundo del noveno Mandamiento. La frase “toda palabra ociosa” no prohíbe la conversación ligera ni, asimismo, cualquier conversación que no sea religiosa; ni tampoco impide las manifestaciones humorísticas o el divertimiento verbal. Pero sí nos advierte de las conversaciones o el humor inútiles, dañinos o groseros. Todo eso queda englobado en la advertencia de no dar un testimonio falso o vacío. LA MENTIRA SILENCIOSA Podemos mentir sin pronunciar una palabra o sin decir algo que no es cierto. Cuando a alguien se le acusa falsamente, o se dice algo inexacto que podría corregirse con facilidad, y permanecemos callados sin ofrecer una evidencia de lo contrario, somos culpables de pecar. A veces puede venirnos bien permitir que corra un rumor equivocado o una información exagerada. Nuestro silencio queda entonces como una afirmación o como indicación de que no poseemos ninguna información que lo contradiga. Nuestro silencio habla con mucha elocuencia; pero el engaño del silencio puede ser una mentira. Quizá es igual de engañoso permanecer en silencio cuando se discute un asunto que requiere una clara apología moral cristiana. Hay una gran cantidad de personas a las que les intimida lo “políticamente correcto” y cuando, por ejemplo, se exaltan las virtudes de las prácticas homosexuales y se denigra el valor de los matrimonios de larga duración, es muy fácil salirse de la discusión callando simplemente. Pero el silencio puede implicar estar de acuerdo. De manera similar, permanecer callado cuando se debate la naturaleza de Cristo y su Cruz puede, de hecho, ser un falso testimonio cuando tenemos la oportunidad de mantener la verdad con firmeza. La presencia de Pedro en el patio durante el juicio de Jesús venía a decir que no tenía nada que ver con el hombre que estaba siendo juzgado. Su silencioso engaño se vio forzado a convertirse en negación abierta cuando su conversación le traicionó (Mateo 26:69–75). MENTIRAS SANTAS La forma más grave de romper el noveno Mandamiento debe ser por fuerza el testimonio falso en el contexto de la adoración; el honor mismo de Dios está implicado. Hablamos del asunto en el capítulo 5, cuando considerábamos el tercer Mandamiento, pero podemos tocarlo aquí brevemente. En el antiguo Testamento hay muchas advertencias contra los que afirman hablar en nombre de Dios, cuando en realidad Dios no ha hablado. Dios nunca dice que los falsos profetas estén equivocados: los llama mentirosos. Un ejemplo de esto lo vemos en Jeremías 5:31: “los profetas profetizaron mentiras […] mi pueblo así lo quiso”. De nuevo, en el capítulo 27:15: “ellos profetizan falsamente en mi nombre”. En el libro de Jeremías, el profeta advierte contra las mentiras de estos profetas. En Zacarías 13:3, Dios juzga muy severamente a los profetas que profetizan mentiras: “No vivirás, porque has hablado mentira en el nombre de Jehová”. Bienintencionadamente o no: “profetizar mentiras” podía castigarse con la muerte (Jeremías 14:13–16; 28:16, 17; Zacarías 13:3).

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Dios condena la mentira espiritual de forma mucho más severa que ninguna otra clase de mentira. De la misma manera, aquellos que se declaran maestros de los demás serán juzgados de una manera mucho más estricta (Santiago 3:1). Esta es la era de lo absolutamente instantáneo y, no contentos con la tarea de aplicar la revelación de la Escritura de Dios a las cuestiones de nuestros días, hay muchos que quieren profecías nuevas e inmediatas. Algunas se dan en primera persona, como si fuera Dios mismo el que está hablando. Gran parte de todo ello es falso, y eso resulta muy grave porque se enfrenta a la condena de este Mandamiento: “No hablarás contra tu prójimo falso testimonio”. Una cosa es dar nuestra opinión sobre los acontecimientos venideros, y otra muy diferente reivindicar una autoridad divina para nuestra imaginación. En la historia de Job hay una advertencia muy seria contra el falso consejo. Como respuesta a su dolor, tres amigos suyos se le acercaron para darle consejo pastoral. Lo trataron psicológica, emocional y teológicamente, y ninguno dio en el blanco. Job, sabiendo que su caso había recibido un diagnóstico completamente equivocado, los despidió reprobándolos de la siguiente forma: “Porque ciertamente vosotros sois fraguadores de mentira; sois todos vosotros médicos nulos” (Job 13:4). Aquellos que ofrecen consejo deberían saber que a veces callar “por completo” es de sabios (v. 5). Dar un diagnóstico equivocado de un caso, o aplicar erróneamente la Palabra de Dios, puede ser dar falso testimonio. Los testimonios cristianos quebrantan este Mandamiento más a menudo de lo que pensamos. Aquellos que añaden a su historia un poco por allí y otro poco por allá para hacer más emocionante lo que de otra forma ellos creerían un testimonio insulso, no le hacen ningún favor a los demás ni a ellos mismos, puesto que Dios no puede reconocer una mentira. Es increíble lo mal que podemos aparecer bajo la falsa idea de que una pequeña mentira honrará a Dios. ¡El domingo es el día para mentir! El pecado de Ananías y Safira fue dar falso testimonio al Espíritu Santo (Hechos 5:3). Ese también es un peligro real para nosotros. Podemos fingir ante los demás una espiritualidad que en realidad no poseemos; pero también podemos fingir ante Dios. Podemos aparentar una mentira, orar una mentira y prometer una mentira. Se ha dicho sabiamente que los cristianos no dicen mentiras: ¡simplemente las cantan en sus himnos! Podemos orar mentiras con oraciones bellísimas que no tienen nada que ver con la realidad de nuestras vidas. Podemos decir mentiras cuando aparentamos que todo va bien cuando no es así. Jefté hizo ante Dios una promesa a la ligera. En un fugaz momento de celo espiritual prometió: “Si entregares a los amonitas en mis manos, cualquiera que saliere de las puertas de mi casa a recibirme, cuando regrese victorioso de lo amonitas, será de Jehová, y lo ofreceré en holocausto”. Palabras muy emotivas de gran sentimiento espiritual, pero la que salió a recibirle a su regreso fue su propia hija. Si lo hubiera pensado más detenidamente, Jefté habría llegado a la conclusión de que era muy probable que fuera alguien de su propia casa el que cumpliría su promesa, y eso la convertiría en una promesa que no se podía cumplir al pie de la letra. Salomón nos advierte de eso: “Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie; y acércate más para oír que para ofrecer el sacrificio de los necios […]. No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras […]. Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas. No dejes que tu boca te haga pecar”. Quizá el comentario más importante sobre gran parte de la vida de la Iglesia y la adoración de hoy se encuentra en la siguiente

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frase del rey: “Donde abundan los sueños, también abundan las vanidades y las muchas palabras; mas tú, teme a Dios” (Eclesiastés 5:1–7). Job, cuya sensible conciencia le hizo un hombre sin igual ante los ojos de Dios, podía implorar por su causa ante su Hacedor atreviéndose a decir: “Ved si digo mentira delante de vosotros” (Job 6:28). ¿QUÉ HAY DE MALO EN MENTIR? Probablemente, una pequeña mentira para mantener unas relaciones fluidas o para ahorrarle a un amigo algún problema no puede ser nada malo […]. Pero Dios no creó al hombre para que fuera engañoso. Las mentiras son una ofensa contra nuestro Creador porque corrompen su imagen en nosotros; según Cristo, es una conducta más propia de los que pertenecen al diablo que a Dios (Juan 8:44). Pero la mentira también destruye la confianza. Como dijimos antes, una sociedad no puede ser sana si está construida sobre la falta de honradez, porque las relaciones humanas dependen de la integridad. Es fundamental tanto en casa, como en la escuela, en la empresa o la oficina. La esposa que ha sido traicionada por su marido al quebrantar las promesas del matrimonio cometiendo adulterio nunca más confiará en él; siempre habrá una incómoda atmósfera de sospecha. Lo mismo pasará en cada faceta de la vida. Las mentiras siempre hieren a los demás. De cualquier forma, quebrantar el noveno Mandamiento nos hace daño a nosotros mismos inevitablemente, además de generar problemas latentes que eclosionarán en el futuro. Puede que una mentira arregle un problema inmediato, pero casi siempre requiere la intriga para mantenerla, una telaraña que puede acabar atrapándonos. Un ejemplo extremo de esto es la historia del amalecita que llevó a David las noticias de la muerte de Saúl en batalla. Pensando que se ganaría el favor de David, el mensajero mintió y dijo que él mismo era el responsable de esa muerte. Como recompensa fue ejecutado por destruir al ungido de Jehová (2 Samuel 1:14). No hay duda que una conducta honrada le habría venido mucho mejor. El padre que miente a su hijo, el médico que engaña a su paciente, el político que miente a su votante, el marido que engaña a su mujer, el patrón que miente a sus empleados y el dependiente que miente a su jefe puede que resuelvan sus problemas más inmediatos, pero han cometido perjurio contra ellos mismos, destruido su integridad y desintegrado la imagen de Dios. Mentir siempre es pecado. Quizá “hemos puesto nuestro refugio en la mentira, y en la falsedad nos esconderemos” (Isaías 28:15), pero no nos cobijarán por mucho tiempo; una mentira es como una caña cascada cuando hay problemas. LA VERDAD HABLA Con Dios no hay mentiras correctas. Las mentiras “piadosas” no son tales: todas son malas porque provienen de la misma fuente, que es el “padre de mentira” (Juan 8:44). Los niños mienten por naturaleza; todos somos mentirosos natos y eso revela nuestra verdadera paternidad. Las personas que trabajan en la educación probablemente se han encontrado con padres que son lo suficientemente ingenuos o necios como para defender a sus hijos cuando se les ha encontrado mintiendo descaradamente: “Mi Juanito nunca miente, siempre dice la verdad”. Si eso es cierto, ¡deberían tomar a Juanito y exponerlo inmediatamente en el Museo de Historia Natural! De esa forma, jamás podrá empañar su récord y, por tanto, las generaciones venideras tendrán la oportunidad de contemplar un espécimen único. Los niños pueden mentir sin pestañear. Pueden tener la cara y las manos llenas de chocolate y, aun así, decir

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que no tienen nada que ver con los dulces que han desaparecido; aún no han aprendido el arte de mentir. Desgraciadamente, a medida que crecemos nos vamos volviendo más duchos en el arte de mentir, y la mayoría de nosotros puede hacerlo con bastante efectividad. De manera que debemos guardar nuestra lengua de cualquier manifestación de mentira o engaño. Dios no ha mentido jamás (Tito 1:2; 1 Juan 2:21). Su Palabra es verdad y sus promesas, eternas. Por ese motivo podemos confiar en la Biblia como un libro sin error. Es inconcebible que un Dios Soberano, que fue capaz de crear este mundo increíble, fuera incapaz de darnos unas instrucciones en las que pudiéramos confiar. Si Dios es, pues, un Dios que no miente y se puede confiar totalmente en su Palabra, y nos manda que seamos como Él en la forma en que vivimos, el engaño nunca puede formar parte de nuestras vidas. ¿Cómo debemos hablar entonces? La respuesta debe ser: como Cristo. La gente se maravillaba con sus palabras (Marcos 10:24) porque eran palabras de gracia (Lucas 4:22), llenas de gracia, amor y vida eterna (Juan 6:68). Nunca dijo nada fuera de lugar, ni habló con amargura o injustamente. Criticaba, hablaba con sobriedad, reprobando y condenando, pero nunca de forma áspera, murmurando o blasfemando. Podía llamar a la gente “sepulcros blanqueados” y “generación de víboras”, pero siempre lo hizo ante ellos y con la verdad respaldándole. Siempre demostraba lo que decía a las personas a las que hablaba. Por eso la gente se admiraba ante sus palabras. Hasta en la Cruz, mientras los soldados le clavaban las manos y los pies, Cristo pudo orar: “Padre, perdónalos”. Escuchémosle de nuevo en la Cruz: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Palabras de purificación, transformación y esperanza. Cuando le insultaron con mentiras y falsas imputaciones, no se vengó: “Nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca” (Isaías 53:9 y 1 Pedro 2:22). Ese es nuestro ejemplo. Pablo tiene la última palabra: “No mintáis los unos a los otros […]. Sea vuestra palabra siempre con gracia” (Colosenses 3:9 y 4:6). Capítulo 13 Todo está en la mente No codiciarás. Éxodo 20:17 Al parecer, en nuestra sociedad occidental hay una psicosis patológica sobre lo que comemos. Analizamos, esterilizamos y seleccionamos nuestra comida hasta el punto que comer cualquier cosa se convierte en una actividad de alto riesgo. No estamos seguros de lo que comemos porque casi todo puede provocarnos infartos, cáncer o algún peligroso síndrome. Como consecuencia de esto, ha surgido una gran cantidad de vegetarianos, de personas no solo vegetarianas en su alimentación sino también en su vestido, y aun algunos frugívoros que piensan que los vegetales son peligrosos. Hace poco leía sobre los “respiradores”, personas que afirman vivir solo del aire que respiran, aunque para ser justos, ¡el escritor confesaba que aún no había conocido a un seguidor de la secta que hubiera tenido éxito! Nos preocupan los residuos químicos, los escapes radiactivos, los gases tóxicos y la lluvia ácida. No es lo que entra en nuestra boca lo que nos destruye sino lo que entra en nuestra mente. Como dijo Oliver Cromwell hace 300 años: “El hombre es la mente”. Mucho antes que los conflictos se manifiesten en el primer disparo o el primer puñetazo, han comenzado con la codicia, el ansia o la ira de un corazón alimentado por una mente indisciplinada y supurante de maldad. Por muy importantes que puedan ser los temas “verdes”, resultan triviales en comparación con el problema de la mente humana. Los agujeros en la capa de ozono y los

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vertidos de petróleo son una amenaza mucho menor para la Humanidad que las aguas residuales que los medios vierten en nuestras mentes cada día. El cristiano bíblico es alguien que busca las causas primeras, preocupado siempre por las grandes cuestiones. El último de estos Mandamientos intemporales e inmutables no deja ninguna escapatoria: “No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo”. Los cinco mandamientos anteriores tienen que ver más con nuestros actos que con nuestras actitudes; las cosas que hacemos unos contra otros. El último Mandamiento nos obliga a echar un vistazo dentro de nosotros. Codiciar no es lo que hacemos, sino lo que planeamos hacer, lo que queremos, lo que soñamos. Es el último Mandamiento pero no el menos importante. De alguna forma, es un Mandamiento que lo abarca todo, porque toda maldad surge de la codicia. Toda acción empieza en nuestras mentes. Los animales actúan sin un pensamiento previo, pero el hombre y la mujer siempre llevan a cabo lo que habían pensado o planeado hacer. “Quiero, planeo, hago” es el orden invariable de la actividad humana. Por este motivo, la Biblia recalca tanto el guardar nuestras mentes (Salmo 26:2; Romanos 8:6, 7; 12:2); solo la mente puede erigirse como reguladora entre el deseo de querer más y la acción de apoderarse de ello. Por esta razón, Dios concluyó sus instrucciones más básicas con un apartado para la codicia. Si obedecemos y comprendemos lo que esa palabra significa, nos resultará imposible quebrantar el resto de los mandamientos; nunca llegaremos tan lejos. Precisamente a eso se refiere Cristo en Mateo 15:11: “No lo que entra en la boca contamina al hombre; mas lo que sale de la boca, esto contamina al hombre”. Cristo continúa diciendo: “Del corazón [el deseo], salen los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre” (vv. 19, 20). Pero en esa cita he omitido una importante frase que Dios intercaló entre “del corazón” y la lista que le sigue. Las palabras que faltan son: “los malos pensamientos”. En otras palabras, no pasamos directamente del “corazón”, nuestro deseo, a las malas acciones; en medio de los dos están nuestros pensamientos. Nuestros pensamientos pueden ser “malos pensamientos” que crean un puente sobre el que el deseo cruza para convertirse en acción, o bien pensamientos profundamente buenos que sirven de barrera ante las malas acciones. ¿QUÉ ES CODICIAR? La palabra hebrea (kamath) es muy interesante. No siempre se utiliza en un sentido negativo, pues simplemente viene a significar “desear” algo o “deleitarse” en ello. En muchas ocasiones se utiliza de forma muy positiva. En el libro del Cantar de los Cantares de Salomón, la amada dice de su amante: “Bajo la sombra del deseado me senté” (2:3). Todo/a joven que sepa lo que es el amor puede al menos adivinar el significado de una frase así. Pero la palabra “deseado” es la misma que equivale a “codicia”. De hecho, en el versículo 5:16, la joven llega a afirmar de su amado que es “todo él codiciable”. Literalmente significa deseable o que provoca deleite, y es la misma palabra. No hay nada malo en eso. Es una joven muy extraña la que no piensa así del joven a quien ama. En la vida hay muchas cosas en las que podemos deleitarnos, y es bastante normal que las queramos. Cuando el escritor afirma en el Salmo 19:10 que las palabras de Dios “deseables son más que el oro”, lo que está diciendo es que son

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más codiciables que el oro. Pedro estimula a los cristianos a que tengan este mismo sentimiento cuando les dice: “Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada” (1 Pedro 2:2). Pablo anima a un joven diciendo: “si alguno anhela obispado, buena obra desea” (1 Timoteo 3:1). La ambición y la visión, si el método y el motivo están centrados en Dios y no en uno mismo, son excelentes ayudas para el ministerio cristiano. Martin Luther King no estaba equivocado cuando afirmó: “Tengo un sueño”. Su sueño era honroso y sus motivos puros. Desear algo y esforzarse por conseguirlo son la marca de la perseverancia cristiana. Cristo ordenó a sus discípulos: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia” (Mateo 6:33), y Pablo animó a los cristianos en Filipos a extenderse “a lo que está delante” (Filipenses 3:13). Durante todos esos meses de duro, sacrificado y a veces doloroso entrenamiento, el atleta olímpico estará pensando en el oro. Ese es un anhelo sin el cual ningún atleta terminaría la carrera. En este mundo se conseguirían muy pocas cosas sin ambición y visión. Pero la moneda tiene dos caras. A lo largo de los años, la palabra “codicia” ha ido tomando una connotación negativa. En cualquier caso, en la Biblia no hay ninguna palabra que solo pueda utilizarse en un sentido negativo. La palabra griega que Pablo utiliza en Romanos 7:7, cuando cita este Mandamiento, es la misma que se utiliza en Hebreos 6:11 para explicar el deseo que debe tener un dirigente cristiano de ver a los convertidos crecer en diligencia, y en 1 Pedro 1:12 llega a describir la actitud de los ángeles que “anhelan” comprender el significado absoluto de las profecías del Antiguo Testamento. Por otro lado, no se puede negar el hecho de que cualquiera que sea la palabra utilizada tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, existe tal cosa como el deseo y el anhelo pecaminosos, y somos lo suficientemente sabios como para utilizar la palabra “codiciar” en ese sentido. En Proverbios 6:25 se puede leer con referencia a la prostituta: “No codicies su hermosura en tu corazón”; es la misma palabra que se utiliza en Éxodo 20:17. El problema es que a veces la línea entre un deseo correcto y una codicia pecaminosa es muy fina. ¿Has leído alguna vez de una guerra que empezara por lo que alguien comió? De hecho, una guerra de gran sufrimiento comenzó por ese mismo motivo. Eva vio que el árbol “era bueno para comer, y que era agradable a los ojos” (Génesis 3:6). Nada de eso tiene por qué ser codicia. Disfrutar de una comida exquisita, de un huerto, o una conferencia en la universidad no es pecado. ¿Qué había de malo entonces en la acción de Eva? Primero, su acción era pecaminosa porque Dios había prohibido el fruto (Génesis 2:17). Pero su acción también era pecaminosa porque escuchó la voz de Satanás cuando dijo: “seréis como Dios” (3:4), y ella deseó la sabiduría que la haría como su Creador. En los dos casos, Eva deseaba el fruto prohibido. Esa es una definición sencilla de la codicia: desear el fruto prohibido. La advertencia que hay en Éxodo 20:17 no va en contra de desear, sino de desear lo que pertenece al prójimo. Recordemos que nuestro prójimo es cualquier persona que se cruza en nuestro camino y entra a formar parte de nuestro conocimiento. Aquí, en el último Mandamiento, Dios cubre las principales áreas de la vida de una persona. No codiciarás la casa de tu prójimo: eso es una referencia a la seguridad. No codiciarás la mujer de tu prójimo: eso alude al matrimonio; quebrantar el séptimo Mandamiento implica quebrantar este primero: desear la relación matrimonial de otra persona. No codiciarás su siervo: puesto que estos le

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permiten vivir relajadamente, debe de ser una referencia al ocio. No codiciarás su buey ni su asno: en los tiempos antiguos la riqueza de un hombre se medía por el número de animales que poseía; cuantas más bestias poseía, mayor era su capacidad para comerciar: es, por tanto, una referencia a la riqueza y la posición social. Dios cubre casi toda nuestra experiencia en la vida: la seguridad, el matrimonio, el ocio, la riqueza, el trabajo y la reputación. No han cambiado muchas cosas en los últimos tres milenios y medio; en la vida sigue habiendo cinco áreas principales que causan envidia y disputas sociales. El gran problema de nuestro estilo de vida occidental no es lo que no tenemos: es simplemente que los otros tienen más. Generalizando, la división no está entre tener y no tener, sino entre tener y tener más. Nos lavan el cerebro para que queramos más y más: las agencias mercadotécnicas se gastan millones y millones en convencernos de que necesitamos más de todo. La codicia no consiste necesariamente en querer algo, sino en querer algo más. Cuando Dios llevó a su pueblo a la Tierra Prometida, no se encontraron vallas publicitarias que ofrecieran los productos de Canaán, Sociedad Anónima. Dios sabía que la tentación de la codicia muchas veces es más sutil que eso, por lo que dijo: “Las esculturas de sus dioses quemarás en el fuego; no codiciarás plata ni oro de ellas para tomarlo para ti, para que no tropieces en ello, pues es abominación a Jehová tu Dios” (Deuteronomio 7:25). Advirtamos la forma en que Dios lo dice. No solo les advierte contra la codicia de los ídolos recubiertos de oro; dice: “no codiciéis siquiera el oro que tienen”. En otras palabras, no es suficiente que Israel tome los ídolos y los queme en el fuego hasta que solo quede el oro y puedan utilizarlo. Dios dice que no se deben codiciar los ídolos ni el oro que los recubre. Requería una gran autodisciplina destruir tanto el oro como la plata que los recubría; y no todos poseían tal disciplina. Un hombre en concreto quebrantó ese Mandamiento. Su nombre era Acán, y lo que hizo está resumido en Josué 7:21: “Pues vi entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro de peso de cincuenta siclos, lo cual codicié y tomé”. Vi, codicié, tomé: y por ese motivo murieron Acán y toda su familia. Codiciar es fijar nuestra ambición sobre cosas que son fruto prohibido. Utilizo deliberadamente la palabra “fijar”. Puede que tengamos que ver algunas cosas porque sencillamente no podemos evitarlo, pero lo peligroso es la segunda mirada. Puede que el fruto prohibido no esté mal en sí mismo, al igual que el oro y la plata no son intrínsecamente malos, pero se convierte en fruto prohibido en el momento en que no debemos tenerlo. Como con todos los Mandamientos, hay mucho más que lo que vemos a simple vista. Debemos escarbar un poco para hallar las advertencias que Dios nos está dando. LA CODICIA SE AFERRA A LO QUE POSEE En el Cuento de Navidad de Dickens, el fantasma del viejo Marley se queja por haber vivido una vida dedicada a aferrarse al dinero: “Mi espíritu jamás salió de la oficina del contable; en vida, mi espíritu jamás vagó más allá de los límites del agujero donde manejábamos el dinero”. En la vida real, los últimos años de Howard Hughes encarnaron el mismo espíritu. Al morir el magnate en 1976, dejó una fortuna de 2300 millones de dólares; a pesar de eso, sus últimos años lo muestran como una persona torturada, alguien que se revolcaba en la dejadez, que pasaba épocas cercanas a la locura y vivía sin comodidad ni alegría en condiciones parecidas a las de un prisionero. Su vida terminó, como se describe

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en un reportaje: “Oscura, triste, cerca de la locura […] un prisionero atrapado entre las paredes de sus agobiantes miedos y debilidades”. 2500 años antes, el predicador de Eclesiastés ya lo tenía muy aprendido: “El que ama el dinero, no se saciará de dinero; y el que ama el mucho tener, no sacará fruto. También esto es vanidad” (Eclesiastés 5:10). Para Howard Hughes fue ciertamente vanidad. Mientras que la codicia, significativamente, está relacionada con observar lo que poseen los demás, siempre muestra una actitud equivocada hacia los bienes propios. Así es un espíritu egoísta y codicioso. El hombre codicioso siempre es avaricioso, porque la codicia siempre sujeta lo que tiene, nunca abre la mano para dar. Cuando Pablo recordó a Timoteo que “la raíz de todos los males es el amor al dinero” (1 Timoteo 6:10), no solo estaba pensando en el mal que provoca el querer más sino el que resulta de aferrarnos a toda costa a lo que ya tenemos. LA CODICIA SIEMPRE DESEA MÁS Si hay una cosa que la Historia ha puesto fuera de duda es que el poseer más no es una cura para la codicia. Por ese motivo el salmista advierte: “Si se aumentan las riquezas, no pongáis el corazón en ellas” (Salmo 62:10); después de todo: “Cuando aumentan los bienes, también aumentan los que los consumen” (Eclesiastés 5:11). C. Northcote Parkinson lo expresó de otra forma: “Los gastos aumentan en la medida en que aumentan nuestros ingresos”, y Séneca, el filósofo romano que nació a un año o dos de distancia de Cristo insistía en que “el dinero aún no ha hecho a nadie rico”. Sabemos que es cierto, pero no nos lo podemos creer. Codiciamos al soñar cómo nos gastaríamos un millón si lo tuviéramos. Una de las grandes mentiras de Satanás es convencernos de que sabríamos qué hacer con una fortuna si la heredáramos. Si Dios supiera que puedo administrarlo con sabiduría, bien podría dármelo. Quizá tenemos lo que tenemos porque Dios sabe que podemos administrar eso, y nada más. Codiciamos al envidiar el estilo de vida o los ingresos de los que son más opulentos que nosotros y al desear estar donde ellos están y tener lo que tienen. La mayoría de nosotros lamenta los salarios de los “peces gordos” de la industria, ¡pero pocos rechazarían la oportunidad de tenerlos! Esa es la mentalidad que hay detrás de la fiebre ludópata que sufren muchos países en la actualidad. Todo juego es resultado de una mente codiciosa. George Washington, el primer presidente de los EE.UU., dijo una vez: “El juego es hijo de la avaricia, hermano de la iniquidad y padre de la malicia”. Llevaba razón, aunque tenía un libro de cuentas con sus pérdidas y ganancias exactas jugando a las cartas. ¿Era eso lo que tenía en mente Cristo cuando habló del “engaño de las riquezas” (Mateo 13:22)? El magnate de los negocios Sir Hugh Fraser, que una vez fue propietario de los famosos grandes almacenes Harrods, se arruinó jugando. Murió a los cincuenta años dejando dos millones de libras esterlinas en acciones y propiedades y solo doscientas cincuenta y dos en el banco. Llegó a perder un millón y medio de libras una sola noche jugando a la ruleta. Probablemente, san Agustín estaba en lo cierto cuando afirmó que “el juego lo inventó el diablo”. No obstante, hay millones de personas que no muestran su codicia jugando; codician al permitir que los irreales placeres de los anuncios de televisión y las teleseries empapen sus mentes, hasta que ese estilo de vida les absorbe y acaban diciendo: “Si tan solo pudiera tener eso”. Suele ser esa clase de fantasías las que arruinan matrimonios más que otra cosa. Cuando un marido y su mujer

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están atravesando un momento difícil en su matrimonio, el mundo rápidamente les ofrece: “Esta es la clase de matrimonio que podrías tener”. Ese es un matrimonio fantasma. Codiciamos al dedicarnos a mirar los escaparates y permitiendo que ello perturbe nuestro contentamiento. Lo que antaño nos satisfacía, ya no es suficiente. Hasta hojear un atractivo catálogo puede estimular nuestro deseo de tener algo nuevo, algo mejor, ya sea en el campo de la seguridad, el sexo, el ocio o la riqueza. Podemos codiciar al desear cualquier cosa o persona que no nos pertenece, que no puede o no debe pertenecernos. Un pastor se encontró en la calle de los comercios con dos de los miembros de su iglesia, que le dijeron que el marido acababa de recibir un aumento de sueldo y estaba buscando algo en qué gastarlo. Esa mentalidad de conseguir y gastar es codicia. El apóstol Santiago era un escritor claro, que nunca se andaba con rodeos si tenía que decir algo serio: “Cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (1:14, 15). Advirtamos la forma en que Santiago habla de la concepción y el nacimiento. Cambiando ligeramente la imagen, la codicia es la incubación del deseo ansioso hasta que el embrión de un mal pensamiento eclosiona en forma de una acción impía. Todos sabemos los crueles resultados de aquellos cuya codicia “da a luz la muerte”. A diario se oyen noticias de brutales violaciones y asesinatos que se cometen cuando alguien “es atraído y seducido” al pecado por el deseo insaciable del fruto prohibido. Pero me temo que el décimo Mandamiento no nos deja a los demás libres con la felicitación de no haber violado ni asesinado. La deuda es una enfermedad nacional en muchos países ricos, y casi siempre es resultado de la codicia. Veo, quiero, compro, pero no me lo puedo permitir. Cientos de miles de casos de deudas llegan a los tribunales con cifras enormes, y eso sin tener en cuenta las hipotecas. Millones de familias más se retrasan en sus pagos, y algunos voraces prestamistas están sacando su tajada con intereses descomunales. Gran parte de la responsabilidad de esta epidemia de deudas la tienen los anuncios seductores y las tarjetas de crédito. Muchos cristianos deberían ser lo suficientemente sabios como para cortar sus tarjetas por la mitad. Ninguno de nosotros es inmune ante el poder magnético de los carteles, la televisión o la radio, que nos dicen que seremos unos mediocres si no tenemos ese producto en concreto. Por desgracia, a muchos cristianos les arrastra el remolino de la codicia. Por este motivo, los cristianos deberían confeccionar su presupuesto cuidadosamente y ajustar su nivel de vida para que siempre haya un horizonte despejado entre lo que tenemos y lo que podríamos tener. Una de las razones por que le robamos a Dios, como vimos en el octavo Mandamiento, es que nos preocupamos en perseguir las cosas que deseamos. La codicia nos lleva al mundo de fantasía de nuestros castillos de cuento de hadas. La codicia no hará nada si no hay una recompensa de por medio. El capitán Cook desembarcó en Tahití en 1769 y descubrió que una expedición anterior se había marchado dejando una cruz de madera pero sin hacer ningún intento de llevar el cristianismo a los nativos. El gran explorador sopesó las probabilidades de que se estableciera una misión cristiana en el área y dijo: “No parece muy factible que se piense en tomar medidas de ese tipo, puesto que no pueden servir al propósito de la ambición pública ni a la avaricia privada; y, sin ese estímulo, puedo decir que nunca se llevará a cabo”. Eso habla bastante de la opinión que el capitán tenía

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sobre la naturaleza humana. Se harán muy pocas cosas sin los “estímulos” adecuados. La codicia tiene un espíritu avaro y ansioso que toma pero que raramente da; y si da, es con el propósito de alimentar su éxito y popularidad. LA CODICIA SE MUESTRA EN EL ORGULLO Puede que mantener las apariencias sea un buen referente para teleseries exitosas, pero lleva a muchos al callejón sin salida de la codicia. La única razón para mantenernos a la altura de los vecinos de al lado no es más que la vergüenza de no hacerlo. Los anuncios de detergentes frecuentemente juegan con la necesidad del ama de casa de que las ropas de sus hijos resplandezcan como las del resto de sus compañeros en el colegio, los fabricantes de automóviles recurren al miedo del marido a ser el “Sr. Mediocre” cuando saca a su resplandeciente dios para su abrillantado semanal, y la gente deportiva sabe lo importante que es llevar la marca adecuada en su camiseta y sus zapatillas si quiere mantener su “prestigio” en la calle. La mayoría de las agencias de publicidad quebraría si la naturaleza humana se quedara sin el rasgo del orgullo codicioso. Es trágico que muchos cristianos hayan olvidado el valor de ser radicalmente distintos y así pagamos el precio de proteger nuestro orgullo. Sin embargo, muchas veces creemos que la codicia solo tiene que ver con las cosas. Pero el primer acto de codicia no tuvo que ver en absoluto con cosas materiales, tuvo que ver con la sabiduría: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió” (Génesis 3:6). ¡Quizá la única parte increíble de la historia es que Eva compartiera su descubrimiento con Adán! La sabiduría es buena, y desear ser sabio no es algo malo en sí mismo. Trágicamente, el único conocimiento que Eva adquirió por causa de su codiciosa acción fue el de su propia desnudez (cf. Génesis 2:25 con 3:7–8). Abrió sus ojos a la posibilidad del pecado. La razón por que no se benefició de su anhelo de sabiduría fue que cedió a la tentación de “ser como Dios” (3:5). La sabiduría es buena, pero una sabiduría que convierte el yo en un dios es perversa. El racionalismo es la creencia de que la razón humana es todopoderosa, no necesita de Dios, y que un día acabará por resolver todos los problemas de la Humanidad. Eso es un orgullo arrogante. Codicia la sabiduría humana por encima de todo, porque sin ella la diosa razón jamás logrará su esperada utopía. La meta más importante y la mayor ambición de muchos es ser sabios a los ojos del mundo. El éxito académico dará sabiduría, y la sabiduría dará poder sobre las vidas de los demás. El anhelo de sabiduría mundana lleva a muchos a la investigación y el estudio constantes. No hay nada malo en el estudio, la investigación o la obtención de conocimientos, siempre y cuando no consuma nuestras vidas. No es malo querer tener éxito en nuestros trabajos y negocios, pero no debemos fijar nuestra atención en ellos excluyendo todo lo demás. Podemos admirar a otros, y respetarles y honrarles, pero jamás debemos envidiar a los arrogantes, ya sea su prosperidad o su sabiduría. Asaf envidió a los arrogantes cuando vio “la prosperidad de los impíos”, pero más tarde, cuando hubo comprendido “el fin de ellos” llegó a la sabia conclusión de que salía mucho mejor parado simplemente “acercándose a Dios” (Salmo 73:3, 17, 28). La verdadera sabiduría se encuentra en aceptar humildemente a Jesucristo y su ofrecimiento de salvación. Puede que sea ridiculizada por el mundo, pero es la sabiduría de Dios. Vivir como cristiano y ser amigo de Dios es mucho más valioso que cualquier otra cosa que el mundo pueda ofrecer. LA CODICIA SE EXPRESA MEDIANTE LA VIOLENCIA

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Mike Storkey, en su libro Born to Shop (Nacido para comprar), expone la tesis de que la publicidad moderna, más que estimularnos a que nos mantengamos a la misma altura que los Ramírez nos lleva a mantener disgustados a los Ramírez. La codicia agresiva compra más que el simple deseo. La codicia es la hermana mayor de dos mellizos: la envidia y los celos; son difíciles de diferenciar porque nacieron al mismo tiempo y raramente se separan. La codicia desea algo más allá de su alcance, la envidia dirige todas sus fuerzas a cualquier otra persona que posea lo que ella quiere, los celos tienen miedo de perder lo que ya tienen. De estos tres nacen el miedo y el resentimiento que son grandes enemigos, aun entre las mejores amistades. El espíritu que desea más y más siempre lamenta lo que los demás tienen. La codicia conduce a la envidia, y la envidia se desborda en ira. Observar a otros esperando que caigan para ocupar su lugar forma parte de la codicia. Envidiar el éxito laboral, matrimonial, deportivo, social o hasta los progresos espirituales de otros, revela un corazón codicioso. La envidia siempre es una mala perdedora y nunca habla bien de los demás. El Antiguo Testamento no tiene palabras distintas para distinguir entre celos y envidia; solo podemos saberlo por medio del contexto, y a veces la palabra kana se puede estar refiriendo al celo santo de Dios como sucede en 1 Reyes 14:22. La raíz significa estar lleno de celo, lo que se puede expresar de una forma buena o mala. Por otro lado, el Nuevo Testamento sí distingue entre la envidia (phthonos) y los celos (zelos). La envidia está llena de mala intención y resentimiento (Romanos 1:29 y Filipenses 1:15), mientras que los celos tienen el mismo significado que el kana del Antiguo Testamento. Pablo lo utiliza en un sentido positivo al referirse al “celo de Dios” que siente por los corintios (2 Corintios 11:2); en sentido negativo, se utiliza asociado con la glotonería, las borracheras, lujurias, lascivias, contiendas y disensiones (Romanos 13:13 y 1 Corintios 3:3). La codicia le costó a Nabot la vida. Jezabel planeó su muerte para que el rey Acab obtuviera la viña que tanto había codiciado (1 Reyes 21). Esta historia describe la maligna crueldad de una mente codiciosa. La envidia condujo al primer asesinato de la Historia. Caín mató a su hermano porque la relación que Abel tenía con Dios era mejor que la suya; Caín decidió que esa relación no podía continuar (Génesis 4). Era envidia espiritual. Quizá sea la peor manifestación de la codicia, y es una experiencia esencialmente cristiana. El crecimiento manifiesto de la iglesia del barrio de al lado, la felicidad de la relación de otro cristiano con Dios, la popularidad del ministerio de otro predicador, pueden llevar o bien a un mayor deseo de conocer a Dios o a un espíritu amargo, resentido y enfurecido. Los celos hicieron que Saúl perdiera la reputación que tanto quería mantener. Tuvo celos de David porque no soportaba que el pueblo aclamara sus logros militares (1 Samuel 18). Por todos esos celos, Saúl acabó perdiendo el trono, su vida y su reputación en la batalla final contra los filisteos en el monte Gilboa. La codicia puede cocerse a fuego lento durante años, pero, al igual que un volcán dormido, puede entrar en violenta erupción en cualquier momento. En última instancia, siempre acaba perdiendo. Santiago escribe: “Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa” (3:16). Muchos psicólogos parten de que la envidia es la causa primaria de la agresión humana y sus tendencias destructivas. Fue por causa de la envidia por lo que los judíos entregaron a Jesús a Pilato (Mateo 27:18). El comentario de Jeremías sobre el

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final del hombre violento es típico de su hiriente humor: “Como la perdiz que cubre lo que no puso, es el que injustamente amontona riquezas; en la mitad de sus días las dejará, y en su postrimería será insensato” (Jeremías 17:11). Quizá el sabio de Proverbios es el que mejor lo resume: “La envidia es la carcoma de los huesos” (Proverbios 14:30). Cuando Radovan Karadzic ordenó a su artillería que aplastara Sarajevo en 1992, pocos habrían utilizado el décimo Mandamiento para describir su acción; pero era precisamente eso. La subida de los partidos croatas y musulmanes en Bosnia fue un desafío demasiado grande para este psicólogo y jugador empedernido. Quería poder, y a cualquier precio. La artillería de Karadzic mató a 10 000 de sus amigos y vecinos de la ciudad de Sarajevo. Trágicamente, un alto porcentaje del sufrimiento que se extiende por todo el mundo se debe al deseo de más poder y riqueza. Como resultado de esto, millones de niños mueren trágicamente a causa de conflictos internacionales, interestatales o interraciales. Santiago, en su carta neotestamentaria, escribe sobre la envidia y la avaricia a escala nacional: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis, matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis” (4:1, 2). En el panorama internacional eso no resulta un lenguaje extravagante. Poco antes de la Guerra del Golfo, me pareció interesante la entrevista que alguien le estaba haciendo al portavoz de Irak; el entrevistador fue lo suficientemente valiente como para preguntar: “Esta invasión no tendrá nada que ver con el hecho de que Kuwait es un país muy rico y ustedes no lo son, y a que Irak le debe mucho dinero a Kuwait, ¿verdad?” La respuesta fue inmediata: “No, nada que ver; absolutamente nada”. Sin embargo, todo el mundo sabía que a pesar de toda la jerga religiosa que se utilizó como tapadera, solo había un motivo por el que Irak invadió a Kuwait: ansia de poder y riqueza. Ése no es ningún fenómeno moderno, ni una debilidad oriental. En 1672 los ingleses y los franceses le declararon la guerra a Holanda. No solía ocurrir que los ingleses y los franceses estuvieran en el mismo bando. Tras el desastre que sufrió la flota aliada en las costas de Suffolk, John Eveling describió en su diario de abordo la insensatez de la guerra como: “Perder tantos buenos hombres por ninguna otra provocación de los holandeses que el hecho de que nos superaran en laboriosidad y en todo menos envidia”. Eso llegaba al corazón del asunto. ¿Por qué emprendieron los ingleses y los franceses una guerra contra los holandeses? Por una única razón: los holandeses eran unos grandes comerciantes y los ingleses no. O, expresándolo de otra forma: los ingleses y los franceses tenían envidia. Cada vez que leo Filipenses 1:15–18, me sorprende la absoluta humildad de Pablo y la ausencia de envidia. Al parecer, algunos estaban predicando el Evangelio, en parte, para demostrar lo buenos predicadores que eran y lo pobre que era Pablo en comparación. Pablo se muestra indiferente al quitar importancia a la “envidia y contienda” diciendo: “¿Qué pues? Que no obstante, de todas maneras, o por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré aún”. ¡Qué hombre más increíble! ¿Cómo lo conseguía? LA CURA PARA LA CODICIA La codicia prueba que mis afectos y atenciones están centrados principalmente en esta vida. Muestra dónde se encuentra mi verdadero tesoro. De eso era de lo que Jesús estaba hablando en Mateo 6:19–21: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen y donde los ladrones minan y hurtan; sino

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haceos tesoro en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde los ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. La cura para la codicia está en cambiar nuestras miras. Debemos mirar hacia arriba y más allá. Se ha dicho sabiamente que, al morir, algunas personas dejan su tesoro atrás, mientras que otras se disponen a recibirlo. ¿Por qué Abraham abandonó una de las ciudades más modernas de su tiempo para internarse en la aridez del desierto? Porque sus ojos estaban puestos en Dios y sabía que lo que Dios podía ofrecerle era infinitamente mejor que todo lo que pudiera darle Ur de los caldeos. ¿Por qué Moisés dio la espalda a las riquezas y el esplendor de Egipto y guió a un abigarrado grupo de esclavos que no hacía más que darle problemas? Porque tenía en mayor consideración las riquezas de Cristo que todas las que el mundo pudiera ofrecerle. ¿Por qué estaban dispuestos los profetas del Antiguo Testamento a ser ridiculizados y asesinados, encarcelados y lapidados y, sin embargo, seguir predicando cuando nadie les escuchaba? Porque tenían los ojos puestos en las cosas eternas y se daban cuenta que todas las fruslerías de este mundo no se pueden comparar con la gloria que vendrá. ¿Por qué los Apóstoles estaban dispuestos a sufrir tanto? ¿Y por qué Esteban deseaba morir por el Evangelio de Cristo? Porque todos podían decir con Pablo: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18). Todos ellos codiciaban cosas que les correspondían. ¿Y cuáles eran? Codiciar una mente clara Cualquiera que tenga algo que ver con el mundo de los ordenadores habrá oído la frase: “Basura dentro, basura fuera”. Significa que no se pueden sacar cosas inteligibles del ordenador si se lo programa sin sentido. Encontré bastante descorazonador que mi impresora no parara de escupir páginas y páginas de basura a pesar de mi cuidadoso trabajo. ¿Era un fallo aleatorio, un virus o solo un capricho? Los expertos intentaron arreglarlo, pero hasta el momento han fracasado. Pero hay algo cierto: mi impresora está perfectamente bien; simplemente está recibiendo mensajes equivocados del ordenador; toda la información que tecleo cuidadosamente acaba, de alguna forma, siendo desordenada por el ordenador y llena la mente de la impresora de despropósitos. Como es basura lo que entra, basura es lo que sale. Empezamos este capítulo con el recordatorio de que lo que entra en nuestras mentes cada día es mucho más importante que lo que respiramos o comemos, porque actuamos de la forma en que pensamos. El Creador nos dio una mente clara en comunión con Él. La primera Caída en el pecado introdujo basura que sigue retorciendo nuestras mentes hasta que se desborda en nuestras acciones. Por este motivo, Pablo recordó a los cristianos en Roma que necesitaban transformarse por medio de la “renovación” de su entendimiento (Romanos 12:2). Necesitaban una nueva forma de pensar, cambiar de mentalidad. Hace poco, mientras salía del quiosco con un paquete de caramelos, vi cómo el hombre que había detrás de mí compraba boletos de lotería por valor de una cierta cantidad; pensé que estadísticamente tendría que hacer eso cada semana los siguientes 7000 años para estar seguro de que le tocara el primer premio. Pero su mentalidad, y la de otros millones de personas como él, no seguía esa lógica. La mente codiciosa había eliminado el razonamiento en su acción. ¿Cómo, pues, espera Pablo que sus lectores renueven su entendimiento? Hay

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dos respuestas. En primer lugar, un compromiso serio con Cristo tiene la implicación de “nacer de nuevo”. Pablo tenía la certeza cuando escribió a los corintios: “Tenemos la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16); eso significa que los cristianos pueden pensar de la manera como Cristo pensó. Hasta qué punto es posible, lo veremos dentro de poco. Pero, en segundo lugar, Pablo esperaba de los cristianos que guardaran sus mentes de los ataques de la forma de pensar del mundo; y lo sintetiza en una chocante afirmación en Romanos 1:28: “Dios los entregó a una mente depravada”. Eso significa que el mundo no puede tener un pensamiento recto. Si eso parece algo excesivo, recordemos que es precisamente por eso por lo que las naciones se encuentra en semejante confusión moral, y por qué el hombre del quiosco se gastó su dinero con menos placer del que yo obtuve de mi paquete de caramelos. Al escribir a la iglesia en Filipos, Pablo lo expresó llanamente: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5). La psicografía es la ciencia de los valores y estilos de vida. Los señores de la publicidad crean perfiles de los distintos sectores sociales y les dan nombres específicos. Tienen uno para los que poseen doble renta sin hijos y otro para los que disponen solo de una renta sin hijos. Pero las generaciones mayores también están en su campo de mira. Designan de otra manera a los ociosos encanecidos, desahogados, de mediana edad, y lo mismo hacen con muchos otros grupos sociales. El lado serio de todo eso es que hay alguien interesado en nuestras mentes. Cada día, de mil maneras distintas, están filtrando mensajes de productos en nuestro subconsciente; y, nos guste o no, nos influye hasta cierto punto. Vencer en esta batalla por nuestra mente requiere una firme disciplina. ¿Cómo, pues, puedo mantener la “mente de Cristo” ante el persistente asedio de la filosofía negativa y la agresiva publicidad del mundo de hoy? Codiciar la Palabra de Dios En el Salmo 19:10 David describe su amor por “los juicios de Jehová”. Para él eran deseables “más que el oro, y más que mucho oro afinado; y dulces más que la miel, y que la que destila del panal”. Ya hemos visto que la palabra “desear” es la misma que “codiciar”. Hay millones de personas por todo el mundo que aman la Palabra de Dios, la Biblia, más que ninguna otra cosa que el mundo pueda ofrecer. Si se les ofreciera la opción de elegir las riquezas del mundo a cambio de ese libro, no tendrían que pensárselo dos veces. Dejarían cualquier cosa por las palabras del Dios viviente. Mucho después que este mundo haya pasado, la Palabra de Dios seguirá estando ahí. Mientras escribo estas líneas, Robert Hussein está encarcelado en Kuwait bajo la pena de muerte de una fatwa islámica. ¿Su crimen? En 1993 leyó el Nuevo Testamento y entregó su vida a Cristo Jesús. La intolerancia islámica se llevó a su mujer, a su familia y su trabajo, y ahora amenaza con arrebatarle la vida también. Pero Robert Hussein aún sigue leyendo su Biblia y orando al Dios verdadero que le ha dado paz y libertad. A William Tyndale lo ahorcaron en el otoño de 1573 en la plaza de Vilvord, Bélgica, y redujeron su cuerpo a cenizas. Su crimen había sido traducir la Biblia al inglés para que las personas más humildes pudieran leerla. En aquellos tiempos la Iglesia de Roma había proscrito la Biblia en inglés. El amor de Tyndale por la Biblia y su convicción de que era la Palabra de Dios le llevó a despreciar una vida cómoda y el aplauso público por su indudable erudición, y adoptar el papel de alguien perseguido, lo que al final le llevaría al arresto y al martirio. Actualmente, miles de obreros cristianos de cada continente se esfuerzan por traducir a cientos

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de los 6500 idiomas que hay en el mundo. El motivo de la importancia de la traducción de la Biblia se debe a que es el libro más influyente y popular del mundo. Es “inspirada por Dios y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:16). También se describe como “viva y eficaz” y que “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). Precisamente por eso la Biblia tiene tanto valor hoy en día: solo se pueden resolver nuestros dilemas morales a través de la clara enseñanza de la Biblia, y millones de personas por todo el mundo, en diferentes culturas, aprecian su importancia. La “mente de Cristo” no se encuentra en las “revelaciones” y “profecías” modernas sino aquí, en la Biblia. La mejor manera de proteger nuestra mente es la Palabra de Dios. Esta es la era del asesoramiento. Pero hemos perdido el arte de asesorarnos a nosotros mismos en medio de los problemas de la vida. Difícilmente resulta sorprendente, puesto que no tenemos un guía en quien confiar. El propósito de estas leyes es proporcionar una estructura para nuestras vidas; nos muestran cómo debemos vivir (Éxodo 18:20), y hasta en cualquier “asunto grave” de la vida (v. 22), una mentalidad controlada por la Palabra de Dios será capaz de manejar las más difíciles decisiones. Codiciar a Cristo mismo La canción de amor en el Cantar de los Cantares donde leemos acerca de la joven que describe a su amado diciendo que es “todo él codiciable” (Cantar de los Cantares 5:16) expresa el anhelo de Cristo que todo cristiano debería tener. El anhelo de Pablo que aparece en Filipenses 3:10, 11 es parecido: “A fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos”. Al igual que hay una forma correcta de codiciar, también hay una forma justa de enorgullecerse. De hecho, a través del profeta Jeremías, Dios anima a jactarse: “No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Más alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero” (Jeremías 9:23, 24). Enorgullecernos de nosotros mismo es una forma equivocada de enorgullecerse, pero podemos enorgullecernos de conocer a Cristo de una forma que atraiga a los demás hacia Él. Enorgullecernos de Cristo significa que lo codiciamos, que anhelamos y deseamos conocerle más. Debemos anhelarlo tanto que renunciaríamos a cualquier cosa, siempre y cuando no renunciemos a Él. Pablo estimaba todo como pérdida en comparación con “la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús” (Filipenses 3:8). Ese era un corazón codicioso. Codiciar la vida eterna En Romanos 5:1, 2, Pablo describe los beneficios de ser justificado con seis palabras tremendas. Una de las palabras que utiliza se traduce como “nos gloriamos”. Más correctamente se puede leer: “nos enorgullecemos en la esperanza de la gloria de Dios”. Esa era la prioridad de Pablo, y era lo que codiciaba como el premio más grande. Nos dice que es como un atleta que estira cada uno de sus músculos hacia la meta definitiva: “extendiéndome a lo que está delante”, prosiguiendo hacia “la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:13, 14). El mundo nos enseña a pensar en pequeño. Desde las empresas familiares hasta las grandes multinacionales, las metas están en aumentar la producción y las

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ventas; los tratos millonarios se celebran con extravagancia. Comprar participaciones, conseguir fusiones, el monopolio, son las únicas cosas por las que merece la pena luchar. Todo eso es patéticamente minúsculo en comparación con la gran meta de Pablo. En un momento de su viaje hacia Roma, Pablo pasó por una ciudad llamada Mileto. Mandó llamar a los ancianos de Éfeso para enseñarles y recordarles el ministerio que había llevado a cabo entre ellos. Antes de terminar, Pablo les dejó este pensamiento: “Os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados”. El veterano fundador de iglesias continúa: “Ni plata ni oro, ni vestido de nadie he codiciado” (Hechos 20:32, 33). ¿Hemos pensado alguna vez en la relación de esto con lo anterior? ¿Por qué los eleva Pablo hasta la gloriosa herencia entre los santificados y luego los arrastra a la esfera terrestre de la plata, el oro y los vestidos? La respuesta es que Pablo sabía que los efesios recordarían su absoluto desprendimiento de las cosas terrenales en su estancia con ellos y que ese sería el mejor testimonio de la realidad de sus esperanza eternas. El hombre o la mujer que tiene una firme y confiada esperanza en un glorioso futuro con Dios, demuestra por medio de su vida que tienen un interés pequeño y pasajero en las posesiones, los logros y la alabanza de este mundo. Los viajeros que suelen tomar el tren para volver a casa saben lo que es ver a un vagabundo acurrucado entre harapos al lado de un restaurante. Hasta cuando está despierto vaga por las calles sin rumbo, mira con ojos vacíos y una mente vacía el mundo que le rodea, o habla cosas sin sentido con sus compañeros de infortunio. ¿Le envidiamos? ¿Nos hemos visto alguna vez diciendo: “No me importaría cambiar mis ropas por las suyas, ojalá que pudiera beber lo que está bebiendo. Ojalá pudiera parecerme a él”? Claro que no. ¿Por qué? Porque tenemos algo mil veces mejor. Volvemos a casa con una familia que queremos, amigos de los que disfrutamos, rompa limpia que vestir y buena comida que comer. De manera parecida, pero por una razón mayor, Pablo nunca codició ninguna posesión ajena. ¿Por qué debería hacerlo? Iba hacia su hogar. Sabía que poseía algo que hacía parecer a todas las riquezas y fruslerías de este mundo como el vagabundo en la cuneta. Los grandes negocios, ser promocionado en el trabajo, los salarios de los altos ejecutivos, la elegancia de la compañía, los grandes dividendos: todo eso significaría bien poco para Pablo. Él disfrutaba del perdón, la paz con Dios y la anticipación del Cielo. Eso le permitía dar ejemplo a todos los cristianos en todas partes: “Teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto […] he aprendido a contentarme cualquiera que sea mi situación […] en todo y por todo estoy enseñado […]. Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentaos con lo que tenéis ahora” (1 Timoteo 6:8; Filipenses 4:11, 12 y Hebreos 13:5). Es esa visión de la vida la que nos permitirá atravesar la “Feria de la Vanidad” sin dejarnos distraer por el brillo de las atracciones y el entretenimiento que nos rodea, saber qué es bueno que poseamos y qué no, y vivir en un mundo opulento sin una mirada codiciosa. También será esa visión la que nos permita alegrarnos del éxito de otros sin tener envidia, establecer un patrón de vida sin celos. La obediencia al décimo Mandamiento guardará los otros nueve, creará interés en nuestras iglesias, protegerá nuestros matrimonios y nos hará un pueblo santo. Proverbios 14:30 dice: “El corazón apacible es la vida de la carne”. Capítulo 14 Vuelta al principio

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Éxodo 20:18–26 En una encuesta hecha en el verano de 1996, se preguntó: “¿Estaría de acuerdo con que se enseñaran valores cristianos en las escuelas?” Casi las tres cuartas partes contestaron que sí. El noventa por ciento creía que las escuelas debían enseñar el respeto a la autoridad, y un porcentaje mayor aún quería que se enseñara a sus hijos a respetar la opinión de los demás; el mismo número quería que se enseñara a sus hijos a no beber cuando condujeran y pocos menos que no debían mentir. Sin embargo, la castidad antes del matrimonio salía bastante malparada en la encuesta. ¿Qué conclusión debemos sacar de ello? Aunque queremos valores, y quisiéramos valores cristianos, está claro que no sabemos cuáles son los valores cristianos; o preferimos elegir los que nos gustan (no beber y conducir) y rechazamos los que no nos convienen (la castidad antes del matrimonio). Esto no tiene nada de sorprendente. Difícilmente se puede encontrar alguna nación en la Tierra que no espere un código de los miembros de su sociedad; pero si se les da la oportunidad, cada miembro preferirá establecer las reglas él mismo. La Historia de la raza humana es la Historia de la Humanidad poniendo las reglas y recogiendo la cosecha, mientras que Dios ha dado un patrón que, como Creador y Soberano, sabe que es el mejor que el mundo puede tener. ¡COLIFLORES Y HUEVOS DE PATO! Los Mandamientos de Dios son un resumen para hacernos pensar. Son cortos y concisos. En el hebreo del Nuevo Testamento, los Diez mandamientos ocupan 173 palabras, y el Sermón de Monte de nuestro Señor solo 1647 en el griego. Menos de 2000 palabras para facilitar el mejor plan para las relaciones humanas que jamás recibirá el mundo. ¡Se puede comparar muy bien con la normativa del Mercado Común Europeo sobre la importación de coliflores con casi 30 000 palabras y un número parecido para la exportación de huevos de pato! Por supuesto que en el Antiguo y en el Nuevo Testamento hay muchas otras cosas que aplican los detalles de estas dos listas: muchas más. Pero el valor de los Diez mandamientos es que son cortos y simples. En los últimos 3500 años, aquellos que han adoptado estas leyes como las normas del Hacedor han tenido que discutir muy poco sobre su significado. Justo al principio de este libro establecimos los importantes principios de que estas son las palabras de Dios, que son pertinentes para cada tiempo y cultura, y que van dirigidas tanto al pueblo de Dios como a los inconversos. No hay un tipo de ley para el que la guarda y otro para el que la quebranta. Es cierto que, mientras que Dios esperaba que su pueblo elegido guardara sus Mandamientos, sabía que los no creyentes no los podrían cumplir. Pero Dios no rebajó ni cambió su patrón. Dios no juzgará al mundo por lo que es capaz de cumplir, sino por lo que mandó que se cumpliera. Estas leyes son la portada moral de Dios. Establecen las normas y las prioridades. Los tres primeros se refieren a nuestra relación con Dios, el cuarto se refiere a nuestra relación con Dios y los demás, y de los seis restantes, cuatro advierten contra hacer daño a otros, uno contra dañar las posesiones ajenas, y el décimo es una advertencia contra nuestras actitudes y deseos que, tarde o temprano, dañarán a los demás y a nosotros mismos. De modo que el orden de los Diez mandamientos es muy simple: empiezan con Dios, prosiguen con los demás y terminan en nosotros. Dios, los demás y nosotros mismos. Ese es el patrón bíblico. Es en ese orden en el que debemos arreglar nuestras vidas. Si no estamos a bien con Dios y con los demás, estamos malgastando nuestras vidas, hagamos lo que hagamos.

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Recuerdo que una vez intenté utilizar algo de mi vocabulario zulú con un grupo de adolescentes en las afueras de Durban; me acerqué a ellos con un alegre “Sanibona”, que significa “hola”, y como respuesta solo obtuve un gruñido ininteligible; los jóvenes casi ni me miraron. Proviniendo de una sociedad donde una persona que se niega a mirarte es o bien grosero o muy tímido, supuse que o no habían entendido mi fluido zulú o que simplemente estaban siendo groseros. Se lo mencioné a las personas con las que me hospedaba, y me informaron que, puesto que yo era el adulto, los jóvenes recibían mi saludo pero no se suponía que debían devolverlo. Es cuestión de cultura y, como tal, las normas se pueden cambiar tan libremente como lo desee la sociedad. Los Diez Mandamientos no están limitados culturalmente; son declaraciones intemporales de lo que Dios considera aceptable y de lo que no. Son para el beneficio de cada sociedad; proporcionan libertad, no esclavitud. Quebrantar estos Mandamientos no es simplemente una conducta antisocial: es pecado, y el pecado es una rebelión contra Dios. La conducta antisocial se manifiesta de formas distintas en cada sociedad, en cada cultura. De hecho, son los Diez mandamientos los que nos permiten distinguir entre cultura y moralidad. La cultura es amoral, pero cuando entra en conflicto con la revelación de Dios es inmoral. Nunca podemos defender cosas como la falta de respeto, la violencia, la inmoralidad, el robo, la mentira, la avaricia, como “culturales”. Son pecado cualquiera que sea el lugar donde se cometan o la persona que los cometa. En Sinaí, Dios no estaba dando unas cuantas ideas para que Moisés las discutiera con Israel en el siguiente estudio bíblico. Por el contrario, Dios reveló sus leyes para beneficio de toda la raza humana. Sabemos qué es lo que Dios quiere, de eso no cabe duda. Sabemos también la clase de Dios que espera nuestra obediencia, y de eso no cabe duda tampoco. Pero hay otra cosa de la que no cabe duda, y es que todos fracasamos en nuestro intento de guardar estas leyes. LA CURIOSIDAD EN EL MUNDO Una noche volvía a casa por la autopista y oí por la radio que había una retención de nueve kilómetros por causa de un accidente en el lado contrario, entre las salidas nueve y siete. Me encontraba en aquel lugar en aquel preciso momento, y de pronto me vi en un atasco. La única diferencia es que estaba viajando en la otra dirección. Mientras nos arrastrábamos a cinco kilómetros por hora, llegué a la conclusión de que el aviso informativo estaba equivocado, hasta que llegué al lugar del accidente, que sí había sucedido en el otro sentido, donde el tráfico estaba completamente detenido. El motivo de mi atasco era que los conductores de mi lado aminoraban su velocidad para echar un buen vistazo al fracaso de la vida de los demás. Nunca he visto que se produjera un atasco por la admiración de los conductores ante la cuidadosa conducción de los que obedecen las normas en el otro carril. Cristo habló de las buenas obras que influyen en el mundo (Mateo 5:16), y Pablo escribe sobre los cristianos hablando de ellos como cartas “conocidas y leídas por todos los hombres” (2 Corintios 3:2). El mundo observa con escepticismo y espíritu crítico a los que declaran creer en el valor de la Ley de Dios. Muchos esperan poder hundir nuestra vida familiar y nuestra integridad, arruinar nuestro testimonio cristiano y quebrantar todas las leyes que decimos guardar. Están esperando a ver nuestro fracaso al otro lado de la carretera. Es fundamental que los cristianos no demos esa oportunidad al mundo. Si no mostramos el valor de

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obedecer los Diez Mandamientos, probablemente el mundo no tenga ninguna otra forma de aprenderlo. LO PRIMERO ES LO PRIMERO La Biblia no siempre presenta las narraciones en el orden en que tuvieron lugar; y cuando las cosas no siguen la secuencia, siempre es deliberadamente y por un motivo. Y creo que eso es lo que pasa en Éxodo 19 y 20. En el capítulo 19 leemos que Moisés subió al monte para presentarse ante Dios. Luego vino el trueno, el relámpago y la trompeta, y Moisés bajó a advertir a Israel que no debía acercarse ni tocar el monte (vv. 21, 22). El capítulo acaba aquí, y ahora entra en juego la lista de los Diez mandamientos. De hecho, Éxodo 20:18– 26 es la continuación natural del capítulo 19:25, y en estos versículos Dios advierte contra la adoración de los ídolos y da unas normas para el altar y los sacrificios. Esa información es vital porque las normas del sacrificio vienen antes de la Ley. Los detalles de las leyes arrancan en el capítulo 21 y abarcan hasta el capítulo 31:18, con un paréntesis en el 24. Al final, en Éxodo 31:18 se dice: “Y dio a Moisés, cuando acabó de hablar con él en el monte de Sinaí, dos tablas del testimonio, tablas de piedra [los Diez mandamientos] escritas con el dedo de Dios”. De modo que los Diez mandamientos fueron la última cosa que Moisés recibió. En otras palabras, mientras que los Diez Mandamientos aparecen en nuestra Biblia antes de los detalles de los sacrificios, en realidad se recibieron después. La disposición de Dios a perdonar no es una ocurrencia tardía. No es una respuesta apresurada ante un fracaso inesperado de la Ley que pretende mantener al pueblo a raya. Dios sabía que los Diez Mandamientos serían más quebrantados que cumplidos, pero aun así eran necesarios para que la gente viviera con un patrón y sin ninguna excusa. De cualquier forma, Dios planeó el camino del perdón y lo reveló primero. El altar y el sacrificio eran sustitutos para el pecador; el lugar donde aquellos que reconocían su quebrantamiento de la Ley podían encontrar perdón. Cuando los gobiernos redactan leyes las acompañan de penas por su infracción. Hay pocas personas que guarden una Ley si no hay castigos. En cualquier caso, era la naturaleza de Dios la que tenía la disposición a perdonar. Eso es el Evangelio. A lo largo de este comentario, hemos terminado a menudo el capítulo con la afirmación de que donde hay Ley, hay Evangelio. HAMMURABI NO DA ESPERANZAS En el primer capítulo vimos que uno de los códigos de leyes más antiguos, aparte de los Mandamientos bíblicos, es el de Hammurabi, un rey de la antigua dinastía babilónica (amorrea), que, según los cálculos actuales, reinó desde 1792 a 1750 a. C. Señalamos que el código de Hammurabi contenía numerosas normas civiles, algunas de las cuales son muy parecidas a las que se le revelaron a Moisés en Éxodo y Deuteronomio. En cualquier caso, lo que es más importante que cualquier parecido es que en esas 282 leyes el nombre de dios o de Marduk solo aparece una docena de veces, y no hay una sola referencia a un sacrificio para los que fracasan en el intento de guardar las leyes. En otras palabras, hay leyes y castigos, pero no hay ninguna palabra sobre el perdón. Además de esto, hay otra diferencia bastante chocante: en el epílogo que aparece en el reverso de la “estela” o columna, toda la atención se dirige al gran rey. Fue el rey mismo, con la sabiduría que le fue dada por Enki, Marduk y Shamash, el que dio estas “preciadas palabras” a su pueblo. Hammurabi afirma orgullosamente: “Mis palabras son excelentes; mis hechos sin igual” (Epílogo,

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línea 100). Hay muchas líneas de maldición para el gobernante que no enseñe a su pueblo las leyes de Hammurabi, pero ni una sola palabra sobre el arrepentimiento y el perdón. Y eso que los críticos suponen que Moisés copió esas antiguas leyes. ¿De dónde sacó el dirigente de Israel las ideas sobre el sacrificio que tan íntimamente iban unidas con las leyes morales de su Dios? UNA SEÑAL HACIA CRISTO El altar, que se proporcionó al mismo tiempo que la Ley, era una ilustración de la venida de Cristo. A lo largo de los siglos de la historia de Israel, cada sacrificio, cada animal que se ofrecía, cada gota de sangre derramada, el humo de cada ofrenda que se quemaba, era como una señal o un dedo señalando hacia la venida de Cristo. Él era el cordero elegido y sacrificado desde la creación del mundo (1 Pedro 1:20 y Apocalipsis 13:8). Aquel, completamente libre de pecado, llevaría en la Cruz nuestro pecado y se convertiría en nuestra “propiciación”, apartando la justa ira de Dios de nuestro pecado (Romanos 3:25; 1 Juan 2:2; 1 Juan 4:10). El Soberano Creador, en este tremendo conjunto de leyes que dio a través de Moisés, nos dice cuál es la mejor forma de vivir, no para meternos en una camisa de fuerza sino para hacernos libres. La Ley, bien entendida, es liberadora; debería ser nuestro deleite, como la encontró David (Salmo 1:2; 119:70, 97, 163, 174). El verdadero cristiano debería decir: “Amo estos Mandamientos. Puede que interfieran en lo que yo quiero hacer, pero precisamente por eso los amo. Me liberan de las cadenas del pecado”. Estas leyes son el patrón de santidad y muestran la naturaleza del Dios al que servimos. Nos muestran su santidad y, por tanto, lo santos que debemos ser. De cualquier manera, necesitamos mucho más que la Ley, porque la quebrantaremos inevitablemente. Nadie obtendrá la salvación obedeciendo la Ley (Romanos 3:20). Hammurabi no tenía nada que ofrecer a su pueblo a excepción de las maldiciones sobre el gobernante que desviara a su pueblo. Moisés ofreció el Evangelio. Aquí hay un Dios que se deleita en su pueblo tanto entonces como ahora. Un Dios que creó una vía de reconciliación tanto entonces como ahora. El nuestro es un Dios que dice: “Yo os ordeno, pero yo os amo”. Y su amor se mide con la muerte de su Hijo en el Calvario. La presencia de Dios y sus santas leyes hicieron que todo el monte temblara, pero eso solo puede llevarnos al lugar del sacrificio que se estableció mucho antes que la Ley. Dejemos que la Ley y la ira de Dios nos lleven a la Cruz. No hay ningún otro sitio donde un pecador infractor de la Ley pueda encontrar el perdón. Solo aquí se puede encontrar una justicia que cubra nuestros pecados: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:21–23). EL INCONVENIENTE DEL CONSENSO Estamos inundados de normas provenientes de las altas esferas. Cuando quiera que conducimos nuestro automóvil por la carretera, nos arriesgamos a infringir una de las centenares de leyes con respecto al seguro, los impuestos, las normas de circulación, etc. Todo es muy complicado, como las coliflores y los huevos de pato. Pero sería trágico si mandásemos a nuestros hijos a la vida pertrechados con toda clase de títulos y diplomas desde la astrofísica hasta el atletismo, pero desatendiendo las rectas leyes de su Creador. La idea de que la moralidad es un consenso social se ha probado y ha fracasado. La muchedumbre de voces reclamando nuestra atención no ha podido proporcionar a nuestra sociedad un

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patrón serio y coherente para educar a nuestros hijos. Tenemos más religiones que nunca, pero tampoco nos han proporcionado un patrón claro. Por desgracia hemos elegido pasar por alto nuestra herencia cristiana y estamos perdidos en un laberinto moral. No tenemos que disculparnos por estos Mandamientos, ni esconderlos, ni deshacernos de ellos porque estén pasados de moda, ni olvidarlos discretamente para respetar a otras religiones; debemos creer en ellos y enseñarlos como las leyes de un sabio Creador. Solo entonces empezaremos a comprender lo buenos y beneficiosos que son. Hasta el niño más pequeño puede aprender los Diez Mandamientos que le harán sabio para toda su vida, y el niño más pequeño puede comprender la Cruz que le hará sabio para la salvación. LOS MODALES DE LA MORALIDAD Estudié a Jane Austen como parte de mi curso de literatura inglesa en la escuela. A medida que pasaron los años, se me hizo casi vergonzoso reconocer mi conocimiento de la escritora victoriana. Pero ya no. Jane Austen causó furor a ambos lados del Atlántico cuando se estrenó la película Sentido y sensibilidad, que recaudó 21 millones de dólares en las primeras semanas. Y sin embargo, las novelas de Jane Austen difícilmente encajan con la imagen actual: no son violentas, no son sexuales (pero sí muy sexistas) y son románticas hasta lo cursi. Su forma de escribir es un vestigio de la era que generó organizaciones como el “Comité para la reforma de los modales”. En un artículo en Perspective a principios de 1996, Brent Vukmer sugiere que los americanos no simplemente echan de menos una sociedad que tenía “modales”, sino que muchos están buscando una que tenga unos principios morales firmes. Una encuesta del Consejo de Investigaciones Familiares llevada a cabo en 1995, halló que dos tercios de los norteamericanos creen que la sociedad está “en el camino equivocado”. Los libros sobre los valores tradicionales son superventas. Todo esto puede animarnos sobre la posibilidad de que nuestra sociedad esté a punto de retroceder hacia una moral mejor. Si es así, estamos en un peligroso cruce de caminos. Habrá muchas ofertas, pero solo la ética cristiana proporciona unos patrones claros y civilizados que pueden guiarnos a través de las complejidades morales que hemos cargado sobre nuestras espaldas tras medio siglo rebajando a Dios. No necesitamos moralizar, o tener un consenso social de lo que está mal y lo que está bien, ni siquiera escapar a un mundo de fantasías. Para llenar el vacío moral que sienten millones de personas, es urgente que volvamos a las robustas leyes de un Creador bondadoso y santo. ¿Por qué? Porque solo Él sabe lo que es mejor. La vuelta a los Diez Mandamientos debe ir acompañada de nuestro compromiso de vivir esas leyes y enseñarlas a nuestros hijos. Nuestros mejores intentos por guardar las leyes de Dios siempre nos dejarán con la necesidad del perdón por nuestro fracaso. Pero donde hay Ley, hay Evangelio. La oferta de un perdón cierto solo se puede encontrar en la Cruz de Cristo. 1

Anderson, A. (2008). Prólogo. En D. Cánovas Williams (Trad.), Los Diez Mandamientos para hoy (Segunda edición., pp. 3–347). Moral de Calatrava, Ciudad Real: Editorial Peregrino. 1

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